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Sanchez Nestor - Nosotros Dos PDF
Sanchez Nestor - Nosotros Dos PDF
na una mujer sola con una malla roja tom aba sol entre las
sábanas recién tendidas; lo supuse porque había aire y no
se movían en la soga. Tenía una toalla de colores vivos
atada a la cabeza y en la misma terraza un perro ovejero
parecía muerto de un tiro. M e asomé, tuve el mismo miedo
de siempre a la altura, el mismo desasosiego ante la posibi
lidad y tentarme. A hora busco la m anera de acomodar mis
libros — les descubro señales de otro tiempo — , colgué el
mismo Klee del final que se te resistía, y poco a poco la
pieza en este quinto piso imprevisible va cobrando un olor
que reconozco a fuerza de Particulares Livianos y la yerba
dentro del plato que siempre m e olvido de sacar. Todavía
hoy puede ocurrir que m e acerque a la ventana y apenas
com prenda de qué form a han pasado todos estos años; por
una especie de juego dem asiado sutil, de fidelidad al recién
llegado, algo en mí se resistiría a term inar con tus enaguas
puestas a secar sobre la cocina de kerosén, con el sonido de
tu orín en el bañito compartido.
Venía de un viaje muy simple también previsto por el
Adivino, de correr el telón, de acatar con un indicio de
aplomo no sin algunas lágrimas en la butaca del fondo
de cierto cine de Lavalle. Los libros todavía por el suelo,
la tierra y me asomé a la ventana: algo en esa mujer ten
dida al último sol me hizo pensar en el pasado —■las veces
en que abro y me tiro con todo el cuerpo en el pasado. Ya
sé que yo buscaba un par de manos para acompañar mi re
pentina soledad de la pieza de dos camas en la pensión de
Congreso, que todo había vuelto a confundirse a mi alrede
dor y se me puso en la cabeza tu manera de andar, el co
lor de tus medias. Sé que tendía a ocuparme del rotograba-
do de La Nación convencido de su importancia, tieso, al
poco tiempo los dos en algún banco de la plaza Lavalle an
tes de la primera sección de los domingos en ese cine roño
so de Corrientes y mis poemas rimados que te gustaban
tanto, y Federico Nietzsche, y tu insistencia en acompañar
me a seguir con todo ese tesón de la misma forma, con la
misma sencillez que si se me hubiera dado por la pugna o
el Zen o la poda de árboles en la punta del Himalaya. ¿Vis
te, Clara?, sin embargo has podido seguir viviendo sin mí.
Y el atardecer que te llevé por primera vez a la amue
blada de Bouchard (con la ropa puesta te mostré el río por
la rendija de la persiana sujeta con alambre), me dijiste hu
mildemente que te gustaban las flores del papel de las pare
des, sí, pobre, el color de las paredes del Alvear Palace, me
dieron ganas de decirte; no respirabas ese olor, Clara, fuis
te capaz de cosas increíbles a fuerza de no darte cuenta de
casi nada, de aceptar acaso el destino. Hoy me digo sin
grandes rodeos que yo entonces debí saber que iba a em
barazarte y que otras veces, con los años, también secreta
mente lo supe: nadie escuchó nunca mis poemas como lo
hiciste vos.
El Adivino — en distintos momentos te hablé mucho de
esa parte mía que parece adelantarse — ya estaba cansado
de todo aquello, tenía sus propios estímulos y trucos cuan
do te salí al paso en el club social de Caballito. Casi toda
aquella noche mirándote y resistías salirme a bailar porque
se te amontonaban delante en cuanto amenazaba la música.
Me resultó enormemente difícil llegar hasta vos, no quise
reconocer otras voces y mezclé mi pobre Arlt del normal
interrumpido con todas las putas hasta allí, con mi mane
ra especialísima de caminar en el tango que me venía de
Santana y un infinito, un último desprecio por todo ese rito
que te puso finalmente en mis brazos y había ocupado la
mitad para acá de mi adolescencia. Llegué a escribirte esa
carta con una cita de Elíseo, el dramaturgo anarquista y
pelirrojo que vivía en la bohardilla de la calle Libertad con
el actor fracasado que seguía repitiendo Sobre el daño que
hace el tabaco y creyendo en la metcmpsicosis. Elíseo, el
primer filósofo de la República Argentina según palabras
de Santana que se había pasado años cebándole mate en
Villa Urquiza, el maestro Elíseo de aquel primer cuento
mío que te hizo llorar en plaza San Martín justo en el pá
rrafo en que la Muerte le respondía a la Esperanza después
del largo monólogo de la Incertidumbrc, la misma inccrti-
dumbre que me invadía y te invadía, que hacía de ese ban
co el corazón del mundo y la vergüenza y tu vestido viole
ta, los zapatos altísimos transformándote unas piernas a las
que nunca me cansé de adorar.
Desde esta ventana veo las terrazas de cuatro manzanas
a la redonda, una calle que se pierde a lo lejos con la fila
de árboles a cada lado; como siempre una calle que se pier
de a lo lejos es también lo que niego, lo que todavía resis
to. Eran profundamente rojas a esa hora casi insostenible a
poco del telón lentísimo y me quedé apoyado en los codos
hasta que la mujer debió sentir frío porque se agitaron un
poco las sábanas que recogió entre sus brazos y la siguió
el perro: más de dos semanas de empezado el otoño. A ve
ces pienso que ya no recordarás lo que significa el otoño
para mí, sobre todo los primeros días a la hora del anoche
cer. Y reconozco que habrás hecho bien, Clara, la literatu
ra enferma, nos cerca tanto papel y la idea de la muerte, tu
maternidad (y esto es justo que ocurra aunque no alcanzó
para todo) ya te estará alejando de tu lucha de clases, de
tus conciencias y Simone de Beauvoir.
Más de cuatro años acompañándome a las librerías,
entrando a saco en todas las librerías y los cineclubs. Es
cuchamos a Borges hablándole a la niebla en el edificio
inmundo de la calle México, en piezas al azar detrás de ven
tanas en ruinas leimos juntos toda la literatura argentina y
seguiste mi miseria por el arte, mis novelas truncas que pa-
sabas después de hora en la Underwood del escribano Ra
mírez, a dos espacios con margen para carpeta sólo atre'
viéndote a dudar de alguno que otro que, alguno que otro
verbo subrayado por vos levemente a lápiz y consultado
con tu tono de reserva para los grandes acontecimientos
Lo cierto es que también habías llegado a un gusto sin
gular en el baile, algo de iniciada en el acto de dejarte estar
en los brazos y ofrecer la cara como nna vieja corrompida
aunque después, con las horas, se notara que no era verdad:
no te habían dejado nada los hombres, o creyendo que eso
era un bien, me lo ocultaste sistemáticamente desde el club
de Caballito hasta la tarde sin lágrimas y con el hijo en el
andén de Retiro; más de cuatro años, Clara, entre los dos
extremos, todo lo recorrido hasta este quinto piso porque
ahora ocupo un ambiente — una cocina chica, un baño os
curo— , síntomas de acuerdo y me visitan los amigos que
entonces me faltaban (nos habíamos quedado muy solos en
la casa de Banfield, ¿recordás?), procuro escribir menos,
volver a los libros y aceptar el silencio. Voy acomodándo
los con mucha lentitud en los estantes después del desor
den, de todo el desorden; porque así aparecen las ideas
centrales, los momentos que espero: todo el desorden de
los años desaforados y mi manera meticulosa de traicio
narte con la primera mujer que me saliera al paso y el do
lor, el insigne, ¿acaso quién se atrevería a negar que yo
también he sufrido?
En resumidas cuentas no ha ocurrido nada excepcional:
está quedando atrás otro verano, la playa de Olivos colma
da y una imprevista necesidad de cruzar ese río. Distingo
mi piel oscura en el contraluz de estos vidrios, parecería
bastarme con la caída de dos pobre hojas: una especie de
tradición cultural, de refinamiento suburbano. Estoy aquí
colgado de los grises, buscando el último sol con la cara, y
tiendo a repetir de una vieja manera aquello de la vieja so
ledad, de casas con cortinas de macramé y siempre una es
tufa, un símbolo bastante oculto en alguna de las piezas del
medio. Todo el invierno del otro año, ya sin vos, con los
pies helados en los bares abiertos pasadas las tres de la ma
ñana lo mismo al final cercado por el agua jabonosa frente
al amigo íntimo que no hilvana bien, que se desorienta
frente al prestidigitador. Mentiría si niego que tampoco
pasó semana sin una tarde de sol por la Avenida de Mayo,
el color local y entonces casi un pobre tipo ante las casas
de música a lo sumo asaltado por un disco del Fresedo de
antes que me detiene y me golpea, que vuelve a confundir
me entre Bach y Cobián, entre la llamada humedad perpe
tua como un ladrillo en la cabeza y las ganas que tuvo
siempre Gardel de dejar esto de lado, tomárselas de una
vez para siempre. Y sentir que es un soplo la vida, que todo
parece destinado a la literatura.
Fue de repente, sin siquiera imaginar que a los pocos
días del regreso iba a serme dado este quinto piso, un mar
tillo para las decisiones. Nada menos que yo sobre los ado
quines de la dársena con una valija prestada apenas unas
horas antes de partir, el olor a los trenes del sur, a la fron-
tera del sur como la llamábamos durante los dos últimos
años — tampoco entenderé la forma en que pudo poster
garse el final durante los dos últimos años — , y los aconte
cimientos que se entrecruzan, que siempre parecieron so
brepasarme. ¿Ves, Clara?, todavía insisto en llamar aconte
cimientos a las cosas más insignificantes. Toda mi inaudita
falta de naturalidad puesta en los actos más sencillos, para
desdoblar un pasaje, para subir con esa maldita valija imi
tación cuero a la cubierta, sentir las alfombras y no autori
zarme el destierro.
Cruzo por primera vez el río a exactamente un verano sin
vos; cualquiera puede permitirse afirmar que me dirijo a
Samarcanda. Atrás las luces de la ciudad donde transcurrí
toda mi vida sin un paso más allá de esas calles, sin haber
pensado mucho en ese paso. Un incorregible lugar común,
un argumento para viejos tomadores de caña y mate amar
go. Mi pobre cuota de cosmos atravesando el río inmundo
(se diría un retorno al actor, a Elíseo en la pocilga de la
calle Libertad), mejor me parece comprender hasta qué cla
se de extremos soy un lector de novelas. En realidad no
hice otra cosa que sentirme vivir —- ¿recordás esta idea di
gamos inaferrable del principio? — , lo mismo que cuando
pretendí hacértelo entender a las pocas semanas del social
de Caballito. Te llevaba del hombro por la calle de árboles
de tronco jirafa como te gustaba repetir: los escándalos del
alma, Clara, y vos con las insistentes sonrisas al solista, al
fundador de ciudades con tu asombroso convencimiento y
el tapado de algodón que iniciaba los grumos.
A un verano de distancia y sin testigos visibles descu
bro la raya de luz de nuestros penosos trenes del sur; más
de media hora cruzando Avellaneda bajo las estrellas. No
pienso en el comedor, no camino por la cubierta, me quedo
agarrado con las dos manos a la baranda de popa, conva
leciendo más bien de las últimas pensiones del Centro, la
comida fría o el baño inundado. En definitiva las cosas no
cambiaron mucho: días como los de Banfield con vos en
que los papeles envejecen de pronto, noches larguísimas re
viviendo en un bar, con la intacta convicción de ese bar.
Te dejó muda aquella fogata de la media tarde en el patio
con canteros de Banfield, me pedías que no lo hiciera, que
no quemara mi opera magna hasta allí, pobre, vuelta hacia
adentro del embarazo para no escuchar mis gritos en el pa
tio de cemento, mi trascendencia y vos ya tejías a años luz
del inútil, tu fe madonna del Giotto, todos mis borradores
tiznando el rincón de los malvones.
Imprevistamente desaparecen los trenes y me quedo
solo agarrado a la baranda; nunca había estado solo de ver
dad o me parece mentira comprenderlo. Después de levan
tar todo lo de Banfield, después de ese primer mes en que
ni vi al chico y en el que sentí agrupado el final, siguieron
para mí los hoteles de sábanas recién desinfectadas, mi fes
tejo siempre pareciéndose a un sollozo cuando lo descubro,
mi llamada voz para el amor en una llamada pieza del
mundo, lo mucho que esperé este momento incluido el pa
sado carmesí para que lo consuelen. A vos te reprochaba
la soledad de la vida juntos, la isla con la lámpara gris en
el caserón de los techos agujereados: recobro Banfield y
cruzar la vía al costado de los perros, la calle de tierra in
mediata a las radios de par en par y en el fondo del pasillo
los dos platos separados por el pan, el ruido de los cubier
tos contra la loza hasta desesperar de tu silencio. De modo
que grité en las piezas altísimas, te denuncié mil veces no
haberme dejado llorando en el terraplén de La Lucila — la
humedad de tus manos cuando los derrumbes que siguieron
y entonces también parecían hacerte la seña, ahora, acér-
quese despacio a ese hombre, tire de ese argentino con la
eterna falta de astucia para los corretajes en el Gran Bue
nos Aires.
Frente al mismo río que tengo toda la noche debajo ilu
minado por el vapor de la carrera — un marrón usado, un
vértigo de suburbio — : me llevabas el libro de Macedonio
•Fernández y no eras feliz. ¿De dónde te venía aquella obs-
tinación? Yo me había encargado de preparar pacientemen
te el desenlace, te explicaba en calma el mal de nuestro si
glo, ¿recordás? El mismo río que se golpea abajo, que veo
desde la baranda hasta no más de dos metros porque lo
otro es la noche total y apenas tres o cuatro luces en Ave
llaneda. A la altura de La Lucila después de caminar toda
la tarde entre naranjos, vos con el suéter celeste del cuello
hasta arriba, se diría asomada por allí a la tarde que ni si
quiera habías previsto. Debí llegar a palabras distintas, pa
labras para la salvación que no parecías escucharme. Así
por la calle en barranca al mismo río y a segundos de mi
rarte las uñas quebradas por la Underwood, contestaste a
todo con tus cuatro palabras, tu poder de síntesis, Clara:
“Entonces yo me tiro” . Me reí del melodrama a casi dos
metros de vos porque en esa forma habíamos vagado todo
el tiempo entre los residenciales, sin argumento posible me
reí de vos con los labios morados por el viento que me mi
rabas mirar el agua con algo de predestinado a dos años
exactos del club social. Cuatro palabras para un final que
no te concernía sentada en la piedra minúscula con el libro
de Macedonio en la falda, insobornable cuando me volvía,
cuando me inclinaba para silabearte que no era capaz. ¿Por
qué razón no me dejaste llorando en el terraplén de La Lu
cila, por qué nos siguió aquel perro hasta los penosos tre
nes del sur?
Cerca de un mes completamente solo recorriendo toda
la costa de Uruguay para sentir el extranjero — hay mate,
hay baraja española en los boliches. Sin embargo después
llegué hasta el norte, otro idioma en las tiendas y dos días
con sus noches conteniendo las ganas de seguir, de no vol
ver en cambio cada fin de semana al chico que tienesus-
mismosojos y no sabe siquiera que ya te imita en los ges
tos. Dos días con sus noches en una pensión miserable
mirándole las manos a la mucama, sumergido en sábanas
como trapos con casi treinta y nueve de fiebre. Resistí, Cla
ra, anduve a la tarde por la playa entre mareos y chuchos
de frío (ese giro de lo imprevisible por primera vez), tiran
do entonces del telón a un verano de distancia, del telón
lentísimo para cubrir finalmente la cama de dos plazas que
compramos en el remate de Banfield a varios días de casar
nos, al año el cochecito en movimiento en el humo de la
cocina del fondo, la manera si se quiere diáfana en que vol
viste a Griseta después de las ocho de la mañana con el
suéter celeste entonces desteñido, un resplandor azul desde
la banderola opaca hacia donde tiraba el humo y vos se di
ría asomada por el cuello alto a la pileta de azulejos, la ca
nilla con agua muy escasa bajo el alero de zinc.
A veces, entre las ruinas del forajido, todavía me p re
gunto como si durara ese primer mes de dejarnos: ¿quiénes
seremos, Clara, los memoriosos, los ausentes? Creo que no
mucho después que el guarda te ayudó a subir desde el an
dén de Retiro y llevabas el chico y me volví se diría de los
cuatro años con vos antes de que partiera el tren; empezó
algo así como un mes solo por la calle una vez term inadas
las siete horas mudo en la oficina — •ni me interesaban los
actos de arrojo y opté por quedarm e quieto aceptando la
invasión para uso exclusivo, bastante literaria ella también
y muy próxima a inclinaciones que ya habías dejado de co
nocerme. M i acostumbrada minuciosidad y si querés el due
lo, el único compareciente. P odría decirse que el mismo
confundido de siempre fue el encargado de abrirles la puer
ta medio Kafka, medio portón de Tribunales. Yo tendría
abajo del sobaco una carpeta con tapas ajadas en las esqui
nas, un libro de poemas de Bayley o de Juanele, todo el
rubor de los honestos contrabandos y vos petrificada con la
cabeza en aquel pañuelo de gasa del segundo otoño juntos
con el hábito de los museos. Quiénes seremos fue, lo reco
nozco ahora, una form a de ingenuidad al plano de juego
de mesa; pese a todo me he movido pacientem ente en eso
durante casi todo un mes a pie hasta R etiro sin libreta de
teléfonos, ni encuentros, ni pensamientos adyacentes. ¿Los
lánguidos, Bettinoti que guitarrea la suya y se va a dorm ir
colmado de una ginebra desastrosa? Los he sentido a todos
dentro de mí y paralelam ente aspiré en cada m om ento a la
sinceridad, me metí en algún cine con la película em peza
da. E ntre el tumulto aparecían cada tanto los F erreira, la
mujer y él con el Coppa y Chego y su irreversible jerar
quía, empezaban por el final, repetían más o menos: “lle
garon los dos por la tarde a las piezas abandonadas de
adelante y él parecía voluntarioso, los chicos nuestros lo
miraban subirse al techo para tapar las goteras; a Clara,
que siempre sonreía, le prestamos una tarde una cebolla”.
Tu tía Elena con el pelo tirante, los pocos rostros que nos
rodearon durante la vida juntos, no más de veinte pero casi
todos al mismo tiempo incluida una muy poco nítida ima
gen de nuestro chico aunque ya con ropa de conscripto,
pero no estaba, yo lo ponía allí entre ustedes por automa
tismo, por ganas de complicar la sesión, de no ser un deca
dente. Tomaron posiciones, ensordecían mientras el de la
culpa caminaba después del horario de oficina dispuesto a
escucharles los actos centrales de su vida, mi vida en últi
ma reencarnación muy contadas veces más allá del obelis
co y a la que hace bastante tiempo presumo iniciada por
un chico fumando barba de choclo detrás de los geranios
en el patio colonial, un chico empecinado en no decirme
nunca nada aunque supo esperar paciente la calle, cierto
rumor alejado, ciertas murmuraciones cuando el radiotea
tro de Carmen Valdés y la cocina económica. Esa oscuri
dad que permanece en nosotros, como diría alguien que yo
sé: el repetido chico ni alegre ni triste llamado a recitar Se
tenta balcones en las fiestas de la misma casa de los abue
los y después las manos grandes de papá al piano de la pri
mera pieza, Cadícamo o la tía Mercedes con las pulseras
de plata sublevadas del vals.
El día de la despedida del colegio en que dejé de ser el
abanderado para pronunciar un largo discurso exagerada
mente pulido por papá — los recuerdos sin astucia, el per
gamino ajado con el mapa del tesoro. Me llevaron a un
aparte entre los aplausos y el patio se desoló bajo la Zam
ba de Vargas. Un maestro tucumano que nos había hecho
marchar para que fuéramos entendiendo, con la mano en
mi cabeza y diciéndole: “éste termina presidente de la Re-
pública”, y el Adivino que casi seguro debió experimentar
su primer síntoma de tristeza en aquel patio vacío con el
toldo hecho trizas. Un tibio mediodía sin palabras posibles
por la avenida interminable con papá que secaba los crista
les de sus anteojos y mis ganas de correr a sentarme en el
cordón de la vereda frente al colegio de mujeres en dos
filas que se abrían al llegar a la maestra de tumo, el cole
gio con forma de castillo a la vuelta de casa porque allí es
taría sin duda ella, la eterna buscada hasta hoy en todos los
cordones que después fueron parques, y manera de bailar,
y Para alentar una nostalgia y otros poemas.
Ya desde varios meses atrás había abandonado las lar
gas siestas con la boca seca en el olor del chico del lechero
— “vení cuando te llamo, quedate” —*, tengo juego de ma
nos con una prima llorona coleccionadora de muñecas,
como todo el mundo logro verla aterida en el centro del
baño y después se lo confieso para mantenerla cerca. Igual
percibo un compacto recogimiento familiar a mi alrededor,
igual mamá una tarde de mis vacaciones en que la miro
planchar me dice: “esta noche papá quiere hablar a solas
con vos, está muy preocupado por vos”. Papá que fuma
dos cigarrillos seguidos después de la cena, papá con el
codo en la biblioteca de roble. Lo veo caminar de una pun
ta a la otra del hall con las puertas cerradas para dejamos
solos, uno frente al otro, y la ternura que todavía hoy me
sacude, y su revista ilustrada para ferroviarios un domingo
a la mañana de cada bimestre en la linotipia de la calle
Salta. Aquellas estúpidas ganas de reír en el momento más
serio, los grandes pasos de él sobre la importancia de mi
destino.
Me despertaron una madrugada con mucha niebla afue
ra; desayuné en la cocina muerto de sueño y conteniendo
una arcada. Mamá, el pelo atado detrás de la nuca, prepa
ró un sándwich de jamón. Desde la ventanilla del diez, con
el papel de estraza destilando algunas manchas y el Lance
ro sobre las rodillas, dejé la casa con mármol lustrado sin
pensamientos para nadie. Ese muchacho que se largó del
trasatlántico al llegar al Once, el que caminó en sentido
contrario por las calles mugrientas y una mujer muy vieja
dándole bofe a los gatos y después del rodeo la indecible
congoja en la vereda contraria a los portones altísimos del
normal.
Y a los pocos días de rondarlo supo que eran siempre
las mismas caras, gente silenciosa sin ninguna necesidad de
él, fueron lo sospechado de la ciudad sin percatarse de él
atreviéndose finalmente a entrar y desde ese momento cada
mañana muy temprano en aquel segundo año por el Once
a través de las mesas del marrón quemado de puchos, m e
tiéndose en el olor a salón grandísimo y deshabitado, a tiza
para taco y sobras de café hasta el baño oscuro con la llave
de la luz oculta al principio y los billares como bestias
abandonadas, latiéndole el corazón a causa del templo, ante
el presentimiento de que cualquier m añana de ésas todo iba
a terminar y habría que aceptarlo sin discutir, lo chistarían
simplemente desde el mostrador de adelante para que apre
surara el paso y no tocara las bandas, para que no apro
vechara la travesía frente a cubiletes deformados o caras
lánguidas de toda la noche, las mismas caras sin gestos h a
cia él, él no existía para ellos con sus rayas flamantes en
el pantalón de franela de botamanga angosta, no significa
ba nada para ellos haberse atrevido a la moneda para un
disco de Fiorentino, la costumbre del tabaco desde la m a
ñana, que ciertas veces salía de allí pero no iba después al
normal y se dedicaba a las mujeres lentas de la recova,
desenfadadas y con polleras muy cortas alrededor de los
hoteles del Once donde acariciaba gatos en el umbral o su
bía una docena de escalones para fingir que salía de allí y
ya llevaba esa vida, donde se quedó una oportunidad hasta
el mediodía porque ella —- una de ellas — sonrió ante su
humo por la nariz para tentarla, y no volvió a bajar aun
que él no conocía el desaliento; regresó en cambio en el
diez a soportar el almuerzo con la sola vergüenza de no
atreverse todavía a tirar el sandwich las mañanas como ésas
lejos del siglo de Pericles por Astolfi en lugar de comerlo
desoladamente en un banco de la plaza Miserere, la inde
clinable misión de las mañanas siguientes con los mismos
cuadernos a esperar acaso el chistido o cualquier otro de
senlace que lo abismaba y de golpe fue al principio del in
vierno que se desvió en medio del salón y llegó hasta los
tacos, uno entre sus manos, lo hizo correr sobre la última
mesa del fondo, la del paño zurcido y los declives con su
saco sport exageradamente chico, obstinado como era y
manteniéndose de espaldas para sólo escuchar el chistido
y no enfrentarse a las caras, sintió llegar al mozo y esperó
la desgracia, lo escuchó moverse a Ramón que entonces no
era todavía Ramón y no prestaba plata, nunca se lo pudo
decir en los años que siguieron: la tapa del taxímetro, pri
mero la colorada que siguió por el taco y fue a morir al rin
cón, una a una las perillas de las tres luces en el colmo del
sobrentendido, lo dejó solo allá en el fondo con el taco rí
gido y la tiza en la banda, infinitamente inhábil en la pe
numbra del fondo.
No más de una semana de instalado en este quinto piso
y los amigos que vinieron a visitarme. A rriba golpearon y
golpearon el techo, horas enteras justo en los momentos en
que reaparecían las voces, pero Ismael igual tocó hasta
cansarse, hasta casi barrer con esta necesidad m ía de en
contrar un orden. Todos a coro menos yo que me senté en
el suelo, contra la pared, sintiéndolos en mi casa.
En realidad debo hacer un gran esfuerzo para reponer
me de las caras a quemarropa después de toda una tarde
de movimientos lentos con las cobijas por el suelo. N o al
canzo a entender si se festeja mi regreso de Uruguay o el
hecho demasiado simple para ellos de ocupar este am bien
te de paredes grises. Insisto en llevarlos hasta la ventana,
les hablo con una insospechada ingenuidad de lo que me
ha brindado hasta ahora la ventana, de C lara Bow, pero
tengo en seguida la impresión de que no hacen nada por
entenderme. No bien bajamos por otras botellas ya m e da
vueltas la cabeza y lo paso agarrándolos de los hom bros,
haciendo otra vez lo posible para que descubran este cam
bio en la vida: el mismo gigante de siempre con adem a
nes cada minuto más torpes, esa cara de payaso en el es
pejo del ascensor. Del resto debió encargarse el aire en la
calle, sentir frío y un gusto casi olvidado en la boca, esas
ganas absurdas de dejarse arrastrar. El recién llegado, el
que siempre terminará confesándose. Cuando estoy otra vez
en mi rincón no puedo otra cosa que observar las caras,
respirar el humo y el alcohol apoyándome en la valija tal
como la traje de Uruguay. Alguien dice que se está bien
allí, que la foto es digna. Yo me dedico a presenciar el
amor de las mujeres cantando a coro con los amigos, me
relajo de repente en la viejísima historia del paso del tiem
po (más o menos el clima de toda la tarde al acecho de la
valija hasta la campanilla del timbre), aquello en lo que
nunca habías pensado y quizá logró acercarte todavía más
cuando te lo dije los dos por el bosque de Palermo: cu
brirlo todo a partir de un instante, eso era, un simple des
pegue que nos aleja de la cosa minúscula y manoseada,
caer otra vez en el momento menos previsto al caminito
entre tipas y reconocerse, y no permitirse sufrir, reconocer
la Clara reciente que se dejaba besar en puntas de pie y le
vantaba los brazos, la pieza de paredes grises un sábado a
la noche con Ismael gritando La del cincuenta y cinco y la
foto enmarcada del hijo y Le poisson magique.
No me levanto con alguna idea precisa, hubiese prefe
rido seguir allí sentado hasta que se hiciera de día y ni si
quiera el más mínimo rastro de los síntomas. De golpe me
escucho pidiéndole Madame Ivonne a Ismael que nunca lo
supo y rasca un Discépolo irreconocible, voy hasta los li
bros con la repentina necesidad de encontrar Escrito sobre
una mesa de Montparnasse, el sentimental que recorre in
numerables veces el índice buscando al sentimental en una
mesa de Montparnasse mientras trastabilla en el centro de
las caras a quemarropa quejándose de España que le con
duce el vino o de la inclinación secular a la tristeza, casi a
gritos por la imposibilidad de escucharse a sí mismo lee
penosamente para los amigos actuales se diría de espaldas
a la falta de ruido en nuestra cancel de Banfield, para la
valija todavía cerrada que dejé caer en el norte de Uruguay
y el telón lentísimo porque queda todo detrás y parecería
estar ofreciéndome derechos. Sin librarme entonces del so
nido de mi risa traigo las viejas cosas que sólo tienen ila
ción dentro de mí debido a cierta rugosidad en la madera o
un vidrio empañado a la hora exacta de los retornos.
¿Los que hicieron todo lo posible por amarse en esta
misma ciudad un poco después del neorrealismo? Vos, Cía-
ra, en aquel entonces mo decías se te cambia la cara, sos
otro, pero igual les hablo de Santana con el Adivino en la
nebulosa dictándome el final inevitable, justo toda la se
cuencia a partir de una remota mesa en este caso en un
bar de Villa Urquiza y el lento arribo de la Polaca a las
pocas semanas enseñándome a hacer el amor en la piecita
húmeda del altillo de Flores. Recapitulo, entro en trance,
ya no existen los otros: que la Polaca se levantaba a la ma
ñana y limpiaba la jaula antes de salir a la calle para mí,
el final tristísimo con ella sacándome los trajes aunque yo
con la lección aprendida y nunca más las oficinas del fe
rrocarril, yo más seguro en los bailes hasta que le hablé a
Santana de mi rodeo a Irene y él que me ayuda a inventar
una vida anterior sin reconocer que lo hace, llegué hasta
Irene, me escuchó una noche bailando en el Palermo Pa-
lace y terminamos juntos en el padock de San Isidro. Les
hablo a los amigos de las noches interminables esperándo
la hasta las cuatro de la mañana en la mesa del fondo del
barcito de Maipú, toda la plata en el bolsillo alto del saco
y los consejos de Santana en los baños turcos hasta que
todo giró y no pude más, me descubrí la tarde de la noti
cia entre los vestidos de Irene, un año entero a la pieza in
fame de Congreso, completamente aislado en la ciudad y
la cultura que venía de Eliseo: me fui una noche al social
de Caballito a buscarte, a limpiarme y creer en eso como
si obedeciera a un proyecto de toda la vida. Y les cuento
también de vos a los amigos, mejor siento el primer ruido
adentro —■un chasquido, un gozne — , que tenías los ojos
calmos y escuchabas sin respirar. Es más o menos un por
teño el que se larga a llorar como un idiota por el fraca
sado corretaje y tus anticipos del escribano Ramírez, por
las obras completas del pobre Hermann Hesse. Cómo me
fui del edificio en ruinas a vivir con Thelma, y siento que
la atención decrece pero igual les aseguro que te extraña
bas del cambio, me veías insistir con la literatura, el elegi
do, la tarde aquella de la puerta entornada en el primer
piso de Colegiales, tus tacos de no aceptar el primer final
que te propuse y Thelma alcanzándome la ropa para salir
a tu encuentro; vos y yo por Federico Lacroze una tarde
hermosa de octubre, algo así como dos chicos en un andén
llorando cada uno por cosas infinitamente distintas, y la
vergüenza de entonces en el camino del arte, todo lo digo
igual que un gramófono—'todo siempre mezclado, todo
haciendo agua— , lloro también por el final de Santana,
por mí, me lo reprocho en voz alta y alguien entre los ami-
gos pide la guitarra y me hace una broma en la que puedo
entrar a tiempo echándole la culpa al origen del tango y la
llamada frustración argentina.
Se fueron todos al amanecer y me quedé apoyado de
espaldas contra la puerta viendo girar las paredes, venirse
encima los muebles. Trastabillé hasta la ventana — la ma
nía de llegar a la ventana— , logré asomarme casi medio
cuerpo afuera olvidado del miedo y vomité sin interrupción
hacia la primera claridad de las terrazas, feliz del estreme
cimiento final, de poder hacerlo a cuenta de un día largar
me a reír, haber elegido quedarme solo en esta pieza como
el mismo Alain Gerbault, para que venga Blanca Luz y
me ame.
&Q
Irene presa y Santana al verdadero sur, los últimos pe
sos entre los tirantes del armario y la mayor parte del tiem
po echado en la cama sin precisar una idea hasta que in
vadían las luces del cartel de Cinzano. Federico le llevaba
el diario de la tarde y él con los ojos cerrados para que se
fuera: sin confesadas razones, tendía a detenerse en la pá
gina de las noticias de policía. Era el espacio agreste entre
dos recuerdos, la postergación, lo que mucho más tarde es
cribiría: figuras muy torpes de yeso con reminiscencias del
doctor Caligari.
Cada anochecer a la calle más bien por necesidad de co
mida. en forma indefectible viéndose en las vidrieras sin
voluntad para detenerse, un color de pelo entre la gente, tu
inolvidable sonrisa en el puente de Brooklyn. Y siempre
atraído por el paso de alguna mujer, y se veía en las mismas
vidrieras inventándose una vida si cualquiera de ellas lo de
jaba seguir hablando al acercarse, una vez más era todo me
nos el abandono en la pieza y los tacos posibles en la esca
lera, alguien ocupado en virtudes secretas que lo dejaban
indefenso al volver con aquel cansancio, la ropa arrugada
hasta que abría despacio, hasta las luces del cartel sobre la
única cama deshecha.
Una noche, tal vez por decisión repentina, no sólo llegó
frente a la puerta de la pensión de Libertad sino que se
atrevió a golpear: la euforia de Eliseo echando alcohol de
quemar en el calentador para excursiones y al rato con el
primer acto de su tragedia reiniciada donde los personajes
se referían por momentos al arte o la estupidez humana
mezclándose con el ruido de la bombilla, la foto combada
del actor, el gato que se iría una mañana nublada por no
aguantar más el descuido. Y ya cerca del final, de cara a
los estantes para elegir un libro, reconoció de pronto que
desde mucho tiempo atrás deseaba retornar a esas cosas.
Eliseo que seguía con sus clásicos, con la cultura como es
tado natural y los pésimos cigarrillos negros. Cada tanto él
respondía que sí con la cabeza y al sentir el libro del filó
sofo en el sobaco recuperaba cierto instante perfecto.
Todavía acostado entre las migas del desayuno, llegó de
un tirón a la última página y estuvo con el libro entre las
manos como quien termina de triunfar en una competencia,
corrió en seguida por Libertad y al encontrar el candado se
pasó más de dos horas en la escalera. No bien tuvo enfrente
a Elíseo le hizo todas las preguntas sobre la alternativa de
iniciarse; se llevó en trueque la necesidad de tener cautela
junto con ese sucio ejemplar con la mayoría de las páginas
subrayadas en tinta.
Debió ocurrir más o menos en los preliminares del ca
ballo de Troya. Estaba acodado en el ángulo de la cómoda
procurando descubrirle el encanto cuando vio entrar final
mente a Irene y no supo alegrarse; le pasaría en muchas
oportunidades después, alguien que tira para abajo, que re
siste, que carece de método para la alegría. Tieso, con la
mano sobre el libro abierto, la miraría sin asombro. Por su
parte Irene fue a sentarse en el borde de la cama igual que
si terminaran unos pocos minutos de ausencia y hasta estu
vieran fatigados de verse; se sentó sin ruidos, paseaba los
ojos muy chicos por las paredes recuperadas. El pelo pare
cido a la estopa y los zapatos cubiertos de tierra; al fin dijo:
“hubieras venido a visitarme”, y se dejó caer para atrás sin
esperar respuesta y dormía profundamente. Desde entonces,
con absoluta naturalidad, ni pensó en la pieza de Eliseo, en
las líneas escritas en una hoja de cuaderno que a mediano
che tuvo que prestarle Federico, incluso el único ejemplar
fue guardado en la mesita de noche con un calzador en el
caballo de Troya.
Se hacía dificultoso reconocer a Irene en esa pronuncia
da lentitud de movimientos; no estás, no tengo nada que
hacer por vos. Al tercer día de su regreso tampoco se mo
vió de la cama; él aprovechó los indicios para quejarse de
la situación sin mirarla a los ojos. Entonces provocó un mo
tivo cualquiera de desacuerdo y después de cerrar la puerta
con doble llave, de tirar la llave contra el piso, probó em
pezar a pegarle dentro del más absoluto silencio. Santana
decía que estos métodos demostraban la desesperación y n o
conducían a nada: lo mismo la levantó con esfuerzo aba
rrándola del pelo, hizo otra pausa limitada a la expresión
de la boca, infinidad de veces a media voz y con la nariz
en su aliento que debía volver a la calle, de improviso el ri
dículo y la empujó en dirección a los rincones, siguió pe
gándole en la cara mientras descubría un ritmo en eso aun
que ella sin moverse del último sitio donde la había dejado,
ella con gemidos de mujer muy vieja, que finalmente no
debió soportar más ahí observada, se echó sobre la cama,
parecía dormir y mientras tanto, a medida que pasaban los
minutos, podía esperarse cualquier resultado con las palmas
ardiendo dentro de los bolsillos del pantalón hasta que se
levantaba y le pedía la plancha a Federico, en el ínterin col
gaba el mejor vestido en la ranura de la persiana, junto a él
y con la cabeza baja para meterse en el baño, desde aden
tro del baño, igual que la primera tarde, cantaba la misma
o una canción parecida, bajo el ruido de la ducha lo llama
ba como antes, con una idéntica fluidez repetía su nombre
como antes.
No pasaron más que quince días y estuvo saldada la
deuda con Federico, cambiaron de ropa, hicieron planes de
viajar al mar en cuanto fuera más evidente el verano. Algu
nos sábados o domingos por la noche él iba solo a los clubes
de baile con la finalidad de no abandonar el prestigio, se
conmovía bailando, habrá llegado a verte a vos, Clara, des
de muy lejos, pero todavía un resto de valor, tu vestido a
lunares y el pelo negro, tu atención para mirarlos a todos
y decidirte equitativamente a brindarles el bien, ese perfu
me a desodorante.
irrr
No sé de dónde el hábito a sentirlo todo en una sola
tarde, los tres años hasta antes de las doce de la noche y
nosotros solos, casi sin hablarnos, por una calle que en mí
debe corresponder a la zona del Bajo. Una única tarde in
distinta en que las tantas piezas recorridas, los postigos tra
bados, la falta de ventanas y el techo bajo, el techo a dos
aguas y los objetos con otras marcas de manos, siempre las
sábanas amarillentas o una frazada sola o una colcha des
teñida para taparnos, los libros firmados por otros, los pu
chos y el olor de los otros, todo se reduce y se funde, no
sale de un ocre sucio en Arles, de un olor a trapos en el
armario del altillo: me veo con las manos paralizadas en
los bordes de las solapas, vos que tironeás una punta del
papel floreado de las paredes a dos semanas del club social
de Caballito, un poco pálida y el vestido verde, que te gusta
esa pieza con el ruido del agua que cae en el water y la luz
roja sobre la cabecera de la cama, apenas apoyada con un
dedo y yo que te llamo desde la persiana sujeta con alam
bre, por el único intersticio, sin atreverme a otra cosa, te
muestro el resplandor del río, la calle con adoquines irre
gulares por la que caminan sin hablarse un hombre y una
mujer a la caída de la tarde.
Reconocería bastante después aquello de tirar de la
ropa, alentarte, de nunca una parecida dificultad para des
vestirme. Aunque te fundieras al bailar, aunque el color de
los labios y los tacos altísimos no te habían dejado nada los
hombres; carecías de voz y yo más flaco que nunca, a tu
lado esperando una mano, mirándote sin que lo notaras
porque también costó que me cansara de mirarte. Estaría
allí acostado para limpiarme, para agradecer la proximidad
de tu cuerpo; sólo dos días atrás te contaba mi vida con
pequeñas desfiguraciones, alguna que otra entrada de luz y
la carta que después yo mismo te leí: mi idea del amor que
se transformó en tu idea del amor, un poco lo que nos es
peraba, lo que fuiste aprendiendo sin saber que lo hacías
moviéndote a la primera insinuación, tu docilidad y la res
piración contenida, una muerte mía insignificante en el sur
o páginas al viento. Fueron las formas puras de tu cuerpo
cuando corrías hasta el baño con la puerta entornada para
la penumbra, tu regreso furtivo y el frío, la espera que sólo
mucho más tarde nos reconocimos uno al otro boca arriba
y toda la ropa en la misma silla, tu risa difícil, la humedad
de tu aliento.
Hemos recorrido infinidad de piezas distintas, hay un
galpón en los fondos con ajos colgados del techo, la casilla
del Tigre y nadie entre los árboles, llaves que me pasaron,
linternas, hoteles como el de Hipólito Yrigoyen donde nos
reconocían al terminar la escalera. En las pausas yo empe
cé a leerte mis papeles, los dos desnudos con una novela de
Faulkner en la piecita de tu compañera de escribanía du
rante todo el invierno del segundo embarazo. Veces en que
te dormías escuchándome leer, mi euforia por Antonio Vi-
valdi en la radio de la pensión donde entrabas cuando to
dos dormían y ni restos de plata para otra cosa, tus antici
pos y al rato volver a vestirnos, yo hasta tu casa y de re
greso escribiendo en el cuadernito que llevaba doblado en
el bolsillo trasero del pantalón, todo lo vivía para después,
era un fotógrafo, un infiltrado, ya te hablaría de mi pérdi
da de la inocencia frente a todo lo que nos rodeaba y el en
tusiasmo por la política en un país invadido, tu cuerpo que
escuchaba o se tendía a mi lado sobre la alfombra, en las
baldosas, cubiertos por mi sobretodo en el taller mecánico
de Villa Urquiza, siempre mis borradores y los libros sub
rayados, el código de las llamadas y los signos, mi repetida
falta de trabajo y la pieza que me alquilaste cerca de tu
casa en un edificio en ruinas y venías con la comida en la
vianda para el atacado del mal, yo con mi desistido libro
de poemas que después del título te llevaste en la cartera,
y el desaliento, y Guillaume Apollinaire.
No sé de dónde el hábito a sentirlo todo en una sola
tarde, nada que lo corrija, que no soporte los límites. En
una sola tarde cambié mi cuerpo después del primer vera
no juntos en la playa, las piernas demasiado largas y vos a
mi lado sin notarlo; fui a un gimnasio para cambiar, tres
veces por semana traspirado con el dolor en los músculos
para merecer la estrechez de tu cintura, los hombros altos.
Los dos cambiamos en todos los lugares que son una única
pieza: empezó tu voz como quien se lamenta o gime, te or
dené cosas con la piel quemada por el sol, fuiste abriendo
los ojos, hablaste, yo sentía los músculos de los brazos y
encendimos las luces, te calzabas los zapatos y hasta los
rincones a buscar cosas inexistentes; en la pieza de aquel
idiota de los grabados te hice caer el pelo sobre la cara y
me acechaste toda la tarde, sentí confusamente que vos
también me usabas, que no eran suficientes las luces. Y vol
ví a dejar otro trabajo a las escasas semanas de heroísmo
y venías todos los crepúsculos al edificio en ruinas, los ca
pítulos de mi novela a dos espacios con margen para car
peta, lo que ya no era posible confesarte.
Miro tu cuerpo, la ferocidad que ahora apenas le reco
nozco, tu ropa interior descolorida. Dejo de leerte Adán
Buenosayres porque quiero aferrar un estímulo desde chi
co, una imagen perdida, un giro. Con sólo mirar en tus
ojos arrojás el cinturón sobre la silla: es la tarde en la
amueblada de Bouchard, somos los dos con los últimos pe
sos en los cineclubs, solos en las librerías, es mi cuerpo
ahora sin las marcas de las costillas y tus labios secos, esta
mos en la amueblada de Bouchard o en la casilla del Tigre
calcinados y todavía insistiendo, venís hasta mí, te parás
enfrente, lo reconocés; estoy sentado en el hotel de Hipólito
Yrigoyen y abro las piernas y te quedás parada entre mis
piernas, puedo pedirte que sufras, que me saques en brazos
de allí, que me ayudes a no ser tan desdichado. Acaricio
tus manos que están por mi cabeza, acaricio el reverso de
tus rodillas y afuera de la ventana el río como zinc a la caí
da de la. tarde, Thelma que puede subir por La escalera*
acerco mí cara, 5a apoyo contra tu cuerpo y son los otros
cuerpos eti el mismo minuto, en las sienes, los que hace
unas pocas semanas salí a buscar a la calle, a las exposicio
nes, en los bares de estudiantes con papeles sobre la mesa
y la camisa abierta sin corbata; pude haberte pedido que las
quisieras a ellas también, que cultivaran una amistad serena
y se pusieran de acuerdo para las visitas de cada tanto jun
tas porque siempre quedan cosas en común, tus buenas re
laciones, vos y ellas hasta que cure y me decida a abando
nar la cama antes del mediodía, que hablen de mí, reconoz
can mis inofensivas costumbres, mis manías, Ja necesidad
de crecer y eJ odio inextinguible a Jas sábanas remendadas.
Siento la ferocidad de tu cuerpo en el zaguán de tu casa y
todo*, los tuyos en el fondo con la televisión, me arrodillo,
casi grítás y tuc; hermanas que busco de día y de noche, a
la salida de las academias, en Jas paradas de ómnibus, tu
cuerpo y el mío en una sola tarde indistinta, yo que pude
decirte que Jas dejaras entrar, dedicarse ellas también a las
pocas camisas — una pilita de camisas sobre la silla —, que
ahora te veo desvestirte o andar desnuda por la pieza en
ruinas, por eJ pasto del Tigre mientras leo para mí como
en esos últimos meses que precedieron a BanfieJd y siento
que ya nunca podrás entenderme, que no somos lo mismo
y resultaría urja historia interminable y yo para qué, mejor
tu rita, mejor Jai sencillez con que pedís que me desvista.
Mit p ie rn a en el aíre para que puedas tirar de Jas bota-
C ara , la m hm a que a partir de un andén tiznado
de üCetíro, con uri hijo mío dentro de Ja pañoleta, aprende
ría a irte *ín que quedaran reservas, a ordenar tu desfigu
rada vida *ín mí.
Thelma, la que salió en bata de dormir cuando tocaste
el timbre y te dejó junto a la puerta entornada desde don
de comprobaste con toda claridad la forma de tratamos; yo
desde la cama escuchándola decirte que no debía por mi
salud pero que igual me esperaras en 3a confitería de la es
quina. Thelma fue sacudirse de una larguísima modorra,
caer en la cuenta, que Santana volviera vivo del sur y que
entonces podía sobrevivir, no más el ridículo entre todo lo
que lo había rechazado, el mundo al que Elíseo apenas lo
dejó asomarse pero con aquella arrogancia que era la caja
de cigarrillos negros en el estante del ropero para que el fi
lósofo la encontrara por azar; aunque no pareciera cierto
también se trataba de mi porvenir en la literatura: cuando
camino a la tarde pienso, es un suicida el que camina por
las calles abiertas de cara a las sensaciones. Eso era, un
griego: tres veces por semana al gimnasio, el resto acodado
entre la tierra de la Biblioteca Nacional, el profesor de
francés, el régimen naturista.
Por momentos me inquietaba la reacción que podría
provocarte ese vuelco: de pronto hago los paquetes de li
bros pero vos sin nada que ver con la decisión (no se te ha
consultado, no se te pidió auxilio y corriste durante días y
hablaste con la gente y volviste con una noticia), me trasla
do por mi cuenta a un primer piso en Colegiales, presumi
blemente a vivir con un amigo de dos semanas atrás, te
digo que la miseria, que cualquier otra cosa envilece. Se
guiste junto al escribano Ramírez; yo que me atrevo y por
primera vez dispongo espaciar los encuentros, que dejo de
esperar tu cartera para la hora de la cena y vuelvo a mi
predilección por las camisas a medida.
En honor a la verdad conocí a Thelma un sábado por la
noche después de dejarte sola en la esquina de tu casa; por
la misma grieta me invadía otra vez la costumbre, ese ba
rrio con el olor a frito y anduve como un poseído’a la par
de la vía, sobre el barro debido a la garúa de toda la tarde
con una docena de carillas repetinamente inexistentes en el
bolsillo del sobretodo, el releído final de Rimbaud, Roberto
Arlt fabricando medias en sus últimos días. Meses enteros
privándonos, el alquiler de mi pieza atrasado, la necesidad
de una máquina de escribir porque va la vida en eso: te lo
reiteraba después de quince o veinte días en algún empleo
y el encierro y en seguida la liberación que llegaba de vos,
un nuevo poema que te leo y te sacude y me das la venia,
vuelvo a levantarme por la tarde, a ponerme a salvo y ru
miar la falta de comida, a salir desolados los dos por la
puerta lateral del hipódromo de San Isidro.
Con Thelma opté por el humor, hice que me aconseja
ra para bailar y de improviso me largué con el estilo, apre
té la mano, lo mejor que sabía hasta que la desconcertó
por completo el universitario mejicano con un pasado rui
noso en Buenos Aires----al final parecía una chica conge
lándose por la avenida Cabildo y yo desde afuera de los
dos mirándolos agarrarse una mano o saltar una zanja a
causa de la lluvia. Que la rejuvenecía mi manera de aso
ciar porque en su adolescencia estaba un pintor escapado
con otra mujer a Milán y ella entre un tiro o la vida en
broma y ahora muy cerca de los cuarenta años, corrompi
da y feliz, con un par de amigos consecuentes, las extras,
un departamentito propio con reminiscencias de la época
azul.
Pudo deberse a la sensación de hundirme en la alfom
bra de Thelma, mi último poema leído bajo la lámpara del
living funcional. Ese mismo domingo blanco detrás de los
vidrios, rendida y con la cara irreconocible por la falta de
pintura, ofreció ubicar un escritorio junto a la ventana, la
máquina de escribir encima del escritorio: yo el que mere
cía su hospitalidad, ella casi la Polaca con una breve tem
porada en la Sorbona.
Nosotros do*, 5
nunca conoció Buenos Aires, ¿quiénes seremos, Clara, en
ese pasado que durante un mes sin hacer pie y a fuerza de
retórica no supe hasta el final si ustedes, todos ustedes, se
permitirían nombrar como algo terminado, sin interrogan
tes?, ¿el que se queda, el que se va, el que recibió en oro
un puñado de amigos?, mi régimen lácteo desde antes de
Thelma y el Venturi que me inició en política de masas du
rante Isla Maciel obstinado en tratar aquel cuento mío del
realismo crítico y la cercanía de puntos; un tumulto que
entonces ahora, a un año de distancia y en este quinto piso
empiezo a destejer e inundo con hábitos, y vos que sólo pa
recías preocupada en repetir el poema al ocaso y los des
lumbramientos, casi un mes nítidamente tu voz en sordina
recuperando nada menos que ese poema de memoria, un
mes con el derecho exclusivo al montaje y por esa simplí
sima causa hablando solo por la calle, en los baños, en
cualquier pieza de hotel contándoles desnudo mi vida, y
papá un poco antes del viaje a Córdoba, breves situaciones
entre ustedes y él, la troupe en pleno con el terror a las res
quebrajaduras, papá y un Anselmi borroso con los términos
reivindicatoríos de la renuncia, todo color pergamino para
lámpara central y la regularidad de mis apuestas, un resu
men bastante detallado donde se destacaba lo conseguido
durante dos meses con Irene todo a ganador a Simbrón o
Simbad cuarto muy lejos el día de la reprise, era la italiana
de la pensión de Congreso preocupada por mis reiterados
vómitos de las primeras semanas y ella, siempre una mujer
inmóvil en mí, de unos veintiocho años, con rasgos tuyos,
de la Polaca que debe haberse negado a asistir, las manos
de Thelma con la? uñas mordidas a la manera de la actriz
independiente que me ayudó a sostener la endeble convic
ción de dejarnos, una mujer de llorar en las plazas sobre el
hombro, esperar con fervor mis papeles saliendo desde la
galera descolorida* el pelo de Berta, la chica sucia del isle-
ro, tus piernas, ,uo sé por qué la ropa interior gastada en
los bordes y los tacos altos para volver del baño, un ruido
de voces encontradas, de precariedad, la carpeta íntima de
mano en mano y las risas ahogadas, el chico nuestro que vi
y no vi y creo se reía de la cibernética, que seremos barri
dos, que esta tenacidad de principiantes por entenderla la
única manera de sobrevivir, escuchá: vos conocés los deta
lles, hasta los más insignificantes detalles con su derecho a
la piedrita filosofal, te saludé, la sensación que saludabas,
sencillamente estuve quedándome solo como tantos otros
que recuerdo o no conozco o puedo olvidar en menos de
veinticuatro horas y es cada vez más esta pieza que ahora
es esta pieza donde faltan toallas o me despierto por la no
che, traen el diario, enciendo la luz y apago la luz, camino
descalzo, pienso en todo ese mes, en el año que le sucedió
hasta aquí y reconozco distancias que no fueron nunca pre
sumibles (alguien, vos sabés, que me diría exactamente aho
ra: “seguís sin encontrarle un lugar estable a la alegría”),
corrijo, no me canso de mirarlo todo, yo también me con
venzo como para dentro de mucho, yo también camino
en medias y asomo la cabeza, necesitaría decir una imagen
más o menos así: rostro de edad incierta, no hay edad po
sible, rostro arrasado de lágrimas echándose a reír intermi
nablemente; distingo manchas en las paredes, restos, un
dedo bienintencionado por la tierra, tu pañuelo de gasa, los
días de abrir las persianas de acá y recibir al que a eso de
los diecisiete años lloraba en secreto bailando los tangos del
Troilo primero, acomodaba la mano, las metía a ellas en el
cuerpo, giraba como el mundo en un rincón de la pista del
club de Villa Crespo, no rescato nunca hechos significati
vos, no creo que sea tan difícil, eso sí hay muebles que to
davía no quiero, libros sin leer, un disco de Charlie Parker
que se enloquecería con la jeringa cuando yo aprendía a
fumar en las esquinas donde no pude dar nunca nada ni me
dieron, a levantar las cobijas para que te movieras y te mo
vieras y me sacaras sin darte cuenta de allí, de allá, que
me tranquilizaras porque después, y poco a poco en la ma
yoría de los casos, era como llevarte conmigo, les hacía re-
Nosotros dos, 5
petir tus juegos y las mismas palabras para de esa forma
quedarme en la orilla de enfrente, por otra parte fueron
muy contadas las veces en que alguna de ellas se sostenía
por su cuenta, una frase que sigue a una frase, una punta
del hilo y te descubrían en el escondite, la mala pasada de
que entonces yo y mi euforia tuviéramos que aceptar y vos
que volverte, recuerdo te ibas por corredores tibios a bus
car un rincón de desgracia donde poder esperarme, un mes
— el primero de dejamos — con todos ustedes hablando al
mismo tiempo del trompetista amateur con un tema dado
pero hasta el cansancio y la imaginación girando lo mismo
que durante ese mes por las calles en el mismo eje, el fugi
tivo y por último nosotros dos a cada costado del fueguito
en la orilla de enfrente, a salvo el amor, con excepción de
esas contadas veces que incluso durante todo este año sin
vos sólo han servido para hacerme presentir el advenimien
to, alguien que llegue y festeje, que tenga su propia costum
bre del sol, mi dudosa humildad en todo esto y a mis re
gresos solías interceptar las aisladas comprobaciones, yo sin
nada que decirte y vos siempre esperando que los desenla
ces tuvieran relación con lo que me concernía, yo estaba
allí por algo y eras una bruja paciente, tirabas las cartas
después de haber elegido una única vez y yo en tu camino,
esa seguridad de mi retorno para recibirme sencillamente
en los brazos; ya no me cabe duda de que alguien debe co
nocer las causas, Clara, aunque a mí también esta certeza
me fue disminuyendo inocencia, me hizo vivir este año, el
inofensivo viaje a Uruguay con un pie en cada bote lo mis
mo que si fuera un propagandista ofuscado de la fragilidad,
uno desde mucho antes sabía que le era posible transfor
marse en el número cómico de las fiestas familiares, que
podía ahogar de risa a los ministros plenipotenciarios, y las
deudas en medio de todo, y el que repara con el ritmo de
un párrafo nunca antes de las cinco de la mañana, el único
pantalón como un tubo con diagnóstico escrito, Baudelaire
y no dejarse ganar por el caos, no quedarse fuera de la lu-
cha, los etcéteras, tu cuerpo que fue algo propio, algo para
no morir de una vida intratable, tu piel y tu alegría de que
darte conmigo que siempre, de una forma muy secreta, me
pareció abiertamente excesiva, ¿viste?, lo mismo has podi
do seguir viviendo sin mí; allá, al otro lado de este edificio
está el rio, es más que nada el recuerdo de una sensación,
la tan usada memoria del cuerpo y sin embargo me acom
paña la mayor parte del tiempo, creo que cambio, eso es
todo, pretendo dejarme seguir y no levanto las manos aun
que me reitere y los canse, cada tanto vuelvo a la ventana
y veo gente más allá de las terrazas debajo de un alero en
lo que todavía debe ser un corralón, todos tomando mate,
todos esperando con la pava en el centro del círculo, mi
país, mi casa después de cambios repentinos de hoteles y
rumiar, después de haberme querido ir no sé con precisión
adonde pero sin duda para siempre (tal vez digo para de
jarme atrás, para que se termine con las frases hechas), la
cocina muy reducida separada por el pozo de aire de la ca
beza de una mujer que canta y mueve ollas generalmente a
las ocho de la noche; escuchá: pienso como siempre que
elegí pero ya no creo que sea el bien y las palabras se ha
rían enormes y visibles, pienso una y otra vez en el pasado,
chorros, humo de nada que se quema, y la desmesurada
rapidez de los giros declamatorios como por ejemplo el
sioux consecuente y los fetiches de discordia con sus ma
nos, América si te gusta escuálida que duerme todavía su
siesta entre camareros furibundos, y yo con el chico los
domingos al mediodía en que voy a buscarlo y por lo gene
ral es tu tía Elena que me lo pone en los brazos a la salida
del subterráneo de la estación, que me lo trae a la misma
hora y al principio no encontraba la técnica, que repita
juegos con él, lo traslade en los trenes de ida y de vuelta,
las muecas, las veces que llora y te llama aunque en segui
da lo conformo, lo llevo cada tanto a casa de mi madre
para que la abuela se conmueva y haga frases, el hijo pró
digo en el césped del fondo donde dentro de poco empeza-
rá a tirarle una pelota de goma, algo tuyo que también ten
go entre estas paredes, que me queda, algo tuyo sobrepa
sándome aunque lo levante sobre la cabeza y mire el pro
fundo misterio al contraluz, lo he mirado al contraluz he
procurado pararlo en la baranda del león y también sentí
que desesperaba por su ausencia, yo era esa ausencia regre
sando cada domingo de su más reciente manera de saludar
con la mano cuando me voy, él sobre el almohadón en la
cabecera de la mesa, diría el mismo color de tus ojos y la
meticulosidad que pongo en ventilar este ambiente, leer el
diario, reconocer los ademanes, las cartas, esa foto de es
paldas a la ligustrina con el chico a horcajadas que me sacó
el amigo de la infancia, un lugar estrecho desde donde mi
rar el cielo y cada vez mi madre que en algún almuerzo de
los que hablo me adelanta con tanta humildad un nuevo
desaparecido.
Septiembre 1964.