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1

Teoría de Dulcinea

Juan José Arreola


Escritor mexicano

En un lugar solitario cuyo nombre no viene al caso hubo un hombre que se pasó la vida
eludiendo a la mujer concreta. Prefirió el goce manual de la lectura, y se congratulaba
eficazmente cada vez que un caballero andante embestía a fondo uno de esos vagos
fantasmas femeninos, hechos de virtudes y faldas superpuestas, que aguardan al héroe
después de cuatrocientas páginas de hazañas, embustes y despropósitos.
En el umbral de la vejez, una mujer de carne y hueso puso sitio al anacoreta en su cueva.
Con cualquier pretexto entraba al aposento y lo invadía con un fuerte aroma de sudor y de
lana, de joven mujer campesina recalentada por el sol.
El caballero perdió la cabeza, pero lejos de atrapar a la que tenía enfrente, se echó en pos
a través de páginas y páginas, de un pomposo engendro de fantasía. Caminó muchas
leguas, alanceó corderos y molinos, desbarbó unas cuantas encinas y dio tres o cuatro
zapatetas en el aire.
Al volver de la búsqueda infructuosa, la muerte le aguardaba en la puerta de su casa. Sólo
tuvo tiempo para dictar un testamento cavernoso, desde el fondo de su alma reseca. Pero
un rostro polvoriento de pastora se lavó con lágrimas verdaderas, y tuvo un destello inútil
ante la tumba del caballero demente.

2
La sentencia

Wu Ch'engʼen (c. 1505-c. 1580).


Escritor chino

Aquella noche, en la hora de la rata, el emperador soñó que había salido de su palacio y
que en la oscuridad caminaba por el jardín, bajo los árboles en flor. Algo se arrodilló a sus
pies y le pidió amparo. El emperador accedió; el suplicante dijo que era un dragón y que los
astros le habían revelado que al día siguiente, antes de la caída de la noche, Wei Cheng,
ministro del emperador, le cortaría la cabeza. En el sueño, el emperador juró protegerlo.
Al despertarse, el emperador preguntó por Wei Cheng. Le dijeron que no estaba en el
palacio; el emperador lo mandó buscar y lo tuvo atareado el día entero, para que no matara
al dragón, y hacia el atardecer le propuso que jugaran al ajedrez. La partida era larga, el
ministro estaba cansado y se quedó dormido.
Un estruendo conmovió la tierra. Poco después irrumpieron dos capitanes que traían una
inmensa cabeza de dragón empapada en sangre. La arrojaron a los pies del emperador y
gritaron:
-Cayó del cielo.
Wei Cheng, que había despertado, lo miró con perplejidad y observó:
-Qué raro, yo soñé que mataba a un dragón así.

3
El zorro astuto y el tigre

Recopiladores Chang Shiru


y Ramiro Calle

U n tigre hambriento consiguió atrapar un zorro y se dispuso a devorarlo. Disimulando su


terror y sacando fuerzas de flaqueza, el zorro, en su intento por sobrevivir, dijo:

— ¡U n momento! ¡Detente! Te aseguro que yo soy el rey de los animales del bosque. Tal
es el mandato del Dios Celestial que nadie puede desobedecer. A pesar de tu mucha
fuerza, no podrás hacerme ningún daño, pues, si lo intentaras, serías severamen-te
castigado por el Cielo .

— ¡Vaya! — exclamó sorprendido el tigre— . Jamás había oído cosa semejante. ¿Cómo
puedes de- mostrarme que efectivamente eres el rey de los animales del bosque por
decreto del Dios Celestial?

— Nada es más fácil que eso — declaró el zorro, aparentando seguridad y arrogancia— .
Ahora vamos a dar un paseo por el bosque. Tú sígueme a corta distancia y observa cómo
todos los animales huyen de m í.

Componiendo la figura y pisando con firmeza, el zorro comenzó a caminar airosamente,


seguido a corta distancia por el tigre. E l felino se quedó total- mente perplejo cuando
comprobó que los animales salían corriendo al paso del zorro, sin percatarse de que era
del feroz tigre y no del inofensivo zorro del que huían.

4
Pensamientos en el sótano

István Örkény
Escritor húngaro de origen judío

La pelota cayó al sótano por un cristal roto.


Una niña de catorce años, la hija del conserje, bajó a buscarla cojeando. Un tranvía le
había cortado una pierna a la pobrecita, y se ponía muy contenta cuando podía hacer
algún favor a alguien.
El sótano estaba en penumbra, pero se dio cuenta de que en un rincón se había movido
algo.
—¡Gatito! —dijo la niña de pata de palo—, ¿qué haces tú aquí?
Cogió la pelota y salió del sótano lo más rápido posible.
La rata vieja, fea y maloliente —la habían tomado a ella por un gato— quedó asombrada.
Nunca le había hablado nadie así.
Ahora, por vez primera, pensó que todo habría ido diferente si ella hubiera nacido gato.
Es más —¡como somos tan insaciables!— enseguida empezó a hacerse ilusiones. ¿Y si
ella hubiera nacido niña de pata de palo?
Pero esto era demasiado bonito y no se atrevió ni a imaginarlo.

5
¿Cómo crecer?

Jorge Bucay
Escritor argentino

Un rey fue hasta su jardín y descubrió que sus árboles, arbustos y flores se estaban
muriendo. El Roble le dijo que se moría porque no podía ser tan alto como el Pino.
Volviéndose al Pino, lo halló caído porque no podía dar uvas como la Vid. Y la Vid se
moría porque no podía florecer como la Rosa.
La Rosa lloraba porque no podía ser alta y sólida como el Roble. Entonces encontró una
planta, una fresia, floreciendo y más fresca que nunca.
El rey preguntó:
¿Cómo es que creces saludable en medio de este jardín mustio y sombrío?
No lo sé. Quizás sea porque siempre supuse que cuando me plantaste, querías fresias. Si
hubieras querido un Roble o una Rosa, los habrías plantado. En aquel momento me dije:
"Intentaré ser Fresia de la mejor manera que pueda".
Ahora es tu turno. Estás aquí para contribuir con tu fragancia. Simplemente mírate a vos
mismo. No hay posibilidad de que seas otra persona.
Podes disfrutarlo y florecer regado con tu propio amor por vos, o podes marchitarte en tu
propia condena...

6
El zorro astuto y el tigre

Recopiladores Chang Shiru


y Ramiro Calle

U n tigre hambriento consiguió atrapar un zorro y se dispuso a devorarlo. Disimulando su


terror y sacando fuerzas de flaqueza, el zorro, en su intento por sobrevivir, dijo:

— ¡U n momento! ¡Detente! Te aseguro que yo soy el rey de los animales del bosque. Tal
es el mandato del Dios Celestial que nadie puede desobedecer. A pesar de tu mucha
fuerza, no podrás hacerme ningún daño, pues, si lo intentaras, serías severamen-te
castigado por el Cielo .

— ¡Vaya! — exclamó sorprendido el tigre— . Jamás había oído cosa semejante. ¿Cómo
puedes de- mostrarme que efectivamente eres el rey de los animales del bosque por
decreto del Dios Celestial?

— Nada es más fácil que eso — declaró el zorro, aparentando seguridad y arrogancia— .
Ahora vamos a dar un paseo por el bosque. Tú sígueme a corta distancia y observa cómo
todos los animales huyen de m í.

Componiendo la figura y pisando con firmeza, el zorro comenzó a caminar airosamente,


seguido a corta distancia por el tigre. E l felino se quedó total- mente perplejo cuando
comprobó que los animales salían corriendo al paso del zorro, sin percatarse de que era
del feroz tigre y no del inofensivo zorro del que huían.

7
El peso de la genealogía

Carmen de la Rosa
Escritora española

Algo crujió bajo la suela del zapato del detective Johnson cuando entró esa mañana en la
biblioteca de Regent Mansion. Con su pañuelo recogió los restos del monóculo del quinto
conde de Badmington, que había salido despedido por la violencia del impacto. Lo mostró
a la joven condesa y ella asintió en silencio, el verde desvaído de un cardenal en uno de
sus pómulos, disimulado bajo una capa de polvos de arroz.
El detective advirtió que los lacayos y sirvientas alineados a la derecha del mayordomo
contuvieron la respiración al unísono, como un cuerpo de baile, tantos años juntos
soportando insultos, esquivando bastonazos, mientras él recogía las alcayatas de la
alfombra. Percibió el nerviosismo de todos los presentes cuando observó bajo la lupa los
cortes a navaja, casi imperceptibles, del grueso cordón deshilachado del que había
colgado el cuadro. Solo se necesitaba un calculado portazo del mayordomo después de
servir al señor el whisky tras la cena, solo aquel mínimo seísmo temblando en la pared,
para que el descomunal retrato del primer conde de Badmington, el ogro de Regent
Mansion, se desplomara sobre el último malvado de la estirpe.
Un accidente fatal, concluyó el detective Johnson; brillaron lágrimas de alivio en los ojos
del mayordomo, los lacayos, las sirvientas. Mi más sentido pésame, condesa.

8
El proyecto

Kalton Harold Bruhl


Escritor hondureño

Cerré la puerta y dije: “¡Me voy de vacaciones!”. Realmente las necesitaba después de
trabajar tanto tiempo en mi proyecto. No imaginaba que, al regresar, mi oficina estaría
ocupada por el hijo del dueño de la empresa. Busqué a Pedro, el gerente, para pedirle
explicaciones. Éste se limitó a encogerse de hombros y a decirme que no era simple
nepotismo: el chaval tenía potencial, y su plan del libre albedrio, volvía más comercial mi
proyecto de la salvación eterna. “Vamos –me dijo–
, contigo todos se salvan y no vas a negarme que eso es algo aburrido. Pero con su idea
muchos de ellos van a perderse y no se sabe quiénes son hasta el último momento. Como
que le añade un toque de suspenso”. A partir de ese momento la memoria empieza a
fallarme. Dicen que empecé a despotricar contra el dueño y me abalancé, con no muy
buenas intenciones, sobre el gerente. Sólo recuerdo que Gabriel y Miguel, los tipos de
seguridad, me lanzaron por una ventana. No hay muchas salidas laborales para un ángel
caído, así que terminé como jardinero. Todas las tardes planeo mi venganza a la sombra
de un manzano.

9
El asalto

Carlos Drummond de Andrade


Escritor brasileño

La casa suntuosa en Leblon está guardada por un mastín de terrible semblante, que
duerme con los ojos abiertos; o quizás no duerma, de tan vigilante que es. Por eso, la
familia vive tranquila, y nunca hubo noticia de asalto a una residencia tan bien protegida.
Hasta la semana pasada. La noche del jueves, un hombre logró abrir el pesado portal de
hierro y penetrar en el jardín. Iba a hacer lo mismo con la puerta de la casa, cuando el
perro, que astutamente lo había dejado acercarse (para arrancarle toda la ilusión
conquistada), se lanza hacia él y lo acomete en la pierna izquierda. El ladrón quiso sacar
el revólver, pero no hubo ni tiempo para ello. Cayendo al suelo, bajo las patas del
enemigo, le suplicó con los ojos que lo dejase vivir y con la boca prometió que jamás
intentaría asaltar aquella casa. Habló por lo bajo para no despertar a los residentes,
temiendo que la situación pudiera agravarse.
El animal pareció entender la súplica del ladrón y lo dejó salir en un estado lamentable. En
el jardín quedó un trozo de pantalón. Al día siguiente, la criada no comprendió por qué
razón una voz, al teléfono, diciendo que era de Salud Pública, preguntaba si el perro
estaba vacunado. En ese momento, el perro, que estaba al lado de la doméstica, agitó la
cola, afirmativamente.

10
Génesis, 2

Marco Denevi
Escritor Argentino

Imaginad que un día estalla una guerra atómica. Los hombres y las ciudades
desaparecen. Toda la tierra es como un vasto desierto calcinado. Pero imaginad también
que en cierta región sobreviva un niño, hijo de un jerarca de la civilización recién
extinguida. El niño se alimenta de raíces y duerme en una caverna. Durante mucho
tiempo, aturdido por el horror de la catástrofe, sólo sabe llorar y clamar por su padre.
Después sus recuerdos se oscurecen, se disgregan, se vuelven arbitrarios y cambiantes
como un sueño. Su terror se transforma en un vago miedo. A ratos recuerda, con indecible
nostalgia, el mundo ordenado y abrigado donde su padre le sonreía o lo amonestaba, o
ascendía (en una nave espacial) envuelto en fuego y en estrépito hasta perderse entre las
nubes. Entonces, loco de soledad, cae de rodillas e improvisa una oración, un cántico de
lamento. Entretanto la tierra reverdece: de nuevo brota la vegetación, las plantas se
cubren de flores, los árboles se cargan de frutos. El niño, convertido en un muchacho,
comienza a explorar la comarca. Un día ve un ave. Otro día ve un lobo. Otro día,
inesperadamente, se halla frente a una joven de su edad que, lo mismo que él, ha
sobrevivido a los estragos de la guerra nuclear. Se miran, se toman de la mano: ya están a
salvo de la soledad. Balbucean sus respectivos idiomas, con cuyos restos forman un
nuevo idioma. Se llaman, a sí mismos, Hombre y Mujer. Tienen hijos. Varios miles de años
más tarde una religión se habrán propagado entre los descendientes de ese Hombre y de
esa Mujer, con el padre del Hombre como Dios y el recuerdo de la civilización anterior a la
guerra como un Paraíso perdido.

11
Sueño marino

Sam Shepard
Escritor estadounidense

La cama era para él un océano, incluso cuando estaba despierto. Las mantas se
ondulaban como las olas. Las sábanas espumeaban como las rompientes. Las gaviotas
caían en picado y pescaban a lo largo de su espalda. Hacía bastantes días que no se
levantaba y todo el mundo estaba preocupado. No quería hablar ni comer. Sólo dormir y
despertarse y volver a dormirse. Cuando fue a verlo el médico, se le meó encima. Cuando
fue a verlo el psiquiatra, le lanzó un escupitajo. Cuando fue a verlo un cura, le vomitó.
Finalmente lo dejaron en paz y se limitaron a pasarle zanahorias y lechuga por debajo de
la puerta. Era lo único que quería comer. Los demás habitantes de la casa bromeaban
diciendo que tenían un conejito, y él les oyó. Cada vez se le aguzaba más el oído. De
modo que dejó de comer. Empujó la cama hasta ponerla contra la puerta, para que nadie
pudiera entrar, y luego se durmió. Por la noche los demás habitantes de la casa oían el
silbido de los huracanes al otro lado de la puerta. Y truenos y relámpagos y sirenas de
barcos en una noche de niebla. Aporrearon la puerta. Intentaron derribarla, sin
conseguirlo. Aplicaron la oreja a la puerta y oyeron gorgoteos subacuáticos. En la cara
exterior de las paredes de esa habitación empezaron a crecer algas y percebes.
Comenzaron a asustarse. Decidieron encerrarlo en un manicomio. Pero cuando salieron
por el coche descubrieron que toda la casa estaba rodeada por un océano que se
extendía hasta donde alcanzaba su vista. Océano y nada más que océano. La casa se
balanceaba y cabeceaba toda la noche. Ellos se quedaron apretujados en el sótano.
Desde la habitación cerrada les llegó un prolongado gemido y la casa entera se sumergió
en el mar.

12
Las ciudades y los intercambios 1

Ítalo Calvino
Escritor italiano

A ochenta millas de proa al viento maestral, el hombre llega a la ciudad de Eufemia, donde
los mercaderes de siete naciones se reúnen en cada solsticio y en cada equinoccio. La
barca que fondea con una carga de jengibre y algodón en rama volverá a zarpar con la
estiba llena de pistacho y semilla de amapola, y la caravana que acaba de descargar
costales de nuez moscada y de pasas de uva ya lía sus enjalmas para la vuelta con rollos
de muselina dorada. Pero lo que impulsa a remontar ríos y atravesar desiertos para venir
hasta aquí no es solo el trueque de mercancías que encuentras siempre iguales en todos
los bazares dentro y fuera del imperio del Gran Kan, desparramadas a tus pies en las
mismas esteras amarillas, a la sombra de los mismos toldos espantamoscas, ofrecidas
con las mismas engañosas rebajas de precio. No solo a vender y a comprar se viene a
Eufemia sino también porque de noche, junto a las hogueras que rodean el mercado,
sentados sobre sacos o barriles o tendidos en montones de alfombras, a cada palabra que
uno dice -como “lobo”, “hermana”, “tesoro escondido”, “batalla”, “sarna,”, “amantes”- los
otros cuentan cada uno su historia de lobos, de hermanas, de tesoros, de sarna, de
amantes, de batallas. Y tú sabes que en el largo viaje que te espera, cuando para
permanecer despierto en el balanceo del camello o del junco se empiezan a evocar todos
los recuerdos propios uno por uno, tu lobo se habrá convertido en otro lobo, tu hermana en
una hermana diferente, tu batalla en otra batalla, al regresar de Eufemia, la ciudad donde
se cambia la memoria en cada solsticio y en cada equinoccio.

13
Amor cibernauta

Diego Muñoz Valenzuela


Escritor chileno

Se conocieron por la red. Él era tartamudo y tenía un rostro brutal de neanderthal: gran
cabeza, frente abultada, ojos separados, redondos y rojos, dientes de conejo que
sobresalían de una boca enorme y abierta, cuerpo endeble y barriga prominente. Ella
estaba inválida del cuello hasta los pies y dictaba los mensajes al computador con una voz
hermosa, pausada y clara que no parecía tener nada que ver con ella; tenía el cuerpo de
una muñeca maltratada. Fue un amor a primer intercambio de mensajes: hablaron de la
armonía del universo y de los sufrimientos terrestres, de la necesidad del imperio de la
belleza y de los abyectos afanes de los mercaderes de la guerra, de la abrumadora
generosidad del espíritu humano que contradice la miseria de unos pocos. Leían
incrédulos las réplicas donde encontraban una mirada equivalente del mundo, no igual,
similar, aunque enriquecida por historias y percepciones diferentes. Durante meses
evitaron hablar de sí mismos, menos aún de la posibilidad de encontrarse en un sitio real y
no virtual. Un día él le envió la foto digitalizada de un galán. Ella le retribuyó con la imagen
de una bailarina. Él le escribió encendidos versos de amor que ella leyó embelesada. Ella
le envió canciones con su propia voz, él lloró de emoción al escuchar esa música
maravillosa. Él le narraba con gracia los pormenores de su agitada vida social, burlándose
agudamente de los mediocres. Ella le enviaba descripciones de sus giras por el mundo
con compañías famosas. Ninguno de los dos jamás propuso encontrarse en el mundo real.
Fue un amor verdadero, no virtual, como los que suelen acontecernos en ese lugar que
llamamos realidad.

14
Capitán Luiso Ferrauto

Juan Rodolfo Wilcock


(Argentina-Italia, 1919-1978)

Una vez al año, en primavera, el capitán Luiso Ferrauto cambia de piel; de la piel vieja
emerge lustroso y rosado como un recién nacido, pero al cabo de unas horas la piel nueva
recobra su color normal, que es aceitunado, y también el pelo, que se ha desprendido
junto con la piel del cráneo, vuelve a crecer rápidamente, como corresponde a un oficial de
la Seguridad Pública. Su mujer, unida a él por un amor inusitado en estos tiempos, suele
guardar estas pieles usadas de su marido y rellenarlas de goma espuma color carne, para
hacer así un muñeco bastante presentable, bien cosido y armado, con su uniforme puesto.
Ya tiene unos quince, en el garaje: todos oficiales de policía, tan parecidos a su marido
que da gusto verlos a todos juntos, tan dignos, tan rectos, tan inalcanzables por la
corrupción. La señora hizo instalar un equipo estéreo en el garaje y cuando el capitán está
de servicio fuera de casa, la mujer baja para hacerles oír a sus ex-maridos las mejores
páginas de la lírica mundial. Absortos, como embelesados, los quince policías escuchan
inmóviles la muerte de Desdémona, el merecido asesinato de Scarpia, la disputa fatal
entre Carmen y Don José, delitos todos que exigen el arresto inmediato del culpable,
hechos de sangre y de violencia como tantas veces han visto a lo largo de su carrera.
Puesto que los muñecos de piel policíaca son producidos a razón de uno por año y cada
uno es de edad más avanzada que el anterior, presentan esta insólita característica: que
el más joven de los quince es el más viejo de todos.

15
El paseo repentino

Frank Kafka
(Praga, 1883-1923)

Cuando alguien parece haberse decidido definitivamente a permanecer en casa, se ha


puesto la bata, se sienta después de la cena a la mesa iluminada y emprende aquel
trabajo o juego que, después de concluirse, según la costumbre, implica el irse a dormir;
cuando fuera el tiempo es desapacible y hace perfectamente natural el quedarse en casa;
cuando se permanece tranquilo tanto tiempo a la mesa que el levantarse e irse produciría
asombro; cuando la escalera de la casa está oscura y el portal está cerrado; cuando, no
obstante, alguien se levanta de repente a causa de un súbito malestar, se cambia de ropa,
aparece en seguida listo para salir a la calle, declara que se va, lo hace después de una
corta despedida, cada uno según la velocidad con que cierra de golpe la puerta, y cree
dejar detrás un enfado mayor o menor; cuando se vuelve a encontrar en la calle, con los
miembros ligeros, gracias a la inesperada libertad que se les ha otorgado; cuando, gracias
a esta única resolución siente cómo toda la capacidad de decisión se ha acumulado en su
interior; cuando reconoce, con mayor importancia de la acostumbrada, que tiene más
fuerza que necesidad de realizar el cambio y soportarlo; y cuando recorre así las calles,
entonces esa noche se ha separado del todo de la familia, la cual se torna en algo
insustancial, mientras que uno mismo, bien fijo, contorneando de negro, golpeándose
detrás de los muslos, se eleva a una figura verdadera.
Todo se afianza si se busca a un amigo a esas horas de la noche para comprobar qué tal
le va.

16
Diario de un sinvergüenza

Filisberto Hernández
Escritor Uruguayo
3.8
Ahora estoy más tranquilo; pero hace unos días tuve como una locura de hombre que
corre perdido en una selva y lo excita el roce de plantas desconocidas. La realidad se
parecía a los sueños y yo me preguntaba: Pero ¿quién es que busca mi yo? ¿No será él,
mi cuerpo? ¿O será que él huye de mí como yo como un bandido que presiente la policía?
¿Entonces, la idea de justicia será de mi yo?
Después pensaba que esa idea estaba formada de pensamientos ajenos, que ellos me
vigilaban desde la infancia y habrían empezado a invadirme, como a un continente, a una
señal hecha por aquella mano y que tanto mi cuerpo como yo nos habíamos empezado a
llenar de pensamientos ajenos. Pero yo, mi yo más yo, ¿no estaría escondido en algún
rincón de este grande y misterioso continente? ¿No lo dejarían salir, alguna vez? ¿No
tendrá recreos? ¿No intentará evadirse?
Debe estar muy vigilado.
3.9
Al anochecer saqué mi cuerpo a caminar; pero en el momento de cerrar la puerta de mi
pieza me vino el sentimiento desagradable de una época en que tenía que vivir en una
pieza con otra persona.
Habiendo otra persona ya hay traición. Pero nunca creí que podría estar en esa situación
con el cuerpo donde vivo. Esto es sin esperanza.

17
El albañil

Aloysius Bertrand
Escritor Italiano

El albañil Abraham Knufer canta, con la llaga en la mano, andamiada en los aires, tan alta
que cuando lee los versos góticos de la campana mayor nivela con sus pies la iglesia de
treinta arbotantes con la ciudad de treinta iglesias.
Ve a las tarascas de piedra vomitar agua desde las pizarras al abismo confuso de las
galerías, las ventanas, las pechinas, los pináculos, las torrecillas, los techos y armazones,
que mancha con un punto gris el ala sesgada e inmóvil del terzuelo.
Ve las fortificaciones que se recortan en estrella, la ciudadela que se yergue como una
gallina en medio de una hogaza, los patios de los palacios donde el sol seca las fuentes y
los claustros de los monasterios donde la sombra gira en torno a los pilares.
Las tropas imperiales se han albergado en el arrabal. He ahí un jinete que tamborilea más
lejos. Abraham Knufer distingue su sombrero de tres picos, sus cordones de lana roja, su
escarapela atravesada por un alamar y su cola anudada con una cinta.
Todavía ve algo más, soldadotes que, en el parque empenachado de gigantescos
ramajes, en anchos céspedes de esmeralda, acribillan a tiros de arcabuz un pájaro de
madera fijado en la punta de un mayo.
Y por la tarde, cuando la nave armoniosa de la catedral se adormece, acostada con los
brazos en cruz, distingue desde la escala, en el horizonte, una población incendiada por
gentes de armas, que flameaba como un cometa en el azur.

18
La mano

Ramón Gómez de la Serna


(España, 1888-1963)

El doctor Alejo murió asesinado. Indudablemente murió estrangulado.


Nadie había entrado en la casa, indudablemente nadie, y aunque el doctor dormía, por
higiene, con el balcón abierto, era tan alto su piso que no era de suponer que por allí
hubiese entrado el asesino.
La policía no encontraba la pista de aquel crimen, y ya iba a abandonar el asunto, cuando
la esposa y la criada del muerto acudieron despavoridas a la Jefatura. Saltando de lo alto
de un armario había caído sobre la mesa, las había mirado, las había visto, y después
había huido por la habitación, una mano solitaria y viva como una araña. Allí la habían
dejado encerrada con llave en el cuarto.
Llena de terror, acudió la policía y el juez. Era su deber. Trabajo les costó cazar la mano,
pero la cazaron y todos le agarraron un dedo, porque era vigorosa corno si en ella
radicase junta toda la fuerza de un hombre fuerte.
¿Qué hacer con ella? ¿Qué luz iba a arrojar sobre el suceso? ¿Cómo sentenciarla? ¿De
quién era aquella mano?
Después de una larga pausa, al juez se le ocurrió darle la pluma para que declarase por
escrito. La mano entonces escribió: «Soy la mano de Ramiro Ruiz, asesinado vilmente por
el doctor en el hospital y destrozado con ensañamiento en la sala de disección. He hecho
justicia».

19
Ejército del Sur

Jorge Gutiérrez Martínez


Escritor Mexicano

El panteón queda solo desde las diez de la noche. La puerta se cierra con candado. Los
muertos y sus historias quedan bajo el resguardo de la oscuridad. Nadie se atreve a
visitarlo.
Durante el último año se ha escuchado el ruido de los cascos de los caballos de todo un
ejército que cruza el cementerio. La gente cree que es el diablo y sus huestes arrastrando
almas impías al infierno.
El doctor Carmona dice que el estruendo que surge del vientre del panteón se explica por
la actividad del volcán que hace que truene el subsuelo. El maestro Enríquez, que se trata
de las extracciones ilegales de la minera gringa que trabaja noche y día.
Aguijoneado por el miedo decidí buscar la verdad. Escapé de casa en la madrugada y me
aposté entre las ramas de un árbol que me permitía ver por encima de la barda del
camposanto.
Mi estado de vigilia comenzó a agrietarse. El sueño me acercó al mundo de los muertos. A
lo lejos escuche venir a los caballos con un trote que crecía y crecía en intensidad. Una
polvareda luminosa avanzaba entre las tumbas.
Entonces vi la verdad. Ni diablos ni calaveras. Era el general Emiliano Zapata; con los ojos
tristes, pero inyectados de furia; seguido de su ejército del sur. Todos montaban caballos
blancos, llevaban puestos sus trajes de charro negros con el sombrero descansando en
sus espaldas. Avanzaban a gran velocidad y cuando estaban a punto de chocar con la
pared se desvanecían.

20
Tristeza literaria

Laura Cracco
Escritora venezolana

Domingo triste, repite el lugar común que da inicio al relato, como si la palabra domingo,
per se, arrastrara en cada sílaba una melancolía milenaria. Está escribiendo un día
domingo, está triste y se pregunta por qué no logra escribir algo alegre, feliz, optimista.
Lleva días sin ver a nadie, apenas ha salido a realizar las tareas mínimas que le permiten
continuar encerrado, escribiendo. Todos sus días, en cierto modo, son en domingo. Lo
invade una rabia sin colmillos ni pezuñas, macilenta, triste. Tengo que escribir algo
distinto, algo que sea en viernes o jueves, algo que respire a pleno pulmón, exactamente
lo contrario de lo que soy. Tengo que buscar palabras nuevas, metáforas que no
estrangulen, personajes libres de mi propia maldición. Entonces, sí que sería un escritor.
Pero es justo lo que su experiencia, talento o naturaleza no le permiten avizorar. No logra
imaginarse escribiendo un cuento feliz, los intentos resultan tan pueriles que no llegan a la
segunda cuartilla. Sólo se puede escribir sobre lo que se conoce. Él maneja tan bien el
arte de la tristeza que apenas tiene que esforzarse para amontonar cuartillas y cuartillas
sobre ella, se conoce todos sus trucos de memoria. La felicidad posee una retórica que él
ignora por completo, sería una novatada intentarlo. Tendría que empezar a vivir de nuevo,
sacrificar todo su oficio, toda una trayectoria.
El ojo pasó con la fugacidad de la luz entre él y la página que escribe. Retrajo todo su
brillo, no fuera que el hombre intentara aprisionarla dentro de su interminable domingo de
tristeza literaria.

21
De “Cien años de soledad”
(Fragmento)

Gabriel García Márquez


Escritor colombiano

José Arcadio Buendía conversó con Prudencio Aguilar hasta el amanecer. Pocas horas
después, estragado por la vigilia, entró al taller de Aureliano y le preguntó: ‘¿Qué día es
hoy?’ Aureliano le contestó que era martes. ‘Eso mismo pensaba yo’, dijo José Arcadio
Buendía. ‘Pero de pronto me he dado cuenta de que sigue siendo lunes, como ayer. Mira
el cielo, mira las paredes, mira las begonias. También hoy es lunes.’ Acostumbrado a sus
manías, Aureliano no le hizo caso. Al día siguiente, miércoles, José Arcadio Buendía
volvió al taller. ‘Esto es un desastre –dijo–. Mira el aire, oye el zumbido del sol, igual que
ayer y antier. También hoy es lunes.’ Esa noche, Pietro Crespi lo encontró en el corredor,
llorando con el llantito sin gracia de los viejos, llorando por Prudencio Aguilar, por
Melquíades. Por los padres de Rebeca, por su papá y mamá, por todos los que podía
recordar y que entonces estaban solos en la muerte. Le regaló un oso de cuerda que
caminaba en dos patas por un alambre, pero no consiguió distraerlo de su obsesión. Le
preguntó qué había pasado con el proyecto que le expuso días antes, sobre la posibilidad
de construir una máquina de péndulo que le sirviera al hombre para volar, y él contestó
que era imposible porque el péndulo podía levantar cualquier cosa en el aire pero no podía
levantarse a sí mismo.

22
Doña Ruth

Gibrán Jalil Gibrán


Escritor libanés

Una vez hubo tres hombres que miraban desde lejos hacia una casa blanca que se erguía
solitaria sobre una verde colina. Uno de ellos dijo:
-Aquella es la casa de doña Ruth. Es una vieja bruja.
-Te equivocas -dijo el segundo hombre-, doña Ruth es una hermosa mujer que vive allí
consagrada a sus sueños.
-Ambos se equivocan -dijo el tercero-. Doña Ruth es la arrendataria de esta vasta tierra y
extrae sangre de sus siervos.
Y continuaron su camino discutiendo acerca de doña Ruth.
Cuando llegaron a un cruce encontraron a un anciano y uno de ellos le preguntó:
-¿Podrías contarnos algo sobre doña Ruth, la que habita aquella casa blanca sobre la
colina?
El anciano levantó la cabeza y sonriendo dijo:
-Tengo noventa años y recuerdo a doña Ruth desde niño. Pero doña Ruth falleció ochenta
años atrás. Y ahora la casa está vacía. Los búhos anidan en ella algunas veces, y la gente
dice que el lugar está embrujado.

23
El proyecto

Ángel Olgoso
Escritor español

El niño se inclinó sobre su proyecto escolar, una pequeña bola de arcilla que había
modelado cuidadosamente. Encerrado en su habitación durante días, la sometió al calor,
rodeándola de móviles luminarias, le aplicó descargas eléctricas, separó la materia sólida
de la líquida, hizo llover sobre ella esporas sementíferas y la envolvió en una gasa
verdemar de humedad. El niño, con orgullo de artífice, contempló a un mismo tiempo la
perfección del conjunto y la armonía de cada uno de sus pormenores, las innumerables
especies, los distintos frutos, la frescura de las frondas y la tibieza de los manglares, el oro
y el viento, los corales y los truenos, los efímeros juegos de luz y sombra, la conjunción de
sonidos, colores y aromas que aleteaban sobre la superficie de la bola de arcilla. Contra
toda lógica, procesos azarosos comenzaron por escindir átomos imprevistos y el hálito de
la vida, desbocado, se extendió desmesuradamente. Primero fue un prurito irregular, luego
una llaga, después un manchón denso y repulsivo sobre los carpelos de tierra. El
hormigueo de seres vivientes bullía como el torrente sanguíneo de un embrión, hedía
como la secreción de una pústula que nadie consigue cerrar. Se multiplicaron la confusión
y el ruido, y diminutas columnas de humo se elevaban desde su corteza. Todo era
demasiado prolijo y sin sentido. Al niño le había llevado seis días crear aquel mundo y
ahora, una vez más en este curso, se exponía al descrédito ante su Maestro y sus
Compañeros. Y vio que esto no era bueno. Decidió entonces aplastarlo entre las manos,
haciéndolo desaparecer con manifiesto desprecio en el vacío del cosmos: descansaría el
séptimo día y comenzaría de nuevo.

24
Mariela

Rhazes Pacheco Escalona


Escritor venezolano

Cómo te digo, Mariela, cómo te hago entender que ahora me dueles en todo el costado.
Que esto no era necesario, mujer. Es que tú siempre has sido muy temperamental, ya te lo
he dicho antes. Yo pensé que tú confiabas más en mí. Ya veo que me equivocaba. Mil
veces te dije que no había nada entre Doris y yo. Que ella solo era una compañera del
trabajo, una muy buena compañera, por cierto. Me cansé de decirte que ella también era
casada, que tenía dos hijos y que, como yo, nunca estuvo interesada en una relación fuera
del matrimonio. Que un día nos tomamos un café y eso fue todo, y a pesar de que nada
pasó me sentí culpable. Quizás fue eso lo que te motivó. Y ahora me dueles en la mitad
del cuerpo. Y pienso que, en parte, fue tu culpa. Yo te dije todas estas cosas y tú nunca
me escuchaste. También te dije que la hija de Doris estaba enferma, que ella estaba muy
preocupada y que, encima, se le había dañado el carro. Que por eso la iba a acercar a la
clínica después del trabajo. Ahí fue cuando la viste subirse a mi carro. Es verdad que yo
siempre su-pe que eras muy temperamental, por eso no me sor-prendí demasiado cuando
llegué al apartamento. Y ahora ando con este profundo dolor, Mariela. No sé, sigo
pensando que esto no era necesario, que a lo mejor no debiste dispararme.

25
Postrimerías

Adolfo Bioy Casares


Escritor argentino

Cuando entró en el edificio, buscó las escaleras, para subir. Encontrarlas era difícil.
Preguntaba por ellas, y algunos le contestaban: “No hay.” Otros le daban la espalda.
Acababa siempre por encontrarlas y por subir otro piso. La circunstancia de que muchas
veces las escaleras fueran endebles, arduas y estrechas, aumentaba su fe. En un piso
había una ciudad, con plazas y calles bien trazadas. Nevaba, caía la noche. Algunas
casas -eran todas de tamaño reducido- estaban iluminadas vivamente. Por las ventanas
veía a hombres y mujeres de dos pies de estatura. No podía quedarse entre esos enanos.
Descubrió una amplia escalinata de piedra, que lo llevó a otro piso. Éste era un
antecomedor, donde mozos, con chaqueta blanca y modales pésimos, limpiaban juegos
de té. Sin volverse, le dijeron que había más pisos y que podía subir. Llegó a una terraza
con vastos parques crepusculares, hermosos, pero un poco tristes. Una mujer, con vestido
de terciopelo rojo, lo miró espantada y huyó por el enorme paisaje, meciéndose la
cabellera, gimiendo. Él entendió que cuantos vivían allí estaban locos. Pudo subir otro
piso. En una arquitectura propia del interior de un buque, en la que abundaban maderas y
hierros pintados de blanco, halló una escalera de caracol. Subió por ella a un altillo donde
estaban los peroles que daban el agua caliente a los pisos de abajo. Dijo: “Sobre el fuego
está el cielo” y, seguro de su destino, se agarró de un caño, para subir más. El caño se
dobló; hubo un escape de vapor, que le rozó el brazo. Esto lo disuadió de seguir subiendo.
Pensó: “En el cielo me quemaré.” Se preguntó a cuál de los horribles pisos inferiores
debería descender. En todos él se había sentido fuera de lugar. Esto no probaba que no
fuese la morada que le correspondía, porque justamente el infierno es un sitio donde uno
se cree fuera de lugar.

26
La historia se repite

Gabriel García Márquez


Escritor colombiano

Cuando éramos niños esperábamos ilusionados la Nochebuena.


Redactábamos una ingenua carta con una enorme lista de “Quiero que me traigas”, y
pasábamos contando los días con un aparato que llamábamos “Ya solo faltan”.
Y cada mañana nos asomábamos a ver cuántos días faltaban para Navidad.
Pero a medida que se acercaba el día, las horas se nos hacían eternas y pasaban llenas
de advertencias de “Si no te portas bien”.
Gozábamos las posadas, visitábamos a la familia, íbamos de compras, llenábamos de
focos nuestro pino hasta que, por fin, llegaba la anhelada Nochebuena.
La casa se llenaba de alegría y, con la mágica aparición de los regalos, las ilusiones se
volvían realidad y, por un momento, olvidábamos el verdadero significado de la Navidad.
Hoy nuevamente llega la Nochebuena y la historia se repite con los hijos, que pasan los
días redactando borradores de tiernas cartas con una imaginación sin límites. Piden, piden
y piden: juguetes, pelotas, muñecas, “O lo que me quieras traer”.
Y mientras a los niños la Navidad los llena de ilusión, a los adultos nos llena de esperanza
y nos permite convivir con la familia regalándonos unos a otros cariño y buenos deseos,
brindando por nuestros éxitos, apoyándonos unos a otros, apoyándonos en nuestras
derrotas y tratando de entendernos.
¡Porque la mejor forma de festejar el nacimiento de Jesús es llamando al que está lejos,
olvidando rencores tontos y resentimientos necios… amando y perdonando!

27
Milagro

José Fernando Orpí Galí


Escritor cubano

Muchos años después, frente al pelotón que formaban sus compañeros de investigación y
en el acto donde sería condecorado, volvió a ver aquellos ojos. Y en el calor de la mañana
el aleteo de una mariposa amarilla como las que acompañaban a Mauricio Babilonia.
Presentía que aquellos ojos, ya devueltos a la normalidad, desde algún lugar lo
escrutaban. Tragó en seco. No quería mostrar turbación ante el público asistente e
introdujo las manos en los bolsillos de la bata. Docto, ¿usted cree que yo pueda verle la
cara algún día? Amaranta se llamaba esa paciente que él nunca pudo olvidar porque la
piel despedía un inquietante olor a albahaca y le recordaba a su abuela materna. A través
de la lluvia la vio llegar un día a la consulta, escoltada por dos muchachas escuálidas
como figuras recortadas de un viejo álbum. Experimentó un ligero temblor al escuchar que
lo nombraban y tuvo que dirigirse al centro de la tribuna para recibir un diploma y un ramo
de flores. Respiró de nuevo el olor a albahaca. Una de las flores tenía pétalos amarillos
que semejaban alas y sobresalía del resto con arrogancia. Desde allí Amaranta parecía
contemplarlo sobre el jardín agreste de un país lejano. Ojos-cielo. Ojos-luz. Siempre lo voy
a recordar, docto. Usted es un santo. La señora que colocaba en su pecho la medalla le
devolvió un rostro conocido, borroso por la lluvia y las cataratas de la infelicidad. Entonces
sintió en el pie la mordedura y se vio a la deriva, sin fuerzas, arrastrado por el ocre
remolino del río. Una abeja, atraída por el fulgor de las flores le había enterrado el aguijón
mientras él recordaba lecturas de adolescencia en el agridulce panal de la historia. Docto,
¿le puedo ayudar en algo? La voz le llegó clara y precisa y sintió el estremecimiento
primigenio. Cuando volvió la cabeza ya era tarde. Amaranta se perdía en el tumulto de
personas, con una flor amarilla que aleteaba en su pelo blanco.

28
Instantánea

Elena Montes
Escritora española

Amapolita tropezó en el patio del colegio y quedó tendida. Estaba paralizada. Panza arriba
su cuerpo mi- raba el cielo pasar. El sol de media mañana se detuvo en su frente, hasta
quemar cada una de sus pecas. Qué hermoso cielo, pensó. En sus ojos se había posado
una postal. Las nubes danzaban encima de ella. Todo era perfecto. Cerró los ojos y
respiró el peso de la belleza. Trató de dilatar el tiempo, y en su esfuerzo, hizo varias
muecas, apretó las manos y los dientes. Su profesora le había hablado de poesía. ¿Qué
era la poesía? ¿Dónde se encontraba la poesía? ¿Cómo se respiraba la poesía? Poesía
eres tú, había leído. Al soltar el aire, los ojos se le abrieron de golpe y se asustó. Su cielo
había desaparecido, se había ido. Ya no había nubes danzando encima de ella. El cielo
era únicamente azul. Sí, azul. Sereno.
¡Qué efímera la poesía! Evaporada por los aires, en tan poquito tiempo. ¡Eso era! La
poesía residía en la vida. Tenía que ser rápida si quería retenerla. Como una cámara
instantánea. Tendida, echando raíces en el patio del colegio, Amapolita miró al cielo, y
entendió. Poesía.
Poesía eres tú, y tú, y yo, dijo. En su cabeza las nubes danzaban eternas. Un vals.

29
Esperanza

Jesús Esnaola Moraza


Escritor español

No sabría deciros por qué, de tantos recuerdos, justo me viene éste, de jugar a indios y
vaqueros, de él haciendo de indio con mucho respeto y seriedad y mu- riendo abatido por
mis tiros, mi dedo índice humeando, y los del primo Toni y del Babas, el compañero de
pupitre. No sé por qué justo pienso en lo bien que se moría el condenado, doblándose
sobre el estómago, cayendo de rodillas, retorcido, hasta quedar muerto y bien muerto
sobre la hierba del parque, inmóvil hasta que nos acercábamos y lo sacudíamos de los
hombros y resucitaba sonriente, borrándonos un poco la cara de susto.
No sabría deciros, pero seguramente por el re- cuerdo venido, me acerco al ataúd donde
descansa se- reno, con las manos cruzadas un poquito por debajo del pecho y me
inclino sobre él, me acerco a su oído y le digo, ya está bien de hacer el indio, y lo
sacudo de los hombros, hasta que me detiene su hijo, ¿pero estás loco viejo chocho?, y
después me siento a esperar, aunque creo que no quieren que me quede, para ver la cara
que ponen, los demás, cuando se levante.

30
Narciso

Oscar Wilde
Escritor inglés

Cuando murió Narciso, su amado remanso dejó de ser una copa de aguas dulces para
convertirse en una copa de lágrimas saladas.
A través de los bosques llegaron llorando las ninfas de las montañas, las oréades, a fin de
consolar con su canto al remanso. Y en cuanto vieron que este se había convertido en
una copa de lágrimas saladas, soltaron las verdes trenzas de sus cabellos y le gritaron:
-No nos sorprende que hagas semejante duelo por Narciso, que era tan hermoso.
-¿Era hermoso Narciso? –preguntó el remanso.
-¿Quién lo sabe mejor que tú? -dijeron las ninfas-. A nosotras siempre nos desdeñaba,
pero a ti te cortejaba.
Solía recostarse en tus orillas e inclinarse a mirarte, y en el espejo de tus aguas reflejaba
gustoso su belleza.
El remanso, no obstante, repuso:
-Vaya, si he amado a Narciso es porque, cuando recostado en mis orillas él se inclinaba a
mirarme, en el espejo de sus ojos yo veía reflejada mi belleza.

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