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Materia: Estética
Cátedra: Schwarzböck
Carrera: Filosofía
Teórico: N° 1 – Miérc. 03 de agosto de 2016
Profesora: Silvia Schwarzböck
Tema: Presentación del tema del programa 2016: Gusto, arte y política.
Unidad I. 1. Gusto, arte y política antes de Kant. La estética ilustrada.
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Vamos a introducirnos al tema de la Unidad 1 (Gusto, arte y política antes y después


de Kant), partiendo de En busca del tiempo perdido, de Proust. Esta obra (y sobre todo su
primer tomo), a pesar de que se publica entre 1913 y 1927 -Proust fallece en 1922 - ofrece
un muy preciso retrato de las últimas tres décadas el siglo XIX. Lo que la selección de citas
que voy a leerles apunta a mostrar –gracias a lo que Proust tiene de observador maníaco-
bergsoniano de las clases sociales- es la descripción minuciosa de una práctica en su punto
máximo de difusión social: el ejercicio del juicio estético en el marco de los salones. Es
decir, vamos a pensar una parte sustancial del fenómeno ilustrado -la cultura de los salones
como expresión empírico-social del gusto- a partir de una reconstrucción de su momento, si
se quiere, decadente, en las últimas décadas del siglo XIX. Considerar el fenómeno en su
versión decadente sirve para retrotraerse, críticamente, al momento de su constitución. No
porque en el momento de su constitución el fenómeno sea prístino –si lo que queremos
hacer es una genealogía en sentido nietzscheano, tenemos que recordar que todos los
comienzos son siempre fangosos-, sino porque el nacimiento ilustrado del juicio estético,
aun siendo de carácter oscuro y bajo (en lugar de transparente y elevado), la filosofía lo
dignifica y lo convierte en un momento clave de la soberanía del sujeto moderno: el del uso
más libre posible de sus facultades, que es el uso desinteresado –no teórico y no práctico-
de ellas.

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En busca del tiempo perdido no es parte de la bibliografía obligatoria. Ni siquiera
está en el programa. Pero su lectura –la lectura de algunos fragmentos especialmente
seleccionados del primer tomo: “Del lado de Swann”- nos permite entender cómo terminó
siendo lo que empezó como “el libre uso de las facultades humanas”, es decir, como el
juicio estético, entendido así a la manera kantiana. El escándalo sería no cuánto se degradó
el juicio estético (lo cual supone, erróneamente, un presunto origen prístino), sino cuánto
esfuerzo tuvo que hacer la filosofía para sobreponerse a la fangosa situación empírico-
social del ejercicio del gusto para teorizarla en lo que tenía de auténtico, no en lo que tenía
de simulación.
Cuando a mediados del siglo XVIII surge el problema de la distinción social –el
problema del gusto como comportamiento de clase: lo que ahora hacen los burgueses en los
salones (practicar el juicio estético) antes sólo lo hacían los aristócratas- no parece necesitar
de la creación de una sociología del gusto para explicarlo. Es la filosofía la que está en
condiciones de fundamentar esa práctica, y no hace falta, por eso, una ciencia social. En el
siglo XX sí lo hace la sociología: estos problemas son los de Pierre Bourdieu, por ejemplo.
Pero en ese momento eran los problemas de Kant.
Por eso es tan provocadora la tesis de Deleuze sobre el lugar de la Crítica del Juicio,
dicha en sus clases a modo de presentación de la obra:

Hoy quisiera hablar de ese libro extraordinario que es la Crítica del Juicio. Si digo que es
un libro extraordinario es porque es un libro fundador de una disciplina. (…) La estética
comenzó a existir como algo diferente a la historia del arte con la Crítica del Juicio.
(Gilles Deleuze, Kant y el tiempo, trad. Equipo Editorial Cactus, Buenos Aires, Cactus,
Serie Clases, volumen 5, 2008, p. 69)

La estética puede hacer el trabajo de fundamentación del gusto, precisamente,


porque teoriza las facultades del sujeto. Pero Deleuze exagera: si la filosofía moderna no
tuviera el grado de desarrollo que adquiere entre el empirismo y Kant (como para que Kant
“se despierte del sueño dogmático –como él mismo dijo- gracias a Hume), no podríamos
pensar en la estética como una disciplina diferente de la sociología del gusto o de la historia
del arte, pero tampoco como una disciplina que tiene un antes de Kant (además de un
“antes y después de Kant”, como dice el título de la Unidad I del programa de la materia).

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Es exagerada –no falsa- la tesis de Deleuze; pero lo que tiene de contenido de
verdad, en su exageración, es su capacidad de advertir sobre cierto estado de diletancia de
la filosofía ilustrada: en el momento en el cual el gusto se hace visible -porque se presenta
como una práctica social que se está ampliando y generalizando, y que abarca a una clase
social que antes no participaba de ella- sólo la filosofía de Kant está en condiciones de
proceder a su fundamentación. Es decir, sólo Kant tiene una teoría de las facultades a la
altura de las circunstancias.
Yo voy a hacer una selección de textos de En busca del tiempo perdido referidos al
salón de Madame Verdurin. Para quien lo quiere leer completo, el texto abarca desde las
páginas 203 a 233 de la edición de Losada, con traducción de Estela Canto. Lo que yo voy
a hacer es elegir cuatro momentos de la primera visita de Swann, un burgués ilustrado, al
salón de Madame Verdurin. En el primer tomo de En busca del tiempo perdido, este
momento es clave porque es cuando Swann conoce a Odette. Este momento es el que elegí
para que veamos el problema del gusto en su versión más degradada.
El primer momento de esta genealogía del problema del gusto en la novela de
Proust es el que podemos titular así: Por qué va Swann al salón de los Verdurin.

Es verdad que el “pequeño núcleo” no tenía ningún vínculo con la sociedad que
frecuentaba Swann, y los mundanos puros hubieran encontrado que no valía la pena
ocupar, como él, una situación excepcional para hacerse presentar a los Verdurin. Pero a
Swann le gustaban tanto las mujeres que a partir del día en que ya había conocido a casi
todas las de la aristocracia, y en que ellas ya no podían enseñarle nada, sólo había
considerado la carta de ciudadanía, casi el título de nobleza que le había otorgado el
Faubourg Saint-Germain, como una especie de valor de cambio, de carta de crédito
desprovista de valor en sí misma, pero que le permitía ser bien recibido en tal rincón de
provincia o en tal medio social oscuro de París, donde la hija de un hidalgo pobre o de un
notario le había parecido bonita. (Proust, Marcel, En busca del tiempo perdido. Tomo 1:
Del lado de Swann, trad. Estela Canto, Buenos Aires, Losada, 2000, p. 206)

Un burgués ilustrado, Swann, va a un salón de los menos reputados, un salón de


provincia como el de Madame Verdurin, a conocer mujeres que no haya todavía conocido,
porque en realidad, con todas las de la aristocracia y con todas las burguesas prominentes

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ya ha tenido trato. El desafío que le significa ir a un salón de provincia de poca reputación
es poder conocer mujeres bonitas que todavía no haya conocido.

Porque el deseo o el amor le daban entonces un sentimiento de vanidad del que estaba
exento en su vida diaria, aunque sin duda fuera este sentimiento el que en otros tiempos lo
había dirigido hacia la vida elegante, en cuyos placeres frívolos había dilapidado los dones
de su inteligencia, y usado su erudición en materia de arte para aconsejar a las damas de
sociedad que compraban cuadros o amoblaban sus mansiones, y que le suscitaba el deseo
de brillar a los ojos de una desconocida que lo atraía con una elegancia que el nombre de
Swann por sí solo no implicaba.

Lo que le asegura a un burgués ilustrado que yendo a un salón de provincia de poca


reputación va a conocer las mujeres bonitas que le falta conocer es, precisamente, su
convicción de que en ese contexto él va a brillar de una manera que no es la manera en la
cual brillaría en un salón reputado. Es otra manera. Cuidado con malinterpretar este
propósito de brillar, porque el personaje lo vive como un desafío: brillar en un salón de
provincia no reputado, para un hombre verdaderamente inteligente como Swann, no es tan
fácil como brillar en un salón parisino reputado. Es decir, no es lo mismo brillar entre gente
inteligente que brillar entre personas a las cuales hay que demostrarles que uno es
inteligente, porque no saben reconocer de primera mano la inteligencia.

Lo deseaba especialmente si la desconocida era de condición humilde.

Me reservé este dato hasta leerlo en el texto: lo que Swann, este burgués ilustrado,
va a buscar al salón de Madame Verdurin son mujeres de una condición social inferior a la
propia.

Del mismo modo que no es a otro hombre inteligente que un hombre inteligente tendrá
miedo de parecer tonto, no es un por gran señor sino por un rústico que un hombre
elegante debe temer que su inteligencia no sea reconocida.

El temor de Swann -y también el desafío que representa para él hacer una conquista

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en un territorio que no es el suyo- proviene de saber –tanto como el narrador- que
precisamente quien no es inteligente no sabe reconocer fácilmente la inteligencia –de ahí
que haya que demostrársela-. Es frente a un rústico que alguien inteligente podría no pasar
por inteligente; por ejemplo, podría pasar por aburrido –este es el pecado máximo en que
alguien puede incurrir y por el cual puede ser expulsado del vulgar salón de Madame
Verdurin-. Los Verdurin –aclara el narrador- odian a los aburridos. Al aburrido no lo
vuelven a invitar. Con lo cual el inteligente, colocado en un salón más rústico que los que le
son habituales, podría pasar por lo que nosotros llamamos un pesado, un plomazo. Es decir,
el inteligente, en un contexto en el cual la inteligencia no es lo que abunda, podría pasar por
un aburrido.

Las tres cuartas partes de los alardes de inteligencia y las mentiras de vanidad que se
prodigan desde que el mundo existe por personas que, al hacerlo, se rebajan han sido
dedicadas a los inferiores. Y Swann, que era sencillo y descuidado con una duquesa,
temblaba de miedo de ser despreciado y se daba aires con una sirvienta.

Noten la paradoja: frente a una sirvienta –así llama la traductora, Estela Canto, a la
que nosotros llamaríamos hoy una trabajadora doméstica- Swann tiene que alardear; frente
a una duquesa, no. Alguien como Swann, es decir, alguien que sabe de arte, que aconseja a
los aristócratas qué cuadros comprar, que escribe ensayos sobre arte, para alguien que no
tiene su mismo nivel educativo, parece poco deseable. Presentarse como deseable, hacerse
desear por una mujer que no tiene su mismo grado de educación es para Swann un desafío.
Ese es entonces el primer momento de la fenomenología de los salones como
ámbito ilustrado del ejercicio del juicio estético: nadie va a un salón por el salón mismo.
Ese factor se advierte mejor en un salón de provincia que en uno de París, en uno no
reputado que en uno reputado. Las personas que frecuentan los salones lo hacen por
motivos que no son estrictamente de ejercicio del juicio estético sino de búsqueda de la
distinción y de encontrar contacto con la distinción. No tan distinto debe haber sido
cualquier salón del siglo XVIII, quizá peor, incluso. De ahí que sólo si se teorizan las
condiciones de posibilidad de esos juicios en lo que tiene de universales (porque cada vez
más personas están en condiciones sociales particulares de realizarlos) el problema pueda
llegar a ser dignamente filosófico. La ampliación del círculo de los que juzgan lo bello y lo

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sublime es, en realidad, el fenómeno que se hace visible como fenómeno del gusto
No era frecuente que en el salón de Madame Verdurin apareciera alguien como
Swann. Salteo diez páginas, para inaugurar el segundo momento de esta fenomenología de
los salones, al cual podríamos llamarlo Cómo ven los Verdurin a Swann. Pensemos que, si
bien el origen de Swann es burgués, él frecuenta –porque es un burgués ilustrado- salones
aristocráticos.

Al decirle a los Verdurin que Swann era muy smart, Odette les había hecho temer que fuera
un aburrido. Por el contrario, les produjo una excelente impresión, que tenía como una de
las causas indirectas, sin que ellos lo notaran, la familiaridad de éste con el mundo
elegante. (Ídem., p. 217)

Swann representa para los Verdurin un contacto indirecto con el mundo


aristocrático. Él - todos lo notan- frecuenta otro tipo de gente; y quien primero lo nota es
Odette, precisamente de quien Swann se va a enamorar, y quien carece de la distinción que
a Swann ya no le atrae. Dicho al revés, Odette tiene todo para que Swann se enamore de
ella: no es refinada sino vulgar, es rosada y regordeta en lugar de pálida y estilizada, su
apariencia no es misteriosa, sino convencionalmente deseable, su talante es alegre en lugar
de oscuro. Tiene todo para ser lo contrario de las mujeres aristocráticas que Swann suele
frecuentar y con las cuales ya ha tenido trato carnal por demás. Esta mujer, en cambio,
encarna la carencia misma de todo lo que él ya conoce. Es precisamente lo desconocido
para su mundo lo que le atrae de Odette (porque Odette, descripta por el narrador, no puede
ser más intrascendente en sus cualidades objetivas).

Swann tenía, en efecto, sobre los hombres incluso inteligentes que nunca han frecuentado la
alta sociedad, una de las superioridades de los que han vivido un poco en ella, y que
consiste en no transfigurarla por el deseo o el horror que inspira a la imaginación, sino en
no darle ninguna importancia.

Un detalle que convierte a Swann en alguien inteligente es precisamente que no


necesita transfigurar -ni ocultar ni alardear- ese contacto que ha tenido con la clase
aristocrática, de la cual los Verdurin nunca han estado cerca. Es como si no le diera

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importancia a ese saber. Y por eso lo tiene. No necesita ni ocultarlo ni mostrarlo: basta con
que no necesite hacer nada con él para constatar que lo tiene. El contacto con la alta
sociedad es un saber del que Swann no necesita hacer uso. Simplemente lo ignora, porque
ya lo tiene. Porque lo tiene es por lo que no necesita de él.

Su amabilidad, exenta de todo esnobismo y del temor de parecer demasiado amable, era
suelta y tenía esa facilidad, esa gracia de movimientos de aquellos cuyos miembros
flexibles ejecutan exactamente lo que quieren, sin participación indiscreta y torpe del resto
del cuerpo. La simple gimnasia elemental del hombre de mundo, que tiende la mano con
gracia al joven desconocido que le presentan, y se inclina con reserva ante el embajador a
quien es presentado, había terminado por infiltrarse, sin que él fuera consciente, a toda
actitud social de Swann, que con gentes de un medio inferior al suyo, como eran los
Verdurin y sus amigos, instintivamente tuvo tales atenciones, se mostró tan solícito, que
ellos decretaron que no era un aburrido. (Ibid. 217-218)

Por qué triunfó Swann ante los Verdurin y no lo consideraron aburrido: porque ese
saber presente en su cuerpo -en esa gimnasia por la cual, sin hacer ningún esfuerzo y sin
ningún temor de parecer afectado, se inclina ante un embajador- le funcionó
automáticamente frente a personas de una condición social tal que no saben cuál es el
comportamiento estándar ante un embajador, dado que no sería un embajador el habitué de
sus salones. En esta actitud de Swann hay entonces un saber que se manifiesta,
precisamente, por no necesitar ser invocado. Aparece como una gimnasia, dice Proust. El
cuerpo se le mueve, frente a estas gentes que no saben lo que es un embajador, como si
estuviera frente a un embajador. Ya ha automatizado su cuerpo ese saber y, de algún modo,
no necesita temer quedar demasiado afectado, como quien teme ser demasiado amable.
Alguien que, frente a los habitués del salón Verdurin, enfatizara todo aquello que lo haría
pertenecer potencialmente a otra clase, quedaría como un tilingo.
Pasamos ahora al tercer momento de esta fenomenología de los salones en su etapa
decadente (pág. 219), al que yo llamaría: Presentación de la tía del pianista (porque refiere
al episodio en que a Swann le presentan a la tía del pianista (Vinteuil) que, esa noche, toca
para todos una sonata de su autoría. Esto nos pone ya en situación. ¿Qué se va a hacer esa
noche en el salón?: fundamentalmente, sociabilizar, intercambiar opiniones, generar un

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clima de fiesta. Se suele decir: las libaciones vendrán después del acto artístico. Y aquí, esta
noche, el acto artístico es la ejecución de una sonata de un compositor joven. Se trata de
una obra que nadie ha escuchado antes, porque su autor la estrena esa noche en el salón
Verdurin. Este detalle es importante: se trata de un compositor joven y nuevo, que no va a
ejecutar una obra consagrada y conocida, donde los oyentes no pueden sino juzgar la
destreza pianística con que la ejecuta. Como la pieza que ejecuta Vinteuil es de su propia
autoría, y él no es todavía un compositor consagrado, el juicio de los presentes se tiene que
manifestar, en caso de ser una aprobación, frente a un objeto desconocido, que puede poner
en evidencia –frente a un burgués más inteligente y cultivado que ellos- su propia
impostura. Este tercer momento, que muestra la destreza cuasi física de Swann para saber
comportarse frente a toda clase de públicos, consiste en un episodio menor, casi nimio:
Swann demuestra su interés en la pieza de Vinteuil pidiendo que se le presente a la tía del
pianista, es decir, dice querer conocer a una persona que está ahí no por razones estéticas
sino familiares y afectivas.

Swann los conmovió [a los Verdurin y a sus amigos] infinitamente cuando creyó su deber
pedir que lo presentaran a la tía del pianista. Con un vestido negro, como de costumbre,
porque ella creía que de negro siempre se está bien y que el negro es el más distinguido de
los colores, tenía la cara excesivamente colorada, como siempre que acababa de comer. Se
inclinó ante Swann con respeto, pero se irguió luego con majestad. Como no tenía ninguna
instrucción y temía cometer errores de gramática, pronunciaba expresamente de manera
confusa, pensando que si se equivocaba la falta estaría rodeada de tal vaguedad que no se
podría reconocer con certeza, de modo que su conversación no era más que un gargajo
indistinto del que emergían de vez en cuando las raras palabras de las que se sentía segura.
Swann creyó que podía burlarse levemente de ella al hablar a Monsieur Verdurin, quien lo
tomó a mal. “Es una mujer excelente”, respondió. “Concedo que no es deslumbrante, pero
le aseguro que es muy agradable cuando se charla a solas con ella”. “No lo dudo”, se
apresuró a conceder Swann. “Quería decir que no me ha parecido eminente”, añadió
subrayando el adjetivo, “Y en suma es, más bien, un cumplido”. (Ídem, p. 219)

La condición social de la tía del pianista es inferior a la condición social incluso de


los Verdurin y de los habitués de su salón (condición que es, a su vez, inferior, o menos

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culta –aunque igual de burguesa- a la condición social de Swann). Y en esa escala pareciera
que Swann, por estar socialmente más cerca de Verdurin que de la tía del pianista, puede
tener una complicidad con él (y no con ella). Sin embargo, Verdurin se esfuerza en
acercarla socialmente a ambos: ese gargajo permanente, en que consiste el habla de esa
mujer, sería casi una virtud. Justamente, si uno habla a solas con ella, la afectación
desaparece. Pero cuando tiene que hablar con desconocidos en el marco del salón –donde
podrían estar juzgándola por su bajo nivel educativo- sabe que puede cometer errores
gramaticales y trata de disimularlos hablando de una manera cerrada. La posible
complicidad entre Swann y Verdurin es disuelta por Verdurin, con lo cual Swann vuelve a
su compostura habitual, y dice que sólo quiso decir que la tía del pianista le parecía “no
eminente”.
El cuarto y último momento de esta fenomenología, al que podríamos llamar El
juicio de Swann y el juicio de Madame Verdurin, es el momento de la enunciación del juicio
estético. El episodio exhibe una comparación entre el ejercicio del juicio por parte de un
burgués culto y el ejercicio del juicio por parte de un burgués rico recién venido, que es lo
que podría entenderse que son –de acuerdo con el narrador- los Verdurin. No es que sean
menos ricos que otros burgueses, sino que simplemente por ser tan ricos como tantos otros
burgueses necesitan acceder a la distinción. Su modo de acceder es tener un salón y
rodearse de personas que, en una ciudad de provincia, buscan la misma distinción que ellos.
Termina Vinteuil la sonata de su propia autoría, y se congregan a su alrededor sus
súbitos admiradores. Aparecen la comida y la bebida, y empiezan a circular los
comentarios. Madame Verdurin y Swann comparan juicios. Aclaro, dado que me salteé
ocho páginas, que a Swann le ha gustado la obra. De hecho, seguirá recordando una frase
de la sonata de Vinteuil, que escucha por primera vez esa noche, a lo largo de todo este
tomo de la novela.

Así, cuando el pianista terminó, Swann se acercó y le expresó su reconocimiento con una
vivacidad que agradó en extremo a Madame Verdurin.(Ibid., pp. 227-228)

Madame Verdurin observa que Swann ha salido satisfecho de la audición, y que se


ha acercado al pianista con un gesto enfático de felicitación. Se acerca ahora ella a Swann.

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“Es un hechicero, ¿verdad?”, dijo a Swann. “Me pregunto si este sinvergüencita
comprende bien su sonata. Usted no sabía que el piano puede alcanzar estas alturas, ¿no?
Es todo menos piano.¡Palabra!. En cuanto me distraigo, creo que es una orquesta. Es
incluso mejor que una orquesta: más completo”. El joven pianista se inclinó y dijo
sonriendo, marcando las palabras como si fueran una salida ingeniosa: “Usted es muy
indulgente conmigo”. Y mientras Madame Verdurin decía a su marido: “Vamos, dale una
naranjada, se lo merece”, Swann contaba a Odette cómo se había enamorado de aquella
frase –esa frase de la sonata que él no va a dejar de recordar a lo largo de toda la novela-.
Cuando Madame Verdurin dijo, desde lejos, “Me parece que le están diciendo cosas
bonitas, Odette”, ella contestó: “Sí, muy bonitas”. Y a Swann le pareció deliciosa esta
sencillez. De todos modos, pidió datos de Vinteuil, de su obra, de la época de su vida en que
había compuesto aquella sonata, de lo que había podido significar para él la frase. Era
sobre todo esto lo que hubiese querido saber.

Noten que, en el momento en que termina la ejecución de la sonata, Madame


Verdurin y Swann se acercan a Vinteuil con la intención de felicitarlo. Por supuesto, el
narrador compara las formas a favor, abiertamente, de la de Swann. La forma en que
Madame Verdurin manifiesta el placer que le ha causado la sonata es sugiriéndole a su
marido: “Démosle una naranjada, se lo merece”. Como si dijera: Me ha hecho quedar bien:
este muchacho se merece su paga. La forma en la cual Swann manifesta el placer que le ha
causado la experiencia estética de la sonata, en cambio, es –además de convertir a una de
sus frases en parte de su memoria involuntaria- acercarse al pianista y preguntarle en qué
época compuso la sonata, qué sentido tiene dentro de la obra la frase que a él tanto le ha
gustado, además de pedirle sus datos, porque querría escuchar otras obras de él.
Es decir, las dos maneras de relacionarse con la ejecución de la sonata ponen de
relieve, más que cualquier posible diferencia de clase, la diferencia en la relación con la
cultura al interior de la misma clase (la clase burguesa). En el salón de los Verdurin no son
frecuentes los visitantes como Swann. Y no lo son, en parte, porque se los considera
aburridos. Hay una larga descripción, en esta parte del texto –la correspondiente al salón de
Madame Verdurin- respecto de qué se considera una persona aburrida. Y precisamente la
manera en la cual Swann se relaciona con los habitués del salón –tal vez por el solo hecho

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de que va allí con fines sociales: para conocer chicas- lo pone en un lugar no sólo de
alguien no aburrido, sino de alguien que ellos desconocen: el burgués ilustrado,
precisamente el tipo de sujeto que nunca frecuenta ese salón. Más que acostumbrados a las
personas aburridas, los Verdurin están desacostumbrados a ellas. Que es como decir: nadie
verdaderamente smart –en términos de Odette- iría al salón de los Verdurin con fines
estrictamente intelectuales.
Ahora bien, la razón por la cual Swann frecuenta el salón de los Verdurin –dice el
narrador- es porque allí –calcula- puede encontrar el tipo de mujeres que todavía le falta
conocer. Sin embargo, cuando escucha la sonata, y le gusta, prima el juicio estético (como
consecuencia de una experiencia estética legítima). Swann ha ido a un salón de provincia
poco reputado por la alta posibilidad de encontrar en él “mujeres desconocidas”. Y
encuentra todo lo que no iba a buscar: el amor (un amor dolorosísimo, además, con una
mujer que parecía ideal para no volverla a ver) y el juicio estético (porque el compositor
novato, otro desconocido, ha ejecutado una pieza propia que, por lo menos en una frase, le
ha parecido interesante). Su manera de relacionarse con el pianista -ir a preguntarle por la
pieza que ha tocado- el resto de los presentes lo entiende como una indulgencia para con
ellos, como la complacencia propia de quien va por primera vez a un salón y trata ser
amable con los anfitriones, halagando al artista que ellos han invitado como atracción.
De todas maneras, cuando Swann habla con Odette de cuánto le ha gustado la
sonata, sobre todo esa frase –la frase que va a recordar durante toda la novela-, Madame
Verdurin piensa (dando por supuesto qué puede estar haciendo allí alguien tan distinguido)
que el objeto del juicio estético no puede ser la sonata, sino la mujer conquistada.

A partir de ahora nos retrotraeremos, desde este momento decadente del ejercicio
del juicio, al momento de su constitución como problema filosófico. No porque ese
momento de los salones sea decadente en sí, sino porque Proust lo relata en todo lo que
tiene de decadente. Y lo que tiene de decadente ya podía tenerlo en el siglo XVIII. En París
Swann había frecuentado mejores salones. Pero en las ciudades de provincia, como lo era
Combray, había salones como el de Madame Verdurin, al que un burgués ilustrado como él,
que frecuentaba el círculo aristocrático de los Guermantes, sólo podía acercarse –como
advierte bien Mme. Verdurin- en busca de mujeres a las que considera fáciles o, si se

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quiere, que sólo pueden ser difíciles para quien resulte un aburrido. El desafío de Swann es,
precisamente, no resultar aburrido (si no, no lograría conquistar ninguna mujer). Que
Odette parezca una mujer fácil es lo que atrae a Swann. No es que Swann se equivoque, en
su enamoramiento, y crea que Odette es una mujer culta e inteligente, o bella y distante, y
que, en función de eso, le vaya a ser dificilísimo acceder a su cama, sino todo lo contrario:
justamente, lo que le atrae de Odette es que tiene todas las cualidades de una mujer que le
va a ser fácil conquistar y olvidar. Si han leído la novela –y si no, se las recomiendo
fervientemente- recordarán que Swann va a acceder sin ningún problema a la cama de
Odette y que es esa misma falta de dificultad, paradójicamente, el comienzo de su
sufrimiento.
Con esta introducción proustiana al problema del juicio estético, que parte de su
devenir en las últimas década del siglo XIX, cuando la cultura de los salones entra en
decadencia, nos retrotraemos ahora al momento en que el juicio estético, como práctica
socialmente extendida (como una actividad que era un privilegio de la aristocracia y que la
burguesía lo reclama, para sí, como derecho), aparece como un problema filosófico.

El juicio estético, hacia mediados del siglo XVIII, es el primer programa –un
protoprograma, en realidad- de una revolución burguesa. Los primeros espectadores de
Corneille -dice Voltaire en sus Comentarios sobre Corneille- eran generales, predicadores,
magistrados, es decir, personas que iban al teatro a instruirse para hablar. Que este sea el
tipo de público de una representación teatral –un público que va a instruirse para hablar-
indica que el teatro tenía, para el burgués con una profesión, una utilidad: lo instruía en el
arte de la palabra. La representación teatral era una mediación para acceder a la palabra: el
texto como algo “bien dicho” y “bien escrito”; es decir, la representación teatral, la lectura
de una novela o una obra de ficción de cualquier tipo, estaba asociada al perfeccionamiento
de la propia dicción, de la propia capacidad oratoria y, por último, de la propia escritura, en
la respectiva profesión. Porque, precisamente, estos burgueses que asistían a las
representaciones teatrales encontraban un nexo entre lo que hacían los personajes y lo que
ellos hacían como trabajo: hablar. El público natural del dramaturgo es un público que
viene a instruirse para hablar –y ahora cito directamente a Voltaire-, “no ese público de
espectadores actuales simplemente compuesto de cierta cantidad de hombres y mujeres

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jóvenes.” Es decir, los espectadores de las obras teatrales del siglo XVIII , a partir de
determinado momento, parecen no tener ninguna cualidad en común, excepto la juventud y
el género –hay también mujeres-; los primeros espectadores que iban a las representaciones
teatrales de Corneille, en cambio, tenían una cualidad que no era visible, pero que quien era
ilustrado –como Voltaire- podía asociarla a la necesidad de pulir la oratoria, porque se
trataba de un público que asociaba el uso de la palabra en una obra de Corneille –un uso
elevado, literario, no coloquial- con el propio uso de la palabra en el ejercicio de la
profesión.
La palabra, entonces, es un instrumento de trabajo para los primeros espectadores de
Corneille. Son personas que, en el mundo laboral, tienen que convencer, exhortar, o dar
órdenes. Es decir, lo que asemeja la palabra utilizada en la obra teatral con la palabra
utilizada en la propia profesión es que, si es bella, puede convencer, exhortar y ordenar de
una manera más eficiente. Hay una utilidad en ir a ver representaciones teatrales como las
de Corneille: el espectador refina el arte de la palabra que él también ejerce en la propia
profesión.
A partir de determinado momento del siglo XVIII -que va a ser teorizado a partir de
1757, como veremos- el público empieza a estar compuesto por cierta cantidad de hombres
y mujeres jóvenes. El objetivo de asistir a una representación teatral o de leer un libro de
ficción ya no es aprender a hablar. La utilidad cede el lugar al placer. Puede haber alguna
utilidad en ir al teatro o en leer una ficción, pero a la utilidad se impone el placer.
Montesquieu, en el Ensayo sobre el gusto (que es en realidad un artículo inconcluso para la
Enciclopedia de D’Alembert), que se publica en 1757 –Montesquieu muere en 1755, con lo
cual esta publicación es póstuma-, diferencia lo bello de lo útil. Cuando encontramos placer
al ver una cierta cosa útil para nosotros, decimos que es buena. Cuando encontramos placer
en percibirla sin que discernamos una utilidad concreta para nosotros, decimos que es bella.
Ahí radicaría, en primera instancia, para Montesquieu, la diferencia entre lo bello y lo útil.
Diferenciar lo bello y lo útil será, para él, lo propio de los filósofos ilustrados. Los filósofos
antiguos eran incapaces de tal cosa.

Son estos diferentes placeres de nuestra alma los que conforman los objetos del gusto,
como lo bello, lo bueno, lo agradable, lo ingenuo, lo delicado, lo tierno, lo gracioso, el no

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sé qué, lo noble, lo grande, lo sublime, lo majestuoso, etc. Por ejemplo, cuando
encontramos placer al ver una cosa con cierta utilidad para nosotros, decimos que es
buena; cuando encontramos placer en verla, sin que discernamos una utilidad concreta,
la llamamos bella
(Montesquieu, Ensayo sobre el gusto, trad. Ariel Dilon, Buenos Aires, Libros del Zorzal,
pp. 11-12)

Así establece Montesquieu, como autor ilustrado, la separación entre lo útil y lo bello.
Por supuesto, aquí lo útil es lo bueno para -como diría Kant-, lo bueno orientado a una
finalidad y no lo bueno en sí. Pero se trata precisamente de marcar la diferencia con la
utilidad. A veces vemos las cosas de un modo en el cual nos desentendemos del “para qué” y
nos dejamos llevar por el estado que suscita en nosotros su presencia, su mera presencia.
Ahora necesita explicar por qué los antiguos no habrían sido capaces de hacer esto mismo que
acaba de decir.

Los antiguos no habían desentrañado esto correctamente; consideraban cualidades


positivas a todas las cualidades relativas de nuestra alma, lo cual provoca que esos
diálogos en los que Platón hace razonar a Sócrates, esos diálogos tan admirados por los
antiguos, sean hoy insostenibles, porque se fundan en una filosofía falsa: pues todos estos
razonamientos, aplicados a lo bueno, lo bello, lo perfecto, lo sabio, lo loco, lo duro, lo
blando, lo seco, lo húmedo, tratados como cosas positivas, ya no significan nada.

Lo positivo aparece como propio del mundo griego. Para Montesquieu, hay entre los
antiguos una positivización de todo lo que es una cualidad de nuestra alma. Por lo tanto, no
hay problema estético. La filosofía de los antiguos, pensada como una estética, es una filosofía
falsa. Era una filosofía que, leída desde el punto de vista ilustrado, les servía a los antiguos
para vivir en el horizonte de un mundo simple: un mundo de una inmediatez que el mundo
moderno no tiene. Pero, como estética –si se la quisiera leer como una filosofía de la belleza-
es una filosofía profundamente inactual para un hombre ilustrado. Como si dijéramos “había
demasiada belleza en esas comunidades antiguas como para que existiera el problema
estético”. Si en el mundo antiguo –como sostiene un autor moderno como Schlegel- la belleza
debía ser un atributo de todas las manifestaciones culturales, lo bello no podía constituirse en

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una categoría estética diferenciada de otra. En un horizonte cultural donde todo debe estar
imbuido de belleza, lo bello, lo bueno, lo perfecto, lo sabio, lo loco, lo duro, lo blando, lo seco
y lo húmedo, siempre son tratados como cualidades positivas. Se puede pensar que no es lo
mismo decir Esto es bello cuando un objeto puede no serlo (porque podría resultarnos
indiferente su belleza, si lo tratamos como un objeto de conocimiento), que decir Esto es bello
cuando, precisamente, pertenece a un mundo donde las cualidades positivas (resumibles en la
idea de bello y bueno como una sola cualidad) se piensan como intrínsecas a las cosas.
En el mundo ilustrado (a diferencia del antiguo) lo bello es una cualidad que se le
atribuye a un objeto que podría no ser bello o, mejor dicho, que podría no ser apreciado como
bello por otro sujeto. No es lo mismo decir “bello” de un mundo donde todo es bello y nada
adquiere la posibilidad de no serlo (para otro sujeto).
El problema, para Montesquieu, es que los antiguos, aunque están hablando de
cualidades del alma, no las ven como cualidades del alma, porque no pueden verlas como
cualidades del alma dentro del horizonte de su mundo. Esas cualidades, que para un ilustrado
pertenecen al alma, para los griegos pertenecen a la realidad. Las almas de los griegos –a
diferencia de las de los modernos- están demasiado reconciliadas con su mundo como para
separar lo bello de lo bueno, de lo verdadero, de lo justo, pero también como para juzgar que
todo lo positivo se constituye como tal a partir del placer que le causa al alma del que juzga.
Fíjense el vocabulario: “almas reconciliadas con el mundo”. Aún para criticar a los antiguos se
dice que las cualidades positivas las portan las almas y no la realidad. Y que las almas que no
notan la diferencia no la notan porque viven en una relación inmediata con el mundo.
Los antiguos no tiene el mismo problema estético que los ilustrados -ahí está el punto-, porque
presuntamente viven en la belleza (digo “presuntamente” porque ésa es la lectura de un “alma
desgarrada del mundo” como es el sujeto moderno). Desde la mirada del hombre ilustrado,
Montesquieu, en lugar de decir “estas almas no se habían desgarrado y, por lo tanto, no se
veían como separadas de ese mundo”, dice “los griegos no diferenciaban entre cualidades
positivas y cualidades relativas” (esto lo desarrolla no en el Ensayo sobre el gusto, sino en
Pensées 799:

El mismo error de los griegos inundó toda la filosofía; aquello que les hizo hacer una mala
física los ha conducido hacia una mala moral, una mala metafísica. Es que no percibían la

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diferencia que hay entre las cualidades positivas y las relativas; y así como Aristóteles se
equivocó en su seco, su húmedo, su caliente, su frío, Platón y Sócrates se equivocaron con su
bello, su bueno, su sabio. Gran descubrimiento: no hay cualidades positivas.

Montesquieu dice claramente: no hay cualidades positivas y los antiguos, por tener una
filosofía falsa, no lo sabían, en lugar de decir, desde una lectura enteramente moderna, propia
de la modernidad estética (que recién aparece con el primer romanticismo, con Schlegel): al
no sufrir el desgarro del mundo, los antiguos pensaban que lo que el sujeto experimenta como
placeres (por la forma en que afectan a su cuerpo y de acuerdo con sus costumbres) era algo
que la realidad no podía no tenerlo. Cito ahora el Ensayo sobre el gusto de Montesquieu:

La fuente de lo bello, de lo bueno, de lo agradable, etc… están, por ende, en nosotros


mismos [acá viene la conclusión] y buscar sus razones es buscar las causas de los
placeres de nuestra alma.

El problema del gusto, planteado en el marco de la filosofía moderna e ilustrada, va a ser de


dónde vienen lo bello, lo bueno, lo agradable (las categorías estéticas en su forma más general
e indefinida, tal como las presenta Montesquieu) porque, de hecho, no están en la realidad.
¿De dónde extrae el alma estas categorías? El problema del origen de las ideas de lo sublime
y lo bello, justamente, va a ser el problema estético típicamente moderno-ilustrado.

Examinemos, pues, nuestra alma. Estudiémosla en sus acciones y en sus pasiones.

Montesquieu, en este punto, dice lo contrario que Schlegel en 1797, en el Estudio sobre
la poesía griega. Schlegel dice: si queremos saber cómo era la belleza entre los griegos,
estudiemos la cultura griega sin pensar que los griegos estaban equivocados. Pensemos, mejor,
que vivían en un mundo inconmensurable con el mundo moderno. Ese es un punto de vista de
una modernidad estética con cierto grado de autoconciencia, como es la del primer
romanticismo. A Montesquieu, en cambio, sólo le interesa el punto de vista estético de su
propia época, la época ilustrada. No construye una antigüedad a la medida de la modernidad
estética, como lo hace el primer romanticismo, es decir, no construye una antigüedad que sea
lo contrario de la modernidad en términos de completud (la del polites antiguo) contra escisión

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(la del ciudadano moderno). Montesquieu se burla de los antiguos por los que considera sus
errores. Continúo con la cita del Ensayo sobre el gusto sobre la necesidad de indagar el alma:

Indaguémosla en sus placeres, allí es donde ella más se manifiesta. La poesía, la pintura,
la escultura, la arquitectura, la música, la danza, las diferentes clases de juego, en fin, las
obras de la naturaleza y del arte pueden darle placer.

Noten que la causa del placer estético, para el alma del ilustrado, no puede radicar,
exclusivamente, en los objetos artísticos: no son ellos en sí bellos, sino que lo sean depende de
la manera en el alma los percibe bajo ciertas circunstancias.

Veamos por qué, cómo y cuándo se lo dan. Intentemos explicar nuestros sentimientos, eso
podrá contribuir a la formación de nuestro gusto, que no es otra cosa que la ventaja de
describir, con delicadeza y prontitud, la medida del placer que cada cosa ha de proporcionar
a los hombres.

Las fuentes de lo bello, igual que las de lo bueno y lo agradable, están en nosotros
mismos. Montesquieu no habla de ninguna facultad en particular que sea apta para lo bello,
sino del alma (nosotros diríamos: el yo). Y no especifica una facultad particular (o un juego
o combinatoria entre facultades) que explique por qué el sujeto puede separar la belleza,
bajo ciertas circunstancias, de la utilidad.

Cuando encontramos placer al ver una cosa con cierta utilidad para nosotros, decimos que es
buena; cuando encontramos placer en verla, sin que discernamos una utilidad concreta, la
llamamos bella (pp. 10-11)

Cuando Montesquieu dice que se puede llegar a ver un objeto que forma parte del
reino de la utilidad como un objeto bello, indica que el objeto bello no es un objeto
enteramente diferenciado de los objetos de la vida cotidiana. Lo que lo hace tal –un objeto
diferenciado de la utilidad- es la mirada (una mirada momentánea) que el sujeto deposita sobre
él. Podría ser un florero, un mantel, un sombrero, podría ser algo que forma parte del mundo
de la vida cotidiana y que se separa de él, por un instante, a través de la mirada, y no a través

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de la segmentación espacial (el museo, la galería, el salón, etc…). Puedo estar distraída y una
melodía capta mi atención…La sigo y me place. No es necesario que el objeto en cuestión sea
un objeto con el cual yo me relaciono a propósito, a propósito de disfrutarlo, porque me
dispongo a escucharlo o verlo como un objeto bello. Podría, justamente, no pertenecer a un
orden diferenciado de la realidad y, por un instante, resultarme bello. Y después, volver a
integrarse al mundo indiferenciado de la vida cotidiana.
Este sería el máximo grado en que Montesquieu puede acercarse a plantear el
problema del juicio estético: al establecer la diferencia entre belleza y utilidad a partir de la
diferencia entre el tratamiento contemplativo del objeto y el tratamiento práctico.
El pasaje del sentimiento al juicio en el tratamiento ilustrado del problema del gusto
podríamos establecerlo a partir del modo problemático en que Hume se refiere al sentimiento.
El inicio de ese tratamiento filosófico está en Hume más que en Montesquieu. ¿Cómo aparece
la idea de que hay algo problemático en el sentimiento que suscita lo que llamamos “bello”?
¿Por qué no podemos hablar en la estética de sensibilidad y sentimientos sin que sea
problemática esa manera de hablar? ¿Por qué la estética no es, precisamente, el reino
destinado a ese tipo de emanaciones de la subjetividad sino a lo que se dice (los juicios) sobre
esos estados subjetivos? Rápidamente, la estética ilustrada se va a tender a convertir en el
reino donde se plantea el problema del juicio.
Hume establece la diferencia entre juicio y sentimiento:

Se dice que la diferencia entre el juicio y el sentimiento es muy grande. Todo sentimiento
es correcto, porque el sentimiento no tiene ninguna referencia más allá de sí mismo y es
siempre real, en la medida en que el hombre sea consciente de él. Pero no todas las
determinaciones del entendimiento son correctas, porque refieren a algo que se halla más
allá de sí mismas, a saber, a hechos reales. […] Mil sentimientos diferentes, excitados por
el mismo objeto, son todos correctos porque ningún sentimiento representa lo que es real
del objeto. (Hume, David, “Del criterio del gusto”, en: De la tragedia y otros ensayos
sobre el gusto, trad. Macarena Marey, Buenos Aires, Biblos, 2003, p. 50)

La conclusión que cualquiera podría sacar de la diferencia entre juicio y sentimiento,


en favor del primero y en contra del segundo, es precisamente la que va a sacar Hume.
Finalmente, el juicio estético va a tener que ser un juicio subjetivo y la belleza, algo que radica

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en el sujeto, no algo que está en la realidad. De todos modos, lo que nos interesa es el hecho de
que el sentimiento es estéticamente improcedente, no tanto por inestable, sino porque no se
relaciona con el objeto de la misma manera en que se relaciona el juicio. Es como si
dijéramos: el sentimiento crea el objeto y ese es el problema: no es ni verdadero ni falso
simplemente porque no entra en contacto con nada del orden de lo real. Y como no entra en
contacto con nada del orden de lo real, se vuelve inefable (un problema enteramente
psicológico, si se quiere, incluso para un autor psicologista como puede ser Hume). El
sentimiento interviene de una manera muy particular en la problemática estética, al hacer que
el objeto no sea lo que es, sino lo que, precisamente, al sujeto le place. En el sentimiento hay
una operación constructiva del objeto de la que el sujeto no es plenamente consciente.
Ahora bien ¿qué ventaja tiene el sentimiento para ser tan problemático, pero, al mismo
tiempo, tener establecer por él la diferencia con el juicio? Que es real. El sentimiento es, si
quieren ustedes, indubitable. No su objeto, pero él es real, enteramente real, en el sujeto. El
sujeto mismo no puede negar que está sintiendo lo que siente, aun cuando el objeto de ese
sentimiento es intra-sentimental (ha sido construido por el propio sentimiento). Se podrían
expresar mil opiniones sobre un objeto y resultar todas falsas. Pero mil sentimientos sobre un
objeto son todos verdaderos.
Alumno: Pero, el sentimiento, al trabajar sobre la base de la representación (como el
juicio mismo) ¿no opera también en una construcción del objeto?
Profesora: En el caso de Hume, por ser un empirista, no reconocería que hay una
operación constructiva. De todas maneras, aun cuando pudiera reconocerla para el caso del
sentimiento de lo bello, sería de otra índole que la construcción pensada en términos idealistas.
La construcción -o lo que nosotros, como lectores críticos de Hume, podríamos llamar
construcción-, dentro del sentimiento, es una construcción inefable (o inconsciente, diríamos
nosotros). Y es inefable porque yo no le podría transmitir a otra persona el objeto de mi
sentimiento. Si el otro pudiera ver el objeto como es visto por mí, a través de la lente
constructiva (para no decir “deformante”) del sentimiento, en ese caso, sentiría lo mismo que
yo y, por eso, yo no necesitaría transmitirle nada a través del lenguaje. Pero no porque el
objeto sea feo y el sentimiento mío lo convierta en bello, sino porque uno podría decir que
aquello sobre lo cual se deposita el sentimiento no es nada más y nada menos que un objeto
más de este mundo, sobre el cual la mayoría de las miradas permanecen indiferentes (incluso

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la mía hasta el momento en que empieza el sentimiento por él). ¿Por qué el sentimiento se
deposita en ese objeto? Y no hablo acá de personas, sino de objetos (o de personas tomas
como objeto por el sentimiento). Si hay en el sentimiento una operación constructiva es una
operación inefable. Si yo tuviera que explicar cómo es el objeto en el estado en el cual me
encuentro cuando se produce en mí frente a él el estado por el cual lo percibo como bello, no
lo podría describir. Me describiría a mí sintiendo al objeto como bello. Lo único que yo podría
transmitir es el juicio. Pero el juicio no es la solución al problema del sentimiento, sino parte
del problema.
Lo que hace al juicio una parte estructural del problema del sentimiento es que yo
utilizo un tipo de adjetivación para decir Esto es bello que es la misma adjetivación que uso
para decir Esto es bueno. Entonces, si yo digo Esto es bueno o Esto es bello, alguien me
pregunta ¿qué quiere decir bello o bueno? Aquello que es del orden de lo particular (el objeto
“construido” por el sentimiento) va a ser descrito en un lenguaje que es del orden de lo
universal. Con lo cual lo que yo voy a decir del objeto van a ser siempre generalidades.
Verdaderamente, el lenguaje que aclara el estado en el cual se encuentra el sujeto bajo el
sentimiento de que algo es bello es un lenguaje universal que, en última instancia, no le hace
justicia al estado subjetivo. Cuando yo digo Esto es bello creo que estoy transmitiendo algo
que podría ser compartido. En la medida en que es compartido, por eso, aparece la pregunta
“¿por qué?”. Si no, lo que aparecería es el estado de compartir el juicio.
Si uno parte de la idea de que tiene que transmitir o discutir la idea de lo bello es
porque el punto de partida del problema del gusto es que los gustos difieren, no que los gustos
coinciden. Uno podría decir que, en la medida en que los gustos coincidan, no habría tampoco
problema estético. Ahora, en la medida en que los gustos difieren y puede haber disputa acerca
de esas diferencias de gusto, aparece el gusto como problemático. Y el problema estético pasa
del sentimiento al juicio.
En este momento histórico, el de la ilustración, hay una muy fuerte necesidad
filosófica de delimitar el campo de lo estético. Ahora bien: en la medida que hay una fuerte
necesidad de delimitar un campo, hay también una fuerte necesidad de establecer cuáles son
sus exclusiones (el adentro-afuera de ese campo, podría decirse desde la filosofía
contemporánea, en términos posestructuralistas) : ¿por qué no puede entrar lo feo a este primer
repertorio de categorías estéticas? Ya va entrar lo feo en la estética, claro, pero no en este

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momento, sino con el primer romanticismo. ¿Por qué no se puede sostener la estética en lo
sentimental? ¿Por qué se vuelve problemática la diferencia de gustos? ¿Por qué no se puede
vivir en la discrepancia de los gustos? ¿Por qué tiene que intervenir la filosofía buscando las
condiciones de posibilidad universales de los juicios? ¿Por qué tiene que entrar la filosofía
para dirimir, sobre la cuestión de lo bello, entre el sentimiento y el juicio? ¡Todo eso podría no
haber existido y podríamos haber vivido en la historia del arte! Podríamos haber tenido
historia del arte, en lugar de estética, y éste momento, el momento ilustrado, haber sido uno de
esos momentos en los cuales todavía la historia del arte discurre acerca de los estilos públicos
(renacimiento, barroco, rococó, clasicismo). De hecho, el siglo XVIII toleró varios cambios de
estilo sin rasgarse las vestiduras. Son, en última instancia, decisiones que los hombres acatan
como acatan la moda: de una manera obediente y, a veces, hasta servil. ¿Cuál sería el
problema? Pero en determinado momento aparece le problema. Y quien lo dirime es la
filosofía, dentro del campo de la estética.
La pregunta que uno puede hacerse retrospectivamente, al reconstruir el nacimiento de
la estética en el siglo XVIII, es: ¿por qué el problema del gusto no pudo quedar en una
cuestión fisiológica, en estudiar, simplemente, cómo funcionan los cuerpos frente a
determinados objetos? ¿Qué hubiera sido la estética sin Kant? Antes de él, ya se había
planteado que conocer no es lo mismo que experimentar placer frente a determinados objetos.
Pero con él se logra fundamentar cómo es que las facultades de conocimiento, bajo ciertas
condiciones, producen placer en lugar de conocimiento. En determinado momento del siglo
XVIII, a mediados de siglo, el problema del gusto ya no pudo ser explicado fisiológicamente.
Lo más importante en este planteo preliminar es preguntarse: qué es lo que está en juego,
desde el punto de vista social y desde el punto de vista filosófico, cuando se constituye la
estética. Uno podría pensar por qué, para que la burguesía tenga derecho a la belleza y a la
sublimidad, todos y todas tienen que tener derecho a ellas, por tener las mismas facultades. Si
la estética hubiera tomado partido más abiertamente por la burguesía, la filosofía del gusto
nunca hubiera necesitado de una fundamentación trascendental como la kantiana. Hubiera
bastado con las fisiologías del gusto de corte empirista-ilustrasdo. Lo que advierten los
filósofos ilustrados es que cada vez van a ser más personas las que tengan derecho a usar sus
facultades en tiempo de ocio para placer de lo bello y lo sublime. A mediados del siglo XVIII,
se nota por primera vez esa ampliación de la cantidad de personas en condiciones de juzgar lo

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bello y lo sublime. Por eso, en última instancia, dirimir la cuestión del gusto es un problema
político.
En el Ensayo sobre el gusto de Montesquieu, para que un objeto sea percibido como
bello –en lugar de como útil- es necesaria una cierta disposición del alma: la sorpresa. Ésta
es la que dispone, como estado subjetivo, a discernir lo bello de lo útil. De ahí la afición
humana –aporta Montesquieu como prueba- a los juegos de azar, las obras de teatro, las
ficciones ingeniosas y la contemplación de la naturaleza.
En el ensayo de Montesquieu aparece un elemento que va a ser característico de la
estética ilustrada: hacer hincapié en los objetos artísticos como los objetos privilegiados
para el discernimiento entre lo bello y lo útil (pero sin excluir a los objetos de la vida
cotidiana y a los objetos de la naturaleza). Para que un objeto resulte bello en lugar de útil
es más importante la disposición del alma –cómo estamos en el momento de la experiencia
frente a él- que el hecho de que el objeto sea un objeto artístico o no artístico. Podría ser,
por ejemplo, una obra de ingenio (en lugar de una gran obra literaria). Cuando Montesquieu
usa esta expresión, se refiere a obras donde lo central es la tensión: quien narra, diríamos
hoy, manipula al lector; dosifica la información sobre los sucesos, establece una gradación
del conocimiento de los mismos, para que el lector no suelte el libro. Ahora bien, esto no
habla de la cualidad artística de la obra. Quizás es una obra cuya maestría está toda en saber
cómo hacer que el lector mantenga constantemente la atención, sin que decaiga en ningún
momento, pero sin que eso la haga una obra literaria importante. Los ilustrados –Hume,
sobre todo- hacen mucho hincapié en que, por ejemplo, las obras antiguas, sobre todo las de
Homero, resultan, para los lectores del siglo XVIII, totalmente incompatibles con su
sistema de costumbres y, en ese sentido, difíciles de seguir, difíciles de leer de una manera
continuada. Son precisamente los críticos los que tienen que señalar las virtudes de la obra
homérica para que los lectores se convenzan de que no pueden soslayar su lectura.
En cambio, esta disposición del alma que señala Montesquieu, la sorpresa, convierte
a un objeto cualquiera (un juego de azar, una obra de teatro, una ficción ingeniosa, una
puesta de sol o un paisaje) en objeto de una experiencia estética y, en ese sentido, en algo
que es bello no por una cualidad en sí del objeto mismo sino por cómo impacta en el sujeto.
La sorpresa es esa disposición del alma que permite que cualquier objeto sea calificado de
bello, en lugar de útil. Porque quizás también esas lecturas, esas puestas de sol, esas obras

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teatrales o ese juego de azar tienen algo de instructivo o útil: no obstante, lo que prima,
cuando alguien dice “esto es bello”, es el estado de sorpresa de su alma –de su yo-, en tanto
se posiciona frente al objeto como lector, espectador, o contemplador.
Las obras de arte, desprovistas por sí mismas de una utilidad explícita, no son
objetos privilegiados, en la estética ilustrada, para causar este tipo de placer desinteresado
que es el placer estético. Ahora bien, el hecho de que no prime la utilidad en nuestro juicio
no significa que digamos “bello” porque el objeto tenga alguna cualidad universalmente
válida por la que se lo pueda calificar de bello. Que otro sujeto, que no soy yo, pueda decir
que “esto es bello” indica que su estado subjetivo -la disposición de su alma- es la misma
que la mía. El otro está, frente a ese objeto, tan sorprendido como yo. La intersubjetividad
no significa objetividad. Es decir, cuando se dice “esto es bello”, la cualidad está en el
sujeto y no en el objeto. La teorización del fenómeno estético que hace Montesquieu es
absolutamente deficitaria en cuanto a definir qué facultades intervienen para que exista
placer, en lugar de utilidad o conocimiento. Sólo discierne la belleza –como estado
subjetivo- respecto de la utilidad.
Las obras de arte, entonces, no son objetos privilegiados para causar este tipo de
placer desinteresado –el placer estético-. Compiten, como divertimento, con el juego, con
los paisajes, con las obras ingeniosas. Sin embargo, no se puede, a esta altura del siglo
XVIII, no hacer aparecer a las obras de arte en una enumeración estándar de objetos
placenteros. Es decir: por un lado, los objetos artísticos no son los determinantes del juicio
estético: lo que lo determina es la disposición del sujeto frente a ellos. Está claro, para la
estética ilustrada, que es la disposición del yo a la sorpresa -disposición burguesa por
excelencia-, el deseo de ser sorprendido cuando no se está trabajando, lo que fundamenta la
experiencia estética. Ahora bien, por otro lado, cuando se enumeran, en calidad de
ejemplos, objetos susceptibles de ser tildados de bellos en lugar de útiles, no pueden no
estar los objetos artísticos. No habría en el arte del siglo XVIII algo que justifique todavía
(hasta el romanticismo) que la estética se centre en las obras de arte para fundamentar la
experiencia estética. Los burgueses, en el siglo XVIII, tenían una disposición tal a la
sorpresa que hasta las obras de la Antigüedad, las obras ya devenidas clásicas, les
producían sorpresa. Es como si dijéramos: no hay duda de que se ha incorporado al juicio
un nuevo sujeto social: el burgués (en lugar de un nuevo tipo de obra de arte). Antes que

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pensar qué ha sucedido en el arte que ha puesto a los burgueses en estado de sorpresa,
Montesquieu diría: el juicio estético, basado en la sorpresa, no es otra cosa que una
capacidad de separar la belleza de la utilidad, que han adquirido los sujetos a los que de
algún modo represento: los burgueses.
En realidad, D’Alembert le pide a Montesquieu que escriba para la Enciclopedia no
la voz “gusto” sino las voces “democracia” y “despotismo”. Él lo piensa y dice,
cortésmente, que no, que quiere escribir la voz “gusto”. Uno podría pensar el cambio de
tema en términos del temor a la censura (él ya la había padecido con El espíritu de las
leyes) y, en ese sentido, como una opción astuta. Pero también podría uno pensar,
maliciosamente y quizás sobreinterpretando aquel cambio de tema, que cuando alguien le
pide a uno que hable de lo contrario de la libertad, del despotismo, y de lo más parecido a la
libertad política (la democracia), una forma de hablar de la libertad sin entrar en conflicto
con el poder es hacerlo sobre lo que en ese momento resultaba la actividad más libre para el
burgués: el gusto. La libertad desarrollada socialmente sin frenos tenía lugar, no en la
política, sino en los salones y en el ejercicio pleno, que se hacía allí (como ámbito privado)
del juicio de gusto.
El problema del placer estético, que Montesquieu define en términos de belleza
contra utilidad, es que depende de un estado del yo, de una disposición del alma, que es
estructuralmente efímera: la sorpresa. A continuación vamos a ver qué solución encuentra
Burke, como autor ilustrado, al problema de ese carácter estructuralmente efímero de la
curiosidad para fundamentar el gusto. Porque, si el gusto como descubrimiento filosófico se
fundamentara estrictamente en la sorpresa, ésta haría que el gusto no fuera más que un
fenómeno pasajero en la vida humana.
La sorpresa es hermana de la curiosidad. Y corre su misma suerte. La curiosidad,
como teoriza Burke, es lo que más rápidamente se pierde con los años: es máxima en la
infancia –el niño tiene curiosidad por absolutamente todo lo que tiene delante-, y con la
socialización, con el ingreso en la razón, esa curiosidad va mermando. La curiosidad es, así,
un estado del yo demasiado pasajero, demasiado circunstancial como para fundamentar el
gusto. Porque de lo contrario no habría personas adultas que sustentaran y ampliaran el
gusto, que forjaran nuevos gustos, que cambiaran de gustos. El problema del gusto será
entonces el problema del gusto adulto: la veleidad del gusto, el cambio de gusto, y no el

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gusto infantil, el carácter omnívoro del gusto, la capacidad infantil de sentir placer ante
absolutamente cualquier cosa.
Dice Burke, en la sección primera de la Primera Parte de su Indagación sobre
nuestras ideas de lo sublime y de lo bello, que la curiosidad es el más superficial de los
afectos, porque “cambia de objeto continuamente […] y parece siempre como una especie
de vértigo, impaciencia, ansiedad”. La fecha de publicación de este texto es 1757, la
misma que la del Ensayo sobre el gusto de Montesquieu. La curiosidad, esa disposición del
alma hacia la novedad –equiparable a la sorpresa, en la que confiaba Montesquieu para
fundamentar el juicio del gusto- es insuficiente por ser inestable –incluso en términos de
una biografía: la curiosidad es máxima en la infancia y va decreciendo con los años. Pero
no es que decrece con los años, para Burke, por una cuestión de pérdida de la capacidad de
sorpresa, en términos estrictamente negativos, sino también en términos positivos: cada vez
tenemos más conocimiento del mundo y, en este sentido, menos curiosidad, menos
capacidad de sorprendernos. No se está hablando aquí de que la curiosidad se convierta en
algo que se atrofia, que está en los niños y los adultos van perdiendo, sino que el proceso de
conocimiento que se desarrolla entre la infancia y la adultez hace que esa curiosidad se –
esta es la palabra que usa Burke- satisfaga. La curiosidad se satisface progresivamente a
medida que conocemos más el mundo. No se trata –estamos siempre en el ámbito de los
pensadores ilustrados- de lamentarse por la atrofia de una capacidad infantil sino,
precisamente, de ver cómo la desaparición de esa capacidad está relacionada con un
proceso de autoilustración.
Los objetos que mueven las pasiones de la gente entrada en edad –noten las
expresiones que usa Burke-, además de ser nuevos en cierta medida –otra expresión de
Burke; uno podría decir: además de ser percibidos como nuevos-, tienen que excitar placer
y dolor por otras causas. En estas tres citas textuales: gente entrada en edad, nuevos en
cierta medida y por otras causas, tenemos los tres elementos con los cuales empieza el
problema del gusto en el tratado de Burke. Los sujetos de una teoría estética, en términos
ilustrados, son sujetos adultos. No nos retrotraemos al origen -o, en términos lockeanos, al
desarrollo genético en un sujeto individual- de esta capacidad que es la curiosidad, sino que
la analizamos en sujetos de mediana edad. Por otro lado, los objetos de una estética -en el
sentido ilustrado de Burke, no en el sentido ilustrado de Kant- tienen que ser nuevos en

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cierta medida, es decir, nuevos para el sujeto; nuevos en la medida en que el sujeto no los
ha frecuentado lo suficiente; nuevos en la medida en que los frecuentó pero es capaz de
volver a verlos como si no los hubiera frecuentado. Y en tercer lugar, el modo en el cual el
sujeto experimenta placer y dolor estéticos tiene que ser explicado por otras causas
distintas que la curiosidad.
Estos tres elementos que aparecen en esta cita de la página 24 son los que definen la
estética de Burke como una estética ilustrada, y a la estética ilustrada como una estética que
tiene en Burke a un hito. El propio Kant pone a Burke –y no a Montesquieu, ni a Hume, ni
a Locke- como el filósofo que ha encontrado las categorías estéticas (lo sublime y lo bello),
aun cuando no las ha fundamentado correctamente. Es un fisiólogo, dice Kant, y sus
investigaciones son de un valor trascendente para la antropología, aunque no para la
filosofía trascendental. Kant no puede sino partir de las categorías de Burke (lo bello y lo
sublime: ése es el orden kantiano), de esta fisiología corporal, para realizar una
fundamentación trascendental. Burke es alguien que encuentra las categorías estéticas. El
problema es hasta dónde llega el tratamiento de esos tres elementos que mencioné: las
pasiones de las personas de mediana edad, los objetos en cierta medida nuevos y las otras
causas, que no son la curiosidad, para explicar cómo esos objetos en cierta medida nuevos
afectan a sujetos en cierta medida viejos.
La mente humana, para Burke, se encuentra mayormente en un estado que no es ni
de dolor ni de placer, sino de indiferencia. La indiferencia es el más común de los estados
del alma. De ahí el papel que cumple la sorpresa, en relación a la indiferencia, como el más
común de los estados subjetivos.

Si en tal estado de indiferencia, relajación o tranquilidad, o llámese como se quiera, uno se


viera de pronto sorprendido con un concierto de música; o suponed que se os presenta
algún objeto de superficie fina y brillante, de colores vivos; o imaginad que se gratifica
vuestro olfato con la fragancia de una rosa; o que, sin tener sed, bebéis un vino agradable;
o probáis algún dulce sin tener hambre; en los diversos sentidos: oído, olfato y gusto,
indudablemente encontraréis un placer. (Burke, Edmund, De lo sublime y de lo bello, trad.
Menene Gras Balaguer, Barcelona, Altaya, 1998, p. 24)

Hay algo del pasaje que recuerda al Libro X de la Ética Nicomaquea: las teorías del

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placer no pueden definir el placer y el dolor sino en términos negativos, y por una
referencia recíproca (el placer no se puede definir salvo como ausencia de dolor y el dolor
no se puede definir salvo como ausencia de placer). Los dos, Aristóteles y Burke, dan el
mismo argumento para refutar este tipo de teorías (que definen el placer como ausencia de
dolor y el dolor, como ausencia de placer): si aparece de repente una música, el olor de una
rosa, una figura que tiene una superficie lisa y brillante, se suscita un placer que no depende
del estado anterior de mis facultades. Yo puedo estar tanto en un estado de indiferencia
como en un estado de placer o uno de dolor y la presencia de ese elemento –el olor, la
figura, la música- genera instantánea y espontáneamente un estado de placer, sin que este
estado sea predecible a partir del estado anterior (por consistir en su opuesto). Por ejemplo,
yo estaba triste y de repente escuché una melodía y me alegré. Esto es, precisamente, lo que
define el pesar y la alegría, para usar las palabras de Burke. Pero no es lo mismo que el
placer estético. El placer que depende del estado anterior del sujeto (respecto del cual se
presenta como opuesto) es definido por Burke como placer relativo. En cambio el placer
estético no es relativo sino positivo, lo cual quiere decir independiente. No depende del
estado previo en el que se encontraba el sujeto.
Burke usa ejemplos de la vida cotidiana (un perfume, un buen vino, una combinación
de colores, etc.), para demostrar que el placer no se obtiene a partir de un estado de dolor ni es
mayor porque previamente exista un estado de carencia o abstinencia. Son ejemplos, como los
de Aristóteles, para diferenciar el placer humano del placer animal (incluso de los placeres
animales de los que participa el hombre). El estado de abstinencia no explica la intensidad del
placer. No se siente más placer al comer cuando se tiene hambre, sino todo lo contrario.
Mucho menos se disfruta más de un buen vino cuando se está muerto de sed. Ni un perfume
resulta más agradable porque uno esté entre olores nauseabundos. De lo que se trata, en Burke,
es de mostrar que el placer es problemático, porque en los placeres que estamos pensando en
un tratado de estética no son los placeres relativos, sino placeres que él va a llamar positivos.
Acá tenemos un primer problema con la traducción. Lo que Burke llama placer positivo el
traductor (Menene Gras Balaguer) lo traduce como verdadero placer. Cuando lean verdadero
placer en realidad Burke está diciendo placer positivo. Lo aclaro, para una mayor precisión
terminológica, aunque no está mal decir verdadero placer, como opuesto a placer relativo. En

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inglés, el par de categorías diferenciadas por Burke es: placer relativo, al que él después va a
llamar deleite (delight), y placer positivo.
Por lo tanto, no son placenteros estos placeres (el perfume, el buen vino y la
combinación de colores) por el estado previo en que se encuentra el sujeto en el momento de
percibirlos, ni tampoco porque los esté esperando o porque esté falto de ellos. El dolor, a su
vez, tampoco depende de que uno se encuentre previamente en un estado de bienestar o de
placer. Por lo menos ciertos dolores -va a decir Burke-, no todos. Para explicarlo, utiliza dos
ejemplos: un ataque de cólico y la tortura en el potro.
Si un hombre sufre un ataque de cólico y se lo extiende en el potro de tortura, el dolor
no es menor sino mayor. Si alguien se encuentra en un estado de dolor extremo -como puede
ser el de un ataque de cólico- y en ese momento se lo somete a un dolor mayor –la tortura-, no
por eso -porque la tortura en el potro sea insoportable- el dolor del cólico se convierte en
placer.
La tortura aparece acá como un maximum de dolor. El dolor de cólico, frente a la
tortura, sería un dolor menor. Sin embargo, el argumento de Burke es que un dolor (aunque
sea mayor) no sirve como remoción de otro dolor. No positiviza el dolor más fuerte. En todo
caso, como estamos hablando de fisiólogos (en términos kantianos), si el cuerpo no soportara
más ese dolor, entraría en el límite de la muerte (un paro cardíaco) o de la pérdida de
conocimiento (el desmayo).
En esta parte del texto de Burke, tenemos que hacer una corrección que nos va a servir
para salir del tema de los dolores: en la página 25, en la sección III, donde dice, como título de
la sección: La diferencia entre la remoción del placer y el verdadero placer, debe decir: La
diferencia entre la remoción del dolor (pain) y el verdadero placer. Otra corrección también
importante es, en la pág. 25, en la primera frase de la misma sección III: donde dice

Nos aventuramos a afirmar que el dolor y el placer no sólo dependen necesariamente, en


cuanto a su existencia, de su mutua disminución o remoción…

Debe decir:

Nos aventuramos a afirmar que el dolor y el placer no sólo no dependen necesariamente, en


cuanto a su existencia, de su mutua disminución o remoción…

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Entre la palabra sólo y la palabra dependen falta un no, es decir, la frase que es
afirmativa debería ser negativa. Es importante que corrijan esto porque, si no, no van a
entender la argumentación.

En la pág. 25, nota al pie 1, donde dice:

Lake (Ensayo sobre el entendimiento humano)

Debe decir:

Locke (Ensayo sobre el entendimiento humano)

En la pág. 28, renglones 10 y 11, donde dice:

En el pesar, el placer es todavía más elevado; y la aflicción que padecemos no tiene nada que
ver con el placer absoluto

Debe decir:

En el pesar, el placer es todavía más elevado; y la aflicción que padecemos no tiene nada que
ver con el dolor absoluto

La disminución de un dolor no es un placer. Después de un dolor muy grande


viene la sobriedad con temor o una especie de tranquilidad con una sombra de horror.
Tras la remoción del dolor ni siquiera hay una tranquilidad placentera. Hay, en todo
caso, una tranquilidad paranoica, inquieta, porque se teme la posibilidad de que el
motivo del dolor reaparezca. En ese sentido, como el motivo del dolor puede reaparecer,
hay un temor en forma de sombra. En ningún caso hay un estado placentero.
Aparece, entonces, la pregunta por cuál es el verdadero placer (como dice en inglés
“positive pleasure”: placer positivo).

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Después de una emoción violenta la mente sigue habitualmente en el mismo estado. (p. 26)

Por lo tanto, el verdadero placer o placer positivo no aparece tras un dolor cruel o un
peligro. El placer positivo/verdadero no proviene de la remoción del dolor o del peligro. Ni el
verdadero dolor/dolor positivo proviene de la remoción del placer. En la sección siguiente, la
sección IV de la Primera Parte, llega a la conclusión que viene anunciando:

Hay placeres y dolores de naturaleza positiva e independiente.

Hay placeres relativos y placeres positivos e independientes. Esta sería la clasificación


de los placeres. A continuación, Burke dice que al placer relativo (es decir, al placer que
produce la remoción del dolor) lo va a llamar deleite (delight), aunque él admite que esa
palabra no suele usarse en la manera que la está usando (en inglés). Cada vez que hable de
placer relativo, entonces, va a referirse al deleite. Aclaro esto porque también Kant va a usar
una palabra que García Morente la va a traducir como deleite.
El cese del placer afecta a la mente de tres maneras distintas. La clasificación de estas
maneras va a estar dada según cuánto haya durado ese placer. Estas tres maneras son: la
indiferencia (si el placer duró lo suficiente), la decepción (si el placer se cortó bruscamente) y
el pesar (si el objeto se ha perdido). En este último caso, hay pesar mientras no se puede
volver a gozar del objeto. Ahora bien, cuando se recupera el objeto (el objeto que Burke pone
de ejemplo es la salud), lo que se siente al recuperarlo es alegría (joy), no placer (pleasure).
Del pesar se pasa a la alegría. La delimitación, entonces, es para mostrar que ninguno de estos
tres dolores (la indiferencia, la decepción y el pesar) es el positive pain o el dolor
positivo/verdadero. De la misma manera que antes vimos que el deleite no era lo mismo que
un placer positivo e independiente.

Dolor y placer son, para Burke, ideas simples. No se pueden definir, no va a intentar
hacerlo, y tampoco es necesario definirlas. En este sentido, Burke es un filósofo que escribe
en un vocabulario conscientemente empirista y específicamente lockeano. En el Discurso
Preliminar del libro, “Sobre el gusto”, es decir, el prólogo que él escribe para su propio
libro, dice que los sentidos son iguales en todos los hombres, es decir, son universales. Es

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precisamente lo único universal. De ahí que el placer y el dolor puedan entenderse, a partir
de ellos, como ideas simples.
Pero también la imaginación a la que Burke hace referencia en el “Discurso
preliminar” es común a todos los hombres, en la medida en que combina ideas simples a
partir de principios –la semejanza y la diferencia- que son también comunes a todos los
hombres. Si bien no todas las combinatorias de ideas en los hombres son iguales, se hacen
de acuerdo con estos principios básicos, la semejanza y la diferencia, que sí son comunes a
todos. La imaginación es una facultad:

…a la que pertenece todo lo que llamamos ingenio, fantasía, invención y lo que se le


parece. Pero hay que tener en cuenta que tal poder de la imaginación es incapaz de
producir nada absolutamente nuevo. Sólo puede variar la disposición de aquellas ideas
que ha recibido de los sentidos. (pp. 11-12)

La imaginación, como segunda facultad para fundamentar el gusto, después de los


sentidos, estaría en orden de poder crear, por ser una facultad más controversial que los
sentidos (que estarían llamados a no provocar ninguna discordia), algún tipo de discordia. No
obstante, Burke hace la salvedad (basándose en Locke), de que la imaginación busca la
semejanza, a diferencia del juicio (la tercera facultad involucrada en el gusto), que busca la
diferencia. La imaginación, entonces, no es tan controversial como el juicio. Sólo es más
controversial que los sentidos (que no presentan motivo de controversia). La imaginación
tiende a buscar la semejanza, así como el juicio (esto lo define al final del “Discurso
preliminar”) tiende a buscar diferencias.
Si bien la imaginación implica el ingenio, la fantasía y la invención, Burke aclara que no
crea nada nuevo. Sólo asocia. Y las asociaciones tienden a la semejanza más que a la
diferencia. Como si uno asociara una idea con otra por el modo en el cual están asociadas
habitualmente esas dos ideas. Pienso, por ejemplo, en la asociación de la idea de rojo con la
idea de pasión, con la idea de sangre, o con la idea de peligro. Uno podría pensar que esas
asociaciones, si bien son, en principio, arbitrarias, en la medida que no son privativas de un
sujeto, y son intersubjetivamente compartidas, se vuelven aproblemáticas. Hay alguna
semejanza –socialmente creada y adoptada como convención- entre el rojo, la pasión, la
sangre y el peligro. De hecho, es un color que produce un muy fuerte impacto a la vista.

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Entonces, esas ideas, asociadas a su vez entre sí (pasión, sangre y peligro) son ideas que están
vinculadas a lo que pone en riesgo nuestra vida. Justamente, el poner en riesgo la vida, el
peligro, la cercanía de la muerte, son ideas que, para Burke, están asociadas a lo sublime.
La imaginación no trabaja de una manera enteramente arbitraria porque no trabaja de
una manera personal o privada. Ahora bien, si hubiera una imaginación que hace asociaciones
enteramente privadas, lo que le pasaría al sujeto que la posee, quizás, es que su
comportamiento tendería a lo asocial. Tendería a separarse de los gustos generales, de los
modos en los cuales la comunidad asocia idea con idea. Y esto, efectivamente, sucede (Burke
contempla esta posibilidad). De todos modos, sería fácil de entender, para ese sujeto asocial,
cómo asocia la imaginación ajena, pues ésa es la forma más común de asociar. Dice Burke:

Como el placer de la semejanza es el que halaga principalmente la imaginación, casi todos los
hombres son iguales en este punto, hasta donde llega su conocimiento de las cosas
representadas o comparadas El principio de este conocimiento es mucho más accidental por
cuanto depende de la experiencia y de la observación y no de la fuerza o debilidad de ninguna
facultad natural. De esta diferencia en el conocimiento procede lo que comúnmente llamamos,
aunque no con gran exactitud, diferencias de gustos. (p. 13)

Si bien la imaginación tiende (por tender a lo semejante) a ser parecida o igual en todos
los hombres, no obstante, los hombres tienen criterios de conocimientos basados en la
observación y la experiencia que difieren de unos a otros. Aquí el autor delimita bien un
elemento que le servirá finalmente (al final del “Discurso preliminar”) para la definición de
gusto. Todo individuo tiene un modo particular de recortar el mundo de acuerdo a su
experiencia y conocimiento. Ese modo hace que, aunque la imaginación tienda a ser la misma
en todos los hombres, cada hombre particular, en tanto pertenece a determinado grupo humano
y frecuenta, por pertenecer a él, determinado tipo de objetos, tenga experiencias y
conocimientos distintos. Lo que varía de un hombre al otro es la experiencia y el
conocimiento, no la imaginación. Y es por eso que difieren los juicios de gusto: porque los
hombres tienen conocimientos y experiencias distintos, aunque sus sentidos y su imaginación
sean iguales.
¿Cómo reaccionaría una persona a la combinatoria de determinados sonidos que no los
tiene asociados como música, cuando se le presentan por primera vez como música? La

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respuesta depende de la experiencia y el conocimiento previos. El hecho de frecuentar
determinados círculos de iniciados (que, en el marco de la época, serían los salones),
predispone positivamente, al que los frecuenta regularmente, hacia los objetos presentados allí
como novedades. El conocimiento y la experiencia, entonces, hacen que los juicios difieran de
un hombre a otro. Por otra parte, esta diferencia no podría fundarse en la imaginación, en la
medida en que la imaginación tiende a la semejanza. Quien acepta lo desemejante, tiende a
aceptarlo por conocimiento y experiencia de esa posibilidad (porque frecuenta círculos donde
esa posibilidad está contemplada), pero no porque tiene una imaginación mejor que otros
sujetos. En el caso del que rechaza lo desemejante, lo que falla no es la imaginación, sino el
juicio. Es más, la conclusión de Burke va a ser que cuando hablamos de gusto erróneo,
hablamos en realidad de juicio erróneo. No hablamos nunca de imaginación errónea o de una
atrofia de la imaginación. La imaginación tiende a la semejanza, por lo tanto, cuando algo no
lo podemos asociar, entonces, interviene la experiencia y el conocimiento. Si no interviene la
experiencia y el conocimiento, nos desconcertamos, como sucede muchas veces.
Hasta ahí llega, podemos decir, el vocabulario empirista lockeano, usado casi en un
nivel de divulgación, como diciendo: cualquier lector mío es un lector del señor Locke;
cualquier lector de un tratado sobre el origen de nuestras ideas de lo sublime y de lo bello
es alguien que conoce de primera mano el vocabulario empirista. No hace falta definir,
entonces, sus términos básico. Lo dice –sobre todo en el Discurso Preliminar- como si sus
lectores ya hablaran ese vocabulario, y él simplemente tuviera que ceñirse a hacer operar
ese vocabulario en relación a problemas estéticos.
Las categorías del gusto, en la Indagación sobre el origen de nuestras ideas de lo
sublime y de lo bello [De lo sublime y lo bello, en la traducción castellana] están al comienzo
de la sección II: El dolor y el placer:

Para mover un poco las pasiones de la gente entrada en edad, parece pues necesario que
los objetos designados para tal fin, además de ser nuevos en cierta medida, deberían ser
capaces de excitar dolor y placer por otras causas que no sean las de la novedad. El
dolor y el placer son ideas simples que no pueden definirse. (p. 24)

Burke dice ideas simples, usando una clara terminología empirista. Cada vez que
aparece en Burke terminología empirista, para él, no hace falta definir los términos, como si el

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lector los tuviera incorporados por su ilustración misma: como cuando habla de John Locke
como Mr. Locke.
Placer y dolor no pueden definirse el uno por el otro: ni el placer puede definirse como
remoción del dolor ni el dolor como remoción del placer.

El estado más frecuente de la mente humana no es el placer y el dolor sino la indiferencia. (p.
24)

Las categorías estéticas se definen en relación al placer y el dolor (que son categorías
indefinibles para el autor) como estados opuestos a la indiferencia. El fenómeno estético es un
estado de no indiferencia: lo contrario del estado más normal en una persona entrada en edad,
que es la indiferencia. A diferencia del niño, para el que todo es motivo de curiosidad, para el
adulto todo es motivo de indiferencia, salvo que aparezca algo que le cause placer o dolor y lo
saque de este estado.
La delimitación del fenómeno estético Burke la va a concretar en la sección VI de la
Primera Parte. A partir de esta sección (páginas 28 y 29 en la traducción) empieza la
teorización de lo que podríamos llamar el fenómeno estético propiamente dicho, caracterizado
a partir de las categorías de sublime y bello, que son las que le van a resultar relevantes a Kant
para la Crítica del Juicio.
Para la delimitación del fenómeno estético Burke recurre a tres categorías filosóficas
ya vigentes en la época: pasiones, impresiones e ideas. Ninguna de las tres, por ser patrimonio
de la época ilustrada en general y del empirismo en particular, necesita -para él- de definición.
Uno podría decir que Burke recurre a esta terminología como una terminología que ya no
requiere definiciones. Pero recuerden que sí definió en el “Discurso preliminar”, algunas
categorías (para no decir que Burke no define nada). Por ejemplo, definió gusto, pero también
definió dos de las tres facultades del gusto: la imaginación y el juicio. Lo que sí no definió son
las impresiones de los sentidos. Lo agrio, lo salado, lo dulce, son impresiones (de los
sentidos), en tanto son captados por ellos como una inmediatez. Lo que proveen los sentidos
es un tipo de dato que no necesita definición, es pura impresión (en sentido empirista).
Recordemos también (para entender cómo aparecen las categorías estéticas) que para
Burke no se podía fundamentar el gusto en la mera novedad. Si la curiosidad no es infinita, la

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novedad que la satisface (podríamos agregar) tampoco. Por lo tanto, lo que él va a hacer para
poder fundamentar el gusto es buscar categorías (como la de lo bello y lo sublime) que
indiquen un grado de intensidad de la experiencia estética y no un grado de novedad del
objeto. No es la novedad del objeto, sino la intensidad de la emoción que el objeto provoca en
el sujeto lo que va a permitir fundamentar este tipo de placer o dolor como positividades. En
tanto positividades (placeres positivos y dolores positivos, en lugar de placeres y dolores
relativos), el placer y el dolor van a poder servir de índice de la experiencia estética. La
intensidad es una categoría empirista: diferenciar impresión de idea por el grado de la
intensidad es código empirista. Él va a utilizar ese criterio (el de la intensidad) para convertir
en el índice de lo estético al modo en el cual impactan ciertos fenómenos en el sujeto. Lo que
impacta con mayor intensidad es lo sublime. Por eso se explica primero lo sublime y después,
lo bello.
Para fundamentar lo bello y lo sublime como categorías estéticas, Burke expone dos
tipos de pasiones asociadas a la idea de dolor y a la idea de placer. Si bien él no define pasión,
dice que todas nuestras pasiones (no va a hacer una enumeración de las pasiones más
frecuentes) desembocan en dos puntos claves. Como si dijera que todas nuestras pasiones
tienen dos metas posibles. Una meta es la autoconservación y la otra, la sociedad. Lo contrario
de la autoconservación es, obviamente, la muerte. Y lo contrario de la sociedad, la soledad.
Esto lo va a desarrollar en la sección XI (páginas 32 a 33). Es importante que tengan en cuenta
cuáles son los opuestos de estas metas a las que tienden todas las pasiones humanas.

Todas las ideas que causan en nuestra mente una poderosa impresión, ya sea de dolor o
placer, se pueden reducir a estos dos puntos clave (metas). Las pasiones que conciernen a la
autoconservación se relacionan con el dolor o el peligro. (p. 29)

Todas las ideas que causan una impresión de dolor o placer en nuestra mente (noten la
terminología empirista) se reducen a dos tipos de pasiones: pasiones que conciernen a la
autoconservación o pasiones que se vinculan o conciernen a la sociedad. Después vamos a
que la sociedad se divide en sociedad de los sexos y sociedad en general. Pero, en principio,
las dos grandes metas de las pasiones son o la autoconservación o la sociedad (que tienen sus
respectivos contrarios: muerte y soledad).

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Las ideas de dolor, enfermedad y muerte provocan fuertes emociones de horror. (p. 29)

El dolor, la enfermedad y la muerte aparecen como ideas simples, no como ideas


complejas. Mientras que sus opuestos, la salud y la vida, aunque pueden ser placenteras, no
causan el mismo grado de emoción. Lo pertinente para definir un fenómeno estético, entonces,
es la intensidad. La emoción que causa el dolor, la enfermedad y la muerte es más fuerte que
la que produce la salud y la vida. La emoción más fuerte que puede causar una idea de dolor o
peligro, en tanto se relaciona con objetos terribles, es la fuente de lo sublime.
La fuente de lo sublime está en estas ideas, a las cuales está asociada la muerte (él la
llama king of terrors). Su presencia inminente -o sugerida- nos trae, por una asociación
inmediata, la presencia del rey de los terrores. En este sentido, la emoción de esa presencia
inminente es la más fuerte de las emociones que impacta sobre nuestra mente.

Si algo duele es porque es emisario del rey de los terrores [el dolor es el emisario de la
muerte]. El peligro y el dolor, si acosan demasiado, son sencillamente terribles y no causan
ningún deleite [ningún placer relativo]. Pero a ciertas distancias y con ligeras modificaciones
pueden ser y son deliciosas [introduce, así, el tema de lo sublime]. (p. 29)

Cuando el peligro y el dolor (como emisarios de la muerte) están efectivamente a una


determinada distancia -y con una ligera modificación- son deliciosos. No hay nada que sea
comparable, en intensidad, a la presencia del rey de los terrores, siempre cuando esa presencia
se haga efectiva a través de sus emisarios y, desde ya, uno esté a una cierta distancia de ellos.
Pero además de la distancia, hace falta “una cierta modificación” en la presencia del peligro y
el dolor. Uno podría decir que en las tragedias todos los personajes mueren, pero hay una
modificación en la presencia de la muerte, porque se trata de una representación (aunque lo
representado haya sucedido en la vida real). El problema, en todo caso, es en qué consisten,
fuera de una ficción, la distancia y la ligera modificación del dolor y del peligro que requiere
lo sublime. Porque, en principio, Burke no dice que esto sea propio de las obras de arte, si bien
muchos de los ejemplos que da son de tragedias (al igual que sucede con Hume).
Pero Hume, cuando habla de lo trágico (en el ensayo “De la tragedia”), establece una
diferencia sutil entre lo trágico propio de una ficción y lo trágico propio de un hecho real
(como vimos al comienzo de la clase). Hume equipara lo trágico ficcional y lo trágico real

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siempre cuando el relato de un hecho real trágico no nos involucre directamente: o porque no
fuimos protagonistas del hecho o porque las personas que lo protagonizaron no tienen un
vínculo afectivo con nosotros o porque el hecho ha sucedido hace tiempo y ha devenido
recuerdo. Cualquiera de las tres posibilidades reduce la intensidad de las emociones que el
hecho real provoca. Tengan en cuenta que el recuerdo, en Hume, de acuerdo con el Tratado de
la naturaleza humana, tiene una menor intensidad respecto del hecho vivido, respecto del
hecho cuando fue experimentado a través de las impresiones.
En todo caso, ese matiz (la distancia afectiva con el hecho o la distancia temporal
respecto del hecho) podría pensarse como un modelo del tipo de distancia que requiere lo
sublime. No es la misma distancia que requiere lo bello, que es más bien la distancia física
necesaria para que el objeto sea contemplable.
En este momento ilustrado y fisiológico de la estética, no hay una diferenciación
estricta entre placeres y dolores que provienen de obras ficcionales y placeres y dolores que
provienen de relatos de la vida real. Enterarse de la enfermedad de un familiar es terrible. Pero
enterarse, en el curso de una tragedia que está siendo representada, que un personaje está
enfermo es algo que vuelve a la historia más intensa. No obstante, en este último caso, no se
suscita en uno el mismo tipo de dolor. En Burke, esta diferencia es la diferencia entre lo
terrible y lo sublime. El matiz aparece en la idea de la distancia y de la modificación del dolor
y el peligro. Se podría decir que la ficcionalización es un criterio de distancia. Otro criterio de
distancia es la distancia temporal respecto del suceso. Si el que lee sobre la decapitación del
rey está temporalmente lejano del suceso. Otro criterio, la distancia emotiva: no produce la
misma emoción enterarse de la decapitación del propio rey (como suceso deseado o temido)
que enterarse de que ha sido decapitado el rey de Francia. En última instancia, la diferencia en
el impacto se debe a si el hecho es cercano o lejano en términos afectivos, más que
geográficos. Otra cuestión, respecto de lo sublime, es en qué consiste lo que Burke llama
“cierta modificación del dolor y el peligro”. Desde ya, es algo que está ligado a la figura de la
distancia, en este caso, a la distancia que crea el relato o la representación de un suceso. El
suceso narrado o representado no es lo mismo que el suceso en sí. En un punto, es lo que
sucedía con las tragedias: eran sucesos reales pero distantes en el tiempo, sucesos, además, que
habían sucedido en épocas que se consideraban más crueles que la propia. Pero también eran
sucesos narrados o representados. En la tragedia, dice Hume, se incorpora el suspenso para

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narrar un suceso real. Desde ya, él no habla de suspenso, sino de “dosificación de la
información”. Los autores de tragedias –recalca- usan estrategias narrativas para mantener la
atención del público. El suceso real no se presenta ante el público tal como sucedió, sino que
se lo re-presenta con ciertas modificaciones, las modificaciones propias de una ficción.
Por eso, la distancia no es lejanía geográfica o lejanía temporal medida en años, sino
esa lejanía simbólica que resulta de poner un suceso en un marco cuasi-ficcional por el solo
hecho de narrarlo, de acentuar u omitir datos para hacerlo más interesante. La distancia
necesaria para lo sublime la explica mejor Hume que Burke, porque Hume la explica como
distancia afectiva. Pero Hume no tiene, en sus ensayos de estética, la categoría de lo sublime,
sino la categoría de lo trágico. La distancia afectiva, en “De la tragedia”, aparece como
condición de la catarsis. Hume no diferencia, estrictamente, entre los hechos trágicos de la
vida real y los de una ficción, siempre cuando estos hechos sean narrados (es decir, en la
medida en que uno sea de ellos lector o espectador). Por ejemplo, cuando a uno no le sucede
directamente algún hecho (sea lejano o próximo, acá no importa el tiempo que haya pasado),
ese hecho es sentido por uno como lejano. Cosas completamente cercanas pueden tornarse
muy lejanas porque no somos afectados directamente por ellas. Y esta diferencia entre lo
trágico ficcional y lo trágico real, en cuanto a la modificación que le cabe a los hechos
narrados, la establece mejor Hume en De la tragedia que Burke en la Indagación sobre
nuestras ideas de lo sublime y de lo bello. Porque, en el caso de Hume, lo trágico tiende a ser
un modo de distancia afectiva con los hechos, no importa su procedencia (real o ficcional).
Las emociones que despierta la tragedia las despierta por el modo en que la tragedia está
narrada, no por la índole terrible de los hechos narrados. Por eso, igual que para Hume hay
críticos buenos y malos (y hay que saber diferenciarlos), también hay buenos y malos autores
de tragedias. Lo terrible, como contenido de una tragedia, no basta por sí mismo para
emocionar. El carácter delicioso de lo terrible cuando está modificado y uno se encuentra a
una cierta distancia de él –como condiciones de lo sublime en Burke- parece necesario
entenderlo en términos de una ficcionalización, aún cuando el suceso terrible no sea ficcional
y aún cuando no tenga todas las condiciones como para ser ficcionalizado.
Lo que tiene el dolor como para hacer de acicate de las emociones es que es el
emisario de The King of Terrors, según llama Burke a la muerte. Cuando aparece la idea de
dolor, aparece la idea de muerte. Son ideas conexas. Por lo tanto: peligro, dolor,

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enfermedad están asociadas al máximo de los terrores, y en ese sentido es que producen una
emoción intensa.
Ahora bien, hay un componente que Burke necesita teorizar para que no sea la
curiosidad sino la intensidad lo que le permita fundamentar la experiencia estética: la
distancia. El peligro y el dolor, si acosan demasiado, son sencillamente terribles y no
causan ningún placer, ni siquiera placer relativo (delight), “pero a ciertas distancias y con
ligeras modificaciones, pueden ser y son deliciosos” (p. 29). Este es el elemento que le
permite a la intensidad reemplazar a la curiosidad de Montesquieu para teorizar la
experiencia estética: la distancia a la que el sujeto se encuentra del peligro y del dolor y la
modificación ligera que tienen ese peligro y ese dolor. Estos son los elementos que lo hacen
delicioso.
Uno podría decir que la distancia es la que pone el propio yo: ¿soy yo quien padece
el dolor? No. Lo que yo padezco es un dolor por empatía con el dolor ajeno; pero no es mi
dolor. Yo no estoy realmente sufriendo cuando veo las noticias de lo que está sucediendo en
este momento en Gaza. Yo siento empatía con el pueblo palestino. Ese dolor, que incluso
puede ser físico, diría Burke, no me convierte a mí en alguien que sufre de la misma
manera que quien está en este momento en Palestina -no como corresponsal sino como
parte del pueblo palestino-. El pueblo palestino es a quien yo le dedico mi sentimiento de lo
sublime, pero se trataría siempre de mi yo contra el yo de los otros. Es decir, yo me pongo
en el lugar del yo de los otros, pero sigo siendo yo -quien está frente a un televisor, o a una
fotografía o leyendo una noticia sobre sucesos reales- quien experimenta ese sentimiento
desde una cierta distancia y con ligeras modificaciones. Por lo tanto, se trata de un
sentimiento de carácter estético, y no un sentimiento estrictamente moral. Y esto es así por
la distancia y la ligera modificación de ese peligro y ese dolor -es decir, ese peligro y ese
dolor en tanto lejanos y ajenos: yo no puedo experimentarlos como peligros y dolores
corporales reales, por más que generen en mí una inquietud, un estado de ansiedad, de
impotencia, de ira, o cualesquiera sean los sentimientos que me suscite. Se trataría de
sentimientos conexos a una idea de dolor los que están en la raíz de un sentimiento estético,
y no un sentimiento moral, un sentimiento político o cualquier otro que no tuviera que ver
con la categoría estética de lo sublime.
Seres humanos que están padeciendo una situación terrible generan en mí un

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sentimiento de lo sublime. Por eso tiene que ser terrible lo que suscite en mí ese
sentimiento de lo sublime, y yo tengo que estar a distancia del objeto que despierta en mí
ese sentimiento. Hay entonces una ligera modificación de mi sentimiento en relación con el
objeto por el cual ese sentimiento se experimenta: el sentimiento no es moral, sin estético.
Ni siquiera podría decir que ese sentimiento se pueda sacar del ámbito de la contemplación.
Soy yo quien experimenta un sentimiento por un objeto (el sufrimiento ajeno) que me es
distante, lejano, pero la suerte de quienes lo padecen no es mi suerte.
Esta experiencia (la de la contemplación del sufrimiento ajeno de personas reales)
no sería muy distinta, para Burke, que la de leer Romeo y Julieta y sufrir con la desgracia
que le atañe a los personajes (que, por otra parte, como los personajes de la mayoría de las
tragedias, son personajes basados en personas que existieron). Yo sufro, de hecho, aun
cuando sepa el final de la tragedia, mientras presencio la representación o leo el texto
dramático; experimento sentimientos de dolor, de ansiedad, de impotencia, de rabia, de ira.
Sin embargo, esos sentimientos pertenecen a un ámbito distinto del de la moral, la
metafísica y la política: es el ámbito de lo estético. Es decir, soy capaz de sentir algo por
una situación sin que esa situación me ataña directamente.
Noten que el límite con lo moral es débil. Pero en Burke –no así en Hume- hay una
diferencia entre el sentimiento moral y el sentimiento estético. Quizás por eso Kant se basa
en Burke y no en Hume para teorizar la experiencia estética, aun considerando que los
ensayos sobre estética de Hume se publican en estos mismos años (mediados del siglo
XVIII).
El otro punto clave o meta en torno al cual Burke clasifica las pasiones es la
sociedad. Divide la sociedad en dos especies: la sociedad de los sexos y la sociedad en
general. El primero de los tipos de sociedad que considera en relación a estas pasiones -que
tienen como meta la sociedad- es la sociedad de los sexos. Se trata de pasiones propias de la
generación, con fines de propagación, que se originan en gratificaciones y placeres. Por eso
Burke dice que el placer con el que más directamente conectado está este fin, la
propagación, es de carácter alegre, entusiasta, violento y, realmente, el placer de los
sentidos más elevado. Suponemos que se está refiriendo al orgasmo, aunque no use este
término. Es muy difícil desconectar estas pasiones del placer que suscitan, dice Burke.
Aquello que lleva a la propagación está relacionado con un placer extremo, el más elevado

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de los placeres de los sentidos. Noten que cuando habla de las pasiones de la sociedad no se
refiere a la cuestión del dolor. Pareciera que lo que tiene de violencia, de alegría y de
entusiasmo el orgasmo estuviera vinculado, precisamente, a lo contrario de la muerte. No
hay en Burke una relación sexo-muerte. Él pone las pasiones de la sociedad en el extremo
opuesto a las de la autoconservación. El sexo está relacionado con la sociedad: son
necesarios al menos dos para el sexo y, aun si son más, uno podría pensar que se trata
siempre de algo que podría tener como fin la propagación, desde el punto de vista de los
fines de la naturaleza; no obstante, la razón por la cual este tipo de pasiones se practica con
tanta regularidad no es la reproducción, sino el placer extremo de los sentidos con que están
asociadas. En esto, Burke es también altamente empirista. Está tomando, otra vez, el índice
de intensidad para relacionar las pasiones de la sociedad con el cuerpo. El orgasmo es el
máximo placer de los sentidos: esa es la razón del sexo, no la reproducción.
Ahora bien, cabe preguntarse por qué son menos intensas estas pasiones que tienen
al orgasmo como meta que las pasiones que están vinculadas a la autoconservación.
Precisamente, dice Burke, porque la ausencia de este tipo de goce tan grande raramente
causa malestar. Lo mismo va a decir del amor. Es interesante, no sólo la desasociación entre
sexo y muerte, sino también la desasociación entre sexo y amor. Son análogos pero no son
lo mismo. La petit morte del orgasmo, entonces, no está asociada –en la teoría burkeana- a
las pasiones relacionadas con la muerte, pero tampoco el amor está relacionado con las
pasiones vinculadas al sexo. La pérdida del objeto del amor afecta, dice Burke, pero al igual
que lo que pasaba con la pérdida del objeto del placer, que causaba pesar, y su
recuperación, alegría, la pérdida del objeto del amor produce un pesar, que es un dolor
relativo y no un dolor independiente (en cambio, la idea de la muerte produce un dolor
positivo: independiente). Y tampoco el amor está relacionado a la muerte sino a lo social, al
asociarse, al acoplarse. En este sentido, también es menos intenso. Uno diría,
burkeanamente, nadie muere de amor. Y tampoco nadie muere por falta de sexo. En todo
caso, se busca el sexo por el placer y se busca el amor por el placer; pero se podría vivir en
soledad –que es lo contrario de la sociedad-. Salvo que, Burke va a decir, la soledad es
abominable, insoportable y muy parecida a la muerte. Podemos pensar que la falta de sexo
y la falta de amor, aun cuando sean distintos, generan una soledad que se parece a la
muerte. Pero no es lo mismo, en términos de intensidad, que la idea de la muerte. Nadie

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teme a la falta de sexo y a la falta de amor como teme a la enfermedad que desemboca en la
muerte. En todo caso, es displacentero, es feo, es triste, es insoportablemente aburrido
carecer de sexo y de amor. Pero no produce, como idea, la presencia de The King of
Terrors.
Así, para Burke, tampoco la pérdida del objeto de placer relativo que está asociada
al sexo y al amor, que son distintos, puede llevar a la locura. No sólo el sexo o el amor no
están relacionados con la muerte sino tampoco con la locura. Las pasiones que pertenecen a
la sociedad se relacionan por eso con lo bello, y no con lo sublime. Podemos decir: el sexo
está cerca de la belleza, el amor también, pero ninguno de los dos está cerca de lo sublime,
porque no están asociados –en Burke- con la intensidad propia del terror que provoca la
idea de la muerte. Se trata siempre de placeres, en lugar de dolores. En lo bello prima la
idea del placer. Y las promesas de placer que traen el sexo y el amor permiten entender la
intensidad de esas promesas como belleza, es decir, según la categoría de lo bello, y no
según la de lo sublime.
La concepción de lo sublime, por su intensidad, es más acabada como categoría
estética, que la de la belleza. Burke tiene que explicar la belleza por analogía. Es un
sentimiento que se parece al sexo y al amor. La promesa de placer relativo –de deleite- que
prometen el sexo y el amor provocan en nosotros un cambio del estado de indiferencia;
pero no es tan intenso como el cambio de estado, en términos de intensidad, que provoca la
presencia de la muerte. Siempre estamos hablando en términos de intensidad: la promesa de
placer máximo es menos intensa que la promesa de dolor máximo. Lo sublime está
relacionado con el terror y lo bello con el orgasmo. Se trataría siempre de sentimientos,
emociones, pasiones que están asociadas por una meta: la autoconservación o la sociedad,
que es diferente en términos de intensidad. Por eso el parámetro para entender la
experiencia estética es, en esos términos de intensidad, lo sublime, y no lo bello. En la clase
que viene vamos a ver cómo Kant invierte esta relación; va a empezar a teorizar por lo
bello, y no por lo sublime.
Para entender un poco mejor esta diferencia de intensidad en la que se basa Burke
para separar lo sublime de lo bello, hay que tener en cuenta que los sentimientos en los que
están basadas son análogos a las pasiones de la autoconservación y las pasiones de la
sociedad. Pero los sentimientos de lo bello y de lo sublime producen un goce que no va

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acompañado de un placer real. Es decir: el sentimiento de lo bello se parece al del orgasmo,
pero no es un orgasmo. La relación es de analogía. Lo mismo vale para el sentimiento de lo
sublime: se parece al terror a la muerte, pero no es la presencia de la muerte. Los hombres
son propensos a los placeres del amor, a diferencia de los animales que sólo son propensos
al sexo, porque en el momento de entregarse a ellos están guiados por la razón.
De todos modos, la diferencia de intensidad es importante, porque para Burke hay
un modo de entregarse racionalmente a los placeres de la sociedad que los convierte en
placeres que son aptos para explicar, por analogía, el placer propio de lo bello. El placer
estético de lo sublime es un placer más intenso que el de lo bello, pero en ninguno de los
dos casos el placer es un placer real. Aunque quien está viendo una tragedia se encuentra en
un estado emocional confuso, desesperado, disconforme, deseoso de que la suerte de los
personajes cambie, no por eso ese goce que experimenta frente al objeto es un goce real.
Dicho en términos un poco más burdos, quizás, no es lo mismo ser espectador que ser
protagonista de una tragedia. El sujeto de la experiencia estética es siempre un sujeto que
está a distancia, un sujeto contemplador, un sujeto receptor, no un sujeto protagonista: no es
un sujeto activo sino pasivo.
Por eso, lo que también marca una diferencia entre un goce real y un goce estético
es que, quien se entrega al goce estético, se entrega racionalmente. Quien decide ir al teatro,
prender la televisión o tomar una novela y leerla se dispone racionalmente a experimentar
esas emociones. Por lo tanto, las emociones experimentadas, en tanto el propio sujeto las
busca a propósito, racionalmente, no son emociones reales. Tampoco dice que sean
ficticias, que no existan; pero podríamos decir, en términos empiristas, son menos intensas
que las emociones reales. No es lo mismo estar enamorado que experimentar un
sentimiento de empatía con personajes que están enamorados; no es lo mismo tener sexo
que leer acerca de cómo determinados personajes tienen sexo, por ejemplo, en una novela
que narra una relación sexual con mucho detalle, o una película o una obra teatral que
muestra esa relación. Por supuesto, Burke no se refiere a la pornografía, aunque ya existía y
era bastante sofisticada en el siglo XVIII, ni a la cultura libertina. Pero uno podría entender
que se trata de poner el placer estético como diferente de un placer real: es un placer
distanciado. Si alguien consume pornografía con fines de masturbación, no estaría
realizando una actividad estética, sino una actividad con fines de automotivación. Lo digo

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para anticiparme a la pregunta posible de cómo sería el caso de la interpelación
pornográfica. Para la estética burkeana, que es contemporánea de un siglo de mucha
producción de literatura erótica libertina, se trataría de un caso en que la relación con el
objeto no sería del tipo estético sino instrumental, o sea, una relación de utilidad.
En cuanto al segundo tipo de pasiones, aquellas vinculadas a la sociedad en general,
dice lo siguiente. La sociedad en general no nos hace gozar de ningún placer verdadero, de
ningún placer positivo. Sería el caso de aquello que suscita el tipo de emoción más bajo que
puede suscitar una emoción estética. Ahora bien, la soledad total, que es lo contrario de la
sociedad, del hecho de vivir en una sociedad, la exclusión perpetua de la sociedad, es el
máximo dolor que el hombre puede concebir fuera de la muerte (p. 33). Cuando en la
experiencia de la belleza aparece un objeto que nos produce un sentimiento por el cual
decimos “esto es bello” y ese sentimiento es más débil que el que puede suscitarnos otro
objeto, esa diferencia en cuanto a la intensidad, esa debilidad de las pasiones que se
relacionan con la sociedad en general y no con la sociedad de los sexos, se debe a que el
objeto, siendo relativamente familiar -o familiar-, se presenta como si fuera
momentáneamente extraño. Por ejemplo, si alguien pone unas flores en este escritorio por
primera vez, yo puedo llegar a decir “qué bello”; pero si acá hubiera instalado un jarrón con
flores, siempre las mismas, cambiadas diariamente por alguien todas las mañanas, y cuando
uno llega a la tres de la tarde las ve siempre en el mismo estado -porque a esa hora ya se
han abierto hasta el mismo punto- va a llegar un momento en que van a pasar
desapercibidas. Ahora bien, si en determinado momento dejan de estar, me voy a dar
cuenta. Y cuando las vuelvan a poner, exactamente como estuvieron siempre, es muy
posible que yo vuelva a fijar la atención en las flores y diga “qué bellas”. Mientras las
flores están, estoy actuando –sin saberlo- como si la ausencia de esas flores pudiera
causarme algún dolor; o sea, si algún día dejaran de poner esas flores allí, yo diría que
siento su ausencia, pero mientras están, me parecen siempre las mismas, aunque no puedan
serlo.
Entonces, el placer estético que se mide por pasiones propias de la sociedad en
general refiere a las de más baja intensidad dentro de las intensidades que se pueden medir
en términos de sentimiento estético. Es decir, me placen; pero me doy mejor cuenta de que
son placenteras cuando faltan que cuando están. Que a nadie le pase esto con el objeto de

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amor, pero podría llegar a pasarle cuando el objeto de amor se vuelve familiar y deja de ser
visto como si fuera algo que posee la cualidad de la belleza. Burke utiliza el ejemplo de la
cercanía de los animales. Hay cierto tipo de compañía de objetos y de animales que se
busca por la belleza y, sólo por la belleza. Es la razón por la cual se decoran las mesas con
flores, o se ponen flores en ceremonias importantes. El problema es que produce un placer
que sólo se puede medir como tal en función de que, si no estuvieran, la realidad sería
deficitaria. Pero no porque producen, por su sola presencia, un placer tan intenso como
aquello que hace que uno diga “qué bello” y le suscita una emoción que se puede medir
según pasiones de la sociedad de los sexos, es decir, el orgasmo o el amor. En lo bello,
podríamos decir, hay intensidades: un juicio estético que se mide por las pasiones de la
sociedad de los sexos y un juicio estético que se mide por las pasiones de la sociedad en
general.
Es decir, hay una gradación en la escala de la intensidad para medir las emociones
estéticas desde lo sublime hasta lo bello, y dentro de lo bello, hay emociones más fuertes y
más débiles, en términos empiristas –los términos de comparación para esa debilidad o
fortaleza son, precisamente, los de las pasiones que tienen por meta la sociedad de los sexos
y las pasiones que tienen por meta la sociedad en general.
El juicio –que, de acuerdo con el “Discurso Preliminar”, es equivalente al gusto:
tener gusto es tener juicio y tener juicio es tener gusto- es lo único enteramente individual.
Es decir, tampoco Burke necesita definir este concepto (juicio) como algo distinto del
gusto. El gusto es una facultad, o conjunto de facultades, dice él, que se forja a través de un
proceso de autoilustración. No hay nada del orden de lo misterioso en el gusto; no hay nada
del orden de lo inefable e intransferible, sino que lo que llamamos gusto es una
construcción que hace cada sujeto a partir de algo que es común: lo más común de todo son
los sentidos, aunque también es común la imaginación que, si bien no hace en todos los
sujetos las mismas combinatorias, se rige por los mismos principios: semejanza y
diferencia.
El juicio depende de la educación –es decir, de la autoeducación-. Pero no se trata,
en Burke, de una perspectiva como podría ser la kantiana (la del último Kant, el de los
escritos de filosofía de la historia), es decir, una perspectiva del ciudadano del mundo, una
perspectiva cosmopolita, sino de una perspectiva estrictamente individual. Tiene más gusto

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aquel sujeto que, de acuerdo a su biografía, ha frecuentado más objetos que otro. Uno
podría decir lo contrario: tiene más conocimiento del mundo, en lugar de más gusto.
Precisamente cuando llegamos a la instancia del gusto juega un papel importante cuánto ha
ampliado el sujeto su perspectiva sobre la realidad, es decir, cuántos objetos y cuánta
cantidad y variedad de objetos ha frecuentado para hablar en él de un gusto. Si alguien tiene
un gusto –decimos: es su gusto, por ejemplo- es precisamente porque todo lo que en algún
momento ha sido objeto de su curiosidad ha dejado en él algún tipo de huella, por la cual en
una instancia posterior es capaz de discernir, de usar la imaginación, de un modo menos
estándar que precisamente quien no ha ampliado su perspectiva sobre el mundo, no ha
frecuentado tantos objetos, y vive restringido, como los animales, a su medio práctico, un
medio que no tiene un horizonte de mundo demasiado amplio.
En este sentido, podríamos decir que la de Burke es una perspectiva liberal e
ilustrada, pero diferente a la perspectiva liberal e ilustrada que veremos en la clase que
viene en Kant. El refinamiento de las propias facultades -que son facultades comunes
también en Burke, los sentidos y la imaginación- depende de la ampliación del juicio por la
vía del conocimiento. Es decir, para Burke tener gusto no depende de ampliar la curiosidad
–como quien dice, devenir snob- sino, al revés, de ampliar el conocimiento: en la medida en
que tengamos más conocimiento, nuestro gusto va a ser más refinado, más exquisito; más
difícil. Cuanto más difícil es que nos guste algo, cuanto menos curiosos seamos gracias al
conocimiento, y no gracias a la pedantería -por eso digo que es una perspectiva liberal
ilustrada: no hay condolencias por la pérdida de la curiosidad-, cuanto más difícil nos sea
que algo se nos presente bajo el signo de la novedad, más refinado, más difícil, más
complicado, más histérico, será nuestro gusto.
El refinamiento del gusto deviene de la capacidad de restringirlo: no por coartarlo y
volverse amargado, sino por volverse ilustrado. Si en el curso de la vida se adquiere más
conocimiento, al sujeto adulto no le puede gustar lo mismo que cuando era niño. Quien
conserva sus gustos infantiles es porque no se ha separado de su círculo familiar, su círculo
de pertenencia, y ha tendido a repetir en todos los mundos que frecuenta las opciones que
se le han dado en su mundo de pertenencia. Sería el caso del turista de clase alta –o el
ejecutivo de empresa- que va siempre al Hilton (o a un hotel de cinco estrellas). Ese
consumidor quiere tener los mismos servicios en Egipto que en Nueva York, en París que

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en Madrid, en Argentina que en Groenlandia. Se restringe la experiencia, en ese sentido, en
la medida en que alguien –contratando los servicios de la empresa Hilton u otra
equivalente- busca estereotiparla.
El conocimiento, que aumenta con la edad, Burke lo asocia al gusto no sostener que
lo restringe, sino que lo refina. Refinar el gusto no es lo mismo que templarlo –o atrofiarlo-
sino lo mismo que sofisticarlo. Para un ilustrado, no hay posibilidad de que el conocimiento
arruine el gusto. Refinar el gusto no es arruinarlo. Comer comidas de sabores exóticos –hay
muchos ejemplos en Burke que provienen del mundo culinario y gastronómico, incluyendo
los vinos- amplía el conocimiento del propio paladar –gusto y paladar están muy
relacionados etimológicamente-, y no hace perder la capacidad de gustar. Lo agrio, para
Burke –por eso el ejemplo del vino- es el caso de un sabor que algunos paladares rechazan.
Ahora bien, poder incorporar lo agrio al paladar implica poder educarlo para cierto tipo de
sabores, que para ese mismo sujeto, en estado infantil, serían intolerables. Hay que
aprender a tomar vino. Con este aprendizaje no se fomenta el alcoholismo, sino todo lo
contrario: la condición de sommelier. Refinar el paladar sería todo lo contrario de abrirlo a
cualquier tipo de sabor. Ponerle límites a ciertos sabores porque son más fáciles que otros
implica tener un conocimiento acerca de los sabores que, para un ilustrado como Burke,
amplían el gusto (como lo agrio), en lugar de restringirlo.
El gusto es, así, todo lo contrario de la curiosidad; es todo lo contrario de la
apetencia omnívora infantil. Se trata de encontrar en el conocimiento el umbral para el
gusto, para el placer estético, y no la restricción para ese placer.
De ahí que sea tan central en Burke, igual que en Hume, el problema de la
autoeducación: la autoeducación (de acuerdo con la máxima “sapere aude”) es la matriz
liberal de la estética ilustrada. Los sujetos deben cultivarse ellos mismos y a sí mismos –sin
más autoridad que la del crítico erudito, en el caso de Hume- para llegar a tener un gusto
propio. Quien lee más enciclopedias de viajes tiene más capacidad para ver las pirámides el
día que vaya a Egipto que quien no tiene idea ni de que existen las pirámides ni de que una
pirámide puede ser bella o sublime (ejemplo que usará Kant en la Crítica del Juicio).
Podríamos pensar, si no, ¿qué puede tener de atractivo viajar hasta Egipto para ver una
pirámide, si es una mole de material compacto, sin ninguna cualidad? o ¿por qué su tamaño
despertaría en mí un juicio estético? Estas serían autopreguntas de quien no se autoilustrara

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sobre la historia de otras culturas que no sean la propia. La estética de Burke, en lo que
tiene de ilustrada, plantearía que quien frecuenta en su vida una mayor cantidad de objetos
tiene una mayor capacidad de juicio.
Pero para fundamentar el juicio estético como autoilustración (y como una
autoilustración que se amplía en el curso de una vida individual) tiene que haber en el
sujeto algo más estable que la curiosidad, y eso más estable son las pasiones. Todas
nuestras pasiones, dice Burke, cualesquiera fueren, desembocan en dos metas o puntos
clave: la autoconservación, cuyo contrario es la muerte, y la sociedad, cuyo contrario es la
soledad. Todas las pasiones, entonces, tienen como meta la autoconservación o la sociedad.
Y si para entender lo que es el placer no hay que escindirlo del dolor, de igual modo, para
entender qué es la autoconservación no hay que escindirla de su contrario, la muerte; y para
entender lo que es la sociedad no hay que escindirla de su contrario, la soledad. La idea de
sociedad está relacionada con vivir entre seres humanos, y lo contrario de la sociedad es
estar totalmente aislado (la soledad).
Como vimos antes, las pasiones que conciernen a la autoconservación son las que se
relacionan con el dolor o con el peligro. Las ideas de dolor, enfermedad y muerte son
pasiones que provocan fuertes emociones de horror. Burke determina que para teorizar el
fenómeno estético hay que partir de la emoción más intensa posible para un sujeto, y ésta es
toda aquella que proviene de las ideas –en sentido empirista- de dolor, enfermedad y
muerte. Insisto con el contexto empirista de Burke: noten que lo que define un fenómeno
estético -y por eso empieza por las pasiones de la autoconservación- es la intensidad. No es
la curiosidad–la capacidad para la sorpresa- lo que el sujeto precisa para que aquello que él
tiene delante se le presente bajo el signo de la novedad –como podría ser para
Montesquieu-, sino que lo que tiene delante suscite en él una emoción alta intensidad por la
asociación con las ideas de dolor, enfermedad o muerte. Así, lo primero que tiene que
teorizar la estética burkeana (por partir de las pasiones de la autoconservación, las más
intensas) es el fenómeno de lo sublime.
Las ideas opuestas al dolor, la enfermedad y la muerte (que -dice él- son la salud y
la vida) pueden ser muy placenteros, pero, aún así, no causan el mismo grado de emoción
que sus contrarios. Al igual que va a decir Kant al pasar, en la Crítica del Juicio: que la
salud no es un bien en sí mismo porque sólo es placentera cuando la evocamos porque nos

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falta, de la misma manera, para Burke, la salud y la vida, es decir, el placer de estar vivo, no
son causantes de emociones intensas. No quiere decir esto que no generen emoción; quiere
decir que las emociones que generan no son lo suficientemente intensas como para empezar
por ellas a teorizar la experiencia estética, en la medida en que la experiencia estética –
fundamentada con vocabulario empirista- tiene que estar relacionada con la intensidad. Y
la máxima intensidad emotiva es la que está relacionada con ideas de dolor, enfermedad y
muerte. Ellas son las que provocan emociones fuertes, emociones de horror, que son las
más intensas de las que es capaz un sujeto.
La emoción más fuerte que puede causar una idea de dolor o peligro, en tanto se
relaciona con objetos terribles –dice- es la fuente de lo sublime. De este modo, aparece la
primera categoría estética que teoriza Burke: la categoría de lo sublime, la categoría que
define la experiencia estética más intensa posible, más parecida al terror que suscita la idea
de la muerte. El grado de intensidad, recuerden, es lo que diferencia –en términos
empiristas- una impresión de una idea. Las ideas de dolor, enfermedad y muerte provocan
emociones –esto es, se relacionan con impresiones- mucho más intensas que cualquier otra
idea.
Si no hay preguntas, quisiera dar por terminada aquí la exposición sobre el texto de
Burke y así poder desarrollar, brevemente, la importancia que tiene en el vocabulario
empirista la figura del crítico para teorizar la estética. Entre los autores ilustrados quien
teoriza la figura del crítico es Hume. Ninguno de los autores a que hice referencia hoy –
Montesquieu y Burke- hacen tanto hincapié en algo que, de todos modos, está presente en
sus teorizaciones pero que sólo Hume lo vuelve visible: el problema del juicio y la
autoridad.
Tanto en Montesquieu como en Burke veíamos una concepción liberal ilustrada en
la cual parecía sencillo que el sujeto completara su proceso de autoilustración a través del
conocimiento. Casi como si dijéramos, en Montesquieu y en Burke tener gusto equivale a
tener mundo –categoría que utiliza Kant en la Antropología-; tener gusto equivale a
frecuentar los salones, los lugares donde hay juegos de azar; leer obras literarias; asistir al
teatro; escuchar conferencias de personas que saben más que uno sobre un tema que a uno
le interesa, y así sucesivamente. Sin embargo, pareciera ser que en esta concepción liberal
del siglo XVIII, donde no hay una institución pública como lo será la escuela, que imponga

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ciertos contenidos como contenidos mínimos universales –la escuela es una figura utópica
de la ilustración, sobre todo para Condorcet, pero va a ser una institución pública real
recién en el siglo XIX-, al desarrollarse la instrucción en el ámbito privado y al depender
de la posición social cuál sea el nivel al que cada sujeto puede arribar en esa instrucción, la
figura de la autoridad no está tematizada en estos autores, pero de todos modos es
necesaria. Está presupuesta, no del todo explicitada.
Pero sí aparece la figura de la autoridad, de manera explícita, en Hume. Y esta
figura de la autoridad aparece del modo en que puede aparecer en una concepción liberal y
empirista, es decir, en la figura del crítico (tengamos en cuenta que en el canon liberal e
ilustrado la palabra “autoridad”, en la medida que está asociada, intelectualmente, con la
Iglesia, es una mala palabra). Cuando uno lee sobre esta figura del crítico en Hume, lo
primero que nota es que se parece mucho a la figura del profesor. Salvo que, al no haber,
hacia 1757, carácter público de la educación, ésta se desarrolla en ámbitos que son
privados, incluso en el de los salones. Hay alfabetización –empieza la alfabetización de las
mujeres, sobre todo-, pero también se desarrolla dentro de ámbitos ilustrados, que hoy
llamaríamos progresistas, es decir, altamente liberales en su concepción del rol del Estado.
Por lo tanto, al no haber una instancia pública de la educación, la figura de la autoridad,
esto es, quién dice qué es lo que hay que leer, qué es lo que hay que ir a ver al teatro, quién
dice lo que cualquier persona culta no puede dejar de saber, es una figura a la que Hume da
el nombre de crítico, y es efectivamente lo que entendemos hoy por un crítico, pero que,
cuando leemos sus atributos, incluso en su dimensión enciclopedista, vemos que se parece
más al profesor o al maestro del enciclopedismo escolar o académico, que a la figura del
crítico de arte actual.
Ahí es donde el problema del gusto, en relación al juicio, va a quedar abierto -en la
manera empirista de plantear el problema- a la figura de la autoridad real, histórica, del crítico.
El problema va a ser, entonces, cómo diferenciar a los buenos de los malos críticos, a los
buenos de los malos educadores. No vamos a tener, en este esquema, una solución que dé
cuenta de cuáles son las operaciones de nuestras facultades por las cuales los juicios pueden
ser compartidos. En todo caso, los juicios son compartidos porque los educadores son
compartidos. O porque las autoridades, en materia de la difusión de los clásicos, son
autoridades que tienen una cierta validez intersubjetiva. Pero no hay, todavía, en Hume, una

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resolución del problema del gusto a partir del estado (modificado) de las facultades de
conocimiento o de las operaciones específicas que realizan las facultades de conocimiento en
el momento del placer estético, sino a través de la introducción de una figura mundana y
socialmente autorizada como es la del crítico. Aparece, entonces, el problema de cómo
diferenciar entre buenos y malos críticos.
El problema de lo bello en Hume es que decir Bello implica una discusión que siempre
se desarrolla en términos universales, aún cuando esos términos se refieren a un estado
subjetivo (un sentimiento) que es particular (el de un individuo) y a un objeto particular que es
creado por el sentimiento particular de ese individuo. Por lo tanto, la salida de esta clase de
subjetivismo (en la que el sentimiento crea un objeto como bello y lo crea en el modo en que
es percibido) no puede ser una discusión ad infinitum (sobre todo si esta discusión no puede
sino suceder en un lenguaje que es de carácter universal). La salida va a estar dada por la
figura del crítico como educador del gusto (del buen crítico, que va a haber que saber
diferenciarlo del mal crítico).
Ahora bien, aun cuando el gusto esté educado, el problema del juicio persiste. Cuando
alguien dice Esto es bello, otro le pregunta ¿Qué querés decir con bello? Y ambos entran en
una discusión que es llevada adelante en términos de un lenguaje que usa términos de manera
universal (bello) para referirse a estados sentimentales intransferibles. Los que discuten
pueden llegar a acuerdos y desacuerdos acerca de qué significa la palabra bello, pero en
ningún caso pueden transmitirse el uno al otro el estado sentimental en que se encontraron en
el momento de la experiencia, supongamos, de una tragedia. De hecho, los ejemplos de Hume
tienen que ver con la recepción de una tragedia.
La forma de dirimir este conflicto es a través de la autoridad del crítico. Acá vamos a
encontrar un primer problema de las fisiologías y es, precisamente, que cuanto más
dependiente del cuerpo es lo que se quiere transmitir como experiencia estética, más impotente
resulta el lenguaje para transmitirlo y, en consecuencia, más poderosa resulta la figura del
crítico (de aquél que tiene más entrenada no sólo su capacidad argumentativa para hablar de
las diferencias entre las obras artísticas, sino su capacidad de distinguir diferencias sutiles y no
obvias entre distintas obras). De hecho, donde las discusiones sobre gusto resultan
verdaderamente problemáticas es en el campo de las artes. Por eso, cuando las discusiones
sobre gusto se vinculan a las artes hace falta la autoridad del crítico (en Kant ya no se va a

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plantear así el problema).
El crítico tiene autoridad porque es quien tiene más entrenadas sus facultades para
captar detalles, distinciones sutiles, matices, recursos, recurrencias, repeticiones, etc., en las
obras de arte. A esa capacidad la llama “delicadeza del gusto”. Esta figura, la del crítico, es
capaz de determinar, por ejemplo, cuál es la diferencia entre una tragedia y otra (pues ha visto
muchas), cuál es la diferencia entre un autor y otro (pues conoce a todos los del período) o
cuál es la diferencia entre el uso de un término por un autor y por otro (pues domina las
lenguas maternas de varios de ellos). La figura del crítico, en Hume, es muy parecida a la
figura del profesor. Es el educador del gusto, el formador de las facultades todavía no
entrenadas de un sujeto dispuesto a la formación.
Siempre que en las fisiologías del gusto (sea la de Hume o la de Burke) hablamos de
juicio, hablamos de un entrenamiento de las facultades: de los sentidos y la imaginación. A
esto Hume lo llama delicadeza del gusto o delicadeza de la imaginación, todos términos que
aluden a la portación de cierto saber como producto del entrenamiento de las facultades. No es
tan distinto, este saber, del saber del crítico. El saber del crítico es un saber acumulativo,
enciclopédico. Cuando Hume habla del crítico dice que el crítico es alguien que ha formado su
gusto en el aprendizaje de un arte o, a lo sumo, en el de dos de las artes, pero no existe el
crítico que conozca todo el sistema de las artes, que pueda hablar con la misma autoridad de
todas las artes. Pudo haberse formado en la música, por ejemplo, y de ahí extrae ciertas
categorías para poder, de alguna manera, entender otras artes, pero el crítico es, precisamente,
alguien especializado en el conocimiento particular de una de las artes. Él ha adquirido el
entrenamiento de sus sentidos y, sobre todo, de la imaginación, en un arte particular. De ese
arte aprendido el crítico obtiene la sutileza del gusto, el refinamiento, la capacidad de discernir
lo específico de cada obra. Por esto mismo, su juicio (por especializado y entrenado) es tan
importante para los que todavía no han entrenado y especializado el suyo.
Podríamos decir que a menor fundamentación trascendental del juicio de gusto (es
decir, a mayor presencia del factor fisiológico en el juicio de gusto) mayor poder de lo
institucional, mayor poder de las autoridades fácticas en materia de gustos. Además (y este es
el costado ilustrado del tratamiento del juicio) mayor confianza en la educación individual
para corregir y refinar el gusto. Dice Hume:

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Así, aunque los principios del gusto sean universales y casi, si no por entero, los mismos
en todos los hombres, pocos están calificados para pronunciar un juicio sobre una obra
de arte o establecer su propio sentimiento acorde al criterio de la belleza [fíjense el pocos
están calificados para enunciar sus juicios de gusto aún cuando, prácticamente, todos los
hombres están en condiciones de tenerlos]. Los órganos de la sensación interna son, raras
veces, tan perfectos como para permitir a los principios generales su pleno juego y
producir una sensación correspondiente a esos principios. Ellos, o bien operan con algún
defecto o bien están viciados por algún desorden y, de esta manera, excitan un
sentimiento que puede considerarse erróneo. Cuando el crítico no posee delicadeza, juzga
sin distinción y es afectado sólo por las cualidades más palpables y evidentes del objeto.
Los detalles más nobles le pasan por desapercibidos. (Hume, David, “Del criterio del
gusto”, en: De la tragedia y otros ensayos sobre el gusto, op. cit., pp. 62-3)

El problema de que la autoridad en materia de gusto pase al crítico (por su mayor


entrenamiento y refinamiento) hace que los que todavía no están en condiciones de discutir
con el mismo grado de saber que el crítico en cuestiones de obras de arte tengan que tener
algún criterio como para discernir si se están guiando por un buen crítico o un mal crítico. El
mal crítico es aquél que se atiene a los detalles más notables y deja pasar los más
desapercibidos, los más sutiles, los más imperceptibles. Aquél que dice lo que cualquiera se
puede dar cuenta, lo que todos notamos y que está a la vista en la obra. También podría ser el
que adjetiva mucho, el que refleja el estado en el que se encuentran sus facultades durante la
recepción de la obra, de la misma manera que lo podría reflejar cualquier sujeto que esté frente
a ella.
Cuando [el crítico] no es ayudado por la práctica, su veredicto se halla acompañado de
confusión y duda. Donde no ha empleado ninguna comparación, las bellezas más frívolas, que
en realidad merecen el nombre de defectos, son objeto de su admiración.

Fíjense que podría ser enteramente superficial la perspectiva del crítico. Por supuesto,
sería la perspectiva del mal crítico. Pero podría pasar que en la crítica no hubiera comparación,
que en ella no se mostrara el saber del crítico, porque no se establecen cuáles son esas
distinciones que él ha hecho. Un (mal) crítico podría tomar no sólo los trazos más evidentes de
la obra, sino guiarse por lo que Hume llama defectos: las características más frívolas de la
belleza y no las más escondidas. La belleza escondida es la que tiene que ver con lo que Hume

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llama la composición de la obra. Es una belleza que es producto de su composición, de su
estructura, de la relación que tienen los ingredientes de ella entre sí. El mal crítico se guiaría,
entonces, por esa belleza frívola, por los defectos.

Donde se encuentra bajo influencia del prejuicio [otro problema del crítico] todos sus
sentimientos naturales se ven pervertidos. Cuando carece de buen sentido, no está
capacitado para discernir las bellezas del diseño y del razonamiento [las bellezas
estructurales que recién nombramos] que son las más altas y excelentes [hay bellezas
frívolas y hay bellezas que tienen que ver con el diseño de la obra de arte, que tienen que
ver con la manera en la cual la obra fue pensada y construida: estas son las bellezas del
razonamiento]. La mayoría de los hombres operan bajo una u otra de estas
imperfecciones, por lo tanto, encontramos que un juicio verdadero en las artes nobles,
hasta en las épocas más cultas, está lejos de ser un referente. Sólo el sentido fuerte, unido
al sentimiento delicado, mejorado por la práctica, perfeccionado por la comparación y
purgado de todo prejuicio puede proporcionar a los críticos este valioso referente. El
veredicto, a él unido, si es que puede ser hallado es el verdadero criterio del gusto y la
belleza.

Cuando Hume habla de verdadero criterio del gusto y la belleza, y pone al juicio del
crítico como modelo de juicio, aclara que ese juicio debe estar mejorado por la práctica,
perfeccionado por la comparación y purgado de todo prejuicio. Independientemente de que
pueda haber un crítico que reúna todas estas características, los sujetos que forman sus
facultades por ese juicio autorizado deberían controlar que aquél con el cual están formando su
juicio reúna, al menos, esas tres cualidades.

¿Pero dónde habrán de encontrar tales críticos? ¿Por medio de qué marcas los
reconoceríamos? ¿Cómo distinguirlos de los simuladores? [los malos críticos] Estas
preguntas son problemáticas y parecen hacernos retroceder hacia la misma
incertidumbre de la que hemos tratado de deshacernos a lo largo de este ensayo.

Pareciera como si, con esta pregunta, volviéramos al punto de partida: pasamos del
problema del sentimiento al del juicio, del problema del juicio al del crítico y, una vez que
llegamos al crítico, parece que volvemos a empezar. ¿Quién tiene ese juicio perfecto? El buen

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crítico. ¿Cuándo hallamos un buen crítico? Cuando tiene estas características. ¿Y si no hubiera
ninguna figura empírica que reuniera estas tres cualidades (práctica, capacidad de
comparación, ausencia de prejuicio) que Hume demanda de un buen crítico? ¿Si todos los
críticos fueran meros improvisados, prejuiciosos, si todos tendieran a no comparar por falta de
conocimiento de todas las obras producidas en el mismo período, si todos quisieran imponer
su criterio no demasiado fundado? ¿Qué pasaría si existiera un crítico fanático –el ejemplo lo
pone Hume- que critique subrepticiamente en función de sus convicciones religiosas (que es
lo que a él, como hombre ilustrado, le preocupa)? Cuando Hume piensa en prejuicio piensa
sobre todo en la falta de tolerancia religiosa. El problema, entonces, pasa del sentimiento al
juicio, pero ni bien pasa al juicio, en el planteo empirista, aparece el problema de la autoridad,
de la institución crítica, del educador y con él, la necesidad de distinguir al bueno del malo.
La figura ilustrada del crítico es la de un educador del gusto: el que dice por qué incluso lo que
en principio, de manera inmediata, no nos gusta está destinado a que nos guste. Por otro lado,
en ese momento histórico, aparece la cuestión del gusto entendida como educación, como
refinamiento, vinculada al modo en el cual los gustos cambian no sólo de una persona a otra,
sino dentro mismo de la biografía de un sujeto.

Alumno: ¿Yo puedo reconocer que algo no me gusta en un momento de mi vida y luego
puedo disfrutarlo, verdad? ¿Y no hay una cierta objetividad ahí?

Profesora: Sí, hay una cierta objetividad. Sería una objetividad transmitida por la autoridad del
crítico o del educador del gusto. Una objetividad construida, pues el crítico (como el
educador) explica por qué hay que leer a Homero aún cuando nos resulta totalmente ajeno a
nuestra manera de ver el mundo (extremadamente violento, discutible en su concepto de la
virtud, inconmensurable su mundo con el nuestro, etc…). Para Hume el límite de la crítica es
la tolerancia. El crítico ilustrado no puede enseñar a aceptar obras que tienden a la intolerancia
religiosa (así termina el ensayo de Hume “Sobre el criterio del gusto”). Ahora bien, en el caso
de los antiguos entendemos la inconmensurabilidad de su mundo con el nuestro y los
apreciamos como arte por valores que nos explica el educador/crítico. Quizás, si utilizáramos
nuestro gusto, que siempre tiende a tomar por placentero lo relacionado con el propio mundo,
habría un rechazo de las obras antiguas –admite Hume-, por eso, en ese caso, es necesario

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aceptar la autoridad del crítico (que ha estudiado esas obras en su propia lengua y las ha
comparado con otras obras del mismo período y de la misma cultura).
En Burke, igual que en Hume, la idea del juicio es la idea de la formación del gusto.
Lo que sería algo objetivo –en ambos casos- sería el mundo conocido. Como si dijéramos que
la persona cultivada tiene un mundo de objetos que le resulta conocido y que no lo comparte
con todo el resto de los sujetos con los que interactúa en todas las esferas que frecuenta.
Interactúa, sí, en alguna de esas esferas, con sujetos que han frecuentado algunos de esos
objetos y con otros que no. Entonces, ahí sí hay algo objetivo, ya que las personas son llevadas
a determinados lugares por principios de autoridad que, en el momento en el cual los acatan,
no los pueden discutir. Por ejemplo, los niños son llevados al museo, al teatro o a escuchar una
orquesta, por principios de autoridad instituidos: el colegio, la maestra, los programas
escolares del Ministerio de Educación.

Alumno: Esa normalidad, que se construye desde ciertos lugares de poder, también cuenta con
otros ámbitos de resistencia que, a su vez, construyen otro tipo de normalidad.

Profesora: Sí, acá hay un supuesto de origen liberal que está operando en las fisiologías del
gusto de Hume y Burke, que va a operar mucho más en Kant: la idea de que la formación
depende de los individuos, que uno es responsable del desarrollo de sus facultades. Cuando yo
cité la escolaridad como principio de autoridad público, introduje, a propósito, un elemento
anacrónico, que en la época todavía no estaba interviniendo. La escolarización universal o la
universalización de la escolarización es un principio todavía utópico, que en el siglo XVIII
todavía no podía efectivizarse. Aún cuando en los ilustrados está la idea de educación pública,
como en Condorcet, sobre todo, recuerden que aún no ha sucedido la Revolución francesa,
cuando Burke y Hume publican sus ensayos de estética, hacia 1757. No obstante, estas obras
de 1757, tienen, de alguna manera, un principio que podríamos llamar democrático. Me
refiero a que no hay nada del orden del juicio que se pueda considerar incorrecto por la
naturaleza de las facultades humanas. Uno puede decir que hay divergencia en los gustos
porque hay divergencia en la formación cultural de las personas, pero todavía no hay una
autoridad que la podemos identificar con la oficialidad de la escuela, con la escolarización
universal. Me refiero al principio de que ciertas personas no pueden acceder a determinadas

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apreciaciones complejas si no tienen la base de determinadas apreciaciones más simples. No
se trata de que ciertas personas sean más sensibles que otras, sino de que ciertas personas se
han educado más que otras. Como si dijéramos que nada hay de natural en el refinamiento.
Por eso mismo, ciertas personas no conocen ciertos objetos refinados simplemente porque no
han sido refinadas, nadie les ha impuesto un refinamiento.
Al no haber una instancia de universalización de la educación, la aspiración a
compartir el juicio y el gusto pasa a ser una aspiración individual y, a lo sumo, una aspiración
de clase. Recién encuentra razones para la aspiración a una universalización del juicio estético
que no son individuales o de clase (o que no dependen de la voluntad individual o de una
clase). Piensen que la burguesía adquiere estos saberes sobre el refinamiento en tanto habían
sido, hasta determinado momento, los saberes exclusivos de la aristocracia (como clase
política gobernante).

Alumno: Esta perspectiva, en la que el refinamiento del gusto depende del mundo conocido de
un sujeto ¿no derivaría en una relativización, en la que ciertos grupos, de acuerdo con sus
gustos, juzgan algunos juicios como juicios correctos y otros como incorrectos?

Profesora: Es interesante la pregunta porque uno podría pensar que, si uno trata de delimitar el
momento histórico, podría pensarlo como el momento de ascenso social de la burguesía. En
ese momento, en lugar de haber inaugurado la burguesía una conducta diferenciada en materia
de gusto, lo que busca es una apropiación de hábitos estrictamente selectivos que pertenecían a
las clases gobernantes. La burguesía, en materia de gusto, se comporta como una clase que
aspira a ser clase gobernante. No obstante, la fundamentación filosófica de esta conducta
muestra una paradoja: las facultades que le permiten a la burguesía adquirir los gustos propios
de la aristocracia son las mismas que hacen posible el conocimiento para todos los hombres.
Esa apropiación de lo civilizado de la clase gobernante, por parte de la burguesía, es muy
problemática. Porque lo que se apropia es algo que, de alguna manera, delimita la condición
estética de esos gustos. Uno podría decir que son gustos que, para quienes los adquieren (los
burgueses), se relacionan con determinados sujetos (los aristócratas) que tienen determinadas
cualidades (propias del poder), que marcan la distinción social, pero desde la fundamentación
filosófica, no puede ser así. Los gustos adquiridos aparecen, en la fundamentación filosófica,

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como gustos que, en tanto estéticos, no pueden ser privados. Kant mostrará por qué los
juicios estéticos aspiran a ser compartidos (más allá de la voluntad de los que los enuncian).
Pero incluso antes de Kant la distinción individual está garantizada sólo si no es individual.
Toda la clase, en todo caso, en tanto educada, tiene acceso a la distinción (si lo llevamos a
términos sociológicos). Por otro lado, si lo llevamos a términos filosóficos trascendentales,
una persona puede ser una persona con un gusto refinado por tener las mismas facultades que
todos los sujetos que nunca van a recibir el mismo grado de refinamiento que ella. Si no
hubiera esa posibilidad, esa persona estaría destinada, de por vida, como miembro de una
clase, al capricho y autoritarismo de quienes la han educado. El gusto, en ese caso, se lo
impondría a esa persona, por la fuerza, su clase, mucho más en tanto pertenece a una clase que
aspira a ser clase gobernante.

Alumno: Una pregunta sería si el refinamiento es unidireccional.

Profesora: En la época ilustrada, el refinamiento se parece más a la apropiación de la


distinción de una clase gobernante por parte de otra que aspira a serlo. Es difícil, todavía,
pensar en un refinamiento que provenga de una sensibilidad propiamente artística, que no se
identifique con el refinamiento de una clase ni con la posesión del poder (o la aspiración a
tenerlo). La educación libertina, incluso, como la mitad no oficial de la ilustración, es difícil
pensarla exclusivamente de ese modo (como una sensibilidad artística clandestina, cuya
propuesta de refinamiento no esté asociada a privilegios de clase y a detentación de poder).
Pero a finales del siglo XVIII sí, uno podría encontrar, en círculos restringidos, formas de
sensibilidad artística de corte programático (la ilustrada, la libertina, la romántica). El primer
romanticismo, el de Jena, es inmediatamente posterior a la Crítica del Juicio. Los escritos que
nos hacen pensar los vínculos y las diferencias entre idealismo, ilustración y romanticismo son
textos como Sobre los límites de lo bello de Friedrich Schlegel (1794). Hay grupos (los típicos
círculos) que tienen sensibilidades afines, que discurren y disputan en los mismos salones
donde, de alguna manera, el problema del gusto va a empezar a ser discutido. Esto se ve en
Schlegel, quien precisamente va a problematizar el hecho de que el gusto sea la problemática
central de la estética.
Volviendo a Hume: cuanto más liberal es la concepción ilustrada de la estética, más

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importancia tiene la figura del crítico como figura excluyente de la autoridad. Cuanto
menos dogmática –para traducir esto a términos filosóficos puros- es una estética, más
importancia tiene en ella la figura del crítico, la figura de la autoridad fáctica, la autoridad
que proviene de ser una persona que se ha formado y que le ha demostrado a la sociedad
que es la mejor formada en un campo especializado, y que, por lo tanto, hay que seguirla
(hay que seguirla, es el supuesto, porque esa persona ha leído todo lo que nosotros no
leeremos en toda nuestra vida, y ella nos dice qué es lo que no se puede dejar de leer
cuando hay que elegir qué leer). Si quiero saber qué lecturas de la Antigüedad no puedo
soslayar, tengo que leer un libro de un crítico, de un especialista en literatura antigua, y así
voy a saber, seguramente, que no puedo soslayar a Homero, a Esquilo, a Sófocles, a
Eurípides, y quizás me diga qué obras de cada uno son las más representativas. Es la
función que cumpliría hoy, para determinados casos, la universidad, y para determinados
otros, la escuela.
El principio ilustrado de la tolerancia es el que permite, por ejemplo, que leamos a
los antiguos sin necesidad de compartir su sistema de creencias. Lo que para la pluma de
Homero sería heroísmo, por ejemplo, en la Ilíada, para un lector del siglo XVIII sería
crueldad. De la misma manera, lo que se entiende por virtud en el Ulises de la Odisea, para
un hombre del siglo XVIII puede entenderse como astucia. Hay un corrimiento de los
valores morales en la época de la tolerancia ilustrada, que pone a las virtudes antiguas y lo
que la épica antigua subraya como positivo en términos negativos. Por lo tanto, quien se
acerca a esas obras tiene que hacer un esfuerzo por entender el punto de vista desde el cual
esas obras fueron concebidas y no juzgar con sus propios parámetros ilustrados los hechos
de los personajes de las obras antiguas.
Ahora bien, esta operación de no juzgar con los propios parámetros los parámetros
de los hombres antiguos implica un ejercicio de orden estético. La lectura de las obras
artísticas de otros tiempos, de otras culturas y de otras lenguas aparece como un ejercicio de
tolerancia. Por lo tanto, si un crítico quisiera recomendarnos obras que fomentan, no la
tolerancia –nos referimos a la tolerancia estética- sino su contrario, la intolerancia (por
ejemplo, rechazar una obra porque pertenece a una religión que no es la nuestra) sería un
mal crítico. El crítico tiene que promover una capacidad de distinción de lo específico de
cada obra equivalente a la propia, y no un sentimiento de rechazo hacia aquello que no

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coincide con su propio sistema de creencias.
Por eso, las únicas obras que merecerían nuestra intolerancia son, precisamente, las
obras que fomentan la intolerancia. Hume aquí refiere sobre todo a las obras
propagandísticas religiosas. Por ejemplo, una obra que nos incite a odiar, si somos
protestantes, a los católicos, o viceversa. Justamente, el de la tolerancia es un principio
activo en el crítico. El crítico no debería regirse por su propio sistema de creencias, que son
de orden moral, religioso, metafísico y político, a instancias de recomendar las obras que no
deberían soslayar aquellos que están, precisamente, tratando de discernir qué es lo que es
insoslayable en el campo en el cual el crítico reina con autoridad.
Aquí es donde Hume pone el límite empirista de la estética ilustrada: en tener que
constituir una autoridad que está por fuera del propio sujeto que juzga. Lo que vamos a ver
en Kant es cómo desaparece esta autoridad y cómo el sujeto del juicio estético se constituye
en soberano. El problema de la soberanía del juicio estético va a ser que, por ese mismo
carácter, va a aspirar a ser compartido con todos los hombres (independientemente de que
el sujeto empírico que lo enuncia se lo proponga o no). Con Kant se produce una apertura
del canon ilustrado liberal hacia un universalismo que está más cerca de la Revolución
francesa que de los salones.
Con esto cerramos la clase de hoy.

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