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… con el fin de destrabar la discusión, te propongo dar por bueno el siguiente deslinde:
consideremos la obra de nuestro autor en tres categorías: a) el filólogo hispanoamericanista
que impulsa la creación de un Estado estético b) el creador de instituciones académicas c)
el autor de narraciones literarias. Es un juego, concédeme el beneficio de la prórroga. Estas
cosas sólo se proponen cuando se persigue un fin superior. El mío lo expondré después,
ahora no importa.
Tres categorías, entonces, en las cuales, al menos en dos, el título de precursor ha sido
fecundo en resultados intelectuales. Te propongo considerar que en la tercera categoría
dicho título oscurece más que alumbra la compresión de la obra. Pienso, sobre todo, en otro
posible lector alfonsino, el lector de ficciones. Concédeme también eso.
Escribe Oswaldo Zavala: “Los cuentos de Alfonso Reyes han sido subvalorados a la
recurrente lectura e interpretación del más celebrado, ‘La cena’”. ¿Qué hacemos con
tamaña información, si, como él mismo nos cuenta, hablamos de cinco colecciones de
cuentos de uno de los grandes adelantados de la modernidad literaria? De Borges a
Blanchot, de Arreola a Roberto Bolaño, de ese tamaño la subvaloración. De verdad, ¿qué
hacemos? Pues eso: suspender la noción de precursor a ver qué pasa.
No regateo, pienso en términos hermenéuticos: si a ese posible otro lector le decimos que
las narraciones de El plano oblicuo prefiguran las Ficciones de Borges, o que uno de ellos
reaparece como juego de variaciones en la obra de Pitol, lo más probable es que desviemos
su atención de nuestro objetivo: los méritos del Reyes cuentista. Considera, además, que
desde hace tiempo el término influencia ha sido sustituido por el de apropiación, lo mismo
en historia (Roger Chartier) que en crítica literaria (Roberto Schwarz). O sea que cuidado
con la manera en que algunos emplean el dato meramente erudito en literatura. En ésta, las
relaciones de causa-efecto llegan siempre como diferidas.
Entonces, pongamos de lado “La cena”. Olvidemos la indicación de leer el libro como
muestra de “suprarrealismo avant la lettre”. ¿Qué elegimos de esa colección de textos –
mitad cuentos, mitad diálogos– producidos entre los años 1910-1914? A mí me gusta
mucho “En las repúblicas del Soconusco (memorias de un súbdito alemán)”. Pero
concedámosle al ateneísta el genuino deseo de transitar de manera risueña por el archivo
literario de Occidente, sin la solemnidad de los títulos que la academia suele otorgar. Este
cuento, me parece, se ajusta a un modelo de narración donde lo que se imita son códigos
literarios, no las acciones de los personajes.
Yo era panteísta –casi diré republicano–, por más que persistía en creer, con
Bismarck, que las asociaciones de jóvenes demócratas son una confusa mezcla de
utopía y falta de urbanidad. […] De Novalis aprendí a cantar. De su poesía extraje
algo como una repugnancia confusa por los juegos de luz y sombra, y el amor al éter
cálido y luminoso; y nunca se aparta de mi fantasía el chorro de agua de su cuento,
que estalla y se congela en el aire como una lanza de cristal.
Pongo aquí término a mis recuerdos. El viejo alemán, rico ya y gozoso, se calienta
después de cenar al fuego claro y, en tanto se tuestan las castañas exóticas, escribe
en las brasas con el badil y narra a sus hijos y a su esposa bellos cuentos del tiempo
ido.
El pícaro es pícaro en función de sus acciones. Dos son las acciones principales de un tal
personaje: aprender de sus maestros, timar al prójimo. Estas acciones, además, suelen
acompañarse de cierto descreimiento frente a cualquier forma de idealismo. ¿Se cumplen
estas condiciones? A mí me parece que sí, que se cumplen de una manera peculiar, como en
las buenas obras literarias. Pongamos de lado a don Jacinto, maestro de la correspondencia
mercantil, hablemos de los maestros de la murga americana:
Conocí al mozo Pedro Guitarra y al viejo don Violón, constantes huéspedes del
barbero y sangrador Meléndez. A Pedro Guitarra le decían así por lo bien que sabía
tañerla, y a don violón, porque lo hacía gruñir muy diestramente. […] Don Violón
era poeta, y de los repentistas, y sordo; y tenía enemigos literarios. Ambos eran
gente a quien sólo se encontraba de noche: al fin, como a murguistas. […] ¡Conque
de tan doctos labios recogí yo mis primeras enseñanzas sobre aquel nuevo mundo!
¡Conque de tan sabridas bocas aprendí yo mi última sabiduría de la vida, sazonada
entre cantos, dichos, cuentos de mujercillas y casos chistosos, narrados y festejados
en largas noches entretenidas, al son de las tijeras de los barberos!
¿Una picaresca gauchesca? ¿Te parece? Dime ¿qué opinas del personaje al que nuestro
pícaro alemán tima? O a lo mejor mata, este último punto queda sin resolver o se resuelve
calificándolo de habladuría:
¡El súbdito alemán es un realista que extrae de sus observaciones científicas conclusiones
políticas! ¿Pero no hacían esto la mayoría de los corazones europeos de la época? En
América, el romántico alemán adopta tarde o temprano el ingenio del pícaro americano,
aunque para hacerlo tenga que justificarse en su fama de tratadista.
El lector alfonsino, a estas alturas, debe plantearse seriamente si el material con el que trata
está más cerca del tipo de narraciones que parodian un género literario que con un género
literario propiamente dicho. En otras palabras, ¿el cuento se ajusta al modelo de las
narraciones picarescas o lo parodia? Yo me decanto por lo parodia, porque esto nos permite
introducir en la argumentación, ahora sí, los juicios de otros críticos. Podríamos afirmar,
siguiendo el análisis de Ignacio Sánchez Prado, que el lector ideal de las memorias del
Soconusco prefigura la escritura crítica de “La sonrisa”. Para tal efecto, habría que ligar las
memorias con la inversión de los ojos imperiales de cierta literatura de viajes, según el
estudio de Mary-Louise Pratt. Después de esto podríamos afirmar que los cimientos del
Estado estético que Robert Conn documenta son literarios, no estrictamente filológicos, con
lo cual justificaríamos la categoría de cuento-ensayo propuesta por Luis Leal. Sólo
entonces me sentiría con la libertad de introducir en la discusión el homenaje que Sergio
Pitol le dedica a Reyes en El arte de la fuga, remitiéndolo no a la influencia directa de “La
cena” en, por ejemplo, el cuento “Hacia Varsovia”, sino en la lectura que el poblano hace
de Bajtín en el prólogo de Tríptico de carnaval.
(No, Alfonso Reyes no prefigura al ruso, sólo lo contiene, deja de aplicar criterios
decimonónicos a nuestra charla).
Hemos arribado finalmente a la región del Soconusco, hijo: el reino de la ficción. Aquí se
traban y se destraban, también, tradiciones. El lector hispanoamericano de las narraciones
alfonsina, entonces, lee a contrapelo la tradición literaria de occidente. En un número
considerable de los textos que componen El plano oblicuo, lo hace mediante algún recurso
literario ligado con el humor o sus simulaciones. Y aquí me instalo de lleno en el reino del
juicio, más lejos no llego, o si llego me desbordo para todos lados y termino diciendo
cualquier cosa.
¿Precursor de la modernidad literaria del siglo XX? No sé. ¿Importa? Tú, cuando andas de
paseo por los libros, ¿qué buscas? ¿Simpatías o diferencias? ¿Por qué no dejar abierto el
tema? Toda lectura, como toda ficción, debería arrogarse la libertad de ser estratégica, ¿no
te parece?
¡Bienvenido al Soconusco, todo el Soconusco, lugar de las tunas agrias! El joven Alfonso
Reyes es un excelente guía.
Bibliografía
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2009.
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