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Habitacion Once PDF
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HABITACIÓN ONCE
Autor: Paula Aguilera. Mario Serrano
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ISBN: 978-84-613-8477
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A mis padres, a Mario y a toda mi familia,
difíciles.
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INDICE
- REGRESO
- HABITACIÓN ONCE
- ALBA
- PRIMERA VISITA
- EL TRABAJO
- PABLO
- SEGUNDA VISITA
- PRIMEROS PASOS
- TOCANDO FONDO
- REACCIÓN
- ENCIERRO
- SALIDA
- HABITACIÓN ONCE
- CRUDA REALIDAD
- ÚLTIMA SESIÓN
- ADIÓS
- SOBREVIVIENDO
- EPÍLOGO
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REGRESO
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de la plaza, y charlamos de nuestras vidas. Marta tendrá ahora unos 55
años. De estatura media tirando a baja, tiene los ojos y la piel muy claros
que contrastan con su pelo intensamente oscuro. Tiene una forma
particular de caminar y de moverse, lentamente pero sin pesadez, lo que
transmite mucha calma.
A Él hace muchísimo tiempo que no le veo. Él era el que
coordinaba todo, el que sabía cómo estaba y que medicación debía
tomar, el que me conocía a la perfección. Sólo lo visitaba cuando estaba
realmente mal. Creo que hará unos 15 años que no le veo.
—¡Bienvenida Aurora! Estás guapísima.
Antes no soportaba que me dijeran que estaba guapa, para mí
era sinónimo de estar gorda. La gente nunca te dice que estás guapa
cuando estás delgada, muy delgada.
—Hola Marta, ¿están todas? –susurro.
—Ha venido mucha gente, creo que están algunas de las chicas
que coincidieron contigo. Pero las conoces a casi todas de verlas en la
sala de espera de las consultas externas, excepto a las más nuevas.
Nos damos dos besos y entramos a la sala. Un latigazo me
sacude toda la columna. Recuerdo perfectamente este pasillo, las
habitaciones situadas a ambos lados, el mostrador de enfermería, el
cuartito con el instrumento de tortura: la báscula. Al final del pasillo, el
comedor. Una sala cuadrada con grandes ventanales y estantes llenos
de juegos y libros. Allí está, el Doctor Él, tan imponente como siempre.
Han pasado 15 años. Lo veo a lo lejos, alto, con los mismos ojos cálidos,
comprensibles, y tan azules. Tiene el pelo más cano de lo que recordaba
y las arrugas en su piel denotan el paso del tiempo. Transmite serenidad,
como siempre. Paso rápidamente por delante de la puerta de la
habitación once, como si temiera que me engullese y no me dejara salir
jamás. Distingo algún niño enfermo en su camita a través de los cristales.
¡Qué crueles son las salas de pediatría! Finalmente atravesamos la
puerta del comedor. Entre un montón de gente con bata blanca, que
pienso deben ser personas importantes del hospital que también quieren
despedirse de Él, Él se gira y posa su mirada en mí.
—Aurora, ¿eres tú? ¡Qué buen aspecto tienes!
Me parece increíble qué Él se acuerde de mí, pero no nos olvida,
a ninguna de nosotras. Ha vivido parte de nuestras vidas. Ha salvado la
vida de la mayor parte de nosotras. Nos sentamos y hablamos de mi
trabajo, y Él me cuenta sus planes de futuro. Veo un destello de felicidad
y aprobación en sus ojos, sé lo que significa. Estoy aquí sentada con Él,
sentada al fin, sí. Creo que la última vez que me vio todavía no quería
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sentarme. Otra de mis muchas extrañas manías que tanto me costó
vencer. Han pasado muchos años. He rehecho mi vida y he superado
todos mis miedos, y Él lo ve.
— Te debo mucho. –le digo mientras miro a mi alrededor.
«Dice que ha rehecho su vida, quizás sí, y aquí es donde entro yo.
Pero no creo que haya superado todos sus miedos, no creo que
esté curada y no sé que hacer para ayudarla. Lo he intentado casi
todo, hay épocas en las que creo que lo ha logrado, que lo hemos
logrado todos, pero luego, otra vez el infierno.»
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nuestras compañeras, y sentimos esa angustia en nuestro interior, ese
temor a comer más que nadie, a engordar más que las otras. Así que
nadie comió más. Y en este mundo de contrastes, donde un elevado
porcentaje de la población muere de hambre, nos hallamos en una
sociedad occidental, con una cultura que ha hecho que niñas que
deberían estar pensando en otras cosas, estén tirando la comida a la
basura por miedo a engordar.
—Cuéntanos qué has hecho todo este tiempo –me pide Sara,
aunque a las otras dos no parece interesarles mucho, así que Sara y yo
nos apartamos del grupo y vamos a sentarnos. Reconozco esta falta de
interés y esta desconexión del mundo, yo también los he vivido.
Al cruzar la sala pasamos por delante de otros rostros que me
son vagamente familiares, aunque no llego a identificarlos. La mayoría
de chicas se conocen, ya que han estado internadas múltiples veces.
Varias de ellas han recuperado el color en las mejillas, la chispa en los
ojos y, por su comportamiento y su forma de sonreírme y mirarme, puedo
adivinar que también lo han logrado, en la medida en la que lo hemos
logrado todas. Conversan animadamente, beben vino, y comen canapés
mientras hablan, sin pensar en cuántas calorías están consumiendo. Y
los comen de un bocado, ¡de un bocado! No pegando pequeños
mordiscos como si fueran ratoncitos. Él puede estar muy orgulloso, estoy
segura de que lo está.
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supieran cuán bien las entiendo, si es que hay algo comprensible en todo
esto.
—Sara, ¿dónde están Susana y María? –pregunto, temiéndome
una de las posibles respuestas.
Sara me mira con los ojos profundos, y enseguida comprendo.
Se dejaron llevar.
—Me ha dicho Él que fue hace ya cinco años. Nos podía haber
pasado a cualquiera. ¡Estuvimos tan a punto!
Dos vidas truncadas por una estúpida obsesión, aunque puede
que no sea tan distinto de algunas de las que continúan,
desgraciadamente. Una lágrima se desliza por mi mejilla.
—Me alegro de verte tan bien Sara. ¿Sigues bailando?
—Sí, aunque la danza casi acaba con mi vida, es también mi
vida. No me veo haciendo otra cosa. Ahora no me exigen tanto. Pero me
va muy bien. El mes que viene empezamos una gira con un nuevo
musical.
—¡Es fantástico! Me encantaría verte algún día.
Inicialmente Sara adelgazó hasta un punto extremo por
exigencias de su dedicación, después fue la enfermedad la que la
capturó. Muchas de las niñas y adolescentes que se dedican a la danza
y a la gimnasia artística están presionadas a mantener unas
determinadas medidas corporales muchas veces patológicas que pueden
ser el inicio de una enfermedad. La profesora de danza de Sara la tenía
sometida a una presión difícil de aguantar. Nunca estaba contenta con su
trabajo, siempre pensaba que Sara podía dar más. Tenía unos horarios
muy estrictos y las comidas muy controladas para poder mantener un
cuerpo ligero para poder triunfar en la danza.
Seguimos charlando. ¡Hemos cambiado tanto! Ahora somos
maduras, aunque cuando nos conocimos éramos dos niñas que
maduraron a la fuerza, enfrentándose solas al encierro.
Volvemos al otro lado de la sala. Se está haciendo tarde. Miro
desde un extremo todo el cuadro que tengo delante y me parece curioso.
Un grupo de anoréxicas –curadas, enfermas y recién diagnosticadas—
estamos alrededor de una mesa llena de comida, cada una con su
peculiar comportamiento. Y Él nos conoce a todas, y sólo con mirarnos
ya sabe quienes lo hemos conseguido. Y está orgulloso, porque sabe
que Él ha ayudado mucho.
Me acerco a Él para despedirme. Lo observo, sigue
transmitiendo tanta calma y serenidad como siempre. Lo abrazo y le
deseo lo mejor en su nueva etapa. ¡Realmente Él se lo merece tanto! Me
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despido de Marta y desaparezco.
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HABITACIÓN ONCE
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llevamos seis años viviendo juntos, y nos va muy bien. ¡Tuve tanta suerte
de conocerle! Él me dio la estabilidad que tanto necesitaba, y es cómo si
fuera mi alma gemela, es capaz de comprender todo lo que pasa por mi
mente en cada momento, aún y cuando yo no tenga intención de
declararlo. Es el único, junto con mis padres, que ha llegado a
comprender el mecanismo de todo.
—Cariño, estoy en el despacho. ¿Cómo te ha ido?
Me acerco al despacho y le cuento cómo me he alegrado de ver
a Él, lo bien que me he sentido al saberme curada, y la enorme tristeza
de ver como todavía hay quienes se debaten entre la vida y la muerte por
culpa de esta enfermedad, y quienes no lo consiguen.
Pablo está entre montones de libros, como siempre. Es médico
internista. Trabaja en la unidad de cuidados intensivos del mismo hospital
del que ahora vengo, del mismo hospital al que un día juré que no
volvería.
—¿Te apetece cenar algo? –Le pregunto– Yo tomaré algo de
fruta, piqué unos cuantos canapés en el hospital.
Ahora es real, ya no invento el haber picado en otra parte para
evitarme comer.
Preparo una tortilla de calabacín, un melocotón para mí y un par
de copas de vino tinto. Cenamos en la terraza. ¡Se está tan bien! Espero
que llegará algún día en el que el acto de comer será algo natural, pues
si bien quiero convencerme de que ha dejado de tener importancia para
mí, en el fondo yo sé que la sigue teniendo, y mucha.
Mientras contemplamos las luces de la ciudad, le cuento mi
encuentro con Alba, lo que me pareció un encuentro conmigo misma,
tantos años atrás. No puedo quitármela de la cabeza, parecía tan sola.
Sentados en la terraza, cenando con una copa de vino, me
pregunto por qué decidí un día privarme de todo esto. Estos pequeños
placeres de la vida son los que nos hacen continuar, por eso en esta
enfermedad hay tantas ganas de abandono.
Entonces siento un impulso, así es mi vida, dominada por los
impulsos. Me levanto sin apenas decirle nada a Pablo y me dirijo, como
si una fuerza exterior me guiara, al teléfono. Llamo a Marta y le pregunto
por Alba. Marta se sorprende, se sorprende porque la llamo a su casa y
porque le pregunto por Alba. No la lleva ella, pero la conoce. Ha oído
hablar de ella en los comités de trastornos de la conducta alimentaria
que se realizan en el hospital cada semana para discutir los casos más
complicados. Es una niña difícil, y está grave, ha perdido mucho peso.
Sin saber por qué, le digo que me gustaría ayudarla, poder
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hablar con ella, al menos intentarlo. No entiendo qué es lo que me lleva a
desear tanto ayudar a esa niña. No quiero que pase lo mismo que yo.
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ALBA
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pie, quizás también demasiado abrigada, siempre muerta de miedo.
Recuerdo la vergüenza que sentía al subirme a la báscula a sabiendas
que mi peso habría descendido en picado, después de todo.
Ana, la chica de recepción, me hace señas conforme ya puedo
pasar.
—Hola Aurora –Andrés está de pie y me tiende la mano, que
invita a sentarme–. Te veo muy bien. ¿Estás bien, cierto?
—Estoy bien, finalmente –no me gusta su mirada, nunca podría
tenerle confianza.
—Ya sabes que nunca confié en ti. Sabía que transgredías las
normas, y estaba convencido que recaerías en cuanto salieras. Siempre
supe que comías más de lo que te ponían para poder salir antes, en
contra de nuestro programa. Por eso me sorprende verte tan bien,
aunque ha pasado ya mucho tiempo.
Sus palabras me duelen y me hacen recordar el miedo que me
hacía sentir, sus miradas de desaprobación, los mensajes subliminales
de “lo sé todo”.
—Sabes que no hice nada malo, todo lo hice para salvarme y
poder estar con mi familia lo antes posible –digo, mientras recuerdo el
sentimiento de soledad, el vacío del encierro, la impotencia de no
sentirse querida ni valorada por los más poderosos.
—Bien, vamos a dejarlo. Perdona. Y ahora, dime ¿qué quieres
de mí? –su voz suena ahora amable.
No sé cómo explicárselo, tampoco yo me explico muy bien qué
es exactamente lo que quiero. Por unos momentos me parece todo
absurdo y estoy a punto de salir corriendo, por miedo a que él me juzgue
de modo equivocado. Le comento que me gustaría hablar con una de
sus pacientes, si me está permitido. La vi el otro día y algo me hizo
pensar que podría ayudarla.
Ante mi sorpresa no hace ningún comentario ni me pone ninguna
pega, puedo venir cuando quiera, siempre que ella quiera verme. Aunque
no cree que sirva de mucho.
No puedo esperar más. Subo a la planta. Es una sensación
extraña el poderme mover libremente por el interior de este edificio, sin
barreras, sin límites, sin normas. Recuerdos aun punzantes se remueven
en mi interior. Me parece incluso que las paredes se ríen de mí conforme
voy avanzando. Respiro. Entro en la sala y al pasar por delante del
mostrador noto que las miradas de algunas enfermeras se clavan en mí,
como si me reconocieran.
—Vengo a ver a Alba –digo sin apenas mirarlas, no quiero
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reencontrarme con sus caras.
—¿Eres su hermana? –pregunta una de ellas. Aunque yo ya
estoy demasiado lejos para responder.
Abro la puerta, la misma que tantas veces me cerraron, la misma
que hubiera deseado romper con todas mis fuerzas.
Y todo sigue igual. El ventanuco, la pica, la fría cama y esas
cuatro paredes de infierno.
Y allí está ella, con el cuerpo encogido encima de la cama, con
los puños cerrados con fuerza. Encima de la mesita todavía tiene el
desayuno intacto, y frío.
—Hola Alba, soy Aurora.
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PRIMERA VISITA
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el mundo en mi contra –le explico—. Creía que la gente estaba envidiosa
de mi delgadez y lo único que querían era fastidiarme obligándome a
comer. Estoy aquí para intentar ayudarte. Puedo entenderte muy bien.
—No creo que nadie me entienda. No puedo hablar con nadie, ni
siquiera quienes eran mis amigas parecen comprender –se levanta de la
cama y acude a la silla próxima a la mía.
Cuando se levanta reparo en sus piernas minúsculas, los
pantalones del pijama demasiado holgados, probablemente de una talla
para niñas de ocho años. Tiene una estatura seguramente por encima de
la media para las niñas de su edad, el pelo castaño oscuro por encima
del hombro, ralo. Los ojos verdes demasiado hundidos para seguir
brillando han decidido ocultarse detrás de unas enormes ojeras negras
que han aparecido por avanzado. Y su piel probablemente era
aterciopelada, blanca. La imagino con las mejillas sonrosadas. Ahora
está pálida, la piel llena de vello. Pero eso a ella no le importa. Lo único
que le importa es perder peso, a cualquier precio.
—¿Qué edad tienes? —le pregunto—. ¿Por qué no me cuentas
el motivo que te hizo dejar de comer? –noto que ella se va relajando ante
mi presencia. Al fin y al cabo, soy una extraña para ella, aunque la
desesperación por hablar con alguien, porque alguien te escuche durante
el encierro, hacen las cosas más fáciles, lo sé muy bien.
—Tengo quince años, cumpliré dieciséis en dos meses —dice–.
No sé por qué lo hice. Pero ahora no puedo dar marcha atrás. La gente
cree que existe un motivo concreto. Te hacen preguntas sobre tus
problemas, tus preocupaciones, tu infancia, tu relación con tus padres.
Yo no soy consciente de nada, simplemente me pasó a mí, ella se
apoderó de mi mente y no hubo vuelta atrás. Estuve en Irlanda los
meses de verano, para perfeccionar mi inglés. Eran las vacaciones
después de un curso duro. Un año en el que empezaron a gustarme los
chicos y empecé a preocuparme por mi físico. Quería perder algún kilo.
Acabé perdiendo diez kilos en dos meses —se observa los muslos—.
Pero me hacían falta. De hecho, ahora estoy bastante mejor, aunque
todavía me sobra algo de trasero —añade mientras yo contemplo su
huesudo trasero, su huesudo cuerpo, e imagino la imagen distorsionada
que debe tener de sí misma. No hago ningún comentario. Sé que serían
halagos para ella, no pienso decirle lo delgada que está, pues le
encantaría. Ella me observa, pensativa, y añade:
—Aurora, ¿por qué no me cuentas tu historia? Me gustaría
escucharla.
Me coge por sorpresa. No había pensado que podría pedirme
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que recordase todo, desde el principio. Evidentemente es una época de
mi vida que no voy a olvidar jamás, creo que podría recordar cada
momento, cada olor, cada palabra pronunciada, o silenciada.
—Lo intentaré. Intentaré recordar del modo más realista,
intentaré no intensificarlo por el odio y el rencor de todos estos años. El
odio hacia aquellos que me privaron de mi libertad a la fuerza, me
separaron de los míos y, a pesar de haberme salvado de una muerte
segura, no consiguieron curarme. Intentaré ser lo más objetiva posible.
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cesar bollería y chocolatinas, estaba harta de que me dijeran cuán
delgada estaba. Quizás entonces empezó todo. Este aumento de
ingesta junto con el cambio hormonal que se produjo en mí, hicieron
aparecer las primeras curvas en mi silueta, seguía estando delgada
pero ya no era un palo.»
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sentimiento extraño en mí. Creo que me veo a mí misma, es una
sensación muy difícil de explicar.
—¿Cómo ha ido? –pregunta mientras una enfermera lo reclama
desde la puerta.
—Bien, ya te contaré esta tarde –le doy un beso–. Nos vemos en
casa.
«No entiendo por qué motivo tiene que volver a empezar con todo.
Creo que todo estaría mucho mejor si nunca hubiera conocido a
esta niña, si nunca se hubiera reencontrado con el pasado.»
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EL TRABAJO
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—No lo sé. Pero no deberías pensar tanto en ella, al fin y al
cabo, antes de ayer no la conocías.
Puede que tenga razón, pero es cómo si se tratase de mi propia
vida, algo me mueve a ayudar a Alba.
Cenamos los dos juntos en la cocina, hoy la temperatura es
demasiado fría para estar en la terraza. Pablo me cuenta que ha recibido
una llamada de Julia, una de nuestras amigas, que está organizando una
cena para algún día de la próxima semana, a ver si conseguimos
reunirnos varios del grupo. Últimamente he estado quedando bastante
con Julia, la ha dejado su pareja y ha estado muy triste. Entre Pablo, yo y
los otros amigos del grupo estamos intentando que pase el menor tiempo
posible a solas. Y la verdad es que a nosotros tampoco nos va mal, ha
sido el modo de que nos veamos todos más a menudo. ¡Aunque a veces
me siento tan mal cuando hablo con ella de sus sentimientos! Mientras
me cuenta cómo se siente yo no puedo hacer más que sentirme
terriblemente vacía, no soy capaz de pronunciar ninguna frase adecuada,
tan sólo palabras banales salen de mi boca.
Ella ha propuesto ir a cenar a algún restaurante del céntrico
barrio del Raval. Propone uno en concreto que inauguraron hace unas
semanas de comida india que le han dicho está muy bien. Nos parece
perfecto.
Después de cenar vemos una película y vamos a dormir
enseguida.
Sueño que estoy otra vez en esa habitación. Son mis dibujos los
que cuelgan en la pared, es mi cuerpo el que está en ese colchón duro.
Veo las caras distorsionadas de las enfermeras que se están riendo de
mí, sus caras dan vueltas a mi alrededor y su risa es demasiado
estridente. Sueño que me ahogo en un plato enorme de macarrones, y
de pronto, me despierto. Estoy sudando, pero estoy en mi casa.
Tras darme una ducha, desayuno con Pablo antes de que él se
vaya hacia el hospital. Preparo tostadas y zumo para él y pongo la
cafetera en el fuego. ¡Me encanta el olor de café y tostadas que inunda la
casa! Yo, como siempre, no pruebo bocado, me tomo sólo un café muy
cargado, con la excusa de siempre de que por la mañana tengo el
estómago cerrado. Una vez termina, Pablo me da un beso y se marcha.
A continuación me dispongo a vestirme. Abro el armario y escojo la ropa
que voy a ponerme. ¡Tengo tanta ropa que no me pongo nunca porque
no soporto cómo me queda! O porque me aprieta demasiado la barriga,
los muslos, en mi imaginación, claro. Prefiero llevar cosas holgadas,
aunque no estén tan de moda. Excepto en mis épocas de semi—recaída
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(voy a llamarlas así), cuando adelgazo bastante y soy consciente de ello,
entonces me gusta ir apretada y con prendas cortas para enseñar mi
victoria. He aprendido a aceptarme, pero esto no quiere decir que me
guste. Hay días en los que me pondría a llorar al verme en un espejo.
Finalmente escojo unos vaqueros de tiro bajo y una camisa azul.
Un pañuelo le da el toque elegante que me falta para la reunión que
tenemos hoy a primera hora con los distribuidores de una conocida casa
de muebles.
Al bajar del tren me dirijo al despacho andando, nunca me miro
en los escaparates, no me gusta ver mi figura reflejada, nunca me ha
gustado. Si alguna vez se me olvida girarme y mi cerebro procesa mi
imagen reflejada en el cristal, no puedo reprimir una mueca
desagradable.
El día transcurre tranquilo, y a media tarde, cuando ya no queda
más trabajo por hacer, decido volver al hospital. Habitualmente estoy
hasta más tarde en el trabajo, avanzando proyectos o, simplemente,
conectada a internet. No me gusta estar sola en casa, así que apuro el
máximo tiempo que pueda en actividades en compañía de otra gente.
Por eso el hecho de ir a visitar a Alba supone otra actividad que me
mantiene ocupada y me ayuda a pasar los días. Recuerdo su cara
preguntándome si iba a volver, casi suplicándome que volviera pronto.
Recuerdo los días largos y tristes sin nadie con quien me estuviera
permitido intercambiar palabra. Recuerdo los eternos domingos
encerrada en mi habitación, sin siquiera la visita de mi terapeuta. Quizás
esta sea la explicación de este miedo a la soledad y al abandono. Así
que finalmente voy.
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PABLO
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últimas horas de verdadera libertad. Nunca fui más consciente, y
nadie a estas alturas podrá cambiar mi opinión de que fuera
realmente así, y a pesar de que después he disfrutado de los
mejores años de mi vida, esa palabra y sus consecuencias nunca
tuvieron más significado que entonces y ahora.
Me pasé las primeras 3 semanas no acostándome nunca
antes de las 4 de la mañana, cerrando alguno de los míticos bares
de estudiante como todavía me sentía. Destrocé mis esquemas y me
enamoré durante 28 días por primera vez. Vagueé por las calles de
mi antigua Berlín, agoté las existencias de “Bier” en München,
Viena, Praga y Budapest. En Bruselas volví a la sobriedad pues fui
incapaz de elegir entre tanta variedad y así me encomendé al
encanto rancio de las gentes y las rúes de Paris donde una vez
acabados todos mis euros, terminé por regresar a mi Barcelona más
añorada. Allí fui consciente del nuevo mundo de posibilidades que
se abría ante mí, una vez mi mejor amigo pronunció el número 28 de
mi plaza MIR. Aún lo recuerdo, aquella noche no fuimos a dormir.
Sin tiempo casi de pensar me encontré en el altar del jurado
junto a 3 víctimas más del vértigo a unos 2 minutos de decidir mi
futuro tan solo inmediato, pero de unas consecuencias
inimaginables entonces y paradójicas ahora. Cerré un momento los
ojos y lo siguiente que recuerdo es la mirada atenta y apremiante de
la delegada encargada de asignarte el puesto.»
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SEGUNDA VISITA
«Empezó un nuevo curso y, con él, el infierno. Los niños del colegio
hacían comentarios positivos sobre mi nueva imagen. Eso fue el inicio
de la autodestrucción. Esos comentarios inocentes y seguramente
halagadores a oídos de cualquier persona normal, resonaban en mi
mente continuamente, y me hicieron odiar mi cuerpo. Como yo era una
chica muy abierta y muy integrada en el grupo de los chicos, se
suponía que se me podía decir todo. Nadie suponía que esos
comentarios inocentes iban a hacerme odiar mi cuerpo hasta la locura.
Cada mañana, cuando llegaba al colegio, era lo primero que oía, y me
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recordaba que algo tenía que cambiar.
Entonces decidí, como una más de mis amigas, que iba a hacer dieta.
La tarea no sería fácil, pues yo sabía que no podía decir en casa que
hacía dieta, porque en el fondo sabía que no era racional, ¡yo no lo
necesitaba!
Empecé cambiando el pan blanco de mi bocadillo del recreo por un
sucedáneo de pan de molde negro que se etiquetaba en el
supermercado como bajo en calorías. Mis padres se extrañaron pero yo
alegaba que me gustaba más este tipo de pan. Los desayunos del fin
de semana en casa también se tornaron “light”, con esos cereales que
en la tele anunciaban que debías tomar si querías estar delgada.»
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sana, no era muy diferente de la mayoría de mis amigas. A pesar de
hacer este tipo de dieta, no me moría si algún día comía un trozo de
pastel.
Siempre fui una persona muy responsable y con una increíble
fuerza de voluntad, quizás hubiera preferido ser de otro modo para que
todo esto no me sucediese.
Muy rápidamente, lo que fueron los desayunos con ese pan
miserable, desaparecieron completamente, ya no me bastaba con
comer ese pan de pajarito, ahora tenía que conseguir no comerlo. Si un
día comía poco, al día siguiente tenía que superarme y comer menos, y
así fui reduciendo la ingesta progresivamente. Las cenas familiares
después del colegio se convirtieron en una pesadilla. Mi reto diario era
conseguir cenar lo mínimo posible, sobretodo menos que el día
anterior, lo que significaba una discusión diaria con mis padres. Esto
fue al principio, al final ya no había discusión. Entraba en la cocina
mientras mi madre preparaba la cena y fiscalizaba el menú, nunca me
parecía bien. Mientras permanecía en la cocina contemplando lo que
después tendría que comer, una batalla interna se libraba en mi
interior. Me invadía una sensación nueva y muy desagradable, como de
angustia, y sin darme cuenta, de repente me percataba de que tenía
absolutamente todos los músculos de mi cuerpo en extrema tensión.
Creía que mi madre hacía comidas hipercalóricas para engordarme,
siempre veía demasiado aceite o demasiada mantequilla. Rehuía las
reuniones sociales de todo tipo, pues estaban invariablemente
acompañadas de comida. Si tenía que enfrentarme a alguna, siempre
encontraba una excusa para evitar comer. Me encantaba el sonido de
mis tripas vacías. Y así fui alejándome cada vez más de la gente, de mi
familia, de mis amigos.»
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haber muerto si no llega a ser por Ellos.
—Mira, tú ahora no ves las cosas de modo objetivo. Ya sé que a
ti te da igual lo que yo te diga ahora, pero tienes que entender que no se
puede sobrevivir sin comer. Ahora lo ves todo muy difícil precisamente
por tu bajo peso. Cuando tu cuerpo recupere peso y a tu cerebro le
lleguen las sustancias necesarias, te sentirás mejor, aunque ahora te
parezca imposible. De verdad, créeme. He pasado por esto antes. Es
real, el cerebro se apaga sin comida, la vida se vuelve gris.
Ella me mira, pensativa. Y por primera vez veo en sus ojos un
destello de intención, como si realmente me estuviera escuchando y
tuviera en consideración mis palabras. ¡Cuán pocas veces había yo
hecho caso de las sabias palabras de quienes me querían!
—Inténtalo, confía en mí, por favor –suplico mientras me
sorprendo a mí misma deseando con todas mis fuerzas que esta niña se
cure.
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—¿Inventaste que estabas enferma para poder no comer? –me
pregunta.
—Realmente no lo inventé. Llegué a creerlo, llegué a notar ese
dolor inexistente, a padecer esa no enfermedad, convencida de que
estaba viviendo esa “no vida”. A desear morir de una grave enfermedad.
Y ahora, al recordarlo, me sabe muy mal por mis padres, porque
ellos estuvieron engañados, sufriendo, preocupados intentando descartar
múltiples enfermedades digestivas graves. Perdiendo horas de trabajo
para acompañarme al médico. Pero todo estaba en mi cerebro. No podía
hacer nada. Recuerdo una vez recuperada tras mi internamiento, cómo
se entristeció mi padre al confesarle yo que todos mis males digestivos
fueron inventados. Él seguía creyendo que fueron reales, supongo que
no podía imaginar a su hija trazar un plan con tantas mentiras para no
comer.
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hacía sentirme mejor, seguía creyéndome “gorda”.
Quizás cuando estuve peor, cuando ya mi masa muscular
empezaba a consumirse porque no quedaba un gramo de grasa en mi
cuerpo, quizás entonces no me veía gorda. Pero tampoco me gustaba.
Seguía anhelando un cuerpo de niña, sin formas, que yo no era
consciente hacía tiempo que tenía.»
Veo que Alba me mira algo asombrada. Puede que le parezca increíble
que alguien a quién ella ve como una persona normal, haya tenido los
mismos sentimientos que ella. Creo que tras todo esto, me he ganado su
confianza, pues se sincera conmigo y me cuenta cuáles son sus
temores. No le gusta su trasero, es demasiado grande, y sus caderas
son demasiado anchas. Empezó a adelgazar por este motivo, pero llegó
a un punto que no podía parar, y el hecho de que la gente la considerara
enferma le gustaba, le hacía tener algo especial. Tenía miedo de volver a
ganar peso porque perdería esta característica que la hacía distinta.
—Tienes, razón –susurro–. Eres distinta porque estás enferma.
Pero este no es un motivo del que yo me enorgullecería. Con el tiempo
vas a aprender a estar orgullosa de haberte curado, créeme. Vas a
aprender a ver muchas cosas en ti que te hacen distinta, y que no son
peligrosas para tu salud.
En ese preciso instante irrumpe una enfermera en la habitación y
deja una bandeja con la cena encima de la mesita. Se marcha sin soltar
una palabra. Alba mira aterrorizada la bandeja repleta de comida.
—Haz lo que puedas, y mañana me cuentas –digo a modo de
despedida. Y me marcho de la habitación. Creo que es mejor que ella
sola se enfrente a sus miedos.
Al salir, noto como la mirada de las enfermeras se vuelve a posar
en mí, creo que están tratando de recordarme. Yo no las he podido
olvidar.
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PRIMEROS PASOS
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mi enfermedad, pero no creo que sea tan raro. Aunque quizás a veces lo
llevo a un extremo, seguramente sigue siendo el fantasma de la
anorexia, que no me abandona. Los días que no tengo tiempo de comer
por culpa del trabajo, me siento muy bien, demasiado bien para una
mente sana completamente.
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ha comido, y evitar conductas purgativas.
—¿Cómo te encuentras? —pregunto—. Las enfermeras me han
contado que has comido.
Veo en su cara una mezcla de ilusión y culpa. Tiene ganas de
gritar, de olvidarse de todo, pero no puede.
—Es una sensación extraña. Estoy como ilusionada. Tengo
ganas de hacer las cosas bien, pero no he podido terminarlo todo,
enseguida me lleno.
—Es normal –replico—, estás acostumbrada a tener el
estómago vacío. Date tiempo. Pero está muy bien, estás siendo muy
valiente.
Sigo con mi historia, creo que se ha dado cuenta que fui y sentí
lo mismo que ella, y ha decidido confiar en mí.
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cada uno de nuestros rasguños en el cuerpo como potencial fuente de
la supuesta regla.»
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cuerpo, pero a mí me encantaba la sensación. Me apoyaba en la pared
hasta que mi cabeza dejaba de dar vueltas y el mundo volvía a
aparecerse ante mí. Esto era el signo que demostraba que estaba
respetando mis reglas. En ningún momento pensé que yo pudiera estar
mal, tan enferma estaba mi mente que era incapaz de ver algo tan
obvio. En dos meses ya había adelgazado quince kilos, y mi intención
era seguir. No sé hasta dónde pretendía llegar, a la desaparición.»
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TOCANDO FONDO
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tomas tú. Él sólo te supervisa, te intenta ayudar.
Al fondo del pasillo una niña con una bata rosa fucsia y los labios
pintados se dirige hacia nosotras.
—¿La conoces? —pregunto.
—Es Lucía. Tiene bulimia. Ingresa frecuentemente, todas las
enfermeras la conocen. Cada vez que el programa le permite salir, en
vez de ir a ver a su familia, se pasa las horas vagando por la ciudad,
entrando en tiendas distintas, comprando comida, hartándose. Después
vuelve aquí y vomita. Y tiene la habitación llena de laxantes. Han
advertido a los padres de los pacientes porque cuando tiene la necesidad
de salir para comer, si no tiene dinero, lo roba.
—Es muy duro –sentencio.
—Una vez la vi comiendo las sobras de las bandejas. Hay otras
anoréxicas que le dan su comida.
—Vaya —digo— Eso no la ayuda mucho.
Miro a esta niña con cara asustada, un poco ida, no parece que
esté en el mismo lugar que nosotras. Me pregunto qué pasará por su
cabeza. Adivino el calvario que está pasando, incluso peor que el ayuno
prolongado.
—Bueno, cambiando de tema –digo—, ¿qué te parece si
subimos a la terraza? Continuaré mi historia allí, te sentará bien un poco
de luz.
Subimos en ascensor hasta el último piso y accedemos a la
terraza, desde la que se ven los tejados de la ciudad. Muchas personas
con pijama azul que delata su condición de enfermos suben al tejado
para fumar o simplemente para sentirse un poco más libres. Empieza a
anochecer, pero la temperatura es agradable. Alba tiene frío y se pone la
bata. Yo continúo con mi historia.
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vergüenza de enseñar mi cuerpo destruyéndose. Supongo que no era
consciente.»
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hablaban un lenguaje internacional bien entendido por todos. Mi
hermano de 9 años no podía comprender, pero veía que algo sucedía
en su familia. Su hermana estaba consumiéndose, y nadie era igual, el
buen humor y la vida de familia había desaparecido.
Cada mañana, al abandonar el hotel, salíamos los cuatro en un
ascensor con las cuatro paredes de espejo; por primera vez, fui
consciente de lo que me estaba haciendo. Vi mi cara en el espejo, con
forma de calavera, los pómulos marcados, los ojos hundidos, y lo peor,
cada día que pasaba iba en aumento, a paso acelerado. Por primera
vez me di cuenta, y tuve miedo, pero ya era demasiado tarde, no podía
hacer nada. Hubiera preferido morir antes que comer, y casi lo
consigo.»
«Mi madre me vigilaba por las noches mientras dormía, para ver si
respiraba, pues estaba convencida de que cualquier día me moriría. Ni
el llanto de mis padres por las noches en el hotel me hizo reaccionar,
inicialmente. Esto fue en navidades de 1992. Había tocado fondo.»
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de sufrimiento interior! Y no hace tanto tiempo.
Vuelvo a casa sin poder parar de pensar en la familia de esa
niña. En la impotencia de ver como un ser querido se destruye, la
impotencia de saber que tu hija te pide a gritos morir. Cuando yo
enfermé, la sociedad conocía muy poco de la enfermedad, y quizás se
puede pensar que no reaccionamos porque no sabíamos sus
consecuencias. Pero hoy, con toda la información con la que se cuenta, y
las niñas enfermas sólo la utilizan en su contra.
Al llegar a casa, Pablo me pregunta si me he enterado.
—Estaba en el hospital –digo.
—No sabía que hoy también irías –dice, sorprendido.
—Lo necesito. Sabes, jamás le he contado mi historia a nadie.
Quiero decir absolutamente todo. Esa niña me lo pidió, y ahora me doy
cuenta de que lo necesito, necesito acabarla.
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REACCIÓN
Como una necesidad, al día siguiente salgo pronto del trabajo y recorro
caminando lugares donde ya he estado. Cierro los ojos y recuerdo.
Intento ponerme en mi papel diecisiete años atrás. Me veo caminando,
siempre caminando, triste. Camino sin pensar, rápido. Un paso, dos
pasos, tres, quemar calorías, tengo que caminar más rápido, tengo que
quemar calorías. Rápido, salta, no puedo tocar las baldosas grises,
solamente puedo pisar las blancas, si no, estoy convencida que
empezaré a engordar y nada podrá pararlo. Mi mente seguramente
pensando en comida, en cómo evitar la comida, en calorías, en cómo
deshacerme de ellas. La vista nublada, caminando, siempre caminando.
Camino deprisa, con rabia, estoy llorando. No quiero que nadie me siga.
Me veo en ese mundo que yo creé, un mundo de infierno, donde yo
pensé que podría llegar a ser feliz. Y me doy cuenta realmente de cómo
me engañé a mí misma, de cómo malgasté todos esos años, no vividos.
Me veo corriendo, llorando, con rabia sin saber hacia qué.
Mientras tengo esas imágenes de mí dentro de ese cuerpo
destrozado, reparo en que realmente a quién veo es a Alba, que camina,
no para de caminar. Las nuestras son vidas paralelas. Los mismos
argumentos que nos hacen mantener la misma negativa. Líneas
paralelas separadas por diecisiete años en que han cambiado muchas
cosas, y sin embargo, las mismas creencias, los mismos
comportamientos, la misma enfermedad. Las dos caminamos igual de
deprisa con la misma meta, el mismo objetivo. Me pregunto si realmente
he salido de la línea o sigo caminando inevitablemente hacia delante. Me
pregunto si es posible salirse de esta línea destructiva.
Entonces cambio la dirección de mis pasos y me dirijo al
hospital. Voy caminando por el pasillo que une las varias plantas, miro
por la ventana que da a la calle. Las mismas tiendas, los mismos bares,
la misma visión, ¡durante tanto tiempo!
Ya ha pasado la hora de cenar cuando llego a la planta. Ya se
sabe, en los hospitales se cena temprano. Entro en la habitación y ella
permanece como siempre, tumbada en la cama, con el cuerpo encogido.
Entonces soy capaz de verme a mí, en esa misma cama, intentando
luchar contra todos mis temores, venciendo todas mis negativas, para
conseguir la tan ansiada libertad.
—¡Has venido! —dice, con tanto entusiasmo que me da un
vuelco el corazón. Me ha estado esperando.
Contemplo con gratitud la pendiente hacia arriba que marca el
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gráfico en la pared y dirijo una mirada de aprobación a Alba. Continúo.
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«A la mañana siguiente desayuné lo que a mí me pareció un enorme
tazón de leche con cereales, lo cual no sirvió de nada para mantener
mi integridad física, pues mis intestinos, acostumbrados a la calma, se
alborotaron y mi cuerpo no pudo aprovechar ni un gramo de ese primer
desayuno después de tanto tiempo. Lo peor es que en el fondo yo me
alegré, como si quisiera desaparecer.
Empezó un nuevo año y una nueva etapa en la que me
esforzaba por derribar a ese monstruo en mi interior que me prohibía
comer, pero mi realidad por aquel entonces estaba ya tan
distorsionada, que podía tener la impresión de haber hecho una
comida normal solamente por haber comido un canapé. Recuerdo con
exactitud aquél día de Reyes. Después de mi desayuno frustrado yo
estaba entusiasmada porque iba a sentarme a la mesa con todos mis
familiares y por fin iba a poner algo en el plato. Mi madre hacía de
primero “tosta holandesa”: una rebanada de pan de molde frita en la
sartén con mantequilla en la que se coloca encima huevo revuelto y
salmón ahumado. Como una niña pequeña que quiere imitarlo todo en
su tamaño yo me hice mi propia “tosta holandesa”, con una tostada
ridícula de canapé, obviamente no frita con mantequilla, y con un
poquito de revuelto y salmón. La puse en medio del plato y pude ver mi
comida. El plato estaba medio vacío, daba pena, pero yo lo veía
llenísimo. Tardé más de media hora en comer ese bocadito que una
persona en su sano juicio engulliría de un bocado, y me sentí llenísima.
Me había hecho demasiado daño ya, y las cosas no podían resolverse
tan fácilmente.
Mis ojos ya no estaban tan hundidos, había un destello de
esperanza en mi mirada. La gente que me quería lloraba de felicidad al
verme, pero yo seguía luchando sin saber muy bien qué es lo que
quería. Luchaba en silencio, veía varios caminos, pero no sabía muy
bien cuál escoger, ni me atrevía a preguntar.
Me sentaba en mi habitación, ¡qué extraña me resultaba! Era
la habitación de una niña, con sus ositos de peluche y sus dibujos, de
una niña de catorce años. Ya no podía saber mi edad, ¿es que acaso
tenía edad? Había hecho una regresión, volvía a ser una niña, que
lloraba fácilmente ante cualquier contradicción, que no podía separarse
de sus padres, una niña frágil, una niña consentida, una niña que no
comía. Y ese cuerpo de niña se veía forzado a unos pensamientos y
preocupaciones que le eran extraños, sensaciones de desesperación,
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de tristeza, de soledad, de angustia, que no tenía edad para sentir.
Habían pasado cuatro meses de lucha. Por entonces
prácticamente sólo comía cereales, cosa inconcebible por mi familia y
por cualquier familia sana meses atrás, pero tal y como había ido todo,
era un regalo de Dios cualquier cosa que yo pudiera comer. Hasta el
punto que con mis padres habíamos recorrido las calles de la ciudad al
anochecer, buscando un comercio abierto donde poder comprar esos
ansiados cereales, pues se habían terminado y yo me negaba
prácticamente a ingerir otro alimento.
Pero esas pequeñas que para mí eran enormes cantidades de
comida y ayudaron a salvar mi integridad física de una muerte
inminente, no eran suficientes para frenar mi continuo descenso de
peso, y yo no podía imaginar comer más de lo que comía, que
realmente era muy poco. Fue entonces cuando me llevaron al médico,
que confirmó que tenía un trastorno alimentario y no una enfermedad
intestinal, es decir, la enfermedad estaba en mi cerebro, no en mi
estómago. Pero lo que ahora peligraba realmente era mi salud física.
Recuerdo ese día frío de invierno en que entré junto con mis padres en
un bonito piso del Ensanche barcelonés habilitado a modo de consulta.
Allí nos sentamos en la sala de espera, y no recuerdo nada más hasta
que nos llamaron.
El médico era Él, y desde el primer instante me transmitió una
sensación de tranquilidad que hacía meses que no sentía. ¡Su voz era
tan cálida y tan serena! Sabía exactamente cómo me sentía y qué es lo
que pasaba por mi cabeza, incluso sabía más que yo misma.
Me explicó que con mi peso tendría que ingresar directamente en el
hospital, pero como había visto la voluntad en mí de recuperarme, me
daba la oportunidad de curarme en casa, cerca de los míos, aunque
tenía que aumentar de peso. Terror, miedo otra vez.
Me sentía inútil. Todo este tiempo de sacrificio para conseguir
estar delgada, y ahora me obligaban a engordar para evitar un
encarcelamiento.
Pasó una semana, igual que las últimas, con muy poca comida
que para mí era muchísima. Había estado acostumbrada a tan poco
que mi mente estaba totalmente engañada. Y aunque yo estaba
convencida que de tanto comer habría engordado una barbaridad, no
fue así en la siguiente cita con el médico. La báscula marcaba la
sentencia de muerte, peor, de cadena perpetua. Mi realidad estaba tan
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distorsionada que durante mucho tiempo pensé que habían trucado la
báscula para retenerme.
Y así fue como mis padres y Ellos decidieron ingresarme en un
hospital. Yo no quería. Encerrada, sin querer.»
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ENCIERRO
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como antes. Y no es que me sienta enferma o anormal, pues
seguramente mucha gente tiene estos mismos pensamientos, pero yo
antes no era así, y me gustaría recuperar mi despreocupación.
Llegados a casa nos vamos a dormir.
«Son las 3:35 a.m. La tenue luz por el bajo de la puerta se vuelve
una llama incandescente sobre mis pupilas excepcionalmente
dilatadas por el cóctel del hastío de otra semana de culto al trabajo,
el efecto atropínico de una noche barcelonesa y la profunda
oscuridad que reinaba hace tan solo 5 o 6 segundos. Así y antes de
que mi conciencia vuelva del mundo de Morfeo mi débil cuerpo ya
se acomoda de nuevo a la realidad ocasional y nuevamente
desgraciada. Mis oídos comienzan a sentir como martillos el
gorgoteo de las arcadas. Cierro los ojos y aprieto las manos en
torno a mi peluche Keroppi creyendo así una ultima oportunidad
para detener lo inevitable; pero ya es tarde y los fragmentos de lo
que fue un magnifico wok vegetal se entremezcla con la bilis y el
jugo gástrico en un torrente expulsado violentamente en una sola
dirección y sin retorno hasta las entrañas del inodoro todo ello
bañado por el aroma rancio y ese tono oporto de un gran reserva
del 1999. Como un resorte mis piernas se abalanzan contra el suelo
mientras mi yo más adolescente se aferra todavía al calor de las
sábanas y de quién sabe qué sueño ya olvidado. Un, dos, hasta tres
veces pico suavemente con dos dedos el marco de la puerta sin
obtener respuesta. El torrente agota ya sus últimos coletazos, entre
un jadeo entrecortado pero autosuficiente que denota una vez más
veteranía y grado. La puerta, como no, infranqueable. Bajo un
pestillo de metal ya oxidado, aún recuerdo el día que yo mismo lo
enclavé y atornille hace unos dos años. Fue adquirido en uno de
nuestros míticos paseos livianos por el centro, que inevitablemente
acaban en algún que otro comercio para cubrir nuestra última y
absoluta gran necesidad. Esta vez fueron unas baldas de
metacrilato para los estantes del comedor, una manguera extensible
para la terraza, unos tacos, unos tornillos… y el maldito pestillo.»
—¿A-aurora? –Silencio— ¿Es…estás bien?
—Si, mejor, gracias.
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acomodado y entre el pestañeo de medio ojo, el otro cede
inexorablemente y también adopta su situación más natural,
entreveo la sombra pálida y satisfecha de mi mujer, entre abatida
de sueño y asco. Acerco mi hombro sobre el que se posa su
cabeza, aún fría y sudorosa de su última hazaña.»
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desde el otro lado del marco de la puerta. Me da un fuerte abrazo y se
marcha. Su andar es hoy más pesado que ayer, arrastra los pies como si
llevara en cada suela el peso de todo el sufrimiento que le estoy
ocasionando.
El pinchazo en mi estómago al recibir las primeras gotas de café
no es más que un irónico recordatorio de la noche anterior, para que no
llegue a creer que realmente pueda lograrlo. Hoy es uno de esos días
que me gustaría quedarme en casa, se me hace una montaña ir al
trabajo, pero tengo una visita de obra en una de las casas que estamos
reformando en un céntrico barrio de la ciudad. Me armo de valor y
finalmente salgo.
Cuando llego a la obra ya es lo suficientemente tarde como para
que los obreros lleven ya un buen rato trabajando, sin embargo, da la
sensación que han llegado hace muy poco. O seguramente, habrán
llegado a su hora, pero sólo para dejar sus bártulos e ir a desayunar. Me
peleo con uno de los albañiles porque está colocando las baldosas del
baño completamente al revés, y pierden toda su gracia. Me noto
crispada, irritable, es la resaca de la noche anterior. Me doy una vuelta
por el piso para intentar relajarme. Tiene mucho encanto. Es de esos
pisos con suelo de mosaico y techos altos, cuya cocina y baños
necesitan una reforma. Tiene muchísima luz, pero ninguna salida al
exterior. Y aunque es mucho más céntrico que nuestro piso, el hecho de
que no tenga terraza hace que no lo cambiara por nada del mundo.
Puede que el tiempo de encierro en aquella habitación con aquél alto
ventanuco me hagan odiar las casas sin salida y sin luz. Ahora mismo
necesitaría salir a la terraza para respirar profundamente aire fresco. Al
poco rato aparece la mujer propietaria del piso. Puedo ver la tristeza
impresa en su cara, aunque cuando llega al piso, la preocupación por el
desarrollo de la obra le cambia su expresión. Me divierto pensando que
otra vez sucede lo que yo siempre digo: un problema matrimonial detrás
de una reforma. Pablo siempre se ríe de mí cuando comento esta teoría.
Seguramente no sea real, pero me gusta imaginarlo. Me imagino al
marido o compañero de esta mujer poniéndole los cuernos con otra,
seguramente más joven, aunque no por ello más guapa ni mejor,
mientras ella intenta evadirse de la realidad distrayéndose con unas
obras, y obviamente él no puede impedírselo. Es el momento justo para
realizar todas esas reformas a las que él siempre se ha negado.
Al salir del piso, aprovechando que me encuentro en el mismo
barrio, me dirijo al hospital. Está lloviendo a cántaros, y sopla un fuerte
viento que hace que sea imposible controlar mi paraguas. Finalmente
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consigo llegar sin haberme empapado demasiado. El embaldosado del
suelo está mojado, y hay que andar despacio para no resbalar. Grandes
carteles amarillos advierten de la condición traicionera del suelo. Las
grandes cristaleras antiguas están todas salpicadas por pequeñas gotas
de agua y ningún rayo de sol quiere atravesarlas. Y de pronto me doy
cuenta de que soy incapaz de recordar qué tiempo hizo los días eternos
en que permanecí aquí. No podría decir si hubo lluvia, nieve, sol. Para mí
no contaba el exterior, me olvidé del tiempo que hacía, del día en que
vivía y de la edad que tenía.
Entro en la habitación once y por primera vez veo a Alba leyendo
un libro, sentada.
—Hola —exclama—. Ya me han devuelto mis libros, ya me está
permitido leer.
—Enhorabuena –digo, mientras observo la pendiente hacia
arriba de su gráfico en la pared–. Me alegro mucho.
Recuerdo el día en que a mí también me confiscaron los libros,
mi gran pasión, compañeros en los momentos difíciles. Continúo con mi
relato mientras Alba escucha atentamente.
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altos daban una sensación de frialdad que todavía hoy sigo sintiendo.
Ya desde el primer momento su antigüedad se hizo patente y, como si
quisiera decirme que él llevaba más tiempo que yo en esta vida,
despertó en mí una mezcla de miedo y respeto. El pabellón de pediatría
alojaba a los niños con enfermedades mentales, donde estaba
destinada los próximos días o meses. Empecé a ser consciente y a
comprender que me había vuelto loca. ¿Lo entiendes ahora Aurora?
¡Estás LOCA, LOCA, LOCA! El mostrador de enfermería se apareció a mi
izquierda, varias enfermeras clavaron la mirada a mi extrema
delgadez. Sus ojos me decían que no aprobaban mi estancia allí. ¡Cómo
si yo lo hubiera escogido!
Esta enfermedad no es un estilo de vida, como muchos creen,
no es algo en que tú puedas decidir convertirte de la noche a la
mañana. Pero tuve la mala suerte de estar enferma en una época en
que la gente desconocía el tema.»
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aburrido, de mayores, pero era el de mis padres y necesitaba tener
algo de ellos conmigo. Me quitaron los libros, no me estaban
permitidos, leyendo podía gastar la poca energía que me quedaba. –
Más adelante ya veremos. Me separaban de mis dos grandes amores:
mi familia y mis libros.
Mis padres desaparecieron por el fondo del pasillo, no sabía
cuándo les iba a volver a ver. No sé si ellos lloraron o quizás se
sintieron aliviados de que por fin alguien fuese a salvar mi físico; yo
lloré muchísimo.
Me condujeron a mi habitación: cuatro paredes de baldosas
amarillentas que en su día fueron blancas daban una sensación de
frialdad como la que reinaba en mi cuerpo. Una ventana pequeña y
demasiado alta para poder escapar dejaba pasar los pocos rayos de luz
que iluminaban la oscura habitación. En una de las paredes, una pica
para lavarse las manos, sin espejo que permitiera ver la imagen
distorsionada de mi cuerpo. Una taquilla de aluminio de apenas veinte
centímetros de ancho era el acogedor armario, y la cama, fría y dura
como la piedra, ocupaba gran parte de la habitación. Ningún objeto
punzante por si se me hacía insoportable. Muchas veces soñé que era
una piedra, nadie ignora lo profundo que es el sueño de las piedras, y
no temí el no despertar jamás.
“Ésta va a ser tu cárcel hasta que comas”, me pareció que
decía la persona que acababa de entrar en mi habitación. Me explicaba
las reglas del juego. Yo tenía las de perder, Ellos me vigilaban, y no me
obligaban a comer, pero si no aumentaba de peso me pondrían una
sonda nasogástrica para alimentarme. Cómo si de un perrito se tratase,
el sistema consistía en una serie de premios a medida que aumentabas
de peso; premios tan preciados, al menos para mí, como la visita de los
familiares. Después descubrí que las otras niñas estaban mejor sin sus
familias. Porque sus familiares las habían obligado a comer, sembrando
la discordia entre ellos .Yo veía a mis padres como las personas que
habían intentado comprender y ayudarme, sin obligarme a nada en
ningún momento, y a quienes yo no había hecho caso. Aunque ellos se
sentirían culpables durante mucho tiempo por no haber reaccionado
antes. Es absurdo, si algo he aprendido es que no hay ningún culpable
en esta enfermedad, salvo la sociedad en la que vivimos.
Se trataba de un régimen conductista: hasta que no llegara a
un peso determinado solamente podría ver a mis padres unas horas los
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domingos. Pero no este próximo domingo, tendría que esperar al
siguiente. ¡Qué cruel! No hay nada más triste que un niño ingresado en
un hospital sin visitas, mientras contempla como al resto de los niños
“normales” sus padres no les dejan ni un minuto solos. Un sentimiento
de desesperación se apoderó de mí. En aquél mismo momento supe
que quería salir de allí, pero para conseguirlo tenía que hacer lo que
más miedo me daba: comer. Me dieron todas las normas y todo el
programa por escrito. En la etapa final se leía bien grande el peso que
tenía que alcanzar para poder salir, una ola de terror invadió mi cuerpo
y me creí atrapada en este hospital, en este mundo, para siempre.
Empecé por ponerme el pijama de dibujitos y la elegante bata
roja y verde que me había comprado mi madre. Al mirarme con ese
pijama infantil, pensé que no encajaba dentro de él, pero eso es lo que
había intentado todo el tiempo, encajar mi cuerpo en una edad que no
tenía.
Esperé sentada encima de la cama, no podía hacer nada más, no me
estaba permitido. Los minutos se hicieron interminables hasta que,
desesperada, triste, decidí entreabrir la puerta para poder ver al menos
la cara de alguna persona, pero alguien se dio cuenta y decidió
cerrarme la puerta en las narices. Allí estaba, encerrada, sin poder
hacer nada, sin poder ver ni hablar con nadie. No podía llorar, ya no me
quedaban lágrimas. Una pena porque las lágrimas pueden ser muy
reconfortantes.
Entró una enfermera y sin dirigirme la palabra me lanzó una
mirada de desaprobación. Dejó encima de mi mesita la bandeja de
comida nauseabunda de hospital, y yo, que había rechazado los
manjares preparados con amor por mi madre, comí hasta la última
miga de pan. Y me supo a gloria, ¡hacía tanto que no comía de verdad!
Me veía y no podía creer que realmente fuera yo, que volver a comer
fuera tan fácil. Es como si el hecho de estar allí encerrada me hubiera
devuelto el sentido de la realidad. No me sentía mal, al contrario,
estaba contenta porque era un paso adelante hacia mi salida. Otra vez
esa ilusión, la ilusión de empezar algo que se había abandonado hacía
tiempo.
Por las noches soñaba. Los sueños desfilaban, no tenía más
que elegir. Imaginaba una presencia llena de ternura hacia mí, me
hablaba, me sonreía. Él no iba a hacerme daño. Sabía que no era real,
que no se trataba más que de un sueño que se desvanecería enseguida
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y me dejaría llena de tristeza. ¿Por qué no trataba de aferrarme a esta
presencia que podría transformarse en mi sueño? Pero, ¿podría
hablarle? Él me había visto llorar al ver a esa niña. Ahora me sonreía.
Nudo en la garganta, no podía pronunciar una sola palabra. ¿Te sienta
bien la libertad? Quería hablarle, decírselo todo. Terrible silencio.
Y así fueron pasando los días, monótonos, lentos, encerrada en
esa fría habitación, sola. Llegué a golpearme la cabeza contra la pared
para hacer que mi nariz sangrara y así poder salir para ir a la
enfermería, donde las enfermeras que me odiaban por mi enfermedad,
me taponaban los capilares rotos. Lo hice varias veces, no resultaba
muy difícil. Tres o cuatro cabezazos contra la pared y la sangre
empezaba a brollar de mi nariz. Al menos así tenía contacto con otras
personas. Años después tendría que lamentarme de mi excesiva
fragilidad capilar y fácil sangrado nasal. Decoré las paredes de mi
habitación con coloridos dibujos, cuando ellos decidieron que dibujar no
me hacía gastar demasiada energía.
Otro de los sucesivos premios a mi recuperación fue la
concesión de las comidas en el comedor, en compañía de otros, en ese
caso de otras dos chicas con mi misma enfermedad, un par de años
mayores que yo y ya veteranas en el tema. Las dos habían ingresado
ya varias veces en el hospital, y parecían estar bien allí, en ese mundo
alejado de los suyos, donde el día y la noche eran iguales, en el interior
de ese pasillo de hospital, donde la deformidad de los cuerpos no
cuenta. Se sentían dueñas del lugar, y yo no era más que una
principiante, aunque no tenía ninguna intención de aprender nada más,
ya había tenido demasiado.
Estábamos obligadas a asistir a varios grupos de terapia, en los
que se trataban nuestros distintos temores. Los lunes era el más
temido: había que enfrentarse al espejo. Supongo que yo realmente
llegué a tener una imagen distorsionada de mi cuerpo en alguna
ocasión, si no, no habría llegado sin duda a dónde llegué. Pero desde
mi encierro, y al lado de las otras, yo parecía ser normal. Todavía
estaba extremadamente delgada, pero no me causaba ningún estrés
verme en el espejo, con mi mallot negro. Me extrañaba al ver llorar a
las otras delante del espejo, lloraban porque estaban gordas, y eran
auténticos cadáveres, aunque a mí me gustaban. Todas vestidas con
un mallot negro que nos quedaba demasiado grande, cuál bailarinas en
su primera clase de danza, nos observábamos en la pared de espejo. Yo
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veía a las otras dos cómo se palpaban las distintas partes del cuerpo al
tiempo que se observaban aterrorizadas, antes de empezar a sollozar.
Para la segunda parte de la terapia teníamos una silueta de persona
construida con cuerdas móviles de color rojo vivo. Debíamos construir
la que nosotras creíamos era nuestra silueta moviendo las cuerdas. Yo
más o menos acertaba mi físico, mientras asistía atónita a las
construcciones deformes de sí mismas de las otras chicas, siempre
llorando.
Los martes había sesión con una doctora nutricionista que
pretendía reeducarnos, tarea bastante difícil, al menos a mí no me
sirvió de mucho. En todo caso puede que me enseñara algunos trucos
que hasta entonces desconocía, como que tal comida aportaba menos
calorías que tal otra, o que cierta fruta contenía más azúcar que otra.
Otro día de la semana, no recuerdo cuál, teníamos clase de relajación.
Eso nos debía servir en momentos de mucho estrés como cuando nos
enfrentábamos a una comida, a mí me servía para dormir durante las
clases. Me sentía como si todo eso no fuera conmigo, me había
convertido otra vez en una persona normal con un objetivo: salir.
Asistía a todas esas clases que yo creía tan absurdas como mero
pasajero, ajena a todo, sólo para cumplir las preciadas normas.»
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—Eso no era realmente difícil. Tampoco comía mucho más. Pero
las otras chicas anoréxicas estaban encantadas de “robar” de la cocina
más galletas para mí, otro yogurt, un bocadillo, y me lo traían y
contemplaban satisfechas como yo lo comía, sin reparos. Eran como mis
siervas, constantemente me traían alimentos. Yo había hecho lo mismo
antes, disfrutaba viendo a los otros comer. Por la noche se escabullían
en la cocina sumergidas en un silencio solamente roto alguna vez por un
grito histérico y se las arreglaban para traerme algo dulce que yo
aceptaba con tal de salir de allí lo antes posible.
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dio tiempo de llegar al servicio, y acto seguido sentí un terrible
retortijón en la barriga y una terrible urgencia de ir al baño, donde se
vaciaron mis intestinos haciendo un estruendo cual tormenta de
verano, no me atrevía a salir de allí temerosa de que todo el mundo se
hubiera percatado de todo. Al llegar al hospital no dije nada y cené,
pero me sentó tan mal que no pude parar de vomitar, me dolía mucho
la barriga, y me pasé la noche llorando porque eso me haría perder
peso, lo que retardaría mi libertad. Las enfermeras me riñeron
convencidas que lo hacía a propósito. Mi compañera de habitación no
alcanzaba a comprender el motivo de mi llanto, me había desecho de
la comida por todos los medios posibles, totalmente, sin dejar ni un
gramo, era el sueño de toda anoréxica.
En mis compañeras veía comportamientos extraños que
después fueron tan familiares para mí: jamás se montaban en un
ascensor, siempre íbamos a todos sitios caminando, escalera arriba,
escalera abajo. Nunca se sentaban a no ser que fuera estrictamente
necesario, siempre de pie, dormían las mínimas horas posibles. Yo en
cambio, me pasaba el día durmiendo, así el tiempo se pasaba más
deprisa.»
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entrada se sobresalta y se frota los ojos, medio adormilado. Está
ensimismado ante una libretita que me resulta vagamente familiar y que
veo que ha sacado de una de las cajas de cartón que todavía no hemos
desempaquetado desde que nos mudamos aquí. Ahora lo reconozco: es
el cuaderno de mi madre, en el que escribía sus reflexiones y me
contaba por escrito cómo se sentía a lo largo de lo que fue tan terrible
pesadilla. Después quiso que yo lo guardara. Pablo tiene los ojos rojos,
brillantes.
Aurora,
mientras releía estas líneas, he vuelto a recordar una época que fue
terrible para ti, pero que también lo fue para la gente que te quiere y
sobretodo para tus padres y tu hermano, cada uno en el papel que le
tocó interpretar o pudo asumir. Esta clase de enfermedades son un
infierno para quien las padece, pero está claro que afectan, y mucho, al
entorno familiar.
Tú, Aurora, ya naciste pequeñita. Pero a pesar de ser una niña
no demasiado comedora, por lo demás eras (y sigues siendo) un
encanto de criatura. Te entretenías con cualquier cosa, eras muy
cariñosa y sensible, muy rápida en adquirir nuevos aprendizajes, y
muuuuuy ágil, parecías un mono. Cuando empezaste el colegio te
mostrabas un poco tímida de entrada, pero siempre tenías buenas
amigas y con el tiempo acabaste siendo un poco líder: tus dotes de
organización las aplicabas para empezar cualquier proyecto: un juego,
una obra de teatro, un concierto... ¡Tus calificaciones escolares fueron
siempre inmejorables! En esta época nunca quisiste ir de colonias en
verano. Lo de separarte de tu entorno familiar cercano no te hacía
ninguna gracia. Nunca te forzamos porque siempre creímos que
llegaría un momento en que lo superarías y tú misma pedirías ir. Y así
fue. Cuando acabaste sexto de EGB, fuiste 15 días a Francia y lo
pasaste genial. El año siguiente repetiste.
Al empezar octavo, empezaron a gustarte los chicos y a
alocarte un poco. Perdiste tu timidez y te veíamos muy feliz. Al
terminar el curso fuisteis de colonias y te nombraron “reina de las
colonias”. Entrabas en una época maravillosa pero a su vez terrible, la
adolescencia. Pasamos el verano en la costa, como cada año.
Empezabas a salir de noche (siempre te quejabas porque te parecía un
horario demasiado restringido, pero ya sabes que soy un poco
63
sargento). Daba la impresión que lo tenías todo: familia, buenos
amigos, pequeños éxitos....
Empiezas primero de BUP y empieza el infierno. Comes menos,
ya no quieres tus bocadillos de siempre. Vas adelgazando, pero todavía
mantienes una cierta normalidad a la hora de comer: quiero decir que
no das muestras de nerviosismo. Empezamos a pensar que quizás
escondas una depresión, te vemos muy triste y apagada, sin ganas de
nada. A mí empieza a rondarme el fantasma de la anorexia, pero me
parece extraño porque nunca habías hecho ningún comentario sobre tu
cuerpo y no eras una niña nada frívola. El puente del Pilar vamos a la
montaña, y es aquí donde me doy cuenta que quizás haya algo más. En
esa época la anorexia nerviosa era casi una desconocida para la gente
profana, pero recuerda que una chica de tu clase sufrió de ello, y por
tanto yo tenía información y sabía de la existencia de una unidad
especializada en este trastorno en el Hospital Clínic. Pensé en hacerte
visitar por Él, para descartar que no sufrieras de anorexia, pero me
convencieron de no hacerlo. ¡Cuántas veces me he culpabilizado de no
haber seguido adelante por mi cuenta! Me culpo a mí misma. Como
tantas otras veces en mi vida, no sé si por miedo o por qué motivo, no
actué según mi criterio. Esto no me lo perdonaré nunca. Al menos, no
habrías llegado a tal extremo, seguramente la enfermedad no hubiera
arraigado tanto.
Ahora ya comes muy poco, te pones muy nerviosa cuando se
acerca la hora de las comidas, entras en la cocina, fiscalizas el menú,
nunca te parece bien....Empiezas a decir que te duele el estómago.
Yo tengo que pasar por la horrible situación de verte en el
recreo del colegio como una especie de fantasma. Tú, que siempre
habías tenido amigos, que el teléfono no paraba de sonar en casa... en
la hora del recreo te arrastras apoyada en la pared con la mirada
perdida, absolutamente triste y siempre completamente sola. Y yo me
quería morir.
Pido a los demás profesores que te vigilen disimuladamente
mientras comes y me lo dicen claramente: cortas todo en trocitos, te
entretienes, les pasas comida a tus compañeros.
En casa lloras por cualquier motivo. Si cocino macarrones
montas un cirio y me dices que quiero verte como una vaca. Por las
noches lloro y lloro, te veo muy mal y no reconozco a Aurora: es otra
persona.
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Te mira el estómago un especialista y le comenta a tu padre
que está todo en orden. Él no cree que tengas anorexia nerviosa
porque te ha preguntado si tienes buena relación con tu madre y tú le
has contestado que sí. En aquellos tiempos se ve que la culpable de la
anorexia era la madre de la criatura: un criterio freudiano que a mí me
acabó de hundir. Y no fue la única persona que lo sugirió, hasta se me
comunicó cómo debía tratarte, ya que hasta entonces lo había hecho
todo muy mal. Tanto, que te había provocado la enfermedad.
Evidentemente todos podemos mejorar nuestras relaciones y
ya sé que no soy la mejor madre del mundo, pero yo en aquellos
momentos quedé tocada y hundida. ¿Qué había hecho mal? ¿Por qué
nadie me había dicho nada hasta ahora?
Tu padre te lleva al psiquiatra de su confianza, ya no recuerdo
el nombre. Diagnóstico: depresión mayor. Tratamiento: psicofármacos.
Resultado: bajas en picado.
Eres piel y hueso. Cuando llegas a casa te pones a correr por el
pasillo hasta la extenuación. Me pides continuamente que vayamos a
caminar. Cuando puedo lo hacemos, pero ¡no caminamos, corremos!
Me encuentro muy cansada y veo que la cosa va de mal en peor.
Por Navidad tenemos la maravillosa idea de ir a París. Nos
azota una ola de frío, no comes absolutamente nada, eres como un
cadáver viviente de color morado. Sólo tomas por las noches un vaso
de leche hirviendo.
Por las noches me despierto y vengo a tu lado para ver si
todavía respiras, porque estoy segura que cualquier día morirás. La
noche de Fin de año estoy derrotada, no puedo ni comer las uvas y me
voy a dormir. A partir de este momento tu padre y yo tomamos una
decisión: cuando lleguemos a Barcelona llamaremos a Él para que te
ingrese y no te mueras.
Fue suficiente una entrevista con nosotros y una contigo para
diagnosticar con facilidad lo que te estaba pasando. A los pocos días ya
había cama en el hospital e ingresaste.
Fue un golpe durísimo para todos, especialmente para ti tal y
como lo cuentas. Todavía puedo verte en esa tétrica habitación, sin
absolutamente nada, sólo la cama y una especie de sillón de dentista
donde tenías que pasar tantas horas. En realidad el sillón era para que
durmieran los acompañantes, sólo que tú no tenías acompañantes. Nos
dolía, pero era la única salida posible. Nos explicaron muy bien el
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régimen conductista que aplicaban. No tendríamos comunicación
alguna contigo hasta que alcanzases un peso determinado. Durante la
primera semana, sólo nos llamaron dos veces para decirnos que todo
marchaba bien, que comías y ganabas peso. Más adelante ya nos
dejaron venir a visitarte algunas horas y también nosotros asistíamos a
terapia de padres. La primera vez que te visitamos, tenías un
semblante relajado y se te veía contenta. Parecías otra, parecías
Aurora. Si tengo que decirte la verdad, nunca supe identificar los
problemas de las demás niñas ingresadas contigo. Yo te veía distinta.
Recuerdo algunas entrevistas con Él y muchas (iba una vez a la
semana cuando ya habías salido del hospital), con tu psicóloga. Dos
personas maravillosas, auténticos profesionales y que en ningún caso
nos culpabilizaron de nada.
A partir de tu ingreso en el hospital, tuve que seguir unas
pautas que el equipo que se ocupaba de ti me daba. Como yo era la
que cocinaba en casa, me tocó la parte más dura y desagradecida del
proceso, pero en ningún momento no me planteé nada que no fuera tu
curación. Primer plato, segundo plato, postre. Primer plato, segundo
plato, postre. Primer plato, segundo plato, postre. Primer plato,
segundo plato, postre. Creo que no pensaba en nada más. Tú venías a
la cocina y controlabas todo lo que ponía en la comida. Te mostrabas
excesivamente nerviosa.
Nunca olvidaré la primera noche sin ti en casa. Estábamos muy
tristes, incluido tu hermano que no terminaba de entender muy bien
qué sucedía. Le contamos que estabas enferma porque no comías,
pero que en el hospital te curarían y pronto volverías a casa. La
mañana siguiente, al llegar al colegio, escuché como se lo explicaba
todo a su mejor amigo, con las mismas palabras con las que se lo
habíamos contado nosotros. Y me dio mucha pena.
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SALIDA
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el mar. Este miedo a morir traduce mis ganas de vivir, y eso es
gratificante, sobretodo cuando una vez sólo tenía ganas de desaparecer.
Mientras releo esto que escribí hace unos meses, me doy cuenta
de que hace pocos días, ante una situación estresante, no me importó lo
más mínimo pensar que podría morir. Estoy tranquila ante la caducidad
de una vida que me aporta demasiado sufrimiento. Esta dualidad de
sensaciones, dualidad de estados de ánimo, es ya una característica que
creo que no me va a abandonar jamás. Paso de estar bien a estar mal, y
luego otra vez bien, por un tiempo. Es siempre así, ya llevo demasiados
años. A veces cuando estoy bien, me convenzo que es para siempre,
pero nunca ha sido así.
Camino por las diferentes estancias e intento imaginar que es mi
casa. Siempre hago esto para poder pensar en una buena decoración.
Me parece increíble que gente extraña me encomiende la difícil tarea de
decorarles su hogar. Es como una especie de intrusismo, estoy eligiendo
el decorado de sus vidas.
Al salir de la primera casa me doy cuenta de que se me hecha el
tiempo encima, así que cojo el coche y me dirijo de vuelta a la ciudad.
Aparco en un parking céntrico y me dirijo andando hacia la segunda
casa. Como no me dará tiempo a comer, cojo una manzana de mi bolso
y la como por el camino. Sé que no es correcto, pero más tarde me
siento tremendamente bien pensando que casi no he comido. Sé que
estos pensamientos son patológicos, pero no puedo remediarlo, no
puedo controlar mi mente. Creo que hay ciertas cosas que jamás
cambiarán.
Recorro con prisa la segunda casa, pues tengo ganas de acabar
mi historia, lo necesito. Y veo en la cara tan familiar de Alba, que ella
también necesita que termine esta historia.
Tras hablar con el propietario acerca del inicio de las obras, me marcho.
Al salir a la calle, un rayo de sol me ciega de repente. Pongo mi mano a
modo de protección ocular y al quitarla una vez ya en la sombra, la
primera imagen que tengo es la del edificio: el hospital.
Cuando entro me encuentro a Pablo vestido de calle.
—¡Aurora! –Grita—. Hoy he terminado temprano. ¿Qué te
parece si nos vamos a tomar algo?
—Es que tengo que ver todavía a Alba –me excuso.
—¿No puede esperar hasta mañana?
—Necesito terminar al menos el capítulo actual de mi historia —
digo–. Es como si de ello dependiera que ella pueda también pasar
página.
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—No lo entiendo, francamente –dice. Y veo un gesto de
decepción en su cara.
—Yo tampoco lo entiendo del todo, pero es como si se tratara de
mi vida. Algo extraño y familiar en esa niña hace que me sienta obligada
a ayudarla –digo en tono suplicante.
—Está bien, no te preocupes –me coge de la mano mientras
pronuncia estas palabras–. Iré a tomar algo con unos compañeros. ¿Nos
vemos en casa?
—¡Claro! No llegaré tarde. Y gracias por comprender –le tiro un
beso de despedida.
Sé que está dolido, desde que Alba ha entrado en mi vida estoy
todavía más obsesionada con todo este mundo delirante, no puedo
remediarlo.
Me encuentro con Andrés en el pasillo. Está gratamente
sorprendido del efecto que han tenido mis visitas en el comportamiento
de Alba. Me cuenta que ha hecho un cambio de actitud muy importante,
reconoce estar enferma, y, lo más importante, tiene ganas de curarse.
Me alegro mucho de pensar que la he ayudado a menguar su sufrimiento
y a facilitar su recuperación, que sin duda estará siendo muy difícil para
ella. Y sobretodo, me alegro de que sea Andrés el que lo reconozca.
Al llegar la encuentro hablando con Lucía. Lucía no es un
esqueleto como el resto de las chicas ingresadas aquí, tiene lo que se
llama un cuerpo diez. No le sobra ni le falta nada. Tiene el pelo muy
oscuro, los ojos azules y la tez muy blanca y la piel de terciopelo. Creo
que es preciosa, hasta que me regala una sonrisa y toda su belleza se
cae por los suelos. Tiene la dentadura más espantosa que jamás haya
visto: dientes oscuros, de un color gris marrón, y muy, muy pequeñitos,
como si se los hubiera estado limando. Me acerco. Lucía, un poco
avergonzada, cuenta su última salido con excesos incluidos.
—Tenía permiso de fin de semana y me pasé toda la tarde del
sábado comprando porquerías en supermercados distintos –susurra—.
Sabes, es importante no comprarlo todo de golpe en el mismo sitio, pues
si ven a una chica delgaducha con más de quince mil calorías en la
bolsa, sospechan. Siempre intento comprar alguna cosa para despistar,
como un desodorante, un paquete de arroz o una bandeja de carne. El
resto siempre muy dulce: pastelillos, bollería variada, chocolate, helados,
yogures, cereales.
—Después fui a casa de mis padres –continúa—, ya sabiendo
que ellos estaban en el cine. Dispuse toda mi mercancía encima de la
cocina, saqué una botella enorme de cola, y empecé a comer todas esas
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cosas prohibidas por mis mandamientos. Todo bien rociado de bebida
con gas para que resultara más fácil deshacerme de todo. Cruasanes de
chocolate, pastelitos de colores chillones, yogures con cereales, cañas
rellenas de crema, donuts, enormes trozos de pizza con demasiados
ingredientes. Cuando hube llegado a la mitad sentía que mi barriga iba a
explotar, me levanté la camiseta y realmente su perímetro había
aumentado considerablemente. Con dificultades para caminar, fui hasta
el baño y fácilmente lo vomité todo, no me molesté ni en cerrar la puerta
del baño, pues no había nadie en casa que pudiera descubrirme.
Continué con mi festín privado hasta terminar con la última migaja y volví
al baño a repetir mi purga.
—¿Tan fácil es para ti vomitar? –pregunta Alba.
—Sí — responde—. Mi cuerpo está acostumbrado. Llevo mucho
tiempo haciéndolo. Lo odio, después quiero morirme. Pero la sensación
que me invade cuando estoy preparando el festín es increíble. Aún
sabiendo lo mal que me voy a sentir después, soy incapaz de detener
mis planes. Aunque este fin de semana pasó una cosa terrible.
—¿Te hiciste daño? —pregunto, alarmada.
—No, peor. De tantas veces que he vomitado, obstruí las
tuberías de mi casa, y ya os podéis imaginar el percal. A parte de la
vergüenza que sentí. Habían descubierto mi fiesta secreta. Mares de
vómito y excrementos rezumaban por los desagües de toda la casa, y
aún peor, también de las casas de los vecinos.
Mis padres están furiosos. Dicen que van a prohibirme el dinero,
así no podré comprar nada.
Me da pena esta niña, lleva ya mucho tiempo enferma, y a saber
si podrá algún día cambiar su conducta autodestructiva. Aunque si no
sonríe parece una chica de lo más normal, incluso muy guapa, su bulimia
representa un grave problema y el hecho de que vomite para no
engordar sólo hace que empeorar las cosas y cronificar su enfermedad.
Cuando Lucía es llamada por una de las enfermeras, Alba y yo
nos dirigimos a la habitación once para con continuar otra historia muy
distinta, o quizás no tanto.
—No puedo imaginar lo que le pasa a Lucía, me parece tan raro.
—Mejor –sentencio—. La anorexia es muy dura y muy peligrosa
para la vida, pero quizás la bulimia sea aún más dura, es más difícil de
modificar el comportamiento, y más fácil de ocultar a ojos de terceras
personas.
Miro el reloj y me doy cuenta de que se nos va el tiempo.
—Bien, ¿qué te parece si seguimos con nuestra historia? –digo
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mientras Alba se acomoda en la dura cama.
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Nada más salir ya empecé a comer menos y volví a llenarme
de mis extraños pensamientos, el monstruo volvía a hacerse un hueco
en mi interior.
La reducción de comida sumado a que los últimos quilos
ganados fueran de agua, hicieron que perdiera peso rápidamente nada
más salir. Y volvíamos a estar como al principio, sólo que ahora mi vida
no corría peligro físico, y me estaba terminantemente prohibido
saltarme una comida, al menos debía sentarme delante el plato y
apuntar absolutamente todo lo que comía para enseñarlo a mis
terapeutas. Siempre primer plato, segundo plato y postre. Primer plato,
segundo plato y postre. Mi madre se acuerda muy bien, le tocó la parte
más dura, aunque, como la mejor madre que es, no se planteó en
ningún momento nada que no fuera lo mejor para mi curación. Y yo
siempre nerviosa antes de las comidas, merodeando por la cocina y
controlando todos los ingredientes. Si había demasiado aceite,
demasiada mantequilla, demasiada grasa, me invadía una sensación
de rabia y desespero. Pienso que el hecho de que durante tanto tiempo
mi vida dependiese de la comida hizo que la venerara. Disfrutaba
comiendo, esperaba cada minuto del día hasta que llegaba la hora de
comer, y entonces empezaba con mis comportamientos extraños,
quizás aprendidos: cortaba todo en trocitos minúsculos, masticaba
mucho, realizaba mezclas insospechadas hasta conseguir unas pastas
que sólo a mí parecían gustar, jamás usaba cucharas grandes, siempre
comía todo con cucharita de postre. Comía muy lentamente para que
este acto tan esperado durara el máximo posible. Abría los bocadillos
en dos mitades y cortaba el pan a trocitos con unas tijeras, y comía
trocito a trocito. Quizás por eso no me gustaba que me vieran extraños
comer, porque era consciente de mis rarezas.
Las horas de sueño eran también un reto; no podía soportar
dormir más de 7 horas, temiendo que si descansaba en exceso, se
acumulara demasiada grasa en mi cuerpo. Recuerdo los madrugones,
sola, esperando a alguien para que me vieran desayunar. Mi peso
volvió a estar en el límite, aunque no peligraba mi vida, peligraba mi
mente, pues llega un punto que cuando disminuyes de peso, llega la
melancolía, lo sé porque lo he sufrido varias veces. Volvieron las
discusiones y los lloros, otra vez era delgada y muy triste. Estaba
siempre en tensión y a punto para llorar, no sé cuántas lágrimas
derramé en esos años, siempre con los ojos hinchados. Creo que los
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vecinos llegaron a quejarse de mis incesantes llantos. No lo
comprendían. Tenía quince años. ¿Qué puede hacer que una niña de 15
años que aparentemente lo tiene todo, se pase el día llorando?
Fui acumulando otras manías como no querer sentarme más
que cuando fuera estrictamente necesario, como para comer y en la
escuela. Incluso había llegado a ver películas enteras o hacer punto de
cruz de pie. Y a mi no me parecía tan raro. No soportaba estar sentada
y notar la gordura de mi cuerpo espachurrada contra el asiento. Una de
las cosas que me impresiona, es que estos comportamientos no
aprendidos y tan sumamente fuera de lo común, eran una práctica
habitual para la mayoría de Nosotras, como si de un criterio más de la
enfermedad se tratara.
Necesitaba hacer deporte a diario, y si algún día llovía y no me
era posible, lloraba desesperada pensando en lo que iba a engordar.
Subía corriendo las escaleras para llegar a nuestro piso, sólo que
vivíamos en un tercero y solía equivocarme a propósito y subía
corriendo hasta el octavo o noveno. Me ataba pesos a los tobillos
mientras corría o mientras levantaba la pierna una y otra vez.
No soportaba comer sola, ya que me obligaban a comer, era
necesario que algún miembro de mi familia me controlara, si no, no
comía. Y no soportaba que fueran otras personas que no fueran mis
padres o mi hermano las que me vieran comer. Si alguna vez estaba
merendando y entraba alguien fuera del círculo familiar a casa, paraba
de comer en seco, y me ponía muy nerviosa hasta que no se iba y yo
podía continuar. Creo que a veces debí de resultar muy desagradable
con las personas amigas de la familia.
Y así pasé unos tres años, hasta que un día, por el mismo
motivo por el que no sé cómo empezó, pareció que se acababa. Puede
que coincidiera con el inicio de un amor, el sentirme querida por un
chico tal y como yo era, con todos mis defectos. Y fui feliz durante
bastante tiempo, hasta que un día, aprendí a vomitar. Y otro monstruo
parecido al primero, se apoderó de mi cuerpo y de mi mente. Y no es
que después ya no fuera feliz, tuve épocas de todo, pero ya no fue lo
mismo. Por culpa de la anorexia empecé a comer compulsivamente.
Recuerdo que fue una noche en casa de unos amigos de mis
padres, cuando empecé a comer desenfrenadamente, y después me
sentí tan mal que fui al baño, y vomité. No fue fácil, me lloraban los
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ojos y la cabeza estaba a punto de estallarme, pero aún así me sentía
mucho mejor. Lo había escuchado explicar a alguna de mis compañeras
de encierro, y si ellas podían, no veía por qué yo no. Y era muy
tentador, podía comer todo lo que quisiera, alimentos prohibidos por mi
estricta dieta, y después iba al baño y vomitaba. Pero no era tan
sencillo, la gente se extrañaba de esa hambre tan voraz en una
persona tan delgada, mis largas visitas al baño, y la cara que me
delataba al salir. Ojos hinchados, pupilas dilatadas, mareos
incomprendidos, sudor frío. Prefería estar sola. Cuando estaba en casa
ajena, lo primero que investigaba era si el baño tenía cerradura para
poderme encerrar, si no, ya ni lo intentaba. Tenía una táctica: ingería
primero algún alimento con un color especial, de modo que al vomitar
fuera capaz de identificar cuándo ya lo había sacado todo, intentaba
beber bebidas gaseosas que ayudaban al procedimiento, y si comía
mucho pan, había que mezclarlo con líquido, si no, era muy
complicado. No sé de donde aprendí todas estas cosas.»
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Me sentía tan mal física y mentalmente que no me
compensaba el buen rato que pasaba comiendo, que era poco, pues
cuando mi cerebro decidía que iba a vomitar, comía con ansia y tensión
Podía estar comiendo tranquilamente cuando de repente se disparaba
una especie de gatillo en mi cerebro que decidía que iba a vomitar,
entonces cambiaba mi comportamiento. Ya lo había decidido, así que
se abría la veda: comía vorazmente, repetía platos y comía postres
calóricos, si era posible. Había que aprovechar que ya había decidido
vomitarlo todo para ingerir todo aquello que más me gustaba. Si
estaba sola en casa, empezaba a comer alimentos prohibidos,
principalmente dulces, tan vorazmente que no tenía tiempo ni de
disfrutarlo, bebía grandes cantidades de bebida con gas para que
vomitar fuera más fácil, iba tranquilamente al baño y me deshacía de
todo aquello que yo creía podía deformar mi cuerpo. Si había alguien
en casa, era más complicado, a veces dejaba el grifo abierto largo rato
para que no se me oyera, pero mis padres acabaron por entenderlo
todo. El corazón me latía desenfrenadamente, un sudor frío me corría
por las sienes mientras se me nublaba la vista, por no hablar de la
terrible quemazón de mi esófago. Dolor, cerraba los ojos e imaginaba la
destrucción en mi interior. Podía sentirme morir, y a veces lo había
deseado. Es un milagro que no sufriera ningún desequilibrio
electrolítico que me provocara una parada cardíaca, o que no me
desgarrara el esófago. Hay gente que piensa que la bulimia no es tan
peligrosa porque hay ingesta de alimento, pero puede serlo incluso
más. Mis manos tenían cicatrices que revelaban mis actos purgativos.
Mis padres se dieron cuenta y tuvieron que poner cerraduras en la
despensa y en la cocina. Pero más que las cerraduras, me dolió el
hecho de haberlos defraudado. El que me hubieran descubierto, era en
el fondo un alivio, yo no sabía como pedir auxilio, y me hallaba en un
callejón sin salida. Pero a pesar de las cerraduras, recuerdo haber
accedido a la despensa por un ventanuco minúsculo, haciendo mil
malabares, y encontrarme encerrada en ella con todos los alimentos
prohibidos por devorar. Y al salir, como los baños estaban cerrados,
recuerdo haber vomitado en la papelera de mi habitación.
Lo bueno de ser descubierta es que ahora podrían ayudarme.
Ahora estaba vigilada. No podía llevar dinero encima para no caer en la
tentación de pararme en alguna pastelería y vaciarla para después
inmediatamente vomitarlo todo. La cocina y la despensa estaban
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cerradas con llave. Si alguna vez iba al baño después de una comida,
alguien me hablaba desde el otro lado de la puerta. Este control que
podía haber exasperado a cualquiera, a mí me ayudó mucho. El hecho
de saberme descubierta y controlada me hacía comportarme de un
modo normal.»
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probable pronta salida del hospital de Alba. Creo que él tiene ganas de
que ella desaparezca de mi vida, lo veo en sus ojos.
Yo tengo ganas de que pueda salir del hospital, y quizás, por qué
no, también de que desaparezca de mi vida, para siempre. Y de que no
volvamos a cruzarnos jamás.
77
HABITACIÓN ONCE
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Recuerdo aun la primera vez que nos cruzamos, para mí es
toda una proeza de mi caprichosa memoria, incapaz de recordar
ideas, promesas, incluso acontecimientos enteros, es
especialmente dotada para desechar cualquier anécdota
sentimentalmente importante; ella lo habrá olvidado. Era el primer
día de trabajo y ella entró tarde, acompañada de mi compañera de
curso Mireia. Ahí estaba su delgada y esbelta figura, flanqueada por
una firme y oscura melena iluminada por dos esmeraldas brillantes
de mirada tan profundas que me estremeció con un escalofrió. Una
dulce sensación ya olvidada enterrada en mis abismos y tinieblas
se desperezaba de su letargo y escalaba desde la gruta del miedo;
pasarían semanas de nuevas sensaciones y apenas nos
cruzaríamos un par de veces, hasta que tras varios meses de
inconciencia, por fin un día que no debía ser cualquiera,
despertara.
Tan cercano como ahora, cada día con cada despertar se
entremezclan cual cielo y tierra, agua y aceite o fuego y hielo, las
increíbles sensaciones de aquella primera vez, con las terribles y
cotidianas de ahora. Quizás lo peor es la sensación de descontrol
que a ambos nos produce. Curtidos, que no acostumbrados por
nuestra profesión a conocer los límites y distinguir perfectamente lo
podrido de lo sabroso, cuando se trata de nosotros adoptamos el
semblante de dos parvulitas incapaces de distinguir entre el placer
y el dolor, lo bueno de lo innecesario, los grises desaparecen y todo
se pasa del blanco a negro sin fundido.
Ciegos sin lazarillo nos tambaleamos en nuestra penumbra
intentando no pisarnos, juntos de la mano bajo el regocijo de
mantenernos unidos, invadidos de ansiedad entre la nada y el todo.
Hemos descubierto que es cierto que el amor y el dolor son dos
puntos en un mismo plano, y mentiría por mi parte si dijera que no
soporto esta situación, que son circunstancias de la vida y sólo un
ejercicio de responsabilidad con mis actos o todo lo contrario me
obligan a seguir. Si algo aprendí y puedo afirmar en voz alta, si hay
algo que he elegido sin presión con convicción, si hay algo de lo
que no me arrepiento y si existe un fin necesario, Aurora es el cáliz
de mi salvación. Lo bueno y lo malo son hechos colaterales,
inherentes están el disfrute y la peregrinación, en los días buenos y
no tan buenos, en el amor y la amistad. Diferente pero inexplicable
cuando se trata de hablar del Tema, de afrontarlo y sobretodo
plantear buscar un remedio. La epidemiología, etiopatogenia son un
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día cualquiera, una cena normal pero excesiva en nuestro universo.
La clínica es una madrugada de sollozo, gorgoteos y silencios. El
pronóstico la recidiva, el tratamiento la aceptación, el diagnóstico
silencio.
Sin atisbo de objetividad, la diaria visión profesional se
convierte en una convencional utopía. El optimismo, la confianza,
los consejos, la atención, se vislumbran como auténticos
desconocidos cual planetas de una lejana galaxia aun no
descubierta. Cual rompecabezas para un infante de tres años,
encajar una sola pieza, una palabra se antoja como una gesta
inalcanzable.
Intento encontrar una explicación sin respuesta. Me siento
como un hada que pierde por una maldición momentáneamente las
alas, perdida en un frondoso bosque lleno de ogros y enanos, y ese
momento se torna una eternidad, no puedo evitar salir en busca y
nos aleja lenta pero inexorablemente de nuestra senda de ladrillos
amarillos, tan afortunadamente encontrada y pese a todo tan
reconfortante.
No cabe decir que aquí la cirugía esta contraindicada, ya
que aun aplicándola, las lesiones si bien no son extensas, no están
focalizadas. Intento buscarla, me tiembla el pulso, siento
palpitaciones y un sudor frío recorre mi coronilla al tiempo que se
nubla la vista y pierdo cualquier capacidad de pensar. Si se tratara
de una emergencia sin duda habría fracasado, certificado amarillo,
explicaciones, lágrimas y funeral. Por suerte el tiempo corría a mi
favor, y todavía había esperanza, no sé si fue la propia realidad o
más la incapacidad para afrontarla de una forma natural, social y
resolutiva lo que a todas luces y sin querernos darnos cuenta todo
comienza ya a afectar a nuestra relación personal.
Largos silencios, palabras no encontradas, la ilusión se
desvanece en una de esas mañanas de niebla espesa en la que
apenas se intuyen las sombras que esconden la realidad oculta, los
sentidos engañados, la ficción se vuelve un lugar inhóspitamente
agradable. ¿Y la verdad? Si alguna vez existió desde luego ya no
forma parte ni de este ni del mundo de las sombras.
Sin darme cuenta me encuentro subiendo las escaleras del
rellano y en unos instantes dejo tras de mí la puerta. Otro escalofrío
se despide dándole la bienvenida al reconfortante calor del hogar.»
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húmedas en el baño y me dirijo a la cocina donde Aurora saborea
las últimas gotas de su te matutino. La mesa realmente luce. Zumo
recién exprimido. Tostadas humeantes, surtido de quesos,
mantequilla, miel y mermeladas, cereales varios y yogures.»
—Venga cariño a desayunar —reclama Aurora.»
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digo, sin comprender muy bien—. No sé que es lo que tienes que ver,
pero algo me dice que mucho. Sólo sé del cierto que debes curarte. Y
antes de que me emocione, ¿acabamos “nuestra” historia? –pregunto,
deseosa de terminar con esto.
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quieren haber pasado por todo esto que nos ha marcado para
siempre.»
«Espero que algún día no muy lejano ella pueda poner fin a su
historia, yo no sé si seré capaz de seguir a su lado.»
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CRUDA REALIDAD
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cinta y la cajera, mientras pasa cada uno por el lector de código de
barras me mira, incrédula. Yo estoy convencida que adivina mis
intenciones; pero me da igual. La próxima vez iré a otro supermercado.
Además, seguro que se encuentran ante esta situación un montón de
veces. Cargo con todo y me dirijo a los ferrocarriles que me llevan a
casa. Mientras camino no puedo resistir la tentación y meto la mano en la
mochila. Palpo algo de consistencia hojaldrada y rompo un pedazo. Me
lo llevo a la boca con el ansia propia de quién hace un mes que no
prueba bocado. Las migas me caen por encima pegándose en mi
camiseta, no me importa, sigo caminando. Mi único objetivo es llegar a
casa cuánto antes para poder proceder con mi festín ante los ojos de
nadie. Bajo apresuradamente al andén. Miro el monitor que anuncia que
el tren que me lleva a casa todavía tardará diez minutos en llegar. Genial,
empiezo a engullir la pasta de cabello de ángel. Todo el azúcar glas y las
almendras de la superficie se derraman por encima de mi camiseta y se
pegan alrededor de mi boca. Una mujer de unos cuarenta años sentada
a mi lado me mira de reojo. Intento masticar sin hacer mucho ruido para
intentar que el momento parezca menos salvaje. Otra vez esa sensación
de que todo el mundo me está observando. Subo al tren y sigo
comiendo. Ahora estoy manchando también los asientos. Una vez
terminada la pasta no me atrevo a sacar otra de las que tengo en mi
mochila y seguir comiendo, no al menos delante de toda esta gente que
ha sido testigo de cómo engullía el dulce anterior. Así que me apeo en la
siguiente parada. Me bajo en una estación ya fuera de la ciudad, en
medio del bosque, donde se respira un aire mucho más puro, donde los
árboles que han conservado sus hojas a pesar de la estación del año
tiñen de verde el paisaje. Y aquí, en este contexto bucólico, prosigo con
mi destrucción. Como vorazmente dos pastas más y engullo grandes
cantidades de bebida con gas antes de volver a subir al vagón del
siguiente tren. Ahora la gente es nueva, no me han visto en acción
todavía, sus mentes creen que soy una persona normal, así que puedo
permitirme el lujo de seguir comiendo. Saco el paquete de pastelitos y lo
abro. El ruido del envoltorio al romperse me parece escandaloso, la
gente me mira, o puede que no, pero yo tengo esa sensación. Como un
pastelito. ¡Mmmm, qué rico! Otro, y otro más. Seguiría comiendo hasta
terminar los seis que conforman el paquete pero debo aparentar una
cierta normalidad. Dudo por unos instantes si volver a apearme en la
siguiente estación y proseguir mi hazaña, pero decido que lo mejor es
terminarlo todo en casa, cerca del purgatorio, cerca del baño.
Una vez que el tren llega a su destino empiezo a caminar rumbo
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a casa. Camino deprisa, podría estar en cualquier lugar; el mundo que
me envuelve no parece real, los coches pasan por mi lado y apenas los
oigo, el entorno me es familiar pero no estoy segura de donde estoy. Y
entonces ocurre lo temido: me cruzo con un conocido que se empeña en
saludarme y en hablar conmigo mientras yo intento escabullirme sin que
se note mi propósito. Me pregunta por Pablo, por el trabajo y por la
familia. Típicas preguntas de cortesía. Sudo, nerviosa. Estoy siendo muy
desagradable con esa persona, no soy yo, pero quiero que me dejen
sola, ahora no me importa nada más. Al fin, y cuando ya pensaba que no
lo lograría, cierro la puerta de casa tras de mí. Miro el reloj: tengo todavía
una hora de libertad antes de que llegue mi marido. Lanzo la mochila al
suelo, cojo lo que me interesa de su interior y termino con los miles de
calorías que todavía guardaba. Otro pastelito, la última palmera, un vaso
de yogurt líquido, galletas de chocolate blanco, un vaso de cola, otro
pastelito….y así hasta terminar con todo. Levanto la cabeza y veo a uno
de los vecinos de enfrente mirándome atónito desde su ventana. Creo
que se ha percatado de que no he parado de comer de modo
desenfrenado en media hora. Miles de manchas surcan mi camiseta, el
suelo, mi cara. No me importa. Es mi momento.
Me dirijo hacia el baño mientras contemplo atónita mi barriga,
tremendamente hinchada debido a la gran cantidad de comida que ha
tenido que acomodar en tan poco tiempo. Me cuesta caminar, imagino
por un momento si esta será la terrible sensación de pesadez que tienen
las embarazadas, espero que no. Me dirijo al baño abiertamente, sin
excusas, no tengo que disimular nada porque estoy sola. Cuando me
hallo delante del retrete agacho mi cabeza y automáticamente, tan sólo
con este movimiento y sin necesidad de ningún esfuerzo, expulso de mi
cuerpo todas las calorías en forma de masa semisólida. Sale en
escopetazo, de golpe, casi no me deja ni respirar. Yo observo atenta e
intento identificar cada uno de los ingredientes para asegurarme que no
queda nada en mi interior. ¿Qué era lo primero que engullí? Hojaldre,
bien. Está fuera. Tiro de la cadena.
Todavía es pronto así que, casi instintivamente, vuelvo a la cocina. Me
planto delante del frigorífico cromado último modelo, no frost, y veo mi
reflejo en la puerta. Me asusto ante la visión de una cara enajenada, los
ojos rojos, totalmente ida. Abro el frigorífico y sigo devorando yogures,
queso, fruta, me hago tostadas con mantequilla y mermelada....engullo
todo lo que encuentro. Voy dejando las marcas de mis dedos untuosos
por toda la superficie de la cocina, por mi ropa. Hasta siento mi pelo
grasiento. Miro el reloj y me percato que ya no tengo tanto tiempo. Tengo
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que deshacerme de todo y limpiar la escena del crimen. Antes vuelvo al
baño donde repito sin problema mi acto purgativo; abro bien las ventanas
para difuminar el consecuente olor agrio. Ya en la cocina meto todos los
recipientes y bolsas de la compra en una bolsa de basura. Mientras
limpio lo que yo misma he ensuciado minutos antes, noto ardor en mi
estómago. ¡Zas! Otra vez, como si me acuchillaran las paredes del
sufrido órgano. Se me nubla la vista y me tiemblan mucho las manos. Me
siento desfallecer, casi pierdo el control, pero no puedo parar, mi marido
puede llegar en cualquier momento y descubrir mi fiestecita privada. Con
la vista todavía nublada bajo a la calle para deshacerme de la basura y
justo cuando se cierra la puerta del portal oigo a alguien gritar mi
nombre. Me giro y allí está él, al otro lado del paso de peatones. Su
mirada me dice que soy lo más importante para él en este mundo, y
entonces vuelvo a sentirme segura.
—¡Aurora! –grita mientras esboza una de sus mejores sonrisas.
Mira a ambos lados de la calzada y cruza corriendo, con los brazos
abiertos de par en par. Su pelo ondea al viento, tiene la nariz roja a
causa del frío.— ¿Has salido antes del trabajo?
—No me encontraba demasiado bien, así que pedí permiso para
marcharme. –miento mientras me abalanzo sobre él y lo abrazo con
todas mis fuerzas. Sigo sintiendo un sudor frío, pero el temblor ya ha
cesado. Estoy destemplada.
—¿Y por qué has bajado? —pregunta, mientras mira, inquisitivo,
la bolsa de basura que llevo en la mano. Me apresuro a esconderla
detrás de mí y con un movimiento brusco me aparto y lanzo rápidamente
la bolsa al contenedor. Salvada.
—El cubo de la basura estaba muy lleno y empezaba a oler, así
que lo he bajado. –vuelvo a mentir. Me doy cuenta de que mi vida está
construida sobre cimientos de mentiras.
Nos abrazamos y subimos juntos a nuestra casa, el que hace
unos minutos era el escenario de mi crimen.
—¿Te apetece que salgamos a cenar esta noche? –pregunta –
Tú y yo.
—¡Claro! Como me encontraba mal, no he comido nada, así que
tengo un hambre que me muero.
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ÚLTIMA SESIÓN
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lastminute. Llené una maleta con la ropa que tenía a mano, y en la
otra empaqueté cuatro libros, mi portátil con mi disco duro lleno de
recuerdos, mi play y sus juegos. Achuché a Cosmo como nunca
antes, me colgué mi guitarra del hombro y con mis dos maletas
cerré la puerta sin mirar atrás.
El camino a la consulta apenas lo recuerdo, únicamente me
dediqué a dirigir el coche hasta allá, bajo un torrente interminable
de lágrimas que vaciaron mis sacos lacrimales. En el ascensor me
vi de reojo en el espejo; había envejecido 10 años. Tras lavarme la
cara varias veces recuperé las fuerzas suficientes como para entrar
en la consulta. Necesitaba decirle a alguien lo que había hecho
antes de ir al aeropuerto, era mi forma particular de pasar el duelo.
Ya antes de entrar sentía un hormigueo en el abdomen y ahora ya
eran auténticos pinchazos epigástricos.»
«En su cara resolví que el agua fría aun no hace milagros; ella ya
sabía lo que iba a contarle.»
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independencia del silencio, se ha sabido comercializar de tal
manera que se ha convertido en un gran negocio. Cada día se llenan
los diarios, luego las consultas de parapsicólogos, curanderos,
chamanes hasta magos, la mayoría de dudosa o nula capacidad o
preparación, pero ofreciendo el bien más preciado: tiempo y orejas,
y con ello la posibilidad de confesarse por módico precio, para
disfrute del personal.
Y lo peor es que de alguna manera yo había caído en sus
redes. Acostumbrado toda mi vida a resolver mis propios
problemas, me vi desbordado cuando estos se multiplicaron, y mi
verdadera amiga, a quien podía contarle todo era precisamente
Aurora.
La verdad es que lo llevé muy mal durante un tiempo.
Siempre esforzándome en no exteriorizarlo, comencé a
obsesionarme, a desconfiar absolutamente de todo y todos, acabé
por convertirme en una caricatura de mi mismo. Me volví taciturno,
me volqué más en el trabajo que de costumbre..., lo que también
ayudó a deteriorar nuestra relación.
Pero la verdad es que ahora, más que nunca debía hablar y
contárselo a alguien. Y con Sara si alguna cosa se podía hacer era
hablar. Tristemente ella era lo más cercano a una amiga que tenía.»
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Ella esta en esa fase de inconsciencia de todo. Cree haberlo
superado pero nunca la había visto así. De hecho su aventura con
Enrique no fue más que un impulso, un exceso, como tantos otros
pero con consecuencias irremediables en nosotros. Aquí la purga
es insuficiente.
—Así que es eso. ¿De repente te has dado cuenta que todavía
no has podido perdonarla?
—Sí la he perdonado. Pero no se trata de eso. Fue como
nuestro big bang. Descubrí que en cualquier momento puede
cometer cualquier locura sin pensar en las consecuencias,
mermando nuestra confianza hasta este punto de equilibrio
inestable. Lo que sentimos el uno por el otro lo sabemos, y
difícilmente se puede explicar con palabras. Pero no sé, es como si
ahora hubiera una fuerza que lejos de estrecharnos nos separara.
Siempre fue difícil llegar a ella pero ahora es exagerado.
Hasta tal punto que se cierra en banda en cuanto a sus
sentimientos. Confunde mi inquietud con recelo por lo que evita el
conflicto a toda costa. Auque es consciente es incapaz todavía de
renunciar a sus impulsos pero a su vez le es prácticamente
imposible reconocerlo.
—Bueno Pablo, ¿todo esto es un poco contradictorio no? Veo
que tienes sentimientos encontrados, y noto cierto aire de rencor, incluso
de reproche. La enfermedad es así. Un trastorno conductual que aviva
los impulsos por irracionales que te parezcan, todo tiene un significado
para ella. Tengo la sensación de que estás de vuelta de todo, que ya
nada te importa, y te necesita más que nunca.
—¿Quién? ¿Ella? ¡Claro que me importa! Es todo lo que me
importa.
—Pues entonces no te entiendo.
—No lo sé, igual es que no sé como explicarlo. Sí que es
cierto que nuestro desencuentro nos distanció y que me estuve
preocupando más en averiguar qué pasó, cómo pasó, que por qué.
Poco a poco entendí que las cosas ya habían empezado a
estropearse mucho antes. Víctimas del día a día íbamos cada uno ya
más pendientes de nuestras propias cosas, de esa asquerosa rutina
diaria que nos arrastra. No me di o no quise darme cuenta de lo que
ella necesitaba, básicamente iguales atenciones, pero más libertad
y diversión también ajena a la pareja... Y así lo fue a buscar.
Entonces experimenté la rabia, celos, pero sobretodo mucha
tristeza y decepción. Me sentí despreciado, como un actor
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secundario, y casi nos separamos. Al borde del abismo nos
reencontramos, no podía ser de otra manera... Ella se esforzó en
enseñarme que fue sólo eso, un impulso, y en demostrarme que
realmente todavía me quiere. Pasamos unas semanas increíbles.
Después de todo creímos haberlo superado y de hecho
recordándolo parece o es casi anecdótico. Pero sólo fue el principio
de su transformación. El hecho es que desde entonces nada ha
vuelto a ser como antes. A pesar de los sentimientos la convivencia
se ha hecho insoportable. Pronto empezaron los síntomas, esa
absurda obsesión que todo lo abarca. La Comida y el Peso, que lo
envuelve todo. Con ella vinieron las discusiones, las mentiras, la
irritabilidad, alimentando la desconfianza día a día. Los pocos ratos
juntos en constante actividad consumista: belleza y salud,
restauración y viajes inagotables, lo imposible para estar lejos de
casa. En ella atracones y purgas, purgas sin atracones. Las
comidas un auténtico suplicio. ¿Qué has comido? Me duele la tripa.
¿Qué cenaremos? Ensalada ¿no? Cada cena, cada noche es lo
mismo. Cenas copiosas para compensar todo el día de ayuno. Me
siento continuamente observado y pobre de mí con no acabarme el
plato. No puedo dejar de mirar de reojo como come con absoluta
voracidad, como si fuera la última cena, acabando con todo y
dejando el plato brillante. Al rato, claro, vienen las purgas,
disfrazadas pero de “momento de intimidad” y de “tratamientos de
belleza”. El baño se ha convertido en su auténtico fortín,
infranqueable por el pestillo que en su día yo coloqué. Luego
apenas un rato juntos en el sofá. Seguidamente a dormir porque
está agotada. Hace meses que le sexo desapareció de cualquier
forma. Sólo el hecho de insinuarlo es como una ofensa, siente casi
una aversión, lo que me hace sentir rechazado.
Así me paso los días deseando que vuelva a ser de día. Por
la mañana, por unos minutos, aparece la autentica Aurora. Si
pudiera detener el tiempo lo encarcelaría eternamente de 7:30 a
8:00.
Lo único que sé es que ahora la felicidad es un objetivo y no
una realidad. Tengo que esforzarme cada día para no enviarlo todo
al carajo. Y me siento culpable. Siento como si hubiera adoptado un
papel, no sé, como de “marido ejemplar”, en que todo está bien,
nada importa, nos queremos, el futuro será nuestro. Ella estará bien
y con eso lo superaremos, pero la verdad es que mi repertorio como
actor está agotado. Si no marcho estallaré de rabia.
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—A ver si lo he entendido. Sigues lleno de rencor y eso no te
permite querer solucionar las cosas de verdad. Si es verdad todo lo que
dices que sientes ¿Por qué echarlo todo a perder?
—No, no es eso. Como te dije la rabia que sentí sólo fue
temporal, y estaba asociada a todo lo que le envolvía a él. Cuando
quedaban, cuando se llamaban. Pero él hace tiempo que dejó de
estar presente. Es ella en sí misma. Cuando se transforma, cuando
se convierte en otra Aurora totalmente diferente. No sabes qué es
convivir cada día con la persona que quieres y que solías admirar
por su determinación, por su inteligencia, dedicada ahora
exclusivamente a perpetrar su autodestrucción. Pero es curioso...
—¿El qué?
—Como pueden cambiar tanto las cosas de puertas adentro.
Supongo que hay una parte de nosotros que también está bien, que
quiere evitar el conflicto, sobretodo por que la discusión ya no tiene
diálogo. De puertas afuera las cosas tampoco nos van tan mal ¿no?
Ella, una mujer guapa, inteligente, independiente, dueña de
su empresa, envidia de muchas, felizmente casada, que vive en una
casa preciosa, con toda una vida por delante... Yo, un reputado
médico que ha alcanzado a sus 30 años lo que mucha gente no
consigue en toda la vida, un trabajo tan apasionante como exigente,
y con una nueva familia a su medida. Para muchos aún somos la
pareja perfecta. No sé, es como si esa idea de perfección siempre
nos hubiera rodeado y protegido, y de alguna manera me cuesta
renunciar a ella. Hubo un tiempo que hasta yo lo creí. Supongo que
era un estado de éxtasis propio del principio, de la superficie
embelesada por la pasión y el sexo. Cuando todo pasó a ser más
profundo y más problemático sólo me he parado a esperar. He
dejado pasar el tiempo pensando que todo volvería a mi concepto
de normalidad, pero no lo ha hecho. Supongo que no estoy
preparado para volver a estar solo y no he sabido afrontar la
situación. Con ello he dejado de ser sincero con ella y con mis
sentimientos. Supongo que también partía de unas expectativas
irreales, propias de la inexperiencia y de mi permanente estado
postraumático. No, si ya ves que casi me sé psicoanalizar y todo...
—Vale, vale, Pablo. Veo que has avanzado mucho y me alegra.
Pero justamente ahora no se trata de ti, no es el momento de ser
racional, de analizar por qué te pasan las cosas sino simplemente de
averiguar qué es lo que sientes realmente hacia Aurora, recuerda que
los sentimientos no tienen en sí mismo un porqué...
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Las relaciones siempre han sido y serán complejas. Se mezclan
los egos, los sentimientos, las perspectivas y expectativas de las dos
personas. Nos vemos obligados a tomar decisiones y no todas son
acertadas o de nuestro agrado. Por eso muchas de ellas terminan al
poco de haber empezado. Pero de vez en cuando esas diferencias se
superan y con la madurez se llega al compromiso. El compromiso, Pablo,
radica en la confianza y la tolerancia, envueltas del manto del amor,
cariño o bienestar, como quieras llamarlo, no es sino el deseo y la
promesa de estar con alguien a pesar de las circunstancias, y es lo que
nos diferencia y nos hace especiales. Pero sobretodo porque a pesar de
todo no deja de ser más que una elección, libre, como ninguna otra. Si a
pesar de tus pensamientos son también tus sentimientos los que han
cambiado, debes de ser sincero. Lo contrario es traición a la otra
persona, pero sobre todo a ti mismo.
—Pues no me malinterpretes. Eso es lo que quiero que
entiendas. Sé que la quiero, coño, es lo mas importante de mi vida,
y sinceramente, no creo que vaya a encontrar una mujer como ella.
Pero supongo que mis sentimientos aunque sigan siendo
fundamentalmente los mismos, han cambiado. Creo que eso explica
por qué me acerco peligrosamente a la locura. Puede ser que esté
perdido pero siento que para reencontrarme debo alejarme de ella.
Fíjate que a pesar de todo, de esta situación de amor –odio, de
padecer y verla padecer, ahora más que nunca me siento atraído
por otras mujeres constantemente. Supongo que en parte alimenta
esa sensación de evasión cuando no estoy con ella. Es una
atracción puramente física, que no va más allá de unas miradas y
alguna fantasía con que la evadirme. Pero es continuo e inevitable,
lo que también me hace sentir estúpido y a la vez culpable.
—Vamos Pablo, no me vengas con éstas ahora. No, si parece
que hayas descubierto la penicilina...A ver, es absolutamente natural y
normal sentirse atraído sexualmente por otras mujeres. De hecho me
empezaría a preocupar si después de tanto tiempo no te pasase. Y
evidentemente en esta situación de crisis en la que el sexo no juega un
papel es donde cobra más sentido
—Bueno pues no estoy de acuerdo con eso. Pero tampoco
quiero entrar en una discusión “filosófica “sobre el amor y el sexo
—y era verdad, no tenía ganas de discutir un tema que por
experiencia conlleva interminables discusiones sin conclusión. Yo
siempre he creído en el amor verdadero y hasta entonces más que
nunca estaba convencido de que cuando era así el resto del mundo
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no importaba, y que evidentemente no podía haber sexo sin amor.
Ahora las cosas son diferentes pero he descubierto que al menos
para mí, estaba en lo cierto.
—Entonces que quieres que te diga. Lo que está claro es que
por mi parte, y la del 99% de la población mundial no por ello debes
sentirte culpable. Y menos tomar una decisión basándote precisamente
en esto. Pero claro, por otra parte no debes esperar más que lo mismo
de Aurora. Y mientras no lo comprendas puede ser un obstáculo
insalvable.
Evidentemente hay una raya, un límite preestablecido, entre lo
que se puede y no se puede hacer. Pero es algo que debéis acotar
únicamente entre vosotros, dónde está la fantasía, incluso el deseo y
hasta dónde llega la realidad. Si ese límite se sobrepasó, ya lo dejasteis
claro, no puedes pasarte eternamente pensado a ver si vuelve a cruzar la
raya.
—No, si eso ya lo sé. No quiero que pienses que me he
convertido en un mojigato. Me va más el papel de idealista
frustrado. Supongo que al final no estoy realmente preparado para
comprometerme a querer y ser querido, con lo que conlleva. Nunca
pactamos permisividad y es algo que en el fondo no he sabido
olvidar. Se me hace imposible compartir una vida con una persona
que no puede controlar sus impulsos porque son ellos los que
dictan su vida. Y me arrastra. Y como sigo sin entenderlo, ahora
tengo la sensación de que de una forma más o menos inconsciente
ahora soy yo que tengo como la necesidad de cruzar también ese
límite. Es algo totalmente irracional, por no decir patético, pero si
no, no me lo explico. Y no quiero, no quiero hacerle más daño.
—Bueno, lo que está claro es que realmente estás, diría, que
profundamente confundido. Y ésa es la peor de las situaciones para
tomar una decisión, tú ya deberías saberlo.
Voy a ser totalmente sincera contigo, en como veo vuestra
situación.
Eres una persona diría casi que demasiado madura, hasta la
rigidez extrema. Partes de ideas preconcebidas, no te fijas metas pero sí
continuamente límites, vives continuamente entre el bien y el mal ideales,
sin parar a pensar en vuestra felicidad, simplemente en lo que crees que
es correcto. Creo que su aventura, más allá de que tuviera lugar en un
momento en el que ella realmente se reencontró con la enfermedad, en
sí misma afectó más que a la relación, a tu visión de ella, más de lo que
previamente pensaste o quisiste reconocer. Y ahora que ella realmente
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sigue mal, está realmente enferma, y aún habiendo pasado el tiempo
suficiente y habiéndoos dicho todo lo que creíais debíais deciros, la
fractura está ahí, la brecha crece, y son tus sentimientos encontrados,
que dificultan tanto vuestra relación como con ello su recuperación.
Para ti ahora es la pregunta del millón; qué estaba antes ¿el
huevo o la gallina? Qué es lo correcto no es la pregunta, pero la
respuesta esta ahí. No olvides que la enfermedad distorsiona la realidad
no sólo de la paciente sino también a veces de quienes la rodean. Creo
que debes seguir tu instinto, pero antes de tomar cualquier decisión
deberías estar seguro de tus sentimientos hacia ella. Puede ser una
decisión muy traumática para los dos. Si te alejas de ella debe de ser
para su bien y el tuyo, evidentemente, pero no una huída infantil de tus
responsabilidades como marido, o peor, un castigo por sus errores.
Hazme caso. Intenta relajarte y concéntrate en pensar porque un
día decidiste compartir la vida con ella. ¿Piensas realmente que ella ha
cambiado tanto?
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precisamente nuestra misión. Yo no te juzgo, ni siquiera te aconsejo. Mi
misión es establecer diálogo entre tu razón y tus sentimientos para
ayudarte a tomar tus propias decisiones. El hecho que las comparta
contigo o no, es irrelevante. Respeto tu decisión, y sé cuán difícil resulta
para ti, no lo dudes. Así, ¿qué vas a hacer?
— Me voy mañana a EEUU. He contactado con uno de mis
colegas en Baltimore y de momento me han conseguido un
fellowship de un año en el Mount Sinaí en NY.
«De repente el rostro de Sara que había estado con gesto tenso,
realmente se afligió. »
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ADIÓS
Querida Aurora,
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Soy incapaz de amar de una forma constante. En realidad
poco ha cambiado, pero ya no aprecio las cosas buenas, sólo
detesto las malas, por pocas que sean. Ya no puedo escuchar, he
olvidado aconsejar. No puedo proponerte nada, porque la nada me
llena y me ahoga. Y cuando busco alguna razón para continuar te
miro a los ojos y ya no veo mi reflejo, el brillo se ha disipado, sólo
veo tus preciosos ojos verdes que aguantan exiguos segundos para
buscar el alivio en otro lado. Tus besos son apenas un recuerdo y
cuando regresan son tristes caricias piadosas que no hacen más
que evocar el dolor metastático. Intento pensar cuándo fue la última
vez que besé tus pequeños dulces pezones, algún día que me
dejaras hacerlo. Tu clítoris, no recuerdo apenas ni el tacto que tiene.
Añoro esos sábados, en los que tus besos me devolvían a la
realidad, mientras tus manos se posaban en mi entrepierna
saludando alegremente la mañana, firme y preparada para gozar de
ti y correrse en tu interior durante eternos minutos de placer y
disfrute de los dos.
Lo cierto es que es contagioso; mi falta de ilusión se
propaga por los poros de tu piel hasta la mucosa de tus labios,
incapaces ya apenas de esbozar siquiera una sonrisa forzada,
hastiada de no recibir lo que quieres, asustada de no querer saber
lo que pasa.
Y tu aventura con Enrique no fue más que una consecuencia
de nuestro estado de embriaguez que nos despertó de esta amarga
resaca y que por muchas tiritas que pongamos, por fuertes que nos
hagamos, sí, nuestra relación ha madurado, demasiado , tanto que
la fruta ha caído y no hay nadie para recogerla. Creo que no
debemos culparnos, a pesar de todo lo hemos intentado. A veces
los hechos no son malos en sí mismos, sólo son consecuencias de
una determinada situación. Pero evidentemente no quiero que
pienses que es ese hecho en concreto, por mucho que se
perpetuara en el tiempo, la causa de todo, pues más bien ya te
perdoné y casi lo olvidé. Es nuestra concepción de vida tan distinta.
Tu enfermedad es sólo ese reflejo de esa relación amor—
odio contigo misma de la que soy incapaz de liberarte, y no me
corresponde. Necesitas de una libertad que soy incapaz de darte y
te pido que no te refugies en mi necesidad pues no es más que un
refugio del mundo al que debes enfrentarte y mi percepción es que
no es nuestro destino hacerlo juntos.
Esto, lo que despertó en nosotros, sobretodo en mí y que
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hace que todo sea insostenible. Y me duele, no sabes como. Dudo
que vuelva a encontrar el amor tal y como lo he conocido contigo. Y
te quiero y te querré siempre. Pero el amor y la felicidad son sólo
estados finitos y el nuestro caducó en el momento en que nos
preguntamos si lo éramos: felices y enamorados. Eso se sabe y se
busca sólo cuando se pierde.
Busca en tu interior, no me odies, no me llores, pero
sobretodo no te culpes, y menos a tu aspecto, pues sigues siendo
la más guapa del mundo. Simplemente libérate, no me necesitas,
sólo debes volverte a encontrar. Vuelve a salir y a disfrutar de tus
amigas y de otros hombres. Explota tu tiempo, y sé tú misma.
Vuelve a gozar de tu cuerpo, a reencontrarte con el sexo y recuerda
cuando te mires cada día al espejo que sigues siendo la princesa
más maravillosa, sólo es cuestión de tiempo que encuentres tu
príncipe azul, que sea capaz de entenderte, enfrentarse a ti, hacerte
olvidar tus miedos. Convencerte de que la vida es un camino en el
que lo material, el cuerpo y las cosas son esos complementos que
acompañan; así verás que el tiempo sólo existe para los infelices o
aburridos, por lo que vale la pena disfrutar los minutos de cada
día.
Acude a mí siempre que quieras, yo siempre estaré a tu
lado, no lo olvides. Te quiero, por siempre.
Pablo
100
SOBREVIVIENDO
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música, en los libros, en la familia y en los pocos amigos que siguieron a
mi lado después de todo, los verdaderos y grandes amigos. Aquellos
capaces de mirarme a la cara y decirme que estoy mal, decirme que
estoy jugando con mi salud. Aquellos que no se quedan indiferentes
cuando digo que no quiero comer porque ya he comido antes. A los que
realmente importo, les importo más de lo que me importo yo a mí misma.
Lloro repetidamente sin motivo aparente concreto. Y cada vez mi
llanto se refuerza al aparecerse en mi mente la imagen de mí misma de
pequeñita, sonriente, feliz. Entonces repaso las múltiples fotografías de
esa niñita que tendría que haber sido mucho mejor, y lloro.
Miro hacia delante y tengo miedo. Tengo miedo de no curarme
jamás, tengo miedo de morir en el intento. Estoy segura de que moriré de
alguna complicación derivada de mis actos. ¿Cuándo? No lo sé, pero
estoy segura. Y a pesar de ello continúo con mi tentativa.
Ya casi he abandonado, no sé si soy capaz de seguir luchando.
Solamente pido, que si algún día tengo hijos, ninguno de ellos no sufra lo
que su madre sufrió. Solamente pido esto.
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EPÍLOGO
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Autor: PaulaAP
http://www.bubok.com/libros/17915/HABITACION-ONCE