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Poemas 1992-2000

Silvio Mattoni
Prólogo

Como cualquiera que se haya propuesto escribir, antes de pensar en un libro me dediqué a

imitar la intensidad de lo que leía. Pero en un momento del año 1989, entre las diversas

pruebas de poemas posibles, con diferentes procedimientos, se destacó uno,

inexplicablemente referido al historiador griego Tucídides. El juicio de los amigos y la

posibilidad de escribir sobre temas que me atraían, pero que a la vez se alejaban de cualquier

modernidad literaria, me llevaron a coleccionar las viñetas grecolatinas de El bizantino. Ahí

podía registrar aquellos datos del deseo, reconocibles en el erotismo y en el amor a los libros,

en las imágenes más nítidas de lo perdido, sin tener que decir “yo” en un sentido romántico,

ni siquiera en un sentido novedoso. Esa inactualidad un tanto hierática buscó su forma y

produjo un conjunto, al lado de traducciones y otros planes con procedimientos similares. Un

libro de poemas sobre fotos, uno de cartas o novela epistolar en verso, una idea de poemas

árabes quedaron en el camino. Pero la vida seguía, y la expresión de su avance debía darse

más allá de esas posibles series, esos libros demasiado predeterminados. Así los otros, las

personas con que me relacionaba iban a resultar parcialmente la materia de nuevos escritos,

donde el “yo” se ocultaba tras la figura de un director teatral, o un espectador que escucha los

parlamentos en escena sin ser visto. Curiosamente, la idea de Trabajos de amor perdidos,

publicado por azar antes que El bizantino, me vino de esos libros inocentes que se leen al

estudiar en la universidad. La mera expresión de “una polifonía de voces novelescas” me hizo

ver que “ellas” podían darle a un innombrable escribiente la identidad o apenas la consistencia

que hasta entonces había evitado asumir. Surge pues, quizás en 1991, lo que después llamé,

copiando un viejo género intersticial, el poema dramático. Cada poema sería un parlamento y

los personajes están en algún lugar, lo cual requiere mínimas didascalias. Pero este hallazgo

formal, con el que podía contar, relatar acontecimientos, desde un asado con amigos hasta la
suerte imprevisible de algún encuentro amoroso, se volvería una solución, una salida para las

más íntimas catástrofes. Convocaría entonces un coro para no llorar solo en la página

incompleta. Y esos otros son un mundo, hay autos, hay historia, hay un pasado para cada cual.

En 1995, aparecieron los Tres poemas dramáticos. Luego, casi voluntariamente, quise unir el

polo antiguo, mi necesidad infantil de pensar en los mitos perdidos para colorear el mundo,

con el polo expresivo que también podría llamar ahora nihilista, signos que nada significan

salvo la mortalidad de quien los lanza. De allí nace Sagitario, que explica por una vía

imaginaria la fatalidad de una generación que debe decidir cuándo engendra. Los personajes

del libro siguen hablando, son poemas como parlamentos, pero falta el lugar, no hay casas ni

autos, nada más que un campito o un limbo quizás. El reverso necesario de ese libro, que debí

escribir porque la felicidad se me venía a pasos agigantados, fue Canéforas. Al libro de los

nacimientos frustrados siguió el libro de las embarazadas. Y terminó el siglo, había que

empezar todo de nuevo. En eso estoy.

Por supuesto, no puedo juzgar sobre la eficacia de estos libros que ahora se reúnen. Creo

que incluso el hecho de que sean pensados, libros que acatan alguna clase de serie, me impide

leerlos de otra manera, pero si algo debiera salvarlos tendría que ser su materia verbal, más

que su arquitectura.

No, lectora, lector, no es casual que yo haya escrito estos poemas, aunque tampoco me toca

decir si fue necesario. Tendrás, lectora, lector, que disculparme lo inentendible y atribuirte lo

transmisible, pero no me dejés solo en este librito como un soldado en el frente que espera

morir y que no recibe ninguna carta.

S. M.

Córdoba, 1º de julio de 2006


P. S. Podría también haber contado la historia de los lectores de estos poemas, de lo inédito a

lo público, pero me limitaré a agradecer a quienes corrigieron, participaron, importaron de

manera decisiva: Gustavo Pablos, Arturo Carrera, Quique Fogwill, Cecilia Pacella; y ahora,

Francisco Garamona, quien pensó y me propuso esta compilación. A todos, la única palabra

mágica: gracias.
El bizantino
“El presente, en efecto, es igual para todos,
lo que se pierde es también igual, y lo que se separa es,
evidentemente, un simple instante.”
Marco Aurelio, Meditaciones
Ligurino

Antes bien, a ti Flavia, ausente, te aprovechan los vientos


del riesgo que era mío, pues mi cuerpo resiste,
todavía mis bucles requieren las manos y mis labios
producen versos. Pero no puede evadirse como esta tormenta
en la oscuridad, amenazando mi antorcha, la certeza
de la medida de Horacio, nuestro amigo.
Él, muerto, aún habla cada noche hacia mi lecho
de la erosión de los años, mientras, joven, revuelvo
sábanas y túnicas, a ti, entonces, Flavia, lo que queda:
el riesgo apagando la belleza del cuerpo antes del fin,
para mí, Ligurino, esta copa de veneno a que me entrego.
Lucrecio

Acostado yace el poeta, han pasado su ardor y su locura,


lamenta el día cuando, al mismo tiempo, conoció a Clodia
y bebió una embriaguez ilimitada. Pero ve los principios
de donde todo nace porque muere y muere porque nace,
ahora lo atormentan simulacros, nieblas de la memoria,
inmóviles en sí, apareciendo siempre, imprimiendo ilusiones.
Duerme el cuerpo de Clodia junto al suyo, recordarlo
trae membranas flotantes, náufragos corpúsculos del aire,
de nada sirve atarse, aunque la lejanía es dolorosa,
la muerte acaba incluso con la vieja tristeza del olvido.
Lucrecio pestañea pensando en el vacío, sin embargo no puede
evitar la ficción de algunos versos, intentar la verdad;
ya hizo su plan, cuando el furor se gaste, describir claramente
la verdad de las cosas y los hombres, entregarse después
a la muerte, donde nada persiste, ni aun un simulacro
como el sueño de Clodia que respira, o el color de sus labios.
Cleis

Dicen que soy tan bella como una flor de oro,


pero no hay una estrella sobre el perfume de mi pelo,
todo parece oscuro como este árbol quemado,
manchando mi túnica pálida. Cuando miro
la silenciosa boca de Mírsilo, acercando su cuerpo,
mis palabras se escapan, temo que me rechace,
casi nunca sonrío en su presencia,
prefiero contemplarlo, acompañarlo
con los demás asistentes al banquete.
“Cleis”, me dice siempre, “tu hermosura deslumbra”,
no pasa más allá y aunque sé que es mentira
no puedo dejar de estremecerme al escucharlo,
son vientos de la muerte corriendo tras mi espalda,
cuando suelto mi risa de desprecio
para los ojos negros de mi amado.
Propercio

Cerca de la noche, Cintia está dormida, el poeta


mira sus párpados pintados, la boca abierta
emite unos suspiros que la penumbra guarda.
Ordena en esa pausa del placer, incompleto, alguna frase
corregida hasta alcanzar un ritmo propio. Desea
perdurar, escribir aunque el amor se gaste como el sueño
de Cintia, que despierta despacio y le reprocha
traiciones, falta de atención; sus pocos años no impiden
presentir la destrucción, sin embargo, sonriendo
con un beso la calma: termina en su memoria una elegía.
Propercio

Acusado de oscuridad, escribí elegías


donde pudiera guardarse la verdad y la historia
de mi época ensombrecida, pero
siento ante la luz crepuscular, el silencio
producido por las cosas en mi voz,
haber perdido ya la juventud, acercarse
un toque fatal y la diseminación
de la medida de mis versos, la dispersión
de mi memoria; sin embargo,
busco estilo y palabras esta tarde,
tal vez temiendo no ser comprendido,
si alguien siquiera lo intentase, creo,
no rompería este incorrecto escrito.
Ovidio

Veía las pesadas telas rojas, cayendo


hasta el piso, donde restos de comida, cáscaras
destrozadas, huesos, rasguñaban las plantas
desnudas de mis pies. En los reclinatorios
dorados, manchados de grasa, no había, por supuesto,
nadie. Un rectángulo de luz naranja, la ventana
detrás del bermellón de las telas, que lograran
retrasar la mañana, estirar la fiesta, incluso
hasta después que los cuerpos hubieran desistido.
Sentado en esa sala, vacía pero llena
de huellas, aun sin frío, removí las brasas,
encendí el fuego en el rescoldo, tenía puestas
unas ropas de piel como los bárbaros. Cuando,
un esclavo silencioso, que venía a limpiar, gritó:
¡un ladrón! Y mi espanto, al sentir los murmullos
de la casa y una condena segura, me despertó. Estaba,
sí con pieles, en el invierno helado de mi exilio,
ya van tres años, en el Ponto. Aquí no tengo
a quién contarle que pude vivir esa fiesta
pero perdí, junto con Roma, la memoria, llevada
por el duro Danubio, que sin embargo congeló una parte
en mi sueño. Yo mismo hablo conmigo y repaso
las palabras inusuales. Si no conocen ni el más bajo
latín, entonces qué dirían de mis versos, si bien toscos
no dejados del todo por mi ingenio. ¿Qué más podría hacer,
solo en estas playas desiertas, o qué otra ayuda
intentaré buscar a mis males? Quiera el César
mitigar el castigo de mi error, enviarme a algún exilio
menos penoso que éste. Que estos versos me ayuden.
El exilio de Glauco

Escúchame, Arquíloco, no es esto poesía, aquella noche


deseaba verte, abrazarte, la luna daba sombras
a mi cuerpo, antes llamado bello por tu voz, llegando
a tu puerta, recuerdo la precisión alegre de un poema
y cómo reclamabas un reflejo en mis ojos, mis labios
en los tuyos. Ismene me atendió, sonriendo aunque inflexible,
había pasado un mes ausente, no entendí cuando dijo:
“él está en una fiesta, pero no quiere verte”, porque volví
sobre mis pasos negros. Ella dijo mi nombre y alcanzándome
besó con suavidad mi boca abierta y mis lágrimas,
cayendo como ahora sobre mi mano, la otra
no deja de escribir, amado Arquíloco, acaso
mis últimas palabras para ti, antes de irme.
Tucídides

Al alcance de una antorcha, los ojos


del historiador desean el deleite de la llama,
la verdad de unos recuerdos, el pelo castaño
que se enrulaba sobre los dedos, perdiéndose.
Ahora, la mano quieta no escribe, la mirada
sube hacia la antorcha. La otra mano,
antes con tibios pechos adolescentes,
construye párrafos perfectos en el aire. Inmóvil
queda la barba gris, la figura cansada
y las frases no pueden alterar ya los labios
griegos, sonrientes, seguros en la memoria.
Jenofonte

Jenofonte, debes un gallo a Asclepio, está curada


tu mano, pareciendo disuelta, sin embargo esa herida
deja leer la marca todavía, cuatro huellas curvándose
sobre tres puntos casi borrados. Ahora, suave, tocas
la cicatriz, recordando una caricia, apenas
perceptible, de las manos de Diótima, tu esclava. Sonreía
y su mirada azul te desvelaba, era un virgen bárbara,
tarde supiste, griego, llamarla por su nombre,
ya oculta la belleza de los labios, penetraban sus dientes;
al morderte la odiaste, la vendiste, aunque ella
puso un trazo indeleble de amor en tu memoria.
La agonía de Marco Aurelio

Puedes, Marco, resignarte a la muerte, te rodean


esas tribus hostiles que no conocen las combinaciones
y dispersiones, tu ciencia sostiene cosas condenadas;
brillan los ojos de tu amigo, denuncian el instante,
y cuando tu cadáver no se mueva, quizás empiece
a lamentarse, no se lo permites ahora. Recuerdas
tus frases griegas acerca de Pantea,
era de Esmirna pero amaba a un romano,
tanto que fue imposible hacer cesar su llanto
y su luto, arruinó su belleza, su piel y su mirada.
Ahora, en latín, piensas en el olvido que a todos espera
y aun en el recuerdo que no puede hacer nada por los muertos;
también los recordantes morirán, le dices a tu amigo,
apenas sale un resto de tu aliento, que te olvide y que viva,
“porque cada aceituna cae, agradeciendo al árbol,
cada hombre se disuelve, sin embargo, Teodoto,
ni tú, ni yo, emperador del mundo, podemos
repetirnos como las aceitunas, todas idénticas,
deberíamos, únicos, volver hacia la muerte
como si nunca hubiéramos nacido, disfrutado y entendido”.
Callado, ahora citas a Epicteto, lo de las marionetas y el azar,
por un momento crees ver en ello un regalo,
cortar al fin los hilos y oscurecer del todo tu escenario cansado.
Epitafio canino

Sean estas palabras para mi perro Argos,


como una hermosa estatua para un ciego,
que escuche o toque el amor que las mueve,
aun sin entenderlas.

Hoy, en silencio, lloro por tu memoria,


por el recuerdo de mi exilio, por la espera
de tantos cuerpos jóvenes que se marchitan
en su fidelidad.

Al menos, Argos, la parca algo concede,


a ti la última suerte de no aguardar en vano,
a mí la gracia de saber que nuestros nombres
no serán olvidados.
Juvenal

Roma se inquieta, se prepara para una noche de placeres,


pero Junio busca, aturdido, la puerta de su casa y entra:
cansado, una larga fila sin obtener el pago. Poncia
enferma lo abraza cuando él, levantado del triclinio,
llora, mirando los platos magros y una grieta en la pared,
cortando un viejo fresco familiar. Junio, aunque olvida
las palabras escritas, siente romper la rabia en su memoria,
invoca una explosión de humillaciones, ante los ojos oscuros de Poncia,
mientras una serpiente griega engulle
manjares orientales, que vomita sobre su adolescente favorito.
Livio Andrónico

Enfermo, abandonaba Roma, en las afueras


está su villa tranquila, los recuerdos
de discursos, placeres y dolores
esperaban en vano acompañarlo.
Quizá una lágrima extraña perturbó su mirada,
hacia el cielo, recitando
en silencio versos griegos, despidiéndose
sin poder traducirlos con mayor precisión;
pero igual agradece lo dado por los dioses:
dos lenguas, por instantes, sonriéndose en sus manos
cuando Marcia leía sobre sus hombros fuertes
en palabras latinas el mensaje de Homero.
Más allá del Rin

Oscuro es el país, lejos de Roma,


sin amigos, sin habla, apenas
recuerdo cómo gastar estos papeles escasos.
Pero silban los árboles en el idioma
de los bárbaros y el cielo,
aun en el desorden de sus fiestas, acude
concediendo canciones y sonrisas torcidas.
Ahora, nadie puede leerme, sin embargo
a unos ojos brillantes me dirijo, recuerdo
innumerables rostros familiares, dispersos
sin llegar a formarse en el deseado.
En cambio, a veces, en las noches,
negras figuras de dioses aparecen sonriendo,
casi nunca comprendo y puedo entonces alcanzar el sueño,
pero a menudo una palabra
sale de la hendidura luminosa de sus labios,
y lloro no sabiendo su sentido,
acaso sea el exilio, la muerte o la ignorancia.
La sombra de Aquiles

No me hables de la muerte, Ulises, háblame sobre ella,


muchos años pasaron, ¿su pelo aún conserva
la oscuridad de las plumas de un cuervo, cae
apenas como un velo sobre sus ojos? Recuerdo,
sólo una vez sonrió. Deseaba complacerla
con joyas, túnicas, hermosos peplos, sin embargo aceptaba
cuando su condición de lo imponía – ¿mi esclava, ella? No;
sus labios impasibles, amos de mi memoria.
No puedo soportar, Ulises, este dolor de ver
siempre aquella sonrisa, única, satisfecha,
el día en que el Atrida se la llevó, se reía viendo
mis lágrimas. Muerte y gloria busqué, las tuve, pero
como hijo de una diosa, no me dieron el olvido, quisiera
estar en verdad muerto, disperso como un hombre, apagar
la fuerza de la imagen, lacerante, de Briseida sonriendo.
Cleóbulo

En el laurel oscuro y el verde olivo oscila


la frase de Anacreonte, ausente, de los labios
de Cleóbulo. La tarde entrecierra sus párpados, barnizados
para hacer más profunda la mirada, más joven
el ceño sobrio que ensombrece su pelo. Las manos,
dejada una corona mixta, abandonan ahora
los versos del viejo, los ojos buscan arrugas. Él siente:
su futuro pelo blanco, sufriendo lo leído, cuando apenas
disminuye la luz, se desvanece el miedo, al recordar
la fiesta y el banquete, todavía, con veinte años, lo esperan
y más de uno desea el rubio roce de su pecho.
Psyjé

Por mirarte un instante, Amor, ya no es posible


tocarte: la infantil forma de tu cara
ató mis dedos para siempre, condenándolos
a un recuerdo distante, pero mis ojos todavía
rozan el soplo de tus labios, alumbrados al fin;
lloro con tu sorpresa al despertar, deseando
ese divino lecho, los jardines, las cámaras.
Escucho voces que imitan tus palabras, sin embargo,
son sólo sombras; a veces, tengo miedo,
parecieran las partes de tu rostro quebrarse, se avecina
la dispersión funesta del olvido, mi memoria
amenaza volver a ti, dejarme sola, eterna
oscuridad, inquieto soplo sepultado en mi cuerpo.
Composición de Metamorfosis IX

“Antes Isis cambió la forma de tu cuerpo, Ifis,


recuestas tus hombros extraños que Yante acaricia, dormida,
con su pelo castaño; y ahora, el deseo consumado, recuerdas
el regalo de Isis, cumpliendo la voluntad de tu padre, ignorante,
y dudas sin quererlo sobre la antigua belleza de tus senos,
la suavidad de tu sonrisa perdida; aunque Yante es hermosa, te levantas,
miras imágenes fugaces de un espejo al pasar; algo sorprende
el espíritu ambiguo de Ifis, con temor, buscando en su memoria,
cuando era igual a Yante, su amada, la identidad de los cuerpos.”

Ovidio, continuando la historia, sin embargo corrige


bajo la luz temblando, viene Cominio trayendo las uvas
y pone una madura en sus labios, deslizando un susurro
para cambiar la forma de la noche, dejar el mito a un lado
de la cama, apagar la memoria y la lámpara...
El orador

Un lunar en la mejilla izquierda de una mujer,


de ropa gris, camina por la mirada de Pisístrato.
La sigue con el reposo de sus ojos en medio
de ruidos callejeros que disminuyen ante un índice
frágil contra el mentón, señalando el rojo oscuro
pintado de sus labios. La boca abierta para él,
brillando bajo las nubes de la tarde y el aire
del otoño temblando entre columnas viejas, ahí
donde Pisístrato no puede terminar de mirarla.
Insiste ella en volver, en caminar delante del lugar
elegido en busca de una frase, un giro extraño
para el discurso de mañana. Cuando cae la noche,
Pisístrato recuerda la imagen rubia, ausente,
sin poder todavía resolver las palabras
que las ágiles piernas han borrado y un gesto,
dado al pasar, deslizado al fondo de su memoria,
sepultando una tarde desperdiciada en vano.
Diálogo interrumpido

– ¿Dónde estás, viejo amigo,


que no puedo encontrarte?
– ¿No es ése que allá ves,
envuelto entre las sombras,
a quien buscas Aquiles?
– La figura parece
ser la misma, los rizos
conservan brillo, pero
no es igual el sentido
de sus gestos caminando. Recuerdo,
di mi vida por él
como él por mí.
Lágrimas sobre
la pira de cenizas
y los huesos aún
humeantes derramé.
Tanto me amaba
que nunca encontraría
hasta el abrazo negro de la muerte
una emoción más intensa en mis hombros.
Yo amaba muchos cuerpos,
cada mirada fija me cambiaba
de lugar y de charla.
Nunca lo amé como él
y ahora
no tiene cuerpo ni memoria
de mí.
– No conviene, noble hijo de Tetis,
a quien lleva sangre divina
amar a los mortales con fervor,
criaturas efímeras, bellezas
que se diluyen en un parpadeo,
así como tu tránsito en la tierra,
aunque la gloria te cubrió,
quizás pierda en futuros años
el nombre de su fuerza.
– Compañero, Patroclo
es el origen de mi fama
frenética y breve, pero
no era mía la fuerza, era
su amor, más potente que todo
amor terreno,
que en el espejo de mi cuerpo
vió acaso el rostro
de lo eterno y a mí
me dio la cólera y el esplendor
que acabaron con Héctor.
¿Podemos todavía conferir
tal nombre, hermano,
llamar
Isla de los Felices a estas rocas
llenas de niebla y bruma de recuerdos,
cuando todos los párpados que amamos
duermen con el Leteo
para siempre? ¿No percibes, ahora,
que tal vez la llamada dicha
sea vagar, cegados nuestros ojos
por el hierro candente del olvido,
como Patroclo, entre tinieblas,
sin conciencia y sin cuerpo?
– No son buenas palabras; y los dioses
si te escuchan, nos han de castigar
con soledad y silencio,
y entonces ni siquiera
podremos conversar, oh Pélida.
Catulo

Muerto el gorrión de Lesbia, trabaja el poeta


sin terminar, teme las hábiles palabras, busca
exactitud, belleza y claridad en la sombra
de la cámara, donde ella se acerca y lo llama.
No vayas todavía, veronés, ya salen esos versos:
“Está muerto el gorrión de mi nena,
ese gorrión, delicia de mi nena,
que ella más que a sus ojos amaba.”
Lesbia se acuesta, ansiosa, se distrae
acariciando el cuerpo del eunuco, escanciador de vino,
burlándose, sin risa, de las frases que el amo se repite.
Epicuro

Creía, voluble Temista, en mi disposición habitual,


olvidé tu sonrisa, tu cuerpo, tu ademán, sólo palabras
guardaron mi memoria. Ahora me consume un mensajero
invisible de la muerte, un zumbido
castigando mis oídos, mis recuerdos se pierden, sin embargo
claramente aparece, velada imagen, en esas circunstancias,
cuando rechacé el goce de tu sexo. Las noches,
posibles o imposibles, desde entonces recorren
un vacío imperfecto entre mis frases,
como aquellos antiguos actos, me culpan de un diálogo inconcluso.
No todo dolor es evitable, Temista, sabemos
cómo la muerte llevará las molestias de este cuerpo a la nada;
quise evitar sufrir eludiendo placeres que luego extrañaría.
Pero suena tu voz en mis oídos, desearía, aunque no temo
la llegada del fin, no dejar nunca de oírla y lamentar
toda una eternidad la persistencia
de tu belleza en mí.
Platón

Dormían las palabras del filósofo, cerraban


sus oídos enormes puertas, en su memoria hablaba
sólo el sueño, vestido de Alcibíades:
“... compartimos el lecho, entrelazados, pero
no me tocó su boca; junto a él yazgo ahora,
sonríe ante los ojos de algún muchacho nuevo,
interpuesto de pronto por su frase, entre nuestros cuerpos,
embebidos de vino y de perfumes”. Cuando en la escena irrumpe
un grupo indistinguible, rompen las puertas y abren
la incertidumbre de una orgía, entonces, el soñante
despierta, viendo a Sócrates hablando, desvelado,
restableciendo, incólume, un discurso. Platón escribe ahora,
recordando, los restos de un relato para ordenar el sueño.
Versión de Catulo

Muchas veces con ánimo estudioso de cazador pregunto


cómo podría mandarte los versos de Calímaco,
que te ablanden conmigo, y que ya no te esfuerces
en tirar siempre dardos hostiles contra mi cabeza,
mas veo ahora que fue vano el haber asumido esta tarea,
Gelio, ni mis plegarias han valido de nada.
Evito con un manto tus dardos contra mí;
en cambio tú, clavado, recibes el suplicio de los míos.
Autólico

In memoriam C. P. Cavafis

“Decir lo mismo; para que otros mañana


a su vez nos remplacen. Es breve la gloria
con que, ingenuos, pretendíamos eludir de algún modo,
sólo en parte, el silencio de la muerte. Sabed,
amigos, disfrutar la juventud y los recuerdos
en la incómoda calma de la vejez. Ahora
entendamos, apenas lo posible, leamos
a los muertos, no eran muy diferentes a nosotros,
tal vez recibamos el mismo trato luego
y nuestras almas perdidas recuerden un instante sus palabras.”

Así habló Autólico, el sofista griego, negándose


a enseñar en latín –el estado del mundo
lo entristecía– a comerciantes ignorantes de Capua.
TRABAJOS DE AMOR PERDIDOS
Prólogo

La vieja casa tenía cinco habitaciones; cinco habitaciones amplias de techos altos que
entregaban la abertura de sus puertas a la luz del atardecer sobre el patio interior. En esas
sombras luminosas y rojizas, todos los días, todas las tardes, cinco mujeres, sentadas en
grandes sillones blancos con almohadones verdes y floreados, hablaban hasta que la oscuridad
les impedía verse unas a otras. Cada tarde, el crepúsculo elegía sólo a una, una sola mujer
hablando hacia las cuatro restantes, sin otro orden que algo más que el azar, se turnaban y
todas parecían saber de quién era el lugar de las palabras cada tarde.
1

Una máscara ríe, otra máscara llora.


Mi pelo rojo acaricia mi cuello cuando hablo,
moviendo la cabeza, haciendo gestos, inevitables.
Balanceo las piernas superpuestas, ¿por dónde
puedo empezar? No tuvo final aún, por eso
soy la primera en contar. Como siempre,
la seducción empieza con la muerte, vacía.
En una triste ceremonia de un velorio,
me vio, resplandeciente y oscura, los dos
amábamos la memoria del muerto y la memoria
de todos los muertos en general. Ni una palabra
pudimos regalarnos, la muerte en su ritual
llenó de sal nuestros ojos mirándose y puso
cal muerta en nuestras gargantas mudas, pero
proferimos sonrisas, que fueron recibidas como muecas.
Después, siempre, lo evité cuando pude, a él,
que me atemorizaba con pequeños excesos
en frases o en caricias al pasar, saludos
demasiado furtivos para no tener sentido.
Años de soledad y desvanecimientos tras las máscaras
me dieron un estilo más barroco, fascinada entonces
por él y sus excesos, los borró,
anuló un simulacro de tres años, habló
directamente, con frases desnudas y gélidas,
que cortaban en su carne para mostrar un vacío,
para mostrarme a mí el oscuro vacío de su cuerpo.
Oh, el secreto, todavía no dicho,
de sus representaciones fue anunciado, aunque nunca,
jamás tan claro como su anuncio, podrá develarse.
Así, con una revelación a medias, la segunda
estrategia de su amor hizo el primer movimiento.
Ahora estoy condenada, pero eufórica,
a esperar la tercera, su silencio
es una cadena de acero que me impide
salir de esta casa. Todavía no es deseo,
sino suspenso, la causa de mi sonrisa.
2

Mis ojos brillan, mis ojos brillaban


también en el momento del encuentro,
ahora temo lo incorpóreo, la desaparición
de aquel encuentro que quiero contarles,
entonces, brillantes y nerviosos pero fijos,
mis ojos sostuvieron su mirada ambigua.
Luego el pudor, como ahora, me dio vuelta la cara
y mis labios, ansiosos sin embargo, crearon
en su silencio un canto aún innato, una emoción
esperando hasta su segunda venida, la parlante,
no ya su cuerpo, sino la grácil apertura
de su boca de rubíes, nido de cuervos, lechuzas
y mirlos para el sonido oscuro de su voz.
Hablé y no me escuchó, sólo su oído
calculaba inciertos espacios de atracciones
verbales, hendiduras y heridas para guardar,
curar, restablecer sus breves frases. Y yo,
perdida en el tumulto de esa tarde, anhelaba
la noche en que mis besos nacerían al mundo.
Ahora, propiamente, pertenezco a esta casa, pero
el azar nos lo dio y es del azar
poder aniquilar los sentidos eróticos
de nuestros cuerpos, espejos de amor,
cuando, ya abiertos, dejen de parecerse.
La tibieza es un fantasma con presagios,
si no certeros, probables de soledad y hastío.
Quisiera sin embargo tomarme hasta el fondo
todo el vaso de fuego que él me ofrece.
3

Mis manos son las ramas de un árbol seco,


acompañando la desintegración de mis recuerdos.
Todo está limitado, concluido; el principio
es una noche exacta de vino blanco y húmedos
besos; el insomnio fue largo; ahora, les digo,
cuando lo veo mi cuerpo se estremece, tiembla
mi boca semiabierta y las palabras ya no salen.
Ah, el sentido de su crueldad se identifica
con el sentido azul de su dolor. Recuerdo
días enteros en común, la tibieza de nuestras pieles,
cómo jugaban y se mezclaban entre sábanas claras
nuestras piernas al apagar la luz... ¿Cuándo
viajé de la ironía hacia el amor? Sí;
después en esta casa, siempre a punto de irme,
espasmos, cicatrices de mi memoria impiden
un abandono absoluto, saber partir
y andar sin pensamientos, reflejos de su sonrisa
indefinible. Les digo que lloramos y sufrimos
profundos ataques de desesperación, los cuerpos
aún respondían demasiado bien, ellos hablaban
a pesar del mutismo separando nuestros labios.
Soy la historia más larga y la más breve,
la persistencia graba, la intensidad destruye.
Pero ahora, borrados los recelos por meses,
cierto bienestar lánguido se produce al mirarnos
cuando nos saludamos al pasar; sin embargo,
mis manos rígidas ya no pueden tenderse, desplegarse
como alas matinales, el agua de su boca
es del pasado. Él cosechó mi cuerpo,
sólo quedan los restos, mis palabras
son leña seca crujiendo bajo sus pies.
4

Mi pelo es lacio y preciso cuando el clima


es seco y frío. Él hubiera querido
revolverlo, turbarlo, deshacerlo, pero
sólo hablaba ese invierno, largas noches
buscando interpretar el silencio en mi cara.
Semanas estremecidas desde sus primitivas
digresiones, aforismos de todo tipo, semanas
suspendidas en el aire como espadas, esperando
el desenlace físico de tanto discurso
acerca del amor, un símbolo de agua
que acordamos un día antes del viaje.
Luego la vuelta, la rutina, el espacio
húmedo del año al terminar, ondulando
mis sensaciones, desviando sus abrazos,
intentando esquivar todo contacto. Entonces
dije dos frases, dos frases exactas
sobre los sentimientos invocados, como agujas
suavemente clavadas en su cara, mis frases.
Ya no nos vemos, un ligero temblor
me ataca ante el recuerdo de su voz,
y cuando tomo alcohol, dejándome besar
y aun ansiándolo, me toma por la espalda,
como él dice, murmurando: "un error", en mis oídos.
Casi nunca me pasa; voy desapareciendo; únicamente
vine porque lo estimo, acá descanso
del frío que mi pelo, recién cortado, no necesita más.
5

Le gustaba que dijera mi apellido, el sonido


polaco que silbaba en mis labios, pero creo
que espiaba más bien mi risa en su pregunta.
Lo elegí, por ser chico, para probar mi boca,
juntando valentía para esa circunstancia
inaugural; él sin embargo temblaba, confundía
el lugar de la cita, me esquivaba, pintaba
en las paredes de su casa mi nombre.
Le gustaban también mis pechos, "el collar
de la paloma, blanca y pura", les decía;
ya ponía sus frases fuera de lugar; después
mi imagen dio que pensar a su retiro
adolescente, nostálgico del sabor de mis labios.
Yo, abandonada, di lágrimas primerizas
a su capricho, raudamente agotadas; recuerdo
al besarme buscaba una marca, se hundía
en su propia certeza melancólica. Hubo
vueltas frenadas por la mirada excesiva, la duda
todavía nos muerde, empezábamos,
como niños aún, balbuceantes, inquietos,
a formular una sólida pregunta, los dos
necesitábamos palabras y ahora que las tengo
digo: "¿Acaso perdimos por la hora temprana
de nuestra existencias, para siempre,
el único, el gran amor del pálpito perpetuo?"
Diríamos al vernos: "también estas preguntas
las inventamos", un triste mito, un suspiro
como una sílaba polaca mal pronunciada.
Epílogo

Labios que se abren como un crepúsculo


y que cerrándose dejan caer la noche,
cuando la casa estuvo vacía y el mundo en calma
fue un soplo femenino por el silencio de las voces idas,
en la sexta tarde de rojo sobre el patio.
Quien dice estas palabras no está muerto, aún duerme
lejos, ausente, cansado, la cabeza inclinada
contra oscuras paredes de bibliotecas públicas.
Sueña una vieja casa de su infancia, ocupada
por figuras amantes de las conversaciones, las cinco
combinaciones tienen una causa. Despertándose habla:
"versos que se abren como labios rojos
y que cerrándose dejan morir al hombre".
Luego la casa vacía y la noche estival pusieron
recuerdos ennegrecidos entre su mirada
y la página sola. La vigilia,
si no parece soledad, desierto, angustia desatada,
será más bien inercia, conclusión precisa
para limpiar la casa, pintarla, prepararla:
a las cinco en punto de la tarde
llegan sus nuevos dueños.
TRES POEMAS DRAMÁTICOS
OSCURA NOCHE EN DUELO

Las calamidades

Los faros del auto iluminan la ruta.


¿Cómo podremos decir lo que debe ser dicho,
si cuatro amigos viajan, perdido el tiempo
en que se visitaban? Largo y viejo
es el auto: la edad de las visitaciones
se ha ido con los éxtasis. Ni la más pequeña
de las lágrimas cabe en las palabras.
Los conduce la noche, si no el sombrío
encierro de esa cápsula arrojada
en el camino, a hablar, ¿con qué propósito?
Uno por uno, aunque se dirigiesen
a los demás, siempre sería uno.
El presente, en efecto, es igual para todos,
pero lo que se pierde nunca lo es:
así el instante de sus palabras permanece
virtual y simplemente separado del resto.
1

Maldice el día en que se detuvo

¿Quién puede prever lo que va a pasar?


¿Quién, saber lo que le espera? Yo tuve
la esperanza acuática de mi destreza
en el arte de pintar. Mezclaba entonces
cada tono, finísimas láminas, efectos
de luz y sombra. Pero los años
no me dieron la medida exacta
de mi trabajo. ¿Adónde están ahora
mis potencias? ¿En qué lugar se decidió
poner un límite a mis manos? ¿Tuve
algo, alguna vez? Recuerdo, amigos,
a una chica pálida y diminuta
que hablaba muy despacio. La quise,
vivimos juntos cuatro años. Al pintar,
su cuerpo era un remolino vacilante
sobre un banco de madera. Cuando se fue,
supe que yo no sería nada, apenas
un mediocre artesano, uno de miles,
preparando un futuro ajeno. ¿Adónde
se cortó ese hilo que me sostenía
del cielo? Entonces yo flotaba y ahora
me hundo en los más oscuros pozos,
en la inmovilidad, en la repetición
más anodina. Las aguas del destino,
¿pude haberlas surcado? ¿Había un barquero?
¿Qué hice mal? ¿Qué moneda olvidé,
cegado por el velo de mi juventud? Amigos,
ustedes no pueden saberlo, pero pienso:
¿habrá aún esperanza para mí?
didascalia

Su mano izquierda sostenía el volante, llevándolo


con muy ligeros toques. La forma de su rostro
era el efecto de una causa ausente, unas gotas
que habían caído por su frente, bordeando
la nariz y la boca, una condena perpetua
cuyo origen se perdía en la ruta desierta.

Maldice el día de su nacimiento

No hubiera podido, amigos, desaparecer


de otro modo. ¿Cómo creer, entonces,
en mis pasajeras decepciones? ¿Cómo
no ver ahí las huellas de una desesperada
vitalidad? Cada uno de mis cuadros
era una advertencia cuya luz, tan precisa
cuando el pincel corría veloz y claro,
se hacía al tiempo gris, densas tinieblas
de mis imitaciones transparentes, surgiendo
del fondo de la tela. Y ella, cansada
de mis preguntas, preparaba en silencio
sus enormes bastidores. ¿Estuve cerca
o nadie más que yo experimentaba
el engaño? ¿Qué decidió el momento
y el lugar de mi nacimiento, del destello
fatuo, apagándose antes de mi muerte?
¿No son pocos mis días? Amigos, ¿no son
un parpadeo del cielo, un guiño cómplice
que casi sorprendí? Ustedes me dicen
que soy bastante bueno, pero entonces,
¿por qué alguien puso en mi cerebro opaco
una chispa extinguida, una imagen vacía
o una pintura blanca que se quema
en la vanguardia del olvido? Si ya no hago
sino decorar salas, si repito, si miento,
¿dónde, pues, estará ahora mi esperanza?

Maldice el día en que se desplazó

Hace casi diez años, estuve, amigos,


con una hermosa chica. Meses
había pasado mirándola, en secreto;
luminoso secreto: ella lo supo.
Mis labios lo decían, mis palabras
rebotaban alegremente en las paredes
pálidas del barrio. Pero yo,
triste, esperé hasta que un gesto
mudo la puso ante mí. Entonces,
durante unas semanas, cometía
los más impropios silencios, roces
de mi cuerpo cristalinamente torpe.
Hasta que un día me fui de una vez
y para siempre. Cuánto tiempo
tardó su ausencia en golpearme.
Y cuán inesperado sería el golpe.
Nadie puede asestarlo, si bien yo
lo esperaba en silencio. Un año
después de mi separación imprevisible,
la noche daba sombras a mi memoria
incierta, cuando vi, tumultuosos,
a una banda de tipos corriendo
hacia mí, pero mi cuerpo, inmóvil,
no se apartó. Fui golpeado. La sangre
se deslizaba por mi cara. Luego, solo,
traté de caminar y tomé un taxi.
¿Qué me impedía pronunciar ni siquiera
una sola frase de dolor? ¿Por qué
es más grave mi llaga que mi gemido?

didascalia

Su voz maniática colaboraba,


desde el asiento trasero, en diagonal
a la melancolía del conductor,
con trazos más vívidos, calmando
la expectativa del inicio, incierto, pero,
también acentuando el fondo oscuro
adonde se destaca la juvenil belleza
de su pérdida. Tras sardónica mueca
de nervios excitados, aunque sin el más mínimo
resentimiento, se despega el recuerdo
de su rostro, inquieto, como una lámina
de escena impresionista con muchacha
de espaldas. Él mira, no su expresión,
sino la del pintor que maneja y escucha.

Maldice la condena de sus ignorantes días

Hubiera yo expirado, amigos,


feliz en ese instante de gratuito
escarnio, y ningún ojo, nadie
habría dado una lágrima por mí.
Desde entonces, vivo en el temor
insano de volver a verla, su pelo
castaño brilla en cada chica
que me ofrece su espalda, paro
de caminar y pienso: ¿cómo
podría hablarle? ¿Cómo explicar
mi ausencia? Las frases se disponen
una por una, pero sé que no es ella,
y aun cuando lo fuera, en el silencio
está mi casa, en la oscuridad,
mi habitación. Quisiera ser distante,
recordarle, sonriente, nuestros errores:
que yo olvidaba la forma de su puerta
y, en exceso de amor, llegaba tarde.
Amigos, hubiera yo fallecido,
o fallado, antes de saber
que nunca en un oído mis palabras
se volverían mansas. Debería, entonces,
cuando los golpes me hacían insensible,
mis labios deformados, mi rodilla
hinchada y tumescente, debería
haber sido sacrificado al llanto,
breve y sin causa, más bien
con su propia razón, ya no por mí,
sería vano creerlo, de una hermosa
chica perdida: para mí, una marca
de la vasta desolación que me esperaba.

Maldice el día en que fue quebrantado

Les digo que mi voz se alzó entonces


de un dolor del camino y visitó
la noche, entre sombras. La suya,
que apenas empezaba a conocer, la vida
es un conocimiento insuficiente y breve.
Mi amor por ella, ausente, tan extenso
como un mapa del todo. ¿Cómo, si años
no bastan para saber en qué pensaba
cuando se distraía, la vista fija
en un lugar minúsculo, cómo, díganme,
resignarse a la muerte? Ya no debo
dejar que de mis labios broten sombras
de muerte. Están posadas, viven
esos microfantasmas en su cama,
antes mía, o en el brillo nocturno
de su espejo en mi insomnio. ¿Para qué
hablar ahora? Si muriéramos todos,
viajaríamos alegres, nada perdido, nada
que perder. Perdonen que les diga
algo que nadie puede oír. Ni yo, disculpen.
No tengo lágrimas con que amenguar
la rigidez de mis palabras. ¿Quién era
ella? ¿De qué hablábamos siempre,
de qué irrecuperable frase me perdí al callar
definitivamente? ¿Por qué de sus palabras
nada queda? La cápsula vacía flota
por nuestra casa y creo, todavía,
saber cuándo se acerca. Y después,
apagaré todas las luces y esperando
haré mi cama en las tinieblas.

didascalia

Junto al solitario, el viudo, ¿no es


acaso un solitario atravesado
por la falta de culpa? Cuántas veces
vio en su falta un presagio
del fulgor del destino. Ahora mira,
más allá de la nuca del pintor, blancas
líneas de puntos, volviéndose inflexiones
de su remoto pasado, continuamente
cortado por el hueco, absorbente vacío,
tanto que su nombre se hace sombra
de muerte, su cuerpo, una tumba
de la ausente: no hay separación
para quien vive, sino deslizamiento.

Maldice las sugerencias de reemplazo

Muchas veces, amigos, me repito


que ella se fue, y partiendo
sin mí, quedó conmigo. Sin embargo,
su movimiento me dejó sin mundo.
¿Para qué mundo?, me dije, luego
de diez años de espera, lento olvido
que no viniste. Sé que nadie nunca
se levanta del sepulcro. ¿Por qué
busco, entonces, su cara en cada uno
de mis fúnebres sueños? Cuando se desvanece,
licuada, la tiniebla espesa, también ella
se va. Duermo mientras camino, salgo
a trabajar, hasta que al fin la noche
nos restituya. Pero, ¿es una ficción, una
"forma de decir"? ¿Es su recuerdo algo
presente o un efecto grabado
en mi cuerpo que tomó, a su muerte,
su indeleble dibujo? No sé, amigos, porqué
una intensa indignación me invade
cuando me dicen que me case o que busque
otra mujer desconocida. ¿Cómo desear
esa perversa máscara, fingir allí
donde se olvida el propio cuerpo? ¿Cómo
buscar, en otra, una, borrar
la irrepetible valía de la única vez
que ella vivió? Si fue conmigo, entonces
no puedo más que oír sus tenues pasos
en el vacío de una casa dedicada
a su partida, inconclusa. Amigos,
podré olvidar su agonía, su inconciente
coma ante el horror hospitalario
que me acogió, pero su risa y su pereza
matinales, el calor de su cuerpo recién
despertado, las noches de lecturas escuchadas
de mi boca, si no las puedo ya nombrar,
no caben en número, cómo podría
despegarlas, cápsulas de cristal abiertas
como ventosas sobre mi espalda
para siempre, hasta la última costumbre.

Maldice una pérdida de la que no puede hablar

Yo puedo decirles algo, amigos,


que casi sella mis labios. ¿Saben
cómo un lamento parece acallarse
para después volver? Recuerdo ahora,
crucecitas de madera que hice
en mi infancia, sobre cadáveres
de insectos, de sapos o gusanos,
que yo mismo maté. ¿Pondría una
sobre lo que perdí? Pienso también,
no quiero hablar, en medio de la noche
de este viaje cuyo destino
se vuelve incierto en mi memoria,
no quiero pronunciar esas palabras
que sé demasiado bien. Diez años,
casi toda mi vida entonces, tuve
una perrita, y a su muerte,
en las afueras de la ciudad, quise
enterrarla y no pude. Mis lágrimas
se habían secado en la certeza
de su desaparición total. Cavé, pero
no logré atravesar esa compacta
y árida superficie. ¿Qué haré,
ahora, amigos, si mi dolor
ya no es de este mundo? ¿Adónde
se depositan, invisibles, cada una
de mis furtivas lágrimas? Luego,
todo me fue concedido: el amor
y la belleza, la extrema lucidez
para verlos surgir desde el vacío
de mi ciudad natal. Pero, ¿cuándo,
en qué instante toda esperanza
empezó a abandonarme? Un amigo,
un secreto modelo para mí, escaso
tiempo duró. Apenas llegué a hablarle,
nunca supo, nunca podrá saberlo ya,
cuánto atendía yo a sus frases, cuánto
quise seguirlo. Su muerte me enseñó
que el tópico del dolor nunca se agota,
ni aun pronunciado desde el borde
de un naufragio absoluto. Amigos,
fue el amargo principio de mis dones.

didascalia

¿Qué mira el cuarto, en su asiento


de acompañante, cuando es
en verdad acompañado
por los demás? ¿Qué oscura
claridad se dispersa de sus frases
en la cadencia de un ritmo
recién descubierto? Mirando afuera
de la cabina sombría, les hablaba
de brillos incumplidos a esos amigos
que ahora, al fin, veían cuánto
dolor cabe en palabras, escuchando
sus propias penas en el infinito
temblor de aquella voz no temperada.

Maldice el azar, no la arbitrariedad, de todo

El silencio de ustedes me conmina


a decirles por fin que mi secreto
es excesivamente lábil. Mis palabras
son dos estacas clavadas en mi cuerpo:
una, detiene mi voz y la transforma
en ronco balbuceo, atraviesa la otra
mi pecho a veces, cuando no mis manos.
¿Haré una cruz de madera, amigos,
para una tumba imposible? Yo iba
a casarme. Frágilmente buscábamos,
ella, el espacio de sus sobresaltos, yo,
la celda de mi persistencia. Siempre,
pedíamos dos piezas. Habíamos visto
en una pantalla verde, un error
de la emblemática, una especie
de óvalo más opaco. Nos dijeron
que eso era el origen de alguien
al que empezamos a esperar.
Preferiría no decir el nombre
que le dimos, amigos, mis elipsis
no buscan sino evitar, calladas,
que mi relato se interrumpa. Luego,
vimos otra pantalla y se nos dijo:
"detenido y muerto". A los pocos días,
ella expulsó, para usar las palabras
que quedaron grabadas para siempre
en mis oídos estremecidos, expulsó
algo. Yo no lo vi. Sólo escuché
que era como una pelota de tenis
pero muy blanda, él o ella, apenas
un coágulo de sangre sin sentido.
Amigos, cuando me quedo solo,
mis pensamientos vuelan en esa casa, esporas,
partículas del polvo que cubre mi cabeza,
entonces sólo miro, y ya no puedo
apartar la visión, esa pieza de más, su vacío
retiene mis ojos, la habitación
de ese hijo nonato que perdí, abatido
por una flecha tan ciega como yo.

didascalia

Viajando por el desierto, con sus ojos


escuchando las voces de los muertos. Boca
del despojado acompañante que une
pañales y mortaja: apariciones de hilos
sosteniendo un lamento desde el cielo
negro. Pues no hay dónde posar la vista
sino en recuerdo de muerte. El viaje,
aunque arduo, debe hacerse, a todos
la extrañeza de la ruta espanta. Cuatro
en el auto, no son jinetes del fin, sí brillos
en una ausencia de líneas para la aurora
luminosa y difusa, acercando al amigo
y al compañero, con el fin de la amnesia
que saque de la penumbra a los difuntos.
Bendice su propio lamento

Me dicen que no es nada, a mí, ciego


que esperó la luz y no vino, ni aun
los párpados de la mañana, estoy
como los pequeñitos que nunca vieron
la luz. ¿Cómo, amigos, podría perder
a quien no ha vivido? Ningún rastro
quedó de esa espera, cuyo fin
era el eterno presente de su ausencia.
Su llanto inexplicable, sus pasitos
inútiles, sus primeros balbuceos
en el idioma que uso. Diferencias
poco a poco nacidas de su nada,
única, haciéndose todo. ¿Cuántas
cosas negaría en mí? Si niña,
mi torpe persistencia masculina,
si varón, mis letras y mi nombre.
Pero no me dirijo, amigos, al azar.
¿Cómo podría hablarle? Escucho
en mis palabras cómo mi memoria
hace marcas ahí donde nada
pudo asentarse. Recuerdos, puntos,
para la ruta de ambos, él o ella,
muertos sin ser ninguno, de un golpe
funesto de dados. ¿Qué agradezco,
ahora, amigos, si no este viaje
en que el dolor se cumple y la memoria
encuentra que algo cabe, muy poco,
pero algo, en las palabras? Cada instante
de una vida incumplida, ¿no se mide
con el olvido del mundo, el abandono
recortando las posibles vías, pocas,
que se le habrían dado? Amigos,
que se oscurezcan las estrellas y la luna
no nos dé sino sombra. Sepamos
cultivar el decoro de una vida, siempre.

Epílogo

Dos granos de luz roja, perdiéndose


en la sombra nocturna, tras el paso
del largo y viejo auto, que devino
fúnebre, hasta que el día, al fin,
ponga frenos al llanto, ya que no término.
¿Tendrá un límite el profundo pozo de tinieblas
donde el auto se sume? Desde esta elevación,
se ven parpadear luces que nada significan.
SELVA SELVAGGIA

No sé si aún no había empezado


mayo a dar sus noticias. El verde
resplandecía allá abajo, sobre el río,
seguramente helado. Desde un pórtico,
donde esperábamos la jugosa carne
asada, sentíamos un aire de gozoso
suplicio, con el roce del áspero vino
deslizándose por nuestros cuerpos a la sombra,
mientras se vuelve violáceo, barba rala,
el asador al sol. Quizás también
esperábamos que alguien dirigiera
la conversación en algún sentido propicio
a nuestro ánimo elevado, tanto
que temíamos caer súbitamente. Así,
oíamos música non cantabile y el silencio
parecía escaparse de sus pausas
hacia nuestras bocas, ya manchadas
por el tinte rojizo del vino. Suavemente
nos hundíamos en los sillones, los afortunados,
los demás en sus sillas, o en la verja
de ladrillos, acariciaban ramitas verdes
con distraído asombro. Olvidábamos todos
nuestras míseras culpas, puro simposio
de tres generaciones varoniles, inermes
ante el paso presuroso de los días. Campo
que ocasionalmente, creíamos, nos daba
una fiesta, un reposo. Recordábamos,
en silencio, variaciones que nunca
saldrían de nuestros labios. Al fin, Gustavo,
cuyo pelo apiñado parecía extrañar
sus usuales sombreros, me preguntó
por la causa indecible, fuente pura
de mi silencio, por el duelo que un viaje
a través del viejo Libro, muchísimo
tiempo después, haría transmisible, sólo
en parte. Yo respondí, breve, y la sorpresa
de encontrarse de repente ante la muerte
a todos confundió en inaudible murmullo.

No un ánimo, de nuevo, antes bien un deseo


que nos había llevado a esa reunión
campestre, como emblema de todas
nuestras vidas, dedicadas, y a veces abatidas
con el amargo trago del fracaso, al mismo
piélago de deseos, que ahora centelleaban
como piedritas en ese río. ¿Adónde,
hubiéramos querido preguntar, a qué negro
destino nos dirigimos? Pero fue ese deseo,
tan múltiple sin embargo, en nuestra
incipiente charla, apareciendo, en ese
dolor del que nadie habló, en respetuoso
y unísono silencio, como saliva en bocas
ávidas de delicioso asado. Más tarde
tendríamos motivos para hablar, si bien menos
que los flotantes para oír, ahí,
en ese grupo de aislados hombres, entre ellos,
el rumor incesante del arroyo, la rítmica
memoria que nos salvaba del olvido, o casi,
pues nos salvaba de la muerte, no del morir.

Oscar empezó a hablar, ya la comida


había cedido su lugar al humo blanco
del tabaco, nuevas botellas, ilimitadas casi
en número, nos despertaban y, atentos,
escuchamos las palabras del viejo. El rubor
de lo que no decía coloreaba sus mejillas
entre la barba y el pelo, blanquísimos.
¿Como la nieve? No, ¿dónde la encontraríamos,
bajo ese sol? Antes bien, materiales
tejidos por el artificio de un invierno
aún lejano. Al escucharlo, creo, rogamos
a nuestros dioses particulares, inconscientes
y privados de una fe que les debíamos
en laxa gratitud y cuyo rito, esa tarde,
quizá sospecháramos; sí, rogamos
que nunca, nunca, tuviéramos que ver
el final de ese otoño que en su voz,
pausadamente poderoso, resonaba
en nosotros. Atentos, para hablar, cuando
pudiéramos negarnos a creerle, y él tocara
entonces, con sus largos dedos pálidos,
la vibración de tímpanos entre sus palabras.

"Yo era muy joven, veinte años, los ojos


me brillaban entonces de deseo." "¿Y ahora?",
dijo Kuky, "¿no?" Oscar se ríe, pareciera
que va a rozarlo para confirmar
su presencia: quizás el único no escondido
por sus sentencias oraculares, pero,
burlonamente próximo. Y yo, por supuesto,
tan lejano, como invitado a escucharlos
para, ya ausentes, repetirlos, cuando ahora
silencioso preservo mi juventud. Sin embargo,
la mano de Oscar queda suspendida
en el aire, ala sin freno, aún lejos
de la futura noche vulnerada. "Sucedió
hace ya medio siglo: en un salón
lleno de mesas, de jóvenes estudiantes
comiendo y discutiendo. Alguno
se paraba sobre una silla, ingenuo,
transformando el murmullo del diálogo
en ágora estruendosa. Allí la vi, sus labios
hacían gestos fervientes, hasta que yo,
encendido, me acerqué a decirle
que nadie podía saber lo que va a pasar,
pero de boca tan suave, sólo una praxis
sublime y renovada surgiría. Sonrió
y creí que había vertido en su oído
el veneno de un encanto que ella me devolvía,
multiplicado. Pero tenía un niño de la mano,
apoyando la cabeza monstruosa, que el cuerpo
se negaba a sostener del todo, en la falda
de tela escocesa de su hermosísima madre.
Entonces, no se rían, pues la juventud
es un misterio, aun la que creímos
nuestra, entonces, mi deseo se disolvió
en el aire tumultuoso de esa sala, junto
con el sueño del niño que me miraba
entre la gelatina de sus ojos
desorbitados. No todo, pues el fantasma
de mi propio atrevimiento me obligó
a amarla, en un rapto seráfico,
como si en esa sonrisa el arte - su natural
necesidad - de amar hallase el secreto
de una repetición incesantemente rítmica.
Platónico, o antes bien plotiniano, busqué
conocer su vida. Amigos, no todo el mundo,
supe después, puede ver, sólo el noble. Pero,
¿por qué quise conocer lo que había visto?
¿Por qué no disfrutar de su alegría
en vez de sospechar la sacra sangre
de su condena? Sí, entonces la belleza
estaba en todas partes y mostraba
el brillo de su filo que corta los hilos
cuando más resplandece. No, no fuimos
los primeros a quienes lo bello
pareció bello, nosotros, mortales
que no vemos el mañana." Se quedó
callado unos momentos, su vaso
fue alzado. Y al saborear el vino, parecía
que repasaba la certeza de sus citas
antiguas; la última, ante todo,
proverbio ya casi incomprensible. Luego,
los siete salimos a caminar por senderos
que bordeaban el arroyo. Nos detuvimos
frente a un estanque artificial, olvidado,
repleto de algas y de plantas acuáticas,
adonde Gustavo preguntó, representando
el curioso papel que él mismo dispusiera
para sus parlamentos, por la continuación,
por el principio cierto de aquella historia
maternal. Y Oscar, que descansaba
sobre un banco de mármol mohoso, dijo:
"un escenario demasiado romántico"; "o bien
modernista", agregué yo. Se levantó,
y caminando hacia donde el arroyo corría
libremente, accedió a proseguir su cuento.

"No me pregunten cómo, pero después


fui amigo de su esposo. Trabajaba
en una oficina pública, y decía estudiar,
sin mucho afán, historia, quizás llevado
por una contraposición inquieta
entre la rutinaria espera y el caos
de los mitos, que entonces todos
creíamos sobrepasar. Sin embargo,
en los ojos brillantes de la joven madre
se revelaba un anhelo que él,
cargando el indeciso presente de sus días,
nunca podría cumplir." "Una revelación
impertinente", dijo Horacio, "¿es posible
cumplir algún anhelo?" "Antes diría",
agregó Kuky, "que una madre y su hijo
ya son, para nosotros, inalcanzables".
"Nuestras palabras", volvió Oscar
a su relato, "¿no están hechas acaso
para suplir con abstrusas concepciones
la única claridad? Pero sigamos,
ya sin interrumpirnos con brumosas
divagaciones, en medio de esta siesta
que ninguna frase puede abolir,
así también, el vacío o la grieta
que vi abrirse entre ellos, nada
parecido al lenguaje, ni tan siquiera
el vacilante roce de los gestos,
se desplegó para cubrirlo. Yo,
asistía, morboso o compasivo,
era igual, pues el destino, si existe,
se mostraba cruelmente inexorable,
ante sus paulatinas diferencias,
entre la miseria de una pequeña casita
en un barrio mudo y el gimoteo
viperino del niño, complacido quizás
por las ventajas de la eterna disputa.
Un día, él se fue, y ahora
nadie sabe dónde está. Antes me dijo
que la había visto, una vez, besándose
con uno de sus compañeros. Hacía mucho,
y él quiso, silencioso, evitar el infierno;
aunque, según Dante, las llamas vendrían
de todos modos a quemarlo. Entonces,
supe el secreto de sus discusiones, pero,
¿no había acaso, antes, otro viejo secreto
que la llevara a ella hacia su beso
indetenible en su insignificancia? Amigos,
hasta lo más pequeño puede martirizarnos
y el más mínimo derroche, cambiar
la textura entera del mundo. Luego,
supe que ella no recordaba, tampoco
indagué demasiado, aquel beso ni aun
lo que dejó pasar. Durante noches
de encuentros fortuitos, la vi, siempre
con alguien diferente. Yo, enlazado
a mi amistad perdida, no hacía
más que preguntarle por su hijo.
'Bien, enorme', casi invariablemente
contestaba. ¿Sería más libre,
ese hijo sin padre y que debía
buscarlo en un desvanecido crepúsculo,
siempre? Su maldad se afirmaría
con el tiempo perdido de buscar
y no creí imposible que semejante
monstruo fuéramos todos; entonces,
depositábamos máximas como basura
en cada inhóspito cantero. Porque más vale
no creer a los antiguos poetas, dejar
que el escondido mutismo de ese niño
pudiera redimirse, sin saberlo." Goteaba
el agua de una piedra verdosa, enfrente
de donde estábamos sentados, escuchando
al mismo tiempo la dudosa voz
del viejo y la firme y constante,
siempre igual, del arroyo. El relato,
tan común y no por ello menos
incomprensible, ofrecía palabras,
acaso banales, para nuevas variaciones
acompasadas, que no dijimos. Diego,
que conservaba su anarquía como
un tesoro, dijo que el matrimonio no era
tan natural como los hijos. Y Oscar,
después de un rato, respondió: "el amor
es el instante, el matrimonio, definitivo".

Ya el aire soplaba su nocturno frío,


aunque el sol todavía nos condujo
hacia la casa. Parecía que al fin
la historia quedaría detenida
en una fábula sin desenlace. La tarde,
emblema sin motivo, invitaba
al regreso. "Esperemos", dijo Diego,
"hasta que Oscar nos diga qué pasó
o por qué prestó su voz, nuestros oídos
y esta reunión, a la melancolía
de esa lejana madre". Tomábamos
unos mates, apenas alumbrados,
en la sala contigua, junto a la galería
donde habíamos comido. Y Oscar dijo:
"Acaso nunca la hubiera recordado, yendo
en el ir eterno de mis anhelos, nunca,
si una noche no escuchara su voz,
que sostenía sus gestos y lanzaba
la belleza de un rostro certero
hacia el blanco centro de mi memoria.
Ella me dijo, entonces, balbuceante
en sus frases, pero mirando lejos
la segura vigilia de un escénico
retablo de su vida, que no dormía
casi nada, que cuando entrecerraba
sus párpados ajados, el hijo enfurecido
le mostraba los dientes, y ella
se levantaba espantada. Corría
al cuarto del hijo y se quedaba
mirándolo dormir toda la noche.
Después, por las mañanas, oía la voz
del padre que tarareaba en el baño
a través de una garganta infantil.
Como pude, me escapé esa noche, amigos,
de la evidente locura. Pensé, ¿por qué
no lo era antes? ¿De dónde vienen
tales tragedias que ya no pueden
ser creíbles? ¿Acaso su sonrisa delataba,
en su extrema hermosura, la imposible
oscuridad que la llamaba? Ahora está
internada, me dijeron, ¿en qué interior
de la textura de su rostro, plegada
sobre el vacío imperfecto de sus palabras
hasta que muera? No hay final
para esto que no tuvo principio."
"Pesada herencia para el hijo", agregó
serenamente Eduardo. "Si así fuera",
respondió Oscar, "el mundo no tendría
ninguna historia, y ya nosotros
estaríamos mudos". Todos vimos,
por las ventanas el oro desnudo
del atardecer hiriendo espacios
carmesíes. Ahora, siempre, medito,
cuando recuerdo, siete generaciones,
en la vana vacilación de despedirnos,
y el dolor, renovado, crece. Ruego
hacia la ausencia de ese paisaje
verde y rojizo, al brusco ruido
de grillos y lechuzas, a ellos
y a una antigua señora, que yo
esté aquí y que pueda cantar siempre.
MIMO PARA CUATRO VOCES

cuarta voz

No sé, en este caso, si un recuerdo,


quizá demasiado lejano, las ayudaría
a entender el principio de una fuga
que atraviesa la memoria de los hombres.
Toda huida recobra su real valor
cuando se intenta volver. Por eso,
regresé una vez al sitio, a la belleza
que dividía mi infancia de las palabras
del deseo incipiente. "El beso de las pobres",
llamé a la sonrisa cálida, repetida,
aunque en tono menor, a mi regreso.
Sentí otra vez el olor de los plátanos
que agitaban sus grandes hojas sobre mí.
Sólo recuerdo una noche, ella,
una chica de pelo oscuro y pómulos
tan altos que riendo resplandecía
todo su rostro mirando al cielo, ella,
se acostaba hacia adentro de una casa
oscura, en la entrada del jardín, yo,
sentado en un escalón adonde reposaban
sus piernas, la acariciaba con ambiguos,
sí, todavía demasiados, anhelos.
No piensen, chicas, que la escena,
si bien común, no esconde algún misterio
para mí inalcanzable. Habíamos salido
de una fiesta cercana. Mirándome,
desde el humilde pozo de sus ojos,
casi amarillos más que verdes, seria,
me dijo que yo no la quería, a ella.
¿Qué quería yo entonces? Ciertamente,
no ser yo, o acaso evaporarme
en el fresco aire de la noche estival
hacia ese barrio, ya perdido, dos
años atrás. Tan breve era mi vida
que no veía la unión de esas dos
irrepetibles fugas. ¿Cuántas veces todavía
degustaría el beso de las pobres, soberanas
que conocen el arte del olvido? ¿Cuán
alejado estaba, en mi diletantismo
doloroso, de saber que ellas no estaban
para ser amadas? ¿Para qué entonces,
me dirán sonriendo? Creo que para ver
en el deseo una forma del silencio
de sus cuerpos. Ah, pero ustedes,
hermosas pensadoras, quieren más,
¿no conocen el precio de sus labios?

***

segunda voz

Sus palabras silbaron en el aire


de la tarde en que se fue, chasquidos
de un látigo que golpeaba mis hombros.
No sé, chicas, si él volverá, pero
mis ojos no soportan aún el peso
de los adioses definitivos. Me dicen
que me escape, ahora, de mi sumisión
tan intensamente prolongada. Sé
mirar líneas quebradas a mi espalda
que hacia adelante parecen puras,
rectas en el inmenso abismo abierto
bajo mis pasos. Labios que ya no ofrecen
el brillo blanco de los dientes, sorpresa
me da verme detenida, esperando,
seria y callada, la vuelta de su voz
en la escénica repetición confusa
de mi memoria, como una esclava negra
aguarda el látigo del amo que la odia.
No puedo contarles más, todavía lloro
cuando llegan a casa las noches sombrías.
La ausencia de una presencia se parece
demasiado a la muerte, quizás me quejo
no en busca de un retorno imposible,
sino por el cansancio, las monedas
de mi joven deseo tiradas hacia fuentes
a las que nunca volveré. Amigas,
no piensen más por mí, no existen
palabras para cerrar surcos de sangre
en la piel de este cuerpo. ¿Olvidaré
cómo me abandonó, recordaré gozosa
los detalles imperceptibles de su amor? Sí,
no imagino el infierno, áspero y fuerte,
sino bajo la especie eterna
del arrepentimiento, gusano de odio
que me niega el olvido y me condena
a dividirme en dos. Mis piernas suaves,
cuando las rozo en la oscuridad,
se reflejan en el agua infinita
de los ojos que quisieron tocarlas;
y ahora están muy lejos del alcance
de nadie, se han vuelto las perfectas
columnas para el templo de mi llanto.
Su piedad, amigas, la de todos,
no salvará a mi rostro del suplicio
ni de malignas y leves esperanzas, ¿cuál
es el cajón de la pátina blanca
que me deje dibujar desde cero?

***

cuarta voz

No me pregunten qué hilo enlaza ahora


mis infantiles fugas con la helada
violencia del abandono, estos crujidos
de pasos sobre vidrios rotos. Yo,
entonces me encontré frente a una cara
jovencísima, que repetía otra pueril,
que sonriendo se escondía, la besada,
entre su pelo lacio, castaño, rodeando
la hermosura absoluta de una niñez
dándome las primicias de dulcísimos
labios. Me vi frente a la tristeza
que no me pertenecía. Bailamos,
sí, niñas, fue en ese mismo barrio,
y el tono de la escena las impulsa
hacia poses moderadas, pero entonces,
en mi distancia fría, mis manos
sintieron el temblor de su cintura
y ella, que esperaba algo más
de mí que ese mutismo temeroso,
sacó un pequeño llavero de goma
que aquel puño suavísimo encerraba, eran
cuatro letras pegadas, mayúsculas
en inglés. Las leí. Pero, ¿supe
alguna vez lo que decían? La soga
que hacía de su nombre, de su rostro,
una estilización del mío, de sus dientes
deslumbrantes, una sombría claridad
para mis breves versos nómades, dos
años la tuve al cuello. Y al fin,
les digo chicas, como es obvio,
no dije nada. Ese regreso, apenas
sospechado tras una grieta leve
en el oscuro manto de mis días,
no se cumplió. Pero aquella triste
chica que sin embargo sonreía,
pues sabía hasta qué abismos
me arrojaba su belleza, desapareció;
no para siempre, por supuesto, y luego
he soñado con la casualidad
de un encuentro. ¿De qué, alegre coro,
que me escuchan en silencio, de qué
me sirvió el amor de la más bella
adolescente que había visto nunca? Fui
en busca de otra religión, cuyo emblema
era el ícono polaco de aquel rostro
casi no recordable, a ella le rezo
con la impostación de una década entera.
Quiero que sepan, no se rían, que soy
el asceta minucioso que aquí ven
porque huí de la belleza suprema,
abandoné la perfección y me escondí
en el incierto misterio que desato
hoy para ustedes, no sin pudor ni estilo,
aunque acaso lo cambiara todo por saber
qué hubiera hecho de mí el destino
que me la dio, gozosa, si no me la quitara.

***
tercera voz

Escuchen algo notable, algo reciente,


no contado todavía, chicas, por otra boca.
Aunque adivinen lo que pienso, ¿saben
adónde fui esta noche, explorando
con alas invisibles su amplio reino?
Sentí, o imaginé, que me seguían:
las espadas de una mirada clavadas
en mi cuerpo, en mi pelo, dondequiera
que entrase. Cada bar, cada asilo,
un mar de fuego. Busqué entonces,
detrás mío, justamente, la marca
de unos ojos de agua. Era un niño
de diecisiete años. Le hablé y sonrió.
Tardó mucho en besarme, las yemas
cremosas de mis dedos habían rozado
durante horas en vano su antebrazo. Yo
tuve, hermosa obligación, que acariciar
sus labios y al fin calmé la sed,
apagué el fuego negro y las espadas
salieron lentamente de mi nuca. Fuimos
a mi departamento y lo dejé
creer que me embriagaban sus mentiras,
mientras caía la ropa al piso; ¿quién
era ese torso pálido, con el rostro
tapado por la remera que ascendía
como en una liturgia? ¿Por qué
decimos que me entrego cuando ansío
mucho más que una ofrenda? Después
vi en sus párpados bajos, las pupilas
giraban seguramente atrás, la desgracia
y toda la inconveniencia del placer.
Me dije que nunca más lo vería, pasé
un brazo por su pecho; amigas, su dolor
por el don inesperado, casi ensueño,
de un cuerpo hermoso, el mío, sería
la marca de mi sed sobre el arroyo
infatigable de su vida. Mis alas
me llevan donde quieren. ¿Puedo llorar
en ese océano ardiente, o debo
atravesarlo resignada y caer
una vez por semana? Hasta que al fin
encuentre el muro blanco, la escalera
y nadie pueda seguirme al otro lado.

***

cuarta voz

No podría decirles quién era entonces


ese niño perdido que buscaba implacable,
en medio del blanco estruendo, algo,
no una persona, sino una diferencia
secreta. Pero a cada momento
la volvía a perder, y hoy mi memoria
no distingue los hechos de las frases
inventadas para tender algunos puentes
sobre el vacío, o para rescatar
del lago del olvido, desde lo alto,
cuerpos ya irreconocibles. ¿Acaso
no estamos aquí juntos para hablar
inútilmente? Sí, aunque digamos cosas
y no palabras, pues ahora parecen
más ciertas nuestras voces, sus sonrisas
brillando cuando el ala del pasado
les roza los párpados, más seguras
mis palabras que unos objetos perdidos,
dolorosamente únicos, y desde hace tiempo,
casi en el preciso momento en que una flecha
nos atravesó con su presencia extraña,
convertidos en un mito que nunca,
ustedes lo saben, nunca tuvimos.
Confieso que en mi infancia construí
con mi mente un infierno, ¿y podré
hacerles hoy un cielo de palabras
visiblemente oscuras, ya apagadas,
así como del fuego de viejas estrellas
el azar hace planetas donde la vida
es una remota posibilidad? Si me escuchan
sabrán que una posibilidad, un balbuceo
guarda toda la belleza de un himno
a la variedad, y que ustedes están
más en mi voz que en esas sillas
donde se sientan con las ágiles piernas
flexionadas, flotantes las manos
que vuelan como signos para quienes
no pueden verlos, femeninas cortando
el sonido de sus voces, segunda laringe
que es quizás un indicio de futuras
maternidades. Pues, ¿quién, si no,
les dicta la oclusión a los infantes?
Preguntas vanas; tengo que despedirme
sin haberles dicho nada. Buscaba
lo primero que vieron mis ojos, ya saben:
alguien que se fue, de nombre impronunciable,
y que el olvido reemplazó desde un lugar
de equivalencias falaces; por eso el mal
no es más que una repetición imperfecta.
Lo primero que vi ya no era el fuego
de la estrella que alumbró mi nacimiento.

***

primera voz

Dicen que Botticelli buscaba sus modelos


entre las jóvenes embarazadas, rubias
con el vientre formando un ánfora delgada
a los tres meses. ¿O quizás sólo tenía
en su mente la imagen de ese cuerpo
que apenas duraba una semana, una ocasión
presente, en ciertas mujeres pálidas, casi
niñas y levemente tristes? O acaso vio
en ese cambio el cumplimiento
de cierta perfección, no sin motivo
pues yo la llamaría, no se rían,
la forma del destino. Y en verdad
en este instante algo me pasa
y toda anatomía, chicas, se hace incierta.
Ya nadie calma el peso solitario
de una transformación definitiva.
Siento a veces puntadas que se mueven
como un despliegue doloroso, pero,
¿qué placeres esconden, qué belleza
nace de este desvío de mi cuerpo
estilizado hacia una forma desconocida?
A veces, ante el espejo, inclino
un poco mi cabeza, miro mi piel
tensada hasta volverse transparente
y azul, y creo que Botticelli
vio el sacrificio de mi gesto, la caída
de una belleza inútil y flexible,
de la infancia ofrecida y terminada
por una sombra efímera de la espera.
Ninguna de ustedes sabe, convertidas
a la religión del movimiento,
cuántas palabras de quietud nos faltan
en las lenguas cortadas que nos hablan
para decir lo que me pasa y en mí queda.

***

cuarta voz

Ella duerme y el cansancio del mundo


se divide entre nosotros. ¿Será
el mismo que punzante golpea
las plantas de mis pies y que amenaza
mi memoria con la marca acuosa
de la inutilidad? Su sueño dulce
de otro cuerpo es mi áspera vigilia
sin fin. Pero no debo fingir, dos
nunca es mejor que tres, uno
se disuelve como la sal en agua,
como cero en la nada. Tres:
sueño, vigilia y espera muda
antes del aire, flotando en ella,
tercero para leer que ya no puedo
ser uno, dentro de algunos años,
no desdoblado por la muerte, sino
triplicado por su nacimiento. Aire
en vez del agua, que ahora
dicen que lo alimenta, ¿respiramos,
yo, la espalda partida, escribiendo,
ella, bucles castaños sobre el rostro,
durmiendo por todos nosotros? Llama
pues el ritmo nos une, grita
para que el silencio cálido nunca
desordene con su anunciación
nuestra espera discontinua de signos
vacíos, puros, del milagro futuro.
SAGITARIO
Hijos.

"los ojitos estiran el paisaje


como en la cuerda de un arco
un iris continuo que devorara
las flechas"
Arturo Carrera, Animaciones suspendidas.
Hace ya muchos años tuve un sueño
que terminaba ante unas puertas
de madera esculpida. Allí algunas figuras
se desvanecían como adornos
demasiado vivaces para alguien que dormía.
¿Podré ahora ver, despierto, algo
más allá? ¿Inventaré esos niños
de mármol pintado? Celestes
estatuas que cabalgaban con soberbia
infantil sobre el trabajo minucioso
de un dios esclavizado. Los sueños pueden
vestir sombras sin fe, pero también
traernos noticias de la verdad, ¿qué es,
si no, la tenue métrica de los versos, qué
otra cosa? ¿Acaso la agitada
respiración del durmiente, cuando ve
su propia muerte pesada y cayendo
sobre su pecho con la apariencia
inexplicable de unos niños sin rostro?
¿O puede ser el sueño, imagen
repetida de la muerte, único sitio
donde voces y cosas, quien las mira
y las oye, llegaron a mezclarse?

***

No he traído del cielo este raro arco


que tanto te ha asombrado. Soy tu guía
pero podés llamarme como quieras. Sí,
deberías mirar estas tenues, traslúcidas
sombras, agrupadas o dispersas, pues son
mortales que esperan nacer. Aquellas
tres siluetas de cabellos trenzados
han sido peces, escarabajos, cisnes
antes que los llamaran para volver
de nuevo a la poesía, hacia unas vidas
repletas de palabras. Si lees ya
las notas que en sus túnicas verás
para tus ojos traducidas, tal vez
adivines el día en el que iban
a nacer, aunque otras necesidades
lo evitaron. ¡Con qué pena temblé
al disparar entonces mi arco
hacia los hilos frágiles de esos futuros
poetas que nunca nacerán! Otros
cuerpos, otras voces, que quizás
vayas a conocer, y que los tres
todavía esperan. Lee sus epitafios
y si las leyes que me ordenan
un día lo permiten, sabrás reconocerlos.

***

En lugar de casarme, consagré


a mis versos la juventud. Ahora atravieso
las verdes aguas de la aflicción. Tantos
efebos me buscaron, atraídos
por mi gracioso paso, pues aun siendo
quizás muy alta nadie bailaba
mejor que yo en las fiestas córneas
del hirsuto dios; pero no me halló él,
de quien la sombra en el último abrazo
desgarré. A cambio de mi lecho nupcial,
mi madre puso aquí una virgen de marfil
que se parece a mí. Sin embargo, tú,
recuérdame, niñita, como al grillo
y a la cigarra, huésped de la encina,
que sepultaste llorando, soy Ánite,
juguete precoz. Recuerda al delfín
que se moría encallado en la playa,
¡cómo pensamos, niñas, que había visto
su efigie en alguna proa de bronce
y que engañado por el arte siguió
a la nave hasta morir allí tendido!

***

Detente tan sólo un momento, quienquiera


que seas. Es el cuerpo de Nóside,
la de cejas espesas y piel blanca, el que ahora
pisas. No toques la sagrada ofrenda, esta red
que llevaba mis cabellos. El cuadro
se ha gastado con el roce de los dedos
de otros viajeros demasiado curiosos, dicen
que muy bien reflejaba el alegre encanto
de mi suave mirada. Que mis ojos oscuros
alumbren la noche de tus sueños, lector,
si crees en mi belleza que ya nada
atestigua. Ni una hija que repita la gracia
de mi gesto. Pero si vas a la playa, diles
a las chicas hermosas que no guarden
la miel insuperable que las cubre.
¡Que su talento te brinde alegría
y que limpie tu cuerpo del dolor de los dardos!

***

Dijiste, transportada, que me querías y el llanto


sellaba tus palabras sobre mi piel. ¿Cómo
no recordé entonces tu inscripción, la risa
con que me la hiciste leer, apenas
te conocí? "Tómame entera, decía,
y luego no te aflijas si otro también me tiene".
Ahogué entonces las brasas de mi olvido
en el vino sin mezcla, y encima de un profundo
pozo me asomé. No quise ver la vejez
reflejada en mi rostro, sino decir
mi breve poema sobre un niño pequeño,
que a los tres años fuera atraído al agua
por su imagen y sacado, ya muerto,
para evitar el agravio de las fuentes. "Sabes,
me dijo un joven, eternos son tus versos, pero
demasiadas veces te acuesta la pasión
sobre espinas o cenizas aún calientes
de un banquete secreto, ven, recítame
los versos que hace tiempo compusiste
para otro; soy moreno, ¿qué importa?,
los carbones son negros y brillan encendidos".
Madres.

"Tocas el blanco, cruzas. ¡Oh el zumbido


del arco al distenderse, el surco que ara
el oleaje y se cierra!"
Eugenio Montale, Las ocasiones.
Aquellas tres mujeres que se acercan
todavía conservan su dolor, sus voces
aún parecen retener el eco
de unos cuerpos devueltos a la fuente
de la belleza. ¿Cómo pueden hacer
esas perfectas miniaturas
del propio desencanto? Brillan
como flechas de plata sus pálidas
túnicas o vestidos.
La gracia que las cubre
es la belleza en movimiento.
Tenues vidas sin cuerpo que cantan
y que con la bebida del olvido
mirarán hacia el cielo y desearán
entrar de nuevo a un cuerpo.
Aun si no las vieras, seguirían brillando.

***

No somos tres mujeres que bailemos


para que tu certeza nos condene
a un olvido dorado. ¿Te parece
que es un sueño mirar cosas hermosas
tan complacientes y únicas, que esconden
la acertada belleza? Ya las gracias
se alisaron las ropas, mientras vemos
nuestros cuerpos flexibles, reflejados
en tus ojos. ¿No ves que sin nosotras
no tendrías un guía y creerías
que la belleza existe? Sólo hay
instantes placenteros, vidas sueltas
sobre este musgo corto. ¿Cómo harías
para hablar del dolor sin despedirte
del áspero temblor de nuestras voces
y del deseo que esta exhibición
te ofrece? Cuando ya quieras morir,
escucharás a otros que te llamen
y rompan tu gratuita supresión. Nunca formas
tan celosas y antiguas como esta
voluntad suprimida que resume
en cada cuerpo todo y nada deja
de nuestras tres sonrisas transparentes.

***

Parecida a la noche, me senté,


a escuchar un chasquido sordo, el arco
tenso del destino que dispara sobre mí.
No hablaré de mi infancia, del peligro
desafortunado, de expulsiones familiares, allá
donde entre tan escasa gente nadie
miraba el brillo de esta niña, hoy
tan alta como un árbol que se hunde
profundamente en la tristeza terrestre.
Busqué después la vana promesa de leer
a dos hombres unidos por un hilo
que yo llevaba danzando. La muerte
los hace ahora totalmente distintos, ¿qué
rara trama decisiva diría que uno
fuera consumido por su enfermedad, dándole
un excesivo alimento, qué hizo al otro
detener un crecimiento que hoy tejo
con la malignidad de mi aceptación?
Todavía mi herida me quemaba y él sacó
una flecha nueva, alada, causa
de sombríos dolores. ¿Quién podía
saber que un gesto negativo, juvenil
y violento, que esta cápsula, yo,
me aboliría para siempre? No sé
cuántas personas se conmueven al verme;
quienes me aman susurran, para asistir
a la belleza de mi llanto que me dobla
como la lluvia al frágil junco: "¿Por qué
quieres crear otro cuerpo con tu cuerpo?"

***

Es cierto que fui yo la que tiré


del telón, pues no podía tolerar
mi propio secreto oscuro. Dije
lo que hice, pero me concedí
un sombrío cortejo: dos delgadas
y alegres mujeres que pudieron
hacerlo también. ¿Quién sabría
decir si fue un efecto
del sufrimiento que las envolvía?
Mis ventajas están en que yo hablo
y me quejo de una fatalidad,
donde el dolor se vuelve casi
una forma del deseo. Entonces
rindo homenaje a mi destino amargo.
Cuando fui a ese lugar que simulaba
la blancura de la asepsia, me apoyé
en los hombros de una amiga;
sus huesos que parecían salirse, su
temblor, me mostraron que yo
la hubiera podido salvar, a ella,
y que al ceder a mi martirio
la condenaba conmigo. Pero ahora
mi tristeza relumbra entre las noches
y los mentirosos días. Después volví
a mi pieza a llorar como si el cuerpo
tuviera una extensión de lo que hago.
Íbamos sobre sombras que mojaba
la lluvia, pisando unos fantasmas
sin rostro. Si pienso en ellos
y en el coro que formábamos las tres,
me pregunto qué nombres, qué sexo
les hubiéramos puesto. ¿Cómo
enumerar eufonías y alfabetos,
genealogías y caprichos, cómo
hacerlo sin recordar la pesadez
de esa anestesia que llamó al secreto?

***

En una caja de cartón yo guardo


tres hojas amarillas de una planta
que arranqué en mi infancia. Ahí
había muerto una pequeña tortuga,
de hambre o de sed, sin probar
las hojas de la maceta: su condena,
¿fue mi ignorancia de la historia
natural o las especies cambiantes
de seres como yo? Ahora enmudezco,
entregada a un retorno quizá menos
casual, que no repite nada, callo
la intensidad de un acto al que mi voz
intenta desligar de mi memoria. ¿Supe
entonces que mi cuerpo era algo
más que sus oscuros mecanismos?
Dispuse una cesura entre mi mente,
que silenciosamente habla, y eso
que dejo de nombrar a cada instante.
Nada podía levantarse de mí, dentro
de mi abandono, huérfana que no
quiere dar a tenebrosos huérfanos
de sangre coagulada una luz imposible.
¿Pueden las amenazas, los estorbos,
peligros de una monstruosidad o de una ausencia
de deseo, explicar mi negativa?
No creí haber interrumpido, dije,
más que la misma interrupción. Pero,
¿entonces por qué callo, a qué
le temo en la mirada de una muerta,
que destella en los ojos de todos
como reflejo de sus propias fugas?
Me acompañó mi madre, su fantasma,
¿con quién fui, si no, a la camilla
de las despedidas, mientras sonaba
extrañamente una melodía alegre
de vivaces flautas, como pasos y saltos
de una sombra infantil que ya se iba?
Padres.

"Oye: Arquero en la sombra,


el Saetante Divino
acecha tus minutos
con flechas de martirio."
Enrique Banchs, El cascabel del halcón.
Esos pájaros límpidos que ves
ahora iluminados por los rostros tranquilos
de las mujeres, uno oscuro, otro gris
y el último castaño, tienen ya
la forma de las vidas que la suerte
los hiciera elegir. Pero aún recuerdan
lo que vivieron antes, y por eso
siguen a las muchachas y se posan
en los hombros juveniles que la luz
del sufrimiento les indica. Dicen no
al lúcido dolor, aunque protejan
a las tres bailarinas de un enjambre
de abejas extraviadas: son las formas
que toman los recuerdos de sus actos, pero
también como a los pájaros les gusta
el sabor dulce del dolor olvidado
que cura en los mortales las heridas
de mis flechas. Ellas van hacia allá.

***

Por todas partes, donde mire, un duelo


cruel, el miedo, la imagen repetida
de la muerte. Desde aquel instante
en que una flecha oculta atravesara
el camino de mi aliento. Niños
ya sin corona, ya imposibles, flotan
mudos en un pantano que sólo yo
recuerdo. ¿Por qué sigo este curso
de dicha estéril, de solitaria danza
empecinada? Abandono este día
las sombras inexactas, buscaré
nuevas formas, objetos más precisos.
¿Dónde hallar, en qué ritmo,
los detalles de ese olvido? Ahora,
aquí estos tonos, aquí mi arte depongo.
Toda escritura, un pecado contra
uno mismo, quebrada la corteza
frágil de la paciencia. Le dije no
a la discreta posibilidad
de un nacimiento, un hijo
en el que nada vería descender, salvo
la repetición del nombre. ¿Y qué
otra cosa es escribir? ¿Por qué
negarme entonces a que mi vida
fuera mi obra y el olvido,
mi última meta? Miento, miseria
de la belleza inexistente, ausencia
de un deseo lo bastante intenso
para oponerse al aborto, más allá
de la sucia moral. Pero todavía sé
que quise, que anhelé, en mi quietud,
como un sátiro ocioso y apoyado
en un pilar celeste donde descansara
una perdiz, la libertad católica
de una perpetua desdicha. ¿Puedo ya
dedicarme a bailar mientras agito
furiosa, inconscientemente, un vestigio
de tirso? La gracia se va y vuelve.

***

Vine de un lugar demasiado lejano,


aislado entre personas que no se distinguían
casi de la inmensa llanura. Las calles
eran simulacros de las verdaderas, nada
tan diferente a lo que después vi
en un viaje intraducible. No formé
mi voz con libros de un encierro sino
con el deseo de huir. Un exceso
de posibilidades fue el principio
que me hiciera encontrarla, viuda
de letras amargas. Pero sonreía
en su anhelo como una estrella, imperfecta
de tan luminosa. Claro que su nombre
estaba atado a una remota infancia
y a una devastación. Ahora su voz,
que ya no escucho, cerrará el triste
círculo: lo que no llegó a ser
ni siquiera una cosa, ¿nos tiende hoy
el hilo de una trampa mutua?
Sueño que no sabe lo que es el dolor,
de otro modo no buscaría yo, artero,
de este artificio, la promesa inocua
de la variedad del mundo. Pues es lamentable
alimentar un dolor y no entender
el inmenso peso que transporta. Digo
que la fidelidad si revela un secreto
es más transparente que el cristal.
¿Acaso el ímpetu y cierta vanidad
por lo que creemos hacer otorgan
este manto de olvido que me cubre
y que carga con toda la memoria posible?
Sueño que las hermosas gracias
hieren la tierra con paso cadencioso.

***

Hay un cuadro de William Blake, creo,


sobre la piedad, donde una mujer pasa
volando en un caballo cubierto de telas
impulsadas por el viento, llevadas
contra el fondo gris azulado de una noche
sombría. Y en sus manos recoge a un pequeño
homúnculo, un ser miniaturizado
de bucles rubios que parece irse
con ella. Pero su mirada rauda
no mira ese cuerpo ínfimo que apenas
sostienen las yemas de sus dedos. Sus ojos
se dirigen a una mujer yacente, las manos
entrelazadas sobre el pecho, y cuyas cejas
se arquearon por el dolor del último instante.
Todavía la piel pareciera mantener
los colores de la vida y los pechos tersos
se asoman al final de una túnica
o quizá una mortaja muy tenue. Supe
que ese cuerpo pequeño y rubio era
un emblema del alma de la muerta. ¿Qué
me hizo pensar en un hijo que hubiera
observado y llorado en su cuerpo el acto
que ella no pudo dejar de realizar? ¿Dónde
está quien debería acompañar ese resto
demasiado mortal? ¿Un niño devuelto
a alguien, tal vez yo, que se negó
tanto a la aceptación como al castigo
de las decisiones precarias? La fija risa
mundana de la belleza ya me abandona.
Y la tumba demuestra, falaz consuelo,
que es tan efímero el niño bajo la noche
como la hermosa madre rechazada, y yo
ojalá muestre un día alguna llama afirmativa.

***

Este árbol que parece transparente,


con hojas como sílabas pueriles,
no es de ningún idioma, ya su especie
no tiene nombre. Sólo esos frutos rojos,
que ves entre las ramas invisibles,
pueden tocarse. Cuando caen al piso,
hay una lengua que desaparece,
una red de hilos rítmicos cortada
para siempre. Los poetas que cuelgan
de sus telas ilegibles, de pronto
dejan los instrumentos que el arquero
rompió con una flecha. Y corren todos
desde esta loma hacia la cumbre aquella
donde les piden a las parcas, diosas
de la necesidad, un nuevo cuerpo,
otra lengua que los salve del fin
de todas las estaciones. Reclaman
el regreso del verano, algún fruto
que reproduzca la inútil presencia
de este enano arbolito del lenguaje.
¿O pretenden acaso la imposible
devolución del órgano extirpado,
como si a cada enfermo le doliera
el objeto podrido que alguien tira
sin siquiera mostrárselo? Las lenguas
muertas flotan como abortos deseados.

***

Llegaste ahora al patio de las diosas, la escalera,


que parece de mármol, te conduce
al lugar donde tejen
la ropa del destino, los vestuarios
de las sombras que esperan. Pero no
lo deciden por suerte, algo vacila
para que elijan siempre lo que son.
Aunque estés ciego, vas a ver
tras aquella ventana la materia
de unos hilos que nunca entenderás.
¿O crees que en tus frases
temerosas cabría el casual barro
de donde saliste para escucharme?
Tus dedos son inútiles acá, tu memoria
te hará ver la impureza de la imagen
frente a la vanagloria del idioma.

***

Me asomo por una ventana y veo


unas bolsas tiradas en un charco. Más allá,
el río escuálido de mi ciudad natal,
donde flotaron idénticas bolsas.
¿Qué hay en ellas, si no el aliento
encerrado de un pasado sombrío
o de actos cuyo peso nadie mide
aunque ya estén aquí, cayendo?
Flotaban como círculos de brillo intermitente
que rebotaran contra obstáculos secretos
del fondo verde y sordo sin posible piedad.
¿Qué son, si no las posibilidades
de ciertas líneas, de pronto detenidas
y devueltas, que acaso nunca salgan
de los bordes grasosos de esta corriente verde?
¿O una ventanilla de auto, empañada,
donde cayó de pronto una gota de sangre,
como si el vidrio fuera
el piso, una estrella perfecta
de transparencia roja? ¿Qué
es, si no el rastro de mi propia culpa
en actos que eludí?
¿Y no empaña hoy el vidrio
la clausura repleta de ese auto
de respiraciones intranquilas? ¿Por qué
el dolor que se niegan se hace mío?
¿Por qué yo puedo verme y también verlos?

***

¡Oh tú!, sagrado, ven a los banquetes


festivos, pero tira por favor
lejos de aquí tus flechas, tus ardientes
antorchas extingue. Y ustedes canten
al dios, pidiendo en voz alta ganancias,
aunque en silencio o aun murmurando,
ocultas las palabras por el ruido
alegre de la fiesta: flautas, gritos,
pidan para sí mismos algún cuerpo.
Disfruten; ya la noche y las estrellas
son el lascivo coro de la luna.
Después vendrá, callado, el sueño, envuelto
por sombrías alas, y los temores,
negros fantasmas de inseguro paso.
Huérfanos.

"Si las cosas ahora no van bien,


no serán siempre así:
en ocasiones con su cítara
él despierta a su musa silenciosa
y no siempre mantiene tenso el arco."
Horacio, Odas, II, X.
Las musas nos transforman, hacen
su casa con nuestros huesos, arquero,
y ramifican tu nombre. Sálvanos,
libéranos de estas piernas caprinas,
pues amamos unos ojos oblicuos
de alpaca verde sólo para recitar
la música que nos dabas. Llévanos,
o dispáranos y muertos volveremos
a saborear el jugo de tu arbusto
sagrado. Nuestro absorto sentido
perdió tu rastro, el reguero
que ensangrentó tus pies, en varias
partes repartido. No dejas huellas
porque caminas sobre las cabezas
de los que mueren o te desafían.
No bailamos aquí para un mortal,
ni siempre fuimos faunos infernales;
Sagitario, decile que se cuide, ya
brillan sus ojos cuando mira tu espalda
recorriendo este país de sombras. Muchos
poetas terminan desollados para luego
reproducir el ritmo de sus versos miles
de veces, golpeando con pezuñas,
garras, cascos o élitros, esa escansión
que siempre seguirán. Que nos den
otra suerte a nosotros, quisiéramos
corregir otra vez lo que hemos hecho.

***

Hacia aquel bosquecito te conducen


los pasos de estos tres alegres faunos,
que favorecen tu sueño y los brotes
nuevos de los árboles. ¿Soportaste
el azar, el evidente incumplimiento
de las cosas? Escúchalos ahora:
ya bastante te han dado si tus versos
son bellos, y aun si no son dignos,
¿para qué lamentarte? Mirtos plateados
te rociarán la cara. La belleza
es un vidrio tan frágil que se quiebra
apenas con el roce de una sombra.

***

Más profético soy que pensativo,


y estas plumas de rocío prueban
que no aprendí a mentir. A vos,
me decía un maestro, la verdad
te maltrata el estilo, ése es
tu defecto. Una vez quise mostrar,
no sé ante quién, mi fracaso de vidrio,
el himno cristalino de mi fragilidad.
No saltaban mis ojos como ahora
fuera de sus órbitas, ni el viento
me despeinaba así, no me reía
como una comadreja que acecha a las serpientes.
Fui a la estación de trenes; medianoche
era la única docena de mis días. No,
dijeron, ya salió con el sol blanco
de la llanura, que otra vez revelaba
sus chistes. Y percibí el rencor de los incultos.
Me encerré en una mónada perfecta
junto a los fogoneros relucientes, llegué
cubierto de carbón y caminé,
abandonando la locomotora, varios
miles de metros. Purgaba así
los saltos retenidos de mis versos
secretos, me libraba del peligro
de una prosa reptante y sibilina. ¿Pude
escapar de mi anuncio o recaí
en el mal del alegre excluido? Lo digo
sabiendo cuánto la gente agradece
un nuevo tema de conversación. Mi tarea
era la de entretener, encantar.
Si pudieras decirle al que te guía,
¿lo harás?, no quisiera reptar y menos
aún rumiar. Para las sombras
como yo, que buscan apasionadas
sin poder recoger nunca el tesoro,
"vagar" es la palabra que conviene.
Mortal, ya el doble arco de las gracias,
¿se apresta a castigar mi atrevimiento
con dardos venenosos y confusos
o marcará mi espalda la flechita
de la buena suerte? Que vos la tengas.

***

Señor del gasto y del arco de plata,


toca la cuerda que nos apacigüe,
dirígenos como a un coro de musas,
ilumínanos con tu pelo de oro y danos
algo que aprender, escucha las voces
suplicantes. Sabemos muchas cosas,
y aunque las diosas no nos dañaron, tampoco
nos hicieron jardineros ni orfebres,
para nada servimos ni tenemos
una técnica útil, pues somos tus esclavos.
En cada hoja de tu bosque escribimos
nuestras estelas póstumas, deseamos,
te rogamos que no las pisen nunca
tus sandalias brillantes. Aunque sé
que el otoño se lleva los secretos
que recitamos cuando el sueño leve
nos deja sin respuesta y no podemos
frenar el tiempo sino con la muerte.

***

Junto a un arroyo dúctil,


hay arena y en ella cuatro huellas
de pies descalzos: chicas
de manos con estrellas frías
todas a la misma altura del miedo
con que huyendo grabaron sus plantas
aquí. Me estoy citando
al recordar el pelo rojo,
destello en la pálida espalda,
como leído. Esta frente abultada
me hizo alzar la cabeza,
pero no tuve fuerzas, no corrí
detrás suyo. ¡Quisiera
hundirme en este arroyo y olvidar
toda mi vida!
Si alguien creyera en lo que digo,
pronto sería un mudo pez
boqueando; y es lo justo.

***

¿Es cierto que estoy aquí? ¿Es tangible


mi tristeza? He visto mandarinas de luz
en cada objeto diurno; cada gajo
me cerraba los ojos. No era miedo
a la ceguera, que toca a los poetas
como una pluma venenosa
tras la flecha perfecta, aún escribía
leyéndome sin volver al pasado
de cigarra. ¿Sabías que Platón
dijo que eran poetas olvidados
hasta de sí mismos, cantando
toda su vida sin parar? Pero,
¿alguien escucha a las cigarras?
El que limpia y el simple, el acertado
guía, él escucha aun cuando
ya no oiga en nuestra lengua
su nombre. No lo dudes,
no pienses, imagina: esos bracitos
que otra vez tenderán
hacia vos su sed de inasequible.
En el campo, ¿sabés?,
hay una tumba coronada
por un niño de mármol italiano
que flota delicado como
una profanación de la planicie. Yo
estoy solo, soy un pequeño cíclope
tirando ramas de sauce a la brutal
indiferencia. ¡Qué importa! "Poetas"
en su idioma se dice igual que "huérfanos",
y si fuera cigarra yo querría
lamentar la muerte de los fulminados
por el rayo con lágrimas de ámbar.
¿Qué cabecita en corona, arquero,
decidirá el encuentro? ¿Se hará?

***
Ausentes, confusas memorias para nosotros,
pero en ellas infinita claridad de confines
que no tienen fronteras; al despertar las vi
a las tres bailando en las tinieblas,
como un regalo inmerecido del búho
siniestro del saber, y agregaban lágrimas
a las lágrimas del río, imágenes
a las figuras del sueño, letras tachadas
al libro de sus vidas que nunca, y en esa
eternidad escondida su reunión de gracias,
nunca se borraría, como el gasto
que no arroja sus dones donde implora
la indigencia: "¡Algo, que me dé!", sino
donde el exceso mendiga todo. Hoy
el temor me impide levantarme en la noche,
y ni las plumas ni una colcha bordada
ni el sonido del agua serena podrían
conciliar mi sueño. ¿Es esto lo que oí
en mi desmayo: la risa de los faunos
y el paso presuroso de las musas?
No; sólo unos labios de mármol pintado
que recordaban: es corto, muy corto
el plazo de la belleza. Ahora sé que respondí
con mi pregunta. ¿Quiénes son
estos cuerpos sin nombre, estas posibles
voces que me das? ¿Qué olvidé
para desmentir con ellos mi próximo fin?
¿Por qué, oh inexorable, quemas tus dones?

***

Sus pies golpean las puertas.


Toda la estancia tiembla
como esta ramita de laurel.
Que se deslicen los pestillos, giren
las llaves por sí mismas. Chicos,
estén listos para cantar.
Crecerá quien lo vea, quien no,
se sentirá humillado. Arquero,
¿te veremos? Que los niños
hagan sonar sus instrumentos,
si quieren oír el poema
y ver su pelo claro. Los aplaudo
aun antes de escucharlos.
Silencio. El agua misma se calla
cuando sentimos el clamor que llega
y no lloran las piedras limpias
del arroyo. Contengan
sus gritos. Pero el coro
cantará más de un día, fácil
es el motivo, que cubre
la belleza con oro, siempre
joven, nunca tapada
por la sombra de la tarde.
Sus cabellos mojados
esparcen perfumes, dejan caer
gotas que viajarán
con el rocío hacia el sol.
Nadie tiene tanto arte. En su destino
están el arco y la poesía,
que adelantan o atrasan
la muerte. Él siempre cumple
sus promesas. Te llaman
compasivo, brillante.
En primavera, te ofrecen
todas las flores que se abren
con el rocío; en invierno,
dulce azafrán: en el fuego
que no se apaga nunca,
sobre las brasas de ayer
no se amontona la ceniza. ¡Cómo
te alegraste cuando en las fiestas
los elegidos bailaron
con las chicas rubias! No
habías visto un coro tan feliz
y tales raptos. ¿Me oyen?
Fiesta o entierro se asoman
cuando con tu arco muestras
tu habilidad. Bajo el vuelo
de tus flechas acuciantes, todos
gritaban sobre tus huellas: "¡Lanza
ese tiro de auxilio
desde el nacimiento!" Y entonces
te aclamaron. La envidia
puede susurrarte frases
que arrastran barro entre sus olas. Pero
le das una patada y dices:
"Sólo llega hasta el sol
el agua clara y limpia, algunas gotas
de suprema pureza." ¡Muy bien!,
y que la envidia vaya
tan lejos como el limo.
Naturalezas.

"Tras los ojos cerrados surgió y desapareció


una interminable sucesión de fantasmas.
Al cabo de un rato empezaron a adquirir
cierta forma. Una serie de flechas doradas
voló muy cerca y se alejó. Había en sus puntas
jacintos de un profundo violeta. En los extremos
había orquídeas de diversos colores. Parecía extraño
que las flores no se cayeran a semejante velocidad."
Yasunari Kawabata, La casa de las bellas durmientes.
Sufro el fuego de tu miel oscura
y suplico inútilmente, nieve
recién derretida. ¿Dónde
la encontraría aquí, eterno verano?
¿Dónde podría tocarte? Sos
tan fugitiva, tan pocas veces
puedo verte reír. ¿Hablás?
¿Por qué no me contaste
el secreto que te hizo devolver
un posible triunfo? Y aquí estás
como un árbol delgado y solitario
cuyas hojas mastico
sin piedad ni saber. Aunque recibo
de tu ausencia el silencio que me impulsa.

***

Sola, en el campo, sintiendo


un aroma de naturaleza
en mí, feliz, expuesta
y atravesada por el viento siempre.
No me preocupa el pelo, ni quiero
a nadie. De plomo son
mis pasos. Pero él ya me había
visto y su deseo le daba
nuevas esperanzas. Miraba cómo
caían por mis hombros los cabellos
sueltos. Ve en mis ojos
brillar oscuros carbones que quisiera
encender; ve en mi boca
dibujados besos; piensa
en la delicadeza de mis dedos, la forma
de mis brazos moviéndose; imagina
cuánta belleza escondería mi cuerpo
vestido. Corrí, no lo escuché
cuando me dijo: "Esperame, por favor,
te persigo apresado, me duele
tanto tu fuga. No te voy a causar
ningún dolor, ni quiero
ver tus piernas marcadas
por las espinas que pisás. Te pido
que parés y sigamos lentamente.
¿No sabés de quién te vas? Soy yo,
hago cosas nuevas que aún desconocés.
Disparo con acierto, aunque más grave
es lo que al verte me hiere. ¿Por qué
no podré nunca curarme de tu
cuerpo, de tu movimiento?"
Para no oírlo, seguí
corriendo, dejé que sus palabras
quedaran inacabadas, y para él
más hermosa aparecí. El viento
apretaba mi ropa, hacía vibrar
mis muslos y estiraba
hacia atrás mis cabellos, toda
mi cara brillando al irme. Él
ya no soporta perderme, espera
tenerme un instante, rastreando
cada una de mis huellas leves. Pero
sentía incansable su velocidad
en mi nuca esparcida. Rogué
entonces que mi vida fuera otra
y apenas me callé, me fui haciendo
más lenta, se endurecieron
mis senos ceñidos por una
tenue corteza, mi pelo
se dispersaba en hojas coriáceas
y oscuras. Me detengo, pues mis pies
ya son raíces y mi cara
se diluye entre las ramas, sólo
quedó en mi forma el brillo
de la piel. Al fin, sin frenar
su amor, él me concede
que nunca mi copa se marchite.
Haces lustrosos, pálidos reveses
y en primavera racimos de flores blancas,
para que el sol resplandezca
sobre mí sin tocarme.

***

Esa flor que repite allá en el borde


del bosque: no te olvidés de mí, no
tiene colores más leves, más claros
que el espacio creciendo entre nosotros.
¿Cómo un yuyito puede
producir tales miniaturas
de perfecta belleza? Acaso,
como lo que hicimos, sea
una compensación por sus espinas,
o acaso su florcita
azul, brillando sobre el verde
húmedo, esconda
secretas fallas, ínfimos
dolores de pétalos incompletos.
Pero aun así repite:
no me olvidés, no dejés
de protegerme con tu sombra esbelta.

***
De pronto, vimos ante nuestros pies
una esbelta flor rosada,
con tenues puntos purpúreos. Máculas
de la suerte, pensé, en lo natural.
Cuánto podía durar la puntillista
inscripción ahí. "Te diera el cielo,
dijiste, si el tiempo no
se hubiese ido cuando a la primavera
siguió el verano: tantas veces
naces en el verde césped
y floreces, pero no son mis flechas
honradas, se agitan y desvían
en el olvido. Tampoco me negué
a acompañarte, incitando un deseo
de seis días, de ansiosa prisión
ya en tus ojos y en tu pelo de sombra,
cuando el golpe cayó sobre tu frente
y mi tristeza." Las nubes se van
con el peso del día. Apresurado
a lanzarse, el deseo rebota
contra el aire y vuelve
hacia el pálido rostro. Ya el arquero
recibe la caída de su cuerpo
y en vano lo reanima, seca
las heridas e intenta detener
la fuga de su belleza
con las permeables manos. De nada
sirve, como esta flor
quebrada por el sol doblaría
de súbito su débil cabeza, inerme
mirando la tierra con su corola,
así yacía el rostro moribundo, despojado
de fuerza y recostándose
en el hombro brillante.
"Defraudado, dijiste, de tu niñez
te mueres; pero veo en tu herida
delitos míos, mi dolor; en tu fin
mi mano debe inscribirse, soy
el autor de tu huida. ¿Cuál
es mi culpa, sin embargo, si no
haberte amado? Ay, si pudiera
devolverte la vida ante esta ley
fatal. ¿Te unirás a la memoria
de mis labios? Falso consuelo
de versos: cada año imitarás
con un escrito mis lágrimas, leídas
en los pétalos suaves de esta flor."
Vi entonces correr sangre por el suelo
marcando el pasto, deshaciéndose
y con brillo escarlata subiendo
hacia los pétalos como de lirios
insólitos, y en ellos vi
unirse los puntos más oscuros
formando siempre la misma
sílaba, AI AI, y se trazaron
las letras siempre funestas. "Seis días,
escuché, en la sombra de una luz."

***

Si a mi mano acudiera, no tan débil,


la perdida figura que una frase
de Alejandro dibujara: la caja
llena de agudas flechas, ¿sentiría
al deseo levantarse y arrojarme
su lento rayo de ojos que olvidaba?
No puedo ahora rayar ni raspar, fijas
en mi retina, las frágiles piezas
que componían su cuerpo. Mis dardos
como versos persisten alineados
en la costumbre de medir contando
el espacio entre el azar y el incierto
movimiento. ¿Por qué los puntos límites
de mi imperio se enfrían o se encienden
sin aviso? Parece confirmada
la suerte que al final deja escapar
su cara adversa, y escucho el vacío
del cántaro resistente y cerrado.

***

Sin túnicas, sin ropa, como salieron


del seno materno, aunque lleven
ahora lazos y vestidos coloridos,
masajeándose incesantemente el pelo
con cremas aceitosas, vengan
y pongan sus manos todavía untadas
sobre mis versos para que vivan
muchos años sin mí. No me conviertan
en parte muda de este bosquecito
donde corren sus lágrimas, ¿pidieron
que fueran infinitas como las del niño
enamorado de un animal doméstico,
pero amado a su vez por el arquero?
Era un ciervo, cuyos largos cuernos
de oro brillante daban sombras
oscuras. Dicen que tenía perlas
y colgantes medallas de plata,
que sin temor visitaba las casas
y se ofrecía a las caricias
de los desconocidos. Pero sólo él,
la agilidad de su cuerpo, lo guiaba
a los brotes recientes de pasto
y a los arroyos más dulces. Niño,
vos ponías flores entre sus cuernos.
Y un verano, al mediodía
cuando la tierra hierve, el dócil
ciervo se acostó bajo un árbol
frondoso. Jugando con un arma
asesina, lo mataste. Supiste
que nunca el azar puede eximir
al culpable. "¡Quiero morir, quiero
llorar eternamente!, dijiste, ¿cómo
ver el fin de mi ignorancia
enferma y al mismo tiempo
pagar el precio que el dolor me impone?"
Regalo supremo que tu amante
más triste que vos, inexperto
niño, más avezado en perder
la belleza de un cuerpo con cada
estación, te brinda. Ya
el líquido de tu vida se va
entero en tus lamentos, se vuelven
de un raro tono verde
tus brazos ligeros y los bucles
graciosos que caían
sobre tu frente blanca se hacen
follaje sombrío. Él mira
cómo empieza a endurecerse
tu figura y se estira
apuntando hacia el cielo. Cuánto
se parece su tristeza a tu nueva
forma, para que él diga:
"Siempre te lloraré, árbol
joven, testigo del error, y también
a todos los culpables, mutilados
por dañar sin saberlo
a quien más deseaban tocar, tú
asistirás a los dolientes, lágrima
verde proyectada sobre el luto
de los visitantes nocturnos."

***

Entre los grupos de alargados árboles


bailaba un fauno, llevando
en la mano un pequeño ciprés
desarraigado. Tal vez protegía
el silencio del campo, alimentaba
a esas plantas que brotan
de nuevo sin ninguna
siembra. Oí que su presencia
era una larga lluvia. Quise
pensar que era un alivio, aun
si inventado por huérfanos
lejanos, para los que vagaban
por estas lomas repartidos.
Ya cerca, dijo: "Puede
llamarse feliz o fecundo aquel
a quien las plantas le contaron fábulas
siguiendo las huellas de algún caballo
fogoso. Hasta pronto y seguí
tu camino. Yo ahora
me iré sencillamente
por la pradera que parece abrirse."

***

Escribo para los que escuchan


el canto agudo de las cigarras
y no el estrépito de los astros.
Tomo mis gotas de rocío
del aire y sacudo mi ropa cuando
se vuelve pesada. En la vejez,
¿no me dejarán solo mis versos
demasiado justos, pues nunca
los miré con ojos oblicuos?
Los poemas no son más que sueños
hasta que se perciben sus efectos.
Están cerrados los ojos del cielo
y la noche oscura oculta el oprobio
que sigue al goce. En el sueño no hay nadie,
sólo algo de ajeno dolor. ¿Soy
un animal, una piedrita,
una rama agitada? ¿Qué es un árbol?
Baudelaire pedía la gracia fácil
de escribir unos versos que probaran
que no era el último. Y yo subo
a la hora de la siesta a las copas
gigantes de los plátanos: lo imposible
no entra siquiera en el sueño furtivo.
¿Por qué tan favorable travesía
para el rápido curso
de una persecución? Una cosa
perdida busca un nombre perdido,
¿y encontrará su posibilidad
tras los instintos de insensato aborto?

***

Soy rico, mi brillo ciega y excita.


Como un delfín o un cisne me deslizo
constantemente y florezco sombrío
en los bosques húmedos. Por las cuerdas
de mis armas continuas, resinosas,
paso el barniz también de las ciudades.
Pero puedo curarte, oíme, salvo
que no quieras ser sano, yo prefiero
comidas abundantes y poemas
ligeros. Seguí la ruta inusual,
no pongas tu auto en las huellas de otros
ni sobre el camino ancho; seguí
tu propia estrechez, aunque parezca
una condena. Ya mis flechas
te indican el reposo y todo vale
en la espera inaudita de la gracia.

***

No hago más que extender con mis estrofas


el efímero encanto y la atracción
de tan agudos pero cortos pasos
como el deseo de un niño da
fácilmente, agradando o provocando,
para recibir una respuesta sin secreto
ni demasiada importancia. ¿Buscaba
oír la lengua muda y dolorosa
de las plantas apenas sensitivas, o
asistir sólo en ellas
a las escenas del fin natural
que nadie conoce? Nos corresponde
la naturaleza de romper
con su mudable despliegue, masticar
hojas crujientes y medir
la lentitud de los días o el hueco
de las noches. Así los seis deseos
ejecutaron tres mínimos destinos
con implacable impaciencia y dieron
blancos puros a tus flechas
límpidas y tan certeras
que esquivarlas hubiera sido en vano.

***

No quiero decir tu nombre, aunque te llame


Sagitario, como si tus flechas invisibles
fueran las de un centauro dibujado en el cielo.
Sé que negarme a pronunciar tu pálida
aparición de sílabas en un idioma ajeno
es empezar a escribirla. Espero verte,
cuando el sueño me brinde las palabras
que mis amigos condenaron al silencio
con su mugido misterioso al recibir
tus disparos. Sí, sólo eres uno,
y sos el que dispersa multitudes,
¿quién, si no, corta el aire del instante
en que algo muere? ¿Quién me dará una voz
o una cadena de voces escritas,
para que tu cuerpo azul brille de nuevo?

CANÉFORAS
I. CANÉFORAS

"Tal como descalzas caminamos


sin velo, así nuestros pies, nuestras cabezas siempre
estarán libres del mal. Tal como las canéforas
traen los canastos llenos de oro, así el oro
nos sea dado sin límites."
Calímaco, Himno a Démeter.
Fuimos entre las piedras hasta el pozo

Fuimos entre las piedras hasta el pozo


donde esas chicas juntaban agua
en verdosas botellas opacas.
Desde arriba, el color de sus cabellos
me mostró tu piel oscura, tus canas
sobre el pelo negrísimo. No me llevó
a pensar en mi fin tu muerte súbita,
no era temor por lo que cae encima
de seres semejantes a nosotros,
ni piedad por el mal inmerecido.
"No pensés más, dijiste, allá
están formando arroyos con botellas
y baldes que redimen a los muertos
en corrientes sin causa. Nunca tienen
dudas las madres, saben el secreto
que asegura un continuo inconfirmable.
Pies que apenas se posan hasta el borde
del agua llevan lo que el agua trae.
¿Te acordás? Siempre evité llamarme
padre. Y ahora te indico a vos,
que me seguís sin conocerme,
la incertidumbre, el sigiloso acecho
que busca el parecido en el infante
sin motivo, pues el único hijo,
el paso más allá de nuestra muerte,
no tiene nuestro nombre. ¿Para qué
nacimos? ¿Por qué tu lejanía
de justicia vaciada me recuerda?"
Después bajamos de la cumbre aquella
al estanque de transparencia escasa,
aunque en el fondo vi una red de sogas
clavada como signo indescifrable
de peces ya comidos, de futuro
sin espera. Mi cuerpo capturado
en su nudo de cuerdas que se hunden,
cristalino declive de la arena
raspando mis deseos. Allí vieron
mis ojos lo que escribiera mi mano:
las que juntan el agua saben bien
cuánta vertieron ellas. ¿Vos podrás
negar que la simpatía y los augurios
imaginados por mujeres encintas
gobiernan las mareas o mis versos?
El celeste de los jeans cortaba el rojo
del pasto y los arbustos, parecía
que nada les pesaban las botellas
como si el agua ya no fuera agua.
No me dejo raptar por la alegría

No me dejo raptar por la alegría


de saber que cumplo con el fin
de mi vida. Si antes perdí en secreto
lo que podía sobrepasarme, casi
curarme de mi aflicción, cuando
cayó el telón sobre mis ojos y la corona
se hundió en la nada para siempre,
hoy siento moverse un casual capullo
que latía al principio de mi viaje.
Conmigo llevo la futura tensión
de mi vientre, mientras paso estos días
de solitaria guardia. Si ahora me caso
con el sí, como las flores no
contestan la aridez del invierno, ¿disuelvo
aquí el llanto de mi devolución?
Viajo: un mundo antiguo que parece
natural, recibiéndome dentro
de su ciclo, la circulación rara
que las estrellas nuevas alimentan.
Tan desconocidas para mí
como el nombre de mi sueño llegando
por el recuerdo de un rostro perdido.
La moneda partida

Crucé las verdes aguas de la aflicción, erigí


la señal de un acto que me hiciera
conocer la orfandad más absoluta, entonces
ella me encontró, sentada, inmóvil
con mi ropa negra, secas las causas
del llanto. "Un año lúgubre nos diste,
me dijo, un año verdaderamente cruel."
La tela oscura se agitaba
sobre mis piernas esbeltas que despacio
me llevaron, mortificada. Pero no supe
ver allí la levedad de la tormenta,
su breve tiempo, ¿cómo decir
que este verano que me entibia
está atado a un dolor inabordable?
"Si soltás los lazos de tu dolor,
me dijo el niño espía, yo puedo
desatarlos." No le creí, pero lo hizo.
Tan desolada estaba, tan privada
de sol que ahora el mediodía
casi me ciega y bailo
cerrando los ojos hasta caerme.
Pude atravesar el mar de los muertos
y piso un pasto verde, escucho
cómo se ramifican más y más
los árboles, húmedos pero claros,
sin olvido. La espada que marcó
al posible niño desaparecido, ¿será
la divisa del escudo de otro, creciendo
más allá de la moneda partida
que su padre ignorado le diera
para que reconozca que está solo,
mensajero de plomo en su lenguaje?
¿Dónde estoy?

¿Dónde estoy? ¿Ya está aquí el anochecer?


¿O pronto llega el final de la noche?
Yo vine, limpia, a que me perdonaras,
vos, diminuta madre de niños sabios
que te eligieron para aprender tu canto
con nombres nuevos. Ahora sé porqué
podemos extrañar a los que nunca
llegaron a existir. Crucé el umbral
de tu puerta, di vueltas enloquecidas
para ver detrás mío las tenebrosas
bolsas, los ríos lentos de barro, pero
adentro vi el resplandor que dormía
en tu cándida, lívida sorpresa
con que escuchabas mi llegada
hasta el dolor, negado en mi secreto.
Me escapé del silencio, tan cercano
para quienes no pueden salir de sí mismos,
y subí liviana hasta este arroyo brusco,
me apoyé en el ciprés que me decía:
"No esperés más, te elegí, de vos
yo escucharé mi voz, en tu nombre
leeré ese dibujo de mis gestos
que todos señalarán como algo nuevo."
Y bajé más que liviana, huyendo
de la corona que me dabas, por la escalera
de tu departamento, donde retumbaban
el luto de mis pasos, la verdad que dije.
Ya entonces, invisible, en otro cielo
la estrella polar de mi deseo indicó
el lugar en que el azar concebiría
su afirmación conmigo, la primogénita.
Las esperé por mucho tiempo

Las esperé por mucho tiempo y hoy


siento que sus presencias silenciosas
olvidan el tiempo y me dejan caer
en el improbable sueño. De la niebla
que me trajo apenas si veo algo,
¿me hablan sus cuerpos o se adhieren
a mi voz? El ritmo que susurra
la ley del mundo: "aquí un nacimiento,
allá nada; estas paredes son
tu esfera, esta cama tu centro.
Entrar en la noche, volver
a la hojarasca mojada donde crece
la alegría de mezcladas pesadillas,
el baile de las ideas más negras.
Grávidas te damos un instante,
la claridad que miras y el enigma
de un rostro entremezclado que se escapa."
Ni cuántas son puedo saber, mujeres
cuyos jóvenes brillos van quemando
el fluir de los días, el exceso
de las cosas visibles y atrás, ¿qué
si no los recuerdos que siempre
nos seguirán aunque ya la distancia
los devalúe? En verdad, supe:
no es sólo del presente la presencia.
También que ellas conocen al mirar
hacia adelante la teoría - ¡ojalá
se cumpliera siempre! - que resuelve
el misterio en la luz para los niños.
Viéndolas me pregunto

Viéndolas me pregunto: ¿qué mal hay en mi cuerpo


y que estoy obligado a llamar mío?
Como las santas bizantinas de Ravenna,
que llevan en las manos sus coronas
verdes, rojas, maduras, las miradas
estrábicas en los rostros pompeyanos
que incontables piedritas recuperan
de un estilo detenido, así yo
las veo a cada una, diferentes,
con el pelo distinto, relaciones
particulares de las cejas cayendo
en arcos únicos hacia las líneas
cartilaginosas de las narices.
Entre Valeria y Lucía, Crispina
inclina un poco la cabeza y esconde
su mano bajo el manto que sostiene
esa ofrenda cuyo sentido ignoro.
Un gesto que podría ser el tuyo
o el de cualquiera de ustedes, el tuyo
puesto allí por un geómetra que sabe
que vos nunca te verás. Los mosaicos
brillan igual en el olvido y yo,
¿tendré que llamar míos a estos versos
que no valdrían nada sin ustedes?
Me confunden hablando todas juntas

Me confunden hablando todas juntas


cuando festejan de día el fracaso
de las decisiones voluntarias. Miran
los almanaques, las listas de nombres
caprichosos, pero no gratuitos.
La noche enhebra sus ojos y ven
que nada es tan feliz como parece.
Una por una, solas y en silencio,
van desplegando las plumas del mundo,
los ocelos brillantes en el verde,
y oyen el ruido hueco de los pavos.
"Lo que va a pasar no tiene sentido",
dicen. ¿Y acaso lo tenía el señuelo
de una conciencia retenida
por la gracia de un plumaje que rapta
a los contemplativos padres? Buscan
dónde se colma el centro de sus cuerpos,
para que caiga esa áspera belleza
con que se vuelven huérfanos los niños.
Las viste una red oscura y la suerte
las hamaca furtivamente. ¿Saben
que al dejar la procesión y la luz
de ese día que auspician sentirán
la fuerza y la mentira del destino
volviendo hacia su origen? Si yo sueño
que hacia algún lado van cuando se juntan
y avanzan con las manos sobre el vientre,
no sonrientes aunque al fin tranquilas,
¿no me despierta ahora la inocencia
de unos versos que la necesidad
no guía? ¿No son cordones cortándose
de noche, fuera de mi vista, hilos
incrédulos y abandonados? Ellas
forman igual la hilera de la especie
y ensordecen ante el ruido continuo
del deseo casual, el elogio y el dado
agitándose en vasos inseguros
que nadie mueve, en cuerpos anhelantes
por la generación que los espera
al final con su hueco y donde tiran
lo que sus hijos nunca les darán.
II. PANTANO

"Una mañana, en el centro del pantano, pude distinguir, apenas visible a causa
de la niebla, el perfil de una nave con el cuello y la cabeza de un cisne
adornando su proa. También es posible, lo reconozco, que en medio de la
niebla las raíces de algunos árboles me hayan hecho ver la nave que le acabo
de describir, pero aun así era tal la intimidad de esa imagen, como dibujada con
finísimas hebras, que me niego a creer en un encantamiento."
Antonio Oviedo, El sueño del pantano.
Contentos hace un año

Contentos hace un año con las agudas


notas del aire tibio, agitando las manos
que tiraron al piso timidez y placer.
¿Qué podemos saber si el invierno se opone
y el corpúsculo de hielo que nos toca
es más pesado que el deseo? ¿Qué
pasará con esta danza? ¿Acaso a todos
nos esperan las húmedas tinieblas?
Y ahora, amigos míos, lastimen sus cabezas
con las uñas, golpéense como si remaran
en un bote herrumbrado sobre un lago de barro.
Hay que cruzar la parte verde, sin más
fuerza que las manos, ya velas negras
forman nuestros abrigos, ya el invierno
nos alcanza antes de que lleguemos
a la orilla desolada, donde los invisibles
que nunca vieron la luz reciben
a todo el mundo, pero no por cortesía.
Al fin dejamos flotando en un canasto
las palabras vanas que matarían al niño,
conservemos la esperanza de escuchar
cómo su llanto abrirá un hueco entre las nubes
sombrías, que nos cubren, destrozando
esta sábana púrpura en el cielo,
y por allí veamos de nuevo las estrellas.
Estás embarazada

Estás embarazada, lejos del sueño


en que mis palabras prestadas buscaron
el camino de tu aliento. ¿Pudo ser
aquel ritmo deseado para mitigar
el peso de tu secreto, la causa
de tu misterioso sí? ¿Soplé versos
tan abiertos como es posible llevar
en un viaje, enrollados al fondo
de un bolso oscuro como la tumba
de ese poeta que inspiró en mi infancia
la impublicable religión que ya olvidé?
Tu humor estaba sereno, te reías
aun sabiendo que transportabas
un homúnculo, un testigo entonces mudo
que apenas llegó a ver un grano
escarlata de granada: la gota
confirmando el amplio ciclo de tu nuevo
entusiasmo, la espera. Primero fue
tu cabeza, tu aguzado perfil de tantas
razas, la presa del capricho. Hoy
tu vientre brilla tenso y estimula
el lento descongelamiento de la gracia
sobre tu pecho, hasta que libre
ofrezca en la primavera al silencioso
un bien que desconozco. Así llamamos
al mal inaccesible. No dejés
que te asusten, actuarás
como si fueras otra, decidida
a salir de tu cama sinestésica
hacia el llanto intolerable que te pide
instantes de sacrificio para salvarte.
Desenvuelvo aquí el manto de las nubes

Desenvuelvo aquí el manto de las nubes


siempre en el aire eternamente oscuro, pido
que bajo el cielo aparezca ese juguete
y su paso de baile que flotaba. Antes
de disolverse entre amarillo y verde,
mezclados con el rumor subterráneo
de mi olvido, taché la grotesca figura
que me trajo de nuevo aquel relámpago
disparado en su boca, que acertó
a penetrar el marco de la noche
cuando mi propia tormenta se calmaba.
Si otra vez me preguntan, ¿diré no
a la luz que me ofrecía y ahora ostenta
su cuerpo deslumbrante? Pero el no,
el muñeco exasperado que borré, la mancha
que lo cubriera para disfrazar
el ahogo tras el pacífico paisaje, me
perseguirán como tu risa probable que
ya nunca imprimirá su gracia en mí.
El agua turbia por el humo en el vaso
de fumador sediento, el miedo ardiente
a que no haya más preguntas, ni un punto
de rojo intenso entre mis dedos sucios. ¿Quién
me dará un poco de granadina? ¿Cuándo
el gusto misterioso de un color ignorado
me sacará del nido sombrío? Busco
el juguete antiguo, el imposible material
que hubiese acariciado aquel niño devuelto,
sin mi silencio. Escribo mi dolor,
pero es legítimo negarse a pintar
un cuadro vivo en la tela de la desgracia.
Ahí ves a quien no puede tolerar

Ahí ves a quien no puede tolerar


las caricias involuntarias del cielo sin
soñar con el infierno que perdió. No
quiso entender que hasta un pájaro implume
corta el aire del instante, hace un mundo
de agua fresca donde crecen seres
de nombre desconocido. ¿No parece
una mosca, como nosotros, saltando
y zumbando a la espera de esa mano
que ciega nos envíe a la turbia ceniza
de donde salimos? Sin pensamiento, sin
fuerza, en la ausencia definitiva
que no llega, somos felices
moscas. Él se negó; para el indiferente
existe este pantano del arrepentimiento,
donde cada fantasma se desprende arropado
en tiempo transparente. Aquí nos dejan
tirados, distraídamente, abundantes
como abrazos infantiles, apenas
moscas que molestamos a otras moscas.
Las luces de mercurio

Las luces de mercurio me hicieron sordo


a los rumores ondulantes, las voces
que esperan en la oscuridad. Ya no podré
llamarme nictálope, sino apenas
noctívago que se desliza sin rumbo
entre las sombras gelatinosas de la noche.
No soy un hombre firme, un animal de raza
para que Yeats dijera que los astros
decretaron mi vida, en conjunción,
oposición o triángulo. Un nacimiento
eclipsa más figuras de las que el cielo
esconde. Sólo me guía un latido
mínimo, que se refleja en otro
más próximo. ¿Qué harán con el dolor
de esta luz cegadora cuando el aliento
lastime sus pulmones, sus gargantas
acostumbradas al líquido tibio?
Y en esa herida dos voces empiecen,
que sean dos ramas de un árbol copioso,
que florezca escondido, que derrame
la belleza en sus cuerpos necesaria
para que la sed los mueva. Ojalá
puedan tomar el agua más fresca de este mundo.
Busco esta noche recobrar el origen
de todos nuestros recuerdos, ese punto
en que todavía no existe el tiempo.
Temeroso de un ruido que cortaría
el hilo tenue de mi memoria, reviso
el canasto de los niños - yo, hijos
míos y ajenos, generaciones detenidas
o aceptadas - y toco como si fueran
restos minúsculos de vidas inviables
una especie de espejito de plástico, dados
con relieves que no reconozco, ¿y un trompo?
Mis pies mueven un platillo de estaño
que resplandece sin demasiada fe. Pero
creo en lo que veo al cerrar mis ojos
para no marearme por el esfuerzo vano
de distinguir la forma de mis dedos
extendidos, nadando en las tinieblas.
La niña que golpea su platillo de plata,
en el umbral de la pieza donde nacen
otros niños, que invoca y que celebra,
plasmando con el ruido su inaccesible origen,
llorando con el ritmo a los perdidos.
Cuando se desvanece lo que veo y escucho,
una mosca dorada se agita ante mis párpados
que mis pupilas nunca conocerán.
Supongo que eran robles esos árboles

Supongo que eran robles esos árboles


firmes y despiadados sobre un barro
profundamente negro. Sentí su libertad
inmóvil, más larga que mi vida: una hoja
apenas de una rama frágil. ¿Quién
recordará su nervadura única cuando
sea cambiada? Bajo mis pies se hundió
un grano amarillento, una semilla
de paraíso perdida en ese barro
de los robles. Era el arma de mi infancia y era
mi niñez casual, escondida antes
de que aprendiese a apaciguar el tiempo
salvando los destellos cansinos del ocre
cayendo muy lentamente, pegándose
a mi cuerpo. Oí moverse el rumor
de la cigarra insistente y el sabio balbuceo
de la golondrina. Faltaba poco
para una larga noche de silencio,
¿o soñé con la esperanza de un grillo?
La gimnástica música de un piano
en el pabellón de los locos consagrados
al eterno ejercicio, al sufrimiento
que nos sostendría, me hizo ver
a un fauno pequeñito, tembloroso,
siguiendo el ritmo apoyado en el tronco
más intrincado y antiguo del bosque.
"¡Entusiasmo!", exclamé, y esa palabra
griega lo convenció de mi deseo
de salvarlo, como un niño cree salvar
al insecto inaudito que adoptara
para asistir a una muerte sin tiempo.
Bailó un poco ante mí, no pude
contenerme: el último fauno que
ya no deseaba nada y se moría,
se hundía en el silencio, buluquita
enterrada en el barro del olvido.

"Festejemos la llama que nos lleva


hacia arriba, nueve chicas de voz
suave; los que vagamos en lo oscuro
agradecemos los actos sagrados
que ejecutan los libros animándonos,
librándonos del sufrimiento funesto;
te enseñan a decir lo que se escapará
de los pozos profundos, siguiendo las huellas,
dirigiéndonos al punto que nos dieron,
de donde un día salimos sin destino
y caímos en el áspero borde, presos
de una insensata pasión por las porciones
de materia fértil y feliz. Pero
que también para mí se acabe
el extravío, la miseria, inspírenme
con versos inescrutables; que aquellos
que no les tienen miedo no me obliguen
a andar lejos del sendero brillante;
y sáquenme siempre afuera de la confusión
lamentable, fugaz hacia la luz
cargada con su miel, guardando un habla
que encienda en los desconocidos mi presencia."
III. ROMPIENTES

"Mira, extranjero, disfruta esta isla


que la luz saltarina te revela;
quédate un rato inmóvil y en silencio
para que por los ductos del oído
como un río delire
el oscilante sonido del mar."
W. H. Auden, Poemas 1931-1936.
Esta isla no es la misma

Esta isla no es la misma desde que ella


pasó, puso sus manos sobre mi rostro
casi infantil. Las olas ignoradas
por mis ojos pierden su espuma, toman
el color uniforme del olvido. Todavía
espero una verdad cuyo recuerdo
brillará más que mis actos. Lástima
que la belleza anhelada no fuera
sino tu chispa gratuita de una hora
en que deseaste tocar a un habitante
de este lugar que para vos nacía
recién. ¿Adónde ibas tan alegre
sin mí? ¿Yo soy el niño que querés
tener? La niebla tapa el blanco
de tu foto y mis frases invasoras
tampoco llegarán a conocerte.
Ya sé que nunca podré verme, vos
te llevaste mi cara y yo dormía
sin saber que era el padre de tu oscuro deseo.
Vi ese mundo infinito que me incluye
en la promesa de primavera viajando
al otro lado del planeta, ¿cómo
pude ser necesario y aleatorio,
leve arena que amaste y se desliza
sobre la palma de tu mano? Una hora
de rara fragilidad, de insostenible dicha
cubre la eternidad de un rostro único,
irrepetible que recuerda el mío,
mientras los labios de ella, plenos
de sentido extranjero, aprenden hoy
mi parco idioma para sorprenderme.
El agua decide

Nadábamos todavía en el plural


de la fuerza que nos llevaba. Ahora
soy un parpadeo pálido en un círculo
de fósforo líquido. Aunque hablo
del tiempo en que la forma, la belleza
harán de mí esta criatura pensativa.
Con el cuerpo tibio, indefinible,
sin elegir el lugar, sueño ya
con gente bailando en grupos, veo
mi posible origen, la fiesta
casual de dos cuerpos para siempre
separados, nunca unidos. En bancos
de aluminio y cuero de animal
mitológico, aprendo mi ausencia, ato
los hilos de la encomienda que traerá
a mis hermanos muertos a la vida. ¿Sé
cómo el ovillo en la pantalla resume
a los infinitos nadadores ahogados
y a los campeones sacrificados? Pero el agua
decide quién se salva. El deseo
siempre ha podido más que la piedad. Entre nubes
de primavera o de verano, llegará
el rostro antiguo que mi cara repite
para después, como un énfasis callado
sobre nombres nuevos. La lluvia
habrá lavado toda huella que no sea
la mía, impresa para recordar
en otros la memoria de cartílagos,
mucosa y mínimos indicios de órganos,
que prometían y prometen astillas
de hueso, placeres y distancias, ritmos.
Mientras espero, pienso en lo que haré
para olvidar el mundo de los no-hechos
y bailar sin embargo el paso yámbico
que los evoque. En todos esos restos,
este resto que empieza y todavía
no llora en el aire frío, no transpira
alejándose de mí: no es preciso
ser amigo de mí mismo. Éste es el día
en que el dragón fue devorado por el huevo
y la sangre circula por las venas unidas
y tranquilas. Me lleva un ritmo rápido
y constante hasta la luz que llaman
"alumbramiento", cuando los dolores
en su agudeza rapten a la parturienta,
madre que sentirá cómo la sangre
deja un instante de correr en su cuerpo
hasta que mi desesperación rompa el silencio.
Soy sin nombre

Soy sin nombre: llevo dos días


de vida. ¿Cómo podremos llamarte?
¿Llegarás de tu isla fría para darnos
todas las flores locas de primavera?
Escuchando nuestros pasos sentirás
que el dolor no es un rostro ni una voz;
nadie lo sabe hasta no verte, ciego
por el brillo, hiriendo la oscuridad.
Tu madre, absorta en un duelo sin fin,
volvió a alegrarse cuando supo que
de nuevo, en otra luz, yacía otro
oscuro niño: escondido, formado
por cada lágrima infantil que toca
el suelo. ¿Cuándo tu sonrisa bajará
de aquel cielo hiperbóreo sobre la vía
láctea que te alimenta? Y esta vez
no se cortará el hilo que tus manos
acarician preparando guirnaldas
tan abstraídas del agudo llanto, del aire
desnudo, como el capullo misterioso
del gusano de seda. Las gotas de esta nube
suspenden el peso de nuestras lánguidas
sombras que dibujan solitarias
el mismo gesto impensado hasta que el dios
inofensivo levante su corona. Alégrense,
ya el sufrimiento pasó porque bebimos
el agua fresca y pura de la memoria.
¿No lo habíamos sufrido antes?
No era y llegué a ser

No era y llegué a ser, hijo de mi madre


y del invierno adverso. Si tomara
el agua de mi memoria antes de hablar,
¿sabré acaso cuándo elegí nacer? La vi
pasear sus ojos nacidos para el sol
en la bruma de las miradas hiperbóreas
y sin ningún idioma, fuera del olvido
que la infancia sepulta en el origen, alcé
mi mano soñada, puse mi dedo
inexistente en su danza: "quiero
que seas mi madre, aprender de tu voz
mis palabras y el silencio que concibe
ya mi cuerpo, mínima llama brillando
en el presente, como el deseo que lanzo
a tus oídos tan libres. ¿Son mis estrellas
estas que alumbran el azar, la belleza
de arrebatar un principio a la nada,
o aquéllas que festejan en otro mundo
mi nuevo nacimiento? Quiero que sepas
que soy el hilo de tu destino. La pregunta
nunca encontrará su fin, pero vos
respondiste que sí con tu presencia, no
desprovista de un dejo de tristeza."
Vi entonces cómo su cuello se arqueaba,
la cabeza hacia atrás, ojos cerrados
para hacer más extensa la piel; fui
a dormir un momento en su alegría
esperando el sigilo asesino de la luz
que me dará. De un espejo a otro espejo
buscaré en vano el rostro que creí
tener antes de que este mundo se fijara.
IV. RÍO SUBTERRÁNEO

"Río que desembocas en el mar


azul de púrpura, después
de atravesar roncando el suelo"
Alceo, Fragmentos.
El rapto

Siete noches durmieron entre profundas


sombras, soñando con la raptada
posibilidad: pálida, caminando
en montes sin senderos, imagen
que no puede alimentar la fantasía,
débil, llorando de hambre. Ella
se esforzaba en buscarla, pero
sus pies estaban adheridos al suelo
del bosque y del cansancio. Hasta que al fin
vieron dormir a la niña irrealizada
en medio de plantas sin nombre. Bolsas
de nylon blanco brillaban en las ramas
de un árbol frutal. Guardaron las cáscaras
verdes y rojas, sepultaron el grávido
paquete perpetuo, mientras imaginaban
adónde fue a parar el gusanito
de carne, empujado a morir por la cuchara
que esterilizó el fuego. El calor seca
las secreciones infecciosas del sueño. Pero
ella sigue llamándola tras siete
semanas, siete meses. "Nunca, dice,
cuando mis párpados sienten la noche
y mi felicidad sólo comienza, nunca
dejo de hallar a la nena que tanto
tiempo busqué, si encontrarla es saber
que la he perdido, si saber dónde está
fuera haberla encontrado." En el agua que sigue
repitiendo la luz entre los árboles, callada
pues no hay espuma blanca que dibuje
allí una boca, una lengua para hablar
con la ilusión del oído, se mueve
un signo: ¿no ves flotando en parte la remera
bordada de la que buscas? Parece
la esperanza de un fruto desconocido. Ella
se sienta a la sombra de una piedra
que no puede ser mármol. Mira el estanque
y al reflejo del sol, al bisbiseo
del arroyo le pide: "No me dejes
ser el mundo raptado que no soy."
Sin encontrar la calma

Sin encontrar la calma, por el patio


corre. En cada pared su cuerpo
se detiene: estatua que lleva atrás
la cabeza y ofrece el cuello al sol.
No puede creer que esté viendo su ausencia.
Desgarra la ropa frágil del pecho, pasa
sin parar las manos por su cabeza
tirando los aros al piso, borra
cualquier resto de pintura en la cara.
Cuando se sienta, grita, luego ruega
que la desesperación pare. "¿Para qué
lamentarme en el vacío insensible?
Nadie me va a escuchar, sólo el aire
se mueve. Te llevaste los oídos
de mi llanto. ¿Alguien me encontrará?"
De pronto suena el timbre y se despierta
el espejo mental que la hace verse
hermosa en el dolor. Ya busca
renunciar al círculo, tomar aliento,
ya escucha la música del que la oirá.
¿Quién brillará de pena al verla? ¿Quién
será iniciado en los secretos mudos
que tantos anhelan? Con la cabeza
mojada de cansancio, ella piensa
si sonreirá o guardará sus dientes
en la canasta del misterio para después.
El baño

Al fin sabemos que ninguna vida


se agota, sino cuando se niega
a disiparse. Hoy encendemos velas
para niños imposibles, llamas curvadas
por nuestras bocas soplando contra nosotras.
Se nos queman las manos, ya quisiéramos
una lluvia copiosa de olvido y no de pérdida,
¿pero cómo apagar el deseo de un cuerpo
sin extinguir la promesa que entonces
no escuchamos? Ella, que pintó su dolor,
nos dice toda el agua que un secreto
precisa para flotar hacia una isla
nueva, aunque hace siglos espere
darnos a cada una la moneda gastada
que no nos llevaremos de este mundo. Ella,
niña del cielo oscuro, conserva su propio
carácter; pero cuando sale, deja
su labor a medias y es raptada
a cada instante por el llanto de su hijo,
y mira esa cara ardiente de un hambre
de fuego, que sólo su cuerpo apaga:
agua que lava la mancha de quien la vierte.
Pero su vida es ahora el sueño, la comida
que junto al deseo recibe. Enmarañadas
hebras se enredan, forman los nudos
atándola tan fuertemente que
casi no aprietan el crecimiento, ni buscan
mantener lo que cambia, esa infancia
de la que pronto sólo quedará el nombre.
¿Tendremos un futuro común, te bañaremos
con el afecto fraternal del descuido?
¿Perturbaremos con un grito el baño
de fuego que la madre que elegiste
todas las noches te da? Viendo tu olvido,
sabremos que no hay nada más allá:
ya dejamos el exclusivo fuego
propio, celosamente preservándose,
y anhelamos el agua que no lloramos.
Hoy deseamos que abandones, niño,
tu inmortal silencio. Lo que tu madre
no te dirá: su promesa dada
al efímero instante de una risa
para siempre lejana, como un vaso
sin sal que te salvara de las lágrimas.
¿Tuve suerte al verlas?

¿Tuve suerte al verlas, apareciendo


y desapareciendo de mi vista,
girando siempre en la misma rueda, dos
figuras muy bajas, muñecas demasiado
verosímiles? En la última vuelta,
vi una lágrima naciendo en la mayor,
una niña de tres años. Díganme
cómo el tiempo excavó tan velozmente
esa profundidad en sus ojos, ese negro
al que un demonio me hiciera llamar
tristeza, ¿cómo expresaba su mutismo
el florecimiento del lenguaje, el hiato
y el paso inexorable de los días, la fuga
inminente de su amiga, la koré blanca,
dos años y una gracia que despierta
los más súbitos raptos? No creí
que fuera indiferencia, su habla íntegra
brotando para decir que ya
nunca se verían. Ama y no sabe
aún, no tanto, hasta dónde llegará
el dolor de lo que siempre en nosotros
se habrá perdido. ¿Es cierto, les pregunto,
que no se puede triunfar sobre el nombre?
La franqueza apenas salta un instante
en el vacío del deseo que espera
salvarse. ¿Cuándo tocamos el suelo -
¿antes? - donde sólo habrá eso, hueco y brillo
de la lágrima única, olvidada?
V. ARROYOS

"Y en la quietud casi recuperada, el chorro empieza a contarle una historia que,
a fuerza de atención, termina por reconocer como suya, historia del manantial
por todos admirado al que nadie se ocupó de calzar y fue a perderse en las
oquedades de la tierra."
Arnaldo Calveyra, El hombre del Luxemburgo.
La campana de vidrio

Viendo su largo sueño en la campana


de vidrio, pensé que era un huésped
ocasional para mi mundo: ella,
¿querrá quedarse aquí, conmigo
que vanamente vigilo las venas
de sus párpados, o al fin decidirá
volver al hueco que me la dio, darme
para siempre su ausencia de belleza
y el creciente poder del dolor? Oigo
promesas de felicidad impersonales
como si fueran condenas, intimaciones
de desalojo. ¿Qué nieve apagará
mi culpa si algo le pasa? Indefenso
estoy, no dirán mis palabras: nuestra
razón fue casual. Miro esa cápsula
que la retiene y culpo a los jóvenes
por su semen, a la luna por la arena
de sus mares secos. Hay niños,
sólo ellos existen, casi nunca se ríen
mientras duermen. Recuerdo los labios
entreabiertos del hermano que tendrá -
sí; si el vidrio la suelta, ese
dormir sereno de los animales -
y creo en la semejanza de sus sueños,
en la transparencia, en la inversión
y el paralelo de sus vidas tan virtuales
aún, tanta virtud les debo, extendiéndose
después de mi muerte, reuniendo, festejando
mucho más de lo que fui, seré. Aunque
la potencia se quiebre ante el reflejo
de mi cara, negándome la suya,
trayendo la inclemencia del presente.
No, la crueldad inútil que me di

No, la crueldad inútil que me di


no causó mi silencio. Mucho antes
olvidé la promesa secreta, el deseo
que huyó desesperado de los filosos
pedazos de botellas acechando en el fondo
de ese líquido oscuro que tanteaba
descalzo. ¿Acaso pude evitar
lo irremediable? ¿Hice aquel rostro
pequeño, mojado, como si alguien
le hubiera dado vuelta la piel, devolviéndolo
a la inercia que frenó su nacimiento?
El cuerpo suspendido por manos invisibles
que parecen fijarlo sobre el agua
de la membrana rota, apresándolo,
por un instante de vacilación, antes
de hundirlo. Él o ella duerme
en su lecho de aguas negras. Nunca
oiré el crujido de su lengua vibrante
sacudiendo el lenguaje como un pino
cuyas agujas caen sonoramente.
No anuncia nada el mutismo, donde dos
cómplices lloriquean recelosos. Salgo
al jardín descuidado para cortar
las cabezas de las últimas flores.
Rezo rítmicamente a la tortura
que me infligí y una palabra opaca
abre de nuevo la pregunta: ¿pude
hacer otra cosa? Una mueca quebrada
se vería en mi cara si algún otro
desdeñara el secreto del pasado que vuelve.
Y la agitada marcha de las horas
dice que sí. Pude. ¿Podré seguir
hasta el atardecer, siquiera,
soportando el dolor que ha dibujado
mi silueta inclinada, su joroba,
estos ojos que entre las briznas ven
los élitros brillantes de un escarabajo
llevando una carga que lo agobia? Siento
ya litros del rocío sobre mi espalda
para que cuente mi condena en cada gota.
Vemos la espuma de las piedras lisas

Vemos la espuma de las piedras lisas


bajo la corriente. No pienso
en los casuales remolinos, cuando escucho
su conclusión: un hipopótamo
se esconde en la oscuridad del río. Ella
cabalga lejos mientras sus dedos
palpan la dureza húmeda de la arena
a pesar de su inasible volumen.
Invento juegos para que nuestras manos
olviden lo que quisieran tener. ¿Qué
la atrae aquí, como si conociera
cada secreto disperso en lo que mira
desde antes de su nacimiento? ¿Sabe
ya que su alegría ha existido
dos veces? Y su padre es un pez
que boquea agotado sin poder
superar las cascadas. Pero insisto
buscando tras los arbustos calados
por insectos desaparecidos, en bordes
barrosos de senderos donde se pudren
hojas que desconozco, en charcos
que la lluvia dejó para un mosquito
otoñal y suicida. Ella me dice:
todo lo blanco viene de allá arriba.
Su cuerpo diminuto y sentado indica
que proviene de mi ausencia, su voz
agudamente adiestra mi torpeza
para que sus acentos lleguen
como en un intervalo que no deja
de ensancharse. Nunca hubiese logrado
tolerar estos ritmos extinguidos
sin haber venerado como a un dios
esa voz que será mi naturaleza.
Por favor, aliviá para mí
la gravedad de un rumor tan abundante
que no me deja oír en el silencio
el ruido de tus sentidos divagando
sobre el idioma líquido recién
aprendido. ¿Podés ver ahí,
donde el hipopótamo se agacha
tímidamente, cómo la tarde
cae luminosa y registra los brillos
de las gotas que maduran y saltan?
Ambos nacimos de esa espuma
que ya nadie venera, aunque venérea
sea quizás nuestra única esperanza.
Yo deletreaba un nombre ajeno

Yo deletreaba un nombre ajeno como


si fuera el mío, aunque mi cuerpo
se movía de un extremo al otro
y quizá más allá de mi atención. Ya
la ilusión dorada en la que flotan
mis ojos me impide ver la silueta
de un insecto sobre papel púrpura.
Todas se acercaban a hablarme, ahora
pido sola perdón en mi silencio. Sé
que él está perdiendo la antigua
sedosidad del agua y sus últimos órganos
sufren la primer ansia insatisfecha.
Mientras espero que el dolor se acabe,
repito el nombre probable, ¿para quién?
Ni yo podría recordar la frase
que allí se esconde: nacer bien, llorar
hasta el instante frágil, invisible,
en que recite todos los idiomas
y sea un dios que decidió quedarse,
olvidar su ilimitada suerte hablando
y ayudarme a morir. ¿Alguien ha visto
en ese láudano que enturbia el agua
fugitiva una huella de tu triste
minuto? Te pido que me esperés,
no volvás al sopor, te voy a dar
el remedio blanco de otro sueño
más corto. No dejés que mis manos
resbalen en el látex neblinoso
que cubre estas paredes. Mi voz corre
a sacarte del silencio y hundiéndose
me salva hasta que tu grito llegue.
Los verdes claros se mueven al viento

Los verdes claros se mueven al viento


y el agua del río dormita. Escucho
las voces de unas chicas en la siesta,
sedientas quizás. Las veo y digo:
raro que en primavera tengan calzas
y pulóveres negros. Cada una lleva
un canastito, un vaso de plástico
o una bolsa colmada de frutas rojas
y tan minúsculas que de lejos
parecieran semillas. ¿A dónde van
con esa carga inútil? A mirar
su dispersión escarlata en el pasto.
Bailan mientras caminan por la senda
que baja al río. Pero no llegan
hasta el frío trazado sin sentido
del cauce. Bajo un árbol se sientan
y una se acuesta en el suelo y deja
caer los redondos frutos de su bolsa.
Tira hacia atrás la cabeza como
si una mano invisible le oprimiera
la sien. ¿Podría morir justo ahí?
Los puntos rojos y brillantes
junto al plástico blanco: versos, digo,
que deben consumirse ya. Siento
en mi voz la presencia de la glotis, temo
que el golpe dado por esa chica acostada,
entre las otras que hablan superpuestas,
pueda ser el espasmo final para mí
y el triunfo del azar. Cuando de pronto
todas menos la durmiente, cuya belleza
tengo que adivinar, empiezan una danza
de círculos, de retrocesos súbitos.
Adivino en la lycra de sus piernas
músculos tensos transpirando brillo
y agitando los bordes de los suéters.
¿Por qué teatro, si es septiembre y el sol
pone aún en los ojos de las cosas
su luminoso esmalte? Seguramente
la que duerme a la sombra está soñando
pero no con su infancia, no se encoge
en posición fetal, sino estirada, el cuello
ofrecido al cielo, las manos al aire
y el pelo como una estrella castaña
sobre el pasto y la tierra. Ahora sé
que sueña con otra chica, igual, dormida
en otra edad y apretando en la mano
esa bolsita que flamea al viento
como un objeto que la soñada cubrirá
no de vergüenza, feliz de lo que ama.
Noticia

Los libros están en el orden en que fueron escritos, sus primeras ediciones son las siguientes:

El bizantino, Alción, Córdoba, 1994.

Trabajos de amor perdidos, en Poesía. Ganadores del Concurso “Enrique Pezzoni”, Último

Reino, Buenos Aires, 1992.

Tres poemas dramáticos, Alción, Córdoba, 1995.

Sagitario, Alción, Córdoba, 1998.

Canéforas, Siesta, Buenos Aires, 2000.

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