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Joseph de Maistre

Consideraciones
sobre Francia

Presentación de
ANTONIO TRUYOL Y SERRA

Traducción y notas de
JOAQUÍN POCH ELÍO
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p u ede rep ro d u cirse o transm itirse p o r ningún procedim iento electróni­
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© P re s e n ta c ió n , A n t o n i o T r u y o l y S e r r a , 1990
© E D IT O R IA L T E C N O S , S. A ., 1990
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lú iü k 'd m Sj'ain. Irapicso en E sp añ a p o r A zalso, T racia, 17. M adrid


ÍN D ICE

P r e se n t a c ió n , por A n to n io T ruyol y Serra .................... Pág. IX

CON SIDERACIO NES SOBRE FR A N C IA


C’a p . I. D e las ............................................................
r e v o l u c io n e s 3
( ’ap. II. C o n je t u r a s so bre v ía s la s de la P r o v i­
d e n c ia EN l a R e v o l u c i ó n f r a n c e s a .............. 9
( 'a ¡ i . III. D e l a d e s tru c c ió n v io le n ta d e l a espe­
c i e H U M A N A ....................................................................................... 27
( 'a p . IV. ¿ P u e d e d u r a r l a R e p ú b l i c a f r a n c e s a ? . . . . 39
( 'a |i . V. D e la R e v o l u c ió n fra n cesa c o n s id e r a d a
EN su caráceer a n t ir r e l ig io s o . D ig r e s ió n -
so b r e EL c r is t ia n is m o ......................................... 51
C ap. V I. D e la in f l u e n c ia d iv in a en las c o n s t it u ­
c io n e s p o l ít ic a s ............................................................................ 61
C ap. V il. S ig n o s d e n u l id a d e n e l G o b ie r n o f r a n c é s .. 69
C ap. V lll. D e ta a n t ig u a c o n s t it u c ió n f r a n c e s a . D i g r e ­
s ió n sobre el rey y s o b r e su d e c l a r a c ió n a
eos fr a n ceses, del MES DE JU q iD DE 1 7 9 5 .. 79
C ap. IX . ¿ C ó m o s e h a r á l a c o n t r a r r e v o l u c ió n si e l l a
1 .E E G A ? ........................................................................................................ 99
C ap. X. D e l o s p r e t e n d id o s p e l ig r o s d e u n a c o n t r a ­
r r e v o l u c i ó n ....................................................................................... 107

§ I. C onsideraciones g e n e ra le s .......................................... 107 ..j< N


§ II. D e los bienes n acio n ales..................................... I
§ III. D e las v e n g a n z a s ................................................ 122
C ap. X I, Fragm e m io de una H is t o r ia de la R evo -
L u ció N in g l e s a , po r D a v id H u m e 1 |7 f

P ost s c r íp t u í! .................................................................................................................. iS
PRESENTACION
por Antonio Truyol y Serra

De la abundante literatura que desde el comienzo de la


Revolución tranccsa brotó como reacción y oposición
frente al rumbo t|uc rápidamente tomara, en cuanto rup­
tura con el inmediato pasado, ya a partir de la conversión
de los Estados Generales en Asamblea Nacional, em er­
gen incuestionablemente las Reflexiones sobre la R evolu­
ción de Francia (1790) de Edmuiid Burke y las Conside­
raciones sobre Francia (1790) del conde Joseph de
Maistre; obras, ambas, que sacudieron (especialmente la
del parlamentario angloii laudes) la opinión pública coe­
tánea, y que, por su vigorosa inspiración y su rigor doctri­
nal, superando la coyuntura que rodeó su génesis, alcan­
zarían el carácter de clásicos del pensamiento político.
A hora bien, si las Reflexiones de Burke eran la obra de
un sexagenario curtido en polémicas políticas, verbales y
escritas, de la más diversa índole, y venían en cierto
modo a coronar una intensa labor de publicista ya consa­
grado, las Consideraciones de De Maistre lo eran de un
magistrado de treinta y seis, e iniciaban en cambio prácti­
camente tal labor, llamada a prolongarse, tras una relati­
va pausa debida en buena parte a la acción pt)lítica, a lo Ó
largo de las dos primeras décadas de siglo X IX . C'-
É1 conde Joseph de Maistre era saboyano. Pertenecía ?
a una familia originaria del Languedoc, una de cuyas .
ramas emigró al ducado de Saboya en el siglo X V I, y esta
Xv y \ I\ '1 o N I i J I'KL j Y O L } S J b R R A

ascendencia francesa se hará sentir en su mentalidad y en


un apego sentimental a! país de sus remotos antepasa­
dos. Su padre, magistrado, había sido ennoblecido por el
rey de Cerdeña. Su ¡nadre, muy piadosa, ejerció sobre él
una gran influencia en este aspecto, y De Maistre sentía
por ella un amor profundo unido a una entrañable vene­
ración, que le hizo decir que era un ángel a quien Dios
había prestado un cuerpo. Nacido en Chambéry el 1.° de
abril de 1753, Joseph tuvo cuatro hermanos y cinco her­
manas. Uno de los hermanos, Xavier, diez años más
joven, militar, es conocido como escritor por el Viaje al­
rededor de mi cuarto (1795), lleno de aguda fantasía, y de
cuentos conmiovedores, entre los que cabe recordar El
leproso de la ciudad de Aosta (1811). Terminados sus es­
tudios en el colegio de Chambéry, Joseph cursó los de
Derecho en Turín. Esta ciudad había sido erigida en ca­
pital del ducado de Saboya por M anuel-Filiberto, vence­
dor en San Quintín al frente de los tercios españoles, y lo
era desde 1720 del reino de Cerdeña tras haber tenido
que cambiar con ésta la casa de Saboya el de Sicilia, ad­
quirido en 1713 en la paz de Utrecht. Terminada su for­
mación jurídica, regresó el joven Joseph a su ciudad
natal, ingresando en la carrera fiscal (1774).
En Chambéry llevó De Maistre durante quince años la
vida apacible de un profesional dcl Derecho con una in­
tensa inquietud intelectual y espiritual. Si por un lado le
eran familiares Voltaire y los philosophes franceses de su
siglo, asociados a sus buenos conocimientos de literatura
antigua y cristiana recibidos de sus maestros jesuítas, le
atraían también las corrientes místicas de diversa índole,
entre ellas singularmente la encarnada por Louis Glande
de Saint-M artin (1743-1803), el «Filósofo desconocido»,
que después de estudios de Derecho y una carrera de ofi­
cial se hizo masón y contribuyó a difundir en Francia el
iluminismo de Swedenborg. Especial influencia ejercería
sobre nuestro autor su libro principal El hombre de deseo
( L ’ homm e de désir, 1790). También De Maistre ingresó
en la masonería como miembro de la logia «La Sinceri­
PRESENTACIÓN XI

dad», y, dentro de ella, de una organización secreta en la


línea de Saint-Martin, el «Colegio de los Caballeros, pro­
tesos mayores de la Santa Ciudad». Es de señalar que
esta actividad en la masonería saboyana, que fue intensa,
se conciliaba en él con un profundo catolicismo, del que
es testimonio entre otros su pertenencia a la cofradía de
los «Penitentes negros», que asistía a los condenados a
m uerte y cuidaba de sus exequias. Verem os que no son
éstos los únicos rasgos paradójicos de su compleja perso­
nalidad.
Que esta personalidad es compleja, es uno de los datos
sobre De Maistre hoy comúnmente admitidos. Si en la
primera mitad del siglo x ix se le tuvo, por el carácter de
sus escritos conocidos, por un hombre de una pieza y de
talante sombrío, enfrentado con los problem as más
«duros» de la teología y la política, como el del mal en el
mundo y, en relación con él, el de la culpa y su expiación
individual (necesidad del verdugo y, por consiguiente,
apología de su papel en la sociedad) y colectiva (necesi­
dad de la guerra y, por consiguiente, apología de su papel
histórico entre las sociedades), todo ello conectado con
la acción de una Providencia cuyos designios inescruta­
bles, tantas veces desconcertantes, inducen a un fideísmo
que desconfía de la razón. Esta visión resultaba tant©
más plausible, cuanto las disquisiciones doctrinales ve­
nían desarrolladas en fórmulas de acento apocalíptico, a
modo de grandes frescos llenos de relámpagos hendien­
do las tinieblas, de un impacto a veces difícilmente so­
portable para el lector. Como señalara ya Émile Faguet
en los años noventa del pasado siglo, la publicación de
sus cartas y opúsculos inéditos (1851-1860) «vino a revol­
verlo todo, y perturbar algo a los que tenían su sitio
hecho y su artículo escrito» pues revelaban a un

^ Politiques et moralistes du dix-neiiviém e siécle, prem iére série, So-


ciété Frangaise d ’Im prim erie et de L ibrairie, París, s .f ., p. 2. (E l avañP
I'i'opos de esta serie es de diciem bre de 1890). 0

4
Xli y \ N I ON IO T R U Y O L Y S E R R A

hom m e de bonne compagnie, un gentilhomme afable y


solícito, un padre respetable y tierno y un esposo ejem ­
plar, en llamativo contraste con el pensador agresivo y
sin concesiones, que se complace en la paradoja. Por lo
que acabamos de decir, paradoja viviente fue en definiti­
va Joseph de M aistre, consistiendo uno de los obstáculos
a señalar para hacer su semblanza precisamente en ar­
monizar en lo que cabe la aparente disparidad entre el
hombre y la obra, una obra que es intransferiblemente
suya y que mantiene en todo caso una entidad objetiva
propia.
Poco se sabe de las ideas políticas de D e Maistre en
este período de su vida, pues escasean los testimonios es­
critos al respecto. En un discurso pronunciado en Cham-
béry en 1775, en nombre del Senado (tribunal parecido a
los Parlaments franceses de la época) con ocasión de una
visita del rey Víctor Amadeo III, hizo unas consideracio­
nes acerca de la libertad de pensamiento y del derecho de
«amonestación» (remontrance), que estos órganos judi­
ciales reivindicaban tradicionalm ente, de la religión con­
siderada como el más poderoso de los resortes políticos,
verdadero nervio de los Estados, y de la libertad de la
prensa, a ¡a que se oponía En otro discurso pronuncia­
do en 1784, sobre la vocación del magistrado, se mani­
fiesta claramente la doctrina de M ontesquieu, que atri­
buía a los Parlements un papel preponderante en el
Estado En todo caso, cuando estalló la Revolución en
París, Joseph de Maistre fue también llevado por la ola
de simpatía que por doquier suscitó. Hay que señalar al
respecto que el reino de Cerdeña se había adelantado a
Francia en más de veinte años en la abolición y redención
de los derechos feudales, por lo que la decisión de la

^ J, G o d ech o t, L a contre-révolution, 1789-1804, 2 .“ cd. actualizada,


Q u a d rig e /P .U .F ., P arís, 1984, p. 96. C on to d o , c! discurso pareció d e­
m asiado liberal a la C ancillería dcl R ein o , y fue o b jeto de reprobación.
3 Ib íd ., pp. 96-97.
Í'RESEN'ÍACIÓN Xl l i

Asamblea Nacional de suprimirlos en la noche del 4 de


agosto no daba pie a reparo, vista desde Chambéry y
Turín. Joseph de Maistre se sentía próximo a los «monar-
quianos» (monarchiens) de la asamblea constituyente,
partidarios de una monarquía parlamentaria y bicameral
según el modelo británico.
Lo que le hizo cambiar de actitud radicalmente fue el
voto de la Declaración de los derechos del hombre y del
ciudadano (26 de agosto) y el rechazo de una segunda
Cámara por los constituyentes (septiembre de 1790), que
provocó la disolución del grupo. Entonces se convenció
de que el Antiguo Régimen había fenecido y que las re­
formas cuya necesidad no se le ocultaba eran engullidas
por una subversión total del orden establecido, en lo
bueno como en lo malo. La lectura de las Reflexiones
sobre la Revolución de Francia de Burke no podía sino
reforzarle en esta valoración de los acontecimientos. De
hecho, el rumbo tomado por éstos hizo que se revelara,
pocos años después, al analizarlos y enjuiciarlos desde su
nueva perspectiva, como un gran dialéctico y un brillante
escritor, el crítico más severo, aunque con matices que a
menudo se pasan por alto, no sólo de la Revolución, sino
tam bién, como indica el título de su obra, de Francia, a la
vez su artífice y su víctima, en cuanto cuerpo político y en
cada uno de sus hombres y mujeres, por ella inevitable y
tantas veces trágicamente afectados.
También Joseph de Alaistrc y los suyos (se casó en
1786 y tenía hijos), aunque no fuesen miembros de dicho
cuerpo político, vieron sus vidas profundam ente altera­
das por la Revolución francesa. La familia De Maistre
hubo de abandonar su país cuando, al estallar la guerra
en 1792, las tropas francesas invadieron Saboya, que en
1796 sería anexionada a la República y constituiría hasta
1814 el departam ento del Mont-Blanc y una parte del
Léman. Pero regresó para evitar la confiscación de sus
bienes. Le causó cxtrañcza la adhesión de la población a
las ideas revolucionarias. Por no aceptar el pago de un
impuesto de guerra que se utilizaría también inevitable­
XIV A N T O N IO TRUYOL Y SERRA

mente contra el reino de Cerdeña, del que siguió consi­


derándose siempre súbdito, emigró de nuevo, ahora
solo, y no volvería a reunirse con su m ujer hasta veinte
años más tarde. Se instaló en Lausana, ciudad muy ade­
cuada para obtener noticias fidedignas de cuanto ocurría
en la vecina Francia, y fue encargado de una misión de
información y de coordinación de las correspondientes
actividades políticas por el rey de Cerdeña. Entonces pu­
blica sus primeros escritos y especialmente las Considé-
rations sur la France, que vieron la luz, sin nombre de
autor, en Neuchátel en 1796 y en Londres en 1797. Las
Consideraciones de De Maistre inauguran así práctica­
m ente, y por cierto con la mayor brillantez, la produc­
ción literaria de nuestro autor.
No vamos a seguir a De Maistre en el largo camino de
su vida ulterior: su estancia, breve (1797-1802), en
Turín, donde estuvo al frente de la m agistratura sarda, y,
prolongada (1802-1817), en San Petersburgo, como em­
bajador extraordinario de Cerdeña, y por último nueva­
mente en Turín, con el cargo de ministro de Estado y jefe
de la Gran Cancillería del Reino, hasta su m uerte, acae­
cida en dicha capital en 1821. Tampoco han de ser objeto
de nuestra consideración específica sus restantes obras,
que De M aistre escribiría en San Peterburgo. Baste re­
cordar aquí las principales: el Essai sur le principe géné-
rateur des constitutions politiques (1809; publicada en
París en 1814); Du Pape (1817; salió en Lyón, 2vols.,
1819); Les soirées de Saint-Pétersbourg ou entretiens sur
le gouvernement temporel de la providence (1809-1817;
ed. póstuma, 2 vols., París, 1821). La primera de ellas
guarda la conexión más directa con las Consideraciones,
pues desarrolla sus ideas fundamentales, dándoles una
formulación general. La segunda lleva a su consecuencia
lógica la de que la religión es el fundam ento de todo
orden estable, acariciada desde el juvenil discurso de
1775, antes mencionado, defendiendo la supremacía del
Papa, su monarca infalible, en la Iglesia, y postulando un
orden internacional de monarcas tem porales soberanos
PRESENLACIÓN XV

sometidos a la autoridad espiritual de aquél. Por su parte


Las veladas de San Petersburgo, con su célebre reivindi­
cación del verdugo como «piedra angular de la sociedad
humana», encierran una filosofía mística de la historia
cuyo providencialismo no es sino la universalización del
que ya aplicara a la comprensión de la Revolución de
Francia en las Consideraciones.
De formación jurídica como Burke, De Maistre fue
así, como él, un político activo (especialmente como di­
plomático) además de un teórico de la política. También
como Burke fue, según hemos señalado, un hombre pro­
fundam ente religioso. Sin embargo, De Maistre en su ju ­
ventud estuvo más marcado que Burke por el espíritu de
los philosophes del país al que culturalmente pertenecía,
y hubo de rom per con él. En este aspecto, es mayor la
continuidad intelectual de Burke, en parte sin duda por
el carácter menos estridente de la Ilustración inglesa,
comparada con la francesa, y en parte por la mayor auto­
nomía del pensamiento de Burke con respecto a aqué­
lla. Frente a la «percepción concreta y de justa psicolo­
gía» de Burke D e M aistre tenía «el espíritu abstracto y
razonante del siglo X V III y aunque sea discutible la
afirmación del clásico historiador de la literatura france­
sa de quien tomamos estas expresiones, de que «no fue
sino un philosophe enemigo de los «philosophes» el
hecho es que se convirtió en máximo debelador de cuan­
to el siglo de las Luces representara, juntamente con su con­
tem poráneo francés el vizconde De Bonald, cuya Teoría
del poder político y religioso en la sociedad civil apareció
también anónimamente (Constanza, 3 vols.) el mismo
año que las Consideraciones sobre Francia.
En la historia del pensamiento político, los nombres

' E . L cgouis y L. C azam ian, Histoire de la littérature anglaise,


cd. rev. y p u esta al día, H a c h e tte , París, 1949, p. 941.
^ G . L anson, H istoire de la littérature frangaise, 21. “ e d ., H achette,
París, s:f.. p. 910.
Ib íd ., p. 910.
XVI A N T O N IO TRÜYOL Y SERRA

de De M aistre y De Bonald suelen aparecer juntos a la


cabeza del grupo de autores contrarrevolucionarios de­
signados como «teócratas» o «escuela teocrática», y efec­
tivamente hay entre ellos una comunidad fundamental
de doctrina. Pero, al igual que ocurría en relación con
Burke, se aprecian, entre De Maistre y De Bonald, junto
a semejanzas que les acercan, diferencias notables en el
orden humano y el intelectual. Las familias de ambos
procedían del Languedoc, habiendo permanecido allí la
de De Bonald, nacido en le castillo de Monna, cerca de
Millau (en el actual departam ento del Aveyron), y perte­
necían, por su consagración a la magistratura, a la nobles-
se de robe, la nobleza de toga, si bien el ingreso en ella de
la de De M aistre fuese, como vimos, reciente. Tanto uno
como otro abandonaron su respectivo país, aunque De
Bonald, por ser francés, lo hiciera como «emigrado», ya
en 1791, y escribieron en tierras extranjeras sus respecti­
vos primeros libros, y a la misma edad (De Bonald había
nacido un año después que De Maistre, aunque le sobre­
viviría diecinueve). Es de presumir (y en ello se da un
común contraste con Burke) que, sin la conmoción pro­
ducida por la Revolución, no hubieran teorizado sobre la
política. Pero, prescindiendo de puntos concretos de
doctrina, es muy diverso su carácter, su talante y su esti­
lo. A lejado del compromiso político directo, llevó De
Bonald una vida recogida, dedicada esencialmente al es­
tudio. Inm une al impacto de los ilustrados franceses, re­
cuerda más la tradición escolástica. No hay por otra
parte en D e Bonald nada de la brillantez formal de De
M aistre, ni de sus chispeantes salidas, y su lectura, pese a
la honestidad intelectual que inspira sus textos, es no
sólo ardua, sino que a menudo provoca hastío. Porque,
como ha dicho la comentarista de su obra en esta misma
colección, «Bonald no busca la simpatía de su público.
A utor sin gracia y sin facilidad, no escribe para sedu­
cir» Émile Faguet, una vez más, describió esta duali-

C o lette C ap itán, en L .-A . de B onald, Teoría del p o d er político y


¡'¡a:s¡ N I ACIÓN XVll

dad en términos globalmente certeros que merecen ser


recordados, aunque no hay por qué asumirlos en su inte­
gridad; si De Maistre es «paradójico a ultranza y conside­
ra demasiado sencilla para ser verdadera una idea que no
cause extrañeza», un «embaucador y guasón (mystifica-
teur et taquín)», que asume «el riesgo del escándalo al
servicio de la verdad», De Bonald «no quisiera decir
nada que no sea absolutamente tradicional y de toda
eternidad», y «lleno de gravedad (grave), sincero y de
una probidad intelectual absoluta, le desesperaría per­
turbar a los espíritus sencillos», por lo que, «evitando el
brillo, sería feliz si todo su pensamiento se despegase en
la pura claridad, y la solidez tranquilizadora, y la seque­
dad misma de una serie de teoremas»; y concluye que,
«despojando las palabras de su sentido injurioso, el uno
es un maravilloso sofista, y el otro un escolástico obstina­
do, intrépido e imponente»
Dado su espíritu generalizador, la Teoría del poder p o ­
lítico y religioso en la sociedad civil, como La legislación
primitiva (2vols., París, 1802), del mismo De Bonald, se
sitúan más en la línea del Ensayo sobre el principio gene­
rador de las constituciones políticas que de las Considera­
ciones sobre Francia. El parangón más directo para su
contraste —prescindiendo de otras obras coetáneas tam ­
bién centradas en el fenómenos revolucionario francés,
como las Consideraciones sobre la naturaleza de la Revo­
lución de Francia del gincbrino J. Mallet du Pan, o las
Consideraciones políticas, filosóficas y religiosas sobre la
Revolución francesa del ya mencionado Saint-Martin,
publicadas ambas poco antes (la de Mallet, en 1793)—
son pues las Reflexiones sobre la Revolución de Francia
de Burke.
Por de pronto, Burke y De Maistre parten de una valo-

rdigioso. Teoría de la educación .social, estudio prelim . y selección de


C olette C ap itán , p resen tació n y traducción de Julián M orales, T ecnos,
M adrid, 1988, p. X V II.
* O b ra citada en la n o ta 1, p. 70.
XV iii A N T O N IO T K U Y U L Y ShRKA

ración común de ia Revolución en cuanto tenómeno so­


cial y político del mayor alcance histórico, que a la vez les
repele por su maldad y les fascina por su grandeza. Para
ninguno de los dos es la Revolución el simple resultado
de una conspiración de los philosophes o de los masones
(que por io demás De Maistre había frecuentado, según
vimos), como sostuviera en 1784 el abate Barruel en Le
patrióte véridique, ou Discours sur les vraies causes de la
révolution actuelle, lo cual equivalía a reducir indebida­
mente la profundidad de sus causas y de sus efectos.
Antes bien, perciben ambos en la Revolución de Francia
una magnitud en la negación y un proselitismo que la ha­
cían especialmente peligrosa. Si Burke veía en ella la re­
volución «más asombrosa que haya habido hasta ahora
en el mundo» y denunciaba su tendencia expansiva, para
De Maistre «lo que distingue la revolución francesa y lo
que hace de ella un acontecimiento único en la historia,
resulta de que es mala radicalmente; de que ningún ele­
mento de bien alivia el ojo del observador, siendo el más
alto grado de corrupción conocido, la pura impureza»
(cap. 4.®). Más adelante añade que «hay en la revolución
trances un carácter satcinico» (cap. 5.“). No cabe una
mayor potenciación, en todos los sentidos, de esta que la
implicita en el adjetivo que la califica.
Es tam bién digno de mención que, al igual que las Re­
flexiones de Burke, las Consideraciones de De Maistre
fueron ya contrarrevolucionarias en el sentido preciso de
haber sido escritas para contrarrestar el posible impacto
de apologías de la Revolución o de aceptaciones de la si­
tuación por ella creada. Es sabido que Burke se lanzó a
redactar sus Reflexiones al enterarse de que en una «So-
ciíKiad de la Revolución», la Révolution Socieíy, un pas­
tor disidente, el doctor R obert Price, en la sesión del 4 de
noviembre de 1789, llegó a presentar la Revolución fran­
cesa como un desarrollo de la inglesa de 1688 y de que se

“ I.as cursivas en las citas son dcl autor.


}'i\ESENÍA L

había enviado una moción de congratulación a la Asam­


blea Nacional; y lo hizo con el firmísimo propósito de re­
futar lo que para él era una comparación escandalosa.
A hora bien, las Consideraciones sobre Francia fueron
asimismo una respuesta. No ciertamente una respuesta a
una apología declarada de la Revolución, pero sí a la de­
fensa de una actitud de conformismo m oderado con res­
pecto al Directorio por parte de un personaje por el que
De Maistre sentía una viva animadversión. Se trata del
folleto propagandístico de Benjamín Constant, De la
forcé du gouvernement actuel et de la nécessité de s ’y ra-
llier, publicado en mayo de 1796 y que tuvo e i—para De
Maistre— sospechoso honor de que Le Moniteur univer-
sel reprodujera amplios extractos de él. De Maistre co­
noció a Constant al tratarse con M adame de Staéí, y
tanto por sus amoríos como por su oportunismo le resul­
tó sumamente antipático. Que quien había especuliKlo
con los bienes nacionales y se preocupaba ante todo-, a
través de sus cambios políticos, de disfrutar de lo adquiri­
do, propugnase la adhesión a los que se aprovecharon de
ios terribles acontecimientos de los años precedentes,
provocó en el entonces agente sardo, víctima de su fideli­
dad a unas ideas firmes, la misma aversión que ei sermón
del disidente y — a los ojos de Burke— frívolo Price en el
intelectualraente no menos robusto parlam entario an-
gloirlandés.
Las Consideraciones, sin embargo, no suponían un co­
mienzo absoluto. De Maistre había reflexionado, como
no podía menos, sobre la Revolución, que le üevó a ale­
jarse de su tierra y de su familia. Estaba preparando un
Traite o Essai sur la souveraineté (que sólo se editaría
póstum ám ente); había leído, además de las Reflexiones
de Burke, las Consideraciones de Mallet du Pan y de
Saint-M artin, antes citadas. Etabía publicado a su vez dos
opúculos contrarrevolucionarios (y además antifrancés
el segundo), de escasa resonancia: Leltres d ’ un royaliste
savoisien á ses compatriotes (1793) y Jean Claude T e tu ^ f
maire de Mxrntagnol, á ces chers citoycns du moni Blaftt.i-
RÁ,
XX A N T O N IO TRUYOL Y SERRA

(1795), y redactado uno, que perm anecería largo tiempo


inédito, titulado Les bienfaits de la Révolution frangaise,
que recoge las ideas de Burke. A hora, excitado por el li­
belo de Constant, De Maistre movilizaría las fuerzas la­
tentes de su mente, con la ventaja sobre Burke de escri­
bir en 1796, cuando la Revolución había ya dado la
medida de aquello de que era capaz.
Añadam os tan sólo que el título de la obra fue sin duda
inspirado por los que llevaban las de Mallet du Pan y
Saint-Martin. En la línea del último, había escogido De
Maistre el de Consideraciones religiosas sobre Francia,
que efectivamente resultaría el más adecuado, dada la
perspectiva en que se sitúa; pero Mallet du Pan le sugirió
la supresión del adjetivo y, por consiguiente, el título que
finalmente ha sido el suyo para la posteridad. La fecha de
composición hace que, si la labor constituyente de la
Asamblea Nacional fuera el objeto de la crítica de
Burke, el que tiene a la vista la de de Maistre es la de la
Convención.
No nos extenderemos aquí sobre esta crítica en con­
creto, que el lector encontrará en la obra que presenta­
mos. Destaquemos tan sólo algunos aspectos que nos pa­
recen especialmente significativos.
De M aistre, en Lausana, disponía obviamente de noti­
cias más completas de los hechos que Burke en Londres,
lo que le perm ite moverse en un terreno más seguro para
enjuiciarlos. Pero además había entre De Maistre y la
Revolución y sus actores y víctimas una relación intelec­
tual y hum ana inmediata, que le resultaba difícil a Burke
establecer. A unque súbdito sardo, De Maistre se siente
vinculado culturalm ente a Francia, cuya lengua además
es ia suya, De ahí tomas de posición que no cabía esperar
del angloirlandés Burke. Puede hablarse al respecto de
una clara francofilia de De Maistre. A unque cada nación
tenga una misión que cumplir, la de Francia consiste para
él en ejercer sobre Europa «una verdadera magistratu­
ra», que se extiende al sistema religioso, y no en vano,
recuerda De M aistre sobre las huellas de Bossuet, su rey
P R E S E N T A C I ÓN XXI

se llamaba cristianísimo (tres chrétien) (cap. 2.'’). Reco­


noce las taras del Antiguo Régimen, como la laxitud de
una parte del clero y la degradación moral en las filas de
ia nobleza. Más aún, la sociedad francesa en su conjunto
se ha entregado a la incredulidad, haciendo que el mal se
extienda al resto de Europa. Pero, por lo dicho, sólo ella,’
enm endándose, podrá restablecer la situación. D e ahí la
preocupación de D e Maistre ante le peligro que para la
unidad francesa representa la guerra contra los monarcas
coligados, no teniendo en cuenta que fue Francia la que
la declaró. Ello le conduce a su célebre y para tantos des­
concertante defensa de la labor del Comité de Salut pu-
blic, el Comité de Salvación pública, que con sus medi­
das drásticas ha salvado a la nación del desmembra­
miento y asegurado su permanencia como gran potencia
— en el fondo la potencia decisiva en Europa— , y a la ro­
tunda aseveración según ia cual, «una vez establecido el
movimiento revolucionario, Francia y la M onarquía sólo
podían ser salvadas por el jacobinismo» (cap. 2.*^). Ese
amor a Francia le moverá a exclamar, en una de sus car­
tas, «Vive la Frunce, méme républicaine!» ¿No es al
fin y aJ cabo Francia «el Reino más hermoso después del
del Cielo», y no olvidarán «nuestros nietos» con facilidad
los excesos cometidos, pues habrán conservado su inte­
gridad? (cap. 2.°y
De M aistre atribuye a la Providencia divina una acción
cuya intensidad acaso no haya sido subrayada con tanto
detallado rigor por nadie desde san Agustín y Orosio. La
Revolución, y con ella el Terror, han sido permitidos por
ia Providencia y, por tanto, queridos por Dios. Son un
castigo por los vicios antes señalados en el tejido social
del Antiguo Régimen declinante. Pero son a la vez, por
obra de la propia Providencia, el instrum ento, a través

M érnoires poliliqucs et correspondance diplom atique de Joseph de


M aistre, publics p ar A lb ert B lanc, 1858, p. 42; citado por F. B ayle, Les
idees politiaues de Joseph de M aistre, Lyón, 1944, p. 14.
XXn ANTONIO TRUYOL Y SERRA

de «medios terribles», de la regeneración de Francia y,


por consiguiente, de Europa. Francia faltó a su misión, al
apartarse del cristianismo, y debe, tras la durísima prue­
ba sufrida, volver a emprenderla (cap. 2.®). Lo cual signi­
fica que las cosas no podrán restaurarse en su estado an­
terior, sino que habrá que tener en cuenta lo ocurrido en
los años de desvarío colectivo. Ello explica que la obra de
De Maistre no gustara a muchos emigrados, que sólo so­
ñaban en la vuelta de los privilegios.
Siendo los designios de la Providencia inescrutables,
De Maistre se limita ciertam ente, en el célebre capítu­
lo 2.® (el segundo también en extensión, después del
10.°, consagrado a los «presuntos peligros de una contra­
rrevolución»), a «escudriñar» sus vías en la Revolución
francesa. Pero la propia amplitud de sus disquisiciones
revela la intensidad de la indagación, de la que no vacila
en extraer enseñanzas. Una, altam ente significativa,
confirma que los hombres, creyendo dirigir los aconteci­
mientos, son en realidad simples instrumentos de una in­
tención superior que se sirve de ellos para sus fines. Se
reafirma así que lo más llamativo de la revolución es «esa
fuerza arrebatadora que doblega todos los obstáculos», y
que «no son los hombres los que llevan la revolución, es
la revolución la que utiliza a los hombres» (cap. 1.°).
Por lo demás, encontramos en las Consideraciones, di­
versamente desarrolladas en función del análisis de la
Revolución francesa, las ideas centrales de lo que en pu­
ridad ha de llamarse la teología política de Joseph de
Maistre y que en un grado mayor o m enor desenvolverá
en parte en las obras posteriores: la responsabilidad co­
lectiva en los «crímenes nacionales» (cap. 2.°); la guerra
como e¡ «estado habitual del género humano» así como,
en relación con ello, el «dogma universal, y tan antiguo
como el mundo, de la reversibilidad de los dolores de la
inocencia en provecho de los culpables» (cap. 3.®); la reli­
gión como fundamento de la autoridad y la soberanía,
única garantía de estabilidad social (caps. 5.® y 6.®), lo
que significaba un retorno a la teoría del derecho divino
rRESBNTAdÓN éíXÍL

de los reyes y a Bossuet, si bien, como expondría deteni­


damente en D u Pape y De l’église Gallicane dans son rap-
port avec le souverain pontife (1821), que viene a ser su
continuación, opone a su galicanismo y sus equivalentes
en otros países (como el febronianismo) la concepción
centralizadora de la Iglesia, como ya apuntamos, carac­
terística de lo que se llamaría el «ultramontanismo» y
que culminaría en el Concilio Vaticano I. Es de sañalar al
respecto que atribuye la infalibilidad también a la sobe­
ranía de los principes temporales, pero que en éstos sólo
es presunta, mientras la del papa está garantizada por
Dios, y garantiza a la vez la otra.
Un punto im portante es la afirmación de la posibilidad
para el hom bre de transformarlo todo en la esfera de su
actividad, pero su incapacidad de crear, lo cual conduce
a la tesis, que comparten Burke y De Bonald, de que nin­
guna constitución surge de una deliberación, siendo deci­
sivas, en cambio, en su génesis, las circunstancias; que
nunca puede una constitución ser íntegram ente escrita; y
que los grandes legisladores que suscita, cuando hacen
falta, la Providencia no hacen sino reunir elementos
preexistentes en las costumbres y el carácter de los pue­
blos, siendo, en consecuencia, insignificante el papel dei
individuo (cap. 6.®). Es bien conocida su crítica de los de­
rechos del hom bre, a los que reprocha su universalismo
abstracto y vacío, ya que, según la famosa frase tantas
veces citada, «no hay un hombre en el mundo. He visto,
en mi vida, franceses, italianos, rusos, etc.; sé incluso,
gracias a M ontesquieu, que se puede ser persa: pero, en
cuanto al hombre, declaro no haberlo encontrado en
toda mi vida; si existe, es desde luego sin saberlo yo»
(cap. 6.°). Preguntándose qué es una constitución, pre­
gunta a su vez si no es la solución a un problem a cuya for­
mulación recuerda sin duda a M ontesquieu, por alejado
que esté su historicismo místico dcl racionalismo del
autor del Espíritu de las Leyes, a saber: «Dadas la pobla­
ción, las costumbres, la religión, la situación geográfica,
las relaciones políticas, las riquezas, las buenas y las
XXI V AN TO NIO TRUYOL Y SERRA

malas cualidades de cierta nación, encontrar las leyes que


le convengan»', problema que tampoco la constitución
(term idoriana) de 1795 ha abordado, pues sólo pensó en
el hombre (cap. 6.^^, in fine).
Son asimismo notables algunos pronósticos fallidos de
Josph de M aistre, como el de que «una gran república in­
divisible es cosa imposible», según acreditan «la natura­
leza y la historia» (cap. 4.°), en la línea, esta vez, del tan­
tas veces vilipendiado Rousseau. Como el ginebrino,
nuestro autor es hostil a la idea de representación, una
representación por lo demás ficticia, sobre todo en un ré­
gimen de elección indirecta como el entonces im perante,
en el que además el pueblo «no puede dar mandatos es­
peciales a sus representates», pues «la ley cuida de rom ­
per toda relación entre ellos y sus provincias respectivas,
advirtiéndoles que no son enviados por quienes les han
enviado, sino por la nación', gran palabra infinitamente
cómoda, porque se hace con ella lo que se quiere» (cap.
4.°). El ejemplo de América, invocado por los republica­
nos, le irrita. De Maistre no comparte las alabanzas que
se tributan a este «niño en mantillas», al que todavía hay
que dejar crecer (cap. 4.”), llegando incluso a poner en
duda que la proyectada capital de nueva planta llegue a
construirse o se llame Washington, o que el Congreso lle­
gue a residir en ella (cap. 7.°, infine). Revélase aquí, con
un excesivo hincapié en el culto del pasado, de un pasado
estáticamente considerado en cierto modo como conclu­
so, un eurocentrism o que impide percibir la novedad,
cargada de futuro, del Estado federal como forma de
realización de una república de grandes dimensiones,
por no hablar de federaciones de Estados que perm itan,
por lo demás, como en la Europa de nuestros días, poner
térm ino a la infernal sucesión de guerras que, con evi­
dente lucidez y coraje, describiera en toda su crudeza en
el capítulo 3.”, de tanto impacto psicológico en el lector.
Se ha podido decir al respecto que aquí el «espíritu de
partido» se sobrepuso claramente en De Maistre al de
análisis. Y la ceguera que le obnubila en este punto con­
PRESENTACIÓN XXV

trasta con su creencia en los posibles caminos nuevos de


la Providencia ante las situaciones cambiantes, de hecho
entonces cambiadas por la torm enta revolucionaria, y en
virtud de la cual no cabría, al restablecerse la legitimidad
interrumpida, volver sin más al estado de cosas anterior;
creencia nítidam ente expresada en una de las lapidarias e
impactantes fórmulas que abundan bajo su pluma: «Si la
Provincia borra, es sin duda para escribir» (cap. 2.°).
Ya hemos señalado que las Consideraciones no gusta­
ron en los círculos de la emigración, demasiado interesa­
dos en el restablecimiento de la situación anterior (sin
cuestionarse si era posible) para aceptar lo que la perspi­
cacia de D e M aistre proponía como posible. Luis XVIII,
que en su día acogiera favorablemente el libro, anun­
ciando al autor una recompensa recibió a De Maistre
a su paso por París, cuando regresó de San Petersburgo
en un barco ruso, pero no le prestó la atención esperada;
al fin y al cabo, había tenido que otorgar una Carta, o
sea, una constitución escrita. Por otra parte, la corte de
Cerdeña, acostumbrada a una política de equilibrio entre
los poderosos de turno que rodeaban el país y la consi­
guiente alternancia en sus alianzas, no apreciaba la acti­
tud de D e M aistre tan decididamente favorable a Fran­
cia, acogiéndole al término de su misión en Rusia con
distante frialdad, y de hecho, los cargos que ocupó en sus
últimos años no implicaban una participación importante
en las decisiones políticas.
Más allá de estas vicisitudes inmediatas, la influencia

'' D e M aistre tuvo la desgracia de q u e ja carta que le envió el futuro


Luis X V III fuese in tercep tad a p o r el E stad o M ay o r de B onaparte
cuando, desde L au san a, se traslad ab a a T u rín , y divulgada en Francia.
P or o tra p a rte , el golpe de E stad o de F ru ctid o r (sep tiem b re de 1797)
puso de m anifiesto un endurecim iento dcl régim en directorial frente a
la eventu alid ad de la restau ració n de la m o n arq uía. V id. J. J. Cheva-
llier, «U n libro m uy extrañ o : las C om idérations sur la Trance, de José
de M aistre (1797)», Revista de E studios Políticos, vol. X L IV , n. 64,
julio-agosto, 1952, pp. 106-107.
XXVi ANTONIO TRUYÜL Y SERRA

doctrinal de las Consideraciones de De Maistre no puede


desligarse de la del resto de su obra. Ésta es una de las
fuentes de inspiración del tradicionalismo religioso y po­
lítico, cuya actualidad revivió en Francia en momentos de
grave crisis de autoridad o de identidad nacional, hasta
las de 1918 y 1945. De ahí su huella en movimientos
como la Action frangaise. Por otra parte, no pocos expo­
sitores de su pensamiento han señalado que el funda­
mento de su teoría de la primacía de la sociedad sobre el
individuo poseía una autonomía argumental con respec­
to a su concepción religiosa providencialista de la socie­
dad, lo que explica su influencia .sobre Saint-Simon,
Comte, Proudhon y Durkheim. En Alemania, era lógico
su impacto sobre Gentz (el traductor de las Reflexiones
de Burke), que veía en Del Papa el primer libro del siglo,
Friedrich Schlegel y Adam Müller, a raíz de la reacción
católica en el seno del «romanticismo político». Se ha se­
ñalado también el profundo impacto de un capítulo de la
obra Du Pape sobre Dostoiewski Y por lo que atañe a
España, si en Balmes hallamos admiración también para
De Maistre en cuanto autor de esta misma obra, quien ha
contraído la mayor deuda con el conjunto de su pensa­
miento es sin duda alguna Donoso Cortés^ ^
En un balance de la obra de M aistre por Enrique Tier­
no Galván, que destaca el pesimismo de nuestro autor,
«escritor de una capacidad de atracción poco común», se
señala que De M aistre, a su juicio, es «quien por primera

22 E . T ierno G alván, Tradición y m od ern ism o, Tecnos, M a­


drid, 1962, p. 91. M enciona a.simismo, en tre los escritores, tom ando el
dato de la m onografía de M ad re M ary A lphonsus, The Influence o f J o ­
seph de M aistre on Baudelaire (1943), a B an d elaire, q u e, criticando la
crítica de A lfred de Vigny a D e M aistre, elogia en repetidas ocasiones a
ésic, «de quien tornó pí-cocupacioncs fund am en tales, por ejem plo, la
preocupación p o r el pecado original» (p. 86).
Cf. la n o ta de A . L. V ázquez D o d c ro y el folleto de F. Elias de
T ejad a m encionados en la bibliografía.
FRESENTACIÓN XXVI!

vez eleva la tradición a categoría antagónica a la del pro­


greso, y rechaza, en el apoyo del conservadurismo, la co­
nexión entre tradición y progreso, que había expresado
con tanta solidez Burke» Aunque ello se refiere al
conjunto de la obra de De Maistre, puede aplicarse en
particular a sus Consideraciones sobre Francia, compara­
das con las Reflexiones sobre la Revolución de Francia de
Burke. La concepción de éste del papel del tiempo en las
instituciones deja un margen mayor a su evolución y está
más abierta a lo que cabe calificar de desarrollo progresi­
vo, que tenía en la constitución inglesa un ejemplo vivo.
Y así pudo Burke apoyar las reivindicaciones de las colo­
nias de América en su conflicto con la m etrópoli, a la luz
de la dinámica de las propias leyes inglesas en su aplica­
ción en Ultram ar. Hemos visto, precisamente en rela­
ción con éstas, en De Maistre, una idea más estática del
devenir social y político. De Maistre ha podido ser llama­
do «profeta del pasado». Acaso se debiera esta diferen­
cia a que en su reacción frente a la razón ahistórica de sus
adversarios intelectuales, incurriese en el esquematismo
que les reprochaba, remitiéndose a la acción de una Pro­
videncia tanto más inescrutable cuanto m enor papel con­
cede a las «causas segundas» a través de las cuales actúa,
y desde luego al hombre; corriendo ei riesgo de caer en
un quietismo político que — ¿paradójicam ente, o por al­
guna afinidad profunda?— recuerda el de Lutero, o sea,
para De Maistre, uno de los fautores, en cuanto agente
de la Reform a, de la Revolución. En todo caso, cual­
quiera que sea la valoración de su acción contrarrevolu­
cionaria en el destino político de los pueblos europeos, se
ha podido decir «en justicia», por alguien que la estima
escasa, que, «al formular de manera clamorosa su recha­
zo de la liberación revolucionaria, al percibir con admi­
rable acuidad algunos de los rasgos fundamentales del

14 O b ra citada en la uoía 1], pp. 84-85.


XVJf ¡ y\ NT ONJ O T R U Y O L S ER RA

espíritu y de la práctica revolucionarios, Maistre conser­


va el m érito imperecedero de haber mirado sin parpa­
dear la esfinge mortífera, la Revolución, y haberla odia­
do lo suficiente para tratar de comprenderla)i»

b ib l io g r a f ía

A. E D IC IO N E S

J . D E M a i s t r e : Oeuvres, 4 t o m e s , L y ó n - P a r í s , 1 8 6 8 s s .
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B. O B R A S Y A R T ÍC U L O S S O B R E J. D E M A IS T R E (Selección)

Prescindim os aquí de la re fe re n c ia a las historias generales del p en sa­


m ien to político.

P . M an en t, art. so b re las C onsidérations sur la France, en Diction-


naire des oeuvres p o litiq u e s, dir. p o r F r. C h átelet y o tro s, P .U .F .,
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PRESEN TA CIÓ N XXIX

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toire Littéraire de la France, 1926, t. X X X IIl, pp. 521 ss.

Se publica adem ás una R evue des É tudes m aistriennes, en París,


desde 1975.
CONSIDERACIONES
SOBRE FRANCIA
&
CAPÍTULO I

D e las revoluciones

Estamos todos vinculados al trono del Ser supremo


por una cadena flexible, que nos retiene sin sojuzgarnos.
Lo que hay de más admirable en el orden universal de
las cosas es la acción de los seres libres bajo la mano divi­
na. Libremente esclavos, operan a la vez voluntaria y ne­
cesariamente; hacen realmente lo que quieren, pero sin
poder perturbar los planes generales. Cada uno de estos
seres ocupa el centro de una esfera de actividad, cuyo
diámetro varía según el arbitrio del eterno geómetra, que
sabe extender, restringir, detener o dirigir la voluntad,
sin alterar su naturaleza.
En las obras del hombre, todo es pobre como el autor;
los planes son restringidos, los medios rígidos, los meca­
nismos inflexibles, los movimientos penosos, y los resul­
tados monótonos. En las obras divinas, las riquezas de lo
infinito se desvelan hasta en el menor elemento; su po­
tencia opera actuándose: en sus manos todo es flexible,
nada se le resiste; para ella todo es medio, incluso el obs­
táculo: y las irregularidades producidas por la operación
de los agentes libres vienen a alinearse en el orden gene­
ral.
Si se imagina un reloj del cual todos los mecanismos
variasen continuamente de fuerza, de peso, de dimen­
sión, de forma y de posición, y que señalasen sin embar­
4 JOSEPH D E MAISTRE

go la hora invariablemente, se tendrá una idea de ia ac­


ción de los seres libres en orden a los planes del Creador.
En el mundo político y moral, como en el mundo físi­
co, hay un orden común, y hay excepciones a este orden.
Comúnmente vemos una serie de efectos producidos por
las mismas causas; pero en ciertas épocas vemos acciones
suspendidas, causas paralizadas y efectos nuevos.
El milagro es un efecto producido por una causa divina
y sobrehumana, que suspende o contradice una causa or­
dinaria. Que en el corazón del invierno un hombre orde­
ne a un árbol, ante mil testigos, que se cubra súbitamente
de hojas y frutos, y que el árbol obedezca, todo el mundo
gritará milagro, y se inclinará ante el taumaturgo. Pero la
Revolución francesa, y todo lo que sucede en Euro­
pa en este momento, es tan maravilloso, en su género,
como la fructificación instantánea de un árbol en el mes
de enero: sin embargo los hombres, en lugar de admirar,
miran a otro lado o disparatan.
En el orden físico, en que el hombre no entra como
causa, se aviene a admirar lo que no comprende; pero en
la esfera de su actividad, en que siente que es causa libre,
su orgullo le lleva fácilmente a ver el desorden doquiera
que su acción sea suspendida o perturbada.
Ciertas medidas que están en el poder del hombre pro­
ducen regularmente ciertos efectos en el curso ordinario
de las cosas; si él falla su objetivo, sabe por qué, o cree
saberlo; conoce los obstáculos, los pondera, y nada le
asombra.
Pero en los tiempos de revoluciones la cadena que liga
al hombre se acorta bruscamente, su acción disminuye, y
sus medios le engañan. Entonces, arrastrado por una
fuerza desconocida, se revela contra ella y, en lugar de
besar la mano que le sujeta, la desconoce o la insulta.
No comprendo nada, es la gran palabra del día. Esta
palabra es muy sensata, si nos vuelve a la causa primera
que da en este momento un tan gran espectáculo a los
hombres. Es una estupidez, si no expresa más que un
despecho o un abatimiento estéril.
CONSIDERA CIONES SOBRE FRANCIA 5

«¿Cómo entonces (se exclama en todas partes)? ¡Los


hombres más culpables del universo triunfan sobre el uni­
verso! ¡Un regicidio espantoso tiene todo el éxito que po­
dían esperar de él los que lo han cometido! ¡La monar­
quía está entumecida en toda Europa! ¡Sus enemigos
encuentran aliados hasta en los tronos! ¡Todo va bien
para los malvados! ¡Los proyectos más gigantescos se
ejecutan por su parte sin dificultad, mientras que el buen
partido es desgraciado y ridículo en todo lo que empren­
de! ¡La opinión persigue la fidelidad en toda Europa!
¡Los más destacados hombres de Estado se engañan in­
variablemente! ¡Los más grandes generales son humilla­
dos! Etc.»
Sin duda, pues la primera condición de una revolución
decretada es que todo lo que podía prevenirla no existe,
y nada marcha bien para los que quieren impedirla. Pero
nunca el orden es más visible, nunca la Providencia es
más palpable que cuando la acción superior sustituye a la
del hombre y opera completamente sola: es lo que noso­
tros vemos en este momento.
Lo que hay de más sorprendente en la Revolución
francesa es esta fuerza arrebatadora que doblega todos
los obstáculos. Su torbellino arrastra como a una paja li­
gera todo lo que la fuerza humana ha sabido oponerle.
Nadie ha contrariado su marcha impunemente. La pure­
za de los motivos ha podido ilustrar el obstáculo, pero
eso es todo; y esta fuerza celosa, avanzando invariable­
mente hacia su fin, rechaza igualmente a Charette, Du-
mouriez y Drouet
Se ha observado, con gran razón, que la Revolución
francesa lleva a los hombres más de lo que los hombres la
llevan a ella. Esta observación es de la mayor exactitud; y.

2 Francisco Atanasio Charette de la Contrie, jefe de los chuanes en


la Vendée (1763-1796). Carlos Francisco Dum ouriez, general que
manda en la batalla de Valmy (1739-1823). Juan Bautista Drouet, jefe
de costas en Saint-Menehould, donde es detenido Luis XVI en su in­
tento de fuga (1763-1824). (N. del T.)
6 JOSEPH D E MAISTRE

aunque se pueda aplicar más o menos a todas las grandes


revoluciones, sin embargo nunca ha sido más relevante
que en esta época.
Incluso los malvados que parecen conducir la revolu­
ción no son en ella más que simples instrumentos; y
desde el momento en que tienen la pretensión de domi­
narla caen innoblemente. Los que han establecido la re­
pública lo han hecho sin quererlo y sin saber lo que ha­
cían; han sido conducidos por los acontecimientos. Un
proyecto previo no habría tenido éxito.
Nunca Robespierre, Collot o Barére pensaron en esta­
blecer el gobierno revolucionario y el régimen del terror;
fueron conducidos insensiblemente por las circunstan­
cias, y nunca se volverá a ver nada semejante. Estos
hombres, excesivamente mediocres, ejercieron sobre
una nación culpable el más espantoso despotismo del
que la historia haga mención, y seguramente eran los
hombres del remo más asombrados de su poder.
Pero, en el momento mismo en que estos tiranos de­
testables hubieron colmado la medida de crímenes nece­
sarios a esta fase de la revolución, un soplo los derribó.
Este poder gigantesco que hacía temblar a Francia y a
Europa no resistió el primer ataque; y como no debía
haber nada grande, nada augusto en una revolución
completamente criminal, la Providencia quiso que el pri­
mer golpe fuese dado por los septembristas, a fin de que
la justicia misma fuese infame .
A menudo uno se asombra de que hombres más que
mediocres hayan juzgado mejor la Revolución francesa
que hombres de gran talento; que hayan creído firme-

^ Por la misma razón, el honor es deshonrado. U n periodista (el


Republicano) ha dicho con mucho atino y justeza: «Comprendo muy
bien cóm o se pu ede despanteizar a Marat, pero no concibiría cómo se
p o drá desm aratizar el Panteón. » Se quejan de ver el cuerpo de Turenne
olvidado en el rincón de un museum, al lado del esqueleto de un ani­
mal: ¡Qué imprudencia!, era lo suficiente para hacer surgir la idea de
arrojar al Panteón estos restos venerables.
CONSIDERA CIONES SOBRE FRANCIA 1

mente, cuando políticos consumados no creían en ella to­


davía. Es que esta persuasión era una de las piezas de la
revolución, que no podía triunfar más que por la exten­
sión y la energía del espíritu revolucionario, o, si es per­
mitido expresarse así, por la fe en la revolución. Así,
hombres sin genio y sin conocimientos han conducido
muy bien lo que ellos llamaban el carro revolucionario;
han osado todo sin temor a la contrarrevolución; han ca­
minado siempre hacia delante, sin mirar atrás; y todo les
ha ido bien, porque no eran sino los instrumentos de una
fuerza que sabía más que ellos. No han cometido faltas
en su carrera revolucionaria, por la misma razón que el
flautista de Vaucanson ^ nunca emitió una nota en falso.
El torrente revolucionario ha tomado sucesivamente
diferentes direcciones; y los hombres más destacados en
la revolución no han adquirido el grado de poder y de ce­
lebridad que podía corresponderles, más que cuando se­
guían la corriente del momento: desde que han querido
oponerse a ella, o solamente separarse de ella, aislándo­
se, trabajando excesivamente para sí mismos, han desa­
parecido de la escena.
Considerad aquel Mirabeau que tanto ha destacado en
la revolución; en el fondo, era el rey del mercado Por
los crímenes que ha hecho, y por los libros que ha hecho
hacer, ha secundado el movimiento popular; se colocaba
detrás de una masa ya puesta en movimiento y la empu­
jaba en un determinado sentido; su poder no se extendió
nunca más allá; compartía con otro héroe de la revolu-

Jacques de Vaucanson. Mecánico francés nacido en Grenoble


constructor de varios autómatas (el flautista, los patos que nadaban)
que le valieron popularidad. {N. del T.)
Rois des métiers se llamaba, en la estructura gremial del antiguo
régimen, a personas de cada oficio o artesanado que se elegían bajo la
denominación, un tanto irónica, de reyes. A sí, se hablaba de rol des
boulangers, rol de menuisiers... Cuando aquí el autor llama rol de la
halle al marqués de Mirabeau, parece, sarcásticamente, querer desig­
narlo rey de ganapanes, verduleras... que a la par le siguen y le em pu­
jan. {N. del T.)
8 JOSEPH D E MAISTRE

ción ^ el poder de agitar la multitud sin tener el de domi­


narla, lo que constituye el verdadero sello de la mediocri­
dad en los desordenes políticos. Facciosos menos
brillantes, pero en efecto más hábiles y más poderosos
que él, se servían de su influencia en provecho propio.
Tronaba desde la tribuna, pero era engañado. Decía al
morir, que, si hubiese vivido, habría reunido las piezas es­
parcidas de la Monarquía; y cuando había querido, en el
momento de su mayor influencia, solamente pretender el
ministerio, sus subalternos lo habían rechazado como a
un niño.
En fin, cuanto más se examinan los personajes en apa­
riencia más activos de la revolución, tanto más se en­
cuentra en ellos algo de pasivo y de mecánico. Nunca se
repetirá demasiado que no son los hombres los que lle­
van la revolución, es la revolución la que emplea a los
hombres. Se dice muy bien cuando se dice que ella va
completamente sola. Esta frase significa que nunca la Di­
vinidad se había mostrado de una manera tan clara en
ningún acontecimiento humano. Si emplea los instru­
mentos más viles es porque castiga para regenerar.

La Fayette. (N. del T.)


CAPITULO II

Conjeturas sobre las vías de la Providencia


en la Revolución francesa

Cada Nación, como cada individuo, ha recibido una


misión que debe cumplir. Francia ejerce sobre Europa
una verdadera magistratura, que sería inútil discutir, de
la cual ha abusado de la manera más culpable. Estaba
sobre todo a la cabeza del sistema religioso, y no es sin
razón que su Rey se llamaba cristianísimo: Bossuet no ha
dicho nada de más en este punto. Ahora bien, como se
ha servido de su influencia para contradecir su vocación y
desmoralizar a Europa, no hay que asombrarse de que
haya sido reconducida por medios terribles.
Desde hacía mucho tiempo no se había visto un castigo
tan espantoso, infligido a un tan gran número de culpa­
bles. Hay inocentes, sin duda, entre los desgraciados, pero
hay muchos menos de lo que comúnmente se imagina.
Todos los que han trabajado en apartar al pueblo de su
creencia religiosa; todos los que han opuesto sofismas
metafísicos a las leyes de la propiedad; todos los que han
dicho: golpead siempre que nosotros ganemos en ello,
todos los que han atentado contra las leyes fundamenta­
les del Estado; todos los que han aconsejado, aprobado,
favorecido las medidas violentas empleadas contra el
rey, etc.; todos estos han querido la revolución, y todos
10 JOSEPH D E MAISTRE

los que la han aceptado han sido con toda justicia sus víc- j
timas, incluso de acuerdo con nuestra limitada visión. |
Gemimos al ver a sabios ilustres caer bajo el hacha de
Robespierre. Nunca humanamente se lamentará lo sufi­
ciente; pero la justicia divina no tiene el menor respeto
por los geómetras o los físicos. Demasiados sabios fran­
ceses fueron los principales autores de la revolución; de­
masiados sabios franceses la amaron y la favorecieron,
en tanto que ella no abatió, como el bastón de Tarquino,
más que las cabezas dominantes. Ellos decían como tan­
tos otros: Es imposible que una gran revolución se opere
sin producir desgracias. Pero cuando un filósofo se con­
suela de estas desgracias en vista de los resultados, cuan­
do dice en su corazón: Hay que transigir con cien mil crí­
menes siempre que seamos libres; si la Providencia le
responde; Acepto tu aprobación, pero tú serás de ese nú­
mero; ¿dónde está la injusticia? ¿Juzgaríamos de otra
manera en nuestros tribunales?
Los detalles serían odiosos; pero qué pocos franceses
entre los que se llaman víctimas inocentes de la revolu­
ción a quienes la conciencia no les haya podido decir:
Entonces, viendo de vuestros errores los tristes frutos,
reconoced los golpes que habéis guiado^
Nuestras ideas sobre el bien y el mal, sobre el inocente
y el culpable, están demasiado a menudo alteradas por
nuestros prejuicios. Declaramos culpables e infames a
dos hombres que se baten con un hierro de una longitud
de tres pulgadas; pero si el hierro tiene tres pies, el com­
bate resulta honorable. Infamamos al que roba un cénti­
mo del bolsillo de su amigo; si toma a su mujer, eso no es
nada. Todos los crímenes brillantes, que suponen un de­
senvolvimiento de cualidades grandes o amables; todos
los que especialmente se honran con el éxito, los perdo­
namos, si no hacemos incluso virtudes de ellos; cuando

Racine, Iphigénie, V. 2.
CONSIDERA CIONES SOBRE FRANCIA 11

en verdad las cualidades brillantes, que rodean al culpa­


ble, lo ennegrecen a los ojos de la verdadera justicia,
para la cual el mayor crimen es el abuso de los dones.
Cada hombre tiene ciertos deberes que cumplir, y la
extensión de estos deberes está en relación con su posi­
ción civil y con la extensión de sus medios. Hay una gran
diferencia, puesto que la misma acción criminal, no es
igual para dos hombres determinados.
Para no salir de nuestro tema, un acto que no fue más
que un error o un momento de locura por parte de un
hombre oscuro, revestido bruscamente de un poder ili­
mitado, podía ser un gran crimen por parte de un obispo
o de un duque y par d^el reino
En fin, hay acciones excusables, loables incluso según
los puntos de vista humanos, y que son en el fondo infini­
tamente criminales. Si se nos dice, por ejemplo: He abra­
zado de buena fe la Revolución francesa, por un puro
amor de libertad y por el amor a mi patria; he creído en mi
alma y conciencia que conduciría a la reforma de los abu­
sos y a la felicidad pública; a esto no tenemos nada que
responder. Pero el ojo, para el cual todos los corazones
son diáfanos, ve la fibra culpable; descubre, en una ridi­
cula desavenencia, en un sentimiento de orgullo, en una
pasión baja o criminal, el primer móvil de estas resolucio­
nes que se quisieran ilustrar a los ojos de los hombres; y
para él la mentira de la hipocresía injertada en la traición
es un crimen más. Pero hablemos de la Nación en general.
Uno de los mayores crímenes que se pueden cometer
es sin duda el atentado contra la soberanía, ninguno tiene
consecuencias más terribles. Si la soberanía reside en
una cabeza, y esta cabeza cae víctima del atentado, el cri­
men aumenta en atrocidad. Pero si este Soberano no ha
merecido su suerte por ningún crimen; si sus virtudes han
incluso armado contra él la mano de los culpables, el cri­
men ya no tiene nombre. En estos rasgos se reconoce la

Alusión a Talleyrand y al duque de Orleans (llamado Felipe


Igualdad). (iV. d e /T.)
12 JOSEPH D E MAISTRE

muerte de Luis XVI; pero lo que es más importante des­


tacar es que nunca un mayor crimen ha tenido más cóm­
plices. La muerte de Carlos I tuvo muchos menos, y sin
embargo era posible hacerle reproches que Luis XVI no
mereció. Sin embargo, a aquél se le dieron pruebas del
interés más tierno y más valeroso; incluso el verdugo,
que no hacía más que obedecer, no osó darse a conocer.
En Francia, Luis XVI marchó a la muerte en medio de
60.000 hombres armados, que no dispararon ni un tiro
contra Santerre Ni una voz se elevó en favor del infor­
tunado monarca, y las provincias se mantuvieron tan
mudas como la capital. Sería arriesgado, se decía.
¡Franceses!, si creéis que esta razón es buena, no habléis
tanto de vuestro coraje, o convenid en que lo habéis em­
pleado muy mal.
La indiferencia del ejército no fue menos notable. El
ejército sirvió a los verdugos de Luis XVI mucho mejor
de lo que le había servido a él mismo, puesto que le había
traicionado. No se vio por su parte el más ligero testimo­
nio de descontento. En fin, nunca un mayor crimen se re­
partió (verdaderamente con una multitud de gradacio­
nes) entre un mayor número de culpables.
Hay que hacer aún una observación importante: con­
siste en que todo atentado cometido contra la soberanía,
en nombre de la nación, es siempre más o menos un cri­
men nacional; pues es siempre más o menos también
falta de la Nación, si un número cualquiera de facciosos
se ha puesto en estado de cometer el crimen en su nom­
bre. Así, todos los franceses, sin duda, no han querido la
muerte de Luis XVI; pero la inmensa mayoría del pueblo
ha querido, durante más de dos años, todas las locuras,
todas las injusticias, todos los atentados que condujeron
a la catástrofe del 21 de enero.

® A ntoine Santerre, político revolucionario francés (1752-1809).


Participó en la toma de la Bastilla. Fue comandante general de la Guar­
dia Nacional. En 1792 tuvo el encargo de conducir a la familia real al
Templo y custodiarla, y el 21 de enero de 1793, el de acompañar a Luis
XVI a la guillotina. (Á. del T.)
CONSIDERACIONES SOBRE FRANCIA 13

Ahora bien, todos los crímenes nacionales contra la


soberanía son castigados sin aplazamiento de una mane­
ra terrible; es una ley que no consiente excepciones.
Pocos días después de la ejecución de Luis XVI, alguien
escribía en el Mercurio Universal: Quizá no hubiera sido
necesario hacer esto; pero, puesto que nuestros legislado­
res han tomado el acontecimiento bajo su responsabili­
dad, estrechemos filas en torno a ellos: extingamos todos
los odios, y que no se hable más del asunto. Muy bien: no
hubiese sido necesario quizá asesinar al Rey, pero puesto
que la cosa está hecha, no hablemos más, y seamos todos
buenos amigos. ¡Oh demencia! Shakespeare sabía un
poco más de estas cosas cuando decía: La vida de todo in­
dividuo es preciosa para él; pero la vida de que dependen
tantas vidas, la de los soberanos, es preciosa para todos.
¿Hace un crimen desaparecer la majestad real? En el
lugar que ella ocupaba, se forma una sima espantosa, y
todo lo que la rodea se precipita en ella Cada gota de la
sangre de Luis XVI costará torrentes a Francia; cuatro
millones de franceses, quizá, pagarán con sus cabezas el
gran crimen nacional de una insurrección antirreligiosa y
antisocial, coronada por un regicidio.
¿Dónde están los primeros guardias nacionales, los
primeros soldados, los primeros generales, que presta­
ron juramento a la Nación? ¿Dónde están los jefes, los
ídolos de aquella primera asamblea tan culpable, para
quien el epíteto de constituyente será un epigrama eter­
no? ¿Dónde está Mirabeau? ¿Dónde está Bailly, con su
hermoso dial ¿Dónde está Thouret, que inventó la pala­
bra expropiar! ¿Dónde está Osselin, el ponente de la pri­
mera ley que pronuncia la proscripción de los emigra­
dos? Se contarán por millares los instrumentos activos de
la revolución, que han perecido de una muerte violen­
ta

^ H am let, acto 3, escena 8.


2° Mirabeau había muerto en 1791; Bailiy, Thouret y Osselin fue­
ron guillotinados. {N. del T.)
14 JOSEPH D E MAISTRE

Pero es aquí también donde podemos admirar el orden


en el desorden porque resulta evidente, por poco que se
reflexione sobre ello, que los grandes culpables de la re­
volución no podían caer sino bajo los golpes de sus cóm­
plices. Si la fuerza sola hubiese operado lo que se llama la
contrarrevolución y reemplazado al Rey en el trono, no
hubiera habido medio alguno de hacer justicia. La mayor
desgracia que hubiese podido suceder a un hombre deli­
cado sería tener que juzgar al asesino de su padre, de su
pariente, de su amigo, o simplemente del usurpador de
sus bienes. Ahora bien, es esto precisamente lo que hu­
biera sucedido en el caso de una contrarrevolución, tal
como se la entendía; pues los jueces superiores, por la
sola naturaleza de las cosas, habrían pertenecido casi
todos a la clase ofendida; y la justicia, aun cuando no hu­
biera hecho más que castigar, tendría todo el aspecto de
una venganza. Por otra parte, la autoridad legítima guar­
da siempre una cierta moderación en el castigo de los crí­
menes que tienen una multitud de cómplices. Cuando
envía cinco o seis culpables a la muerte por el mismo cri­
men, es una matanza; si consiente ciertas cosas, se hace
odiosa. En fin, los grandes crímenes exigen desgraciada­
mente grandes suplicios, y en esta materia es bastante
fácil traspasar los límites cuando se trata de crímenes de
lesa majestad, y cuando el halago se hace verdugo. La
humanidad no ha perdonado todavía a la antigua legisla­
ción francesa el espantoso suplicio de Damiens ¿Qué
habrían podido hacer los magistrados franceses con tres­
cientos o cuatrocientos Damiens y con todos los
monstruos que cubrían Francia? ¿La espada sagrada de
la justicia se habría abatido sin descanso como la guilloti-

“ A vertere omnes a tanta faeditate spectaculi oculos. Primum ulti-


m um que illud supplicium apud Romanos exempli parum memoris
legum hum anarum fuit. T it., lib. I, 28, de suppl. Mettii.
Robert Frangois Damiens (1715-1757) atentó contra la vida de
Luis XV. Fn un larguísimo proceso entre espantosos tormentos fue con­
denado a muerte y descuartizado. (N. del T.)
CONSIDERACIONES SOBRE FRANCIA 15

na de Robespierre? ¿Se hubiera convocado en París a


todos los verdugos del reino y concentrado todos los ca­
ballos de artillería, para descuartizar hombres? ¿Se ha­
bría hecho disolver en vastas calderas el plomo y el pez,
para regar con ello los miembros desgarrados por las te­
nazas enrojecidas? Por otra parte, ¿cómo caracterizar los
diferentes crímenes?, ¿cómo graduar los suplicios?, y
sobre todo, ¿cómo castigar sin leyes? Se habría escogido,
se dirá, a algunos grandes culpables, y todo el resto habría
obtenido gracia. Pero esto es precisamente lo que la Pro­
videncia no quería. Y, como puede todo lo que quiere,
ignora estas gracias producidas por la impotencia del cas­
tigo. Era necesario que la gran depuración se cumpliese,
y que las miradas quedasen sorprendidas; era necesario
que el metal francés, desprendido de sus escorias ocres, e
impuras, se hiciese más neto y más maleable entre las
manos del futuro Rey. Sin duda, la Providencia no ha te­
nido necesidad de castigar dentro de plazos para justifi­
car sus vías; pero, en esta época, se pone a nuestro alcan­
ce, y castiga como un tribunal humano.
Hubo naciones condenadas a muerte al pie de la letra
como individuos culpables, y que sabemos por qué Si
entrase en los designios de Dios revelarnos sus planes
respecto de la Revolución francesa, leeríamos el castigo
de los franceses como la sentencia de un parlamento.
Pero ¿qué sabríamos más? ¿No es este castigo visible?
¿No hemos visto a Francia deshonrada por más de
100.000 crímenes? ¿No hemos visto el suelo entero de
este hermoso reino cubierto de patíbulos, y esta desgra­
ciada tierra empapada por la sangre de sus hijos en las
matanzas judiciales, mientras que tiranos inhumanos la
prodigaban en el exterior para el sostenimiento de una
guerra cruel, mantenida por su propio interés? Nunca el
déspota más sanguinario ha manejado la vida de los

Levit., XVIII, 21 y sig., X X , 2 3 . - Deuter., XVIII, 9 y s i g .- 1 .


Reg., YY, 2 4 . - IV. Reg., XVII, 7 y sig. y X X I, 2 .- H e r o d o t., lib. II, §
46, y la nota de Larcher sobre este punto.
16 JOSEPH D E MAISTRE

hombres con tanta insolencia, y nunca el pueblo pasivo


se presentó a la carnicería con más complacencia. El hie­
rro y el fuego, el frío y el hambre, las privaciones, los su­
frimientos de toda especie, nada le disgusta de su supli­
cio; todo lo que le es consagrado debe cumplir su suerte;
no se verá desobediencia, hasta que el juicio termine.
Y sin embargo, en esta guerra tan cruel, tan desastro­
sa, ¡cuántos puntos de vista interesantes! ¡Y cómo se
pasa por turno de la tristeza a la admiración! Transporté­
monos a la época más terrible de la revolución; suponga­
mos que, bajo el gobierno del infernal comité, el ejérci­
to, en una metamorfosis súbita, se hace de repente
realista; supongamos que convoca por su parte sus asam­
bleas primarias y que nombra libremente los hombres
más esclarecidos y más estimables para que le tracen la
ruta que debe mantener en esta difícil ocasión; suponga­
mos, en fin, que uno de los elegidos por el ejército se le­
vanta y dice:
«Bravos y fieles guerreros, hay circunstancias en que
toda la prudencia humana se reduce a escoger entre dife­
rentes males. Es duro, sin duda, el combatir por el comi­
té de la salud pública; pero habría algo que sería más
fatal todavía, el volver nuestras armas contra él. En el
instante en que el ejército se mezcle en la política, el Es­
tado será disuelto; y los enemigos de Francia, aprove­
chando este momento de disolución, la penetrarán y la
dividirán. No es por este momento por el que debemos
operar, sino por la continuidad de los tiempos; se traía
sobre todo de mantener la integridad de Francia, y noso­
tros no lo podemos hacer más que combatiendo por el
gobierno, cualquiera que sea; pues de este modo Fran­
cia, pese a sus desgarramientos interiores, conservará su
fuerza militar y su influencia exterior. En última instan­
cia, no es por el gobierno por lo que nosotros combati­
mos, sino por Francia y por el futuro Rey, que nos debe­
rá un Imperio mayor, quizá, del que encontró la
revolución. Es pues un deber para nosotros vencer la re­
pugnancia que nos hace oscilar. Nuestros coníemporá-
CONSIDERA CIONES SOBRE FRANCIA 17

neos quizá calumniarán nuestra conducta; pero 1a poste­


ridad le hará justicia.»
Este hombre habría hablado como gran filósofo. ¡Pues
bien!, esta hipótesis quimérica el ejército la ha realizado,
sin saber lo que hacía; y el terror, por un lado, la inmora­
lidad y la extravagancia, por el otro, han hecho precisa­
mente lo que una sabiduría consumada y casi profética
hubiese dictado al ejército.
Reflexiónese bien, y se verá que una vez establecido el
movimiento revolucionario, Francia y la Monarquía no
podían ser salvadas más que por el jacobinismo.
El Rey no ha tenido nunca un aliado, y es un hecho su­
ficientemente evidente, para que no haya ninguna im­
prudencia en enunciarlo, que la coalición deseaba la de­
sintegración de Francia. Ahora bien, ¿cómo resistir a la
coalición? ¿Con qué medio sobrenatural quebrar el es­
fuerzo de la Europa conjurada? El genio infernal de Ro­
bespierre era el único que podía operar este prodigio. El
gobierno revolucionario endurecía el alma de los france­
ses al templarla en la sangre; exasperaba el espíritu de los
soldados y redoblaba sus fuerzas por una desesperación
feroz y un desprecio de la vida que eran pura rabia. Ei
horror de los cadalsos empujando al ciudadano hacia las
fronteras alimentaba la fuerza exterior, a medida que
aniquilaba hasta la menor resistencia en el interior.
Todas las vidas, todas las riquezas, todos los poderes es­
taban en las manos del poder revolucionario; y este
monstruo de poder, ebrio de sangre y de éxito, fenóme­
no espantoso que nunca se había visto y que sin duda no
se volverá a ver jamás, era a la vez un castigo espantoso
para los franceses y el único medio de salvar a Francia.
¿Qué pedían los realistas cuando pedían una contra­
rrevolución tal como la imaginaban, es decir, hecha brus­
camente y por la fuerza? Pedían la conquista de Francia;
pedían pues su división, el aniquilamiento de su influen­
cia y el envilecimiento de su Rey, es decir, matanzas de
tres siglos quizá; consecuencia infalible de una tal ruptu­
ra de equilibrio. Pero nuestros descendientes, que se
18 JOSEPH D E MAISTRE

preocuparán muy poco de nuestros sufrimientos y que


danzarán sobre nuestras tumbas, se reirán de nuestra ig­
norancia actual; y se consolarán fácilmente de los exce­
sos que hemos visto, y que habrán conservado la integri­
dad del más hermoso reino después del de los Cielos
Todos los monstruos que la revolución ha engendrado
no han trabajado, según todas las apariencias, más que
por la realeza. Por ellos el brillo de las victorias ha forza­
do la admiración del universo, y circundado el nombre
francés de una gloria de la cual los crímenes de la revolu­
ción no han podido despojarle enteramente; por ellos el
Rey volverá a subir sobre el trono con todo su brillo y
toda su potencia, quizá incluso con un aumento de po­
tencia. ¿Y quién sabe si, en lugar de ofrecer miserable­
mente alguna de sus provincias para obtener el derecho
de reinar sobre las otras, no las devolverá quizá, con la
altivez del poder que da lo que puede retener? Cierta­
mente se han visto cosas menos probables.
Esta misma idea, de que todo se hace para ventaja de
la M onarquía francesa, me persuade de que toda revolu­
ción realista es imposible antes de la paz; pues el resta­
blecimiento de la realeza aflojaría súbitamente los resor­
tes del Estado. La magia negra que opera en este
momento se disiparía como una bruma ante el sol. La
bondad, la clemencia, la justicia, todas las virtudes dul­
ces y apacibles reaparecerían de repente y traerían con
ellas una cierta dulzura general en los caracteres, una
cierta alegría enteramente opuesta al sombrío rigor del
poder revolucionario. No más requisiciones, no más
robos paliados, no más violencias. Los generales, prece­
didos por el estandarte blanco, ¿no llamarían rebeldes a
los habitantes de los países invadidos, que se defendiesen
legítimamente?, ¿y no les impondrían el no moverse,
bajo pena de ser firsilados como rebeldes? Estos horro­
res, muy útiles al futuro Rey, no podrían sin embargo ser

Grocio, D e jure belli ac pacis, Epist. ad Ludovicum, XIII.


CONSIDERACIONES SOBRE FRANCIA 19

empleados por él; no tendría pues más que medios hu­


manos. Estaría en paridad con sus enemigos; ¿y qué su­
cedería en este momento de suspensión que acompaña
necesariamente el paso de un gobierno a otro? Yo no lo
sé. Siento sin embargo que las grandes conquistas de los
franceses parecen poner la integridad del reino al abrigo
(creo que se toca aquí la razón de estas conquistas). Sin
embargo, parece siempre ser más ventajoso para Francia
y para la monarquía que la paz, y una paz gloriosa para
los franceses, se haga por la república; y que, en el mo­
mento en que el Rey vuelva a subir sobre su trono, una
paz profunda aparte de él toda especie de peligro.
Por otra parte, es visible que una revolución brusca,
lejos de curar al pueblo, le habría confirmado en sus
errores; que nunca habría perdonado al poder que le hu­
biese arrancado sus quimeras. Como era del pueblo pro­
piamente dicho, o de la multitud, de lo que los facciosos
tenían necesidad para trastornar Francia, es claro que en
general debían tratarlo con indulgencia y que las grandes
vejaciones debían recaer principalmente sobre la clase
acomodada. Era pues necesario que el poder usurpador
pesase durante largo tiempo sobre el pueblo para disgus­
tarlo. No había visto más que la revolución: era necesa­
rio que la sintiese, que la saborease, por así decirlo, en
sus amargas consecuencias. Quizá, en el momento en
que escribo, esto no se ha producido suficientemente.
Debiendo por otra parte ser igual la reacción a la ac­
ción, no os apresuréis, hombres impacientes, y pensad
que incluso el alcance de los males os anuncia una con­
trarrevolución de la cual no tenéis idea. Calmad vuestros
resentimientos, sobre todo no os quejéis de los Reyes y
no pidáis otros milagros que los que vosotros contem­
pláis. ¡Pues qué! ¿Pretendéis que potencias extranjeras
combatan filosóficamente para levantar el trono de Fran­
cia, y esto sin ninguna esperanza de indemnización? Pero
entonces queréis que el hombre no sea hombre: pedís lo
imposible. Consentiríais, quizá diréis, el desmembra­
miento de Francia para volverla al orden; pero ¿sabéis lo
20 JOSEPH DE MAISTRE

que es el orden! Es lo que se verá dentro de diez años,


quizá antes, quizá más tarde. ¿Quién os ha dado, por
otra parte, el derecho de estipular para el Rey, para la
Monarquía francesa y para la posteridad? Cuando cie­
gos facciosos decretan la indivisibilidad de la república,
no veis que es la Providencia la que decreta la del reino.
Echemos ahora una ojeada sobre la persecución inau­
dita excitada contra el culto nacional y sus ministros; es
una de las caras más interesantes de la revolución.
No se podría negar que el sacerdocio, en Francia, no
tuviese necesidad de ser regenerado; y, aunque estoy
muy lejos de adoptar las declamaciones vulgares sobre el
clero, no me parece menos indiscutible que las riquezas,
el lujo, y la inclinación general de los espíritus hacia el re­
lajamiento habían hecho declinar este gran cuerpo; que
era posible encontrar a menudo bajo la muceta un caba­
llero en lugar de un apóstol; que en fin, en los tiempos
que precedieron inmediatamente a la revolución, el clero
había descendido, poco más o menos tanto como el ejér­
cito, del lugar que había ocupado antes en la opinión ge­
neral.
El primer golpe que se abatió sobre la Iglesia fue la in­
vasión de sus propiedades; el segundo fue el juramento
constitucional; y estas dos operaciones tiránicas provoca­
ron el comienzo de la regeneración. El juramento hizo
criba en los sacerdotes, si es permitido expresarse así.
Todo el que se ha prestado al juramento, salvo algunas
excepciones, de las cuales es permitido no ocuparse, se
ha visto conducido por grados al abismo del crimen y del
oprobio: la opinión sobre estos apóstatas es unánime.
Los sacerdotes fieles, que por un primer acto de firme­
za quedaban recomendados a esta misma opinión, se
ilustraron todavía más por la intrepidez con que supieron
desafiar los sufrimientos y la muerte incluso en la defensa
de su fe. La matanza de los Carmelitas es comparable a
todo lo que la historia eclesiástica ofrece de más hermoso
en este género de actos.
La tiranía que los expulsó de su patria por millares,
CONSIDERACIONES SOBRE FRANCIA 21

contra toda justicia y todo pudor, fue sin duda de lo más


repulsivo que se puede imaginar; pero en este punto,
como en los otros, los crímenes de los tiranos de Francia
se convertían en instrumentos de la Providencia. Era ne­
cesario probablemente que los sacerdotes franceses fue­
sen mostrados a las naciones extranjeras; han vivido
entre naciones protestantes, y esta aproximación ha dis­
minuido mucho los odios y los prejuicios. La emigración
considerable del clero, y particularmente de los obispos
franceses, a Inglaterra, me parece sobre todo una época
notable. ¡Seguramente se habrán pronunciado palabras
de paz! ¡Seguramente se habrán forjado proyectos de
aproximación durante esta reunión extraordinaria! Aun­
que no se hubiera hecho más que desear juntos, ello ya
sería mucho. Si alguna vez los cristianos se aproximan,
como todo les invita a hacerlo; parece que ia moción
debe partir de la iglesia de Inglaterra. El presbiterianis-
mo fue una obra francesa y, por consiguiente, una obra
exagerada. Estamos demasiado alejados de los sectarios
de un culto mínimamente sustancial: no hay medio de
entendernos. Pero la iglesia anglicana, que con una
mano nos toca y con la otra toca a los que nosotros no po­
demos tocar; y que aunque, bajo un cierto punto de
vista, sea el blanco de los golpes de ambas partes, y que
presenta el espectáculo un poco ridículo de una revuelta
que predica la obediencia, es, sin embargo, muy preciosa
bajo otros aspectos, y puede ser considerada como uno
de esos componentes químicos, capaces de aproximar ele­
mentos inasociables por su naturaleza.
Habiéndose disipado los bienes del clero, ningún moti­
vo despreciable pudo darle nuevos miembros; de manera
que todas las circunstancias concurren para volver a levantar
este cuerpo. Hay lugar para creer, por otra parte, que la
contemplación de la obra de la que parece encargado, le
concederá ese grado de exaltación que eleva al hombre
por encima de sí mismo y lo pone en estado de producir
grandes cosas.
Unid a estas circunstancias la fermentación de los espí­
22 JOSEPH D E MAISTRE

ritus en ciertas comarcas de Europa, las ideas exaltadas


de algunos hombres notables, y esa especie de inquietud
que afecta a los caracteres religiosos, sobre todo en los
países protestantes, y los empuja hacia rutas extraordi­
narias.
Ved al mismo tiempo la tempestad que se cierne sobre
Italia; Roma amenazada al mismo tiempo que Ginebra
por la potencia que rechaza el culto, y la supremacía na­
cional de la religión, abolida en Holanda por un decreto
de la Convención nacional. Si la Providencia borra, es sin
duda para escribir.
Observo, por otra parte, que cuando las grandes
creencias se han establecido en el mundo, han sido favo­
recidas por grandes conquistas, por la formación de
grandes soberanías; se ve la razón de ello.
En fin, ¿qué debe suceder, en la época que vivimos,
con estas combinaciones extraordinarias que han enga­
ñado a toda prudencia humana? En verdad, se estaría
tentado a creer que la revolución política no es más que
un objeto secundario del gran plan que se desarrolla ante
nuestros ojos con una majestad terrible.
He hablado, al comienzo, de esa magistratura que
Francia ejerce sobre el resto de Europa. La Providencia,
que proporciona siempre los medios a los fines y que da a
las naciones, como a los individuos, los órganos necesa­
rios para el cumplimiento de sus destinos, ha dado preci­
samente a la Nación francesa dos instrumentos y, por así
decirlo, dos brazos, con los cuales mueve el mundo, su
lengua y el espíritu de proselitismo que forma la esencia
de su carácter: de manera que Francia tiene constante­
mente la necesidad y el poder de influir en los hombres.
La potencia, he dicho casi la monarquía de la lengua
francesa, es visible: se puede, a lo sumo, aparentar el
dudar de ello. En cuanto al espíritu de proselitismo, es
patente como el sol; desde la comerciante de modas
hasta el filósofo, es parte destacada del carácter nacio­
nal.
Este proselitismo aparece comúnmente como algo ri­
CONSIDERA CIONES SOBRE FRANCIA 23

dículo, y realmente merece a menudo este adjetivo,


sobre todo en cuanto a las formas; en el fondo, sin em­
bargo, es una. función.
Ahora bien, es una ley eterna del mundo moral que
toda función produce un deber. La Iglesia galicana era
una piedra angular del edificio católico o, mejor dicho,
cristiano; pues, en verdad, no hay más que un edificio.
Las iglesias enemigas de la Iglesia universal subsisten
sólo a causa de ésta, aunque ellas no lo sospechen, seme­
jantes a esas plantas parásitas, a esos muérdagos estériles
que no viven más que de la sustancia del árbol que los so­
porta y a quien empobrecen.
De ahí procede que, siendo la reacción entre las poten­
cias opuestas igual a la acción, los mayores esfuerzos de
la diosa Razón contra el cristianismo se hayan hecho en
Francia; el enemigo atacaba la cindadela.
El clero de Francia no debe pues dormirse; tiene mil
razones para creer que está llamado a una gran misión; y
las mismas conjeturas que le dejan percibir el por qué ha
sufrido le permiten también creerse destinado a una obra
esencial.
En una palabra, si no se hace una revolución moral en
Europa, si el espíritu religioso no es reforzado en esta
parte del mundo, el vínculo social queda disuelto. No se
puede adivinar nada, es necesario esperarse todo. Pero si
se hace un cambio feliz en este punto, o no hay ya analo­
gía, no hay ya inducción, no hay ya arte de conjetura, o
es Francia la que está llamada a producirlo.
Es sobre todo esto lo que me hace pensar que la Revo­
lución francesa es una gran época, y que sus consecuen­
cias, en todo género de cosas, se harán sentir más allá del
tiempo de su explosión y de los límites de su núcleo so­
cial.
Si se tienen en cuenta sus relaciones políticas, queda
confirmada la misma opinión. ¡Cuántas potencias de Eu­
ropa no se han engañado sobre Francia! ¡Cuántas han
meditado cosas vanasl ¡Oh vosotros, que os creéis inde­
pendientes porque no tenéis jueces sobre la tierra, no di­
24 JOSEPH D E MAISTRE

gáis nunca: eos me conviene] ¡DISCITE JUSTITIAM MONI-


T l!¿Qué mano, a la vez severa y paternal, aplastaba
Francia con todos los azotes imaginables y sostenía el im­
perio por medios sobrenaturales, revolviendo ios esfuer­
zos de sus enemigos contra sí mismos? No se nos hable de
los asignados de la fuerza del número, etc,; pues la
posibilidad de ios asignados y de la fuerza del número
queda precisamente fuera de la naturaleza. Por otra
parte, no es por el papel moneda, ni por la ventaja del
número por que los vientos conducen los navios de los
franceses, y rechazan los de sus enemigos; por que el in­
vierno les hace puentes de hielo en el momento que ellos
tienen necesidad; por que los soberanos que le estorban
mueren en ei momento oportuno; por que invaden Italia
sin cañones; por que falanges, reputadas como las más
valerosas del universo, tiran sus armas cuando están en
igualdad de número y se someten a su yugo.
Leed las bellas reflexiones de Dumas sobre ia guerra
actual; veréis en ellas perfectamente el porqué, pero no
en absoluto el cómo ha tomado el carácter que nosotros
le vemos. Es necesario remontar siempre al comité de
salud pública, que fue un milagro, y del que el espíritu
gana todavía las batallas.
En fin, el castigo de los franceses se sale de todas las re­
glas ordinarias, pero la protección concedida a Francia se
sale también; mas estos dos prodigios reunidos se multi­
plican actuándose, y ofrecen uno de los espectáculos más
asombrosos que el ojo humano haya podido nunca con­
templar.
A medida que los acontecimientos se desplieguen, se
verán otras razones y conexiones admirables. Yo, por

Papel m oneda creado bajo ¡a Revolución francesa y cuyo valor


se ^asignaba sobre los bienes nacionales. (N. del T.)
Dumas (M aíhieu), ayudante de campo de Lafayette; había em i­
grado en ,1792; tras el 9 de termidor; vuelto a Francia fue miembro del
Consejo de los Ancianos. (N. del T.)
CONSIDERACIONES SOBRE FRANCIA 25

otro lado, no veo más que una parte de las que una visión
más penetrante podría descubrir desde este momento.
La horrible efusión de sangre humana, ocasionada por
esta gran conmoción, es un terrible medio; sin embargo,
es un medio tanto como un castigo, y ello puede dar lugar
a reflexiones interesantes.
CA PÍTU LO III

D e la destrucción violenta
de la especie hum ana

No dejaba de tener desgraciadamente razón aquel rey


de Dahomey, en el interior de África, cuando decía no
hace mucho tiempo a un inglés: Dios ha hecho este
mundo para la guerra; todos los reinos, grandes y peque­
ños, la han practicado durante todos los tiempos, aunque
sobre principios diferentes .
La historia prueba desgraciadamente que la guerra es
en un cierto sentido el estado habitual del género hum a­
no; es decir, que la sangre hum ana debe derram arse sin
interrupción sobre el globo, aquí o allá; y que la paz,
para cada Nación, no es más que un respiro.
Se cita la clausura del templo de Jano bajo Augusto; se
cita un año del reinado guerrero de Carlomagno (el año
790) en que no hubo guerra Se cita un corto período
tras la paz de Ryswick, en 1697, y otro igualmente corto
tras la de Carlowitz, en 1699, en que no hubo guerra, no
solamente en toda E uropa, sino en todo el mundo cono­
cido.
Pero estas épocas no son más que momentos. Por otra

The H istory o f D ah om ey, by Archibald D a lzel, B iblioth. B rit.,


mayo 1796, vol. 2, n.° 1, p. 87.
H istoire de Charlemagne, por M. Gaillard, t. II, lib. I, cap. V .
28 JOSEPH D E MAISTRE

parte, ¿quién puede saber lo que pasa sobre el globo en


tal o cual época?
El siglo que acaba comenzó, para Francia, con una
guerra cruel que no terminó sino en 1714 por el trata­
do de Rastadt. En 1719, Francia declaró la guerra a Es­
paña; el tratado de París le puso fin en 1727. La elección
del rey de Polonia volvió a encender la guerra en 1733; la
paz se hizo en 1736. Cuatro años más tarde la terrible
guerra de Sucesión austríaca se encendió, y duró sin inte­
rrupción hasta 1748. Ocho años de paz comenzaban a ci­
catrizar las heridas de ocho años de guerra cuando la am­
bición de Inglaterra forzó a Francia a tomar las armas. La
guerra de Siete Años es sobradamente conocida. Des­
pués de quince años de reposo, la revolución de América
arrastró de nuevo a Francia a una guerra de la cual toda
la sabiduría humana no podía prever las consecuencias.
Se firmó la paz en 1782; siete años después la revolución
comienza: ella dura todavía; y quizá en este momento ha
costado tres millones de hombres a Francia.
Así, por no considerar más que Francia, he ahí que de
noventa y seis años cuarenta son de guerra. Si otras na­
ciones han sido más afortunadas, otras también lo han
sido mucho menos.
Pero no es suficiente el considerar un punto del tiempo
y un punto dei globo; es necesario lanzar una ojeada rá­
pida sobre esa larga serie de matanzas, que mancha todas
las páginas de la historia. Se verá que la guerra castiga sin
interrupción, como una fiebre continua marcada con es­
pantosas recurrencias. Ruego al lector que siga este cua­
dro desde el declinar de la República romana.
Mario extermina, en una batalla, doscientos mil cim-
brios y teutones. Mitrídates hace decapitar ochenta mil
romanos; Sila mata noventa mil hombres, en una batalla
librada en Beocia, donde él pierde por su parte diez mil.
Pronto se ven las guerras civiles y las proscripciones.

19
La guerra llamada de Sucesión de España. {N. del T.)
CONSIDERACIONES SOBRE FRANCIA 29

Sólo César hace morir un millón de hombres sobre el


campo de batalla (antes de él Alejandro había tenido
este funesto honor); Augusto cierra un instante el tem­
plo de Jano; pero lo abre durante siglos, al establecer un
imperio electivo. Algunos buenos príncipes dejan respi­
rar al Estado, pero ia guerra no cesa nunca, y bajo el im­
perio del buen Tito seiscientos mil hombres perecen en el
asedio de Jerusalén. La destrucción de hombres operada
por las armas de los romanos es verdaderamente espan­
tosa El Bajo Imperio no ofrece sino una serie de ma­
tanzas. Comenzando por Constantino, ¡qué guerras y
qué batallas! Licinio pierde veinte mil hombres en Ciba-
lis; treinta y cuatro mil en Adrianópolis y cien mil en Cri-
sópolis. Las naciones dei norte comienzan a agitarse. Los
francos, ios godos, los hunos, los lombardos, los alanos,
los vándalos, etc., atacan el Imperio y lo desgarran suce­
sivamente. Atila devasta Europa a sangre y fuego. Los
franceses le matan más de doscientos mil hombres cerca
de Chálons; y los godos, al año siguiente, le hacen sufrir
una pérdida aún más considerable. En menos de un
siglo, Roma es tomada y saqueada tres veces; y, en una
sedición que se produce en Constantinopla, cuarenta mil
personas son decapitadas. Los godos se apoderan de
Milán y matan allí trescientos mil habitantes. Totila ex­
termina todos los habitantes de Tívoli y noventa mil
hombres en el saco de Roma. Mahoma aparece; la espa­
da y el Corán recorren los dos tercios del globo. Los sa­
rracenos cabalgan del Éufrates al Cuadalquivir. Destru­
yen por entero la inmensa ciudad de Siracusa; pierden
treinta mil hombres cerca de Constantinopla en un solo
combate naval; y Pelayo les mata veinte mil en una bata­
lla terrestre. Estas pérdidas no eran nada para los Sarra­
cenos; pero ei torrente choca con el genio de los francos
en las llanuras de Tours, donde el hijo del primer Pipi-
no en medio de trescientos mil cadáveres, une a su

Montesquieu, De VEsprit des lois, lib. XXIII, cap. XIX.


2’ Se refiere sin duda a Carlos Martel, el cual, haciendo honor a su
30 J O S E P H D E MAI STRE

nombre el epíteto terrible que todavía lo distingue. El is­


lamismo, llevado a España, encuentra allí un rival indo­
mable. Quizá nunca se vio más gloria, más grandeza y
más carnicería. La lucha de los cristianos y de los musul­
manes, en España, es un combate de ochocientos años.
Varias expediciones e incluso varias batallas cuestan
veinte, treinta, cuarenta y hasta ochenta mil vidas.
Carlomagno sube al trono y combate durante medio
siglo. Cada año decreta a qué parte de Europa debe en­
viar la muerte. Presente en todas partes y en todas partes
vencedor, aplasta naciones de hierro como César aplas­
taba los hombres-féminas de Asia. Los normandos co­
mienzan aquella larga sucesión de devastaciones y cruel­
dades que nos hacen todavía estremecer. La inmensa
herencia de Carlomagno es desgarrada: La ambición la
cubre de sangre, y el nombre de los francos desaparece
en la batalla de Fontenay. Italia entera es saqueada por
los sarracenos, mientras que los normandos, los daneses
y los húngaros devastan Francia, Holanda, Inglaterra,
Alemania y Grecia. Las naciones bárbaras se establecen
al fin y se amansan. Esta vena no da ya más sangre; otra
se abre al instante: las Cruzadas comienzan. Europa en­
tera se precipita sobre Asia; se cuentan por miríadas el
número de las víctimas. Gengis Kan y sus hijos subyugan
y devastan el globo desde China a Bohemia. Los france­
ses que se habían cruzado contra los musulmanes se cru­
zan contra los herejes: guerra cruel de los albigenses. Ba­
talla de Buvines, donde treinta mil hombres pierden la
vida. Cinco años después, ochenta mil sarracenos pere­
cen en el sitio de Damieta. Los güelfos y los gibelinos co­
mienzan aquella lucha que debía ensangrentar durante
tanto tiempo a Italia. La tea de las guerras civiles se en­
ciende en Inglaterra. Vísperas Sicilianas. Bajo los reina­
dos de Eduardo y de Felipe de Valois, Francia e Inglate-

nombre (m artel ~ martillo), machacó según tradición, innumerables


cabezas musulmanas en la batalla de Poitiers (año 732) con su maza. (N.
del T.) V 7 V
CONSIDERACIONES SOBRE FRANCIA 31

rra chocan más violentamente que nunca e inician una


nueva era de carnicería. Matanza de judíos; batalla de
Poitiers; batalla de Nicópolis: el vencedor cae bajo los
golpes de Tamerlán, que repite a Gengis Kan. El duque
de Ilorgoña hace asesinar al duque de Orleans y comien­
za la sangrienta rivalidad de las dos familias. Batalla de
Azincourt. Los husitas devastan a sangre y fuego una
gran parte de Alemania. Mahoma II reina y combate du­
rante treinta años. Inglaterra, rechazada dentro de sus lí­
mites, se desgarra por sus propias manos. Las casas de
York y de Lancaster la bañan en sangre. El heredero de
Borgoña lleva sus estados a la casa de Austria; y en este
contrato de matrimonio está escrito que los hombres se
degollarán durante tres siglos, desde el Báltico hasta el
Mediterráneo. Descubierto el Nuevo Mundo; es la sen­
tencia de muerte de tres millones de indios. Carlos V y
Francisco I aparecen en el teatro del mundo: cada página
de su historia está roja de sangre humana. Reinado de
Solimán; batalla de Mohatz; sitio de Viena; sitio de
Malta, etc. Pero es de la sombra de un claustro de donde
sale uno de.los más grandes azotes del género humano.
Lutero aparece; Cal vino le sigue. Guerra de los campesi­
nos; guerra de los Treinta Años; guerra civil de Francia;
matanza de los Países Bajos; matanza de Irlanda; matan­
za de las Cevenas; noche de San Bartolomé; muerte de
Enrique III, de Enrique IV, de María Estuardo, de Car­
los I; y en nuestros días la Revolución francesa, que
mana de la misma fuente.
No llevaré más lejos este espantoso cuadro: nuestro
siglo y el que le ha precedido son sobradamente conoci­
dos. Bien se remonte hasta la cuna de las Naciones; bien
se descienda hasta nuestros días; bien se examinen los
pueblos en todas las posiciones posibles, desde el estado
de barbarie hasta el de civilización más refinada; siempre
se encontrará la guerra. Por esta causa, que es la princi­
pal, y por todas las demás que se le unen, la efusión de
sangre humana no es nunca suspendida en el universo;
cuanto menos fuerte sea sobre una gran superficie, tanto
32 JOSEPH D E MAISTRE

más abundante será sobre una superficie menos extensa;


de manera que poco más o menos la efusión es constante.
Pero de vez en cuando suceden acontecimientos extraor­
dinarios que la aumentan prodigiosamente, como las
guerras púnicas, los triunviratos, las victorias de César,
la irrupción de los bárbaros, las Cruzadas, las guerras de
religión, la sucesión de España, la Revolución francesa,
etc. Si se tuviesen tablas de matanzas como se tienen ta­
blas meteorológicas, ¿quién sabe si no se descubriría la
ley al cabo de algunos siglos de observación?
Buffon ha probado muy bien que una gran parte de los
animales está destinada a morir de muerte violenta. Hu­
biera podido, según las apariencias, extender su demos­
tración al hombre; pero puede uno reducirse aquí a los
hechos.
Cabe dudar, por lo demás, de que esta destrucción vio­
lenta sea, en general, un mal tan grande como se cree; al
menos, es uno de esos males que entran en un orden de
cosas en que todo es violento y contra naturam, y que
producen compensaciones. En primer término cuando el
alma humana ha perdido la tensión de sus resortes por la
blandura, la incredulidad y los vicios gangrenosos que si­
guen ai exceso de la civilización, no se puede templar de
nuevo más que en la sangre. No es fácil, ni con mucho,
explicar por qué la guerra produce efectos diferentes
según diferentes circunstancias. Lo que se ve bastante
claramente es que el género humano puede ser conside-

D el informe hecho por el cirujano en jefe de los ejércitos de


S.M .Í. se comprueba (ver infra, capítulo V I), que de doscientos cin­
cuenta mil hombres em pleados por el emperador José II contra los tur­
cos, desde el 1 de junio de 1788 hasta el 1 de mayo de 1789, habrían
perecido treinta y tres mil quinientos cuarenta y tres por enfermeda­
des, y ochenta mil por las armas (G azette nationale et éírangére de 1790,
n.° 34). Y se ve, por un cálculo aproximativo hecho en Alem ania, que
ia guerra actual había ya costado, en el mes de octubre de 1795, un mi­
llón de hombres a Francia y quinientos mil a las potencias coaligadas
(Extracto de un periódico alemán, en el Correo de Francfort de 28 de
octubre de 1795, n.° 296).
C ON S ID E RA CI ONES S O B R E FRANCI A 33

racio como un árbol que una mano invisible poda sin


cesar, y que gana a menudo con esta operación. Verda­
deramente, si se toca al tronco o se le desmocha la copa,
el árbol puede perecer: pero ¿quién conoce los límites
del árbol humano? Lo que sabemos es que la extrema
carnicería se alia a menudo con la extrema población,
como se ha visto especialmente en las antiguas repúblicas
griegas, y en España bajo la dominación de los árabes
Los tópicos en la tierra no significan nada: no es necesa­
rio ser muy hábil para saber que cuantos más hombres se
matan, menos quedan de momento; como es verdad que
cuantas más ramas se poden, menos queda del árbol;
pero son las consecuencias de la operación lo que es ne­
cesario considerar. Ahora bien, siguiendo la misma com­
paración, se puede observar que el jardinero hábil se di­
rige en la operación menos a la poda absoluta de la
vegetación que a la fructificación del árbol: son frutos, y
no bosques y hojas, lo que él pide a la planta. Ahora
bien, los verdaderos frutos de la naturaleza humana, las
artes, las ciencias, las grandes empresas, las altas concep­
ciones, las virtudes viriles, surgen sobre todo en estado
de guerra. Se sabe que las Naciones no alcanzan nunca el
mayor punto de grandeza de la que son susceptibles sino
después de largas y sangrientas guerras. Así ei punto de
máximo esplendor de los griegos fue la época terrible de
la guerra del Peloponeso; el siglo de Augusto sigue de in­
mediato a la guerra civil y a las proscripciones; el genio
francés fue desbastado por la Liga y pulido por la Fron­
da; todos los grandes hombres del siglo de la reina Ana
nacieron en medio de conmociones políticas. En una pa-

España en esta época llegó a tener hasta cuarenta millones de


habitantes; hoy día no tiene más que diez. Antiguamente G reda flore­
cía en m edio de las más crueles guerras; la sangre corría a borbotones, y
todo el país estaba lleno de hombres. Parecía, dice Maquiavelo, que en
medio de las muertes, de las proscripciones, de las guerras civiles, nues­
tra República se hizo más poderosa, etc. Rousseau. Contrat social, lib.
III, cap. X.
34 J O S E P H D E MA IS TR E

labra, se diría que la sangre es el abono de esta planta


que se llama genio.
No sé si se comprende bien cuando se dice que las artes
son amigas de la paz. Será al menos necesario explicarse
y circunscribir la proposición; pues no veo nada de
menos pacífico que los siglos de Alejandro y de Pericles,
de Augusto, de León X y de Francisco I, de Luis XIV y
de la reina Ana.
¿Sería posible que la efusión de sangre humana no tu­
viese una gran causa y grandes efectos? Reflexiónese
sobre ello: la historia y la fábula, los descubrimientos de
la fisiología moderna y las tradiciones antiguas se dan
cita para suministrar materiales a estas meditaciones. No
sería bueno caminar sobre este punto más a tientas que
sobre mil otros más extraños al hombre.
Tronemos no obstante contra la guerra, y tratemos de
que los soberanos pierdan su afición; pero no caigamos
en los sueños de Condorcet, de aquel filósofo tan queri­
do a la revolución, que empleó su vida en preparar la
desgracia de la generación presente, legando benigna­
mente la perfección a nuestros descendientes. Hay sólo
un medio de comprimir el azote de la guerra, el compri­
mir los desórdenes que llevan a esta terrible purificación.
En la tragedia griega O restes, Elena, uno de los perso­
najes del drama, es sustraída por los dioses al justo resen­
timiento de los griegos, y colocada en el cielo al lado de
sus dos hermanos, para ser con ellos un signo de la salva­
ción de los navegantes. Apolo parece justificar esa extra­
ña apoteosis La belleza de Elena, dice, no fue más que
un instrumento del cual los dioses se sirvieron para enzar­
zar a los griegos contra los troyanos y hacer correr su san­
gre, a fin de estancar sobre la tierra la iniquidad de los
hombres que se habían hecho demasiado numerosos
Apolo hablaba muy bien. Son los hombres los que acu-

Dignus vindice nodus (Hor. , A . P . , 191).


Eurip., Orest. (1655-58).
CONSIDERACIONES SOBRE FRANCIA 35

muían las nubes y se quejan a continuación de las tem­


pestades.
Es la cólera de los reyes la que pone en armas a la tierra,
es la cólera de los cielos la que pone en armas a los reyes.
Me doy cuenta de que en todas estas consideracio­
nes nos vemos continuamente asaltados por el cuadro
tan fatigante de los inocentes que perecen con los culpa­
bles. Pero, sin hundirnos en esta cuestión que guarda re­
lación con todo lo que hay de más profundo, se la puede
considerar en su conexión con el dogma universal, y tan
antiguo como el mundo, de la reversibilidad de los dolo­
res del inocente en provecho de los culpables.
Fue de este dogma, me parece, de donde los antiguos
derivaron el uso de los sacrificios que practicaron en todo
el universo, y por lo que los juzgaban útiles no solamente
a los vivos, sino también a los muertos costumbre típi­
ca que el hábito nos hace contemplar sin asombro, pero
del cual no es menos difícil alcanzar la raíz.
Las consagraciones, tan famosas en la antigüedad, se
debían también al mismo dogma. Decio tenía fe en que el
sacrificio de su vida sería aceptado por la Divinidad, y
que él podía equilibrar todos los males que amenazaban
a su patria
El cristianismo ha venido a consagrar este dogma, que
es infinitamente natural al hombre, aunque parezca difí­
cil llegar a él por el razonamiento.
Así, puede haber habido en el corazón de Luis XVI,
en el de la celeste Isabel tal movimiento, tal acepta­
ción capaz de salvar a Francia.

Sacrificaban, al pie de la letra, para el reposo de las almas; y estos


sacrificios, dice Platón, son de una gran eficacia, p o r lo que dicen ciuda­
des enteras, y los poetas hijos de los dioses y los profetas inspirados p o r
los dioses. Platón, D e República, lib. II.
Piaculum omnis deorum irae.— Omnes minas perculaque ab diis,
superis inferisque in se unum vertií. Tit., lib. VIII, 9 y 10.
Filipina María Elena, llamada Madame Elisabeth, hermana de
Luis X V I, guillotinada el 10 de mayo de 1794. [N. del T.)
36 JOSEPH D E MAISTRE

Se pregunta a veces para qué sirven esas austeridades


terribles, practicadas por ciertas órdenes religiosas, y
que se denominan también votos; equivaldría á pregun­
tar para qué sirve el cristianismo, puesto que reposa por
entero sobre este mismo dogma engrandecido, donde la
inocencia paga por el crimen.
La autoridad que aprueba estas órdenes escoge algu­
nos hombres y los aísla del mundo para hacer de ellos
conductores.
No hay más que violencia en el universo; pero estamos
mimados por la filosofía moderna, que ha dicho que todo
está bien, mientras que el mal ha manchado todo, y que,
en un sentido muy verdadero, todo está mal, por que
nada está en su lugar. Habiendo bajado la nota tónica del
sistema de nuestra creación, todas las demás han bajado
proporcionalmente según las reglas de la armonía. Todos
los seres gimen y tienden, con esfuerzo y dolor, hacia
otro orden de cosas.
Los espectadores de las grandes calamidades humanas
se ven conducidos sobre todo a estas tristes meditacio­
nes; pero guardémonos de perder el ánimo: no hay casti­
go que no purifique; no hay desorden que el AM O R ETER­
N O no torne contra el principio del mal. Es dulce, en
medio del desorden general, presentir los planes de la
Divinidad. Nunca veremos todo durante nuestro viaje, y
a menudo nos engañaremos; pero en todas las ciencias
posibles, excepto las ciencias exactas, ¿no estamos redu­
cidos a conjeturas? Y si nuestras conjeturas son plausi­
bles, si ellas tienen en su favor la analogía, si se apoyan
sobre ideas universales, si sobre todo son consoladoras y
propias para hacernos mejores, ¿qué les falta? Si no son

29
San Pablo, Carta a los R om anos, VIII, 22 y sig.
El sistema de la Palingenesia de Charles Bonnet tiene algunos pun­
tos de contacto con este texto de San Pablo; pero esta idea no le ha
conducido a la de una degradación anterior; concuerdan sin embargo
muy bien.
CONSIDERACIONES SOBRE FRANCIA 37

verdaderas, son buenas; o más bien, puesto que son bue­


nas, ¿no son verdaderas?
Después de haber considerado la Revolución francesa
desde un punto de vista puramente moral, dirigiré mis
conjeturas hacia la política, sin olvidar, sin embargo, el
objeto principal de mi trabajo.
CAPÍTULO IV
¿Puede durar la República francesa?

Sería m ejor hacer esta otra pregunta: ¿puede existir la


República? Se supone que sí, pero ello es demasiado pre­
cipitado, y la cuestión previa parece muy fundada; pues
la iiaturaieza y la historia se dan cita para establecer que
una gran república indivisible es una cosa imposible. Un
pequeño número de republicanos encerrados en los
muros de una ciudad puede sin duda tener millones de
súbditos:-este fue el caso de Rom a; pero no puede existir
una gran nación libre bajo un gobierno republicano. La
cosa es tan clara por sí misma, que la teoría podría pres­
cindir de la experiencia: pero ia experiencia, que decide
todas las cuestiones en política como en física, está aquí
perfectam ente de acuerdo con la teoría.
¿Q ué se ha podido decir a los franceses para llevarles a
creer en la república de veinticuatro millones de hom­
bres? D os cosas solamente:
1 Na da impide que se vea io que nunca se ha visto.
2 d El descubrimiento del sistema representativo
hace posible para nosotros lo que no lo era para nuestros
antecesores. Examinemos ia fuerza de estos dos argu­
mentos.
Si se nos dijese que un dado, lanzado cien millones de
veces, nunca ha presentado, al parar de correr, más que
cinco núm eros, 1,2,3-, 4 y 5, ¿podríanlos creer que el 6 se
40 JOSEPH DE MAISTRE

halla bajo una de sus caras? No, sin duda; nos estaría de­
m ostrado, como si lo hubiésemos visto, que una de las
seis caras es blanca o que uno de los números está repe­
tido.
Pues bien, recorramos la historia; veremos en ella lo
que se llama la Fortuna, lanzando el dado sin parar desde
hace cuatro mil años; ¿ha conducido alguna vez a la GRAN
REPÚBLICA? No. Entonces este número no estaba en el
dado.
Si el mundo hubiese visto sucesivamente nuevos go­
biernos, no tendríamos ningún derecho para afirmar que
tal o cual forma es imposible, porque nunca se la ha
visto; pero sucede totalm ente lo opuesto: se ha visto
siempre la m onarquía y algunas veces la república. Si se
quiere después lanzarse en subdivisiones, se puede lla­
mar democracia al gobierno en que la masa ejerce la so­
beranía, y aristocracia a aquel en que ia soberanía perte­
nece a un número más o menos restringido de familias
privilegiadas.
Y todo queda dicho.
La comparación con el dado es pues perfectamente
exacta: Habiendo salido siempre los mismos números de)
cubilete de la Fortuna, estamos autorizados, por la teoría
de las probabilidades, a sostener que no hay otros.
No confundamos las esencias de ias cosas con sus m o­
dificaciones: las primeras son inalterables y vuelven
siem pre; las segundas cambian y varían un poco el espec­
táculo, a! menos para la m ultitud, pues todo ojo ejercita­
do penetra fácilmente en el hábito variable del cual la
eterna naturaleza se viste según los tiempos y los lugares.
¿Qué hay por ejemplo de particular y de nuevo en los
tres poderes que constituyen el gobierno de Inglaterra,
los nom bres de pares y el de comunes, el ropaje de los
lores, etc.? Pero si los tres poderes, considerados de una
m anera abstracta, se encuentran dondequiera que se en­
cuentra la libertad prudente y durable, se les encuentra
sobre todo en Esparta, donde el gobierno, antes de Li­
curgo, estaba siempre en agitación, inclinándose ya a la ti­
CONSIDERACIONES SOBRE FRANCIA 41

ranía, cuando los reyes tenían demasiado poder, ya a la


confusión popular, cuando el pueblo llano llegaba a usur­
par demasiada autoridad. Pero Licurgo puso entre los
dos al Senado, que fue, así como dice Platón, un contra­
peso saludable... y una fuerte barrera que mantenía los
dos extremos en igual equilibrio y daba base firm e y segu­
ra al estado de la cosa pública, p o r lo que los senadores...
se alineaban alguna vez del lado de los reyes en la medida
en que fuese necesario para resistir a la temeridad p o p u ­
lar: o por el contrario con igual fuerza fortificaban el par­
tido del pueblo frente a los reyes, para evitar que éstos
usurpasen un poder tiránico
Así, no hay nada nuevo, y la gran república es imposi­
ble, porque no ha habido nunca gran república.
En cuanto al sistema representativo que se cree capaz
de resolver el problema, me siento arrastrado por una
discreción que querrá perdonárseme.
Comencemos por observar que este sistema no es en
absoluto un descubrimiento moderno, sino una produc­
ción o, m ejor dicho, una pieza de gobierno feudal, cuan­
do éste llegó a aquel punto de madurez y de equilibrio
que lo convirtió, después de todo, en lo que se ha visto de
más perfecto en el universo
La autoridad real, habiendo formado las municipali­
dades, las convoca en las asambleas nacionales; no po­
dían estar en ellas más que por sus m andatarios; de ahí el
sistema representativo.
Dicho sea de paso, sucedió lo mismo en el juicio por
jurados. La jerarquía de la dependencia feudal convoca­
ba a los vasallos del mismo orden en la corte de sus sobe­
ranos respectivos; de ahí nació la máxima de que todo
hom bre debía ser juzgado por sus pares {Pares curtís)

P lu tarco , Vie de L ycurgue, traducción de A m yot.


N o creo que haya sobre la tierra gobierno tan bien tem plado, etc.
M o n tesq u ieu , D e l’E sprit des L o is, lib. X I, cap. V IH .
V éase el libro de los F eudos, a continuación del D erech o ro ­
m ano.
42 JO S L a Bi d e M A lM iR k

máxima que los ingleses han conservado en toda 3u lati­


tud y que ellos han hecho coRtiiiiiar desde su causa gene­
radora; mientras que ios franceses, menos tenaces, o ce­
diendo quizá a circunstancias invencibles, no han sacado
de ello el mismo partido.
Sería necesario ser muy incapaz de penetrar lo que
Bacon llamaba i n t e r i o r a r e r u r n para imaginar que ios
hombres han podido elevarse por un razonamiento ante­
rior a tales instituciones y que ellas puedan ser el fruto de
una deliberación.
Por lo demás, ia representación nacional no es privati­
va de írigl aterra: se'encuentra en todas las monarquías de
Europa; pero en ia Gran Bretaña está viva: en el resto
está m uerta o duerme; y no entra en el plan de este pe­
queño trabajo el e*£aminar si es para desgracia de la hu­
manidad el que haya sido suspendida y si convendría
aproximarse a formas antiguas. Es suficiente observar,
de acuerdo con ia historia: 1.22 que en Inglaterra, en que
la representación nacional ha obtenido y retenido más
fuerza que en lugar alguno, no aparece antes de media­
dos del siglo X ííl 2.°, que no fue una invención, ni el
efecto de ima deliberadora ni el resoltado de la acción
del pueblo en uso de sus antiguos derechos; sino que un
soldado ambicioso, para satisfacer sus miras particula­
res, creó realmente el equilibrio de los tres poderes des­
pués de la batalla de Lewes sin saber lo que hacía,
como sucede siempre; 3.“, que no solamente la convoca-

Los dem ócratas de Inglaterra han in ten tado rem o n tar m ucho
más a rrib a los derechos de los com unes y han visto el pueblo hasta en
los fam osos wiTTENy\GEMOTS; p ero ha sido necesario ab andonar de
buen grado una tesis insostenible. H um e, t. í , apéndice 1, p. 144-, apén­
dice 2 .", p. 407, edit. in 4 .“ , M illar, L ondres, 1762, [WitterMgemot: con­
sejo de los reyes anglosajones en Inglaterra; su principa! función era
aseso rar ai rev en aquellos asuntos en que éste rea u iere su parecer. (N.
d e lT .)] .
^ 16 de m ayo de, 1264; Sim ón de M onfort y los baro n es sublevados
vencieron eii ella e hicieron prisionero al rey E nrique y a su hijo. (N.
del I . )
C í i i l r E i J N i A X I Ü N L S z Cj a K E Eu ANCL a 43

toria de los comunes (municipalidades) en el consejo na­


cional fue una concesión del monarca, sino que en sus co­
mienzos el rey nombraba ios representantes de ias
provincias, ciudades y burgos; 433 que, incluso después
que los «comunes» se hubiesen arrogado el derecho de
deputar mandatarios al parlamento durante el viaje de
Eduardo I a Palestina, tuvieron solamente voto consulti­
vo; que presentaban sus q u e j a s como los Estados genera­
les de Francia, y que la fórmula de concesiones que ema-
n?iba del trono a continuación de sus peticiones era
constantem ente c o n c e d i d a p o r e l r e y y l o s s e ñ o r e s e s p i r i ­
tu a l e s y t e m p o r a l e s , a l o s h u m i l d e s r u e g o s d e lo s « c o m u ­
n e s » : en fin, que el poder colegislativo atribuido a la cá­
mara de los comunes, es todavía muy reciente, puesto
que se rem onta apenas a mediados dei siglo X V .
Si se entiende pues con esta palabra de representación
nacional uo c ie r to número de representantes enviados
por c i e r t o s hombres, escogidos en c íe r ía s ciudades o bur­
gos, en virtud de una antigua concesión del soberano, no
es necesario disputar sobre las palabras: este gobierno
e.xíste, y es el de Inglaterra.
Pero si se quiere que t o d o el pueblo esté representado.,
y que no pueda estarlo más que en virtud de un rnandt--
to y que todo ciudadano sea capaz de dar o recibu
estos mandatos, salvo algunas excepciones, física y m o ­
ralm ente inevitables; y si se pretende además uni.r a ur;
tal orden de cosas la abolició.ii de toda distinción y fun­
d ó n hereditaria, esta representación es una cosa que no
se ha visto nunca y que jam ás tendrá éxito.
Se nos cita América; yo no conozco nada que impa-

Se supc>5}.e bastante a Djeruido, f^or u f r s a íe a ó ó n , que eí


mandatario es e : ünicD que p u ed e ser repir^e ' i un error, A . d ia ­
rio, en Jos tribuiiBJ.es, eJ niño, elio c o y ei au- i “ i ic.prcserd'a.dGs po.r
hofiibres que íío tienen su reundaíc sino d,„. . . , . ......ra bien, Eínuabto
r e ú n e fía¡iiiS’iie ¡n en ie esta;; tres c e a iid a d e s: ¡/nss es sí,en.:.pre .dric,
sie m p re loco y siem pre avsaníe. ¿Po'f q u é p u e s sus í i u o r a s na p o d ría n
p re sc in d ir d e esto s in a iid a to s?
4 4 JOShPH DE MAiSTRE

cíente más que las alabanzas otorgadas a este niño en


mantillas: dejadlo crecer.
Pero para poner toda la claridad posible en esta discu­
sión, es necesario observar que los fautores de la repúbli­
ca francesa no están solamente obligados a probar que la
representación perfeccionada, como dicen los innovado­
res, es posible y buena, sino que además el pueblo, m e­
diante esto, puede retener su soberanía (como dicen
también) y formar, en su totalidad, una república. Éste
es el nudo de !a cuestión; pues si la república está en la
capital, y el resto de Francia es súbdito de la república,
así no casan las cuentas del pueblo soberano.
La comisión, encargada en último término de presen­
tar un modo de renovación del tercio hace alcanzar el nú­
mero de franceses a treinta millones. Concedamos este
núm ero y supongamos que Francia conserva sus conquis­
tas. Cada año, según los términos de la constitución, dos­
cientas cincuenta personas salientes del cuerpo legislati­
vo deberán ser reemplazadas por otras doscientas
cincuenta. Se sigue de esto que si los quince millones de
varones que supone esta población fuesen inmortales,
capaces para la representación y nombrados por orden,
invariablemente, cada francés vendría a ejercer su turno
de soberanía nacional cada sesenta mil años
Pero como no se deja de m orir de vez en cuando en tal
intervalo; como por otra parte se puede repetir la elec­
ción sobre las mismas cabezas, y como una multitud de
individuos, por naturaleza y buen sentido, serán siempre
incapaces para la representación nacional, la imagina­
ción se espanta del núm ero prodigioso de soberanos con­
denados a morir sin haber reinado.
Rousseau ha sostenido que la voluntad nacional no
puede ser delegada; se es muy libre de afirmarlo o negarlo
y de disputar mil años sobre estas cuestiones de escuela.
Pero lo que hay de seguro es que el sistema representati-

N o tengo en cuen ta los cinco p uestos de directores. A su respec­


to , la probabilidad es tan p e q u e ñ a q u e p u ed e considerarse com o cero.
( O N S in jIK A a O N E S S O B R E FR A N G ÍA 45

vo excluye directamente el ejercicio de la soberanía,


sobre todo en el sistema francés, en que los derechos del
pueblo se limitan a nombrar a los que nombran; en que
no solamente no puede dar mandatos especiales a sus re­
presentantes, sino que la ley tiene buen cuidado de rom ­
per toda relación entre ellos y sus provincias respectivas,
advirtiéndoles que no son enviados por los que los han
enviado, sino por la Nación; gran palabra infinitamente
cómoda, porque se hace con ella lo que se quiere. En una
palabra, no es posible imaginar una legislación m ejor
calculada para aniquilar los derechos del pueblo. Tenía
harta razón aquel conspirador jacobino cuando decía sin
rodeos en un interrogatorio judicial; Creo al gobierno ac­
tual usurpador de la autoridad, violador de todos los dere­
chos del pueblo, que ha reducido a la ntás deplorable es­
clavitud. Es el espantoso sistema de la felicidad de unos
pocos sobre la opresión de la masa. El pueblo está de tal
manera amordazado, de tal manera sujeto por las cadenas
de este gobierno aristocrático, que se le hace más difícil
que nunca el romperlas -^5
Entonces, ¿qué importa a la nación el vano honor de la
representación, en la cual ella se mezcla indirectamente
y a la cual millares de individuos no llegarán nunca? La
soberanía y el gobierno, ¿le son menos extraños?
Pero, se dirá, rearguyendo, ¿qué importa a la Nación
el vano honor de la representación, si el sistema recibido
establece la libertad pública?
No es de esto de lo que se trata; la cuestión no reside
en saber si el pueblo francés puede ser libre por la consti­
tución que se le ha dado, sino si puede ser soberano. Se
cambia la cuestión para escapar al razonamiento. Co­
mencemos por excluir el ejercicio de la soberanía; insis­
tamos sobre este punto fundamental, que el soberano es­
tará siempre en París, y que todo este tumulto de
representación no significa nada; que el pueblo .sigue

V éase el interrogatorio de B abeuf, jun io de 1796.


4 6 JO S E P H D E M A IST R E

siendo perfectamente extraño al gobierno; que es más


súbdito que en la m onarquía, y que las palabras gran re­
pública se excluyen como las de círculo cuadrado. A hora
bien, es esto lo que está demostrado aritméticamente.
La cuestión se reduce pues a saber si es del interés del
pueblo francés ser súbdito de un directorio ejecutivo y de
dos consejos instituidos según la constitución de 1795,
más que de un rey que reine según las formas anti­
guas.
Hay mucha m enor dificultad en resolver un problema
que en plantearlo.
Es necesario apartar esta palabra de república y no ha­
blar sino de gobierno. No examinaré si es apto para hacer
la felicidad pública; ¡los franceses lo saben tan bien! V ea­
mos solamente si tal y como es, y de cualquier m anera
que se le llame, es permitido creer en su duración.
Elevémonos primero a la altura que conviene al ser in­
teligente, y desde este punto de vista elevado considere­
mos la fuente de este gobierno.
Ei mal no tiene nada de común con la existencia; no
puede crear, puesto que su fuerza es puramente negati­
va: El mal es el cisma del ser; no es verdadero.
A hora bien, lo que distingue ia Revolución francesa, y
lo que hace de ella un acontecimiento único en la historia,
es que es radicalmente mala\ ningún elemento de bien
alivia la mirada del observador; es el más alto grado co­
nocido de corrupción; es la pura impureza.
¿En qué página de ia historia puede encontrarse una
cantidad tan grande de vicios operando a la vez en el
mismo teatro? ;Qué cúmulo espantoso de bajeza y de
crueldad! ¡Qué profunda inmoralidad! ¡Qué olvido de
todo pudor!
La juventud de la libertad tiene caracteres tan sor­
prendentes que es imposible engañarse. En esta época,
el amor a la patria es una religión, y el respeto por las
leyes es una superstición: los caracteres se hallan fuerte­
mente proiiu-iidados, las costuEibres son austeras: todas
las virtudes brillan a la vez; las facciones giran en prove­
C O N S I D E R A i :i Ü N E S S O B R E E R A N C IA 41

cho de la patria, porque no se disputa más que sobre el


honor de servirla; todo, hasta el crimen, lleva la impron­
ta de la grandeza.
Si se compara este cuadro al que nos ofrece Francia,
¿cómo creer en la duración de una libertad que comienza
por la gangrena?, o para hablar más exactamente, ¿cómo
creer que esta libertad pueda nacer (pues no existe toda­
vía), y que del seno de la corrupción más repulsiva pueda
salir esta forma de gobierno que exige más virtudes que
todas las demás? Cuando se oye a estos pretendidos re­
publicanos hablar de libertad y de virtudes, se cree ver
una cortesana ajada por los años, representando el papel
de una virgen con pudor ruboroso.
U n periódico republicano nos ha transmitido la anéc­
dota siguiente sobre las costumbres de París. «Se juzgaba
ante el tribunal civil una causa de seducción; una joven
de catorce años asombraba a los jueces por un grado de
corrupción que la hacía competir con la profunda inmo­
ralidad de su seductor. Más de la mitad del auditorio esta­
ba compuesto por mujeres jóvenes y muchachas; entre
éstas, más de veinte no tenían más de trece a catorce años.
Varias de entre ellas estaban al lado de sus madres; y en
lugar de cubrirse el rostro, reían a carcajadas ante los de­
talles necesarios, pero repulsivos que hacían enrojecer a
los hombres»
Lector, acuérdate de aquel romano que, en los buenos
días de Roma, fue castigado por haber abrazado a su
m ujer ante sus hijos. Haz el paralelo y concluye.
La Revolución francesa ha recorrido, sin duda, un pe­
ríodo cuyos momentos no se parecen; sin embargo, su
carácter general no ha variado nunca, y en su cuna misma
demostró todo lo que debía ser. E ra un cierto delirio
inexplicable, una impetuosidad ciega, un desprecio es­
candaloso de todo lo que hay de respetable entre los
hombres; una atrocidad de un nuevo género, que bro-

Journal de rO pposH ion, 1795, n .“ 175, p. 705.


48 J O S EP a D E M A I S T R E

m eaba con sus crímenes; sobre todo una prostitución im­


púdica del razonamiento y de todos los términos cons­
truidos para expresar ideas de justicia y de virtud.
Si uno se tija en particular en los actos de la Conven­
ción nacional, es difícil expresar lo que se experimenta.
Cuando asisto con el pensamiento a la época de sus sesio­
nes, me siento transportado, como el Bardo sublime
de Inglaterra, a un mundo imaginario; veo al enemigo
del género humano sentado en un círculo y convocando a
todos ios espíritus malignos en este nuevo Pandemó­
nium; oigo distintamente il rauco suon delle tartaree
tromba; veo todos los vicios de Francia acudir a la llama­
da, y no sé si escribo una alegoría.
Y todavía ahora ved cómo el crimen sirve de base a
todo este tinglado republicano; esa palabra de ciudadano
con que han sustituido a las formas antiguas de la cortesía
la obtienen de los más viles de los humanos; tue en una
de sus orgías legislativas donde los bandoleros inventa­
ron este nuevo título. El calendario de la república, que
no debe ser solamente considerado por su lado ridículo,
tue una conjura contra el culto; sú era data los más
grandes crímenes que hayan deshonrado a la humani­
dad; no pueden datar un acta sin cubrirse de vergüenza,
al recordar el infamante origen de un gobierno cuyas
fiestas mismas hacen palidecer.
¿Es, pues, de este fango sangrante de donde debe salir
un gobierno duradero? Que no se nos objete con las cos­
tumbres feroces y licenciosas de los pueblos bárbaros,
que se han convertido, sin embargo, en lo que nosotros
vemos. La ignorancia bárbara ha presidido, sin duda, nu­
merosos establecimientos políticos; pero la barbarie sa­
piente, la atrocidad sistemática, la corrupción calculada
y, sobre todo, la irreligión no han producido nunca nada.
Lo prístino lleva a lo m aduro; la podredum bre no lleva a
nada.

39 A lude a M ilton. (N. del T.)


C O N S ID E R A C IO N E S S O B R E F R A N C IA 49

¿Se ha visto, por otra parte, alguna vez un gobierno, y


sobre todo una constitución libre, que comience a pesar
de los miembros del estamento y que prescinda de su
asentimiento? Es éste, sin embargo, el fenómeno que
nos presentaría este m eteoro que se llama república fran­
cesa, si pudiese durar. Este gobierno se cree fuerte por­
que es violento; pero la fuerza difiere de la violencia
tanto como de la debilidad, y la m anera asombrosa con
que opera en este momento suministra quizá ella sola la
demostración de que no puede operar largo tiempo. La
Nación francesa no quiere este gobierno; lo sufre, y sigue
sometida a él, o porque no se lo puede sacudir, o porque
tem e una cosa todavía peor. La república no descansa
más que sobre estas dos columnas, que no tienen nada de
real; se puede decir que se asienta por entero sobre dos
negaciones. Así, es muy notable que los escritores ami­
gos de la república no se consagren a m ostrar la bondad
de este gobierno; comprenden bien que está ahí el punto
débil de la coraza, dicen sólo tan atrevidamente como
pueden, que es posible; y, deslizándose ligeramente
sobre esta tesis como sobre carbones ardientes, se dedi­
can únicamente a probar a los franceses que se expon­
drían a los mayores males si volviesen a su antiguo go­
bierno. Es sobre este capítulo donde son discretos; no
paran de hablar de los inconvenientes de las revolucio­
nes. Si los presionarais, serían gentes capaces de conce­
deros que la revolución que ha creado el gobierno actual
fue un crimen, supuesto que se les conceda que no es ne­
cesario hacer una nueva. Se ponen de rodillas ante la N a­
ción francesa; le suplican que conserve la república. Se
nota, en todo lo que dicen sobre la estabilidad del gobier­
no, no la convicción de la razón, sino el sueño del deseo.
Pasemos al gran anatem a que pesa sobre la república.
CAPÍTULO V

D e la R evolución francesa considerada


en su carácter antirreligioso.
Digresión sobre el cristianismo

Hay en la Revolución francesa un carácter satánico


que la distingue de todo lo que se ha visto y quizá de todo
lo que se verá.
¡Recuérdense las grandes sesiones! El discurso de Ro-
bespierre contra el sacerdocio, la apostasía solemne de
los sacerdotes, la profanación de los objetos de culto, la
inauguración de la diosa Razón, y esa multitud de esce­
nas inauditas en que las provincias trataban de superar a
París; todo eso se sale del círculo ordinario de los críme­
nes y parece pertenecer a otro mundo.
E incluso ahora que la revolución ha retrocedido
mucho, los grandes excesos han desaparecido, pero los
principios subsisten. Los legisladores (para servirme de
su término), ¿no han pronunciado esa palabra aislada en
la historia: la nación no sufraga ningún culto? Algunos
hombres de la época en que vivimos me han parecido, en
ciertos momentos, elevarse hasta el odio de la Divinidad;
pero esta espantosa proeza no es necesaria para hacer
inútiles los más grandes esfuerzos constituyentes; el olvi­
do del gran Ser (no digo el desprecio) es un anatema irre­
vocable sobre las obras humanas que son mancilladas
por ello. Todas las instituciones imaginables reposan
52 JO S E P H D E M A ISTR E

sobre una idea religiosa, o de otro modo no hacen más


que pasar. Son fuertes y duraderas en la medida en que
están divinizadas, si es permitido expresarse así. No sola­
mente la razón humana, o lo que se llama \a.filosofía, sin
saber lo que se dice, no puede suplir a esas bases que se
llaman supersticiosas, sin saber lo que se dice, sino que la
filosofía es, al contrario, una potencia esencialmente de­
sorganizadora.
En una palabra, el hombre no puede representar al
creador más que poniéndose en relación con él. ¿No
somos insensatos cuando nosotros queremos que un es­
pejo refleje la imagen del sol y lo orientamos hacia la tie­
rra? Estas reflexiones se dirigen a todo el mundo, al cre­
yente como al escéptico: es un hecho que yo pongo
delante y no una tesis. Que uno se ría de las ideas religio­
sas, o que uno las venere, no importa; ellas no forman
menos, verdaderas o falsas, la base única de todas las ins­
tituciones duraderas.
Rousseau, el hombre quizá más equivocado del mun­
do, ha encontrado, sin embargo, esta observación sin
haber querido deducir las consecuencias de ella.
La Ley judaica, dice, siempre subsistente, la del hijo de
Ismael, que desde hace diez siglos rige la mitad del
mundo, anuncian todavía hoy a los grandes hombres que
las han dictado... la orgullosa filosofía o el ciego espíritu
de partido no ve en ellos más que felices impostores
No dependía más que de él el concluir, en lugar de ha­
blarnos de ese gran y poderoso genio que preside los esta­
blecimientos duraderos ¡como si esta poesía explicase
algo!.
Cuando se reflexiona sobre hechos atestiguados por la
historia entera, cuando se considera que, en la cadena de
los establecimientos humanos, desde esas grandes insti­
tuciones que son épocas del mundo hasta la más pequeña
organización social, desde el Imperio hasta la cofradía,

^ Contrat social, lib. II, cap. VII.


Ibid.
CONSIDERA CIONES SOBRE FRANCIA 53

todos tienen una base divina, y que el poder humano,


siempre que se ha aislado, no ha podido dar a sus obras
más que una existencia falsa y pasajera, ¿qué pensaremos
del nuevo edificio francés y del poder que lo ha producido?
Por mi parte, no creeré nunca en la fecundidad de la nada.
Sería una cosa curiosa el profundizar sucesivamente en
nuestras instituciones europeas y mostrar cómo ellas
están todas cristianizadas; cómo la religión, mezclándose
en todo, anima y sostiene todo. Por más que las pasiones
humanas han querido manchar, desnaturalizar incluso
las creaciones primitivas; si el principio es divino, esto es
suficiente para darles una duración prodigiosa. Entre mil
ejemplos, se puede citar el de las órdenes militares. Cier­
tamente no se faltará a los miembros que las componen
al afirmar que el objeto religioso no es quizá el primero
del que se ocupan: no importa, subsisten, y esta duración
es un prodigio. ¡Cuántos espíritus superficiales se ríen de
esta amalgama tan extraña de monje y de soldado! Val­
dría más extasiarse en esa fuerza oculta, por la cual estas
órdenes han atravesado los siglos, comprimido poderes
formidables, y resistido choques que todavía nos asom­
bran en la historia. Ahora bien, esta fuerza es el nombre
sobre el que estas instituciones reposan; pues nada es
más que por el que es. En medio del trastorno general del
que somos testigos, la falta de educación fija sobre todo el
ojo inquieto de los amigos del orden. Más de una vez se les
ha oído decir que sería necesario restablecer a los jesuítas.
No discuto aquí el mérito de la orden; pero este deseo no
supone reflexiones muy profundas. ¿No se diría que San
Ignacio está ahí presto para servir a nuestras miras? Si la
orden es destruida, algún hermano cocinero podría quizá
restablecerla con el mismo espíritu que la creó; pero todos
los soberanos del universo no lo lograrán.
Hay una ley divina tan cierta, tan palpable como las
leyes del movimiento.
Siempre que el hombre se pone, según sus fuerzas, en
relación con el Creador, y que produce una institución
cualquiera en nombre de la Divinidad, cualquiera que
54 J O S E P H D E M AISTRE

sea por otra parte su debilidad individual, su ignorancia,


su pobreza, la oscuridad de su nacimiento, en una pala­
bra, su desnudez absoluta de todos los medios humanos,
participa de alguna manera en la omnipotencia, de la
cual se ha hecho instrumento; produce obras cuya fuerza
y duración asombran la razón.
Suplico a todo lector atento que se digne mirar en su
tom o; hasta en los menores objetos encontrará la de­
mostración de estas grandes verdades. No es necesario
remontarse al hijo de Ismael, a Licurgo, a Numa, a Moi­
sés, cuyas legislaciones fueron todas religiosas; una fiesta
popular, una danza rústica son suficientes para el obser­
vador. Verá en algunos países protestantes ciertas reu­
niones, ciertos júbilos populares, que no tienen ya causas
aparentes y que se deben a usos católicos absolutamente
olvidados. Esta clase de fiestas no tienen en sí mismas
nada de moral, nada de respetable: no importa; derivan,
aunque de muy lejos, de ideas religiosas; esto es lo sufi­
ciente para perpetuarlas. Tres siglos no han podido ha­
cerlas olvidar.
¡Pero vosotros, amos de la tierra!, ¡príncipes, reyes,
emperadores, poderosas majestades, invencibles con­
quistadores!, tratad tan sólo de llevar al pueblo un día
determinado de cada año, a un lugar señalado, PA R A
P O D E R D A N Z A R ALLÍ. No OS pido demasiado, pero me
atrevo a haceros el desafío solemne de que podáis tener
éxito, mientras que el más humilde misionero lo logrará
y se hará obedecer dos mil años después de su muerte.
Cada año, en nombre de San Juan, de San Martín, de
San Benito, etc., el pueblo se reúne alrededor de un tem­
plo rústico: llega animado de una alegría mmorosa y sin
embargo inocente. La religión santifica el júbilo, y el jú ­
bilo embellece la religión: se olvidan de sus penas; pien­
san, al retirarse, en el placer que tendrán al año siguiente
en el mismo día, y este día es para ellos una fecha señ^ada
Ludís p u b lid s... popularem laetitiam in cantu et fidibus et tibiis
m oderanto, e a m q u e c u m d i v u m h o n o r e j u n g u n t o . Cic., D e Leg.,
II, 9.
C O N S ID E R A C IO N E S S O B R E FRANCIA 55

Al lado de este cuadro, colocad el de los amos de Fran­


cia, a los que una revolución inaudita ha revestido de
todos los poderes, y que no pueden organizar una simple
fiesta. Prodigan el oro, convocan a todas las artes en su
socorro, y el ciudadano permanece en su casa, no se
atiende a la llamada más que para reírse de los que orde­
nan. ¡Escuchad el despecho de la impotencia! ¡Escuchad
estas palabras memorables de uno de esos diputados del
pueblo, hablando en el cuerpo legislativo en una sesión
del mes de enero de 1796!; «¡Pues qué!, exclamaba,
hombres extraños a nuestras costumbres, a nuestros
usos, habrían llegado a establecer fiestas ridiculas por
acontecimientos desconocidos, en honor de hombres
cuya existencia es un problema. ¡Pues qué!, habrán podi­
do obtener el empleo de fondos inmensos, para respetar
cada día, con una triste monotonía, ceremonias insignifi­
cantes y a menudo absurdas; y los hombres que han de­
rruido la Bastilla y derrocado el trono, los hombres que
han vencido a Europa, no lograrán conservar, por medio
de fiestas nacionales, el recuerdo de los grandes aconte­
cimientos que inmortalizan nuestra revolución.»
¡Oh delirio!, ¡oh profundidad de la debilidad humana!
Legisladores, meditad esta gran confesión; os enseña lo
que sois y lo que podéis.
Ahora, ¿qué nos es necesario además para juzgar el
sistema francés? Si su nulidad no es clara, no hay nada
cierto en el universo.
Estoy tan persuadido de las verdades que defiendo,
que cuando considero el debilitamiento general de los
principios morales, la divergencia de las opiniones, la
conmoción de las soberanías que están faltas de base, la
inmensidad de nuestras necesidades y la inanidad de
nuestros medios, me parece que todo verdadero filósofo
debe optar entre estas dos hipótesis, o que se va a formar
una nueva religión, o que el cristianismo será rejuveneci­
do de algún modo extraordinario. Es entre estas dos su­
posiciones donde es necesario escoger, según el partido
que se haya tomado sobre la verdad del cristianismo.
56 J O S E P H D E M A ISTR E

Esta conjetura no será rechazada desdeñosamente


más que por esos hombres de corta visión que no creen
posible más que lo que ven. ¿Qué hombre de la antigüe­
dad hubiese podido prever el cristianismo? ¿Y qué hom­
bre extraño a esta religión hubiese podido, en sus co­
mienzos, prever sus éxitos? ¿Cómo sabemos que una
gran revolución moral no ha comenzado? Plinio, como
está probado por su famosa carta no tenía la menor
idea de este gigante del cual no veía más que la infancia.
¡Pero qué multitud de ideas me asaltan en este mo­
mento y me elevan a las más altas contemplaciones!
L a g e n e r a c ió n presente es testigo de uno de los más
grandes espectáculos que nunca haya contem plado la mi­
rad a h um ana; es el com bate a ultranza entre el cristianis­
m o y el filosofismo. La lid está abierta, los dos enemigos
se en fren tan , y el universo contem pla.
Se ve, como en Homero, al padre de los Dioses y de los
hombres levantando la balanza que pesa los dos grandes
intereses; pronto uno de los platillos va a descender.
Para el hombre prevenido y del cual el corazón sobre
todo ha convencido a la cabeza, los acontecimientos no
prueban nada; habiendo tomado irrevocablemente parti­
do de sí o no, la observación y el razonamiento son igual­
mente inútiles. Pero a vosotros todos, hombres de buena
fe, que negáis o que dudáis, quizá esta gran época del
cristianismo fijará vuestras irresoluciones. Desde hace
dieciocho siglos reina en gran parte del mundo y particu­
larmente sobre la porción más esclarecida del globo.
Esta religión no se detiene incluso en aquella época anti­
gua; llegada a su fundador, se anuda a otro orden de
cosas, a una religión típica que la ha precedido. Una no
puede ser verdad sin que la otra lo sea; una se alaba de
prometer lo que la otra se alaba de tener; de manera que
ésta, por un encadenamiento que es un hecho visible, se
remonta al origen del mundo.


43
La carta de Plinio, gobernador de Bitinia a Trajano; X , 96.
C ONSIDE RA C IONE S SO B R E FRANCIA 57

N a c e e l d ía e n q u e n a c ie r o n l o s d ía s .
No hay otro ejemplo de tal duración; y, ateniéndose
incluso al cristianismo, ninguna institución en el universo
puede serle opuesta. Es por afán de ergotizar por lo que
se la compara a otras religiones; varios caracteres nota­
bles excluyen toda comparación; no es éste el lugar de
detallarlos; una palabra sólo, y es suficiente. Que se nos
muestre otra religión fundada sobre hechos milagrosos y
revelando dogmas incomprensibles, creída durante die­
ciocho siglos por una gran parte del género humano, y
defendida de edad en edad por los primeros hombres del
tiempo, desde Orígenes hasta Pascal, a pesar de los últi­
mos esfuerzos de una secta enemiga, que no ha cesado de
rugir desde Celso hasta Condorcet.
iCosa admirable!, cuando se reflexiona sobre esta gran
institución, la hipótesis más natural, la que todas las ve­
rosimilitudes asisten, es la de un establecimiento divino.
Si la obra es humana, no hay manera de explicar su éxito;
al excluir el prodigio, se le acepta.
Todas las naciones, se dice, han tomado el cobre por
oro. Muy bien: pero, ¿este cobre ha sido echado en el cri­
sol europeo, y sometido durante dieciocho siglos a nues­
tra química observadora?, si ha sufrido esta prueba,
¿ha salido de ella con honor? Newton creía en la encar­
nación, pero Platón, pienso yo, creía poco en el naci­
miento maravilloso de Baco.
El cristianismo ha sido predicado por ignorantes y
creído por sabios; es esto en lo que no se parece a nada
conocido.
Además, ha salido con éxito de todas las pruebas. Se
dice que la persecución es un viento que alimenta y pro­
paga la llama del fanatismo. Sea: Diocleciano favoreció
el cristianismo; pero, en este supuesto, Constantino
debía asfixiarlo, y es esto lo que no ha sucedido. Ha resis­
tido a todo, a ía paz, a la guerra, a los cadalsos, a los
triunfos, a los puñales, a las delicias, al orgullo, a la hu­
millación, a la pobreza, a la opulencia, a la noche de la
Edad Media, y al gran día de los siglos de León X y Luis
58 J O S E P H D E M AISTRE

XIV, Un emperador todo poderoso y dueño de la mayor


parte del mundo conocido agotó contra él en otro tiempo
todos los recursos de su genio; no olvidó nada para vol­
ver a levantar los dogmas antiguos; los asoció hábilmente
con las ideas platónicas, que estaban entonces de moda.
Ocultando la rabia que le animaba bajo la máscara de
una tolerancia puramente exterior, empleó contra el
culto enemigo las armas frente a las cuales ninguna obra
humana ha resistido; lo entregó al ridículo, empobreció
el sacerdocio para hacerlo despreciar, lo privó de todos
los apoyos que el hombre puede dar a sus obras: difama­
ciones, cábalas, injusticia, opresión, ridículo, fuerza y
habilidad, todo fue inútil; el Galileo venció a Juliano el
filósofo.
Hoy, en fin, la experiencia se repite con circunstancias
todavía más favorables; nada falta en ello para hacerla
decisiva. Estad pues bien atentos, vosotros todos a los
que la historia no ha instruido suficientemente. Decíais
que el cetro sostenía la tiara; pues bien, no hay cetro en
la gran arena, está roto, y los trozos arrojados en el lodo.
No sabíais hasta qué punto la influencia de un sacerdocio
rico y poderoso podía sostener los dogmas que predica­
ba; no creo demasiado que haya un poder que pueda
hacer creer; pero concedamos. No hay sacerdotes; se les
ha expulsado, decapitado, envilecido; se les ha despoja­
do; y los que han escapado a la guillotina, a las hogueras,
a los puñales, a los fusilamientos, a los ahogamientos por
inmersión a la deportación, reciben hoy la limosna
que en otro tiempo daban. Temíais la fuerza de la cos­
tumbre, el ascendiente de la autoridad, las ilusiones de la
imaginación: ya no hay nada de todo eso; ya no hay cos­
tumbre; ya no hay dueño; el espíritu de cada hombre le
pertenece. Habiendo roído la filosofía el cemento que
unía a los hombres, ya no hay agregaciones morales. La
autoridad civil, favoreciendo con todas sus formas el de-

Las celebres noy ades o «ejecuciones verticales». [N. del T.)


CONSIDERACIONES SOBRE FRANCIA 59

rrocamiento del sistema antiguo, da a los enemigos del


cristianismo todo el apoyo que ella ie concedía en otro
tiempo; el espíritu humano toma todas las formas imagi­
nables para combatir la antigua religión nacional. Esos
esfuerzos son aplaudidos y pagados, y los esfuerzos con­
trarios son crímenes. No tenéis ya nada que temer del en­
cantamiento de los ojos, que son siempre los primeros
engañados; un pomposo aparato, de vanas ceremonias,
no se impone ya a los hombres ante los cuales se repre­
senta de todo desde hace siete años. Los altares están de­
rribados; se han paseado por las calles animales inmun­
dos revestidos de pontifices; los vasos sagrados han
servido para abominables orgías; y sobre los altares que
la fe antigua rodea de querubines deslumbrados se ha
hecho subir a las prostitutas desnudas. El filosofismo no
tiene pues ya de qué quejarse; iodos los tantos los tiene
en su favor; se hace todo para él y todo contra su rival. Si
es vencedor, oo dirá como César: Vine, vi y vencí; pero
en fin habrá vencido: puede tocar las palmas y sentarse
orgullosamente sobre una cruz derribada. Pero si el cris­
tianismo sale de esta prueba terrible más puro y vigoro­
so, si ei Hércules cristiano, fuerte con su sola fuerza, sus­
pende en alto al hijo de la tierra y lo ahoga entre sus
b r a z o s , deus. ¡Franceses, haced sitio al Rey cristia­
nísimo, llevadlo vosotros mismos sobre el trono antiguo;
izad su oriflama, y que su oro, viajando de un polo a
otro, lleve por todas partes la divisa triunfal!:

C r is t o im p e r a , C r is t o r e in a ,Él es el v en c ed o r .

A nteo, hijo de Poseidón y de la Tierra, recobraba su vigor cuan­


do tocaba el suelo. {N. del T.)
CAPITULO VI
D e la influencia divina
en las constituciones políticas

El hombre puede modificar todo en la esfera de su ac­


tividad, pero no crea nada: tal es su ley, en lo físico como
en lo moral.
El hombre puede sin duda plantar una semilla, cuidar
un árbol, perfeccionarlo por el injerto y podarlo de cien
maneras; pero nunca se ha figurado que tenía el poder de
hacer un árbol.
¿Cómo se ha imaginado que tenía el de hacer una
constitución? ¿Sería por la experiencia? Veamos lo que
ésta nos enseña.
Todas las constituciones libres, conocidas en el univer­
so, se han formado de dos maneras. Ya, por así decirlo,
han germinado de una manera insensible, por la concu­
rrencia de una multitud de circunstancias que llamamos
fortuitas; ya, algunas veces, tienen un autor único que
aparece como un fenómeno y se hace obedecer.
En las dos suposiciones, he aquí por qué caracteres
Dios nos advierte de nuestra debilidad y dei derecho que
se ha reservado en la formación de los gobiernos.
1 Ninguna constitución es resultado de una delibera­
ción; los derechos de los pueblos no son nunca escritos, o
al menos los actos constitutivos o las leyes fundamentales
escritas no son nunca más que títulos declaratorios de de­
62 JO S E P H D E M A ISTR E

rechos anteriores, de los cuales no se puede decir otra


cosa, sino que existen porque existen .
2.° Dios, no habiendo juzgado oportuno emplear en
este género de cosas medios sobrenaturales, circunscribe
al menos la acción humana, de manera que en la forma­
ción de las constituciones las circunstancias lo son todo y
los hombres no son más que circunstancias. Bastante co­
múnmente incluso sucede que corriendo hacia un cierto
objetivo los hombres obtengan otro, como hemos visto
que sucedía en la constitución inglesa.
3.*^ Los derechos del pueblo propiamente dicho deri­
van bastante a menudo de la concesión de los soberanos,
y en este caso puede haber constancia histórica; pero los
derechos del soberano y de la aristocracia, al menos los
derechos esenciales, constitutivos y radicales, si es per­
mitido expresarse así, no tienen ni fecha ni autores.
AÑ Incluso las concesiones del soberano han estado
siempre precedidas de un estado de cosas que las hacía
necesarias y que no dependían de él.
5Ñ Aunque las leyes escritas no sean nunca otra cosa
que declaraciones de derechos anteriores, sin embargo
hay una gran diferencia entre que puedan ser escritas y lo
sean; hay incluso siempre, en cada constitución, algo que
no puede ser escrito y que es necesario dejar en una
nube sombría y venerable so pena de trastornar el Estado.
6Ñ Cuanto más se escribe, más débil es la institución;

Habría que estar loco para preguntar quién ha dado la libertad a


las ciudades de Esparta, Roma, etc. Estas repúblicas no han recibido sus
cartas de los hombres. D ios y la naturaleza se las han dado. Sidney,
Disc. sur le gouvernement, 1.1, § 2. El autor no es sospechoso.
El prudente Hume ha hecho a menudo esta observación. No ci­
taré más que el pasaje siguiente: Es este punto de la constitución inglesa
(el derecho de amonestación) el que es m uy difícil o, p o r m ejor decir,
im posible de regular mediante leyes: debe ser dirigido p o r ciertas ideas
delicadas de conveniencia y de decencia, más bien que p o r la exactitud
de las leyes y de las ordenanzas (H um e, Hist. d ’Angleterre, Charles I,
cap. LUI, nota B).
Thomas Payne es de otro parecer, com o se sabe. Pretende que una
consíilución no existe sino cuando se la puede llevar en el bolsillo.
C O N SID E RA CIONES S O B R E FRANCIA 63

la razón de ello es clara. Las leyes no son más que decla­


raciones de derechos, y los derechos no son declarados
más que cuando son atacados; de manera que la multipli­
cidad de las leyes constitucionales escritas no prueba otra
cosa que la multiplicidad de los choques y el peligro de
una destrucción.
He aquí por qué la institución más vigorosa de la anti­
güedad profana fue la de Lacedemonia, en que no se es­
cribió nada.
7.° Ninguna Nación puede darse la libertad si no la
tiene Cuando comienza a reflexionar sobie sí misma,
sus leyes están hechas. La influencia humana no se ex­
tiende más allá del desenvolvimiento de los derechos
existentes, pero que eran desconocidos o discutidos. Si
hay imprudentes que traspasan estos límites con refor­
mas temerarias, la Nación pierde lo que tenía, sin alcan­
zar lo que quiere. De ello resulta la necesidad de no inno­
var sino muy raramente, y siempre con mesura y con
tiento.
8.° Cuando la Providencia ha decretado la formación
más rápida de una constitución política, aparece un hom­
bre revestido de un poder indefinible: habla, se hace
obedecer: pero estos hombres maravillosos no pertene­
cen quizá más que al mundo antiguo y a la mocedad de
las Naciones. Sea lo que sea, he aquí el carácter distintivo
por excelencia de estos legisladores. Son reyes, o emi­
nentemente nobles: a este respecto, no puede haber nin­
guna excepción. Fue por esto por lo que pecó la institu­
ción de Solón, la más frágil de la antigüedad
Los bellos días de Atenas, que no hicieron más que

Un pop o lo uso a vivere sotto un principe, se per quálche accidente


diventa libero, con difficultá mantiene la liberta. Maquiavelo, Discorsi
sopra Tito L ivio, lib. X , cap. XVI.
Plutarco ha visto muy bien esta verdad. Solón, dice, no puede
llegar a mantener largamente una ciudad en unión y concordia. .. porque
había nacido de raza popular, y no era de los más ricos de la ciudad,
sino solamente de la burguesía media. Vie de Solon, trad. d ’Am yot.
64 JO S E P H D E M A IST R E

transcurrir fueron además interrumpidos por conquis­


tas y por tiranías; y Solón mismo vio a los Pisistrátidas.
9.® Estos legisladores incluso, con poder extraordina­
rio, no hacen nunca sino reunir elementos preexistentes
en las costumbres y el carácter de los pueblos: pero esta
recolección, esta formación rápida que semeja en algo a
la creación, no se ejecuta más que en nombre de la Divi­
nidad. La política y la religión se fundan juntas; apenas
se distingue al legislador del sacerdote; y sus institucio­
nes públicas consisten principalmente en ceremonias y
convocaciones religiosas
10." La libertad en este sentido, fue siempre un
don de los reyes; pues todas las Naciones libres fueron
constituidas por Reyes. Esta es la regla general, y las ex­
cepciones que se podrían indicar reentrarían en la regla si
fuesen discutidas.
11." Nunca existió Nación libre que no tuviese en su
constitución natural gérmenes de libertad tan antiguos
como ella; y nunca una Nación intentó eficazmente desa­
rrollar, por sus leyes fundamentales escritas, otros dere­
chos que los que existían en su constitución natural.
12." Una asamblea cualquiera de hombres no puede
constituir una Nación; e incluso esta empresa excede en
locura lo que todos los bedlams del universo pueden
engendrar de más absurdo y de más extravagante

Haec extrema fuit aetas imperatorum Atheniensium Iphicratis,


Chabriae, Timothei: ñeque post illorum obitum quisquam dux in illa
urbe fu it dignus memoria. Com . N e p ., Vit. Tim oth,, cap. IV. D e ia ba­
talla de Maratón a ia de Leucade, ganada por Tim oteo, transcurrieron
114 años. Es el diapasón de la gloria de Atenas.
Plutarco, Vida de Numa.
Ñeque ambigitur quin Brutus idem, qui tantum gloriae, superbo
exacto rege, meruit, pessim o publico id facturus fuerit, si libertatis im-
maturae cupidinepriorum regum alicui regum extorsisset, etc, Tit. Liv.,
ÍI, 1. El pasaje entero es muy digno de ser meditado.
Bedlam, nombre popular en Inglaterra del hospital de Beth-
lohem para alienados, de antiquísima fundación (1347) en Londres. En
iiij'Iós, sinónimo de manicomio. (N. del T.)
■' E neccesario che uno solo sia quello che dia il m odo, e della cui
C O N SID E RA CIONES S O B R E FRANCIA 65

Probar en detalle esta proposición, después de todo lo


que he dicho, sería, me parece, faltar al respeto a los que
saben, y hacer demasiado honor a los que no saben.
13 Ñ He hablado de un carácter principal de los verda­
deros legisladores; he aquí otro que es muy notable, y
sobre el que sería fácil hacer un libro. Es que éstos no son
nunca lo que se llama sabios, no escriben, operan por ins­
tinto y por impulso más que por razonamiento, y no tie­
nen otro instrumento de operar que el de una cierta fuer­
za moral que pliega las voluntades como el viento
doblega las mieses.
Al mostrar que esta observación no es más que el coro­
lario de una verdad general de la mayor importancia, po­
dría decir cosas interesantes, pero temo perderme: pre­
fiero suprimir los intermediarios e ir a los resultados.
Hay entre la política teórica y la legislación constitu­
yente la misma diferencia que existe entre la poética y la
poesía. El ilustre Montesquieu es a Licurgo, en la escala
general de los talentos, lo que Batteux es a Homero o a
Racine.
Hay más: estos dos talentos se excluyen positivamen­
te, como se ha visto por el ejemplo dado por Locke, que
se movió torpemente cuando tuvo la ocurrencia de que­
rer dar leyes a los americanos.
He visto a un gran seguidor de la república lamentarse
seriamente de que los franceses no habían visto, entre las
obras de Hume, el texto titulado Plan de una república
perfecta. —¡O coecas hominum mentes! Si veis un hombre
ordinario que tenga un buen sentido, pero que no haya
dado nunca, en ningún género, ningún signo exterior de
superioridad, no podéis asegurar sin embargo que
pueda ser legislador. No hay ninguna razón para decir sí

mente dipenda qualunque simile ordinazione. Maquiavelo, Discorsi


sopra Tiío L ivio, lib. I, cap. IX.
Charles Batteux, crítico literario francés (1713-1780), fiel a las
normas del clasicismo, quien con su teoría del gusto, influyó en el pen­
samiento artístico de su época, y también en España. {N. del T.)
66 JO S E P H D E M A ISTR E

O no; pero si se trata de Bacon, de Locke, de Montes­


quieu, etc., decid no, sin vacilar; pues el talento que
posee prueba que no tienen otro
La aplicación de los principios que acabo de exponer a
la constitución francesa se presenta naturalmente; pero
es bueno considerarlo bajo un punto de vista particular.
Los mayores enemigos de la Revolución francesa
deben convenir, con franqueza, que la comisión de los
once que ha producido la última constitución tiene,
según todas las apariencias, más talento que su obra, y
que ha hecho quizá todo lo que podía hacer. Disponía de
materiales rebeldes, que no le permitían seguir los prin­
cipios; y sólo la división de los poderes, aunque no estén
divididos más que por una muralla constituye sin em­
bargo una bella victoria obtenida sobre los prejuicios del
momento,
Pero no se trata más que del mérito intrínseco de la
constitución. No entra en mis planes investigar los parti­
culares defectos que nos aseguren que puede durar; por
otra parte, todo ha sido dicho ya sobre este punto. Indi­
caré solamente el error de teoría que ha servido de base a
esta constitución y que ha extraviado a los franceses
desde los primeros instantes de su revolución.
La constitución de 1795, de igual manera que las ante­
riores, está hecha para el hombre. Ahora bien, no hay
hombres en el mundo. Durante mi vida, he visto france­
ses, italianos, rusos, etc.; sé incluso, gracias a Montes­
quieu, que se puede ser persa: pero, en cuanto al hombre,
declaro no haberlo encontrado en mi vida; si existe, es en
mi total ignorancia.
¿Hay una sola región del universo en que no se pueda
encontrar un Consejo de Quinientos, un Consejo de An-

Platón, Zenón, Crisipo han hecho libros; pero Licurgo hizo actos
(Plutarco, Vida de Licurgo). N o hay una sola idea sana en moral y en
política que haya escapado al buen sentido de Plutarco.
En ningún caso los dos consejos pueden reunirse en una misma
sala. Constitución de 1795, tít. V , art. 60.
C O N SID E R A C IO N E S S O B R E FRANCIA 67

danos y dnco directores? Esta constitución puede pre­


sentarse a todas las asociaciones humanas, desde China a
Ginebra. Pero una constitución que está hecha para
todas las Naciones no está hecha para ninguna, es una
pura abstracción, una obra escolástica hecha para ejerci­
tar el espíritu según una hipótesis ideal, y que es necesa­
rio dirigir al hombre, en los espacios imaginarios en que
habite.
¿Qué es una constitución? ¿No es la solución del pro­
blema siguiente?
Dadas la población, las costumbres, la religión, la si­
tuación geográfica, las relaciones políticas, la riqueza, las
buenas y las malas cualidades de una cierta Nación, en­
contrar las leyes que le convengan.
Ahora bien, este problema no está ni abordado en la
constitución de 1795, que no ha pensado más que en el
hombre.
Todas las razones imaginables se reúnen, pues, para
establecer que el sello divino no se imprime sobre esta
obra. No es más que un tema.
Por esto, ya en este momento, ¡cuántos signos de des­
trucción!
CAPÍTULO VII

Signos de nulidad en el Gobierno francés

El legislador semeja al Creador, no trabaja siempre,


engendra y después reposa. Toda legislación verdadera
tiene su sabbat, y la intermitencia es su carácter distinti­
vo; de m anera que Ovidio ha anunciado una verdad de
primer orden, cuando ha dicho;
Quod caret alterna requie durabile non est
Si la perfección fuese el atributo de la naturaleza hu­
mana, cada legislador no hablaría más que una vez: pero,
aunque todas nuestras obras sean imperfectas, y que a
medida que las instituciones políticas se vician, el sobera­
no esté obligado a socorrerlas con nuevas leyes, sin em­
bargo, la legislación humana se aproxima a su modelo
por esta intermitencia, de la cual hablaba antes. Su re­
poso le honra tanto como su acción primitiva: cuanto
más opera, tanto más su obra es hum ana, es decir, frágil.
Ved los trabajos de las tres asambleas nacionales de
Francia: ¡Oué número prodigioso de leyes! Desde el 1.®
de julio de 1789 hasta el mes de octubre de 1791, la asam­
blea nacional ha hecho ................................... 2.557
La asamblea legislativa ha hecho en once
meses y m e d io ................................................... 1.712

58
O v i d i o , I V , 89.
7U JO S E P H D E M A IST R E

La Convención nacional, desde el primer


día de la república hasta el 4 brumario del
año 4.° (26 de octubre de 1795), ha hecho en
57 meses ........................................................... 11.210
59
Total ...................... 15.479

Dudo que las tres estirpes de reyes de Francia hayan


producido una colección de este volumen. Cuando se re­
flexiona sobre este número infinito de leyes, se experi­
mentan sucesivamente dos sentimientos muy diferentes:
el primero es el de la admiración o, al menos, el asom­
bro; se asombra uno, con Mr. Burke de que esta Na­
ción, cuya ligereza es proverbial, haya producido traba­
jadores tan obstinados. El edificio de estas leyes es una
obra atlántica cuyo aspecto pasma. Pero el asombro se
transforma repentinam ente en piedad cuando se piensa
en la nulidad de estas leyes; y no se ven más que niños
que se hacen m atar para construir un gran edificio de
naipes.
¿Por qué tantas leyes? Se debe a que no hay legislador.
¿Qué han hecho los pretendidos legisladores desde
hace seis años? Nada; pues destruir no es hacer.
No se cansa uno de contemplar el espectáculo increí­
ble de una Nación que se otorga tres constituciones en
cinco años. Ningún legislador ha tanteado; d ijo //ai a su
manera, y la máquina comenzó a marchar. A pesar de los
diferentes esfuerzos que las tres asambleas han hecho en
esto, todo ha ido de mal en peor, puesto que el asenti-

Este cálculo, que ha sido hecho en F rancia, es recordado en una


gaceta ex tran jera del mes de febrero de 1796. E ste núm ero de 15.479
en m enos de seis años m e parecía ya m uy h o n esto , cuando he en co n tra­
do en mis anaqueles la aserción de un m uy am able periodista que q u ie­
re decididam ente, en u n a de sus litijas centelleantes (Q uoíidienne del 30
de noviem bre de 1796, n .“ 218), que la República francesa posea dos
m illones y algunos centenares de miles de leyes im presas, y un millón
ochocieni is mil que no lo son.— P or mí, pase.
Cf. B urke, Ref!exio/:es sobre la R evolución en Francia (1790).
C O N S I D E R A C I O N E S S O B R E E R A N C IA 7 1

miento de la Nación ha faltado constantemente cada vez


más en el trabajo de los legisladores.
Ciertam ente, la constitución de 1791 fue un hermoso
monumento de locura; sin embargo, es necesario confe­
sarlo, había apasionado a los franceses; fue de buena
gana, aunque muy locamente, que la mayoría de la Na­
ción prestó juram ento a la nación, a la ley, y al rey. Los
franceses incluso se entusiasmaron con esta constitución,
hasta el punto de que, mucho tiempo después de que ello
no fuese ya cuestión, era un discurso bastante común
entre ellos, que para volver a la verdadera monarquía era
necesario pasar por la constitución de 1791. Ello era
decir, en el fondo, que para volver de Asia a Europa era
necesario pasar por la Luna; pero no hablo más que del
hecho
La constitución de Condorcet no ha sido nunca puesta
a prueba, ni valía la pena ponerla; la que le fue preferida,
obra de algunos pillos, gustaba sin embargo a sus seme­
jantes; y esta falange, gracias a la revolución, es bastante
numerosa en Francia; de manera que, después de todo,
de las tres constituciones la que ha contado con menos
fautores es la de hoy. En las asambleas primarias que la
han aceptado (según dicen los gobernantes) varios
miembros han escrito ingenuamente: aceptada a falta de
otra mejor. Ésta es en efecto la disposición general de la
Nación: se ha sometido por cansancio, desesperando de
encontrar algo mejor: en el exceso de males que le abru­
maban, ha creído respirar bajo este débil abrigo; ha pre-

U n hom bre de ingenio q u e tenía sus razones p ara alabar esta


constitución, y que quiere decididam ente que ella sea un m onum ento
de la razón escrita, acepta sin em bargo que, sin h ab lar del h o rro r refe­
rente a las dos C ám aras y de la restricción del veto, aún encierra otros
varios principios de anarquía (20 ó 30, por ejem plo). V éase Coup d ’oeil
sur la k é vo lu tio n frangaise, p a r un ami de l’ordre et des lois, por M . M ...
[el general M ontesq uio u J, H am b u rg o , 1794, pp. T i y 11.
P ero lo (¡lie sigue es m ás curioso. E sta constitución, dice el autor, no
peca p o r lo que contiene, sino p o r lo que le falla. I d ., p. 27. E so se en­
tiende bien; la constitución de 1791 sería perfecta si estuviese hecha: es
c! A polo de B eldeverc, m enos la estatua y pedestal.
í¿ J O S E F íi D E M A IST R E

ferido im maí puerto a un m ar enfurecido; pero en ningu­


na parte se ha visto la convicción y el consentimiento de
corazón. Si esta constitución estuviese hecha para los
rranceses, la fuerza invencible de la experiencia le gana­
ría todos los días nuevos partidarios: ahora bien, sucede
precisamente lo contrario; en cada minuto se ve un
nuevo desertor de ia democracia: es la apatía, es el
tem or, los únicos que guardan el trono de los Pentarcas;
y los viajeros más clarividentes y más desinteresados que
han recorrido Francia dicen unánimemente: es una repú­
blica sin republicanos.
Pero si, como se le ha tanto predicado a los reyes, la
fuerza de los gobiernos reside por completo en el amor
de ios súbditos, si el temor únicamente es un medio insu­
ficiente de m antener las soberanías, ¿qué debemos pen­
sar de ia República francesa?
Abrid los ojos, y veréis que no vive. ¡Qué aparato in­
menso!, ¡qué multiplicidad de resortes y mecanismos!,
¡qué tumulto de piezas que se entrechocan!, ¡qué enor­
me cantidad de hombres empleados en reparar los
daños! Todo anuncia que la naturaleza no entra para
nada en estos movimientos; pues el primer carácter de
sus creaciones es el de la potencia unida a la economía de
medios: estando todo en su lugar, no hay sacudidas, no
hay ondulaciones: siendo dulces todos los roces, no hay
ruido, y ese silencio es augusto. Es por lo que, en la m e­
cánica física, ía ponderación perfecta, el equilibrio y la si­
metría exacta de las partes hacen que de la celeridad
misma del movimiento resulten para la mirada satisfecha
ias apariencias del reposo.
No hay pues soberanía en Francia; todo es ficticio,
todo es violento, todo anuncia que un tal orden de cosas
no puede durar.
La filosofía moderna es a la vez demasiado material y
demasiado presuntuosa para percibir los verdaderos re­
sortes del mundo político. Una de sus locuras es creer
que una asamblea puede constituir una nación; que una
constitución, es decir, cl conjunto de leyes fundamenta-
C O N S ID E R A O JO N E S S O B R E F R A N C IA 73

Ies que convienen a una nación y que deben darle tal o


cual forma de gobierno, es una obra como cualquier
otra, que no exige más que ingenio, conocimientos y
ejercido; que uno puede aprender su oficio de constitu­
yente, y que los hombres, el día que piensen en ello, pue­
den d ed r a otros hombres: hacednos un gobierno, como
se dice a un obrero: hacednos un hornillo o un bastidor de
calzas.
Sin embargo, hay una verdad tan cierta, en su género,
como una proposición matemática; es la de que ninguna
gran institución resulta de una deliberación, y que las
obras humanas son frágiles en proporción al número de
hombres que en ellas toman parte y al aparato de ciencia
y de razonamiento que en ello se emplea a priori.
Una constitución escrita tal como la que rige hoy a los
franceses no es más que un autómata, que no posee más
que las formas exteriores de la vida. El hom bre, por sus
propias fuerzas, es todo lo más un Vaucanson para ser
Prometeo, es necesario subir al cielo; pues el legislador
ño puede hacerse obedecer, ni por la fuerza, ni por el ra­
zonamiento
Se puede decir que, en este m om ento, la experiencia
está hecha; pues es una falta de atención cuando se dice
que la constitución francesa marcha: se tom a la constitu­
ción por el gobierno. Éste, que es un despotismo muy
avanzado, marcha demasiado; pero la constitución no
existe más que sobre el papel. Se la observa, se la viola,
según los intereses de los gobernantes: el pueblo no
cuenta para nada; y los ultrajes que sus amos le dirigen
bajo formas de respeto son muy propios para curarlo de
sus errores.
La vida de un gobierno es algo tan real como la vida de
un hombre; se la siente o, para decirlo mejor, se la ve, y

“ L éase nota 3 del C apítulo I. (/V. del T. )


“ R ousseau, Contrato social, lib. I!, cap. VIT.
E s necesario vigilar este liom brc sin cansancio y sorprenderlo cuan­
do deja escapar la verdad por distracción.
74 JO S E P H D E M A ISÍ R E

nadie puede engañarse en este punto. A bjuro a todos los


franceses, que tienen una conciencia, que se pregunten a
sí mismos si no necesitan hacerse una cierta violencia
para dar a sus representantes e¡ título de legisladores; si
este título de etiqueta y de cortesía no les causa un ligero
estuerzo, poco más o menos semejante al que experi­
m entaban cuando, bajo el antiguo régimen, querían lla­
mar conde o marqués al hijo de un secretario del rey.
Todo honor viene de Dios, dice el viejo Homero
habla como San Pablo, al pie de la letra, sin haberle pla­
giado sin embargo. Lo que hay de seguro, es que no de­
pende del hombre el comunicar esc carácter indefinible,
que se llama dignidad. Sólo a la soberanía pertenece el
honor por excelencia; es de ella, como de un vasto depó­
sito, de donde es derivada con número, peso y medida,
hacia los estamentos y hacia los individuos.
He observado que, habiendo hablado un miembro de
la legislatura de su R A N G O en un escrito público, los pe­
riódicos se burlaron de él, porque en efecto no hay rango
en Francia, sino solamente poder, que no tiene más que
la fuerza. El pueblo no ve en un diputado más que la se-
tedcníosquincuagcsima parte del poder de hacer mucho
mal. Ei diputado respetado no lo es porque es diputado,
sino porque es respetable. Todo el mundo sin duda qui­
siera haber pronunciado el discurso de M. Simeón sobre
el divorcio; pero todo el mundo querría que él lo hubiese
pronunciado en el seno de una asamblea legítima.
Es quizá una ilusión por mi parte; pero esc salario que
un neologismo vanidoso llama indemnización me parece
un prejuicio contra la representación francesa. El inglés,
libre por la ley e independiente por su fortuna, que viene
a Londres a representar a la nación a sus expensas, tiene
algo de imponente. Pero esos legisladores franceses que
imponen cinco o seis millones de torneses sobre la nación
para hacerle leyes; q s o s f a c t o r e s de decretos, que ejercen

Ilíada, I, 178.
ía jA S A j I A í A C H I N E S S O B R E E B A N C B : 73

la soberanía nacional mediante ocho miriágramos de


trigo por día, y que viven de su poder legislativo, esos
hombres, verdaderam ente, producen bien pequeña im­
presión en el espíritu; y, cuando uno se pregunta lo que
valen, no puede impedirse a la imaginación de evaluarlos
en trigo.
En Inglaterra, esas dos letras mágicas M.P. unidas
al nombre menos conocido, lo exaltan súbitamente y le
dan derecho a un enlace distinguido. En Francia, un
hombre que pretendiese un puesto de diputado para in­
clinar en su favor un matrimonio desproporcionado haría
probablem ente un cálculo bastante malo.
Y es que todo representante, cualquier instrumento de
una soberanía falsa, no puede excitar más que la curiosi­
dad o el terror.
Tal es la increíble debilidad dei poder humano, aisla­
do, que no depende solamente de él el consagrar un uni­
forme. ¿Cuántos informes se han hecho al cuerpo legisla­
tivo sobre el uniforme de sus miembros? Tres o cuatro al
menos, pero siempre en vano. Se vende en los países ex­
tranjeros la representación de esos hermosos trajes,
mientras que en París la opinión los anula.
Un vestido ordinario, contemporáneo de un gran
acontecimiento, puede ser consagrado por este aconteci­
miento; entonces el carácter de que está marcado lo sus­
trae al imperio de la moda: mientras que los otros cam­
bian, él permanece el mismo, y el respeto lo rodea para
siempre. Es poco más o menos de este modo como se for­
man los uniformes de las grandes dignidades.
Para el que todo lo examina, puede ser interesante el
observar, de todos los adornos revolucionarios, que los
únicos que han tenido una cierta consistencia son el fajín
y el penacho, que pertenecen a la caballería. Subsisten,
aunque marchitos, como esos árboles de los que la sabia

Merriber o f Parliament. (N. del T. )


76 J Ü S L r n D E M a IS E R E

nutricia se ha retirado y que no han perdido más que su


belleza. El funcionario público cargado de estos signos
deshonrados se parece bastante al ladrón que brilla con
los trajes del hombre al cual acaba de despojar.
No sé si veo bien, pero veo por todas parte la nuli­
dad de este gobierno.
Préstese atención suficiente; son las conquistas de los
franceses las que dan ilusión de la duración del gobierno;
el brillo de los éxitos militares deslumbra incluso a las
gentes razonables, que no perciben de buenas a primeras
hasta qué punto estos éxitos son extraños a la estabilidad
de la república.
Las naciones han vencido bajo todos los gobiernos po­
sibles; y las revoluciones incluso, al exaltar los espíritus,
aportan las victorias. Los franceses tendrán siempre
éxito en la guerra bajo un gobierno firme que tenga el ta­
lento de despreciarlos al alabarlos y de lanzarlos contra
ei enemigo como balas de cañón, prometiéndoles epita­
fios en las gacetas.
Es siempre Robespierre quien gana las batallas en este
momento; es su despotismo férreo el que conduce a los
franceses a la carnicería y a la victoria. Es prodigando el
oro y ia sangre, al forzar todos ios medios, corno los due­
ños de Francia han obtenido los éxitos de los que somos
testigos. U na Nación superiormente valiente, exaltada
por cualquier fanatismo, y conducida por hábiles genera­
les, vencerá siempre, pero pagará caras sus conquistas.
La constitución de 1793, ¿ha recibido el sello de la dura­
ción por estos tres años de victorias en que ocupa el cen­
tro? ¿Por qué sería de otro modo la de 1795, y por qué la
victoria le daría un carácter que no ha podido imprimir a
la otra?
Por otra parte, el carácter de las naciones es siempre el
mismo. Barclay, en el sig lo XVI, ha adivinado muy bien el
de los franceses en su aspecto militar. Es una nación,
dice, superiormente brava y que presenta en ella una masa
invencible; pero cuando se desborda no es ya la misma.
De ahí viene el que nunca ha podido conservar el imperio
( 'ü l ' ! S l ú r . K A ( J O N E S S O Ü ÍiE iSiA EC EA ti

sobre los pueblos extranjeros, y que no es poderosa más


que para su desgracia
Nadie sabe mejor que yo que las circunstancias actua­
les son extraordinarias, y que es muy posible que no se
vea lo que siempre se ha visto; pero esta cuestión es indi­
ferente respecto de! objeto de este trabajo. Me basta in­
dicar la falsedad de este razonamiento: la república es
victoriosa; p o r lo tanto durará. Si fuese necesario absolu­
tam ente profetizar, más me gustaría decir: la guerra la
hace vivir; p o r tanto la paz la hará morir.
El autor de un sistema de física se felicitaría sin duda si
él tuviese en su favor todos los hechos de la naturaleza,
como yo puedo citar en apoyo de mis reflexiones todos
ios hechos de la historia. Examino de buena fe los monu­
mentos que nos suministra y no veo nada que favorezca
este sistema quimérico de deliberación y de construcción
política por medio de razonamientos anteriores. Se po­
dría todo lo más citar America; pero he respondido por
adelantado al decir que no es el momento de citarla.
Añadiré sin embargo un pequeño número de reflexio­
nes.
1.^ La América inglesa tenía un rey, pero no lo veía; el
esplendor de la monarquía le era extraño, y el soberano
era para ella como una especie de poder sobrenatural,
que no cae bajo los sentidos.
2.^ Poseía el elemento democrático que existe en la
constitución de la metrópoli.
3.“'" Poseía además aquellos que fueron llevados a ella
por una m ultitud de sus primeros colonos nacidos en
medio de desórdenes religiosos y políticos, y casi todos
de espíritu repúblicano.
4.^ Con sus elementos, y sobre el plano de los tres po­
deres que heredaban de sus antepasados, los americanos

G ens arm is strenua, indom itae intra se m olis; at ubi in exteros


exundat, statim Ím petus sui oblita: eo m o d o nec din externum im perium
tenuit, et sola in exitium sui potens. J. B arclaius, Icón, anim orum ,
cap. III.
78 J ü S E J 'l í D E M M S T R E

han construido y no han hecho tabla rasa, como los fran­


ceses.
Pero todo lo que hay de verdaderamente nuevo en su
constitución, todo lo que resulta de la deliberación
común, es la cosa más frágil del mundo; no se podrían
reunir más síntomas de debilidad y de caducidad.
No solamente no creo en la estabilidad del gobierno
americano, sino que las instituciones particulares de la
América inglesa no me inspiran ninguna confianza. Las
ciudades, por ejemplo, animadas por celos muy poco
respetables, no han podido ponerse de acuerdo sobre el
lugar que deba ser la sede del Congreso; ninguna ha que­
rido ceder este honor a otra. En consecuencia, se ha deci­
dido que se construiría una ciudad nueva que sería la
sede del gobierno. Se ha escogido el emplazamiento más
ventajoso sobre la orilla de un gran río; se ha acordado
que la ciudad se llamará Washington; el lugar de todos
los edificios públicos se ha señalado; se ha puesto manos
a la obra, y el plano de la ciudad-reina circula ya por toda
Europa. Esencialmente, no hay nada en esto que vaya
más allá de las fuerzas del poder humano; cabe sin duda
construir una ciudad: no obstante, hay demasiada delibe­
ración, demasiada humanidad en este asunto; y se podría
apostar mil contra uno a que la ciudad no se construirá, o
que no se llamará Washington, o que el Congreso no resi­
dirá allí.
CAPÍTULO VIII
D e la antigua constitución francesa.
Digresión sobre el Rey y sobre su declaración
a los franceses, del mes de julio de 1795

Se han mantenido tres posiciones diferentes sobre la an­


tigua constitución francesa: unos han pretendido que no
tenía constitución; otros han sostenido lo contrario;
otros en fin han adoptado, como sucede en todas las
cuestiones importantes, un sentimiento medio: han
sostenido que los franceses tenían verdaderam ente una
constitución, pero que no era observada.
La prim era posición es insostenible; las otras dos no
se contradicen realmente.
El error de los que han pretendido que Francia no
tenía constitución se debía al gran error sobre el poder
hum ano, la deliberación anterior y las leyes escritas.
Si un hombre de buena fe, que no posea más que buen
sentido y rectitud, se pregunta lo que era la antigua cons­
titución francesa, se le puede responder atrevidamente:
«Es lo que sentíais, cuando estabais en Francia; en esa
mezcla de libertad y de autoridad, de leyes y de opinio­
nes, que hacían creer al extranjero, súbdito de la monar-

67
Scr-timicnto en la significación de opinión. (N . del T.)
80 J O S E P H D E M A J S 'J R E

quía y viajero en Francia, que vivía bajo otro gobierno


que el suyo».
Pero si se quiere profundizar ]a cuestión, se encontra­
rá, en los monumentos del derecho público francés,
c.araeteres y leyes que elevan a Francia por encima de
todas las monarquías conocidas.
Un carácter particular de esta m onarquía es que posee
un cierto elemento teocrático que le es particular, y que
le ha dado mil cuatrocientos años de duración: no hay
nada tan nacional como este elemento. Los obispos, su­
cesores de los druidas a este respecto, no han hecho más
que perfeccionarlo.
No creo que ninguna otra monarquía europea haya
empleado, por el bien del Estado, un mayor número de
pontífices en el gobierno civil. Me rem onto con el pensa­
miento desde el pacífico Fleury hasta aquellos San Ouen,
aquellos San Léger y tantos otros tan distinguidos en
su aspecto político en la noche de su siglo; verdaderos
Orfeos de Francia, que domesticaron los tigres y se hicie­
ron seguir por los hombres vigorosos: dudo de que se
pueda m ostrar en otra parte una serie semejante.
Pero, en tanto que el sacerdocio era en Francia una de
las tres columnas que sostenían el trono, y que represen­
taba en los comicios de la nación, en los tribunales, en el
ministerio, en las embajadas, un papel importante, no se
percibía o se percibía poco su influencia en la administra­
ción civil; y, cuando incluso un sacerdote era el primer
ministro, no se tenía en Francia un gobierno de sacerdo­
tes.
Todas las influencias estaban bien equilibradas, y cada
uno estaba en su lugar. Bajo este punto de vista, es Ingla-

Se resp eta el térm in o m onum entos, que significaría aquí norm as,
reglas o p recep to s. {N. del T .)
® E l card en al F leury, m inistro de Luis X V ; San O u en , obispo de
R u á n , refe n d a rio de D ag o b erto ; San L éger, obispo de A u tu n , apoyó a
la reina S an ta B atilda d u ran te la m inoría de ed ad de C lotario III. (N.
del T.)
C O N S ID E R A C IO N E S S O B R E ¡ R A N C SA 81

térra la que se parecía más a Francia. Si alguna vez expul­


sa de su lenguaje político estas palabras: Church and
State, su gobierno perecerá como el de su rival.
Estaba de moda en Francia (pues todo es moda en este
país) decir que se era esclavo. Pero ¿por qué, pues, se en­
contraba en la lengua francesa la palabra citoyen
(ciudadano) antes incluso de que la revolución se hubie­
se apoderado de ella para deshonrarla, palabra que no
puede ser traducida en las otras lenguas europeas? Raci-
ne hijo dedicaba este hermoso verso al rey de Francia, en
nombre de su ciudad de París:
Bajo un rey ciudadano, todo ciudadano es rey.
Para alabar el patriotismo de un francés se decía: es un
gran ciudadano. Se trataría vanam ente de introducir esta
expresión en nuestras restantes lenguas; gross bürger en
alemán gran cittadino en italiano, e tc ., no serían tole­
rables Pero es necesario salir de las generalidades.
Varios miembros de la antigua m agistratura han reuni­
do y desenvuelto los principios de la M onarquía francesa
en un libro interesante que parece m erecer toda la
confianza de los franceses.
Estos magistrados comienzan, como conviene, por la
prerrogativa real, y, ciertamente, no hay nada más mag­
nífico.
«La constitución atribuye al rey el poder legislador; de
él emana toda jurisdicción. Tiene el derecho de hacer

Bürger: verbum hum ile apud nos et ignobüe. J. A . E rn esti, in De-


dicat. O pp. Ciceronis, p. 79.
R ousseau ha hecho una nota absurda so b re esta palab ra ciudada­
no en su Contrato social, lib. 1, cap. V I. A c u sa , desenvueltam ente, a
un gran sabio (B odino) de h ab er com etido en e s te p u nto un gran error:
y él hace, cl, Ju an -Jaco b o , grandes erro res en c a d a línea; m uestra una
igual ignorancia en lo que se refiere a las le n g u as com o en lo que se
refiere a la m etafísica y a la historia.
D éveloppem ent des principes fo n d a m e n ta u x de la m onarchie
frangaise, 1195, in 8 .”
iSZ J o s E í ’i i iJ i'l A iA íS 'J R h

justicia, y de hacerla hacer por sus oficiales, de otorgar


gracia, de conceder privilegios y recompensas; de dispo­
ner de los cargos, de conferir nobleza; de convocar, de
disolver las asambleas de la nación, cuando su prudencia
se lo indique; de hacer la paz y la guerra, y de convocar
los ejércitos» (p. 28).
He ahí, sin duda, grandes prerrogativas; pero veamos
lo que la constitución francesa ha puesto en el otro plati­
llo de la balanza.
«El rey no reina más que por la ley y no tiene poder de
hacer todo lo que le apetezca» (p. 364).
«Hay leyes a las que los mismos reyes se confiesan,
según la expresión que se ha hecho célebre, en la feliz im­
potencia de violar; son las leyes del reino, a diferencia de
las leyes de circunstancias o no constitucionales, llama­
das leyes del rey» (pp. 29 y 30).
«Así, por ejemplo, i a sucesión de la corona es una pri-
mogenitura masculina, de una forma rígida.»
«Los matrimonios de los príncipes de la sangre, con­
traídos sin la autoridad del rey, son nulos. Si la dinastía
reinante se extinguiese, es a la nación a la que correspon­
de darse un rey, etc.» (pp. 263 ss.).
«Los reyes, como legisladores supremos ^2 siempre
han hablado afirmativamente al publicar sus leyes. Sin
embargo, hay también un consentimiento del pueblo,
pero este consentimiento no es sino la expresión del
voto, del reconocimiento y de la aceptación de la nación»
(p. 27t).
«Tres órdenes, tres cámaras; tres deliberaciones; es de
este modo como la nación está representada. El resulta-

Si se exiimina con suficiente atención esta intervención de la N a­


ción, se en co n trará algo m enos que un p o d e r colegislador, y algo más
que un sim ple consentim iento. E s un ejem plo de esas cosas que es n e ­
cesario d e ja r en una cierta oscuridad y que no p ueden ser som etidas a
reglam en to s imnianos: es la p arte m ás divina de la constitución, si es
perm itid o eXjUesarse así. Se dice a m enudo: no hay más que hacer una
ley para saber a qué atenerse. N o siem pre; hay casos reservados.
( :( > N S ¡n .r j{A C f r;N E S s o e r l f r a n e j a 83

do de las deliberaciones, si es únanime, presenta el voto


de ios estados generales» (p. 332).
«Las leyes ded reino no pueden ser hechas más que en
general asamblea de todo el reino, con el común acuerdo
de las gentes de los tres estados. El príncipe no puede de­
rogar estas leyes; y, si osa tocarlas, todo lo que ha hecho
puede ser casado por su sucesor» (pp. 292, 293).
«La necesidad de consentimiento de la nación para el
establecimiento de los impuestos es una verdad indiscuti­
ble, reconocida por los reyes» (p. 302).
«El voto de los dos órdenes no puede vincular al terce­
ro si no es con su consentimiento» (p. 302).
«El consentimiento de los estados generales es necesa­
rio para la validez de toda alienación perpetua del domi­
nio. Y la misma vigilancia les es recomendada para impe­
dir todo desmembramiento parcial del reino» (p. 304).
La justicia se administra, en nombre del rey, por ma­
gistrados que examinan las leyes, y ven si no son contra­
rias a las leyes fundamentales.» Una parte de su deber es
el de resistir a la voluntad extraviada de! soberano. Es
sobre este principio como el famoso canciller De l’Hospi-
tal, dirigiendo la palabra al parlamento de París en 1561,
le decía: Los magistrados no deben dejarse inturddar por
la cólera pasajera de los soberanos, ni p o r el temor a caer
en desgracia, sino tener siempre presente el juramento de
obedecer las ordenanzas, que son los verdaderos manda­
tos de los reyes (p. 345).
Se ve a Luis Xí obligado por una doble negativa de su
parlamento a desistir de una alienación inconstitucional
(p. 343).
Se ve a Luis XIV reconocer solemnemente este dere­
cho de libre verificación (p. 347) y ordenar a sus magis­
trados desobedecerle, bajo pena de desobediencia si él les
dirigiese mandatos contrarios a la ley (p. 345). Esta
orden no es un juego de palabras: el rey prohíbe obede­
cer al hombre; no tiene mayor enemigo.
Este soberbio monarca ordena además a sus magistra­
dos que se tengan por nulas todas las cartas-patentes que
84 J ü S i J ’U I j t M A iS T R E

llevan avocaciones o comisiones para e! juicio de las cau­


sas civiles o criminales, e incluso castigar a los portadores
de estas cartas (p. 363).
Los magistrados exclaman: ¡Feüz tierra donde la servi­
dumbre es desconocida! (p. 361). Y es un sacerdote dis­
tinguido por su piedad y por su ciencia (Flcury) quien
escribe, a! exponer ei derecho público en Francia: En
Francia, todos los particulares son libres; nada de esclavi­
tud: libertad de domicilios, viajes, comercios, m.atrimo-
nios, elección de profesión, adquisiciones, disposiciones
de bienes, sucesiones (p. 362).
«El poder militar no debe interponerse en la adminis­
tración civil.» Los gobernadores de provincias no tienen
competencia más que en lo que concierne a ias armas; y
no pueden servirse de ellas más que contra los enemigos
del Estado, y no contra el ciudadano que esté sometido a
la justicia dei Estado (p. 364).
«Los magistrados son inamovibles, y estos oficios im­
portantes no pueden vacar más que por la m uerte del ti­
tular, la dimisión voluntaria o la prevaricación juzga­
da» (p. 356).
«E! rey, en las causas que le conciernen, pleitea en sus
tribunales contra sus súbditos. Se le ha visto condenado a
pagar el diezmo de los frutos de su huerta, etc.» (pp. 367
y siguientes).
Si los franceses se examinan de buena fe en el silencio

Q a u d e Fleur)/ (1640-1723), sacerdote e historiador, escribió una


Historia eclesiástica en 20 volúm enes (1691-1720). (A3 del T.)
¿Se acertaba en la cuestión ai declam ar tan alto contra la venali­
dad de los cargos de m agistratura? L a venalidad no debía ser conside­
rada más que com o un m edio de h erencia; y el p roblem a se reduce a
saber si, en un país tal com o F rancia, o tal com o era desde hacía dos o
tres siglos, la justicia podía ser m ejo r adm inistrada p o r otros que no
fuesen m agistrados h ereditarios. La cuestión es m uy difícil de resolver;
la enum eración de los inconvenientes es un argum ento engañoso. Lo
que hay de m alo en una constitución, lo que debe incluso destruirla,
form a p arte de ella sin em bargo com o lo que tiene de m ejor. R em ito al
pasaje de Cicerón: N im ia potcstas est tribunorum , quis negat, etc. De
Leg, III, 10.
( X ' N S ’ D L R Á C i O N t S S O B R E I RM E. 7/1 iO

de ¡as pasiones, sentirán que esto es bastante, y quizá


más que bastante, para una Nación demasiado noble para
ser esclava, y demasiado fogosa para ser libre.
;S e dirá oue
O .i estas bellas leyes
J no eran ejecutadas?
J En '
este caso la falta era de los franceses, y no hay ya para
ellos esperanza de libertad: pues cuando un pueblo no
sabe sacar partido de sus leyes fundamentales es inútil
que busque otras: es un signo de que no está hecho p a ra :
ia libertad o de que está irremisiblemente corrompido. J
Pero, rechazando estas ideas siniestras, citaré, sobre la
excelencia de la constitución francesa, un testimonio
irrecusable bajo todos ios puntos de vista: es el de un
gran político y el de un republicano ardiente; es el de Ma­
quiavelo.
Ha habido, dice, muchos reyes y muy pocos buenos
reyes: comprendo entre los soberanos absolutos, en el nú­
mero de los cuales no se debe contar a los reyes de Egipto,
cuando este país, en los tiempos más remotos, se goberna­
ba por las leyes; ni los de Esparta; ni los de Francia, en
nuestros tiempos modernos, siendo el gobierno de este
reino, en nuestro conocimiento, el más moderado por las
leyes .
El reino de Francia, dice en otro lugar, es feliz y tran­
quilo, porque el rey está sometido a una infinidad de leyes
que producen la seguridad de los pueblos. El que constitu­
yó este gobierno quiso que los reyes dispusiesen a su
grado de las armas y de los tesoros- pero, en lo restante,
los sometió al imperio de las leyes .
¿Quién no se sorprendería al ver bajo qué punto de
vista esta poderosa inteligencia consideraba, hace tres si­
glos, las leyes fundamentales de la m onarquía francesa?
Los franceses, spbre este punto, han sido maltratados
por los ingleses. Éstos les han dicho, sin creerlo, que
Francia era esclava; como les han dicho que Shakespeare

Disc. sopr. Tit. L iv ., lib, I, cap. L V III.


M e Busíaría conocerlo.
78
D isc ., I, X V I.
80 JüSEPH DE MAISTRE

valía más que Racine; y los franceses lo han creído. In­


cluso hasta el honesto juez Blackstone pone sobre la
misma línea, hacia el fin de sus Comentarios, a Francia y
a Turquía: sobre lo cual se hace necesario decir con M on­
taigne: Nunca se escarnecería suficientemente el impudor
de este acoplamiento.
Pero esos ingleses, cuando han hecho su revolución, al
menos la que ha subsistido, ¿han suprimido la realeza o
la cámara de los pares para darse la libertad? De ninguna
manera. Pero de su antigua constitución puesta en activi­
dad han deducido la declaración de sus derechos.
No hay nación cristiana en Europa que no sea de dere­
cho libre, o bastante libre. No hay una que no tenga, en
los monumentos más puros de su legislación, todos los
elementos de la constitución que le conviene. Pero es ne­
cesario sobre todo guardarse del enorme error de creer
que la libertad sea algo absoluto, no susceptible de más o
de menos. Recuérdense los dos toneles de Júpiter; en
lugar del bien y dcl mal, metamos en ellos el reposo y la
libertad. Júpiter distribuye a las naciones, más de lo uno
y menos de lo otro: el hombre no entra para nada en esta
distribución.
Otro error muy funesto es el de atarse demasiado rígi­
damente a los monumentos antiguos. Es necesario sin
duda respetarlos; pero es necesario sobre todo conside­
rar lo que los jurisconsultos llaman el último estado.
Toda constitución libre es de naturaleza variable, y va­
riable en la proporción en que es libre querer reducir­
la a sus rudimentos, sin ceder nada en ella, es una em pre­
sa loca.
Todo concurre a establecer que los franceses han que­
rido sobrepasar el poder humano; que estos esfuerzos
desordenados les conducen a la esclavitud; que no tienen
otra necesidad que la de conocer lo que poseen, y que si

A ll the hum an governm ents, particular!}’ those o f m ixed fram e.


are in continua! fluctuation. H u m e, Uist. de In g. , Carlos 1, cap. L.
{ 'O N S l D r B A C I O N K S S O B R E E R Á N C I A 87

están hechos para un mayor grado de libertad que la que


gozaban hace siete años, lo cual no es claro en absoluto,
tienen a m ano, en todos los monumentos de su historia y
de su legislación, todo lo que es necesario para devolver­
les el honor y la envidia de Europa
Pero si los franceses están hechos para la monarquía, y
si se trata solamente de asentar la monarquía sobre sus
verdaderas bases, ¿qué error, qué fatalidad, qué preven­
ción funesta podría alejarles de su rey legítimo?
La sucesión hereditaria, en una monarquía, es algo tan
precioso que toda consideración debe plegarse ante
aquélla. El mayor crimen que pueda cometer un francés
realista es ver en Luis XVIII otra cosa que su rey, y dis­
minuir el favor del cual importa que se le rodee, discu­
tiendo de una manera desfavorable las cualidades del
hombre o sus acciones. ¡Sería muy vil y muy culpable el
francés que no enrojeciese de rubor al rem ontar a tiem­
pos pasados y buscar allí culpas verdaderas o falsas! La

U n hom bre del que considero igualm ente la persona y las opinio­
nes [el fallecido M allct-D upan], y que no es de mi parecer sobre la anti ­
gua constitución francesa, se ha tom ado el trab ajo de desarrollar para
mí una p a rte de sus ideas en una carta muy in teresante, de la cual le doy
infinitas gracias. M e o b jeta en tre o tras cosas que el libro de los magis­
trados franceses, citado en este capítulo, hubiese sido quem ado bajo el
reinado de L u is X I V y de L u is X V , com o atentatorio a las leyes fu n d a ­
mentales de la m onarquía y a los derechos del m onarca.— Bien lo creo:
com o el libro de D elolm e {de la constitución inglesa) hubiese sido que­
m ado en L on d res (quizá con el a u to r), bajo el reinado de E nrique V III
o de su ru d a hija.
C uando se h a tom ado partid o en las grandes cuestiones, con pleno
conocim iento de causa, se cam bia raram en te de parecer. Yo desconfío
sin em bargo de mis prejuicios tan to como lo d eb a hacer; pero estoy
seguro de mi buena fe. Se observará que no he citado en este capítulo a
ninguna a u to rid ad contem p o rán ea, p o r tem or de que las m ás resp eta­
bles no p areciesen sospechosas. E n cuanto a los m agistrados autores
del desarrollo de los principios fundam entales, etc., si m e he servido de
su obra es p o rq u e no me gusta hacer lo que ya está hecho, y que estos
señores, no habiendo citado más que m onum entos, eran precisam ente
los que m e eran necesarios.
8c J O S E l J I D E hí A i SERE

accesión ai trono es un nuevo nacimiento: no se cuenta


más que a partir de este momento.
Si hay un lugar común en la moral es que el poder y las
grandezas eorrompen al hombre y que los mejores reyes
han sido aquellos que la adversidad había probado. ¿Poi­
qué pues los traneeses se privarían de la ventaja de ser
gobernados por un príncipe formado en la terrible escue­
la de la desgracia? ¡De qué manera los seis años que aca­
ban de transcurrir han debido suministrarle reflexiones!
¡Cuán alejado está de la embriaguez del poder! ¡Cómo
debe estar dispuesto a intentarlo todo para reinar glorio­
samente! ¡De qué santa ambición debe estar penetrado!
¡Qué príncipe en el universo podría tener más motivos,
más deseos, más medios de cerrar las llagas de Francia!
Los franceses, ¿no han probado durante bastante
largo tiempo ia sangre de los Capetos? Saben por una ex­
periencia de ocho siglos que esta sangre es dulce, ¿por
qué cambiar? El jefe de esta gran familia se ha mostrado,
en las declaraciones, leal, generoso, profundamente pe­
netrado de verdades religiosas, nadie le disputa mucho
talento natural y muchos conocimientos adquiridos.
Hubo un tiempo, quizá, en que era bueno que el rey no
supiese ortografía; pero en este siglo, en que se cree en
los libros, un rey letrado es una ventaja. Lo que es más
im portante es que no puede suponérsele ninguna de esas
ideas exageradas capaces de alarmar a los franceses.
¿Quién podría olvidar que disgustó en Coblenza? Es un
gran título para él. En su declaración ha pronunciado la
palabra libertad; y, si alguien objeta que esta palabra está
colocada en la sombra, se le puede responder que un rey
no debe hablar el lenguaje de las revoluciones. Un dis­
curso solemne que dirige a su pueblo debe distinguirse
por una cierta sobriedad de proyectos y expresiones que
no tienen nada de común con la precipitación de un parti­
cular sistemático Cuando el Rey de Francia ha dicho:

81 D o ctrinario. {N. del T.)


C O N S Jn K R A (A U N E S S i ) E N E E K A N C IA 89

Que la constitución francesa somete las leyes a formas que


ha consagrado, y al soberano mismo a la observancia de
las leyes, a fin de precaver la prudencia del legislador con­
tra las trampas de la seducción, y de defender la libertad
de los súbditos contra el abuso de la autoridad, ha dicho
todo puesto que ha prometido la libertad p o r la constitu­
ción. El Rey no debe hablar como un orador de la tribu­
na parisiense. Si ha descubierto que no se tiene razón en
hablar de libertad como de algo absoluto, que ella es al
contrario algo susceptible de más y de m enos; y que el
arte del legislador no es hacer al pueblo libre, sino bas­
tante libre, ha descubierto una gran verdad, y es necesa­
rio alabarlo por su comedimiento en lugar de censurarlo.
Un célebre rom ano, en el momento en que daba la li­
bertad al pueblo más hecho para ella, y el de más anti­
gua libertad, decía a este pueblo; Libértate modice
utendum ¿Qué hubiese dicho a los franceses?
Seguramente el Rey, al hablar sobriamente de libertad,
pensaba menos en sus intereses que en los de los fran-
■ceses.
La constitución, dice además e l Rey, prescribe condi­
ciones para el establecimiento de impuestos, a fin de ase­
gurar al pueblo que ¡os tributos que paga son necesarios
para la salud del Estado. El Rey no tiene pues derecho a
imponer arbitrariam ente, y esta sola confesión excluye el
despotismo.
Confía a los primeros cuerpos de magistratura el depó­
sito de las leyes, a fin de que velen por su ejecución y escla­
rezcan la religión del monarca si estuviese engañada.
He ahí el depósito de las leyes puesto en manos de los
magistrados superiores; he ahí el derecho de amonesta­
ción consagrado. A hora bien, doquiera que un cuerpo de
grandes magistrados hereditarios, o al m enos inam.ovi-
bles, tienen, por la Constitución, el derecho de advertir

82 Til. L i v ., X X X IV , 49.
82 Religión debe enten d erse p o r convicciones, id e a s... (N. del T.)
90 J O S E P H D E M A IS T R E

al monarca, de esclarecer su religión y de quejarse de los


abusos, no hay despotismo.
La Constitución pone las leyes fundamentales bajo la
salvaguarda del rey y de los tres órdenes, a fin de prevenir
las revoluciones, la mayor de las calamidades que pueda
afligir a los pueblos.
Hay pues una constitución, puesto que la constitución
no es más que la recopilación de las leyes fundamentales;
y el Rey no puede tocar a estas leyes. Si lo intentase, los
tres órdenes tendrían sobre él el derecho de veto, como
cada uno de ellos lo tiene sobre los otros dos.
Y se engañaría seguramente el que acusase al Rey de
haber hablado demasiado vagamente; pues esta vague­
dad es precisamente la prueba de una alta prudencia. El
Rey habría obrado muy imprudentemente si hubiese
puesto límites que le hubieran impedido avanzar o retro­
ceder: al reservarse una cierta latitud de ejecución, esta­
ba inspirado. Los franceses convendrán un día en ello:
confesarán que el Rey ha prom etido todo lo que podía
prom eter.
¿Carlos II obró acertadam ente al haber prestado su
adhesión a las propuestas de los escoceses? Se le decía,
como se ha dicho a Luis X V llI: «Es necesario acomodar­
se a los tiempos; es necesario plegarse: Es una locura sa­
crificar una corona para salvar la jerarquía.» El lo creyó e
hizo muy mal. El Rey de Francia es más prudente.
¿Cómo los franceses se obstinan en no hacerle justicia?
Si este príncipe hubiese hecho la locura de proponer a
los franceses una nueva constitución, es entonces cuando
se le hubiera podido acusar de caer en una vaguedad pér­
fida; porque en realidad no habría dicho nada: si hubiese
propuesto su propia obra, hubiera tenido un grito unáni­
me contra él, y este grito hubiese estado fundado. ¿Con
qué derecho, en efecto, se habría hecho obedecer, desde
el momento en que abandonaba las leyes antiguas? ¿Lo
arbitrario no es un dominio común, al cual todo el
mundo tiene igual derecho? No hay joven en Francia que
no hubiese mostrado los defectos de la nueva obra y pro­
C O N S Í D t R Á C I O N E S SO U R L r R A N C lA ') i

puesto correcciones. Que se examine bien la cosa y se


verá que el Rey, desde el momento en que hubiese aban-
donad-u la antigua constitución, no tenía sino una cosa
que decir: Haré lo que se quiera. Es a esta frase indecente
y absurda a lo que se habrían reducido los más hermosos
discursos del Rey, traducidos en lenguaje llano. ¿Se
piensa en ello seriamente cuando se censura al Rey de no
haber propuesto a los franceses una nueva revolución?
Desde que la insurrección ha iniciado las desgracias es­
pantosas de su familia, ha visto tres constituciones acep­
tadas, juradas, consagradas solemnemente. Las dos pri­
meras no han durado más que un instante, y la tercera no
existe más que de nombre. ¿Debía el Rey proponer cinco
o seis más a sus súbditos para dejarles la elección?
¡Ciertamente!, los tres ensayos les cuestan bastante caro
para que a ningún hombre sensato se le ocurriese propo­
nerles otra. Pero esta nueva propuesta, que sería una lo­
cura por parte de un particular, sería, por parte del Rey,
una locura y un crimen.
De cualquier m anera que el Rey hubiese hecho, no
podía contentar a todo el mundo. Había inconvenientes
en no publicar ninguna declaración; había inconvenien­
tes en publicarla tal como lo ha hecho; había inconve­
nientes en hacerlo de cualquier otra manera. En la duda,
ha hecho bien en atenerse a los principios y en no lasti­
mar más que las pasiones y los prejuicios, al decir que la
constitución francesa será para él el arca de la alianza. Si
los franceses examinan con sangre fría esta declaración,
estaré muy engañado si no encuentran en ella motivos
para respetar al Rey. En las circunstancias terribles en
que se ha encontrado, nada le hubiese sido más seductor
que la tentación de transigir en los principios para recon­
quistar el Trono. ¡Tantas gentes han dicho y tantas gen­
tes creían que el Rey se perdía al obstinarse en las viejas
ideas! ¡Parecía tan natural escuchar propuestas de aco­
modo!, era sobre todo tan fácil acceder a estas propues­
tas, manteniendo la reserva mental de volver a la anfigua
prerrogativa, sin faltar a la lealtad, y apoyándo; cqínica-
92 JO S E P H D E M Á ISI R E

m ente en la fuerza de las cosas, que hay mucha franque­


za, mucha nobleza, mucho valor en decir a los franceses;
«No puedo haceros felices; no puedo, no debo reinar
más que por la constitución: no atacaré el arca del Señor;
espero que entréis en razón; espero que hayáis concebi­
do esta verdad tan simple, tan evidente, y que sin em bar­
go os obstináis en rechazar; es decir, que con la misma
constitución yo puedo daros un régimen completamente
diferente.»
¡O h !, qué prudente se ha mostrado el rey cuando decía
a los franceses: Que su antigua y prudente constitución
era para él el arca santa, y que le estaba prohibido poner
en ella una mano temeraria; añade sin embargo; Que
quiere devolverle toda su pureza que el tiempo había co­
rrompido y todo su vigor que el tiempo había debilitado.
Una vez más, estas palabras son inspiradas; pues se lee
claram ente ahí lo que está en el poder del hombre, sepa­
rado de lo que no pertenece más que a Dios. No hay en
esta declaración, demasiado poco meditada, una sola pa­
labra que no deba recomendar el Rey a los franceses.
Sería de desear que esta nación impetuosa, que no
sabe volver a la verdad más que después de haber agota­
do el error, quisiese en fin percibir una verdad bien pal­
pable; es que ella está engañada y es víctima de un redu­
cido núm ero de hombres que se colocan entre ella y su
legítimo soberano, del cual no puede recibir más que be­
neficios. Pongamos las cosas en lo peor. El Rey dejará
caer la e,spada de la justicia sobre algunos parricidas; cas­
tigará con humillaciones a algunos nobles que le han dis­
gustado: ¡Bueno!, ¿y qué? ¿Qué te importa, a ti, buen la­
brador, artesano laborioso, ciudadano apacible, seas lo
que fueres, a quien el cielo ha dado ia oscuridad y la
dicha? Piensa pues que formas, con tus semejantes, casi
toda la nación; y que el pueblo entero solo sufre todos los
males de la anarquía porque un puñado de miserables le
inspira miedo de su Rey del cual ese puñado tiene miedo.
Nunca un pueblo habrá dejado escapar una más bella
ocasión si continúa rechazando a su Rey, puesto que se
C(f)NSÍI)LR/xiJí)NES SüijRI : ¡'RANCIA y¿

expone a ser dominado por la fuerza, en lugar de coronar


él mismo a su legítimo soberano. ¡Qué mérito tendría
ante este príncipe! ¡Por qué esfuerzos de celo y de amor
t^-aíaría el Rey de recompensar la fidelidad de su pueblo!
Siempre eí voto nacional estaría ante sus ojos para ani­
marle a las grandes empresas, a los trabajos obstinados
que la regeneración de Francia exige de su jefe, y todos
los momentos de su vida estarían consagrados a la felici­
dad de ios franceses.
Pero si se obstinan en rechazar a su Rey, ¿saben cuál
será su suerte? Los franceses están hoy bastante m adura­
dos por la desgracia para entender una dura verdad; y es
que, en medio de los accesos de su libertad fanática, el
frío observador se halla a menudo tentado de exclamar,
como Tiberio: ¡O homines ad servitutem natos! Flay,
como se sabe, varias especies de valor, y seguramente el
francés no las posee todas. Intrépido ante el enemigo, no
lo es ante la autoridad, incluso la más injusta. Nada igua­
la la paciencia de este pueblo que se dice libre. Fm cinco
años, se le ha hecho aceptar tres constituciones y el go­
bierno revolucionario. Los tiranos se suceden, y el pue­
blo siempre obedece. Nunca se ha visto que tenga éxito
en uno solo de sus esfuerzos para salirse de su nulidad.
Sus amos han llegado incluso a fulminarle burlándose de
él. Le han dicho: Creéis no querer esta ley, pero estad se­
guros de que la queréis. Si os atrevéis a refutarla, os ame­
trallaremos para castigaros por no querer lo que queréis.
Y lo han hecho.
No ha estado en nada el que la Nación francesa no se
halle todavía bajo el yugo espantoso de Robespierre.
¡Ciertamente!, se pucác felicitar, pero no glorificarse de
haber escapado a esta tiranía; y no sé si los días de su ser­
vidumbre fueron más vergonzosos para ella que el de su
liberación.
La historia del 9 de thermidor no es larga: algunos mal­
vados hicieron perecer a algunos malvados.
Sin esta desavenencia de familia, los franceses gemi­
rían todavía bajo el cetro del comité de salud pública.
94 JO S K I '// D E MA IS i RE

¿Y quién sabe aún lo que el futuro les reserva? Han


dado tales pruebas de paciencia, que no hay ningún gé­
nero de degradación que no puedan tener. Gran lección,
no digo para el pueblo francés, que, más que todos los
pueblos dcl mundo, aceptará siempre a sus amos y no los
escogerá jamás, sino para el reducido número de buenos
franceses que las circunstancias harán influyentes, de no
olvidar nada para arrancar a la Nación de sus envilecedo­
ras fluctuaciones, echándola en brazos de su Rey. Él es
un hom bre, sin duda, pero ¿tiene la esperanza de ser go­
bernada por un ángel? Él es hombre, pero hoy se está se­
guro de que lo sabe, y esto es mucho. Si el voto de los
franceses lo volviese a colocar en el trono de sus padres,
se desposaría con su Nación, que encontraría en él todo:
bondad, justicia, amor, reconocimiento, y talentos indis­
cutibles, madurados en la severa escuela de la desgra­
cia
Los franceses han parecido conceder poca atención a
las palabras de paz que les ha dirigido. No han alabado su
declaración, incluso la han criticado, y probablemente la
han olvidado; pero un día le harán justicia: un día la pos­
teridad designará esta pieza como un modelo de pruden­
cia, de franqueza y de estilo real.
El deber de todo buen francés, en este momento, es
trabajar sin descanso en dirigir la opinión pública en
favor del rey y presentar todos sus actos cualesquiera que
sean bajo un aspecto favorable. Es aquí donde los realis­
tas deben examinarse con la mayor severidad, y no ha­
cerse ninguna ilusión. No soy francés, ignoro todas las in­
trigas, no conozco a nadie. Pero supongo que un realista
francés dice: «Estoy pronto a verter mi sangre por el
Rey: sin embargo, sin derogar a la fidelidad que le debo,
no puedo dejar de censurar, etc.» Yo respondo a este
hombre lo que su conciencia le dirá sin duda más alto que
yo: Mentís al mundo y os mentís a vos mismo; si fueseis

R em ito al C apítulo X el ai tículo i.ntere.saiite de la am nistía.


C Ü ls S lD E R A C I O N E S S O U R K F R A N i '¡A. 95

capaz de sacrificar vuestra vida al Rey, le sacrificaríais


vuestros prejuicios. Por otra parte, no tiene necesidad de
vuestra vida, sino de vuestra prudencia, de vuestro celo
mesurado, de vuestra devoción pasiva, de vuestra indul­
gencia incluso (para hacer todos los supuestos); guardaos
vuestra vida, de la cual no tiene necesidad en este m om en­
to, y rendidle los servicios de los que tiene necesidad.
¿Creeéis que los más heroicos son aquellos que suenan en
las gacetas? Los más oscuros, al contrario, pueden ser los
más eficaces y los más sublimes. N o se trata aquí de los in­
tereses de vuestro orgullo; contentad vuestra conciencia y
al que os la ha dado.
Como aquellos hilos, que un niño rompería jugando,
formarán sin embargo por su reunión el cable que debe
soportar el ancla de un navio de alto bordo, una multitud
de críticas insignificantes pueden ser un ejército formida­
ble. ¡Cuántos servicios se pueden hacer al Rey de Fran­
cia combatiendo esos prejuicios que se establecen no se
sabe cómo y que duran no se sabe por qué! Hombres que
creen haber alcanzado la edad de la razón, ¿no han re­
prochado al Rey su inacción? O tros, ¿no le han compara­
do orgullosámente a Enrique IV, al observar que, para
conquistar su corona, este gran príncipe no pudo encon­
trar otras armas que intrigas y declaraciones? Pero, pues­
to que se está en vías de tener talento, ¿por qué no se re­
procha al Rey no haber consquistado Alemania e Italia
como Carlomagno, para vivir allí noblemente, a la espe­
ra de que los franceses quieran entender razones?
En cuanto al partido más o menos numeroso que lanza
gritos contra la monarquía y el monarca, no todo es odio,
ni con mucho, en el sentimiento que le anima, y parece
que este sentimiento compuesto valga la pena de ser ana­
lizado.
No hay un hombre consciente y de talento en Francia
que no se desprecie más o menos. La ignominia nacional
pesa sobre todos los corazones (pues nunca pueblo algu­
no fue despreciado por amos más despreciables); hay
pues necesidad de consolarse, y los buenos ciudadanos lo
v6 J O S E r i i ¡ ) L MAlS'i'ílh

hacen a su manera. Pero el hombre vil y corrompido, ex­


traño a todas las ideas elevadas, se venga de su abyección
pasada y presente contemplando, con esa voluptuosidad
inefable que no es conocida más que de la bajeza, el es­
pectáculo de la grandeza humillada. Para levantarse a
sus propios ojos, los vuelve hacia el Rey de Francia, y
está contento de su talla al compararse a este coloso de­
rrocado. Insensiblemente, por un esfuerzo de su imagi­
nación desajustada, llega a mirar esta gran caída como su
obra. Se atribuye a sí solo toda la potencia de la repúbli­
ca; apostrofa al Rey; le llama orgullosamente un preten­
dido Luís X V III; lanzando sobre la monarquía panfletos
furibundos, si llega a inspirar miedo a algunos chua-
nes se eleva como uno de los héroes de La Fontaine:
Yo soy, pues, un rayo de la guerra.
Es necesario tener en cuenta el miedo que grita contra
el Rey, el miedo a que su vuelta no haga tirar un tiro de
fusil de más.
Pueblo francés, no te dejes seducir por los sofismas del
interés particular, de la vanidad o de la poltronería. No
escuches los razonamientos. Se razona demasiado en
Francia, y el razonamiento expulsa la razón. Entrégate
sin tem or y sin reserva al instinto infalible de tu concien­
cia. ¿Quieres elevarte a tus propios ojos? ¿Quieres ad­
quirir el derecho a tu propia estima? ¿Quieres hacer un
acto de soberano?... Vuelve a llamar a tu soberano.
Perfectam ente extraño a Francia, que yo no he visto
nunca, y no pudiendo esperar nada de su Rey, que no co­
noceré nunca si incurro en errores, los franceses pue­
den al menos leerlos sin cólera, como errores enteram en­
te desinteresados.
Pero ¡qué débiles y ciegos somos los humanos!, ¿y qué

C huanes: térm ino derivado de Jean C houan, jefe de los insurrec­


tos m onárquicos extendido sobre to d o p o r la V endée y la B retaña. {N.
XI T.)
D e M aistre verá sin em bargo a Luis X V III, que le recibirá el 8 de
julio d e 1817, en su viaje de regreso de San Petersburgo. (N. del T.)
C O N SID LR A U Ü N L S S O B R E FR A N C IA 97

es esta luz temblorosa que nosotros llamamos razónl


Cuando hemos reunido todas las probabilidades, inte­
rrogado a la historia, discutido todas las dudas y todos los
intereses, podemos todavía no abrazar más que una nube
engañadora en lugar de la verdad. ¿Qué decreto ha p ro ­
nunciado ese gran Ser ante el cual no hay nada grande;
qué decretos ha pronunciado sobre el Rey, sobre su di­
nastía, sobre su familia, sobre Francia y sobre Europa?
¿Dónde y cuándo acabará el trastorno, y con cuántas
desgracias debemos todavía comprar la tranquilidad?
¿Es para destruir por lo que él ha derribado, o bien sus
rigores son irreversibles? ¡Ay!, una nube sombría cubre
el porvenir, y ninguna mirada puede traspasar esas tinie­
blas. Sin embargo, todo anuncia que el orden de cosas es­
tablecido en Francia no puede durar, y que la invencible
naturaleza debe traer de nuevo la monarquía. Sea pues
que nuestros votos se cumplan, sea que la inexorable
Providencia haya decidido de otro modo, es curioso e in­
cluso útil investigar, no perdiendo nunca de vista la histo­
ria y la naturaleza del hombre, cómo se operan estos
grandes cambios, y qué papel podrá representar la multi­
tud en un acontecimiento cuya fecha parece dudosa.
CAPÍTULO IX
¿Cómo se hará la contrarrevolución
si ella llega?

Al hacer hipótesis sobre la contrarrevolución, se co­


mete demasiado a menudo ia falta de razonar como si
esta conírarrevolución debiese ser y no pudiese ser más
que el resultado de una deliberación popular. El pueblo
teme, se dice; el pueblo quiere, el pueblo no consentirá
nunca; no conviene al pueblo, etc. jQué lástima!, el pue­
blo no entra para nada en las revoluciones, o al menos no
entra más que como instrumento pasivo. Cuatro o cinco
personas, quizá, darán un rey a Francia. Cartas de París
anunciarán a las provincias que Francia tiene un rey, y las
provincias gritarán: ¡viva el Rey! E n París incluso, todos
los habitantes menos una veintena, quizá, se enterarán,
al despertarse, que tienen un rey. ¿Es posible, exclama­
rán, he ahí algo que es de una rara singularidad? ¿Quién
sabe p o rq u é puerta entrará? Sería prudente, quizá, alqui­
lar ventanas p or adelantado, pues habrá apreturas. El
pueblo, si la monarquía se restablece, no decretará su
restablecimiento más que lo que decretó su destrucción o
el establecimiento del gobierno revolucionario.
Suplico que se tenga a bien insistir en estas reflexiones,
y las recomiendo sobre todo a los que creen la revolución
imposible, porque hay demasiados franceses unidos a la
república, y que un cambio haría sufrir a demasiada
: ■ J f j S E i ' f f !)!' M A í S V R E

gente. ¡Scüicet is superis labor est! Se puede cierta­


mente discutir si la mayoría está por la república o no;
pero, lo esté o no lo esté, el hecho es que esto no importa
en absoluto; el entusiasmo y el fanatismo no son estados
duraderos. Este grado de eretismo fatiga pronto la n a tu ­
raleza humana; de manera que suponer incluso que un
pueblo, y sobre todo el pueblo francés, pueda querer una
cosa por largo tiempo no es seguro; al menos, que no la
podría querer largo tiempo con pasión. Al contrario,
luego que el acceso de fiebre lo ha cansado, el abatim ien­
to, la apatía, la indiferencia suceden siempre a los gran­
des esfuerzos del entusiasmo. Éste es el caso en que se
encuentra Francia, que no desea ya nada con pasión, ex­
ceptuado el reposo. Aun cuando se supusiese pues que la
mayoría de Francia está por ia república (lo que es indu­
dablemente falso), ¿qué importa? Cuando el Rey se pre­
sente, seguramente no se contarán los votos, y nadie se
moverá; primero, por la razón de que el que incluso pre­
fiera la república a la m onarquía, prefiere sin embargo el
reposo a la república; y además, porque las voluntades
contrarias a la realeza no podrán reunirse.
En política, como en mecánica, las teorías engañan si
no se tornan en consideración las diferentes cualidades
de los materiales que integran las máquinas. A primera
vista, por ejemplo, esta proposición parece verdadera;
El consentimiento previo de los franceses es necesario
para el restablecimiento de la monarquía. Sin embargo
nada es más falso. Abandonemos las teorías y represen­
témonos ios hechos.
Un correo que llega a Burdeos, a Nantes, a Lyón, etc.,
trae la noticia de que el rey es reconocido en París; que
una facción cualquiera (désele nombre o no) se ha apode­
rado de la autoridad y ha declarado que no la posee sino
en nombre del Rey: que se ha despachado un correo al so­
berano, que se le espera de un momento a otro, y que en

V irg ., En . , I V , 379.
CO NSiD ERACIO NES SOfiRK FRANCIA 101

todas partes se arbola la divisa blanca. La voz pública se


apodera de estas noticias y las llena de mil circunstancias
imponentes. ¿Qué se hará? Para dar m ejor juego a la re ­
pública, le concedo la mayoría c incluso un cuerpo de-
tropas republicanas. Estas tropas tomarán, quizá, en el
prim er momento, una actitud levantisca; pero aquel
mismo día querrán comer, y comenzarán a apartarse del
poder que no paga. Cada oficial que no goza de ninguna
consideración, y que lo siente bien, dígase lo que se diga,
ve con toda claridad que el primero que grite viva el Rey
será un gran personaje; el amor propio le traza, con lápiz
seductor, la imagen de un general de los ejércitos de Su
Majestad Cristianísima, resplandeciente de signos hono­
ríficos y mirando de arriba abajo, desde su grandeza, a
aquellos hombres que hacía poco tiempo lo mandaban,
al timón de la municipalidad. Sus ideas son tan simples,
tan naturales, que no pueden escapar a nadie; cada ofi­
cial lo siente; de donde se sigue que iodos ellos se harán
sospechosos los unos de los oíros. El tem or y la descon­
fianza producen la deliberación y la frialdad. El soldado,
que no está electrizado por su oficial, todavía está más
desanimado; el lazo de la disciplina recibe ese golpe inex­
plicable, CSC golpe mágico, que relaja sübiíamcníe. Uno
vuelve la mirada hacia el pagador real que se adelanta,
el otro aprovecha el momento para reunirse con su fami­
lia; no se sabe ni mandar ni obedecer; no hay pues ya
corijunío.
La cosa es muy diferente entre los habitantes de una ciu­
dad; se va, se viene, se tropieza, se interroga; cada uno
temx a aquel del que tendría necesidad; la duda consume
las horas, y los minutos son decisivos; por todas partes la
audacia encuentra la prudencia; el anciano carece de de­
terminación, y el joven de consejo; de un lado están los
terribles peligros, del otro una amnistía cierta y proba­
bles gracias. ¿Dónde están por otra parte los medios para
resistir? ¿Dónde están los jefes? ¿De quién fiarse? No
hay peligro en el reposo, y el m enor movimiento puede
ser una falta irremisible; es necesario pues esperar. Se es
102 J O S F t ’tl D E MA ' íS T U E

pera; pero al día siguiente se recibe el aviso de que una


tal ciudad en guerra ha abierto sus puertas; razón de más
para no precipitar nada. Pronto se sabe que la noticia era
falsa; pero otras dos ciudades, que la han creído verdade­
ra, han dado ejemplo; creyendo recibirla, acaban de so­
meterse y determinan a la primera, que no pensaba ha­
cerlo. El gobernador de esta plaza ha presentado al Rey
las llaves de su leal ciudad de... Es el primer oficial que
ha tenido el honor de recibirlo en una ciudadela de su
reino. El Rey le ha hecho, en la misma puerta, mariscal
de Francia; una patente inmortal ha cubierto su escudo
de flores de lis sin número; su nombre es para siempre el
más hermoso de Francia. A cada minuto, el movimiento
realista se refuerza; pronto se hace irresistible. ¡V IV A E L
r e y ! , exclaman el amor y la fidelidad, en el colmo del jú­
bilo: ¡V IV A E L r e y !, responde el hipócrita republicano,
en el colmo del terror. ¿Qué importa?, no hay más que
un grito.— Y el Rey es consagrado.
¡Ciudadanos!, he aquí cómo se hacen las contrarrevo­
luciones. Dios, habiéndose reservado la formación de las
soberanías, nos advierte de ello al no confiar nunca a la
multitud la elección de sus amos. No la emplea, en estos
grandes movinúeuios que deciden ia suerte de los impe­
rios, más que como un instrumento pasivo. Nunca obtie­
ne lo que quiere; siempre acepta, nunca escoge. Se
puede incluso observar una afectación de la Providencia
(que se me permita esta expresión), es que los esfuerzos
de un pueblo para alcanzar un fin son precisamente el
medio que ella emplea para alejarse de él. Así, el pueblo
romano se entregó a los amos al creer combatir a la aris­
tocracia siguiendo a César. Es la imagen de todas las re­
voluciones populares. En la Revolución francesa, el pue­
blo ha estado constantemente encadenado, ultrajado,
arruinado, mutilado por todas las facciones; y las faccio­
nes, a su vez, jugando las unas con las otras, han constan­
tem ente derivado, a pesar de todos sus esfuerzos, para
naufragar al fin en el escollo que les esperaba.
Q ue, si se quiere saber el resultado probable de la Re-
C Ü N S i D E R A d D N E S S O B R E E R A N CIA J 03

volución francesa, basta examinar aquello en que todas


las facciones se han reunido: todas han querido el envile­
cimiento, la destrucción incluso del Cristianismo univer­
sal y de la Monarquía; de donde se sigue que todos sus es­
fuerzos no desembocarán sino en la exalíaciór. del
Cristianismo y de la Monarquía.
Todos los hombres que han escrito o meditado sobre la
historia han admirado esta fuerza secreta que se aprove­
cha de los consejos humanos. E ra de los nuestros aquel
gran capitán de la antigüedad, que la honraba como un
poder inteligente y libre, y que no emprendía nada sin
tiicom cndarse a ella
Pero es sobre todo en el establecimiento y derroca­
miento de las soberanías donde la acción de la providen­
cia brilla de ia m anera más sorprendente. No solamente
Ies puebles en masa no entran en estos grandes movi­
mientos más que c-omo la m adera y los cordajes emplea­
dos por un maquinista; sino que sus mismos-jefes no son
tales más que para los ojos extraños; en realidad, están
dominados como ellos dominan ai pueblo. Esos hom­
bres, que, tomados en su conjunto, parecen los tiranos
de la moltitifd,, son ellos mismos tírarñzados por dos o
tres hom bres, que lo son por uno solo. Y, si este indivi­
duo único pudiese y quisiese decir su secreto, se vería
que él mismo no sabe cómo ha tomado el poder; que su
influencia es un mayor misterio para éi que para los
demás, y que las circunstancias, que no ha podido prever .
ni conducir, han hecho todo por él y sin él.
¿Quién hubiese dicho al orgulloso Enrique VI que una
sirvienta de taberna le arrancaría el cetro de Francia?
Las explicaciones tontas que se .han dado de este gran
acontecimiento tío le despojan de su carácter maravilio-
;no: y aunque haya sido deshorírado dos veces, primero

N íhil renim hurnanarutn sine D e o n u n nurnine geriputabaí Timo-


iw n , ñaque suae d e m i saceilum M m oiiaxías .constüuerai, idque sane-
lissinie coíehaí. C o m. Nep.. Vit. T im oL, can. IV.
1 (J4 J O S E P i i D E MAESTRE

por la ausencia y después por la prostitución del talento,


no ha continuado siendo menos el único tema de la histo­
ria de Francia verdaderam ente digno de la musa épica
¿Se cree que el b r a z o , que se sirvió en otro tiempo de
un tal débil insírumenío, s e h a y a a c o r t a d o ; y que el su­
premo ordenador de los imperios tome el parecer de los
franceses para darles un rey? No: escogerá una vez m ás,
como lo ha hecho siempre, l o q u e h a y d e m á s d é b i l p a r a
c o n f u n d i r a lo q u e h a y d e m á s f u e r t e . No tiene necesidad
de legiones extranjeras, no tiene necesidad de la c o a l i ­
c i ó n ; y como ha mantenido la integridad de Francia, a
pesar d e los consejos y d e la fu erza de tan tos príncipes,
q u e s o n a n t e s u s o j o s c o m o s í n o f u e s e n , cuando el mo­
mento venga, restablecerá la M onarquía francesa, a
pesar de sus enemigos; expulsará esos insectos ruidosos
p u lv e r is e x íg u ija c tu el Rey vendrá, verá y vencerá.
Entonces nos asombraremos de ia profunda nulidad
de estos hombres que parecían tan poderosos. Hoy co­
rresponde a io s prudentes preven ir este ju icio y estar s e ­
gu ros, antes que la experiencia lo haya probado, de que
los d om in ad ores d e Francia n o p o se e n m ás que un pod er
ficticio y pasajero, cuyo exceso mismo prueba el vacío;
q u e ellos no han s i d o ni p l a n t a d o s , ni s e m b r a d o s : que su
t r o n c o n o h a e c h a d o r a íc e s e n la t ie r r a y q u e u n s o p l o lo s
a r r e b a t a r á c o r n o la p a j a .
Es pues en vano que tantos escritores insistan sobre los
inconvenientes de! restablecimiento de la Monarquía; es
en van o que asu sten a lo s fran ceses con las con secu en cias
d e una contrarrevolución; y cu an d o ello s con clu yen , d e
esto s in co n v en ien tes, q u e lo s franceses, q u e los tem en ,
n o sufrirán nunca e l resta b lecim ien to de la m onarquía,

Ju a n a de A rco no e ra u n a «sirvienta de tab erna», como los ingle­


ses p reten d ían . Josep h de M aistre hace a q u í alusión a La Pucelle ou
la Frunce áélivrée (1656) de C h ap elain , y luego a la de V oltaire. (N.
d e lT .)
V irgilio, Geórgicas. IV , 87.
Isaías, X L , 24.
(JONSUJERA Cí ü NRA sobra RRA N CÍ A 105

concluyen muy mal; pues los franceses no deliberarán, y


es quizá de la mano de una mujerzuela de ía que ellos re­
cibirán un rey.
Ninguna nación puede darse u n gobierne: solamente
cuando tal o cual derecho existe en su constitución y
este derecho es desconocido o comprimido, algunos
hombres, ayudados por algunas circunstancias, pueden
apartar los obstáculos y hacer reconocer los derechos del
pueblo: el poder humano no se extiende más allá.
Por lo demás, aunque la Providencia no se inquiete en
absoluto de lo que debe costar a los franceses tener un
rey, no es menos importante observar que hay ciería-
meníe error o mala fe p or parte de los escritores que ins­
piran miedo a lo s franceses con lo s m ales que arrastraría
el restablecimiento de la Monarquía.

E n tie n d o ku constitución natural; p orque su constitución escrita


no es m ás que papel.
CAPÍTULO X
D e los pretendidos peligros
de una contrarrevolución

§ I. CONSIDERACIONES G EN ERA I.ES


Es un sofisma muy corriente en esta época el insistir
sobre los peligros de una contrarrevolución, para esta­
blecer que no es necesario volver a la monarquía.
U n gran número de obras destinadas a persuadir a los
franceses a mantenerse en ia república no es otra cosa
que un desarrollo de esta idea. Los autores de estas obras
insisten sobre los males inseparables de las revoluciones;
después, observando que la monarquía no puede resta­
blecerse en Francia sin una nueva revolución, concluyen
que es necesario m antener ia república.
Este prodigioso sofisma, sea que tenga su fuente en el
miedo o en el deseo de engañar, merece ser cuidadosa­
m ente discutido.
Las palabras engendran casi todos los errores. Se acos­
tum bra a dar el nombre de contrarrevolución a cualquier
movimiento que deba m atar ía revolución; y, porque
este movimiento será contrario al otro, sería necesario
concluir todo lo contrario.
¿Se persuadiría a alguien, por azar, de que el retom o
de ia enferm edad a la salud es tan pencí-so corno el paso
de la salud a la enfermedad?, ¿y que la M onarquía, de­
rrocada por monstruos, debe ser restablecida por sus se­
iü H J ü S A i H D K MAiSÍKA.

mejantes? ¡Ah!, ¡cómo los que emplean este sofisma le


hacen suficiente justicia en el fondo de su corazón! Saben
bien que ios amigos de la Religión y de la M onarquía no
son capaces de ninguno de ios excesos de ios que sus ene­
migos se han manchado; saben bien que, poniéndose en
lo peor y teniendo en cuenta todas las debilidades de la
humanidad, el partido oprimido encierra mil veces más
virtudes que el de los opresores. Saben bien que el pri-
iTiero no sabe ni defenderse ni vengarse: a menudo inclu­
so han hecho públicamente burla de él en este aspecto.
Para hacer la revolución francesa ha sido necesario de­
rribar la religión, ultrajar la moral, violar todas las pro­
piedades y cometer todos los crímenes: para esta obra
diabólica ha sido necesario emplear un tal núm ero de
hombres viciosos que nunca quizá tantos vicios han obra­
do juntos para operar cualquier mal. Al contrario, para
restablecer el orden, el Rey convocará todas las virtudes;
él lo querrá hacer, sin duda; pero, por la naturaleza
misma de las cosas, se verá forzado a ello. Su interés más
aprem iante será el de aliar la justicia con la misericordia;
los hombres estimables vendrán por sí mismos a colocar­
se en los puestos donde puedan ser útiles; y la religión,
prestando su cetro a la política, le dará las fuerzas que
ésta no puede tener sino de su augusta hermana.
No dudo de que una multitud de hombres piden que se
Ies muestre el fundamento de estas magníficas esperan­
zas; pero ¿se cree entonces que el mundo político marcha
al azar, y que no esté organizado, dirigido, animado por
aquella misma sabiduría que brilla en el mundo físico?
Las manos culpables que derriban un estado de cosas
operan necesariamente desgarramientos dolorosos; pues
ningún agente libre puede contrariar los planes del Crea­
dor sin atraer, en la esfera de su actividad, males propor­
cionados a la grandeza del atentado; y esta ley pertenece
más a la bondad del gran Ser que a su justicia.
Pero, cuando el hombre trabaja para restablecer el
orden, se asocia con el autor del orden, es favorecido por
la naturaleza, es decir, por el conjunto de las causas se­
C O N S ID E R A ( J O N E S S O B R E E R A N i lA 109

gundas, que son los ministros de la Divinidad. Su acción


tiene algo de divino; es a la vez dulce e imperiosa; no
fuerza nada, y nada le resiste: ai disponer, sana; a m edi­
da que opera, se ve cesar esa inquietud, esa agitación pe­
nosa, que es el efecto y el signo del desorden; como, bajo
la mano del cirujano hábil, el cuerpo animal dislocado
advierte su restablecimiento por la cesación del dolor.
Franceses, es en medio de los cantos infernales, de las
blasfemias del ateísmo, de los gritos de muerte y de los
prolongados gemidos de la inocencia degollada, es al res­
plandor de los incendios, sobre las ruinas del trono y de
los altares, regadas por la sangre del m ejor de los Reyes y
por la de una multitud innumerable de otras víctimas; es
en el desprecio de las costumbres y de la fe pública, es en
medio de todos los crímenes, como vuestos seductores y
vuestros tiranos han fundado lo que ellos llaman vuestra
libertad.
Es en nom bre de DIOS GRANDÍSIMO Y BONDA­
DOSÍSIMO, tras los hom bres q ue am a y a los q ue inspira, y
b ajo la influencia de su p od er creador, com o volveréis a
vu estra antigua con stitu ción , y cóm o un Rey os dará la
sola cosa q ue deberíais desear pru d en tem en te, la libertad
p or el Monarca.
¿Por qué deplorable ceguera os obstináis en luchar pe­
nosam ente contra ese poder que anula todos vuestros es­
fuerzos para advertiros de su presencia? Sois impotentes
tan sólo porque habéis osado separaros de él, e incluso
contrariarlo: desde el momento en que obraseis de con­
cierto con él, participaríais de algún modo en su natura­
leza; todos los obstáculos se allanarán ante vosotros, y os
reiréis de los miedos pueriles que hoy os agitan. Tenien­
do todas las piezas de la máquina política una tendencia
natural hacia el lugar que les es asignado, esta tendencia,
que es divina, favorecerá todos los esfuerzos del Rey; y,
siendo el orden el elemento natura! del hombre, encon­
traréis en él la felicidad que buscáis vanamente en el de­
sorden. La revolución os ha hecho sufrir, porque fue la
obra de todos los vicios y porque los vicios son muy justa­
i bJ J ü ü L s ’h D E M A I S T R E

mente los verdugos del hombre. Por ia razón contraria,


la vuelta a la monarquía, lejos de producir los males que
teméis para el porvenir, hará cesar los que os consumen
hoy; todos vuestros esfuerzos serán positivos; no destrui­
réis más que la destrucción.
Desengañaos de una vez de esas doctrinas desolado-
ras, que han deshonrado nuestro siglo y perdido a Fran­
cia. Ya habéis aprendido a conocer a los predicadores de
estos dogmas funestos; pero la impresión que ellos han
hecho sobre vosotros no está borrada. En todos vuestros
planes de creación y de restauración, no olvidáis más que
a Dios: os han separado de él: es sólo por un esfuerzo de
razonamiento como eleváis vuestros pensamientos hasta
la fuente inagotable de toda existencia. Queréis ver sólo
el hombre; su acción tan débil, tan dependiente, tan cir­
cunscrita; su voluntad tan corrompida, tan fluctuante, y
la existencia de una causa superior no es para vosotros
más que una teoría. Sin embargo esta causa os presiona,
os rodea: la tocáis, y el universo entero os la anuncia.
Cuando os digo que sin ella no seréis fuertes más que
para destruir, no es una vana teoría que os recite, es una
verdad práctica fundada en la experiencia de todos los si­
glos y en el conocimiento de la naturaleza humana.
Abrid la Historia, no veréis una creación política; ¡qué
digo!, no veréis una institución cualquiera, por poco que
ella posea fuerza y duración, que no repose sobre una
idea divina; de cualquier naturaleza que sea, no importa:
pues no hay sistema religioso enteram ente falso. Que no
se nos hable más de las dificultades y de las desdichas que
os alarman como consecuencias de lo que llamáis contra­
rrevolución. Todas las desdichas que habéis experimen­
tado vienen de vosotros; ¿por qué no habríais de ser heri­
dos por las ruinas del edificio que vosotros mismos
habéis derribado? La reconstrucción es otro orden de
cosas; volved tan sólo a la vía que puede conduciros a
ella. No es por el camino de la nada como llegaréis a la
creación.
¡Oh!, ¡qué culpables son esos escritores embusteros o
Co n s i d e r a ciunes s o b r e erancia i 1i

pusilánimes que se permiten asustar al pueblo con el es­


pantajo que se llama contrarrevolución!; quienes, aun es­
tando de acuerdo por completo en que la revolución fue
un azote espantoso, sostienen sin embargo que es impo­
sible volver a atrás. ¿No se diría que los males de la revo­
lución están acabados y que los franceses han arribado a
puerto? El reinado de Robespierre de tal manera ha
aplastado este pueblo, de tal manera ha impresionado su
imaginación, que tiene por soportable y casi por feliz
todo estado de cosas en que no se degüelle sin interrup­
ción. D urante el fervor del terrorismo, los extranjeros
observaban que todas las cartas de Francia que narraban
las escenas espantosas de esta cruel época acababan con
estas palabras: ahora se está tranquilo, es decir, los ver­
dugos descansan; reponen fuerzas; mientras se está a la
espera todo va bien. Este sentimiento, ha sobrevivido al
régimen infernal que lo ha producido. El francés, petrifi­
cado por el terror y desalentado por los errores de la polí­
tica extranjera, se ha encerrado en un egoísmo que no le
perm ite ver más que a sí mismo, y el lugar y el momento
en que existe: se asesina en cien puntos de Francia; no
importa, pues no es él el que ha sido saqueado o destro­
zado: si en su calle, al lado de su casa, es donde se ha co­
metido alguno de esos atentados, ¿qué importa también?
El m omento ha pasado; ahora todo está tranquilo: refor­
zará sus cerrojos y no pensará más en ello; en una pala­
bra, todo francés es bastante feliz el día en que no se le
mata.
Sin embargo las leyes carecen de vigor, el gobierno re­
conoce su impotencia para hacerlas ejecutar; los críme­
nes más infames se multiplican en todas partes; el demo­
nio revolucionario levanta orgullosámente la cabeza; la
constitución no es más que una tela de araña, y el poder
se perm ite horribles atentados. El matrimonio no es sino
una prostitución legal; no hay autoridad paterna, no hay
estremecimiento por el crimen, no hay asilo para la indi­
gencia. El horroroso suicidio denuncia al gobierno la de­
sesperación de los desgraciados que le acusan. El pueblo
j i 2 J O S E P H i ) E M A iS í R E

se desmoraliza del modo más espantoso; y la abolición


del cuito, unido a la ausencia total de educación pública,
prepara a Francia una generación cuya sola idea hace es­
tremecer.
¡Cobardes optimistas!, ¡he ahí pues el orden de cosas
que teméis ver cambiado! ¡Salid, salid de vuestro desgra­
ciado letargo!, en lugar de m ostrar al pueblo los males
imaginarios que deben resultar de un cambio, emplead
vuestros talentos en hacerle desear la conmoción dulce y
curativa, que traerá al Rey sobre su trono, y el orden en
Francia.
M ostradnos, hombres demasiado preocupados, mos­
tradnos esos males tan terribles, con los cuales se os ame­
naza para disuadiros de la monarquía; ¿no véis que vues­
tras instituciones republicanas no tienen raíces y que no
son más que puestas sobre vuestro suelo, al contrario de
las precedentes que estaban plantadas en él? H a sido ne­
cesario el hacha para derribar aquéllas; las otras cederán
con un soplo y no dejarán huellas. No es en absoluto lo
mismo, sin duda, quitar a un presidente de birrete su dig­
nidad hereditaria que era una propiedad, o hacer descen­
der de su sillón a un juez temporal que no tiene dignidad.
La revolución ha hecho sufrir mucho, porque ha destrui­
do mucho; porque ha violado brusca y duram ente todas
las propiedades, todos los hábitos y todas las costum­
bres; porque toda tiranía plebeya es, por su naturaleza,
fogosa, insultante, despiadada, y la que ha operado la
Revolución francesa ha debido reforzar este carácter
hasta el exceso, no habiendo visto nunca el universo tira­
nía más baja y más absoluta.
La opinión es la fibra sensible del hombre: se le arran­
can desgarradores gritos cuando se le hiere en este
punto; es lo que ha hecho la revolución tan dolorosa,
porque ha pisoteado todas las grandezas de opinión.
A hora bien, aun cuando el restablecimiento de la m onar­
quía causase a un igual gran núm ero de hombres las mis­
mas privaciones reales, habría siempre una diferencia in­
mensa, que residiría en que no destruiría ninguna
C O N S ID E R A C lü N E S S O B R E F R A N C IA i 13

dignidad; pues no hay dignidad en Francia, por la razón


de que no hay soberanía.
Pero, no considerando incluso más que las privaciones
físicas, la diferencia no sería menos sorprendente. Ei
poder usurpador inmolaba a los inocentes; el rey perdo­
nará a los culpables: uno abolía las propiedades legíti­
mas; el otro reflexionará sobre las propiedades ilegíti­
mas. Uno ha tomado como divisa: Diruit, aedificat,
rnutat cuadrata rotundis Después de siete años de es­
fuerzos no ha podido todavía organizar una escuela pri­
maria o una fiesta campesina: incluso hasta sus partida­
rios se burlan de sus leyes, de sus empleos, de sus
instituciones, de sus fiestas y hasta de sus trajes; el otro,
construyendo sobre una verdadera base, no andará a
tientas: una fuerza desconocida presidirá sus actos; no
operará más que para restaurar: ahora bien, toda acción
regular no atormenta más que al mal.
Es también un gran error de imaginación creer que el
pueblo tenga algo que perder con el restablecimiento de
la Monarquía; pues el pueblo no ha ganado más que en
idea en el trastorno general: Él tiene derecho a todos los
p u e s t o s , se dice; ¿qué importa? Se trata de saber lo que
valen. Estos puestos, de los que se habla tanto y que se
ofrecen al pueblo como una gran conquista, no son nada
en realidad ante el tribunal de la opinión. El estado mili­
tar mismo, honorable en Francia por encima de todos los
demás, ha perdido su brillo: pues no tiene ya grandeza de
opinión, y la paz lo reducirá todavía más. Se amenaza a
los militares con el restablecimiento de la M onarquía, y
nadie tiene en ello más interés que ellos. No hay nada tan
evidente como la necesidad en que estará el rey de m an­
tenerlos en su puesto, y dependerá de ellos, más tarde o
más tem prano, cambiar esta necesidad política en necesi­
dad de afecto, de deber y de reconocimiento. Por una
combinación extraordinaria de circunstancias, no hay

93
H o racio , E p., I, 1, 100.
114 JOSEPH D E MAISTRE

nada en ellos que pueda molestar la opinión más realista.


Nadie tiene derecho a despreciarlos, puesto que no com­
baten más que por Francia; no hay entre ellos y el Rey
ninguna barrera de prejuicios capaz de estorbar sus de­
beres: el Rey es francés ante todo. Que se acuerden de
Jacobo II, durante el combate de la Hogue, aplaudien­
do, desde el borde del m ar, el valor de aquellos ingleses
que acababan de destronarlo; ¿podría dudarse de que el
Rey no esté orgulloso de su valor y no los mire en su co­
razón como los defensores de la integridad de su reino?
¿No ha aplaudido públicamente este valor, lamentando
(era necesario hacerlo) que no se desplegase p o r una
mejor cama? ¿No ha felicitado a los valientes del ejército
de Condé p o r haber vencido odios que el artificio más
profundo trabajaba desde hacía tan largo tiempo en nu­
trir? Los militares franceses, después de sus victorias, no
tienen ya más que una necesidad; es que la soberanía le­
gítima venga a legitimar su carácter; ahora se los teme y
se ios desprecia. La más profunda despreocupación es el
prem io de sus trabajos, y sus conciudadanos son los hom ­
bres del universo más indifereníes a los iriunfos del ejér­
cito: llegan a menudo hasta a detestar sus victorias que
alim entan ei humor guerrero de sus amos. El restableci­
miento de la M onarquía dará súbitamente a los milita­
res un alto lugar en la opinión; íos talentos recogerán en
su camino una dignidad rea!, una ilustración siempre cre­
ciente, que será la propiedad de los guerreros y que
transm itirán a sus hijos; esta pura gloria, este brillo tran­
quilo, m erecerá bien las menciones honorables, y el os­
tracismo del olvido que ha sucedido al cadalso.
Si se considera la cuestión bajo un punto de vista más
general, se hallará que la monarquía es, sin contradic­
ción, el gobierno que da más distinción a un mayor nú­
m ero de personas. La soberanía, en esta especie de go­
bierno, posee sufícieníe brillo para comunicar una parte
de él, con las gradado;aes necesarias, a una multitud de
agentes que distingue más o menos. .En la república, la
soberanía no e.s palpable co,mo en la monarquía; es un ser
ÍX j N S I D E R A C I O N E S s o b r e R jiA N C ÍA l J5

puram ente moral, y su grandeza es incomunicable: así


los empleos no son nada en las repúblicas fuera de la ciu­
dad en que reside el gobierno; y no son nada tampoco
sino en tanto están ocupados por miembros del gobier­
no; es por lo tanto el hombre quien honra al empleo, no
es el empleo el que honra al hombre: éste no brilla como
agente, sino como porción del soberano.
Se puede ver en las provincias que obedecen a repúbli­
cas que los empleos (si se exceptúa los que están reserva­
dos a los miembros del soberano) elevan muy poco a los
hombres a los ojos de sus semejantes, y no significan casi
nada en la opinión; pues la república, por su naturaleza,
es el gobierno que da más derechos al m enor número de
hombres que se llama el soberano, y que quita más a
todos los oíros que se llaman los súbditos.
Cuanto más la república se aproxime a la democracia
pura, tanto más la observación será convincente.
Recuérdese esa multitud innumerable de empleos (ha­
ciendo incluso abstracción de todos los empleos abusi­
vos) que el antiguo gobierno de Francia presentaba a la
ambición universal. El clero secular y regular, la espada,
la toga, las finanzas, la administración, etc., ¡qué de
puertas abiertas a todos los talentos y a todos los géneros
de ambición! ¡Qué gradaciones incalculables de distin­
ciones personales! De este número infinito de puestos,
ninguno está concedido por el derecho por encima de las
pretensiones del simple ciudadano había incluso una
cantidad enorme que eran propiedades preciosas, que
hacían realmente del propietario un notable y que p erte­
necían exclusivamente al Tercer Estado.
Que los primeros puestos fuesen de más difícil acceso
al simple ciudadano era una cosa muy razonable. Hay
demasiado movimiento en el Estado, y no bastante su-

La fam osa ley que excluía al T ercer E stad o de] servicio m ilitar no
f)odía ser ejecu tad a; era sim plem ente una to rp eza m inisterial, de la
cual la pasión lia hablado com o de una ley fu ndam ental.
11 C JO SEi 'H Di: M A I S T R E

bord inación, cuando todos pueden pretender todo. El


orden exige que en general ios empleos estén graduados
como el estado de los ciudadanos, y que los talentos, y al­
gunas veces incluso la simple protección, bajen las barre­
ras que separan las diferentes ciases. De esta manera,
hay emulación sin humillación, y movimiento sin des-
tmcción; la distinción unida a un empleo no es incluso
producida, como la misma palabra lo dice, más que por
la dificultad más o menos grande de alcanzarlo.
Si se objeta que estas distinciones son malas, se cambia
eí estado de la cuestión; pero yo digo: Si vuestros em ­
pleos no elevan a los que ios poseen, no os alabéis de dar­
los a todo el mundo; pues no daréis nada.
Si, al contrario, los empleos son y deben ser distincio­
nes, repito que ningún hom bre de buena fe me podrá
negar que ia monarquía es el gobierno que, por los solos
cargos, e independientem ente de la nobleza, distingue un
mayor número de hombres del resto de sus conciuda­
danos.
No hay que dejarse engañar, por otra parte, por aque­
lla igualdad ideal que no está más que en las palabras. El
soldado que tiene el privilegio de hablar a su oficial en un
tono groseramente familiar no es por eso su igual. La
aristocracia de los puestos, que no se podía percibir a pri­
mera vista en el trastorno general, comienza a formarse;
la misma nobleza recobra su indestructible influencia.
Las tropas de tierra y de m ar están ya mandadas, en
parte, por gentileshombres, o por alumnos que el anti­
guo régimen había ennoblecido al agregarlos a una pro­
fesión noble. La república ha incluso obtenido por ellos
sus más grandes éxitos. Si la delicadeza, quizá desafortu­
nada, de la nobleza francesa no la hubiese separado de
Francia, mandaría ya en todas partes; es una cosa bastan­
te corriente oír decir: Que, si la nobleza hubiese querido,
se le habrían dado todos los empleos. Ciertam ente, en el
momento en que escribo (4 de enero de 1797), la repúbli­
ca bien quisiera tener sobre sus navios los nobles que
hizo m atar en Quiberon.
C O N S I D E R A C I O N E S S O B R E E R A N C JA 117

El pueblo, o la masa de los ciudadanos, no tiene pues


nada que perder; y, al contrario, tiene todo que ganar
con el restablecimiento de la Monarquía, que reintegrará
una m ultitud de distinciones reales, lucrativas e incluso
hereditarias, en el lugar de los empleos pasajeros y sin
dignidad que da la república.
No he insistido sobre los emolumentos correspondien­
tes a los puestos, siendo notorio que la república no paga
o paga mal. No produce más que fortunas escandalosas:
sólo el vicio se enriquece a su servicio
Term inaré este artículo con observaciones que prue­
ban claramente (así me lo parece) que el peligro que se
ve en la contrarrevolución se encuentra precisamente en
el retraso de este gran cambio.
La familia de los Borbones no puede ser aceptada por
los jefes de la república: existe; sus derechos son visibles,
y su silencio habla quizá más alto que todos los manifies­
tos posibles.
Es una verdad que salía a la vista que la república fran­
cesa, incluso desde el momento en que parece haber sua­
vizado sus máximas, no puede tener verdaderos aliados.
Por su naturaleza, es enemiga de todos los gobiernos:
tiende a destruirlos todos; de m anera que todos tienen
un interés en destruirla. La política puede sin duda dar
aliados a la república; pero estas alianzas son contra na­
tura, o, si se quiere, Francia tiene aliados, pero la repú­
blica francesa no los tiene.
Amigos y enemigos se pondrán siempre de acuerdo
para dar un rey a Francia. Se cita a menudo el éxito de la
Revolución inglesa en el último siglo; pero ¡qué diferen­
cia! La M onarquía no quedaba derrocada en Inglaterra.
Sólo el monarca había desaparecido para hacer sitio a

Scim us, et hanc veniam petim usque darnusque vicissim,


S ed n on ut placidis coeant im m iíia, non ut
Serpentes avibusgem inentur, ügribusagni (H o racio , Píx., 11-15).
Es lo que ciertos gabinetes p u ed en m ejo r decir a la E u ro p a que les inte-
rro 2a.
11o J O S E P i l D K M A Í S' / ' R P

otro. La misma sangre de los Estuardo estaba sobre el


tro no ; y era por esta sangre por la que el nuevo Rey tenía
su derecho. Este Rey era por sí mismo un príncipe fuerte
con toda la potencia de su Casa y con sus relaciones de
familia. El gobierno de Inglaterra no tenía por otra parte
nada de peligroso para los otros: era una Monarquía
como antes de la revolución: sin embargo, faltó bien
poco para que Jacobo II no retuviese el cetro: y, si él hu­
biese tenido un poco más de fortuna o solamente un poco
más de habilidad, no se le habría escapado; y aunque In­
glaterra tuviese un rey; aunque los prejuicios religiosos
se uniesen a los prejuicios políticos para excluir al pre­
tendiente; aunque la situación aislada de este reino lo de­
fiende contra una invasión; no obstante, hasta mediados
de este siglo, el peligro de una segunda revolución ha pe­
sado sobre Inglaterra. Todo ha dependido, como se
sabe, de la batalla de Culloden.
En Francia, al contrario, el gobierno no es m onárqui­
co; es incluso el enemigo de todas las monarquías que lo
rodean; no es un príncipe quien manda, y, si alguna vez
el Estado es atacado, aparentem ente no hay más que los
parientes extranjeros de los pentarcas que levanten tro­
pas para defenderlos. Francia estará en un peligro habi­
tual de guerra civil; y este peligro tendrá dos causas cons­
tantes, pues habrá de tem er sin cesar los justos derechos
de los Borbones, o la astuta política de las otras potencias
que podrían tratar de aprovecharse de las circunstancias.
En tanto que el trono de Francia esté ocupado por el so­
berano legítimo, ningún príncipe en el universo puede
soñar en apoderarse de él; pero, en cuanto esté vacante,
todas las ambiciones reales pueden codiciarlo y entre­
chocarse. Por otra parte, el poder está al alcance de todo
el mundo desde el momento en que está en el polvo. El
gobierno regular excluye una infinidad de proyectos;
pero, bajo el imperio de una falsa soberanía, no hay pro­
yectos quiméricos; todas las pasiones están desencadena­
das, y todas tienen fundadas esperanzas. Los cobardes
que rechazan al Rey por miedo a la guerra civil, prepa­
C O N S iD E R A ^ l O N E S S O B R E ER A NCR A 1 19

rando justam ente los materiales de la misma, es porque


locamente quieren el reposo y la constitución, por lo que
no tendrán ni reposo ni constitución. No hay seguridad
perfecta para Francia en el estado en que se encuentra.
Sólo el Rey, y el Rey legítimo, al elevar desde lo alto de
su trono el cetro de Carlomagno, puede extinguir o de­
sarmar todos los odios, burlar todos los proyectos sinies­
tros, clasificar todas las ambiciones al clasificar a los
hombres, calmar los espíritus agitados y crear súbita­
mente en torno al poder ese cinturón mágico que es el
verdadero guardián.
Hay aún una reflexión que debe estar sin cesar ante ios
ojos de los franceses que son actualmente autoridades, y
que su posición los pone en condiciones de influir en el
restablecimiento de la M onarquía. Los más estimables
de estos hombres no deben olvidar que se verán arrastra­
dos, más o menos tarde, por la fuerza de las cosas; que el
tiempo huye y que la gloria se les escapa. Aquella de la
cual pueden gozar es una gloria de comparación: han
hecho cesar las matanzas; han tratado de enjugar las lá­
grimas de la nación: brillan, porque han sucedido a los
mayores malvados que hayan nunca manchado el globo;
pero cuando cien causas reunidas habrán levantado el
trono, la amnistía, con la fuerza del término, los cabrá a
ellos; y sus nombres, para siempre oscuros, perm anece­
rán sepultados en el olvido. Que no pierdan pues nunca
de vista la aureola inmortal que debe rodear los nombres
de los restauradores de la M onarquía. Toda insurrección
del pueblo contra los nobles nunca desemboca más que
en una creación de nuevos nobles, y se observa ya cómo
se form arán estas nuevas razas, cuyas circunstancias ace­
lerarán su lustre, y que, desde su cuna, podrán pretender
todo.
120 J ü S E l ' í i D E fiíA iS T R E

§ II. D E LOS BIENES NACIONALES

Se atemorizan los franceses con la restitución de bie­


nes nacionales; se acusa al Rey de no haberse atrevido a
tocar, en su declaración, este delicado punto. Se podría
decir a una gran parte de la Nación: ¿qué os importa?; y
ésta no sería quizá una mala respuesta. Pero, para que no
parezca que evitamos las dificultades, más vale observar
que el interés visible de Francia, en general, respecto de
los bienes nacionales, e incluso el interés bien entendido
de los adquirentes de estos bienes, en particular, se ar­
moniza con el restablecimiento de la Monarquía. El ban­
didaje ejercido respecto de estos bienes hiere la concien­
cia más insensible. Nadie cree en la legitimidad de estas
adquisiciones; y aquel que incluso declama más elocuen­
tem ente sobre este tema, en el sentido de la legislación
actual, se apresura a revender para asegurar su ganancia.
No se atreven a gozar plenamente; y cuanto más los espí­
ritus se enfríen, menos se atreverán a gastar en estos fon­
dos. Las construcciones se degradarán, y no se atreverán
en mucho tiempo a elevar otras nuevas: los adelantos de
inversión serán débiles; ei capital de Francia decaerá
considerablemente. Hay ya mucho mal en esta materia,
y los que han podido reflexionar sobre los abusos de los
decretos deben comprender lo que es un decreto arro­
jado sobre el tercio, quizá, del más poderoso reino de
Europa.
Muy a menudo, en el seno del cuerpo legislativo se han
trazado cuadros impresionantes sobre el estado deplora­
ble de estos bienes. El mal irá siempre en aumento, hasta
que la conciencia pública no tenga ya duda de la solidez
de estas adquisiciones; pero ¿qué mirada puede otear
esta época?
No considerando más que los poseedores, el primer
peligro para ellos viene del gobierno. Que no se enga­
ñen, no le es igual obtener aquí o allá: el más injusto que
se pueda imaginar no pedirá otra cosa que llenar sus co­
fres haciéndose los menos enemigos posibles. A hora
C iJ N S I O E h . I U Ü N E S S O B R E E R A N C IA 12 J

bien, se sabe en qué maniobras infames, de que agio es­


candaloso esos bienes han sido objeto. El vicio primitivo
5’ continuado de la adquisición es indeleble a todas las mi­
radas; así) el gobierno francés no puede ignorar que, al
oprimir a estos adquirentes, tendrá la opinión pública de
su parte y que no será injusto más que para ellos; por
otro lado, en los gobiernos populares, incluso legítimos,
la injusticia no tiene pudor; se puede juzgar de lo que
será en Francia, donde el gobierno, variable como las
personas y falto de identidad, no cree nunca rectificar su
propia obra al derribar lo que está hecho.
Caerá pues sobre íos bienes nacionales desde el m o­
mento en que pueda. Impulsado por la conciencia, y (lo
que es necesario no olvidar) por los celos de todos los
que no poseen, atorm entará a los poseedores, o con nue­
vas ventas modificadas de una cierta m anera, o por lla­
mamientos generales en suplemento de! precio, o por
impuestos extraordinarios; en una palabra, no estarán
nunca tranquilos.
Pero todo es estable bajo un gobierno estable, de m a­
nera que interesa incluso a los adquirentes de los bienes
nacionales que la monarquía sea restablecida, para saber
a qué atenerse sobre ellos. Es muy a despropósito el que
se haya reprochado al Rey no haber hablado claro sobre
este punto en su declaración: no podía hacerlo sin una
extrema imprudencia. U na ley sobre este punto no será
quizá, cuando el tiempo sea oportuno, una cosa demasia­
do difícil para la legislación. Pero es necesario recordar
aquí lo que he dicho en el capítulo precedente. Las con­
veniencias de tal o cual clase de individuos no detendrán
la contrarrevolución. Todo lo que pretendo probar es
que es im portante para ellos que el reducido núm ero de
hombres que puede influir en este gran acontecimiento
no espere que los abusos acumulados por la anarquía lo
hagan inevitable y lo traigan bruscamente; pues cuanto
más necesario sea el rey, tanto más dura ha de ser la suer­
te de aquellos que han ganado con la revolución.
§ III. D E LAS VENGANZAS

Otro espantajo del que se sirven para hacer tem er a los


franceses el retorno de su Rey son las venganzas de que
este retorno debe estar acompañado.
Esta objeción, como las otras, es sobre todo hecha por
hombres de ingenio que no creen en ella; es sin embargo
conveniente discutirla en favor de las gentes honradas
que la creen fundamentada.
Numerosos escritores realistas han rechazado, como
un insulto, este deseo de venganza que se le supone a su
partido; uno solo va a hablar por iodos: lo cito para mi
placer y para el de mis lectores. No se me acusará de es­
cogerlo entre los realistas fríos:
«Bajo el imperio de un poder ilegítimo, las más horri­
bles venganzas son de tem er; pues ¿quién tendría el de­
recho de reprimirlas? La víctima no puede invocar en su
ayuda la autoridad de las leyes que no existen, y de un
gobierno que no es más que la obra del crimen y de ia
usurpación.
»Sucede de un modo totalmente distinto en el caso de
uo gobierno asentado sobre bases sagradas, antiguas, le­
gítimas; tiene el derecho de reprim ir las más justas ven­
ganzas y de castigar al instante con la espada de la ley a
quienquiera que se entregue más a los sentimientos de la
naturaleza que al de su deber.
»Sólo un gobierno legítimo tiene derecho a proclamar
la amnistía y los medios de hacerla obsei-var.
»Eiitonces queda demostrado que el más perfecto, el
más puro de los realistas, el más gravemente ultrajado en
sus parientes, en sus propiedades, debe ser castigado a
m uerte, bajo un gobierno legítimo, si se atreve él mismo
a vengar sus propias injurias cuando el rey le haya orde­
nado el perdón.
>>Es pues bajo un gobierno íundado sobre nuestras
leyes como ia amnistía puede ser segurameíiíe concedida
y cómo puede ser severamente observada.
»jAh! Sin duda sería fácil discutir hasta que punto el
C O N S I D E R A C I O N E S S O B R E C R A N C IA J 23

Rey puede extender una amnistía. Las excepciones que


prescribe ei primero de sus deberes son bien evidentes.
Todo el que se ha teñido con la sangre de Luis XVI no
puede esperar gracia más que de Dios; pero ¿quién osará
después trazar con mano segura los límites donde debe-
detenerse la amnistía y la clemencia del Rey? Mi corazón
y mi pluma rehúsan igualmente hacerlo. Si alguno se
atreve alguna vez a escribir sobre tal tema, será, sin
duda, aquel hombre raro y único quizá, si existe, que él
mismo no ha tenido un fallo nunca en el curso de esta ho­
rrible revolución, y cuyo corazón, tan puro como la con­
ducta, no tuvo nunca necesidad de gracia»
La razón y el sentimiento no podrían expresarse con
más nobleza. Sería necesario compadecer al hombre que
no reconociese, en este trozo, el acento de la convicción.
Diez meses más tarde de la fecha de este escrito, el
Rey ha pronunciado en su declaración esta palabra tan
conocida y tan digna de serio: ¿Quién osaría vengarse
c u a n d o ei Rey perdona?
No ha exceptuado de la amnistía más que a los que vo­
taron la muerte de Luis XVÍ, los cooperadores, los ins­
trumentos directos e inmediatos de su suplicio, y los
miembros del tribunal revolucionario que envió al cadal­
so a la Reina y a «madame Eiisabeth». Tratando incluso
de restringir el anatem a respecto de los primeros, en la
medida en que la conciencia y el honor se lo permitían,
no ha puesto en las filas de los parricidas a los que es per­
mitido creer que no se mezclaron con los asesinos de
Luis X V I más que con el designio de salvarlo.
Respecto de aquellos monstruos, que la posteridad no
nombrará sino con horror, el Rey se ha contentado con
decir, con tanta mesura como justicia, que Francia entera
convoca sobre sus cabezas la espada de la justicia.
Con esta frase no se ha privado del derecho de conce-

Observations sur la conduite des puissahces coalisées, p o r el


co!}de de A ntraig u es, prólogo, pp . X X X IV y ss.
124 J Ü S E P I I J)L: M / i J S T j i E

der gracia en particular; corresponde a los culpables ver


lo que podrían poner en la balanza para compensar su
crimen. Monk se sirvió de íngolsby para detener a Lam-
bert. Se puede aún hacer mejor que íngolsby
Observaré además, sin pretender debilitar el justo ho­
rror que es debido a los asesinos de Luis XVI, que a los
ojos de la justicia divina no son todos igualmente culpa­
bles. En lo moral, como en lo físico, la fuerza de la fer­
mentación está en razón de ias masas fermentantes. Los
setenta j ueces de Carlos I eran más dueños de sí mismos
que los jueces de Luis 2íVI. Hubo ciertamente entre
éstos culpables muy deliberados, que es imposible detes­
tar bastante; pero estos grandes culpables habían tenido
el arle de excitar tal terror, habían producido en los espí­
ritus menos vigorosos una tal impresión, que varios dipu­
tados, no tengo ninguna duda, fueron privados de una
parte de su libre albedrío. Es difícil formarse una idea
clara del delirio indefinible y sobrenatural que se apode­
ró de la asamblea en la época del juicio de Luis XVI.
Estoy persuadido de que varios culpables, al recordarse
de esta funesta época, creen haber tenido un mal sueño;
que están tentados de dudar de lo que han hecho, y que
se explican menos a sí mismos de lo que iiusolros pode­
mos explicarlos.
Estos culpables, disgustados y sorprendidos de serlo,
deberían intentar hacer su paz.
Por lo demás, esto no les concierne más que a ellos;
pues la Nación sería muy vil si considerase como un in­
conveniente de la contrarrevolución el castigo de tales
hombres; pero para aquellos mismos que tuviesen esta
debilidad se puede observar que la Providencia ha co­
menzado ya el castigo de los culpables: más de sesenta

Ingolsby había sido u n o de los jueces de Carlos I; M onb (que,


tras luchar al fren te de un ejerciío de CromwcK, aseguró, m u erto éste,
la restau ració n de C arlos lí ) lo utilizó sin em bargo contra L arnbert
(que in ten tó en vano o o o n crse a M onk y a la R estauración), evadido
de la T o rre. (rV. d e / r . í
C ü N S ID E IiA C iÜ N E S S O B R E ER A N C 1A 125

regicidas, entre los más culpables, han perecido de m uer­


te violenta; otros perecerán sin duda, o dejarán Europa
antes de que Francia tenga un Rey; muy pocos caerán
entre las manos de la justicia.
Los franceses, perfectamente tranquilos en cuanto a
las venganzas judiciales, deben estarlo del m.ismo modo
en cuanto a las venganzas particulares: tienen a este res­
pecto la seguridad más solemne; tienen la palabra de su
Rey; no Ies es permitido temer.
Pero, como es necesario hablar a todas las mentalida­
des y prevenir todas las objeciones; como es necesario
responder, incluso a los que no creen en el honor y en la
fe, es necesario probar que las venganzas particulares no
son posibles.
El soberano más poderoso no tiene más que dos bra­
zos; no es fuerte más que por los instrumentos que em ­
plea y a que la opinión ie somete. Ahora bien, aunque sea
evidente que el Rey, después de la restauración supues­
ta, no tratará más que de perdonar, concedamos, para
■poner las cosas en lo peor, una suposición totalm ente
contraria. ¿Cómo se las arreglaría si quisiese ejercer ven­
ganzas arbitrarias? E1 ejército francés, tal como lo cono-
cemos, ¿sería un insiium eoío suíi cien teme nte -flexible
entre sus manos? /V la ignorancia y a la mala fe les place
representar este futuro Rey como un Luis XIV, que, se­
m ejante a 1111 Júpiter de H om ero, no tuviese más que
fruncir el ceño para trastornar Francia. Ei poder de la so­
beranía es completamente moral. Manda vanam ente si
este poder oo está orientado hacia ella; es necesario po­
seerlo en su plenitud para abusar de él. Ei Rey de Fran­
cia que subirá al trono de sus antepasados, no tendrá se­
guram ente deseo de comenzar por abusos; y, si lo
tuviese, sería en vano: porque no sería suficientemente
fuerte para satisfacerlo. El gorro frigio rojo, a! tocar la
frente rea!, ha hecho desaparecer las huellas del santo
óleo: el encanto está roto, largas profanaciones han des­
truido el imperio divino de los prejuicios nacionales; y
durante mucho tiempo todavía, mientras que la fría
126 J O S E l ’H D E M A I S T R E

razón doblegará los cuerpos, los espíritus quedarán en


pie. Se aparenta tem er que el nuevo Rey de Francia cas­
tigue a sus enemigos: ¡infeliz!, podrá solamente recom­
pensar a sus amigos
Los franceses tienen pues dos fiadores infalibles contra
las pretendidas venganzas con las cuales se les produce
miedo, el interés del Rey y su impotencia
La vuelta de los emigrados suministra también a los
adversarios de la M onarquía un tema inagotable de te­
mores imaginarios; importa disipar esta visión.
La primera cosa a observar es que hay proposiciones
verdaderas cuya verdad no tiene más que una época; sin
embargo, se acostumbra a repetirlas largo tiempo des­
pués de que ios tiempos las han hecho falsas e incluso ri­
diculas. El partido unido a ia revolución podía tem er ia
vuelta de los emigrados poco tiempo después de la ley
que los proscribió: no afirmo sin embargo que ellos tu­
viesen razón; pero, ¿qué im porta?, es ésta una cuestión
puram ente ociosa, de la cual sería muy inútil ocuparse.
La cuestión es saber si, en este momento, el retorno de los
emigrados tiene algo de peligroso para Francia.
l.a nobleza envió 284 diputados a aquellos Estados ge­
nerales de funesta memoria, que han producido todo lo
que hemos visto. Por un trabajo hecho en varias bai-
lías nunca se ha encontrado más de 80 electores por

E s conocida la b rom a de C arlos II sobre el pleonasm o de la fór-


iTiula inglesa de amni.stía y olvido; Y^o com prendo, dice, am nistía para
mis enem igos y olvido p a ra mis amigos.
Los acontecim ientos han justificado todas estas predicciones de
sentido com ún. D esde que esta o b ra se acabó, el gobierno francés ha
publicado la docum entación de las dos conspiraciones descubiertas y
que se juzgan de un m odo un poco diferente; una jacobina y ia otra
realista. E n la b an d era dei jacobinism o estab a escrito: M uerte a todos
nuestros enem igos; y en la del realism o: Gracia a todos los que no !a
rechacen. P a ra im pedir que e! pueblo saque consecuencias, se le ha
dicho que el piarlamento debía anular la anm istía real; pero esta to n te ­
ría su p era el má.ximum; seguram ente no ten d rá fortuna.
B ailía (bailliage), jurisdicción adm inistrativa y judicial del anli-
g u á régim en b ajo la presidencia de un bailío (bailly). (N. del T. )
C O N S i i j ; ü i A Ci U N E S S O B i i E /■/\'/l /VCL- 1 iZ /

un diputado. No es absolutamente imposible que ciertas


bailías hayan presentado un número mayor; pero es tam ­
bién necesario tener en cuenta los individuos que han
opinado en más de una bailía.
Bien considerado todo, se puede evaluar en 25.000 el
núm ero de los cabezas de familia nobles que enviaron di­
putados a los Estados generales; y ai multiplicarlos por 5,
núm ero común atribuido, como se sabe, a cada familia,
obtendremos 125.000 cabezas nobles. Pongamos 130,000,
para rem atar la apuesta deduzcamos las mujeres,
quedan 65.000. Restemos de este último número: 1.°, los
nobles que nunca han salido, 2.”, los que han vuelto, 3.®,
los ancianos, 4.”, los niños, 5.°, los enfermos, 6.°, los sa­
cerdotes, 7.®, todos los que han perecido en la guerra,
por los suplicios o únicamente por el orden natural de las
cosas. Quedará un número que no es fácil de determinar
con justeza, pero que, bajo todos los puntos de vista po­
sibles, no podría alarmar a Francia.
U n príncipe digno de su nombre lleva a los combates
5.000 ó 6.000 hombres a lo sumo; este cuerpo, que no
está, ni con mucho, absolutamente compuesto de nobles,
ha dado pruebas de un valor admirable bajo las banderas
extrajeras; pero, si se le aísla, desaparece. En fin, es
claro que, en el aspecto militar, los emigrantes no son
nada y nada pueden.
Hay además una consideración que se refiere más par­
ticularm ente ai espíritu de este trabajo y que merece ser
desarrollada.
No hay azar en el mundo, e incluso en un sentido se­
cundario no hay desorden, en tanto que el desorden está
ordenado por una mano soberana que lo somete a la
regla y lo fuerza a concurrir a un fin.
U na revolución no es más que un movimiento político,
que debe producir un cierto efecto en un cierto tiempo.

Carrer au plus fo rí. T érm ino dei juego; pon er su a p u esfi (V


d e lT .)
128 J O S E P l l D E Ai A I S J R E

Este movimiento tiene sus leyes; y, al observarlas atenta­


m ente durante una cierta extensión de tiempo, se pue­
den deducir conjeturas bastante ciertas para el porvenir.
A hora bien, una de las leyes de la Revolución francesa es
que los emigrados no puedan atacarla más que para su
desgracia y están totalmente excluidos,de cualquier obra
que se opere.
Desde las primeras quimeras de la contrarrevolución,
hasta la empresa para siempre lamentable de Quibe-
ron no han emprendido nada que haya tenido éxito,
e incluso que no se haya vuelto en su contra. No es sola­
m ente que no hayan tenido éxito, sino que todo lo que
em prenden está marcado con un tai carácter de impoten­
cia y de nulidad, que la opinión al fin se ha acostumbrado
a mirarlos como hombres que se obstinan en defender un
partido proscrito; lo que arroja sobre ellos un desfavor
del que sus amigos incluso no se dan cuenta.
Y este desfavor sorprenderá poco a los hombres que
piensan que la Revolución francesa tiene por causa prin­
cipal la degradación moral de la nobleza.
M onsieur de Saint-Pierre ha observado en algún lugar,
en sus Estudios de la Naturaleza, que si se compara la fi­
gura d e los nobles franceses a la de sus antepasados, de
los cuales la pintura y la escultura nos han transmitido los
rasgos, se ve con evidencia que estas estirpes han dege­
nerado.
Se le puede creer en este punto, más que sobre las fu­
siones polares y sobre la figura de la Tierra.
Hay en cada Estado un cierto número de familias que
se podrían llamar cosoberanas, incluso en las m onar­
quías; pues la nobleza, en estos gobiernos, no es más que
una prolongación de la soberanía. Estas familias son las
depositarías del fuego sagrado; se extingue cuando dejan
de ser vírgenes.

C iudad de B retaña d o n d e u n a tro p a de em igrados, con el apoyo


de los ingleses, hizo u n d esem barco en jun io de 1795. L a em presa fra ­
casó, d an d o lugar a una d u ra represión. {N. del T.)
C O N S I D E R A C I O N E S S O B R E E R A N C IA 129

La cuestión es saber si estas familias, una vez extingui­


das, pueden ser totalm ente reemplazadas. Al menos no
es necesario creer, si uno quiere expresarse exactamen­
te, que los soberanos puedan ennoblecer. Hay familias
nuevas que se lanzan, por así decirlo, a la administración
del Estado; que se salen de la igualdad de una m anera
sorprendente y se elevan entre las otras como los resal­
vos vigorosos en medio del tupido bosque de árboles m e­
nores. Los soberanos pueden sancionar estos ennobleci­
mientos naturales; es a lo que se limita su poder. Si
contrarían un número demasiado grande de estos enno­
blecimientos o si se permiten hacer demasiados p o r su
pleno poder, trabajan en pro de la destrucción de sus Es­
tados. La falsa nobleza era una de las grandes plagas de
Francia: otros imperios menos brillantes están fatigados
por ello y deshonrados a la espera de otras desgracias.
La filosofía m oderna, que tanto gusta de hablar del
azar, habla sobre iodo del azar del nacimiento; es uno de
sus textos favoritos; pero no hay mayor azar en este
punto que en otros: hay familias nobles como hay fami­
lias soberanas. ¿Puede el hom bre hacer un soberano? A
lo sumo puede servir de instrumento para desposeer a un
soberano, y cnírcgar sus estados a otro soberano prínci­
pe ya Por lo demás, no ha existido nunca familia so­
berana a ia que se pueda asignar el origen plebeyo: si este
fenómeno se mostrase, sería una nueva época del
mundo
Respetando las distancias, hay nobleza como hay so­
beranía. Sin entrar en mayores detalles, contentémonos

E incluso la m an era com o el p o d er hum ano es em pleado en


estas circunstancias es siem pre p ro p io p a ra hum illarlo. E s aquí sobre
t o d o coiT.'O se p ueden dirigir al h o m b re estas p alabras de R ousseau:
M ucstrum c tu poder, yo te m ostraré tu debilidad.
Se oye decir bastan te a m en u d o q u e, si R ichard Crom w ell h u b ie­
ra tenido el genio de su padre, hubiese hecho el protectorado hereditario
en su fatniiia. E sto está m uy bien dicho.
í:U ) J O S E P H D E M A i S 'Í P E

con observar que, si la nobleza abjura de los dogmas na­


cionales, el Estado está perdido ^ .
El papel representado por algunos nobles en la Revo­
lución francesa es mil veces, no digo más horrible, sino
más terrible, que todo lo que se ha podido ver durante
esta revolución.
No ha existido signo más espantoso, más decisivo, del
terrible juicio recaído sobre la M onarquía francesa.
Se preguntará, quizá, qué pueden tener de común
estas faltas con los emigrados, que las detestan. Respon­
do que los individuos que componen las Naciones, las fa­
milias, e incluso los cuerpos políticos, son solidarios: esto
es un hecho. Respondo, en segundo lugar, que las causas
de lo que sufre la nobleza emigrada son muy anteriores a
la emigración. La diferencia que percibimos entre tales o
cuales nobles franceses no es, a los ojos de Dios, más que
una diferencia de longitud y de latitud: no es porque se
esté aquí o allí por lo que se es lo que se debe ser; y no
todos los que dicen: ¡Señor!, ¡Señor!, entrarán en el
Reino. Los hombres no pueden juzgar más que por el ex­
terior; pero algún noble, en Coblenza, podía tener ma­
yores reproches que hacerse que un noble de la orilla iz­
quierda en la asamblea llamada constituyente. En fin,
la nobleza francesa no debe hacerse reproches más que a
sí misma de todas sus desgracias; y cuando esté bien per­
suadida de esto habrá dado un gran paso. Las excepcio-

U n sabio italiano ha hecho una singular observación. D espués


de hab er n o tad o que la nobleza es la guardiana natural com o deposita­
ría de la religión nacional, y que este carácter es más observable a m e­
dida que uno se eleva hacia el origen de las naciones y de las cosas,
añade: Tal che deve esser un gran segno, que vada a finiré una nazione
ove i nobiíi disprezano la religione natia. V ico, Principi d ’una scienza
nuova, ib íd ., I!. C uando el sacerdocio es m iem bro político del E stado,
y sus altas dignidades están o cupadas, en general, p o r la alta nobleza,
resulta de d io la m ás fuerte y la m ás d u ra d e ra de todas las constitucio­
nes posibles. A sí el filosofism o, que es e! disolvente universal, acaba de
hacer su o b ra m aestra en la M onarquía francesa.
Se refiere sin duda al R in com o línea fronteriza. (N. del T.)
iE jN S :;) fx < A a o N E S s o b i e : a r a n o ja 131

nes, más o menos numerosas, son dignas del respeto del


universo; pero no se puede hablar más que en general.
Hoy la nobleza desafortunada (que no puede sufrir más
que un eclipse) debe doblar la cabeza y resignarse. Un
día debe abrazar de buena gana a los hijos que no ha lle­
vado en su seno. Mientras, no debe hacer esfuerzos exte­
riores; quizá incluso sería de desear que no se le hubiese
visto nunca en una actitud amenazadora. En todo caso,
la emigración fue un error y no una culpa; la mayor parte
creía obedecer al honor.
107
Numen abire jubet; prohibent discedere leges
Dios debía prevalecer.
Se podrían hacer otras muchas reflexiones sobre este
punto; atengámonos a un hecho que es evidente. Los
emigrados no pueden nada, es posible incluso añadir que
no son nada; pues todos los días el número de ellos dismi­
nuye, a pesar del gobierno, como consecuencia de esa ley
invariable de la Revolución francesa, que quiere que
todo se haga a pesar de los hombres y contra todas las
probabilidades.
Habiendo suavizado a los emigrantes largas desgra­
cias, todos los días se aproximan a sus conciudadanos; la
acritud desaparece; de una y otra parte comienzan a re­
cordarse de una patria común; se tienden la mano, y en el
campo mismo de batalla se reconocen hermanos. La ex­
traña amalgama que vemos desde hace algún tiempo no
tiene causa visible, pues estas leyes son las mismas; pero
no por ello es menos real. Así, se comprueba que los
emigrados no son nada por el número; que no son nada
por la fuerza, y que pronto no serán ya nada por el odio.
En cuanto a las pasiones más robustas de un reducido
núm ero de hombres, puede prcscindirse de ocuparse
de ello.
Pero liay todavía una reflexión importante que no

O v idio, M e tarn ., X V , 28.


J ó2 JO S K IT J D E M A IST R E

debo pasar en silencio. Se insiste en algunos discursos


imprudentes, que se escapan a hombres jóvenes, descon­
siderados o agriados por la desgracia, para atemorizar a
los franceses por la vuelta de estos hombres. Concedo,
para poner todos los supuestos en mi contra, que estos
discursos anuncien realmente intenciones bien decidi­
das: ¿se cree que los que las tienen estén en estado de
ejecutarlas después del restablecimiento de la M onar­
quía? Muchos se engañarían. En el momento mismo en
que el gobierno legítimo se restablezca, esos hombres
tendrían solamente fuerza para obedecer. La anarquía
necesita la venganza; el orden la excluye severamente.
U n hombre que en este momento no habla más que de
castigar se encontrará entonces rodeado de circunstan­
cias que lo forzarán a no querer más que lo que la ley
quiera; y, por su propio interés, será un ciudadano tran­
quilo y dejará la venganza a los tribunales. Siempre se
deja uno deslumbrar por el mismo sofisma: Un partido
ha castigado cuando era dominante; por lo tanto el parti­
do contrario castigará cuando él a su vez domine. Nada
más falso. En primer lugar, este sofisma supone que hay
en una y otra parte la misma suma de vicios; lo que no es
así seguramente. Sin insistir mucho en las virtudes de los
realistas, estoy seguro al menos de tener a mi favor la
conciencia universal cuando afirme simplemente que hay
menos virtudes en el campo de la república. Por otra
parte, los prejuicios solos, separados de las virtudes, ase­
gurarían que Francia no puede sufrir por parte de los rea­
listas nada semejante a lo que ha experimentado por
p arte de sus enemigos.
La experiencia ha preludiado ya en este punto para
tranquilizar a los franceses; han visto, en más de una oca­
sión, que el partido que lo había sufrido todo por parte
de sus enemigos no ha sabido vengarse cuando los ha te­
nido en su poder. Un pequeño número de venganzas,
que han tenido gran resonancia, prueba la misma propo­
sición; pues se ha visto que sólo la denegación de justicia
más escandalosa ha podido traer estas venganzas, y que
C O N S ID E R A C IO N E S S O B R E 1 R A N C IA 133

nadie se habría hecho justicia a sí mismo si el gobierno


hubiese podido o querido hacerla.
Es, además, de la mayor evidencia que el interés más
aprem iante del Rey será el impedir las venganzas. No
querrá traer los males de la anarquía cuando acaba de
salir de ella; la idea misma de la violencia lo hará palide­
cer, y este crimen será el único que no se creerá con dere­
cho a perdonar.
Francia, por otra parte, está muy cansada de convul­
siones y de horrores; no quiere más sangre; y, puesto que
la opinión es bastante fuerte en este momento para coar­
tar al partido que la quisiera, se puede juzgar de su fuer­
za en el momento en que tendrá al gobierno de su parte.
Después de males tan largos y tan terribles, los franceses
reposarán con delicia en los brazos de la Monarquía.
Todo ataque a esta tranquilidad será verdaderam ente un
crimen de lesa Nación, que los tribunales no tendrían
quizá el tiempo de castigar.
Estas razones son tan convincentes que nadie puede
equivocarse: por tanto, no es necesario dejarse engañar
por esos escritos en que vemos una filantropía hipócrita
evitar la condena de los horrores de la revolución e insis­
tir sobre sus excesos para establecer la necesidad de pre­
venir una segunda. En realidad, no condenan esta revo­
lución sino para excitar contra ellos el grito universal:
pero ellos la. aman, y aman a sus autores y a sus re­
sultados; y todos los crímenes que ha engendrado, no
condenando apenas más que aquello de lo que la revolu­
ción hubiera podido prescindir. I^o hay uno de esos escri­
tos en que no se encuentren pruebas evidentes de que los
autores estiman por inclinación el partido que condenan
por pudor.
Así, los franceses, siempre engañados, lo son en esta
ocasión más que nunca: tienen miedo por ellos en gene­
ral, y iH) tienen nada que tem er; y sacrifican su felicidad
por contentar a algunos miserables.
A hora bien, si las teorías más evidentes no pueden
convencer a los franceses, y si no pueden tampoco obtpr'
134 J OS KI ’l] DE M A I S T R E

ner de ellos mismos que crean que la Providencia es la


guardiana del orden y que no es exactamente igual el
operar contra ella o con ella, juzguemos al menos lo que
hará por lo que ha hecho; y, si el razonamiento resbala
sobre nuestros espíritus, creamos al menos a la historia,
que es la política experimental. Inglaterra dio, en el siglo
pasado, poco más o menos el mismo espectáculo que
Francia ha dado en el nuestro. El fanatismo de la liber­
tad, enardecido por el de la religión, penetró en las almas
mucho más profundamente de lo que lo ha hecho en
Francia, donde el culto de la libertad se apoya sobre la
nada. ¡Qué diferencia, por otra parte, en el carácter de
las dos Naciones, y en el de los actores que han represen­
tado un papel en las dos escenas! ¿Dónde están, no digo
los Hamden sino los Cromwell de Francia? Y sin em ­
bargo, a pesar del fanatismo ardiente de los republica­
nos, a pesar de la firmeza reflexiva del carácter nacional,
a pesar de los errores demasiado motivados de los num e­
rosos culpables y sobre todo del ejército, ¿el restableci­
miento de la M onarquía causó, en Inglaterra, desgarra­
mientos semejantes a los que habían nacido de una
revolución regicida? Que se nos muestren las atroces
venganzas de los realistas. Algunos regicidas perecieron
por la autoridad de la ley; por lo demás, no hubo ni com­
bates, ni venganzas particulares. La vuelta del Rey no se
señaló más que por un grito de júbilo, que resonó en toda
Inglaterra; todos los enemigos se abrazaron. El Rey, sor­
prendido por lo que veía, exclamaba enternecido: ¿Xo es
p or mi falta si he sido rechazado durante tan largo tiempo
por un tan buen pueblo? El ilustre Clarendon, testigo e
historiador íntegro de estos grandes acontecimientos,
nos dice que no se sabía ya dónele estaba aquel pueblo que
había cometido tantos excesos y privado, durante tan
largo tiempo, al Rey de la dicha de reinar sobre tan exce­
lentes súbditos.

108 H um e, t. cap. L X X Íl, año 1660.


C ON S ID ER A CIONES S O B R E F R A NC I A 135

Es decir, que el pueblo no reconocía ya al pueblo.


Nadie podría expresarse mejor.
Pero este gran cambio, ¿a qué se debía? A nada, o
mejor dicho, a nada visible: un año antes nadie lo creía
posible. No se sabe incluso si fue conducido por un realis­
ta; pues es un problema insoluble el saber en qué época
Monk comenzó de buena fe a servir a la monarquía.
¿Eran al menos las fuerzas de los realistas las que se
imponían al partido contrario? D e ninguna manera:
Monk no tenía más que seis mil hombres; los republica­
nos tenían cinco o seis veces más: ocupaban todos los em­
pleos, y poseían militarmente el reino entero. Sin embar­
go Monk no se vio obligado a librar ni un solo combate;
del mismo modo será en Francia. La vuelta al orden no
puede ser dolorosa, porque será natural, y porque se
verá favorecida por una fuerza secreta, cuya acción es to­
talmente creadora. Se verá precisamente todo lo contra­
rio de lo que se ha visto. En lugar de aquellas conmocio­
nes violentas, de aquellos desgarramientos dolorosos, de
aquellas oscilaciones perpetuas y desesperantes, una
cierta estabilidad, un reposo indefinible, un bienestar
universal anunciarán la presencia de la soberanía. No
habrá sacudidas, no habrá violencias, no habrá suplicios
incluso, excepto los que la verdadera nación apruebe; el
crimen mismo y la usurpación serán tratados con una se­
veridad mesurada, con una justicia tranquila que no per­
tenece más que al poder legítimo: el Rey tocará con
mano tímida y paternal las llagas del Estado. En fin, es
ésta la gran verdad que los franceses no sabrán nun­
ca comprender demasiado: el restablecimiento de la
M onarquía, que se llama contrarrevolución, no será una
revolución contraria, sino lo contrario de la revolución.
CAPÍTULO XI
Fragmento de una «Historia
de la Revolución inglesa»
p o r David Hume

E A D E M M U T A T A R E SE IR G O

...E l Parlam ento Largo declaró, por un juram ento so­


lemne, que no podía ser disuclío (p. 181). Para asegurar
su poder, no cesaba de operar sobre el espíritu del pue­
blo; ya enardecía los espíritus con habilidades artificiosas
(p. 176), ya se hacía enviar, de todas las partes dcl
Reino, peticiones en favor de la revolución (p. 133).
El abuso de la prensa era llevado al colmo: numerosos
clubes producían en todas partes ruidosos tumultos: el
fanatismo tenía su lengua particular; era una jerga
nueva, inventada por el furor y la hipocresía del tiempo
(p. 131). La manía universal era denostar contra los anti­
guos abusos (p. 129). Todas las antiguas instituciones
fueron derrocadas una tras otra (pp. 125, 188). El bilí de
Self-deniance y el New-model desorganizaron absolnta-
nicntc el ejército, y le dieron una nueva forma y una
nueva composición, que forzaron a una multitud de anti­
guos oficiales a reenviar sus comisiones (p. 13). Todos

C ito la tdicioii inglesa de B asilea, 12 vols., in 8 .“, Le-


crand , 1789.
138 JOSEFII DE M A I S T R E

los crímenes se ponían sobre la cuenta de los realistas


(p. 148); y el arte de engañar al pueblo y de atemorizarlo
fue llevado hasta el punto de que se llegó a hacerle creer
que los realistas habían minado el Támesis (p. 177). ¡No
hay rey! ¡No hay nobleza! ¡Igualdad universal!; era el
grito general (p. 87). Pero, en medio de la efervescencia
popular, se distinguía la secta exagerada de los indepen­
dientes, que terminó por encadenar el Parlamento Largo
(p. 374).
Contra una tal tem pestad, la bondad del Rey era inú­
til; las mismas concesiones hechas a su pueblo eran ca­
lumniadas como hechas sin buena fe (p. 186).
E ra con estos preliminares como los rebeldes habían
preparado la pérdida de Carlos I; pero un simple asesi­
nato no hubiese satisfecho sus miras; ese crimen no
habrá sido nacional; la vergüenza y el peligro hubiesen
caído tan sólo sobre los asesinos. E ra pues necesario ima­
ginar otro plan; era necesario asombrar al universo por
un procedimiento inaudito, adornarse con las aparien­
cias de la justicia y cubrir la crueldad con la audacia; era
necesario, en una palabra, al fanatizar al pueblo con las
nociones de una igualdad perfecta, asegurarse la obe­
diencia del mayor número y formar insensiblemente una
coalición general contra la realeza (t. 10, p. 91).
La aniquilación de la M onarquía fue el preliminar de
la muerte del Rey. Este príncipe fue destronado de
hecho, y la constitución inglesa fue derrocada (en 1648)
por el bilí de no petición, que la separó de la constitución.
Pronto las calumnias más atroces y más ridiculas fue­
ron sembradas sobre el Rey, para m atar aquel respeto
que es la salvaguarda de los tronos. Los rebeldes no olvi­
daron nada para ennegrecer su reputación; lo acusaron
de haber entregado plazas a los enemigos de Inglaterra,
de haber hecho verter la sangre de sus súbditos. Es por la
calumnia como se preparaban para la violencia (p. 94).
D urante la prisión del Rey en el castillo de Carisborne,
los usurpadores del poder se dedicaron a acumular sobre
la cabeza de aquel desgraciado príncipe todos los géne­
C O N S I D E R A C I O N E S S O B R E F R A N C IA 139

ros de dificultades. Se le privó de sus servidores; no se le per­


mitió comunicar con sus amigos: ninguna sociedad, nin­
guna distracción, le eran permitidas para que suavizasen
la melancolía de sus pensamientos. Esperaba ser, en
todo instante, asesinado o envenenado ; pues la idea
de un juicio no entraba en un pensamiento (pp. 59 y 95).
Mientras que el Rey sufría cruelmente en su prisión, el
parlam ento hacía publicar que se encontraba muy bien, y
que estaba de muy buen humor (ihíd. ^^^).
La gran fuente de donde el Rey sacaba todos sus con­
suelos, en medio de las calamidades que lo abrumaban,
era sin duda la religión. Este príncipe no tenía en él nada
de duro ni de austero, nada que le inspirase resentimien­
to contra sus enemigos, o que pudiese alarmarlo sobre el
porvenir; mientras que su familia, sus parientes, sus ami­
gos eran alejados de él o se hallaban en la imposibilidad
de serle útiles, ponía su confianza en los brazos del gran
Ser, cuyo poder penetra y sostiene el universo, y del cual
los castigos, recibidos con piedad y resignación, parecían
al Rey las prendas más ciertas de una recompensa infini­
ta (pp. 95 y 96).
Las gentes de leyes se comportaron muy mal en esta
circunstancia. Bradshaw, que era de esta profesión, no
se ruborizó en presidir el tribunal que condenó al Rey; y
Coke se constituyó en acusación pública por parte del
pueblo (p. 123). El tribunal se compuso de oficiales del
ejército rebelde, de miembros de la cámara baja, y de
burgueses de Londres; pero casi todos eran de baja ex­
tracción (p. 123).
Carlos no tenía dudas sobre su muerte; sabía que un
rey es raram ente destronado sin perecer; pero creía más
bien en un asesinato que en un juicio solemne (p. 122).

É sta era tam bién la opinión de Luis XVI. V ed su elogio histó ri­
co.
III Se recuerda h ab er leído en el diario de C ondorcet un trozo sobre
c! buen ap etito del R ey a su vuelta de V arennes.
14Ü J ü S E I ’J I D E M A ¡S T R E

En su prisión, estaba ya destronado: se le había des­


provisto de toda la pompa de su rango, y las personas que
se le aproximaban habían recibido orden de tratarlo sin
ninguna muestra de respeto (p. 122). Pronto se habituó a
soportar las familiaridades e incluso la insolencia de
estos hombres, como había soportado sus otras desgra­
cias (p. 123).
Los jueces del rey se titulaban los representantes del
pueblo (p. 124). Del pueblo... principio único de todo
poder legítimo (p. 127), y el acta de acusación decía:
Que, abusando del poder limitado que le había sido con­
fiado, había tratado traidora y maliciosamente de elevar
un poder ilimitado y tiránico sobre las ruinas de la liber­
tad.
Después de la lectura del acta, el presidente dijo al
Rey que podía hablar. Carlos mostró en sus respuestas
mucha presencia de ánimo y fuerza de alma (p. 125). Y
todo el mundo está de acuerdo en que su conducta, e n '
esta última escena de su vida, honra su memoria
(p. 127). Firme e intrépido, puso en todas sus respuestas
la mayor claridad y ia mayor justeza de pensamiento y de
expresión (p. 128). Siempre dulce, siempre igual, el
poder injusto que se ejercía sobre éi no pudo hacerle salir
de los límites de la moderación. Su alma, sin esfuerzo y
sin afectación, parecía estar en su estado normal y con­
tem plar con desprecio los esfuerzos de la injusticia y de la
maldad de ios hombres (p. 128).
El pueblo, en general, permaneció en aquel silencio
que es el resultado de las grandes pasiones comprimidas;
pero los soldados, trabajados por todo género de seduc­
ciones, llegaron al fin a una especie de rabia, y considera­
ban como un título de gloria el crimen espantoso del que
se manchaban (p. 1.30).
Se concedió tres días de plazo al Rey; pasó este tiempo
tranquilam ente, y lo empleó en gran parte en la lectura y
en ejercicios de piedad; le fue permitido ver a su familia,
que recibió de él excelentes consejos y grandes muestras
de ternura (p. 130). Durmió apaciblemente, como de
t Y U S S ID F R A a O N E S S O B R E F R A N C IA 141

costumbre, durante las noches que precedieron a su su­


plicio. La m añana del día fatal, se levantó muy temprano
y se vistió cuidadosamente. Un ministro de la religión,
que poseía aquel carácter dulce y aquellas virtudes sóli­
das que distinguían al Rey, le asistió en sus últimos mo­
mentos (p. 132).
El cadalso fue colocado, a propósito, en frente del pa­
lacio, para m ostrar de una manera más impresionante la
victoria alcanzada por la justicia del pueblo sobre la m a­
jestad real. Cuando el Rey subió al cadalso, lo encontró
rodeado de una fuerza armada tan considerable que no
pudo preciarse de ser oído por el pueblo, de manera que
fue obligado a dirigir sus últimas palabras a un reducido
número de personas que se encontraban cerca de él. Per­
donó a sus enemigos; no acusó a nadie; hizo votos por su
pueblo. SEÑOR, le dijo el prelado que le asistía, ¡todavía
un paso más! Es difícil, pero es corto, y debe conduciros
al cielo. —Voy, respondió el rey, a cambiar una corona
perecedera p or una corona incorruptible y una felicidad
■inalterable.
Un solo golpe separó la cabeza del cuerpo. El verdugo
la mostró al pueblo, goteando sangre, y diciendo en alta
voz; ¡He ahí la cabeza de un traidor! (pp. 132 y 133).
Este príncipe mereció más el título de bueno que el de
grande. A veces perjudicó los asuntos al encomendarlos
equivocadamente al juicio de personas de una capacidad
inferior a la suya. Estaba más dotado para conducir un
gobierno regular y apacible que para eludir o rechazar
los asaltos de una asamblea popular (p. 136); pero, si no
tuvo el valor de actuar, tuvo siempre el de sufrir. Nació,
para su desgracia, en tiempos difíciles; y, si no tuvo sufi­
ciente habilidad para salirse de una situación tan emba­
razosa, es fácil excusarlo, puesto que incluso tras los he­
chos, en tjuc es normalmente fácil percibir todos los
errores, es aún un gran problema saber lo que hubiera
podido hacer (p. 137). Expuesto sin socorro al choque
de las pasiones más rencorosas y más implacables, no le
fue nunca posible, cometer ei menor error sin atraer
í4 2 J O S E l T i 1) E M A ! S T E E

sobre él las más fatales consecuencias; posición ésta cuya


dificultad sobrepasa las fuerzas del mayor talento
(p. 137).
Se ha querido sembrar dudas sobre su buena fe; pero
el examen más escrupuloso de su conducta, que es hoy
perfectamente conocida, rechaza plenamente esta acusa­
ción; al contrario, si se consideran las circunstancias ex­
cesivamente espinosas de que se vio rodeado, si se com­
para su conducta a sus declaraciones, se estará forzado a
confesar que el honor y la probidad constituían la parte
más destacada de su carácter (p. 137).
La muerte del Rey puso el sello a la destrucción de la
monarquía. Fue aniquilada por un decreto expreso del
cuerpo legislativo. Se grabó un sello nacional, con la le­
yenda: E L A Ñ O P R IM E R O D E LA L IB E R T A D . Todas las for­
mas cambiaron, y el nombre del Rey desapareció de
todos los lugares poniendo en su lugar el de los represen­
tantes del pueblo (p. 142). El Banco del Rey se llamó
Banco Nacional. La estatua del Rey elevada en la Bolsa
fue derribada; y se grabaron estas palabras en el pedes­
tal: E X IIT T Y R A N N U S R E G U M U L T IM U S (p. 143).
Carlos, al morir, dejó a sus pueblos una imagen de sí
mism o ( e í KON BAEIAí KH) en aquel escrito famoso, oí)ia
m aestra de elegancia, de candor y sencillez. Esta pieza,
que no respira sino piedad, dulzura y humanidad, hizo
una impresión profunda en los espíritus. Vnrios llegaron
a creer que es a ella a la que es necesario atribuir el resta­
blecimiento de la monarquía (p. 146).
Es raro que el pueblo gane algo con las revoluciones
que cambian la forma de los gobiernos, por la razón de
que el nuevo establecimiento, necesariamente celoso y
desconfiado, precisa, para sostenerse, de más prohibi­
ciones y severidad que el antiguo (p. 100).
Nunca la verdad de esta observación se había hecho
sentir más vivam ente que en esta ocasión. Las declara­
ciones contra algunos abusos en la administración de jus­
ticia y de finanzas habían sublevado al pueblo; y, como
premio de la victoria que obtuvo sobre la monarquía, se
r : U N S Í Í J Í J O l C ÍO N E S S O B R E F R A N C I A j 43

encontró cargado con una multitud de impuestos desco­


nocidos hasta aquella época. Apenas el gobierno se dig­
naba a revestirse de una sombra de justicia y de libertad.
Todos los empleos fueron confiados al más abyecto po­
pulacho, que se veía así elevado por encima de lo que
hasta entonces había respetado. Hipócritas se entrega­
ban a todo género de injusticias bajo la máscara de la re­
ligión (p. 1(K)). Exigían empréstitos forzosos y exorbi­
tantes de todos los que declaraban sospechosos. Nunca
Inglaterra había visto gobierno tan duro y tan arbitrario
como el de estos patronos de la libertad (pp. 112, 113).
El prim er acto del Parlamento Largo había sido un ju­
ram ento, por el cual declaró que no podía ser disuelto
(p. 181).
La confusión general, que sobrevino tras la muerte del
Rey, no resultaba menos del espíritu de innovación, que
era la enfermedad del día, que de la destrucción de los
antiguos poderes. Cada uno quería hacer su república;
cada uno tenía sus planes, que quería hacer adoptar a sus
conciudadanos por fuerza o por persuasión: pero estos
planes no eran más que cpiimeras ajenas a la experiencia
y que no se justificaban ante la multitud más que por la
jerga de moda y la elocuencia |)opulachera (p. 147). Los
igualitarios rechazaban toda especie de dependencia y de
subordinación Una secta particular esperaba el rei­
nado de mil años los antinomianos sostenían que las
obligaciones de la moral y de ia ley natural estaban sus­
pendidas. Un partido considerable predicaba contra los
diezmos y los abusos del sacerdocio: pretendían que ci
Estado no debía proteger ni sufragar ningún culto, de­
jando a cada uno la libertad de pagar al que mejor le con­
viniese , Por lo demás, todas las religiones eran toleradas.

I l.‘
((iK ío n o s un gobierno... en que las distinciones no nazcan más
(¡uc de la Igu alda d misma: en que el ciudadano esté som etido al magis­
trado. (’l niiigisirado al pueblo y el pueb lo a la justicia. R obespierre.
Vé:isc el M onilciir de! 7 de feb rero de 1794.
" ' No Iriv (|iie pasar a la ligera sobre este rasgo de conform idad.
144 JOSEPH DE MAISTRE

excepto la católica. O tro partido increpaba contra la ju­


risprudencia del país, y los maestros que la enseñaban; y
bajo pretexto de simplificar la administración de justicia,
proponía trastornar todo el sistema de la legislación in­
glesa como excesivamente vinculada al gobierno m onár­
quico (p. 148). Los republicanos ardientes abolieron los
nombres bautismales, sustituyéndolos por nombres ex­
travagantes, análogos al espíritu de la revolución
(p. 242). Decidieron que el matrimonio, no siendo más
que un simple contrato, debía celebrarse ante los magis­
trados civiles (p. 242). En fin, es una tradición en Ingla­
terra que llevaron el fanatismo hasta el punto de suprimir
la palabra reino en la oración dominical diciendo: Venga
a nosotros tu república. En cuanto a la idea de una propa­
ganda a imitación de la de Rom a, pertenece a Cromwell
(p. 285).
Los republicanos menos fanáticos se colocaban igual­
mente por encima de todas las leyes, de todas las prom e­
sas, de todos los juram entos. Todos los lazos de la socie­
dad se relajaban, y las pasiones más peligrosas se enve­
nenaban más, apoyándose en máximas especulativas aún
más antisociales (p. 148).
Los realistas, privados de sus propiedades y expulsa­
dos de todos los empleos, veían con horror a sus innobles
enemigos que los aplastaban con su poder; conservaban,
por principio y por sentimiento, el más tierno afecto por
la familia del infortunado soberano, del cual no cesaban
de honrar la memoria y de deplorar el trágico fin.
Por otro lado, los presbiterianos, fundadores de la re­
pública, cuya influencia había hecho valer las armas del
Parlam ento Largo, estaban indignados al ver que el
poder se les escapaba y que por la traición o la superior
habilidad de sus propios asociados perdían todo el fruto
de sus pasados trabajos. Este descontento los empujaba
hacia el partido realista, pero sin poder todavía decidir­
los: les quedaban grandes prejuicios que vencer; era ne­
cesario pasar sobre muchos temores, muchas envidias,
antes que les fuese posible ocuparse sinceramente de la
CO N S I D E R A C I O N E S SOBRE ERANCIA 145

restauración de una familia que habían tan cruelmente


ofendido.
Después de haber asesinado a su rey con tantas apa­
rentes formas de justicia y solemnidad, pero en realidad
con tanta violencia e incluso rabia, estos hombres pensa­
ron en otorgarse una forma regular de gobierno: estable­
cieron un gran comité o consejo de estado, que estaba re­
vestido del poder ejecutivo. Este consejo m andaba las
fuerzas de tierra y de mar: recibía todas las peticiones,
hacía ejecutar las leyes, y preparaba todos los asuntos
que debían ser sometidos al parlamento (pp. 150, 151).
La administración estaba dividida entre varios comités,
que se habían apoderado de todo (p. 134) y que no rin­
dieron nunca cuentas (pp. 166, 167).
A unque los usurpadores del poder, por su carácter y
por la naturaleza de los instrumentos que em pleaban,
fuesen más aptos para empresas vigorosas que para las
meditaciones de la legislatura (p. 209), sin embargo, la
asamblea como cuerpo aparentaba no ocuparse más que
de la legislación del país. De creerla, trabajaba en un
nuevo plan de representación, y desde el m om ento en
que hubiese acabado la constitución no tardaría en de­
volver el poder al pueblo, el cual era la fuente (p. 151).
E ntre tanto, los representantes del pueblo juzgaron
conveniente extender las leyes de alta traición mucho
más allá de los límites fijados por el antiguo gobierno.
Simples discursos, intenciones incluso, aunque no fuesen
manifestadas por algún acto exterior, merecieron el
nombre de conspiración. Afirmar que el gobierno actual
no era legítimo; sostener que la asamblea de los repre­
sentantes o el comité ejercían un poder tiránico o ilegal;
tratar de derrocar su autoridad, o excitar contra ellos
algún movimiento sedicioso, era hacerse culpable de alta
traición. Este poder de encarcelar del que se había priva­
do al Rey, se juzgó necesario investir de él al comité, y
todas las prisiones de Inglaterra estuvieron llenas de
hombres que las pasiones del partido dominante presen­
taban como sospechosos (p. 163).
146 J ü S E P l l D E M A IS 7R E

Constituía un gran gozo para los nuevos amos el des­


pojar de los títulos de lugar a los señores, y, cuando el va­
liente M ountrose fue ejecutado en Escocia, sus jueces no
cesaron de llamarlo Jacobo Graham (p. 180).
Además de impuestos desconocidos hasta entonces y
aplicados severamente, se cargaba sobre el pueblo no­
venta mil libras esterlinas por mes para el sostenimiento
de los ejércitos. Las sumas inmensas que los usurpadores
del poder sacaban de los bienes de la corona, de los del
clero y de los realistas no eran suficientes para sufragar
los enormes gastos o, como se decía, las depredaciones
del Parlamento y de sus criaturas (pp. 163, 164).
Los palacios del Rey fueron saqueados, y su mobilia­
rio vendido en almoneda; sus cuadros, vendidos a vil pre­
cio, enriquecieron todas las colecciones de Europa; títu­
los que habían costado 50.000 guineas fueron dados por
300 (p. 388).
Los pretendidos representantes del pueblo no goza­
ban, en el fondo, de ninguna popularidad. Incapaces de
pensamientos elevados y de grandes concepciones, nada
era menos apropiado para ellos que el papel de legislado­
res. Egoístas e hipócritas, avanzaban tan lentamente en
la gran obra de la constitución, que la nación comenzó a
tem er que su intención no fuese el perpetuarse en sus
puestos y repartir el poder entre setenta personas, que se
titulaban los representantes de la república inglesa. Aun
alabándose de restablecer la Nación en sus derechos,
violaban los más preciosos de estos derechos, de los que
habían gozado desde tiempo inmemorial: no se atrevían
a confiar sus juicios de conspiración a tribunales regula­
res, que habrían servido mal sus miras: establecieron
pues un tribunal extraordinario, que recibía las actas de
acusación presentadas por el comité (pp. 206,207). Este
tribunal estaba compuesto de devotos al partido domi­
nante, sin altura, sin carácter, y capaces de sacrificar
todo a su seguridad y a su ambición.
En cuanto a los realistas cogidos con las armas en la
mano, iin consejo militar los enviaba a la muerte (p. 207).
CONSIDERACIONES SOBRE FRANCIA 147

La facción que se había apoderado del poder disponía


de un potente ejército; era suficiente para esta facción,
aunque no formase más que muy pequeña minoría de la
Nación (p. 149). Tal es la fuerza de un gobierno cual­
quiera una vez establecido, que esta república, aunque
fundada sobre la usurpación más inicua y la más contra­
ria a los intereses del pueblo, tenía sin embargo la fuerza
de reclutar, en todas las provincias, soldados nacionales,
que venían a mezclarse con las tropas de línea para com­
batir con todas sus fuerzas al partido del Rey (p. 199). La
guardia nacional de Londres se batió en Newbury tan
bien como las viejas bandas (en 1643). Los oficiales pre­
dicaban a sus soldados durante el combate cantando
himnos fanáticos (p. 13).
Un ejército numeroso tenía el doble efecto de m ante­
ner en el interior una autoridad despótica, y de producir
el terror en las naciones extranjeras. Las mismas manos
reunían la fuerza de las armas y el poder financiero. Las
disensiones civiles habían exaltado el genio militar de la
Nación. El derrocamiento universal, producido por la re­
volución, permitía a hombres nacidos en las últimas cla­
ses de la sociedad elevarse a mandos militares dignos de
su valor y de sus talentos, pero de los cuales la oscuridad
de su nacimiento los hubiera apartado para siempre en
otro orden de cosas (p. 209). Se contempló a un hom bre,
de cincuenta años de edad (Blake), pasar súbitamente
del servicio de tierra al de mar y distinguirse en él de ja
m anera más brillante (p. 210). En medio de escenas, ya
ridiculas, ya deplorables, que daba el gobierno civil, la
fuerza militar era conducida con mucho vigor, unidad e
inteligencia, y nunca Inglaterra se había mostrado tan te­
mible a los ojos de las potencias extranjeras (p. 248).
Un gobierno enteramente militar y despótico es casi
seguro que caiga, al cabo de algún tiempo, en un estado
de languidez e impotencia; pero, cuando sucede inme­
diatam ente a un gobierno legítimo, puede en los prim e­
ros momentos desplegar una fuerza sorprendente; por­
que emplea con violencia los m.edios acumulados por la
148 J O S EJ T Í D E M A I S T R E

dulzura. Éste es el espectáculo que presentó Inglaterra


en esta época. El carácter dulce y pacífico de sus dos últi­
mos reyes, las dificultades financieras y la seguridad per­
fecta en que se encontraba respecto de sus vecinos la ha­
bían hecho descuidada en política exterior; de manera
que Inglaterra había, de algún modo, perdido el rango
que le pertenecía en el sistema general de Europa; pero
el gobierno republicano se lo devolvió (p. 263). A unque
la revolución hubiese costado ríos de sangre a Inglaterra,
nunca apareció tan formidable a sus vecinos (p. 209) y a
todas las naciones extranjeras (p. 248). Nunca, durante
los reinados más justos y de los más valerosos de sus
reyes, su peso en el equilibrio político fue sentido tan vi­
vamente como bajo el imperio de los más violentos y de
los más odiosos usurpadores (p. 263).
El Parlam ento, enorgullecido con sus éxitos, pensaba
que nada podía resistir al esfuerzo de sus armas; trataba
con la mayor arrogancia a las potencias de segundo
orden; y, por ofensas reales o pretendidas, declaraba la
guerra o exigía satisfacciones solemnes (p. 221).
Este famoso Parlam ento, que había llenado Europa
con el eco de sus crímenes y de sus éxitos, se vio sin em ­
bargo encadenado por un solo hombre (p. 128); y las N a­
ciones extranjeras no podían explicarse a sí mismas cómo
un pueblo tan turbulento, tan impetuoso, que para re­
conquistar lo que llamaba sus derechos usurpados había
destronado y asesinado a un excelente príncipe, nacido
de un largo linaje de Reyes; cómo, digo, este pueblo se
había hecho esclavo de un hombre tan desconocido de la
nación, y cuyo nombre era apenas pronunciado en la es­
fera oscura en que había nacido (p. 236 ^^"*).

Los hom bres que reg u lab an entonces los asuntos eran tan aje ­
nos a los talentos de la legislación, que se les vio fabricar en c u atro días
el acta constitucional q u e colocó a C rom w ell a la cabeza de la rep ú b li­
ca. Ib id, p- 245.
C abe reco rd ar a este respecto aquella constitución de 1795, hecha en
C O N S I D E R A CIONES S O B R E FRA N CI A 149

Pero esta misma tiranía, que oprimía Inglaterra en el


interior, le daba al exterior una consideración de la que
no había gozado desde el penúltimo reinado. El pueblo
inglés parecía ennoblecerse con estos éxitos exteriores, a
medida que se envilecía en el interior con el yugo que so­
portaba; y la vanidad nacional, halagada por el papel im­
portante que Inglaterra representaba en el exterior, su­
fría menos impacientemente las crueldades y los ultrajes
que se veía forzada a devorar (pp. 280, 281).
Parece oportuno lanzar una ojeada sobre el estado ge­
neral de Europa en esta época, y considerar las relacio­
nes de Inglaterra y su conducta respecto a las potencias
vecinas (p. 262).
Richelieu era por entonces primer ministro de Fran­
cia. Fue él quien, por medio de sus emisarios, atizó en In­
glaterra el fuego de la rebelión. Después, cuando la corte
de Francia vio que los materiales del incendio eran sufi­
cientemente combustibles, y que el incendio había hecho
grandes progresos, no juzgó ya conveniente animar a los
■ingleses contra su soberano; al contrario, ofreció su m e­
diación entre el Príncipe y sus súbditos, y sostuvo con la
familia real exiliada las relaciones diplomáticas prescri­
tas por la decencia (p. 264).
En el fondo, sin embargo, Carlos no encontró ninguna
asistencia en París, e incluso no se prodigaron a su res­
pecto las cortesías (pp. 170, 266).
Se vio a la reina de Inglaterra, hija de Enrique IV,
dormir en París, en medio de sus parientes, falta de leña
para calentarse (p. 266).
En fin, el Rey juzgó conveniente dejar Francia para
evitarse la humillación de recibir la orden de abandonar­
la (p. 267).
España fue la primera potencia que reconoció la repú­
blica, aunque la familia real estuviese emparentada con

algunos días p o r algunos jóvenes, com o se ha dicho en París después de


la caída de sus operarios.
15Ü J O S E RH Ü K MAESTRE

la de Inglaterra. Envió un embajador a Londres, y reci­


bió uno del parlamento (p. 268).
La nueva república buscó y obtuvo la alianza de Sue­
cia, que estaba entonces en el más alto punto de su gran­
deza (p. 263).
El rey de Portugal se había atrevido a cerrar sus puer­
tos al almirante republicano; pero pronto, atemorizado
por sus pérdidas y por los terribles peligros de una lucha
desigual, hizo todas las sumisiones imaginables a la orgu-
llosa república, que tuvo a bien entonces reanudar la an­
tigua alianza de Inglaterra con Portugal.
En Holanda, se quería al Rey, tanto más cuanto que
era pariente de la casa de Orange, muy querida por el
pueblo holandés. Se compadecía por otra parte a este
desgraciado príncipe, tanto como se aborrecía a los asesi­
nos de su padre. Sin embargo la presencia de Carlos, que
había venido a buscar asilo en Holanda, fatigaba a los Es­
tados generales, que temían comprometerse con aquel
parlamento tan temible por su poder, y tan afortunado en
sus empresas. Había tantos peligros en herir a hombres tan
altaneros, tan violentos, tan precipitados en sus resolucio­
nes, que el gobierno creyó necesario dar una prueba de de­
ferencia a la repúbhca apartando al rey (p. 169).
Se vio a Mazarino emplear todos los recursos de su
genio flexible e intrigante para cautivar al usurpador, de
cuyas manos goteaba todavía la sangre de un Rey, próxi­
mo pariente de la familia real de Francia. Escribía a
Cromwell en estos términos; Lamento que los asuntos me
impidan ir a Inglaterra a presentar mis respetos en perso­
na al más grande hombre del mundo (p. 307).
Se vio a este mismo Cromwell tratar de igual a igual al
rey de Francia y colocar su nombre delante del de
Luis XIV en la copia de un tratado entre las dos nacio­
nes, que fue enviado a Inglaterra (p. 268 [nota]).
En fin, se vio al Príncipe Palatino aceptar un empleo
ridículo y una pensión de ocho mil libras esterlinas, de
aquellos mismos hombres que habían degollado a su tío
(p. 263 [nota]).
C O NS I D E R A C I O N E S S O B R E FRA N CI A 151

Tal era el ascendiente de la república en el exterior.


En el interior, Inglaterra encerraba un gran número de
personas que se creían obligadas a vincularse al poder del
momento y a sostener el gobierno establecido, fuese cual
fuese (p. 239). A la cabeza de este sistema estaba el ilus­
tre y virtuoso Blake, que decía a sus marinos; Nuestro
deber invariable es batirnos por nuestra patria, sin preo­
cuparnos en qué manos reside el gobierno (p. 279).
Contra un orden de cosas tan bien establecido, los rea­
listas no hicieron más que falsas empresas, que se volvie­
ron en su contra. El gobierno tenía espías por todas par­
tes, y no era difícil descubrir los proyectos de un partido
que se distinguía más por su celo y su fidelidad que por su
prudencia y por su discreción (p. 259).
Uno de los grandes errores de los realistas estaba en
creer que todos los enemigos del gobierno eran de su par­
tido: no veían que los primeros revolucionarios, despoja­
dos del poder por una facción nueva, no tenían otra
causa de descontento, y que estaban todavía menos ale­
jados del poder actual que de la m onarquía, cuyo resta­
blecimiento los amenazaba con las más terribles vengan­
zas (p. 259).
La situación de estos desgraciados, en Inglaterra, era
deplorable. No podía suceder cosa m ejor en Londres
que estas conspiraciones imprudentes, que justificaban
las medidas más tiránicas (p. 260). Los realistas fueron
encarcelados: se les privó de la décima parte de sus bie­
nes, para indemnizar a la república por los gastos que le
costaban los ataques hostiles de sus enemigos. No podían
rescatarse más que por sumas considerables; un gran nú­
mero de ellos se vio reducido a la extrema miseria. Basta­
ba ser sospechoso para ser aplastado por todas estas
exacciones (pp. 260, 261).
Más de la mitad de los bienes muebles e inmuebles,
rentas e ingresos del Reino, estaba secuestrada. Conmo­
vía la ruina y la desolación de una multitud de familias
antiguas y honorables, arruinadas por haber cumplido su
deber (pp. 66, 67). El estado del clero no era menos de­
152 J OSEPH D E MAESTRE

plorable: más de la mitad de este cuerpo estaba reducido


a la mendicidad, sin otro crimen que su adhesión a los
principios civiles y religiosos, garantizados por las leyes
bajo el imperio de las cuales habían escogido su estado y
por la negativa a un juram ento que les horrorizaba
(p. 67).
El Rey, que conocía el estado de las cosas y de los espí­
ritus, advertía a los realistas m antenerse quietos y ocul­
tar sus verdaderos sentimientos bajo la máscara republi­
cana (p. 254). Por su parte, pobre y olvidado, erraba por
Europa, cambiando de asilo según las circunstancias y
consolándose de sus calamidades presentes con la espe­
ranza de un m ejor porvenir (p. 152).
Pero la causa de este desgraciado monarca parecía al
universo entero absolutamente desesperada (p. 341),
tanto más cuanto que, para sellar sus desgracias, todas
las municipalidades de Inglaterra acababan de firmar, sin
vacilación, el compromiso solemne de m antener la forma
actual de gobierno (p. 325 ^^^). Sus amigos habían sido
desafortunados en todas las empresas que habían inten­
tado en su servicio (ibid.). La sangre de los más ardientes
realistas se había vertido en el cadalso; otros, en gran nú­
mero, habían perdido su valor en las prisiones; todos es­
taban arruinados por las confiscaciones, las multas y los
impuestos extraordinarios. Nadie se atrevía a confesarse
realista; y este partido parecía tan poco numeroso a los
ojos superficiales que, si alguna vez la Nación fuese libre
en su elección (lo que no era probable en absoluto),
resultaba muy dudoso saber qué forma de gobierno se
daría (p. 342). Pero, en medio de estas apariencias si­
niestras, la fortuna por un giro extraordinario, alla­
naba ai Rey el camino del trono y lo reconducía en paz y
en triunfo al rango de sus antepasados (p. 342).
Cuando Monk comenzó a poner sus grandes proyectos

i i ¡E n 1659, un año antes d e la restauración!!! M e inclino ante la


voluntad
9^lí
del pueblo.
-111í6: ¡Sin
_. ‘
duda!
C ON SI DERA CEONES S O B R E FRA N CI A 153

en ejecución, la Nación había caído en una anarquía


completa. Este general no tenía más que seis mil hom­
bres, y las fuerzas que se le podían oponer eran cinco
veces más fuertes. En su camino a Londres, lo más selec­
to de los habitantes de cada provincia acudía a su paso y
le rogaba que se dignase a ser el instrumento que devol­
viese a la Nación la paz, la tranquilidad y el goce de aque­
llas franquicias que pertenecían a los ingleses por dere­
cho de nacimiento, y de las que habían sido privados tan
largo tiempo por circunstancias desgraciadas (p. 352). Se
esperaba sobre todo de él la convocatoria legal de un
nuevo Parlamento (p. 353). Los excesos de la tiranía y
los de la anarquía, el recuerdo del pasado, el tem or del
porvenir, la indignación contra los excesos del poder mi­
litar, todos estos sentimientos reunidos habían aproxi­
mado a los partidos y formado una coalición tácita entre
los realistas y los presbiterianos. Éstos convenían en que
habían ido demasiado lejos y que las lecciones de la expe­
riencia los reunía al final al resto de Inglaterra para de­
sear un Rey, único remedio a tantos males (pp. 333,
353
Monk no tenía, sin embargo, todavía la intención de
responder al voto de sus conciudadanos (p. 353). Consti­
tuye incluso un problema el saber en qué época quiso de
buena fe un rey (p. 345). Cuando llegó a Londres, se feli­
citó, en su discurso al Parlamento, de haber sido escogi­
do por la Providencia para la restauración de aquel cuer­
po (p. 354). Añadió que era al Parlamento actual al que
competía el pronunciarse sobre la necesidad de una
nueva convocatoria, y que, si se atendían los votos de la
Nación sobre este punto importante, sería suficiente,
para la seguridad pública, el excluir de la nueva asamblea
a los fanáticos y a los realistas, dos especies de hombres
hechos para destruir el gobierno o la libertad (p. 355).

E n 1659, cuatro años an tes, los realistas, según el m ism o histo­


riad o r, se en gañaban gran d em en te cuando se im aginaban que los qp
migos del gobierno eran los am igos del R ey. V éase antes, p á g in & ^ 2 .
ÑO
fQ L'
154 J O SEPH D E M A I S T R E

Sirvió incluso al Parlamento Largo en una medida vio­


lenta (p. 356). Pero, desde que estuvo decidido a una
nueva convocatoria, todo el reino estaba transportado de
júbilo. Los realistas y los presbiterianos se abrazaban y
se reunían para maldecir de sus tiranos (p. 358). No que­
daban a éstos más que algunos hombres desesperados
(p. 353 ^^^).
Los republicanos decididos, sobre todo los jueces del
Rey, no se descuidaron en esta ocasión. Por sí mismos o
por sus emisarios, hacían presente a los soldados que
todos los actos de bravura que los habían engrandecido a
los ojos del Parlamento serían crímenes a los de los rea­
listas, cuyas venganzas no tendrían límites; que no se
debía creer en todas las protestas de olvido y de clemen­
cia; que la ejecución del Rey, la de tantos nobles, y el en­
carcelamiento del resto eran crímenes imperdonables a
los ojos de los realistas (p. 366).
Pero el acuerdo de todos los partidos formaba uno de
esos torrentes populares que nada puede detener. Los
fanáticos mismos estaban desarmados; y, suspendidos
entre la desesperación y el asombro, dejaban hacer lo
que no podían impedir (p. 363). La Nación quería, con
un ardor infinito, aunque en silencio, el restablecimiento
de la M onarquía (ibid.) Los republicanos, que eran
todavía en esta época amos del Reino quisieron en­
tonces hablar de condiciones y recordar antiguas pro­
puestas; pero la opinión pública reprobaba estas capitu­
laciones con el Soberano. La sola idea de negociaciones y
de aplazamientos atemorizaba a hombres abrumados
por tantos sufrimientos. Por otra parte, al entusiasmo de

E n 1660; p e ro en 1655 tem ían m ucho m ás el restablecim ien to de


la m on arquía que lo que od ia b a n el gobiern o establecido, página 209.
P ero el año p reced en te, e l p u e b l o firm aba, sin vacilar, el com ­
prom iso de m an ten er la república. A sí, no fueron necesarios m ás que
365 días a lo más p a ra cam biar, en el corazón de este S oberano, el o d io
o la indiferencia en a rd o r infinito.
iN otad bien!
co n sid era C i O N t S S O B R E E R A N i ’IA

la libertad, llevado a los últimos excesos, había sucedido,


por un movimiento natural, un espíritu general de leal­
tad y de subordinación. Después de las concesiones he­
chas a la Nación por el difunto Rey, la constitución ingle­
sa parecía suficientemente consolidada (p. 364).
El Parlamento, cuyas funciones estaban a punto de ex­
pirar, había realmente hecho una ley para prohibir al
pueblo la facultad de elegir ciertas personas en la próxi­
ma asamblea (p. 365); pues se daba bien cuenta de que,
en las circunstancias actuales, convocar libremente a la
Nación equivalía a traer al Rey (p. 361). Pero el pueblo
se mofó de ia ley y nombró los diputados que le convinie­
ron (p. 365).
Tal era la disposición general de los espíritus, cuan­
do...
coetera DESIDERANTUR
POST SCRÍPTUM

La nueva edición de esta obra tocaba a su término


cuando franceses, dignos de una entera confianza, me
han asegurado que el libro del Desenvolvimiento de los
verdaderos principios, etc., que he citado en el capítu­
lo VIII, contiene máximas que el Rey no aprueba.
«Los Magistrados, me dicen, autores del libro en cues­
tión, reducen nuestros Estados generales a la facultad de
■presentar quejas y atribuyen a los Parlamentos el dere­
cho ejecutivo de comprobar las leyes, aquellas mismas
que han sido devueltas a petición de los Estados; es
decir, que elevan ia magistratura por encima de la N a­
ción.»
Confieso que no he percibido este error monstruoso
en ia obra de los Magistrados franceses (que no está ya a
mi disposición); me parece incluso excluida por algunos
textos de esta obra, citados en las páginas 115 y 116 de la
mía; y se ha podido ver, en la nota de la página 120, que
el libro del cual se trata ha hecho nacer objeciones de un
género totalmente distinto.
Si, como se me asegura, los autores se han apartado de
los verdaderos principios sobre los derechos legítimos de

E s la tercera en cinco m eses, contando la fraudulenta francesa


q u e acaba de aparecer. É sta ha copiado fielm ente las innum erables fal­
tas de la prim era y ha añadido otras.
158 J OSEPH D E M A I S T R E

la Nación francesa, no me asombraría que su trabajo,


lleno por otra parte de excelentes cosas, hubiese alarma­
do al Rey; pues las personas mismas que no tienen el
honor de conocerlo saben, por una multitud de testimo­
nios irrecusables, que esos derechos sagrados no tienen
partidario más leal que él, y que no se podría ofenderlo
más sensiblemente sino prestándole sistemas contrarios.
Repito que no he leído el libro del Desenvolvimiento,
etc., con ninguna visión sistemática. Separado de mis li­
bros desde hace largo tiempo; obligado a emplear no los
que buscaba, sino los que encontraba; reducido incluso a
citar a menudo de memoria o sobre notas tomadas en
otros tiempos, tenía necesidad de una recopilación de
esta naturaleza para conjuntar mis ideas. Me fue indica­
do (debo decirlo) por lo mal que hablaban de él los ene­
migos de la realeza; pero, si contiene errores que me han
escapado, los desapruebo sinceramente. Extraño a todos
los sistemas, a todos los partidos, a todos los odios; por
carácter, por reflexión, por posición, estaré seguramente
muy satisfecho de todo lector que me lea con intenciones
tan puras como las que han dictado mi obra.
Si yo quisiese, por lo demás, examinar la naturaleza de
los diferentes poderes que componen la antigua constitu­
ción francesa; si quisiese remontarme a la fuente de los
equívocos y presentar ideas claras sobre la esencia, las
funciones, los derechos, los agravios y los errores de los
Parlamentos, saldría de los límites de un post scríptum,
incluso de los de mi obra, y haría por otra parte una cosa
perfectamente inútil. Si la Nación francesa vuelve a su
Rey, como todo amigo del orden debe desearlo; y si tiene
asambleas nacionales regulares, los poderes cualesquiera
que sean se alinearán naturalmente en su lugar, sin con­
tradicción y sin sacudida. En todos los supuestos, las pre­
tensiones exageradas de los Parlamentos, las discusiones
y las querellas que aquéllas han hecho nacer, me parecen
pertenecer enteramente a la historia pasada.

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