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La Belleza Salvara Al Mundo, Prefacio Andrea Simoncini
La Belleza Salvara Al Mundo, Prefacio Andrea Simoncini
El buen gobierno, el mal gobierno y sus efectos: estos son los temas de los grandiosos frescos
pintados por Ambrogio Lorenzetti y que Mariella Carlotti presenta en este volumen. Pero, para
ser honestos, los mismos títulos podrían constituir tanto un capítulo de un libro sobre reformas
institucionales como los puntos del programa de alguna fuerza política involucrada en el campo
electoral.
Es realmente sorprendente, pero desde el siglo XIV hasta hoy, la cuestión de cómo gobernar una
sociedad (ya sea una ciudad, un estado o una unión de
estados), la interrogante sobre el secreto de un buen
gobierno y cuál es la forma de evitar la maldad, todavía
son preguntas completamente abiertas. Sólo frente a un
fresco medieval como el de Siena hay una clara
percepción de cuán profundo y "estructural" en la
historia humana es la búsqueda del gobierno correcto. Y
no es por casualidad, como revela la curadora de este
volúmen, que estos títulos (Buongoverno y
Malgoverno) hayan sido atribuidos a las paredes del
fresco solo desde el siglo XVIII.
La lectura de este libro, por lo tanto, permite una experiencia verdaderamente única: por un
lado, se nos presenta la comprensión de una de las obras maestras de la historia del arte medieval
y probablemente de todos los tiempos, pero por el otro estas páginas (e imagenes) componen
una especie de manual de la teoría de las instituciones o, si se quiere, un ensayo de politología,
muy útil para orientarse en el debate político actual. Y es precisamente en este segundo sentido
que me gustaría sugerir algunas reflexiones: ¿qué aporta un fresco de mediados del siglo XIII
sobre el tema del bien común y las instituciones públicas a hombres y mujeres del siglo XXI?
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Lo bello para comunicar lo justo
La Edad Media tiene un genio expresivo "público" que, en mi opinión, falta en épocas
posteriores. Las iglesias y los edificios cívicos son lugares donde uno se encuentra y por esta
razón son lugares donde uno enseña, se expresa y comparte lo que todos deben saber.
La ciudad de Siena, alcanzó su ápice en el nivel político, cultural y económico, y decide explicar
a todos cuál es el secreto de su fuerza, de su vitalidad. ¿Cómo comunicarlo? Por un lado,
basándose en la escritura: la constitución de Siena - El estatuto municipal - como cuenta la
curadora, fue redactado en 1309; en él, las reglas de la vida común se fijan mediante la escritura;
pero, atención, se decidió que la escritura se llevase a cabo en lengua vernácula, a pesar de que
el lenguaje profesional de los juristas de la época todavía era el latín.
"Bien legible [...] en función de las personas pobres y otras personas que no saben [...] gramática
puedan verlo", para que cualquiera pueda entender. Pero escribir, aunque sea accesible para el
vulgo, no es suficiente. El texto está acompañado por uno de los principales medios de
comunicación de masas disponibles en ese momento: la pintura. Y el municipio no elige
cualquier "comunicador", comisiona a un artista entre las "estrellas" de la época, Ambrogio
Lorenzetti, para una tarea muy delicada: que todos puedan entender de dónde viene la fortaleza
de la institucionalidad de Siena.
Esta es una primera observación que saco de estas páginas y que me parece de actualidad
extraordinaria: la belleza es el medio elegido para comunicar lo justo (el derecho). El derecho
con sus leyes durante siglos ha intentado responder a la eterna pregunta: ¿cómo influir en el
comportamiento humano? Un letrero que diga "prohibido estacionar" no es más que el intento
(gastado, fallido) de inducir a las personas a llegar a un acuerdo de cierta manera en función de
un propósito común.
Para los conciudadanos de Ambrogio es bastante claro que lo que pone en movimiento la
voluntad no es la existencia de una regla o una ley abstracta, el atractivo, aquello que "atrae", es
la belleza del buen gobierno y el esplendor de sus efectos, así como el elemento de disuasión que
conduce a evitar el mal gobierno es el horror de la escena infernal que lo representa.
Esta es una advertencia muy actual para aquellos que quieren gobernar: para dar una "disciplina"
al comportamiento humano puedes
inventar reglas cada vez más
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suprema de la institución es favorecer la existencia de estos ejemplos: ciudades, poblaciones
humanas, campos y prados, obras y empresas... "bellas", es decir, correspondientes a los deseos
del hombre; esto orienta, "dispone" al individuo al bien común.
Solo esto justifica razonablemente el sacrificio del interés "particular" de uno; por tanto, el bien
común se refiere en primer lugar, a las vidas de las personas y sus relaciones, las reglas solo
pueden "reconocerlo", nunca crearlo.
Por otra parte, la frase que resuena en las diferentes salas del Palacio Público de Siena entre la
Maestá de Simone Martini y los frescos de Ambrogio es "Diligite iustitiam quí iudicatis
Terram", quien quiere juzgar las cosas de la tierra, que ame la justicia. Y solo una mirada a la
belleza de la "Justicia" pintada por Ambrogio es suficiente para entender cómo es "natural" que
alguien se enamore de esta. Del mismo modo que no podemos dejar de sorprendernos cuando,
al mirar el fresco, nos damos cuenta de que ella también, la Justicia, mira otra cosa. Mira
fijamente la Verdad, tiende a la Sabiduría. La justicia, para el pintor Lorenzetti, no es una
medida, sino una mirada hacia la Verdad, es una tensión, más que un objetivo.
Le debo a los cursos de historia de derecho del profesor Paolo Grossi, que frecuenté durante mis
años de universidad, el descubrimiento emocionante (emoción que no me abandona) de la forma
en que los medievales sentían
la ley, el derecho. Santo
Tomás de Aquino es
indudablemente la cumbre
expresiva de esa sensibilidad.
Tomás muere, trabajando en
su Suma, en 1274, pocos años
antes del advenimiento de ese
Gobierno de los Nueve que en
setenta años producirá el
florecimiento de Siena y cuyo
fruto maduro será inmortalizado por Lorenzetti.
Explicaba Grossi a sus estudiantes: "la definición de la ley es la muy conocida y felizmente
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breve: "quaedam rationis ordinatio ad bonum comune, ab eo qui curam communitatis habet
promulgata", "un ordenamiento operado por la razón, dirigido al bien común y "promulgado"
por quién dirige el gobierno de una comunidad". Y más adelante en la Suma: ""lex proprie,
primo et principaliter respicit ordinem ad bonum comune" o "lex est aliquid rationis", "est
quoddam dictamen pacticae rationis". La ley propiamente, en su primer y fundamental
significado, refleja (remite a) un orden dirigido al bien común; la ley es algo racional, es un
cierto dictado de la razón práctica.
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Por lo tanto, la ley refleja el orden que la razón capta en la realidad, no lo produce. Tanto es así
que Tomás, al comentar la famosa expresión del Digesto Romano que reza: "la ley es la
voluntad del Rey", dirá que esta frase puede ser aceptada siempre y cuando la voluntad del rey
esté de alguna manera regulada por la razón ("sit aliqua ratione regulata"), de lo contrario sería
más iniquidad que ley ("¡alioquin
voluntas principis magis esset
iniquitas quam lex!”).
Hoy tenemos una repulsión instintiva por la palabra orden, pues ha sido empapada de violencia y
homologación durante los regímenes totalitarios que han ensangrentado el siglo XX. El "orden"
se ha convertido en sinónimo de una simetría artificial que pretenden crear aquellos que
detentan el poder público, estableciendo los estándares que todos deben "obedecer". En lugar
de eso, a los ojos de Ambrogio, el orden está en las cosas antes que en el intelecto, tanto que la
razón es precisamente el instrumento, el detector, con el cual el hombre está equipado para
captar esta música de fondo de la realidad.
Son dos las palabras más recurrentes en las definiciones medievales de la ley.
La razón, de hecho, es la herramienta, esa antena que hay en el ser humano y le permite captar
el orden, tanto lo oculto como lo explícito del cosmos, esa armonía (concordia) que del
universo una gran analogía de Dios.
Por lo tanto, para los medievales, el vínculo entre el orden de la realidad y el bien es muy claro.
"Ordo... rarum ad invicem est bonum universi. Nulla autem pars perfecta est a suo toto
separata". El orden mutuo de las cosas es el bien del universo. Cada parte tiene su propia
perfección solo en conexión con el todo.
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Y así mi profesor sintetizó este estado de las cosas: el orden "no es solo el reino de la naturaleza
cósmica. A este orden secreto, esencial, también pertenece la naturaleza de la sociedad y, en
consecuencia, su estructura más rígida, el derecho. El derecho verdadero, no la violencia legal
del príncipe tirano, pertenece a la dimensión ordinativa, es Ordo (orden)".
Por lo tanto, "si la cara esencial del mundo es el orden, si el orden es invariablemente una
relación entre entidades y es garantía de armonía - consonancia - lo es precisamente porque
compara, une y conecta, y la esencia de este mundo es el todo, más que en una única entidad
solitaria, en la red de relaciones unitarias".
¿Cómo no pensar en la estupenda imagen, en el fresco del buen gobierno, en la que una cuerda,
que surge de la Justicia, une en la Concordia a los ciudadanos entre sí y para su bien en el
Comune? Lo que vemos en las paredes de Siena es precisamente la transposición visual de esta
idea central de la teoría política
medieval. Sin un valor
reconocido (aquello que la propia
Justicia observa), el bien común
no es posible ni, como se diría en
el lenguaje actual de la Unión
Europea, la cohesión social.
Es aquí donde radica el error en el que están enraizadas tanto la teoría utilitarista-individualista
como la teoría comunista-colectivista, un error que la historia se encarga de revelar: Ni el
individuo absolutizado (ab-solutus) en su autonomía, ni el individuo anulado en la colectividad
son una mirada realista a la persona. La persona es única e irreductible solo porque es relación
con un valor absoluto, esto le permite obedecer y sacrificarse (di legarsi, unirse), sin renunciar a
la propia libertad.
de Ambrogio. Como señala agudamente la profesora Carlotti, hay una diferencia crucial entre el
fresco del Buen Gobierno y su opuesto: en el Mal Gobierno, falta el pueblo.
Es exactamente así: mientras que en la ciudad del buen gobierno hay un conjunto de ciudadanos
(no sólo buenos, incluso los delincuentes), bajo el tirano-diablo del mal gobierno no hay nadie;
algunos soldados, muchos muertos, la justicia atada, pero sobre todo desolación, "desert and
void", diría Eliot, "desierto y vacío". Y simétricamente, en los efectos respectivos: el buen
gobierno produce (y es producido por) una ciudad viva, llena de obras, trabajo, escuelas y
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edificios, en resumen, el signo más claro de una institución justa es que por sus medios la
sociedad vive.
Pero lo opuesto también es cierto: solo una sociedad responsable puede evitar que la institución
se convierta en una tiranía. El orden y la concordia de la sociedad, precisamente porque no son
producto de la institución, la delimitan, representan su contexto externo y, por lo tanto, la
mejor garantía.
Mientras que, sin embargo, "por querer el bien propio en esta tierra, la justicia está sometida a
la tiranía", entonces desaparece cualquier cohesión; el panorama está poblado por individuos en
lucha entre ellos, lobos voraces (para reanudar la imagen de Hobbes) que solo las armas y los
soldados pueden doblegar para que respeten las reglas.
Y una vez más la pintura de Ambrogio nos sorprende por su brillante actualidad: cómo don
Julián Carrón recordó en un reciente discurso ante la Asamblea General de la Compañia de las
Andrea Simoncini
Ordinario di Diritto Costituzionale
Universitá degli Studi di Firenze
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