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La muerte por teléfono

Nadie se atrevió a levantar el auricular por el temor a la fatídica noticia. Ni siquiera Néstor, el mayor,
que tenía fama de temerario. Marcela que barría la casa se paralizó y es la hora todavía la tengo
paralizada en mi memoria. Mis otros dos hermanos estaban trabajando pero algo nos decía que no
era alguno de ellos quien llamaba, ni el otro, el menor, que estaba con ella en el hospital cubriendo
mi turno porque no pude ir. Eso lo sentíamos sin un por qué. Papá había muerto hace años de un
ataque cardíaco, pero esta vez era mamá quien se podía asomar por ese aparato, no ella
directamente, creo que me entienden como lo entendimos en ese entonces. Decir las cosas ahora
por su nombre me cuesta con la misma intensidad que me costaba en aquel momento. Habíamos
crecido en un barrio zona metropolitana de Barranquilla, papá había sido empleado de una empresa
de plásticos y mamá tenía un negocio independiente en la casa de productos desechables, es decir
de productos que se vendían al por mayor en la empresa donde trabajaba papá. Actualmente es el
negocio que manejo con mi hermana. Toñito, el menor, recién graduado de un curso técnico en una
de esas corporaciones que abundan en la ciudad, andaba desempleado. Aún sigue en las mismas y
con unas miradas fijas y largas que me dan miedo. Ernesto y Armando llegaban por la noche de
trabajar. Armando más temprano porque se rebuscaba y no tenía horario como tal, aunque a veces
llegaba tarde pero no por trabajo, ese es otro tema que muy poco me gusta tocar. Tal vez lo toque.
No sé, tal vez. El caso es que ese día ninguno de los dos habían llegado temprano. De Ernesto me
gusta hablar más. Qué les puedo decir, es una versión de ambos, de papá y mamá, de papá sacó
hasta su forma de peinarse, de medio lado, estatura normal, madrugador (aunque esto es de
ambos), siempre calmadamente decidido, de pocas palabras, pero no salió trigueñito, sacó el color
de mamá, blanquito, y el color madera de sus ojos. La verdad es que Marcela poco me preocupa,
tiene un novio bien que la quiere mucho por lo dedicada y hacendosa y lo más probable es que
termine enrolándose con él con casa y todo, es decir con una casa que alquilen o compren con lo
que pueda ganar mi cuñado. Me preocupa Toñito, su no sentirse en la casa aunque esté me hace
perder a veces en noches de vigilia. Si un tiempo atrás fue de pocos amigos ahora es peor. Hace
poco tuvo un trabajo y sólo duró tres meses y es la hora que no sé si porque eso duró el contrato o
no quiso ir más y la verdad es que no tengo el carácter de andar preguntándole e indagándole cosas
y para colmo me gusta que sea así, que quede así sea de adorno en la casa. No he hablado de Néstor,
es el segundo pero el más alto y robusto, el que siempre nos defendía de alguna ofensa o pelea.
Nunca le gustó el estudio y a duras penas terminó la básica secundaria y ni por el SENA se interesó,
aunque aprendió el oficio de mi tío: soldador. Cuando mamá comenzó con sus síntomas Néstor
andaba con mucho trabajo y el sol pegando duro en esta ciudad de trabajadores gordos y sudados,
de estadio y griterías. La clientela que tenía, la misma que acudía a nuestro negocio de productos
desechables, y otras más alejadas de nuestro entorno, nos habían estado visitando días anteriores
a cuando sonó ese aparato como un heraldo negro. Pero ese preciso día, sólo estábamos Marcela,
Néstor que había venido a reposar el almuerzo y yo atendiendo el negocio. No podíamos parar de
trabajar porque los gastos por todos lados se disparaban, que si no era la radioterapia de mamá era
la quimio; que si no era Armando con algún problema en la calle era el negocio que no marchaba
bien algunas veces. Si no fuera por Ernesto y su estado puro de soltería y la metida del hombro de
Néstor, las cosas se hubiesen dado de manera más complicada, pues a pesar de que recibíamos la
pensión de papá que recibía mamá, aun así las cosas se enredaban. Pobre mamá, no sé qué tengo
más fijo, si la situación de todos que convergen en un solo punto que es mamá, o la imagen de ella
en la cama del hospital. Una noche que me tocaba el turno de estar con mamá en el hospital, se me
dio por pensar en una película que vi hace años de Clint Eastwood titulada Los puentes de Madison,
que trata de una señora protagonizada por Meryl Streep que tiene dos hijos, hombre y mujer, con
un granjero honesto y dedicado a su familia y a sus tierras, la historia es imaginada por sus hijos que
están leyendo unas cartas que encontraron en un baúl que dejó su madre al morir y en ella se
enteran que mientras ellos se fueron por cuatro días a exhibir un ganado vacuno fuera del condado
con su padre, su señora madre conoció a un fotógrafo de la National Geografic (que era el mismo
director de la película), que quedó enamorado del sitio y luego de la señora poco a poco por culpa
de esta y su comportamiento de quinceañera. Muchas veces me he preguntado si mamá se los puso
a papá cuando se separaron por un tiempo, y sin embargo lo dudo porque siempre la vi ocupada,
pero a veces unos clientes se reunían con ella con ínfulas de don Juan y mi vieja nunca guardó
distancias, pero no por coqueta, precisamente por lo contrario, por inocente, esa misma inocencia
que veo en Toñito, esa misma inocencia que me hacía pensar que si alguien se le acercaba para
besarla en una cita o en el mismo negocio en la casa, mamá lo impediría con una mano en el pecho
del otro diciéndole que no entiende qué hace, con respeto e incluso objetividad. A papá debo
reconocerle algo: el de haber tenido sus seis hijos con una sola mujer. Pero dudo de su fidelidad.
Pero no quiero seguir hablando de eso. De lo que quisiera hablar ahora es de esa imagen que se
traspasó en cada uno de nosotros en los días y noches de turno últimamente, esa imagen que al
comienzo no era así, donde el optimismo se podía ver, donde las bromas se asomaban y uno se iba
con toda a hacer el turno, donde nos imaginábamos el regreso de mamá a casa bien arregladita y
todo, bien bonita la casa acotejada por Marcela, y donde hasta Armando estaba temprano sentado
en la sala sin ningún problema traído de la calle. Pero no fue así en los últimos días, y la palabra
último puede sonar a trágico pero no, porque conocíamos casos en los que los últimos días de la
persona con X o Y enfermedad estaban bien, bien en el sentido en que se les vio como siempre se
les vio en vida y de repente pum, como aconteció con un vecino hace años, el de al lado. Pero no,
mamá estaba mal y eso lo sabíamos sin decírnoslo, sin mirarnos casi. Por eso el día que sonó el fijo
de esa manera (aunque sonara igual todos los días con la llamadas de los clientes, familiares y
amigos, incluso del hospital por allá en las semanas y meses de mejoría), sabíamos que no era Toñito
en el turno porque él no es de esos hijos activos y de carácter, ni Ernesto por la sencilla razón que
nunca llama al igual que Néstor que estaba con nosotros, y ni mucho menos Armando a no ser que
sea porque está en problemas. Recordé mi última cita con el médico porque me había sentido un
poco mal y los nefastos resultados que me arrojó el doctor una semana después y la valentía que
tuve en salir de casa y recibirlos sin previamente llamar o que me llamaran, recordé esto, repito, y
me llené de coraje y descolgué el aparato y sentí el olor del hospital, sus pasillos de vida y muerte,
sus baldosas ajedrezadas, niños y ancianos en habitaciones, a mis hermanos turnándose, a mis
hermanos en ese momento simultáneo perdidos mentalmente, en especial en Toñito, que estará
en casa cuando Marcela se haya ido con su novio, Toñito sentado o de pie detrás de unas vitrinas
de un negocio de productos de plásticos pensando en que en cualquier momento otra vez sonará el
teléfono de esa forma que todos sabemos, y que anunciará que yo, el mayor de todos, al que
visitarán en un futuro no muy lejano al igual que a mamá, quedará envuelto en una sola palabra o
expresión que vendrá viajando rápidamente atravesando espacios y cables y que saldrá por un
parlantico, esa misma palabra o expresión que escuché cuando tuve la valentía de levantar el
auricular del teléfono, mientras Marcela barría la casa, mientras me imaginaba a Néstor soldando
una reja en su taller aunque estuviese inmóvil junto a mi hermana en la sala, mientras Toñito
vigilaba a mamá, mientras recreaba a Ernesto todo formalito atendiendo un cliente en su oficina, y
mientras proyectaba en mi mente a Armando, sentado en un rincón de algún edificio abandonado
con otros amigos, rotándose entre ellos una hierba marrón-verde que mezclan a veces con polvo de
ladrillo rojo y telaraña.

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