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El motoarrebatador o la balada del error especular

Una brevísima sinopsis. Miguel y su cómplice golpean a una mujer al arrastrarla por el piso
cuando le arrebatan la cartera. Miguel retornará a buscarla. ¿Por la culpa? Es posible. A partir de
allí, una extraña relación se creará entre él y Elena, la mujer que asaltaron. El motoarrebatador
comienza y termina con un reflejo. Primero, en el cajero automático, antes del asalto, en una
escena que roza la perfección. Y en la escena final, cuando Elena visita a Miguel. En ambos casos,
un vidrio superpone a uno de los personajes y al reflejo del otro. Es, al menos para nosotros que
caminamos diariamente por las locaciones en la que se rodó la película, un relato ineludiblemente
especular. Pero de una especularidad asimétrica puesto que la narración propuesta por Agustín
Toscano nunca confunde el reflejo con lo reflejado. El deseo de reflejar, como el de ocupar el lugar
del otro -tal como lo pudimos ver en Los dueños (2013), la ópera prima de Toscano codirigida con
Ezequiel Radusky-, parte siempre de una disputa a causa de lo desigual. Desigualdad abierta,
porosa e impura, pero fundada por una asimetría que inevitablemente impone el sesgo de las
relaciones de poder. Esa asimetría, tal como lo indica la fantástica canción de Maxi Prietto, Error
Blues (https://www.youtube.com/watch?v=oCLl0C8ikZQ) que acompaña la secuencia del saqueo,
está en el origen de todo. Es sólo el error y nada más que el error. El error como la asimetría
primera. El error mínimo, el que introduce la diferencia entre el reflejo y lo reflejado. Error
necesario para que ambos se diferencien y suficiente para que nunca puedan coincidir. El error
rompe los equilibrios, desbarata las unidades, interfiere las complementariedades. «Hay un error
en la semilla», afirma la canción y nos describe y enumera un universo cuya única sustancia común
es el error. La única naturaleza, lo que nos hermana inexorablemente y nos iguala es, para la
canción, un ineludible comunismo (agregaría yo) del error. Sólo a partir del error comenzaríamos a
reconocernos en lo cualquiera, en lo común que nos iguala. Así las cosas, el error es el espejo. Y en
El motoarrebatador no faltan los errores en los cuales reflejarnos. En primer lugar, el error
alimenta los reflejos entre personajes (el guion y la puesta en escena ofrecen muchos ejemplos
que no menciono para abreviar pero que el espectador atento fácilmente puede encontrar). Pero
una vez abierta la caja de Pandora de la especularidad, el error multiplica los reflejos. Reflejos
entre personajes y espectadores, entre espectadores y cine, entre cine y realidad. Reflejos
erróneos, asimétricos, opacos, estriados por relaciones filtradas de poder. Pero reflejos al fin. Y
también, reflejos furtivos que, como los mismos arrebatadores, aparecen de la nada para asediar
la imagen de sí que cada uno de nosotros resguarda como un tesoro. Y reflejos, al fin, en otro
sentido, en el sentido de los cuerpos. El cine se presenta aquí como un ejercicio de reflejos, como
ese saber implícito en los cuerpos que les permite actuar antes de entender. Como cuando Miguel
reacciona sin necesidad de pensar al ver a su pequeño y encantador hijo León (interpretado por un
maravilloso León Zelarayan) en manos de su cómplice, el "Colorao", o cuando detiene la moto para
mirar a Elena o como cuando el padre de Miguel detecta al instante un gesto clandestino de
Miguel. Reflejos, por ejemplo, de la paternidad y de las filiaciones captadas en una superficie
biselada por el error que difracta los vínculos familiares y los afectos y los proyecta en inesperadas
direcciones. Los reflejos, en suma, como afectos tironeando desde ninguna parte hacia ningún
lugar.
Vector de todos los miedos, la figura del motoarrebatador oficia como la encarnación tangible
de la amenaza espectral y especular que define nuestra época: la inseguridad. Entonces, no es
extraño que los arrebatadores y sus motos se presenten en el imaginario dominante (fuera del
cine, de éste cine) como modernos Atilas lanzados a arrasar con el mundo de todos aquellos que
se crucen en sus caminos. La figura del motoarrebatador funciona así como el amenazante Otro de
lo social que cristaliza todas las incertidumbres en una sola certeza y todos los terrores en una
misma amenaza. Pero la figura espectral demanda rostros reales que se puedan asignar e
identificar. Por eso el imaginario dominante ve en el rostro mestizo de cualquier joven motociclista
el rostro inequívoco de la barbarie enrostrándole su expuesta y temida vulnerabilidad. La imagen
del motochorro se convierte entonces en la imagen lombrosiana de la hipostasis etno-social de
todos los miedos tangibles e intangibles. Una imagen que denuncia una realidad concreta y a la vez
la oculta y la distorsiona. Es esa imagen, justamente, la que Agustín Toscano se propone atravesar
con su segundo largometraje. Lejos de explotar ese miedo, tal como ocurre en muchos casos en el
cine argentino de industria, El motoarrebatador lo deja atrás y se interna en las imprevisibles
aventuras de las empatías, es decir, de los reflejos. En este territorio, lo bueno y lo malo, el amigo y
el enemigo quedan desdoblados y superpuestos en un juego de reflejos y refracciones que trastoca
la "zona de confort" y todo indicio que sostenga identidades fijas, estables y evidentes.
La película nombra a ese “choro” vectorial con un nombre extraño al habla coloquial de la
ciudad a la que, por otra parte, se esfuerza por escuchar y mostrar. Se trata, a la vez, de un nombre
que detenta cierta neutralidad puesto que toma distancia de las figuras más estigmatizantes como
motochorro o, como sería el caso en Tucumán, del motochoro. De esta manera, el relato se
aproxima a su héroe desde una tercera posición que no es exactamente ni la que lo deshumaniza e
invita a lincharlo, ni la que lo exonera y le permite autojustificarse («yo no hice nada», repite
Miguel). ¿Quién, en la historia -si es que alguien lo hace-, podría representar esa tercera posición
desde la cual se le propone mirar al espectador para reconocer allí su propia mirada? Aquí hay algo
interesante. Probablemente, esa tercera posición circule entre las miradas de dos mujeres, la
médica, que ve a Elena y a Miguel sin entender nada, acaso porque no quiere entender nada, y la
de la ex mujer de éste "Anto", que seguramente sabe todo (y por eso lo deja) pero nunca se lo
demanda. O una mirada exterior, como la de la médica, que nunca parece encontrar su lugar en
esta forma de vida o como la de "Anto" que sabe que debe distanciarse de ella. Miradas
descentradas en las que eventualmente se refleja la mirada del film para reconocer en ellas el
error que la anima. Sea como sea, claramente, la mirada del largometraje no asume ni la
perspectiva de la policía (aun cuando la expresión motoarrebatador es más propia de un sumario
policial o periodístico) ni tampoco la del padre de Miguel (Rodolfo Juárez, también preciso), que se
enfurece al descubrir el oficio de su hijo. Para nosotros, espectadores seducidos por la hospitalidad
del relato, nos basta la culpa de Miguel. Esta culpa irradia de esa mirada lanzada desde la moto al
comienzo de la película. El conductor de la moto se detiene y se vuelve hacia atrás para
reconocerse, quizás, reflejado en la mujer arrastrada y tendida en el piso mientras su secuaz lo
insulta para que siga adelante. Con ese primer gesto quedaremos expuestos a la corriente de
simpatía que comenzará a emanar de él, de Miguel, a medida que avance la historia. Esa simpatía
sostenida por el carisma del personaje (y del extraordinario Sergio Prina) no hace más que
intensificarse escena tras escena. Pero justo cuando creemos que Elena (la también extraordinaria
Liliana Juárez) y Miguel están llamados a reconfortar nuestra buena consciencia, el relato,
hábilmente, nos deja ver que las cosas no son como creíamos y que es más lo que ambos
ocultaron que lo que nos dejaron ver. Resuena el error en el reflejo. Y lo que apenas se sugiere, se
instala en la historia como un siniestro mar de fondo que nunca alcanza a desbordar totalmente el
secreto. Aquí reside, a mi juicio, el mayor acierto del guion. No nos deja ver la oscuridad elidida,
pero sí sus efectos sobre la superficie de las apariencias. Al hacerlo, la narración nos arrebata, al
menos por un tiempo, el margen de corrección política cuyo usufructo hasta allí nos permitía
disfrutar. Pero la culpa sentida y no admitida retorna al final, no sin ayuda de Elena y del padre de
Miguel, para restituir las coordenadas de los ideales permitiendo, a partir de allí, un reencuentro
entre "víctima" y "victimario". Y ahora que la ley los ha liberado de seguir actuando esos roles,
encontrarán en la prisión el lugar en el que habrán podido al fin ser sinceros. El ambivalente lazo
de complicidad que los unía cambia de naturaleza. Pero eso ya será otra historia.
Sin embargo, la caída de las apariencias tal vez sólo sea la más lograda de ellas. Y así como en el
vidrio que los separa en la cárcel se refleja el rostro de Elena sobre el de Miguel, el espectador
podrá reconocer en la pantalla, tal vez, un esbozo de su propio rostro reflejándose en ella. Esa
pantalla destinada a separar la ficción de una realidad que está, lo sabemos, igual de encarcelada.
Realidad que la película nos invita a visitar aun si no entendemos bien qué es lo que nos hace parte
de ella. Es que si el cine nos arrebata algo al quitarnos nuestra incredulidad y, a pesar de ello, lo
aceptamos, quizá se deba a que nuestro lugar como espectadores también es, a fin de cuenta, un
lugar que hemos usurpado. Si El motoarrebatador busca a su espectador reflejándose en los
procedimientos del cine de género es porque supone en él, en nosotros, el error de la mirada. Nos
guste o no, lo sepamos o no, el error nos obliga a abrirnos camino hacia el mundo que nos rodea,
como Miguel, enfrentando las indolentes asimetrías de lo visible que disciplinan nuestro mirar.
Pero tenemos una ventaja (y en realidad, varias) sobre Miguel. Él nos muestra los riesgos que
corremos. Y lo hace porque la película, ésta película -como Helena-, sabe que ella y nosotros,
como todos, nunca lo diremos todo. Así, bordeados por nuestros silencios y casi reflejándonos en
ellos, incluso como recordando sólo vagamente los saqueos en los que se inspira El
motoarrebatador, podríamos interrogar a nuestras miradas: ¿y si el ejercicio soberano de una
secreta ley impuesta es lo que en verdad nos autoriza a visitar al cine, en la sala, desconociendo
que vamos allí, a visitarlo, como Elena visita a Miguel? Y para consumar qué, ¿un reencuentro?
Puede ser. Pero hace tanta falta creer para ver, como errar para creer. Y aun así, ¿reflejándose en
qué asimétrica mirada reconoceremos nuestros yerros mientras erramos en moto por las periferias
olvidadas de nuestras ciudades prohibidas? ¿En una mirada como la de Miguel que, en el cine, se
vuelve hacia nosotros mientras el cine nos intenta arrastrar? Esta es, me parece, la gran apuesta
con la que El motoarrebatador se pone juego: que podamos encontrar allí, en él, en el cine, una
mirada que al errar nos permita creer. Sin dudas, se trata de una gran apuesta.

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