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Traducción directa del danés por

Demetrio Gutiérrez Rivero


Portada: Enríe Satué
Printed in Spain

© E diciones G uadarrama, S. A. Alcalá, 144. Madrid


Depósito legal: M. 31.680-1975
ISBN: 84-250-7428-2
Impreso en T ordesillas, O. G. Sierra de Monchique, 25. Madrid
IN VINO VERITAS

Solche Werke sind Spiegel: wentt ein Affe


hinein guckt, kan» kein Apostel beraus sebe»
Lichtenberg

1 «Estos libros son como espejos: si un mono se mira en


ellos, mal puede reflejarse el rostro de un apóstol.»
PRELUDIO

¡Qué bello y sugestivo es hacerse con un secreto y


gozarlo! Este gozo, sin embargo, suele venir siempre
empañado por la seriedad que el secreto nos impone y
por los quebraderos de cabeza que fácilmente nos aca­
rrea. Porque está muy equivocado el que piense que un
secreto puede circular sin más como una moneda, cam­
biando constantemente de dueño. Aquí es también apli­
cable aquel proverbio que dice: «Del que come salió lo
que se c o m e » N o menos se equivoca el que crea que
estar en el secreto de algo sólo entraña una dificultad
o peligro, a saber, el que se pueda revelarlo. Además
de a no revelarlo, el secreto obliga a quien lo posee a
que no lo eche en el olvido. Claro que peor aún que
olvidarlo del todo es que se lo recuerde a medias, con­
virtiendo la propia intimidad en una especie de almacén
de tránsito para toda clase de mercancías averiadas. Fren­
te a los demás, por tanto, el olvido ha de ser como un
telón sedoso que corremos ante sus ojos, mientras que
el recuerdo es como una de aquellas vestales romanas
que cruza detrás del telón donde se encuentra también
el olvido, a menos que se trate de un recuerdo auténtico,
ya que en este último caso el olvido queda por completo
descartado.
El recuerdo no ha de ser solamente fiel, sino tam­
bién dichoso. Es como el buen vino, que al embotellarlo
debe conservar el aroma de lo que realmente fue. Y de
la misma manera que no se puede prensar la uva en
' Jueces, XIV, 14.
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cualquier época del año, pues las condiciones climatoló­
gicas de determinadas épocas tienen una influencia de­
cisiva en la calidad de los vinos, así tampoco lo real­
mente vivido tolera recordarse en cualquier tiempo o
circunstancia.
Recordar no es en modo alguno lo mismo que acor­
darse *. Uno puede acordarse de este o aquel suceso con
puntos y señales, lo que no significa que lo recuerde. La
memoria en el primer sentido no juega un papel tan gran­
de, ya que el hecho que surge en ella lo hace precisa­
mente para recibir la consagración del recuerdo. Esta dis­
tinción aparece claramente manifestada en las diversas
edades de la vida. El viejo, como es bien sabido, ha per­
dido la memoria, que es por lo común la primera facul­
tad que se pierde. No obstante, el viejo conserva siem­
pre un cierto caudal de poesía y, según todas las repre­
sentaciones populares del mismo, posee algunos dones
proféticos y una especial inspiración divina. Por eso su
mayor fuerza y consuelo consiste en el poder de evoca­
ción, por la que abarca todo su largo pasado en una
reconfortable intuición poética. La infancia, por el con­
trario, tiene una memoria estupenda y una retentiva asom­
brosa, pero ninguna capacidad de evocación, de verda­
dero recuerdo. En este sentido habría que corregir el
antiguo adagio popular: «Lo que se aprende de niño no
se olvida nunca», por este otro más exacto: «Lo que el
niño no olvida, el viejo lo recuerda.»
Las gafas de la vejez están graduadas para la visión
de cerca. En cambio, cuando la juventud usa gafas, éstas
se acomodan para ver de lejos, ya que aquélla carece de
la capacidad del verdadero recuerdo, que de suyo pro­
voca el alejamiento y mantiene las distancias. Con todo,
1 El autor emplea, sucesivamente, los verbos at erindre y
at buske, que, como sus equivalentes en las demás lenguas ger­
mánicas y fas nuestras latinas, son siempre sinónimos y difíciles,
por consiguiente, de distinguir en su literalidad. Sin embargo,
en la distinción en cuanto al significado de dos formas de recor­
dar, clarísimas en el contexto, se funda todo este preludio de
William Afham, antes de evocamos su recuerdo.
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la feliz evocación del viejo y la afortunada retentiva del
joven son dos de los dones más preciosos de la naturaleza
que, como madre solícita, ampara asi con toda su predi­
lección a las dos edades más débiles de la vida humana,
al mismo tiempo que son también las más dichosas. Este
es cabalmente la razón de que el recuerdo y la memoria
suelan versar en torno a las cosas más fortuitas.
Con frecuencia, a pesar de la enorme diferencia mu­
tua, se confunden el recuerdo y la memoria. Esta con­
fusión frecuente en la vida humana permite estudiar a
fondo el grado de madurez que ha alcanzado una perso­
nalidad. El recuerdo, propiamente, representa la ideali­
dad y, en cuanto tal, entraña un esfuerzo y una respon­
sabilidad muy distintas de las de la indiferente memoria.
El recuerdo trata de mantener la continuidad de lo eter­
no en la vida del hombre, asegurándole una existencia
temporal que discurra uno tenore *, como una respiración
acompasada e inefable en su unidad. De este modo se
evita que la lengua tenga que expresar miméticamente
el cotilleo de una vida interior ajetreada y dispersa en
multitud de cosas.
Este discurrir de la vida humana uno tenore es nada
menos que la condición de su inmortalidad. A este pro­
pósito es digno de destacar el hecho de que Jacobi, en
cuanto yo sepa, haya sido el único en acentuar lo que
hay de terrible en el pensamiento de la propia inmorta­
lidad de uno mismo. En ocasiones bordeó la locura e,
indudablemente, se hubiera vuelto loco de haberse hecho
firme en un solo minuto en ese pensamiento terrible.
¿Diremos acaso que Jacobi tenía mal el sistema ner­
vioso? ¿O que veía cosas fantasmales que le llenaban
de espanto? No, no se puede decir que sintiera seme­
jante espanto infundado un hombre como él, robusto y
con la piel de sus puños callosa de tanto golpear sobre
el pulpito de su iglesia o en su cátedra universitaria
cuando presentaba a sus oyentes los argumentos de la
inmortalidad del alma humana, cuestión que conocía muy
1 «Sin interrupción».
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a fondo, puesto que tener la piel encallecida significa en
latín dominar a fondo un asunto'.
Ahora bien, desde el mismo momento en que se con*
funden memoria y recuerdo, deja de aparecer como algo
terrible el pensamiento de la inmortalidad. En primer
lugar, según suele decirse con no poco desparpajo, por­
que el que piensa ese pensamiento es nada menos que
un hombre de valor, verdaderamente viril y de pelo en
pecho. En segundo lugar, y he aquí el verdadero motivo,
porque semejantes hombres no piensan en realidad ese
gran pensamiento. De cuántos hombres que han escrito
las memorias de su vida se puede afirmar que no han
dejado en ellas ni el menor rastro de un auténtico re­
cuerdo, aunque ellos mismos se creían que les merecían
un galardón eterno. Como si la eternidad fuera una de
esas madrecitas que recompensan hasta los caprichos más
infundados de sus hijos o considerara a todos los hom­
bres igualmente solventes y dignos del mismo galardón.
Claro que la misma eternidad no tiene ninguna culpa
de que los hombres se engañen a su respecto, como lo
hacen cuando se acuerdan de esto o de lo de más allá
en vez de recordarlo hondamente, ya que lo que no se
recuerda así, poco importaría que se olvidara para siem­
pre. También es verdad que esa forma superficial de
acordarse de las cosas hace la vida muy cómoda. Nada
hay entonces que le impida a uno pasar a través de las
más ridiculas metamorfosis. Se es un vejestorio, por ejem­
plo, y se sigue jugando a la gallinita ciega o participando
con la misma ilusión de un mozalbete en todas las lote­
rías de la vida. Así, naturalmente, se puede llegar a ser
no importa qué en el mundo, a pesar de haber sido ya
un sinfín de cosas. Hasta que un buen día, como una
cosa más entre tantas, le llega a uno la muerte y con
perfecta lógica empieza a ser inmortal. ¿Cómo iba a ser
de otro modo después de una larga vida en la que se ha
logrado tantísimo de lo que recordarse eternamente?
Lo malo que sus ilusiones en este caso no tienen nin-
1 El verbo latino caliere encierra en efecto ambos significa­
dos: tener callos o conocer a fondo algo.
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gún fundamento, ya que el gran libro del recuerdo no
es un borrador en el que quepan toda clase de garabatos
e impertinencias, como en el de los escolares holgazanes.
La contabilidad de este libro es algo sorprendente, tan
sorprendente que algunos de sus capítulos deberían pro­
ponerse como textos fundamentales de las más impor­
tantes tareas de la vida, si bien no juzgando de esta
importancia según los módulos u opiniones habituales de
la sociedad en que vivimos.
Como ejemplos de estas opiniones podríamos citar la
de aquel buen señor, admirado y reconocido por el su­
fragio popular, que interviene día tras día en los debates
de las asambleas generales, pronunciando soberbios dis­
cursos en tornó a lo mismo, esto es, a las necesidades
perentorias de la época y sus tareas fundamentales, pero
no de una manera machacona y enojosa como lo era la
de Catón, sino del modo más sugestivo y atrayente, com­
pletamente a la altura de los tiempos y del auditorio,
engalanado vistosamente como un papagallo de postín.
Es lo que se dice un ídolo de las masas, su vocero y
disertador, que tan pronto se deja desbordar por el río
de su elocuencia atronadora, como se para en seco en
unos amplios silencios no menos elocuentes, para volver
en seguida a los arrebatos de su oratoria desbordada,
mientras el respetable se desgañifa aplaudiendo. No hay
ni una sola semana en la que los periódicos no saquen
a relucir su nombre en grandes caracteres, haciéndose
eco de sus importantes intervenciones en las asambleas
generales. Y nuestro buen señor, aunque esto no lo digan
los periódicos, no desprecia en este sentido las mismas
horas de la noche; al menos su mujer puede sacar algún
partido de las mismas, pues en cuanto el no menos
ejemplar marido se queda roque, reanuda de nuevo sus
discursos y su sueño es hablar y hablar de las ineludi­
bles tareas de la época.
El polo opuesto de este charlatán podría ser otro
señor, poco o nada conocido, que se calla antes de hablar
y medita tanto lo que va a decir que termina no diciendo
nada. Ambos llegan a alcanzar, aproximadamente, la mis­
ma edad provecta. Y ahora preguntémonos por el resul­
11
tado: ¿Cuál de los dos tiene más cosas que recordar?
Otro ejemplo contrapuesto sería el de un hombre que
sólo persigue una idea y no se preocupa en absoluto de
nada más. Frente a él tenemos a un escritor de los que
hacen época, especializado nada menos que en siete ra­
mas distintas del árbol de las ciencias y que «tronchado
en el momento de su espléndida madurez y asombrosa
actividad —es un periodista el que hace la reseña en
tales términos— por una cruel dolencia, está a punto
de abandonamos para siempre, cabalmente cuando se
disponía a revolucionar la ciencia de su última especiali­
dad, la ciencia veterinaria». Ambos han vivido también,
poco más o menos, los mismos años y dentro de la
misma época. Y surge idéntica pregunta: ¿Quién de los
dos tiene más cosas que recordar?
En realidad sólo puede ser objeto del recuerdo aquello
que es esencial, por la sencilla razón de que el recuerdo
del viejo, según dijimos, está sometido a las fluctuacio­
nes del azar, lo mismo que todos los demás recuerdos
que guarden alguna analogía con el suyo. Lo esencial no
se determina exclusivamente por su propio contenido,
sino también por su relación al sujeto interesado. Quien
haya roto todos los puentes con la idea no podrá actuar
nunca de un modo esencial, ni tampoco ocuparse de nada
que sea verdaderamente esencial. El arrepentimiento se­
ría quizá en este caso la única forma de nueva idealidad
posible. Todo lo que no fuera arrepentirse, aunque el
individuo en cuestión llevara a cabo las empresas exter­
namente más brillantes y sensacionales, sería algo com­
pletamente inesencial.
Tomar mujer, por ejemplo, es algo ciertamente esen­
cial, pero quien alguna vez se haya descarrilado en las
cosas del amor, ya podrá con toda la seriedad y solemni­
dad del mundo darse golpes de pecho a diestro y sinies­
tro, o romperse la frente contra una pared o azotarse
hasta derramar sangre por donde las espaldas pierden su
nombre, porque todo eso no será más que puro teatro.
Entonces de nada le servirá que su matrimonio haya
constituido un acontecimiento social de la más alta cate­
goría, anunciado por los repiques de todas las campanas
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de la ciudad y sellado con una bendición especial del
mismo Papa, pues a pesar de todo su matrimonio no
representaría algo esencial para ¿1, sino una (unción más
de todo su teatro. Las pompas externas y los clamores
de multitud no valen absolutamente nada, de la misma
manera que la gala y el bullicio en la presentación de
los sorteos de la lotería nacional no hacen de ésta un
acto esencial y verdaderamente importante para los chi­
cos que pregonan los premios mayores. Lo más opuesto
que se puede concebir respecto a los contenidos esencia­
les es cabalmente todo ese tamborilear a bombo y platillo.
Tampoco se puede olvidar lo que es objeto del recuer­
do, puesto que tal objeto no es para éste algo indiferente
como lo pudiera ser todo aquello que es simple objeto
de la memoria. El objeto del recuerdo se puede arrojar
todo lo lejos que se quiera, pero siempre vuelve de nuevo
hacia nosotros, insistente y atronador como el martillo
de Thor'. Y no solamente nos acosa de esta manera
estruendosa, sino también de otra más suave y nostál­
gica que se asemeja mucho a la melancolía casera de la
paloma, que por más que la vendan una y mil veces nunca
se queda con sus nuevos dueños, sino que siempre retor­
na a su antiguo palomar. Lo que quiere decir que el
mismo recuerdo ha incubado su propio objeto y lo ha
hecho del modo más oculto, secreto y sigiloso, preser­
vándolo de toda curiosidad profana. En este sentido se
puede afirmar que no hay ninguna ave que incube sus
huevos con tanto cuidado como lo hace el recuerdo con
su propio objeto, abandonándolo inmediatamente, como
hacen también las mismas aves, en cuanto un extraño
lo ha tocado lo más mínimo.
La memoria es inmediata y recibe sus provisiones de
lo inmediato. El recuerdo, en cambio, es siempre refle­
xivo. Por eso recordar es un verdadero arte. Entre los
dos poderes contrarios, el de la memoria y el del olvido,
1 Thor es el dios del trueno en la mitología escandinava, el
supremo después de Odin, quien lo engendró de la madre tierra,
Fjorgyn. Su famoso martillo —Mjolnir— no fallaba jamás el
golpe, y por muy lejos que lo lanzara, siempre volvía a sus
manos.
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yo siempre desearía para mí, como Temístocles, el se­
gundo. Pero el recuerdo y el olvido no están en oposi­
ción ni son contrarios. El arte de recordar no es nada
fácil, ya que en el mismo momento en que se elabora el
recuerdo puede éste sufrir las más varias modificaciones,
mientras que con la memoria no cabe otra fluctuación,
sino la de acordarse con exactitud de una cosa o no
acordarse. ¿Qué es, por ejemplo, la nostalgia de la patria?
Es algo que surge en la memoria, pero que propiamente
interesa al recuerdo. La nostalgia de la patria se funda
sencillamente en el hecho de estar lejos de ella. El arte
aquí consistiría en que no estando lejos, sino dentro de
las propias fronteras, se experimentase nostalgia de la
patria. Para esto se necesita ser un virtuoso en materia
de ilusiones. Porque vivir en una ilusión cuando nos
envuelve un ambiente crepuscular y sombrío en el que
no se filtra de un rayo de sol, o abandonar simplemente
cualquier ilusión mediante la reflexión no son cosas tan
difíciles como forjarse una ilusión con ayuda de la misma
reflexión, dejando que actúe sobre nosotros a plena con­
ciencia y con toda su fuerza. Tampoco es tan difícil para
el recuerdo, dados sus típicos dones de encantamiento,
evocar lo que está ya muy lejos en el tiempo como pro­
yectar todas las cosas próximas en una cierta lejanía con
el fin de evocarlas. En esto, realmente, consiste el arte
del recuerdo y de la reflexión elevada a la segunda
potencia.
Para la formación de un recuerdo se requiere conocer
bien el juego de contrastes de las emociones, las situa­
ciones y el ambiente. Así, por ejemplo, para recordar y
evocar una situación erótica cuyo atractivo principal con­
sistía en haberla vivido en un apacible y lejano rincón
campestre, la ocasión pintiparada podría ser a veces mien­
tras asistimos a una sesión de teatro, cabalmente porque
el ruido y el ambiente acentúan el contraste. Sin embar­
go, un contraste tan directo y sencillo no siempre resulta
feliz. De no ser una cosa fea y detestable usar de un
ser humano como medio, lo mejor en estos casos sería
probablemente, para suscitar ese contraste favorable al
recuerdo de una situación erótica, embarcarse en una
14
nueva aventura amorosa con el solo fin de evocar la
primera.
El contraste y la contradicción pueden ser enorme­
mente reflexivos. El punto culminante que la reflexión
es capaz de establecer entre la memoria y el recuerdo,
se alcanza precisamente cuando se emplea la memoria en
contra del recuerdo. Dos hombres pueden muy bien, por
motivos completamente contrarios, no desear visitar nun­
ca más un lugar que les recuerda un determinado suceso.
Uno de ellos no barrunta siquiera que haya algo que con
toda propiedad se llama recuerdo y de lo único que tiene
miedo es de la memoria. Su modo de pensar se encierra
en el adagio tan repetido: «Ojos que no ven, corazón
que no siente.» Por eso a él le basta con no ver nunca
más aquel lugar para que todo quede enterrado en el
olvido. El segundo de estos hombres, por el contrario,
no quiere volver a ver el dichoso lugar, justamente por­
que quiere recordar lo allí sucedido. Si emplea la memo­
ria, lo hace exclusivamente para descartar los recuerdos
desagradables.
Quienquiera que, por muy experto que sea en los
asuntos relacionados con el recuerdo, no comprenda lo
que acabamos de decir, poseerá ciertamente la idealidad,
pero demuestra no tener ninguna experiencia en el uso
de los consilia evangélica adversas casas conscientiae'.
Considerará incluso que el consejo no es más que una
paradoja y evitará a todo trance tener que soportar los
primeros escozores que los consejos de este tipo com­
portan siempre consigo y que, no obstante, serían de
Í¡referir a los últimos, lo mismo que cuando se trata de
as primeras pérdidas. Si la memoria está continuamente
fresca, no cesa de enriquecer el alma con una enorme
cantidad de detalles que dispersan el recuerdo. Pongamos
otro ejemplo. El arrepentimiento es también un recuerdo
de la culpa. Yo creo, vistas las cosas desde una perspec­
tiva puramente sicológica, que la policía ayuda al crimi-
1 «Consejos evangélicos aplicados a los casos de conciencia».
La preposición adversas tiene aquf, evidentemente, el sentido de
referencia o aplicación.
15
nal precisamente a que no se arrepienta. Con tantos inte*
Rogatorios y referencias a todos y cada uno de los pasos
de su airada vida el criminal llega a conseguir una tal
destreza y habilidad memorísticas admirables para recitar
su pasado, pero a costa de habérsele embotado por com­
pleto la idealidad del recuerdo. Y, ya se sabe, que para
arrepentirse de veras y cuanto primero mejor, es necesa­
rio poseer una idealidad enorme. Claro que la misma
naturaleza puede socorrer también a un hombre en este
sentido, haciendo que con los años alcance a arrepentirse
de sus faltas. Este arrepentimiento tardío puede ser in­
significante respecto de la memoria y para el simple re­
cuerdo de los hechos, pero con frecuencia resulta ser el
más pesado y profundo.
La condición de toda productividad es el poder recor­
dar. Si se desea dejar de producir, basta con traer a la
memoria aquella misma cosa a la que se quería dar vida
mediante el recuerdo. En el mismo momento se hace
imposible la actividad creadora, o sus efectos son tan
repugnantes que lo mejor será eliminarlos lo antes posible.
En realidad no pueden existir recuerdos comunes. Una
especie de semicomunidad en los recuerdos es comple­
tamente contradictoria y alguno de los que así recuerdan
suele recurrir a ella para su propio provecho. A veces,
para suscitar el recuerdo, no hay mejor procedimiento
que hacer como si uno se lo comunicara o confiara a
otro, guardándose muy bien de camuflar tras esta confi­
dencia una nueva reflexión interior en la que el recuerdo
cobre vida para uno mismo. En lo relativo a la memoria
puede uno perfectamente buscar el apoyo de los demás
y, en justa correspondencia, asistirlos cuando venga el
caso. En este aspecto sirven maravillosamente a la me­
moria los banquetes, los aniversarios, los regalos de amor
y los preciosos recordatorios. Cada una de estas cosas,
proporcionalmente, es algo así como un rizo que se pone
de señal en un libro para recordar la última página leída.
Y luego, lógicamente, se recogen todos los rizos que se
han ido dejando aquí y allá y se tiene la completa segu­
ridad de que se ha leído el libro entero. En cambio, el
lagar del recuerdo es totalmente privado y esto es lo
16
que hace de él un lugar bendito y delicioso. Y supuesto
que cada hombre está a solas con sus recuerdos, cada
uno de éstos es un secreto. Aun en 'el caso de que haya
muchos interesados en aquello que es el objeto del re­
cuerdo, sigue estando a solas el que lo recuerda, de suerte
que el recuerdo es exclusivamente suyo y la aparente
publicidad una mera ilusión.
Todo lo que acabo de exponer es para mí mismo el
recuerdo de ideas y meditaciones aue frecuentemente y
de muchas maneras tuvieron ocupada mi alma. Si al fin
me he decidido a consignarlo en el papel es porque me
creí ya lo suficientemente preparado, gracias al recuerdo,
para relatar un suceso vivido y del que desde hace bas­
tante tiempo conservo algunos detalles en la memoria
y también algo en el mismo recuerdo. Esos detalles real­
mente no son muchos, por lo cual el trabajo de la me­
moria es casi nulo. En cambio, he tenido no pocas difi­
cultades al limitar el contenido correspondiente al re­
cuerdo, justamente porque ese contenido aparece a mis
ojos muy distinto de lo que lo conciben los mismos seño­
res participantes en el banquete que es la circunstancia
de todo el relato. Sin duda que ellos se sonreirían si vie­
ran que yo atribuía tanto valor a lo que su juicio y según
sus propias palabras no era más que una futilidad, una
galopinada o, a lo sumo, una idea desesperada.
Tan insignificante es, en definitiva, el papel que para
mí representa la memoria en todo este asunto, que a
veces tengo la impresión de no haber vivido el suceso
que se rememora, sino que solamente lo he inventado.
Sin embargo, estoy completamente convencido de que
tardaré mucho tiempo en olvidar aquel banquete en el
que tomé parte sin, propiamente, participar. Por eso, a
pesar de todas estas limitaciones, no he querido desen­
tenderme del acontecimiento sin redactar antes este me­
morándum de lo que en mi opinión fue realmente me­
morable *.
* El autor, en vez de memorándum, pone la correspondiente
palabra griega: apomnemoneuma, y en fugar de memorable, el
correspondiente vocablo latino: memorabile.
17
2
He tratado de facilitar y favorecer la comprensión
erótica del recuerdo o evocación correspondiente, pero
no he hecho nada en este mismo sentido respecto de la
memoria. La situación evocada reposa en la contradic­
ción, y desde cierto tiempo a esta parte he ensayado
la manera más apropiada de entrelazar el objeto de mi
recuerdo con el ambiente y lugar que ofrezcan el sufi­
ciente contraste. Por lo pronto, he descartado el lugar
mismo en que se celebró el banquete, aquel comedor
magníficamente iluminado por grandes y lujosas lámpa­
ras, que con sus reflejos creaban una atmósfera embria­
gadora y producían un efecto verdaderamente fantás­
tico. Ahora bien, la evocación y el recuerdo prefieren
un contraste que no sea tan fantástico. En un rincón
apartado y tranquilo se puede evocar mucho mejor aque­
lla exaltación de los convidados, el bullido de la fiesta,
el burbujear gozoso del champaña escandado y la efu­
sión del ingenio derrochado en el animado diálogo que
siguió al banquete. Todos los intentos que he hecho
para fomentar el recuerdo con el recurso a las drcuns-
tandas inmediatas me han parecido desde el principio
condenados al fracaso, a la par que me inspiraban siem­
pre ese disgusto inevitable al cometer un plagio.
Por esta razón he elegido un lugar más adecuado para
fomentar la contradicción. Lo he ido a buscar precisa­
mente en la soledad de un bosque y a unas horas en
las que esa soledad no resulte también fantástica, como
son las horas de la noche. Yo he buscado la paz de la
naturaleza en esas otras horas en que es menos pertur­
bada por los diversos ruidos, a saber, las horas de la
tarde, con su luz y resplandor lánguidos, y que son lo
más suave, pacífico y tranquilizador que hay en el mun­
do. Es verdad que también a estas horas sentimos en
medio del bosque la presencia de lo fantástico, pero no
de una forma enervante, sino algo así como un lejano
barrunto del alma. Y yo he buscado esta quietud nemo­
rosa, si bien por razones completamente diversas y para
lograr un fin diametralmente distinto, de la misma ma­
nera que el enfermo que ha estado a las puertas de la
muerte no encuentra otra cosa mejor en sus primeras
18
salidas de convaleciente que la de ir a pasear en la fres­
cura suave y reconfortante que le brinda el bosque, o
como el hombre espiritualmente fatigádo y que ha su­
frido mucho que viene a reposar un poco su ánimo en
la apacible calma entre los corpulentos árboles.
En el bosque de Gribs hay un lugar que se llama
«El Rincón de los Ocho Caminos». Solamente lo puede
encontrar el que lo busque con mucho empeño, puesto
que no aparece señalado en ningún mapa. El propio
nombre de este lugar es ya una enorme contradicción.
¿Cómo puede, en efecto, llamarse rincón aquel sitio en
que se cruzan nada menos que ocho caminos? ¿Cómo
pueden unas carreteras o unos senderos abiertos a todo
tránsito ofrecemos la idea de un rincón apartado y tran­
quilo? Y si la trivialidad que tanto aborrece el hombre
solitario recibe tal nombre del cruce de tres caminos *,
¿cuánto más trivial no será aquel cruce de ocho? No
obstante es así, como he dicho. Hay realmente ocho
caminos que se cruzan, pero también una paz y una
soledad casi absolutas. Todo es allí oculto, apartado,
secretísimo. Muy próximo al cruce hay un cercado que
se llama «El Seto de la Desgrada». La contradicción de
esta nueva denominación contribuye a aumentar todavía
más la sensadón de soledad de nuestro lugar, ya que
toda contradicción nos hace sentimos profundamente
solitarios.
Los ocho caminos y el mucho tránsito son meramente
una posibilidad, una idea que se nos puede pasar por la
cabeza, puesto que en realidad nadie transita por allí, a
no ser algún que otro insecto que se atreve, lente fes-
tittans, a cruzar de un lado a otro; o algún caminante
que pasa a toda prisa, volviendo la vista a todas partes,
no para ver a nadie, sino para evitar que alguien lo
pudiera ver a él; o algún fugitivo que se esconde por
aquellos parajes y en su escondrijo no barrunta siquiera
el afán de todo caminante que espera redbir algún men-
1 El autor se refiere implícitamente a la palabra latina para
significar este cruce: trivium, de la que procede bien claramente
la de trivialidad.
19
¡T

saje, pues él sólo espera recibir una bala mortal que le


atraviese el corazón o la cabeza, lo que no explica, sin
embargo, que se agite tanto cuando un ciervo es abatido
por la bala de un cazador. No, nadie transita de ordina­
rio por este lugar, solamente el viento, del que nadie
sabe de dónde viene y adónde va. Por eso en este rin­
cón de los ocho caminos uno se siente más solitario
incluso que aquel que se dejara engañar por el sortilegio
seductor de la soledad mágica que arrastra hacia sus
guaridas al caminante incauto, o que aquel otro que
por propia iniciativa huella el sendero más estrecho del
bosque en pos de su escondrijo más recóndito. ¡Ocho
caminos y ningún caminante! Es como si el mundo hu­
biera muerto y un único superviviente a la catástrofe
cósmica se viera en la perplejidad de no encontrar a
nadie que lo enterrara. O como si todos los transeúntes
del mundo entero hubiesen atravesado este cruce de los
ocho caminos y se hubieran olvidado por completo del
que quedó allí totalmente a solas.
Si es verdad lo que dijo el poeta: bene vixit qui bene
laíuit', entonces yo he vivido muy bien, ya que elegí
un rincón estupendo. También es cierto que el mundo
y todo lo que hay en él nunca ofrece mejor espectáculo
que cuando se lo contempla desde un rincón e, insidio­
samente, se lo mira a hurtadillas. E igualmente es cierto
que todas las cosas oídas y dignas de oírse en el mundo
nunca suenan de una manera más sugestiva y cautiva­
dora que cuando se las escucha desde ese mismo rincón
y con esa especial escucha astuta. Por eso he vuelto yo
tantas veces a mi predilecto rincón apartado. Lo cono­
cía ya mucho tiempo antes de que alcanzara esta impor­
tancia para mí. Ahora ya no necesito de la noche para
hallar el silencio apetecido, pues aquí siempre hay si­
lencio, paz y belleza. Este paraje, sin embargo, nunca
me parece más delicioso que cuando el sol de otoño
empieza a declinar al atardecer y el cielo se pone de
color de naranja. La creación entera empieza a respirar
1 «Vivió bien el que supo ocultarse bien»; cf. Tristía, de
Ovidio, III, 4, 25.
20
tras el calor del día y una brisa fresca se extiende sobre
el paisaje quieto. Las diminutas hierbas tiemblan de
placer y los corpulentos árboles del bbsque se ondulan
levemente. El mismo sol, pronto ya a desaparecer, sueña
con su baño nocturno en las aguas del mar, mientras
la tierra se prepara para el reposo y se dispone para la
acción de gracias. Cielo y tierra, en este momento so­
lemne de despedida, se comprenden mutuamente de
maravilla en un tierno abrazo que ensombre al bosque
y hace más verde a la pradera.
¡Oh espíritu amigo que habitas en este paraje, yo te
doy las gracias más encendidas porque siempre velaste
mi silencio! ¡Sí, recibe mi gratitud más sincera por to­
das aquellas horas que pasé aquí ocupado con mi re­
cuerdo y por este tu rincón oculto que yo llamo mío!
La calma crece ahora como la sombra, como el silencio,
bajo la fórmula mágica de un conjuro. ¿Existe quizá
algo que emborrache tanto como el silencio? Yo creo
que no, pues por mucha que sea la rapidez con que el
bebedor aproxima la copa a sus labios, su borrachera
no crecerá tan rápidamente como lo hace la producida
por el silencio, que crece por segundos. Y cualquiera
que sea el embriagador licor contenido en la copa que
aquél lleva a los labios, no será más que una miserable
gota comparado con el océano infinito del silencio que
es mi bebida. ¿Qué es todo el hervor del vino sino una
miserable fábula en relación con este cocimiento del si­
lencio que está en ebullición cada vez más fuerte? Y,
por otra parte, ¿qué cosa hay más fugaz que esta mo­
dorra ebria del sUencio? ¡Una sola palabra y todo se
acabó! ¿Y qué sensación puede haber más desagradable
que la que se experimenta cuando le arrancan a uno
bruscamente de su delicioso silencio? Es mucho peor
que la que experimenta el borracho al despertarse la
mañana siguiente, porque en el silencio se ha perdido
en cierto modo el habla y el gusto por los sonidos de
la voz humana, y se siente un rubor como el del tarta­
mudo obligado a hablar o un temblor como el de la
mujer sorprendida, que en ese instante se encuentra
21
*r
totalmente desarmada para poder engañar con los re­
cursos habituales del lenguaje.
¡Gradas, pues, a ti, espíritu amigo que me libraste
de toda sorpresa e interrupdón! En estos casos las dis­
culpas del inoportuno nos servirían realmente de muy
poco. Infinitas veces he meditado en estas cosas. En
medio del tumulto de la gente no se hace uno culpable
si es inocente. Pero el silencio de la soledad es sagrado
y son culpables todos los que lo turban. Por eso, cuan­
do es violada, la casta frecuentadón del silendo no
admite excusas o le sirven de muy poco, lo mismo que
al pudor ofendido todas las explicaciones de disculpa.
Yo he sentido una impresión de tremendo sufrimiento
siempre que he interrumpido, aun sin quererlo, el si­
lendo de un solitario. Las veces que me ha ocurrido
esto me he quedado como clavado, con el alma traspa­
sada de dolor y avergonzado de mi crimen. Y el arre­
pentimiento ha pretendido en vano borrar este crimen
de lesa soledad, porque la culpa en este caso es tan
inefable como el silendo.
La cosa es muy diferente cuando se trata de aquellas
personas que buscan la soledad de una maneta indigna,
a las que por eso mismo les puede resultar muy favo­
rable una sorpresa o interrupción brusca. Por ejemplo,
una pareja de enamorados que ni siquiera en solitario
adertan con la situadón favorable. En este caso podéis
prestar una ayuda a Eros y a los mismos enamorados,
mostrándoos de repente como una sombra que para y
de tal suerte que los últimos ignoren por completo tan­
to vuestra ayuda como vuestra cultura. Entonces ellos
juntarán apretadamente sus cabezas, furiosos contra el
inoportuno que acaba de pasar a su altura y al que, no
obstante, le deben el haberse aproximado tanto mutua­
mente. En cambio, si se tratara de dos enamorados
dignos de la soledad, que Dios os libre de interrumpir­
los y, si lo hacéis, que la maldidón caiga sobre vosotros,
de la misma manera que eran malditas todas las bestias
que se acercaban al monte Sinaí1. Pero, sin interrum­
1 Exodo, XIX, 12 y 13.
22
pirlos y sin ser vistos, qué delicia tan grande poder ser
testigos de su amor. ¿Quién no ha deseado alguna vez
presenciar asi una escena de éstas? ¿Quién no ha de­
seado ser como el pájaro que revolotea placentero por
encima de los amantes solitarios, como el pájaro que
anuncia con sus trinos la voluptuosidad del amor, como
el pájaro que se escabulle entre los matorrales de un
modo seductor para la mirada de los que se aman?
¿O ser como la misma soledad de la naturaleza, que
es una continua tentadón de Eros, o como el eco que
prodama y refuerza la sensación de soledad, o como un
ruido lejano que garantiza que los demás se apartan y
dejan solos a los amantes? Este último deseo es cabal­
mente el mejor de todos, pues cuanto más débiles re­
suenan los pasos de los que se alejan, más solitarios se
sienten los amantes. La situadón de mayor soledad en
el Don Juan de Mozart es predsamente la de Zerlina.
La joven, desde luego, no está sola, pero se hace solita­
ria. Se escuchan los últimos ecos del coro de bodas que
desaparece y la soledad es algo que se oye y que es
verdadera realidad por el contraste de esos ecos corales
que van muriendo en la lejanía. Así vosotros, ocho ca­
minos de este rincón, condujisteis lejos de mí a todos
los hombres y me dejasteis solo con mis propios pen­
samientos.
Y ahora, antes de partir de este rincón apartado, es
justo que te salude a ti, oh bosque delicioso; y también
a vosotras, horas desapercibidas de la media tarde, que
no os apropiáis nada con mentira ni queréis tener nin­
guna significación como hacen la aurora, el ocaso o la
noche, sino que humildemente y sin la menor exigencia
os contentáis con ser vosotras mismas y con sonreír con
ese limpio aire campestre que os caracteriza. El trabajo
del recuerdo es siempre bendito y, además, comporta
consigo la bendición de convertirse en un nuevo re­
cuerdo que nos cautiva tamo como el primero. Porque
el que una vez ha comprendido de veras lo que es el
recuerdo, queda cautivado y es su prisionero para toda
la eternidad. Y quien posea un solo recuerdo es más
rico que el que posee todas las riquezas de este mundo.
23
No solamente la madre cuando da a luz a su hijo rebosa
de gozo y alegría, sino también, y aún más que ella,
aquel que sabe recordar.
Fue en uno de los últimos días del mes de julio, ha­
cia las diez de la noche, cuando los convidados se re­
unieron para celebrar aquel banquete. La fecha exacta
del día e incluso del año en que ocurrió este aconteci­
miento es algo que he olvidado por completo. Después
de todos estos datos sólo pueden interesar a la memoria,
pero no al recuerdo. Lo único que constituye el objeto
de éste son los estados emotivos y el ambiente creado
por esas efusiones sentimentales de los participantes.
Y de la misma manera que el vino generoso gana en
calidad al decantarse, porque se evaporan las partículas
de agua que contenía, así también el recuerdo gana
mucho eliminando las partículas del agua de la memoria,
sin que por ello se convierta en algo quimérico, ni mu­
chísimo menos, como tampoco lo hace el vino generoso.
Los convidados eran cinco: Juan, por sobrenombre
«El seductor»; Víctor Eremita, Constantino Constantius
y otros dos más, cuyos nombres no puedo decir que
haya olvidado, pues en realidad no los supe nunca.
Parecía, de hecho, que estos dos últimos no tuvieran
ningún nombre propio, porque siempre los designaban
con apodos. A uno de ellos lo llamaban «El hombre
joven». Indudablemente no había cumplido aún los vein­
te abriles. Era esbelto, bien proporcionado y muy mo­
reno. Más que por el ceño pensativo de su rostro resul­
taba atrayente por sus otros ademanes amables y deli­
cados, que delataban una singular pureza de alma y
armonizaban perfectamente con la transparencia y sua­
vidad vegetativa, casi femeninas, de toda su estampa.
Pero esta su belleza física se olvidaba en seguida, o se
la conservaba sólo in mente, en cuanto el muchacho se
ponía a hablar, dando muestras evidentes de que se
había formado o —para emplear una expresión menos
seria— nutrido exclusivamente de ideas teóricas y de
los propios contenidos subjetivos de su misma alma,
sin el menor contacto con el mundo. Lo que quiere
decir que no había despertado aún, ni se había excitado
24
nunca, ni inquietado o turbado. Era realmente como un
sonámbulo que encontraba en sí mismo la ley de su
conducta. Sus ademanes amables y complacientes no
tenían en verdad ningún destinatario, no eran más que
el puro reflejo de su talante anímico.
Al otro de los convidados sin nombre lo apodaban
«El traficante de modas», ya que ésta era cabalmente
su condición social. Resultaba de todo punto imposible
hacerse una idea exacta de este personaje. Estaba vestido,
lo que es completamente lógico, a la última moda, con
los cabellos bien acicalados y perfumados, así como el
resto de su figura, que olía a agua de colonia. En deter­
minados momentos su actitud era aplomada, pero inme­
diatamente adoptaba un aire ligero de danzarín cere­
monioso, como poniendo freno, hasta nueva orden, al
vigor aplomado de su personalidad. Aun en aquellos
casos en que las intenciones de su discurso eran más
maliciosas, sabía adobarlas muy bien con las inflexiones
dulces de su voz de traficante y con los galanteos acara­
melados propios del oficio. Sin duda que todo esto, en
el fondo, le resultaba a él mismo sumamente repugnan­
te, pero tenía que hacer honor a su prestigio, ganado
a fuerza de no poco orgullo. Cuando ahora, después de
tantos años pasados, me pongo a pensar en este indivi­
duo, lo comprendo mucho mejor que la primera vez
que le vi, al descender de su coche y disponerse a en­
trar en la sala del banquete. Me pareció tan ridículo
que no pude evitar la carcajada. Sin embargo, a pesar
de que ahora lo vea con mejores ojos, su carácter sigue
pareciéndome contradictorio. Es algo así como si se
hubiera embrujado a sí mismo y, por la magia de su
voluntad, encarnara un personaje casi bufo, con el que
por otra parte no está del todo satisfecho. Por este
motivo, le traiciona la reflexión y le obliga de vez en
cuando a levantar su máscara.
Cuando medito ahora en todas estas cosas, no acierto
a comprender, pues lo encuentro casi absurdo, cómo
cinco personajes tan distintos pudieron organizar un
banquete. La verdad es que sin la intervención de Cons­
tantino Constancius habría sido poco menos que impo­
25
sible la celebración de semejante banquete. La idea de
esta celebración había surgido una tarde que nuestros
hombres, cosa que solían hacer con cierta frecuencia, se
encontraban reunidos en un cuartito reservado de una
pastelería. Pero todo quedó en agua de borrajas al plan­
tearse el problema de quién presidiría el festín, lo que
suponía encargarse de prepararlo. El hombre joven fue
declarado incompetente. El traficante de modas se ex­
cusó diciendo que no tenía tiempo para esas cosas. Víc­
tor Eremita, desde luego, no puso la excusa de que
acababa de tomar mujer o de comprar dos yuntas de
bueyes y tenía que ir a probarlas', pero dijo que, hacien­
do una gran excepción, vendría al banquete, si bien
declinaba el honor de presidirlo. Añadió, para que no
hubiera dudas si fracasaba el plan, que él ya había
advertido con la debida antelación sobre su punto de
vista. A Juan le pareció de perlas lo que acababa de
decir su compañero, ya que en su opinión el único capaz
de preparar un buen banquete era un mantel que se
despliega y brinda los mejores alimentos y bebidas como
por arte de magia, con sólo decirle: ¡Extiéndete! Aña­
dió, por su parte, que si él no estimaba siempre reco­
mendable el gozar de una muchacha de prisa y sin nin­
guna preparación, juzgaba, en cambio, que los banquetes
no debían prepararse tan concienzudamente, pues con
ello, cosa no infrecuente, se podía perder el gusto mu­
cho antes de celebrarlos. En todo caso, si se decidía
seriamente la celebración del proyectado, él ponía como
condición de que todo «se consumiera de una sola vez» 2.
En este último punto todo6 estuvieron de acuerdo.
La decoración de la sala en que se celebrase debería
renovarse del todo, de suerte que pareciera una sala
nueva, recién estrenada. Pero luego, inmediatamente des­
pués del banquete, se la destruiría hasta no dejar el
menor rastro. Incluso era de desear que ya antes de
levantarse de la mesa se anticiparan algunos signos de
» Lucas, XIV, 19 y 20.
2 La frase entrecomillada aparece en alemán en el texto:
auf einmal einzunehmen.
26
esta total destrucción. Tan total, dijo el traficante de
modas, que no debía subsistir siquiera lo que queda de
un vestido transformado en sombrero. Y Juan insistió,
no debe quedar absolutamente nada, porque nada hay
más desagradable que dejar en alguna parte un jirón
de aquello que habéis amado alguna vez, ni nada más
repugnante que saber que existe en cualquier rincón del
mundo algo que de una manera directa e impertinente
pretende imponerse como una realidad y una redama­
ción de un pasado que vosotros habíais dado por desapa­
reado.
Como la conversadón se estaba animando tanto, Víctor
Eremita se levantó repentinamente, se situó en medio
de la pequeña estancia reservada, hizo con la mano un
signo imperativo, extendió d brazo como quien sostiene
una copa y, elevándola en el aire, inidó el siguiente
brindis: «Yo os saludo, mis queridos amigos bebedo­
res, y os doy la bienvenida con esta copa fantástica cuyo
aroma ha embriagado ya todos mis sentidos y cuya ar­
diente frescura ha inflamado ya la sangre de mis venas.
Y con la misma copa os deseo también buen provecho,
convencido de que cada uno de vosotros se encuentra
ya con el estómago satisfecho después de hablar tanto
del banquete, pues Nuestro Señor llena primero el estó­
mago que la vista, pero con la imaginadón nos acontece
todo lo contrario.» A continuadón, con toda su flema,
metió la mano en el bolsillo y sacó un estuche de ciga­
rros puros, de los que escogió uno y se puso a fumarlo
placenteramente.
Entonces Constantino Constantius protestó contra esta
manera de hablar tan despótica como despectiva y que
convertía el banquete proyectado en un simple episodio
iluso. A esto replicó Víctor que él no creía que un tal
proyecto fuera realizable y que en todo caso se había
cometido un error al convertirlo en objeto de discusión.
Si se quiere que una cosa salga bien, hay que hacerla
inmediatamente, ya que este adverbio, inmediatamente,
es la más divina de todas las categorías y merece que se
la trate con aquella reverencia que se le prestaba en la
lengua de los romanos, quienes para expresar lo mismo
27
solían decir: ex templo *. Esta categoría, en efecto, es el
punto de partida de lo divino en la vida, de suerte que
lo que no acontezca en seguida será siempre obra del
diablo.
Víctor Eremita dijo que en modo alguno deseaba
entablar una discusión sobre lo anteriormente dicho por
él. Si los demás querían hablar u obrar de otro modo,
él no añadiría ni una palabra más. Pero si querían que
desarrollara más extensamente lo que había dicho, ponía
la condición de que le permitieran perorar, pues enten­
día que las discusiones son siempre desagradables y
aburridas.
Y así se hizo. Los demás le rogaron que empezara
inmediatamente, y él, ni corto ni perezoso, les espetó
el siguiente discurso: «Un banquete, amigos míos, es de
suyo una cosa muy complicada, porque no basta prepa­
rarlo con todo esmero y talento, sino que también se
necesita que salga bien y sea un auténtico éxito. Esta
última palabra, sin embargo, no hay que entenderla en
el sentido en que la entienden de ordinario las preocu­
padas amas de casa cuando tienen invitados a la mesa,
sino en otro sentido muy distinto y difícil de verificar
en la práctica. Para mí el éxito de un banquete consiste
en la feliz combinación de los sentimientos de los
convidados y las pequeñas circunstancias peculiares del
banquete. Con esta combinación se logran, como ras­
gueando las cuerdas de un violín mágico, los más deli­
cados acordes estéticos, pero de una música interior
e inefable que no tiene nada que ver con la ejecutada
por unos músicos contratados de antemano. Por eso es
tan arriesgado lanzarse a una empresa semejante, pues
al menor fallo de entrada, costará Dios y ayuda alcanzar
esa tesitura emocional y armónica que es la gracia del
verdadero banquete. Los banquetes, en la mayoría de
los casos, suelen estar presididos por la rutina y la in­
consciencia. Claro que al faltar por completo el espíritu1
1 ' Entre los romanos, en efecto, la expresión tenía también
el significado de ese adverbio subrayado o el de «en el mismo
sitio».
28
«
crítico, tampoco suele notarse nunca la absoluta falta
de ideas que es lo propio de tales reuniones en torno
a una mesa, por lo demás bien servida.
A un banquete, por lo pronto, no deberían asistir
nunca las mujeres. Y, haciendo un inciso, digo 'muje­
res’, porque nunca me ha gustado la palabra ’damas’,
y menos ahora que el celebrado Grundtvig, en sus Char­
las ruidosas1, acaba de emplear este término de esa
manera tan típica suya y que también se ha hecho ya
famosa... Pero de esto no hablemos más, pues en nada
afecta al asunto de que tratamos. Decíamos que las mu­
jeres no debían asistir a los banquetes. Los griegos,
maestros como en otras tantas cosas, las utilizan sólo,
en estas ocasiones, como coro de bailarinas. Puesto que
el fin inmediato de un banquete es comer y beber, las
mujeres no tienen por qué ser admitidas, ya que ellas
no pueden encontrar entera satisfacción en esas cosas
y, si la encontraran, harían un papel calamitoso y muy
feo. En cuanto una mujer participe en el banquete, lo
de comer y beber queda reducido a una insignificancia,
como una de las demás labores femeninas que solamente
sirven para tener ocupadas las manos. Una simple co­
mida, sobre todo si se organiza en el campo y fuera de
las horas habituales, puede ser algo estupendo y encan­
tador, gracias precisamente a la participación del bello
sexo. Eso que hacen los ingleses cuando celebran un
banquete, a saber, que las mujeres se retiren cabalmente
al empezar a beber de firme, me parece a mí que no
es ni chicha ni limonada, porque juzgo que cualquier
plan debe desarrollarse como un todo desde el principio
hasta el fin, de suerte que se tenga esta impresión de
totalidad en cada momento o detalle, al sentarse a la
mesa o en la misma forma de coger el cuchillo y el tene­
dor. Por razones similares se puede considerar a todo
banquete de tinte político como una cosa ambigua y1
1 La obra de Grundtvig, publicada un año antes que este
mismo escrito, lleva por título completo: Charlas ruidosas —Bra-
gesnak— sobre los mitos y las leyendas griegos y nórdicos, des­
tinadas a las damas y caballeros.
29
repelente. Lo característico del festín se convierte en
una bagatela y los mismos discursos de los elocuentes
patricios no deben, por nada del mundo, dar la impre­
sión de que han sido pronunciados ínter pocula.
Os diré además, queridos amigos, y en el caso de
que estéis de acuerdo conmigo en los puntos anteriores
y si el dichoso banquete llega a celebrarse algún día,
que el número de los invitados está maravillosamente
elegido, pues siendo cinco como somos, se cumple aque­
lla hermosa regla de que nuestro número no es superior
al de las Musas ni tampoco inferior al de las Gracias.
Otra de mis exigencias es que en nuestro banquete
debe haber abundancia de todo, hasta el derroche. Si
faltara de hecho algo, que al menos su posibilidad la
tuviéramos a mano y la pudiéramos coger al vuelo, como
una fantástica sombra que se balanceaba sobre la mesa
y nos sugestionaba aún más que la realidad visible. Por­
que eso de celebrar un banquete con cerillas o, como
hacen los holandeses, con un terrón de azúcar que van
chupando por turno, no me diréis que es algo apetitoso.
Mi exigencia, en cambio, no es tan fácil de satisfacer,
pues la misma comida ha de estar aderezada de tal
modo que despierte y estimule la inexpresable amistad
que lleva consigo todo convidado digno de tal nombre.
Exijo, pues, que toda la fecundidad de la tierra esté a
nuestra disposición, como si todos los productos del
universo entero germinasen y sazonasen en el instante
preciso en que se los deseaba. Exijo que los buenos vinos
corran en abundancia, con una abundancia mayor que
la que podía producir el propio Mefistófeles haciendo
un agujero en la mesa. Exijo un juego de iluminación
más voluptuosa que la que los mismos gnomos fueron
capaces de encender cuando levantaron las montañas so­
bre columnas y se pusieron a danzar en medio de un
mar en llamas. Exijo todo lo que excite al paroxismo
de los sentidos. Exijo la dulzura embriagadora de un
perfume más exquisito que el de «Las mil y una noches».
Exijo una frescura deliciosa que inflame los deseos cuan­
do estén un poco fríos y los suavice con su soplo ligero
cuando estén satisfechos. Exijo el solaz constante de un
30
surtidor cercano. Mecenas no podía dormir sin escuchar
su murmullo; yo no puedo comer sin a¡ír su alegre cha­
poteo. Entendedme bien, amigos míos: yo no necesito
ningún surtidor cercano cuando como un arenque en
mi buhardilla o en un mesón cualquiera, pero sí cuando
participo en un auténtico banquete; tampoco lo necesito
cuando acompaño mis pobres comidas con agua, pero
sí en un banquete en que los vinos se escancian con
prodigalidad. Exijo camareros escogidos, bellos como los
que servían a la mesa de los dioses. Exijo una pequeña
orquesta, aunque capaz de interpretar con vigor las pie­
zas que se estimen más apropiadas; ha de estar situada
discretamente en la misma sala o en alguna estancia
contigua, acompañándonos siempre con nuestra música
favorita.
Como habréis comprobado, amigos míos, mis exigen­
cias son enormes, por no hablar de momento de las que
tendría que haceros a vosotros personalmente. En vista
de todas estas exigencias, que son otros tantos obstácu­
los, considero que un banquete de esta clase es un pium
desiderium, y no sólo estoy muy lejos de pensar que
pueda repetirse, sino que incluso dudo muchísimo que
lo podamos celebrar la primera vez.»
Constantino Constantius fue el único que no participó
en las anteriores conversaciones, discusiones, peroratas
y consideraciones escépticas sobre la posibilidad de la
celebración del banquete. Sin él, desde luego, todo habría
quedado en mera palabrería. Nuestro hombre, para sus
adentros, se había hecho una idea muy distinta y com­
pletamente positiva en cuanto al resultado del proyecto.
Sabía muy bien que los otros cuatro, si se les daba la
cosa hecha, asistirían gustosamente al banquete, y éste,
sin lugar a dudas, sería una realidad y un éxito. Dejó
que transcurriera cierto tiempo después de esta reunión
en el reservado de la pastelería y, cuando los cuatro
compañeros de Constantino ya no se acordaban para
nada del banquete y de las chácharas a que había dado
lugar su proyecto, un buen día les envió a cada uno
de ellos una invitación en la que les rogaba que tuvieran
a bien asistir al banquete aquella misma noche. El lema
31
F
escogido por Constantino para la reunión era el de: in
vino veritas, porque en ella se debía no sólo conversar,
sino pronunciar sendos discursos. Y estos discursos, se­
gún el lema, deberían estar hechos y ser pronunciados
in vino, de la misma manera que cualquier verdad pro­
clamada en ellos no podría ser diferente de la que
reside in vino, puesto que el vino es la defensa de la
verdad, como ésta es la apología del vino.
El lugar elegido era un paraje del bosque, a unas dos
millas de Copenhague. La sala del festín había sido
decorada de nuevo y ninguno de los clientes antiguos,
de haberla visto esta noche, la hubiera reconocido. Un
pasillo separaba la sala de otra pequeña estancia prepa­
rada para la orquesta. Todas las ventanas, aunque abier­
tas hacia el exterior, aparecían ocultas desde dentro por
las persianas y grandes cortinones. Constantino estimaba
que la sensación de entusiasmo sería mucho mayor si
los comensales, cada uno por separado, se dirigían en
coche un poco antes al lugar señalado. Aunque el hecho
de ir a un convite suele ser suficiente para hacer que la
imaginación se desborde y se exalte, con todo, si se rea­
liza el camino a pie, puede suceder muy bien que las
impresiones que se reciben de la naturaleza circundante,
tan serena y bella en esas últimas horas del día, apaguen
el entusiasmo pretendido. Esto era lo único que Cons­
tantino temía, pues, como es sabido, la imaginación es
entre todas las facultades humanas la que más puede
contribuir a embellecer las cosas y las situaciones, pero
también es la que mejor lo puede echar todo a perder
en cuanto no encuentra lo que buscaba en la realidad
que se le ofrece. Lo más recomendable en estos casos
es evitar los dos extremos, tanto el de la exaltación
desbordada de la fantasía como el de una distracción
enervante. Este equilibrio ideal, pensaba el anfitrión, se
lograría perfectamente si sus invitados hacían el paseo
en coche. Un paseo así, al caer lento de la tarde de ve­
rano, en vez de exaltar la imaginación, le proporciona
espontáneamente una imagen de esa dulce nostalgia del
hogar que se experimenta al acercarse la noche. Uno ve
al pasar, desde la ventanilla de su coche, a las mucha­
32
chas y a los mozos que vuelven de las faenas del campo,
y oye a lo lejos el gemido de las carretas cargadas hasta
el tope y el mugido de los bueyes cansados, o el balido
nostálgico de cualquier otro animal suelto en la pradera.
De este modo las tardes de verano, con su seducción
infinita, despiertan el sentido de lo idílico, refrescan
suavemente los deseos más encendidos y suscitan en la
imaginación vagabunda una añoranza autóctona que la
aferra a la tierra, su país de origen. Con esto el alma
insaciable aprende a contentarse con poco y os sentís
dichosos como dioses, puesto que al atardecer el tiempo
se inmoviliza y la eternidad reposa.
Preparadas asi las cosas y conforme a las indicaciones
que Constantino Constantius les había hecho en su tar­
jeta aquella misma mañana, los invitados fueron llegando
puntualísimos, a primera bora de la noche, al lugar de
la cita. El anfitrión, como es lógico, se les adelantó un
poco para dar las últimas órdenes a los criados y a
aquéllos la bienvenida. El primero en llegar, pero mon­
tado en su caballo, fue Víctor Eremita, que estaba pa­
sando unos días en el campo no lejos del lugar. Luego,
casi inmediatamente, lo hicieron los otros tres en sendos
coches. Apenas éstos habían quedado estacionados en
el recodo de la explanada del jardín, apareció por la por­
talada un charabán con cuatro alegres y fornidos apren­
dices de albañil, provistos de todas las herramientas pro­
pias de su oficio y dispuestos, como una escuadra de
demolición, a entrar en acción en el momento decisivo.
Algo así, aunque con un fin totalmente diferente, como
el destacamento de bomberos que se suele enviar al
Teatro Real, sobre todo en las sesiones de gala, para el
caso en que se declarase un incendio.
Cuando uno es niño la imaginación le basta y sobra,
aunque se esté encerrado una hora entera en un cuarto
oscuro, para mantener el alma en vilo con una excita­
ción expectante y rayana al paroxismo. En cambio, cuan­
do se es mayor, lo más fácil es que la fantasía nos haga
perder el gusto por el árbol de Navidad y todos sus
regalos mucho antes de haberlos visto...
Las puertas de la sala en que se iba a celebrar el
33
3
festín se abrieron de par en par. Los invitados, por irnos
instantes, se quedaron sorprendidos y como enajenados
al ver y sentir todo aquello: los maravillosos efectos de
la fantástica iluminación, la deliciosa frescura del am­
biente, la seducción embriagadora de los más varios per­
fumes derramados y el extraordinario gusto con que la
mesa estaba dispuesta. Entonces la orquesta empezó a
interpretar el baile del Don Juan, y los invitados, con
el rostro esclarecido y como en señal de respeto a un
Espíritu invisible que los envolviera y traspasara el alma
hasta la médula, permanecieron inmóviles un minuto de
silencio, asombrados por el entusiasmo de su música
favorita, que los despertaba y en cierto modo los resu­
citaba, como tantas otras veces...
¿Quién es el hombre que en la proximidad de un ins­
tante feliz y conociendo la dicha enorme que le podía
deparar, no ha experimentado al mismo tiempo una an­
gustia indecible de que cualquier cosa imprevista, una
simple bagatela, se la pudiera arrebatar aun antes de
gozarla? ¿Quién no ha tenido alguna vez en sus manos
la lámpara maravillosa y, sin embargo, ha visto su gozo
esfumado porque se le habían apagado de repente todos
sus deseos? ¿Y quién, al coger en su mano algo que
tanto había deseado acariciar, no la ha sentido alguna
vez agarrotada y sin ninguna destreza para deslizarse
suavemente sobre la piel amada? En un parecido estado
de alma, como petrificados y sin saber qué hacer, se en­
contraban uno junto a otro los cuatro invitados. Sola­
mente Víctor se mantenía un poco retirado y como ab­
sorto en sus propios pensamientos. Su alma se estre­
meció de escalofríos y casi se le vio tambalearse, pero se
repuso en seguida y acogió los augurios de la orquesta
con estas palabras: «¡Oh música escondida, jovial y se­
ductora que me arrancaste de la soledad claustral de
una juventud tranquila y sosegada! ¡Música encantadora
que me embaucaste y dejaste en mi alma un inmenso
vacío! ¡Sí, algo así como un recuerdo espantoso que me
hacía pensar que Doña Elvira no fue seducida a pesar
de haberlo deseado! ¡Oh Mozart inmortal, a quien yo
te lo debo todo! ¡Ay, no todo, porque todavía no he
34
acabado! Pero cuando yo sea viejo, si lo llego a ser
alguna vez, cuando yo tenga diez años más, si los tengo
alguna vez, cuando ya no pueda con los calzones, si esto
me ocurre alguna vez, o cuando me muera, que esto sí
que ocurrirá algún día, entonces, en el mismo lecho de
mi agonía, diré solemnemente y sin lugar a engaño:
¡Oh Mozart inmortal, a quien yo debo todo lo que me
ha ocurrido y sido en mi vida! Entonces dejaré que esta
admiración mía, la primera y la única que ha embar­
gado mi alma, se desborde con toda su fuerza y me
mate, cosa que tantas veces ya he deseado. Y entonces,
hecha esta confesión admirativa, habré dejado todas mis
cosas en orden, pensado en la que ama mi alma, procla­
mado mi amor y verificado completamente que a ti, ¡oh
Mozart!, te lo debo todo. Y dicho esto, ya no te per­
teneceré ni a ti ni al mundo, sino sólo al pensamiento
tremendamente serio de la muerte.»
En el mismo instante en que Víctor acababa su nuevo
discurso, la orquesta acometió aquella parte en que la
invitación al baile se hace intensísima y el deseo de pla­
cer lanza gritos de alegría y envuelve con un brío colosal
la dolorosa acción de gracias de Doña Elvira. Aquí Juan
el seductor, con un tono que tendía ligeramente al após-
trofe, repitió: Viva la libertet!... J; et vertías, añadió el
hombre joven...; pero, sobre todo, in vino, replicó Cons­
tantino, mientras se sentaba a la mesa e invitó a los
demás a que hicieran lo mismo.
Ahora todos se admiraban de lo fácil que era orga­
nizar un banquete, menos Constantino, naturalmente,
que juró y perjuró que jamás se volvería a aventurar en
semejante empresa. Sí, organizar un banquete podía ser
tan fácil como eso de admirar y admirar, pero Víctor,
por su parte, juró también y perjuró qué nunca más se
le ocurriría dar rienda suelta a su admiración, porque a
veces le podían responder a uno con un bofetón en seco,
que no por solapado resultaba menos desagradable que1
1 Este grito famoso, en italiano según el libreto de Da Ponte,
lo dan todos al empezar la última escena del acto I del Don
Juan, apenas han entrado las máscaras.
35
quedar inválido en una guerra. No menos fácil era de*
sear, especialmente cuando se posee una varita mágica,
pero a veces puede resultar más terrible que morirse
de hambre.
Los invitados, al fin, ocuparon sus puestos en tomo
a la mesa. De pronto, como de un brinco impresionante,
la pequeña concurrencia se encontró en medio de un
océano infinito de gozo. El banquete acaparaba todos
sus pensamientos y deseos. Cada uno dejaba que su
alma se sumergiera, a su gusto, en aquel mar de sucu­
lenta abundancia. A un cochero hábil se le conoce in­
mediatamente por el primer latigazo que pega a sus
caballos anhelantes en el momento de la partida y que
basta para mantener al tronco en un galope airoso y
acompasado. Para saber que un corredor está bien en­
trenado es suficiente ver su arrancada. Si de uno u otro
de los invitados no puedo decir que, en cuanto tal, se
mostrara muy genial al principio del banquete, puedo
afirmar sin ambages que Constantino se mostró en todo
momento como un modelo de anfitriones.
Los invitados, pues, empezaron a satisfacer su apeti­
to. La conversación no tardó mucho en animarse y en­
tretejer bellas guirnaldas que parecían aureolar las ca­
bezas de los comensales. Tan pronto versaba sobre los
suculentos manjares como sobre los exquisitos vinos;
otras veces se quedaba un poco muerta en torno de sí
misma, queriendo significar algo importante, para en
seguida no significar absolutamente nada. De vez en
cuando una ocurrencia feliz, como una flor espléndida,
pero que dura sólo unos instantes, y tan delicada que
vuelve a cerrarse apenas abierta. Entonces uno de los
invitados exclamaba con todo su énfasis: «¡Estas alca­
chofas están estupendas...!» Luego era el propio anfi­
trión el que gritaba: «¡Ah, qué bueno está este vino de
Burdeos!» La música tan pronto dejaba de oírse en
medio de aquella algarabía locuaz como volvía a reso­
nar emocionante y evocadora. Un momento después lle­
gaban otra vez los camareros y, como haciendo una
pausa en el instante adecuado, servían un nuevo plato
o escanciaban un vino nuevo, sin olvidar anunciar su
36
marca. Con esto se iniciaba también un nuevo período
de actividad y de obligado silencio, que era aprove­
chado por la orquesta para avivar espiritualmente a los
comensales atareados. De repente, uno de ellos reanu­
daba la conversación con una idea atrevida o mordaz,
y los demás, casi olvidándose de comer, le seguían a
coro, acompañados nuevamente por la música orquestal,
que esta vez resonaba con los aires marciales que en
tiempo de guerra suelen enardecer aún más los ánimos
y los gritos de combate de los asaltantes de las fortale­
zas enemigas. Acto seguido volvía a reinar la calma más
absoluta y sólo se oía el ruido de las copas y de los
platos. La música entonces arropaba este silencio enor­
me con alegres y festivos sones, invitando a la conver­
sación... Y asi iba transcurriendo la refección...
¡Qué pobre es el idioma en comparación de aquel
concierto de ruidos, a la par tan insignificantes y tan
expresivos! Y en este sentido, da lo mismo que seme­
jante concierto tenga como escenario la circunstancia
feliz de un banquete o la heroica del campo de batalla.
Porque siempre será algo imposible de reproducir en
el teatro o mediante cualquiera otra forma esencialmen­
te vinculada al lenguaje, que no dispone más que de
unas pocas y mezquinas palabras para referir dicha im­
presión. ¿Por qué será el lenguaje tan rico para expre­
sar los deseos y, en cambio, tan pobre y limitado
cuando se trata de describir realidades?
Solamente una vez salió Constantino de aquella su
admirable ubicuidad que, sin que los demás lo notaran
lo más mínimo, le permitía estar al mismo tiempo en
todo y en todas partes. Ya al comienzo del banquete,
y según él mismo dijo, «para recordar el buen humor
de aquellas épocas ancestrales en que los hombres y
las mujeres se sentaban codo a codo en los festines», les
propuso a los invitados cantar una de las viejas can­
ciones dedicadas al vino. Esta propuesta fue aceptada
en el acto, pero su cumplimiento resultó una parodia
—cosa que probablemente ya había previsto y buscado
el mismo anfitrión— y, lo que es mucho peor, culminó
con otra propuesta completamente descabellada, hecha
37
por el traficante de modas, quien se empeñó en que
todos cantaran aquello de: «La noche que entre en el
lecho nupcial, tararí, tarará.»
Cuando los comensales ya habían dado buena cuenta
de dos o tres platos, Constantino volvió a proponer que
cada uno de los participantes pronunciara un discurso
al final del banquete, evitando cualquier disgresión fue­
ra de lugar y del tema que se señalaría. Para poder
hablar sería necesario que se sometieran a dos condi­
ciones. La primera, y una vez llegados al fin del ban­
quete, que cada orador sintiera, después de haber inge­
rido la adecuada cantidad de vino, los efectos corres­
pondientes o se encontrara en ese estado peculiar en
el que se le desata a uno la lengua y dice muchas cosas
que en otro caso se guardaría muy bien de silenciar.
Claro que esta condición tampoco daba carta blanca
para interrumpir a cada paso la marcha de las ideas y
del discurso con hipos extemporáneos o tartamudeos
indignos. Esto supuesto y antes de tomar la palabra,
cada orador debería afirmar solemnemente que se ha­
llaba en ese estado maravilloso y lúcido. En este punto,
como es obvio, no se les podía prescribir a todos por
un igual la cantidad de vino adecuada, pues la capaci­
dad de absorción de cada uno puede ser muy variable.
Juan protestó contra esto último, precisando que él
nunca había logrado llegar a emborracharse, al revés,
que muchas veces después de haber bebido lo suyo,
cuanto más bebía, más sobrio y lúcido se encontraba.
Víctor Eremita, por su parte, opinaba que si uno se
proponía en seco, reflexionándolo mucho, coger una
melopea, jamás lograría emborracharse. Para emborra­
charse, en efecto, había que dejarse de reflexiones. Con
esto la conversación se centró, más o menos, en el pro­
blema de las relaciones que existen entre los vinos y los
estados de conciencia. Las personas muy reflexivas, por
muchísimo que beban, se quedan tan tranquilas y, en
vez de dar muestras de acometividad e impulso vital,
conservan e incluso aumentan su habitual sangre fría.
En cuanto a los temas de los discursos, Constantino
propuso y exigió que se hablara del amor y de las rela­
38
ciones entre ambos sexos. Para esto no era preciso que
se contaran aventuras amorosas, si bien cada uno po­
dría recordar in mente las suyas como base de la teoría.
Las dos condiciones fueron aceptadas... Todas las
justas y fáciles exigencias del admirable anfitrión fueron
cumplidas plenamente por los invitados, que comieron
con buen saque, bebieron y bebieron hasta quedar bo­
rrachos o, como se dice en hebreo, «bebieron de firme
y se alegraron mucho»'.
Entonces se sirvieron los postres. Si hasta ahora Víc­
tor Eremita no había visto aún satisfecho su deseo exi­
gente de oír el chapoteo de un surtidor cercano, cosa
que felizmente había olvidado por completo después de
aquel su discurso sobre el particular, podía resarcirse y
solazarse viendo descorchar las botellas de mejor cham­
paña, que corría burbujeante y en abundancia de copa
en copa. En este instante empezaron a sonar las doce
campanadas de la medianoche. Constantino impuso si­
lencio y, elevando su copa, saludó al hombre joven, ro­
gándole que fuera el primero en hablar y deseándole
«buena suerte»12.
El hombre joven se levantó de su asiento y declaró
que sentía perfectamente los efectos del vino, cosa que
por lo demás estaba bien patente. La sangre le golpeaba
violentamente contra las sienes y su aspecto exterior no
era tan bello como antes de iniciarse el banquete. Su
discurso fue como sigue:
«Queridos camaradas, si los poetas dicen verdad, el
amor desgraciado es el más hondo de todos los dolores.
Si necesitáis alguna prueba de esta verdad, no tenéis
más que oír las expresiones quejumbrosas de los pro­
pios amantes. Según éstos dicen es la muerte, la muerte
segurísima. Y así, efectivamente, lo creen ellos mismos
durante los primeros quince días. Después, las semanas
siguientes, vuelven a decir lo mismo, pero ya sin tanto
1 Para esta referencia bíblica puede verse, por ejemplo, Gé­
nesis, XLIII, 34. Por lo demás, tamo «beber de firme» como
«alegrarse» son dos expresiones muy castellanas.
2 El anfitrión emplea la fórmula latina: quoi felix sit faus-
tumque.
39
convencimiento. Hasta que al fin, transcurridos muchos
años y sin dejar de repetir la vieja cantilena, se mueren
un buen día y se acabó la historia del amor desgraciado.
No cabe la menor duda que han muerto de amor, si
bien este amor que los ha ido matando lentamente en
tres tiempos de tonalidad algo diversa, nos hace recor­
dar involuntariamente las tres maniobras que ejecuta la
mano experta del dentista al arrancarle a uno la muela
del juicio.
Ahora bien, si el amor desgraciado es la muerte segu­
ra, yo personalmente estoy de enhorabuena, porque,
como no he amado nunca, tampoco tendré que morir
en tres tiempos, sino de una sola vez, y, a Dios gradas,
no de la inmensa pena de un amor desgraciado. Pero,
por otra parte, ¿no es acaso la mayor desgracia el no
haber amado nunca? Y, entonces, ¿quién más desgra­
ciado que yo mismo? La significadón e importancia del
amor está probablemente —lo digo con derta duda,
puesto que en este asunto soy un poco como el dego
que habla de los colores— en su feliddad, cuya pérdida
explica muy bien la muerte de los desdichados aman­
tes. A mi modo de ver esto del amor es como una expe­
riencia mental en la que la vida y la muerte entran en
juego simultáneamente. Claro que si el amor es más
bien una experienda mental, los amantes son de suyo
los seres más ridículos que pisan la tierra, porque no
se contentan con la idea de enamorarse, sino que de
hecho se enamoran ciegamente. Vivido así el amor, como
algo real, es natural que la realidad misma avale lo que
los amantes dicen sobre él. ¿Y quién no ha oído infini­
tas veces todas las cosas que dicen, no sólo los amantes
desgraciados, sino todos los demás que realmente se
aman y no han llegado a conocer esa desgracia típica,
aunque sí otras que por ordinarias no son quizá meno­
res? En estos comentarios frecuentes veo yo una prueba
palpable de una de las consecuencias contradictorias, qui­
zá la más seria, que tiene que arrostrar el que se echa
en brazos del amor. No sé si los iniciados y los expertos
serán de la misma opinión, pero a mí me parece que
el hombre que ama se embrolla, inevitablemente, en las
40
contradicciones más descabelladas. Sin duda que ninguna
otra relación interhumana exige mayor idealidad que la
amorosa, pero esta idealidad, cabalmente en el amor,
suele brillar siempre por su ausencia.
Por estas razones que acabo de exponer, yo he co­
gido un pánico tremendo al amor y, en consecuencia,
tengo mucho miedo que mi discurso no sea más que
una sarta de divagaciones abstractas en torno a una feli­
cidad o un dolor que nunca he experimentado. Si, a
pesar de toda mi inexperiencia, me he decidido a hablar,
es porque así lo prometí al principio y, además, porque
me hacía mucha ilusión intervenir en este acto que para
mí encierra un poco el atractivo de un simposio griego.
De otro modo no hubiera dicho esta boca es mía, para
no empañar la felicidad de nadie y gozar a solas con mis
propios pensamientos. Quizá éstos no sean para los
iniciados otra cosa que majaderías o simples telas de
araña. También es muy probable que mi ignorancia se
explique porque nunca aprendí ni quise recibir de nadie
lecciones sobre el amor, hasta tal punto que jamás me
atreví siquiera a dirigir una mirada franca a ninguna
mujer, al contrario, siempre que alguien pasaba a mi
lado, yo, como un novicio, clavaba los ojos en el santo
suelo, rehusando con toda mi alma abandonarme a nin­
guna impresión de este género antes de haber penetrado
a fondo con mi mente el secreto y poderío típicos del
fenómeno del amor.»
En este mismo punto Constantino interrumpió al
hombre joven, haciendo notar que su propia confesión
de no haber conocido jamás la menor aventura amorosa
le hacía inapto para hablar del asunto y, por lo tanto,
que debía callarse. El hombre joven replicó que en
cualquiera otra circunstancia él habría recibido con sumo
gusto una orden semejante, pues más de una vez había
comprobado lo aburrido que resulta eso de tener que
hablar en público. En aquel momento, sin embargo, no
estaba dispuesto a obedecer por nada del mundo y se
mantenía en su perfecto derecho a hablar, ya que a todos
y cada uno en particular se les había concedido esta
licencia. Añadió que también él en cierto modo había
41
r
conocido una gran aventura amorosa, pues ¿acaso no
era una estupenda historia de amor el no haber corrido
nunca una aventura de este tipo? Juzgaba, además, que
quien estuviera en las mismas condiciones era precisa­
mente el más indicado para hablar acerca de Eros, por
cuanto se podía tener la seguridad de que sus ideas al
respecto concernían a todas las mujeres y no a esta o
aquella en particular. Con estos argumentos convendó
a la concurrencia y se le permitió que continuara hablan­
do, cosa que él hizo en los siguientes términos:
«Una vez que se ha puesto en duda mi derecho a
hablar, aprovecharé esta misma duda para ponerme a
cubierto de vuestras risas y sarcasmos. Porque sé muy
bien que de la misma manera que entre los mozos del
pueblo hace muy mal el muchacho que no fuma o no
cala las chupadas, así también entre los hombres de
pelo en pecho no se considera como un verdadero ma­
cho el que no haya corrido ninguna aventura amorosa.
A mí esta consideración me parece sencillamente otra
majadería, pero no por eso voy a prohibiros que os riáis
de las mías, podéis hacerlo todo lo que se antoje. Me
trae sin cuidado. Yo sigo estimando que lo principal
siempre será el pensamiento y la idea. ¿O es el amor
la única cosa sobre la cual es necesario reflexionar des­
pués que se ha vivido y no antes? Si esto fuera así, ¿qué
me ocurriría a mí si llegara a amar alguna vez y luego
tuviera que pensar que lo había reflexionado demasiado
tarde?
Esta es la razón poderosísima por la que yo pienso
mucho de antemano en el amor, para no lamentarme nun­
ca de haber dado un paso precipitado. Los amantes,
desde luego, suelen decir con la mayor frecuencia que
lo han reflexionado mucho antes de dar el paso, pero
esto no es más que cháchara y mentira. Ellos presupo­
nen siempre que amar es lo esencial para el hombre, lo
que significa que no reflexionan sobre el amor y sus
consecuencias, sino solamente lo presuponen con el fin
de encontrarse, cuanto primero mejor, una amada.
Mi mente, siempre que trato de reflexionar sobre el
amor, tropieza con un cúmulo de contradicciones. A ve­
42
ces, es cierto, me da la impresión de que se me escapa
algo, pero no acierto a decir lo que es. No obstante, en
ese algo tan oscuro para mí, encuentro en seguida una
que otra contradicción. Por eso, en definitiva, yo con­
cibo a Eros como la mayor de todas las contradicciones,
a la par que lo encuentro cómico. Las dos cosas guardan
estrecha relación entre sí, ya que lo cómico acompaña
siempre a la categoría de lo contradictorio. No perderé
mi tiempo en explicar con más detalle este nuevo tema.
Mi exclusivo propósito aquí es mostrar que el amor
es de suyo cómico. Entiendo por amor, estrictamente,
la relación entre el hombre y la mujer, lo que significa
que no concibo a Eros en el sentido en que lo hacían
los griegos, en especial el gran Platón, que tan bellos
elogios le dedicara. Pero en Platón, efectivamente, no
se trata la cuestión del amor a las mujeres, sólo se la
roza de pasada y muy raras veces, mostrando siempre
que es algo sumamente imperfecto en comparación con
el amor a los jóvenes.
Lo que yo digo, entiéndase bien, es que el amor resulta
siempre cómico a los ojos de un tercero. Quizá sea ésta
la razón por la que los amantes odian siempre la pre­
sencia o la intromisión de un tercero. Lo que está fuera
de dudas es que la reflexión viene a representar el papel
de un tercero, por lo que a mí, tan reflexivo como soy,
me es imposible amar sin ser al mismo tiempo y para
mí mismo como un tercer hombre en el conflicto amo­
roso. Esto no le debe extrañar a nadie en una época en
la que hasta los petimetres dudan de todo. ¿Qué otra
cosa hago yo si no dudar de todo en lo que concierne al
amor? Lo que a mí me ha extrañado verdaderamente es
que después de haberse practicado un escepticismo tan
radical y absoluto, se haya podido alcanzar de nuevo la
certeza y el saber absolutos sin mencionar para nada
las dificultades. Y son precisamente éstas, las dificulta­
des, las que tienen atado mi pensamiento, tan atado que
más de una vez he sentido fervientes deseos de que
alguno de nuestros sabios de rango universal viniera con
su luminosa inteligencia a liberarme de estas ataduras
tan penosas. Claro que yo no desearía verme libre de
43
las dificultades con simples afirmaciones sabias, sino
después que esos mismos sabios hubieran pensado a fon­
do tales dificultades, y no cabalmente de la manera que
lo han hecho hasta ahora, primero durmiéndose cómo­
damente en el sueño de la duda radical y absoluta, y
después, sin dejar de soñar, despertarse diciendo taxa­
tivamente que habían logrado la explicación profunda
y evidente de todos y cada uno de los problemas plan­
teados
Así pues, amigos míos, os ruego que sigáis prestán­
dome la mayor atención posible. Si entre vosotros hay
algunos que estén realmente enamorados, les ruego muy
en particular que no me interrumpan o traten de ador­
mecerme con sus cantos de sirena, porque no les gustan
mis explicaciones. Eso sí, los que no quieran escuchar­
las tan de cerca, pueden ir a sentarse hacia el fondo de
la sala y volverse de espaldas para así oír mejor todo lo
que yo tengo el gusto de decir, una vez que he empe­
zado, sobre este importante asunto del amor.
Por lo pronto, me parece una cosa completamente
cómica que todos los hombres amen o quieran amar sin
haber, previamente, aclarado a fondo cuál es el objeto
del amor, es decir, lo amable. Dejo a un lado la palabra
amar, ya que por sí sola no significa nada. Cuando se
aborda este tema, lo primero que procede es, en efecto,
preguntar cuál es el objeto del amor, lo que se ha de
amar. Si con Platón se responde que lo que hay que
amar es el bien, entonces hemos borrado de un plumazo
todo lo que atañe al erotismo estricto. Otra respuesta
que tampoco satisface es la que insiste en que lo que
se debe amar es lo bello. En este caso yo preguntaría
si amar de esta manera no es lo mismo que amar un
hermoso paisaje, un cuadro bello, etc. Es evidente que
tampoco en este supuesto se concibe lo erótico como lo
verdaderamente específico en todo el ámbito del amor,
sino como algo muy particular y secundario. Así, por1
1 Aquí tenemos, en medio de la broma un poco ebria, un ata­
que dilecto contra toda la filosofía moderna, desde Descartes
a Hegel.
44
ejemplo, si un enamorado para hacernos comprender
todo el amor que lo embarga dijera: Amo los hermosos
paisajes y amo a mi Lálaje *, al bailarín de bellas formas
y al caballo hermoso de planta, en una palabra, amo
todas las cosas bellas... ¿Qué duda cabe que a Lálaje,
por muy bella que fuera y por muy enamorada que es­
tuviera de un galán enamorado, no le iban a hacer nin­
guna gracia estas palabras tan generales de su elogio?
¡Y nada digamos en el caso de que la buena amante no
fuera tan agraciada y, a pesar de su falta de hermosura,
su novio la adorase! Entonces el elogio de éste no podía
ser, al mismo tiempo, más agresivo y más contradic­
torio.
Otra tercera respuesta podría derivarse de relacionar
el erotismo con aquella famosa separación de la que
habla Aristófanes cuando afirma que los dioses dividie­
ron al hombre en dos mitades —algo así como se suele
hacer con los lenguados para apartarles la espina antes
de comerlos—, las cuales no cesan desde entonces de
buscarse para unirse de nuevo. En esta sentencia aristo-
fánica encuentro también no pocas dificultades insolu­
bles, que de pasarlas por alto, como hace el propio Aris­
tófanes, no hay nada que frene el pensamiento y, con­
siguientemente, se pueda pensar que los dioses, para di­
vertirse todavía más, dividieron al hombre primitivo en
tres partes. Y claro está, puestos a divertirnos, desembo­
camos de lleno en la tesis que era mi punto de partida,
esto es, que el amor torna ridículos a los hombres, sino
a los ojos de los demás hombres, al menos a los de los
dioses.
Pero, aparte de todas estas dificultades, sigo supo­
niendo que el erotismo estricto encuentra su fuerza pe­
culiar en la relación mutua de los elementos femeninos
y masculinos. Claro que aquí surge de nuevo un gran
problema. ¿Qué pasaría, por ejemplo, si el novio antes
t Nombre de mujer, que por derto nos disgusta, pero que
respetamos por referir al empleado dos veces por Horado en
la Oda 22 del 1. I: Integer vitae, scelerisque punís, de la que
existe una traducción castellana de Nicolás Fernández Moratín.
45
mencionado le dijera a su adorada Lálaje: Te amo por­
que eres una mujer, y por lo mismo podría igualmente
amar a cualquier otra mujer, aunque fuera una arpía,
fea y flaca? ¡Pues qué iba a pasar, sino que la bella
Lálaje se sentiría en este caso enormemente ofendida,
y con razón que le sobraba!
¿Cuál es, por tanto, el objeto del amor, lo amable?
Esta es mi pregunta capital, y la fatalidad ha querido
que nadie haya sido nunca capaz de responderla de un
modo satisfactorio. Cada amante juzga siempre, por lo
que a él respecta, que tiene la clave de este intrincado
problema, pero lo que no logra jamás es hacerse com­
prender de los demás. Cuando a este propósito se escu­
chan las opiniones de la inmensa mayoría de los aman­
tes, comprobamos que si bien todos ellos hablan de la
misma cosa no hay, sin embargo, ni siquiera dos que
digan lo mismo. Prescindamos, por lo pronto, de todas
aquellas explicaciones fuera de tono y completamente
desorbitadas, como las que insisten en destacar la belleza
extraordinaria de las piernas de la amada y a veces hasta
sus impresionantes bigotes, considerándolos como el ob­
jeto definitivo de su amor hacia ellas. Sin llegar a tales
extremos y aunque algunos otros amantes se expresen
con mayor estilo, aun éstos no hacen más que perderse
enumerando diversas cualidades particulares, para con­
cluir diciendo: Lo que yo amo en ella es todo su ado­
rable ser y maravillosa esencia. Pero si les preguntas,
en este punto álgido de su discurso, que concreten un
poco más, te responderán lo de siempre: ¡Mira, es algo
que yo nunca acertaré a explicar!
Semejante discurso, indudablemente, agradará muchí­
simo a la bella Lálaje, pero a mí no me agrada absolu­
tamente nada, pues no entiendo ni una palabra del mis­
mo y veo que encierra una doble contradicción. La pri­
mera, que termina por lo inexplicable. Y la segunda, ca­
balmente que termine en lo inexplicable. Porque, creo
yo, que quien es incapaz de ir más lejos, lo que debiera
haber hecho era precisamente empezar por ahí, es decir,
por lo inexplicable, y dejarse de tantas explicaciones ai
tuntún, que lo convierten en un personaje ridículo e
46
incluso sospechoso. Si empezara por lo inexplicable y
después se callara como un mudo, no daría pruebas de
ninguna incapacidad, porque en cierto sentido negativo
un buen callar es también una explicación. En cambio,
si se comienza con otra cosa y se acaba con lo inexpli­
cable, demuestra bien a las claras su ineptitud.
Por tanto, al amor le corresponde como objeto suyo
lo amable, y esto es justamente lo inexplicable. Así se
expresan los más sensatos entre los amantes, si bien lo
que ellos dicen es tan incomprensible como la misma
manera con que el amor hace presa en ellos. ¿Quién
no sentiría una angustia espantosa si viera que los hom­
bres que estaban a su lado, uno tras otro, iban cayendo
muertos al suelo? ¿O si los viera de repente haciendo
gestos convulsivos, como si todos se hubieran vuelto
locos y nadie supiera la causa de estas convulsiones epi­
lépticas como tampoco de aquellas muertes repentinas?
Pues idéntica es la manera con que el amor interviene
en la vida de los hombres, con la única diferencia que de
los actos resultantes nadie se angustia, ya que los pro­
pios amantes lo consideran la dicha suprema. Lo que
todos suelen hacer en esa dichosa situación es reírse,
reírse mucho, cosa que se explica bastante bien, ya que
lo cómico y lo trágico nunca dejan de corresponderse.
Hoy, por ejemplo, habláis con un hombre y comprendéis
perfectamente lo que os dice. Al día siguiente os tro­
pezáis de nuevo con él en plena calle y os habla un
idioma desconocido, hecho de interjecciones y gesticu­
laciones extrañas. ¿Qué le ha sucedido en tan corto
espacio de horas? Muy sencillo, que el pobre hombre
acaba de enamorarse.
Si la fórmula del amor fuera 'amar a la primera mujer
con que os topáis’, entonces sería lógico, puestos en
ese caso, que no pudierais dar ninguna explicación con­
gruente. Pero, dado que la fórmula del amor es 'amarás
a una sola mujer en el mundo entero y para toda la
vida’, parece evidente que un acto de selección tan
monstruoso tiene que presuponer una dialéctica de po­
derosísimas razones, que por cierto los extraños no es­
tarían dispuestos a escuchar, no precisamente porque no
47
explicaban nada, sino porque, inevitablemente, serían
interminables.
Todo esto patentiza que el amante nunca será capaz,
por más vueltas que le dé al asunto, de explicar nada.
Un determinado sujeto ha visto cientos y cientos de
mujeres e incluso es posible que se baya hecho un poco
viejo sin haber corrido ninguna aventura amorosa, pero
hete aquí que un buen día, de golpe y porrazo, echa la
vista a aquella que tanto había ansiado ver, la única en
todo el mundo, su adorable y encantadora Catalina.
¿Acaso no es esta una cosa la mar de cómica? ¿No es
eminentemente cómico que lo que ha de transformar y
embellecer la vida entera, esto es, el amor, no sea ni
siquiera como el grano de mostaza del cual puede salir
un gran árbol, sino muchísimo menos y, en el fondo,
absolutamente nada? Porque en esto del amor es im­
posible llegar a formarse ningún criterio previo, como
sería, por ejemplo, poder determinar de antemano la
edad aproximada en que debía aparecer el fenómeno del
enamoramiento o tener un leve indicio de por qué se
elegía a determinada mujer, la única en todo el mundo,
y esto no exactamente en el sentido en que se ha afir­
mado de Adán ’que escogió a Eva porque no había nin­
guna otra*.
Hay todavía otra explicación que suelen dar de con­
suno todos los amantes y que es la más cómica, pues
subraya su propia comicidad. El amor, dicen ellos, les
torna ciegos, y ésta es la explicación definitiva del fenó­
meno. Si a un hombre que iba a buscar algún objeto en
una habitación oscura le aconsejáramos que tomara con­
sigo una luz para encontrarlo mejor, pero él nos dijera,
no, no necesito ninguna luz, pues se trata de una frusle­
ría, lo comprenderíamos a la perfección. Pero si ese
mismo sujeto, tomándonos aparte con mucho sigilo, nos
dijera que lo que iba a buscar en la misma habitación
era importantísimo y que precisamente por eso sólo lo
podía encontrar a ciegas... ¡Ah!, entonces no creo que
haya ninguna pobre cabeza de mortal que pudiera seguir
el rumbo altísimo de semejante modo de pensar. La
mía, al menos, es totalmente incapaz de comprender ideas
48
tan sutiles. Garó que, para no ofender al pobre diablo,
no me reiría de él ante sus propias narices, pero en
cuanto me volviera un poco la espalda soltaría la car­
cajada más sonora. Sin embargo, no hay nadie que se
ría del amor. En este aspecto, aunque más precavido, me
encuentro hablando de estas cosas en un aprieto seme­
jante al de aquel judío que al concluir su cuento, si bien
siempre olvidaba el intríngulis del mismo, tenía que aña­
dir: ¡Pero no hay nadie que se ría!
He dicho que soy más precavido que el judío del
cuento, porque yo, como habréis comprobado, no olvido
nunca el intríngulis y los aspectos principales del amor,
sino todo lo contrario. Esta es la razón de que a veces
no pueda evitar reírme a carcajada limpia, sin que con
ello trate de ofender a nadie. Nada más lejos de mis
propósitos. Porque detesto con toda el alma a esos infa­
tuados amantes que se piensan en su caso con todas las
razones del mundo para amar y miran por debajo del
hombro, mofándose de ellos, al resto de los amantes.
Yo soy mucho más ecuánime, puesto que para mí, con­
siderando que el amor en sí mismo es completamente
inexplicable, todos los amantes son igualmente ridículos.
Por eso estimo que tan insensato y mezquino es el hom­
bre que con su mirada altiva y arrogante se presenta
en los círculos que suelen frecuentar las muchachas y
las va mirando una a una con el fin de encontrar la
que sea digna de él, como mezquina e insensata es la
muchacha que da calabazas a troche y moche, esperando
poco menos que la llegada de un príncipe heredero. Am­
bos, en definitiva, se mueven en un mundo de ideas
muy limitadas y siempre dentro de una presuposición
que no tiene ni pies ni cabeza.
Lo que a mí me ocupa y me preocupa no son casos
particulares o ideas tan limitadas como las que acabo
de señalar, sino el amor en cuanto tal, que es lo que
yo encuentro esencialmente ridículo. Por eso le he co­
gido tanto pánico, porque me da miedo hacer el ridículo
por su causa, sino a los ojos de los demás, al menos a
los mismos propios y a los de los dioses que hicieron
así al hombre. Si el amor es ridículo en sí mismo, en­
49
4
tonces tan ridículo resulta enamorarse de una princesa
como de una criada de servicio, y si no lo es, entonces
tampoco es nada ridículo amar precisamente a una criada
de servicio, puesto que lo amable es de suyo lo inexpli­
cable. Por eso mismo, amigos míos, tengo yo tanto pá­
nico al amor, y en esto veo una nueva prueba de que
el amor es cómico, por cuanto el miedo que me produce
es de una especie tan singularmente trágica que no hace
sino poner de manifiesto su comicidad.
Cuando se va a derribar un muro o una casa junto a
la vía pública, se suele colocar un cartel bien visible para
que la gente se desvíe; si se acaba de pintar un banco
o una barrera, siempre hay una señal que nos lo anun­
cia; cuando un cochero medio dormido está a punto de
atropellarnos, se le grita: ¡Despierta, pedazo de animal!;
y si hay cólera siempre se pone un centinela a la puerta
de los afectados. Es decir, en caso de peligro serio,
siempre se nos ofrecen las señales oportunas y las gen­
tes lo evitan maravillosamente atendiendo a dichas se­
ñales. Ahora yo me pregunto, una vez que tengo tanto
miedo a hacer el ridículo por causa del amor y veo sus
caminos tan llenos de peligros: ¿Qué debo hacer para
evitar el peligro de enamorarme o que una mujer, cual­
quiera que ella sea, se enamore de mí? Con esto no quie­
ro decir que me considere un Adonis y que todas las
muchachas hagan números por mí — relata refero—, por­
que en este caso no tengo ni idea de lo que pueda sig­
nificar eso de hacer números. ¡Ay, que los dioses me
amparen! Como ignoro cuál es el objeto digno del amor,
tampoco sé la manera de evitar tantos peligros. Además,
como también sin ser lo que se dice un Adonis puede
uno resultar muy atrayente y, al fin de cuentas, lo ama­
ble se identifica con lo inexplicable, la verdad es que
me encuentro en una situación muy parecida a la de
aquel hombre del que habla Jean Paul en alguna parte
y del que cuenta que en cierta ocasión, hallándose plan­
tado sobre una sola de sus piernas, vio frente a sí una
pancarta con la siguiente inscripción: ¡Cuidado que aquí
hay puesta una trampa para los zorros! El buen hombre,
como es lógico, se sintió muy sorprendido y no se atre­
50
vía ni a encoger todavía más la otra pierna libre, ni mu­
chísimo menos a posarla en el suelo.
De ahí que yo, no me cansaré de repetirlo, jamás
amaré a una mujer sin haber antes analizado a fondo y
agotado la idea del amor. Y si no logro nunca este pro­
pósito, habré alcanzado al menos el resultado de saber
a ciencia cierta que el amor es algo completamente
cómico. Por eso yo rehúso amar y sigo plantado en
mis trece. Claro que, ¡desventurado de mí!, tampoco
con esta medida drástica quedan descartados todos los
peligros, y puesto que ignoro cuál es el objeto digno
de ser amado, quién puede asegurarme que un mal día
no caigo yo también en la trampa y me siento ciega­
mente enamorado de alguna mujer, o ella de mí. Como
veis, esto es una tragedia nada vulgar, una tragedia en
cierto sentido profundísima, aunque muy pocos, por no
decir ninguno, se preocupan de estas cosas ni se inquie­
tan lo más mínimo con esa amarga contradicción que
experimenta el que está acostumbrado a reflexionar so­
bre algo que ejerce un dominio absoluto y universal
sobre los hombres, al mismo tiempo que es algo tan
oscuro e incomprensible que incluso puede sorprender
brutalmente a quien se ha empeñado vanamente en
analizarlo a fondo y con la más puntual antelación.
Ahora bien, este aspecto trágico de la cuestión tiene
su razón de ser en la comicidad de que he hablado an­
tes. Es muy posible que algunos no estén de acuerdo
con mis argumentos aducidos y no vean lo cómico don­
de yo lo he visto, sino cabalmente allí donde yo des­
cubro lo trágico. Pero esta discrepancia, hasta derto
punto, viene a probar justamente lo bien fundado que
está mi razonamiento. De todos modos, está ahora bien
claro el motivo por el cual, si algún día me acontece
esta desgrada, seré una víctima trágica o cómica del
amor. Este motivo no es otro que la voluntad decidida
de meditar bien todas las cosas que hago y no conten­
tarme simplemente, como quien se encoge de hombros
y dice ’ahí me las den todas’, con imaginar que ya he
pensado lo bastante sobre aquello que es de lo más im­
portante de la vida.
51
El hombre es un compuesto de alma y cuerpo. En
esta definición están de acuerdo todos los más sabios e
íntegros entre los hombres. Por tanto, según dijimos,
si el poderío del amor estriba en la relación entre los
elementos femeninos y masculinos, volverá nuevamente
a aparecer lo cómico en este trastrueque que se produce
al ver cómo la vida espiritual o anímica más elevada
termina por expresarse en lo más sensual que hay en
el hombre. Pienso a este propósito en todas esas ges­
ticulaciones de los amantes, a la par tan extrañas y tan
místicas, que constituyen una especie de francmasone­
ría, la cual no es sino una simple continuación de lo
inexplicable antes mencionado. La contradicción en que
el amor embrolla aquí al hombre consiste precisamente
en que el símbolo o los símbolos no significan nada o,
dicho de otro modo, que nadie es capaz de explicarnos
lo que significan. Dos almas enamoradas se juran mu­
tuamente que se amarán por toda la eternidad; a ren­
glón seguido se abrazan y sellan con un apretado beso
el pacto eterno que acaban de hacer. Y yo pregunto:
¿Hay alguien que tenga un poco de pensador a quien
se le haya ocurrido nunca jamás algo semejante? Pues
bien, así de caprichoso y variable es todo en el amor.
La vida espiritual más noble se expresa por su contrario
más bajo, y lo sensual se arroga siempre el derecho de
representar la vida espiritual más noble.
Suponed que yo me hubiera enamorado. Entonces,
¿qué duda cabe?, sería de la mayor importancia para
mí que mi amada me perteneciera eternamente. Esto lo
comprendo a las mil maravillas, puesto que ahora estoy
hablando del erotismo en el sentido griego, es decir, de
aquel con que se aman las almas bellas. Esto supuesto
y una vez que mi amada me había dado palabra de
amarme eternamente, yo la creería a pies juntillas, y en
el caso de que quedara en mi mente el menor rastro
de duda, la combatiría con todas mis fuerzas. Y después,
¿qué? Como buen enamorado, haría seguramente lo que
todos los enamorados, esto es, procuraría por todos los
otros medios a mi alcance cerciorarme si la fe en la
palabra de la amada merecía absoluto crédito, ya que
52
de suyo ni la palabra ni la fe correspondiente nos ase­
guran de nada en estos casos. He aquí, pues, que otra
vez tropiezo con lo inexplicable. Cuando el cacatúa, bien
instalado en su jaula, empieza a pavonearse y parece
que va a atragantarse como el pato que ingerido un pez
extraño, pero de pronto se desahoga y exclama: ¡Ma­
riana!, todo el mundo, y yo el primero, suelta la car­
cajada '. Quizá los demás espectadores piensen que la
comicidad de esta escena radica en el hecho de que el
cacatúa, que en absoluto ama a Mariana, haya trabado
semejante relación con ella. Supongamos ahora que el
cacatúa ama de veras a Mariana. «¡No sería también
cómico? Para mí ambas cosas son igualmente cómicas,
y la comicidad consiste en que el amor se ha hecho con­
mensurable y debe considerarse tal respecto de seme­
jante exclamación. Que ésta haya sido la costumbre
desde el principio del mundo, no cambia nada las cosas,
pues lo cómico, por prescripción de la eternidad, reside
en la contradicción, y aquí, evidentemente, hay una
contradicción.
Un títere, para poner otro ejemplo, no tiene en rea­
lidad nada de cómico. Porque no es ninguna contradic­
ción que haga los movimientos más espectaculares cuan­
do se tira de la cuerda. Pero que un hombre sea un
títere al servicio de una cosa inexplicable, eso sí que es
cómico, y la contradicción consiste en que no se ve
ningún motivo razonable de que tan pronto sufra un
tirón en una pierna como en la otra. Si yo no puedo
dar una explicación de lo que hago, entonces prefiero
no hacerlo; y si no puedo comprender el poder que
ejerce su dominio sobre mí, jamás me someteré a ese
poder. Y si, por otra parte, la ley del amor es tan mis­
teriosa que enlaza entre sí a los contrarios más opues­
tos, ¿quién me garantiza que semejante enlace no se
convierta en seguida en una horrenda confusión? Esto,
sin embargo, no me preocupa demasiado. Muchas veces
he oído ya decir que algunos amantes juzgan ridículo1
1 Alusión a un personaje llamado «Cacatúa», de una comedia
del autor danés Overskou, titulada Capriciosa.
53
el comportamiento de los demás amantes. Realmente no
comprendo estos juicios y las risas que los acompañan,
pues si aquella ley es una ley de la naturaleza, entonces
será la misma para todos los amantes. Y si es una ley
de la libertad, los amantes que se ríen de los otros de­
berían estar en condiciones de darnos una explicación
cabal de su singular comportamiento, cosa de la que
son incapaces en absoluto. Yo creo que la verdadera
razón de que un amante, por lo general, se mofe de
otro, es mucho más sencilla, pues siempre resulta infi­
nitamente más cómodo pensar que es el vecino y no uno
mismo el que hace el ridículo. A mí tan ridículo me
parece abrazar a una mujer fea como estrechar entre los
brazos a una beldad extraordinaria. Pensar en este caso
que una determinada forma de hacerlo le confiere a uno
el derecho de reírse del que procede de modo distinto,
estimo que es solamente el resultado de un orgullo in­
fundado o de un malsano espíritu de casta. Pero que
no crean los que así obran, según ellos de la manera
más distinguida, que por eso están libres del ridículo,
ya que esto es la dote común de todos los amantes y,
como hemos dicho, consiste en que ninguno de ellos,
ni los altos ni los bajos, sean capaces de explicar lo que
hacen, cuando está en juego nada menos que el pro­
blema del sentido último de la vida, una vez que los
amantes pretenden pertenecerse eternamente y, lo que
es todavía más divertido, convencerse de que la susodi­
cha pertenencia eterna es una verdad fuera de toda duda.
Si yo le preguntara a un hombre que cuando más
cómodamente podía estar sentado en su poltrona no
hacía desde ella más que recostar la cabeza tan pronto
en un lado como en el otro, o sacudirla sin ton ni son,
o lanzar patadas al aire: ¿Pero, buen hombre, por qué
hace usted todos esos movimientos? A lo que él me
respondía: ¡Pues la verdad, amigo mío, no sé qué de­
cirle, pues ni yo mismo sé por qué los hago, hoy se
me han ocurrido éstos, mañana haré otros totalmente
distintos, ya que se trata de movimientos involuntarios!
Esta respuesta, desde luego, la comprendería yo muy
bien. Pero suponed que el mismo hombre, casi plagian­
54
do la manera que tienen de expresarse los enamorados
al hablar de sus gesticulaciones, me respondiera: ¡Te
diré, amigo mío, que lo hago porque en ello encuentro
la suprema felicidad de mi vida! Esta otra respuesta, lo
comprenderéis muy bien, me iba a hacer desternillarme
de risa por su enorme ridiculez, la cual quedaría aún
más de manifiesto cuando el buen hombre tratara de
cortar mi risa explicándome muy seriamente que sus
movimientos no significaban absolutamente nada. Su
primera respuesta, ¿quién lo duda?, era también ri­
dicula, pero en un sentido muy diferente. La segunda,
en cambio, es tan ridicula y sin sentido que, al eliminar
la contradicción, elimina incluso toda comicidad, ya que
ésta se basa en la contradicción. Decir, en efecto, que
una absurdidad no explica nada, no tiene de suyo nada
de ridículo, pero pretender que lo explique todo es el
colmo de la ridiculez.
Y a propósito de lo involuntario, hemos de afirmar
que la contradicción siempre está presente en su mismo
origen. Esta su contradicción originaria consiste en que
nadie espera que ningún ser racional y libre, sobre todo
en las grandes solemnidades, ejecute un acto involun­
tario. Por ejemplo, no habría sido de un enorme efecto
cómico que el Papa se hubiera puesto a toser en el
mismo instante de coronar a Napoleón como empera­
dor; o que unos novios, en el momento solemne de
recibir la bendición nupcial, no hubieran dejado de es­
tornudar. Cuanto las circunstancias más pongan de re­
lieve el carácter racional y libre de las personas, tanto
más ridículos aparecerán sus actos involuntarios. Esta
misma ley es aplicable a todas esas gesticulaciones eróti­
cas en las que lo cómico se acentúa al pretender explicar
aquella contradicción radical, confiriéndole un signifi­
cado absoluto.
Los niños, como es sabido, tienen un sentido muy
especial para lo cómico. En este aspecto uno puede
siempre fiarse de ellos. Por lo general se ríen siempre
de lo que hacen los enamorados, y si uno logra que le
cuenten lo que han visto, no podrá por menos de reír
también a mandíbula batiente. Esto quizá se deba a que
55
los niños en su relato omiten el punto esencial. La cosa
no puede ser más curiosa. Cuando el judío olvidaba lo
esencial de su cuento, nadie se quería reír; con el relato
infantil de las peripecias de los enamorados sucede todo
lo contrario, que todo el mundo se desternilla de risa,
cabalmente porque dejan fuera lo esencial. Después de
todo los niños nacen muy bien al omitirlo, puesto que
nadie sabe en absoluto cuál es ese punto esencial en el
amor. Los mismos amantes, ya lo hemos visto, no ex­
plican nada, ni tampoco todos aquellos que en sus li­
bros o en sus discursos han hecho el elogio del amor.
Lo único de que se preocupan en este aspecto, según
está prescrito en la ley regia ’, es de decir solamente las
cosas agradables y enteroecedoras. Pero el hombre que
piensa debe atenerse a las categorías del pensamiento,
y el que reflexiona sobre el amor, ha de controlar igual­
mente sus respectivas categorías. Hasta la fecha, por lo
que respecta al amor, no se ha hecho nada semejante
y se está echando mucho de menos una ciencia pastoral
en este sentido. Es cierto que un poeta ha intentado en
una pastoral12 dar vida al amor, pero lo ha hecho como
de contrabando al hacer intervenir a un tercer perso­
naje, gracias al cual los amantes aprenden a amar. Yo
he sido el primero que ha descubierto que, en el ámbito
erótico, la comicidad reside en esos cambios bruscos
que hacen que lo que superior en una esfera no logre
expresarse en esta misma esfera, sino en otra completa­
mente opuesta. Es muy cómico que el impulso sublime
del amor —esa voluntad con la que los amantes desean
pertenecerse eternamente— termine siempre, al cabo de
un cierto tiempo, como las gaseosas almacenadas en la
despensa. Pero todavía es mucho más cómico que este
final calamitoso pretenda imponerse como la expresión
suprema del amor.
1 En la antigua «ley regia» de Dinamarca, art. 26, se orde­
naba que todo lo que los ciudadanos dijeran del monarca no
debía tener más que una sola interpretación, «la mejor y más
benévola».
2 Referencia a la famosa novela pastoral, Dafnis y Qoe, del
escritor griego Longo.
56
En todas las partes en que hay contradicción hay
también comicidad. He aquí el principio del que jamás
me aparto en mis razonamientos. Si a vosotros, mis que­
ridos amigos, os molestan estos largos y ceñidos razo­
namientos, seguid oyéndolos de espaldas, bien arrella­
nados en vuestros sillones. Al fin de cuentas yo os estoy
hablando como si tuviera un velo delante de los ojos.
En realidad me parece que estoy sumergido en un mar
de enigmas, hasta el punto que no puedo discernir si
son mis ojos los que han quedado ciegos o si más bien
no hay nada a su alcance.
Y así las cosas, os pregunto o me lo pregunto a mí
mismo: ¿Qué es una consecuencia? Si de una manera
u otra no se relaciona estrechamente con las premisas
de las que se afirma que procede, es ridículo, además de
ilógico, que se la haga valer y se le dé el nombre de
consecuencia. Supongamos que un hombre quiere tomar
un baño en su casa. Para ello, lógicamente, se mete en
la bañera de su cuarto de baño, rebosante de agua. Al
principio, un poco aturdido y escaldado, trata de volver
a la superficie y agarrarse, para sostenerse, al mismo
grifo de la bañera, pero lo que agarra es el grifo de la
ducha, que, inmediatamente, le salpica con sus chorros
rápidos y helados. La consecuencia no puede ser más
lógica. Lo ridículo está en que se haya equivocado de
grifo, pero no en que la ducha funcione en cuanto se
abre un poco el grifo correspondiente. En este último
caso lo cómico habría sido que la ducha no funcionara.
Como, por ejemplo, y para no cambiar de hombre, si
éste estuviera plantado sobre su bañera con el propósito
inmediato de tomar una ducha fría y, en consecuencia,
concentrando sus ánimos para recibir el escalofrío, pero
hete aquí que al decidirse bravamente y abrir el grifo
de la ducha, ¡que si quieres!, ni el más mínimo chorro.
Veamos ahora cómo se presentan las cosas en lo que
concierne al amor. Los amantes desean pertenecerse
eternamente. Este deseo lo expresan de la forma tan
singular y extraña que describíamos antes, abrazándose
fuertemente en el momento más íntimo de su vida y
que representa para ellos la plenitud de la dicha y de
57
la felicidad. Ahora bien, todo placer es egoísta. Sin duda
que el de los amantes no lo es con relación a ellos mis­
mos, pues ambos participan y se proporcionan placer,
pero el placer común resultante sí que es egoísta en
grado sumo, ya que en la unión amorosa forman un
solo yo cerrado al resto del mundo. No obstante, incluso
ese yo único de los amantes es una quimera, por cuanto
en el mismo instante en que se ligan de ese modo em­
pieza el triunfo de la especie sobre los individuos, de
suerte que la especie es la que sale victoriosa y los indi­
viduos quedan reducidos a meros instrumentos suyos.
Esto lo encuentro yo mucho más ridículo que aquello
que hacía las delicias del humorista Aristófanes. Porque
lo cómico de la división mencionada por él está en la
contradicción, cosa que el propio Aristófanes no destacó
de manera satisfactoria.
Cuando se contempla a un hombre, uno está tentado
a creer que tiene delante un todo único y completo en
sí mismo. Y así sigue uno creyéndolo, efectivamente,
hasta el momento en que se enamora y pierde el domi­
nio sobre sí. Entonces se ve que no es más que una
mitad que vuela al encuentro de su otra mitad. No hay
nada de cómico en una media manzana, pero sí sería
muy cómico que una manzana entera fuese precisamente
media manzana. En lo primero no hay tampoco ninguna
contradicción, pero en el segundo caso la contradicción
es flagrante. Si se aceptara seriamente la antigua sen­
tencia que afirmaba que la mujer no es más que la mitad
del ser humano, entonces no resultaría cómica por el
hecho de amar, sino todo lo contrario. Pero que todo
un hombre, que precisamente goza del prestigio de la
sociedad porque es un ser íntegro y completo, se ponga
a correr de acá para allá a la caza de la mujer que
comparta su vida, ¿no es esto acaso de lo más cómico
y no demuestra bien a las claras que nuestro hombre
sólo lo es a medias? Cuanto más se piensa en estas
cosas, más ridiculas se nos aparecen, pues si el hombre
es realmente un todo, en cuanto ama deja de serlo para
convertirse con su mujer en una simple mitad.
No tiene, pues, nada de extraño que los dioses se
58
rían, especialmente de los hombres. Pero dejemos esto
y volvamos a mi problema de la consecuencia. Cuando
los amantes se encuentran al fin el uno al otro, sería
lógico esperar que formaran un todo e hicieran verda­
dero eso que se dicen mutuamente de querer vivir el
uno para el otro por una eternidad de eternidades. Mas
¿qué es lo que sucede de hecho? Que en vez de empezar
a vivir el uno para el otro, y sin sospecharlo siquiera,
viven de hecho para la especie. ¿Es esto una verdadera
consecuencia? ¿Algo que se concluye rigurosamente de
determinadas premisas? Ya decíamos antes que si lo
que se concluye no aparece implícito al mismo tiempo
y de una manera evidente en sus llamadas premisas, en­
tonces la consecuencia es ridicula, como también lo son
todos aquellos que se cargan con ella. Si se supone que
las dos mitades separadas del ser humano han vuelto a
reunirse, debían encontrar sólo en esta unión, sin más,
completa satisfacción y reposo. Lo que hacen, sin em­
bargo, es dar origen a una vida nueva. Se comprende
muy bien que el reencuentro de los amantes marque
para ellos mismos el comienzo de una vida nueva, pero
lo que ya no se comprende tan bien es que ello acarree
la aparición de un nuevo viviente. A pesar de todo esta
última consecuencia se considera mucho más importante
que las premisas de las que se deriva. Yo pienso que
aquella primera consecuencia, expresada por el mismo
encuentro y unión gozosos de los amantes, debería indi­
car con toda su fuerza la imposibilidad de toda otra con­
secuencia ulterior. ¿Hay acaso algún otro deseo o placer
que guarde alguna analogía con ése del encuentro mutuo
de dos seres separados? Sin duda que la satisfacción de
este deseo comporta siempre consigo un estupendo esta­
do de reposo, incluso cuando le acompaña una cierta
tristeza —la cual es indicio de que todo placer encierra
algo de cómico. Pero esta tristeza no pasará de ser una
simple consecuencia, por más que no haya ninguna otra
tristeza que acentúe tanto la comicidad como lo hace
la que viene emparejada con los gozos supremos del
amor. En cambio, la cosa es muy distinta cuando se
trata de una consecuencia tan tremenda como la que
59
señalábamos recientemente, la de los hijos; una conse­
cuencia de la cual nadie sabe a punto fijo de dónde viene
y ni siquiera si llegará a cumplirse, aunque seguramente,
si se cumple, no pueda caber la menor duda de que se
trata de una consecuencia.
«¡Quién puede concebir algo semejante? Y, no obs­
tante, esa consecuencia tremenda y probable representa
cabalmente para los iniciados el más alto placer del
amor y el más significativo. Tan significativo que los
amantes toman incluso nuevos nombres, derivados de
esa misma consecuencia última, que de manera no me­
nos extraña logra así alcanzar efectos retroactivos. El
amado se llama ya padre, y madre la amada, con la par­
ticularidad de que estos nombres son con mucho los
más hermosos para ellos. ¿Qué cosa, en efecto, hay más
bella en el mundo que la piedad filial? Yo mismo juzgo
que es lo más hermoso de todo y ahora, felizmente,
comprendo y comparto el pensamiento de los amantes.
Los hombres enseñan que el hijo debe amar a su padre.
Lo comprendo perfectamente y no veo en ello ni el me­
nor rastro de contradicción. Puedo afirmar sinceramente
que me siento dichoso de estar ligado por los tiernos y
bellos lazos de la piedad filial. Yo creo que la vida es
el mayor bien que un hombre le debe a otro y que esta
deuda, por muchos números que se hagan, siempre será
incalculable. Por eso me parece muy razonable lo que
dice Cicerón cuando afirma que un hijo nunca tiene
razón contra su padre. La piedad filial me enseña a
creerlo así y también me enseña a renunciar a cualquier
forma de penetrar en los secretos de un padre, prefirien­
do que se los guarde ocultos para sí y que se les lleve
consigo a la tumba.
Esta es la pura verdad, estoy muy contento de ser
el mayor deudor de otro hombre. Lo que ya no está
tan fácil, por más que lo medito, es lo contrario, esto
es, encontrar las razones por las que me decida a hacer
de otro hombre mi mayor deudor. Porque a mi juicio
no se pueden comparar en absoluto el hecho de ser
deudor de otro hombre y el de ser su acreedor, cabal­
mente de una deuda que el otro no podrá pagar aunque
60
viviera mil años. Y esto que su misma piedad filial le
prohíbe al hijo que lo medite, el amor se lo ordena al
padre para que no deje nunca de considerarlo, por mu­
chos que sean sus quebraderos de cabeza. Aquí aparece
de nuevo la contradicción. Si el hijo es un ser portador
de valores eternos como lo es su padre, ¿qué significa
entonces eso de ser padre? Cuando yo me imagino pa­
dre, no puedo evitar una cierta sonrisa. Por el contrario,
en cuanto hijo que soy, me siento profundamente emo­
cionado y nunca dejo de pensar en los vínculos que me
unen con mi padre. Entiendo muy bien aquella bella ex­
presión platónica en la que se afirma que de un animal
nace otro animal de la misma especie, de una planta
otra idéntica e, igualmente, de un hombre otro hombre.
Pero esta expresión, en su última parte, no explica nada;
el pensamiento queda insatisfecho y solamente se ha
suscitado un oscuro sentimiento. Porque si el hombre
es una esencia eterna, mal puede hablarse de su naci­
miento. Ahora bien, si el padre considera al hijo según
su esencia eterna, que es justamente la auténtica pers­
pectiva bajo la cual lo debe considerar, no podrá por
menos de reírse un poco de sí mismo, pues será total­
mente incapaz de comprender lo que hay de bello y sig­
nificativo en la piedad filial que inunda de gozo el cora­
zón de su vástago. Por otra parte, si considera al hijo
según su naturaleza sensible, tampoco podrá por menos
que reírse, pues el hecho de ser padre en este último
aspecto es demasiado significativo.
Si se piensa, finalmente, que el padre tiene una tal
influencia sobre el hijo que su propia naturaleza es la
condición de la de su hijo, condición de la que éste no
podrá liberarse jamás, entonces la contradicción nos sale
al paso desde otro ángulo distinto y que infunde espanto
al pensamiento, un espanto tan grande que no hay en
el mundo otro mayor que ése de ser padre. Porque en­
tonces, situados en esta perspectiva horrible, se ve cla­
ramente que matar a un hombre a palos no es nada en
comparación con el hecho de dar vida a otro ser humano
como uno mismo. En el primer caso se decide el des­
tino temporal de un hombre; en el segundo, su destino
61
eterno. He aquí una contradicción que no sólo nos hace
reír, sino también llorar amargamente. ¿Qué es, en de­
finitiva, la paternidad? ¿Es acaso una ilusión, aunque
no exactamente en el mismo sentido en que Magdalena
se lo dice a Jerónimo en el Erasmus Montanas? *. ¿O es
la más terrible de todas las cosas? ¿Es el mayor bene­
ficio o la culminación gozosa del mayor de los deseos?
¿Es una mera incidencia o la misión más alta?
Comprenderéis ahora, amigos míos, por qué he re­
nunciado a todo amor y he hecho del pensamiento la
única ocupación de mi vida. ¿Que el amor, según se
afirma, es el más maravilloso de todos los placeres?
¡Que lo sea! Yo, sin ofender ni envidiar a nadie, renun­
cio gustosamente a este incomparable placer. ¿Que es
la única oportunidad para hacer el mayor beneficio a
otro hombre? ¡Que lo sea! Yo también renuncio a esta
oportunidad estupenda y salvo así mi pensamiento. Cier­
tamente que mis ojos no están ciegos ante el fenómeno
de la belleza, ni mi corazón permanece insensible cuan­
do leo los cantos que los poetas han escrito sobre el
amor, ni mi alma desconoce los ramalazos de la melan­
colía siempre que mis sueños me traen la hermosa visión
de esas cosas. Pero me lo aguanto, porque por nada del
mundo quiero ser infiel a mi pensamiento. ¡Ay, desdi­
chado de mí si le fuera infiel! Nunca podría conseguir
la felicidad si mi pensamiento naufragaba y mi alma,
desesperada, sufriría una nostalgia infinita de lo que
había perdido para siempre. Por eso, amigos míos, nun­
ca abandonaré el pensamiento para ligarme indisoluble­
mente a una esposa. El pensamiento es para mí como
la respiración eterna de todo mi ser y, por tanto, algo
mucho más valioso que ser padre o madre, o tener una
esposa.
Comprendo, sin lugar a dudas, que si existe algo sa­
grado en este mundo, eso es el amor; que si hay alguna1
1 Una de las más famosas comedias de L. Holberg; cf. act. III,
esc. 6. Magdalena —o Magdelone— es la mujer de Jerónimo,
con lo que fácilmente se puede adivinar la finura y el sentido
en que le dice a su marido que lo de ser padre es una ilusión.
62
infidelidad innoble, es la amorosa; y que si algún engaño
es repugnante, es el que se le hace a la persona amada.
Pero mi alma se conserva intacta y pura; jamás he mi­
rado a una mujer deseándola; ni nunca he ido de acá
para allá como una mariposa y exponiéndome a que el
día menos pensado me precipitara a ciegas, perdiéndome
para el resto de mis días, en la decisión suprema.
Si yo supiera cuál es el objeto del amor, sabría tam­
bién con exactitud si con mis dichos y culpablemente
había inducido a alguien en la tentación; pero como lo
ignoro por completo, todo lo que puedo saber a punto
fijo es que si lo hice no fue a conciencia y premeditada­
mente. Suponed que después de tantos rodeos yo hu­
biera caído en las redes del amor. Mi alternativa ya la
sabéis, o lo habría tomado a risa o me habría desmayado
de espanto. Porque a mí, en cualquier caso, me sería
imposible encontrar la vía estrecha del amor tan ancha
como un camino real, por el que los amantes se pasean
tan campantes e insensibles a todas las contrariedades
que ello lleva consigo y en las que de seguro han me­
ditado alguna vez. Aunque esto último no fuera más
que por contagio de la época especulativa que nos ha
tocado vivir, en la que no hay ni un solo problema en
el que no se haya reflexionado a fondo y en la que, por
consiguiente, todos están bien preparados para compren­
der mi idea capital, esto es, que obrar espontánea e in­
mediatamente es una absurdidad, por lo cual es conve­
niente y necesario meditar a fondo las cosas antes de
hacerlas.
Suponed ahora, sin olvidar mi alternativa, qué le po­
día haber ocurrido a la mujer de la que yo me había
enamorado locamente. ¿No le habría causado un mal
irreparable con mis risas? ¿O, por el otro lado, no la
habría hundido para siempre en la misma desesperación
al ver que me desmayaba de espanto en sus brazos?
Pues es evidente que una mujer no es tan reflexiva, ni
muchísimo menos, como el hombre. De ahí que si alguna
mujer encuentra cómico el amor —cosa que sólo hacen
los dioses y los hombres, ya que para ellos la mujer es
una tentación que los torna ridículos—, daría a enten­
63
der bien a las claras que estaba en posesión de no pocos
conocimientos previos y sospechosos. Una mujer tal se­
ría, al menos, la última en comprenderme. Pero tampoco
me comprendería nunca la mujer capaz de medir mi
espanto, lo que le haría eo ipso perder toda su amabi­
lidad y dejarla poco menos que aniquilada. Y esto que
le pase a ella si quiere, pero yo, mientras mi pensa­
miento me ampare, nunca seré una nada o un Don nadie.
¿No hay ninguno que se ría? Cuando yo empecé a
hablar de la comicidad del amor, vosotros esperabais
sin duda que os ibais a reír de lo lindo, pues a todos,
sin excluirme a mí, nos gusta un poco reírnos. Tengo
la impresión, sin embargo, de que apenas os habéis
reído. El efecto ha sido distinto, lo que demuestra jus­
tamente que he hablado de lo cómico. Así que, amigos,
si ninguno de vosotros se ha reído de mi discurso, que
se ría al menos un poco de mí mismo, en la seguridad
de que no me extrañaría nada. Porque, la verdad, lo
que os he oído decir en diversas ocasiones acerca del
amor, nunca he sido capaz de comprenderlo. Quizá sea
porque vosotros ya formáis parte del grupo de los con­
sagrados.»
El hombre joven tomó asiento una vez terminado su
discurso. Su aspecto era más hermoso que antes de em­
pezar el banquete. Ahora, bien sentado, miraba a todas
partes sin preocuparse lo más mínimo de los demás.
Juan, «El seductor», quiso oponer inmediatamente algu­
nas objeciones a la exposición que acababa de hacer el
hombre joven, pero fue interrumpido por Constantino,
quien dijo que la hora de las discusiones había quedado
muy atrás y de lo que se trataba en el momento era de
que cada uno expusiera en su discurso sus propios pa­
receres. Juan exigió entonces ser el último en hablar, lo
que dio lugar a una pequeña disputa sobre el orden en
que debían hacerlo los demás comensales. Esta nueva
disputa la cortó también en seco el paciente Constantino,
ofreciéndose a hablar en seguida y con la condición de
que se le reconociese la competencia para establecer los
turnos de los restantes oradores.
Constantino pronunció el siguiente discurso:
64
«Hay un tiempo para callar y un tiempo para hablar *.
Pero me parece que el tiempo de que ahora dispongo
para lo último es por necesidad muy corto, ya que el
hombre joven ha hablado mucho y de una manera bas­
tante extraña y chocante. Su vis cómica nos obliga a lu­
char ancipiti proelio 123, puesto que su discurso estaba tan
lleno de dudas como su mismo semblante y actitud, se­
gún lo podéis comprobar con sólo contemplarlo ahí sen­
tado de nuevo. Porque he ahí verdaderamente un hom­
bre verdaderamente perplejo, que no sabe a qué carta
atenerse, es decir, si reír, llorar o enamorarse. Si yo
hubiera conocido de antemano las ideas tan estrictas y
rigurosas que se proponía desarrollar en su discurso
personalísimo en tomo al amor, podéis estar seguros que
le habría prohibido hablar; más ahora es ya demasiado
tarde.
Os invito, pues, mis queridos camaradas, a sentiros
'aquí alegres y contentos’ \ Y digo que os invito, pues
no es una cosa a la que pueda obligaros y que depende
mucho del tenor de los discursos que restan por pro­
nunciar. Eso sí, lo que os recomiendo y hasta cierto
punto exijo, en el caso de que aquéllos no cumplan las
condiciones requeridas, es que los olvidéis apenas pro­
nunciados, algo así como se vacía una botella de un
solo trago.
Y ahora volvamos a la mujer, que es sobre la que
quiero hablaros. También yo he reflexionado y medi­
tado a fondo en la categoría peculiar de la mujer. Tam­
bién yo he dado muchas vueltas a este asunto, si bien
no en vano, puesto que he logrado al fin hacer un des­
cubrimiento sensacional, el cual tengo el honor de comu­
nicaros en este mismo instante. La única concepción
exacta de la mujer es la que se obtiene enfocándola bajo
la categoría de la broma. Al hombre le incumbe ser ab­
soluto, actuar de un modo absoluto y expresar lo abso­
luto. La mujer, en cambio, tiene su lugar propio dentro
1 Sentencia del Eclesiastés, III, 7.
2 «Inciertos o dudosos del resultado de la batalla.»
3 Leve cita de la ópera de Scribe, Brama et ¡es bayadbes.
65
5
de lo relativo. Entre dos seres tan desemejantes no cabe,
pues, ninguna interacción directa y verdadera. Esta dis­
paridad es la que constituye cabalmente la broma, de
suerte que muy bien podemos afirmar que con la mujer
apareció la broma en el mundo. Esto impone la necesi­
dad de que el hombre sepa mantenerse siempre en el
plano absoluto, pues de lo contrario no descubrirá nada
excepcional en la relación amorosa, sino solamente algo
muy vulgar y corriente, a saber, que el hombre y la
mujer se corresponden entre sí como dos simples mi­
tades del total ser humano.
La broma no es una categoría de orden estético, sino
una categoría ética en estado embrionario. Esta catego­
ría ejerce sobre el pensamiento un efecto similar al que
produciría un orador que comenzara su discurso con una
entonación muy solemne, a renglón seguido una o dos
largas pausas, como las de los calderones en la música,
después un ¡hum! profundísimo y, para terminar, un
brusco ¡he dicho! Es lo mismo que acontece con la mu­
jer. Al principio se la enfoca a la luz de la categoría
ética, a continuación se cierran los ojos, luego se piensa
lo absoluto según las exigencias de la ética y se piensa
también en el ser humano en general; entonces se abren
de nuevo los ojos y los mantiene uno fijos en la virtuosa
jovencita con quien se verifica el experimento de si se
ajusta o no a esas exigencias, y, como colofón, se lleva
uno un enorme chasco y no puede por menos de excla­
mar: ¡Cáspita, todo esto no fue seguramente más que
una broma!
La broma, en efecto, aparece clarísima tan pronto
como se examina a la mujer a la luz de esta categoría,
porque entonces se pone inmediatamente de manifiesto
que la seriedad con ella es un imposible. Y en esto, pre­
cisamente, consiste la broma. Exigir de la jovencita que
fuera la seriedad personificada no sería, en absoluto,
ninguna broma. Si la conectáis, por ejemplo, con una
bomba neumática y la sacáis todo el aire que la joven
lleva dentro, cometeríais una barbaridad por vuestra
parte y el resultado no sería ciertamente nada divertido.
En cambio, si la metéis más aire todavía y la hincháis
66
hasta que alcance unas proporciones colosales y se crea
ella misma haberse aupado a esa idealidad sublime que
siempre será el sueño favorito de una muchacha de
dieciséis años, entonces habréis puesto en marcha el es­
pectáculo, por cierto uno de los más divertidos, sino el
que más, ae todos los que el mundo puede ofrecemos.
Ningún mozalbete es capaz de imaginarse que posee ni
siquiera la mitad de idealidad que una de esas jovenci-
tas de dieciséis abriles. Claro que, como suelen decir
los sastres, esto se debe a que todo lo que se refiere a
la mujer no es más que una pura ilusión.
Si no se mira a la mujer desde este punto de vista,
puede causaros daños irreparables. Mi concepción, por
el contrario, la hace inofensiva y divertida. Para un
hombre nada puede haber tan terrible como sorpren­
derse a sí mismo diciendo bobadas. Con esto se destruye
de un tajo toda idealidad. Uno puede, desde luego, arre­
pentirse de ser un pillastre, o lamentarse de haber dicho
ciertas cosas al tuntún, esto es, sin pensar para nada
en lo que decía, pero eso de no decir más que bobadas
con una solemnidad tan grande y el aplomo de un Catón,
para descubrir al fin que no se han dicho más que estu­
pideces, es algo que incluso le da náuseas al mismo arre­
pentimiento. Con la mujer sucede todo lo contrario. Ella
tiene el privilegio original de transformarse en menos
de veinticuatro horas en uno de los galimatías más ino­
centes y perdonables que circulan por el ancho mundo.
Porque nada más lejos del espíritu sincero de una mu­
jer que la intención de engañar a nadie. Hoy os aplana
con una retahila de consideraciones y puntualizaciones
sobre esto y lo de más allá, y mañana, con la misma
sinceridad y amable cordialidad de ayer, os dice exac­
tamente lo contrario, sólo que ahora lo contrario es tan
verdadero que ella jura y perjura que la parta un rayo
si no lo es.
En estas condiciones, el hombre que con toda su se­
riedad se entregue al amor de una mujer, podrá decir
que ha firmado, por su cuenta y riesgo, un magnifico
seguro de vida. Y bien puede afirmar que es magnífico
y estupendo, porque de no ser así no habría encontrado
67
en ninguna parte ni una sola compañía de seguros que
le hiciera un contrato de esta clase con materia tan infla­
mable por medio. ¿Qué es, en definitiva, lo que ha
hecho nuestro arriesgado individuo? Se ha puesto, ni
más ni menos, a la misma altura de la mujer. Si ésta
explota como un petardo de Nochevieja, él hace lo pro­
pio, y aunque se amilane sería lo mismo, pues con ello
no habría alejado ni un milímetro el peligro que sigue
amenazándole. ¿Y qué es lo que puede perder identifi­
cándose con la mujer en esa relatividad tan necia? Ab­
solutamente todo. Por la sencilla razón de que la única
oposición absoluta de lo absoluto es la de la estupidez.
Ni siquiera le quedará el consuelo de poder solicitar una
plaza en una institución penitenciaria modelo para adul­
tos de baja estofa moral, pues nuestro individuo, moral­
mente, no es un corrompido, ni muchísimo menos; lo
único que ha hecho es reducirse al absurdo e, incluso,
sentirse la mar de satisfecho con su galimatías. En una
palabra, que nuestro hombre se ha convertido en un
bufón.
Tal cosa es imposible que suceda jamás entre hom­
bre y hombre. Pues si uno de ellos se volatiliza así en
la insensatez, el otro lo desprecia. Si pretende embau­
carlo con sus consideraciones sabias, el otro lo somete
a un sencillo examen ético y el peligro queda descar­
tado. Y si, finalmente, sobrepasara todos los límites ra­
zonables y dignos del comportamiento de un hombre,
se le pega un tiro en la nuca y se acabó la historia. Pero,
¿quién es el guapo que desafía a una mujer? ¡Pobrecito
el que no sepa que con ella todo ha de ser una broma,
como cuando Jerjes mandó que se azotara al mar! Otelo,
en realidad, no ganó nada con matar a Desdémona, incluso
en el caso de que ésta le hubiera sido de hecho infiel.
Porque, matándola, hacía simplemente una concesión en
el orden de una consecuencia que ya desde el principio
lo había puesto en ridículo. Por el contrario, Doña Elvi­
ra, tomando un puñal para vengarse, nos parece una
figura muy patética. Si Shakespeare ha concebido un
Otelo trágico —prescindiendo de la lamentable catástro­
fe que representa la inocencia fáctica de Desdémona—,
68
esto se explica perfectamente por el hecho de ser Otelo
un hombre de color. Porque, mis queridos camaradas,
un hombre de color, al que no podemos considerar lo
bastante desarrollado espiritualmente; un hombre de co­
lor, repito, cuyo rostro se pone verde en el arrebato de
la cólera, lo que es un hecho rigurosamente fisiológico;
un hombre de color, dadas todas estas limitaciones pe­
culiares de su raza, es muy capaz de llegar a ser trágico
cuando le engaña su mujer, de la misma manera que
cualquier mujer encarna íntegro el pathos de la tragedia
cuando es engañada por el hombre amado. £1 hombre
que se pusiera rojo de cólera, que es lo que les suele
suceder a los de la raza blanca, no llegaría quizá a encar­
nar nunca lo trágico en la misma situación. En todo
caso, un hombre espiritualmente maduro, que es la ver­
dadera exigencia de la condición masculina, jamás tiene
celos, y si los tuviera, su actitud sería completamente
cómica, en especial si lo contemplamos corriendo de un
lado para otro de la escena y con un puñal en la mano.
Es una lástima que Shakespeare no haya escrito un
drama en el que se viera resplandecer la ironía como
medio de expresión contrastada de las reclamaciones de
un marido engañado por su mujer. Porque muy pocos,
aun suponiendo que hayan descubierto lo cómico de tal
situación e incluso lo hayan solucionado así en la prác­
tica de su misma vida, son capaces de exponerla en una
adecuada forma dramática.
Imaginemos por unos momentos a Sócrates, sorpren­
diendo a Jantipa en flagrante —digo sorprendiéndola,
porque no tendría en absoluto nada de socrático el creer
que Sócrates anduvo alguna vez preocupado por las in­
fidelidades de su esposa o espiándola como cualquier
marido celoso. ¡Ah, parece que estoy viendo cómo aque­
lla su característica sonrisa, que del hombre más feo de
Atenas hacía el más hermoso, se transformaba por pri­
mera vez en su vida en sonora carcajada! Por otro lado,
si atendemos a que Aristófanes ha representado muchas
veces a Sócrates como un personaje bufo, no acertamos
a explicarnos por qué no se le ocurrió también la idea
de presentarle en escena corriendo de un lado para
69
otro y gritando: «¡Dónde está la infame, dónde la es­
posa infiel, que la mato!» Al fin de cuentas, si Sócrates
fue o no realmente un cornudo, es algo que no hace al
caso. Todo lo que Jantipa pudiera hacer en este sentido
era tiempo perdido, como el del harapiento que rebusca
en sus bolsillos con el afán de encontrarse un doblón
de oro. Sócrates, aun con cuernos, seguiría siendo el
héroe intelectual que siempre fue. Pero si hubiera sen­
tido celos y matado a Jantipa, ello significaría que ésta
había llegado a alcanzar un tal poder sobre él como el
que nunca jamás tuvieron la república ateniense ni si­
quiera la misma sentencia de su propia muerte, esto
es, el poder de dejarlo en ridículo.
Un cornudo, por tanto, resulta cómico en sus relacio­
nes con la esposa, pero bien puede aparecer como un
personaje trágico en su relación con los demás hombres.
En esto estriba, en definitiva, la concepción española
del honor. Mas lo trágico consiste esencialmente en que
el marido burlado no tiene ninguna posibilidad de lo­
grar una reparación condigna y, además, en que el as­
pecto más penoso de su sufrimiento sea precisamente
¡a absurdidad del mismo, cosa que nos deja bastante
escalofriante. Todas las otras cosas, como eso de pe­
garle un tiro a la esposa infiel o apuñalarla, desafiarla
o menospreciarla, no sirven más que para demostrar
a mayor abundamiento la estupidez del marido, puesto
que la mujer es el sexo débil. Esta última suposición
ya ha tomado, desde hace muchísimo tiempo, carta de
ciudadanía, aunque realmente es un tópico que todo lo
embrolla. Pues si la mujer cumple grandes tareas, se
la admira más que al hombre, porque nadie esperaba
tales cosas de ella. Si la mujer es la engañada, entonces
todos ponen conjuntamente con ella el grito en el cielo.
En cambio, cuando el burlado es el marido, todos se
compadecen un poco del pobre hombre y esperan pa­
cientemente a que se marche, para reírse a sus anchas
en cuanto lo ven doblar la esquina.
Por todas estas razones es sumamente recomendable
considerar a tiempo que la mujer no es más que una
broma. Y esta consideración depara unos gozos indes­
70
criptibles. Se empieza, conceptualmente, elevándola has­
ta que alcance una cierta grandeza sobrenatural, y luego
uno mismo, como postrándose en adoración, se hace
pasar por una insignicancia. Se cuida uno muy bien de
no contradecirla, lo que sólo serviría para azuzarla y
darle más vigor en sus diatribas. Precisamente porque
la mujer no sabe mantenerse dentro de los justos lími­
tes, la mejor manera de no estropear sus encantos es
contradecirla lo menos posible. Que por nada del mun­
do se os ocurra jamás poner en dudas ni una sola de
sus palabras, al revés, creedla a pies juntillas todo lo
que os diga. Poned siempre cara de enorme admiración
y los ojos en blanco como extasiados. Rondazla siempre
con el aire de danza del más rendido de los adoradores.
Y si fuera necesario, caed de rodillas ante ella y langui­
deced como un pobre pajarillo que se ha quedado solo
en su nido. Y así, desde esta posición postrada, aupad
un poco la mirada hacia ella, languideced y suspirad de
nuevo. Como esclavos sumisos, haced todo lo que os
ordene. Y ahora viene, como fruto maduro de vuestro
maravilloso comportamiento, lo mejor de toda esta his­
toria...
No hace falta demostrar que la mujer es capaz de
hablar, quiero decir: verba facere. Pero, desgraciada­
mente para ella, no tiene la suficiente reflexión para
mantenerse libre de contradicciones ni siquiera a lo lar­
go de una semana, a no ser que el hombre venga en su
ayuda y restablezca el orden anterior con sus imperti­
nentes réplicas. La consecuencia fatal, de no mediar las
réplicas, es que la mujer después de un tan corto espa­
cio de tiempo se encuentra sumergida en un mar de
confusión. Si no hubiéramos hecho lo que decía, no
habría notado ella misma tanta confusión, ya que la
mujer olvida exactamente con la misma facilidad que
casca. Pero la confusión salta a su propia vista y la des­
concierta tan pronto como el sumiso adorador lo ha
hecho todo por ella y la ha agasajado fielmente de mil
maneras. Cuanto más dotada es la mujer, tanto más
divertida. Porque cuanto más dotada, tanto mayor su
imaginación. Y cuanto más imaginativa, más formidable
71
se revela en el instante y mucho mayor su confusión
en el instante siguiente. Una tal diversión a lo largo de
toda la vida se ve muy raras veces, por la sencilla razón
de que también suele ser rarísima una obediencia tan
ciega a los caprichos de una mujer. Quizá en los caseríos
de alta montaña o en las aldeas remotas se encuentre
algo semejante, aunque sin duda los pastores o labrie­
gos languidecientes no caigan para nada en la cuenta
de la diversión en que están metidos.
La idealidad que alcanza una de esas tiernas doncellas
en el instante fantástico es una cosa que realmente no
se puede encontrar nunca ni entre los dioses ni entre
los hombres, y por eso mismo resulta tan divertido es­
cuchar lo que nos cuenta desde su tan alta idealidad,
creerlo a machamartillo y, en ocasiones, atizar el fuego
de su propio encandilamiento.
Esta diversión, como he dicho, es algo que no hay
con qué pagarlo. Lo sé muy bien por experiencia. A ve­
ces me he pasado noches enteras sin poder pegar el
ojo y cavilando las nuevas confusiones que al día si­
guiente me serviría mi amada en bandeja, ayudada un
poco por el duendecillo de mi aparente espíritu servil.
Nadie que juegue a la lotería es capaz de imaginarse
tan extrañas combinaciones como las que conoce cada
día el jugador de este otro apasionante juego. La dife­
rencia está en que en el segundo siempre sale uno pre­
miado. Pues no existe ni una sola mujer sin esa capaci­
dad de perderse y remontarse transfigurada por las
nubes, con ese su encanto, ligereza y seguridad tan
típicos del sexo débil. El amante honrado es aquel que
descubre todos y cada uno de los encantos de la amada.
Y cuando se encuentra con semejante genialidad, no
permite que aquella capacidad se quede en mera posi­
bilidad, sino que hará todo lo que está en su mano
para que se desarrolle hasta el virtuosismo.
En este punto no tengo necesidad de explayarme, ni
tampoco podría hacerlo, aunque quisiera, pues bien sa­
béis que de esto es imposible hablar en distracto. Hasta
el mismo empleo de las metáforas se resiste un poco en
este sentido. Yo diría, hablando metafóricamente, que
72
el amante encuentra en compañía íntima de su amada
una diversión tan deliciosa y un estudio tan interesante
como lo puedan ser los logrados por el equilibrista que
se columpia sobre el alambre con la punta de un bastón
apoyada en la de su nariz, o da una cabriola en el aire
con un vaso lleno de agua y sin que se derrame una
gota, o baila como si tal cosa sobre una tarima sem­
brada de huevos.
Desde el punto de vista erótico, por tanto, se ha de
tener una confianza absoluta en la mujer amada, no so­
lamente creyendo que le es fiel a uno —éste es un
juego que en seguida se hace aburrido— , sino prestando
una fe también absoluta a todas las manifestaciones
desbordadas de su inviolable romanticismo, tan invio­
lable y desbordado que la mujer corre incluso el riesgo
de morirse en tal situación si no se la provee de una
válvula de seguridad por la que escapen todos sus sus­
piros, humos y arias románticos, inundando de felicidad
al sumiso adorador. A la mujer, admirándola, hay que
mantenerla siempre en aquellas cimas de exaltación en
que se encontraba la pobre Julieta, teniendo mucho
cuidado, claro está, de que a nadie se le ocurra tocarle
a Romeo ni siquiera un pelo de su cabeza.
Desde el punto de vista intelectual ha de creerla uno
capaz de todas las cosas, y si esta buena fe de uno es
correspondida, se encontrará en un santiamén con una
estupenda mujer de letras, deseosa de empollar, mien­
tras su feliz amante, pantalleando con la mano sus ojos
llenos de admiración, contemplará las producciones ines­
peradas de su pequeña gallina n e g r a E s inconcebible
que Sócrates, en vez de querellarse con Jantipa, no pro­
curara sacar de ella algo parecido a lo que acabamos de
decir de la gallina negra. Pero, evidentemente, obró así
porque quiso ejercitarse como el buen jinete, el cual,
aun poseyendo el caballo mejor amaestrado de la co-1
1 Alusión a otra obra de L. Holberg, act. II, esc. 1.*, de El
activista, Den Stundeslose.
73
marca, lo aguijonea todavía más para que no haya nin­
guna duda de su amaestramiento
Ahora trataré de ser un poco más concreto para ex­
plicar un caso particular y muy interesante. Se ha ha­
blado mucho de la fidelidad femenina, pero pocas veces
se ha hecho de la manera adecuada. Esta fidelidad, des­
de el punto de vista estético, es como un fantasma más
de los inventados por imaginación poética, un fantasma
que atraviesa la escena y va a sentarse en un rincón,
frente a la rueca, en espera del amado. Una vez que lo
ha encontrado o, mejor dicho, que el amado ha venido,
empieza otra historia de la que la estética no sabe o no
quiere saber nada. La infidelidad de la mujer, que pue­
de ser puesta en relación inmediata con su anterior
fidelidad, ha de ser considerada, esencialmente, bajo un
punto de vista ético. Es el momento en que aparecen
los celos como expresión de una pasión trágica. Dos
entre tres casos demuestran la fidelidad de Ja mujer
y sólo el tercero su infidelidad, lo que significa que el
porcentaje favorece al sexo débil. Su fidelidad es incom­
prensiblemente grande mientras ella no está muy segura
de su amado; todavía mayor cuando él la suplica, de
uno u otro modo, que no le sea tan fiel; y, finalmente,
el tercer caso es el de la infidelidad.
Quien tenga el suficiente espíritu y desinterés para
reflexionar, comprobará fácilmente que todo lo que
acabo de decir es la justificación de la categoría de la
broma. Nuestro joven amigo, que al comenzar su dis­
curso me desorientó en cierto sentido, dio a entender
al principio que iba a tratar precisamente este asunto,
pero luego, como asustado por el tema, se disparó por
otros derroteros y pasó por alto la dificultad. A juicio
mío, sin embargo, no resulta nada difícil la explicación
si uno se decide seriamente a relacionar entre sí el amor
desgraciado y la muerte, al mismo tiempo que no menos
seriamente retiene esta idea en su mente. Si he repetido
el adverbio, es porque creo que siempre, particularmen­
te cuando se trata de la broma, es necesario tener mu-1
1 Detalles de la estampa socrática hecha por Diógcnes Laercio.
74
cha seriedad. £1 discurso que tratara de dicha relación
estaría muy bien en labios de una mujer o de un hom­
bre afeminado. Porque en seguida se evidenciaría que
todo él no era otra cosa que una serie de explosiones
pronunciadas con mucho aplomo en el instante y con
la seguridad de alcanzar grandes aplausos en ese mismo
instante. El tema tratado, desde luego, lo es de vida
o muerte, pero la manera de tratarlo lo convertiría sim­
plemente en un poco de merengue para el paladeo y la
consumición inmediatos. El tema, por lo pronto, con­
cierne a la vida entera, pero no responsabilizaría para
nada al moribundo en cuestión, sino solamente al oyen­
te para que corriera a toda prisa en ayuda del que estaba
a punto de diñarla.
Si un hombre nos espetara un discurso de este tenor,
no sería nada divertido, sino tan despreciable como para
que ni uno solo de los oyentes diera rienda a su risa en
ningún momento. Una mujer, en cambio, resultaría ge­
nial en un discurso semejante y, sobre todo, diverti­
dísima, con lo que los oyentes lo pasarían de perlas
escuchando los arrebatos de su genialidad maravillosa.
La amante, en efecto, se muere de amor en el acto.
Esto es indudable, puesto que ella misma lo dice con
su mejor énfasis. Aquí culmina su apasionamiento. En
este aspecto se puede afirmar que la mujer es un hom­
bre, al menos para decir lo que un hombre hecho y de­
recho a duras penas sería capaz de hacer. Sí, es todo
un hombre.
Si me he expresado de este modo acerca de la mujer
ha sido situándola dentro de la perspectiva ética. Mis
queridos camaradas, haced vosotros también lo mismo
y así comprenderéis a Aristóteles. Este señala con plena
razón que la mujer no debe intervenir nunca en la tra­
gedia. Esto es, por lo demás, evidente. El sitio propio
de la mujer está en las piezas cortas de tipo patético
y serio, no en un drama de cinco actos. O mejor aún,
en los sainetes de media hora. La protagonista, según
dice ella misma, se muere. ¿No será más bien que ha
comenzado a amar de nuevo? ¿Y qué dificultad hay en
ello si alguien, caritativo, se presta a resucitarla? Y re­
75
sucitada, ¿qué nene de extraño?, empieza a ser una
criatura nueva, una mujer nueva y una protagonista to­
talmente distinta y con unas ganas locas de amar, como
es lógico, por la primera vez. ¡Ay, muerte, cuán grande
es tu poder! Ni el vomitivo más enérgico ni el laxante
más eficaz son capaces de operar una limpieza tan rá­
pida y radical.
Nadie dirá, si acierta a contemplarlo y recordarlo
como se merece, que un sainete cíe este tipo es una
auténtica maravilla. Su confusión es algo magnífico. En­
contrarse en la vida con un difunto es una escena enor­
memente divertida. Lo curioso es que este recurso no
se utilice con mayor frecuencia de las tablas. En cam­
bio, en la misma vida real suelen darse bastantes casos.
Un hombre que ha sufrido una parálisis y queda tarado
es, hasta cierto punto, una curiosidad que mueve a risa,
pero eso de encontrarse con un verdadero finado es
algo que sobrepasa todo lo que se puede exigir razona­
blemente de un espectáculo cómico. Lo único que se
necesita, por nuestra parte, es prestar un mínimo de
atención. Yo mismo he presenciado una escena de este
tipo, no hace mucho tiempo, mientras paseaba con un
conocido mío por una de las calles más concurridas de
la ciudad. En cierto punto nos cruzamos, entre tantas
otras parejas que eran desconocidas para mí, con una
que no lo era del todo para mi acompañante. Al ver
su gesto un poco raro, traté de informarme. «¡Ah, los
conoces!» «¿Que si los conozco? Sobre todo a ella, que
es precisamente mi difunta.» «¿Pero de qué difunta me
estás hablando, amigo mío?» «Pues sí, verdaderamente
te hablo de una difunta, es decir, de mi primer amor
difunto. ¡Fue una historia muy curiosa! Un día me dijo
la pobre: ”¡Que me muero!” Y en aquel mismo instan­
te se la tragó la tierra, de manera tan definitiva que
ni siquiera tuve necesidad de registrarme en la caja de
los viudos, lo que hubiera sido un gran consuelo para
mí. Porque ahora, desde que ella murió, no hago más
que andar errante de un lado para otro, como un alma
en pena o, según dice el poeta, buscando en vano la
76
tumba de mi amada, para ir a visitarla y derramar una
lágrima sobre la fría losa...»
Me dio cierta pena de este pobre hombre abatido,
abandonado y solo en el mundo, aunque pude ver cómo
se le encendieron de alegría sus pupilas al volver a ver
su primer amor, ya muy lejos y del brazo de otro. Es
una suerte, pensó yo entonces, que las muchachas no
sean enterradas todas las veces que mueren, porque en
este caso, en vez de ser los chicos, serían ellas las que
más les costarían al erario paterno. Una simple infide­
lidad no es tan divertida como la que acabamos de
relatar, por ejemplo, si una esposa joven, enamorada de
otro, le dijera a su marido: «¡Ay, sálvame de mí misma,
que ya no puedo resistir ni un día más!» Lo realmente
extraño es el destino de aquel amante que ve cómo su
amada se le muere en el abrazo de despedida cuando
él parte para las Antillas y lee en las primeras cartas
que la amada no puede resistir su ausencia, hasta que
un buen día se encuentra con otro y su primer novio,
al volver, descubre que no ha muerto, sino que está
ligada al otro por toda la eternidad. Por eso me parecía
muy natural que mi abatido acompañante, casi siempre
que íbamos juntos de paseo, entonara aquella vieja can­
ción: ¡Hurra en tu nombre y en el mío, que yo nunca
olvidaré aquel dichoso día!
Perdonadme, queridos amigos, si he hablado dema­
siado. Ahora levantemos nuestras copas y bebamos otra
vez, brindando por el amor y la mujer. Cuando se la
contempla desde el punto de vista estético es, innega­
blemente, bella y encantadora. Pero lo que se ha dicho
ya tantas veces, quiero repetíroslo una vez más: es ne­
cesario, amigos, no quedarse en ese plano estético, sino
avanzar hacia otros planos. Consideradla, pues, en el
plano ético, empezad por ahí y os encontraréis en se­
guida con la broma. Incluso Platón y el propio Aristóte­
les consideran que la mujer es una forma incompleta de
vida y un cierto ser irracional que quizá, en una exis­
tencia mejor, llegue a transformarse en hombre. Pero
en esta vida, como es lógico, hay que tomarla según
ella es en sí misma. ¿Y qué es ella en definitiva? Se
77
ve en seguida, pues ni ella misma se contenta con per­
manecer en el plano estético, quiere ir más lejos, eman­
ciparse y, según dice, ser lo mismo que el hombre.
Y cuando esto ocurre, la broma es colosal».
Cuando Constantino terminó su discurso, invitó in­
mediatamente a Víctor Eremita a que comenzara el
suyo, cosa que éste hizo en los siguientes términos:
«Platón, como es sabido, le estaba agradecido a los
dioses por cuatro cosas, de las cuales la última era pre­
cisamente el haber sido contemporáneo de Sócrates. Por
los otros tres favores primeros que nombra Platón, ya
otro filósofo griego se le había anticipado en darles las
gracias a los dioses del Olimpo. De esto concluyo yo
que se trataba de una gratitud bien merecida. Pero si
yo tuviera que mostrarles a los dioses mi agradecimiento
a la manera de aquellos nobles griegos, no lo liaría, des­
de luego, respecto de aquellas cosas que me han sido
negadas. Por eso concentro todas las fuerzas de mi alma
para agradecer el único bien que me ha sido otorgado:
el haber nacido hombre y no mujer.
Ser mujer es una cosa tan rara, compleja y embro­
llada que no hay ningún predicado para poder definirla
exactamente y, para colmo, los muchos predicados con
que se la intenta definir son tan contradictorios que
solamente una mujer es capaz de acomodarse a ellos
e incluso, lo que todavía es peor, sentirse tan dichosa
expresándolos. Su desgracia no consiste en ser de hecho
menos importante que el hombre, ni menos aún en sa­
ber que lo es, ya que estas cosas se pueden soportar
admirablemente. No, su desgracia consiste en que toda
su vida, según su propia concepción romántica, es ab­
surda. Tan absurda, que la mujer en un momento lo
significa todo y en el siguiente no significa absoluta­
mente nada, siempre incapaz de comprender lo que
realmente significa. Por tanto, hablando con rigor, de­
beríamos decir que su desgracia no es la anterior, sino
más bien su completa ignorancia o esencial incapacidad
de lograr saber por qué es mujer. En lo que a mí res­
pecta, de haber nacido mujer, me gustaría haberlo sido
en el Oriente, como una esclava. Porque, al fin de cuen­
78
tas, ser pura y simplemente una esclava siempre es algo
en comparación de esa ventolera y nadería que es la
mujer en otras latitudes.
Aun cuando la vida de una mujer no encerrara seme­
jantes contradicciones, serían suficientes para mostrar­
nos la absurdidad de su condición todas esas considera­
ciones de que ella goza y que, a justo título, se suponen
que le son debidas en su calidad de mujer, no dispuesta
en ningún caso a que el varón participe de las mismas.
Estas consideraciones son sencillamente las de la galan­
tería. Al hombre le conviene ser galante con la mujer.
El arte de la galantería no consiste en otra cosa que en
concebir a la que es objeto de la misma según categorías
fantásticas. Por esta razón sería una ofensa mostrarse
galante con otro hombre, pues por el hecho de serlo no
admite se le catalogue dentro de esas categorías. Con
la mujer, en cambio, la galantería es un tributo que se
le hace, como perteneciente al sexo débil, un homenaje
que le es esencialmente debido. Claro que la cosa no
resultaría tan enormemente complicada si sólo hubiera
un caballero galante en el mundo entero. Por desgracia
no es así. De hecho, y de una manera instintiva, todos
los hombres son galantes. Lo que significa que la exis­
tencia misma no ha sido parca al hacerle al sexo débil
este regalo inconmensurable.
Por otra parte, todas las mujeres aceptan también
instintivamente esta clase de homenajes. Con esto surge,
en el mismo orden de cosas, otra nueva complicación.
Porque si solamente una mujer se comportara de este
modo, la explicación sería muy diferente. Aquí vemos
despuntar de nuevo la ironía peculiar de la vida. Para
que la galantería fuera verdadera, debería ser recíproca
y de esta manera indicaría la cotización oficial en que
están señaladas las diferencias existentes entre la be­
lleza y el poder, la astucia y la fuerza. Pero esto no es
así, la galantería pertenece esencialmente al sexo débil
y el hecho de que la mujer la acepte de un modo ins­
tintivo se explica por la solicitud que la naturaleza ha
tenido con esa su criatura débil y poco favorecida, como
los hijos que han perdido la madre y tienen que so­
79
portar una madrastra, pero a quienes una ilusión les
compensa de muchos sinsabores. Mas esta ilusión de
la mujer es cabalmente su fatalidad. A veces la misma
naturaleza suele venir a socorrer y consolar a algunos
seres deformes, haciéndoles creer, gracias a la vigorosa
imaginación con que lo ha dotado, que ellos son los
más hermosos. En estos casos la naturaleza ha hecho
bien las cosas, porque esos pobres desgraciados poseen
más que lo que razonablemente podían esperar. En cam­
bio, como le pasa a la mujer, liberarse de su miseria
mediante una ilusión y vivir toda la vida embaucada
por esa ilusión, representa una broma mucho más pesa­
da. No se puede afirmar que la mujer sea un ser des­
amparado en el mismo sentido en que lo son esos otros
seres deformes y desgraciados que acabamos de men­
cionar, pero sí en otro sentido distinto, en cuanto no
es capaz de evadirse en ningún momento de esa ilusión
con la que la naturaleza la ha consolado.
Si se resume una existencia femenina con el fin de
destacar sus instantes decisivos, la impresión que reci­
bimos no puede ser más fantástica. Los momentos crí­
ticos de la vida de una mujer tienen un significado
completamente diferente de los que experimenta la vida
de un hombre, pues la primera, precisamente en esos
momentos, no hace más que oscilar y confundirlo todo.
En los dramas románticos de Tieck suele uno encon­
trarse con cierta frecuencia un personaje singular que,
de rey de Mesopotamia, pasó a ser especiero en Co­
penhague. Así de fantástica, ni más ni menos, es la
vida de cualquier mujer. Basta un botón de muestra.
Supongamos que la chica se llama Juliana. He aquí el
balance, naturalmente propio, de toda su vida: 'Empezó
siendo emperatriz en los vastos y descomunales domi­
nios del amor, después quedó como reina titular de
todas las extravagancias de la frivolidad y, al fin, acabó
siendo simplemente la señora de Pérez, con domicilio
en la misma esquina de la calle de los Fontaneros.’
En el período de su infancia, las niñas no reciben
tantos mimos como los niños. Cuando son un poco ma­
yores, uno no sabe cómo comportarse con ellas. En­
80
tonces comienza ese período decisivo que las convierte
en soberanas. Es el momento en que se acerca el hom­
bre en plan de adorador, pues todos los pretendientes
han de ser adoradores sumisos, y no se trata en este
caso de ninguna impostura caprichosa y falaz. El mismo
verdugo, cuando se enamora, deja su hacha y va a pedir
la mano de su novia como un corderito, hincando la
rodilla en tierra, y aunque, para sus adentros, piense ya
liberarse de las habituales ejecuciones domésticas tan
pronto como le sea posible, e incluso sin dar la menor
excusa por el hecho conocido de que las ejecuciones
públicas cada vez son menos frecuentes. Y el hombre
culto adopta la misma actitud que el verdugo. Primero
cae de rodillas, postrado adora y, también para sus aden­
tros, concibe a la amada dentro de las más fantásticas
categorías; y a renglón seguido olvida para siempre su
postura genuflexa, ya que él sabía perfectamente en
aquel mismo momento que todo era fantástico. Si yo
hubiera nacido mujer, preferiría con mucho que mi pa­
dre, como se estila en el Oriente, me vendiera al mejor
postor, ya que al menos en este negocio había alguna
ganancia. ¡Qué desgracia tan grande ser una mujer!
Y, no obstante, lo grave de esta desgracia radica en
que ella misma no se da cuenta de su desgracia. Si se
lamenta, no es porque la adoren, sino porque la dejen
de adorar. Si yo hubiera nacido mujer, lo que primero
rechazaría es que me hiciera nadie la corte, resignán­
dome a ser el sexo débil, si lo fuera, y procurando, esto
es lo principal cuando se tienen agallas, no apartarme
ni un ápice de la verdadera condición propia. Pero la
mujer no se preocupa para nada de esto. Cuando es una
Juliana se siente a sus anchas en el séptimo cielo, y
después, cuando es la señora de Pérez, se conforma con
su suerte.
Yo les agradezco, pues, a los dioses el haber nacido
hombre y no mujer. ¡Ah, pero con esto de cuántas ven­
tajas no he sido privado! Porque toda la poesía, desde
las canciones al vino hasta las cimas de la tragedia,
constituye una apoteosis de la mujer. Tanto peor para
ella y su respectivo adorador, sobre todo para éste, que
81
6
si no tiene cuidado, pronto quedará, en esa misma pos­
tura de adoración, hecho un mico. El hombre le debe
a la mujer todos sus hechos hermosos e importantes,
todas sus hazañas y éxitos, ya que es la mujer la que
le ha contagiado su entusiasmo. La mujer es la musa
inspiradora. ¡Cuántas veces los tiernos tañedores de
flauta no han interpretado ya este tema, mientras las
pastoras les escuchaban embelesadas!
Mi alma, en verdad, no envidia estas cosas, sino que
le está muy agradecida a Dios, porque, a pesar de todo,
prefiero ser hombre, muy poquita cosa, pero serlo real­
mente, y no mujer, es decir, un personaje de una gran­
deza indefinida y que sólo es dichosa en el mundo de
la ilusión. Sí, siempre preferiré ser una concreción que
signifique algo, antes que una abstracción que lo sig­
nifique todo. Sin duda, que gracias a la mujer hizo la
idealidad su aparición en la vida humana. ¿Qué sería
el hombre sin ella? Muchos hombres han llegado a ser
genios, héroes, poetas o santos gracias a una doncella
que los animó por el camino de sus respectivos ideales.
Pero ningún hombre llegó a ser un genio gracias a la
jovencita con que se casó, pues por este camino, con
ella siempre del brazo, su destino inevitable fue el de
funcionario público, más o menos alto en el escalafón;
ninguno llegó a ser héroe con la muchachita que pronto
fue su mujer, porque con ella no tuvo más remedio, en
el mejor de los casos, que quedarse en general del ejér­
cito; ninguno llegó a ser poeta con la jovencita con
quien contrajo matrimonio, sino solamente padre; ni
ninguno, absolutamente ninguno, llegó a ser un santo
con la doncella que llevó hasta el altar, por la sencilla
razón de que no llevó a ninguna doncella hasta el altar
y sólo amó a una que no fue su esposa..., exactamente
lo mismo que cada uno de aquellos otros hombres que
fueron genios, héroes o poetas gracias a una doncella
que amaron y nunca fue su esposa.
Si la idealidad de la mujer fuera por sí misma la que
estimulaba al hombre, entonces la inspiradora de entu­
siasmo sería, sin duda, aquella con la que el hombre
se unía en matrimonio para toda la vida. Pero la exis­
82
tencia tiene un lenguaje distinto. Es decir, que la mujer
solamente hace que el hombre sea creador en la idea­
lidad cuando éste mantiene con ella una relación nega­
tiva. Entendiendo así la cosa, es ella la que anima al
hombre y lo entusiasma para que siga en pos de los
grandes ideales. Por el contrario, si se entendiera de la
otra manera, diciendo que la mujer anima directa y
positivamente al hombre en cuanto esposa, se come­
tería el más simple de los paralogismos, tan simple que
sería necesario ser una mujer para no darse cuenta de
ello. ¿Es que acaso se ha oído alguna vez que algún
hombre llegó a ser poeta gracias a su esposa? La mujer
es la inspiradora del hombre, mientras éste no una su
vida a la suya. Esta es la verdad que, como fundamento
oculto, constituye la base de todas las ilusiones, tanto
las de la poesía como las de la propia mujer.
El hecho de que el hombre no tenga mujer puede
significar muchas cosas. En primer lugar, que no la
tiene, pero trata de conseguirla. De esta manera no po­
cas muchachas han entusiasmado a muchos hombres de
los que han hecho caballeros. Pero jamás se ha oído
decir que un hombre se hiciera valiente gracias a su
esposa. En segundo lugar, según la misma hipótesis,
que no la tiene y que le es totalmente imposible conse­
guirla. De este modo no pocas jóvenes han entusias­
mado y despertado la idealidad de muchos hombres,
suponiendo que ellos tuvieran algo que dar en este
sentido. Pero una esposa, que en este mismo sentido
tiene por cierto muchas cosas que dar, apenas despierta
la idealidad del marido. En tercer lugar, finalmente, el
no tener mujer puede significar que uno anda a la caza
del ideal correspondiente. El individuo en cuestión quizá
ame a muchas, aunque este amar a muchas constituye
también una especie de amor desgraciado, pero él no
ceja y pone toda la idealidad de su alma en esa misma
búsqueda anhelante y ardorosa, no precisamente en las
porciones de amabilidad que va encontrando y que no
son más que un residuo global de las contribuciones
que cada una de ellas aporta.
La más alta idealidad que una mujer puede despertar
83
en un hombre es, ciertamente, la de la conciencia de la
inmortalidad.
El nervio de esta nueva prueba consiste en lo que
podríamos llamar la necesidad de una réplica. Una pieza
de teatro no se considera perfecta si no termina con la
réplica de uno o varios de sus personajes. Lo mismo
reclama la idealidad, que, al no poder admitir que todo
en la vida acabe con la muerte, impone la necesidad de
una réplica. Esta prueba aparece frecuentemente ava­
lada de un modo muy positivo en las esquelas de los
periódicos. Entre paréntesis diré, puesto que aparece
en los periódicos, que me parece la cosa más natural
del mundo que lo haga de un modo tan positivo. Así,
por ejemplo, ’la señora de Pérez vivió muchos años,
hasta que plugo a la Providencia divina que en la noche
del 24 al 25...’ Con este infausto motivo el señor Pérez
sufre un ataque de reminiscencia, evocando vivamente
aquel período feliz en que cortejaba a la que pronto
sería su esposa. Esto quiere decir, sin tanto barroquis­
mo, que ahora el pobrecillo solamente puede encontrar
consuelo en 'volverla a ver’. Para este feliz reencuentro
se prepara, provisionalmente, se entiende, tomando otra
mujer. El segundo matrimonio, evidentemente, no es
tan poético como el primero, pero tiene la ventaja de
ser una buena reedición. He aquí la prueba positiva.
El señor Pérez no se contenta con una mera réplica,
exige también 'volverla a ver’ en el más allá. Es sabido
que los metales falsos toman a veces el brillo de los
legítimos, se trata del resplandor fugaz de la plata. Pero
con los metales este truco no da resultado, pues en se­
guida se les cae el baño y se ven que son completamente
falsos. Con el señor Pérez acontece algo distinto. La
idealidad es justamente peculiar privilegio del hombre,
y por esto mismo, cuando me río del señor Pérez, no lo
hago en realidad porque sea un metal falso o tenga el
fugaz brillo de la plata, sino porque este su mismo
brillo argénteo delata que es un metal falso. De esta
manera eí pequeño espíritu burgués aparece bajo su as­
pecto más ridículo y ofrece, así ataviado de idealidad,
una ocasión pintiparada para que podamos decir con
84
Holberg: '¿Piensas acaso que esta vaca también ha te­
nido puesta su adriana?’ '.
Cuando la mujer despierta en el hombre la idealidad,
y con ésta la conciencia de la inmortalidad, siempre lo
hace negativamente y como de rechazo. Por eso alcanza
de golpe lo inmortal cualquier hombre que gracias a la
mujer ha llegado a ser un genio, un héroe, un poeta o
un santo. Si lo que idealiza se encontrara de una ma­
nera positiva en la mujer, entonces sería la esposa y
sólo la esposa la única capaz de despertar en el hombre
la conciencia de la inmortalidad. Mas la vida misma
enseña exactamente todo lo contrario. La esposa des­
pierta la idealidad en el marido solamente en el momen­
to en que ella se muere. En el caso del señor Pérez la
muerte de su primera esposa no sirvió, por cierto, para
despertarle a la idealidad. Pero en todos aquellos casos
en que la muerte de la mujer despierta la idealidad del
marido, tenemos aquel modelo de esposa que ha llevado
a feliz término las grandes tareas que la asigna la poesía.
Pero, anotémoslo bien, no ha sido precisamente lo que
ella ha hecho de positivo por él lo que ha despertado
su idealidad. Por eso a medida que la esposa va avan­
zando en años, más dudosa se va haciendo también su
significación para el marido, ya que ella con los años
trata realmente de significar algo positivo.
Ahora bien, cuanto más positivos son los argumentos
en este sentido, menos demuestran. Lo que entonces
suele pasar es que se siente una honda nostalgia de
algunas cosas que fueron y cuya sustancia se ha eva­
porado por completo, puesto que pertenecen a lo vivido
en el pasado y para siempre. Estos argumentos alcanzan
su más alto grado positivo cuando la nostalgia se agarra
a ciertos episodios laberínticos de la vida conyugal...,
de aquellos tiempos ya tan remotos en que ambos eran
como una pareja de ciervos en pleno bosque. De la1
1 Esta vez se cita la comedia de Holberg titulada El cuarto
de los augurios, act. II, esc. 2* La «adriana» era una prenda
de vestir que usaban las mujeres elegantes de la época para las
grandes galas. Era ceñida, con cola y un poco abierta por delante.
85
misma manera podría uno sentir también una nostalgia
repentina de un viejo par de zapatillas que un día fue­
ron tan bonitas y cómodas para andar por casa. Claro
que esta nostalgia no prueba en modo alguno la inmor­
talidad del alma. El argumento, en definitiva, será tanto
mejor cuanto más negativamente se establezca, porque
lo negativo es superior a lo positivo, es una cierta infi­
nitud y de este modo la única cosa positiva.
Toda la significación de la mujer es negativa. En
comparación de esto, su significación positiva es como
una nada o más bien algo funesto. Esta es la verdad
que la existencia le ha ocultado a sus propios ojos, con­
solándola con una ilusión que sobrepasa con mucho todo
lo que es capaz de concebir el cerebro de un hombre.
En este aspecto se puede afirmar que la existencia la
ha dotado de una manera tan maternal que el lenguaje
y todas las demás cosas no hacen más que apoyar y ro­
bustecer esa gran ilusión de la mujer. La concepción
que uno se forme de ella siempre ha de ser una con­
cepción galante, aun en el caso de que se vea en ella
lo contrario de una inspiradora entusiasta del hombre,
sea porque se considere que de ella nos vienen todos
los males, sea porque se juzgue que fue ella precisa­
mente la que introdujo el pecado en el mundo, o sea,
finalmente, porque su infidelidad lo destruye todo.
Cuando se oyen decir todas estas cosas sobre la mujer,
uno se siente inclinado a creer que ella es en realidad
capaz de una culpabilidad infinitamente mayor que la
del hombre, lo que sería, evidentemente, un homenaje
no pequeño. Sin embargo, no es esto lo que sucede, ni
muchísimo menos. Existe una interpretación solapada
que la mujer no acierta a comprender, pues en seguida
comprueba que todo el mundo es de la misma opinión
del Estado, el cual hace al hombre responsable de su
cónyuge. Se la condena, como jamás se ha condenado a
hombre alguno, porque a éste se le hace un juicio real
y a ella no es que se le haga un juicio más benévolo
—con lo que al menos su vida dejaría de ser una com­
pleta ilusión— , sino que sencillamente el juicio termina
no pronunciando ningún veredicto sobre la esposa y de­
86
jando las cosas en tal estado, al mismo tiempo que las
costas se cargan al erario público, es decir, a todos y
cada uno de los ciudadanos honrados. En un instante, a
juicio de la mayoría, la mujer debe dar muestras de la
mayor astucia posible, y al momento siguiente todo el
mundo se ríe a sus anchas del cuidado a quien ella acaba
de engañar. ¿Quién no ve que esto es una enorme con*
tradicción? ¡Pues sencillamente, como en la sala de la
audiencia, muy pocos o ninguno! Incluso a la mujer de
Pudfar le fue en cierto modo posible aparentar que
había sido ella la seducida. De esta manera cualquier
mujer tiene una posibilidad, verdaderamente monstruo­
sa, que no se le ha concedido a ningún hombre. Claro
que también hay que decir que su total realidad guarda
proporción con la anterior posibilidad y que lo más te­
rrible de la mujer es ese encantamiento iluso en el que
se siente a las mil maravillas.
Dejemos que Platón dé gracias a los dioses por haber
sido contemporáneo de Sócrates; bien lo podemos envi­
diar por ello. Dejemos que les dé las gracias por ser
griego; también lo podemos envidiar por esta su con­
dición helénica. Pero lo que a mí, personalmente, más
me entusiasma y me hace estar plenamente de acuerdo
con él, es porque les da las gracias a los mismos dioses
por haber nacido hombre y no mujer. Sería espantoso
que yo, pudiendo ver las cosas como ahora las com­
prendo, hubiera nacido mujer y no hombre. ¡Con sólo
pensarlo se me ponen los pelos de punta! Pero todavía
sería algo mucho más espantoso que yo fuera mujer
y, en consecuencia, absolutamente incapaz de compren­
der lo que era.
Si las cosas son así, la consecuencia inmediata debería
ser abstenerse de toda relación positiva con la mujer.
En todas las partes donde ella entra en baza, se encuen­
tra uno inmediatamente con ese inevitable hiato que
constituye su propia felicidad, porque ella no lo descu­
bre por sí misma, pero pobrecito del hombre que lo
descubra, pues ya se puede dar por perdido.
En cambio, una relación meramente negativa con una
mujer puede hacerle a uno sentirse en una cierta infini­
87
tud maravillosa. Esto, desde luego, debe afirmar siempre
como un axioma, sin restricción alguna, en honor de la
mujer. Porque esto no se refiere esencialmente a la na­
turaleza peculiar de cada mujer, a sus encantos particu­
lares o a la duración concreta de los mismos. No, este
axioma tiene valor en lo que respecta al ideal femenino,
que por cierto no se muestra siempre en la realidad, sino
sólo en determinados momentos y condiciones. De he­
cho, en la vida de cada mujer, es sólo un momento
fugaz, que ella misma hará muy bien en borrarlo en
seguida y desaparecer, ya que una relación positiva y
duradera con la mujer empequeñece al hombre en grado
sumo. Por eso, lo mejor que una mujer puede hacer
por un hombre, es mostrársele espléndidamente en el
momento oportuno. Mas esto no lo puede hacer ella por
su propia cuenta, pues es una decisión o capricho del
destino. Y después de esto, todavía mejor, el mayor
favor que la mujer puede hacer a un hombre es serle
infiel en seguida que le ha concedido los otros favores.
La primera idealidad le ayudará al hombre a alcanzar
una idealidad potenciada, recibiendo precisamente una
ayuda absoluta en ese momento oportuno y dichoso. La
segunda idealidad se logra, indudablemente, a costa de
un dolor y una pena profundísimos, pero en compen­
sación constituye la dicha suprema. Es verdad que él
no puede en modo alguno desear semejante cosa antes
de que acontezca, pero sí que se lo podrá agradecer a
ella, al menos íntimamente, después que haya sucedido.
Digo 'agradecérselo íntimamente al menos’, porque es
obvio que no tendrá muchas oportunidades de hacerlo
cara a cara. ¿Al fin, qué importa? ¡Ah, pero pobre de
él si ella permanece siéndole fiel!
Por eso no me cansaré nunca de agradecer a los dio­
ses por el hecho de ser hombre y no mujer. Y además
de por esto les estoy muy agradecido también a los
dioses porque ninguna mujer me obligó, mediante un
compromiso vitalicio, a tener que pensarlo después cons­
tantemente y sin remedio.
¡Cuán extraña invención es ésa del matrimonio! Y lo
más curioso del caso es que se suele considerar como
88
norma que el enlace matrimonial sea el resultado de
una iniciativa espontánea y completamente libre. Y, sin
embargo, no hay ningún paso que sea más decisivo,
puesto que nada hay en la vida humana que sea tan
autoritario y tiránico como el matrimonio. ¡Y que nos
digan ahora que un acto tan decisivo tiene que ser rea­
lizado espontáneamente! No, el matrimonio no es una
cosa sencilla, sino muy complicada y ambigua. De la
misma manera que la carne de tortuga tiene el gusto de
todas las demás carnes, asf también el matrimonio tiene
un sabor indefinido y múltiple; y como la tortuga es
un animal lento, así también el matrimonio lo es. Un
amorío es algo muy sencillo, pero, ¡cuidado con el ma­
trimonio! ¿Es pagano, o es cristiano? ¿Es divino, o es
mundano? ¿Algo burgués, o simplemente una mezco­
lanza de todas las cosas anteriores? ¿Es la expresión del
erotismo inexplicable, o la afinidad electiva* de dos
almas perfectamente sintonizadas? ¿Es un deber, o una
sociedad en comandita? ¿Un acto de conveniencia, o el
uso y la costumbre de algunos países? ¿O quizá no sea
más que una simple mezcolanza de todo ello? Y, en
cuanto a los demás detalles, ¿quiénes ejecutarán la mú­
sica que anime la ceremonia, alguno de los conjuntos
del municipio o el organista de la parroquia? ¿O quizá
uno y otro? ¿Quiénes pronunciarán la enteroecedora
plática y los inscribirán en el libro de la vida o en el
registro civil, el párroco o el representante del juzgado?
¿Y cómo se anunciará la víspera, algo así como una sere­
nata de chirimías, o como el murmullo misterioso que
hacen 'las hadas en sus cuevas durante las noches del
verano’12.
¡Ay, y cualquier pretendiente, al contraer matrimonio
o después a lo largo de toda su vida conyugal, piensa
que ha ejecutado o ejecutará un número tan complicado
y una pieza tan compleja como no los hay más compli­
cados y complejos, ni imaginarse pueden! No hay duda,
1 En alemán, en el texto: Wablverwandtschaft, que evoca un
título de Goethe, en plural.
2 Leve cita del drama romántico de Oehlenschlaeger: Aladino.
89
queridos camaradas, que nosotros, a falta de otro regalo
de bodas y de las felicitaciones de rigor, deberíamos
darles un aviso a todos los futuros esposos y dos avisos,
por desacato reincidente, a todos los que ya han consu­
mado el matrimonio. Expresar una sola idea en la propia
vida es, desde luego, una hazaña bastante fatigosa. Pero,
¿qué diremos de las fatigas que tiene que pasar el que
ha de reducir esas mezcolanzas a una cierta unidad y
todos esos embrollos a un cierto orden en el que cada
elemento dispar ocupe su sitio y el conjunto se man­
tenga inalterado? Para realizar esta hazaña hay que ser
verdaderamente grande y tener más agallas que un pez.
Y, sin embargo, cualquier pretendiente o candidato al
matrimonio dice con la mayor naturalidad del mundo
que lo hace espontáneamente. Se debe hacer, sin duda,
con espontaneidad, pero no con ésa de que hablan los
candidatos al matrimonio, sino con la peculiar de una
inmediatez superior que esté penetrada completamente
por la reflexión. Mas sobre este punto se guarda un
silencio absoluto. Y no le preguntes nada a un esposo,
que pierdes el tiempo. Una vez que se ha metido la
pata, no queda otro remedio que cargar con el mochuelo.
La inoportunidad en este caso consistió en aventurarse
en semejante embrollo. Y la venganza inmediata con­
siste en verlo después que ya no tiene remedio. A veces
puede suceder que os encontréis con un marido que,
tornándose patético, os diga que hizo una hazaña al ca­
sarse, pero en seguida lo veréis que se bate en retirada.
Otras veces, las más, se hace el elogio del matrimonio
como un acto de legítima defensa o, según reza el refrán,
'haciendo de tripas corazón’. Pero lo que no debéis
esperar nunca, pues sería pena perdida, es que se os haga
una síntesis que reúna los disjecta membra de la con­
cepción más heterogénea de la vida.
Ser pura y simplemente esposo no es más que una
fruslería; ser un seductor también es una fruslería; y lo
mismo se diga de aquel que, para divertirse, tiene una
experiencia con alguna mujer. Al fin de cuentas, siguien­
do estos dos últimos métodos, el hombre le hace a la
mujer tantas concesiones como las que logra con el ma­
90
trimonio. El seductor quiere hacerse valer engañando,
pero el hecho de engañar, de querer engañar y sentir
enormes ganas de hacerlo, demuestra también claramente
su dependencia de la mujer. Y lo mismo digamos del
experimentador.
Para concebir una relación positiva con la mujer sería
necesaria una reflexión tan grande y exhaustiva que,
precisamente por ser tal, impediría entablar una relación
de este género con ella. Ciertamente que ya es algo
ser un excelente esposo y, no obstante, seducir a hur­
tadillas a todas las jóvenes que se pueda; como también
lo es pasar por un seductor y, sin embargo, ocultar en
su pecho todo el ardor del fuego romántico. Claro que
en ambos casos la concesión primera quedará inmedia­
tamente anulada por la segunda. El hombre no alcanza
su auténtica idealidad sino es en una reduplicación. Toda
existencia inmediata debe ser anulada, y este aniquila­
miento ha de verse siempre libre de cualquier expresión
falsa. La mujer no puede comprender en absoluto seme­
jante reduplicación, que es la que imposibilita que el
ser del hombre se le revele tal cual es. Si la esencia de
la mujer consistiera en esa reduplicación, entonces sería
impensable toda relación erótica con ella. En cambio, tal
como es su esencia de hecho, la relación erótica aparece
continuamente turbada por el modo de ser del varón,
que encuentra su propia vida en la aniquilación de aque­
llo que constituye la vida de la mujer.
Quizá, mis queridos camaradas, mi discurso os haya
hecho pensar que lo que, en el fondo, predico es el
claustro y que este mismo sea el motivo de que me
apellide Eremita. Os responderé que, si pensáis así, os
habéis equivocado de medio a medio. S¡ queréis, por mí
no hay el menor inconveniente, podéis suprimir el claus­
tro. Porque entiendo que es también una expresión in­
mediata del espíritu. Ahora bien, el espíritu no permite
que se lo exprese inmediata o espontáneamente. El que
compra puede pagar, si lo prefiere, con monedas de oro
o de plata, o simplemente en papel moneda. ¿Qué im­
porta si todo es dinero de normal circulación? Pero el
que no suelta ni un solo maravedí que no sea falso, ése
91
comprenderá a la perfección lo que he querido decir.
Solamente puede estar bien seguro aquel para el que
cualquier expresión inmediata sea una falsedad, mucho
más seguro, desde luego, que si hubiera ingresado en el
convento. Solamente él es el verdadero eremita, incluso
si a todas horas, del día o de la noche, viajara en
ómnibus.»
Apenas Víctor había terminado su discurso, se levantó
como una exhalación, derramando sobre el mantel el
vino de una botella que tenía frente a su asiento, el tra­
ficante de modas, quien comenzó así su discurso:
«¡Habéis hablado muy bien, mis queridos amigos, pero
que muy bien! Cuanto más os escucho, más me con­
venzo de que sois unos conspiradores, y, en cuanto tales,
os he podido comprender lo que habéis dicho, puesto
que, como es sabido, a los conspiradores se los entiende
de lejos, desde muy lejos. En una palabra, ¿qué sabéis
vosotros de todas estas cosas relativas a la mujer? ¿Qué
son vuestras pobres migajas teóricas, presentadas con el
alarde de una enorme experiencia? ¿Y qué son vuestras
migajas de experiencia real elevadas con tanto bombo
a teoría? Y todo esto para creerlo como la verdad más
alta en un momento, y en el siguiente considerarlo como
una pura ilusión.
No, amigos míos, vosotros no conocéis a la mujer;
perdonadme que os lo diga así de pronto. El único que
conoce a la mujer por su punto flaco soy yo. Lo que
significa que la conozco de verdad. En este mi estudio
constante en torno a la mujer no reparo en ningún obs­
táculo, por terrible y peligroso que sea; ni escatimo
absolutamente ningún medio, por costoso que sea, para
asegurarme de que he comprendido. Pues en esta cues­
tión soy un fanático furioso, cosa inevitable si se desea
conocer cabalmente a la mujer. Claro que el que no lo
haya sido antes de conocería a fondo, lo será segura­
mente después de haberla conocido. El ladrón tiene su
guarida no muy lejos de los caminos reales más transi­
tados; las hormigas, su hormiguero cerca de la tierra
blanda o de la arena suelta; y el contrabandista, su falúa
entre las embravecidas olas de la mar adentro. Así yo
92
también tengo mi hermoso laboratorio, mi magnífica
tienda de modas en medio del bullicio callejero, tenta­
dora con sus lindos escaparates, irresistible para las mu­
jeres con sus galas escondidas, tan irresistible para ellas
como lo pueda ser el Venusberg para los hombres.
Es aquí, en mi tienda de modas, donde se logra cono­
cer a la mujer de una manera práctica y completa, sin
tantas elucubraciones teóricas. La moda ya sería una
cosa importante con que sólo sirviera para hacer que
la mujer en el ardor de sus deseos arroje lejos de sí
todos sus velos y encubrimientos. Pero la moda es mu­
cho más que esto. Propiamente ni siquiera es una vo­
luptuosidad manifiesta, ni una seducción tolerada. La
moda, en realidad, es un comercio clandestino de la inde­
cencia autorizada como decencia. De la misma manera
que en la Prusia pagana la joven nubil portaba una cam­
panilla, cuyo sonido avisaba a los hombres, así también
la existencia de la mujer, gracias a la moda, es un per­
petuo sonar de campanas, no precisamente para los sedu­
cidos, sino para todos los voluptuosos, anhelantes de
placeres. Según la creencia común, la dicha es mujer.
¡Ah!, desde luego, la dicha es rara e inconstante, al me­
nos aquella dicha que lo ofrece todo plenamente, pero
entonces ya no se puede decir que sea mujer. La que sí
es mujer es la moda, puesto que la moda es la incons­
tancia dentro de lo absurdo que sólo conoce una conse­
cuencia, la de ser cada vez más disparatada.
Os aseguro, amigos y camaradas, que una hora pasada
en mi tienda vale más que días y años enteros pasados
en cualquiera otra parte, si se trata, claro está, de cono­
cer a la mujer, que es el propósito de todos estos dis­
cursos. He dicho en mi tienda, sin especificar lo de las
modas, por la sencilla razón de que es la única de toda
la ciudad y no hay posibilidad de concurrencia. ¿Quién
iba a atreverse a competir con el que se ha sacrificado
y sacrificado como un sumo sacerdote al servicio de
este ídolo? En los ambientes de la alta sociedad mi
nombre corre de boca en boca. Toda la sociedad bur­
guesa lo pronuncia con la misma sagrada veneración que
si se tratara del nombre del rey. Y no hay un solo ves­
93
tido de mi firma, por extravagante que sea, que no
suscite un murmullo enorme cuando atraviesa los gran­
des salones; ni una sola dama distinguida que ose pasar
por delante de mis escaparates y no se aleje suspirando:
¡Ay, si yo tuviera medios! No vayáis a creer por esto
que soy un carero y que engaño a mi clientela, ni siquie­
ra a esa mocita si se hubiera atrevido a entrar y consultar
mis precios. En este sentido puedo afirmar, honrada­
mente, que no engaño a nadie. Ofrezco las telas más
finas y costosas a los precios más baratos, e incluso, mu­
chas veces, por debajo de su precio, porque no es mi
intención lograr grandes beneficios, al revés, pierdo to­
dos los años enormes sumas de dinero. Y, sin embargo,
deseo ganar, lo deseo tanto que estaría dispuesto a dar
mi último céntimo para pagar y comprar todos los órga­
nos de la moda y ganarle la partida a todo el mundo.
Porque siento un placer incomparable al exponer mis
géneros magníficos, al cortarlos, al ver cómo mis tijeras
se deslizan hacia adelante y hacia atrás logrando un
auténtico encaje de Bruselas para confeccionar un traje
bufonesco, que luego vendo al precio más barato, aten­
diendo que el género es auténtico y la confección a la
última moda.
Pensaréis quizá que la mujer desea estar a la moda
sólo en determinados momentos y circunstancias. Nada
de eso; lo desea siempre y para siempre, es como su
idea fija. Porque la mujer, desde luego, tiene espíritu,
pero lo emplea, poco más o menos, como el hijo pródigo
empleó la parte de su herencia anticipada. También po­
see una capacidad increíble de reflexión, porque para
ella no existe nada, por muy sagrado que ello sea, que
no lo encuentre inmediatamente a la medida de las galas
y los adornos, de los cuales es la moda la expresión
más sublime. ¿Qué tiene de extraño que ella, en defi­
nitiva, lo mida todo por el rasero de la moda si ésta
es para ella una cosa sagrada? Y nada hay tan insignifi­
cante para ella que no lo sepa relacionar con los ador­
nos, cuya expresión más estúpida es cabalmente la moda.
En su atuendo no hay el menor detalle, ni siquiera un
lacito, en el que ella no descubra una expresa relación
94
con la moda, al mismo tiempo que tampoco se le escapa
si la dama que acaba de pasar a su altura ha notado
o no el detalle o el lacito de su maravilloso vestido.
Porque, al fin y a la postre, ¿para quiénes se emperifo­
llan las damas si no para otras damas? Incluso cuando
vienen a mi tienda para encargar un vestido de la últi­
ma moda, incluso entonces vienen vestidas, impecable­
mente, a la moda. Pues de la misma manera que en su
guardarropa hay un traje especial para el baño o la equi­
tación, así también los hay muy varios y modernos para
ir de compras; uno, por ejemplo, para cuando vienen a
mi tienda a encargarse otros trajes. Este traje, desde
luego, no tiene ese aire de abandono y descuido de las
batas en que gustan ser sorprendidas las mujeres por la
mañana y en su misma casa. Lo principal es la feminei­
dad, y la coquetería consiste en dejarse sorprender. En
cambio, el traje que se ponen para ir al modisto está
diseñado expresamente para otra forma de descuidado
abandono, un poco ligero, sin que por ello sientan la
menor perturbación, pues un modisto se relaciona con
las damas de una manera muy distinta que lo pueda
hacer un caballero.
La coquetería en este caso consiste en mostrarse así
delante de un hombre que, por razón de su oficio, no
puede permitirse ni exigir de la dama en cuestión un
reconocimiento propiamente femenino, sino que tiene
que contentarse con ciertos beneficios dudosos, que ella
regala pródigamente, pero sin pensar en ello y sin que
se le pase siquiera por las mientes que ha de conducirse
como una dama ante un traficante de modas. Aquí, por
tanto, lo esencial está en que la femineidad hasta cierto
punto ha sido eliminada y la coquetería ha quedado sin
efecto a causa de la altiva superioridad que adopta la
dama distinguida, la cual no podría por menos de sonreír
irónicamente si uno se permitiera la menor alusión ga­
lante. Cuando en négligé es sorprendida por una visita
mañanera, la mujer distinguida trata de ocultarse, pero
esta misma ocultación la traiciona. En cambio, cuando
va a mi taller de modisto, se desnuda con la mayor des­
envoltura, ya que solamente se trata de un traficante de
95
modas..., ¡y ella es toda una dama! ¡Ay, amigos, para
qué os lo voy a contar! Tan pronto su blusa se desliza
ligeramente y deja al descubierto un poco de su desnu­
dez — ¡y ay de mí si no sé lo que ella pretende significar
con esto, porque en el mismo instante toda mi fama se
vendría al suelo!— , como se pone a hacer melindres
a priori; tan pronto gesticula a posteriori, como se pone
a contonearse; tan pronto se mira en el espejo y ve refle­
jada en él mi cara llena de admiración, como carraspea
levemente; tan pronto da unos saltitos, como parece
que vuela; tan pronto levanta ágil una de sus lindas
piernas, como va a caer deliciosamente en uno de mis
cómodos sillones, mientras yo, en la actitud más humilde,
le presento uno de los pomos de mis más delicados per­
fumes y me ofrezco, con la misma humildad adoradora,
a quitar el sudor de su piel y refrescársela con el deli­
cioso masaje; tan pronto, no sin cierta picardía, me de­
vuelve también ella uno que otro golpedto sobre mi
hombro, como se le cae el pañuelito y alarga con la ma­
yor negligencia su brazo para cogerlo, mientras yo me
inclino profundamente, lo tomo y se lo devuelvo, cosa
que ella me agradece con un pequeño signo de cabeza
muy condescendiente
Así, a la moda, se comportan las damas distinguidas
en mi tienda y taller de modisto. Ignoro si Diógenes el
Cínico logró alterar a aquella mujer que, en una postura
un poco indecorosa, le rogó que le dijera si ella hada
bien o mal en pensar que los dioses también podían
verla de espaldas. Lo que sí sé es que si yo le dijera a
una de estas damas que se arrodillan ante mí: ¡Ay, mi
distinguida cliente, los pliegues de su vestido no caen
ya a la moda!, sé muy bien, repito, que la buena señora
se iba a asustar mucho más con esta exclamación mía
que si oyera una blasfemia contra todos los dioses del
Olimpo. ¡Ah, y pobre de la fregona y cenicienta que no
comprenda estas cosas! Y la verdad, pro dii inmortales,
¿qué es una mujer que no está a la moda? ¡Y qué ma­
ravilla, per déos obsecro, la que va a la última moda!
Quizá os parezca, amigos míos, que todo esto es una
exageración y no la pura verdad. Hagamos una expeíien-
96
da. Suponed conmigo que un amante en el momento
mismo en que su amada, dichosísima, se abandonaba
entre sus brazos y apretaba su cabed ta sobre su ancho
pecho, susurrándole de una manera poco menos que im­
perceptible: ¡Tuya, tuya para siempre!, suponed que el
bobalicón le dijera precisamente entonces: ¡Ay, mi dulce
Catalina, tu peinado está pasado completamente de moda!
¡Qué catástrofe, amigos, tan grande que casi no os la
podéis imaginar, pero yo os aseguro que es así! Los
hombres, por lo general, no se paran a pensar en estas
cosas, pero el enterado y experto, que goza de justa fama
cabalmente por ser experto, es el hombre más peligroso
del reino entero. Yo ignoro las horas felices que el novio
enamorado pueda gozar con su prometida antes de la
boda, pero conozco muy bien las horas dichosas que
ella se pasa en mi taller desfilando sola delante de mis
narices. Después de todo, sin mi visto bueno y mi con­
sagración, un matrimonio es un acto sin validez alguna
o una cosa sumamente plebeya. Suponed ahora que ha
llegado el momento en que los novios se van a juntar
ante el altar. La novia, del brazo de su padre, acaba de
entrar en el templo, mientras resuenan más intensos los
acordes de la marcha nupcial. Avanza segura y soberbia­
mente ataviada. Todo ha sido comprado y probado en
mi tienda-taller, bajo mi mirada experta y vigilante. Pero
hete aquí que, cuando ella ya está para llegar donde el
nervioso novio la espera, salgo yo precipitadamente por
entre los bancos de las primeras filas y le digo: ¡Santo
Dios, mi distinguida señorita, cómo es posible que su
corona de arrayán le siente tan mal a su linda cabeza!
Estad casi seguros que la ceremonia quedará aplazada.
Los hombres, sin embargo, no tienen ni idea de este
tipo de cosas, para eso se necesita ser modisto y trafi­
cante en modas. Para controlar la reflexión de Las mu­
jeres es necesario poseer cabalmente unas dotes de refle­
xión tan enormes y, además, haberlas desarrollado tan
plenamente, que sólo el que se haya consagrado por
entero a la moda, supuesto que sea un superdotado,
puede ejercer semejante control. Feliz, por tanto, el hom­
bre que no se lía con mujer alguna, pues no le perte­
97
7
necerá nunca, aun en el caso de que le fuera muy fiel
y no le engañara con otro. Porque la mujer, por siempre
y para siempre, sólo pertenece a ese fantasma que han
creado juntas, en contubernio monstruoso, la reflexión
propiamente dicha de la mujer y esa otra reflexión tam­
bién femenina que es la moda. De ahí que la mujer de­
bería jurar siempre por la moda, con lo que sus prome­
sas tendrían al menos algún valor. La moda, en defi­
nitiva, es lo único en que piensa la mujer, lo único capaz
de polarizar y explicar todos sus demás pensamientos,
tan varios y tan complicados si no se los interpreta des­
de ese su punto de vista definitivo.
Y el templo de la moda es mi tienda y mi taller. Desde
allí se expande por todo el mundo distinguido y a todas
sus distinguidas damas el alegre mensaje de que acaba
de salir una nueva moda para el peinado que ha de lle­
varse cuando se va a la iglesia, muy distinto por cierto
si se trata de asistir a la misa mayor o a la función ves­
pertina. Así, cuando las campanas repican, el lujoso ca­
rruaje se para frente a mi tienda..., porque también se
ha anunciado por toda la ciudad que nadie es capaz de
peinar correctamente a las mujeres fuera del traficante
de modas. La noble dama desciende de su carruaje y yo
me precipito a su encuentro, haciéndole profundas reve­
rencias. La introduzco en mi salón y, mientras ella se
relaja como una planta espléndida al recibir el todo re­
frescante, yo le voy poniendo los cabellos en orden.
¡Ya está lista! Ella se mira en el espejo, y yo, como
un mensajero de los dioses, me adelanto rápidamente
para abrirle la puerta del salón y vuelvo a indinarme
ante ella; luego corro otra carrerita para abrirle la puerta
de la tienda y, como un esclavo oriental, pongo la mano
libre sobre el pecho y, en cuanto sale a la calle, animado
por su condescendiente gesto de despedida, me atrevo
incluso a tirarle un besito con los dedos, un pequeño
beso lleno de adoración admirativa. Ella se acomoda de
nuevo en su carruaje, pero nota de pronto que ha olvi­
dado algo en mi salón. ¡Ah sí, el salterio! Lo recojo en
un vuelo y voy a entregárselo por la portezuela, aprove­
chando la ocasión para decirle que no olvide inclinar la
98
cabeza un poco hacia el lado derecho y, sobre todo, que
tenga mucho cuidado que su peinado no se descompon­
ga al descender del coche. Y así va a la iglesia para
edificarse...
Quizá también penséis, queridos amigos, que sola­
mente las señoras distinguidas rinden homenaje a la
moda. Nada de eso. Contemplad, por curiosidad, a mis
jóvenes y lindas costureras. En la instalación de sus
cuartos de aseo no he reparado en gastos, pues es con­
veniente que los dogmas de la moda sean predicados
con el ejemplo, empezando por la propia casa de la
moda. Mis operarías forman un coro de pizpiretas un
poco chaladas por la moda, lo mismo que yo, que, como
sumo sacerdote de este culto, voy por delante dando
a todo el mundo un brillante ejemplo. Hago verdaderos
despilfarros con el solo fin, gracias a la moda, de mos­
trar palpablemente la ridiculez de las mujeres, cual­
quiera que sea su rango social. Pues yo no creo eso que
dicen, pavoneándose, todos los seductores que la virtud
de cualquier mujer se vende fácilmente al mejor postor.
Creo, en cambio, que toda mujer en un período muy
breve de tiempo puede quedar hechizada por la alocada
y contagiosa autorreflexión de la moda, que la per­
vierte de una manera muy distinta a como pudiera ha­
cerlo un seductor. He hecho experiencias de este género
con no poca frecuencia. A veces, personalmente, no he
tenido ningún éxito, pero entonces, valiéndome de mis
conocimientos, he hecho intervenir a una o dos esclavas
fervientes de la moda, de su mismo rango social, y el
éxito ha sido completo. Porque del mismo modo que
se enseña a las ratas para que se muerdan unas a otras,
así también las mordedura de la mujer fanática es como
la de la tarántula. Y esta mordedura es aún más peli­
grosa si al marido se le ocurre venir en socorro de la
indefensa víctima.
Yo no sé, la verdad, si estoy sirviendo al diablo o a
Dios, pero tengo razón y deseo tenerla mientras me
quede un céntimo en el bolsillo y la sangre me corra
por las venas. El naturista dibuja el cuerpo de la mujer
con el fin de mostrar las consecuencias desastrosas del
99
corsé y, para que resalten más, pinta al lado una figura
normal femenina. Esto es exacto, pero de todas las fi­
guras que ha pintado sólo la última es irreal, ya que
en realidad todas las mujeres llevan corsé. Pintad, pues,
esa miserable excentricidad enfermiza de la mujer he­
chizada por la moda, analizad los rasgos de esa reflexión
insidiosa que la devora, figuraos ese pudor femenino
que la mantiene más inconsciente de sí misma que de
cualquiera otra cosa..., haced todo esto de la manera
adecuada y habréis juzgado perfectamente a la mujer tal
cual es, con un juicio realmente tremendo para ella.
Claro que para llegar a esto hay que ser un experto
y un sacrificado como yo lo soy. Si alguna vez, por ca­
sualidad, me encontrara con una joven modesta y sen­
cilla que no había sido corrompida todavía por el trato
indecente de las otras mujeres, sería yo entonces el que
la hiciera caer. Para ello la atraparía en mis lazos y la
traería al lugar del holocausto, es decir, a mi maravi­
llosa tienda, con su taller adjunto y sus salones y sus
cuartos de aseo. Una vez aquí me pondría a mirarla con
un cierto desprecio, midiendo su talle, mientras ella
temblaba de miedo como un conejito acorralado, viendo
la muerte próxima. El tiro de gracia sería entonces la
risotada general, en el taller adjunto, de mis operarías
bien aleccionadas. Con esto, y gracias a la moda, obra­
ría yo el milagro de su resurrección, emperifollándola
como si acabara de salir de una jaula de locos, e incluso
más, de tal suerte que no la admitirían ni en un mani­
comio. Pero ella, feliz como unas pascuas, saldría de
mi tienda y ya jamás tendría miedo a ningún hombre,
ni siquiera a los mismos dioses, puesto que iba a la
última moda.
¿Me comprendéis ahora, queridos amigos? ¿Compren­
déis ahora por qué os he llamado conjurados, aunque
salvadas las distancias? ¿Comprendéis ahora mi concep­
ción de la mujer? Todo en la vida es una cuestión de
modas: la piedad, el amor, los miriñaques y el anillo
en la nariz. Así yo, con todos los medios a mi alcance,
quiero ayudar al más noble de los genios, cuyo úniCo
deseo es reírse del animal más grotesco de todos. Puesto
100
que la mujer todo lo ha reducido a la moda, quiero
prostituirla, según lo tiene bien merecido, mediante la
moda. Yo, traficante de modas, no me concedo ni la
más corta tregua; sigo luchando con todo el ardor de
mi alma, puesto en la tarea que me ha encomendado el
destino, y no cejaré en mi empeño hasta que las vea
a todas las mujeres con un anillo en las narices. No
busquéis, pues, a ninguna que os acapare el común;
renunciad al amor, cuya vecindad es la más peligrosa de
todas; porque si no lo hacéis así, estad seguros de que
vuestras amadas irán también con un anillo en las nari­
ces, como lo exige mi última moda.»
Inmediatamente después se puso a hablar Juan el se­
ductor, quien lo hizo de la siguiente manera:
«¡Honorables compañeros! ¿Qué os sucede, que pa­
recéis estar poseídos y atormentados por el mismo dia­
blo? Porque, desde luego, habéis hablado todos como
empresarios de pompas fúnebres. Vuestros ojos están
rojos de lágrimas, que no de vino. Habéis estado a
punto, con vuestras quejumbrosas lamentaciones, de ha­
cerme incluso llorar a mí, pues considero que un aman­
te desgraciado arrastra una vida miserable en el mundo,
como si éste no tuviera ya de suyo bastantes miserias.
Hiñe illae lacrymae rerum.
No, amigos, por este camino tétrico no contéis con­
migo. Yo soy y siempre lo seré un amante feliz. Esta
es la única cosa a que aspiro. Quizá ésta sea una con­
cesión hacia la mujer, cosa que le tenía tan preocupado
a nuestro amigo Víctor. ¿Y por qué no lo iba a ser?
Sí, es una concesión. También lo es que descorche aho­
ra esta botella de champaña, y que deje que su espuma
burbujee en mi copa, y que lleve la copa a mis labios...
¡Esperad un poco a que me la beba!..., para repetir
otras tantas veces concedo. ¡Ah, pero una vez vaciada
la copa están de sobra las concesiones! Otro tanto acon­
tece con las muchachas. Si un amante desgraciado ha
comprado un beso demasiado caro, demuestra bien a las
claras que no sabe ni tomar ni dejar. Yo nunca jamás
compro un beso sobre su precio, pues dejo este cuidado
a las muchachas que lo dan. ¿Qué es de suyo un beso?
101
Para mí es el más hermoso argumentum a i bominem
que existe, el más delicioso, el más elocuente y hasta
casi el más convincente. Y dado que cada mujer posee,
al menos una vez en la vida, la sinceridad espontánea
de este razonamiento, ¿por qué iba yo a ser tan cretino
que no me dejara convencer esa dichosa vez?
Nuestro hombre joven seguramente que no se de­
jaría convencer con tanta facilidad, tendría que pensarlo
antes a fondo. Lo que significa que si alguna vez com­
pra algún beso, éste será un beso acaramelado, como
el de los pasteleros, es decir, más para verlo que para
sentirse uno feliz al recibirlo. Yo, en cambio, gozo el
beso, sin pensarlo y sin decir palabra, ni yo ni la que
me lo da. Por eso estimo que es tan bella la descripción
que hace del beso una vieja canción alemana: Es ist
kaum zu sehn, es ist nur für Lippen, die gettau sich
v e rste h e tisí, tan perfectamente se entienden que cual­
quier reflexión sería una impertinencia y un disparate.
Cuando uno tiene veinte años y no comprende que el
imperativo categórico es: ¡goza!, es porque el pobrecillo
es un imbécil de tomo y lomo; y aquel que, presentada
la ocasión no la aprovecha, es porque es un enclenque
que puede ir a inscribirse a toda prisa en una de las
sectas puritanas que tanto abundan en el país.
Pero vosotros, amigos míos, sois unos amantes desdi­
chados. Por eso pretendéis transformar a la mujer en
algo distinto, recrearla a la medida de Vuestras ideas.
¡Que los dioses no lo permitan! La mujer me place tal
y como ella es de hedió, sin quitarle ni ponerle absolu­
tamente nada. Incluso la broma de Constantino contiene
un deseo secreto y camuflado. Yo, por el contrario, soy
galante. ¿Y por qué no? La galantería no cuesta nada
y os lo concede todo, al mismo tiempo que condidona
cualquier goce erótico. La galantería es la francmasone­
ría de la sensualidad y del placer entre el hombre y la
mujer. Es un lenguaje de la naturaleza misma, como
lenguaje natural es siempre todo lo que expresa el amor.
> «Apenas se lo puede ver, es algo solamente para los labios,y
que se comprenden a la perfección.»
102
Y este lenguaje no está hecho de sonidos, sino de deseos
disfrazados que constantemente cambian entre sí sus pa­
peles respectivos. Comprendo muy bien que un amante
desgraciado sea tan poco galante como para pretender
convertir su déficit en un cheque pagadero en la eter­
nidad. Pero, por otro lado, no lo comprendo, pues a
iuicio mío la mujer representa un valor espléndido y
bien cotizable. Esta verdad, por si ella misma la ignora,
se la aseguro yo a la mujer con todas las fuerzas de mi
mente y de mi corazón. Creo, además, que soy el único
hombre a quien esta verdad no le falla nunca. ¡Jamás
he quedado defraudado! Ahora bien, que una mujer
desflorada valga menos que un hombre, esto ya es otra
cuestión, que por cierto no entra para nada en mi lista
normal de precios. Porque yo no recojo nunca flores
ajadas, se las dejo a sus maridos para que adornen sus
fustas de carnaval o sus cilicios de cuaresma. Que
Eduardo, por ejemplo, haya cambiado de idea y vuelto
a enamorarse de Cordelia, o que siga guardando aquel
enamoramiento primero para sus adentros y sin atre­
verse nunca a declararse..., todo esto es una cuestión
que sólo le atañe a él. ¿Por qué iba yo a mezclarme en
cosas que ya no me interesan lo más mínimo? Lo que
yo pienso sobre esta muchacha se lo he explicado a ella
misma a su debido tiempo. Y, la verdad, también ella
me ha dado unas explicaciones que han llegado a con­
vencerme de una manera rotunda, sobre todo en un
punto, a saber, en que la galantería que derroché con
ella estaba plenamente justificada. Concedo..., concessi.
Y estad seguros que si una nueva Cordelia se presen­
tara ante mí, yo pondría con mucho gusto en escena
El anillo número 2 *.
Mas vosotros, amigos míos, no habéis sido nunca
otra cosa que amantes desgraciados y conspiradores. En
realidad habéis sido mucho más engañados que las mis-1
1 Esta comedia, original del autor inglés G. Farquhar, lleva
por subtítulo: El matrimonio desgraciado por delicadeza. File
adaptada al alemán por Fr. L. SchrSder, y de esta adaptación tra­
ducida al danés por Fr. Schwarz, para ser representada varias
veces en el Teatro Real de Copenhague, entre 1830-33.
103
mas muchachas que lo fueron, y esto a pesar de ser unos
superdotados. Pero lo esencial en la existencia no es
tener ideas claras y sublimes, sino la resolución de la
voluntad, la resolución al servicio de los deseos. Y en
esto, amigos, todos falláis de una u otra manera. El
hombre joven, por lo pronto, no quiere saber nada de
resoluciones. Víctor, por su parte, es un soñador. Cons­
tantino ha pagado demasiado cara la lucidez de su inte­
ligencia admirable. Y el traficante de modas, por últi­
mo, es un fanático. Así no se puede llegar a ninguna
parte. Estoy completamente convencido de que aun jun­
tándoos los cuatro en tomo a una sola muchacha, se
os escabulliría de entre las manos como una ardilla. En
cambio, el favorecido por los dioses y por las mucha­
chas es aquel que posee suficiente entusiasmo como
para idealizar las cosas; suficiente elegancia como para,
alzándolas en el aire, chocar alegremente las copas en
que se brinda el placer; suficiente inteligencia como para
saber el momento oportuno de la ruptura y romper de
hecho con la misma energía que pudiera hacerlo la mis­
ma muerte; y, después de todo, suficiente furia como
para volver en seguida a nuevos goces, con un deseo
redoblado.
En esta materia valen muy poco, por no decir nada,
los discursos. Mi intención, amigos, no es hacer proséli­
tos. No es éste, además, el lugar indicado para ello.
Ciertamente me agrada y gozo como el primero con las
libaciones del exquisito vino y con los suculentos man­
jares de un banquete espléndido, pero para que yo ha­
blara con la debida elocuencia sería preciso tener una
muchacha sentada a mi lado, o un coro de muchachas.
Gracias, sin embargo, le sean dadas a Constantino por
el banquete, por los exquisitos vinos y por toda esta
organización verdaderamente perfecta. Los discursos, por
el contrario, han dejado mucho que desear. Por eso
mismo, para no terminar con una impresión tan des­
agradable un banquete tan suculento, quiero decir unas
palabras en honor de la mujer.
Ahora bien, si para hablar dignamente en honor de
la divinidad se requiere previamente estar inspirado y
104
aleccionado por la misma divinidad, asi también es ne­
cesario estarlo por las propias mujeres cuando se trata
de hablar en su honor. Porque la mujer, menos todavía
que la divinidad, no es un ser fantástico creado por la
imaginación o el cerebro del hombre, ni un sueño en
pleno día, ni una cosa que uno mismo se ha inventado
para luego darse el gusto de discutir los pros y contras
de su propia quimera. No, amigos míos, no es éste el
camino. Solamente de las propias mujeres se puede
aprender a hablar de la mujer. Y cuantas más sean las
maestras que uno ha tenido, tanto mejor. La primera
vez, como es lógico, se empieza a aprender; la segunda
ya se sabe bastante y se progresa de una manera extra­
ordinaria, algo así como cuando en la defensa de una
tesis doctoral se aprovechan las alabanzas corteses del
primer adversario contra los ataques del segundo. Con
esto tampoco se pierde nada y se sigue investigando
y aprendiendo, sin acabar nunca. Porque de la misma
manera que un beso no es como una de esas pruebas
que hacen las cocineras paladeando sus aderezos, ni un
abrazo es un esfuerzo con el que uno tenga que her-
niarse, ni muchísimo menos, así tampoco esta materia
queda agotada jamás, ni resulta como una proposición
matemática, que siempre se mantendrá idéntica aunque
se cambie el orden de sus factores. Tales métodos se
emplean con fruto en las ciencias matemáticas y en el
mundo de las quimeras, pero no son aplicables al amor
y a la mujer, pues en este orden cada nueva experiencia
es una prueba nueva, que demuestra de un modo muy
diferente la exactitud de la misma proposición.
Mi mayor alegría estriba en saber por experiencia
que el sexo débil no es inferior y menos perfecto que
el masculino, según piensan muchos varones inexpertos,
sino infinitamente más perfecto. Me parece oportuno,
no obstante, no hablar en forma de tesis comparativas
y pesadas, sino en la forma ligera del mito. Y en el
nombre glorioso de la mujer, a quien vosotros habéis
injuriado con vuestros discursos desmedidos, me ale­
graré muchísimo si mis breves palabras os condenan
a que el deleite se os escape de las manos apenas lo
105
vais a coger, como a Tántalo el fruto anhelado de los
árboles. Y no les echéis entonces la culpa a las muje­
res, pues vosotros mismos las habéis ahuyentado e in­
juriado. La única actitud que ofende a la mujer es pre­
cisamente la que vosotros habéis adoptado, aunque en
realidad ella está muy por encima de tales ofensas mez­
quinas y los castigados son los que las cometen. Yo,
en cambio, nunca jamás he ofendido a ninguna mujer.
Semejantes cosas no son más que habladurías y calum­
nias de los hombres casados que, naturalmente, no quie­
ren reconocer que yo hago más justicia y rindo más
pleitesía a la mujer que todos los maridos juntos.
Al principio de los tiempos, según cuentan los grie­
gos, no había más que un solo sexo, el del varón. Mag­
níficamente dotado, él hacía así honor a los dioses. Tan
magníficamente dotados estaban los primeros hombres,
que a los dioses les ocurrió lo que les suele ocurrir
a algunos poetas después de haber agotado toda su
energía e inspiración en su creación poética, esto es,
que empezaron a tener envidia de los hombres. Y no
fue esto lo malo, sino que también empezaron a arre­
pentirse de haberlos creado, porque les dio miedo no
fueran a insubordinarse, arrojando lejos su yugo into­
lerable e incluso haciendo tambalear la propia morada
del Olimpo. En realidad habían engendrado una fuerza
que ni ellos mismos estaban seguros de poder dominar.
Él desasosiego y la preocupación reinaban, pues, en el
consejo de los dioses. Al crear a los hombres se habían
mostrado pródigos y generosos. Ahora, en legítima de­
fensa, debían arriesgarlo todo para poner coto al enva­
lentonamiento de los hombres, que ponía en peligro el
orden establecido. No podían, claro está, desacreditar
lo que habían hecho, como algunos poetas suelen hacer
con sus creaciones colosales. Tampoco podían someter­
los a la fuerza, pues si bien los dioses no carecían de
recursos en este sentido, no las tenían todas consigo
y precisamente por eso estaban inquietos y dudosos.
Entonces los dioses tuvieron una idea feliz. El hombre
debería ser aprisionado y sometido mediante un poder
mucho más débil que el suyo y, al mismo tiempo, mu­
106
cho más fuerte, tan fuerte que el hombre no tuviera
más remedio que inclinar la cerviz. ¿Cuál sería este po­
der maravilloso? La necesidad obligó a los dioses a so­
brepasarse a sí mismos en su conocida ingeniosidad.
Dieron una y mil vueltas al asunto, hasta que al fin
lograron coronar aquella idea feliz con otra felicísima.
Este poder extraordinario fue cabalmente la mujer,
una verdadera maravilla, una maravilla infinitamente
mayor, incluso a los ojos de los mismos dioses, que la
del varón. El descubrimiento había sido tan grande que
los dioses, con su ingenuidad peculiar, comenzaron a
felicitarse y saltar de gozo, olvidando todas sus preocu­
paciones. ¿Qué más, amigos, se puede decir en alabanza
ae la mujer? Ella debía realizar lo que los propios dio­
ses no estaban seguros de poder lograr. Y lo más asom­
broso del caso es que la intervención de la mujer fue
un éxito completo. ¡Qué prodigio no será la mujer que
pudo llevar a cabo semejante hazaña!
La verdad es, sin embargo, que todo esto fue una
astucia de los dioses. La encantadora criatura fue for­
mada con la más insidiosa de las intuiciones. En el
mismo momento en que acabó de hechizar al hombre,
la mujer se transformó en otra cosa y lo retuvo cautivo
para siempre en todas las pequeñeces y triquiñuelas de
este mundo. Esto es lo que los dioses querían. ¿Qué
otra cosa podrá imaginarse más deliciosa, más agrada­
ble y atrayente que ésta que los dioses, saliendo por
sus fueros, inventaron para embaucar al hombre? Y
ciertamente es así, la mujer representa la fuerza de se­
ducción más potente que pueda existir en el cielo y
sobre la tierra. El hombre, comparado con ella, es- una
insignificancia y un pobre engendro.
Sí, la astucia de los dioses tuvo éxito. Algunas veces,
no obstante, suele fallar. Porque en todos los tiempos
ha habido algunos hombres, ciertamente muy raros, que
cayeron en la trampa. Estos hombres, desde luego, no
eran ciegos para ver la deliciosa maravilla que es la mu­
jer, incluso lo vieron mucho mejor que los demás, pero
barruntaron que allí había gato encerrado. A estos hom­
bres los llamo yo los eróticos, y me glorío de contarme
107
entre ellos. Los demás hombres los llaman seductores.
La mujer» por su parte, no tiene ningún nombre para
designarlos, es decir, que para ellas son innominables.
Estos eróticos son los hombres felices. Viven aún mejor
que los dioses, porque siempre se alimentan de algo que
es más delicado que la ambrosía y beben lo que es más
delicioso que el néctar. Por la sencilla razón de que lo
que ellos comen y beben sin cesar son las fantasías más
seductoras que supo inventar el pensamiento más inge­
nioso de los dioses. Sólo comen el cebo, el incentivo.
¡Oh placer inigualable! ¡Oh modo de vivir bienaven­
turado! Sólo se alimentan del cebo..., pero nunca jamás
los pescan. Los demás hombres, por el contrario, se lan­
zan al cebo y lo devoran como los labriegos las ensala­
das de pepino, y, naturalmente, son cazados y puestos
a buen recaudo. Solamente el hombre erótico sabe apre­
ciar el cebo, apreciarlo en su auténtico valor infinito. La
mujer lo sospecha, y por eso mismo existe un cierto en­
tendimiento secreto entre ella y el seductor. Pero éste
jamás olvida que lo que a él le gusta es sólo cebo y en
cuanto tal lo saborea, cuidándose muy bien de guardarse
este secreto para sí mismo.
Los dioses, pues, son lo que garantizan que la mujer
es el ser más maravilloso, delicioso y seductor de todos
los que se puedan imaginar. Y esta garantía divina que­
da reforzada por el hecho de que fue la necesidad la
que agudizó su ingenio y, jugándose su prestigio y po­
derío, pusieron en movimiento todas las fuerzas del
cielo y de la tierra con el fin de formar ese ser mara­
villoso y poderosísimo.
Abandonemos ahora el mito. El concepto del hombre
responde perfectamente a su idea. Por eso en la realidad
misma no se puede pensar más que un solo tipo de hom­
bre existente, exclusivamente uno. La idea de la mujer,
por el contrario, es una generalidad que no se agota en
ningún tipo particular de mujer. Esta, por nacimiento,
no es la igual al hombre, sino que con posterioridad ha
llegado a ser una parte del hombre, si bien mucho más
perfecta que él. Admitamos que los dioses, mientras el
nombre dormía y por miedo a despertarlo si tomaban
108
demasiado de su cuerpo, sólo tomaron una pequeña par­
te suya para formar a la mujer; o pensad, si lo preferís,
que lo partieron por medio y la mujer fue una de esas
mitades del hombre..., lo que significaría, evidentemen­
te, que el único partido era el hombre. La mujer, por
tanto, llegó a ser igual al hombre gracias a esta subdi­
visión. Ella es una mentira, pero no en el primer mo­
mento original, sino en un momento posterior y sólo
para aquel que caiga en sus redes. Es una finitud, pero
en su estado originario esta finitud suya está infinita­
mente potenciada por la infinitud falaz de todos los
sueños ilusos de los dioses y de los hombres. Todavía
no hay engaño, pero en el momento siguiente, el que es
incauto, claro está, cae inmediatamente en la trampa.
La mujer es una criatura finita y, en consecuencia, un
ser colectivo: la mujer única encierra en sí a todas las
mujeres. Esto solamente lo comprende el hombre "eró­
tico y por eso mismo sabe amar a muchas mujeres sin
ser engañado jamás, al revés, gusta y paladea a sus an­
chas esa deliciosa bebida que los bondadosos dioses
acertaron a preparar con tanto ingenio.
La mujer, por las mismas razones que acabamos de
exponer, no se deja tampoco agotar en una fórmula
cualquiera, pues es una deslumbrante infinitud de cria­
turas finitas. El que pretendiera concebir su idea co­
rrespondiente, se encontraría en una situación seme­
jante a aquel que hunde su mirada en un océano de
fantasmagorías en perpetuo devenir, o a quien se halla
completamente desorientado contemplando las olas de
espuma con sus caprichosas y cambiantes formas. Por­
que la ¡dea de la mujer es como una oficina en la que
caben todas las posibilidades y todas las delicias. Pero
estas posibilidades deliciosas, según hemos dicho, sola­
mente para el hombre erótico representan la fuente inago­
table de un entusiasmo eterno.
Los dioses, pues, idearon a la mujer bajo la forma
de un ser grácil y etéreo como la bruma de las noches
de verano y, no obstante, lleno de carne y jugoso como
una fruta madura. Ligero como el pájaro, si bien su
alado vuelo encierra la gracia y el atractivo de todo un
109
mundo. La mujer es ligera porque el juego combinado
de sus fuerzas se concentra en el polo invisible de una
relación negativa, dentro de la cual ella misma se rela­
ciona consigo misma. Es esbelta de talle, perfectamente
diseñada y, sin embargo, pasa por delante de vuestros
ojos atónitos con el galbo de sus líneas ondulantes y
completamente ajustadas a los cánones de la belleza. Es
perfecta y, no obstante, tenemos la impresión de que
siempre alcanza la perfección en el instante mismo en
que nos topamos con ella. Es refrescante, deliciosa y
suave como la nieve recién caída, y al mismo tiempo
enrojece y se ruboriza en su serena transparencia. Es
feliz como un chiste que nos hace olvidar todas las pe­
nas, sedante como el remedio ideal de todos los deseos
más sublimes, y a la par excitante estupendo de los
mismos.
Y los dioses, mientras configuraban a la mujer, pro­
yectaron la situación de la manera siguiente. El hombre,
en cuanto la viese, se asombraría como quien ve frente
a sí mismo su propia imagen; asombro que iría en cre­
cimiento, a pesar de estar familiarizado con aquella ima­
gen suya, al contemplar la maravilla y dechado de la
copia, tan perfecta que nunca pudo ni siquiera barrun­
tar algo semejante, al mismo tiempo que le seguiría pa­
reciendo tan familiar y necesaria que, de no haberla in­
ventado los dioses, lo habría hecho él mismo, ya que
sin ella no podía vivir, porque era la mayor necesidad
de la vida y, no obstante, su mayor enigma a los ojos
del mismo hombre. Cabalmente esta contradicción en el
asombro es la que enciende el deseo del hombre, mien­
tras el asombro lo empuja cada vez más cerca de esa
visión de la que no puede apartar los ojos y con la cual
se siente también cada vez más familiarizado, aunque no
se atreva a acercarse del todo como es su deseo indo-
meñable.
Cuando los dioses habían configurado del todo en su
mente la forma de la mujer, empezaron a temer seria­
mente el no poderla expresar al exterior. Lo que les
daba más miedo, en realidad, era la mujer misma. Era
tan bella que no osaban hacerla sabedora de su propia
110
belleza, por miedo a tener un confidente que descubriera
en seguida lo que ellos habían tramado con tanta astu­
cia. Entonces, para evitarse riesgos, coronaron su obra.
La perfeccionaron todavía más, pero de tal suerte que
ella, en la ignorancia de la inocencia, no supiera absolu­
tamente nada de sus espléndidas dotes. Como si esa
ignorancia fuera poca, cubrieron a la mujer con el secreto
impenetrable del pudor. Con esto estaba ya completa­
mente lista y, por otra parte, el éxito del plan asegu­
rado. De verdad que era una criatura cautivadora, sobre
todo cuando aparecía desnuda, sin ningún velo. Cuando
huía, era una necesidad seguirla. ¡Ah!, y cuando oponía
una resistencia constante, era totalmente irresistible. Los
dioses batieron palmas de júbilo.
En el mundo entero, desde luego, no existe ningún
atractivo como el de la mujer, ni ningún aliciente que
tenga un poder tan absoluto como el de la inocencia
femenina, ni ninguna tentación que sea tan sugestiva
como la de la pureza virginal, ni ningún señuelo com­
parable al de la mujer. Ella misma no sabe nada de
todo esto y, sin embargo, su pudor característico se lo
barrunta naturalmente. Este su pudor es el tabique que
la separa del hombre, de una manera más decisiva que
la espada de Aladino separaba a éste de Guiñare *. Pero
hay un hombre, el erótico, que cual otro Píramo apoya
su cabeza contra ese tabique del pudor femenino y per­
cibe tras él, lejanos y profundos, todos los presentimien­
tos del deleite voluptuoso.
Así es como tienta la mujer. Los hombres ofrecen a
los dioses el más exquisito de todos los manjares, como
si no fueran éstos los que se los sirvieron a ellos en
bandeja. La mujer es la fruta que encandila la vista de
los hombres, y los dioses no conocen nada que se le
pueda comparar en este sentido. Existe de veras, está
presente y junto a nosotros, a nuestro mismo lado, y,
no obstante, infinitamente alejada, oculta en el pudor,1
1 El principal personaje femenino del drama de Oehlenschlae-
ger, antes citado, Aladino o la Lámpara maravillosa, uno de los
más grandes dramas del romanticismo.
111
hasta que un buen día lo abandona. ¿Cómo? Ni ella
misma lo sabe, por la sencilla razón de que no ha sido
ella la que ha roto su clausura pudorosa, sino la misma
vida, la vida que astutamente la ha denunciado.
La mujer, de suyo, es picara como un niño en el juego
del escondite, que apenas asoma la cabeza desde el rin­
cón en que se oculta. Su picardía, a pesar de todo, es
una cosa inexplicable, porque lo hace de una manera
inconsciente y enigmática. Sí, la mujer siempre es un
enigma. Lo es cuando cierra los ojos, y también cuando
os envía un mensaje con la mirada, un mensaje al que
no acompaña ninguna idea, ni siquiera una palabra. Se
suele decir que los ojos son el espejo del alma, pero
este adagio no es aplicable a la mujer, porque cuando os
mira sus ojos no revelan nada y su mensaje permanece
indescifrable. La mujer es serena y tranquila como la
quietud del atardecer, cuando no se mueve ni una hoja;
tranquila como una conciencia que todavía no sabe nada
de nada. El ritmo de su corazón es regular y acompa­
sado, tan regular que se creería que no tiene corazón.
Pero hay un hombre, el erótico, que cual un médico
especialista sabe aplicar el estetoscopio contra su pecho
y percibe, allá dentro, los latidos ditirámbicos del deseo
que canta como un acompañamiento inconsciente. La
mujer es despreocupada como la ráfaga del viento que
os azota la cara, contenta y satisfecha como el profundo
mar, y, no obstante, llena de nostalgias como todo lo
que es inexplicable.
¡Ay, amigos míos, mi alma se ha templado, está suave
como la piel de una gamuza! Juzgo que también mi
vida expresa una idea, aunque vosotros seáis capaces
de captarla. También yo he acechado y adivinado el
secreto de la vida. También yo rindo culto a algo que
es divino, y por cierto que no lo hago sin esperar nin­
gún fruto. Porque el hecho de que la mujer sea un
engaño de los dioses, encuentra su expresión verdadera
en su voluntad de ser seducida. Y como la mujer no es
una idea, resulta completamente lógico que el hombre
erótico quiera amar a cuantas más mujeres mejor.
Solamente el hombre erótico conoce la delicia incom­
112
parable de gozar el engaño sin ser jamás engañado. Y, en
el fondo, solamente la mujer conoce la enorme dicha
de ser seducida. Esta verdad, naturalmente, la he apren­
dido de las mujeres, si bien no he empleado apenas
ningún tiempo en la explicación correspondiente, porque
me interesaba mucho más defenderme y seguir sirviendo
a la idea con una ruptura tan brusca como la de la misma
muerte. Una novia y una ruptura, según lo expresa el
propio idioma, se corresponden entre sí como lo feme­
nino y lo masculino1. Y esto sólo lo sabe la mujer y,
callado está dicho, también su seductor. Ningún marido
es capaz de comprenderlo, y ella tampoco habla jamás
con él sobre el particular. La pobre mujer se resigna a
su suerte, comprende que tiene que ser así y barrunta '
que no se puede ser seducida más que una vez. Por esta
poderosísima razón jamás se muestra realmente encole­
rizada contra su seductor, con la condición, claro está,
de que éste la haya seducido de verdad y haya sabido
expresar la idea correspondiente. Pues la simple rup­
tura de una promesa matrimonial y otras historias por
el estilo no son más que galimatías, en modo alguno
seducción. Miradas las cosas de este punto de vista,
podemos afirmar sin temor a equivocamos que no re­
presenta una desdicha tan grande para una mujer el
hecho de haber sido seducida de esa manera y que, por
el contrario, su auténtica dicha está en serlo de verdad.
Una muchacha excelentemente seducida puede llegar
a ser una esposa excelente. Si yo mismo no tuviera las
condiciones requeridas para ser un seductor —y aunque
por tal me considero, siento profundamente mis limita­
ciones al respecto, de suerte que cumplo dichas condi­
ciones casi por los pelos—, o si me decidiera alguna vez
a contraer matrimonio, estad seguros, amigos míos, que
siempre elegiría para consorte a una joven seducida, con
el fin de no encontrarme en la embarazosa situación de
tener que seducir a mi propia esposa. El matrimonio ex-
1 En el idioma danés, en efecto, la palabra Brud, según que
sea del género gramatical común —faelleskon— o del neutro
—intetkón—, significa «novia» o «ruptura».
113
8
presa también una idea, pero una idea muy distinta de
la que yo tengo sobre el amor, porque lo que respecto
de esta idea mía representa un valor absoluto, eso mis­
mo es algo completamente indiferente y secundario en
relación con la idea del matrimonio. Este, por consi­
guiente, no debería considerarse jamás como un punto
de partida, es decir, como el comienzo de una historia
de seducción. En todo caso una cosa es cierta, a saber,
3 ue a cada mujer corresponde un seductor y que su
icha y felicidad consiste precisamente en encontrar a
su seductor.
Con el matrimonio, en cambio, son los dioses los que
triunfan. La que un día tuvo la suerte de ser seducida,
no tiene ahora más remedio que caminar al lado de su
esposo durante toda la vida. De vez en cuando vuelve
la vista atrás con los ojos cargados de nostalgia, pero
resigna a la triste realidad que le ha tocado vivir y así
va pasando los días hasta que le llega la muerte. Muere,
en efecto, más no en el mismo sentido en que lo hace
el hombre, porque lo que ella hace propiamente al morir
es volatilizarse y disolverse de nuevo en aquel inexpli­
cable conglomerado de elementos de que la formaron
los dioses. Desaparece como un sueño, como una figura
accidental y pasajera cuyo tiempo se ha esfumado. Pues,
¿qué otra cosa es la mujer sino un sueño y una ilusión,
a pesar de ser también la realidad más sublime? Así, al
menos, la concibe el hombre erótico, quien la conduce
y se deja conducir por ella fuera del tiempo, donde ella,
como todas las ilusiones, está en su propia casa. Al
lado del marido, por el contrario, se temporaliza, y él
con ella.
¡Oh naturaleza maravillosa! Si no te hubiera admi­
rado antes de conocer a la mujer, ésta me habría ense­
ñado a hacerlo, porque es lo único verdaderamente ve­
nerable de la naturaleza. Hiciste de ella una criatura
espléndida, pero fue aún más magnífico que no hicieras
nunca dos mujeres idénticas. En el hombre lo esencial
es lo esencial y, en consecuencia, siempre permanecerá
idéntico y todos los hombres serán siempre iguales unos
a otros. En la mujer, en cambio, lo accidental es lo esen-
114
dal y, por lo tanto, siempre será una diversidad inago­
table y nunca jamás habrá dos mujeres iguales. Su es­
plendor es efímero, pero el dolor resultante se olvida
casi tan pronto como el esplendor perdido, en el mo­
mento mismo en que un nuevo resplandor os deslumbra
y aprisiona por otro breve tiempo. Es cierto que yo
tampoco dejo de ver la fealdad que pueda derivarse en
el futuro, mas en cualquier caso la mujer nunca es fea
a los ojos de quien la seduce.»
Los convidados, en cuanto Juan «El seductor» ter­
minó su discurso, se levantaron de la mesa. Bastó una
leve señal de Constantino para que todos ellos, con un
sincronismo militar, viraran hacia su izquierda o su de­
recha, según el ángulo de su colocación anterior. Pero
el anfitrión no quiso que sus invitados abandonaran así
el lugar de la cita. Con su invisible bastón de mando,
eficaz y flexible como una varita mágica, tocó una vez
más su espíritu soñoliento para que revivieran al menos
un recuerdo efímero del espléndido banquete y las pla­
centeras emociones que éste suscitó, por cierto cada vez
menores y más apagadas por el agitado choque de ideas
de los discursos habidos, cuyo acento solemne acababa
de desvanecerse y era necesario resucitar un poco con
la resonancia fugaz de un último eco de despedida. Cons­
tantino, para lograr estos dos fines, saludó a sus com­
pañeros con la copa en alto, la vació de un trago e inme­
diatamente la lanzó para que fuera a estrellarse contra
la puerta del fondo de la sala. Los otros, como movidos
por un resorte, siguieron el ejemplo del anfitrión y eje­
cutaron este gesto simbólico con la solemne gravedad
de los consagrados. El placer de la brusca interrupción
quedó así perfectamente satisfecho, un placer de reyes,
puesto que por ser el más corto de todos los placeres es
también el que más libera. El goce siempre debe comen­
zar con una libación, pero se puede afirmar que la liba­
ción que más se asemeja a las de los dioses olímpicos
es aquella en la que, después de sorber el último trago,
se hace añicos la copa y se la condena al olvido, liberán­
dose uno gozosa y apasionadamente, como si fueran
otros tantos peligros de muerte, de todos los recuerdos.
115
Para interrumpir una cosa es necesario derrochar más
vigor y temple que para deshacer un nudo, pues las difi­
cultades de éste le apasionan y animan a uno a terminar
la tarca, pero en el caso de una brusca ruptura es uno
mismo el que tiene que animarse y decidirse. El resul­
tado, aparentemente, es idéntico, mas desde el punto de
vista del arte la diferencia no puede ser mayor. Pues
eso de ver que una cosa se acaba o termina es muy dis­
tinto que tener que interrumpirla por un acto libre de
la voluntad, sea porque así lo queremos apasionada­
mente o porque un suceso imprevisto nos obliga a ello,
sea porque se han agotado las provisiones, como cuando
los escolares acaban de cantar la última canción de su
breve repertorio, o porque el deseo se ha embotado, ya
se trate de una trivialidad que todo el mundo ha vivido
o de un secreto particularísimo que escapa a la gran
mayoría.
El gesto de Constantino, arrojando y estrellando su
copa contra la puerta del fondo, fue un acto simbólico,
pero también fue en cierto sentido un acto decisivo,
como la primera señal de una orden. Porque, en efecto,
apenas sonó el último chasquido de las copas de sus
compañeros estrelladas contra la misma puerta, ésta se
abrió de par en par y todos pudieron ver —como el que
temerariamente llama a las puertas de la muerte y ve en
el último momento las potencias aniquiladoras que la
acompañan— al equipo de demolición dispuesto a no
dejar títere con cabeza. Todo fue cosa de segundos,
como un memento que se reza por un difunto, pues no
acababan de salir huyendo los convidados cuando la es­
pléndida y recién estrenada decoración ya era un mon­
tón de ruinas.
Frente a la puerta principal había un carruaje bien
equipado y con el tronco enganchado. A otra señal de
Constantino los invitados tomaron asiento en tomo suyo
y todos juntos se alejaron alegres y felices, porque el
cuadro de desolación que dejaban detrás de ellos había
infundido nuevos bríos en sus ánimos. A una milla,
aproximadamente, se paró en seco el gran carruaje. Cons­
tantino dijo entonces que allí mismo daba por condui-
116
das sus funciones de anfitrión y se despidió de sus que­
ridos compañeros, no sin antes informarlos que en el
mismo lugar había otros cinco coches a su disposición,
de suerte que cada uno podía seguir su gusto e ir adonde
le viniese en gana, solo o acompañado con quien qui­
siera... No de otro modo que el cohete que, impulsado
por la fuerza de la pólvora, sale disparado como una
flecha y se para de golpe en lo alto, permanece un ins­
tante inmóvil y entonces estalla, dispersándose por los
cuatro vientos.
Mientras se enganchaba los caballos a los otros carrua­
jes, los convidados nocturnos recorrieron un trecho del
camino a pie. El airecillo fresco del amanecer purificaba
su sangre caliente y ellos, desperezándose un poco de
su modorra, recibían a pleno pulmón este delicioso fres­
cor de la mañana. El grupo que formaban sus siluetas
me causó a mí, espectador de excepción, un efecto raro
V fantástico. Porque considero que uno de los espectácu­
los que más ponen de manifiesto la armonía maravillosa
del orden del mundo es ése de contemplar la salida del
sol, iluminando con sus rayos primeros el campo y la
pradera, y a toda criatura viviente que, después de haber
reposado durante la noche, se levanta vigorosa y llena
de júbilo con el sol. Este, desde luego, es un espectáculo
reconfortante y tranquilizador en grado sumo. En cam­
bio, eso de tener que descubrir al amanecer a una cua­
drilla de noctámbulos tambaleándose en medio de la
sonriente naturaleza, eso es algo que casi da náuseas al
mismo que lo contempla. Uno, inevitablemente, se pone
a pensar en un grupo de fantasmas sorprendidos por la
aurora, o de gnomos que no pueden encontrar la grieta
por la que desaparecer en las entrañas de la tierra, por­
que la grieta por la que salieron y ahora no encuentran
sólo es visible en medio de las tinieblas de la noche.
O se piensa, quizá, en una pareja de seres desgraciados
a quienes la monotonía de sus sufrimientos ha hecho
olvidar la diferencia entre el día y la noche.
Nuestro grupo, que bien que mal ya había recorrido
un buen trecho del camino real, se adentró entonces por
un pequeño sendero que entre parcelas de campo los
117
condujo hasta las rejas de un jardín, al fondo del cual
se percibía vagamente una modesta mansión veraniega.
En uno de los ángulos del jardín, del mismo lado de
la campiña, los árboles formaban una glorieta. Como
aquéllos notaran que en la glorieta había alguien, sintie­
ron una enorme curiosidad y sigilosos y en cuclillas, pe­
gando sus narices a la reja, concentraron sus miradas
escrutadoras en aquel amable rincón oculto, pero no
tan oculto como ellos mismos, que al acecho parecían
enviados de la policía, la cual bien podría encomendar­
les, si no otra cosa, ésta del espionaje. Claro que, a pro­
pósito de esto último, sus fachas no eran precisamente
las de unos enviados de la policía, sino la de los tipos
que la policía anda buscando. No se habían parapetado
todos juntos, sino un poco separados, con el fin de
espiar mejor. De pronto Víctor, como si le hubiera mor­
dido una víbora, se escurrió hada el compañero de al
lado y le dijo ai oído: «¡Caramba, si son el consejero
Guillermo y su esposa!»1.
Quedaron sorprendidos... No, desde luego, aquellos
dos seres unidos a los que el follaje ocultaba; aquellos
dos seres dichosos y demasiado absortos en su propia
felicidad conyugal como para perder el tiempo en obser-
1 El que quiera conocer más de cerca a este consejero y a su
esposa puede leer —lo que sin el menor afán de propaganda
le aconsejo mucho— el tomo II de las Obras de Kierkegaard,
titulado por mí: Dos diálogos sobre el primer amor y el matri­
monio. Cabalmente los dos son dos descripciones soberbias de la
vida matrimonial escritas por el propio Guillermo, y el segundo
lo robará Víctor Eremita dentro de unos pocos instantes, aunque
con la misma ligereza se lo arrebate en seguida una misteriosa
ráfaga de la existencia que vela por sus fueros.
Estos diálogos no sólo son recomendables para conocer el
punto de vista del esposo, sino también para conocer más a
fondo y a contraluz los cinco puntos de vista que acaban de
desarrollar en sus respectivos discursos —sin olvidar para nada
el Diario del seductor— sus antípodas, los estetas.
Porque Kierkegaard tiene más filosofía que la que pueda
portar un escudero sobre sus espaldas, según le dijo una vez
Don Quijote a] suyo. Una filosofía de la vida en d sentido más
profundo de esta palabra máxima, no en el superficial de tantos
vitalistas estéticos como en el mundo han sido, desde Epicuro
a Klages, etcétera. I
118
var a nadie; y demasiado confiados en sí mismos como
para creer que alguien los estaba observando, fuera del
suave sol mañanero que los amparaba benévolo, mientras
la dulce brisa mecía las hojas y todo, en el contorno in­
mediato y en la serena campiña, contribuía con su calma
a protegerlos en el rincón de la pequeña glorieta. ¡No,
aquel matrimonio feliz no fue sorprendido, ni notó la
más mínima cosa extraña en su alrededor! Los que fue­
ron y son con la mayor frecuencia sorprendidos son los
que se fían de estos perspicaces y sabihondos observa­
dores. Para los cuales, naturalmente, no existe en el
mundo entero una sola pareja de esposos que puedan
sentirse tranquilos y satisfechos, aunque parezca que no
haya nada, absolutamente nada, que de una manera sola­
pada o clamorosa perturbe su dicha cuando están así
sentados el uno junto al otro. Por muy felices que los
esposos sean, tiene que haber algo así como un poder
invisible, dicen los astutos observadores, que se inter­
ponga entre ellos y los separe; y por muy fuerte y apre­
tado que sea su abrazo, siempre habrá un enemigo oculto
del que en vano intentan defenderse y que nunca los
deja en paz.
Pero éste, gracias a Dios, no es el modo de pensar ni
de vivir de los verdaderos esposos. No lo era, sin duda
alguna, el de aquel matrimonio que recibía el saludo del
sol matinal filtrándose entre los árboles de su glorieta.
¿Cuánto tiempo llevarían casados? Resultaba difícil sa­
berlo con exactitud. El ajetreo de la esposa en torno a
la mesita del té, delataba una gran seguridad en todos
sus movimientos, pero al mismo tiempo había en su
dedicación una cierta ingenuidad y apasionamiento casi
infantiles y muy peculiares de las recién casadas, cuando
la mujer se encuentra en ese período inicial en el que
todavía no sabe a punto fijo si el matrimonio es una
broma o una cosa seria, y si ser ama de casa es una
tarea, un juego o un puro pasatiempo. Quizá llevaba ya
mucho tiempo de casada y no estaba aún muy al corriente
en el servicio del té, porque solamente lo hacía cuando
se encontraban de vacaciones en su pequeña mansión
veraniega, o quizá sólo aquella misma mañana porque
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tuviera un especial significado para ellos dos. ¿Quién
puede averiguar todas estas cosas? Cualquier cálculo pue­
de fallar, en uno u otro sentido, cuando uno se encuen­
tra frente a una individualidad que ha sabido conservar
la espontaneidad original de su alma, la cual impide que
el tiempo deje el menor rastro en ella. Pero así como
cuando el sol, apenas salido, reluce con todo su esplen­
dor estival, uno piensa en seguida que tiene que ser día
de fiesta, una fiesta extraordinaria que viene a romper
la uniformidad monótona de la vida cotidiana, así tam­
bién aquel afanarse de la esposa le inclinaba a uno a pen­
sar que lo hacía por primera vez o una entre las pri­
meras, y que era algo que a la larga no podía repetirse.
Esto es lo que piensa, indudablemente, el que una sola
y primera vez presencia una escena de este género. Y yo,
por mi parte, era la primera vez que veía a la esposa del
consejero. El que contemplara una escena semejante to­
dos los días, pensaría probablemente de otro modo, su­
poniendo que la escena continuaba siendo la misma. Pero
esto ya no es asunto mío, sino del consejero Guillermo.
El hecho es, como íbamos diciendo, que nuestra ama­
ble y servicial. ama de casa se hallaba muy atareada.
Echó agua recién hervida, sin duda para calentarlas, en
un par de tazas, las vació de nuevo, las colocó en una
bandeja, las llenó de té y, con todos los demis ingre­
dientes del desayuno en la misma bandeja, se acercó a
la pequeña mesa que había en el centro. ¿No faltaba
nada? ¿O acaso era todo ello una simple broma y no
una cosa seria? A quien, de ordinario, no le guste el té,
le querría yo haber visto en el puesto del consejero. •
A mí, espectador de excepción, me pareció en aquel
momento la bebida más deliciosa de todas, y sólo el as­
pecto atrayente de la señora suscitaba el deseo de una
delicia mayor. La estupenda señora, evidentemente, no
había tenido tiempo de hablar nada hasta aquel instantef,
pero en cuanto le ofreció el té al esposo, rompió el pro­
longado silencio y le dijo:
«¡Date prisa, querido, y bébelo pronto, no sea que
se vaya a enfriar con este fresquillo de la mañana! ¡Esto
120
es lo menos que puedo hacer por ti, ser un poco solícita
contigo.»
«¿Lo menos?», replicó lacónico el consejero.
«¡Sí, cariño, o lo más, si tú quieres, o lo único!»
El consejero la miró con un cierto aire de interroga­
ción, mientras ella prosiguió:
«Ayer me interrumpiste cuando yo quise abordar este
asunto, mas yo lo he dado muchas, muchísimas vueltas,
sobre todo en estos días que estamos pasando en nues­
tra casa de campo. Creo que adivinas de quién se trata.
Porque te diré que estoy absolutamente convencida de
que si no te hubieras casado, habrías llegado a ser,
de otra manera, se entiende, un personaje muy impor­
tante en el mundo, pero que muy importante.»
El consejero, volviendo a dejar su taza en la bandeja,
saboreaba ya su primer gran sorbo de té, con una satis­
facción y agrado bien manifiestos. Aunque, probable­
mente, no era el té el que le hacía sentirse tan feliz,
sino el tener al lado a su adorada esposa, una verdadera
delicia, como hemos dicho. Ella, por su parte, no pen­
saba para nada en esto, sino solamente en que su espo­
so, no menos adorado, encontrase el té delicioso. Des­
pués, al segundo sorbo, el consejero colocó la taza sobre
la mesa, tomó un cigarro de un lujoso estuche y le dijo
a ella:
«¡Por favor, querida, me quieres coger una brasita
del infiernillo!»
«¡Con mucho gusto, cariño mío!»
Entonces ella cogió la brasa con una de las cuchari­
llas del té y se la acercó cuidadosamente. Él encendió
su cigarro, la rodeó tiernamente por el talle con su
brazo derecho, mientras la esposa se apoyaba sobre sus
hombros. En esto él apartó un poco su cabeza para lan­
zar lejos una gran bocanada de humo y volvió a posar
sus ojos sobre ella con un aire de abandono feliz que
solamente la mirada puede revelar, no así la pluma.
Sonreía jovialmente, si bien esta jovialidad de su son­
risa encerraba algunos ribetes de melancólica ironía. Fi­
nalmente añadió:
«¿Lo crees así verdaderamente, mi pequeña?»
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«¿A qué te refieres?», respondió ella.
Él se calló de nuevo y sonreía con más ganas, hasta
que con una solemne gravedad en la voz le reconvino
a su mujer:
«Si es así te perdono la tontería que acabas de decir,
porque demuestras bien a las claras que la has olvidado
tan pronto como la dijiste. Porque, desde luego, era una
tontería como una casa, una de esas tonterías que dicen
ordinariamente las mujeres alocadas. ¿Qué cosa impor­
tante, en definitiva, podría yo haber llegado a ser sin
ti en el mundo?»
Ella pareció por unos instantes un poco molesta con
esta seria advertencia, mas se recuperó en seguida y em­
pezó a hablar con toda la elocuencia de que es capaz
una mujer. El consejero, sin interrumpirla, se quedó mi­
rando una tela de araña que traslucía al sol, mientras
que con los dedos de la mano derecha tamborileaba
sobre la mesa, acompañando el canturreo de una vieja
canción popular y, al mismo tiempo, el discurso que le
seguía espetando su elocuente consorte. Las palabras de
la canción eran perceptibles en algunos breves momen­
tos, pero en seguida, al igual que el dibujo de un tejido
fino que tan pronto aparece como desaparece, volvían
a esfumarse con el ritornelo del famoso título: «El ma­
rido se fue al bosque a cortar varas de avellano». Cuan­
do el melodramático discurso de la señora consejera
tocaba a su fin, se pudo oír la siguiente réplica:
«Me parece —dijo él—, me parece que ignoras por
completo que las leyes danesas permiten a los maridos
azotar a sus esposas. La lástima es que estas mismas le­
yes no especifiquen en qué casos está permitido.»
Ella se rió de semejante amenaza implícita y con­
tinuó:
«Pero, esposo mío, ¿por qué no podré lograr nunca
que me escuches con una poca seriedad cuando te hablo
de cosas tan importantes? No, no me comprendéis.
Créeme que soy completamente sincera cuando te repi­
to con tanta insistencia que habrías llegado a ser algo
importante en el mundo. Después de todo es una idea
muy sugestiva. Claro que si no te hubieras casado con­
122
migo, puedes estar seguro de que ni siquiera la habría
mencionado una sola vez. Y si ahora lo hago tan de
continuo, no es sólo porque la idea me ilusiona, sino
porque creo que también debe ilusionarte a ti mismo.
Por eso, al menos por esta vez, sé un poco serio y res­
póndeme con toda franqueza, te lo ruego, hazlo por mí.»
«No, esposa mía, jamás conseguirás que yo me pon­
ga serio, ni tampoco ninguna respuesta seria de mi parte
sobre un punto tan discutible. Lo único que puedo
hacer es reírme de ti y así hacer que tú misma lo olvi­
des, o quizá pegarte unos verdugazos para que dejes de
hablar tanto de la misma cosa, o finalmente, si las
risas ni los verdugazos son eficaces, hacerte callar por
otro procedimiento más rápido. Como verás, todo esto
es una broma en tres tiempos, lo que significa que te­
nemos otras tantas salidas.»
El consejero se levantó en aquel mismo momento,
le dio un beso en la frente a su esposa y ambos, cogidos
por el brazo, se perdieron por el sombreado caminito
que partía de la glorieta.
Esta, como es obvio, quedó desierta y ya no había
nada que hacer ni ver allí, con lo que la cuadrilla de
ocupación enemiga no tuvo más remedio que retirarse
sin botín alguno. Ninguno de ellos parecía, ni muchísi­
mo menos, satisfecho con el resultado. Algunos, de des­
pedida, se contentaron con hacer una que otra obser­
vación maliciosa. Tomaron otra vez eí sendero por
donde habían venido, pero notaron que Víctor se les
había escabullido. Esta había dado, raudo como un
corzo, la vuelta a la esquina del jardín y se fue acer­
cando por uno de sus lados hasta la pequeña mansión
veraniega. Las puertas del salón que daba al mismo jar­
dín estaban abiertas de par en par, lo mismo que la
ventana que daba al camino. Sin duda que allí vio algo
que le llamó poderosísimamente la atención, porque de
un salto se coló en la pieza y de otro volvió a salir
como una exhalación, yendo a tropezarse de narices con
los compañeros que andaban buscándolo. Con gesto
triunfante les muestra en su mano alzada un mazo de
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papeles, mientras les grita: «¡He aquí, amigos, un ma­
nuscrito del señor consejero! Con anterioridad he pu­
blicado otros manuscritos suyos. Mi deber, pues, es
publicar también éste.» Con mucho cuidado lo metió
en el bolsillo o, mejor dicho, trataba de hacerlo, porque
en el mismo momento en que curvaba el brazo y desli­
zaba el manuscrito en su bolsillo, fui yo y se lo sustraje
como por arte de magia.
Y, después de todo, ¿quién soy yo? Hasta ahora na­
die ha hecho esta pregunta. Si a alguien se le ocurre
hacerla en este instante, puedo decir que he tenido mu­
cha suerte, pues de esa manera he podido cumplir mi
tarea, por cierto nada fácil, sin que nadie me obligara
a revelar mi identidad. Por lo demás, no merece la pena
que nadie pregunte por mí, porque soy la cosa más in­
significante de todas y, como es lógico, al tener que
revelar mi identidad me lleno de confusión y me salen
los colores a la cara. ¡Bueno, esto es un decir, pues ni
siquiera tengo cara! Yo soy el puro ser y, por lo tanto,
casi menos que nada. Soy el puro ser, que está en todas
partes y a quien, no obstante, ninguno puede ver, pues
su esencia es el perpetuo devenir y, por consiguiente,
constantemente quedo abolido '. Soy como la línea que
separa un problema aritmético de su solución. ¿Y quién
se preocupa para nada de una simple línea? Por mí
mismo no puedo hacer nada, ni siquiera la idea de ro­
barle el manuscrito a Víctor ha sido mía. Porque esta
idea, gracias a la cual, según se expresan los ladrones,
yo le «escamoteé» a Víctor el manuscrito, también fue
primero idea suya y luego escamoteada por mí. Por esta .
misma razón, al publicar ahora el manuscrito, me con­
sidero una vez más como una nada absoluta, ya que el
manuscrito siempre seguirá siendo propiedad del con-
1 Es una respuesta muy irónica contra Hegel de Williarji
Afham, el evocador del banquete y de los discursos, el espec­
tador de excepción, por su benevolencia se entiende y por su con­
traste con los otros cinco observadores sabuesos y maliciosos de
la última escena del jardín, y uno más entre los innumerables
seudónimos de Kierkegaard.
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sejero y, en cuanto lo publico o lo edito yo, no soy
más, en mi nada absoluta, que una especie de venganza
contra el propio Víctor, quien no solamente se sentía
muy ufano con haberlo robado, sino también, lo que es
mucho peor, con perfecto derecho a publicarlo.

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