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poesía
Jorge Eliécer Ordóñez*
Profesor de la Universidad Pedagógica de Tunja (Colombia)
jorgelixir@hotmail.com
Luna que se quiebra
Sobre la tiniebla
De mi soledad
Agustín Lara
I.
Hoy por hoy existe una endeble creencia de que el amor, como
práctica y como tradición cultural y literaria, siempre fue más o menos
como lo hemos conocido, es decir, un sentimiento evanescente,
donde los juegos florales, los suspiros y los raptos apasionados,
resolvían la fugacidad de la vida y su inherente sentimiento de
separatidad. En estricto inventario no es así. Antes de las pálidas
Ofelias, las puras Graciellas y las sutiles Marías, lo que hubo en la
tradición literaria épico-trágica fue rapto de mujeres, gestas heroicas,
tramas de venganza, ambición, luchas por el poder, falacias,
envenenamientos y otros crímenes de la condición humana. Poco o
casi nada para las elucubraciones sentimentales, los besos, arañazos
y mordiscos que más tarde llenaron folletines y enriquecieron con su
galante parafernalia el museo de los corazones partidos.
La prehistoria de esa manera tan singular de concebir el amor hay
que rastrearla en el siglo XII, en las Cortes de Amor y en esa curiosa
institución llamada “La Caballería Andante”. No pretendo decir que
antes no existiera el amor, sentimiento humano por antonomasia,
sino que sus manifestaciones estaban muy lejos de parecerse a lo
que empezó a incubarse en el siglo XII, y que tuvo entre los siglos
XVIII y XIX su plena madurez; y que hoy, al inicio del siglo XXI,
todavía estamos vivenciando, no sé si como coletazo final o como
reinterpretación de esos gentiles descubrimientos medievales.
El bolero con sus altos y sus bajos, sus logros y sus excesos, es un
vestigio del romanticismo, ese movimiento espiritual que rebasó las
fronteras de la literatura y el arte y se convirtió en forma de vida, en
lectura sensible -y a veces sensiblera- del mundo, en pulso vital de
todo cuanto nos rodea e históricamente nos ha tocado. Para
nosotros, los hombres y mujeres de la mitad del siglo de este país
colombiano, el bolero estuvo siempre como telón de fondo en todos
los hitos sacros y profanos, en los escasos momentos de alegría y en
los múltiples fracasos. Quizás eso explique su permanencia
espiritual. Seguramente nuestra niñez está atravesada de manera
inconsciente por ritmos, tonadas y letras que sintetizan más que
ninguna otra manifestación comunicativa nuestra “hambre de espacio
y sed de cielo”, nuestro imperioso anhelo de tener, por lo menos en el
amor, una revancha individual de todo aquello que colectivamente
nos ha sido escamoteado.
Junto a nuestra iconografía verdadera, la del corazón, así se halle
despechado y entablillado, resuenan los sencillos y a veces hasta
triviales alegatos boleriles. Al lado de Kid Pambelé, Cochise
Rodríguez y Willington Ortiz, esos héroes sudorosos y maltrechos
que nos obsequiaron la esperanza, están Cantinflas, Charles Chaplin,
Agustín Lara, los maravillosos tríos mejicanos, la Sonora Matancera,
que aún hoy, después de tantos años, siguen haciendo pactos de
medianoche, cuando el mosto se ha metido en la sangre y se quiebra
en confesiones sentimentales. Entonces se evaden de los baúles de
la más fresca y enraizada nostalgia, los bolero-son de Celia Cruz, los
arpegios caribes de Bienvenido Granda, Celio González y Alberto
Beltrán, la exaltación anacobera de Daniel Santos, El jefe, quien ya
les dijo adiós a los muchachos, y a quien no podemos decirle que
descanse en paz porque su destino es encender la noche, nuestro
Nelson Pinedo y su Señora Bonita, los porteños Leo Marini y Carlos
Argentino, Bobby Capó, con su Piel Canela, flechazo certero en
cualquier fortaleza de amor, Panchito Riset, quien no pudo llegar a su
cita de seis, porque ciego y minusválido se deshojó en Nueva York
sin aguacero porque ni húmeros tenía ya para ponerse a la mala. Y
qué decirte poeta Julio César Goyes, de Charlie Figueroa, ese
mozalbete con voz de señor que se adelantó varios años a la
sentencia de Andrés Caicedo: La vida después de los veinticinco
años no tiene sentido. A los veinticuatro, en una silla de ruedas graba
su bolero premonitorio: “ el último suspiro de mi vida, por ti lo he de
exhalar...”. Seguimos, seguiremos buscando su recuerdo, sin culparlo
a él, ni al destino, de todas las noches que nos presagió en las
ciudades invisibles.
Lo hicieron a mi medida
Yo serví de inspiración
Y su música sentida
Se clavó en el corazón
II.
Este culto conciente del amor que debe ser cultivado, sufrido y
asumido; esta opción de considerar al amor como fuente de toda
bondad y belleza, llegó a extremos de enervamiento espiritual y hasta
desajustes psicológicos en los sujetos: el fetichismo, el
exhibicionismo, el sadomasoquismo. Muchos textos boleriles
olvidaron el verso romántico: “ hasta las penas tienen su pudor ”, y se
lanzaron con abundante sevicia sobre la herida abierta de los
corazones lastimados. El Encuentro Anual de Despechados, que se
realiza en el Viejo Caldas, es una parodia de esos excesos, y como
parodia, algo tiene de risueña y mucho de realidad.
Lo cierto es que el hombre romántico establece con su objeto de
deseo una relación enfermiza, de fuga y hasta de autoengaño.
Siempre fue anacrónico: miró al pasado medieval caballeresco o a la
utopía futurista; y de ambas salió desengañado, como en la letra de
los boleros:
Y cien mil cosas más que llevamos prendidas del alma y con las
cuales la memoria colectiva de América sueña, sufre, se embriaga,
se libera y purga su destino alienado y alucinado.
III.
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