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El cuento del Gigante que no sabía lo que era el miedo

El Gigante, que con la furia de sus brazos había conquistado naciones enteras, y con sus
grandes piernas había pisoteado a miles de enemigos y atemorizado con su rugido a
generaciones y generaciones de niños, y sí, con su boca había comido carne humana, ese
gigante, y ningún otro, desde hacía un mes, no más, se despertaba aterrorizado e inquieto,
vacío por dentro y con un dolor en el pecho que no sabía cómo describir. Paralizado, intentó
recobrar la furia que le había hecho famoso, pero su corazón lo retenía en el momento del
ataque (los ojos que miran al enemigo, las piernas a la espectativa, las manos en tensión) Por
primera vez el Gigante que no tenía miedo se tuvo que enfrentar al peor de sus enemigos, al
más complicado e indestructible, al más feroz: a él mismo.

Y fue así como, en un día de lluvia y de sol radiante, día raro para cualquier monstruo, que el
Gigante de grandes brazos y colmillos afilados, de mirada ausente y piel dura, le contó a la
adivina de su aldea el vacío que sentía en el pecho y que no le permitía vivir; la adivina supo
descifrar sin que le hablara cual era su mal: “El vacío que sientes en el pecho, el dolor que
tiene tu corazón, lo curará aquello que buscas sin saberlo, aquello que te alimenta sin
comerlo, aquello que te dará la vida sin pedirlo”. El gigante no supo, o no quiso saber, de qué
le hablaba la adivina y le gritó enojado”Y donde tengo que buscarlo, a quién tengo que matar
para conseguirlo!”.

La adivina se sonrió, anduvo por la habitación calmada y habló pausadamente:

–Para conseguirlo necesitarás buscar tres objetos: unas tijeras para cortar
–¿Cortar, qué necesito cortar– gritó malhumorado el Gigante.
– Lo sabrás al hallarlas– contestó sin furia la mujer. También tendrás que buscar un espejo
donde poder ver y reflejar. Y por último, y sin embargo imprescindible, tendrás que
conseguir un cristal mágico con dos funciones: la de mirar lo que pasa fuera, pero también lo
que pasa dentro.
– ¿Y si encuentro estos tres objetos se acabará el dolor del pecho para siempre?
– Así será, pero todo cambio a mejor conlleva sacrificios. Se acabará el dolor del pecho, no lo
dudes amigo Gigante, pero jamás volverás a conquistar ciudades, ni atemorizar a las
naciones, ni comerás las entrañas a tus enemigos. Aunque no habrá otro camino: sino lo
encuentras, si aceptas seguir viviendo con el dolor en el pecho, morirás. Tu corazón se parará
para siempre.
–¿Y dónde tengo que ir? ¿Dónde encuentro estos tres objetos?
– Aquí viene la parte más complicada. Tendrás que encontrar tu propio camino, porque cada
sendero es diferente. Te daré un consejo: pierde el miedo.
– !Miedo!, !Miedo!, yo no tengo miedo.
– Amigo Gigante, todo el mundo tiene miedo, aunque al tuyo, como los objetos, todavía
tienes que encontrarlo.
Y el Gigante que no sabía que tenía miedo se encaminó por el camino que no iba a ninguna
parte, sin rumbo y con la certeza de encontrar los tres objetos. No tuvo que recorrer muchos
pies cuando a lo lejos vio un gato y anudado a su cuello una cinta de la que colgaban unas
pequeñas tijeras. El gato, manso y dócil, se acercó al gigante, y este deshizo el lazo y le quitó
las tijeras. Pensó el gigante si matar o no al gato, y lo dejó marchar en agradecimiento por
haberle dado el primero de los objetos. El gato se quedó quieto a sus pies, mirando la aldea
donde vivía toda su familia, y fue así como el Gigante supo, gracias al primer objeto, que lo
que tenía que cortar era el pasado que lo unía a su pueblo. No lloró, porque los gigantes no
lloran, pero en su pecho sintió de nuevo vacío, uno diferente, que lo reconfortó esa noche
mientras dormía en el bosque y le hizo pensar en los cambios de su presente y en la
incertidumbre del futuro.

Al despertar el dolor seguía allí. Tuvo una certeza difícil de asumir: la muerte estaba cercana.
Sintió angustia y desconcierto, sentimientos que descubría por primera vez como ser humano.
Perdido, el Gigante continuó su propio destino, que era único e irrepetible. El ruído de una
cascada hizo que cambiara el rumbo sin rumbo, y bebiera junto a los ciervos a la orilla de un
río. El caluroso día lo invitó a desnudarse y nadó libre entre las cristalinas aguas del río.
Descansó al lado de la cascada y al levantarse miró detenidamente su cuerpo reflejado en el
agua. No era un reflejo normal: estaba distorsionado por el movimiento. Era él, y sin embargo
no lo era. Era un hombre y no un gigante. Era diferente siendo él mismo.Y sintió vergüenza y
excitación al ver lo que el reflejo hacía con su cuerpo; desnudo, indefenso, atractivo, dejó de
mirarse. Quiso enterrar en lo más profundo de su mente este nuevo pensamiento. Un
pensamiento que era indigno para un gigante. Y fue así como supo que el segundo de los
objetos, un espejo natural, reflejaba a un gigante diferente y hacía florecer un secreto que él
mismo se había ocupado de ocultar.

Y fue así como, por primera vez en su vida, el Gigante sintió miedo: un miedo incontrolable a
que todos descubrieran lo que guardaba su interior.

Angustiado, solo, perdido, el Gigante siguió caminando con la certeza de su futura muerte.
Ya no guardaba esperanzas, y el desasosiego era cada vez mayor. El miedo le hizo subir
montañas y cruzar valles, adentrarse en los bosques y dormir en cuevas como una alimaña.
Convencido de no encontrar el último de los objetos, cansado y con el dolor en el pecho
agudizado, el gigante pudo entender lo que sus enemigos sentían al morir, y encontró en lo
más profundo de su ser el miedo que les había provocado, el dolor infligido, la muerte con las
que los había despedazado.

Avergonzado de su pasado, el Gigante que no sabía lo que era el miedo, se dejó morir
arrojándose por un barranco.

Pero no murió. Los golpes que las piedras ejercieron en su cuerpo mientras caía amortiguaron
el trágico final. Su cuerpo dolorido resistió varias horas hasta que sin pedirlo fue rescatado.
Los no gigantes curaron sus heridas. Rodeado de cientos de ellos convivió durante meses.
Para un gigante estar rodeado de no gigantes era un gran reto: eran su plato favorito.
Aprendió de ellos: que el miedo también era bueno para sobrevivir; que guardar secretos
dañaba el corazón; y que todo el mundo necesita del amor para sanar, para vivir.

Y el Gigante encontró el tercer objeto, que no nos hemos olvidado. El cristal mágico con el
que cambiar la perspectiva de la mirada. Aunque esta vez no había que buscarlo fuera, porque
estaba dentro de él, en sus propios ojos, que habían modificado su visión del mundo.

Y así fue como el Gigante que no sabía qué era el miedo descubrió el amor, a otras personas,
y a sí mismo; y pudo vivir muchos años sin el dolor que había sentido en su pecho, preparado
también, para en el futuro, amar y ser amado sin miedo.

Amador Aranda Gallardo.

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