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Domingo III de Adviento

Ciclo B
17 de diciembre de 2017
Testigo de la luz. Voz en el desierto. Bautista de agua. Enviado por Dios, el hombre se llamaba
Juan. No era el mesías, ni Elías, ni el profeta. Pero sí el precursor del ungido. A punto de ser
presentado ante la humanidad el perfectamente impregnado del Espíritu Santo, la trompeta
profética lo anuncia con júbilo. El ungido, lo sabemos, aquel sobre quien el Espíritu reposa, es el
mismo del que esperamos la venida, el portador de la buena noticia para los pobres y de la palabra
de liberación para los prisioneros. Es aquel en quien la alegría del amor divino y los ropajes de la
salvación y la justicia se harán patentes para el género humano: nuestro Señor Jesucristo. Él será
el novio coronado para las bodas, mientras la Amada, la Iglesia, se adornará con las joyas de su
gracia. No extraña que el mismo Juan, más adelante, ante una aparente divergencia entre sus
discípulos y los de Jesús, habrá de llamarse a sí mismo también el amigo del Esposo. El que puede
disminuir para que el recién llegado crezca. El que se goza intensamente cuando por fin escucha
la voz esperada. Jesús sí es la luz, la Palabra, la Vida. A Juan lo alegra. A nosotros también.
El precursor es el amigo. Y el tiempo del precursor, el Adviento, es el tiempo de la amistad.
Cómplices con él en la preparación festiva, nos alegramos todos con esa fuerza que sólo la íntima
confianza y los proyectos comunes pueden suscitar. Confianza y comunión que, en el ámbito
espiritual, no dejan de ser frutos del Espíritu de la unción y del amor. La amistad del Adviento, la
amistad entre Juan y Jesús, la amistad eclesial, es el noble consorcio de los que esperan juntos.
Juan como amigo del esposo nos enseña a gozar el Adviento, y también a ayudar a otros a hacerlo.
Nos ayuda a vivir la grata certeza de que en medio de nosotros hay uno, que no siempre
reconocemos, que es el que da sentido y plenitud a toda profecía. Y, a la vez, nos convida a ser
eco de su voz y reflejo de su testimonio, para anunciar también a nuestros hermanos, tan sedientos
de luz, que el Esposo llega, que el Salvador está cerca.
La amistad de Juan, la amistad del Adviento, es amistad en la luz, en la voz y en el signo. Los
auténticos amigos crecen en la verdad compartida, en la palabra comprometida, en el emblema
mutuamente reconocido. Con su ritmo litúrgico, la Iglesia Esposa nos concede integrarnos a la
familiaridad entre el Esposo y el Amigo. La voz profética no cesa de anunciarse, para que
advirtamos que el proyecto de Dios se hunde en su eternidad y se verifica en el tiempo, y nos
permite descubrirlo sacramentalmente, en la promesa y en sus adelantos. Dios tiene un secreto, el
dulce secreto de su designio salvífico, y al amigo lo confía en un discreto murmullo. Juan no es la
caña resquebrajada por el viento. Es el testigo muy digno de confianza. Y nos prepara para serlo
también nosotros. Poco a poco, para quienes vivimos el Adviento, va amaneciendo esa esperanza
luminosa que, a pesar de presentarse como pequeña, es fuerte y contundente. Nos alegramos con
esa luz. Juan nos orienta a ella, nos vuelve conscientes de su dignidad, y nos llama a una
expectativa creciente de emoción gozosa. Se acerca. Queremos que llegue. Imploramos su venida.
El llamado de Juan mueve a enderezar el camino. La preparación al encuentro de la luz requiere
abrir los ojos, abrir el corazón, renunciar a las tinieblas y al rechazo del amor. El amigo nos invita
a la reconciliación. Es la misma preparación de la que hablaba san Pablo al concluir su carta a los
tesalonicenses: restaurar la amistad, la paz santificadora, absteniéndose de toda clase de mal, no
estorbando la acción del Espíritu, discerniendo con sensatez, pero sobre todo viviendo en la alegría
constante, orando sin cesar, dando gracias con sencillez y celebrando en toda ocasión.
Nuestro ritmo litúrgico se marca especialmente por la acción de gracias. El tiempo se convierte
en eucaristía cuando invocamos al Espíritu de la unción, cuando ofrecemos el sacrificio, cuando
alabamos al que es la luz, cuando imploramos misericordia. Lo hacemos también con la confianza
y la intimidad de los amigos, sabiendo que en el sacramento el que nos ha llamado ratifica su
fidelidad y cumple su promesa. Nutridos en el banquete nupcial, somos enviados a continuación,
en calidad de amigos, como Juan, a sonar en el mundo las trompetas de la serenidad y del gozo.
Hay muchos ojos impregnados de lágrimas que hemos de enjugar, muchos corazones entristecidos
a los cuales consolar, muchos ánimos oscurecidos que esperan el testimonio de la luz. El Esposo
nos invita a hacer extensiva la fiesta de la vida a todos ellos, para que nadie se quede sin participar.
Él desea colmar a los hambrientos de bienes. Lleno nuestro espíritu, como el de María, de júbilo
en el Señor, proclamemos la grandeza de su nombre y reconozcamos que somos dichosos, porque
no ha dejado de mirar la humildad de sus siervos. Que la madre de la esperanza, plenamente pobre
para poder ser plenamente rica, colmada de la riqueza del Altísimo, nos salude como a Isabel en
el encuentro festivo, y también nosotros saltemos de gozo en el seno de nuestra madre la Iglesia,
al escuchar el saludo de la que entra en la casa portando a la luz, al Salvador.
Hoy un grupo de hermanos, alumnos de nuestro querido Seminario Conciliar de México, son
presentados como candidatos al ministerio ordenado. Ustedes también están llamados a ser
testigos de la luz, amigos del Esposo. El pequeño signo que hoy aquí se realiza, que me ha
encomendado con particular solicitud don Norberto, es el primer rito contenido en el ritual de
ordenaciones, por lo que incluso más que los ministerios laicales, que también recibirán pronto,
indica un compromiso de parte de la Iglesia y de ustedes mismos con su vocación. El Dios de la
alegría es fiel. También ustedes están llamados a serlo. De frente a la Iglesia, a la que manifiestan
su voluntad de servir, vivan siempre como hijos de la luz, para poder ser sus testigos en una
sociedad urgida de pastores santos y sabios, de signos creíbles y elocuentes del amor divino.
Oramos por ustedes y por nuestra Iglesia particular con gran cariño.

Lecturas
Del libro del profeta Isaías (61,1-2.10-11)
El espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido y me ha enviado para anunciar la buena
nueva a los pobres, a curar a los de corazón quebrantado, a proclamar el perdón a los cautivos, la
libertad a los prisioneros y a pregonar el año de gracia del Señor. Me alegro en el Señor con toda
el alma y me lleno de júbilo en mi Dios, porque me revistió con vestiduras de salvación y me
cubrió con un manto de justicia, como el novio que se pone la corona, como la novia que se adorna
con sus joyas. Así como la tierra echa sus brotes y el jardín hace germinar lo sembrado en él, así
el Señor hará brotar la justicia y la alabanza ante todas las naciones.
Salmo Responsorial (Lc 1)
R/. Mi espíritu se alegra en Dios, mi salvador.
Mi alma glorifica al Señor
y mi espíritu se llena de júbilo
en Dios, mi salvador,
porque puso los ojos en la humildad de su esclava. R/.
Desde ahora me llamarán dichosa todas las generaciones,
porque ha hecho en mí grandes cosas el que todo lo puede.
Santo es su nombre
y su misericordia llega, de generación en generación,
a los que lo temen. R/.

A los hambrientos los colmó de bienes


y a los ricos los despidió sin nada.
Acordándose de su misericordia,
vino en ayuda de Israel, su siervo. R/.
De la primera carta del apóstol san Pablo a los tesalonicenses (5,16-24)
Hermanos: Vivan siempre alegres, oren sin cesar, den gracias en toda ocasión, pues esto es lo que
Dios quiere de ustedes en Cristo Jesús. No impidan la acción del Espíritu Santo, ni desprecien el
don de profecía; pero sométanlo todo a prueba y quédense con lo bueno. Absténganse de toda
clase de mal. Que el Dios de la paz los santifique a ustedes en todo y que todo su ser, espíritu,
alma y cuerpo, se conserve irreprochable hasta la llegada de nuestro Señor Jesucristo. El que los
ha llamado es fiel y cumplirá su promesa.

R/. Aleluya, aleluya. El Espíritu del Señor está sobre mí. Me ha enviado para anunciar la buena
nueva a los pobres. R/.
Del Santo Evangelio según san Juan (1,6-8.19-28)
Hubo un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan. Éste vino como testigo, para dar
testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él. Él no era la luz, sino testigo de la
luz. Éste es el testimonio que dio Juan el Bautista, cuando los judíos enviaron desde Jerusalén a
unos sacerdotes y levitas para preguntarle: “¿Quién eres tú?” Él reconoció y no negó quién era. Él
afirmó: “Yo no soy el Mesías”. De nuevo le preguntaron: “¿Quién eres, pues? ¿Eres Elías?” Él
respondió: “No lo soy”. “¿Eres el profeta?” Respondió: “No”. Le dijeron: “Entonces dinos quién
eres, para poder llevar una respuesta a los que nos enviaron. ¿Qué dices de ti mismo?” Juan les
contestó: “Yo soy la voz que grita en el desierto: ‘Enderecen el camino del Señor’, como anunció
el profeta Isaías”. Los enviados, que pertenecían a la secta de los fariseos, le preguntaron:
“Entonces, ¿por qué bautizas, si no eres el Mesías, ni Elías, ni el profeta?” Juan les respondió:
“Yo bautizo con agua, pero en medio de ustedes hay uno, al que ustedes no conocen, alguien que
viene detrás de mí, a quien yo no soy digno de desatarle las correas de sus sandalias”. Esto sucedió
en Betania, en la otra orilla del Jordán, donde Juan bautizaba.

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