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L a tarde en que me asomé definitivamente a esta venta­

na una mujer sola con una malla roja tom aba sol entre las
sábanas recién tendidas; lo supuse porque había aire y no
se movían en la soga. Tenía una toalla de colores vivos
atada a la cabeza y en la misma terraza un perro ovejero
parecía muerto de un tiro. M e asomé, tuve el mismo miedo
de siempre a la altura, el mismo desasosiego ante la posibi­
lidad y tentarme. A hora busco la m anera de acomodar mis
libros — les descubro señales de otro tiempo — , colgué el
mismo Klee del final que se te resistía, y poco a poco la
pieza en este quinto piso imprevisible va cobrando un olor
que reconozco a fuerza de Particulares Livianos y la yerba
dentro del plato que siempre m e olvido de sacar. Todavía
hoy puede ocurrir que m e acerque a la ventana y apenas
com prenda de qué form a han pasado todos estos años; por
una especie de juego dem asiado sutil, de fidelidad al recién
llegado, algo en mí se resistiría a term inar con tus enaguas
puestas a secar sobre la cocina de kerosén, con el sonido de
tu orín en el bañito compartido.
Venía de un viaje muy simple también previsto por el
Adivino, de correr el telón, de acatar con un indicio de
aplomo no sin algunas lágrimas en la butaca del fondo
de cierto cine de Lavalle. Los libros todavía por el suelo,
la tierra y me asomé a la ventana: algo en esa mujer ten­
dida al último sol me hizo pensar en el pasado —■las veces
en que abro y me tiro con todo el cuerpo en el pasado. Ya
sé que yo buscaba un par de manos para acompañar mi re­
pentina soledad de la pieza de dos camas en la pensión de
Congreso, que todo había vuelto a confundirse a mi alrede­
dor y se me puso en la cabeza tu manera de andar, el co­
lor de tus medias. Sé que tendía a ocuparme del rotograba-
do de La Nación convencido de su importancia, tieso, al
poco tiempo los dos en algún banco de la plaza Lavalle an­
tes de la primera sección de los domingos en ese cine roño­
so de Corrientes y mis poemas rimados que te gustaban
tanto, y Federico Nietzsche, y tu insistencia en acompañar­
me a seguir con todo ese tesón de la misma forma, con la
misma sencillez que si se me hubiera dado por la pugna o
el Zen o la poda de árboles en la punta del Himalaya. ¿Vis­
te, Clara?, sin embargo has podido seguir viviendo sin mí.
Y el atardecer que te llevé por primera vez a la amue­
blada de Bouchard (con la ropa puesta te mostré el río por
la rendija de la persiana sujeta con alambre), me dijiste hu­
mildemente que te gustaban las flores del papel de las pare­
des, sí, pobre, el color de las paredes del Alvear Palace, me
dieron ganas de decirte; no respirabas ese olor, Clara, fuis­
te capaz de cosas increíbles a fuerza de no darte cuenta de
casi nada, de aceptar acaso el destino. Hoy me digo sin
grandes rodeos que yo entonces debí saber que iba a em­
barazarte y que otras veces, con los años, también secreta­
mente lo supe: nadie escuchó nunca mis poemas como lo
hiciste vos.
El Adivino — en distintos momentos te hablé mucho de
esa parte mía que parece adelantarse — ya estaba cansado
de todo aquello, tenía sus propios estímulos y trucos cuan­
do te salí al paso en el club social de Caballito. Casi toda
aquella noche mirándote y resistías salirme a bailar porque
se te amontonaban delante en cuanto amenazaba la música.
Me resultó enormemente difícil llegar hasta vos, no quise
reconocer otras voces y mezclé mi pobre Arlt del normal
interrumpido con todas las putas hasta allí, con mi mane­
ra especialísima de caminar en el tango que me venía de
Santana y un infinito, un último desprecio por todo ese rito
que te puso finalmente en mis brazos y había ocupado la
mitad para acá de mi adolescencia. Llegué a escribirte esa
carta con una cita de Elíseo, el dramaturgo anarquista y
pelirrojo que vivía en la bohardilla de la calle Libertad con
el actor fracasado que seguía repitiendo Sobre el daño que
hace el tabaco y creyendo en la metcmpsicosis. Elíseo, el
primer filósofo de la República Argentina según palabras
de Santana que se había pasado años cebándole mate en
Villa Urquiza, el maestro Elíseo de aquel primer cuento
mío que te hizo llorar en plaza San Martín justo en el pá­
rrafo en que la Muerte le respondía a la Esperanza después
del largo monólogo de la Incertidumbrc, la misma inccrti-
dumbre que me invadía y te invadía, que hacía de ese ban­
co el corazón del mundo y la vergüenza y tu vestido viole­
ta, los zapatos altísimos transformándote unas piernas a las
que nunca me cansé de adorar.
Desde esta ventana veo las terrazas de cuatro manzanas
a la redonda, una calle que se pierde a lo lejos con la fila
de árboles a cada lado; como siempre una calle que se pier­
de a lo lejos es también lo que niego, lo que todavía resis­
to. Eran profundamente rojas a esa hora casi insostenible a
poco del telón lentísimo y me quedé apoyado en los codos
hasta que la mujer debió sentir frío porque se agitaron un
poco las sábanas que recogió entre sus brazos y la siguió
el perro: más de dos semanas de empezado el otoño. A ve­
ces pienso que ya no recordarás lo que significa el otoño
para mí, sobre todo los primeros días a la hora del anoche­
cer. Y reconozco que habrás hecho bien, Clara, la literatu­
ra enferma, nos cerca tanto papel y la idea de la muerte, tu
maternidad (y esto es justo que ocurra aunque no alcanzó
para todo) ya te estará alejando de tu lucha de clases, de
tus conciencias y Simone de Beauvoir.
Más de cuatro años acompañándome a las librerías,
entrando a saco en todas las librerías y los cineclubs. Es­
cuchamos a Borges hablándole a la niebla en el edificio
inmundo de la calle México, en piezas al azar detrás de ven­
tanas en ruinas leimos juntos toda la literatura argentina y
seguiste mi miseria por el arte, mis novelas truncas que pa-
sabas después de hora en la Underwood del escribano Ra
mírez, a dos espacios con margen para carpeta sólo atre'
viéndote a dudar de alguno que otro que, alguno que otro
verbo subrayado por vos levemente a lápiz y consultado
con tu tono de reserva para los grandes acontecimientos
Lo cierto es que también habías llegado a un gusto sin­
gular en el baile, algo de iniciada en el acto de dejarte estar
en los brazos y ofrecer la cara como nna vieja corrompida
aunque después, con las horas, se notara que no era verdad:
no te habían dejado nada los hombres, o creyendo que eso
era un bien, me lo ocultaste sistemáticamente desde el club
de Caballito hasta la tarde sin lágrimas y con el hijo en el
andén de Retiro; más de cuatro años, Clara, entre los dos
extremos, todo lo recorrido hasta este quinto piso porque
ahora ocupo un ambiente — una cocina chica, un baño os­
curo— , síntomas de acuerdo y me visitan los amigos que
entonces me faltaban (nos habíamos quedado muy solos en
la casa de Banfield, ¿recordás?), procuro escribir menos,
volver a los libros y aceptar el silencio. Voy acomodándo­
los con mucha lentitud en los estantes después del desor­
den, de todo el desorden; porque así aparecen las ideas
centrales, los momentos que espero: todo el desorden de
los años desaforados y mi manera meticulosa de traicio­
narte con la primera mujer que me saliera al paso y el do­
lor, el insigne, ¿acaso quién se atrevería a negar que yo
también he sufrido?
En resumidas cuentas no ha ocurrido nada excepcional:
está quedando atrás otro verano, la playa de Olivos colma­
da y una imprevista necesidad de cruzar ese río. Distingo
mi piel oscura en el contraluz de estos vidrios, parecería
bastarme con la caída de dos pobre hojas: una especie de
tradición cultural, de refinamiento suburbano. Estoy aquí
colgado de los grises, buscando el último sol con la cara, y
tiendo a repetir de una vieja manera aquello de la vieja so­
ledad, de casas con cortinas de macramé y siempre una es­
tufa, un símbolo bastante oculto en alguna de las piezas del
medio. Todo el invierno del otro año, ya sin vos, con los
pies helados en los bares abiertos pasadas las tres de la ma­
ñana lo mismo al final cercado por el agua jabonosa frente
al amigo íntimo que no hilvana bien, que se desorienta
frente al prestidigitador. Mentiría si niego que tampoco
pasó semana sin una tarde de sol por la Avenida de Mayo,
el color local y entonces casi un pobre tipo ante las casas
de música a lo sumo asaltado por un disco del Fresedo de
antes que me detiene y me golpea, que vuelve a confundir­
me entre Bach y Cobián, entre la llamada humedad perpe­
tua como un ladrillo en la cabeza y las ganas que tuvo
siempre Gardel de dejar esto de lado, tomárselas de una
vez para siempre. Y sentir que es un soplo la vida, que todo
parece destinado a la literatura.
Fue de repente, sin siquiera imaginar que a los pocos
días del regreso iba a serme dado este quinto piso, un mar­
tillo para las decisiones. Nada menos que yo sobre los ado­
quines de la dársena con una valija prestada apenas unas
horas antes de partir, el olor a los trenes del sur, a la fron-
tera del sur como la llamábamos durante los dos últimos
años — tampoco entenderé la forma en que pudo poster­
garse el final durante los dos últimos años — , y los aconte­
cimientos que se entrecruzan, que siempre parecieron so­
brepasarme. ¿Ves, Clara?, todavía insisto en llamar aconte­
cimientos a las cosas más insignificantes. Toda mi inaudita
falta de naturalidad puesta en los actos más sencillos, para
desdoblar un pasaje, para subir con esa maldita valija imi­
tación cuero a la cubierta, sentir las alfombras y no autori­
zarme el destierro.
Cruzo por primera vez el río a exactamente un verano sin
vos; cualquiera puede permitirse afirmar que me dirijo a
Samarcanda. Atrás las luces de la ciudad donde transcurrí
toda mi vida sin un paso más allá de esas calles, sin haber
pensado mucho en ese paso. Un incorregible lugar común,
un argumento para viejos tomadores de caña y mate amar­
go. Mi pobre cuota de cosmos atravesando el río inmundo
(se diría un retorno al actor, a Elíseo en la pocilga de la
calle Libertad), mejor me parece comprender hasta qué cla­
se de extremos soy un lector de novelas. En realidad no
hice otra cosa que sentirme vivir —- ¿recordás esta idea di­
gamos inaferrable del principio? — , lo mismo que cuando
pretendí hacértelo entender a las pocas semanas del social
de Caballito. Te llevaba del hombro por la calle de árboles
de tronco jirafa como te gustaba repetir: los escándalos del
alma, Clara, y vos con las insistentes sonrisas al solista, al
fundador de ciudades con tu asombroso convencimiento y
el tapado de algodón que iniciaba los grumos.
A un verano de distancia y sin testigos visibles descu­
bro la raya de luz de nuestros penosos trenes del sur; más
de media hora cruzando Avellaneda bajo las estrellas. No
pienso en el comedor, no camino por la cubierta, me quedo
agarrado con las dos manos a la baranda de popa, conva­
leciendo más bien de las últimas pensiones del Centro, la
comida fría o el baño inundado. En definitiva las cosas no
cambiaron mucho: días como los de Banfield con vos en
que los papeles envejecen de pronto, noches larguísimas re­
viviendo en un bar, con la intacta convicción de ese bar.
Te dejó muda aquella fogata de la media tarde en el patio
con canteros de Banfield, me pedías que no lo hiciera, que
no quemara mi opera magna hasta allí, pobre, vuelta hacia
adentro del embarazo para no escuchar mis gritos en el pa­
tio de cemento, mi trascendencia y vos ya tejías a años luz
del inútil, tu fe madonna del Giotto, todos mis borradores
tiznando el rincón de los malvones.
Imprevistamente desaparecen los trenes y me quedo
solo agarrado a la baranda; nunca había estado solo de ver­
dad o me parece mentira comprenderlo. Después de levan­
tar todo lo de Banfield, después de ese primer mes en que
ni vi al chico y en el que sentí agrupado el final, siguieron
para mí los hoteles de sábanas recién desinfectadas, mi fes­
tejo siempre pareciéndose a un sollozo cuando lo descubro,
mi llamada voz para el amor en una llamada pieza del
mundo, lo mucho que esperé este momento incluido el pa­
sado carmesí para que lo consuelen. A vos te reprochaba
la soledad de la vida juntos, la isla con la lámpara gris en
el caserón de los techos agujereados: recobro Banfield y
cruzar la vía al costado de los perros, la calle de tierra in­
mediata a las radios de par en par y en el fondo del pasillo
los dos platos separados por el pan, el ruido de los cubier­
tos contra la loza hasta desesperar de tu silencio. De modo
que grité en las piezas altísimas, te denuncié mil veces no
haberme dejado llorando en el terraplén de La Lucila — la
humedad de tus manos cuando los derrumbes que siguieron
y entonces también parecían hacerte la seña, ahora, acér-
quese despacio a ese hombre, tire de ese argentino con la
eterna falta de astucia para los corretajes en el Gran Bue­
nos Aires.
Frente al mismo río que tengo toda la noche debajo ilu­
minado por el vapor de la carrera — un marrón usado, un
vértigo de suburbio — : me llevabas el libro de Macedonio
•Fernández y no eras feliz. ¿De dónde te venía aquella obs-
tinación? Yo me había encargado de preparar pacientemen­
te el desenlace, te explicaba en calma el mal de nuestro si­
glo, ¿recordás? El mismo río que se golpea abajo, que veo
desde la baranda hasta no más de dos metros porque lo
otro es la noche total y apenas tres o cuatro luces en Ave­
llaneda. A la altura de La Lucila después de caminar toda
la tarde entre naranjos, vos con el suéter celeste del cuello
hasta arriba, se diría asomada por allí a la tarde que ni si­
quiera habías previsto. Debí llegar a palabras distintas, pa­
labras para la salvación que no parecías escucharme. Así
por la calle en barranca al mismo río y a segundos de mi­
rarte las uñas quebradas por la Underwood, contestaste a
todo con tus cuatro palabras, tu poder de síntesis, Clara:
“Entonces yo me tiro” . Me reí del melodrama a casi dos
metros de vos porque en esa forma habíamos vagado todo
el tiempo entre los residenciales, sin argumento posible me
reí de vos con los labios morados por el viento que me mi­
rabas mirar el agua con algo de predestinado a dos años
exactos del club social. Cuatro palabras para un final que
no te concernía sentada en la piedra minúscula con el libro
de Macedonio en la falda, insobornable cuando me volvía,
cuando me inclinaba para silabearte que no era capaz. ¿Por
qué razón no me dejaste llorando en el terraplén de La Lu­
cila, por qué nos siguió aquel perro hasta los penosos tre­
nes del sur?
Cerca de un mes completamente solo recorriendo toda
la costa de Uruguay para sentir el extranjero — hay mate,
hay baraja española en los boliches. Sin embargo después
llegué hasta el norte, otro idioma en las tiendas y dos días
con sus noches conteniendo las ganas de seguir, de no vol­
ver en cambio cada fin de semana al chico que tienesus-
mismosojos y no sabe siquiera que ya te imita en los ges­
tos. Dos días con sus noches en una pensión miserable
mirándole las manos a la mucama, sumergido en sábanas
como trapos con casi treinta y nueve de fiebre. Resistí, Cla­
ra, anduve a la tarde por la playa entre mareos y chuchos
de frío (ese giro de lo imprevisible por primera vez), tiran­
do entonces del telón a un verano de distancia, del telón
lentísimo para cubrir finalmente la cama de dos plazas que
compramos en el remate de Banfield a varios días de casar­
nos, al año el cochecito en movimiento en el humo de la
cocina del fondo, la manera si se quiere diáfana en que vol­
viste a Griseta después de las ocho de la mañana con el
suéter celeste entonces desteñido, un resplandor azul desde
la banderola opaca hacia donde tiraba el humo y vos se di­
ría asomada por el cuello alto a la pileta de azulejos, la ca­
nilla con agua muy escasa bajo el alero de zinc.
A veces, entre las ruinas del forajido, todavía me p re­
gunto como si durara ese primer mes de dejarnos: ¿quiénes
seremos, Clara, los memoriosos, los ausentes? Creo que no
mucho después que el guarda te ayudó a subir desde el an­
dén de Retiro y llevabas el chico y me volví se diría de los
cuatro años con vos antes de que partiera el tren; empezó
algo así como un mes solo por la calle una vez term inadas
las siete horas mudo en la oficina — •ni me interesaban los
actos de arrojo y opté por quedarm e quieto aceptando la
invasión para uso exclusivo, bastante literaria ella también
y muy próxima a inclinaciones que ya habías dejado de co­
nocerme. M i acostumbrada minuciosidad y si querés el due­
lo, el único compareciente. P odría decirse que el mismo
confundido de siempre fue el encargado de abrirles la puer­
ta medio Kafka, medio portón de Tribunales. Yo tendría
abajo del sobaco una carpeta con tapas ajadas en las esqui­
nas, un libro de poemas de Bayley o de Juanele, todo el
rubor de los honestos contrabandos y vos petrificada con la
cabeza en aquel pañuelo de gasa del segundo otoño juntos
con el hábito de los museos. Quiénes seremos fue, lo reco­
nozco ahora, una form a de ingenuidad al plano de juego
de mesa; pese a todo me he movido pacientem ente en eso
durante casi todo un mes a pie hasta R etiro sin libreta de
teléfonos, ni encuentros, ni pensamientos adyacentes. ¿Los
lánguidos, Bettinoti que guitarrea la suya y se va a dorm ir
colmado de una ginebra desastrosa? Los he sentido a todos
dentro de mí y paralelam ente aspiré en cada m om ento a la
sinceridad, me metí en algún cine con la película em peza­
da. E ntre el tumulto aparecían cada tanto los F erreira, la
mujer y él con el Coppa y Chego y su irreversible jerar­
quía, empezaban por el final, repetían más o menos: “lle­
garon los dos por la tarde a las piezas abandonadas de
adelante y él parecía voluntarioso, los chicos nuestros lo
miraban subirse al techo para tapar las goteras; a Clara,
que siempre sonreía, le prestamos una tarde una cebolla”.
Tu tía Elena con el pelo tirante, los pocos rostros que nos
rodearon durante la vida juntos, no más de veinte pero casi
todos al mismo tiempo incluida una muy poco nítida ima­
gen de nuestro chico aunque ya con ropa de conscripto,
pero no estaba, yo lo ponía allí entre ustedes por automa­
tismo, por ganas de complicar la sesión, de no ser un deca­
dente. Tomaron posiciones, ensordecían mientras el de la
culpa caminaba después del horario de oficina dispuesto a
escucharles los actos centrales de su vida, mi vida en últi­
ma reencarnación muy contadas veces más allá del obelis­
co y a la que hace bastante tiempo presumo iniciada por
un chico fumando barba de choclo detrás de los geranios
en el patio colonial, un chico empecinado en no decirme
nunca nada aunque supo esperar paciente la calle, cierto
rumor alejado, ciertas murmuraciones cuando el radiotea­
tro de Carmen Valdés y la cocina económica. Esa oscuri­
dad que permanece en nosotros, como diría alguien que yo
sé: el repetido chico ni alegre ni triste llamado a recitar Se­
tenta balcones en las fiestas de la misma casa de los abue­
los y después las manos grandes de papá al piano de la pri­
mera pieza, Cadícamo o la tía Mercedes con las pulseras
de plata sublevadas del vals.
El día de la despedida del colegio en que dejé de ser el
abanderado para pronunciar un largo discurso exagerada­
mente pulido por papá — los recuerdos sin astucia, el per­
gamino ajado con el mapa del tesoro. Me llevaron a un
aparte entre los aplausos y el patio se desoló bajo la Zam­
ba de Vargas. Un maestro tucumano que nos había hecho
marchar para que fuéramos entendiendo, con la mano en
mi cabeza y diciéndole: “éste termina presidente de la Re-
pública”, y el Adivino que casi seguro debió experimentar
su primer síntoma de tristeza en aquel patio vacío con el
toldo hecho trizas. Un tibio mediodía sin palabras posibles
por la avenida interminable con papá que secaba los crista­
les de sus anteojos y mis ganas de correr a sentarme en el
cordón de la vereda frente al colegio de mujeres en dos
filas que se abrían al llegar a la maestra de tumo, el cole­
gio con forma de castillo a la vuelta de casa porque allí es­
taría sin duda ella, la eterna buscada hasta hoy en todos los
cordones que después fueron parques, y manera de bailar,
y Para alentar una nostalgia y otros poemas.
Ya desde varios meses atrás había abandonado las lar­
gas siestas con la boca seca en el olor del chico del lechero
— “vení cuando te llamo, quedate” —*, tengo juego de ma­
nos con una prima llorona coleccionadora de muñecas,
como todo el mundo logro verla aterida en el centro del
baño y después se lo confieso para mantenerla cerca. Igual
percibo un compacto recogimiento familiar a mi alrededor,
igual mamá una tarde de mis vacaciones en que la miro
planchar me dice: “esta noche papá quiere hablar a solas
con vos, está muy preocupado por vos”. Papá que fuma
dos cigarrillos seguidos después de la cena, papá con el
codo en la biblioteca de roble. Lo veo caminar de una pun­
ta a la otra del hall con las puertas cerradas para dejamos
solos, uno frente al otro, y la ternura que todavía hoy me
sacude, y su revista ilustrada para ferroviarios un domingo
a la mañana de cada bimestre en la linotipia de la calle
Salta. Aquellas estúpidas ganas de reír en el momento más
serio, los grandes pasos de él sobre la importancia de mi
destino.
Me despertaron una madrugada con mucha niebla afue­
ra; desayuné en la cocina muerto de sueño y conteniendo
una arcada. Mamá, el pelo atado detrás de la nuca, prepa­
ró un sándwich de jamón. Desde la ventanilla del diez, con
el papel de estraza destilando algunas manchas y el Lance­
ro sobre las rodillas, dejé la casa con mármol lustrado sin
pensamientos para nadie. Ese muchacho que se largó del
trasatlántico al llegar al Once, el que caminó en sentido
contrario por las calles mugrientas y una mujer muy vieja
dándole bofe a los gatos y después del rodeo la indecible
congoja en la vereda contraria a los portones altísimos del
normal.
Y a los pocos días de rondarlo supo que eran siempre
las mismas caras, gente silenciosa sin ninguna necesidad de
él, fueron lo sospechado de la ciudad sin percatarse de él
atreviéndose finalmente a entrar y desde ese momento cada
mañana muy temprano en aquel segundo año por el Once
a través de las mesas del marrón quemado de puchos, m e­
tiéndose en el olor a salón grandísimo y deshabitado, a tiza
para taco y sobras de café hasta el baño oscuro con la llave
de la luz oculta al principio y los billares como bestias
abandonadas, latiéndole el corazón a causa del templo, ante
el presentimiento de que cualquier m añana de ésas todo iba
a terminar y habría que aceptarlo sin discutir, lo chistarían
simplemente desde el mostrador de adelante para que apre­
surara el paso y no tocara las bandas, para que no apro­
vechara la travesía frente a cubiletes deformados o caras
lánguidas de toda la noche, las mismas caras sin gestos h a­
cia él, él no existía para ellos con sus rayas flamantes en
el pantalón de franela de botamanga angosta, no significa­
ba nada para ellos haberse atrevido a la moneda para un
disco de Fiorentino, la costumbre del tabaco desde la m a­
ñana, que ciertas veces salía de allí pero no iba después al
normal y se dedicaba a las mujeres lentas de la recova,
desenfadadas y con polleras muy cortas alrededor de los
hoteles del Once donde acariciaba gatos en el umbral o su­
bía una docena de escalones para fingir que salía de allí y
ya llevaba esa vida, donde se quedó una oportunidad hasta
el mediodía porque ella —- una de ellas — sonrió ante su
humo por la nariz para tentarla, y no volvió a bajar aun­
que él no conocía el desaliento; regresó en cambio en el
diez a soportar el almuerzo con la sola vergüenza de no
atreverse todavía a tirar el sandwich las mañanas como ésas
lejos del siglo de Pericles por Astolfi en lugar de comerlo
desoladamente en un banco de la plaza Miserere, la inde­
clinable misión de las mañanas siguientes con los mismos
cuadernos a esperar acaso el chistido o cualquier otro de­
senlace que lo abismaba y de golpe fue al principio del in­
vierno que se desvió en medio del salón y llegó hasta los
tacos, uno entre sus manos, lo hizo correr sobre la última
mesa del fondo, la del paño zurcido y los declives con su
saco sport exageradamente chico, obstinado como era y
manteniéndose de espaldas para sólo escuchar el chistido
y no enfrentarse a las caras, sintió llegar al mozo y esperó
la desgracia, lo escuchó moverse a Ramón que entonces no
era todavía Ramón y no prestaba plata, nunca se lo pudo
decir en los años que siguieron: la tapa del taxímetro, pri­
mero la colorada que siguió por el taco y fue a morir al rin­
cón, una a una las perillas de las tres luces en el colmo del
sobrentendido, lo dejó solo allá en el fondo con el taco rí­
gido y la tiza en la banda, infinitamente inhábil en la pe­
numbra del fondo.
No más de una semana de instalado en este quinto piso
y los amigos que vinieron a visitarme. A rriba golpearon y
golpearon el techo, horas enteras justo en los momentos en
que reaparecían las voces, pero Ismael igual tocó hasta
cansarse, hasta casi barrer con esta necesidad m ía de en­
contrar un orden. Todos a coro menos yo que me senté en
el suelo, contra la pared, sintiéndolos en mi casa.
En realidad debo hacer un gran esfuerzo para reponer­
me de las caras a quemarropa después de toda una tarde
de movimientos lentos con las cobijas por el suelo. N o al­
canzo a entender si se festeja mi regreso de Uruguay o el
hecho demasiado simple para ellos de ocupar este am bien­
te de paredes grises. Insisto en llevarlos hasta la ventana,
les hablo con una insospechada ingenuidad de lo que me
ha brindado hasta ahora la ventana, de C lara Bow, pero
tengo en seguida la impresión de que no hacen nada por
entenderme. No bien bajamos por otras botellas ya m e da
vueltas la cabeza y lo paso agarrándolos de los hom bros,
haciendo otra vez lo posible para que descubran este cam ­
bio en la vida: el mismo gigante de siempre con adem a­
nes cada minuto más torpes, esa cara de payaso en el es­
pejo del ascensor. Del resto debió encargarse el aire en la
calle, sentir frío y un gusto casi olvidado en la boca, esas
ganas absurdas de dejarse arrastrar. El recién llegado, el
que siempre terminará confesándose. Cuando estoy otra vez
en mi rincón no puedo otra cosa que observar las caras,
respirar el humo y el alcohol apoyándome en la valija tal
como la traje de Uruguay. Alguien dice que se está bien
allí, que la foto es digna. Yo me dedico a presenciar el
amor de las mujeres cantando a coro con los amigos, me
relajo de repente en la viejísima historia del paso del tiem­
po (más o menos el clima de toda la tarde al acecho de la
valija hasta la campanilla del timbre), aquello en lo que
nunca habías pensado y quizá logró acercarte todavía más
cuando te lo dije los dos por el bosque de Palermo: cu­
brirlo todo a partir de un instante, eso era, un simple des­
pegue que nos aleja de la cosa minúscula y manoseada,
caer otra vez en el momento menos previsto al caminito
entre tipas y reconocerse, y no permitirse sufrir, reconocer
la Clara reciente que se dejaba besar en puntas de pie y le­
vantaba los brazos, la pieza de paredes grises un sábado a
la noche con Ismael gritando La del cincuenta y cinco y la
foto enmarcada del hijo y Le poisson magique.
No me levanto con alguna idea precisa, hubiese prefe­
rido seguir allí sentado hasta que se hiciera de día y ni si­
quiera el más mínimo rastro de los síntomas. De golpe me
escucho pidiéndole Madame Ivonne a Ismael que nunca lo
supo y rasca un Discépolo irreconocible, voy hasta los li­
bros con la repentina necesidad de encontrar Escrito sobre
una mesa de Montparnasse, el sentimental que recorre in­
numerables veces el índice buscando al sentimental en una
mesa de Montparnasse mientras trastabilla en el centro de
las caras a quemarropa quejándose de España que le con­
duce el vino o de la inclinación secular a la tristeza, casi a
gritos por la imposibilidad de escucharse a sí mismo lee
penosamente para los amigos actuales se diría de espaldas
a la falta de ruido en nuestra cancel de Banfield, para la
valija todavía cerrada que dejé caer en el norte de Uruguay
y el telón lentísimo porque queda todo detrás y parecería
estar ofreciéndome derechos. Sin librarme entonces del so­
nido de mi risa traigo las viejas cosas que sólo tienen ila­
ción dentro de mí debido a cierta rugosidad en la madera o
un vidrio empañado a la hora exacta de los retornos.
¿Los que hicieron todo lo posible por amarse en esta
misma ciudad un poco después del neorrealismo? Vos, Cía-
ra, en aquel entonces mo decías se te cambia la cara, sos
otro, pero igual les hablo de Santana con el Adivino en la
nebulosa dictándome el final inevitable, justo toda la se­
cuencia a partir de una remota mesa en este caso en un
bar de Villa Urquiza y el lento arribo de la Polaca a las
pocas semanas enseñándome a hacer el amor en la piecita
húmeda del altillo de Flores. Recapitulo, entro en trance,
ya no existen los otros: que la Polaca se levantaba a la ma­
ñana y limpiaba la jaula antes de salir a la calle para mí,
el final tristísimo con ella sacándome los trajes aunque yo
con la lección aprendida y nunca más las oficinas del fe­
rrocarril, yo más seguro en los bailes hasta que le hablé a
Santana de mi rodeo a Irene y él que me ayuda a inventar
una vida anterior sin reconocer que lo hace, llegué hasta
Irene, me escuchó una noche bailando en el Palermo Pa-
lace y terminamos juntos en el padock de San Isidro. Les
hablo a los amigos de las noches interminables esperándo­
la hasta las cuatro de la mañana en la mesa del fondo del
barcito de Maipú, toda la plata en el bolsillo alto del saco
y los consejos de Santana en los baños turcos hasta que
todo giró y no pude más, me descubrí la tarde de la noti­
cia entre los vestidos de Irene, un año entero a la pieza in­
fame de Congreso, completamente aislado en la ciudad y
la cultura que venía de Eliseo: me fui una noche al social
de Caballito a buscarte, a limpiarme y creer en eso como
si obedeciera a un proyecto de toda la vida. Y les cuento
también de vos a los amigos, mejor siento el primer ruido
adentro —■un chasquido, un gozne — , que tenías los ojos
calmos y escuchabas sin respirar. Es más o menos un por­
teño el que se larga a llorar como un idiota por el fraca­
sado corretaje y tus anticipos del escribano Ramírez, por
las obras completas del pobre Hermann Hesse. Cómo me
fui del edificio en ruinas a vivir con Thelma, y siento que
la atención decrece pero igual les aseguro que te extraña­
bas del cambio, me veías insistir con la literatura, el elegi­
do, la tarde aquella de la puerta entornada en el primer
piso de Colegiales, tus tacos de no aceptar el primer final
que te propuse y Thelma alcanzándome la ropa para salir
a tu encuentro; vos y yo por Federico Lacroze una tarde
hermosa de octubre, algo así como dos chicos en un andén
llorando cada uno por cosas infinitamente distintas, y la
vergüenza de entonces en el camino del arte, todo lo digo
igual que un gramófono—'todo siempre mezclado, todo
haciendo agua— , lloro también por el final de Santana,
por mí, me lo reprocho en voz alta y alguien entre los ami-
gos pide la guitarra y me hace una broma en la que puedo
entrar a tiempo echándole la culpa al origen del tango y la
llamada frustración argentina.
Se fueron todos al amanecer y me quedé apoyado de
espaldas contra la puerta viendo girar las paredes, venirse
encima los muebles. Trastabillé hasta la ventana — la ma­
nía de llegar a la ventana— , logré asomarme casi medio
cuerpo afuera olvidado del miedo y vomité sin interrupción
hacia la primera claridad de las terrazas, feliz del estreme­
cimiento final, de poder hacerlo a cuenta de un día largar­
me a reír, haber elegido quedarme solo en esta pieza como
el mismo Alain Gerbault, para que venga Blanca Luz y
me ame.

El otoño que trae el fútbol. Después de un largo rato


sin voluntad para otra cosa que seguir allí tendido repi­
tiendo en mí la noche anterior, busqué restos de pan en la
cocina y me llevé la pava al reflejo: como en los malos
tiempos tomé mate contra la náusea envuelto en una radio
ajena. Llegaba con toda nitidez desde la terraza de Clara
Bow, la chica que veo jugar cada tarde a las estatuas y los
gestos, que ni siquiera se inmuta cuando me quedo mirán­
dola. Dejé abierto, me dediqué á las copas por el piso; por
unos segundos llegó a irritarme tanta marca de pucho. Sólo
bastante después sentí que empezaba a ceder el aturdimien­
to por la falta de costumbre a la dosis de alcohol. En una
de las pasadas fui hasta la valija y la subí de un envión a
la cama, la dejé abierta para oler un poco a sal o acaso ten­
tarme de una vez.
La he visto cada tarde vestida con trapos grandísimos y
zapatos altos, quedarse inmóvil lo mismo que Clara Bow en
la actitud de recibir un ángel o asistir a un derrumbe; hubo
instantes en que llegó a causarme estupor tocar esos pe­
queños actos de heroína de cine mudo, asomarme a las po­
lleras amplias, al tul y las flores en el sombrero reapare­
ciendo entre las sábanas. Ahora permanecía apoyada con
los codos en la mesa de mármol, observándolo a él repetir
el solitario y escuchar la portátil con detenimiento. Pensé
durante mucho tiempo en ese hombre de tricota de dos la­
nas sumergido en su domingo, en ella con las estatuas in­
vadidas dentro del tapadito marrón que apenas le llega a
las rodillas. De pronto eras vos, Clara, era la casa honda
de Olavarría en la dificultad de tu memoria quizá para
compensar en parte aquel complicadísimo “te voy a con­
tar mi vida” que a la semana de conocernos ya te tuvo ho­
ras acariciándome la cabeza en el atardecer del parque Le-
zama, sin duda sobrepasada por la historia del desaforado
de la muerte ilustre hasta que sentí como nunca ahogarme
en tu infinita ausencia de aristas, te pedí el hueco en un
hombro y corriste sencillamente el pelo hacia el otro; sólo
mucho después de la punta de tu zapato en la tierra del
parque, tu voz apenas conocida, temblando porque yo me
quedaba en tu cuello y te sentía evitar los movimientos:
“en una casa con macetas en fila en Olavarría”, contándo­
me que la loca de la pieza del fondo usaba trenzas hasta la
cintura y gritaba por las noches hasta que no podías resis­
tir más, cambiabas de cama, te ibas a dormir abrazada a
tu hermana mayor; me traías el miedo del patio de Olava­
rría para tapar mi repetida desgracia de seguir todavía en
el centro de la orquesta sin saber qué clase de cosas inten­
tar con el instrumento en las manos: pobres metáforas de
la vida de entonces ciegamente convencido de que era im­
posible sufrimiento mayor a sólo cinco años de un barrio
tranquilo acurrucado en tu serenidad de madre tribal, Cla­
ra, la dueña del porvenir sin estruendos, sin adivinaciones
en cualquier pieza privada de ventana haciendo la felicidad
con un aro sin pareja o el collar de botones, pequeñas co­
sas como en Olavarría para servirte de ellas, para seguir
resistiendo a brazo partido y no llegar al fondo, no llegar
a la pieza de la loca, quedarte abrazada sin ruidos en el
cuerpo, sin asomo de voz como después conmigo cada año,
cada vez que parecían vencidos los ademanes y que por
qué tanta calle, tanto buscar si se quiere una respuesta
como podía leerse en las biografías noveladas o los diarios
íntimos, cosa de otro mundo tanto volver derrotado de ca­
minar inútilmente por el Centro y sentarse en los bares con
la misma ropa, no haberme quedado en cambio con vos le­
yéndote la transitada novela de Thomas Wolfe, lo que en­
tonces habré llamado no aceptar el destino y escapar a tu
carpetita de hilo celeste únicamente para mí, las dos tazas
de té con los bizcochos Canale lejos de la televisión, tu piel
resinosa y el sueño de escuchar al profeta en la larguísima
paciencia.
Sólo un domingo a la tarde con la pava a la rastra en­
tre los pocos objetos que algo indefinible dentro de mí ha
podido salvar de los llamados naufragios, y que no tendrían
casi nada que ver entre sí rodeándome en este quinto piso
imprevisible con el paso de los amigos en las botellas amon­
tonadas en la cocina, sin grandes gestos, sin recuerdos glo­
riosos donde verificarme, sólo ocupado en eso de la alegría
triste de crecer como diría alguien que los dos sabemos
aunque tal vez ya ni lo recuerdes, que es justo también re­
cobrarte en cualquiera de las cosas salidas al paso (incluso
ayudar a que ocurra de esta manera), verte una y otra vez
después del telón que dura este largo año, amarte enton­
ces por entero para de paso comprenderme un poco más;
«ímplemente ocurriría que ahora me dedico a mirarte igual
que a la chica de las estatuas en el centro de su terraza a
* hora de Ja luz, y acepto tus ademanes y tu soledad sin
preocuparme de participar, sin la portátil y el naipe en el
momento de tu consagración, digo bien que procuro amar­
te con lo que hace unas pocas semanas empecé a llamar
una merecida serenidad y dejo correr las imágenes un tan­
to borrosas, Clara Bow muda viniendo de los años que por
otra parte nunca interpretaremos del todo sumergidos en
alguna que otra butaca de un cineclub, pero que están allí
adelante, grotescas y sin banda sonora Clara Bow de los
gestos bajo mi ventana, tristes porque también fue una for­
ma de expresar el amor entre dos en un tiempo perdido
para siempre y la simplísima razón de que todo envejece y
si sigo lo bastante aquí el día menos pensado la chica no
vuelve nunca más a la terraza y yo habré cambiado defini­
tivamente, Clara Bow platinada que nos hace reír justo en
las secuencias donde corresponde llorar pero la melancolía
es otra, otra cosa muy distinta para ella y para mí quizá
porque también es justo recibir ángeles entre los brazos
mientras los otros nos buscan en la casa, aceptar cierta ex­
traña congoja después de los partidos con la hija aterida
dentro del tapadito marrón cada vez más chico, tu vida que
sólo ahora me parece nunca debí haber tocado, nunca ten­
tarme y ponerla a favor porque tampoco te inmutabas, tu
vida, Clara, que en este año se diría empecinado siento
comprendida de una vez para siempre, un año entero con
el film mudo frente a los ojos, Clara Bow de los gestos
abrazada cuando chica en la cama de Olavarría, sin ruidos
en el cuerpo, sin voz al agitarse los vidrios altos de la ven­
tana por el paso de los últimos trenes, juntos todavía los
dos en las noches intransitables del sur.
E l traje azul a escondidas porque era para las m atinée
de los domingos en el cine de Triunvirato y las chicas ton­
tas que lo espiarían fum ar con un pie en los besos de Jam es
Cagney o Dorothy Lam our. U na de las últimas m añanas
durante el segundo año en el norm al, lejos de alguna prue­
ba de matemáticas y observándose en los vidrios p o r los al­
rededores de Palerm o hasta que descubrió las niñeras en el
pasto de la barranca de Plaza F rancia — desde entonces las
plazas para sentirse mejor. Solía esconder los cuadernos
dentro del saco y hacerles señas imperceptibles, palabras
de desam paro o de lujuria que acaso ellas nunca llegarían
a descifrar: p o r prim era vez un presentim iento semejante y
se descubrió a sí mismo subiendo de a cuatro las escaleras
y arriba le pareció escandalosa la lentitud del tiem po en el
reloj del viejo petrificado en las diez.
¿Laura, Laura, dónde estás; L aura, qué será de noso­
tros? E lla abajo sin nom bre todavía, con el pelo suelto fren­
te al chico rubio que lloraba p or miedo a los extraños. L a
observó largam ente en su isla rem ota de abajo, perdida de
toda posible verdad con la pollera inflada en el m om ento
de los saltos. Y ocurrió entonces el prim er tirón del A divi­
no bajo un cielo sin nubes al final del invierno: nunca u n a
lentitud m ayor al dejarse llevar p o r un declive, ella deteni­
da, ella casi una postal p ara recibir el brazo entum ecido del
lado de los cuadernos. D ebió decir breves cosas com o p o r
ejem plo L au ra o el color de las m agnolias cuando com pro­
bó que él seguía inmóvil allí sin duda am ando intensam ente
esa facilidad p a ra decirlo. E lla le gritó al chico, se dejó so­
b rep asar p o r la pelota: todo lo hizo L au ra llegada tres años
antes de Entre Ríos con cuerpo de mujer para que se cum
pliera esa mañana.
No pudo intentar el más insignificante movimiento que
lo apartara de allí, se quedó en cambio con un pie apoyado
en el tronco de la magnolia mirándola subir la barranca en
el centro de una congoja que volvería a repetirse. Y estuvo
a las siete en punto del mismo día es la esquina de Las
Heras y Pueyrredón, la vio cruzar corriendo hacia él, la sin­
tió dejarse conducir envueltos los dos por el olor a Atkinson
en el bañito de servicio.

Momo con el sombrero para atrás, con el cigarrillo


siempre en un ángulo de la boca cumplía sus series matuti­
nas en la primera mesa y en una oportunidad se había acer­
cado por su cuenta para indicarle la m anera correcta de
pegar con el taco. Ese día lo escuchó con todo el cuerpo
en la penum bra del fondo del bar del Once; nadie hubiera
sospechado el abismo. Después fue sacando las piernas de
abajo de la mesa y aseguró que a él de muchacho le había
ocurrido algo parecido, que lo necesario era pensar en otra
cosa, no sabía con exactitud en qué, pero en otra cosa pre­
ferentemente desagradable hasta que la mujer demostraba
estar cerca o unp lo sospechaba por el ritmo. Y ésas fuercen
las palabras de la redención por haberse atrevido a invitarlo
a Momo hacia la penumbra, el fin de toda una semana con
la imagen de Laura que esa primera noche al llegar los dos
al banco del plátano prefiere un hotel y la plata no alcanza,
que acepta con la misma sonrisa la zona de los árboles pe­
gada a la vía y en el trayecto se abandona al peso del brazo,
que se adelanta con la pollera levantada para esquivar las
ramas y desde allí lo espera en el olor a barro y el pelo cu­
briéndole los ojos, con el aliento como humo en la niebla y
se arrodilla primero frente a él y lo llama con la repentina
cara de estrella de circo fugazmente iluminada por el paso
de un tren: Laura tendida y helada que llama y abraza,
que acaricia diciendo “tantos meses sin un hom bre” y ya
era demasiado tarde mojado y vencido sobre ella, aplastán­
dola con la boca en el olor a podrido de la tierra. El estú­
pido silencio que no pareció comprender y se quedó sola, y
fue dejada sola a los pocos instantes limpiándose el vestido
con la palma de la mano, encorvada por la avenida de las
luces lejos uno del otro y no poder encontrar las palabras.
Una semana después de los consejos finales de Momo la
observó desvertirse por completo en la primera pieza de
la amueblada de Rincón, inmóvil en la sillita de esterilla
con la ropa puesta mirándola casi bailar a través del espejo.
Ella lentamente hasta él, el tirón de la corbata. Él que se
trepó todavía con los pantalones para colgar la frazada en
las aberturas de los postigos y desde allí arriba la risa de
Laura boca abajo ahogada por la colcha. Laura como des­
mayada en la cama con colchón hundido, todo el tiempo
junto a él lanzando el humo contra el cielorraso hasta que
desde muy lejos lo ayudó a moverse, a largar los brazos en­
tre las cobijas con olor a cloro donde el solista atinó a bus­
carla con una inimaginable torpeza, quiso levantarla en vilo
y le clavó las uñas en la espalda, pretendió dominarla y no
hubo el menor síntoma de lucha. Debió aceptar el mimetis­
mo aunque llegado el momento pensó a su manera en fieras
enormes descuartizadas al sol, en la muerte de Momo vela­
do con toda pompa sobre el paño de la primera mesa, trajo
el tren que le había iluminado la cara y desencadenó una
catástrofe. En el reservado del Café de los Angelitos, con
las manos entrelazadas sobre crisantemos de papel, ella le
dijo que se moriría si llegaba a perderlo.
Irrumpieron los exámenes sin una página con el padre
en la lechería de la esquina del normal entre un café con
borra y el olor a tinta de La Nación: su pollo en el camino
de la sabiduría y los grandísimos destinos. Un desdibujado
principio de verano sin Laura, perdida con la misma sim­
plicidad con que había llegado, las largas siestas hacia la
hija de Salomón a la salida de la academia. Del primer bai­
le en Villa Crespo un sábado en que lo dejaron volver des-
pués de las doce, aquel quedarse pasmado frente al rito sin
poder participar y entonces acompañarlo a Momo al mos­
trador del buffet para golpear el hielo dentro del vaso con
ginebra. A partir de esa noche bailó solo en la casa, imitó
frente al espejo la mano a la altura del hombro y la otra
con los dedos tiesos destinada a la espalda, giró durante
días sobre el pie izquierdo hasta conservar el equilibrio y
otro sábado con el traje azul, excluida la censura de Momo,
hizo el ridículo apretado a una mujer vieja con el pelo te­
ñido que al caminar hacia adelante se le enredaba en las
piernas.
El repentino cuerpo de Mabel en la terraza del Club de
Villa Urquiza, las botas media caña y esa pollera muy cor­
ta. Tres noches asfixiantes de carnaval, noches invadidas
enseñándole a ella a bailar, recuperándola entre el gentío y
los parlantes. El cuerpo que Mabel no había terminado de
descubrirse, un cuerpo añorado cada hora de las tres tardes
caído en la misma silla de la cocina, la marca del lunar de
corcho que le dejaba ella al final, el terror a perderla, solo
por el centro de la calle ocupada con coros y risas, una eu­
foria que consideraba demasiado pública.
Siguió una cita a la que trajo una cara despintada, un
vestido casi transparente que reconstruía la bailarina rusa y
lo impulsaba a hablar sin interrumpirse. Tardes que se ex­
tendían, siempre la luz y el hábito de caminar interminable­
mente; dos que aceptan buscarse y él inventándose un par
de historias antes de ella que camina en puntas de pie y lo
roza con la cadera. Mabel de su misma altura que siempre
llega a la esquina escapándose del acoso, se le cuelga del
brazo, sin conocer del todo la causa se quedaría también
allí para siempre. Usó el recuerdo de Laura, hizo todo lo
posible para ponerlo a su favor mientras se desarrollaba
aquella urgencia de verse a toda hora, bajo la lluvia, a las
ocho de la mañana mirándose a los ojos por los corredores
de un mercado. A las pocas semanas hicieron el amor en
un baldío, pobremente, después pasarían meses cada noche
incrustados en la ligustrina trasera del convento.
Hacia el final del verano, en pleno apogeo de los diálo­
gos casi inaudibles que llegaban desde la otra pieza. Dejó
Retiro en el asiento de la ventanilla frente al tejido de la
madre y un padre desmejorado dentro del chaleco de lana
y la bufanda. En los fondos de la pensión para ferroviarios,
en el exilio, se pasó horas mirando llorar al burro inconso­
lable que también se escuchaba cada día desde adelante,
desde las charlas del padre siempre inmóvil bajo el alero y
las cartas que él escribía en secreto aunque después no en­
viara y eran para las polleras amplias de Mabel abandona­
da con un pañuelo en alto en el andén de Villa Urquiza.
Recordaría que dijo:
—Me muero pronto, Anselmi.
—Escuchá pibe lo que dice este tipo, ¿qué pensás de
este loco?
Apenas una semana del regreso de Córdoba hubo que
acompañarlo al policlínico; en el bar de la esquina se lo
dijo textualmente a Anselmi que se largó a reír con la silla
para atrás. Él entonces no pudo hilvanar una sola frase, no
le contestó nada al amigo de toda la vida de su padre. Al
rato se fueron los tres a caminar por el Bajo, el padre len­
to en el medio apoyado en Anselmi, Mabel en una esquina
a la que esa tarde ya no le sería posible llegar: los dos ami­
gos para él sobre las oficinas del Central Argentino que en­
tonces parecían galpones o el violín de Julio De Caro en el
Select Lavalle.
Lo vio quemar papeles dentro de una palangana, pasar­
se todo un domingo en la sillita baja pegado al tronco de la
santarrita con el sobretodo en los hombros y sin afeitarse,
los ojos bajos y un libro de páginas que quedaron pegadas.
Los dos solos en la pieza con olor a eucalipto escuchó que
le decía: “yo no quería esto para vos”. Empujaba la cami­
lla por la parte trasera la tarde en que lo sacaron de la
casa; lo mismo el padre hizo aquel ademán de darse vuelta
para acariciarle la cabeza.
Anselmi fue el encargado de las palabras de despedida
una mañana de finales de mayo rodeado por caras que a él
ya le eran familiares: desde un mes atrás, poco más o me­
nos, solía verlas en los corredores oscuros de las oficinas
del ferrocarril en 25 de Mayo y Reconquista, la taza de
mate cocido a las tres de la tarde con las piernas encogidas
en el escritorio que le despejaron de expedientes, que lim­
piaron de tierra en su presencia porque todos conocían las
causas y le dieron a elegir contra la ventana del segundo
piso que daba al amor de las palomas en las cornisas del
Banco de la Nación.
Yo te he hablado hasta el cansancio. Has escuchado esa
voz que no conozco en el último asiento de un ómnibus a
las cuatro de la madrugada, al abrir un diario de la tarde y
encontrar esa foto, un gesto por la calle, cierta m anera que
tenía de caminar. En los sitios más inesperados y sólo por­
que eras algo propio ha salido esa voz que un atardecer ti­
rados uno junto al otro en el poco pasto de la casilla del
Tigre te atreviste a decirme que no parecía para nada mi
voz cuando te hablaba de esas cosas. La casilla con las col­
chonetas colgadas en la ventana y el perro ladrando como
loco pegado a la orilla: esa inútil claridad que me diste.
Una historia monótona igual a todo lo que nos rodeaba, a
las nubes bajas que te habías quedado mirando. Y yo vol­
vía a traerla repentinamente confiado en tu simplísima ca­
pacidad de aceptar, de confundirte con el destino del pro­
tagonista. Me has escuchado volver, me has visto acercar­
me al flaco y muy alto del acné que sin lugar a dudas para
mí seguía demorado en la pieza colmada de flores con el
resto de la casa invadida. Y los dos deberíamos saberlo; a
partir de las primeras palabras ya la práctica de mi lenta
ternura con vos — algo tenue, algo replegado en sí mis­
mo — , me conmovía en nuestra soledad de entonces, la de
Barracas, como te gustaba repetir, y te entregaba la cabeza
y vos debiste saber que era también la del ojostristes con el
Adivino anegado, con el Adivino que esa vez, justo esa vez
había sido incapaz de una sola señal para prevenirlo, para
hacerle entender que esa pieza colmada de flores, esa casa
invadida era el fin, se hacía necesario no pensar en otra
cosa y que aquello era el fin, el primer coche de la fila con
el asiento de felpa y afuera las calles por su cuenta, otras
calles, las puertas que él allí adelante ya no volvería a abrir
pasadas las siete de la noche.
Yo te he hablado hasta el cansancio del cadete de la
sección Contaduría en el mismo ferrocarril haciéndose
acompañar por su amante estable de quince años un domin­
go a la mañana dos semanas más tarde. No experimentar
nada preciso con el ramo de calas en una mano, sólo reta­
zos de ideas o recuerdos borrosos, el sentido de la vida con
Mabel en Chacarita llorando estúpidamente agarrada a su
brazo y después en cuclillas dedicándose a los pocos yuyos
que empezaban a trepar por el mármol. Ni la más mínima
señal del Adivino al regreso de Córdoba, nada para preve­
nir el cambio, todo que giró, que dio vueltas a su alrededor
y la madre oscura en los almuerzos. Sobrevenían meses en­
teros corrientemente convencido de un viaje o una mudan­
za, no se permitía el tema hasta que cualquier madrugada
con algunas copas de más porque ya llevaba su vida, iba
hasta los estantes de la biblioteca, daba con un ejemplar de
la revista ilustrada del Central Argentino. Sin haberlo deci­
dido con anterioridad ponía el índice en cualquiera de las
señales, en calzoncillos y los pies helados entre tanto ridicu­
lo clisé de la linotipia de la calle Salta y alguno de aquellos
sonetos escritos por el padre en el más impenetrable secreto
familiar.
Y acaso sea verdad que más tarde, con los años, debí
confundir las escenas, agregarle importancia. El clandesti­
no tal vez le cargó en su cuenta los hechos exageradamen­
te comunes que siguieron: un chico demasiado alto enco­
gido dentro del escritorio de la ventana, tecleando con dos
dedos en la oficina contigua a la de Anselmi. Y si incluso
el chico lo imitó, si unos años después lloraba a orillas de
un río mugriento abrazado a una mujer que eras vos, Clara,
eso no quería decir otra cosa que mi reiterada inclinación a
la tristeza, a quedarme en el sonido de ciertas palabras sin
abandonar entonces la cueva. Haber hecho esft CRrrr\ r*nn
cuatro o cinco libros y detenerme cada tanto a todavía re­
cordarme con dolor, etcétera. Dije esos largos años reduci­
dos a la corrompida idea de la muerte.
__No entiendo por qué me lo pregunta.
Y Santana con ese gesto al costado de la boca que se­
ría después el de siempre: — Es fácil, uno cuando hace una
cosa la hace por algo.
— Bueno, creo que me gusta, eso es todo. Al principio
no, pero ahora me conmuevo bailando.
Se habían conocido unas pocas horas antes en el club
de Villa Crespo — mejor él lo escuchó acercarse, lo miró
sonreír — y a las tres de la m añana estaban en esa mesa de
un bar completamente vacío, uno frente al otro, y el mozo
a los cabezazos apoyado en el m ostrador.
— Claro — dijo Santana que volvía a tapar la copa con
una mano — , y de día trabaja, seguro que trabaja en algu­
na oficina.
Mucho tiempo después el chico le recordaría los deta­
lles en una m adrugada de verdadera conmoción y Santana
con la guardia baja al rato de vomitar contra el monumen­
to a Lavalle: cómo esa primera noche, en cambio, se había
acercado de a poco a la pista de baile con las manos en los
bolsillos del traje príncipe de gales, casi no conocer a nadie
y todos a la expectativa cuando decidió bailar con esa m u­
jer de las inaccesibles y el chico todavía sin presentir las ra ­
zones del prestigio igual inmóvil ante el Santana que pare­
cía no entregarse al abrazo, la expresión para com partir el
asombro ante el pie justo después del otro pie, el giro y las
palabras al oído en el instante perfecto. El club de Villa
Crespo con leyes aprendidas a fuerza de error, las pocas
mujeres capaces de distinguir su presencia y los ojos toda­
vía empeñados en controlar a los pies, sólo una tímida se-
guridad en el brazo derecho, la noción de pausa, gestos que
deben contenerse y todavía delatan una oficina o la perilla
del velador de la viuda simultáneamente con la puerta.
Cómo el mismo Santana, con un vaso en la mano, lo había
observado bailar nada menos que a él en un rincón de la
pista y que cuando se separó de esa mujer y no esperaba
nada, aquel acercarse de Santana hasta él, el acontecimien­
to de ser invitado a una copa pasando los dos entre la gen­
te que seguía reconociéndolo, que una vez en la calle subie­
ran a ese taxi llamado con un chistido seco de hombre
acostumbrado a esas cosas.
Ahora, sentados a esa mesa del principio, le aceptaba
que desde un año atrás cada día a la oficina del ferrocarril
— ni nombró los detalles — , que antes de todo eso en el
normal del Once, Momo, y entonces Santana se movió en la
silla levantando un poco la voz, le pidió que cualquiera de
esos días fuera a almorzar con Rosa y con él a Olivos; tam­
bién se conocía de chico con Elíseo, el primer filósofo en
serio de la República Argentina.
Después se quedaron un largo rato en silencio como si
cada uno de los dos, por distintos motivos, pasara revista
al hecho si se quiere insignificante que los había reunido en
esa mesa. La posible soledad del otro, sobre todo él con la
seguridad de algo que se cumplía, algo propio, opaco y has­
ta casi intratable de pronto levantándose porque a Santana
se le ocurrió tomar la última copa en alguna mesa de la ve­
reda, una especie de certeza largamente acumulada por el
Adivino que poco a poco también se pasaba del lado de ese
hombre apenas conocido insistiendo con las anécdotas de
su vida después de haberlo elegido tal vez por la forma
de bailar, tal vez por la forma de estar solo, Santana allí
bajo la cerrazón en la calle, bajo el frío que él nunca se
hubiera permitido confesarle, haciendo lo imposible para
que eso no terminara, no tuvieran que dejarse y olvidar
como casi seguro Santana ya debía saber que se olvidan h
chos semejantes, la telepatía que él fue capaz de brind 1
a esa edad a un hombre mucho mayor y con pasajes oscu­
ros: la primera mujer convencida sacándolo del baño en­
vuelto en un toallón, el talco como la garúa y a la noche
con toda la plata, otras muchas hasta los últimos años con
Rosa también decidida a cualquier hazaña por él, ni siquie­
ra de lejos el humo de los nacionales. Y en seguida Santana
se calló para festejar el ruido de la llegada del tren. Acer­
cándose con la silla le pidió que cambiara de posición para
asistir a la carrera por Triunvirato. De esa misma manera
la llamarían siempre después: pasó la carrera bajo el foco
de la esquina y él también rió sin comprender del todo pero
vagamente convencido de que debía reír para no abandonar
a Santana:
—Bajan del tren y hacen la combinación — dijo esti­
rando las piernas —, se forran de lata y a la noche vuelven
a pegarle a los chicos.
La mesa del bar cerca de la mañana, cierta oficina don­
de cada día resistía menos transcurrir la tarde. Y cuando le
repitió que debía irse, la mudez de Santana pasándole una
mano por el pelo. Sólo al rato pareció recordar que Rosa
se despertaba casi siempre y él que le decía: “las tres, dor­
mí tranquila”, y ella no ofrecía resistencia y se daba vuelta
de espaldas; lo importante era que no se notara la claridad
en los postigos porque entonces miraba por su cuenta el
reloj:
—Frankenstein, ¿entendés? Es una manía de Rosa.
Volvió a entender con la misma precisión que pondría
en lo sucesivo y aprovechó para observarlo en el momento
en que Santana llamaba al mozo con un billete en alto. Le
pareció abarcar la sucesión vertiginosa de momentos que lo
habían llevado hasta allí, hasta esa mesa en un bar de Villa
Urquiza con un hombre que parecía decidido por él sin nin­
guna duda pero ya estaba acompañándolo a buscar otro
taxi hasta la esquina de Triunvirato, lo sentía desentume­
cerse con la cara hacia las estrellas, putear contra la proxi­
midad del invierno a favor de las veredas empapadas de hu­
medad. N o quiso subir aunque tomó nota de la dirección de
Olivos en el reverso de un paquete de cigarrillos. Era más
justo ir a pie hasta la casa hablando en voz alta, confesarse
la alegría, incluso imaginar a Santana de su misma edad
por una calle parecida sin la suerte de haber conocido a
Santana pero igual abierto a todo lo que le era dado, la cla­
ridad del cielo al final de la noche, sus pasos sin duda re­
tumbando en las piezas que dan a la vereda con el rengo
de la municipalidad adelante, sus pasos únicos, el ruido de
las tapas del alumbrado.
Las vidas que cambian repentinamente: estás desvis­
tiéndote por pura casualidad frente al espejo de la cómoda
y es tu tórax estrecho, los brazos flacos. Te estás desvistien­
do sin nadie que moleste en la casa y vas y achatás la na­
riz contra el espejo de la cómoda: la falta de sol, los gallos
dados vuelta del revés. Te mirás mirarte a los ojos de ese
extraño, el extraño te recibe, parece relacionado con tu se­
creto y calla. Lo empañás con el aliento, lo mirás a los ojos
después, le pedís el hombre de después, la imagen de lo
que vas a ser si se cumple el resto que te preocupa, que te
tiene frente a los ojos, pegado a los ojos con la nariz acha­
tada, la nariz de boxeador debilitado por el ayuno, el páli­
do boxeador que fuiste en esos años pavos con tanta capa­
cidad de asombro y la urgencia de que nadie se enterara
— lo sabías todo, no había secretos para vos. Te acostás
en la camita donde se te destaparán los pies, boca arriba
observando el mundo con Santana que a partir de ahora se
encargará de los masajes en el rincón, la media distancia,
la cintura como un elástico. Todo te será dado más allá de
esa noche que termina pesadamente en tu pieza que nunca
fue del todo una pieza porque se mezclaban las sillas del
comedor y los cuadros absurdos. Tu cama que te queda
chica y un día manchaste en los bordes al masturbarte com­
prendiendo que eso no podía seguir, que ya era tiempo. Los
zapatos blancos del talco de la pista, la colcha en desuso
que colgabas en la ventana para poder dormirte. Sos toda
la ropa amontonada en la silla, las gotas en la pileta de la
cocina. Sos el cigarrillo que te falta, la vida que cambia, la
certidumbre de lo que a partir de ahora alguien debe estar
f t x n p r f l f i d n de VO S»
Y a los pocos días de haber conocido a Santana, ven­
cida una. ligera resistencia, aquellas dos piezas en hilera
desde la ventanita de la cocina con la botella de ginebra
que terminaba de com prar en un almacén de Olivos, la bo­
tella en la falda desechando las pocas ideas de eficacia y
haciéndole pensar a Rosa sobre la im portancia de quedar­
se callado hasta que llegó el cigarrillo de ella, el fósforo de
él para los dos, Rosa que dijo: “le gusta tu figura cuando
bailás”, y él: “es un día hermoso en la calle” , ocupado en
oprimir el papel de abajo de la botella contra el hule de la
mesa para que de esa forma conservara el equilibrio, igual
atento a la revelación bajo la sonrisa imborrable de la m u­
jer de Santana, el otro Santana que al rato muy largo salió
de una de las piezas con los ojos hinchados y el pelo con
pozos (instantáneas en un álbum que se frecuentará rara
vez porque nunca se lo dejaría en el mismo lugar, hasta la
intensidad del reflejo filtrado por los agujeros del toldo):
“¿te acordás qué parecido era yo?, tiene todo en las ma­
nos” , y Rosa que asintió con la cabeza, que se levantó se­
guro por una convención anterior y fue hasta la radio a
buscar música de tango; Santana otra vez por el foro a la
pieza para dejar las pantuflas y volver con los zapatos en
punta, proponiéndoselo desde la puerta aunque a él fueran
a temblarle las manos bailando Todo corazón para corregir
detalles, pegado a Rosa en el resplandor y la mesa corrida
contra la pared, él que la detuvo a cada aclaración de San­
tana, que por un momento era el mismo Santana entre sus
brazos agitándose dentro del pijama celeste y ese único te­
m or a olvidar todo lo aprendido la tarde de un día labora-
ble, tarde en que finalmente se sentaron sin Rosa, rieron de
las oficinas del ferrocarril con la secretaria vieja que se para
un cuarto de hora antes y se lleva la cartera al baño y en­
tonces pueden cerrarse los cajones con doble llave, él ya
tentado a la confesión final que no cabía en los ojos de
Santana (después tampoco, y después, nunca entendería el
verdadero motivo pero se aproximaba a un juego, a la falta
de movimiento de una pieza poco importante que así per­
mite seguir la partida con Santana de frente), en el crujido
de la puerta del ropero o los tacos de Rosa desaparecida
en la pieza, Santana en sordina explicándole con lujo de
detalles los itinerarios de Rosa, él al compás de esas pala­
bras imaginando por su cuenta la mujer que en el futuro
podría corresponderle de seguir todo en el mismo orden, su
propia mujer a la calle, como Rosa, para que esa tarde co­
brara un sentido y dejara de ser un turista, el porvenir pese
a no encontrar el comienzo que por otra parte nunca le hu­
biera preguntado a Santana, sólo una imprecisa sucesión
de perfumes que alguna vez irían a recobrarse, tactos de sá­
banas más allá del mediodía: quedarse a una mesa y no
pensar en nada sin las risas de atrás, acaso esa caricia últi­
ma de ella — Rosa — que se va con los labios pintados y
ninguna pregunta, la pollera ajustada poniéndole plata en el
bolsillo alto del pijama y enfrentada a los vidrios de la
puerta de la cocina como si estuviera sola, desentendida de
todo, todavía en silencio los dos escuchándola terminar el
pasillo, perderse en la calle, esa hora quieta con excepción
del poco viento en las argollas del toldo sobre los platos
sucios y la camisa desplegada de Santana, “esto es el cam­
po, ¿ves?” , y no tener otro remedio que el colectivo destar­
talado hasta la primera avenida para una vez allí correr ese
taxi, encender los dos cigarrillos y hablar durante todo el
viaje de la costumbre del barrio, cada tarde, volver, el codo
apoyado en la mesita de las revistas observando cómo le
colocaban los fomentos y le lustraban los zapatos mientras
afuera la tarde empezaría a rotar (la sensación de la tarde
empezando a rotar), el ovillo, la primera vuelta del hilo al­
rededor de la náusea todavía chiquita y Santana respirando
humo bajo la toalla para los fomentos, el primer síntoma de
volver a la casa, renunciar abiertamente a la sopa, pegarle
al perro por la baba en la mano y descubrirse corriendo a
silbar contra la verja de Mabel (siempre Mabel), las mismas
cuadras en el olor a pasto para hacer al fondo el amor
como quien trae un mensaje intraducibie de parte de otro,
la primera vuelta del hilo, la vaga conciencia de todo para
después en la indiferencia del Adivino, para reír después,
o llorar, los actos desdibujados que sólo tendrían trascen­
dencia para él: un portazo que por lo común pretendió de­
cir otra cosa como esa misma peluquería en Villa Urquiza
habría querido decir un vestíbulo altísimo en una calle de
tierra, Santana de pie frente al espejo con la cabeza húme­
da tirada para atrás sin ocuparse del vuelto.
Y si un desconocido, un encuestador de alguna sociedad
anónima fabricante del artículo revolucionario para caballe­
ros, lo hubiera detenido de improviso en la calle; él a gran­
des rasgos se imaginaba la escena, lo detenía unas pocas
veredas antes de llegar a la esquina, le cerraba el paso ama­
blemente y era: “¿qué hace usted de sus horas libres, pien­
sa usted en el porvenir?” . Las grandes palabras lo intimi­
daban, le producían escalofríos, era mucho más sencillo re­
negar de las menos grandes, de las que entraban en el
insostenible trato cotidiano. Llegaba, salía, eran simples
movimientos de puertas y en general se equivocaban res­
pecto de él. Tampoco desconocía su meticulosidad para
planear desencuentros, podía ser empujado, podía conmo­
verse hasta las lágrimas frente a sucesos que a nadie llama­
ran la atención; una voz fuera de coro, un intruso. El día,
la luz, le señalaban el acné, lacaradesueño, los actos más
intrascendentes dominados por un cansancio que iría a per­
durar. Hacia la noche — las no más de cuatro horas que él
sentía como el carozo benefactor de la noche — , sobreve­
nía ese ímpetu desarticulado, una vida que sin lugar a du-
das sería enteramente secreta y sin horas libres, sin detener­
se a pensar por un solo momento en el porvenir.
Guanacache y en seguida otra calle arbolada de acacias
(ce sont les arbres qu*entouraient Napoléon dans sa jeu-
nesse), las campanillas de abrirse la puerta, una estufa de
kerosén junto a una mujer gorda que se había quedado dor­
mida con ¡as agujas apretadas en los sobacos. Esa escalera
de caracol tal como tantas escaleras de caracol — Santana
entró, hablaron de él, lo llamó desde adentro — , ropa ama­
rilla sobre la cama, los ojos claros de Elíseo, papeles, Cha-
plin en el cordón con el pibe, olor a yerba, a sucio, a hom­
bre solo, al primer hombre solo, “¿su padre escribía?”, “mi
padre escribía” , Santana dándole manija a la victrola, Sír-
frido con el ruido de la púa en la piccita de Villa Urquiza
y los libros inclinados en los estantes: “cosas de empleado
público” , el tono insospechado de Santana pidiéndole que
leyera el prólogo de su última obra mientras vaciaba el con­
tenido del mate en un papel de diario y se borraba defini­
tivamente la claraboya, la voz monocordc del filósofo vesti­
do con saco y corbata esa noche de la arcada del mate sin
azúcar y el humo amontonado, Santana moviendo aproba­
toriamente la cabeza después de los puntos, los puntos aten­
didos por Rosa desnuda en algún hotel de la calle Viamon-
te, cosas sin duda repetidas, hasta casi minúsculas en los
límites de una ciudad enormemente minúscula, cosas que lo
mismo se habrían querido recuperar intactas una infinidad
de veces (el recuerdo gasta, ya sé, corroe), tantas veces para
reír igual que los idiotas o los sabios como se reiría unos
pocos meses después la Polaca contándole cada mañana sus
sueños desde el patiecito del altillo de Flores, la Polaca si
se quiere inaferrable confundiéndolo todo, gritándolo todo
con la misma frescura que si se tratara de la nieta de
Desnos.
Finalmente conseguí que me trajeran el diario a este
quinto piso. Durante toda la noche procurando escribir en­
tre papeles que el cambio de casa se empeñó en traer a la
superficie: una carpeta fechada en Banfield que creía tener
olvidada, el cuaderno Avon de las notas por si me ocurría
algo brusco en la calle. Y cada tanto la seguridad de que a
la mañana temprano iban a pasarlo debajo de la puerta,
por sobradas razones algo de lo que ya no podía sentirme
capaz. Un lunes como cualquier otro sin haber pegado los
ojos a causa de los papeles, lo que bien pudo haber sido
nada más que un juego de niños — el niño con el bonete
rojo y la borla amarilla. Lo doblé en cuatro apenas lo pasa­
ron por la rendija de la puerta, sin permitirme los títulos de
la primera página corrí la mesa hasta donde termina dando
el sol de la mañana. Sólo después, inmóvil junto a las hor-
nallas, lo sentí apretado por el brazo y pensé en eso que
todavía con vos llamaba los reconocimientos exteriores: el
que nos aplaudió cuando me besaste en pleno terraplén de
La Lucila.
Sabrás que cuando menos lo tengo previsto me toma
por asalto, que entonces me reitero y me escucho, que ape­
nas la frágil confianza de un día en estado de libertad. In­
cluso las vacilaciones del cuestionable principio aburrién­
dome con Wagner en la piecita de Eliseo, naturalmente a
favor de Santana casi sin percatarme del magistral naci­
miento de un filósofo en el barrio de Villa Urquiza. Son to­
davía los libros vencidos en los estantes como una enorme
familia que se reencontraría después de la guerra en alguna
aldea de la montaña, el prólogo interminable de Eliseo mo-
viéndome cada tanto un único soneto a la muerte de San
M artín en el ocaso de la primaria. Salí harto de allá prome­
tiéndome no volver nunca más mientras Santana se empe­
ñaba en repetir una larga tirada según consideraciones de
Eliseo a tientas en la escalera de caracol; Schopenhauer to­
davía en el salón de Palermo esa misma noche con los mú­
sicos sobre el escenario de las escarapelas, las mujeres que
bailaban una única pieza con hombres que salían a esperar­
las y subían a un taxi los dos y de vuelta solas con el pelo
mojado a bailar otra única pieza o reír a carcajadas contra
las otras, los ojos cada tanto hacia el sector de las mesas
donde Santana me explicaba la desmedida diferencia entre
esos tipos y nosotros volviendo cada tanto a la importancia
de los helenos con pobres palabras que el Adivino com­
prendía que no eran de él, la cultura por largos momentos
era esa mujer con el pelo suelto bailando una rumba frente
al gordo desvalido en el centro del salón, buscándola a ma­
notazos, la puta cultura en el Palermo Palace levantándose
la pollera, alzando los brazos para dejarse agarrar sin de­
jarse agarrar o Rosa que vino a saludamos, que me tocó la
cara para las demás como si se tratara de un hermano en­
trañable.
Porque nunca hubiera aceptado algo ajeno a la pura ca­
sualidad cada semana frente a la puerta de Eliseo, siempre
solo sentándome en la cama a escucharlo— yo también
pasé horas cebándole mate, creí ciegamente hasta la tarde
en que no estaban los muebles y Santana tampoco pudo ex­
plicarme los motivos. No se habló más del ausente; a los
pocos días ya tenía todo dispuesto para irme de ese barrio.
A Flores llevé el puñado de libros que después no leería en
secreto por una especie de acto de fe hacia la serenidad de
la Polaca. En el altillo de Flores, no bien la Polaca se iba
al principio de la tarde, intenté varias veces algo parecido
a una carta que nunca supe con exactitud a quién iba a es­
tar dirigida; débiles síntomas que más tarde estrujaba o
Santana a buscarme y juntos a los baños turcos, lentamente
la calma envueltos en los toallones, las copas de Ballanti-
nes. Sé que sólo con vos, Clara, lo tenía todo resuelto
— casi tres años después de Flores y Eliseo reencontrado
enumerándome los títulos para empezar al día siguiente.
Sólo vos tuviste que acompañarme a seguir, vos a mi lado
en el flamante camino de la literatura, las veces que se ha­
brá dicho la palabra camino entre nosotros dos.
Lo cierto es que muy poco antes de la llegada del pri­
mer diario a este quinto piso estoy con una docena de las
carillas que vos pasabas en la Underwood del escribano Ra­
mírez, incluso mi primer cuento con una cita de Eliseo que
te leí ahogado en un banco de la plaza San Martín. Hoy,
desde este único ambiente, podrían llamarse las lentísimas
aguas de la persuasión en la ciudad que nos desconocía, en
la misma ciudad que de pronto nos dejaba solos. El libro al
azar que parecía saltarme al cuello desde cualquier mesa de
saldos, que me tiraba de espaldas y vos sin nada para res­
ponder, tu tenacidad de loca ayudándome con el fichero,
con las cartas que nunca merecerían respuesta hasta las pie­
zas altas de Banfield, la culminación, mis otros desdichados
amores para dejarme lejos pero que hubiera desenredado
entre nosotros hasta encontrar la verdad, largos raptos de
cosmos orinando en los malvones de Banfield para encon­
trar la verdad.
Entonces tampoco dormía por la noche, vos que cada
tanto podías acercarte y la vergüenza de los corretajes en el
Gran Buenos Aires. Cada mañana metido en el hueco ca­
liente que dejabas, tapado de nicotina olía el perfume de tu
pelo en los dobleces de la funda. Aquel lunes con la novela
trunca que también se me escapaba de las manos, acababas
de levantarte y yo escuché tus ruidos multiplicándose en la
otra pieza demasiado vacía. Era cerca del agotamiento que
sucede al e sta d o d e gracia y las pavas de mate, había deja­
do de e scrib ir, pensaba a mi manera en eso d e la inclina­
ción terrorífica hacia las cosas inútiles. Una noche más sin
pegar los ojos •— el repetido temor a la mano de otro, ¿re-
cordás? —, entre caminar sobre el piso que parecía hundir­
se o volver a la única mesita de terciada buscándome como
un poseído en el distrito de Banfield, tanta distancia, tanta
palabra inservible y no pude darme cuenta que había cesa­
do la canilla del fondo, que vos venías a pararte detrás del
respaldo hasta que sentí el frío de las palmas de tus manos
en los huecos de mis ojos, tu olor a Lux, Clara: “si fueras
ciego te querría lo mismo”, permanecías allí detrás con las
palmas perfumadas sobre mis ojos y yo escuchándote res­
pirar. tu viejo ritmo que insistía en ligarse a tanto abando­
no y en un solo segundo comprendí que así, de esa misma
forma no había vuelto a dejarme llevar desde chico, ¿es que
acaso sabía enormemente vacío de qué?, y me vino seguro
por oposición (uno que dice esto es lo que tengo y sólo apa­
rece la pobre imagen del otro que no, ese estúpido senti­
miento del tiempo), es indudable que una manera muy mía
de sentir, algo que todavía estoy corrigiendo pero con una
parsimonia increíble: me largué a llorar en silencio incluso
por los papeles y el bonete rojísimo, te lloraba en las manos
a vos sin siquiera suponértelo al entrar, que habrías termi­
nado tu desayuno de pie contra el fogón de la cocina res­
tándote unos pocos minutos para el tren, que seguiste apre­
tando las palmas y te colgaban de un brazo la cartera ven­
cida y el tapado marrón de los grumos; aceptabas ahora el
desenlace y ni te movías consecuente al ciego de toda la
vida perdido en el corazón de Banfield un lunes alrededor
de las ocho de la mañana, sí, uno más que buscaba la luz,
Clara, también en aquellos años qué palabra cursi la luz.
Insistió en mirarte por un solo segundo, esa tercera vez
y en seguida su risa entre las otras. Cada tanto, al pasar
frente al espejo del Palermo Palace, distinguías tu figura
bailando con Rosa, podías permitirte lo aprendido en el pa­
tio de Olivos, unos compases como si algo hubiera termina­
do y en eso una señal únicamente tuya, todo tu cuerpo, un
fervor desentumecido en el cuerpo. Porque así fue como
también a vos empezaron a observarte bailar: el detalle del
pie que se quedaba al salir, la muerte del compadrito como
lo quería Santana.
Sin embargo durante todo el resto de la noche la Pola­
ca no volvió la vista hacia tu mesa donde Santana insistía
en explicarte que con cualquiera de ellas lo único impor­
tante era recibir primero la plata: “o punto o banca”, pri­
mero la plata una vez y otra vez, hasta que demostraban
que querían trabajar para uno, nada de dejarse tentar, nada
de llevarlas a la cama desde el primer momento porque
después se corría la voz entre ellas, un simple garrón que
estaba perdido para siempre. Ella cerca del final con uno
de los otros mientras controlaba sus labios en el espejito de
la cartera, vos que nunca hubieras encontrado la forma de
confesarle a Santana todo lo que te gustaba la Polaca.
Y día a día, sin proponértelo hasta el instante mismo de
consumarlo, fuiste cortando los puentes, abandonabas las
pocas costumbres que podían mantener alguna innecesaria
distancia con el centro. En lo referente a Mabel fue una
despedida demasiado lánguida en el banco de la plaza del
barrio un atardecer con los chicos colgados del pasamanos,
los chicos mudos en el otro extremo de la plaza vestido y
sin barba para ir al encuentro con Santana. Te escuchabas
ese tono de iniciado respondiendo a señales mucho más allá
de esa gente, entre esa gente, como siempre ocurre y a vos
te constaba, el llanto de Mabel sobre tu hombro sin la me­
nor posibilidad de acercarse a la clave.
Costó llegar a la Polaca, costó convencerlo a Santana
de que debía tratarse de ella. Cada noche de las varias que
siguieron era otra vez todo lo posible para que te mirara
bailar, para que creyera; la acechabas y esto tampoco iría
a favorecerte. Cuando por fin la tuviste en tus brazos —■ella
simuló salirte como por error— , habló de lactantes, del
acné mirándote fijo a los ojos. Y te parecía muy justo dese­
char las frases hechas con la Polaca para afuera de los dos,
inaccesible, su vestido ajustadísimo y un mechón de pelo en
la frente. Su seguridad riéndose del hacía más de un mes
que esperaba este momento o el imperceptible temblor en
tu mano que llevaba su mano en el piso encerado del salón
de Palermo mientras aprendías a guardarte el entusiasmo,
tal vez a lograr ojos tristes y después no hubieras hecho
caso de Santana, directamente a la cama con la Polaca para
escucharla entre las sábanas: se te enroscaba en el cuerpo,
le hubieras mordido los labios en la esquina de Malabia.
Ella ofreciéndote un hotel después de caminar sin tocarse
durante todas esas cuadras que sin duda en un tiempo no
muy lejano te confundiría recobrar, aquel resto de valor
para decirle que era demasiado pronto, ella que dijo su­
biéndose una media: “esto te lo enseñó ese envenenado de
Santana” , y llamó un taxi por su cuenta y arriba la misma
insistencia y vos sacándole los brazos de alrededor de tu
cuello. Ella que le daba las señas al chófer, vos amenzán-
dola con bajarte en la primera esquina: le veías el naci­
miento de las rodillas y sin embargo pudiste resistir hasta el
final.
Porque todo volvió a confundirse para vos y nunca ni
siquiera con el supuesto auxilio de Santana, te hubieras
atrevido a negar que la quisiste. Sus uñas largas por la
espalda hasta que te encantaba escucharlas; una sola vez,
por traicionarse, te habló de ese inmigrante que había sido
su padre, un idioma ininteligible levantando la casa en la
llanura, borracho los domingos desde la mañana y una po-
llerita o un vestido de tela transparente que de haber segui­
do en la misma casa estaría con naftalina en un cajón, has­
ta hoy sería sacado de ese cajón para frotarse el olor por la
cara. Por muy distintos motivos no pudo siquiera imaginar­
lo pero quisiste la facilidad de su cuerpo, el giro de su voz
a ese principio de afonía cuando se quedaba a tu lado en la
piecita del altillo de Flores. Actos que se cumplieron más
allá de tus cálculos, casi la alegría a través del pelo tornasol
del borracho en la Polaca.
Poco a poco fue dejando de lado el argumento de su in­
dependencia, dejó de llamarlas estúpidas a las que vivían
como Rosa y una tarde, sin nada que insinuara el cambio,
sin abandonar lo que decía te entregó toda la plata de la
última semana por abajo de la mesa del bar, te propuso en­
tonces pasar la noche juntos en el altillo de Flores. Allí, en­
tre las cuatro paredes seguramente amarillas y el techo cal­
cinado, aprendiste de ella a hacer el amor sin que lo nota­
ra, a caminar desnudo con la luz encendida. Allí la viste
revolcarse entre las cobijas, gemir que no te fueras. Des­
pierta hasta que llegaba el sol a la ventanita tocando tu
cuerpo que ella llamaba demasiado flaco, tu cuerpo que im­
provisó un lenguaje y lo fue haciendo lentamente suyo, len­
tamente de ella hasta que una noche — atrás, en la casa,
quedaba la luz del velador como un faro — llegaste con la
valija prestada, pasaste un hilo para las corbatas, te mostró
fotos, bajó corriendo a comprar una botella de cognac.
Y muy pronto se mezclaron la seguridad del éxito y los
trajes elegidos en el Centro bajo el control de Santana con
aquel e x tr a ñ ísim o amor por la Polaca. Desde la ventanita
del altillo, cada mediodía en ayunas con la audición uru­
guaya de Gardel miraban otra vez los techos, el humo de
las chimeneas como podrían hacerlo dos extranjeros que
acaban de llegar y despertarse; a ella le gustaban los gat
y no hizo grandes esfuerzos para descubrir tus predileccioS
nes. Cada tres o cuatro días, limpiando la jaula de Caruso
(vos lo llamabas Caruso para que la Polaca se riera) sólo
atinaba a contarte sus sueños generalmente disparatados
hablaba de ellos sin una sola pausa igual a quien termina
de descubrir el arco iris y teme que le falten las palabras,
inmóvil en el patiecito con las manos a mitad de recorrido
descifrando una huida o la cara del muerto.
Aquel día que confesó no ganar lo suficiente habló sola
de salir más temprano a la calle y era otra al volver de la
peluquería. Por la noche, desde el primer peldaño de la es­
calera, notaste una luz pálida en los vidrios de la banderola
y adentro una vela encendida y bajo el plato de la vela col­
gaban dólares legítimos. La despertaste, jugaron a buscarse
antes de hacer el amor; ella que te había comprado una
corbata a rayas, que cantó desnuda hacia los gatos con los
codos en el marco de la ventana.
Vos, cuando la Polaca se iba a las primeras horas de
la tarde, quedabas mirándote las manos, calculabas el tiem­
po: era la misma opresión en el estómago, los ruidos que
podían trepar por la escalera — el tiempo tenía la lentitud
de un elefante y te quedabas solo mirándote las manos.
A la semana de vivir con ella se había ofrecido para acom­
pañarte hasta las oficinas del ferrocarril; hablaste con An-
selmi negándote a la silla de frente, ella que te esperaba en
la puerta y él sin entender una sola palabra mientras te ha­
ría sonreír su larga tirada de la despedida. La Polaca feste­
jó a su manera los términos de la renuncia agarrada a tu
brazo y silbando lo mismo que un muchacho. Por un ins­
tante, sentados los dos en un banco de Plaza de Mayo, llegó
a parecerte que tocaba fondo en tu euforia de entonces.
Le dijiste al oído que en los diarios vespertinos iban a apa­
recer grendes titulares anunciando la muerte de un oficinis­
ta en la flor de la edad; ella entendió — era capaz de ha­
cerlo —, ella agregó que tenía el revólver escondido dentro
de una maceta. Todas estas pequeñas cosas te convencían
cada vez más de tu raro amor por la Polaca.
A menudo iba Santana a visitarte al altillo, observaba
desde la silla del rincón tu nueva vida como si fuera una
cosa de siempre. Idénticos planes para el resto del día, jun­
tos al último sol por la avenida Rivadavia con los zapatos
lustrados y el perfume a los cigarrillos Chestcrfield.

Al verla entrar pálida ese mediodía seguiste con la ca­


beza sobre la almohada en dos, apenas recapitulabas los in­
advertidos detalles, los indecisos síntomas de preocupación
por parte de la Polaca. Ahora haberse despertado un rato
antes y no verla en la pieza era ese recostarse a tu lado ves­
tida y con los ojos cerrados; dijo como si delirara: “pone-
me dos genioles en un vaso de agua” , y cuando estirabas los
brazos esa voz a tus espaldas con lo de primero te acuestan
y te aprisionan los pies, en seguida la máscara de gas aun­
que ella que igual lo escuchaba todo hasta el pañuelo de la
partera por la frente. Cada tanto, por infinidad de razones,
recordarías el año junto a la Polaca. De ella después frases
enteras, la imposibilidad de sufrir unida a un gusto desati­
nado por los lugares abiertos. Y una docena de veces ha­
brás recuperado intacto el brillo de las chapas desde la ven-
tanita, la ropa tendida en el alambre que retiraba en silen­
cio cada noche. La volviste a ver furtivamente detrás del
parabrisas de un auto, bastante más tarde la madrugada ésa
arrastrando de la mano a un hombre muy lento que se que­
daba en los cordones. Lo demás se refiere a actos fallidos,
al principio de tu excesiva falta de naturalidad. Ella estaba
allí, en esa pieza inmediata a la escalera embaldosada y era
nada más que ese estar, una historia o no aquel esperarte
por momentos o dormir destapada con la boca abierta. Has­
ta la misma semana del final nunca le habías conocido un
ademán imprevisible.
Y Santana que seguía necesitando llegar con vos a me­
dianoche a los bailes, una mujer cada uno y abandonarlas
dormidas un rato antes del sol, el cambio de pieza corrien
do envueltos en las frazadas por el pasillo del hotel de Fio-
ri. la acrobacia y ellas que casi siempre terminaban odián­
dose entre sí a una enorme distancia de tu campana de
cristal coa el confuso recuerdo de la Polaca que estaría es-
perándcie. que ahora se empeñaba en juntar unos pesos
p&ra no cocinarse otro verano en la misma terraza. L le g a s-
12 esa mañana borracho con la boca pintada, estuviste ba­
lanceándote frente a la cama y te dijo exageradamente por
lo bajo que eso terminaba allí mismo — nunca pudiste vol­
ver a reconocerla. Te reiste a carcajadas y con tanta dificul­
tad a frotarle la cabeza mientras aseguraba que no salía
más a la calle para vos con el vómito sobre la colcha, que
abrías la ventana para contárselo a Caruso en la claridad a
pomo de tragarte pero ella parecía muerta en el olor ácido
que llenaba la pieza, vos tirado sobre el piso con la ropa
puesta*
Coa la Polaca no bobo señales, la intimidad acorralada
qae suelta alguna última señal. Dos noches esperaste fu*
m&nárj que yt volviera con los ojos abiertos y ella que por
la tarde tampoco salió, que en lugar de eso escuchaba ra­
dionovelas con el esmalte de las uñas acurrucada de espal­
da*. No dijo una sola palabra aunque la imaginaste puteán­
dote tra% >el portazo que diste. En seguida la falta de plata y
terminante levantándole una mano, la patada a una silla.
Ella gritó con la garganta hinchada y le pegaste con la mano
abierta, ve escurrió adherida a la pared, te insultó dando
gritos y el pelo revuelto, empezó a gritar como si la estu­
vieras matando y vos en el mismo sitio, sin participar la
vbte elegir uní; a uno los trajes del ropero, cortarlos con la
tijera, tirar después Jos trapos por la ventana. Recordarías
que no derramó una sola lágrima mientras preparabas tu
paquete y lo mismo gritaba que te fueras, con la tijera en
la mano y los ojo* altos que no quería verte nunca más en
ja vida.
XIII

Después de tanto esfuerzo, de inútiles esfuerzos vividos


como el último día y sobre lo que fuiste verdaderamente La
única que podía escucharme, los alumbramientos de patio,
tu fragilidad que olvidé, tus manos demasiado chicas y nun­
ca un reproche por la coherencia que me abandonaba, to­
davía si abren de improviso una ventanilla o arrojan un pu­
cho es una tormenta de tierra donde me pican los ojos y me
confundo, y si querés llamo a todo pulmón para reconocer­
me. Sólo restaría que seguís siendo el meridiano Clara, tu
pelo negro, los escotes que miré al principio desde muy le­
jos. Lo demás se mezcla a uno y otro lado, le he perdido el
rastro mil veces aunque te lo contara. Digo chicos inmóvi­
les en los peldaños, con los ojos fijos; digo una escalera y
esos mismos chicos que miran en el único traje salvado de
la catástrofe los gritos de la Polaca que acababan de retum­
bar a plena hora de la siesta.
Son dos grupos de mujeres idénticas. Uno allí al pie de
la escalera del altillo de Flores reunido en su honor, los pa­
ñuelos en alto que él imaginó al bajar, los murmullos de
por fin el extraño que no era para ella y en seguida Riva-
davia hasta la desolación de un reservado, la mesa de la vi­
driera con el lamentable paquete en la otra silla y el resto
del día por delante, un poco el resto de la vida por delan­
te — hoy sonrío aquel: “Caruso, viejo, que no termina de
cantar”, y me parece ver todavía tus dientes de después, a
salvo con vos, tu festejo porque te lo traía para que lo usa­
ras, para que lo quisieras hasta aflojar los elásticos.
Aproximadamente desde un año atrás el otro grupo de
delantales de colores lo observaba volver cada
quince o veinte días al barrio bajándose de un taxi en la
esquina con otra ropa, con otro corte de pelo abrazado a la
madre que insistía en conmoverse al aparecer en la puerta
—•sus costumbres fuera del alcance, nadie que se cruzara
para prevenir o cansarlo. A eso había terminado limitándo­
se todo. Ahora, a partir de esa escalera, tampoco se podía
declarar entre lágrimas por ejemplo que desespero, que em­
piezo a pasar hambre en París: un cauce, un reloj lentísimo
en la pared de la cocina, las fiestas infatigables del perro.
Recibía ardientes mates de leche entre los canteros, se apo­
yaba en el tronco de la santarrita con las preguntas prohi­
bidas o en el más mínimo descuido iba y apretaba unos pe­
sos de la Polaca entre la carpeta de hilo y la frutera esmal­
tada del comedor.
El camino secreto en la vieja historia de los elefantes
que tanto te abismaría, los elefantes que aceptan, que se
comen la rabia y las ganas de volver para que entre el sol
por la ventana o se escuche a Caruso y toman en cam bio
por Rivadavia hacia el lado del obelisco con el paquete de­
formándose entre los brazos y las dos primeras copas en
otro mostrador, los focos encendidos contra el último cielo
de la tarde, el ritmo de una frase para que un día pensaras
en aquel desamparo, en mi hora clave, la hora en que siem­
pre había subido la fiebre cuando el vinagre aromático en
la taza grande sobre la mesita de noche.
Un meridiano Clara donde cada tanto siento golpeán­
dose las imágenes que por mucho tiempo dejaron de perte-
necerme; del otro lado, del que no estuviste, no sé con pre­
cisión el orden en que se han sucedido: acciones simultá­
neas por las que nadie reclamaría, que incluso nunca te
sirvieron de mucho. Pienso en todo lo que un año después
te dije de Santana, en cómo lo cuidé de tu destrucción, y es
un poco el mismo Santana echándose a reír a no más de
tres días de perdida la Polaca, la vergüenza de pedirle ayu­
da, el desenlace que pudo haber alentado el del paquete y
la barba recién Uegado de dos noches en una plaza, que iQ
escuchaba reírse del heroísmo en el patio de Olivos, acep­
taba bajarse de la cuerda con algunos remordimientos y la
inestabilidad, aflojar los músculos después de la actuación
de fondo. Sólo detalles muy vagos mientras Rosa le lava­
ba la única camisa en la pileta, en la cocina. Santana que
dijo: “nosotros no estamos hechos para esta clase de co­
sas”, y el ademán apenas perceptible de Rosa en equilibrio
para alcanzar el alambre, aquel anuncio que también sería
confundido una infinidad de veces porque uno podía aso­
marse y predecir, porque Santana hablaba como nunca para
Rosa que resistía, que se vistió encerrada en la pieza y se
fue casi sin saludarlos. “Yo también tengo que preocupar­
me por el porvenir”, Santana se lo dijo al rato, un poco en
broma, cuando ya les respiraba la piel de la cara a causa de
los fomentos. Él sintió la cercanía y que todo siempre, ¿re-
cordás, Clara?, hasta la cosa de menor importancia estaría
amenazada por el cambio y la devastación. Por eso quizá
esperó que Santana se confesara, que atara los cabos, pero
en lugar de eso le propuso otro salón en Palermo, la cena
que resultó muda en la cantina donde los colmaron de aten­
ciones.

Los ensordecía un tren sobre el puente del Pacífico


cuando le contó que mientras bailaban Irene le había dicho
que estaba en su noche de franco, que hacía copas en el
Picadilly y nunca le había interesado la calle.
—No me gusta — dijo Santana levantándose las sola­
pas del saco.
—Es rara, tiene los ojos como si terminara de llorar.
De común acuerdo, sin anunciarlo ninguno de los dos,
caminaban por Cabildo hacia el lado de Olivos. Iban bas­
tante separados, Santana pegado al cordón y el otro experi­
mentando una cita demasiado ambigua para dos tardes des­
pués. Desde la vereda le hicieron señas al que lavaba en el
fondo metido en las botas de goma.
—No me gusta, no creo que se juegue por nadie.
—¿Y quién se juega por nadie? — le dijo a Santana sin
habérselo querido decir. Santana lo miró a los ojos; cin­
cuenta años después al contar en Shangai un bar de Bue­
nos Aires se hubiera pensado exactamente en ese lugar, a
esa misma hora.
—Estás sacando púas — sonrió.
Los dos por Cabildo lamentando la falta de Chester-
field y más tarde convencieron a un chófer de que pasara
a la provincia. Rosa estaba sentada a la mesa de la cocina
con la cartera en el respaldo, las manos cubriendo una
taza:
—¿Qué haces acá a esta hora?
—Qué carajo te importa lo que hago— dijo ella sin
variar de posición lo mismo que si hubiera dicho querido
o por fin, te esperaba.
Desde que Rosa, por la tarde, había estado en puntas
de pie colgándole la camisa en el alambre, él tuvo la cer­
teza de que sería como si le hicieran la seña sobre el esce­
nario para que abandonara la butaca y subiera a verlo todo
allí arriba, a comprobar los trucos o el cartón de los árbo­
les. Santana insistía con cosas que no habían tenido princi­
pio, esperaba el agua con la tapa de la pava en la mano.
Rosa se levantó, de espaldas dijo algo cercano a “vos tam­
bién vas a darte cuenta”, y el resto se perdió en la oscuri­
dad del patio. Recibió un mate bastante frío, lo vio salir a
Santana. Desde esa silla de la cocina, mirando los dientes
de Libertad Lamarque, escuchó gritos ahogados, el ruido
de un mueble al correrse.
Entre las cobijas del suelo, oliendo a pieza de los tíos
en Benavídez y tierra acumulada detrás de las patas, la es­
cuchó maldecir por lo bajo hasta que apareció la luz en la
persiana, repetir que basta, sonarse con estruendo la nariz
contra la respiración acompasada de Santana.
Hablaron en el patio, sin almuerzo a causa de la ausen­
cia de Rosa; mejor Santana fue recapitulando los cinco
años con ella, el primer hotel. Ninguno de los dos hizo el
menor esfuerzo por calentar el agua: continuaban por iner­
cia bajo el toldo, Santana con la toalla en el cuello y las
manos caídas. Dijo más o menos que él también terminaba
con Rosa, que por suerte desde varias semanas atrás ya
preparaba los detalles. Iba a un club de baile de domingo
a la noche y la entusiasmaba a Matilde, ella apenas enten­
día y estaba toda la familia detrás, toda la tribu detrás,
pero se notaba que quería dejar la pieza de cinco: “la úni­
ca diferencia es hacerlo por plata”, dijo, y había cambiado
de humor.

El fin de semana siguiente, acaso con menos ilusiones


y el dolor en los huesos por el piso de Olivos, sin Santana,
almorzaba en el padock de San Isidro frente a los ojos cla­
ros de Irene que le había entregado la plata al entrar, su­
peraba la total ignorancia del principio adjudicándole una
anécdota muy poco conocida del mismísimo Irineo Legui-
samo — lo sabía todo, no había secretos para él. Por pri­
mera vez una carrera encerrado en el tumulto y ni siquiera
imaginarse cómo había sido posible vivir tanto tiempo lejos
de un final, lejos de la enormidad de un final. En la mitad
de la tarde Irene volvió a darle plata; él creyó verse en sus
ojos fríos olvidado de todo, encerrándose en el tumulto. En
repetidas oportunidades después, incluso con vos, Clara,
que llegaste a la idea del termo, esperaría la respuesta en
el viento de la tribuna generalmente atrapado por la uni­
formidad de los recuerdos tan cerca o la misma urgencia de
cambio, como nunca antes la decidida provisoriedad con los
caballos alineados en las cintas para el golpe de gracia, me­
nos de tres minutos y las corridas por los escalones altos,
los papeles desparramados al terminar los gritos. Solo, al
rato del marcador (poco tiempo más y vos le tocarías una
mano, te quedarías con él), todavía sentado en la tribuna
viendo caer la tarde hacia la verja del padock y algo del
paso del tiempo, algo increíblemente vago que pese a los
síntomas no podía tardar demasiado en cumplirse.
Se hizo necesario hablar con el dueño, el español mari­
ca que cantaría cada mañana muy temprano en el patio cu­
bierto, aceptar el precio y las cejas alzadas sin discutir, pe­
dirle por favor que agregara una cama en la pieza. Irene
esperaba en el descanso de la escalera y el español dijo casi
gritando, para que ella lo escuchara: “pero que no vaya a
suceder lo de antes” , y lo de antes había que imaginarlo
mientras se le contestaba que sí con la cabeza, lo de antes
podía ser otro hombre, había sido otro hombre, la infalible
pelea del final, el español arañándolo para sacársela de las
manos aunque con ganas de echarla también a ella a la
calle.
Sin asomarse a la ventana angosta del Petit Hotel po­
dían verse un cartel luminoso de Cinzano, dos balcones
completamente abandonados. Eran paredes bajas y descas­
caradas que durante cada noche irían a prenderse y apa­
garse a causa del cartel, las zonas de los picaportes enne­
grecidas por su traspiración. Con la ayuda de los movi­
mientos todavía penosos de Irene trasladó la única cama
hasta abajo del espejo y se sentaron los dos sobre las sába­
nas arrugadas a esperar que Federico — el dueño — traje­
ra la restante, a que estuviera todo dispuesto (las veces que
me hablo de una tregua, un poco, que entonces voy a reca­
pacitar), cosa por cosa para que se reiniciara lo de antes.
Les llegaba el estruendo de la calle Talcahuano no mucho
antes de las cinco de la tarde y eso, y el saco sport en
el único perchero, significaba tener domicilio fijo en el
Centro.
La foto en colores del otro, firmada en un ángulo supe-
rUrt, estaba Uniavía bajo el papel madera riel cajón de \h
cómoda. El reaparecido Adivino dictó Un detalle» caliente*
de 1a secuencia y él observándola mientras írene cantaba
música tropical bajo el chorro defectuoso de la ducha. No
cabía Ja más mínima duda de que en el termino de unos
pocos minutos habría que llegar, llegar de una vez y en
puntas de pie, acercarse lentamente a la cama del otro, pa­
sarle sin brusquedades el cinturón por el cuello, apretar el
cinturón con todas las fuerzas ante el estupor o las últimas
resistencias de Irene, bajarlo agarrándole las piernas, arras­
trarlo desnudo a Ja claridad, la tregua, que no quedara un
solo rastro de posible relación con el otro.
Federico entró a la pieza una última vez y al pasar a
su lado lo rozó con el juego de sábanas, una toalla de rom­
bos gastados sobre las piernas y la cordialidad en las rela­
ciones recién empezadas. Él se levantó junto con el ruido
de la puerta, cerró con llave, fue a golpear el humo contra
los vidrios de la ventana que no iría a ofrecer alternativa.
Era el otro el que seguía en los ojos claros de Irene, los
ojos casi transparentes que se detenían en algo, en un ob­
jeto o un gesto y después no salían nunca de allí. Seguía en
la pieza, en cada rincón de la pieza; hasta restarían pelos
suyos en la rejilla de la piletita del baño. Irene apareció
desnuda, se tendió en la cama a fumar: había que cercár­
selo de a poco, apretar bien fuerte. Fue entonces a cerrar
del todo la persiana (ninguno de los dos hablaba tal vez
convencidos de la inutilidad), corrió la cortina para que no
entrara el resplandor y de pasada le besó la punta de un
pie. Irene boca abajo ahora movía una pantorrilla, un pén­
dulo como si todo esfuerzo fuera a carecer de importancia,
como si nadie —»menos él con los brazos flacos y las mar­
cas pronunciadas de las costillas — pudiera realizar el mi­
lagro, sacarlo al otro de allí abriendo totalmente la trampa,
que se le llenaran los ojos y la voz y los gestos de todo lo
que no tuviera que ver con lo que había sucedido entre
ellos, las palabras tontas, las palabras entrecortadas de esos
otros dos, Jo» equilibrios de los dos. ese gusto a la saliva
del otro.
Irene tampoco dijo nada, siguió con los brazos tendidos
sobre Ja colcha. £1 sabía que aquello era un poco la melo­
día que te recuerda con los ojos como si terminaran de llo­
rar, tu cama otra vez que te recuerda aquí, con este chico
flaco a la tarde, con el efecto de la ducha a la hora que
sólo a vos te hubiera gustado compartir. Entonces se dejó
caer junto a ella y por primera vez en su vida le habló a
una mujer del color de los ojos, le habló como si lo escri­
biera en una carta, como si hasta después de pasado mucho
tiempo fuera a creer en lo que escribía y ella empezó un
único y sostenido ademán de la derrota. Así la fue atrayen­
do, así Irene se volvió por completo para su lado y se hizo
el silencio de su respiración. Un tiempo para reflexionar y
él jugó; primero hizo que se iba, que estaría de más en esa
penumbra. La reencontró desesperada y jadeando contra la
cómoda, a los escasos minutos en el charco de las baldosas
del baño: que también enloquecía, se lo aclaró infinidad de
veces dentro de la boca y estuvo a punto de convencerse
mientras hacía correr el cuero del cinturón y recobraba la
pieza a causa del cartel. Otra vez en la cama la usaba parsi­
moniosamente y se dejaba usar, le lamía la cara o se que­
daba sorbiéndole los ojos, se hacía conducir por la cabeza
agarrado al porvenir y al apagarse las paredes ya lo había
hecho caer sobre la alfombra desteñida, se sentía arrastrán­
dolo hasta la ventana, lo sentaba desnudo en el marco, un
solo empujón y percibía cómo era tragado por los ruidos de
la ciudad con su cara de pistolero famoso y la mano pesada,
otra vez a la cama donde Irene no soportaba un minuto
más y decidía obedecer hasta la última gota de sangre (una
calle abierta al solcito, la seguridad con pasos de bailarina
drogada), la amparaba, le daba de nuevo calor, un solo ca­
lor para que perdure, con la punta de los dedos extraía los
últimos puchos, el último brillo del otro en los ojos claros
de Irene, se abandonaba al fin fingiendo una satisfacción
que nunca le hubiera sido dada, ileso y era nítida su voz
su pobre voz que se lo agradecía. ’
Cada mañana se cumplían los airiños de Federico re­
tumbando en el patio cubierto, pasadas las once el desayuno
que Irene recibía siempre de mal humor metida en la robe
celeste aunque se enfriaba sobre la mesita de luz con el pla­
to tapando la taza. Él tuvo otra vez sus trajes en el ropero,
el cepillo de dientes. Y había que esperarla todas las ma­
drugadas en la mesa del fondo del barcito de Maipú, mirarla
comer y fumar al mismo tiempo; la confianza en que poco
a poco desaparecería ese clima, se le hicieran visibles los
ojos. Regresaban escuchando sus pasos por Sarmiento, él
con una mano sobre un hombro de ella, sumergidos en la
humedad del final del verano y esquivando las latas que vol­
vían a tirar vacías desde el carro de la basura. A veces es­
taba apagado el cartel, escuchaban un poco de pájaros bajo
los árboles desvencijados por Cerrito.
Una de las noches que siguieron al inicio de confianza
total en Irene, Santana le preguntó durante la cena: “¿Qué
hace ella a la tarde?”, y casi sin esperar respuesta se quejó
de su manifiesta capacidad de sacrificio, le dijo que si se­
guía así iba a terminar sentado en una sillita de paja frente
a las vueltas de las gallinas y arreglándose con la jubilación.
Por otra parte no era necesaria la calle, sólo un par de ves­
tidos sport, la manicura, y después la sentaba en cualquier
confitería a esperar el resultado. Irene resistió las modifica­
ciones, se hizo imprescindible caminar mucho por la pieza,
sacar a relucir las ventajas del pasado en el que entraba el
remoto tesón de la Polaca. Él mismo se ofreció a descubrir
una modista fuera de lo común, esperó una hora larga en el
vestíbulo pasando las páginas de las revistas francesas. Las
dos primeras tardes caminaron juntos por el Centro igual
que si estuvieran de compras en un día de asueto. Tomaron
el té en confiterías con música: él se iba un rato con la ex­
cusa de la quinta para dejarla sola sin reconocerlo ninguno
de los dos hasta la vez que volvió y estaba esa nuca y casi
lo atropella un auto al cruzar a la vereda contraria. Por
arriba del diario pudo verlos salir agarrándose apenas la
mano, Irene con los ojos muy claros y verdaderamente
transformada agachándose para subir al taxi. Se hizo lustrar
los zapatos leyendo la página de las carreras, caminó mu­
cho con las manos en los bolsillos y para acortar el plazo
se metió en un cine de variedades. Allí vio a Chaplin; pensó
que era un genio como lo quería Eliseo.
Aunque la esperó todo el resto de ese día no tuvo noti­
cias hasta la madrugada. Hicieron destapar una botella de
vino de marca con ella poniéndole toda la plata en el bolsi­
llo del pañuelo. En la misma mesa del fondo del barcito de
Maipú reconoció que había sido una tonta, que únicamente
cuando se quiere de verdad a alguien. La llevó de la cintura
por Sarmiento, la levantó en brazos para cruzar una zanja.
Una vez en la pieza hizo la parodia de la fiesta en palacio,
con una rodilla contra el piso el derecho a ese vals in­
mediatamente después de juntar las camas escuchando su
risa. Fue desvistiéndola por su cuenta, volvió a levantarla,
se humilló, no permitió que durmiera en todo el resto de la
noche.
Era un sábado al anochecer y todavía le duraba el efec­
to de haber acertado la última carrera de Palermo; camina­
ba junto a Santana por los Rosedales cuando se escuchó
después de agarrarle familiarmente un brazo: “A Irene sólo
hay que zamarrearla cada quince o veinte días, levantar un
poquito la voz, hacerle suponer que la abandono”.
Entre volver a la oficina o quedarme un día más, opté
por no abandonar el pijama y ventilar este único ambiente
donde hace casi dos semanas que vivo y todavía no salgo
del extrañamiento. La lluvia que no paró durante la noche;
también te veía verme con los zapatos a secar alrededor de
las hornallas en la cocina. Pensé que media hora después
me esperaría la ventanilla de un ómnibus, yo allí acurru­
cado estirando el entretiempo, los manuales de sociología.
Imaginé allá en la oficina los saludos del regreso, los grititos
de la única mujer que me sacaría finalmente el viaje a Uru­
guay, la piel de la nariz escamada. Un poco por eso decidí
quedarme. Fui vaciando los ceniceros, de no tenerlo pre­
visto pude haber escrito con la misma ingenuidad de otro
tiempo: cada vez que me desaloja un poco más este asom­
brado.
Durante el primer otoño juntos, en días similares, avi­
sabas por teléfono que no ibas a la escribanía, te acaparaba
y buscábamos el ruido aquel aunque se tratara de la pieza
más interna, yo en trance y vos con el oído en mi pecho, tu
infaltable paquete de galletitas, el cartón que creo un sába­
do a la tarde pusimos en la ventana para que golpeara allí
y poder escucharla. Vinieron los tirantes a la cal en la pieza
de Rodríguez Peña donde había llevado mis libros, más de
tres meses con la autorización para que subieras y ese fin de
semana sin poder movemos, el agua rebasando la puerta
del pasillo conmigo que la nombraba asomado al espectácu­
lo. Huelo tus minutas en la cocina de abajo desnuda dentro
de mi sobretodo casi hasta los tobillos, tu pelo adherido a la
frente, la sensación de sitio propio, de que con vos se ter-
minaría el metafísico agarrado a la cortina de maeramé ias
ganas de querer a la prima, a otra mujer cualquier y haber
la perdido por completo para añorarla, para darle un sen­
tido a tanta tristeza en los chorros contra las guardas de las
baldosas y las hojas del parral como trapos en el declive de
la rejilla.
Todavía hoy reconozco estos días no bien abro los ojos.
Empieza el olor a cuero por la casa y me acerco en medias
a la ventana, veo las terrazas arrasadas con esa única ca­
miseta en cuatro manzanas a la redonda. Apenas atrevién­
dome a escribir y estaban las sensaciones del Tigre, te había
ido a buscar al social de Caballito porque ya se trataría de
un escritor, no sabía cuándo ni dónde pero era irrevocable,
me empeñaba en que la casilla del Tigre fuera un nido gi­
gantesco de pájaros gigantescos entre los pocos sauces, me
tocaba pasarlo todo por mí, te confesaba ese destino al re­
gresar los dos en la última lancha colmado por el sentimien­
to del porvenir, vos que escuchabas y asentías, que era cada
vez más evidente el nido y yo poniéndote de espaldas las
palabras de entonces. Sólo entonces me hubiera sentido en
libertad por ejemplo ante la lluvia, borracho perdido cre­
yendo saber a qué atenerme y vos transportándome los bo­
rradores en el bolsito de hule; nombrarla canas o hilos del
horror, jugar mi cubilete con todo el cuerpo tirado hacia
adelante y retornar a la paz. Porque pronto sobrevino el re­
pentino silencio que ni se aproximaba a la paz aunque tam­
poco comprendiste, me alentabas mientras te repetía hasta
el cansancio que todo lo teníamos dicho — ¿y aquello de
hace rato se han terminado tantas cosas y creemos poquísi­
mo en las restantes? — , no creemos, ¿ves?, lo que puede
llegar a decirse. Las palabras que trataba, una poética de la
afonía cuando ya no era suficiente con tu confianza y le ha­
bía perdido el rastro al deslinde que me llevara a la canasta
y la caña a orillas del Paraná. Cierta maltratada conciencia
de los pocos años por delante, cierto candor de inaugurarlo
todo.
Por ejemplo allá en la cuadra de tu casa tapado, lleván­
dote todavía de un brazo y cubierto con la poesía del mun­
do que seguías ayudándome a descubrir entre el polvo de
los últimos estantes en las librerías. Fuiste un testigo, una
réplica de ojos marrones donde me veía gesticular y no te­
ner a nadie, veía un chico en cuclillas derrotado en el cen­
tro de la pampa, los que llamé los de acá y vos que conti­
nuabas creyendo, los nietos pobres del romanticismo y yo y
las palabras con mi inagotable paciencia, los dos en un ba­
rrio apartado de una ciudad que no pudo ser cruzada por
un río; Firpo, Clara, casi Firpo sacándolo de las sogas a
Dempsey aunque después resistieran con un lenguaje ininte­
ligible, aunque no fuera para nada verdad.
Rosa lo llamó por teléfono al bar, había insistido varias
veces hasta encontrarlo porque Santana presentía algo raro
en su ausencia. Poco más o menos las cinco de la tarde y lo
encontró; Santana fue hasta el teléfono y primero apoyó un
codo en el estante de las copas — él veía su traje jaspeado
desde la silla de la vereda —, estuvo en la misma posición
unos segundos, después volvió a la mesa con pasos cortos
y la cara sin expresión alguna. Le dijo: “era Rosa que lla­
maba desde un hotel”, en seguida corrió su silla y se miraba
la corbata; dijo: “hijo de puta escúchame gozar”, y se per­
cibía algo parecido a un murmullo, a una mosca encerrada
en el tubo hasta que decidió colgar y ahora quedaba claro
que había que adelantarse con las cosas de Olivos. Sin em­
bargo, por una especie de inercia, ninguno de los dos in­
tentó moverse de esa vereda; pasado un rato Santana le pi­
dió al mozo la primera copa, se quejó de que estaba perdido
si lo agarraba un letrista de tango.
Hasta la madrugada él ni siquiera pensó en esperar a
Irene en el barcito de Maipú, lo reconoció de improviso
apoyado en el mostrador de una boíte con Santana que se
reía de la cara del pianista o a los empujones con cada mu­
jer que le pedía una copa. Caminaron agarrados uno del
otro__él había procurado conservar la lucidez, pero el aire
de la calle hasta le quitaba el equilibrio. Lo vio a Santana
parado en el centro de una esquina, bajo el foco, orinando
para arriba y el auto a medio metro aturdiéndolo con las
carcajadas y el ruido de la bocina. Alcanzado a mitad de
cuadra no supo qué contestarle durante el largo rato en que
le pedía disculpas: Santana que por primera vez le atraía la
Q1
cabeza, con la boca pastosa le confesaba constantemente al
oído su amistad. Ya había amanecido cuando lo ayudó a
vomitar sosteniéndole la frente con una mano en el monu­
mento a Lavalle. En esa plaza, sentados en un banco con
las cabezas en el respaldo, veían las ratas por los cables del
teléfono y Santana tal vez por asociación dijo algo cercano
al asco de todo que a partir de esa mañana tampoco volve­
rían nunca a mencionar, la nombraba cada tanto a Rosa
con frases inconexas, la insultaba, a su manera le reconocía
derechos. Con Matilde se iba a jugar aunque estuviera atrás
toda la tribu, que ya andarían diciendo por allí ¿viste?, se le
acabó por fin, no podía ser que le durara tanto.
Y la tribu, en forma si se quiere inesperada, pareció de­
cidida a que se desarrollasen las primeras acciones. Por su
parte, Matilde se desató el pelo, acortó varios centímetros
las polleras. Un mediodía llegaron los dos al Petit Hotel;
Santana, que no había dormido durante la noche, se hizo
acompañar hasta abajo en busca de una botella de whisky
y una vez en la escalera dijo que si se quedaban un rato so­
las descubrirían la forma de confesarse. A la media hora
brindaron los cinco por la amistad de ellas que saldrían jun­
tas a la calle desde ese mismo día. Federico, encargado de
los vasos y una jarra con hielo, fue prácticamente obligado
a quedarse; según Santana parecía la madrina del que fes­
teja un cumpleaños.
Decidieron vivir en un hotel lo más cercano posible al
de ellos, con un balcón a la calle donde podían tenderse las
toallas. A las pocas semanas, una vez vencidos los senti­
mientos contradictorios, Matilde ya conocía el éxito com­
pleto. Santana hasta llegó a un plan para el futuro y aunque
ni remotamente pensaba cumplirlo, esa era la pauta, la aber­
tura por donde volvía poco a poco a asomarse. Contaba
que cada fin de semana por medio se ponía al servicio de
ella, iban los dos bien temprano a la pieza que la tribu ocu­
paba en Villa del Parque, que Matilde con algún batón de
regalo a la madre y él repartiendo los zapatos apenas usa-
dos entre los hombres: “la tribu está contenta, ahora en
cuanto llego siento que me miran desde los rincones con
cara de aquí está por fin el hombre de la plata”. Uno de los
domingos, después del asado en el baldío del fondo, tam­
bién le hablaron de levantar una prefabricada en Lomas
para dejar las goteras y tener otro ambiente; Santana aceptó
desde el primer momento sin siquiera discutir las mensuali­
dades.
La tarde en que Irene y Matilde cayeron presas, Fede­
rico, a gritos detrás de la puerta, fue el encargado de los
pormenores de la noticia. Como si hubieran hablado para
otro siguió en la cama con el diario de la noche anterior en­
tre las manos y la luz encendida. Lo mismo debió pensar
por un instante en Santana, en el escándalo de la tribu, en
Irene muda — a ella podía imaginarla arrastrada de un bra­
zo hasta el celular agarrándose el pelo — No abandonó la
cama movido por la necesidad de reparar, no se vistió en
minutos y bajó de a cuatro la escalera; fue experimentando
una detallada lástima de sí mismo mientras observaba Ja
curva de su cuerpo bajo la frazada que debió ser algo des­
teñida. Algo bastante similar al miedo indescriptible que en
otras tantas oportunidades lo asaltaría hasta el extremo de
no atreverse a coordinar y que era más bien una forma muy
imprecisa, sin convicción alguna, el grado de estupidez o de
rencor, yo aquí igual que si no hubiera sido cierto subir por
esa escalera, el marco de esa puerta. Revisó cada detalle de
la noche anterior caminando con Santana por Cerrito sin
verdaderos motivos para seguir despiertos, el reencuentro
casual con Eliseo: casi tres que se han visto dos días atrás
y por ese solo motivo no tienen nada que decirse pero a
pesar de todo van a una bohardilla abajo de una escalera en
la calle Libertad y toman mate con la yerba nueva sobre los
restos de la yerba vieja, únicamente la mitad de los libros
a causa de las necesidades y una obra de teatro recién em­
pezada, las mentiras que no se cuestionan, las intratables
distancias. D e s p u é s el actor con la costra de caspa gesticu­
lando la alegría de la gente nueva y dos y dos en las camas
con los colchones hundidos y el olor a pie, esa bohardilla
abajo de la escalera de madera por la que tardó casi todo
el primer acto en subir un borracho, el libro sin tapas, los
cuadernillos despegados y las uñas negras del actor frente a
los ojos, la misma náusea de unas doce horas después re­
cordándolo en la cama con Irene presa seguro aceptando
declarar como si estuviera contándole una película a la mu­
jer de la pieza inmediata, el humo flotando adentro del es­
tómago, la incapacidad de dejar ese diario, empujar las co­
bijas y ser una única cosa entre todas, elegir, morirse de
risa del resto.
Dos días con sus noches atrás de la posible influencia
de cierto concejal; por último en una mesa del bar de Villa
Urquiza con el cuerpo de Santana reconociendo el fracaso.
Al pasar la puerta había hecho un mínimo gesto de dete­
nerse, de volver atrás. Por ese motivo una vez sentados se­
guía preguntándoselo con la mirada aunque Santana resis­
tiera de perfil y las piernas cruzadas fuera de la mesa. Eran
cuatro vueltos constantemente hacia ellos; a causa de la
hora no quedaba más que el dueño ocupado en la máquina
de express. Santana dijo como para sí: “me llama la tribu”,
y sólo al verlo levantarse y caminar en dirección a la mesa
de los cuatro pudo empezar a comprenderlo. De improviso
uno de ellos fue a pararse de espaldas con un hombro apo­
yado en el marco de la puerta, llevaba una imborrable cam­
pera de cuero marrón resquebrajada en las mangas. Un gri­
to solo o más bien la intensidad de una orden y en seguida,
sin poder distinguir una cosa de la otra, las dos rayas de
sangre sobre el labio superior de Santana. Él corrió hasta
allí en el momento en que caía contra una silla y pretendió
levantarlo, pero Santana saltó sobre el de la bufanda quizá
para matarlo, para que desapareciera de adelante. Todo en
un mínimo de tiempo, todo extraño y fuera del alcance, no
una película sino una sucesión de cuadros sin orden, mejor
con un orden infinitamente inaferrable para él hasta que
por bu parte pretendió dirigir una mano y el de la campera
lo arrinconaba contra la pared, desde adentro del brazo, se-
xniasfixiado en el centro, vio cómo le pegaban de atrás, lo
insultaban de que era el principio, le pateaban la boca, lo
volvían a levantar entre los tres, se lo disputaban entre los
tres parándolo lo mismo que a un muñeco contra el mos­
trador, el ruido de la carne del muñeco, en los mismos se­
gundos también el ruido de los huesos, el resto de voz en
Santana para maldecirlos con un idéntico lenguaje, un solo
lenguaje y la sonrisa inmediata arriba del cuero, entre las
gotas de sudor, el dueño del bar a los gritos por el teléfono
y los cuatro dando los últimos toques, saltando después so­
bre las sillas caídas hasta perderse en la calle.
Apenas encontró fuerzas para levantarlo y Santana que
renunciaba a dejarse caer en una silla; le dijo más o me­
nos: “yo no puedo andar en estas cosas, sacame en seguida
de aquí”, y él soportó el peso del cuerpo, la proximidad re­
pentina que lo sobrepasaba. Pudo al fin pasarle un brazo
por sus hombros mientras sentía el calor pegajoso de la
sangre en las manos, en la cara, veía las marcas de sangre
en la madera tallada de la mesa. Una vez afuera camina­
ron con mucha lentitud cambiando de calle en cada esquina
para que la policía les perdiera la pista, en una plaza inme­
diata a la vía, Santana dejó que le limpiara la cara con un
pañuelo humedecido. Después se volvió por primera vez sin
apoyo, estuvo tambaleando sobre el césped quizá con la úni­
ca intención de probarse.
¿Recordás? Llevaba una camisa a rayas azules, una tela
adhesiva en la frente y sin darse cuenta escondía parte de
la cara entre las solapas del impermeable. Era un día gris,
de los sucios, con el hollín como un techo y pasó a bus­
carte por la pieza del Petit Hotel. Ni una sola palabra du­
rante el viaje en taxi hasta Constitución, sólo te dijo cuando
le llevabas la valija por el hall que se iba para el sur; no
aclaró nada, simplemente que en el mismo momento en que
Matilde cayó presa tendría que haberse decidido por ese
viaje: una temporada, allá también había mujeres y uno, si
eso no anda, puede tentar otra clase de cosas. Vos com­
prendías con toda claridad que había pasado a buscarte,
que eras el único mientras descansabas de la valija junto a
la boletería. Entonces ya le hubieras hablado sobre la vida
muy breve, las atribuciones del Adivino; hubieras desarro­
llado aquello por de más impreciso de que la gente que se
separa elige empezar a morirse. Tus más tímidas ideas so­
bre la necesidad de agarrarse de algo, que se quedara igual
y se agarraran juntos porque desde la infancia que no po­
días resistir esos finales, dos que dejan de verse como si se
fueran a dormir a piezas diferentes y tuvieran trescientos
años para los reencuentros casuales, los mínimos actos du­
rante los trescientos años para entonces aparecer al mismo
tiempo en esa esquina, en ese colectivo al atardecer, levan­
tar al mismo tiempo los brazos y seguir sintiendo exacta­
mente lo de antes. Una hora y veinte minutos sentados en
la confitería de Constitución con la valija abajo de la silla,
sólo los dos paquetes de cigarrillos por delante. ¿Recordás?
Se iba algo tuyo, te ibas al sur adentro de un impermeable
y con la cara hinchada: esa visible dificultad al caminar.
Te acomodabas después del lado de la ventanilla sin saber
qué decir y con una larguísima tradición de no permitirse
lloriquear o lamentarse, te quedabas abajo, en el andén, mi­
rando hacia el arco de la luz, el humo de la máquina y un
diálogo cuchicheado por viejos tres ventanillas después. Te
quedabas a esperar el retorno de una mujer con ojos claros
entre las cuatro paredes de un hotel y Santana de golpe que
dijo: “largá, si querés, es difícil”, y estabas seguro, comple­
tamente seguro de que él nunca se había permitido decirlo.
Le pasaste la valija por la ventanilla, la agarraste desde
adentro con la tela adhesiva cruzándote la frente y lo viste
pasar una primera vez a no más de dos metros de vos, te
viste sacar un único instante aquel brazo con el puño de la
camisa a rayas azules, te hubieras sentado por los trescien­
tos años restantes en el medio del andén — no escuchar, no
dar crédito al tumulto — , sin moverte nunca más del andén
mirando irte, y el brazo, y en seguida el furgón cubierto de
tierra que parecía desarmarse.
xvni

Santana se fue solo al sur. Desde el mismo momento en


que el tren crujió y anduvo unos metros hacia atrás — la
vieja siempre abajo, a los saltitos, sin soltar la otra mano—,
él empezó a imaginarlo, a verlo solo en el vagón vacío con
la tela adhesiva contra el vidrio de la ventanilla mirando in­
diferentemente las vacas, incómodo y sin cambiar de posi­
ción debido a los dolores lentos por el paso de la tribu. Des­
de esa misma tarde en las escaleras de Constitución, empu­
jado por la gente, sintió que se transformaba en una idea
central, algo confusa y sin cambios que en forma si se quie­
re imperceptible dominaría también los años sucesivos. Sin
la menor noticia de la suerte de Irene, con el rondar de Fe­
derico cambiando voces detrás de la puerta, lo imaginaba
por asalto, lo ponía otra vez en movimiento a partir de la
estación ferroviaria de película de cow-boys, siempre solo,
siempre obstinándose contra el viento, el pueblo de paredes
blancas del sur: Santana con la valija chica y la cara mora­
da, casi un rengo metido en el impermeable nuevo por la
calle central, un rengo desconfiado de todo y de todos; en
seguida por la vereda contraria sin haber sido tentado por
ninguna puerta o cartel o color de cortinas en las ventanas,
sin llegar nunca a decidirse y deteniéndose en la primera es­
quina donde no aparecería nadie para sólo entonces la vali­
ja al suelo y un cigarrillo en el resplandor, su largamente
disimulada imposibilidad de hablar con los extraños, sentir­
se libre, que aquello, por una primera vez, no fuera el in­
evitable principio: o yo o el otro, mi soledad después que
no es ni siquiera mi soledad porque nunca me permitiría
esa clase de extremos.

&Q
Irene presa y Santana al verdadero sur, los últimos pe­
sos entre los tirantes del armario y la mayor parte del tiem­
po echado en la cama sin precisar una idea hasta que in­
vadían las luces del cartel de Cinzano. Federico le llevaba
el diario de la tarde y él con los ojos cerrados para que se
fuera: sin confesadas razones, tendía a detenerse en la pá­
gina de las noticias de policía. Era el espacio agreste entre
dos recuerdos, la postergación, lo que mucho más tarde es­
cribiría: figuras muy torpes de yeso con reminiscencias del
doctor Caligari.
Cada anochecer a la calle más bien por necesidad de co­
mida. en forma indefectible viéndose en las vidrieras sin
voluntad para detenerse, un color de pelo entre la gente, tu
inolvidable sonrisa en el puente de Brooklyn. Y siempre
atraído por el paso de alguna mujer, y se veía en las mismas
vidrieras inventándose una vida si cualquiera de ellas lo de­
jaba seguir hablando al acercarse, una vez más era todo me­
nos el abandono en la pieza y los tacos posibles en la esca­
lera, alguien ocupado en virtudes secretas que lo dejaban
indefenso al volver con aquel cansancio, la ropa arrugada
hasta que abría despacio, hasta las luces del cartel sobre la
única cama deshecha.
Una noche, tal vez por decisión repentina, no sólo llegó
frente a la puerta de la pensión de Libertad sino que se
atrevió a golpear: la euforia de Eliseo echando alcohol de
quemar en el calentador para excursiones y al rato con el
primer acto de su tragedia reiniciada donde los personajes
se referían por momentos al arte o la estupidez humana
mezclándose con el ruido de la bombilla, la foto combada
del actor, el gato que se iría una mañana nublada por no
aguantar más el descuido. Y ya cerca del final, de cara a
los estantes para elegir un libro, reconoció de pronto que
desde mucho tiempo atrás deseaba retornar a esas cosas.
Eliseo que seguía con sus clásicos, con la cultura como es­
tado natural y los pésimos cigarrillos negros. Cada tanto él
respondía que sí con la cabeza y al sentir el libro del filó­
sofo en el sobaco recuperaba cierto instante perfecto.
Todavía acostado entre las migas del desayuno, llegó de
un tirón a la última página y estuvo con el libro entre las
manos como quien termina de triunfar en una competencia,
corrió en seguida por Libertad y al encontrar el candado se
pasó más de dos horas en la escalera. No bien tuvo enfrente
a Elíseo le hizo todas las preguntas sobre la alternativa de
iniciarse; se llevó en trueque la necesidad de tener cautela
junto con ese sucio ejemplar con la mayoría de las páginas
subrayadas en tinta.
Debió ocurrir más o menos en los preliminares del ca­
ballo de Troya. Estaba acodado en el ángulo de la cómoda
procurando descubrirle el encanto cuando vio entrar final­
mente a Irene y no supo alegrarse; le pasaría en muchas
oportunidades después, alguien que tira para abajo, que re­
siste, que carece de método para la alegría. Tieso, con la
mano sobre el libro abierto, la miraría sin asombro. Por su
parte Irene fue a sentarse en el borde de la cama igual que
si terminaran unos pocos minutos de ausencia y hasta estu­
vieran fatigados de verse; se sentó sin ruidos, paseaba los
ojos muy chicos por las paredes recuperadas. El pelo pare­
cido a la estopa y los zapatos cubiertos de tierra; al fin dijo:
“hubieras venido a visitarme”, y se dejó caer para atrás sin
esperar respuesta y dormía profundamente. Desde entonces,
con absoluta naturalidad, ni pensó en la pieza de Eliseo, en
las líneas escritas en una hoja de cuaderno que a mediano­
che tuvo que prestarle Federico, incluso el único ejemplar
fue guardado en la mesita de noche con un calzador en el
caballo de Troya.
Se hacía dificultoso reconocer a Irene en esa pronuncia­
da lentitud de movimientos; no estás, no tengo nada que
hacer por vos. Al tercer día de su regreso tampoco se mo­
vió de la cama; él aprovechó los indicios para quejarse de
la situación sin mirarla a los ojos. Entonces provocó un mo­
tivo cualquiera de desacuerdo y después de cerrar la puerta
con doble llave, de tirar la llave contra el piso, probó em­
pezar a pegarle dentro del más absoluto silencio. Santana
decía que estos métodos demostraban la desesperación y n o
conducían a nada: lo mismo la levantó con esfuerzo aba­
rrándola del pelo, hizo otra pausa limitada a la expresión
de la boca, infinidad de veces a media voz y con la nariz
en su aliento que debía volver a la calle, de improviso el ri­
dículo y la empujó en dirección a los rincones, siguió pe­
gándole en la cara mientras descubría un ritmo en eso aun­
que ella sin moverse del último sitio donde la había dejado,
ella con gemidos de mujer muy vieja, que finalmente no
debió soportar más ahí observada, se echó sobre la cama,
parecía dormir y mientras tanto, a medida que pasaban los
minutos, podía esperarse cualquier resultado con las palmas
ardiendo dentro de los bolsillos del pantalón hasta que se
levantaba y le pedía la plancha a Federico, en el ínterin col­
gaba el mejor vestido en la ranura de la persiana, junto a él
y con la cabeza baja para meterse en el baño, desde aden­
tro del baño, igual que la primera tarde, cantaba la misma
o una canción parecida, bajo el ruido de la ducha lo llama­
ba como antes, con una idéntica fluidez repetía su nombre
como antes.
No pasaron más que quince días y estuvo saldada la
deuda con Federico, cambiaron de ropa, hicieron planes de
viajar al mar en cuanto fuera más evidente el verano. Algu­
nos sábados o domingos por la noche él iba solo a los clubes
de baile con la finalidad de no abandonar el prestigio, se
conmovía bailando, habrá llegado a verte a vos, Clara, des­
de muy lejos, pero todavía un resto de valor, tu vestido a
lunares y el pelo negro, tu atención para mirarlos a todos
y decidirte equitativamente a brindarles el bien, ese perfu­
me a desodorante.

Un vidrio sucio por el que cada tanto paso la mano, la


sinceridad como una virgen entre las dos reproducciones de
Miró donde también me recosté para que me ayudaran a
pasarla: veo al de esos años, la superestructura, el de las
plazas a la mañana sin haber dormido y jugado por el he­
cho de vivir, de resolver entregarse. Hoy me escucho lo
mismo que a esos discos de jazz que últimamente agarran y
no sueltan, un viejo tema si querés remanido, un tema que
reconocemos en cuanto aparece un acorde y la obstinación
en traerlo, destruirlo con este amor imperecedero, con esa
dificultad de solista que no escucha bien lo que suelta su
cuerpo o escucha otra cosa, no lo que vos me escuchabas,
Clara, mi cabeza repercutiendo el tema roto para lo impre­
visible, para que nos alcance de una vez lo imprevisible y
aquella ternura que sé pusiste y me dejó también lleno de
debilidades, de recuerdos terribles. Veo el tiro que me di
con los pies en el barro chirle de Núñez o en Isla Maciel
pegado a esa guitarra, el tiro que recorrió todo el cuerpo,
que fue destrozado lentamente en los conductos y salió mu­
cho después en palabras sobre vos, sobre mí recostado en el
diván no más de medio metro delante del que calla y me
acerca la esponja para el vidrio y se va a morir igual dentro
de poco, de muy poco: un vidrio sucio desde donde al acer­
carme perdono no haber recorrido todos los caminos del
mundo, no haber cazado fieras, las claves, el descubridor
de tesoros donde ya jugaban los chicos; me pasaron una
mano por el lomo, escuchá: me pasaron una mano por el
lomo y salí a esa plaza de que hablo, fue unos pocos días
antes del viaje a Uruguay y resultó chica la literatura aun­
que de eso nadie podrá negar a enterarse, caminaba sobre
el pasto en la Argentina con los poros abiertos un poco an­
tes de las once de la mañana, tenía un hijo con vos, un pa­
sado con golpes y estupideces desde mucho antes: “ellos,
me parece verlos, como si estuvieran para siempre fuera de
mí”, caminaba en una ciudad de la Argentina lejos del mar
y de los negros morfinómanos con la epopeya, casi nos fal­
taba una epopeya, sin embargo toqué esa flor que era tam­
bién una metáfora, miré esa pareja en el banco del sol y la
nada que te hace estar cuarenta años entre libros y te arru­
ga la frente, no sé, nunca había experimentado algo pare-
cido y tu mano chica que muchas veces me hizo bien
la mía que te habrá hecho bien.
A causa del gerente de banco al que atendía una vez a
la semana, Irene no había vuelto a dormir esa noche y
cuando lo despertaron los golpes en el vidrio tuvo que le­
vantarse a tientas entre la ropa tirada por el piso. Casi tres
meses sin aparecer por la pensión de Libertad y de repente
Eliseo que ni saluda, que le tiende un diario de la mañana
doblado en cuatro y va a pararse de espaldas al desorden
como si fuera posible mirar entre las cortinas. Recuadrado
con tinta alcanza a leer Ignacio Santana, de treinta y cuatro
años, muerto después de un largo tiroteo en Bahía Blanca
—*Eliseo debió comprenderlo porque desapareció sin acor­
darse de la puerta.
En resumidas cuentas, lo sabía desde mucho antes, un
poco el Adivino frente a la misma noticia en medio del an­
dén de Constitución, la imposibilidad de adelantársela al
otro sentado de la ventanilla aunque en un todo de acuer­
do, ya lo tendría decidido y no pensaba renunciar, que el
tren se pusiera en marcha, ese simple hecho del tren en
marcha y el brazo nada más afuera de la ventanilla. Levan­
tó una corbata, fue a pasar un dedo por el espejo: el repe­
tido juego de acosarse a sí mismo, de no estar convencido
del todo pero igual abrir la puerta del ropero, meterse con
medio cuerpo adentro y llorar abrazado al perfume agrio
de los vestidos de Irene, la acumulación sistemática de to­
das las veces el incapaz y las imágenes desmedidamente im­
precisas, sin relación la mariposa en el álbum y el furgón en
la luz, una pieza sin muebles que se multiplicaba y repetía,
cierta d e s c o n o c id a inhabilidad para encontrarles un orden
sabiendo de antemano que con el orden no basta, sólo la
maldita conciencia de estar llorando con todas las fuerzas
la boca tapada por el jersey con medio cuerpo adentro de
un ropero, asfixiado hasta que bastante después insistían en
sacarlo y tal vez dejó de ofrecer esa última resistencia lo
sentaron en el borde de la cama con la cara oculta entre las
manos. Hubiera sido posible afirmar que ahora lloraba por
el miedo absurdo de Federico quieto junto a él acaricián­
dole a ras del pelo la cabeza, por otra parte con el mismo
miedo de todos, el propio, incluso el de Santana cubierto
por las hojas de un diario en el sur, Federico igual que to­
dos en la humedad insoportable de la pieza con espejo em­
pañado procurando que siga con lo suyo pero un poquito
la cabeza en la curva de la barriga, sus débiles palabras de
consuelo tragadas por la agitación, cansado, un poco triste,
él también con la inconfundible fatiga de viejo especialista
en carreras de aliento.
Poco a poco pudo librarse y acaso para experimentar
le leyó en voz alta la noticia. Se produjo un diálogo breve
que no agregaba nada, su cara llena de manchas rojas en el
espejo del baño. Allí mismo, mirándose a los ojos hincha­
dos lo decidió, y desde allí lo dijo para probarse, dijo que
lo ayudara con la ropa.
Atrás Federico lamentándose porque el otro parte hacia
la guerra, toda la plata y apenas veía los escalones con los
brazos colmados. En la vereda llamaron un taxi al mismo
tiempo. Levantó el último zapato antes de cerrar la puerta:
esos segundos con el chófer dado vuelta en el asiento, la
cara de Federico desfigurada contra el vidrio.
Resultó una pieza compartida que a diferencia de mu­
chas otras nunca pudo transformarse en algo diferente:
“tendrá un compañero, un hombre correcto” , y respiró la
evidente falta de cúre por la ventana con cortinas floreadas,
un fragmento de patio, la pared inmediata y manchada de
hollín. El hombre correcto tenía una estampita de San Ca­
yetano y la espiga atadas con una cinta muy sucia al trave­
sano de la cama, un frasco gigante de gomina sobre una ra­
dio antigua y no volvía hasta la noche. Nunca, en todo el
resto de su vida, esperaría con tanta ansiedad a un hombre
como lo hizo en esa ocasión. Se tendió en la cama con el
saco puesto, estuvo resistiendo un largo rato a la imagen de
Irene detenida en el acto de subir la escalera del Petit H o­
tel; después se relajó bajo el techo altísimo con una guarda
en el límite del cielorraso, debió pensar en sí mismo allí,
cruzó las piernas para sentir su cuerpo en esa cama, con el
Adivino que nuevamente, como siempre en los momentos
básicos, optaba por su zona de mar aunque él no conociera
todavía el mar, se sentaba en la arena, solo bajo el sol, ol­
vidado de todo.
Tantas veces recordarías esa pieza, esa otra cama, esa
radio antigua. ¿Qué harías ahora, pobre loco con una vida
posible que no alteraría nada, que ya otros tendrían escrita?
Renunciabas por primera vez a algo pero con tanta insegu­
ridad, elegías tímidamente empezar no sabías qué y te ha­
bían dado una toalla y te habían enseñado el camino del
baño. ¿Qué pensabas que llegarías a pensar de todo aque­
llo, eras tímido, eras estúpido, te restaban razones para vi­
vir así flaco y los zapatos puntiagudos y la famosa manera
de bailar? De nuevo te picaban los ojos, podías ver el lomo
de ese libro, ese único libro junto a vos, apoyado en la al­
mohada. El tango también había terminado por cansarte,
días en que hasta te daba risa y las putas que ya no tapa­
ban las goteras; lo cierto es que siempre habías sentido una
última vergüenza y si se cruzaba algún conocido de la fami­
lia ya no eras el’ mismo, los traicionabas a todos, cada uno
por parte, no te habías entregado y Santana siempre debió
presentirlo, no te jugabas hasta el final en eso, otra piel que
ni sabías, el curioso, como una noche te había llamado la
Polaca. ¿Qué harías ahora sin la más remota idea de mo­
verte, de abandonar esa ciudad? Renunciabas de golpe pero
con tanta ausencia de aplomo, llorabas a un extraño muer­
to a tiros en el sur. ¿Querrías permanecer de ese lado, vol­
ver al guardapolvo impecable y la bandera en las fiestas?
an
Tu padre había muerto sin jubilarse, dejaba sonetos escri­
tos en la cocina, los aumentos, tu madre siempre en un ba­
rrio de casas bajas recordándolo en la punta de un pañuelo
durante las reuniones familiares. ¿Qué pasaría si un domin­
go fueras a almorzar con Irene y él viviera y mamá prepa­
rara los ñoquis y vos sin resistir los cigarrillos nacionales?
En todo caso podrías dedicarte al teatro, a la política, com­
prarte un violín a plazos en Casa América. Te veías en­
trando al normal, el viejo director que te recibía llorando
por el sentido del reencuentro, las puertas de par en par y
la vida vencida, sin interrogantes, ahora sí, ahora mi desti­
no. ¿Y la vida muy breve, y la invariable idea de la muerte
que descubriste una noche para siempre bajo la enredadera
del patio mientras todos dormían? Tú insignificante hábito
de la nada, querido, tus dedos finalmente manchados de ni­
cotina diez años después en una pensión de Congreso, otra
vez el principio vestido e intacto, con el mismo corazón y
la misma amargura esperando la llegada del primer compa­
ñero de pieza para que no sospeche o pueda conocerte la
voz, sin saber otra cosa fuera de que todo estaba dicho y
vivido pero no te era suficiente, tu abuelo todavía hoy po­
día contar torciendo la boca que de muchacho no había
faltado una noche al quilombo y en los bares de la ciudad
a los que te asomaste desde muy chiquito, hombres muy
grandes seguían con los massé en el centro de un velorio
apoyados suavemente con el culo en la baranda. Cada tanto
un disco repetía Buenos Aires o la manera de irte sin que
mediaran sospechas, crecía una especie de vaho por todos
los rincones, Lepera en París, por todos los rincones la
misma imperecedera desconfianza. ¿Qué elegirías otra vez
de vuelta y la libreta de cheques sin fondo: filatelia, una
muchacha buena para contárselo después a los nietos; te
harías matar en el sur? Los clásicos, mi estimado Eliseo,
los hombres sabios o el Anticristo en una pocilga con un
actor espiritista; cómo ganar amigos en pocas semanas,
cómo amar el deporte. Tantas veces recordarías esa pieza,
una veleta desesperada o vos adentro con todo dicho a la
espera del hombre correcto, del posible cajero de banco
que llega por la noche y duerme sin molestar a nadie; había
cierta última veleidad en el aire, cierta nostalgia de un lu­
gar más justo. ¿Qué cosas podrían ofrecerte flaco y virgen
en una pensión de Congreso con plata para no más de dos
semanas y todo en la silla, a los pies de la cama? Tus tres
o cuatro recuerdos desnudos, desolados, tres o cuatro re­
cuerdos de años como meses, un libro, esa otra cama, esa
radio antigua.

Siempre, inalterablemente, permanecería en el mismo


lugar, con esa idéntica luz que era o la claridad a raudales
del mediodía de verano o la única lamparita amarilla por
la noche: una mesa hecha con caballetes y tablas irregula­
res cubiertas por el hule a todo lo largo de la galería, pan
viejo tostado. Cerca del correntino que hacía un ruido in­
fernal con la sopa luchó largamente contra la arcada sobre
el guiso de arroz empastado. De la pieza de enfrente salió
un hombre viejo, que rengueaba, y se hizo un coro para sa­
ludarlo. Las ocho en un reloj de pared y a los postres — la
banana con los cubiertos bajo la mirada de todos — llega­
ron las primeras preguntas desde el sector de los más acos­
tumbrados a la casa. Respondió con algunas contradiccio­
nes no muy evidentes, se levantó entre los primeros. El
baño grande, azulejos hasta la mitad de la pared y todavía
el vapor de agua, un atado de ropa interior olvidado: sobre
la tabla evitando el vómito, observándose desde años futu­
ros, también indecisos, también ellos con otros años futuros
desde donde podía observarse detalladamente al melancó­
lico.
Lo natural, lo lógico sería reconocer que la Polaca no
estaba demasiado lejos de la verdad cuando algunas muy
contadas veces yo la dejaba y ella me decía que nunca hu­
bieras servido para otra cosa, que a eso se reducía todo,
que si te faltaba una mujer en la calle te faltaba el aire,
eras un enfermo de leucemia, un náufrago. Porque acaso
quién de los dos de afuera se atrevería a negar que debiste
saberlo desde el principio, desde el mismo minuto en que
te salió el gallego dejaste de ignorar lo que te esperaba en
el sur — a qué las dudas, a qué todavía el temor a nom­
brarlo. Ni consultaste a nadie, ni corriste el riesgo de bara­
jar, de darlo vuelta y reírte; justamente vos sin un mínimo
de tiempo entre una cosa y la otra, sin astucia, un pavo.
Entraste a mi pieza del Petit Hotel con la valija y el imper­
meable, esperaste sin aceptar la silla a que me vistiera y era
del todo evidente que ya te habías largado del tren, se te
veía en la cara, ya buscabas con los ojos, ya andabas bus­
cando algo bien de acá por la calle seguramente central de
Bahía Blanca. Te pienso en el primer cuerpo a cuerpo con
el primer tomo de la universal de Wells que te pasó Eliseo,
los aforismos de La Rochefoucauld buscándote como yo
había buscado mi casa en el mapamundi de la primaria, tu
infancia que siempre imaginé callada en la quinta de Saa-
vedra con la barra de Tornasol jugándose a la raya el pu­
chero de cola que se cocinaba despacito debajo de los ár­
boles. ¿Qué te llevaste de mí al sur, Santana? ¿Qué parte
mía indecisa, almidonada, se fue en sangre con vos en el
sur? Me quedó sin embargo tu trote hasta los taxis, prime­
ro el humo y después el trago y sólo después sacar el humo,
si es otoño mejor, si hay sol en la vereda mejor; me quedó
lo que nunca pudiste expresar, tu culpa, la ignorada, los
limones exprimidos de espaldas al amanecer por Triunvira­
to. Te faltaba el aire, un náufrago. Y me pregunté hasta el
cansancio después de instalado en la pensión de Congreso,
ya decidido a borrarte: ¿para qué ese revólver que te ha­
brán pasado por abajo de la mesa en el bar de marineros y
casi seguro te deformaría el saco, para qué la epopeya? Un
lugarcito y los Chester, un tango por la noche como si no
te gustara bailarlo — siempre negaste inútilmente que te
gustara — , los trajes claros y las medias del mismo color
que las corbatas. ¿Para qué esos tipos con espaldas anchas
y el cigarrillo en los labios? Se hubiera desmayado de risa
la Polaca con sólo escuchar lo del contrabandista. La bus­
caste en el sur; vos sí que la tenías adentro, te comía en la
mano, se quedaba a esperarte en los rincones: habrás muer­
to convencido de que esos hijos de puta tiraban contra vos,
la síntesis (sería temprano y adonde metido en un imper­
meable lejos del hoyo y de las ventanas empaquetadas), ésa
debió ser la única síntesis: ellos adelante sin dejarte probar,
ellos empecinados contra vos, Santana, que te lo demos­
traban.
La pensión de Congreso esquivando cada noche el re­
miendo de la sábana de abajo, formas apenas reconocibles,
alguien que cada tanto camina por la galería, que tose; todo
en su sitio original agregado el ronquido del compañero de
pieza. Un cigarrillo adentro de las cobijas por temor a mo­
lestarlo, el humo contra la brasa que ilumina el desorden,
los dos roperos frente a frente y el juego del final de la tar­
de con los espejos desarrollando una pieza imposible.
Después, cada mediodía, la misma dificultad para le­
vantarse, los sueños dudosos que lo dejaban descifrando
contra los barrotes de la cabecera. Salía a la calle con el
último bocado de la comida tibia, se rezagaba en cualquier
esquina: una mujer muy despacio, un libro que le permitie­
ra abandonarse. A la mujer creyó encontrarla pasado el
mediodía en una librería de viejo, tenía los zapatos gasta­
dos con la punta hacia arriba, el pelo revuelto, tenía un
modo muy especial de ignorarlo mientras hojeaba ese libro
y él al costado para sentirla cerca. Unas horas más tarde
ella le confesaría que en realidad lo había visto aproximar­
se, que los chicos que cargan el aire de electricidad, que
Rimbaud. Él con el libro de ocultismo y ella que rodea la
mesa de saldos: cuando la tiene de frente son las manchas
en el suéter gris, los labios paspados. En la esquina de la
librería, un poco antes a que la alcanzara del todo, aquel
“quiero tomar café”,, y el reservado con aserrín en el piso
y los manteles a cuadros, ella administrando el pelo sobre
los ojos y la sonrisa desde allí por la ocurrencia, lo tenta­
ba, quería que la iniciara en la causa. “¿Qué haces?”, dijo
sumergida en la cartera y él le hubiera hecho una síntesis
de su vida real hasta ese mismo momento en que los sepa­
raba la mesa y lo entristecía la distancia, que justamente
por eso en cualquier parte, la lentitud del tiempo — más
tarde, solo en la pieza, llegaría a parecerle mentira la since­
ridad, los vestigios de la derrota. Salieron del reservado, él
detrás, para mirarla, y caminaron mucho por el Centro y
ella que guiaba hablándole de Roma ciudad abierta y que
eran hijos de la paz; las mismas palabras para responderle
y cuando pudo agregó una improvisada noción de poesía
que la hizo sonreír — la poesía, el bien— , la escuchaba
volver al desarrollo de la historia de los camalotes que ella
había iniciado al llegar a Florida y él siempre tentado a
llevarla del hombro: “esta calle, un río para mí”, era ella
la que contaba con sus silencios y parecía estar sola, la que
se iría sin nada de él porque lo único que tenía para ella
era ese caminar arriba de zancos esquivando la gente y per­
derla y volver a encontrarla, ella sin interrumpirse con su
voz que se arrastra, que sería invencible. Entraron a una
exposición, él siempre detrás sintiendo que todos los miran,
que comprenden que no puede ser y sólo espera salir para
tenerla cerca, perderla detrás de una espalda y recobrar en
seguida sus palabras, reconstruía trabajosamente lo del ca-
malote que cada tanto se agarra a un tronco y sigue, la pa­
labra destino revitalizada, otra cosa después del tiempo de
desprestigio a partir de aquel recreo irrepetible en el nor­
mal del Once: “somos livianos, nos arrastra la corriente”,
en ese tono que seguía sin necesitar para nada de él, ella
escuchándose como quien ensaya la seducción de un pue­
blo, feliz al escucharse y él ese tronco cubierto de verdín en
el agua ilustre de Florida sabiendo que tenderá a despren­
derse aunque siga hasta plaza San Martín y una vez allí
hable hacia las tipas de la soledad en Kafka o el informa-
lismo en Witoomb, para él que la escuchaba y por última
vez no puede responderle, la observará irse con el pelo re­
vuelto, esos dos marineros que la silbaban desde un banco.
A la tarde del otro día la esperó inútilmente en el fon-
do del bar de Viamonte. En esas dos horas decidió muchas
cosas, decidió ser otro, sin grandes frases presentir el cam­
bio — la inaudita vaguedad del principio —, que todo fue­
ra a partir de esa mesa, que un día de fe después de un ba­
rroco para fagot, anegado, pudiera nombrarte a vos, Clara,
esa mesa, en el fondo de un bar, a partir de esa ausencia.
Por la noche reapareció en la pieza de Eliseo, estuvo acom­
pañando al actor que destrozaba un pan tirado en la cama
y en cuanto llegó el filósofo le pidió hablar a solas, salie­
ron, lo fue llevando hasta un banco de plaza Lavalle. Pudo
sacarle quince o veinte títulos para la lista que escribió so­
bre la falda, en una hoja de diario levantada del suelo para
no perder un solo minuto. Después entraron juntos a una
librería y tuvo urgencia en irse, en llegar a la pensión y el
velador envuelto en papel madera, las páginas despegadas
con un cuchillo de postre, la seña para el primer cañonazo.
En la radio antigua del compañero de pieza, cuando no
cabían sobresaltos, buscaba a Beethoven y era un poco la
conquista espiritual en el manual de sexto, el misionero de
pie con el violín y los indios idiotizados en cuclillas. La pri­
mera cuarteta a la soledad, los años grises. Tenía en su po­
der dos tomos de Nietzsche manoseados por Eliseo, los pro­
nósticos de las carreras para ese mismo sábado terminar
con la estrechez económica, meterse a saco en las librerías
de Corrientes. Se quedó hasta mucho más tarde sentado en
la tribuna de Palermo sobre remolinos de papeles y con
monedas en el bolsillo, allí decidió cambiar el reloj de pul­
sera por un reloj despertador. El martes por la mañana es­
peró su turno frente a la puerta del baño de la pensión, se
afeitó achuchado. Otra vez en la pieza pudo agregar unas
líneas en el cuaderno de las reflexiones. Consiguió un corre­
taje de artículos para el hogar, empezó al mismo tiempo
una larga novela donde el artista era condenado a un corre­
taje de artículos para el hogar.
In e s p e ra d a m e n te , s in que el a c to r p u d ie ra e x p lic a rlo
m ás que en la a u s e n c ia de su ra d io y u n tra je que acaba-
ban de traerle de la tintorería, Eliseo desapareció de Liber­
tad sin dejar rastros visibles. A partir del día siguiente to­
das las tardes tocando timbres en la zona de Ramos Mejía,
de regreso se encerraba en la pensión a leer, lo confundía
todo, escribía ideas y asistía al teatro, sin mujer y alguna
que otra débil alusión a los fines.
Un sábado a la noche después de ocultarse en la pieza
con los ojos hinchados de llorar en el cine, romper en pe­
dazos muy chicos las páginas de la novela y prenderles fue­
go amontonadas en el bidé. Había algo de consigna en eso,
un Adivino parsimonioso que disponía los últimos detalles
para festejar el contraste: pidió la plancha, se lustró con
detenimiento los zapatos. Si se quiere una imagen previa,
una alusión que siempre se cumplía con las mismas carac­
terísticas: ese empuje tuyo hacia delante con los brazos dis­
puestos, cierto pararte en las puntas de los pies para el tan­
go. Ahora, aunque todo se pareciera a lo de antes, ya no
creía en ese colectivo con pocos pasajeros a las doce de la
noche, en la camisa blanca. Se oponía, nunca encontró otra
forma. Unas horas antes había llorado durante toda la pe­
lícula que no lo justificaba; en la pieza, al abrir por asalto
la carpeta, los papeles tampoco resistieron: un bulto repen­
tino detrás de la oreja, una enfermedad incurable. Entró al
social de Caballito sin la menor intención de que lo recono­
cieran, solo en un rincón para no contestar a nadie. No eras
alta y seguían arremolinándose frente a vos en cuanto ame­
nazaba la música. Una vez que respondiste sin mucha con­
vicción al movimiento de su cabeza, él cruzó despacio la
pista para pregustar y exagerarle ansiedad, se paró frente
a donde estabas sentada, era uno más y se hacía evidente
en la forma que tenías de acariciarte el vestido. A pesar de
todo levantaste primero los ojos y fue un instante, llegaron
tus brazos, te dejaste estar en los suyos y él con todo espe­
ró sin moverse, fuiste acomodando los pies entre sus pies,
apretaste la mano. El de los gemelos de plata y la seriedad
de los primeros tangos hablándote de a poco al oído para
que volvieras a ese mismo hueco sin pensarlo, aquel des­
precio por todo lo que nos concernía, me burlaba de mí
mismo hasta allí con el recuerdo de Arlt y estas pequeñas,
aborrecibles notas de mi carnet de condenado, me escucha­
bas, no comprendías del todo pero era la primera vez y te
quedaste a un costado conmigo sin bailar, yo que en otro
tiempo te había observado las piernas mientras girabas con
aquella convicción, yo con un pliegue de tu pollera entre
los dedos sin que te dieras cuenta venía a llevarte de allí,
de esa gente, necesitaba tu amor, Clara, la inenarrable idea
del amor para no hundirme con la pieza de Congreso y la
literatura, que creyeras, sacarte de abajo de ese toldo y el
disco de Benny Goodman y leerte en cambio A la sombra
de las muchachas en flor en el pasto de la General Paz, el
bien, la piel de tus manos para el redimido, para sobrevivir
en tu cuerpo, para llevarte conmigo a los cines y que me
ayudaras a creer en eso, no seguir loco, empezar a desen­
tenderme del pasado que entonces era un pasado y me
fruncía la frente; yo con vos, con tu espontaneidad para
creer, todo se reducía a un problema de fe entrando a Jas
librerías, yo leyéndote mis poemas rimados que te gustaron
tanto, un resquicio para desconocerme y hasta los avisos
del rotograbado de La Nación, nosotros dos y la confianza
que pusiste, tu día entero, la proximidad de tu cuerpo.

irrr
No sé de dónde el hábito a sentirlo todo en una sola
tarde, los tres años hasta antes de las doce de la noche y
nosotros solos, casi sin hablarnos, por una calle que en mí
debe corresponder a la zona del Bajo. Una única tarde in­
distinta en que las tantas piezas recorridas, los postigos tra­
bados, la falta de ventanas y el techo bajo, el techo a dos
aguas y los objetos con otras marcas de manos, siempre las
sábanas amarillentas o una frazada sola o una colcha des­
teñida para taparnos, los libros firmados por otros, los pu­
chos y el olor de los otros, todo se reduce y se funde, no
sale de un ocre sucio en Arles, de un olor a trapos en el
armario del altillo: me veo con las manos paralizadas en
los bordes de las solapas, vos que tironeás una punta del
papel floreado de las paredes a dos semanas del club social
de Caballito, un poco pálida y el vestido verde, que te gusta
esa pieza con el ruido del agua que cae en el water y la luz
roja sobre la cabecera de la cama, apenas apoyada con un
dedo y yo que te llamo desde la persiana sujeta con alam­
bre, por el único intersticio, sin atreverme a otra cosa, te
muestro el resplandor del río, la calle con adoquines irre­
gulares por la que caminan sin hablarse un hombre y una
mujer a la caída de la tarde.
Reconocería bastante después aquello de tirar de la
ropa, alentarte, de nunca una parecida dificultad para des­
vestirme. Aunque te fundieras al bailar, aunque el color de
los labios y los tacos altísimos no te habían dejado nada los
hombres; carecías de voz y yo más flaco que nunca, a tu
lado esperando una mano, mirándote sin que lo notaras
porque también costó que me cansara de mirarte. Estaría
allí acostado para limpiarme, para agradecer la proximidad
de tu cuerpo; sólo dos días atrás te contaba mi vida con
pequeñas desfiguraciones, alguna que otra entrada de luz y
la carta que después yo mismo te leí: mi idea del amor que
se transformó en tu idea del amor, un poco lo que nos es­
peraba, lo que fuiste aprendiendo sin saber que lo hacías
moviéndote a la primera insinuación, tu docilidad y la res­
piración contenida, una muerte mía insignificante en el sur
o páginas al viento. Fueron las formas puras de tu cuerpo
cuando corrías hasta el baño con la puerta entornada para
la penumbra, tu regreso furtivo y el frío, la espera que sólo
mucho más tarde nos reconocimos uno al otro boca arriba
y toda la ropa en la misma silla, tu risa difícil, la humedad
de tu aliento.
Hemos recorrido infinidad de piezas distintas, hay un
galpón en los fondos con ajos colgados del techo, la casilla
del Tigre y nadie entre los árboles, llaves que me pasaron,
linternas, hoteles como el de Hipólito Yrigoyen donde nos
reconocían al terminar la escalera. En las pausas yo empe­
cé a leerte mis papeles, los dos desnudos con una novela de
Faulkner en la piecita de tu compañera de escribanía du­
rante todo el invierno del segundo embarazo. Veces en que
te dormías escuchándome leer, mi euforia por Antonio Vi-
valdi en la radio de la pensión donde entrabas cuando to­
dos dormían y ni restos de plata para otra cosa, tus antici­
pos y al rato volver a vestirnos, yo hasta tu casa y de re­
greso escribiendo en el cuadernito que llevaba doblado en
el bolsillo trasero del pantalón, todo lo vivía para después,
era un fotógrafo, un infiltrado, ya te hablaría de mi pérdi­
da de la inocencia frente a todo lo que nos rodeaba y el en­
tusiasmo por la política en un país invadido, tu cuerpo que
escuchaba o se tendía a mi lado sobre la alfombra, en las
baldosas, cubiertos por mi sobretodo en el taller mecánico
de Villa Urquiza, siempre mis borradores y los libros sub­
rayados, el código de las llamadas y los signos, mi repetida
falta de trabajo y la pieza que me alquilaste cerca de tu
casa en un edificio en ruinas y venías con la comida en la
vianda para el atacado del mal, yo con mi desistido libro
de poemas que después del título te llevaste en la cartera,
y el desaliento, y Guillaume Apollinaire.
No sé de dónde el hábito a sentirlo todo en una sola
tarde, nada que lo corrija, que no soporte los límites. En
una sola tarde cambié mi cuerpo después del primer vera­
no juntos en la playa, las piernas demasiado largas y vos a
mi lado sin notarlo; fui a un gimnasio para cambiar, tres
veces por semana traspirado con el dolor en los músculos
para merecer la estrechez de tu cintura, los hombros altos.
Los dos cambiamos en todos los lugares que son una única
pieza: empezó tu voz como quien se lamenta o gime, te or­
dené cosas con la piel quemada por el sol, fuiste abriendo
los ojos, hablaste, yo sentía los músculos de los brazos y
encendimos las luces, te calzabas los zapatos y hasta los
rincones a buscar cosas inexistentes; en la pieza de aquel
idiota de los grabados te hice caer el pelo sobre la cara y
me acechaste toda la tarde, sentí confusamente que vos
también me usabas, que no eran suficientes las luces. Y vol­
ví a dejar otro trabajo a las escasas semanas de heroísmo
y venías todos los crepúsculos al edificio en ruinas, los ca­
pítulos de mi novela a dos espacios con margen para car­
peta, lo que ya no era posible confesarte.
Miro tu cuerpo, la ferocidad que ahora apenas le reco­
nozco, tu ropa interior descolorida. Dejo de leerte Adán
Buenosayres porque quiero aferrar un estímulo desde chi­
co, una imagen perdida, un giro. Con sólo mirar en tus
ojos arrojás el cinturón sobre la silla: es la tarde en la
amueblada de Bouchard, somos los dos con los últimos pe­
sos en los cineclubs, solos en las librerías, es mi cuerpo
ahora sin las marcas de las costillas y tus labios secos, esta­
mos en la amueblada de Bouchard o en la casilla del Tigre
calcinados y todavía insistiendo, venís hasta mí, te parás
enfrente, lo reconocés; estoy sentado en el hotel de Hipólito
Yrigoyen y abro las piernas y te quedás parada entre mis
piernas, puedo pedirte que sufras, que me saques en brazos
de allí, que me ayudes a no ser tan desdichado. Acaricio
tus manos que están por mi cabeza, acaricio el reverso de
tus rodillas y afuera de la ventana el río como zinc a la caí­
da de la. tarde, Thelma que puede subir por La escalera*
acerco mí cara, 5a apoyo contra tu cuerpo y son los otros
cuerpos eti el mismo minuto, en las sienes, los que hace
unas pocas semanas salí a buscar a la calle, a las exposicio­
nes, en los bares de estudiantes con papeles sobre la mesa
y la camisa abierta sin corbata; pude haberte pedido que las
quisieras a ellas también, que cultivaran una amistad serena
y se pusieran de acuerdo para las visitas de cada tanto jun­
tas porque siempre quedan cosas en común, tus buenas re­
laciones, vos y ellas hasta que cure y me decida a abando­
nar la cama antes del mediodía, que hablen de mí, reconoz­
can mis inofensivas costumbres, mis manías, Ja necesidad
de crecer y eJ odio inextinguible a Jas sábanas remendadas.
Siento la ferocidad de tu cuerpo en el zaguán de tu casa y
todo*, los tuyos en el fondo con la televisión, me arrodillo,
casi grítás y tuc; hermanas que busco de día y de noche, a
la salida de las academias, en Jas paradas de ómnibus, tu
cuerpo y el mío en una sola tarde indistinta, yo que pude
decirte que Jas dejaras entrar, dedicarse ellas también a las
pocas camisas — una pilita de camisas sobre la silla —, que
ahora te veo desvestirte o andar desnuda por la pieza en
ruinas, por eJ pasto del Tigre mientras leo para mí como
en esos últimos meses que precedieron a BanfieJd y siento
que ya nunca podrás entenderme, que no somos lo mismo
y resultaría urja historia interminable y yo para qué, mejor
tu rita, mejor Jai sencillez con que pedís que me desvista.
Mit p ie rn a en el aíre para que puedas tirar de Jas bota-
C ara , la m hm a que a partir de un andén tiznado
de üCetíro, con uri hijo mío dentro de Ja pañoleta, aprende­
ría a irte *ín que quedaran reservas, a ordenar tu desfigu­
rada vida *ín mí.
Thelma, la que salió en bata de dormir cuando tocaste
el timbre y te dejó junto a la puerta entornada desde don­
de comprobaste con toda claridad la forma de tratamos; yo
desde la cama escuchándola decirte que no debía por mi
salud pero que igual me esperaras en 3a confitería de la es­
quina. Thelma fue sacudirse de una larguísima modorra,
caer en la cuenta, que Santana volviera vivo del sur y que
entonces podía sobrevivir, no más el ridículo entre todo lo
que lo había rechazado, el mundo al que Elíseo apenas lo
dejó asomarse pero con aquella arrogancia que era la caja
de cigarrillos negros en el estante del ropero para que el fi­
lósofo la encontrara por azar; aunque no pareciera cierto
también se trataba de mi porvenir en la literatura: cuando
camino a la tarde pienso, es un suicida el que camina por
las calles abiertas de cara a las sensaciones. Eso era, un
griego: tres veces por semana al gimnasio, el resto acodado
entre la tierra de la Biblioteca Nacional, el profesor de
francés, el régimen naturista.
Por momentos me inquietaba la reacción que podría
provocarte ese vuelco: de pronto hago los paquetes de li­
bros pero vos sin nada que ver con la decisión (no se te ha
consultado, no se te pidió auxilio y corriste durante días y
hablaste con la gente y volviste con una noticia), me trasla­
do por mi cuenta a un primer piso en Colegiales, presumi­
blemente a vivir con un amigo de dos semanas atrás, te
digo que la miseria, que cualquier otra cosa envilece. Se­
guiste junto al escribano Ramírez; yo que me atrevo y por
primera vez dispongo espaciar los encuentros, que dejo de
esperar tu cartera para la hora de la cena y vuelvo a mi
predilección por las camisas a medida.
En honor a la verdad conocí a Thelma un sábado por la
noche después de dejarte sola en la esquina de tu casa; por
la misma grieta me invadía otra vez la costumbre, ese ba­
rrio con el olor a frito y anduve como un poseído’a la par
de la vía, sobre el barro debido a la garúa de toda la tarde
con una docena de carillas repetinamente inexistentes en el
bolsillo del sobretodo, el releído final de Rimbaud, Roberto
Arlt fabricando medias en sus últimos días. Meses enteros
privándonos, el alquiler de mi pieza atrasado, la necesidad
de una máquina de escribir porque va la vida en eso: te lo
reiteraba después de quince o veinte días en algún empleo
y el encierro y en seguida la liberación que llegaba de vos,
un nuevo poema que te leo y te sacude y me das la venia,
vuelvo a levantarme por la tarde, a ponerme a salvo y ru­
miar la falta de comida, a salir desolados los dos por la
puerta lateral del hipódromo de San Isidro.
Con Thelma opté por el humor, hice que me aconseja­
ra para bailar y de improviso me largué con el estilo, apre­
té la mano, lo mejor que sabía hasta que la desconcertó
por completo el universitario mejicano con un pasado rui­
noso en Buenos Aires----al final parecía una chica conge­
lándose por la avenida Cabildo y yo desde afuera de los
dos mirándolos agarrarse una mano o saltar una zanja a
causa de la lluvia. Que la rejuvenecía mi manera de aso­
ciar porque en su adolescencia estaba un pintor escapado
con otra mujer a Milán y ella entre un tiro o la vida en
broma y ahora muy cerca de los cuarenta años, corrompi­
da y feliz, con un par de amigos consecuentes, las extras,
un departamentito propio con reminiscencias de la época
azul.
Pudo deberse a la sensación de hundirme en la alfom­
bra de Thelma, mi último poema leído bajo la lámpara del
living funcional. Ese mismo domingo blanco detrás de los
vidrios, rendida y con la cara irreconocible por la falta de
pintura, ofreció ubicar un escritorio junto a la ventana, la
máquina de escribir encima del escritorio: yo el que mere­
cía su hospitalidad, ella casi la Polaca con una breve tem­
porada en la Sorbona.

Nunca mencionaste el cambio repentino, Jas plateas en


el Colón. Ni siquiera cuando te llevé a ese primer piso de
Colegiales y a cada instante un nuevo detalle en contra de
lo que te contaba. Todavía hoy resultaría difícil compren­
der a qué se debía la necesidad de tenerte allí esa tarde;
mentí en cuanto entraste pero yo mismo te desvestía desde
el borde de la cama, los dos desnudos sobre la alfombra,
los dos enredados en un juego de lunáticos sin confesarnos
que cada uno se vengaba por su cuenta y Thelma que al
minuto siguiente podía subir por la escalera.
Vinieron meses en que apenas si nos veíamos un par de
días por semana, el relato que siguió existiendo aunque
tampoco te leí. Ni en una sola oportunidad acepté acompa­
ñarte hasta tu casa (veces en que estuve a punto de volver­
me y ser perdonado), te dejaba en el estribo del tren y no
había gestos por tu parte, sólo ocupada en esperar que todo
retornara a su antiguo orden indefectible, eras un poco due­
ña de mi biografía indefectible. Después mediaron insinua­
ciones, te hacías a un lado y corregías permanentemente las
tácticas. Hasta que llegó el intento de dejar de vemos, mi
explicada incomunicación, vos que te tirabas en las proxi­
midades de La Lucila — te enroscabas unos centímetros
antes de la última palabra capaz de llevarte a la evidencia.
Algo de las distintas razones para vivir, Clara, todo mez­
clado, todo a un paso del absurdo, veces en que di ese
paso, y otro, y la repetida ausencia de amigos. ¿Qué podía
decirte? ¿Dónde terminaría ese calor en la cara, la falta de
sueño por la noche?
Y se cu m p lió el inevitable enfriamiento y me pasé días
retenido en Colegiales con casi cuarenta de fiebre: Thelma
que no dejaba que me moviera, que me leía en voz alta a
los pies de la cama. Le expliqué que eras una relación ya
terminada y entonces me ayudó con la ropa para salir a tu
encuentro. Se te despintaban los ojos en la confitería de la
esquina cuando corrí tus piernas para sentarme y nos que­
damos frente a frente, yo con la sensación de la fiebre y vos
con los dedos dentro del paquete de Jockey Club, de golpe
todos reunidos y el tramposo en el centro de todos, mis dos
genioles disolviéndose en el vaso al lado de la taza de té:
¿qué representabas para mí estirando con un dedo el agua
que se cayó de la tetera, qué tenías que ver con la confu­
sión? Haberme puesto de pie para seguir adelante, pude ha­
berte dicho que ya estaba previsto, que lo vivía desde el
principio como el tiempo de la incertidumbre — sólo algo
indefinido, una veleidad incomunicable preparándose aden­
tro — , la temperatura de finales de invierno más allá de la
comba de las cortinas, el pañuelo que te alcancé sobre la
mesita de mármol. ¿Qué clase de sueño de cualquier noche
anterior, entre la fiebre, reconstruí allí mirándote al pelo?
Me alejaba en una balsa de perdición y seguías sola en el
centro del muelle que era la realidad argentina o el verano
en el Tigre, sin víveres y agitando una mano, la pollera os­
cura hasta los tobillos y yo que no debo soportarlo, que me
despierto indefenso en tus brazos pero son los brazos flá-
cidos de Thelma festejando el advenimiento con la primera
claridad en la ventana de Colegiales. ¿Qué última debilidad
mía lloraba ahora sin ruidos por tus ojos marrones? Confia­
bas en el final de las miradas que se buscan, de lo que igual
queda pendiente y reaparecerá, pero el resto de un día para
acompañarse. ¿Cómo olvidar después la esfera de aquel re­
loj con las letras del nombre de la confitería en el lugar de
los números?, una prueba a favor de que todo era reempla­
zado, nada era lo previsto y pagué y salimos. Federico La-
croze a las tres de la tarde por la vereda con sol, yo marea­
do dentro de la bufanda sin querer traicionar a Thelma
donde estaba también el futuro posible. Habías venido a
.buscarme, habías añorado, tampoco a vos te interesaban
los medios y costeamos el paredón del cementerio mientras
hacía literatura con los floristas señalándonos las latas de
los claveles y te sentía caminar junto a mí y eras algo pro­
pio, un brazo que se acalambra, al que hay que meter entre
el calor de la ropa más íntima, un pariente cercano que es­
tuvo años y años con nosotros, nos vio vomitar o sufrir con
la eccema. Te dije más o menos: “no tengo fuerzas para
nada”, y me dijiste que no comprendías mi vida con Thel­
ma. Me agarraste una mano para llevarte las puntas frías
de los dedos hasta la pintura de tus labios.
Y no fuiste a la vida, no despertó drogado en un país
extranjero. Sin siquiera despedirme de Thelma a una pen­
sión en el Centro, a largarme con el corretaje de libros des­
pués de unas pocas fórmulas de memoria. Finalmente visi­
tamos las piezas de Banfield gracias a la influencia de tu tía
Elena, los dos desconcertados en la estación a la par del
tren de museo, la cocina invadida de cucarachas en diago­
nal al bañito compartido. Después cada fin de semana cru­
zar el Riachuelo con las cuentas del presupuesto en los fo­
rros de los libros: un mameluco para pintor tras los postigos
y la radio alta en el fondo. Veo los chicos de Ferreira a tu
lado mirándome partir las maderas de cajón contra la rodi­
lla, al rato todos frente a las llamas que envolvían la lata
con brea. Agarrabas la escalera del equilibrista hasta el te­
cho generalmente quemándose una mano, me escucharías
caminar por las junturas de las chapas mientras preparabas
comida en la cocina abandonada. Cerca del anochecer, ren­
didos, hacíamos el amor con el cuerpo sucio antes de bal­
dear el pedazo de patio que nos correspondía, los dos des­
calzos y vos que regabas los primeros brotes de la enre­
dadera.
Estoy sentado en la cocina con baldosas resquebrajadas
en Banfield, huelo a frito, a restos de lavandina en el már­
mol. Desde esa posición distingo parte de las dos piezas, los
muebles escasos; estoy sentado al rato de llegar con el saco
en la mano, la ducha del chorro muy débil no alcanzó para
todo un día en las oficinas públicas con el repertorio y los
catálogos, escribo sin mucha facilidad en el cuaderno re­
encontrado que todavía es posible, que apenas a la hora de
conocernos por la calle, ese mismo día, ya respiraba otro
aire y ella que me dijo: “todos esos seres tristes sos vos”, y
entrás sin hacer ruido con los tacos bajos y es tu vestido sin
talle, la cara redonda; entrás hasta dejar la bolsa con pan
sobre la mesa, te veo en el otro extremo y te brillan los
ojos: que te patea como nunca, que si quiero agacharme y
escuchar porque no termina con las vueltas, un acróbata,
un trompo.

Cuando estuvieron secas las paredes y el piso encerado,


cuando ya no restaba otra cosa que todo lo que no podía­
mos, igual fuimos ese último fin de semana a Banfield con
la excusa de abrir los postigos y sacudir un poco la tierra.
Los dos únicos bancos al patio, vos cebabas mate con la
yerbera en la falda y en cambio yo sentado en el suelo con­
tra la pared hubiera querido decirte que me faltaba tu entu­
siasmo. Lo mismo durante la semana siguiente te compré la
cartera imitación cuero, vos me regalaste aquel par de za­
patos, la corbata para el último traje. Fue tu tía Elena la
encargada del puñado de arroz a la salida del Registro
Civil, la foto de nosotros dos en la actitud de caminar y
los tuyos con mi madre llorando frente a los dos platos de
sandwiches de miga y las botellas de cerveza. Era pleno ve­
rano, las piezas ardían por la noche: llegamos con el ramo
de hortensias a dormir en el piso de Banfield, yo te leí Poe­
ma leído en las bodas de André Salmón mientras vos en
puntas de pie procurabas un orden para la ropa. A eso de
las tres de la mañana preparaste un poco de comida y te­
níamos una puerta recién barnizada y había que vestirse
para salir al patio debido a la familia Ferreira en el cuerpo
de atrás de la casa.,
Ninguno de los dos ignoraba que nadie podía sorpren­
dernos por la cancel. ¿Recordás que durante los primeros
meses de casados yo me convencía de la paz? La mayoría
de las mañanas cruzábamos juntos el Riachuelo en los tre­
nes de máquina, yo miraba el Sena y era la infinita pesa­
dumbre que ocasionaría tu muerte. Tres años juntos, mi
mujer que sigue levantando los ojos del libro destruido y yo
con la puntada en la boca del estómago, el entreacto, un
poema de la noche arrojado en papelitos por el hueco de la
ventanilla, el olor a la frontera del sur, la caravana hasta el
subte donde te despedía con un beso en la frente. Vino
aquel amigo recuperado de una semana confesándome, otra
vez solo ante tu mudez pero con el recuerdo de lo que le
había dicho, vino Hiroshima mon amour y vos después de
la última sección atrás de mi portafolio del corretaje, yo a
trancos mirándome los zapatos hasta Constitución, los em­
bates y las predestinaciones, lo que nunca me sería dado y
el tren local del lado de la ventanilla con los pies sobre ese
asiento delantero, solo aunque te adivinara fumar, asomado
a las estrellas de un país remoto y deshabitado y después
el orden en las piezas, la falta de cortinas y la reproducción
de Modigliani, tu manera acompasada de meterte en el sue­
ño, un ovillo en el otro borde de la cama que finalmente
habíamos podido comprar en el remate de Banfield, yo que
enciendo la luz para tirar el humo, que dudo pero igual voy
hasta el escritorio de terciada: una carta en calzoncillos a
Resnais, siento que estoy a un costado de mí mismo, que
vivir así, que tampoco alcanzan las razones.
Sabrás que nunca supe aceptarle una causa, se podía
decir sufro; debo curar, pero siempre una nota de retórica
y los papeles bajo llave sin reconocerme que lo hacía, que
al llegar y verte eras una voluntad entretenida, una casa de
fantasmas con el rostro al que no se le deben confiar los
amores. Vino el tiempo monocorde, espacioso en que toda­
vía me veo con los brazos caídos frente a tu áspera ternura
en la ostra, el tiempo del ladrón cuando los otros duermen,
como te gustaba repetir: nunca más despertarte y cada tan­
to te contabas recuerdos a media voz, te ibas al Tigre, a la
pieza de Paraná tejiendo encorvada en un rincón de la casa.
El desprestigiado Adivino igual te hubiera dicho que era
sólo el comienzo de un largo viraje hacia adentro, la acidez
por la tarde, la desesperación de no poder tenderte
mano, que nos salváramos juntos. Llegamos a saber del
otro por la ropa, por papeles telegráficos sobre la mesa de
la cocina: goteras reiteradas, kerosén para la estufa, la no­
ticia que me diste después de rondarme todo un domingo
y yo sin ojos que me vestía para la cita con la cajera de la
editorial.
Estoy sentado en la cocina de Banfield y veo tus ena­
guas sobre el otro banco, el ovillo de lana que fue a parar
abajo del fogón. Todo ese otro día por las piezas altas con­
trolando tus movimientos y de improviso escribo una carta
con muchas precauciones donde le digo a ella — la mis­
ma — que desde hace años no pienso más de cuatro o cin­
co pensamientos para no pensar, le escribo con un des­
conocido fervor que algunos más tarde envejecen y son
reemplazados pero siempre cuatro o a lo sumo cinco donde
entra una cama con barrotes en la que me quejo de morir,
identificables por un color, un clima, una determinada posi­
ción de mi cuerpo; que preferí quedarme todos esos días
para controlar cada uno de tus movimientos, que no voy a
la Capital hasta que todo haya sucedido y que a cada rato
te veo y no te reconozco, otro que ha dejado olvidadas co­
sas entre las cuales vivo, la misma voluptuosidad de sufrir
y es un ruido apagado, denso en el bañito compartido. Te
llamo dando gritos aunque no respondés: las manos gordas
de la mujer de Ferreira ayudándome a trasladarte hasta la
cama, a tirar de la colcha todavía enganchada en la persia­
na contra la claridad. Volví con un taxi que esperó en la
puerta y la mujer de Ferreira sostenía un frasco de colonia
debajo de tu nariz, te mordías los labios para no quejarte
(en todos esos años no pude descubrir que lo hicieras), vos
a punto de parir y yo en el borde del asiento dándole ab­
surdas indicaciones al chofer, los dos en un auto por las
calles mal iluminadas de Banfield con los pocos pesos de
mis últimas ventas y el paquete del camisón y los pañales.
Me veo con toda nitidez sentado en la salita de espera
de la maternidad de Banfield, un gato con sueño que se en­
rolla despacio entre mis piernas.
El chico con el traje de piqué asomado sobre los techos
de los autos y el tamaño imprevisto de la gente. Ellas to­
maban el té en la primera pieza separadas por la carpeta de
hilo y la bandeja con masas secas entre los retratos ovala­
dos; salvadas las tres puertas en hilera se podía escuchar
a mamá hablándole a madrina de enfermedades o desen­
gaños. El chico que fui a una edad imprecisa cuando me
llamó tanto la atención el auto de la capota abierta y me
trepé a los hierros en la baranda prohibida y al volver a las
baldosas del balcón un pie enganchado en el adorno y la
gente con lo suyo abajo, unos al lado de otros o tropezán­
dose entre sí y el ruido ensordecedor de los autos y el mur­
mullo que subía desde la avenida Rivadavia hasta ese chico
forcejeando con el pie en los hierros, ocupado en su ínfima
tragedia de balcón a eso de las cinco de la tarde con el pie
ya lastimado y la arcada de coco a, por primera vez su voz
sin la más mínima señal de respuesta, pasaría ese tiempo
pero igual una marca en el pie y mucho después de desapa­
recida la marca, tal vez para siempre, los hechos también
ínfimos recuperando la tarde idéntica a sí misma, esos hom­
bres riendo alrededor de la mesa en la vereda, la mujer que
sacude una alfombra o retira una jaula y se va, mi pie que
puede quedar aquí para siempre: por ejemplo esta ausencia
súbita que me invade, o estos años de pronto perdidos, irre­
cuperables, o el mismo Banfield atrás de los gritos y el final
agudizado y yo queriendo decir esta certeza que no es lícito
llegar a explicarte.
Ya dije que el guarda te ayudó a subir al tren porque
llevabas un hijo de ambos metido en la pañoleta, que a par­
tir de ese mismo momento me volví y pude dar los prime­
ros pasos. Primero fue un largo mes reteniéndolos a todos
ustedes fuera del tiempo real, con la impecable posibilidad
de retomar o seguir adelante, pero un ritmo indistinto, no
del todo dueño de la situación y dejando que hablaran en­
tre sí, que se movieran por su cuenta. He visto a nuestro
chico también con ropa de calle aunque siempre apare­
cía estático junto a una muchacha de ojos muy claros, casi
transparentes, que le retenía una mano y esperaba nada
más que sus gestos, un poco el mismo mecanismo desde
los primeros grititos en Banfield con la cabeza apoyada en
el vientre de una mujer y hablándole de nosotros, que vos
te replegaste pero que ya no fue sufrimiento, alguna caja
de horquillas con el moño de terciopelo, un paquete de
borradores exageradamente corregidos; que el padre — yo
ahora cambiando mi vida —<lo retiraba la mayoría de los
domingos, sobre todo si había sol y se podía soportar la
temperatura, que le compraría globos o caramelos blandos
y se sentiría un idiota, un atolondrado transportándolo en
los brazos entre la gente que se agolpaba y se reía en otra
dimensión, en otra confianza menos literaria; le diría — a
la muchacha de ojos clarísimos— que renunciaba a ser
duro, que todavía nada de declaraciones y sin embargo con
lo suyo, con su pasado lo mismo que un gramófono trepa­
do al lomo de un burro en la orilla del Pacífico, en un al­
macén de Santiago del Estero o borracho en La Rioja de­
formándonos para uso de algún traficante de caballos que
nunca conoció Buenos Aires, ¿quiénes seremos, Clara, en
ese pasado que durante un mes sin hacer pie y a fuerza de
retórica no supe hasta el final si ustedes, todos ustedes, se
permitirían nombrar como algo terminado, sin interrogan­
tes?, ¿el que se queda, el que $e va, el que recibió en oro
un puñado de amigos?, mi régimen lácteo desde antes de
Thelma jy el Venturi que me inició en política de masas du­
rante Isla Maciel obstinado en tratar aquel cuento mío del
realismo crítico y la cercanía de puntos; un tumulto que
entonces ahora, a un año de distancia y en este quinto piso
empiezo a destejer e inundo con hábitos, y vos que sólo pa­
recías preocupada en repetir el poema al ocaso y los des­
lumbramientos, casi un mes nítidamente tu voz en sordina
recuperando nada menos que ese poema de memoria, un
mes con el derecho exclusivo al montaje y por esa simplí­
sima causa hablando solo por la calle, en los baños, en
cualquier pieza de hotel contándoles desnudo mi vida, y
papá un poco antes del viaje a Córdoba, breves situaciones
entre ustedes y él, la troupe en pleno con el terror a las res­
quebrajaduras, papá y un Anselmi borroso con los términos
reivindicatoríos de la renuncia, todo color pergamino para
lámpara central y la regularidad de mis apuestas, un resu­
men bastante detallado donde se destacaba lo conseguido
durante dos meses con Irene todo a ganador a Simbrón o
Simbad cuarto muy lejos el día de la reprise, era la italiana
de la pensión de Congreso preocupada por mis reiterados
vómitos de las primeras semanas y ella, siempre una mujer
inmóvil en mí, de unos veintiocho años, con rasgos tuyos,
de la Polaca que debe haberse negado a asistir, las manos
de Thelma con las uñas mordidas a la manera de la actriz
independiente que me ayudó a sostener la endeble convic­
ción de dejarnos, una mujer de llorar en las plazas sobre el
hombro, esperar con fervor mis papeles saliendo desde la
galera descolorida, el pelo de Berta, la chica sucia del isle-
ro, tus piernas, no sé por qué la ropa interior gastada en
los bordes y los tacos altos para volver del baño, un ruido
de voces encontradas, de precariedad, la carpeta íntima de
mano en mano y las risas ahogadas, el chico nuestro que vi
y no vi y creo se reía de la cibernética, que seremos barri­
dos, que esta tenacidad de principiantes por entenderla la
única manera de sobrevivir, escuchá: vos conoces los deta­
lles, hasta los más insignificantes detalles con su derecho a
la piedrita filosofal, te saludé, la sensación que saludabas,
sencillamente estuve quedándome solo como tantos otros
que recuerdo o no conozco o puedo olvidar en menos de
veinticuatro horas y es cada vez más esta pieza que ahora
es esta pieza donde faltan toallas o me despierto por la no­
che, traen el diario, enciendo la luz y apago la luz, camino
descalzo, pienso en todo ese mes, en el año que le sucedió
hasta aquí y reconozco distancias que no fueron nunca pre­
sumibles (alguien, vos sabés, que me diría exactamente aho­
ra: “seguís sin encontrarle un lugar estable a la alegría”),
corrijo, no me canso de mirarlo todo, yo también me con­
venzo como para dentro de mucho, yo también camino
en medias y asomo la cabeza, necesitaría decir una imagen
más o menos así: rostro de edad incierta, no hay edad po­
sible, rostro arrasado de lágrimas echándose a reír intermi­
nablemente; distingo manchas en las paredes, restos, un
dedo bienintencionado por la tierra, tu pañuelo de gasa, los
días de abrir las persianas de acá y recibir al que a eso de
los diecisiete años lloraba en secreto bailando los tangos del
Troilo primero, acomodaba la mano, las metía a ellas en el
cuerpo, giraba como el mundo en un rincón de la pista del
club de Villa Crespo, no rescato nunca hechos significati­
vos, no creo que sea tan difícil, eso sí hay muebles que to­
davía no quiero, libros sin leer, un disco de Charlie Parker
que se enloquecería con la jeringa cuando yo aprendía a
fumar en las esquinas donde no pude dar nunca nada ni me
dieron, a levantar las cobijas para que te movieras y te mo­
vieras y me sacaras sin darte cuenta de allí, de allá, que
me tranquilizaras p orq u e después, y poco a poco en la ma­
yoría de los casos, era como llevarte conmigo, les hacía re-

Nosotros do*, 5
nunca conoció Buenos Aires, ¿quiénes seremos, Clara, en
ese pasado que durante un mes sin hacer pie y a fuerza de
retórica no supe hasta el final si ustedes, todos ustedes, se
permitirían nombrar como algo terminado, sin interrogan­
tes?, ¿el que se queda, el que se va, el que recibió en oro
un puñado de amigos?, mi régimen lácteo desde antes de
Thelma y el Venturi que me inició en política de masas du­
rante Isla Maciel obstinado en tratar aquel cuento mío del
realismo crítico y la cercanía de puntos; un tumulto que
entonces ahora, a un año de distancia y en este quinto piso
empiezo a destejer e inundo con hábitos, y vos que sólo pa­
recías preocupada en repetir el poema al ocaso y los des­
lumbramientos, casi un mes nítidamente tu voz en sordina
recuperando nada menos que ese poema de memoria, un
mes con el derecho exclusivo al montaje y por esa simplí­
sima causa hablando solo por la calle, en los baños, en
cualquier pieza de hotel contándoles desnudo mi vida, y
papá un poco antes del viaje a Córdoba, breves situaciones
entre ustedes y él, la troupe en pleno con el terror a las res­
quebrajaduras, papá y un Anselmi borroso con los términos
reivindicatoríos de la renuncia, todo color pergamino para
lámpara central y la regularidad de mis apuestas, un resu­
men bastante detallado donde se destacaba lo conseguido
durante dos meses con Irene todo a ganador a Simbrón o
Simbad cuarto muy lejos el día de la reprise, era la italiana
de la pensión de Congreso preocupada por mis reiterados
vómitos de las primeras semanas y ella, siempre una mujer
inmóvil en mí, de unos veintiocho años, con rasgos tuyos,
de la Polaca que debe haberse negado a asistir, las manos
de Thelma con la? uñas mordidas a la manera de la actriz
independiente que me ayudó a sostener la endeble convic­
ción de dejarnos, una mujer de llorar en las plazas sobre el
hombro, esperar con fervor mis papeles saliendo desde la
galera descolorida* el pelo de Berta, la chica sucia del isle-
ro, tus piernas, ,uo sé por qué la ropa interior gastada en
los bordes y los tacos altos para volver del baño, un ruido
de voces encontradas, de precariedad, la carpeta íntima de
mano en mano y las risas ahogadas, el chico nuestro que vi
y no vi y creo se reía de la cibernética, que seremos barri­
dos, que esta tenacidad de principiantes por entenderla la
única manera de sobrevivir, escuchá: vos conocés los deta­
lles, hasta los más insignificantes detalles con su derecho a
la piedrita filosofal, te saludé, la sensación que saludabas,
sencillamente estuve quedándome solo como tantos otros
que recuerdo o no conozco o puedo olvidar en menos de
veinticuatro horas y es cada vez más esta pieza que ahora
es esta pieza donde faltan toallas o me despierto por la no­
che, traen el diario, enciendo la luz y apago la luz, camino
descalzo, pienso en todo ese mes, en el año que le sucedió
hasta aquí y reconozco distancias que no fueron nunca pre­
sumibles (alguien, vos sabés, que me diría exactamente aho­
ra: “seguís sin encontrarle un lugar estable a la alegría”),
corrijo, no me canso de mirarlo todo, yo también me con­
venzo como para dentro de mucho, yo también camino
en medias y asomo la cabeza, necesitaría decir una imagen
más o menos así: rostro de edad incierta, no hay edad po­
sible, rostro arrasado de lágrimas echándose a reír intermi­
nablemente; distingo manchas en las paredes, restos, un
dedo bienintencionado por la tierra, tu pañuelo de gasa, los
días de abrir las persianas de acá y recibir al que a eso de
los diecisiete años lloraba en secreto bailando los tangos del
Troilo primero, acomodaba la mano, las metía a ellas en el
cuerpo, giraba como el mundo en un rincón de la pista del
club de Villa Crespo, no rescato nunca hechos significati­
vos, no creo que sea tan difícil, eso sí hay muebles que to­
davía no quiero, libros sin leer, un disco de Charlie Parker
que se enloquecería con la jeringa cuando yo aprendía a
fumar en las esquinas donde no pude dar nunca nada ni me
dieron, a levantar las cobijas para que te movieras y te mo­
vieras y me sacaras sin darte cuenta de allí, de allá, que
me tranquilizaras porque después, y poco a poco en la ma­
yoría de los casos, era como llevarte conmigo, les hacía re-

Nosotros dos, 5
petir tus juegos y las mismas palabras para de esa forma
quedarme en la orilla de enfrente, por otra parte fueron
muy contadas las veces en que alguna de ellas se sostenía
por su cuenta, una frase que sigue a una frase, una punta
del hilo y te descubrían en el escondite, la mala pasada de
que entonces yo y mi euforia tuviéramos que aceptar y vos
que volverte, recuerdo te ibas por corredores tibios a bus­
car un rincón de desgracia donde poder esperarme, un mes
— el primero de dejamos — con todos ustedes hablando al
mismo tiempo del trompetista amateur con un tema dado
pero hasta el cansancio y la imaginación girando lo mismo
que durante ese mes por las calles en el mismo eje, el fugi­
tivo y por último nosotros dos a cada costado del fueguito
en la orilla de enfrente, a salvo el amor, con excepción de
esas contadas veces que incluso durante todo este año sin
vos sólo han servido para hacerme presentir el advenimien­
to, alguien que llegue y festeje, que tenga su propia costum­
bre del sol, mi dudosa humildad en todo esto y a mis re­
gresos solías interceptar las aisladas comprobaciones, yo sin
nada que decirte y vos siempre esperando que los desenla­
ces tuvieran relación con lo que me concernía, yo estaba
allí por algo y eras una bruja paciente, tirabas las cartas
después de haber elegido una única vez y yo en tu camino,
esa seguridad de mi retorno para recibirme sencillamente
en los brazos; ya no me cabe duda de que alguien debe co­
nocer las causas, Clara, aunque a mí también esta certeza
me fue disminuyendo inocencia, me hizo vivir este año, el
inofensivo viaje a Uruguay con un pie en cada bote lo mis­
mo que si fuera un propagandista ofuscado de la fragilidad,
uno desde mucho antes sabía que le era posible transfor­
marse en el número cómico de las fiestas familiares, que
podía ahogar de risa a los ministros plenipotenciarios, y las
deudas en medio de todo, y el que repara con el ritmo de
un párrafo nunca antes de las cinco de la mañana, el único
pantalón como un tubo con diagnóstico escrito, Baudelaire
y no dejarse ganar por el caos, no quedarse fuera de la lu-
cha, los etcéteras, tu cuerpo que fue algo propio, algo para
no morir de una vida intratable, tu piel y tu alegría de que­
darte conmigo que siempre, de una forma muy secreta, me
pareció abiertamente excesiva, ¿viste?, lo mismo has podi­
do seguir viviendo sin mí; allá, al otro lado de este edificio
está el rio, es más que nada el recuerdo de una sensación,
la tan usada memoria del cuerpo y sin embargo me acom­
paña la mayor parte del tiempo, creo que cambio, eso es
todo, pretendo dejarme seguir y no levanto las manos aun­
que me reitere y los canse, cada tanto vuelvo a la ventana
y veo gente más allá de las terrazas debajo de un alero en
lo que todavía debe ser un corralón, todos tomando mate,
todos esperando con la pava en el centro del círculo, mi
país, mi casa después de cambios repentinos de hoteles y
rumiar, después de haberme querido ir no sé con precisión
adonde pero sin duda para siempre (tal vez digo para de­
jarme atrás, para que se termine con las frases hechas), la
cocina muy reducida separada por el pozo de aire de la ca­
beza de una mujer que canta y mueve ollas generalmente a
las ocho de la noche; escuchá: pienso como siempre que
elegí pero ya no creo que sea el bien y las palabras se ha­
rían enormes y visibles, pienso una y otra vez en el pasado,
chorros, humo de nada que se quema, y la desmesurada
rapidez de los giros declamatorios como por ejemplo el
sioux consecuente y los fetiches de discordia con sus ma­
nos, América si te gusta escuálida que duerme todavía su
siesta entre camareros furibundos, y yo con el chico los
domingos al mediodía en que voy a buscarlo y por lo gene­
ral es tu tía Elena que me lo pone en los brazos a la salida
del subterráneo de la estación, que me lo trae a la misma
hora y al principio no encontraba la técnica, que repita
juegos con él, lo traslade en los trenes de ida y de vuelta,
las muecas, las veces que llora y te llama aunque en segui­
da lo conformo, lo llevo cada tanto a casa de mi madre
para que la abuela se conmueva y haga frases, el hijo pró­
digo en el césped del fondo donde dentro de poco empeza-
rá a tirarle una pelota de goma, algo tuyo que también ten
go entre estas paredes, que me queda, algo tuyo sobrepa­
sándome aunque lo levante sobre la cabeza y mire el pro
fundo misterio al contraluz, lo he mirado al contraluz he
procurado pararlo en la baranda del león y también sentí
que desesperaba por su ausencia, yo era esa ausencia regre­
sando cada domingo de su más reciente manera de saludar
con la mano cuando me voy, él sobre el almohadón en la
cabecera de la mesa, diría el mismo color de tus ojos y la
meticulosidad que pongo en ventilar este ambiente, leer el
diario, reconocer los ademanes, las cartas, esa foto de es­
paldas a la ligustrina con el chico a horcajadas que me sacó
el amigo de la infancia, un lugar estrecho desde donde mi­
rar el cielo y cada vez mi madre que en algún almuerzo de
los que hablo me adelanta con tanta humildad un nuevo
desaparecido.

Septiembre 1964.

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