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DOÑA BÁRBARA (1900- 1929)

Un bongo remonta el Arauca bordeando las barrancas de la margen derecha. Dos bogas lo hacen avanzar
mediante una lenta y penosa maniobra de galeotes. Insensibles al tórrido sol, los broncíneos cuerpos sudorosos,
apenas cubiertos por unos mugrientos pantalones remangados a los muslos, alternativamente afincan en el
limo del cauce largas palancas, cuyos cabos superiores sujetan contra los duros cojinetes de los robustos
pectorales, y encorvados por el esfuerzo, le dan impulso a la embarcación, pasándosela bajo los pies de proa a
popa, con pausados pasos laboriosos, como si marcharan por ella. Y mientras uno viene en silencio, jadeante
sobre su pértiga, el otro vuelve al punto de partida reanudando la charla intermitente con que entretienen la
recia faena, o entonando, tras un ruidoso respiro de alivio, alguna intencionada copla que aluda a los trabajos
que pasa un bonguero, leguas y leguas de duras remontadas, a fuerza de palancas o coleándose, a tres, de las
ramas de la vegetación ribereña.
En la paneta gobierna el patrón, viejo baquiano de los ríos y caños de la llanura apureña, con la diestra en la
horqueta de la espadilla, atento al riesgo de las chorreras que se forman por entre los carameros que obstruyen
el cauce, vigilante al aguaje que denunciare la presencia de algún caimán en acecho. A bordo van dos pasajeros.
Bajo la toldilla, un joven a quien la contextura vigorosa, sin ser atlética, y las facciones enérgicas y expresivas
prestante gallardía casi altanera. Su aspecto y su indumentaria denuncian al hombre de la ciudad, cuidadoso del
buen parecer. Como si en su espíritu combatieran dos sentimientos contrarios acerca de las cosas que lo rodean,
a ratos la reposada altivez de su rostro se anima con una expresión de entusiasmo y le brilla la mirada vivaz en
la contemplación del paisaje; pero, en seguida, frunce el entrecejo, y la boca se le contrae en un gesto de
desaliento.
Su compañero de viaje es uno de esos hombres inquietantes, de facciones asiáticas, que hacen pensar en alguna
semilla tártara caída en América quién sabe cuándo ni cómo. Un tipo de razas inferiores, crueles y sombrías,
completamente diferente del de los pobladores de la llanura. Va tendido fuera de la toldilla, sobre su cobija, y
finge dormir; pero ni el patrón ni los palanqueros lo pierden de vista.

HUASIPUNGO (1929 – 1940)


Los tres indios, después de limpiarse en el revés de la manga los rostros escarchados por la neblina del páramo,
se preparan para dejarse montar por la pulcritud de los patrones: se sacan los ponchos, se arrollan los anchos
calzones de liencillo hasta las ingles, se quitan el sombrero de lana, doblan el poncho en doblez de pañuelo de
apache, se dejan morder por el frío que se filtra por los desgarrones de la cotona pringosa y presentan las
espaldas para que la familia pase de la mula al indio.
El aburrimiento le hace caer a don Alfonso en un monólogo interminable. “La mueca de los que de mueren de
frío es una mueca de risa. Cuanta razón tienen los gringos al exigir un camino, esto es el infierno al frío. Ellos
saben más que todos nosotros. Gente acostumbrada a una vida mejor. Ellos vienen a educarnos, ellos nos traen
el progreso a manos llenas. Mi padre, en vez de ser cruel con los indios y divertirse marcándoles como se marca
a los toros con el hierro al rojo para que no se pierdan, debían haber hecho grandes mingas con la peonada,
evitándome así este viajecito. En la época del viejo, el único que tuvo narices económicas fue don Gabriel
Moreno. Gran hombre que supo aprovechar la energía del dolor indio haciéndole trabajar la carretera a
Riobamba a fuerza de fuete; del fuete que curaba el soroche del Chimborazo, del fuete que se abría camino
entre los barrancos y los desfiladeros, del fuete progresista, del fuete que levantó la figura del hombre
inmaculado. ¡Oh!”.
Fue tan profundo el pinchazo emocional que le obligó a saltar sobre el Andrés, el cual, perdiendo el equilibrio,
se hundió con pies y manos en el barro.
—¡Carajo! ¡Indio pendejo! —grita desesperado el amo, ajustando las rodillas y cogiéndose de la cabellera
cerdosa con habilidad de jinete que se aferra al potro.—Tú, José, como el más fuerte, cargá a ña Blanquita.
Se endereza el Andrés chorreando lodo, el frío no le deja sentir el daño que le han hecho las espuelas en las
costillas. El páramo y el cieno tienen hambre de carne india, la otra va bien abrigada y es difícil meterle diente.
—No puedo más, estoy helada —balbucea la jamona agarrándose a los hombros del José.
Ña Blanquita también piensa, piensa en la Virgen de Pompeya, la cual debe ayudarle en este trance. Si no fuera
por ella, ¿cómo viajarían sobre este océano de lodo? Es un milagro palpable. El mes que viene, todas sus amigas,
le harán la fiesta en Quito. Sin embargo, ella, Blanca Chanique de Pereira, no podrá estar, no podrá lucir sus
anillos de brillantes, no podrá esperar, en el umbral de la sacristía, bajo una paz conventual, al reverendo padre
Uzcátegui, su santo confesor.
—¿Vas bien, hijita?
—Sí, mamá —responde la muchacha que, sobre las espaldas del Juan, urde venganzas contra el perjuro Cumba.
Le recuerda en todas partes: en los bailes, en los paseos, en la calle, en la iglesia; menos en la neblina que lo
envuelve todo, en el frío que horada hasta los tuétanos y en el lodo donde los indios se entierran hasta la rodilla

EL TÚNEL (1940 – 1950)


Bastará decir que soy Juan Pablo Castel, el pintor que mató a María Iribarne; supongo que el proceso está en el
recuerdo de todos y que no se necesitan mayores explicaciones sobre mi persona.
Aunque ni el diablo sabe qué es lo que ha de recordar la gente, ni por qué. En realidad, siempre he pensado que
no hay memoria colectiva, lo que quizá sea una forma de defensa de la especie humana. La frase "todo tiempo
pasado fue mejor" no indica que antes sucedieran menos cosas malas, sino que —felizmente— la gente las echa
en el olvido. Desde luego, semejante frase no tiene validez universal; yo, por ejemplo, me caracterizo por
recordar preferentemente los hechos malos y, así, casi podría decir que "todo tiempo pasado fue peor", si no
fuera porque el presente me parece tan horrible como el pasado; recuerdo tantas calamidades, tantos rostros
cínicos y crueles, tantas malas acciones, que la memoria es para mí como la temerosa luz que alumbra un
sórdido museo de la vergüenza. ¡Cuántas veces he quedado aplastado durante horas, en un rincón oscuro del
taller, después de leer una noticia en la sección policial!. Pero la verdad es que no siempre lo más vergonzoso
de la raza humana aparece allí; hasta cierto punto, los criminales son gente más limpia, más inofensiva; esta
afirmación no la hago porque yo mismo haya matado a un ser humano: es una honesta y profunda convicción.
¿Un individuo es pernicioso?. Pues se lo liquida y se acabó. Eso es lo que yo llamo una buena acción. Piensen
cuánto peor es para la sociedad que ese individuo siga destilando su veneno y que en vez de eliminarlo se quiera
contrarrestar su acción recurriendo a anónimos, maledicencia y otras bajezas semejantes. En lo que a mí se
refiere, debo confesar que ahora lamento no haber aprovechado mejor el tiempo de mi libertad, liquidando a
seis o siete tipos que conozco.
Que el mundo es horrible, es una verdad que no necesita demostración. Bastaría un hecho para probarlo, en
todo caso: en un campo de concentración un ex pianista se quejó de hambre y entonces lo obligaron a comerse
una rata, pero viva. No es de eso, sin embargo, de lo que quiero hablar ahora; ya diré más adelante, si hay
ocasión, algo más sobre este asunto de la rata.
Análisis Hermenéutico

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