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Malorie
Blackman
Blanco y Negro

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Edición original inglesa publicada en Gran Bretaña por Corgi Books,
un sello editorial de Random House Children’s Books, 2006,
miembro de RANDOM HOUSE GROUP Co.

Título original: Noughts and Crosses


Traducción castellana de Efrén del Valle y Verónica Rueda
Coordinación editorial: Atona, SL
Fotocomposición: Gama, SL

Noughts and Crosses publicado por primera vez por Doubleday (Gran Bretaña) en 2001
Noughts and Crosses, edición de Corgi, publicada en 2002
Copyright © Oneta Malorie Blackman, 2001
Copyright © Oneta Malorie Blackman, 2006

Derechos mundiales en español:


© 2009, Medialive Content, S.L.
Vía Augusta, 59 - Oficina 221
08006 Barcelona
www.medialivecontent.com
Con la colaboración de ST&A
Impreso y encuadernado en España

1.ª edición: Octubre de 2009


ISBN: 978-84-92506-75-0

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del copyright,
bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o
procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella
mediante alquiler o préstamo público.

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Este libro está dedicado con amor a mi esposo, Neil,
y a nuestra hija, Elizabeth

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«Un libro que se recuerda mucho después de ser leído y que te hará
reconsiderar los clichés y estereotipos existentes.»
Observer

«Una historia dramática, conmovedora, valiente.»


Guardian

«Una provocadora reflexión y una obra desafiante ... Una novela


conmovedora, sorprendente, en ocasiones angustiante.
Al volver del revés el mundo, Malorie Blackman hace que sus lectores
vean las cosas de forma incluso más clara.»
Jackie Kay, poeta y autor

«Una novela triste, inhóspita, brutal, que promociona la empatía


y entendimiento de los derechos civiles a la vez que invierte verdades
sobre la injusticia racial ... Pero es también una novela sobre amor,
e inspira al lector a desear un mundo que no esté dividido
por colores o clases.»
Sunday Times

«El libro más original que he leído jamás. Es inteligente,


emocional e imaginativamente malvado. Blanco y negro está tan bien
trabado que insisto en considerarlo una obra de arte.»
Benjamin Zephaniah, poeta

«Escrito con la pasión de un autor que tiene una visión personal


y escalofriante del pasado, el presente y el futuro. Blackman llega
al meollo ... Una novela profundamente inquietante y totalmente
absorbente con un clímax rompedor e inolvidable.»
Susan Harrison, Amazon.co.uk

«Juega a los malabares del thriller impecablemente llevado ...


y del romance tipo Romeo y Julieta.»
The Times

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Así son las cosas.
Algunas cosas nunca cambiarán:
así son las cosas.

O X
Pero tú no les creas.

Bruce Hornsby and the Range

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O X PRÓLOGO

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«Francamente, señora Hadley», dijo Meggie McGregor secándo-
se los ojos. «¡Su sentido del humor me acabará matando de la
risa!»
Jasmine Hadley se permitió una ingenua sonrisa nada habitual
en ella. «¡Lo que yo te diga, Meggie! ¡La suerte que tenemos de ser
tan amigas!»
La sonrisa de Meggie flaqueó ligeramente. Miró a través del ex-
tenso jardín a su hijo Callum y a Sephy, la hija de su jefa. Eran dos
buenos amigos jugando juntos. Amigos de verdad. Sin barreras.
Sin fronteras. Al menos aún no. Era un día típico de principios de
verano, claro y soleado. No había ni una sola nube en el cielo, al
menos en el hogar de los Hadley.
«Perdone, señora Hadley». Su secretaria, Sarah Pike, se acerca-
ba desde la casa. Tenía el pelo largo color pajizo y unos ojos verdes
que parecían permanentemente asustados. «Siento molestarla,
pero acaba de llegar su marido. Está en el estudio».
«¿Está aquí Kamal?» La señora Hadley estaba perpleja. «Gracias
Sarah». Se volvió hacia Meggie. «Es la cuarta vez que nos visita en
muchos meses. ¡Todo un honor!»
Meggie sonrió con compasión asegurándose de mantener la
boca bien cerrada. Lo último que quería era entrometerse en otra
discusión inevitable entre Kamal Hadley y su mujer. La señora
Hadley se levantó y se dirigió hacia la casa.
«¿ Y cómo está el señor Hadley, Sarah?» Meggie bajó la voz al
preguntar. «¿Crees que se encuentra de buen humor?» Sarah negó
con la cabeza. «Está a punto de montar en cólera».
«¿Por qué?»
«Ni idea».
Meggie digirió la noticia en silencio.
«Mejor sigo trabajando», exhaló Sarah.

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«¿Te apetece tomar algo?» Meggie señaló la jarra de ginger ale
que reposaba sobre la mesa del patio.
«No, gracias. No quiero problemas...» Sarah volvió a entrar en
la casa con un gesto evidente de angustia.
¿De qué tenía miedo?, se preguntó Meggie. Podía haber insisti-
do eternamente y Sarah seguiría manteniendo las distancias. Meg-
gie se volvió hacia los niños. Para ellos la vida era muy sencilla. Su
mayor preocupación era su regalo de cumpleaños. Su mayor que-
ja, la hora a la que se iban a la cama. Quizá todo cambiaría para
ellos... A mejor. Meggie se obligaba a creer en un buen futuro para
los niños, si no ¿qué sentido tenía todo?
En las raras ocasiones en que tenía un momento para ella, Meggie
no podía evitar jugar al «y si...» No del tipo trascendental, como los
que a veces se permitía su marido: «¿Y si un virus exterminara a to-
da Cruz y a ningún cero?» o «¿Y si hubiera una revolución y todas las
Cruces fueran aniquiladas? ¿Asesinadas? ¿Borradas del mapa?»
No, a Meggie McGregor no le gustaba desperdiciar el tiempo en fan-
tasías universales. Sus sueños eran mucho más concretos, aún más
inalcanzables. «¿Y si Callum y Sephy...?» «¿Y si Sephy y Callum...?»
Meggie sintió un escalofrío en la nuca. Se giró y descubrió al
señor Hadley en el patio, mirándola de la forma más extraña.
«¿Todo bien, señor Hadley?»
«No, pero sobreviviré». El señor Hadley avanzó hasta la mesa
del patio para observar de cerca a Meggie. «Estabas muy pensati-
va, ¿qué sucede?»
Nerviosa por su presencia, Meggie balbuceó: «Sólo pensaba en
mi hijo y en su hija y... en lo bonito que sería si...» Aterrada, se
tragó la mitad de la frase, pero ya era demasiado tarde.
«¿Qué es lo que sería bonito?», le apremió el señor Hadley sutil-
mente.
«Si pudieran... si pudieran estar siempre como ahora». Ante el
asombro del señor Hadley, Meggie se apresuró a añadir: «A su
edad, me refiero. Son tan maravillosos a esta edad. Quiero decir,
cuando son niños. Bueno... tan...»

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«Desde luego».
Se impuso un silencio.
Kamal Hadley se sentó. La señora Hadley salió de la cocina y se
apoyó en el marco de la puerta. Tenía una extraña expresión de
cautela. Meggie, nerviosa, hizo ademán de levantarse.
«Tengo entendido que lo pasaste bien ayer». El señor Hadley
sonrió a Meggie.
«¿Bien? ¿Ayer?»
«¿Ayer por la tarde?», insistió el señor Hadley.
«Sí, en realidad fue bastante... tranquila...», contestó Meggie
confusa. Miraba al señor y a la señora Hadley y volvía la vista de
nuevo. La señora Hadley la observaba atentamente. ¿Qué estaba
pasando? La temperatura del jardín había bajado varios grados y,
a pesar de su sonrisa, era obvio que el señor Hadley estaba furioso
por algo o por culpa de alguien. Meggie tragó saliva. ¿Había hecho
algo malo? Creía que no, pero sólo Dios sabía que estar rodeado
de Cruces era como caminar siempre en la cuerda floja.
«Y bien, ¿qué es lo que hiciste?», preguntó el señor Hadley.
«¿Di... disculpe?»
«¿Anoche?» La sonrisa del señor Hadley era muy afable. Dema-
siado.
«Yo... estuve en casa viendo la tele», dijo Meggie despacio.
«Es agradable poder disfrutar de una tarde tranquila en casa
con tu familia», convino el señor Hadley.
Meggie asintió. ¿Qué esperaba que dijera? ¿Qué estaba pasan-
do? El señor Hadley se levantó y su sonrisa ya formaba parte del
pasado. Caminó hacia su mujer y ambos permanecieron inmóvi-
les, observándose durante largos segundos. La señora Hadley se
dispuso a incorporarse. Sin previo aviso, el señor Hadley le dio
una bofetada en la cara con tal fuerza que la señora Hadley se gol-
peó fuertemenete la cabeza contra el marco de la puerta.
Meggie se levantó de un salto dejando escapar un grito entre-
cortado y alzando la mano en señal de protesta. Kamal Hadley
miró a su mujer con tanto desprecio y odio que la señora Had-

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ley se estremeció. Sin mediar palabra, el señor Hadley entró de
nuevo en la casa.
Al instante, Meggie estaba al lado de la señora Hadley.
«¿Está bien?» Meggie trató de examinar la cara de la señora Ha-
dley.
Ésta le apartó la mano de un golpe. Meggie, perpleja, lo volvió
a intentar. De nuevo la misma reacción.
«¡Déjame en paz!», gritó la señora Hadley. «Cuando he necesi-
tado tu ayuda, no la he tenido».
«¿Yo? ¿Qué?» Y fue entonces cuando Meggie se dio cuenta de lo
que había hecho. Estaba claro que la señora Hadley la había utili-
zado como coartada para la noche anterior y Meggie no se había
percatado a tiempo de lo que Kamal Hadley le estaba preguntan-
do en realidad.
Meggie dejó caer el brazo a un lado. «Será mejor que vuelva al
trabajo...»
«Sí, creo que será lo mejor». Antes de entrar en la casa, Meggie
pudo ver la mirada envenenada de la señora Hadley.
Meggie se volvió. Callum y Sephy aún jugaban en el otro extre-
mo del enorme jardín, ajenos a todo lo que había ocurrido. Se
quedó quieta y los miró, intentando retener una pequeña parte de
la pureza y la alegría que rezumaban. Necesitaba algo bueno a lo
que aferrarse. Aun así, el sonido de sus risas no logró aplacar la
abrumadora sensación de una corazonada trepando por su cuer-
po. ¿Qué sucedería ahora?
Aquella noche, Meggie se sentó a la mesa y cosió nuevos par-
ches sobre los que ya había en los pantalones del colegio de
Jude.
«Meggie, estoy seguro de que te preocupas por nada», suspiró
Ryan, su marido.
«Ryan, tú no le viste la cara. Yo sí».
Meggie cortó el hilo con los dientes y cogió otro parche.
Los pantalones de Jude estaban tan remendados que apenas se
apreciaba la tela original.

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El teléfono empezó a sonar. Meggie descolgó incluso antes de
que cesara el primer tono.
«¿Hola?»
«¿Meggie McGregor?»
«Sí, soy yo». El hilo cayó abandonado a sus pies.
«Soy Sarah Pike...»
Meggie pudo percibir el tono de disculpa en su voz. «¿Cómo
estás, Sarah?»
«Bien... bueno... Verás Meggie, tengo malas noticias».
Meggie ladeó la cabeza despacio. «Te escucho».
Sarah tosió violentamente antes de continuar.
«La señora Hadley me ha pedido que te informe de que... la fa-
milia Hadley ha decidido prescindir de tus servicios. Te pagará el
sueldo de cuatro semanas por no haber avisado con antelación,
además de darte buenas referencias».
A Meggie se le heló la sangre.
Meggie hubiera podido esperar cualquier cosa excepto ésta. Ja-
más hubiera pensando en algo así.
«Pero... ¿de verdad me está despidiendo?»
«Lo siento».
«Ya veo».
«Lo siento mucho, de verdad». La voz de Sarah se convirtió en
un susurro.
«Entre tú y yo, creo que es terriblemente injusto».
«De cero a cero...»
«No pasa nada, Sarah. No es culpa tuya», contestó Meggie.
Miró a Ryan. Su expresión se volvía cada vez más dura y tensa.
Deja que se indigne. Déjale enfadarse. Todo cuanto ella podía sen-
tir era... nada. Un nada más allá del entumecimiento de cada parte
de su cuerpo.
«Lo siento, Meggie», insistió Sarah.
«No te preocupes. Gracias por informarme. Adiós, Sarah».
«Adiós».
Meggie colgó el teléfono. El reloj situado sobre el televisor mar-

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caba los momentos de silencio. «Esto supone el fin de la educación
de Jude», resopló finalmente.
«Pero le prometimos a Jude que pagaríamos el colegio para que
pudiera continuar estudiando», dijo Ryan, aterrado.
«¿Pagar con qué?», repuso Meggie.
«¿Las hojas de los árboles? ¿Nuestros pelos de las piernas? ¿Qué?»
«Encontraremos la manera...»
«¿Cómo? Si apenas sobrevivíamos antes. ¿Qué haremos ahora
sin el dinero que nos daba mi trabajo? Jude tendrá que olvidarse
del colegio. Tendrá que ponerse a trabajar».
«Conseguirás otro trabajo», exclamó Ryan.
«No con una familia Cruz, nunca más Ryan. ¿Realmente crees
que la señora Hadley se quedará de brazos cruzados si consigo un
trabajo con alguno de sus amigos?»
La cara de Ryan reveló un pánico incipiente al darse cuenta de
lo que le decía su mujer.
«Sí, exacto», resopló Meggie.
Se levantó y se sentó junto a su marido en el viejo sofá situado
frente al fuego. Ryan la rodeó con el brazo. Permanecieron largo
rato en silencio.
«Ryan, estamos metidos en un buen lío», dijo Meggie final-
mente.
«Lo sé», contestó Ryan.
Meggie se levantó de un salto. Su semblante era férreo, deter-
minante. «Voy a verla».
«Pero ¿qué dices?», exclamó Ryan.
«He trabajado para esa mujer durante catorce años, desde que
se quedó embarazada de su hija Minerva. Recibirme es lo mínimo
que puede hacer».
«No creo que sea una buena idea...», apuntó Ryan frunciendo
el ceño.
«Ryan, necesito recuperar mi trabajo. Y si para ello he de suplicar-
le, que así sea», insistió Meggie mientras se ponía el abrigo. La expre-
sión de su cara era ahora tan dura que se diría tallada en granito.

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«No, Meggie...»
«Te aseguro que la idea me gusta menos que a ti, pero no tene-
mos otra opción». Meggie no dio pie a seguir discutiendo. Se diri-
gió hacia la puerta y se fue.
Ryan observó cómo su mujer se alejaba de la casa. Nada bueno
saldría de aquello, podía palparlo.
Dos horas después volvió Meggie.
Esa fue la noche en la que Lynette desapareció...

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O X TRES AÑOS DESPUÉS...
Callum y Sephy

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X Uno. Sephy

Moví los dedos de los pies, deleitándome en el tacto de la arena


caliente que se deslizaba entre ellos como si fuera polvos de talco.
Sumergiéndolos todavía más en aquella arena amarillo pálido, in-
cliné la cabeza hacia atrás. Era una hermosa tarde de agosto. No
podía suceder nada malo en un día como aquél. Y además podía
compartirlo, algo raro y especial en sí mismo, como yo bien sabía.
Me volví con una sonrisa de oreja a oreja hacia el chico que estaba
sentado junto a mí.
«¿Puedo besarte?»
Mi sonrisa se desvaneció.
«¿Perdón?», pregunté a mi mejor amigo.
«¿Puedo besarte?»
«¿Y por qué diablos ibas a hacer eso?»
«Para ver qué se siente», repuso Callum.
¡Buf! En serio, ¡buf! Fruncí la nariz, no pude evitarlo. ¡Un beso!
¿Por qué diablos querría Callum hacer semejante... estupidez?
«¿De veras quieres hacerlo?», insistí.
«Sí», respondió Callum con despreocupación.
«Está bien». Volví a arrugar la nariz sólo de pensarlo. «¡Pero
hazlo rápido!»
Callum se dio la vuelta para arrodillarse a mi lado. Yo volví la
cabeza hacia la suya, aguardando con creciente curiosidad su si-
guiente paso. Ladeé la cabeza a la izquierda. Él también. Ladeé la
cabeza a la derecha. Callum hizo lo propio. Movía la cabeza como

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si fuese un reflejo mío. Puse las manos sobre el rostro de Callum
para mantenerlo quieto y centrado.
«¿Quieres que incline la cabeza a la izquierda o a la derecha?»,
pregunté con impaciencia.
«Eh... ¿Hacia dónde suelen inclinar la cabeza las chicas cuando
las besan?», dijo Callum.
«¿Acaso importa? Además, ¿cómo voy a saberlo?», refunfuñé.
«Nunca he besado a un chico».
«Entonces inclínala hacia la izquierda».
«¿Mi izquierda o la tuya?»
«Eh... la tuya».
Hice lo que me pidió.
«Espabila, me va a dar tortícolis».
Callum se humedeció los labios antes de que su rostro empeza-
ra a aproximarse lentamente al mío.
«¡No lo hagas!», le advertí, echándome hacia atrás. «Sécate pri-
mero los labios».
«¿Por qué?»
«Te los acabas de humedecer».
«¡Ah, vale!» Callum se secó la boca con el dorso de la mano.
Yo me incliné hacia delante para retomar mi posición original.
Apretando fuertemente los labios, me preguntaba qué debía hacer
con ellos. ¿Fruncirlos para que sobresalieran ligeramente? ¿O tal
vez sonreír para que resultaran más gruesos y atractivos? Sólo ha-
bía practicado el arte del beso con la almohada; esto era muy dife-
rente, ¡y parecía igual de estúpido!
«¡Date prisa!», exhorté.
Mantuve los ojos bien abiertos para ver la cara de Callum acer-
cándose a la mía. Sus ojos grises también estaban abiertos. Me
puse bizca al intentar mirarle. Y entonces sus labios tocaron los
míos. ¡Qué divertido! Esperaba que los labios de Callum fuesen
duros, secos y escamosos como la piel de un lagarto, pero no lo
eran. Eran suaves. Callum cerró los ojos. Al momento, yo hice lo
mismo. Nuestros labios seguían en contacto. Callum abrió la boca,

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obligándome a abrir la mía al mismo tiempo. El aliento de Callum
se entrelazó con el mío y resultaba cálido y dulce. Y de repente, su
lengua tocó la mía.
«¡Puaj!», exclamé. Me aparté inmediatamente y saqué la lengua
para limpiármela con la mano. «¿Por qué has hecho eso?»
«No ha estado tan mal, ¿no?»
«No quiero que nuestras lenguas se toquen», dije meneando la
cabeza.
«¿Por qué no?»
«Porque...» —me estremecí sólo de pensarlo— «...nuestras sa-
livas se mezclarán».
«¿Y? Ésa es la idea».
Reflexioné sobre ello.
«¿Y bien?», preguntó Callum.
«¡De acuerdo! ¡De acuerdo!», mascullé. «¡Las cosas que tengo
que hacer por ti! Intentémoslo otra vez».
Callum me sonrió con un brillo en la mirada que me resulta-
ba familiar. Es típico de Callum; me mira de ese modo y nunca
sé con certeza si está riéndose de mí. Antes de que pudiera cam-
biar de opinión, los labios de Callum entraron en contacto con
los míos, tan suaves y delicados como antes. Su lengua jugueteó
de nuevo en mi boca. Tras un momento fugaz de repulsa, descu-
brí que no estaba tan mal. De hecho, se me antojaba desagrada-
ble pensar en ello, pero hacerlo no. Cerré los ojos y me dispuse a
devolverle el beso a Callum. Su lengua se entrelazó con la mía.
Estaba caliente y húmeda, pero no me entraron arcadas. Enton-
ces mi lengua le correspondió. Empecé a sentirme un poco rara.
Mi corazón comenzó a palpitar de un modo peculiar, entrecor-
tado, que me recordó a una montaña rusa deslizándose sin con-
trol. Alguien estaba haciendo nudos en mi interior. Me aparté.
«Ya basta».
«Lo siento», dijo Callum retirándose.
«¿Por qué te disculpas?», pregunté. «¿No te ha gustado?»
Callum se encogió de hombros.

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«No ha estado mal».
Aquello me molestó. No sé por qué, pero no pude evitarlo.
«¿Has besado a otras chicas aparte de mí?»
«No».
«¿A alguna chica Cruz?»
«No».
«¿Y alguna chica cero?»
«Cuando digo que no, es que no». Callum resopló exasperado.
«Entonces, ¿por qué querías besarme?»
«Somos amigos, ¿no?», preguntó Callum.
Me relajé y esbocé una sonrisa.
«Por supuesto que sí».
«Y si no puedes besar a tus amigos, ¿a quién puedes besar en-
tonces?», respondió Callum sonriendo.
Miré hacia el mar. Brillaba como un espejo hecho añicos, todos
ellos deslumbrantes. Nunca dejaba de sorprenderme lo hermosos
que podían ser la arena, el mar y la suave brisa rozándome la cara.
La playa privada de mi familia era mi lugar predilecto del mundo
entero. Kilómetros y kilómetros de costa para nosotros, con sólo
un par de señales que indicaban que era una propiedad privada y
una vetusta verja de madera a cada extremo, en la cual Callum
y yo habíamos practicado una abertura. Y allí estaba yo con mi
persona favorita. Miré a Callum. Él estaba mirándome también
con una expresión de lo más extraña.
«¿Qué pasa?»
«Nada».
«¿En qué piensas?», pregunté.
«En ti y en mí».
«¿Qué ocurre con nosotros?»
Callum se volvió para contemplar el mar.
«A veces deseo que estuviéramos sólo tú y yo y nadie más en el
mundo».
«Nos volveríamos locos el uno al otro, ¿no crees?», bromeé.
Al principio pensé que Callum no iba a responder.

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«Sephy, ¿alguna vez has soñado con... escapar? ¿Subirte al pri-
mer barco o avión que encuentres y dejar que te lleve lejos?» Había
un matiz de anhelo en la voz de Callum. «Yo sí...»
«¿Adónde irías?»
«Ése es el problema», dijo Callum con repentina amargura.
«Este lugar es como el mundo entero y el mundo entero es como
este lugar. Así que, ¿adónde podría ir?»
«Este lugar no está tan mal, ¿no crees?», pregunté con prudencia.
«Depende de tu punto de vista», repuso Callum. «Tú estás den-
tro, Sephy. Yo no».
No se me ocurría respuesta alguna, así que no contesté. Ambos
permanecimos allí sentados en silencio un rato más.
«Allá donde fueras, yo iría contigo», dije. «Aunque no tardarías
en aburrirte de mí».
Callum suspiró. Fue un largo y sentido suspiro que de súbito
me hizo sentir como si hubiese suspendido un examen que ni si-
quiera era consciente de estar haciendo.
«Será mejor que nos pongamos manos a la obra», dijo por fin.
«¿Cuál es la lección de hoy, profesora?»
Se apoderó de mí una sensación de desencanto. Pero, al fin y al
cabo, ¿qué esperaba? Sephy, sería incapaz de aburrirme nunca de ti,
contigo, cerca de ti. ¡Eres una compañía fascinante, brillante y abru-
madora! ¡Ya, claro! ¡Sigue soñando, Sephy!
«¿Qué vamos a hacer hoy?» La voz de Callum estaba teñida de
impaciencia.
«¡Vale, vale!», respondí exasperada. El sol calentaba en exceso y
el mar estaba demasiado azul como para hacer los deberes. «Ca-
llum, ya has aprobado el examen de acceso. ¿Por qué tenemos que
seguir con esto?»
«No quiero dar a los profesores una excusa para expulsarme».
«¿Ni siquiera has empezado la escuela y ya hablas de expulsio-
nes?» Estaba confusa. ¿Por qué se mostraba tan cínico con mi es-
cuela? «No tienes de qué preocuparte. Ahora estás dentro. La
escuela te ha aceptado».

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«No es lo mismo estar dentro que ser aceptado». Callum se en-
cogió de hombros. «Además, quiero aprender tanto como pueda
para no parecer un completo zoquete».
Me incorporé bruscamente.
«Se me acaba de ocurrir una cosa. Quizá estés en mi clase. Ah,
ojalá que sí», dije con entusiasmo. «¿No sería genial?»
«¿Tú crees?»
Intenté (diría que en vano) ocultar mi dolor.
«¿Tú no?»
Callum me miró sonriente. «No debes responder a una pre-
gunta con otra pregunta», bromeó.
«¿Y por qué no?», contesté, obligándome a devolverle la son-
risa.
Cogiéndome por sorpresa, Callum me empujó y caí sobre la
arena. Indignada, me las arreglé para arrodillarme frente a él.
«¿Te importa?», resoplé.
«No, en absoluto», dijo Callum con una sonrisa de suficiencia.
Nos miramos y rompimos a reír. Yo fui la primera en acallar las
carcajadas.
«Callum, ¿no...? ¿No te gustaría estar en mi clase...?»
Callum fue incapaz de mirarme a los ojos.
«Es un poco... humillante para los ceros acabar en la clase de los
pequeños».
«¿A qué te refieres? Yo no soy pequeña». Me puse en pie con
mala cara.
«¡Jo, Sephy, tengo quince años, por Dios! Dentro de seis meses
cumpliré dieciséis y todavía me ponen con niños de doce y trece
años. ¿Te gustaría ir a una clase con niños al menos un año más
pequeños que tú?», preguntó Callum.
«Yo... bueno...» Me senté de nuevo.
«¡Exacto!»
«Cumpliré catorce años en tres semanas», dije, negándome a
cambiar de tema.
«No se trata de eso, y lo sabes».

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«Pero la escuela ya ha dado sus explicaciones. Vais todos con al
menos un año de retraso y...»
«¿Y de quién es la culpa?», preguntó Callum con honda amar-
gura. «Hasta hace unos años sólo se nos permitía estudiar hasta
los catorce, y en colegios sólo para ceros, que no disponen ni de
una cuarta parte del dinero o los recursos de los vuestros».
No hallé respuesta.
«Lo siento. No pretendía echarte un rapapolvo».
«No lo has hecho», respondí. «¿Alguno de tus amigos del anti-
guo colegio irá contigo a Heathcroft?»
«No, ninguno de ellos ha entrado», repuso Callum. «Sin tu
ayuda, yo tampoco lo habría conseguido».
Callum hizo que sonara a acusación. Sentí el impulso de pedir
perdón, e ignoraba por qué.
«Venga, será mejor que nos pongamos a trabajar...», dijo con
un suspiro.
«De acuerdo». Me di la vuelta y busqué los libros de texto en mi
mochila. «¿Qué quieres hacer primero? ¿Matemáticas o Historia?»
«Matemáticas. Me gustan las Matemáticas».
«¡Uf!», exclamé meneando la cabeza. ¿Cómo podían gustarle a
alguien en su sano juicio las Matemáticas? Los idiomas eran mi
asignatura favorita, seguidos de Biología Humana, Sociología y
Química. No sé si me disgustaban más las Matemáticas o la Física.
«De acuerdo, entonces. Matemáticas». Arrugué la nariz. «Te cuen-
to lo que he estado repasando durante la última semana y luego
me lo explicas tú».
Callum se echó a reír.
«Deberían interesarte más las Matemáticas. Son el idioma uni-
versal».
«¿Quién dice eso?»
«Cualquiera que tenga dos dedos de frente. Mira cuántas len-
guas distintas se hablan en nuestro planeta. Lo único que no varía,
independientemente del idioma, son las Matemáticas. Y proba-
blemente suceda lo mismo en otros planetas».

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«¿Perdona?»
«Seguramente sea así el modo en que nos comunicaremos con
los alienígenas de otros planetas cuando lleguen aquí o cuando
nosotros lleguemos hasta ellos. Utilizaremos las Matemáticas».
Miré a Callum. A veces, cuando hablaba con él, los diecisie-
te meses que nos separaban parecían setenta años.
«¿Te burlas de mí?»
La sonrisa de Callum no sirvió de respuesta.
«¡Para ya! Me estás dando dolor de cabeza», exhorté. «¿Pode-
mos dedicarnos a las Matemáticas y olvidarnos un rato de las
charlas con alienígenas?»
«Vale», dijo Callum al fin. «Pero Sephy, deberías pensar en
otras cosas aparte de nosotros. Tienes que liberar tu mente y pen-
sar en otras culturas, otros planetas... No sé, piensa en el futuro».
«Ya tendré tiempo de sobra para pensar en el futuro cuando sea
mayor y no me quede mucho futuro por delante, muchas gracias.
Y mi mente es bastante libre».
«¿Lo es?», preguntó Callum pausadamente. «En esta vida no
todo se reduce a nosotros, los ceros, y a vosotros, las Cruces».
Noté una sacudida en el estómago. Me hirieron las palabras de
Callum. ¿Por qué dolían?
«No digas eso...»
«¿Que no diga qué?»
«Nosotros, los ceros, y vosotros, las Cruces». Meneé la cabeza.
«Parece como si tú estuvieras en un sitio y yo en otro, con un muro
gigantesco entre nosotros».
Callum oteó el mar, la lejanía.
«Tal vez estemos en sitios distintos...»
«No, no lo estamos. Si no queremos estarlo, no lo estaremos».
Deseaba que Callum me mirara.
«Ojalá fuese tan sencillo».
«Lo es».
«Quizá desde tu posición». Por fin Callum se volvió hacia mí,
pero su expresión encerraba las palabras que yo estaba a punto de

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pronunciar. Y entonces su semblante se relajó repentinamente y
su sonrisa natural regresó. «Eres muy joven, Sephy».
«Soy sólo un año y pico más joven que tú, así que no me hables
con condescendencia», repliqué enojada. «Ya lo sufro bastante en
casa».
«¡De acuerdo, de acuerdo! Lo lamento». Callum alzó la mano
en ademán conciliador. «¿Qué? ¿Nos ponemos con las Matemá-
ticas?»
Todavía molesta, abrí el libro de texto. Callum se acercó hasta
que su brazo y el mío se tocaron. Tenía la piel tibia, casi caliente, ¿o
era la mía? Era difícil saberlo. Le tendí el libro y observé cómo aque-
llas páginas llenas de polígonos llamaban su atención al instante.
Callum era la única persona del mundo a la que podía decir
cualquier cosa sin tener que pensarlo dos veces. Entonces, ¿por
qué notaba tan poca... sintonía, como si me estuviese dejando de
lado? De repente, Callum parecía mucho mayor, no sólo por su
edad, sino por las cosas que sabía y había experimentado. Sus ojos
aparentaban mucho más de quince años. Los míos eran distintos,
reflejaban mi edad exacta, a menos de un mes de mi catorce cum-
pleaños. Ni un día más ni un día menos. No quería que las cosas
cambiaran jamás entre nosotros. Pero en aquel momento sentí
que podía levantarme y ordenar al mar que permaneciese inerte
para siempre.
«¿Cómo funciona esto?», preguntó Callum, señalando un án-
gulo interior de un octágono regular.
Meneé la cabeza, diciéndome a mí misma que no fuera tan
boba. Nada se interpondría nunca entre Callum y yo. No lo per-
mitiría. Y Callum tampoco. Él necesitaba nuestra amistad tanto
como yo.
Necesitaba... Qué curiosa manera de expresarlo. ¿Por qué la ha-
bía concebido como una amistad que ambos necesitábamos? No
tenía sentido. En la escuela tenía amigos, y una familia numerosí-
sima, con primos, tías y tíos, y gran cantidad de bisloquesea y tata-
raloquesea a quienes enviar postales de Navidad y de aniversario.

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Pero era distinto de lo que existía entre Callum y yo. Callum miró
al cielo con impaciencia. Yo le sonreí. Después de una mirada
confusa, me regaló una sonrisa.
«Esto es así», empecé, y ambos miramos el libro mientras ini-
ciaba mi explicación.

«Será mejor que volvamos antes de que tu madre mande a todos


los agentes de policía del condado a buscarte», dijo Callum al final.
«Supongo que tienes razón». Recogí las sandalias y me puse en
pie. Entonces se me ocurrió una idea brillante. «¿Por qué no va-
mos a tu casa? Hace siglos que no voy y siempre puedo llamar a
mamá cuando lleguemos y...»
«Será mejor que no», dijo Callum meneando la cabeza. Había
empezado a hacerlo en el momento en que la propuesta salió de
mi boca. Callum cogió mi mochila y se la echó al hombro.
«Antes nos pasábamos el día uno en casa del otro...»
«Eso era antes. Dejémoslo una temporada, ¿de acuerdo?»
«¿Cómo es que ya nunca voy a tu casa? ¿No soy bienvenida?»
«Por supuesto que lo eres, pero la playa es mejor». Callum se
encogió de hombros y echó a andar.
«¿Es por Lynette? Porque si es así, de veras que no me importa
que tu hermana sea... sea...» Mi voz se apagó ante la expresión fu-
riosa de Callum.
«¿Sea qué?», preguntó Callum con irritación.
«Nada», repuse. «Lo siento».
«Esto no tiene nada que ver con Lynette», espetó Callum. Callé
de inmediato. Aquel día parecía sufrir un caso agudo de inoportu-
nidad. Emprendimos en silencio el camino de vuelta. Ascendimos
la desgastada escalinata de piedra, suave como la seda por la pro-
cesión de pies que la habían transitado durante siglos, y por la la-
dera de la colina, adentrándonos más y más en la isla, lejos del
mar. Contemplé la pradera, en dirección a la casa que dominaba el
paisaje en varios kilómetros a la redonda. Era la casa campestre de
mis padres. Constaba de siete dormitorios y cinco salones para

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cuatro personas. Menudo desperdicio. Cuatro personas en una
casa tan grande, cuatro guisantes solitarios rodando en una lata.
Todavía nos encontrábamos a cierta distancia de ella, pero se er-
guía sobre nosotros como un gigante que todo lo ve. Fingí no ad-
vertir cómo Callum se estremecía ante aquella imagen. ¿Es de ex-
trañar que yo prefiriera las risas que inundaban su casa que el
digno silencio de la mía? Caminamos varios minutos sin mediar
palabra, hasta que Callum aminoró la marcha y se detuvo del
todo.
«¿Qué pasa?», pregunté.
«Es que...» Callum se volvió hacia mí. «Da igual. ¿Me das un
abrazo?»
¿Por qué estaba Callum tan susceptible aquella tarde? Tras un
momento de duda, decidí no preguntar. Callum parecía distinto.
Aquel aire burlesco que percibía en sus ojos había desaparecido
sin dejar rastro. Sus ojos eran grises como una tormenta e igual-
mente atribulados. Se peinó con los dedos su corta cabellera en un
gesto que parecía casi nervioso. Me acerqué a Callum abriendo los
brazos y lo rodeé con ellos, apoyando la cabeza en su hombro. Él
me correspondió, apretando con fuerza, pero no dije nada. Aguan-
té la respiración para que no resultara tan doloroso. Justo cuando
creí que tendría que jadear o emitir un quejido, Callum me soltó
de repente.
«No puedo seguir adelante», dijo.
«Sólo hasta el jardín de rosas».
«Hoy no. Tengo que irme», dijo al tiempo que me devolvía la
mochila.
«Nos vemos mañana después de clase, ¿no? ¿Donde siempre?»
Callum se encogió de hombros. Ya se había puesto en camino.
«¡Callum, espera! ¿Qué ocu...?»
Pero Callum había echado a correr, más y más rápido. Vi a mi
mejor amigo alejándose de mí, tapándose los oídos con las manos.
¿Qué está pasando? Proseguí mi andadura hacia casa, cabizbaja,
tratando de dilucidarlo.

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«¡Persephone! ¡Entra ahora mismo!»
Levanté la cabeza inmediatamente al oír la voz de mi madre.
Mamá bajó los escalones a toda prisa con su habitual expresión
adusta y feroz. Era obvio que aquel día no había tomado tantas co-
pas de vino como acostumbraba. De lo contrario, no estaría de tan
mal humor. Me volví hacia donde se encontraba Callum, pero ya no
alcanzaba a verle, lo cual no me importó. Mamá me agarró del bra-
zo con sus dedos huesudos, que me pellizcaban como pinzas.
«Llevo media hora llamándote».
«Pues deberías haber chillado más. Estaba en la playa».
«No seas contestona. Te he dicho que hoy no salieras a pa-
sear».
Mamá empezó a arrastrarme tras ella escaleras arriba.
«¡Ay!» Me golpeé la espinilla con un escalón de piedra que no
fui lo bastante rápida en sortear. Intenté agacharme para frotarme
la piel magullada, pero mamá seguía tirando de mí.
«Suéltame. Deja de agarrarme. No soy una maleta». Conseguí
zafarme de mamá.
«Entra en casa ahora mismo».
«¿Dónde está el incendio?» Miré a mamá mientras me frotaba
el brazo.
«No saldrás en lo que queda de día». Mamá entró en casa. No
tuve otra opción que seguirla.
«¿Por qué no?»
«Porque lo digo yo».
«¿Qué...?»
«Y deja de hacer tantas preguntas».
Puse cara de pocos amigos, pero mamá hizo caso omiso, como
de costumbre. Para ella, una mirada asesina era como quien oye
llover. La cálida y maravillosa tarde quedó desterrada de nuestra
casa al cerrarse la puerta principal. Mamá era una de esas muje-
res «refinadas» que podían entornar silenciosamente una puerta
y conseguir que pareciese un estruendo. Cada vez que mamá me
miraba, adivinaba en ella el deseo de que yo fuese una señorita,

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al igual que Minerva, mi roñosa hermana mayor. Utilizaba el
diminutivo de Minnie cuando quería importunarla, porque ella
lo odiaba. La llamaba Minnie constantemente. Le encantaba
nuestra casa tanto como yo la odiaba. Ella la tildaba de «esplén-
dida». Para mí era como un museo infausto, cubierto de suelos
fríos, columnas de mármol y piedra tallada, una de esas casas
que a las revistas de papel cuché les encanta fotografiar pero en
las que nadie con un mínimo ápice de sentido común querría
vivir.
A Dios gracias de Callum. Me guardé para mí las vivencias de
aquella jornada con una sonrisa secreta. Callum me había besado.
¡Vaya!
¡Callum me había besado de verdad!
¡Que bieeeen!
Mi sonrisa se desvaneció lentamente a medida que ganaba te-
rreno un pensamiento espontáneo. Sólo había una cosa que impi-
dió que aquel día fuese perfecto del todo. Si Callum y yo no tuvié-
semos que vernos a escondidas...
Si Callum no fuese un cero...

O Dos. Callum

«Vivo en un palacio con paredes de oro, torrecillas de plata, y sue-


los de mármol...» Abrí los ojos y contemplé mi casa. Se me cayó el
alma a los pies. Volví a cerrarlos. «Vivo en una mansión con parte-
luces, vitrales, una piscina y establos repartidos en hectáreas y hec-
táreas de terreno». Abrí un ojo. Aquello seguía sin funcionar. «Vivo
en una casa de cinco plantas con cerrojo en la puerta principal y un
huertecito en el que plantamos verduras». Abrí ambos ojos. Nunca
funcionaba. Me invadió la duda al encontrarme frente a mi casa, si
es que se la podía llamar así. Cada vez que regresaba de la de Sephy

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me estremecía al ver la cabaña que supuestamente era mi hogar.
¿Por qué no podía vivir mi familia en una casa como la de Sephy?
Observando aquel tugurio desvencijado pude sentir la acostum-
brada quemazón que se arremolinaba en mi interior. Sentí un
nudo en el estómago y cómo se entrecerraban mis ojos... Así que
me obligué a apartar la mirada. Me obligué a escrutar los robles, las
hayas y los castaños que jalonaban nuestra calle, proyectando sus
ramas hacia el cielo. Vi cómo una solitaria nube danzaba lenta-
mente sobre mí, avisté a una golondrina descender en picado y re-
montar el vuelo sin una sola preocupación en la vida.
«Venga... puedes hacerlo... puedes hacerlo... puedes hacerlo...»
Cerré los ojos y respiré hondo. Me armé de valor, abrí la puerta y
entré.
«¿Dónde estabas, Callum? Estaba muy preocupada», espetó
mamá antes de que hubiese cerrado tan siquiera la puerta. No ha-
bía un vestíbulo o un pasadizo que condujera a las habitaciones
como en casa de Sephy. En cuanto abrías la puerta, allí estaba el
salón con su raída alfombra de nailon de quinta mano y un sofá de
tela del que éramos los séptimos dueños. Lo único en la sala que
tenía algún valor era la mesa de roble. Años antes, papá la ha-
bía cortado, le había dado forma, le había tallado un dragón, la
había montado y la había pulido él mismo. Había mucho amor y
trabajo en aquella mesa. En una ocasión la madre de Sephy había
intentado comprarla, pero mamá y papá no estaban dispuestos a
deshacerse de ella.
«¿Y bien? Estoy esperando, Callum. ¿Dónde estabas?», repitió
mamá.
Me senté a la mesa, en mi lugar, sin mirar a mamá. Papá no me
prestó la menor atención; de hecho, no se la prestaba a nada. Esta-
ba ensimismado en su comida. Jude, mi hermano de diecisiete
años, me sonrió con aires de suficiencia. Es un tipo de lo más irri-
tante. También aparté la mirada de él.
«Estaba con su amiguita equis», dijo Jude sonriéndose.
Lo ignoré.

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«¿Qué amiguita equis? Si no sabes de qué hablas, será mejor
que cierres el pico». No llames así a mi mejor amiga... Como vuelvas
a decirlo te rompo la crisma...
Jude pudo adivinar mis pensamientos porque su sonrisita fue
en aumento.
«Entonces ¿cómo debería llamarla? ¿Tu equis qué?»
Nunca los llamaba Cruces. Siempre eran equis.
«¿Por qué no te vas a freír espárragos?»
«Callum, hijo, no le hables así a tu...» Eso fue cuanto dijo
papá.
«Callum, ¿has estado otra vez con ella?» Los ojos de mamá se
inundaron de un brillo temible y amargo.
«No, mamá. He salido a dar un paseo, eso es todo».
«Espero que sea así». Mamá dejó caer la cacerola de golpe, des-
parramando la pasta sobre la mesa. Al cabo de unos instantes,
Jude ya había recogido los restos apresuradamente y los tenía en la
boca.
Transcurrieron unos segundos de asombro mientras todos los
allí presentes miramos a Jude. Incluso captó la atención de Lynette,
y eso era mucho decir. Pocas cosas lograban sacar a mi hermana
de su mundo misterioso.
«¿Cómo es que sólo eres más rápido que el rayo cuando hay
comida de por medio?», dijo mamá con una mueca en sus labios
entre disgustada y divertida.
«Se llama incentivo, mamá», respondió Jude con una sonrisa.
La diversión se alzó vencedora y mamá se echó a reír.
«¡Te voy a dar yo a ti incentivos, granuja!»
Y, por una vez en mi vida, agradecí que Jude fuese el centro de
atención, y no lo que yo había estado haciendo toda la tarde. Miré
alrededor de la mesa. Lynette ya se estaba alejando, con la cabeza
gacha como siempre, mirando a su regazo.
«Hola, Lynny...», dije en voz baja a mi hermana mayor. Ella le-
vantó la cabeza y me sonrió fugazmente antes de mirar de nuevo a
su regazo.

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Mi hermana se parece a mí. Ambos tenemos el pelo castaño y
los ojos de la misma tonalidad gris. Jude tiene el pelo negro, los
ojos marrones, y se parece a mamá. Lynny y yo no nos parecemos
especialmente a mamá ni a papá. Quizá eso explique en parte por
qué siempre hemos estado unidos. Más que Jude y que yo. Ella fue
la que me cuidó cuando mamá tenía que trabajar y no podía lle-
varme con ella. Pero ahora ni siquiera puede ocuparse de sí mis-
ma. Es un poco simple. Aparenta la edad que tiene, veinte años,
pero su mente es intemporal. Siempre está con las hadas, como
solía decir mi abuela. No ha sido así toda la vida. Hace tres años
sucedió algo que la transformó. Un accidente. Y así fue cómo de-
sapareció la hermana a la que conocía. Ahora no sale, no habla
demasiado, ni tampoco piensa mucho, al menos que yo sepa. Sim-
plemente existe. Se halla extraviada en algún lugar de su propio
mundo. Nosotros no podemos entrar en él, y ella no sale. Al me-
nos no con frecuencia, y desde luego no durante largos periodos.
Pero su mente la transporta a algún lugar agradable, a juzgar por
la mirada apacible y serena que luce en su rostro gran parte del
tiempo. A veces me preguntaba si merecía la pena perder la cabeza
para encontrar esa suerte de paz. A veces la envidiaba.
«¿Dónde has estado todo este tiempo?» Mamá retomó su con-
versación anterior.
Y yo que creía haberme salido con la mía. Debería haber adivi-
nado que mamá nunca abandona cuando tiene la mosca detrás de
la oreja.
«De paseo, ya te lo he dicho».
«Ummm...» Mamá entornó los ojos, pero se dio media vuelta
para atender la carne picada que tenía al fuego. Suspiré de puro
alivio. Era obvio que mamá estaba cansada, ya que por una vez
había decidido creerme.
Lynette me regaló una de sus sonrisas secretas. Entonces se dis-
puso a servirse pasta del plato mientras mamá regresaba con la
cacerola de carne.
«¿Estás preparado para las clases de mañana, Callum?», pre-

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guntó papá en un tono afectuoso, aparentemente ajeno a la ten-
sión instantánea que se alzaba sobre la mesa como una alambrada
de espino.
«Preparado como siempre, papá», farfullé mientras me vertía
un vaso de leche de la jarra para no tener que mirar a nadie.
«Será duro, hijo, pero al menos es un comienzo. Mi hijo irá al
instituto Heathcroft. ¡Figúrate!» Papá respiró hondo, sonrió y se
le hinchió el pecho de orgullo.
«Yo sigo pensando que ha cometido un gran error...», añadió
mamá con desdén.
«Pues yo no». La sonrisa de papá desapareció al volverse hacia
mi madre.
«No necesita ir a sus escuelas. Los ceros deberíamos tener es-
cuelas propias con las mismas oportunidades que las Cruces», re-
puso mamá. «No necesitamos mezclarnos con ellos».
«¿Y qué problema hay con mezclarse?», pregunté sorprendido.
«Que no funciona», contestó mamá tajantemente. «Mientras
las escuelas estén dirigidas por Cruces, siempre nos tratarán como
gente de segunda clase, como unos don nadie. Deberíamos cuidar
y educar a los nuestros, y no esperar que las Cruces lo hagan por
nosotros».
«Antes no pensabas así», dijo papá.
«No soy tan ingenua como antes, si te refieres a eso», rebatió
mamá.
Abrí la boca para decir algo, pero no me salían las palabras. No
eran más que un embrollo en mi cabeza. Si una Cruz me hubiese
dicho algo así, le habría lanzado toda clase de acusaciones. Tenía
la sensación de que habíamos practicado la segregación durante
siglos y eso tampoco había funcionado. ¿Qué satisfaría a todos los
ceros y las Cruces que pensaban igual que mamá? ¿Países indepen-
dientes? ¿Planetas separados? ¿Cuán lejos era lo bastante lejos?
¿Qué tenían las diferencias de los demás que asustaban tanto a al-
gunos?
«Meggie, si nuestro chico ha de llegar lejos en la vida, tiene que

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ir a sus escuelas y aprender a jugar según sus reglas. Simplemente
debe ser mejor, eso es todo».
«¿Eso es todo?»
«¿No quieres algo mejor para tu hijo de lo que tuvimos noso-
tros?», preguntó papá molesto.
«¿Cómo puedes preguntarme semejante cosa? Si crees...»
«Estoy seguro de que todo saldrá bien, mamá. No te preocu-
pes», dije interrumpiéndola.
Mamá frunció los labios con una expresión de furia. Se puso en
pie y se dirigió a la nevera. Por el modo en que sacó la botella de
agua y cerró la puerta de golpe supe que no era feliz. El hecho
de que yo asistiera al colegio era el único motivo de disputa que
había conocido entre mis padres. Mamá volteó la parte superior
de la botella y la inclinó de modo que quedara justamente encima de
la jarra de cerámica amarilla que había modelado semanas atrás.
Empezó a brotar agua, que se derramó y mojó la encimera, pero
mamá no alteró el ángulo de la botella.
«Pronto creerás que eres demasiado bueno para nosotros», es-
petó Jude, dándome un puñetazo en el brazo de propina. «¡Que
no se te suban demasiado los humos!»
«Por supuesto que no ocurrirá. Y en Heathcroft te comportarás
mejor que nunca, ¿no es cierto?», intervino papá. «En la escuela
representarás a todos los ceros».
¿Por qué tenía que representar a todos los ceros? ¿Por qué no
podía representarme sólo a mí mismo?
«Debes demostrarles que se equivocan con nosotros. Demués-
trales que somos tan buenos como ellos», prosiguió papá.
«Para demostrárselo no necesita ir a una escuela de estirados».
Mamá regresó a la mesa, depositando bruscamente la jarra de
agua sobre el hule de plástico.
Leche y agua, agua y leche. Eso es cuanto acompañaba siempre
nuestra cena, a menos que anduviéramos particularmente escasos
de dinero, en cuyo caso había sólo agua. Me llevé el vaso de leche
a la boca y cerré los ojos. Casi pude oler el zumo de naranja que la

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familia de Sephy tenía casi siempre sobre la mesa. Chardonnay
para su madre y clarete para su padre, varias clases de agua con
gas, zumo de frutas (por lo común naranja) y ginger ale para Se-
phy y su hermana Minerva. Para ellas no había agua del grifo em-
botellada. Recordé cuando hace unos años Sephy me invitó a mi
primer trago de zumo de naranja. Estaba helado y muy dulce, y
retenía cada sorbo en la boca hasta que se calentaba porque me
resistía a tragar. Quería que el zumo de naranja durase, pero por
supuesto no fue así. A partir de entonces, Sephy me traía zumo de
naranja a escondidas siempre que podía. No comprendía por qué
me gustaba tanto. Creo que sigue sin entenderlo.
Di un trago a mi bebida. ¡Estaba claro que mi zumo había
pasado primero por el cuerpo de una vaca! Imagino que carecía
de imaginación suficiente para convertir la leche en jugo de na-
ranja.
«Pronto será tan arrogante como ellos». Jude me pellizcó en el
mismo lugar en que acababa de propinarme un puñetazo, retor-
ciendo los dedos para cerciorarse de que dolía de veras.
Dejé el vaso y miré a Jude.
«Venga, adelante...», susurró Jude sólo para mí. Coloqué las ma-
nos cuidadosamente sobre mi regazo, con los dedos entrelazados.
«¿Qué pasa? ¿Te estoy poniendo en ridículo?», bromeó Jude
maliciosamente.
Por debajo de la mesa, las yemas de mis dedos empezaban a
adormecerse por la fuerza con que estaba apretándolas. Desde que
aprobé el examen y accedí a Heathcroft, Jude se había vuelto inso-
portable. Se pasaba el día entero tratando de provocarme para que
le pegara. Hasta el momento había conseguido resistir la fuerte ten-
tación, pero por muy poco. Si pudiera marcharme lejos, muy lejos...
Si tan siquiera pudiese levantarme y abandonar la mesa físicamen-
te... Tenía que salir de allí antes... antes de perder los estribos.
Sephy... Sephy y la playa... y las Matemáticas... y nuestro beso.
Sonreí al recordar su insistencia en que me enjugara la boca antes
de nuestro primer beso. Consiguió hacerme reír.

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Eso es, Callum. Aléjate. Sal de la casa... vuelve a la playa con Se-
phy...
Ella me hizo reír...
«No estás escuchando nada de lo que te dicen, ¿verdad?» La voz
áspera de mi madre irrumpió en mis ensoñaciones.
«Sí que estaba escuchando», dije negando su afirmación.
«¿Sí? ¿Qué acabo de decir?»
«Que el uniforme nuevo está sobre la silla y tengo que levantar-
me más temprano de lo habitual y lavarme antes de ponérmelo.
Los cuadernos están en la mochila, bajo la cama», repetí.
«¡Me has oído, pero eso no significa que estuvieras escuchan-
do!», replicó mamá.
«¿Qué diferencia hay?», pregunté sonriendo.
«¡Mi reacción!», dijo ella. Sonriendo con renuencia, se sentó. El
ambiente no era perfecto, pero al menos era mejor de lo que pin-
taba hacía menos de cinco minutos.
«Un hijo mío en Heathcroft». Papá agitó la cabeza mientras
sostenía la cuchara frente a los labios. «¿Te imaginas?»
«¡Cállate y come, bobo!», le exhortó mamá.
Papá la miró y se echó a reír. Todos nos unimos al jolgorio,
excepto Lynette.
Me llevé una cucharada de pasta y carne picada a la boca, son-
riendo al masticar. A decir verdad, estaba deseando ir a la escuela
al día siguiente. Era cierto, iba a asistir a la escuela secundaria. Po-
dría llegar a ser alguien, hacer algo con mi vida. Una vez que tuvie-
se una educación como Dios manda nadie podría mirarme y de-
cir: «No eres lo bastante listo o bueno». Nadie. ¡Había iniciado mi
ascenso! Y con una buena educación respaldándome, nada podría
interponerse entre Sephy y yo. Nada.

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X Tres. Sephy

Moví el cursor e hice clic, bostezando mientras aguardaba a que


mi PC se apagara. Aquella noche se estaba haciendo eterna. Por
fin se oyó un chasquido y la pantalla se tornó negra. Pulsé el botón
para apagar el monitor e hice lo propio con los altavoces. Ahora a
por un trago rápido y luego a la cama. La mañana siguiente era el
primer día de clase. Dejé escapar un gemido al pensarlo. ¡El cole-
gio! Vería de nuevo a todos mis amigos y mantendríamos las con-
versaciones habituales sobre los lugares que habíamos visitado, las
películas que habíamos visto, las fiestas a las que habíamos asisti-
do, y pronto parecería que nunca habíamos dejado de ir a la es-
cuela. Las mismas caras de siempre, los mismos profesores de
siempre, ¡lo mismo de siempre, la misma canción de siempre!
Pero eso no era del todo cierto. Al menos mañana sería un poco
distinto del comienzo de los otros cursos. Cuatro ceros, entre ellos
Callum, empezarían en mi escuela. Quizá incluso estuviese en mi
clase. Y si no lo estaba, seguro que compartiríamos algunas asig-
naturas. Mi mejor amigo iba a asistir a mi misma escuela. ¡El mero
hecho de pensarlo me hacía sonreír como una idiota!
«Por favor, Señor, que Callum esté en mi clase», susurré.
Salí de mi habitación y recorrí el pasillo. Callum en mi clase...
¡Eso sería genial! Estaba deseando mostrarle las canchas de juegos
y la piscina, el gimnasio y las salas de música, el comedor y los la-
boratorios de ciencias. Y le presentaría a todos mis amigos. Una
vez que lo conocieran, les parecería tan fantástico como a mí. Iba
a ser maravilloso.
Bajé las escaleras. Aunque estaba sedienta, no me entusiasmaba
la idea de encontrarme con mamá. Era tan deprimente... No acer-
taba a entenderlo. Todavía recuerdo cuando mamá era todo son-
risas, abrazos y bromas, pero eso fue en tiempos muy, muy leja-
nos. Haría tres años. Desde entonces, había sufrido una completa

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transformación. Su sentido del humor había envejecido y pasado
a mejor vida antes que el resto de su ser, y ahora sus labios se ha-
bían contraído en una mueca que aparecía esculpida permanente-
mente en su piel.
Meneé la cabeza. Si en eso consistía envejecer, yo no quería ha-
cerme mayor jamás. Al menos papá todavía era divertido cuando
estaba en casa, cosa que no sucedía con frecuencia. A todos los
adultos a los que conocía por primera vez les encantaba decirme
lo fantástico, lo inteligente, lo divertido, lo atractivo que era, que
su sino era trepar hasta la cima. Me hubiese gustado descubrir por
mí misma esas cosas acerca de mi padre. Un hombre con las ma-
nos grasientas y olor a sudor que asistió a la última cena que die-
ron mis padres se pasó todo el tiempo diciéndome que mi padre
algún día llegaría a primer ministro y que debía sentirme orgullo-
sa de él. En serio, aquel hombre podría haber ganado una medalla
de oro en los Juegos Olímpicos por ser la persona más aburrida
del mundo. ¿Por qué iba a importarme que papá se convirtiera en
primer ministro? Ya lo veía bastante poco siendo lo que era. Si
llegaba a primer ministro, tendría que encender la tele para recor-
dar su aspecto.
«¡Esos liberales defensores de pleitos perdidos de la Comuni-
dad Económica de Pangea me ponen enfermo! Decían que los
ciudadanos de este país debíamos abrir nuestras escuelas a los ce-
ros, y así lo hicimos. Decían que teníamos que barajar la posibili-
dad de reclutar a ceros para la policía y las fuerzas armadas, y así lo
hicimos. Y todavía no están satisfechos. En cuanto a la Milicia de
Liberación, creí que permitir el acceso de unos cuantos pálidos a
nuestros colegios echaría por tierra sus planes...»
Me quedé inmóvil en el último escalón al escuchar la amarga
voz de papá.
«No fue suficiente. Ahora la Milicia de Liberación ha visto sa-
tisfecha una de sus exigencias. No ven por qué no pueden conse-
guir algunas más. Y luego vendrán otras». Oí otra voz. Papá tenía
un invitado.

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«¡Por encima de mi putrefacto cadáver! Sabía que ceder a una
sola de las exigencias de la Comunidad Económica de Pangea sería
un error. ¡Dios nos libre de los liberales y los pálidos!»
Me estremecí al comprobar el veneno que escupía mi padre. Y
nunca antes lo había oído referirse a los ceros como pálidos. Páli-
dos... ¡Qué palabra más horrible! Es repugnante. Mi amigo Ca-
llum no era un pálido. No lo era...
«La Milicia de Liberación se está impacientando con el ritmo
de cambio en este país. Ellos quieren...»
«Pero, ¿quiénes son “ellos”?», exigió papá. «¿Quién es el líder
de la Milicia de Liberación?»
«No lo sé, señor. Ascender de rango ha sido un proceso lento y
la Milicia de Liberación es muy cautelosa. Cada grupo militar está
dividido en distintas células o unidades, con múltiples puntos
neurálgicos de encuentro para comunicarse con otros miembros.
Es muy difícil averiguar quién está al mando».
«No quiero excusas. ¡Hazlo! Para eso te pago. No voy a perder
mi puesto en el Gobierno por una panda de agitadores terro-
ristas».
«Se hacen llamar Combatientes por la Libertad», afirmó el in-
vitado de papá.
«Como si se llaman descendientes del ángel Shaka. Son escoria
y quiero que los aniquiles a todos».
Se hizo el silencio.
«Seguiré trabajando en ello».
La única respuesta que obtuvo aquel hombre de mi padre fue
un resoplido desdeñoso.
«Señor, al respecto de estos encuentros... son cada vez más pe-
ligrosos. Deberíamos encontrar una manera más segura de comu-
nicarnos».
«Todavía quiero mantener estos encuentros cara a cara al me-
nos una vez al mes».
«Pero no es seguro», protestó el interlocutor. «Pongo mi vida
en peligro cada vez...»

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«No quiero oír eso. Puedes enviarme un correo electrónico o
telefonearme cuando te plazca, pero quiero verte al menos una
vez al mes. ¿Entendido?», espetó papá.
Al principio creí que aquel hombre no iba a responder, pero al
final dijo: «Sí, señor».
Me acerqué de puntillas al salón. ¿Con quién hablaba papá?
Tan sólo alcanzaba a oír sus voces.
«Pálidos asistiendo al colegio de mi hija...» Casi pude oír a papá
menear la cabeza. «Si mi plan no funciona, será preciso un mila-
gro para salir reelegido el año que viene. Me crucificarán».
«Sólo van tres o cuatro a Heathcroft, ¿no es así?», preguntó el
otro hombre.
«Eso son tres o cuatro más de los que yo pensaba que aproba-
rían el examen de acceso», repuso papá con disgusto. «Si hubiese
creído que alguno de ellos tenía posibilidades de pasar, jamás ha-
bría modificado la ley de educación».
Cada una de sus palabras era como un dardo venenoso. Me
invadió un gélido escalofrío, y tuve la sensación de que se me des-
garraba el alma. Estaba tan... tan dolida. Papá... mi papá...
«Asisten menos de veinticinco ceros a las escuelas de todo el
país. No son tantos, ¿no?», señaló el otro.
«Cuando quiera conocer tu punto de vista, te lo haré saber»,
contestó papá con menosprecio.
¿Sabía siquiera que Callum era uno de los ceros que iban a mi
colegio? ¿Le preocupaba lo más mínimo? Tenía mis dudas. Di
otro paso vacilante. Miré al otro lado del pasillo. El reflejo de
papá era claramente visible en el largo espejo del pasillo, situado
frente al salón. Sólo atisbaba el cogote del invitado proyectándose
en el espejo, ya que estaba de espaldas a la puerta, pero me asom-
bró sobremanera el comprobar que se trataba de un cero. Tenía
el pelo rubio, recogido en una coleta, e iba enfundado en un aja-
do abrigo de borrego y unas grandes botas marrones con una ca-
dena plateada sobre el tacón. No recordaba la última vez que ha-
bía visto a un cero en casa, salvo en la cocina o limpiando. ¿Qué

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hacia aquí? ¿Quién era? No tenía sentido. Nada de lo que decían
lo tenía.
Di otro paso al frente, con los ojos clavados todavía en el espejo
que colgaba frente al salón, y ése fue mi error. Tropecé con el cable
del teléfono, haciendo que éste se arrastrara levemente sobre la
mesa. No hizo mucho ruido, pero fue suficiente. Papá miró en
derredor y me vio por el espejo, de igual modo que yo podía verle
a él. Su invitado se dio la vuelta.
«Sephy, vete a la cama. ¡Ahora mismo!»
Papá ni siquiera esperó a que me fuese antes de cerrar la puerta
del salón de un golpe. Apenas me había recuperado del sobresalto
cuando la puerta se abrió de nuevo y papá salió solo dando un
portazo.
«¿Qué has visto?», preguntó vehementemente mientras avan-
zaba hacia mí.
«¿Pe... perdona?»
«¿Qué has visto?», insistió agarrándome de los hombros. Se le
escapó una gota de saliva que aterrizó en mi mejilla, pero no la
limpié.
«Na... nada».
«¿Qué has oído?»
«Nada, papá. Sólo bajaba a beber algo. Tengo sed».
Papá tenía cara de pocos amigos, y sus ojos rezumaban ira. Pa-
recía que fuese a pegarme.
«No he visto ni oído nada. De veras».
Pasaron unos largos momentos hasta que papá empezó a sol-
tarme los hombros lentamente. Su semblante contraído se relajó.
«¿Ya... ya puedo ir a beber?»
«Venga, date prisa».
Me encaminé a la cocina, aunque ya no tenía sed. El corazón se
me salía del pecho y la sangre rugía en mis oídos. Supe sin necesi-
dad de darme la vuelta que papá seguía observándome. Una vez
llegué a la cocina, me serví un vaso de agua y regresé a mi habita-
ción. En la cocina me encontraba fuera del campo visual de papá,

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pero aun así caminé a un ritmo «normal», como si de algún modo
pudiese verme a través de las paredes. Salí de allí y me dispuse a
subir las escaleras, vaso de agua en mano.
«Aguarda, princesa...», dijo papá.
Volví la cabeza.
«Lamento haberte regañado». Papá forzó una sonrisa mientras
ascendía la escalinata detrás de mí. «He estado un poco... nervioso
todo el día».
«No pasa nada», susurré.
«Sigues siendo mi princesa, ¿verdad?», preguntó papá abrazán-
dome.
Yo asentí, intentando tragar agua y no derramar la del vaso.
«Pues venga, a la cama».
Seguí escaleras arriba, con una cadencia cuidadosamente des-
cuidada. Y papá permaneció en el pasillo, observando cada uno de
mis movimientos.

O Cuatro. Callum

Vacié el contenido de la mochila sobre la litera por enésima vez.


Regla, estuche, bolígrafos, lápices, libro de ejercicios y calculado-
ra. Repasé la lista que el instituto Heathcroft había enviado a mis
padres. Tenía todo lo que detallaban, y aun así sentía que faltaba
algo, que no era suficiente. Agarré la sábana de mi cama por una
esquina y limpié de nuevo la calculadora. Por mucho que la lus-
trara no conseguiría que aquel cacharro antediluviano pareciese
nuevo. Me froté los ojos con la mano.
«No seas tan desagradecido. Al menos tienes calculadora». No
dejes de recordarte eso, Callum...
Lenta y minuciosamente, me dispuse a guardar de nuevo todo
mi material escolar.

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Soy afortunado... soy afortunado... soy afortunado... iré al cole-
gio...
Reproduje ese único pensamiento una y otra vez en mi mente,
temeroso de abandonarlo por lo que pudiera ocurrir. Alguien lla-
mó a la puerta de la habitación. Era mamá o Lynette. Jude entraba
sin anunciarse, y papá nunca venía a nuestra habitación. Si quería
hablar conmigo, siempre me llamaba para que saliera al descansi-
llo. Esperaba que fuese Lynette.
Mamá asomó la cabeza por la puerta.
«¿Puedo entrar?»
Me encogí de hombros y dejé la calculadora sobre el resto de
los enseres que contenía mi mochila. Mamá entró en la habitación
y cerró la puerta con delicadeza. Ya me imaginaba qué vendría
ahora. Se sentó en la cama, cogió la bolsa y la vació de inmediato.
Con sumo cuidado, empezó a guardarlo todo otra vez. Transcu-
rrieron unos momentos antes de que hablara.
«Sólo quería decirte que, ocurra lo que ocurra mañana, me ale-
gro de que hayas entrado en el instituto Heathcroft».
Eso no me lo esperaba. La miré.
«¿A qué te refieres con eso de “ocurra lo que ocurra maña-
na”?»
«A nada». La sonrisa de mamá vaciló antes de desaparecer por
completo. «Es sólo que... que quiero que seas feliz».
«Lo soy», protesté.
«No quiero verte... preocupado. No quiero que te hagan daño».
¿De qué demonios estaba hablando?
«¡Mamá, simplemente voy a ir al colegio, no al ejército!»
Mamá trató de sonreír de nuevo.
«Lo sé. Pero creo que tú y tu padre subestimáis el reto que eso
supondrá. No quiero verte desilusionado. Aparte de eso... bueno,
se oyen rumores...»
«¿Qué clase de rumores?»
«A algunas Cruces no les hace ilusión que los ceros vayan a su
escuela. Nos han llegado voces de que algunos están decididos a

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causar problemas. Luego, ocurra lo que ocurra, no te dejes provo-
car por los ataques. No les des ningún motivo para expulsarte».
«¿Eso es lo que te preocupaba?»
Mamá no respondió.
«No te inquietes», le dije. «Ahora me han admitido en Heath-
croft, y nada, ni siquiera la dinamita, me sacará de allí».
«Bien dicho». Mamá me acarició la mejilla. Yo le aparté la
mano. ¡Por favor!
«¿Eres demasiado mayor para eso?», bromeó.
«Mucho», repuse.
«¿También para un beso de buenas noches?»
Justo cuando estaba a punto de dar a mamá mi sincera opinión,
su mirada me hizo contenerme. Me di cuenta de que el beso no
era por mí, sino por ella.
«Adelante. Si no hay más remedio», refunfuñé ofreciéndole la
mejilla.
Hubo una pausa. Me volví para ver por qué el temido beso no
se había producido, pero en cuanto miré a mamá, se echó a reír.
«¿Qué te hace tanta gracia?», pregunté malhumorado.
«Tú, cariño». Mamá me dio un abrazo de oso y me besó en la
mejilla como si tratara de horadármela con los labios. ¡Dios!
«No te olvides de poner el despertador para que tengas tiempo
de sobra de lavarte antes de ir al colegio». Mamá se levantó y se
dirigió hacia la puerta.
«Todavía no voy a acostarme, mamá. Iré abajo a ver la tele un
rato».
«Pero sólo un ratito. Mañana tienes que ir al colegio». Mamá
hizo un gesto admonitorio con el dedo. Luego dejó caer la mano y
sonrió. «Mañana tienes que ir al colegio... ¡Me gusta como suena!»
«¡A mí también!»
Mi madre bajó las escaleras y yo la seguí de cerca. A medio ca-
mino, se detuvo tan abruptamente que estuve a punto de chocar
con ella.
«¿Cal?»

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«¿Sí, mamá?»
«No... no creas que no estoy orgullosa de ti, porque sí lo es-
toy».
«Lo sé, mamá», dije.
Mamá siguió bajando las escaleras. Reflexioné sobre lo que aca-
baba de decirme. Lo curioso es que, hasta que pronunció esas pa-
labras, yo no creía que estuviese orgullosa de mí. De hecho, parte
de mí sospechaba que mamá habría preferido que suspendiera la
prueba de acceso al instituto Heathcroft. Pero no fue así. Había
aprobado, y eso no podría quitármelo nadie. «Había aprobado».
Entramos en el salón del piso de abajo. Lynette y papá estaban
sentados en el sofá. Jude se encontraba a la mesa, inclinado sobre
lo que parecía un mapa, aunque no es que me interesara demasia-
do. Mamá se sentó junto a papá y yo al lado de Lynette. Estábamos
apretujados, pero resultaba acogedor.
Miré a mi hermana.
«¿Estás bien?»
Lynette asintió. Entonces apareció en su rostro una mueca de
enojo. Y aquella mirada volvió a sus ojos. Se me cayó el alma a los
pies y luego volvió a su lugar.
Por favor, Lynette. Esta noche no... ahora no...
«Lynny, ¿recuerdas mi séptimo cumpleaños?», dije desespera-
do. «Me llevaste a ver mi primera película al cine. Estábamos solos
tú y yo y te enfadaste porque no apartaba los ojos de la pantalla ni
un segundo. ¿Recuerdas que me dijiste que podía parpadear, por-
que la pantalla no iba a desaparecer? ¿Lynny...?»
«¿Por qué estoy aquí?» Los atribulados ojos grises de mi herma-
na se entrecerraron. «Yo no debería estar aquí. No soy uno de vo-
sotros. Yo soy una Cruz».
Mi estómago dio una sacudida, como si estuviese en un ascen-
sor que de repente había descendido al menos cincuenta pisos en
cinco segundos. Cada vez que me convencía de que Lynette mos-
traba cierta mejoría, retornaba aquella mirada... Nos escrutaba
como si fuésemos extraños, e insistía en que era uno de ellos.

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«¿De qué estás hablando? Tú eres un cero», dijo Jude con sorna.
«Mira tu piel. Eres tan blanca como el resto de nosotros. Más aún».
«No, no lo soy».
«Jude, ya basta», dijo papá.
«No, no basta. Estoy harto de esto, de tener a Lynette encerrada
en casa para que no nos avergüence diciéndoles a todos que es una
Cruz. Es una loca de remate, eso es lo que es. Y Callum igual. Se
cree mejor que nosotros y tan bueno como las Cruces, aunque no
lo diga».
«No sabes de lo que hablas», dije entre dientes.
«¿No? Te he visto mirar esta casa cuando venías de estar con tu
amiga equis. Te he visto odiándola, odiándonos a nosotros y
odiándote a ti mismo porque no eres uno de ellos», vomitó Jude.
«De los tres, yo soy el único que sabe lo que es y lo acepta».
«Ahora me vas a oír, descerebrado...»
Jude se levantó bruscamente de la silla, pero sólo un par de se-
gundos después de que lo hiciera yo.
«Venga, a ver si eres lo bastante duro», dijo Jude desafiante.
Di un paso al frente, pero papá se interpuso entre nosotros
cuando apenas había logrado cerrar los puños.
«¿Lo veis?» La confusa vocecilla de Lynette resonó tan clara
como una campana. «Yo no me comporto de esa manera. No pue-
do ser un cero. No puedo».
Mi arranque luchador se apagó por completo. Poco a poco,
volví a sentarme.
«Escucha, Lynette...», empezó mamá.
«Mira mi piel», dijo Lynette como si no hubiese oído a mi ma-
dre. «Mira qué color más bonito, tan oscuro, intenso y maravillo-
so. Soy tan afortunada. Soy una Cruz, estoy más cerca de Dios...»
Lynette nos miró a todos y sonrió. Era una sonrisa amplia, radian-
te, de auténtica felicidad, que iluminó cada línea, cada arruga de
su rostro, y me encogió el corazón.
«Vaca estúpida», farfulló Jude.
«¡Ya basta!», le gritó papá.

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Jude tomó asiento, con una mirada llena de hosquedad y amar-
gura. Lynette se miró las manos, acariciando una contra la otra.
Yo también la miré. Todo cuanto pude atisbar eran unas manos
blancas como la leche y unas venas claramente visibles a través de
aquella piel casi translúcida. Lynette alzó la cabeza y me sonrió. Yo
la correspondí. En realidad fue una sonrisa forzada, pero al menos
lo intenté.
«¿No te parezco bonita, Callum?», susurró Lynette.
«Sí», respondí con sinceridad. «Mucho».

X Cinco. Sephy

Miré a través de la ventanilla del coche, observando los árboles, los


sembrados y el cielo desdibujados fundiéndose a nuestro paso.
Era el primer día del curso. Me incorporé, con una sonrisa de feli-
cidad absoluta en la cara. Callum... Él solo hacía que el primer día
de clase fuese nuevo, emocionante y distinto.
«¿Todo bien ahí atrás, señorita Sephy?»
«Sí, gracias, Harry». Dirigí mi sonrisa hacia nuestro chófer cero.
Él me miraba por el espejo retrovisor.
«¿Nerviosa?»
Me eché a reír.
«¿Estás de broma?»
«Supongo que no», respondió Harry compungido.
«Harry, ¿podrías dejarme...?»
«En la esquina antes de llegar a la escuela». Harry acabó la frase
por mí.
«Si te va bien».
«Bueno, qué remedio me queda, ¿no?» Harry meneó la cabeza.
«Como se entere su madre...»
«No lo hará...»

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«Todavía no entiendo...»
Suspiré. A lo largo del curso, Harry y yo manteníamos esta con-
versación al menos tres veces por semana.
«Harry, ya sabes que mis amigos se mofan de mí si te ven al
volante. Me preguntan si tengo los pies demasiado delicados como
para tocar el pavimento o cuándo me pondrán las alas; me dicen
de todo. No estoy de humor para que se pitorreen de mí, al menos
el primer día de vuelta al cole».
«Lo sé, pero...»
«Por favor».
«De acuerdo».
«Gracias, Harry».
«Si me meto en un lío...»
«No lo harás. Te lo prometo», dije sonriendo.
Harry viró hacia Cherry Wood Grove, a un par de calles de dis-
tancia de Heathcroft, mi colegio. Me apeé de un salto, cogiendo la
mochila del asiento de piel blanca.
«Nos vemos luego».
«Sí, señorita Sephy».
Esperé hasta que Harry arrancó y hubo desaparecido antes de
dar un paso. Ya me había descubierto en otras ocasiones fingiendo
que se marchaba y luego dando marcha atrás cuando yo estaba de
espaldas. Mientras caminaba, oí un extraño rumor, como si al-
guien estuviese escuchando la radio a todo volumen, pero se en-
contraba demasiado lejos como para distinguir lo que decía exac-
tamente. Al acercarme a la esquina escuché unos gritos que
arremetieron contra mí como si de un mar embravecido se trata-
se. Pero ni siquiera eso podía prepararme para lo que estaba a
punto de suceder. Doblé la esquina y...
Al otro extremo de la calle vi una gran multitud frente a mi es-
cuela. Todos gritaban y cantaban. Me quedé inmóvil por un mo-
mento, y entonces me dirigí hacia ellos, primero caminando y lue-
go a galope. ¿Qué demonios estaba ocurriendo? No tardé mucho
en averiguarlo.

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«No a los pálidos en nuestra escuela. No a los pálidos en nues-
tra escuela».
Coreaban ese lema una y otra vez. Callum y otros tres ceros
estaban rodeados por varios agentes que trataban de abrirse paso
entre el gentío para llegar a la entrada del colegio. Otros policías
habían formado una hilera para intentar hacer retroceder a las
Cruces y distribuirlas en dos grupos ordenados. Yo apreté el paso,
pero cuanto más me aproximaba, menos podía ver. Me abrí cami-
no a empujones y codazos entre la multitud.
«¡Callum! ¡Callum!»
«No a los pálidos en nuestra escuela...»
Los agentes de policía seguían tratando de escurrirse entre la
muchedumbre de adultos y alumnos de Heathcroft, que a su vez
estaban decididos a vetarles el paso.
«Pálidos fuera...»
Conseguí subir trabajosamente los escalones que conducían a
la entrada del colegio, observando cómo la policía intentaba con-
tener a la gente, mientras Callum y los demás no miraban ni a de-
recha ni a izquierda, sino hacia delante sin tan siquiera parpa-
dear.
«No a los pálidos en nuestra escuela...»
Vi a Julianna, Adam y Ezra entre el gentío. Todos ellos eran
buenos amigos míos. Pero lo peor de todo es que mi hermana
Minnie también estaba allí, y gritaba tan fuerte como los demás.
«No a los pálidos en nuestra escuela...»
Había un rugir en mi cabeza tan estruendoso como el que me
rodeaba. Me hallaba en mitad del caos. Callum y los demás ceros
intentaron subir la escalinata hasta la puerta. La multitud avanzó
en tropel, y su palpable embate de ira me golpeó casi como un
puñetazo. De súbito, se escuchó un grito. Callum agachó la cabe-
za, y los agentes de policía le emularon.
«¡Uno de ellos está herido!»
Callum... No sería Callum, ¿verdad?
«Un pálido está herido».

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La noticia se extendió entre la muchedumbre como una enfer-
medad virulenta.
«¡Bravo!» El aire se llenó de vítores espontáneos. Las filas poli-
ciales de contención fueron derribadas y el gentío arremetió como
el aire de una aspiradora. Yo me encontraba en el escalón más alto
observándolo todo. Jamás me habían rechinado los dientes de
aquel modo ni había contraído tanto los puños de furia. Una agente
se echó a un lado y vi a Callum agacharse junto a una chica cero que
tenía mal aspecto. Le corría sangre por la frente y tenía los ojos ce-
rrados.
El señor Corsa, director de la escuela, se asomó detrás de mí.
Miró a la turba que se agolpaba frente a él con expresión confusa y
lívida.
«Señor Corsa, tenemos que ayudar a esa chica», señalé. «Está
herida».
El señor Corsa no se inmutó, ni siquiera cuando repetí mis pa-
labras. Me vi atrapada en un huracán, con aquel ruido y aquella
locura arremolinándose a mi alrededor hasta que mi cabeza estu-
vo a punto de estallar.
«¡Ya basta! ¡Ya basta!»
Nada.
«¡Parad ya! ¡Os comportáis como animales!» Grité tan fuerte
que al momento empezó a dolerme la garganta. «Peor que anima-
les. ¡Como pálidos!»
El rumor del gentío se fue apagando poco a poco.
«Miraos», proseguí. «Dejadlo ya». Miré a Callum. Él también
me miró con una expresión de lo más extraña.
Callum, no me mires de ese modo. No me refería a ti. Jamás me
referiría a ti. Iba sólo por los demás, para que pararan, para conse-
guir que te ayudaran. No me refería a ti....

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O Seis. Callum

No ha dicho eso. No es posible. Sephy no. Me despertaré en un


santiamén. Despertaré de este caos, de esta pesadilla. Despertaré y
me reiré (o me desgañitaré) por las malas pasadas que me ha juga-
do la mente. Ella no lo ha dicho...
Pero sí lo hizo...
No soy un pálido. Tal vez sea un cero, pero valgo más que
nada. No soy un pálido. Es una pérdida de tiempo y espacio. Un
cero. No soy un pálido. ¡No soy un pálido!
Sephy...

X Siete. Sephy

Las olas acariciaban la orilla. Era una preciosa noche otoñal, un her-
moso colofón para una jornada nefasta. No recordaba haberme
sentido nunca tan abatida, tan desdichada. Callum estaba sentado
junto a mí, pero era como si se encontrase arrellanado en la Luna.
«¿No piensas decir nada?», pregunté sin esperanza de obtener
respuesta.
«¿Qué te gustaría que dijera?»
«Te he pedido disculpas», respondí, intentándolo de nuevo.
«Ya lo sé».
Escruté el impenetrable y adusto perfil de Callum. Y era culpa
mía. Eso podía llegar a entenderlo, pero no el motivo.
«Es sólo una palabra, Callum».
«Sólo una palabra...», repitió Callum lánguidamente.
«A palabras necias... Es una palabra, Callum, sólo eso», im-
ploré.

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«Sephy, si me hubieses abofeteado o dado un puñetazo, o in-
cluso si me hubieses apuñalado, tarde o temprano habría dejado
de doler. Más pronto o más tarde. Pero nunca olvidaré lo que me
llamaste, Sephy. Nunca. Aunque viva quinientos años».
Me enjugué las mejillas, pero las lágrimas seguían brotando.
«No lo decía en serio. No iba por ti. Intentaba... intentaba ayu-
dar».
Callum me miró, y la expresión de su rostro hizo que las lágri-
mas fluyeran más rápido.
«Sephy...»
«Por favor. Lo siento mucho». Temía lo que pudiera salir de su
boca a continuación.
«Sephy, tal vez no deberíamos vernos tan a menudo».
«Callum, no. Te he dicho que lo siento».
«Y eso lo arregla todo, ¿verdad?»
«No, no es así. Ni de lejos. Pero no hagas esto. Eres mi mejor
amigo. No sé qué haría sin ti».
Callum se dio media vuelta. Yo contuve la respiración.
«Debes prometerme una cosa», dijo en voz baja.
«Lo que sea».
«Debes prometerme que jamás utilizarás de nuevo esa pala-
bra».
¿Tan difícil era entender que no me refería a él? Tan sólo era
una palabra, una palabra que papá había empleado. Pero con ella
había herido a mi mejor amigo, y ahora me hería muchísimo a mí
también. Hasta entonces no caí en la cuenta de lo poderosas que
podían ser las palabras. Quienquiera que idease el dicho «a pala-
bras necias, oídos sordos» debía de estar pensando con el trasero.
«Prométemelo», insistió Callum.
«Te lo prometo».
Luego, ambos dirigimos la mirada hacia el mar. Sabía que de-
bía marcharme a casa. Me había retrasado tanto que, más que la
hora de cenar, era la del desayuno. Mamá se subiría por las pare-
des. Pero no sería yo quien se fuese primero. No quería levantar-

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me, y no lo hice. Me puse a temblar, a pesar de que aquella noche
no hacía frío.
Callum se quitó la chaqueta y me la puso sobre los hombros.
Olía a sopa, a patatas fritas y a él. Me envolví fuertemente con
ella.
«¿Y tú qué?», pregunté.
«¿Yo qué?», repuso.
«¿No cogerás frío?»
«Sobreviviré».
Me acerqué más a él y recosté la cabeza sobre su hombro. Su
cuerpo se tensó por un momento y creí que iba a apartarse, pero
entonces se relajó y, si bien no me abrazó como siempre acostum-
braba a hacer, tampoco se zafó de mí. Una palabra... una palabra
había causado todos estos problemas entre nosotros. Aunque vi-
viera cinco millones de años no repetiría jamás esa horrible pala-
bra. Jamás. El sol empezaba a ocultarse, tiñendo el cielo de rosa y
naranja. Permanecimos allí sentados, contemplándolo.
«He estado pensando en ello y... podemos seguir juntos cuando
no estemos en la escuela, pero creo que no deberías hablarme allí
dentro», propuso Callum.
Me quedé boquiabierta.
«¿Y se puede saber por qué?»
«No quiero que pierdas a tus amigos por culpa mía. Sé lo mu-
cho que significan para ti».
«Tú también eres amigo mío».
«No, cuando estemos en el colegio no», respondió Callum.
«Pero eso es una tontería».
«¿Lo es?»
Abrí y cerré la boca como si fuese un pez ahogándose, pero,
¿qué podía decir? Callum se puso en pie.
«Tengo que irme a casa. ¿Vienes?»
Negué con la cabeza.
«¡Tu madre se pondría hecha un basilisco!»
«Es lunes. Ha ido a visitar a unos amigos», le dije.

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«¿Y tu padre?»
«Ya sabes que nunca está en casa entre semana. Está en la casa
de la ciudad».
«¿Y Minerva?»
«No lo sé. Probablemente con su novio. No te preocupes por
mí, Callum. Me quedaré aquí un rato más».
«No mucho, ¿de acuerdo?»
«De acuerdo». Le devolví su chaqueta.
Callum la cogió casi con renuencia. Entonces se marchó. Yo lo
observé, deseando que se diese media vuelta y regresara. Pero no
lo hizo. Parecía que me encontrase fuera de mi propio ser, viéndo-
nos a los dos. Me sentía cada vez más como una espectadora de mi
vida. Tenía que tomar una decisión. Tenía que dilucidar qué clase
de amigo sería Callum para mí. Pero lo que me sorprendió (y me
inquietó) fue el mero hecho de tener que pensar en ello.

O Ocho. Callum

«¿Sabes qué hora es?», protestó mamá en cuanto crucé el umbral.


Rara vez manteníamos otra conversación.
«Lo siento», farfullé.
«Tienes la cena en el horno. Está seca, ya no hay quien se la
coma».
«No importa, mamá».
«¿Se puede saber dónde has estado hasta las diez de la noche?»,
preguntó papá. Por lo común no me regañaba si llegaba tarde a
casa. Aquello era cosa de mamá.
«¿Y bien?», insistió al no obtener respuesta.
¿Qué quería que dijese? Bueno, me despedí de Sephy en la playa
hace casi dos horas, pero me camuflé entre las sombras y la seguí has-
ta casa para asegurarme de que regresaba sana y salva. Luego me

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llevó más de una hora venir caminando hasta aquí. ¡Sí hombre! Esa
minúscula y aislada verdad descendería como un globo de plo-
mo.
«He estado dando un paseo. Tenía mucho en que pensar». Al
menos esa parte era cierta.
«¿Estás bien, hijo?», preguntó papá. «Me acerqué a Heathcroft
en cuanto me enteré de lo que había sucedido, pero la policía no
me permitió entrar».
«¿Por qué no?»
«Porque según ellos no tenía ningún asunto oficial que resolver
dentro de las instalaciones, y punto».
Papá no podía enmascarar la amargura de su voz.
«Esos podridos, apestosos...»
«Jude, en la mesa no, por favor», exhortó mamá.
Mirando a Jude, vi que anidaba ira suficiente para todos los que
le rodeaban. Me miró con desprecio, como si fuese yo quien había
impedido la entrada a papá.
«Y bien, ¿qué tal el colegio? ¿Cómo han ido las clases, hijo?»,
preguntó mi padre bajando la voz.
¿Quería la respuesta sincera o la aceptable?
«Ha ido bien, papá», mentí. «Una vez dentro todo ha ido bien».
Si no fuera porque los profesores nos habían ignorado por
completo, porque las Cruces habían aprovechado cualquier pre-
texto para provocar encontronazos y tirarnos los libros al suelo, y
porque hasta los ceros que trabajaban en el comedor se habían
afanado en servir a todos los que hacían cola antes que a nosotros.
«Ha estado bien».
«Ahora ya estás allí, Callum. No permitas que ninguno de esos
cerdos te eche, ¿lo entiendes?»
«Lo entiendo».
«Disculpa», interrumpió mamá. «Pero cuando digo que no
quiero palabrotas en la mesa va por todos, incluido tú».
«Lo siento, cariño», dijo papá compungido mientras nos dedi-
caba un guiño de complicidad.

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«Habéis salido por la tele», me dijo Jude. «Tu “amiga” también.
Todo el planeta ha oído lo que dijo...»
«Ella no quería decir eso». Las palabras fluyeron antes de que
pudiera impedirlo. Craso error.
«¿Que no quería decir eso?», preguntó Jude burlonamente.
«¿Te has vuelto loco? ¿Cómo puedes no querer decir semejante
cosa? Hablaba en serio».
«En esa familia son todos iguales», apuntó mamá. «Parece que
la señorita Sephy va camino de convertirse en su madre».
Tuve que morderme la lengua. No era buena idea discutir.
«Me alegro de que ya no trabajes en esa casa», dijo papá a mi
madre con vehemencia.
«Y que lo digas», coincidió mamá. «Echo en falta el dinero,
pero no volvería allí ni por todas las estrellas del firmamento. Hay
que ser mejor persona que yo para soportar a esa arpía estirada de
la señora Hadley».
«En su día fuisteis amigas...», le recordé al tiempo que me echa-
ba a la boca una cucharada de puré de patata totalmente reseco.
«¿Amigas? Nunca hemos sido amigas», gruñó mamá. «Ella me
trataba con condescendencia y yo lo toleraba porque necesitaba el
trabajo, eso es todo».
Yo no lo recordaba así. Hace unos años, toda una vida, mamá y la
señora Hadley eran íntimas. Mamá fue la niñera de Minerva, y luego
de Sephy, y asistenta de su madre desde que nació la primogénita. De
hecho, yo sentía más apego por Sephy que por nadie, incluso más
que por mi hermana Lynette, que en esta casa era mi mejor amiga.
Recordaba que de niño, cuando Sephy era sólo un bebé, había ayu-
dado a bañarla y a cambiarle los pañales. Y cuando creció, jugába-
mos al escondite y al pilla-pilla en la finca de los Hadley, mientras
mamá, y en ocasiones la señora Hadley, nos vigilaban, conversaban
y reían. Todavía no sé qué ocurrió para que todo eso cambiara. Una
semana, la señora Hadley y mamá eran las mejores amigas del mun-
do y a la siguiente mamá y yo ya no éramos bienvenidos ni siquiera
en las proximidades de la casa. De aquello hacía más de tres años.

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A veces me preguntaba cómo esperaba la señora Hadley
que Sephy y yo pasáramos de estar tan unidos a no vernos nunca.
Sephy le dijo que era imposible. Yo le dije a mi madre lo pro-
pio. Ninguna de ellas nos escuchó. Pero daba igual. Sephy y yo
seguíamos viéndonos de tarde en tarde y nunca dejaríamos de ha-
cerlo. Nos habíamos hecho una promesa. Era la promesa más
sagrada, un juramento sellado con sangre. Simplemente no po-
díamos contárselo a nadie, eso era todo. Teníamos nuestro propio
mundo, nuestro lugar secreto en la playa al que nadie iba nunca y
en el que nadie podría encontrarnos si no sabía dónde buscar. Era
un lugar pequeño, diminuto a decir verdad, pero era nuestro.
«Callaos todos. Han empezado las noticias», anunció papá. Yo
contuve la respiración.
Por lo menos lo acaecido en Heathcroft no copaba los titulares.
La primera noticia versaba sobre la Milicia de Liberación.
«Hoy, Kamal Hadley, ministro del Interior, declaraba que no ha-
bría escondite ni lugar seguro para los ceros lo bastante insensatos
como para unirse a la Milicia de Liberación». El rostro del presenta-
dor desapareció y se vio reemplazado por el del padre de Sephy
frente al Parlamento. Su semblante parecía ocupar toda la pantalla.
«¿No es cierto, señor Hadley, que la decisión de su Gobierno de
permitir a determinados ceros el acceso a nuestras escuelas obedece
directamente a la presión ejercida por la Milicia de Liberación?»
«En absoluto», negó el padre de Sephy inmediatamente. «Este
Gobierno no cede al chantaje de un grupo terrorista ilegal. Actua-
mos según una directriz de la CEP que este Gobierno estaba a
punto de aplicar de todos modos».
Mi padre resopló al escuchar aquello.
«Nuestra decisión de permitir a la crème-de-la-crème de los jó-
venes ceros entrar en nuestras instituciones educativas tiene toda
la lógica social y económica. En una sociedad civilizada, la igual-
dad en la educación para los ceros con aptitudes suficientes...»
En aquel momento me abstraje. El padre de Sephy no había
cambiado desde la última vez que lo vi, hace muchos años. Nunca

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utilizaba una sola palabra que no pudiera sustituirse por cualquier
otra expresión condescendiente. No me caía muy bien. ¡Correc-
ción! ¡Tonterías pomposas! No me gustaba en absoluto. No me
gustaba ningún familiar de Sephy. Eran todos iguales. Minerva era
una esnob. Su madre era una alimaña y su padre un imbécil. To-
dos ellos miraban a los ceros por encima del hombro.
«La Milicia de Liberación son terroristas descarriados y remo-
veremos cielo y tierra por conducirlos ante la justicia...» El padre
de Sephy seguía a lo suyo. Estuve a punto de desconectar mental-
mente una vez más, pero entonces Jude hizo algo que me sacó de
mi estupor.
«¡Larga vida a la Milicia de Liberación!» Mi hermano soltó pu-
ñetazos al aire, apretando los dedos con tanta fuerza que pensé
que le dolerían al intentar extenderlos de nuevo.
«Qué razón llevas, hijo». Papá y Jude intercambiaron un gesto de
complicidad antes de volverse hacia el televisor. Fruncí el ceño y miré
a mamá. Ella apartó la mirada rápidamente. Me volví de nuevo hacia
Jude y papá. Algo estaba ocurriendo. Algo que tenía que ver con la
Milicia de Liberación, con mi hermano y con mi padre. Me traía sin
cuidado. Lo que sí me importaba era que me excluyeran.
«Existen informes no contrastados de que el coche bomba ha-
llado frente al Centro Internacional de Comercio el mes pasado
pertenecía a la Milicia de Liberación», prosiguió el presentador.
«¿Qué se está haciendo para dar con los responsables?»
«Puedo decirle que nuestra máxima prioridad es encontrar a
los autores y llevarlos ante la justicia de manera rápida e irrevoca-
ble. El terrorismo político que ocasione la muerte o lesiones gra-
ves a una sola Cruz siempre ha sido y siempre será un crimen ca-
pital. Quienes sean hallados culpables recibirán penas de muerte,
no hay alternativa...»
Bla, bla, bla. El padre de Sephy siguió con su cantinela durante
al menos otro minuto, sin permitir al presentador intervenir ni
poco ni mucho. Volví a abstraerme, aguardando a que terminara,
pero con la esperanza de que no lo hiciera.

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X Nueve. Sephy

«Sephy, tu padre está saliendo por televisión». Mamá abrió la


puerta de mi dormitorio para decírmelo.
¡Menuda cosa! Mamá me trataba como si tuviese cinco años y
fuese a dar saltos de alegría al ver a mi padre en la tele.
«¡Sephy!»
«Sí, mamá. Ya lo veo». Pulsé el mando a distancia para encen-
der el televisor. ¡Haría cualquier cosa por vivir tranquila! Acerté el
canal a la primera. ¡Qué suerte!
«... es como mínimo erróneo». Papá no parecía muy satisfecho.
«El ministro Pelango es muy joven y no se da cuenta de que el ritmo
de cambio en nuestra sociedad debe ser lento y continuado...»
«Como ralenticemos el paso empezaremos a dar marcha atrás»,
agregó Pelango.
A papá tampoco pareció complacerle aquello, aunque a mí me
hizo sonreír.
«Nos hacemos llamar civilizados, y sin embargo los ceros tie-
nen más derechos en otros países de la CEP que aquí», prosiguió
Pelango.
«Y en muchos otros países tienen muchos menos», repuso
papá.
«Imagino que eso justifica el trato que reciben por nuestra parte».
«Si las políticas de nuestro partido gobernante no cuajan con
las creencias del señor Pelango, tal vez debería ser honesto y re-
nunciar a su puesto en el Ejecutivo», dijo papá con voz suave.
«¡De ninguna manera!», respondió el ministro de inmediato.
«Demasiados miembros de este Gobierno viven anclados en el pa-
sado. Mi deber es arrastrarlos hasta el presente o ninguno de no-
sotros (ceros o Cruces) gozará de un futuro decente».
Mamá se marchó de mi habitación. Tan pronto como se hubo
cerrado la puerta, pulsé el botón para cambiar de canal. Cualquiera

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me valdría. Desde que era pequeña siempre me habían hecho tragar
política, política y más política. No me interesaba verme atrapada en
ella en modo alguno. ¿Por qué mamá era incapaz de entenderlo?

O Diez. Callum

Cuando por fin Kamal Hadley dejó de parlotear, apareció en la


tele el instituto Heathcroft. Por supuesto, no se molestaron en
mostrar que los agentes de policía que supuestamente habían de
custodiarnos permitieron que la multitud llegara hasta nosotros
para atizarnos, pellizcarnos y propinarnos puñetazos. De algún
modo, la cámara se las arregló para no captar nunca la parte pos-
terior de mi chaqueta, inundada de salivazos de las Cruces. ¡Sor-
presa, sorpresa! No mostraron ni el mínimo atisbo.
«Los ceros admitidos en el instituto Heathcroft se han topado
con cierta hostilidad en el día de hoy...», comenzó el reportero.
¿Cierta hostilidad? El apellido de aquel periodista obviamente
era «Eufi», ¡la abreviatura de Eufemismo!
«Se recurrió a agentes de policía para salvaguardar la paz, pues
se temía que los ceros extremistas trataran de aprovechar la volátil
situación...», continuaba la narración.
Jude empezó a murmurar en voz baja y, para ser sincero, yo lo
entendía. Incluso a mí me disgustaba aquello, y eso que tenía más
aguante que mi hermano. Lynette me cogió de la mano. Me son-
rió y sentí la ira abandonar mi cuerpo. Sólo Lynette y Sephy po-
dían conseguirlo: hacer que toda la rabia que en ocasiones amena-
zaba con estallar en mi fuero interno se desvaneciera por
completo. Pero a veces... a veces me enojaba de tal manera que me
atemorizaba incluso a mí mismo.
La imagen alternó entre la caída de Shania y Sephy gritando a la
muchedumbre. La cámara se acercó para ofrecer un primer plano.

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La voz en off del reportero anunció: «Persephone Hadley, la hija
de Kamal Hadley, intervino para frenar el altercado...»
«Me voy a mi habitación. Tengo deberes», dije poniéndome
en pie.
Llegaba tarde. Aquellas palabras salieron del televisor antes de
que pudiera marcharme. Ya sabía qué esperar, lo que Sephy iba a
decir, y aun así aquello me hizo estremecer. Abandoné el salón
antes de que alguien pudiera dirigirme la palabra, pero sabía que
toda mi familia me estaba observando. Cerrando la puerta con
suavidad, me apoyé en ella y respiré hondo.
Sephy...
«Son todos iguales», oí decir a Jude con desdén. «Las Cruces y
los ceros no vivirán nunca en paz, y mucho menos serán amigos.
Callum se engaña si piensa que a una chica Cruz le importa un
comino. ¡Llegado el momento de la verdad, pasará de él tan rápi-
do que será visto y no visto!»
«Puede que tú y yo lo sepamos, pero él no», dijo papá, cosa que
me sorprendió.
«Pues cuanto antes lo aprenda, mejor», agregó mamá con un
suspiro.
«¿Y serás tú quien se lo diga?», preguntó papá. «Porque yo
no».
«No puede uno confiar en ninguna de esas Cruces», declaró
Jude.
Nadie discrepó.
«Alguien debería decirle la verdad a Callum. De lo contrario,
saldrá herido», continuó Jude.
«¿Te ofreces voluntario?», pregunto papá.
«Si tengo que hacerlo, lo haré», repuso.
«¡No! Lo haré yo», dijo mamá. «Lo haré yo».
«¿Cuándo?»
«Cuando sea al momento. Ahora cerrad el pico», espetó mamá.
No pude escuchar más. Subí las escaleras alicaído. Por primera
vez en mi vida me pregunté si mi familia tenía razón y yo no.

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X Once. Sephy

Era la hora de Historia. Odio la Historia. Es una pérdida de tiem-


po total. Sólo le veía un aspecto positivo: Callum también estudia-
ría Historia. Mi amiga Claire trató de sentarse junto a mí.
«Esto... Claire, ¿podrías sentarte en otro sitio hoy? Le guardo
este asiento a otra persona».
«¿A quién?»
«A una persona».
Claire me lanzó una mirada mordaz.
«Como quieras», respondió, y se marchó indignada, sin volver
la vista atrás. Yo suspiraba y miraba la puerta con ansia. Callum y
los demás ceros fueron los últimos en entrar. Otros pasaron junto
a ellos a empujones y Callum no puso impedimento. Yo no habría
hecho lo mismo.
Sonreí a Callum y le indiqué que se sentara a mi lado. Callum
me miró. Después apartó la vista y se sentó con otro cero. El resto
de los alumnos no dejaban de observarnos. Me rubori-
cé ante tal humillación. ¿Cómo podía alguien ponerme en eviden-
cia de aquella manera? ¿Cómo fue capaz? Sé lo que había dicho la
noche anterior, pero quería demostrarle que no me importaba
que la gente supiera que éramos amigos. No me preocupaba lo
más mínimo. Entonces, ¿por qué me había dado la espalda?
El señor Jason entró en el aula y comenzó la lección antes de
haber cerrado siquiera la puerta. En el espacio de dos minutos
dejó claro que estaba de mal humor, incluso peor de lo habitual.
Nadie podría hacer nada bien, en especial los ceros.
«¿Quién sabría decirme uno de los acontecimientos relevantes
que tuvieron lugar en el año 146 a. C.?», preguntó el señor Jason
lacónicamente.
¡146 a. C.! ¡¡¿Y a quién le importa?!! Decidí relajarme y dormir
con los ojos abiertos hasta que terminara la clase. Callum se aga-

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chó para sacar algo de la mochila. Desde mi posición no podía ver
qué era. ¡Bam! El señor Jason golpeó el pupitre de Callum con un
pesado libro de Historia.
«¿Qué pasa, muchacho?», preguntó el señor Jason. «¿Eres de-
masiado pobre incluso para prestar atención?»
Callum no respondió. Algunos alumnos rieron disimuladamen-
te. Otros no. El señor Jason se comportó como un auténtico cerdo, y
cuando pasó junto a mí, lo miré de modo que supiera exactamente
qué pensaba sobre su actitud, lo cual no hizo más que empeorar su
humor. Me regañó dos veces en menos de media hora, pero me daba
igual. El señor Jason no era importante. Tenía otras cosas en la cabe-
za, por ejemplo, cómo demostrar a Callum que de veras me daba
igual si la gente sabía que era mi amigo. De hecho, estaba orgullosa
de ello. Pero, ¿cómo hacerlo...? ¡Y entonces se me ocurrió! ¡Bingo! La
solución perfecta. Ojalá esta clase terminara pronto. Sólo podía pen-
sar en la hora de la comida. Estaba desesperada por ser una de las
primeras en llegar al comedor. Cuando por fin sonó el timbre, fui la
primera en levantarme de la silla. Tratando de ser también la prime-
ra en abandonar el aula, pasé a empujones junto al profesor.
«Eh, ¿me permites?», dijo.
«Lo siento, señor». Intenté seguir adelante, pero fue una gran
equivocación.
«Como tiene tanta prisa, podrá esperar a salir la última del aula».
«Pero señor...»
El señor Jason alzó la mano en señal de advertencia.
«Como rechistes tendrás suerte si te dejo almorzar hoy».
Cerré la boca. El señor Jason era una auténtica babosa malhu-
morada y descortés, y tuvo que trabajar duro para conseguirlo. Así
que esperé mientras todos pasaban por delante de mí sonriendo
con petulancia. Llegaba tarde al comedor, donde hoy, precisa-
mente hoy, quería ser una de las primeras. Callum y los demás
ceros ya tenían su comida y habían tomado asiento cuando fran-
queé las puertas de la sala. Igual que ayer, todos los ceros estaban
sentados solos a una mesa.

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Me uní a la cola. No pensaba hacer nada extraordinario. En-
tonces, ¿por qué latía mi corazón de un modo tan extraño? Recogí
el pastel de pollo y setas con la habitual guarnición demasiado co-
cida, mi tarta de mermelada con una crema demasiado dulce, y mi
cartón de leche y, respirando hondo, me dirigí a la mesa de Ca-
llum. Él y los otros ceros levantaron la cabeza mientras me acerca-
ba y apartaron la mirada casi inmediatamente.
«¿Os importa si me siento con vosotros?»
Todos parecían tan asombrados que ni siquiera resultó diverti-
do. Los demás ceros mantuvieron su expresión anonadada, pero
la de Callum cambió. Me senté antes de que él pudiera decir «no»
y de que yo pudiera acobardarme.
«¿Qué crees que estás haciendo?», espetó.
«Comer», respondí antes de cortar el pastel. Intenté sonreír a
los otros tres ceros, pero al instante volvieron a su comida.
«Hola. Me llamo Sephy Hadley». Ofrecí la mano a la chica cero sen-
tada junto a mí. Llevaba una tirita de color marrón oscuro en la fren-
te que se veía a leguas en su lívida piel. «Bienvenidos a Heathcroft».
La chica me miró como si estuviese a punto de morderme.
Limpiándose la mano en la casaca, estrechó la mía lentamente.
«Me llamo Shania», dijo en voz baja.
«Qué nombre más bonito. ¿Qué significa?», pregunté.
Shania se encogió de hombros.
«No significa nada».
«Mi madre me dijo que mi nombre significa «noche serena»,
dije riéndome. «¡Pero Callum te dirá que soy cualquier cosa me-
nos serena!»
Shania me sonrió. Fue provisorio y breve, pero al menos pare-
ció genuino mientras duró.
«¿Qué tal tu cabeza?», pregunté señalando la tirita.
«Bien. Hace falta algo más que un escalón de piedra para abo-
llármela».
Sonreí.
«Esa tirita se ve mucho».

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«No las venden de color rosa. Sólo en marrón oscuro», respon-
dió Shania encogiéndose de hombros.
Abrí unos ojos como platos. Nunca lo había pensado, pero te-
nía razón. Jamás había visto tiritas de color rosa. Las tiritas eran
del color de las Cruces, y no de los ceros.
«Sephy, ¿qué crees que estás haciendo?», preguntó la subdirec-
tora Bawden, que había aparecido de la nada.
«¿Disculpe?»
«¿Qué estás haciendo?»
«Comer», dije molesta.
«No te hagas la graciosa».
«No lo hago. Estoy comiendo».
«Vuelve a tu mesa ahora mismo». Parecía que la señora Baw-
den estuviese a punto de echar sapos y culebras por la boca.
Miré a alrededor. Ahora era el centro de atención, lo último
que yo deseaba.
«Pero éste es mi sitio...», balbuceé.
«Vuelve a tu mesa, ¡Ya!»
¿A qué mesa? No tenía. Entonces caí en lo que quería decir exacta-
mente la señora Bawden. No se refería a que regresara a mi mesa. Se
refería a que volviera con los de mi especie. Miré en derredor. Callum y
los otros no me prestaban atención, a diferencia de todos los demás.
«Estoy sentada con mi amigo Callum», susurré. Apenas pude
oír mi voz, así que no tengo ni idea de cómo lo hizo la señora Baw-
den, pero así fue. Me agarró del brazo y me levantó de la silla. Yo
seguía asiéndome a la bandeja y todo saltó por los aires.
«Persephone Hadley, acompáñame». La señora Bawden me
apartó de la mesa y me arrastró por todo el comedor. Intenté za-
farme de sus garras, pero parecía una pitón bajo los efectos de los
esteroides. Giré la cabeza de un lado a otro. ¿Acaso nadie pensaba
hacer nada? Al parecer no. Me volví de repente hacia Callum. Me
estaba observando, pero en cuanto cruzamos la mirada, él la apar-
tó. Después de eso dejé de forcejear. Me puse derecha y seguí a la
señora Bawden hacia el despacho del director.

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Callum me había dado la espalda. Lo demás no me importaba,
pero eso sí. Me había dado la espalda... Había ido captando el
mensaje poco a poco, pero por fin lo comprendí. Bien sabe Dios
que por fin lo había comprendido.

O Doce. Callum

Tenía que salir de allí. Dejé la comida a medias y abandoné la sala


sin mediar palabra.
Tenía que salir de allí.
Salí del comedor, del edificio y de la escuela; mis pasos eran
cada vez más rápidos y frenéticos, y cuando hube franqueado las
puertas del colegio iba a galope. Corrí hasta que me dolieron la
cabeza y los pies, y estaba a punto de estallarme el corazón, pero
aun así seguí corriendo. Crucé toda la ciudad y llegué hasta la pla-
ya, donde me desplomé sobre la arena fría con el cuerpo bañado
en sudor. Me tumbé boca abajo y golpeé la arena, una y otra vez,
hasta que la aticé con ambos puños, hasta que tuve los nudillos en
carne viva y empezaron a sangrar.
Y deseé más que nada en el mundo que la arena que se extendía
bajo mis puños fuese el rostro de Sephy.

X Trece. Sephy

Vi nuestro Mercedes en su lugar habitual, justo enfrente del edificio


principal del colegio. Al aproximarme, se apeó de él un desconocido
y me abrió una de las puertas traseras. Tenía el pelo lacio, de un co-
lor castaño desvaído, y unos fantasmagóricos ojos azul claro.

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«¿Quién es usted?»
«Karl, su nuevo chófer».
«¿Dónde está Harry», pregunté mientras me subía al coche.
«Ha decidido mudarse».
«¿Sin decírmelo?»
Karl se encogió de hombros y cerró la puerta. Con desconfian-
za, observé cómo se sentaba tras el volante y arrancaba el coche.
«¿Adónde se ha ido?»
«Lo ignoro, señorita».
«¿Por qué quería marcharse?»
«Tampoco lo sé».
«¿Dónde vive Harry?»
«¿Por qué, señorita Sephy?»
«Me gustaría enviarle una postal para desearle buena suerte».
«Si me la da a mí, señorita, me aseguraré de que la reciba».
Karl y yo cruzamos miradas en el espejo retrovisor.
«De acuerdo», respondí a la postre. ¿Qué otra cosa podía decir?
Era imposible que Harry se marchara, al menos sin despedirse
antes de mí. Sabía que no haría tal cosa, como me llamo Sephy.
Entonces se me ocurrió algo terrible.
«Usted... usted realmente es mi nuevo chófer, ¿verdad?»
«Por supuesto, señorita Sephy. Su madre me ha contratado esta
mañana. Puedo mostrarle mi carné de identidad si lo desea». Karl
esbozó una sonrisa fugaz.
«No, no hace falta», dije. Me recosté en el asiento y me puse el
cinturón de seguridad.
El coche emprendió la marcha. Al pasar vi a algunos compañe-
ros señalándome y cuchicheando o riéndose de mí, o tal vez am-
bas cosas. Mi episodio en la mesa de los ceros se había extendido
por toda la escuela como un mal brote de gripe. Y sabía que aque-
llo no terminaría allí. El señor Corsa amenazó con enviar una car-
ta a mi madre y un correo electrónico a papá. Sin duda se avecina-
ba también una protesta a la Reina. Y nada de eso habría
importado si Callum no me hubiese dado la espalda. Pero lo había

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hecho, y jamás lo olvidaría. Había apartado la mirada... como si
no me conociera. Como si yo no fuese nada. Tal vez mamá tuviese
razón después de todo. Tal vez las Cruces y los ceros jamás po-
drían ser amigos. Quizá la diferencia que existía entre nosotros era
demasiado grande.
¿Lo creía realmente?
Ya no sabía qué pensar.

O Catorce. Callum

No sé cuánto tiempo pasé allí sentado, contemplando la ardiente


puesta de sol y cómo sobrevenía la noche, cada vez más secretista.
¿Por qué mi vida se había tornado de repente tan compleja? Du-
rante el último año tan sólo podía pensar en la escuela, o al menos
soñar con ella. La escuela de Sephy. Me empeciné tanto en acceder
a Heathcroft que no había pensado en cómo sería el sentirse tan...
rechazado. ¿Y qué sentido tenía de todos modos? Tampoco es que
fuese a conseguir un empleo decente al terminar. Ninguna Cruz
me contrataría nunca para algo más que un trabajo mundano y de
baja categoría, así que, ¿para qué molestarse? Pero yo quería apren-
der. Un enorme vacío en mi interior rogaba ser colmado de pala-
bras, pensamientos, ideas, hechos y ficciones. Pero si lo lograba,
¿qué haría con el resto de mi vida? ¿En qué me convertiría? ¿Cómo
podía ser feliz de verdad sabiendo que podría hacer mucho más, ser
mucho más, de lo que nunca me permitirían?
Me obstiné en comprender cómo y por qué eran las cosas de
aquella manera. Las Cruces habían de estar más próximas a Dios.
Así lo decía la Biblia. El hijo de Dios tenía la piel oscura, como
ellos, tenía los ojos igual que ellos, y también el pelo. Eso decía la
Biblia. Pero la Biblia decía muchas cosas. Como «ama a tu próji-
mo» y «trata a tu prójimo como a ti mismo». Cuando menos, ¿el

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mensaje de la Biblia no era «vive y deja vivir»? Entonces, ¿cómo
podían las Cruces hacerse llamar «los elegidos de Dios» y aun así
tratarnos de aquel modo? De acuerdo, ya no éramos sus esclavos,
pero papá decía que sólo había cambiado el nombre, nada más.
Papá no creía en las Sagradas Escrituras. Mamá tampoco. Decían
que habían sido escritas y traducidas por Cruces, y que por tanto
tenían que ser tendenciosas por fuerza. Pero la verdad era la ver-
dad, ¿no? Ceros... la misma palabra era negativa. Nada. Nulo. No
entidades. No fuimos nosotros quienes elegimos esa denomina-
ción. Nos la habían impuesto. Pero, ¿por qué?
«No lo entiendo...» Aquellas palabras salieron de mí con preci-
pitación, encaminadas al cielo y más allá.
No sé cuánto tiempo me quedé allí sentado, con unos pensa-
mientos furiosos que se agolpaban cual moscas azules y un dolor
en la cabeza y en el pecho. Hasta que de repente salí de mi estupor.
Alguien me estaba observando. Me volví con brusquedad y una
conmoción recorrió todo mi cuerpo, como si de electricidad está-
tica se tratara. Sephy estaba en la playa, absolutamente inmóvil
mientras el viento le abombaba la chaqueta y la falda con su azote.
Nos encontrábamos a unos siete metros de distancia, o a siete mi-
llones de años luz, según se mirara. Entonces Sephy se dio la vuel-
ta y empezó a caminar.
«Sephy, espera». Me puse en pie de un salto y salí corriendo
detrás de ella.
Sephy siguió caminando.
«Sephy, espera, por favor». La alcancé y la hice volverse hacia
mí, pero se escabulló como si yo fuese un apestado.
«¿Qué?»
«No seas así», supliqué.
«¿Así cómo?»
La miré.
«¿No piensas quedarte?»
«Creo que no».
«¿Por qué?»

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Al principio creí que no iba a responder.
«No me quedo allí donde no me quieren». Sephy dio media
vuelta una vez más. Corrí y me planté delante de ella.
«Lo hice por nuestro bien».
Su rostro mostraba una expresión extraña.
«¿Ah sí? ¿Pensabas en mí o en ti mismo?»
«Tal vez ambas cosas», reconocí.
«Tal vez mucho de una y nada de la otra», contestó Sephy.
«Lo siento, ¿vale?»
«Yo también. Nos vemos, Callum». Sephy intentó esquivarme
de nuevo, pero me interpuse directamente en su camino. Me in-
vadió el miedo. Si se marchaba ahora sería el fin. Era curioso que,
hacía sólo unas horas, eso era precisamente lo que yo deseaba.
«¡Sephy, espera!»
«¿Qué?»
«¿Qué te parece si este sábado tú y yo vamos al bosque de la
Celebración de picnic?»
A Sephy se le iluminó la mirada, aunque hizo todo lo posible
por disimular. Suspiré aliviado, aunque me cuidé mucho de de-
mostrarlo.
«¿Al bosque de la Celebración...?»
«Sí, solos tú y yo».
«¿Seguro que no te dará vergüenza que te vean conmigo?», pre-
guntó Sephy.
«No seas ridícula».
Sephy me miró fijamente.
«¿A qué hora quedamos?», dijo al fin.
«¿Qué tal a las diez y media en la estación de trenes? Nos vemos
en el andén».
«De acuerdo». Sephy se dio la vuelta.
«¿Adónde vas?», pregunté.
«A casa».
«¿Por qué no te quedas un rato?»
«No quiero molestarte».

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«Sephy, déjalo ya», espeté.
«¿Dejar qué? Eres un esnob, Callum. Y no me he dado cuenta
hasta hoy», repuso Sephy con igual enfado. «Creía que eras mejor,
que estabas por encima de estas tonterías. Pero eres igual que los
demás. No debería verse juntos a Cruces y ceros. Las Cruces y
los ceros no deberían ser amigos. Las Cruces y los ceros no debe-
rían vivir siquiera en el mismo planeta».
«¡Eso es mentira!», exclamé con irritación. «Yo no pienso así y
lo sabes».
«¿Lo sé?» Sephy ladeó la cabeza al tiempo que seguía escrután-
dome. «Bueno, pues si no eres un esnob, eres un hipócrita, que
todavía es peor. Por mí podemos hablar mientras nadie nos vea,
mientras nadie lo sepa».
«No me hables así...»
«¿Por qué? ¿Duelen las verdades?», preguntó Sephy. «¿Cuál es
la verdad, Callum? ¿Eres un esnob o un hipócrita?»
«Piérdete, Sephy».
«Será un placer».
Y esta vez, cuando Sephy echó a andar, no traté de detenerla.
Simplemente vi cómo se alejaba.

X Quince. Sephy

Hay un proverbio que dice: «Cuidado con lo que deseas, porque


podrías alcanzarlo». Nunca entendí su significado hasta ahora.
Todos esos meses ayudando a Callum con sus deberes para que
superara la prueba de acceso a Heathcroft. Todas esas noches de-
seando a todas las estrellas del firmamento que Callum aprobara
para que pudiéramos ir juntos a la misma escuela, incluso a la
misma clase. Y ahora todo se había cumplido.
Y era horrible. Todo estaba saliendo mal. Suspiré una y otra vez.

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No podía quedarme en aquel lavabo para siempre. ¿De quién me
escondía al fin y al cabo? Me guarecía de todos aquellos que me ha-
bían señalado con el dedo y susurrado al andar por los pasillos del
colegio, pero sobre todo de Callum. Después de lo sucedido la no-
che anterior, tenía miedo de enfrentarme a él. Temía que no volvie-
se a ser mi amigo. Así que, si no lo veía, podría fingir que nada había
cambiado entre nosotros. Pero no podía quedarme sentada en la
tapa del inodoro por los siglos de los siglos. Sonó la campana que
indicaba el fin de la hora del recreo. Me levanté y respiré hondo.
«De acuerdo... allá vamos...», murmuré para mí.
Quité el pestillo y abrí la puerta. Justo cuando me disponía a
salir del cubículo, ocurrió. Lola, Joanne y Dionne, de la clase de la
señora Watson, un curso por encima del mío, me empujaron de
nuevo adentro y me rodearon.
«Queremos hablar contigo», empezó Lola.
«¿Y tiene que ser aquí dentro?», pregunté.
Joanne me empujó con tanta fuerza que tube que apoyarme en
una mano para no perder el equilibrio.
«Nos hemos enterado de lo que hiciste ayer...», dijo Joanne.
«Ayer hice muchas cosas». El corazón empezó a latirme con
fuerza, pero no pensaba dar a aquellas tres chicas la satisfacción de
saber que estaba asustada.
«En el comedor», prosiguió Joanne. «Te sentaste en la mesa de
los pálidos».
«¿Y a ti qué más te da?», pregunté.
Lola me abofeteó. Asombrada, me llevé la mano a la mejilla,
que me escocía. No es que me hubiese golpeado muy fuerte, tan
sólo que nadie me había pegado antes. Ni siquiera Minerva, mi
hermana.
«Me da igual que tu padre sea el mismísimo Dios Todopoderoso»,
me dijo Lola. «Quédate con los de tu especie. Si vuelves a sentarte con
los pálidos, todo el mundo te tratará como si fueses uno de ellos».
«Tienes que despertar y averiguar de qué parte estás», agregó
Joanne.

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«Al fin y al cabo, ¿por qué ibas a querer juntarte con ellos?»,
apostilló Dionne. «Huelen raro, comen cosas extrañas y todo el
mundo sabe que no son muy amigos del agua y el jabón».
«¡Menuda sarta de mentiras!» Me vi incapaz de guardarme
aquellas palabras. «Callum se ducha cada día y no huele. Ninguno
de ellos huele».
Dionne, Jo y Lola se miraron entre sí.
Lola me empujó y acabé sentada en la tapa del inodoro.
En cualquier momento se abrirá la puerta y entrará alguien... En-
trará Callum y las frenará. Me las quitará de encima y las meterá en
cintura. En cualquier momento...
Intenté ponerme de pie una vez más, pero Lola volvió a empu-
jarme y mantuvo la mano sobre mi hombro, hundiéndome los
dedos en la carne.
«Sólo te lo diremos una vez», anunció Lola con frialdad. «Elige
con sumo cuidado a tus amigos. Si no te alejas de esos pálidos,
descubrirás que no te queda un solo amigo en este colegio».
«¿Por qué los odiáis tanto?», pregunté desconcertada. «Estoy
convencida de que ninguna ha hablado jamás con un cero».
«Por supuesto que lo hemos hecho», intervino Joanne. «He ha-
blado con pálidos cantidad de veces, cuando nos atienden en tien-
das y restaurantes...»
«Y hay algunos trabajando en nuestro comedor...»
«Sí, eso es cierto. Además, no necesitamos hablar con ellos. Los
vemos en las noticias día sí y día también. Todo el mundo sabe
que pertenecen a la Milicia de Liberación y lo único que hacen es
causar problemas, cometer delitos y cosas por el estilo...»
Las miré perpleja.
«No pueden estar hablando en serio», pensé. Pero se notaba a
la legua lo que se me pasaba por la mente.
«Los informativos no mienten», me dijo Lola malhumorada.
«Los informativos mienten constantemente. Nos dicen lo que
creen que queremos oír», repuse yo. Callum me lo había dicho,
pero en su momento no lo comprendí del todo. Ahora sí.

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«¿Quién te ha dicho eso?», preguntó Joanne entrecerrando los
ojos. «¿Tu papá?»
«Seguro que ha sido uno de sus amigos pálidos», dijo Lola con
sorna. «Son pálidos de nombre y pálidos por naturaleza».
«¿A qué te refieres?», pregunté.
«Rostros pálidos, blancos, sin un ápice de color. Mentes vacías
que no pueden retener una sola idea original. Pálidos, pálidos, pá-
lidos», recitó Lola. «Por eso son ellos quienes nos sirven a nosotros
y no al revés».
«Deberías vender esos cuentos chinos por todo el mundo. Es
material de calidad. ¡Ganarías una fortuna!», exclamé. «Los ceros
son personas, igual que nosotros. Sois vosotros los estúpidos, ig-
norantes y...»
Lola me abofeteó de nuevo por decir eso, pero en esta ocasión
yo estaba preparada. Ganara o perdiese, no iban a salirse con la
suya. Cerré el puño, cogí impulso y aticé a Lola en la barriga. Se
doblegó con un gemido y ataqué con los codos, los puños y los
pies a la vez, tratando de hacer valer tantos golpes como fuese po-
sible antes de que lograran reaccionar. Tenía de mi parte el ele-
mento sorpresa, pero no por mucho tiempo. Joanne y Lola me
agarraron cada una por un brazo mientras Dionne se incorpora-
ba. Era la mejor luchadora de su curso y todos lo sabían. Pero si
pensaba que iba a suplicar o a llorar, podía esperar sentada. Me
brindó una pausada sonrisa de satisfacción.
«Amante de los blanquitos... Te lo andabas buscando desde ha-
cía mucho tiempo», dijo en voz baja.
Y entonces me dio mi merecido.

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O X EL VIRAJE

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O Dieciséis. Callum

«Callum, espera».
Era el final de otro pésimo día de escuela en el que la lección
más obvia que había aprendido era lo mucho que las Cruces nos
despreciaban. Intenté decirme que sólo unas cuantas Cruces me
habían atacado; no eran todas, ni mucho menos, pero eso no ayu-
dó demasiado. Lo cierto es que las demás Cruces tampoco habían
intentado ponerle freno.
«Callum, un momento. ¡Espera!»
Me di la vuelta y vi a Shania corriendo hacia mí con su mochila
balanceándose en el costado.
«¿Qué pasa?»
«¿Te has enterado?», dijo Shania jadeando.
«¿Enterarme de qué?»
«De lo de Sephy».
«¿Qué ocurre con Sephy?»
«Le han dado una paliza», dijo Shania con deleite. «La han en-
contrado llorando en los lavabos de chicas, los que quedan junto a
la biblioteca».
Se me paró el corazón. Lo juro. Sólo por un segundo, pero dejó
de latir. Miré a Shania y no podría haber pronunciado palabra
aunque me hubiese ido la vida en ello.
«¡Le está bien empleado!», exclamó Shania con regocijo.
«Por venir a nuestra mesa y actuar como si fuese la reina de
Saba».

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«No lo hizo. No fue así». ¿Aquella era realmente mi voz, tan
vacía y fría?
«Por supuesto que sí. Pretendía tratarnos con prepotencia. Se-
mejante niñata sentada a nuestra mesa... No ha hecho falta que le
enseñáramos un par de cosas. Ya lo han hecho los de su especie».
Meneé la cabeza.
«¿De qué estás hablando?»
«Por el mero hecho de que su padre esté en el Gobierno esa tal
Sephy Hadley creía que podía jugar a ser la Señora Magnánima y
sentarse con nosotros. Seguro que después de estrecharme la
mano ha ido a lavársela», agregó Shania con desdén.
«¿Dónde está ahora?»
«Hicieron llamar a su madre, pero nadie sabía dónde estaba, así
que vino a recogerla el chófer. Seguramente su madre estaba ha-
ciéndose la manicura...»
No me molesté en seguir escuchando. Me alejé, dejando a Sha-
nia con la palabra en la boca.
«Eh, Callum. Espérame. ¿Te apetece un helado en...?»
Eché a correr hasta alcanzar tal velocidad que mis pies apenas
tocaban el suelo. Corrí y corrí, y no me detuve hasta que hube lle-
gado a casa de los Hadley. Llamé al timbre y no dejé de pulsar
durante los quince o veinte segundos que tardaron en abrir la
puerta.
«¿Sí?» Sarah Pike, la secretaria de la señora Hadley, abrió y me
miró con gran desconfianza.
«Quiero ver a Sephy, por favor».
«Me temo que el médico ha pedido que no se la moleste». Sarah
trató de cerrarme la puerta en la cara, pero se lo impedí con el pie.
«Quiero ver a Sephy. ¿Se encuentra bien?»
«Está muy magullada e inquieta. El médico ha aconsejado que
permanezca en casa el resto de la semana».
«¿Qué ha pasado? ¿Por qué...?» No pude decir más.
«¿Quién es, Sarah?» Al oír la voz de la señora Hadley, Sarah es-
tuvo a punto de romperme el pie por la premura en cerrar la puer-

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ta. Seguí empujando y Sarah tuvo que echarse atrás para impedir
que la puerta le golpeara en la sien. La señora Hadley se detuvo en
las escaleras al verme. Me reconoció al instante.
«Eres el muchacho de los McGregor, ¿verdad?»
«Así es, señora Hadley». No era necesario que lo dijese. Supo en
todo momento quién era.
«¿Qué se te ofrece?» Su voz era fría como un témpano.
«Acabo de enterarme de lo ocurrido. Me gustaría ver a Sephy,
por favor».
«¿No te parece que ya has hecho suficiente?» Ante mi inexpre-
sividad, la señora Hadley prosiguió. «Tengo entendido que mi hija
ha recibido una paliza porque ayer se sentó a tu mesa. Estarás or-
gulloso».
Negué con la cabeza. No me salían las palabras. Intenté pensar
en algo, cualquier cosa, pero, ¿qué?
«Y, por lo que sé, le diste la espalda y le pediste que se marcha-
ra», precisó la señora Hadley. «¿Es eso cierto?»
La señora Hadley no lo entendía. Nadie lo entendía. Ni siquiera
Sephy.
«¿Debería haberla dejado sentarse a nuestra mesa más tiempo?
Sabía que esto iba a ocurrir. Por eso no quería que se sentara con
nosotros. Ésa es la única razón».
«Lo que tú digas». La señora Hadley se dio media vuelta y em-
pezó a subir de nuevo las escaleras.
«Si le hubiese dado la bienvenida a nuestra mesa con los brazos
abiertos, usted habría sido la primera en condenarnos a ambos»,
le grité.
«Sarah, acompaña a este... chico afuera. Y asegúrate de que no
vuelva a poner un pie en mi casa». La señora Hadley dictó sus ór-
denes sin tan siquiera mirarme. Simplemente continuó ascen-
diendo la escalinata a su manera señorial y pausada.
«Por favor, déjeme ver a Sephy», imploré.
«Ahora tienes que marcharte», me dijo Sarah excusándose.
«Por favor...»

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«Lo siento». Sarah me apartó suave pero firmemente el pie y
cerró la puerta.
Me froté la cara empapada de sudor con mis manos cansadas.
Nadie entendía. Nadie.
Y yo menos.

X Diecisiete. Sephy

No daban absolutamente nada por televisión. ¡Menuda oferta!


Dibujos animados estúpidos, un programa concurso para des-
cerebrados, los informativos o una película de guerra. Con un
suspiro, me decidí por las noticias. Miraba la pantalla sin verla
realmente. El locutor concluyó la historia de un banquero que
había sido encarcelado por fraude y hablaba ahora de tres la-
drones ceros que habían destrozado el escaparate de una exclu-
siva joyería y huido en motocicleta con piedras preciosas, joyas
y relojes por valor de casi un millón. ¿Por qué cuando los ceros
cometían actos delictivos, el hecho de que fuesen ceros siempre
se resaltaba? El banquero era una Cruz. El locutor ni siquiera lo
mencionó.
«¿Quién ha sido?»
Me volví hacia mi hermana Minnie.
«¿Quién ha sido, Sephy?», repitió. «¿Quién te ha pegado? Por-
que sea quien sea, lo mataré».
Meneé la cabeza y apagué la tele antes de darme la vuelta. Lár-
gate, Minnie.
Su indignación era reconfortante, aunque me sorprendió so-
bremanera. Pero lo único que deseaba era que me dejaran en paz.
Sólo había unas tres pestañas en cada ojo que no me dolían. En el
resto del cuerpo sentía un dolor de mil demonios, y lo último que
quería era abrir mis labios amoratados para hablar.

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«¿Cuántos eran?»
Levanté tres dedos.
«¿Los reconocerías si volvieras a verlos?»
Me encogí de hombros.
«¿Lo harías?»
«No lo sé. Quizá. Vete». Hablaba como si tuviese la boca llena
de piedras afiladas, irregulares.
«Nadie pega a mi hermana y se va de rositas. Nadie».
«Pues ellos lo han hecho».
«Averiguaré quién ha sido y, cuando lo haga, lo van a lamentar
de verdad». Su mirada me decía que hablaba en serio. Terrible-
mente en serio. Por primera vez desde que aquellas tres cerdas la
emprendieron a golpes conmigo casi me sentía bien. Minnie ja-
más había estado de mi parte de aquella manera. Casi había valido
la pena (aunque no del todo) si ello significaba que Minnie y yo
íbamos a estar más unidas...
«Nadie toca a un Hadley. Nadie», exclamó Minnie. «Si creen
que pueden meterse contigo sin represalias, no pasará mucho
tiempo antes de que alguien intente hacerme lo mismo. No lo
pienso tolerar».
Mi presunta burbuja de bienestar había estallado por comple-
to.
«Lárgate, Minnie. ¡Ahora mismo!», grité, arrastrando unas
confusas palabras. Pero aunque eran prácticamente incomprensi-
bles, mi mirada desde luego no lo era. Minnie se levantó y salió de
la habitación como un vendaval sin decir nada.
Cerré los ojos, intentando pensar en algo distinto de los mora-
tones que salpicaban todo mi cuerpo. Callum... Pensar en él no
me procuraba el bienestar de antaño. Yo no le importaba a nadie.
No les preocupaba quién era de verdad, qué pensaba y sentía en
mi interior. ¿Qué tenía yo que apartaba a todo el mundo de mí?
Incluso mi mejor amigo me había dado la espalda. Sentía verdade-
ra lástima de mi ser, pero no podía evitarlo. Ahora no tenía a na-
die. Nada.

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Malditos ceros... Todo era culpa suya. De no ser por ellos... Y
en cuanto a Lola y las demás, iría a por ellas, aunque fuese lo últi-
mo que hiciera. Les daría caza, y bien. Abrí los ojos y no vi más
que odio. Minnie y yo teníamos mucho más en común de lo que
había imaginado. Y tampoco es que lo lamentara.

O Dieciocho. Callum

¡Matemáticas! ¡Eso era algo que yo era capaz de hacer! Algo en este
mundo que podía comprender. La señora Paxton ya me había lle-
vado a un lado y me había anunciado que probablemente pasaría
al curso superior después de las vacaciones de Navidad. La señora
Paxton era uno de los pocos profesores Cruces que no me trataba
como basura pegada a la suela de sus zapatos. Y me había ofrecido
una tutoría extra a la hora de comer o a primera hora de la maña-
na si así lo deseaba. Me hallaba resolviendo la última pregunta de
mi hoja de ecuaciones de segundo grado cuando una extraña olea-
da se extendió por el aula. Levanté la cabeza.
Era Sephy.
Mi corazón dio un brinco, como si estuviese botando en una
cama elástica. Sephy había vuelto. Habían sido cinco días sin ver-
la. Cinco días enteros sin saber de ella. Tenía buen aspecto. Quizá
una mejilla algo hinchada, pero por lo demás estaba igual que an-
tes. Salvo sus ojos. Miraba a todas partes, pero nunca directamen-
te a mí.
«Bienvenida otra vez, Persephone», dijo la señora Paxton ama-
blemente.
«Gracias», respondió Sephy con una sonrisa fugaz.
«Toma asiento». La señora Paxton se volvió hacia la pizarra.
Sephy miró en derredor, al igual que los demás. El único sitio
libre estaba junto a mí. Sephy me miró, y apartó la vista al instan-

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te. Recorrió el aula con la mirada. Yo agaché la cabeza. Otra oleada
se propagó por la sala y la señora Paxton se dio la vuelta.
«¿Sucede algo, Persephone?»
«No tengo dónde sentarme, señora Paxton», dijo Sephy en voz
baja.
«Hay un asiento al lado de Callum. Eh... el resto ya habéis ar-
mado bastante jaleo. Seguid trabajando», dijo la señora Paxton,
imponiéndose al creciente mar de voces.
«Pero la señora Bawden me ha dicho que no me sentara con los
ceros...»
«La señora Bawden se refería a la hora de la comida», precisó la
señora Paxton. «Sólo queda un asiento libre en clase y, a menos
que prefieras sentarte en el suelo, te sugiero que lo utilices».
Arrastrando los pies, Sephy se dirigió hacia mí y apartó la silla
al sentarse. No me miró ni un solo momento. Se me estaban fun-
diendo las entrañas.
«De acuerdo, ¿quién ha terminado la primera ecuación?», dijo
la señora Paxton.
Se alzaron algunas manos. La mía permaneció en su lugar.
Quería mirar a Sephy, pero no osé hacerlo.
Junté las manos, agaché la cabeza y cerré los ojos.
Lo sé... Sé que los ceros supuestamente no han de creer en ti ni re-
zarte, porque en verdad eres el dios de las Cruces, pero, por favor, por
favor, no permitas que nada ni nadie se interponga entre Sephy y yo.
Te lo ruego. Por favor. Si estás ahí arriba.

X Diecinueve. Sephy

¡Caray! El tiempo se arrastraba como si llevase a hombros una ba-


llena azul. Esa frase bien podía ser de Callum. Esbocé una sonrisa,
pero feneció casi de inmediato. Era algo que podría haber dicho

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Callum cuando me hablaba. Cuando era mi amigo. La señora Pax-
ton continuó parloteando sobre ecuaciones de segundo grado
como si fuesen el mejor invento desde el ordenador. ¡Y cada una
de sus palabras rebotaba en mi cabeza! ¿Cuándo iba a sonar el
timbre? Vamos... Vamos... ¡Por fin!
Recogí mis libros en un santiamén, echándolos de un manota-
zo dentro de la mochila.
«Sephy, espera».
Vacilé entre sentarme y levantarme, como una gallina inten-
tando poner un huevo. Poco a poco tomé asiento de nuevo.
«¿Cómo estás? ¿Te encuentras bien?»
«Sí, gracias». Seguía sin poder mirarle. Me dispuse a levantar-
me otra vez. La mano de Callum en mi hombro me lo impidió,
pero la apartó al momento. Ni siquiera podía soportar el tocar-
me.
«Me alegro», susurró.
«¿Y tú?», pregunté volviéndome hacia él. «Casi me engañas».
«¿Qué quieres decir?»
Mis manos se morían por borrar aquella expresión de perpleji-
dad de su rostro. ¿A quién creía estar engañando Callum? Hice un
barrido del aula con la mirada. Los demás escuchaban atentamen-
te aunque intentaban fingir lo contrario. Bajé el tono de voz para
que sólo Callum pudiera oírme. Y estaba decidida a que fuesen
mis últimas palabras dirigidas a él.
«No finjas que te preocupas por mí», le dije. «No has venido a
verme ni una sola vez. Ni si quiera me has enviado una postal para
desearme que mejorara pronto».
Callum, sorprendido, se inclinó hacia mí, reparando también
en nuestro público.
«He ido a visitarte a diario. Cada día», murmuró. «Tu madre
dio órdenes de que no se me permitiera entrar. Cada tarde, des-
pués de clase, he estado frente a tu verja. Pregúntale a tu madre...
No, pregúntale a su secretaria Sarah si no me crees».
Se hizo el silencio.

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«¿Has venido a verme?»
«Cada día».
«¿De verdad?»
«Pregúntaselo a Sarah...»
No era necesario.
«Sephy, nada en el mundo lo habría impedido».
Nos escrutamos mutuamente con una expresión igualmente
sombría.
«Ahora tengo que irme». Me levanté. Estábamos concitando
demasiada atención. Callum también se puso en pie.
«Ven a verme a nuestro lugar especial después de cenar. Aquí
no podemos hablar».
Di media vuelta y eché a andar.
«Sephy, si no vas, lo entenderé», susurró Callum.

O Veinte. Callum

No iba a aparecer. ¿Por qué iba a hacerlo después de todo lo que


había pasado, después de que la dejara en la estacada? Seamos sin-
ceros. Lo que hice en el comedor no fue por el bien de Sephy, ni
siquiera por el mío propio. Lo hice porque tenía miedo. Tenía
miedo de destacar, y también de ser invisible. Tenía miedo de pa-
recer demasiado grande, tenía miedo de parecer demasiado pe-
queño. Me atemorizaba estar con Sephy, y también estar alejado
de ella. Sin bromas, sin evasivas, sin sarcasmos ni mentiras. Sim-
plemente asustado, muy asustado.
Sólo Dios sabía lo cansado que estaba de sentirme atemorizado
todo el tiempo. ¿Cuándo iba a terminar?
«Hola Callum».
La voz de Sephy a mi espalda me hizo darme la vuelta de súbito.
«Hola. ¿Qué tal?»

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«Bien». Sephy miró hacia el mar. «Qué noche más bonita, ¿ver-
dad?»
«¿Ah, sí? No me había dado cuenta». Mi mirada siguió la suya.
Tenía razón. Hacía una noche hermosa. El cielo ardía y las olas
rompían incesantemente sobre la playa rocosa con sus tonos pla-
teados y blancos. Pero aparté la vista. Tenía otras cosas en mente.
«Persephone, tienes que creerme. Fui a verte, te lo juro...»
«Ya lo sé». Sephy me sonrió.
Yo fruncí el ceño.
«¿Has hablado con Sarah?»
«No era necesario», respondió Sephy encogiéndose de hom-
bros.
«No lo entiendo. ¿Por qué no has hablado con ella?»
«Porque te creo».
Miré a Sephy atentamente y me di cuenta de que la vieja Sephy,
mi Sephy, había vuelto. Una sensación de alivio se arremolinó en
mi interior como las alas de un ángel, un alivio tal que mi cuerpo
se estremeció.
«Además, es algo de lo que mi madre es capaz», añadió Sephy
con desdén.
Quería preguntarle qué, dónde y cómo, pero no pude. No que-
ría forzar mi suerte. Permanecimos allí por unos momentos, sin
hacer nada. Pero la necesidad de dar explicaciones y pedir perdón
me corroía por dentro, abriendo un vacío cada vez más grande
con el paso del tiempo.
«Lamento haberme perdido nuestra excursión al parque de la
Celebración el sábado pasado», suspiró Sephy. «Lo estaba desean-
do».
«No importa. Ya hemos ido allí otras veces y volveremos a ha-
cerlo», respondí encogiéndome de hombros.
Hubo una pausa.
«Sephy, ¿recuerdas la última vez que fuimos al parque de la Ce-
lebración?»
Sephy arrugó la frente.

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«¿Cuando organizamos nuestro picnic veraniego?»
Yo asentí.
«Sí, claro que me acuerdo. ¿Qué pasa?»
«¿Qué recuerdas?», pregunté.
Sephy dijo no saberlo con un gesto.
«Viajamos en tren. Fuimos al parque, encontramos un lugar
apartado, hicimos nuestra comida campestre, jugamos a tonterías
y volvimos a casa. Fue el colofón a un día fantástico».
«¿Es así como lo recuerdas?»
«Claro. ¿Por qué?»
Estudié a Sephy, preguntándome si me decía la verdad o si sim-
plemente era la verdad tal y como ella la veía, en cuyo caso su vi-
sión no coincidía ni coincidiría nunca con la mía. Un día fantásti-
co... ¿De veras era cuanto recordaba? Qué raro. Mis recuerdos de
aquel día son ligeramente distintos...

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O X EL PICNIC

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X Veintiuno. Sephy

El día que fuimos juntos al parque de la Celebración, pasamos un


día maravilloso. Había mentido a mamá y le había dicho que pasa-
ría el día con la familia de Helena. Sabía que mamá no lo verificaría.
La familia de Helena era casi tan rica como la nuestra y, a juicio de
mi madre, eso significaba que no podía estar mintiéndole. ¿Por qué
iba a mentir acerca de un día con una de las chicas más ricas pero
más anodinas de mi clase? ¿De mi clase? Más bien del hemisferio
norte. La familia de Helena era «como nosotros», según le gustaba
decir a mi madre. Podía pasar tanto tiempo como quisiera con ella.
Así que mentí y me reuní con Callum en la estación de trenes.
El parque era espléndido. Todo el día fue brillante.
Salvo por el viaje en tren...

O Veintidós. Callum

No estaba seguro de si Sephy se presentaría. Pero nunca lo estaba


y ella siempre aparecía. Y cada vez que lo hacía, yo me decía: «¿Lo
ves? Deberías tener más fe en ella», para responderme luego: «La
próxima. La próxima vez lo haré».
Pero la vez siguiente me sorprendía preguntándome si aquél
sería el día en que Sephy no podría venir. Por injusto que fuera,

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siempre me preguntaba si aquel día Sephy iba a dejarme en la es-
tacada.
«¿En qué piensas?» La voz de Sephy resonó en mis oídos en el
momento exacto en que me golpeó en los riñones con sus dedos
delgados y puntiagudos y me hizo dar un salto.
«Jo, Sephy. ¿Podrías dejar de hacer eso?»
«¡Pero si te encanta!» Sephy, que iba caminando junto a mí,
lucía una enorme sonrisa.
«La verdad es que no».
«Ya veo que estás de un humor radiante».
Respiré hondo y sonreí. No era yo, eran mis dudas las que le
hablaban con brusquedad. Y ella estaba allí. Estaba allí.

X Veintitrés. Sephy

Cualquier día de estos Callum se olvidará de sí mismo y se mostra-


rá complacido de verme.
Eso sí, mejor esperaré sentada.
«Aquí tienes tu billete», dije, tendiéndoselo a Callum. Había
asaltado mi cuenta bancaria a fin de conseguir dinero suficiente
para comprar dos billetes de primera clase. Podría haber pedido
el dinero a mi madre o a Sarah, pero entonces habrían exigido
saber para qué lo quería exactamente. No, esto era mucho me-
jor. De algún modo, hacía que el día fuera «nuestro», porque el
dinero era mío y nada tenía que ver con mi madre ni con nadie.
Sonreí. «Este día va a ser perfecto».
Lo sentía en mi alma.

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O Veinticuatro. Callum

El viaje en tren desde el infierno, eso es lo que fue. Un trayecto que


arruinó el resto del día, al menos para mí. Nos dirigíamos al par-
que de la Celebración. Faltaban sólo dos paradas cuando subieron
al ferrocarril agentes de policía en una inspección rutinaria. Eran
dos, con el aburrimiento tallado en el rostro.
«Carnés de identidad, por favor. Carnés de identidad, por fa-
vor».
Sephy parecía sorprendida. Yo no lo estaba. Ambos sacamos
nuestra documentación mientras los agentes se aproximaban al
vagón de primera clase. Vi cómo examinaban minuciosamente
los carnés de las Cruces que viajaban en él. Yo era el único cero.
¿Se detendrían y me formularían un montón de preguntas? ¡Eh!
¿Apesta la caca de cerdo?
Un agente de constitución delgada que lucía un bigotito fino
como un lápiz se plantó delante de mí. Me miró y cogió mi carné
sin mediar palabra.
«¿Nombre?», dijo.
¿Qué pasa? ¿Es que no sabes leer?
«Callum McGregor».
«¿Edad?»
«Quince».
Tampoco sabes leer cifras, ¿eh? Es una lástima.
«¿Adónde vas?»
No es asunto tuyo.
«Al parque de la Celebración».
«¿A qué?»
A cortarme las uñas de los pies.
«De picnic».
«¿Dónde vives?»
En la luna.

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«En las Praderas». Eso de las Praderas era un eufemismo. El
Estercolero se habría ajustado más. El agente miraba alternativa-
mente el carné de identidad y mi cara. En el documento figuraba
la huella de mi pulgar. ¿Iba a sacar una lupa y pedirme que exten-
diera la mano derecha para poder cotejar la huella del carné con la
mía? No me habría sorprendido.
«Estás muy lejos de casa, muchacho».
Me mordí el labio inferior para no abrir la boca. Ahora tenía
frente a mí a los dos oficiosos agentes. Apenas había espacio sufi-
ciente para meter un clip entre sus piernas y mis rodillas. Suspiré.
Damas y caballeros, para su deleite, otra representación de «Eres
un cero, que no se te olvide nunca, blanquito».
«Permíteme tu billete».
Se lo entregué.
«¿De dónde has sacado el dinero para comprar este tipo de bi-
llete?»
Los miré pero no articulé palabra. ¿Qué podía decir? Llevaban
el olor de la sangre en la nariz y yo no tenía ninguna posibilidad,
con independencia de lo que dijera o hiciera. Así pues, ¿para qué
molestarse?
«Te he hecho una pregunta», me recordó el «bigotes».
Como si lo hubiese olvidado.
«¿Este billete lo has comprado tú?», preguntó su cómplice.
¿La verdad o evasivas? ¿Qué estaría pensando Sephy? No alcan-
zaba a verla. Los hermanos descerebrados me lo impedían. Si al
menos pudiese verle la cara...
«Te he hecho una pregunta chico. ¿El billete lo has compra-
do tú?»
«No», respondí.
«Acompáñanos, por favor».
Había llegado el momento de recibir una patada en el culo. El
momento de salir escopeteado del tren.
¿Cómo se atreve un cero a sentarse en primera clase? Es indignante.
Un escándalo. Es asqueroso. Desinfecten ese asiento inmediatamente.

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«Agente, viaja conmigo. Los billetes los he comprado yo». Se-
phy se había puesto de pie. «¿Algún problema?»
«Y usted es...»
«Persephone Hadley. Mi padre es el ministro del Interior,
Kamal Hadley. Callum es amigo mío», dijo Sephy con rotun-
didad.
«¿Lo es?»
«Sí, lo es». La voz de Sephy tenía un tono férreo que nunca an-
tes había oído. Al menos en ella.
«Entiendo», apostilló el «bigotes».
«Puedo darle el número privado de mi padre. Estoy segura de
que resolverá todo esto en un momento. O podrá hablar con Juno
Ayelette, su secretario personal».
Cuidado, Sephy. Mencionar todos esos nombres puede traer-
me problemas.
«Entonces, ¿algún problema, agente?», repitió Sephy.
Uy, uy. ¿Eran imaginaciones mías o flotaba un claro viso de
amenaza en el aire? Y no era yo el único que lo olía. El «bigotes»
me devolvió el carné.
«¿Desearía ver mi documentación también?», preguntó Sephy
tendiendo su identificación.
«No será preciso, señorita Hadley». El «bigotes» a punto estuvo
de hacerle una reverencia.
«No me importa, de verdad». Sephy se lo plantó al «bigotes»
debajo de la nariz.
«No es necesario», insistió el «bigotes» mirando fijamente a Se-
phy. Ni siquiera dio un vistazo a su carné.
Sephy volvió a sentarse.
«Bueno, si está seguro...»
Sephy se puso a mirar por la ventana. El «bigotes» había sido
despreciado. La madre de Sephy se habría sentido orgullosa. El
«bigotes» me miró como si fuese culpa mía. Había sufrido una
humillación, y de una niña nada menos, y quería pagarlo con al-
guien. Sephy estaba fuera de su alcance, y ahora yo también. Ardía

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en deseos de restablecer su autoridad, pero no podía. Al menos
con nosotros. El «bigotes» y su compañero avanzaron por el va-
gón. Sephy se volvió hacia mí y me guiñó el ojo.
«¿Estás bien?», preguntó.
«Sí», mentí. «Ha sido divertido, ¿eh?»
«No mucho, como habrás podido comprobar». La mirada de
Sephy volvió al paisaje. «Pero no pienso permitir que ellos ni na-
die me estropeen el día. ¡Parque de la Celebración, allá vamos!»
Volví la vista hacia la ventana. No quería mirar a Sephy. Toda-
vía no. No quería culparla por el modo en que me había tratado la
policía a mí y a todos los demás ceros que conocía. No quería ha-
cerla responsable de la forma en que los guardias de seguridad y
los vigilantes me seguían cada vez que entraba en unos grandes
almacenes. Había dejado de entrar en librerías, jugueterías y tien-
das de regalos cuando me di cuenta de que, fuera donde fuera,
todas las miradas se clavaban en mi persona. Al fin y al cabo, uno
de los hechos constatados que habían fraguado las Cruces era que
los ceros no pagaban nada si cabía la posibilidad de robarlo. No
quería albergar resentimiento hacia Sephy por el modo en que mi
educación se juzgaba automáticamente menos importante que la
suya. No quería odiarla por ser una Cruz, una persona diferente
de mí. Así que continué mirando por la ventana, hundiendo aquel
nudo de odio en mi interior. Más y más. Como siempre.
No, no quería mirar a Sephy. Todavía no. Todavía no.

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O X LA ADVERSIDAD

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X Veinticinco. Sephy

«Estás pensando en los policías del tren, ¿verdad?», le pregunté.


Callum no se molestó en negarlo. Pero, ¿por qué debía hacerlo?
En su lugar, yo también me hubiera molestado.
Molesta... Venga Sephy, sé honesta. Estabas mucho más que «mo-
lesta». Y eso que ni siquiera te estaban importunando a ti.
«¿Por qué no quieres que recuerde nuestro viaje al parque de la
Celebración?», pregunté.
Callum se encogió de hombros, después sonrió.
«Porque fue un día bonito. Un día en el que, una vez llegamos
al parque, tuvimos todo a nuestro favor».
Eso no era cierto. Callum había querido decirme algo acerca de
nuestro viaje en tren al parque de la Celebración pero mi madre no
le dejó entrar a verme. De algún modo, él sintió que estábamos en
sintonía. No soy tan estúpida, ni tampoco tan ingenua como solía
ser. Por fin me estoy haciendo mayor. Quería que me dijera lo que
de verdad estaba pensando y lo que realmente sentía, aunque en
parte estaba asustada, debo admitirlo. Así que giré la cabeza evasiva-
mente. No le di importancia a lo que le había dicho a Callum o a al-
guien más. Mi recuerdo de aquel día era el de los dos policías; cómo
habían tratado a Callum, cómo me había quemado el resentimiento
hacia él y cómo había llegado a avergonzarme de ellos. Y de mí mis-
ma. Me había avergonzado mucho de mí misma y, siendo sincera,
eso explicaba en parte mi rencor hacia Callum. No quería culpabili-
zarme por existir, pero así era como él empezaba a hacerme sentir.

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De pronto, todo eran preguntas. ¿Cómo era posible que en to-
das las películas en blanco y negro los hombres cero fueran siem-
pre borrachos ignorantes, mujeriegos o ambas cosas al mismo
tiempo, y que las mujeres siempre fueran criadas casi descerebra-
das? Los ceros solían ser nuestros esclavos, pero la esclavitud fue
abolida hace mucho tiempo. ¿Por qué los ceros nunca aparecían
en las noticias a menos que fueran malas? ¿Por qué no cesaba de
mirar a todo extraño con el que me cruzaba sin dejar de pregun-
tarme por su vida?
Había empezado a observar a la gente, ceros y Cruces. Su cara,
su expresión corporal, la forma en la que se comunicaban con los
«suyos». El modo en que hablaban con los otros, los que no eran
iguales. Y había tantas diferencias que las semejanzas se desvane-
cían. Ceros relajados entre ellos como no era habitual verlos entre
Cruces. Y Cruces en alerta constante cuando un cero se les aproxi-
maba. Bolsos bien agarrados, pasos acelerados, voces más ásperas
y enérgicas. Toda nuestra vida entrecruzándonos sin tan siquiera
tocarnos. Un mundo lleno de extraños viviendo con todo aquel
miedo. De ahora en adelante, nada podía darse por sentado. Ni mi
vida, ni la de ellos. Nada.
No logro recordar cuándo se complicaron tanto nuestras vidas.
Años atrás... tal vez meses atrás, la vida era muy sencilla. Pero la
opresión de mi pecho auguraba el fin de aquellos días.
«Fue un gran día, ¿verdad?», dijo Callum sonriendo.
Tardé un segundo en reaccionar.
«Sí, lo fue».
La verdad, toda la verdad y nada más que la verdad.
Dímelo, Callum. Sea lo que sea, dilo. Lo entenderé. Al menos, lo
intentaré...
Pero no dijo nada. El silencio se arrastró entre nosotros y el
momento se evaporó.
«Pronto llegará el invierno», suspiré.
En invierno siempre era más difícil escaparme para ver a Ca-
llum. Mi madre aceptaba mis excursiones a la playa ya que, para

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ella, yo era una soñadora y la playa era el lugar donde mi sueño se
hacía realidad. A diferencia de la casa de la ciudad, nuestra casa
campestre gozaba de una mínima seguridad, así que podía entrar
y salir más o menos cuando me apetecía dentro de la lógica. Y,
para mi madre, bajar a la playa en invierno escapaba a toda lógica.
Para ser sincera, caminar por la playa bajo la oscuridad no era mi
pasatiempo preferido. El crepúsculo, el fuerte viento, el silencio y
las largas sombras me ponían... nerviosa.
«¿Quién te pegó?»
«¿Perdón?»
«¿Quién te dio la paliza?», repitió Callum.
«Todo el mundo preguntándome lo mismo», resoplé. «¿Pode-
mos olvidarlo?»
«No querrás que se salgan con la suya, ¿verdad?»
«Claro que no. Pero no creo que pueda hacer mucho al respec-
to. De hecho, pensé en contárselo todo al director para que las
expulsara, o bien ponerles chinchetas en los zapatos. Incluso ima-
giné abalanzándome sobre ellas, una a una, cuando estuvieran so-
las. Había pensado hacer todo eso, pero no se lo merecen. Ocurrió
y ahora forma parte del pasado, sólo quiero olvidarlo».
«Dime quiénes fueron y entonces podrás olvidarlo», insistió
Callum.
Fruncí el ceño.
«No estarás pensando en hacer ninguna estupidez, ¿verdad?»
«Claro que no. Sólo quiero saber quién lo hizo».
«Lola, Joanne y Dionne, de la clase de la señora Watson», dije al
fin. «Pero ahora ya está, ¿de acuerdo?»
«De acuerdo».
«Callum...»
«Sólo tenía curiosidad. Además, ¿qué podría hacer yo? Ellas son
Cruces y yo un humilde cero». Callum se castigó con un tirón de
pelo antes de inclinarse a modo de reverencia.
«Basta...»
«¿Basta qué?»

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«Callum, soy yo, Sephy. No soy tu enemiga».
«Yo nunca he dicho que...»
Cogí la cara de Callum entre mis manos.
«Mírame, Callum».
Sólo cuando sentí que todo su cuerpo se había relajado retiré
mis manos de su cara.
«Lo siento», dijo al fin.
«Yo también», le dije. «Lo lamento».

O Veintiséis. Callum

Al llegar a casa, se había organizado un gran alboroto y, por una


vez en la vida, yo no había tenido nada que ver. Lynette se hallaba
sumida en una de sus «neuras» y Jude se estaba burlando, como
siempre.
Cuando llegué frente a la puerta y escuché a Jude gritándole,
pensé: ¡Sota, caballo y rey!
Pero me equivocaba.
Por primera vez, Lynette también gritaba a Jude. Mi hermana y
Jude se estaban peleando y papá se encontraba en medio de am-
bos, tratando de separarlos desesperadamente. A Jude le sangraba
el labio...
«No eres más que un imbécil, un vulgar imbécil», gritó Lynette
con todas sus fuerzas.
«Al menos yo no me engaño a mí mismo», espetó Jude.
«¿Qué intentas decirme?», preguntó Lynette.
«No, Jude. Lynette, por favor». Papá no se alejaba de ellos.
Miré alrededor buscando a mamá, aun sabiendo que no debía
de estar. Mamá no habría permitido que las cosas llegaran tan le-
jos. Papá estaba allí, en su estado habitual de patetismo.
«Papá, ¿qué pasa?», le pregunté mientras tiraba de su brazo.

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Papá se encogió de hombros y se giró, liberando todo el espacio
que Jude necesitaba. Mi hermano la emprendió a golpes con Ly-
nette. Ella se los devolvió inmediatamente. Segundos más tarde,
papá volvía a estar en medio separándolos. No había visto a Jude y
a Lynette enfrentados desde que mi hermana decidió desconectar-
se del mundo.
«¡Mírate! Te crees demasiado buena como para respirar el mis-
mo aire que nosotros», masculló Jude. «Tengo noticias para ti,
hermanita. Cuando las equis te miran ven a una persona tan blan-
ca como yo, a pesar de tus delirios de grandeza».
De nuevo las equis. Todas las frases que salían de su boca aque-
llos días eran «malditas equis esto» y «malditas equis aquello».
«Yo no soy como tú. Soy... soy diferente. Soy morena. Mira lo
oscura que es mi piel. Mira...»
Jude empujó a papá para pasar, agarró las manos de Lynette y la
arrastró hasta el espejo roto que colgaba de la pared, detrás del sofá.
Forzó la espalda de Lynette contra la suya, su mejilla contra la de su
hermana. Lynette intentaba zafarse pero Jude no la dejaba.
«¿Ves?», rugió Jude. «Eres igual que yo. Tan blanca como yo.
¿Quién te crees que eres? Estoy cansado de que me mires por enci-
ma del hombro. Eres la persona más patética que he conocido
nunca. Si odias quien eres, haz algo al respecto. ¡Simplemente
muérete o algo así! Y si Dios existe, volverás como una de esas
malditas equis a las que tanto quieres, así yo dejaré de sentirme
culpable por odiarte».
Jude apartó a Lynette de un empujón. Ella tropezó y cayó con-
tra el espejo con los brazos extendidos.
«Papá, haz algo», le grité.
«Jude, ya basta, es más que suficiente», dijo papá.
«¿Suficiente? Ni siquiera he empezado». Jude se volvió hacia él
con las fosas nasales ensanchadas.
«Ha llegado el momento de que alguien le diga la verdad y ¿quién
se la piensa decir? ¿Tú? ¿El de la sangre de horchata? Mamá no dirá
una sola palabra porque Lynette es su favorita y el único que queda,

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Callum, está demasiado ocupado cuidando de su amiga equis Per-
sephone. Entonces, ¿quién le va a enseñar a Lynette cómo es en rea-
lidad?»
«¿Y quién eres tú para enseñarle a nadie lo que realmente es?»,
repliqué desafiante. «Siempre estás muy seguro de llevar la razón,
¿verdad? Me das asco. Lynette no es la única aquí que no te sopor-
ta».
Jude se me quedó mirando fijamente. Sin previo aviso, emitió
un aullido como un animal herido y cargó contra mí. Apenas tuve
tiempo de dar un paso atrás y ya tenía la cabeza de Jude estampada
contra el estómago y a Jude tirándome al suelo y dejándome sin
respiración. Aturdido, me preguntaba por qué sus puños no me
golpeaban, y me di cuenta de que él también se había quedado sin
respiración por el impacto. Lo empujé hacia atrás y me incorporé
al tiempo que le propinaba un rodillazo en la espalda. Jude gimió
pero no se zafó de mí. Armó el puño. Crucé los brazos delante de
mi cara evitando que me golpeara.
Y cuando me quise dar cuenta, Jude se me había escapado.
«¿Qué demonios te pasa?», gritó papá a Jude, que tenía la cara
morada de ira.
Me levanté de un salto, listo para pelear. Jude intentó volverse
hacia mí pero papá no le dejó.
«No me des la espalda cuando te hablo», bramó papá.
«¡Piérdete, papá!», dijo Jude mientras se alejaba de él.
Papá hizo algo que nos dejó helados. Giró a Jude de un tirón y
le dio una bofetada en toda la cara. Mamá era hábil con la zapatilla
siempre que la poníamos a prueba, pero papá nunca nos había
levantando la voz, y mucho menos nos habría pegado.
«Nunca, jamás en la vida, me vuelvas a hablar así». El tono de
papá era tranquilo, lo cual hizo que aún sonara más amenazador.
«Soy demasiado mayor y he tenido que enfrentarme a demasiadas
cosas en esta vida como para consentir una falta de respeto en mi
propia casa. No tienes ni idea de lo que ha tenido que pasar tu
hermana. ¿Por qué la juzgas?»

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«¿Qué... qué le he pasado?», gimoteó Jude frotándose la cara.
Fue como si de repente tuviera siete años, en lugar de diecisiete.
«Hace tres años, atacaron a Lynette y a su novio. Fueron los
nuestros. Tres o cuatro hombres cero». La voz de papá destilaba
desprecio. «¿Recuerdas cuando tu madre perdió el trabajo y tuvis-
te que dejar la escuela y, por esa misma época, Lynette se fue de
casa un tiempo?»
«Dijiste que se había ido a casa de la tía Amanda». Las palabras
de terror emergían lentamente de mi boca. «Dijiste que la tía
Amanda estaba enferma y Lynny se había ofrecido a cuidarla».
«Tu madre y yo dijimos lo que debíamos decir. Aquellos
hombres golpearon al novio de Lynette hasta darlo por muerto y
con Lynette emplearon tanta brutalidad que estuvo dos semanas
en el hospital. Ella nos suplicó que no os dijéramos lo que real-
mente había sucedido».
«Yo no sabía...», exhaló Jude.
«¿Y sabes por qué atacaron a Lynette?» Papá prosiguió como si
Jude no hubiera dicho nada. «Porque su novio era una Cruz. Tu
hermana fue agredida y sentenciada a muerte sólo porque estaba
saliendo con una Cruz. Y ella ni siquiera nos lo había contado.
Tenía miedo de lo que todos nosotros pudiéramos decir. ¿Acaso te
resulta extraño que nunca más pueda soportar pensar en sí misma
como uno de nosotros? ¿De veras te sorprende que no quiera vol-
ver a salir de casa? Tiene la mente enferma desde entonces porque
aún lo está sufriendo. Déjala en paz. ¿Me has oído? ¿¡Me has oído
bien!?»
Jude asintió con la cabeza. Yo también asentí, a pesar de que
papá no me hablaba directamente a mí. Me volví hacia Lynette.
Mi hermana Lynette.
«Papá, Lynette está sangrando», señalé.
Al segundo, papá estaba junto a Lynette. Le sangraban las pal-
mas de las manos del impacto contra el espejo roto. Lynette mira-
ba hacia abajo y observaba fijamente las manchas carmesí como si
nunca antes hubiera visto su propia sangre. Miró hacia arriba y

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clavó la mirada en el espejo, en su reflejo, como si tampoco hubie-
ra visto su cara en la vida.
«¿Dónde está Jed, papi?», susurró Lynette.
«¿Jed?» Papá la miró desolado. «Cariño, Jed hace tiempo que se
fue, mucho tiempo. Deja que te limpie las manos».
Lynette dejó sus manos al alcance de papá. Las giró a un lado y
al otro antes de levantar la cabeza lentamente para mirarlo de nue-
vo. Su habitual expresión distante y sosegada había desaparecido,
había muerto.
«¿Dónde estoy?»
«En casa». La sonrisa de papá era tan falsa que parecía de plás-
tico. «Ahora estás a salvo. Estoy aquí. Yo cuidaré de ti».
«¿Dónde está Jed?» Lynette miró alrededor de la habitación.
«Escucha, cariño, Jed y su familia se mudaron hace mucho
tiempo. Se fueron. Jed se fue...»
«No hace tanto tiempo... Ayer... La semana pasada...»
La voz de Lynette era apenas un susurro.
«Cielo, fue hace años», insistió papá.
«¿Tengo... tengo diecisiete?»
«No, mi vida. Tienes veinte. Cumpliste veinte el pasado abril».
Papá tragó saliva. «Venga, deja que te...»
«Pensaba que tenía diecisiete. Dieciocho...» Lynette ocultó la
cabeza entre las manos manchándose las mejillas de sangre. «No
sé lo que pensaba».
«Lynette, por favor...»
«Lynette, yo no sabía nada». Jude extendió sus manos hacia Ly-
nette. Ella las apartó de un golpe.
«Mantén las manos lejos de mí», dijo Lynette con vehemencia.
Jude dejó caer la mano a un lado.
«¿Te refieres a mis manos de cero?»
Se impuso el silencio. Lynette se miró de nuevo las manos.
«Tus manos son iguales que las mías. Iguales que las de ellos».
Y Lynette se volvió y corrió escaleras arriba hacia su habitación
antes de que nadie pudiera decir una palabra más.

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Papá y Jude se miraron. Jamás había visto a ninguno de los dos
tan... perdidos. Mientras los observaba, sentí que empezaban a es-
cocerme los ojos y rompí a llorar. Centré la vista en un punto sin
parpadear con la esperanza de que, si bien el sentimiento no de-
saparecía, al menos se atenuara para no parecer un auténtico idio-
ta. Me volví para que papá y Jude no me vieran y topé con mi
imagen en el espejo.
Mi cara era el reflejo de papá y Jude. Mi expresión era la de
ellos. Mis pensamientos y emociones, mis odios y mis miedos, eran
todos los suyos. Igual que los de ellos eran los míos. Y aunque me
gusta pensar que soy un tipo de lo más perspicaz, ni siquiera
me había dado cuenta. Hasta entonces.

X Veintisiete. Sephy

Me detuve en la puerta observando cómo mamá daba un sorbo a


su copa de vino blanco. Sorprendida, caí en la cuenta de que tenía
que ir muy lejos en el tiempo para recordarla sin una copa de
Chardonnay en la mano.
«¿Mamá, puedo celebrar una fiesta para mi catorce cumplea-
ños?»
Mamá apartó la mirada de la revista. Era todo lo que hacía, leer
y beber; perder el tiempo en el gimnasio o en la piscina y beber;
comprar y beber. Y lo único que leía eran esas revistas de papel
cuché cuya portada y páginas interiores están colmadas de muje-
res de belleza sobrenatural. Mujeres con la piel caoba brillante que
parecían no haber tenido un grano en su vida, ni siquiera una co-
mida decente. Mujeres con dientes que resplandecían más que el
sol sobre la nieve virgen.
Hubo algo más que me sorprendió. Nunca había visto a un
cero en ninguna de las revistas de mi madre. Ni uno solo. Ninguna

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cara blanca o rosada. De hecho, a principios de año vi algo en las
noticias relacionado con la primera modelo cero que posó para
una revista de alta costura. En su momento, me resultó imposible
creer el revuelo que se formó en torno a la noticia. De hecho, para
ser sincera, aún no doy crédito.
«¿Así que una fiesta?» La voz de mamá me devolvió a la reali-
dad. «No veo por qué no».
¡Y ahí quedó! Estaba tan sorprendida que no podía ni hablar.
¡Yo esperaba una discusión como mínimo!
«Después de todo, tus años de adolescencia no se prolongarán
demasiado. Debes asegurarte de disfrutar cada momento». Mamá
sonrió.
Me preguntaba cuántas copas de vino llevaría para estar de tan
buen humor. Y aunque era consciente de que yo estaba siendo
algo interesada, me molestaba que la copa de vino la hiciera feliz
de una forma que mi hermana Minnie y yo no podíamos.
«¿Dónde quieres que la celebremos?», prosiguió mamá.
«¿No podemos celebrarla aquí, en casa?»
Mamá se encogió de hombros.
«Supongo que sí. Podemos contratar a alguien más para que
nos eche una mano el día de la fiesta. ¿Te apetece que venga un
animador o un mago?»
«Mamá, cumpliré catorce años».
Mamá arqueó las cejas.
«¿Y bien?»
«¡Un animador suena perfecto!» Le regalé una sonrisa.
Mamá me la devolvió. Uno de nuestros insólitos momentos de
conexión.
«¿Cuántos invitados crees que serán?, preguntó mamá.
«Todo el mundo de mi clase. Y algunos de mis primos. Y otros
amigos de la clase de ballet y equitación. Unos cuarenta y tantos,
supongo».
«Bien. Corre Sephy, ve a hablar con Sarah. Ella lo gestionará».
La nariz de mamá ya había vuelto a la revista.

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Debí suponer que mamá no quería mancharse las manos. Y con
una secretaria, un chófer y personal de servicio, ¿para qué iba a
hacerlo? Pero me habría gustado que se interesara lo suficiente
como para preguntar qué quería de regalo de cumpleaños. Solía
recibir presentes de cumpleaños y de Navidad de mamá y papá.
Sólo que ellos nunca los compraban. Ni siquiera los escogían. La
secretaria de mamá tenía muy buen gusto. Pero cada uno de los
regalos que había elegido estaba guardado en el fondo del armario,
sepultado en un cajón o debajo de mi cama sin ser usado. Y nadie
me había preguntado nunca si me gustaban. Nadie me había pre-
guntado siquiera por qué no los habían vuelto a ver después de re-
galármelos. Los regalos no importaban. Quizá porque yo tampoco
era importante. Sólo una persona se preocupaba de si estaba viva o
muerta. Él había hecho mucho por mí en el pasado y había llegado
el momento de que yo hiciera algo por él.
Tenía una sorpresa para mamá y todos los demás. Una sorpresa
que haría que todos recordaran mi fiesta de cumpleaños durante el
resto de sus días. Guardé celosamente mi secreto. Sabía que me
traería serios problemas, pero no me preocupaba. Me daba lo mis-
mo. Estaba harta de aquello de «vive y deja vivir, pero no en mi ba-
rrio». No me creía mejor que los demás, pero, en algún momento,
alguien tenía que empezar a mostrarles lo hipócritas que eran.

O Veintiocho. Callum

«Ryan, ésa no es forma de cambiar las cosas. Alex Luther, por


ejemplo...»
«¿Alex Luther? ¡Y una mierda!»
«¡Cuida esa lengua, Ryan!», le riñó mamá.
«¡Despierta, Meggie!», dijo papá con desesperación. «Lo de
Alex Luther no es vida. Hasta un niño sabe que intentar cambiar

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las cosas por la vía pacífica no funciona. Ese paliducho ha estado
en la cárcel más veces que cualquiera de los ocho alcaides que co-
nozco».
«No le llames así», dijo furiosa mamá. «Ya es bastante triste que
Cruces ignorantes nos llamen así como para que nosotros tam-
bién nos lo llamemos entre nosotros».
«¡Confesión positiva!», dijo papá.
«¡Tonterías! Si nosotros lo decimos, las Cruces creerán que
también pueden hacerlo. Además, no estoy de acuerdo. Alex Lu-
ther es un gran hombre...»
«No digo que no lo sea, pero el impacto que produce el general
es mucho mayor que el de Alex Luther».
«¡Claro, y yo soy la reina de Saba!», resopló mamá.
«¿Qué quieres decir? El general es...»
«¡Un belicista!» El tono de mamá evidenció lo que pensaba del
general, el líder anónimo de la Milicia de Liberación. «Asesinar y
mutilar siempre impresionan más que las protestas, las sentadas o
la resistencia pacífica, pero no lo justifica».
«El general...»
«No quiero escuchar una sola palabra más sobre el general. Ha-
blas de él como si fuera el hermano de Dios o algo así».
«Como jefe de la M.L., lo mejor después de Dios es él...», con-
testó papá.
Como respuesta, mamá usó una serie de palabras que nunca an-
tes le había oído. La dejé discutiendo con papá sobre el general fren-
te a Alex Luther y bajé sigilosamente las escaleras. ¿Cuándo demo-
nios iban a irse a dormir? Había esperado ya media hora a ver si lo
dejaban y se callaban. ¿Cuántas veces habían mantenido la misma
discusión? Nadie ganaba nunca. Sólo les enfurecía. ¿Adónde que-
rían llegar?
Eché un vistazo al reloj del salón. Las dos y media de la mañana.
Poco antes, Sephy me había dejado su habitual mensaje anuncián-
dome que quería hablar conmigo urgentemente. Teníamos una
señal secreta. Había llamado tres veces, cada una de ellas dejando

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sonar dos tonos antes de colgar. De este modo, no tenía que ha-
blar con nadie o permitir que mi madre, mi padre o Jude supieran
que estaba llamado. Evidentemente, el hecho de que el teléfono
sonara y dejara de sonar volvía locos a mamá y a papá, pero no era
un código para emplearlo muy a menudo. Si tenía que contactar
con ella urgentemente, yo hacía lo mismo, pero durante el día era
más peliagudo, ya que los sirvientes de la casa de Sephy descolga-
ban el teléfono con bastante rapidez. En cuanto escuché la señal,
sabía que Sephy volvería a llamar entre las dos y media y tres de la
mañana, siempre que para ella fuera seguro salir a hurtadillas de
su habitación y usar uno de los teléfonos de la casa. Cuando yo la
telefoneaba con nuestro código, solíamos quedar en el jardín de
rosas en torno a la misma hora de la noche. Así que allí estaba,
merodeando en derredor del teléfono como un buitre, esperando
que sonara el primer tono para descolgarlo antes de que pudiera
molestar a nadie de la casa.
Las tres menos cuarto tocaron y pasaron, igual que las tres en pun-
to. A las tres y cinco decidí que Sephy no iba a llamar. Quizá le hubie-
ra resultado muy difícil alcanzar un teléfono. Estaba subiendo las es-
caleras cuando sonó el primer tono. Nunca había corrido tanto. Pero,
aun así, el tono sonó entero antes de que pudiera contestar.
«¿Callum?»
«¡Silencio!», susurré. Preocupado, miré hacia la oscuridad de
las escaleras aguzando el oído, pues había advertido cómo se abría
la puerta de una de las habitaciones. Transcurrieron unos instan-
tes. Nada.
«¿Sephy?»
«Lo siento, te he llamado tarde, pero es que mamá ha bajado
hace diez minutos y acaba de irse escaleras arriba».
«No pasa nada».
La voz de Sephy apenas era un susurro, igual que la mía. Estaba
en el salón de casa hablando por teléfono con mi mejor amiga en
la más absoluta oscuridad. De algún modo se convertía en algo
trepidante e ilícito.

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«Callum...»
«Me alegra que hayas llamado», dije antes de nada. «¿Qué cla-
ses tenemos mañana?»
«Dos horas seguidas de Matemáticas, después Historia, Inglés,
Educación Física y, por la tarde, Informática y Música. ¿Dónde
está tu agenda?»
«Me la dejé en clase», contesté en voz baja. Entonces, me di
cuenta de algo que Sephy había dicho. «¡Oh, no! ¡Historia no!»
«¿Qué pasa con Historia?»
«El señor Jason», dije con voz grave. «Como siempre, aprove-
chará su clase para meterse conmigo».
«¿De qué estás hablando?»
«Si no lo sabes, no puedo contártelo», dije.
El silencio se impuso entre nosotros.
«¿Sigues ahí, Sephy?»
«Sí, sigo aquí», respondió.
«Y bien, ¿por qué querías hablar conmigo?», pregunté. «¿Qué
era eso tan urgente?»
«¿Qué vas a hacer el veintisiete de septiembre, cae en sábado,
dentro de dos semanas?»
Fruncí el ceño en la oscuridad.
«Nada, que yo sepa. ¿Por qué?»
«¿Quieres que nos veamos para celebrar mi cumpleaños?»
«Claro. Pero tu cumpleaños es el veintitrés, ¿no?»
«Sí, pero celebraré una fiesta de cumpleaños en casa el veinti-
siete. Puedes acercarte».
Obviamente, había oído mal.
«¿Ir a tu casa?»
«Así es».
«Ya veo».
«¿Qué?»
«¿Quieres que vaya a tu casa?»
«Eso es lo que he dicho, ¿no?»
«Ya veo».

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«¡Para de decir eso!»
¿Qué otra cosa quería que dijera? ¿Por qué me estaba invitando
a su casa cuando su madre me iba a echar nada más verme? ¿Adón-
de quería llegar? ¿Qué quería?
«¿Estás segura de que quieres que vaya?», pregunté.
«Estoy segura. ¿Y tú?»
«¿Sabe tu madre que vas a invitarme?» Al principio creí que
Sephy no iba a contestar.
«No», dijo finalmente.
«Pero, ¿piensas decírselo?»
«Pues claro».
«¿Antes o después de que me presente en tu fiesta?»
«¡No seas impertinente, listillo!», exclamó Sephy, contestando
con creces a mi pregunta. «Entonces, ¿vienes o no?»
«Sólo si tú quieres», dije despacio.
«Sí que quiero. Te daré todos los detalles mañana después de
clase».
«¿De acuerdo?»
«Vale».
«Adiós, Callum».
Colgué el teléfono, percatándome por primera vez de que mis
ojos se habían acostumbrado a la oscuridad. Sephy quería que
fuera a su fiesta de cumpleaños aun sabiendo que algo así no le
causaría más que problemas.
¿Qué se traía entre manos? Sólo se me ocurría un motivo pero,
si estaba en lo cierto, significaría que Sephy no me tenía la misma
consideración que yo a ella. Si no estaba equivocado, probaría que
para Sephy soy, por encima de todo, un cero.

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X Veintinueve. Sephy

No conseguía dormirme. Me giré a la izquierda, después a la dere-


cha. Me acosté boca abajo, después boca arriba. Habría hecho la
vertical si hubiera servido de algo. Sencillamente, no lograba conci-
liar el sueño. Lo que en su momento pudo ser una buena idea, aho-
ra era un criadero de hongos que empezaba a apestar. Quería que
Callum estuviera en mi fiesta de cumpleaños. ¡Santo cielo, si las co-
sas fueran distintas, él sería el primero de mi lista de invitados!
Pero nada era distinto.
Me acosté boca abajo y le di un puñetazo a la almohada. ¿Por
qué las cosas nunca eran fáciles?

O Treinta. Callum

«El propósito de la clase de hoy es enseñaros a todos que científi-


cos célebres, inventores, artistas, famosos de los medios de comu-
nicación y otros personajes ilustres son simplemente personas,
como vosotros y como yo».
«Pero eso ya lo sabíamos, señor», dijo Sade. «¿Qué más podrían
ser?»
Me lo había estado preguntando a mí mismo.
«Cuando pensamos en grandes exploradores o inventores, ac-
tores o lo que sea, resulta fácil pensar que están «allí», por encima
o más allá de nosotros. Me gustaría que fuerais conscientes de que
son personas como vosotros y como yo, por lo que nosotros tam-
bién podemos aspirar a la grandeza. Cualquiera de los que esta-
mos en esta clase puede llegar a ser científico o astronauta, o aque-
llo que quiera si trabajamos duro y somos constantes». El señor

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Jason me miraba fijamente mientras pronunciaba estas palabras
con su habitual cara de desprecio. ¿Por qué no podía verme? ¿Era
sólo mi color lo que le repugnaba? Yo no podía evitar dejar de ser
blanco, al igual que él no podía dejar de ser negro. De hecho, ni
siquiera era tan negro. Era más beige que marrón, incluso beige
claro, con que no tenía mucho de qué jactarse. Me sonreí al recor-
dar el dicho que papá siempre peroraba: «Si eres negro, siempre
hay reintegro. Si tu piel es marrón, no hace falta precaución. Y si
eres blanco, protege tus flancos».
Si me paraba a pensarlo, el señor Jason tenía muchas menos
razones para mirarme por encima del hombro que la señora Pax-
ton, que tenía la piel más oscura, marrón oscura. Sin embargo, ella
era totalmente distinta. Ella me trataba como una persona. Ella no
me veía sólo como un color, ni al principio, ni ahora, ni nunca. La
señora Paxton me gustaba, era como un oasis en este desierto hos-
til y abrasador.
«Entonces, ¿alguien puede decirme quién inventó las señales de
tráfico automáticas como preludio de los semáforos de hoy día y
también un tipo de máscara antigás utilizada por los soldados du-
rante la primera guerra mundial?»
Todo el mundo permaneció en silencio. Levanté la mano des-
pacio. El señor Jason me vio, pero siguió buscando otra mano al-
zada que pudiera contestar a la pregunta. Nadie la levantó.
«¿Sí, Callum?», preguntó el señor Jason a regañadientes.
«Garrett Morgan, señor».
«Correcto. A ver la siguiente, clase. ¿Qué investigador médico
promovió los bancos de sangre?»
De nuevo, nadie alzó la mano excepto yo.
«¿Sí, Callum?», esta vez la voz del señor Jason tenía ya un tono
sarcástico.
«El doctor Charles Drew», contesté.
«Imagino que también sabrás quién fue la primera persona que
practicó una operación a corazón abierto».
«El doctor Daniel Hale Williams».

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«¿Y el primer hombre que llegó al Polo Norte?»
«Matthew Henson».
Ahora, todas las miradas se centraban en mí. La del señor Jason
era la más infame que había visto nunca.
«El conocido como «El Auténtico McCoy», ¿a quién debe su
nombre?»
«A Elijah J. McCoy», respondí.
El señor Jason se irguió tan alto como era.
«¿Qué te parece si tomo asiento y das la clase en mi lugar?»
¿Qué quería que hiciera? Estaba formulando preguntas y yo co-
nocía las respuestas. ¿Se suponía que debía sentarme y fingir que
las ignoraba?
«¿Alguien puede decirme qué tienen en común todos estos
científicos y precursores?», preguntó el señor Jason.
Se alzaron varias manos ante esta pregunta. El señor Jason
no fue el único que se sintió aliviado, aunque de todas formas no
pensaba contestar a una sola pregunta más.
«¿Sí, Harriet?»
«¿Que todos son hombres?», respondió.
«En este caso sí, pero ha habido muchas mujeres precursoras y
científicas, y triunfadoras también», sonrió el señor Jason. ¿Al-
guien puede decirme qué otra característica tienen en común los
personajes citados?»
Hubo un par de conjeturas más del tipo «todos están muertos»,
«todos ganaron el Premio Nobel», «todos ganaron mucho dinero
gracias a lo que hicieron»... Pero ninguno acertó. ¡Y era tan obvio!
Finalmente, no pude resistirme. Alcé la mano despacio.
«¡Vaya! Me preguntaba si volveríamos a escucharte». El señor
Jason me dirigió algo más parecido a una mueca que a una sonri-
sa. «Y bien, ¿cuál es la respuesta, Callum?»
«Todos son Cruces», contesté.
La sonrisa de suficiencia del señor Jason fue tan amplia que me
extrañó que no se tragara sus propias orejas.
«¡Correcto! ¡Muy bien!» Empezó a caminar por la clase. Mi cara

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se volvió de color rosa, y después rojo escarlata, al darme cuenta de
que me había convertido en el centro de todas las miradas.
«A lo largo de la historia, desde que nuestros ancestros de Cá-
frica embarcaron hacia otras tierras y adquirieron conocimientos
sobre pólvora, escritura, fabricación de armas, artes, etcétera, he-
mos sido la raza dominante en la Tierra. Hemos sido explorado-
res, los responsables de que civilizaciones enteras subdesarrolladas
evolucionaran...»
No podía permitir que continuara con semejante arenga. Le-
vanté la mano de nuevo.
«¿Sí, Callum?»
«Señor, leí no recuerdo dónde que los ceros también contribu-
yeron significativamente al modo de vida que tenemos hoy día...»
«¿Ah, sí? ¿En qué?» El señor Jason se cruzó de brazos esperando
mi respuesta.
«Bueno, por ejemplo, Matthew Henson no iba solo cuando
pisó por primera vez el Polo Norte. Robert E. Peary iba con él.
«¿Robert qué?»
«Robert Peary. Fue codescubridor del Polo Norte geográfico».
«¿Y cómo puede ser que nunca haya oído hablar de él?», pre-
guntó desafiante el señor Jason.
«Porque todos los libros de historia los han escrito Cruces y
ustedes nunca hablan de nadie que no pertenezca a los suyos. Los
ceros han hecho muchas cosas importantes, pero apuesto a que
nadie en esta clase lo sabe...»
«Ya es más que suficiente». El señor Jason me interrumpió en
medio de mi diatriba.
«Pero, señor...»
«¿Cómo te atreves a difundir semejantes falacias patéticas so-
bre científicos e inventores ceros?» El señor Jason apretaba las
manos contra su cuerpo e intentaba fulminarme con una mirada
colérica.
«No son falacias», protesté.
«¿Quién te ha metido esas tonterías en la cabeza?»

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«No son tonterías. Me lo dijo mi padre».
«¿Y de dónde lo ha sacado tu padre?»
«Yo... yo...» Mi voz se fue apagando.
«¡Exacto!», dijo el señor Jason. «Ahora vete fuera de clase y qué-
date de pie frente a la puerta del despacho del director. Y no vuel-
vas a entrar hasta que hayas borrado todas esas sandeces de tu ca-
beza y estés preparado para aceptar mi docencia».
Recogí la mochila y me levanté de un salto, volcando la silla.
Me giré y miré fijamente a Sephy. Ella apartó la mirada casi de
inmediato. Sin molestarme en recoger la silla, salí de clase dando
un portazo. Sabía que aquel pequeño acto de rebeldía me iba a
meter en más líos, si cabía. Pero conforme recorría el pasillo hacia
el despacho del señor Costa, estaba pálido y temblaba. No eran
tonterías. No eran falacias. Era la verdad.
Hace siglos, las Cruces habían viajado al norte y al este de Pan-
gea desde el sur, adquiriendo conocimientos para fabricar fusiles
y armas que hicieron que cualquiera bajara la cabeza ante su pre-
sencia. Pero eso no significa que lo que hicieron estuviera bien.
Nosotros, los ceros, habíamos sido sus esclavos durante mucho
tiempo. Y pese a que la esclavitud fue abolida oficialmente hace
más de medio siglo, dudo que estuviéramos mucho mejor. Justo
ahora empezábamos a ser admitidos en sus escuelas. El número de
ceros que ejercían cargos de poder en el país se podía contar con
los dedos de una mano, ¡sin contar el pulgar! No estaba bien. No
era justo.
Y aunque sabía que no está escrito en ningún lugar que la vida
es justa, la sangre seguía hirviéndome al pensar en ello. ¿Por qué
tenía que sentirme agradecido sólo por haber sido admitido en
uno de sus preciados colegios? ¿Qué sentido tenía? Quizá mamá y
Jude tenían razón. ¿Era una completa pérdida de tiempo?
Mis pasos se ralentizaban conforme me acercaba al despacho
de la secretaria del colegio. No sabía si debía esperar en el pasillo o
entrar en secretaría y esperar frente a la puerta del director. Des-
pués de dudar unos segundos, decidí que probablemente el señor

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Jason quería que permaneciera en el lugar que me causara el ma-
yor número de problemas posible. Eso significaba estar de pie jus-
to delante de la puerta del señor Costa. Traté de mirar a través del
cristal de la puerta de la secretaría. No estaba. Ya era algo. Entré y
cerré cuidadosamente la puerta. Ya había dado suficientes porta-
zos esa mañana. Apenas había dado dos pasos hacia el despacho
del señor Costa cuando escuché voces comedidas pero malhumo-
radas que flotaban a través de la puerta ligeramente entornada y
venían a mi encuentro.
«Y yo te estoy diciendo que es necesario hacer algo al respecto».
Era la voz de la señora Paxton. «¿Cuánto tiempo piensas consentir
esta situación?»
«Si los pálidos creen que se les trata con demasiada dureza, tal
vez deberían irse a otro centro», replicó el señor Costa. Me quedé
petrificado, ni siquiera respiraba, quería seguir escuchando.
«Señor Costa, los ceros». La señora Paxton acentuó la palabra.
«Se meten con ellos constantemente. Que alguno de ellos tome
represalias, es sólo cuestión de tiempo».
«En mi colegio no», respondió admonitoriamente el señor
Costa.
«Lo único que digo es que debemos predicar con el ejemplo. Si
nosotros los profesores dejamos claro que semejante comporta-
miento es inadmisible, los estudiantes deberán seguirnos».
«Señora Paxton, ¿de verdad es usted tan ingenua? En esta escue-
la se trata a los ceros de la misma forma que se les trata fuera...»
«En ese caso, depende de nosotros hacer de este colegio un re-
fugio, un santuario para Cruces y ceros. Un lugar en el que procu-
remos igualdad de educación, igualdad de oportunidades e igual-
dad de trato».
«De veras, señora Paxton, está haciendo una montaña de un
grano de arena», dejó caer el señor Costa.
«Es mejor sobreestimar los problemas que ignorarlos». La se-
ñora Paxton estaba enfadada y no pretendía esconderlo.
«¡Basta! Nadie los quería en este colegio».

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«Yo sí», objetó la señora Paxton. «E igual que yo, muchos otros
profesores y el Gobierno y...»
«El gobierno quiere porque la Comunidad Económica de Pan-
gea lo ordenó. Lo apoyan únicamente porque temen que los san-
cionen si no lo hacen».
«Los motivos no importan. El caso es que quieren. Quien siem-
bra, recoge. Acuérdate bien de lo que te digo. Ahora los ceros es-
tán aquí y, si no actuamos pronto, conseguiremos que todo este
sistema fracase. Se impuso un silencio. ¿O es que se trata de eso?»
La señora Paxton ni siquiera sabía que estaba librando una ba-
talla perdida. No podía soportar escuchar una palabra más. Me
volví y salí de puntillas. Cuidadosamente, cerré la puerta, sin ha-
cer ruido. No había transcurrido un minuto cuando la señora
Paxton salió del despacho de la secretaria a zancadas. Se paró en
seco al verme.
«¿Qué haces aquí fuera, Callum?», espetó la señora Paxton
frunciendo el ceño. «¿Callum?»
«El señor Jason me ha echado de clase, señorita».
«¿Por qué?»
Me mordí el labio y aparté la mirada.
«¿Por qué, Callum?»
«Hemos... hemos tenido una discusión...»
La señora Paxton esperó a que continuara.
«... sobre historia».
«¿Ah, sí?»
«No es justo, señora Paxton. He leído cientos de libros de his-
toria y ninguno hace mención a los ceros, excepto para explicar
cómo las Cruces lucharon contra nosotros y nos ganaron. Yo pen-
saba que la historia estaba escrita en honor a la verdad».
«¡Ajá!» La señora Paxton meneó la cabeza. «¿Y le diste tu opi-
nión al señor Jason?»
Asentí.
«Ya veo».
«Callum, a veces es mejor guardarse ciertas cosas...»

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«Pero eso es lo que hacen todos... Casi todos», me corregí. «Y
todo aquello que no se dice cae en el olvido. Por eso nosotros los
ceros no aparecemos en ningún libro de historia y nunca lo hare-
mos a menos que seamos nosotros mismos quienes los escri-
bamos. Al señor Jason no le ha gustado que dijera que los ceros
también hemos hecho cosas. Pero es que al señor Jason le molesta
todo lo que hago o digo. Me odia».
«Tonterías. Lo que no quiere el señor Jason es que suspendas. Y
ser duro contigo es su manera de...», la señora Paxton buscó las
palabras apropiadas, «de hacerte fuerte».
«Sí, claro». Ni siquiera me esforcé en contener el escepticismo
burlón de mi voz.
La señora Paxton me puso una mano bajo el mentón para le-
vantarme la cabeza y obligarme a mirarla directamente.
«Callum, hace mucho tiempo que la política de ésta y el resto
de las escuelas debería haber cambiado. Créeme, el señor Jason
desea que apruebes tanto como yo. No queremos que ningún cero
suspenda».
«Te lo ha dicho él, ¿verdad?»
La mano de la señora Paxton cayó a un lado.
«No tenía por qué hacerlo».
«Sí, claro», repuse de inmediato.
La señora Paxton me miró pensativa durante unos instantes.
«Callum, voy a explicarte algo en la más estricta confidenciali-
dad. Voy a confiar en ti. ¿Me entiendes?»
No entendí nada, pero igualmente asentí.
«El señor Jason no va en contra de ti. ¿Y sabes por qué?»
«No...»
«Porque su madre era un cero».

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X Treinta y uno. Sephy

«No me trates así, Kamal. No pienso tolerarlo».


«Entonces ve y tráeme otra botella de vino. Mejor tráeme ocho.
Es para lo único que sirves ya».
El tono de voz de papá me estremeció, era rematadamente despecti-
vo. No intentó ni esconderlo ni disfrazarlo. Minnie estaba sentada en
un escalón por encima del mío cuando escuchamos una de las inusua-
les discusiones de nuestros padres. Inusuales porque papá nunca estaba
en casa. Inusuales porque las pocas ocasiones en que papá estaba en
casa, mamá solía estar demasiado turbada para notarlo o bien demasia-
do metida en su papel de dama refinada para empezar una discusión.
Cuando habíamos acabado nuestra cena en el cuarto de estar, mamá
nos mandó a Minnie y a mí al piso de arriba a hacer los deberes. Bastó
sólo eso para advertir que algo no iba bien. Mamá nunca nos mandaba
a hacer los deberes a no ser que quisiera perdernos de vista.
«¿O sea que ni siquiera vas a negarlo?», preguntó mamá.
«¿Por qué debería hacerlo? Ha llegado el momento de que
afrontemos la verdad. De hecho, vamos con retraso».
«Kamal, ¿qué he hecho yo para merecer esto? He sido siempre
una buena esposa, una buena madre para nuestros hijos».
«Por supuesto», convino papá. Y, aunque parecía imposible, su
tono encerraba más desprecio todavía. «Has sido una madre exce-
lente para todos mis hijos».
Desconcertada, me volví para mirar a Minnie y me topé con su
mirada. ¿Qué había querido decir papá?
«Lo hice lo mejor que pude». La voz de mamá sonó como si
fuera a romper a llorar.
«¿Lo mejor que pudiste? ¿Según qué baremo? ¿El de la ley del
mínimo esfuerzo?»
«¿Se supone que debía dejarte traer a un hijo bastardo a nuestra
casa?», gritó mamá.

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«¡Ah, no! ¿La gran Jasmine Adeyebe-Hadley criar al hijo de su
marido como a uno propio? ¡Claro que no! Dios no quiera que
tengas que romperte una uña o ensuciarte alguno de tus vestidos
de diseño por cuidar de mi hijo».
«Debí dejar que trajeras a tu hijo a nuestra casa, ahora lo sé»,
dijo mamá. «Pero cuando me lo dijiste, estaba dolida. Cometí un
error».
«Yo también, al casarme contigo», replicó papá. «Quisiste cas-
tigarme por haber tenido un hijo antes de casarnos, un niño al que
ni siquiera llegué a conocer, y eso es exactamente lo que te has
pasado haciendo el resto de nuestra vida en pareja. No me culpes
si finalmente he decidido que ya basta».
¿Papá tenía un hijo? Minnie y yo tenemos un hermano. Me vol-
ví hacia mi hermana. Ella me estaba mirando con los ojos entrece-
rrados. Teníamos un hermano...
«Kamal, quizá... tenía la esperanza de que pudiéramos empezar
de nuevo», titubeó mamá. «Solos tú y yo. Podemos irnos a algún
lugar y...»
«No seas ridícula, Jasmine», interrumpió papá.
«Se ha acabado. Acéptalo. Además, mírate... Te has echado a
perder».
Se me escapó un grito entrecortado. De hecho, no sólo se me
escapó a mí.
«Eres un hombre cruel», gimió mamá.
«Y tú una borracha», dijo papá. «Peor aún, una borracha abu-
rrida».
Minnie se levantó y subió las escaleras. No podía culparla. Yo
sabía que debía hacer lo mismo. Dejar de escuchar. Marcharme.
Irme antes de que acabara odiando a mis padres. Pero permanecí
inmóvil, como una idiota.
«Si no hubiera sido por mí nunca habrías llegado a viceprimer
ministro. No serías nadie». A mamá le temblaba la voz al hablar.
«¡Por favor! No intentes hacerme creer que lo hiciste por mí
cuando lo hiciste por ti misma, después por las niñas y, por últi-

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mo, por todos nuestros vecinos y amigos. Lo que yo quería, lo que
yo necesitaba, no figuraba en tu lista de prioridades».
«No te oí quejarte cuando mis colegas de partido te dieron a
conocer entre toda la gente de la derecha, ni cuando gracias a ellos
te empezaste a mover en todos los círculos de derechas».
«No, no me quejé», admitió papa. «Pero tú le sacaste tanto par-
tido como yo».
«Y ahora vas a dejarnos a mí y a tus hijas por... por...» La voz de
mamá rezumaba amargura.
«Se llama Grace», dijo papá tajante. «Y no te estoy dejando
ahora. Te abandoné hace mucho tiempo, sólo que no quisiste
creértelo. Tú y las niñas tendréis todo lo que necesitéis. No os fal-
tará de nada. Quiero ver a mis hijas periódicamente. Las quiero
demasiado como para permitir que las envenenes contra mí. Des-
pués de las próximas elecciones, comunicaré oficialmente nuestra
ruptura».
«No te saldrás con la tuya. Me... me divorciaré de ti», amenazó
mamá. «Lo contaré en todos los periódicos...»
«¿Te divorciarás de mí?» Papá se echó a reír. Yo me estremecí.
Me tapé los oídos con los dedos, pero los aparté inmediatamente.
«Jasmine, el día que te divorcies de mí será el más feliz de mi vida».
«No puedes permitirte el lujo de protagonizar un escándalo en
tu posición. Una posición que yo te ayudé a conseguir».
«Si me hubieran dado un céntimo por cada vez que me has di-
cho eso, sería el hombre más rico del planeta», sentenció papá.
Los pasos de papá crujían en el suelo de parqué. Me levanté de
un salto y subí las escaleras como una flecha. No paré hasta llegar
a mi habitación. Me apoyé en la puerta y cerré los ojos. No lloré.
Apenas tenía ganas de hacerlo. Agarré la chaqueta de la silla, corrí
escaleras abajo y salí antes de que nadie pudiera detenerme. Nece-
sitaba aclarar mis ideas y nuestra casa no era el lugar idóneo. Corrí
y corrí, atravesé el jardín de rosas y el páramo de camino a la playa.
Tal vez si corría lo bastante rápido mis pensamientos se reordena-
rían como por arte de magia.

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Papá había encontrado a otra persona. Nos dejaba. Además,
tenía un hermano mayor que Minnie. Todo en mi vida era incier-
to. No tenía nada a lo que aferrarme, nada que me anclase. Sólo
daba vueltas y vueltas y...
Callum...
Callum estaba allí, en nuestro lugar. En nuestro espacio. Al ver-
lo, corrí a lo largo de la playa y me tumbé en la arena junto a él.
Callum me pasó el brazo por el hombro. Nos sentamos en silencio
mientras yo trataba de ordenar mis pensamientos. Callum oteaba
el mar, yo observaba su perfil. Fue suficiente para percibir que
algo le angustiaba, le entristecía.
«Lamento lo del señor Jason», dije. «Al fin he entendido lo que
explicabas en la clase de hoy».
«No te disculpes», objetó Callum frunciendo el ceño. «Tú no
tienes por qué disculparte por todos y cada uno de los cretinos de
este mundo».
«¿Sólo por los cretinos Cruces?», pregunté dibujando una leve
sonrisa.
«Ni siquiera ellos», dijo Callum devolviéndome la sonrisa.
«Hagamos así: tú no te disculpas por los idiotas Cruces y yo no lo
hago por los ceros igual de idiotas, ¿qué me dices?»
«Trato hecho». Callum y yo nos dimos un apretón de manos.
¡Vamos, Sephy! ¡Acaba ya con esto! Respiré profundamente y
dije: «Callum, tengo que confesarte algo. Tiene que ver con mi
fiesta de cumpleaños».
Callum se quedó paralizado en cuanto las palabras salieron de mi
boca. «¿Ah, sí?», murmuró dejando caer el brazo de mis hombros.
«Es sólo que... quería que vinieras pero por razones no éticas».
«¿Cuales?»
«Quería disgustar a mi madre y a los que se hacen llamar mis
amigos», confesé. «Quería devolvérsela a todos».
«Entiendo».
«No, no lo entiendes», dije. «Te lo estoy diciendo ahora porque
me retracto de lo dicho y retiro la invitación».

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«¿Por qué?»
«Porque... porque», contesté esperando que Callum interpre-
tara mi ridículo intento como una explicación.
Callum esbozó una sonrisa forzada y dijo con aspereza: «Gra-
cias».
«¡De nada! Nosotros haremos algo distinto por mi cumplea-
ños, ¿vale?»
«Vale».
«Ardua tarea la de hacerse mayor...», suspiré de nuevo.
«Y más que se va a complicar», me advirtió Callum. Su voz de
pronto se volvió desalentadora.
Le miré y abrí la boca dispuesta a preguntarle lo que había que-
rido decir. Pero volví a cerrarla sin pronunciar palabra. Me asus-
taba demasiado la respuesta.

O Treinta y dos. Callum

Era tarde por la noche, más de las once. Estaba tumbado encima
de la cama intentando que todo lo que me había dicho la señora
Paxton cobrara sentido. La madre del señor Jason era un cero...
Algo se me escapaba. La señora Paxton estaba muy segura de
que el señor Jason estaba de mi lado, pero cada vez que me mi-
raba...
Me odiaba.
Estaba seguro. Estaba casi seguro. Quizá sólo era una paranoia,
tal vez sólo me estaba comportando como un cobarde, asumiendo
que cada Cruz era un enemigo para poder proferir «¡te lo dije!» si se
presentaba la ocasión. Pero la señora Paxton no era mi enemiga y
era evidente que Sephy tampoco. Me froté la frente. Mis pensamien-
tos se desencadenaban con tanta rapidez que empezaba a sentir un
dolor de cabeza espantoso. Ya no estaba seguro de nada.

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Alguien llamó a la puerta. Me incorporé.
«¿Quién es?»
«Lynny», dijo mi hermana. «¿Puedo entrar?»
«Claro».
Lynette entró en la habitación y cerró la puerta silenciosamente.
«¿Estás bien?», pregunté.
«No», dijo, sacudiendo la cabeza. «¿Y tú?»
«Tampoco, pero sobreviviré».
Lynny me miró extrañada al decir eso. Después sonrió y esa
expresión de extrañeza tan peculiar se esfumó sin dejar rastro.
Desde la pelea, Lynny y Jude no se habían vuelto a hablar. Ni una
palabra. Mi hermana se sentó al pie de la cama y empezó a jugue-
tear con los hilos desflecados de la funda de mi edredón. Yo no
sabía qué decir, así que no dije nada.
«¿Cómo va el colegio?»
«Bien. Estoy aprendiendo mucho». ¡Una verdad como un tem-
plo!
Lynny debió de percatarse de mi tono de voz porque levantó la
cabeza y me dirigió una sonrisa mustia. «Es duro, ¿eh?»
«Durísimo».
«¿Crees que vas a poder seguir?»
«Ahora que ya estoy dentro, no me saca de ahí ni una manada
de caballos salvajes», dije, provocador.
Lynny sonrió. Su cara reflejaba absoluta admiración. «¿Cómo
lo haces, Callum?»
«¿Hacer qué?»
«Seguir adelante».
Me encogí de hombros. «No lo sé».
«Sí que lo sabes», me dijo desafiante, haciendo que me envalen-
tonara.
Sonreí ante su convicción de que yo sabía lo que hacía. «Su-
pongo que sigo adelante porque sé lo que quiero».
«¿Y qué quieres?»
«Quiero ser alguien. Quiero destacar».

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Lynny me miró y frunció el ceño. «¿Y si no puedes hacer las dos
cosas?»
«¿Cómo?»
«Si tuvieras que escoger una, ¿cuál significa más para ti? ¿Ser
alguien o destacar?»
Se me escapó una enorme sonrisa al mirarla. No podía evi-
tarlo.
«¿Qué es lo que te hace tanta gracia?», preguntó Lynny.
«Nada, es sólo que estas conversaciones me recuerdan a los vie-
jos tiempos», le dije. «Solíamos debatir sobre todo, lo que fuera.
He echado de menos esas charlas».
Lynny me devolvió la sonrisa, pero su gesto se esfumó al decir:
«No me has contestado a la pregunta, ¡no intentes escabullirte!
¿Qué es más importante: ser alguien o destacar?»
«No lo sé. Supongo que ser alguien. Tener una casa grande,
dinero en el banco, no tener que trabajar y ser respetado allá don-
de vaya. Cuando tenga estudios y un negocio propio no habrá una
sola persona en el mundo que me mire por encima del hombro,
sea cero o Cruz».
Lynny me estudió con atención. «Ser alguien, ¿eh? ¡Hubiera
apostado a que elegías la otra!»
«Bueno, ¿de qué sirve destacar si no hay nada detrás, si no tie-
nes ni dinero?», pregunté.
Lynny se encogió de hombros. Tenía una expresión extraña en
la cara, como si estuviera triste por mí.
«¿Y a ti? ¿Qué es lo que te hace seguir?»
Lynette me dedicó una misteriosa sonrisa antes de sumirse en
sus pensamientos y excluirme completamente de ellos.
«¿Lynny?», dije vacilante.
Mi hermana se levantó y se dirigió hacia la puerta. Creía que
nuestra conversación había terminado, pero se dio media vuelta
justo antes de salir de la habitación.
«¿Quieres saber lo que me hizo seguir, Cal?», suspiró Lynny.
«Estar como una cabra. Echo de menos estar loca...»

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«Lynny, no digas eso», dije levantándome de golpe. «Tú nunca
estuviste loca».
«¿No? Y entonces, ¿por qué me siento tan vacía? Sé que antes
vivía en un mundo de fantasía, pero por lo menos... por lo menos
ocupaba algún lugar. Ahora no habito en ningún sitio».
«Eso no es verdad...»
«¿Quieres decir?»
«Lynny, estás bien, ¿verdad?» Incluso antes de hacer la pregun-
ta, ya conocía la respuesta.
«Estoy bien, sólo necesito un poco de claridad». Lynny suspiró
hondamente. «Callum, todo esto a veces no te parece un sinsentido?»
«¿A qué te refieres?»
«Justo a lo que he dicho. Nuestra existencia tiene razón de ser
desde el punto de vista de las Cruces, pero ¿y el nuestro? Porque si
esto es todo lo que hay, bien podríamos ser robots. O no existir».
«Las cosas mejorarán, Lynny», intenté decirle.
«¿En serio lo crees?»
«Sí. Estoy en el instituto Heathcroft, ¿no? Hace unos años ha-
bría sido imposible, algo inconcebible».
«Pero no te va a admitir ninguna de sus universidades».
Sacudí la cabeza. «Eso no lo sabes. A lo mejor para cuando aca-
be el colegio sí».
«Y entonces, ¿qué?»
«Conseguiré un buen trabajo y estaré rumbo a la cima».
«¿Haciendo qué?»
Arrugué aún más la frente al fulminar a mi hermana con la mi-
rada. «Me parece estar escuchando a mamá».
«Lo siento, no era mi intención». Lynny se dio la vuelta para
salir de la habitación. «Callum, sólo recuerda que», dijo dándome
la espalda, «cuando flotes y estés en tu burbuja, que las burbujas
suelen estallar. Cuanto más alto subas, más dura será la caída».
Lynette salió de la habitación sin molestarse en cerrar la puerta.
Me levanté para hacerlo yo mismo, todavía molesto con ella. Si
había una persona que no sólo debía entender mis sueños, sino

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también alentarlos, ésa era mi hermana. El término «decepciona-
do» ni siquiera empezaba a describir cómo me sentía. Estaba a
punto de dar un portazo cuando alcancé a ver la cara de Lynny al
cerrar la puerta de su dormitorio. Estaba dolida por dentro, dolida
de verdad y a punto de llorar. Salí al pasillo e hice una mueca de
dolor al tocar un clavo que no estaba a nivel con las combadas lá-
minas grises del suelo. Cuando acabé de frotarme el pie y levanté
la vista, Lynny se había esfumado.

X Treinta y tres. Sephy

«Minnie, ¿puedo entrar?»


«Si no hay más remedio...», contestó mi hermana a regañadientes.
Entré en la habitación pero me detuve al verle la cara. Había
estado llorando. Nunca había visto llorar a mi hermana. Jamás.
«Minnie, ¿estás...?» No acabé la pregunta porque ya sabía la res-
puesta. Además, preguntarle sólo haría que irritarla.
«¿Cuántas veces tengo que decirte que no me llames Minnie?»,
dijo cortante. «Me llamo Minerva. M-I-N-E-R-V-A. ¡Minerva!»
«Vale, Minnie», contesté.
Minnie me miró y sonrió con reticencia. «¿Qué quieres, cara de
sapo?», me preguntó.
Me senté encima de la mesa que está frente a la cómoda. «Creo
que papá y mamá se van a divorciar».
«Eso no va a ocurrir», dijo Minnie.
«¿Cómo puedes estar tan segura?»
«Porque papá hace años que amenaza con divorciarse de mamá
y todavía no ha ocurrido». Minnie se encogió de hombros.
Pensé un segundo. «Es que era mamá la que amenazaba esta
vez, no papá».
Minnie alzó la cabeza de súbito al oír eso. Me miró fijamente.

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«Entonces, ¿crees que es posible?»
Minnie se encogió de hombros y volvió a apartar la vista.
«¿Y qué hay de nuestro hermano?», pregunté.
«No es hermano nuestro, es sólo hijo de nuestro padre». Min-
nie se levantó y fue hacia la ventana. «¿Qué pasa con él?»
«¿Cómo lo encontramos?»
«No lo encontramos». Minnie me miró como si hubiera perdi-
do el juicio.
«Pero, ¿es que no quieres saber quién es? ¿Qué aspecto tiene?
¿No te pica la curiosidad?»
«Pues claro que no. Si no la tuve cuando supe de él hace tres
años, ¿por qué iba a tenerla ahora?»
«¡Tres años!», dije aterrada. «¿Hace tres años que sabes que te-
nemos un hermano? ¿Por qué no me dijiste nada?»
«¿Y por qué iba a hacerlo?», Minnie frunció el ceño. «¿Habría
cambiado algo? Papá tuvo una aventura antes de conocer a mamá
y tuvo un hijo. Eso es todo lo que sé o quiero saber».
Miré fijamente a mi hermana. Era como si mantuviéramos dos
conversaciones paralelas. Ella no comprendía mi punto de vista y,
desde luego, yo no comprendía el suyo.
«Minnie, ¿ni siquiera quieres saber cómo se llama nuestro her-
mano?»
«Deja de llamarle hermano. Y no, no quiero».
«Pues yo sí. Se lo voy a preguntar a papá y...»
Minnie voló por la habitación y me levantó de la silla en dos
segundos. «No vas a hacer semejante cosa, ¿me oyes?»
«Pero Minnie...»
«¿Cómo crees que se sentiría mamá si sigues preguntando por
el hijo de papá? Ya es bastante infeliz sin tu colaboración».
«¡Vale, vale!» Minnie me soltó los brazos y me los froté de in-
mediato para reactivarme la circulación.
«¿Por eso es infeliz? Por lo... ¿por lo del hijo de papá?», musité.
Minnie me miró, considerando cuidadosamente su respuesta
antes de hablar. «Es parte del motivo».

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«¿Y la otra parte?»
«Tuvo una aventura hace tiempo y...»
«¿Mamá?» Los ojos se me abrieron tanto que seguramente se
me salieron de las órbitas. «¿Mamá tuvo una aventura?»
«No te sorprendas tanto». Minnie sonrió ante mi expresión.
«Creo que sólo lo hizo para poner firme a papá y captar su aten-
ción».
«¿Funcionó?»
«¿Tú qué crees?», dijo Minnie irritada. «Sólo les alejó aún más.
Y entonces mamá se sintió todavía más sola. Ya sabes, sin ami-
gas».
«¿De qué hablas? ¡Si le salen las amigas de debajo de las pie-
dras!», dije burlona.
«No son amigas íntimas, no de aquellas a las que les confías
todo».
«Seguramente las ha alejado a todas con sus cambios de hu-
mor», dije gimoteando. «Un día me aparta o actúa como si no
existiera, ignorándome por completo; y al siguiente, quiere acapa-
rarme todo el tiempo. Si no tuviera que vivir en la misma casa que
ella, yo tampoco la soportaría».
«Se siente sola», dijo Minnie.
«¿Y por qué no sale a hacer nuevos amigos?», pregunté.
Minnie me regaló una de aquellas sonrisas de superioridad que
me sacaban de quicio. «Eres muy joven, Sephy».
«No me seas perdonavidas», gruñí.
«No lo soy, sólo constato un hecho. ¿Y sabes lo que quiero para
ti?»
«¿Qué?», pregunté esperando una respuesta desagradable.
«Que nunca crezcas».

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O Treinta y cuatro. Callum

Bueno Callum, se acabó. ¿Lo vas a hacer o no? ¿Vas a defenderte?


Has aguantado más de medio trimestre esta... esta porquería. Ha-
bla. Di algo. No seas cobarde. ¡Hazlo!
«Disculpe, señor Jason. ¿Puedo hablar con usted un minuto?»
«De acuerdo, pero un minuto de reloj», contestó el señor Ja-
son sin molestarse en levantar la vista mientras enhebillaba su
cartera.
Miré a mi alrededor, esperando a que la última persona saliera
del aula.
«¿Y bien?», espetó el señor Jason encaminándose hacia la
puerta.
«¿Por qué... por qué saqué apenas un Bien en el examen parcial
si saqué veintisiete de los treinta puntos posibles en el último exa-
men y fui el mejor?»
«Tu nota refleja otras cosas aparte de lo bien que lo hagas en el
examen».
«¿Cómo qué?»
«Como los trabajos y los deberes presentados hasta la fecha,
por no mencionar tu actitud».
«Nunca he sacado menos de un nueve en los deberes».
El señor Jason se detuvo junto a la puerta. Por fin tenía toda su
atención. «¿Estás cuestionando mi criterio? Porque eso es exacta-
mente a lo que me refiero cuando digo que tu actitud deja mucho
que desear».
«Sólo quiero saber el porqué, eso es todo».
«Te he dado la nota que mereces, ni más ni menos».
«Adotey ha sacado un Notable, cuando hasta ahora he obteni-
do mejores notas que él y cinco puntos más en el examen».
«Si no te gusta cómo he puntuado, siempre puedes reclamar»,
me retó el señor Jason.

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Pero estaba preparado para ese desafío. «De acuerdo, lo haré».
Quise salir delante de él, pero me cortó el paso de un por-
tazo.
«Veo que has escogido este preciso instante para ridiculizarte,
McGregor. La nota no te va a cambiar, te lo puedo asegurar».
Lo contemplé mientras las palabras de la señora Paxton seguían
haciéndose eco en mis oídos.
«¿Por qué me odia tanto?» Las palabras me salieron atropella-
damente, entre la frustración y el enfado. «Si tuviera que tener a
alguien de mi lado, ése debería ser usted».
El señor Jason se irguió tanto como pudo y me miró con ojos
de hielo. «¿De qué estás hablando, chico?»
«Usted es medio cero, por eso no entiendo...»
La cartera del señor Jason cayó olvidada al suelo. Me agarró
con fuerza de los hombros y empezó a zarandearme. «¿Quién te
ha dicho eso... esa mentira?»
«Yo... na... nadie. Sólo pensé que... como usted tiene la piel más
clara que la señora Paxton y que los demás, creí que...»
El señor Jason me soltó tan bruscamente como me había cogi-
do. «¿Cómo te atreves? ¿¡Cómo te atreves!? ¿A quién más le has
dicho eso?»
«A nadie».
«¿A nadie?»
«Lo juro».
«Cada vez que te miro doy gracias a Dios por no ser uno de los
tuyos. ¿Me oyes? Gracias a Dios».
«Sí... sí, señor...»
El señor Jason recogió su cartera y salió de la habitación a paso
militar. Yo no me di cuenta hasta que había desaparecido, pero
estaba que temblaba. De hecho, temblaba literalmente.
Pero al menos esa pregunta ya tenía respuesta.

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X Treinta y cinco. Sephy

El señor Jason andaba a pasos agigantados con la cara como un


flan. El hombre estaba completamente fuera de sí. Pude darme
cuenta porque iba observando las caras de todos los chicos, pre-
guntándome si aquél se parecía a mi hermano, si tenía los mismos
ojos, la misma nariz, la misma boca que mi hermano. Llevaba
todo el día haciéndolo. De hecho, llevaba haciéndolo desde que
supe de su existencia. Mi hermano. Doblé la esquina y vi a Callum
en el umbral del aula. Quería contarle las novedades sin perder
más tiempo. Miré a ambos lados del pasillo para asegurarme de
que estábamos solos y dije: «Callum, adivina... No te vas a creer
lo que acabo de descubrir escuchado una conversación de mis pa-
dres...»
«Ahora no, Sephy».
«Pero es importante...»
«Sephy, te he dicho que ahora no. ¿Eres incapaz de pensar en
nadie más que en ti misma, para variar?», me interrumpió Ca-
llum.
Y se marchó rápidamente en la dirección opuesta a la del señor
Jason, no sin antes percibir que su expresión era el reflejo de la de
nuestro profesor. Idéntica.

O Treinta y seis. Callum

Estábamos todos sentados para cenar y nadie abría la boca. Nadie


tenía nada que decir. Lynny seguía cabizbaja y concentrada en el
plato de salchichas con patatas fritas. Jude tenía la misma expre-
sión amarga y huraña que le acompañaba desde que él y mi her-

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mana se habían enfrentado. Papá tenía la tristeza dibujada en la
cara. Mamá lanzó el tenedor y el cuchillo contra el plato y el estré-
pito nos hizo saltar a todos.
«¡Por Dios santo! ¿Qué es lo que le ocurre a todo el mundo?»
«Meggie...»
«No me vengas con “Meggie”», le gruñó mamá a papá. «Ya
hace tiempo que hay una atmósfera rara en casa. ¿Qué ocurre?»
«Me voy a pasear». Lynny se levantó de la silla de un salto.
«¿Lynny?» Mamá no era la única sorprendida.
Era la primera vez en muchísimo tiempo que Lynny mostraba
la más mínima intención de salir de casa sola.
«No pasa nada, mamá. Sólo voy a salir un rato».
«¿Adónde vas?», inquirió mamá.
Lynny esbozó una sonrisa amable. «Mamá, ya soy mayorcita.
Deja de preocuparte».
«¿Quieres que te acompañe?», pregunté.
Lynny sacudió la cabeza, se dio la vuelta con brusquedad y se
dirigió hacia el piso de arriba.
«Creí que ibas a dar un paseo», prosiguió mamá persiguiéndola.
«Antes quiero hacer algo», exclamó Lynny.
Seguí cenando, a falta de algo mejor que hacer.
«Me voy, os veo después», declaró Lynny cuando por fin volvió
a bajar.
Cogió la gabardina y se dirigió hacia la puerta ante nuestra mi-
rada atenta. Lynny dio media vuelta. Mamá se levantó pero se vol-
vió a sentar sin quitarle el ojo de encima.
«Adiós a todos», sonrió Lynny. Era la sonrisa más triste que ja-
más había visto. Y entonces cerró la puerta y desapareció.
«Ryan, quiero saberlo todo, y no me vengas con que no es nada.
Esta vez no va a funcionar. Uno de vosotros va a tener que empe-
zar a hablar, y rápido».
Jude agachó la cabeza. Yo miré a Jude. Papá estudió a mamá.
«Meggie, fue cuando fuiste a visitar a tu hermana por última
vez», reveló papá al fin.

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«Te escucho», repuso mamá sombría.
Y mientras papá le explicaba todo lo que había pasado, noso-
tros esperábamos a que descargara la tormenta.
Mamá nos fulminó con la mirada, uno a uno. Sabía que seguía
haciéndolo aunque no me atreviera a mirarla. Después de mucho
gritar, llevaba tres horas dirigiendo miradas asesinas y arrugando la
frente hasta que, no sé los demás, pero yo me sentí como un gusano
atrofiado que se retuerce para que le inspeccionen con desprecio.
«Ryan, ¿dónde está mi hija?», preguntó mamá por enésima
vez.
Papá no contestó. No podía. Siguió cabizbajo.
«Jude y Lynette peleándose... Ryan, no me puedo creer que lo
permitieras. Eres el hombre más inútil con el que jamás he tenido
la desgracia de cruzarme», dijo mamá con hondo reproche.
«Mamá, no es culpa de papá». Jude intentó mediar.
«Y tú haz el favor de callarte ahora mismo». Mamá se le encaró
como una rata arrinconada. «Estoy hasta las narices de que creas
que tus opiniones siempre son acertadas y que los demás nunca tie-
nen razón. Llevas meses metiéndote con tu hermana, acosándola».
«Bueno, tú me has hecho lo mismo a mí, así que creo que, como
quien dice, estamos en paz», espetó Jude amargamente.
«Yo me he metido contigo, como tú dices, porque no haces
nada con tu vida. Podrías trabajar con tu padre de leñador o ser
aprendiz del viejo Tony, pero...»
«¡El viejo Tony siempre está borracho como una cuba! Si le en-
cendieras una cerilla frente a la boca ardería toda la calle. ¡Y yo no
quiero trabajar en esa maldita panadería!», gritó Jude. «Si me meto
ahí no saldré jamás, acabaré cubierto de harina y haciendo pan
hasta el día que me muera».
«Es un trabajo honesto».
«¡Yo no quiero un trabajo honesto!»
«Tú no sabes lo que quieres», sentenció mamá.
«Sí que lo sé, quiero ir al colegio». Las palabras le salieron de
forma precipitada.

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Miré fijamente a Jude. ¿Desde cuándo quería volver a la escue-
la? Siempre me había menospreciado por tener la nariz metida en
un libro tras otro. Cuando estudiaba para el examen de acceso al
instituto Heathcroft, cada palabra, cada sílaba que me dirigía, des-
pedía un aroma a sarcasmo y desprecio.
«Jude, ya hemos hablado de esto», suspiró mamá impaciente-
mente. «No teníamos dinero para que siguieras en el colegio. Yo
perdí el trabajo, ¿recuerdas?»
«Pero sí que encontrasteis dinero para que fuera Callum», dijo
Jude. «Toda la atención y el cariño en esta casa se centran en Ly-
nette y en Callum. ¿Y yo?»
«Niño, deja de decir tonterías», interrumpió mamá. «Eres hijo
nuestro y te queremos, tanto como a los demás, aunque en este
preciso instante no es que os tenga mucho aprecio a ninguno de
vosotros».
«De acuerdo, no os voy a castigar más con mi presencia». Jude
se levantó y se dirigió a la puerta.
«Jude...» Mamá también estaba de pie y avanzaba.
Jude abrió la puerta bruscamente pero tuvo que detenerse ante
la presencia de dos policías enmarcados por la oscuridad. Uno de
ellos tenía el brazo alzado, a punto de llamar a la puerta. Parecían
tan sorprendidos de vernos a nosotros como nosotros a ellos. El
policía que iba delante era claramente el que llevaba la voz cantan-
te. Un sargento de policía, creo. Un tipo larguirucho cuyo unifor-
me le iba al menos una talla grande. El agente que le acompañaba
era el extremo opuesto. Estaba fuerte como un roble. Lo que le
faltaba de altura lo tenía de anchura. Ambos eran Cruces, cómo
no. Los policías cero eran una especie rara, como la nieve azul.
«¿El señor McGregor?» El policía de más rango escudriñó el
salón. Papá se levantó lentamente.
«Lynette...», susurró mamá. Su mano, temblorosa, encontró a
tientas la parte trasera del sofá. Tenía los ojos clavados en los po-
licías.
«¿Podemos entrar?»

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Papá accedió a disgusto: «Por favor».
Entraron en el salón y cerraron la puerta cuidadosamente.
«Soy el sargento Collins y él es el agente Darkeagle», dijo el po-
licía de mayor rango.
«¿Policías?» Papá habló en medio del silencio general del salón.
Estábamos tan tensos que las evidencias sólo hacían que empeorar
la tortura.
«Lo siento mucho, señor, señora. Me temo que tengo malas
noticias».
Los agentes lucían un semblante de lástima y vergüenza. Papá
tragó fuerte, tenía la cara tallada en granito.
«¿Qué ha pasado?»
Mamá asió el sofá con más fuerza, sus nudillos palidecían por
momentos. Me quedé mirando a los agentes, diciéndome que,
fuera lo que fuera, no sería, no podía ser tan grave como los pensa-
mientos que me rondaban por la cabeza.
Pero lo era.
«¿Tienen ustedes una hija que se llama Lynette McGregor?»
Papá asintió.
«Lo siento muchísimo señora, pero ha habido un accidente, un
trágico accidente. Siento decirle que se ha interpuesto en la trayec-
toria de un autobús. Los... los testigos han declarado que parecía
estar en su propio mundo. ¿Estaba preocupada por algo?»
Nadie contestó a la pregunta. Creo que él no esperaba respues-
ta, porque prosiguió casi de inmediato.
«No ha sido culpa de nadie. Si sirve de consuelo, murió al ins-
tante. No sufrió. Lo siento mucho».
Nadie habló. Yo seguí con la mirada clavada en el agente, el
portador de malas noticias. No podría haber mirado a alguien de
la familia aunque me hubiese ido la vida en ello.
Era todo culpa mía.
Así me sentí. La recordé observándose en el espejo roto del sa-
lón, con las manos ensangrentadas en donde se había cortado con
el cristal. Hacía sólo unos días. Sólo una vida. Lynette...

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«Si desea verla, su hija está en el depósito de cadáveres del hos-
pital municipal...»
«¡No!» Mamá soltó un repentino aullido, como un animal he-
rido, y clavó las rodillas en el suelo.
Al instante, papá estaba a su lado. Jude dio un paso hacia ade-
lante, después se detuvo. Los dos policías apartaron la mirada, no
querían ser espectadores del dolor de mamá. Yo estaba de pie
como una estatua, helado y mudo. Pasaron los segundos. Papá
atrajo a mamá hacia él y la acunó. Mamá no hablaba, no lloraba.
No emitió ni un sonido más. Tenía los ojos cerrados mientras de-
jaba que papá la meciera. El sargento Collins se acercó con una
tarjeta en la mano.
«Éste es mi número. Si necesitan algo, lo que sea, sólo tienen
que llamarme. He anotado el teléfono de un servicio de apoyo al
duelo en la parte trasera de la tarjeta, por si desean utilizarlo».
Papá cogió la tarjeta. «Es muy amable, agente. Gracias». La voz
le temblaba.
«Lo lamento», dijo el sargento Collins una vez más, antes de
invitar al agente a salir por la puerta principal.
Tan pronto como la puerta se cerró, me hundí en el sofá. Ly-
nette se me metió en la cabeza y me inundó los pensamientos, me
agitó y bailó a través de mí hasta que tuve la sensación de que
me engullía. Jude permaneció bastante quieto, parecía estar com-
pletamente perdido. Mamá abrió los ojos lentamente. Se apartó
de papá, que la dejó ir con reticencia, antes de volverse hacia no-
sotros. Una lágrima solitaria le rodó por la mejilla.
«Debéis de estar todos muy orgullosos», dijo. «Espero que es-
téis contentos».
«Meggie, eso no es justo», repuso papá. «El oficial dijo que fue
un accidente».
Mamá nos miró a todos, uno a uno. «¿Lo fue? ¿O creéis que
estaba pensando en lo que le habíais dicho?» Luego, mamá hundió
la cabeza entre sus manos, murmurando: «Mi pequeña... mi pe-
queña...»

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Y no pudimos hacer más que levantarnos y mirarla, juntos,
pero muy solos.

X Treinta y siete. Sephy

Cambié de un canal a otro buscando algo que ver, algo en que


ocupar el tiempo. Nada por aquí. Nada por allá.
«¡Dios santo!» Minnie me arrancó el mando de las manos y lo
lanzó al otro lado de la habitación.
«¿Qué mosca te ha picado?», pregunté.
«¿Es que a ti nunca te molesta nada?», dijo Minnie sacudiendo
la cabeza.
«Me molestan muchas cosas», gruñí.
«Pero ninguna te quita el sueño, ¿eh?»
«¿De qué estás hablando?», resoplé.
«Mamá y papá se van a separar. Va a ocurrir de verdad. ¿Es que
eso no te importa?»
«Me importa, y mucho», protesté. «Papá tiene a otra, mamá
ahoga sus penas en alcohol todavía más que antes y tú la tomas
conmigo porque soy un blanco fácil. Pero no es exactamente algo
que esté en mis manos, ¿no?»
Antes de irse de la habitación, Minnie me lanzó una mirada
que habría talado una secoya gigante. Me levanté y busqué el man-
do. ¡Madre mía! ¿Acaso era mi culpa?
¿Pero qué es lo quería de mí, maldita sea? Si hubiera podido
hacer algo para remediar lo de papá y mamá, lo habría hecho. Pero
una persona, especialmente una como yo, no cambiaría nada en
absoluto. Al menos encontré el mando y me volví a sentar en el
sofá, con un enfado que crecía por segundos. Minnie me volvía
loca con sus recurrentes cambios de humor y su carácter arisco.
De hecho, si pensaba que...

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«¡Sephy, llama a una ambulancia! ¡Rápido!»
Jamás me había movido a tanta velocidad. Subí las escalera de
dos en dos, y hasta de tres en tres, siguiendo la voz de Minnie. Co-
rrí hasta su habitación pero estaba vacía. Me apresuré hacia el dor-
mitorio de mamá, al otro lado del pasillo, pero me paré de golpe,
como si hubiera dado contra un muro invisible de ladrillo. Mamá
estaba desplomada en el suelo, con un frasco de somníferos a su
lado y unas cuantas pastillas desparramadas por la alfombra. Muy
pocas pastillas. Minnie acunó la cabeza de mamá en su regazo,
acariciándole el pelo frenéticamente y gritando su nombre.
«¡Una ambulancia! ¡Ahora!», imploró Minnie.
En estado de shock, corrí por el pasillo hasta el teléfono con los
ojos como platos. Mamá había intentado suicidarse.
Mi madre había intentado suicidarse...

O Treinta y ocho. Callum

Algo me ocurría. No lloraba. No podía. Me senté en la cama y


contemplé el vacío, pero no lloré. Me tumbé boca arriba con las
manos detrás de la cabeza, y tampoco. Probé boca abajo, con la
cara enterrada en la almohada, y esperé a que empezaran a caer las
lágrimas. No había manera. Mi hermana había muerto y yo era
incapaz de sentir nada. Con la cara todavía enterrada en la almo-
hada, apreté los puños y los enterré bajo el cuerpo para no hacer
ninguna tontería, como pegarle a la pared o a la cabecera de la
cama. Mis dedos rozaron algo frío y suave. Me incorporé y levanté
la almohada. Había un sobre con Callum escrito en la caligrafía
diminuta y ordenada de mi hermana. Noté como una cálida des-
carga eléctrica me atravesaba el cuerpo. Lo tomé. La carta cayó al
suelo. La contemplé, incapaz de creer lo que estaba viendo.
«¿Lynny?», susurré confuso.

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Miré a mi alrededor, esperando verla de pie en la puerta de mi
dormitorio, sonriéndome, con la expresión de «¡te pillé!» dibujada
en la cara. Pero la habitación estaba vacía. ¿Qué debía hacer? Me
agaché y recogí la carta con los dedos temblorosos. Estaba de­ses­pe­ra­
do por saber lo que decía pero, al mismo tiempo, estaba aterrado.
Cuenta tres y lo haces. Llegué hasta dos y rasgué el sobre. Empecé a
leer con el corazón latiendo con la fuerza de un martillo.

Querido Callum,
No es una carta fácil pero quería que todos supierais la verdad. A
estas alturas, si tengo mucha suerte y Dios es bueno conmigo, ya no
estaré por aquí. Estoy cansada y quiero escapar, es tan sencillo como
eso. He intentado pensar en la mejor manera de hacerlo y creo que lo
más fácil es ponerse delante de un autobús, un tranvía o un tren. ¡Un
coche es una lotería! ¡Mira! Junto al sentido del humor me ha vuelto
la cordura. Puedo vivir de nuevo con mi cordura. Lo que no soporto
es la vuelta a la realidad.
Intentaré que parezca un accidente para que papá y mamá no sien-
tan vergüenza, pero quería que tú supieras la verdad. Ya no me aver-
güenzo de quién soy pero no quiero vivir en un mundo donde lo que soy
no es suficiente, donde nada de lo que haga va a bastar porque soy un
cero, siempre lo seré y nada puede cambiarlo. Espero que Sephy y tú
tengáis más suerte que Jed y yo, si es lo que quieres. Cuídate. Y, aunque
la vida te dé la espalda, tienes que ser fuerte. Sé fuerte por los dos.
Con todo mi amor,
Lynette

Lynny...
Me quedé mirando la carta entre mis manos. Las palabras se
nublaban y nadaban ante mí. No hacía falta que lo leyera una se-
gunda o tercera vez. Con una me bastaba. Arrugué la carta y la
estrujé hasta hacerla más y más pequeña. La apreté tanto como me
oprimía el corazón. Me senté en una quietud absoluta durante un
minuto, o una hora, no sé cuánto. Suficiente para que el dolor de

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mi garganta amainase, para que los ojos dejaran de picarme. Y
sólo empecé a moverme cuando estuve completamente seguro de
que ya no sentía semejante dolor. Rasgué la carta en mil pedazos y
los dejé caer al suelo en una lluvia de papel.
Por primera vez en mi vida odiaba a mi hermana. La odiaba.
Había abandonado. Había cedido ante la vida y me había dejado a
mí para que la viviera por los dos. Con todo mi amor... ¿Eso es todo
lo que el amor había hecho por ti? ¿Obligarte a rendirte y ceder?
¿Dejarte a merced del dolor y la pena? Si así era, me juré que nada
me iba a obligar a hacer lo mismo que ella.
Nada.

X Treinta y nueve. Sephy

Minnie y yo nos sentamos juntas, con su brazo rodeándome los


hombros.
«¿Minerva...?»
«¡Silencio!», susurró Minnie. «Mamá va a ponerse bien. Ya ve-
rás. Se pondrá bien».
Miré a ambos lados del pasillo alfombrado. El lugar parecía más
un hotel que un hospital. ¿Sabían lo que se hacían? ¿Dónde estaba
mamá? Sólo nos habían dejado entrar en la ambulancia porque
Minnie había insistido y no había soltado la mano de mamá. Justo
al llegar, a Minnie y a mí nos habían acompañado a una sala de es-
pera mientras a mamá la tendían en una camilla y se la llevaban a
otro lugar. Los minutos pasaban, pasaban y pasaban, pero no suce-
día nada. Ni palabras, ni enfermeras, ni médicos. Nada.
Retorcí las manos en el regazo y las observé.
Por favor, Dios... Por favor...
«¿Minerva? ¿Persephone? Ah, estáis ahí». Juno Aylette, la secre-
taria personal de papá, venía por el pasillo hacia nosotros.

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Minnie se puso en pie. Seguí su ejemplo e hice lo propio.
«Es una pena que hayáis estado tan lentas de reflejos», dijo Juno.
Miré perpleja a Juno y luego a Minnie, que estaba tan atónita
como yo.
«Tendríais que haberme llamado a mí en vez de llamar a una
ambulancia desde el teléfono fijo. Ya se ha filtrado la noticia de
que tu madre se había tomado una sobredosis porque tu padre
había encontrado a otra», dijo la secretaria de papá frunciendo el
ceño. «Ahora me va a tocar hacer malabares...»
Negué con la cabeza, convencida de que mi mente me estaba
jugando una mala pasada. Seguro que había oído mal. Seguro.
Nadie tendría tan poca consideración, tan poco corazón.
«Mamá intentó suicidarse...», susurró Minnie.
«Pues claro que no», espetó Juno sacando el móvil. «El que in-
tenta suicidarse se toma más de cuatro somníferos. Sólo intentaba
llamar la atención y ganarse simpatía». Presionó unas cuantas te-
clas de su teléfono.
Me volví hacia mi hermana. «Minnie, ¿qué...?»
«Hola, ¿Sánchez?» La voz de Juno se solapó con la mía. «Escucha,
necesito que me devuelvas un par de favores. Estoy en el hospital y...
sí, claro que está bien... no es nada, te lo prometo, pero necesitamos
que corra la voz de que fue un accidente, nada más.... Sí... Sí...»
Minnie le arrancó el teléfono de las manos y lo tiró al suelo an-
tes de triturarlo con el tacón de la bota. Fijé la mirada en mi her-
mana con el corazón a mil y los ojos ardiendo de una admiración
desconocida.
«¿Cómo te atreves...?», intentó decir Juno.
«¡Vete al infierno!», gritó Minnie.
«Eres una mocosa malcriada, Minerva Hadley».
«¡Y tú una arpía inhumana!» Y con esas palabras, mi hermana
se encaminó hacia urgencias.
Le dediqué una sonrisa de suficiencia a Juno antes de arrancar
a correr para alcanzar a mi hermana. Ella me devolvió una mirada
adusta.

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«Soberbio Minerva. ¡Sencillamente increíble!», exclamé.
Y aunque no sonrió, se le suavizó la expresión de ira.
Ligeramente.

O Cuarenta. Callum

Era el día del funeral de Lynette, una semana después de su «acci-


dente». Una semana sin escuela, sin lágrimas, sin nada. Me había
ido a dar un paseo matutino a la playa. Solo. De pie en la arena,
llevaba mi único traje azul y contemplaba cómo se solapaban las
olas en una y otra dirección, preguntándome por qué lo hacían.
¿Qué sentido tenía, si es que tenía alguno? ¿Había algo en este
mundo que tuviera algún sentido, o es que Lynette tenía razón? Al
final caminé de vuelta a casa. Solo.
Me encontré la casa a rebosar de gente. De amigos, familiares,
vecinos y extraños. No me esperaba a toda esa gente. No podía
con ellos. Papá había dicho que iba a ser un funeral tranquilo,
pero parecía que cada cero de las Praderas estuviera intentando
meterse en nuestro salón. Me quedé de pie en una esquina y ob-
servé un rato. Amigos y extraños por igual peleaban por ser
quien corriera más a decir lo mucho que lo sentían y charlaban
sobre los «accidentes trágicos» y las «vidas malgastadas». Había
venido tanta gente a darnos el pésame que tanto el jardín delan-
tero como el trasero estaban abarrotados, por no mencionar la
casa. El nivel acústico del parloteo era constante. Pensé que, si
no me escapaba rápido hacia algún rincón para encontrar paz y
tranquilidad, explotaría. Jude estaba con unos amigos y lucía
una expresión ya permanentemente sombría en el rostro. No de-
cía mucho pero bebía. Cerveza, creo. Y por la manera de tamba-
learse, estaba claro que no era la primera. Bueno, si quería hacer
el tonto yo no iba a impedírselo. Por mí podía hacer el ridículo,

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me daba igual. El mundo entero se podía ir al infierno, me im-
portaba bien poco.
¿Qué hubiera hecho Lynny con todo este jaleo? Seguramente
habría estado tan alterada como yo. Y, ¿qué dirían mamá, papá y
Jude si descubrieran que el «accidente» de Lynny no lo fue para
nada? Era una pregunta absurda. Yo ya sabía lo que dirían, cómo
se sentirían. Así que no lo sabrían jamás. Había quemado los pe-
dazos de la carta de Lynny. Sólo yo sabía lo que había pasado en
realidad. Y juré que seguiría siendo así. Se lo debía a mamá y a
papá. Especialmente a mamá.
El ruido a mi alrededor era incesante. Me froté las sienes, don-
de ya notaba un dolor punzante. ¿Mamá y papá realmente habían
invitado a toda esta gente? ¿Dónde estaba papá? Hacía rato que no
lo veía. Ni a mamá, dicho sea de paso. Me desplacé por la habita-
ción lo mejor que pude, estrechando manos y dando las gracias
ante los pésames que me llegaban de todas direcciones. Justo
cuando pensaba que tendría que largarme de ahí o reventaría, por
fin vi a papá. Estaba en una esquina formando un corrillo con
otros dos hombres. Uno, de aspecto desaliñado, tenía el bigote
corto y lucía una cola de caballo que recogía un cabello rubio y
ondulado. El otro tenía el pelo castaño y el tipo de bronceado que
sólo se consigue pagando. Parecía casi mestizo, un tipejo con suer-
te. Cuánto me gustaría poderme pagar el tratamiento para oscure-
cerme la piel permanentemente.
Empecé a caminar hacia ellos pero sus miradas de solemnidad
me pararon los pies. Los contemplé e intenté leerles los labios.
Aunque nunca lo había intentado, era como si algo me convencie-
ra de que todo lo que tenía que hacer era concentrarme para ser el
mejor leedor de labios del mundo. Bueno, el mejor leedor de la-
bios cero, en cualquier caso.
Papá no decía mucho. Asentía una y otra vez. Una palabra aquí,
un gesto afirmativo allá, no hacía más que eso. Al parecer, a los
otros dos les bastaba porque al seguir la conversación empezaron
a sonreír y a darle palmadas en la espalda. Entonces uno de ellos le

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dejó algo a papá en la mano. Papá ni lo miró, pero lo embutió en
el bolsillo de la chaqueta. Por el rabillo del ojo vi a mamá entrar
en la habitación. Buscaba a papá. Lo vio e inmediatamente empe-
zó a abrirse camino entre la multitud en dirección a él. Entonces
se detuvo. Se dio cuenta de con quién estaba. La cara se le encen-
dió de furia. Se abrió paso hacia ellos con más ímpetu todavía. Yo
estaba tan concentrado en observar las miradas cruzadas que no
me percaté del silencio que barrió la estancia hasta que me había
alcanzado y pasado de largo. Miré en torno a mí y vi que todos
centraban su atención en algo que sucedía a mis espaldas. No ha-
blaba nadie. No se movía nadie. Me giré, preguntándome qué po-
día provocar una reacción así.
Verla fue como recibir el puñetazo de un boxeador en la boca
del estómago. De hecho, me quedé estático, sin aire.
Sephy...
¿Qué hacía ella aquí? ¿Estaba loca? Despedía una quietud como
la de las ondas que se forman al lanzar una piedra al lago. Sephy
caminó hacia mí, me miraba directamente pero no decía nada.
Entonces su mirada me pasó de largo en busca de su objetivo. Me
giré como todos los demás a ver lo que iba a hacer. Llegó hasta mi
madre, que sólo estaba a un par de pasos de mi padre por enton-
ces.
«Señor y señora McGregor, sólo quería venir a verles para de-
cirles lo mucho que lamento lo de Lynette. Sé por lo que están
pasando. Mi madre... lo sé...» La voz de Sephy se apagó. Tendría
que haber tenido la piel de un rinoceronte para no darse cuenta de
la atmósfera que había en el salón. «Espero no entrometerme ni
nada parecido... sólo quería decir que... lo siento...»
Mamá fue la primera en recuperarse. «No se entromete, seño-
rita Hadley». Dio un paso al frente. «Gracias por venir. ¿Quiere
beber algo?»
Sephy echó un vistazo a todas las miradas clavadas en ella, la
mayoría destilaban desconfianza y hostilidad. «No, no creo que
sea buena idea».

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«Tonterías. Ha venido hasta aquí y no se puede ir sin haberse
tomado algo. ¿Verdad que no, Ryan?» Mamá le hablaba directa-
mente a papá.
Papá estaba solo en una esquina de la sala. Los dos hombres
con los que estaba hablando habían desaparecido, al parecer se
habían desintegrado. Pero no importaba. Sephy había captado
toda la atención de papá. Él la miraba como si fuera una asquerosa
variedad de hongo que le había crecido en el ombligo, justo igual
que la señora Hadley cuando fui a ver a Sephy tras la paliza que
recibió. Exactamente igual.
«¿Ryan?» El tono severo de mamá hizo que papá alzase la cabe-
za para mirarla.
«Hola, señorita Hadley», consiguió escupir papá.
«Me voy».
«Sephy...» Me dirigí hacia ella pero se me adelantó Jude.
«¡Sí, vete!», dijo furioso. «¿Quién te manda venir aquí? Tú y tus
falsas condolencias no sois bienvenidas».
«Jude, ya basta», exclamó mamá admonitoriamente.
«Si le importa tanto, ¿dónde ha estado los tres años en los que
Lynette estaba fuera de sí y apenas teníamos nada que llevarnos a
la boca, y mucho menos el dinero para proporcionarle la ayuda
que necesitaba? ¿Dónde estaba esta equis cuando te despidieron y
tuve que dejar el colegio, mamá? ¿Dónde estaba cuando echaron a
Harry?» Jude señaló a un hombre junto a la puerta. «Y todo por
portarse como una mocosa a pesar de que sabía que podía meterle
en un buen lío».
Sephy miró fijamente a ese tal Harry, que la miraba con la mis-
ma intensidad. Nunca en mi vida había visto a aquel hombre.
¿Qué tenía que ver con Sephy?
«El chófer nuevo me dijo que lo habías dejado». La voz de Se-
phy era poco más que un susurro, pero en la quietud de la sala la
oyó todo el mundo.
«¡Me despidieron por dejarte sola ante los disturbios del co-
legio!», gritó Harry amargamente a través del salón. «Te rogué

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que te quedases en el coche pero no quisiste, ¿recuerdas? Cuan-
do acabaste con la cara aplastada contra la pantalla del televi-
sor y yo no aparecí, tu madre me echó tan rápido que tendré
la huella de su pie marcada en el trasero hasta el día que me
muera».
Susurros llenos de resentimiento y animadversión barrieron la
sala.
Sephy meneó la cabeza sorprendida. «No lo sabía. Lo juro. No
sabía nada».
«Tampoco te molestaste en averiguarlo», dijo Harry, apartán-
dose con repugnancia.
«Tú y los tuyos no nos habéis traído más que dolor». Jude le dio
un fuerte empujón a Sephy en el hombro. Algunos exclamaron
ante su atrevimiento. Agredir a una Cruz así era clamar guerra,
pero a Jude hacía mucho que había dejado de importarle. «Y tie-
nes el valor de venir aquí...»
«Señora McGregor, señor McGregor...» Sephy apeló a los dos
pidiendo ayuda.
«Persephone, creo que será mejor que te vayas», dijo papá.
«Pero si no he hecho nada...», repuso Sephy desconcertada.
«Exacto, no has hecho nada», asintió papá con mordacidad.
«Vienes aquí con tu vestidito, que cuesta más de lo que yo gano en
un año, ¿y se supone que tenemos que dar saltos de alegría? ¿Es así
como funciona?»
«No...», susurró Sephy.
«Vete de una vez», rugió Jude. «Venga, piérdete antes de que
haga algo de lo que pueda arrepentirme».
Sephy miró a su alrededor. Sus ojos toparon con los míos. In-
tenté ir hacia ella pero una señora detrás de mí me cogió del brazo
y me retuvo.
«Déjala ir. Los ceros y las Cruces no se mezclan, chico», susurró
la señora.
Sephy sacudió la cabeza y se marchó como un rayo. Vi dema-
siado bien el brillo de sus ojos cuando me pasó por delante. Aun-

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que la habitación estuviera llena hasta la bandera, se le abrió un
camino como si fuera el mismísimo Moisés.
«No tenías derecho a hacer eso, Jude». Mamá esperó hasta que
Sephy se hubiera ido para reñir a mi hermano.
«Sí, sí que lo tenía». Papá respondió antes de que Jude pudiera
abrir la boca. «Aquí no se la quería. Jude sólo le dijo la verdad».
Mamá no fue la única que se quedó mirando a papá. ¿A qué
venía todo eso? Creía que el lema de papá era vivir y dejar vivir.
¿Desde cuándo había cambiado? ¿Cuando murió Lynny...? Puede
que siempre fuera así y yo nunca lo quisiera ver.
«¿Ryan...?», dijo mamá.
A nuestro alrededor, la gente volvió a una conversación tensa y
sofocada. Llegué al lado de mamá justo al mismo tiempo que
papá.
Se paró y miró a mamá directamente con una expresión fría y
dura que jamás le había visto en el rostro. «Meggie», dijo. «Mi
existencia en vano se ha terminado».
Entonces se alejó. Mamá se volvió para ver cómo se marchaba.
Observé cómo papá se retiraba. Había algo en él, la manera de
andar, de hablar... Había algo en su voz que me asustaba. Me daba
pavor.

X Cuarenta y uno. Sephy

Sólo hacía tres años que la madre de Callum había trabajado para
la mía. Tres cortos años. Tres años que habían transcurrido como
tres minutos para mí, pero entrar en la casa de Callum había sido
como meterme en una habitación llena de desconocidos. Recor-
daba a su madre y a su padre con suma nitidez, pero lo que recorda-
ba no tenía nada que ver con la realidad. No me habían querido
ahí. Ninguno. Con todo lo que estaba pasando mi madre, quería

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demostrarles que me importaban de verdad, que lo entendía.
Minnie y yo podríamos haber estado perfectamente en el mismo
barco que Callum, dijera lo que dijera Juno.
Cada mínimo movimiento en la dirección de Callum sólo ha-
cía que acelerar el proceso de asfaltarme el camino al infierno.

O Cuarenta y dos. Callum

Fui y me senté junto a Sephy en la playa. Ninguno abrió la boca. Se


me estaba llenando de arena el único traje bueno de mi armario,
pero me daba igual. Había dejado de importarme.
«Tenía buenas intenciones, Callum», dijo Sephy al fin.
«Ya lo sé, pero...»
«Pero no ha sido la idea más brillante de mi vida», suspiró Se-
phy.
«Parece ser que no. No», exclamé.
«Tengo la sensación de que no hago nada bien», añadió Sephy.
No había ni rastro de autocompasión en su voz, sólo un matiz casi
imperceptible de tristeza. «Lo siento por tu hermana, Callum.
Sólo quería demostrar cuánto lo lamentaba. Pensé que enviar una
tarjeta habría sido un poco... un poco...»
«¿Impersonal?»
«Exacto», suspiró Sephy de nuevo. «Lo de ir a tu casa fue un
impulso que tuve. Pensé que de alguna manera significaría algo».
No sabía qué decir, así que no dije nada.
«Esto es lo que significa hacerse mayor, ¿verdad?», preguntó
Sephy.
«Creo que sí», asentí.
«¿Me abrazas, por favor?»
Dudé.
Sephy suspiró. «Bueno, si no quieres...»

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«No, no es eso».
Sephy me dedicó una de sus miradas.
«Yo sólo... es igual». La rodeé con el brazo. Se apoyó en mi
hombro. Y los dos nos sentamos y contemplamos cómo las olas se
llenaban de espuma y las sombras se alargaban.

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O X LA escisión

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X Cuarenta y tres. Sephy

Minnie y yo andamos por el pasillo hacia la habitación privada de


mamá. Habían pasado ya dos semanas desde su accidente. Karl,
nuestro chófer, nos llevaba a verla todos los días, y aunque mamá
estaba mejor, me preocupaba mucho su comportamiento. La ma-
dre a la que me había acostumbrado durante años había desapare-
cido, y en su lugar...
«¡Minerva! ¡Persephone! Estoy tan contenta de veros. Os he
echado mucho de menos. Venid a darme un abrazo».
Minnie y yo intercambiamos una mirada antes de hacer lo que
nos pedía. Mamá le dio primero un abrazo a Minnie y después a
mí uno de oso que me dejó sin respiración.
«Os quiero tanto a las dos», nos dijo con la voz temblorosa de la
emoción. «Lo sabéis, ¿verdad?»
Minnie asintió, avergonzada.
«Nosotras también te queremos, mamá», dije tremendamente
incómoda. No estaba acostumbrada a que mi madre dijera cosas
así. ¡Diablos! En realidad no estaba acostumbrada a que mamá
dijera nada de nada.
«Ya sé que me queréis». Mamá me agarró para darme un beso
en cada mejilla. Fue un esfuerzo memorable evitar limpiarme la
cara cuando me soltó.
«Sois las dos únicas a las que les importa si me muero», siguió
mamá. La gratitud de su voz me hacía sentir terriblemente incó-
moda. Y culpable. ¿Papá había venido a verla?

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«Tus amigos también vendrían a verte si les contaras que estás
aquí», indicó Minnie.
«¡No! No. No quiero a nadie... No. Los veré cuando salga».
«¿Cuándo?»
«Cuando esté mejor», declaró mamá alegremente. Demasiado
alegremente. Minnie y yo nos volvimos a mirar.
«¿Vendréis a verme mañana?», preguntó mamá.
«Por supuesto», contestó Minnie.
«¿Me haréis un favor? ¿Me traeréis mi estuche de maquillaje?
Me siento desnuda sin maquillarme».
«De acuerdo, mamá», dijo Minnie en voz baja.
Mamá seguía sonriendo, con una expresión desesperada, casi
maníaca. «Ah, y una botella de champán para celebrar la suerte
que he tenido», propuso mamá entre risas.
«¿Champán?»
«Sí, claro. Y si no puede ser, me conformo con un poco de vino
blanco».
«Mamá, no creo que sea buena idea...»
«Tú haz lo que te digo». Apareció la primera grieta en la másca-
ra de mamá. La escondió tras una amplia sonrisa.
«Perdona, cariño. Estoy algo nerviosa. Minnie, si no me ayudas
no lo hará nadie. Tu padre no se ha dignado ni a venir a verme. Ni
una llamada. Ni siquiera una tarjeta de “Que te mejores”». Una
sonrisa aún más generosa que antes. «Así que estoy de celebración.
Hoy es el primer día del resto de mi vida. De modo que tráeme lo
que te pido, ¿de acuerdo, cariño?»
«Vale, mamá».
«Buena chica».
«Te quiero, Minerva».
«Sí, mamá».
«Mis dos niñas preferidas». Mamá se reclinó sonriendo. Sus ojos
desprendían tanta desdicha que apenas podía mirarla. «He aquí una
lección para mis dos niñas. Jamás cometáis un error porque no se os
perdonará. Ni se olvidará. Si no metéis la pata, jamás tropezaréis».

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«No lo entiendo mamá», protestó Minerva.
«Yo cometí un error». Ahora mamá había cerrado los ojos y su
voz era lejana y soñadora. «Hice algo que no debía. Pero me sentía
sola. Tu padre nunca estaba en casa y yo no soportaba más tanta
soledad. Pero se enteró. Cometí un error, ¿sabéis? Y jamás he de-
jado de pagar por él».
«Mamá, no...»
«Así que no seáis como yo». Mamá abrió los ojos y sonrió alegre-
mente. «Sed perfectas. Mis dos hijas perfectas. Os quiero tantísimo».
Me agaché y me desaté el cordón para poder atarlo de nuevo.
Se me escapó una sola lágrima que me cayó sobre el zapato, pero
mamá no lo vio.
Así que todo siguió en orden.

O Cuarenta y cuatro. Callum

«Voy a salir». Mamá se puso la chaqueta mientras hablaba.


«¿Adónde vas?» Papá se levantó de la mesa donde estaba estu-
diando minuciosamente un mapa con Jude.
«A pasear». La puerta principal ya estaba abierta.
«Meggie, ¿cuánto tiempo vas a seguir así?», dijo papá.
«¿Así cómo?», preguntó mamá, dándonos la espalda.
Jude y yo nos miramos. Ya hacía tres meses del funeral de Ly-
nette y papá no era el único que había cambiado. Casi todas las
noches, mamá salía a dar largos paseos y volvía mucho después de
que yo me fuera a la cama y se supusiera que debía de estar dormi-
do. La Navidad había pasado por nuestra casa sin pena ni gloria.
El año ya había empezado y ahí estábamos, ocupando polos
opuestos de una brújula.
Papá suspiró exasperado. «Meggie, ¿por qué no nos hablas?
¿Por qué no me diriges la palabra?»

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Mamá se volvió, sus ojos estaban en llamas. «¿Queréis dejarlo ya?»,
imploró apuntando al enorme mapa desplegado por toda la mesa.
«No».
«Entonces no tenemos nada que decirnos».
«Meggie...»
Mamá salió por la puerta y la cerró de un portazo.
«¿Qué ocurre, papá?», pregunté.
Mi padre seguía mirando a la puerta principal. Dudo que me
oyera. Intenté acercarme a la mesa, pero Jude enrolló el mapa an-
tes de que pudiera verlo bien. No obstante, vi suficiente para dar-
me cuenta de que no era sólo un mapa, sino un plano.
«Venga Jude, tenemos cosas que hacer», dijo papá con tono
severo.
«¿Adónde vas, papá?», pregunté.
«A la calle».
«Pero, ¿adónde?», insistí.
«A una reunión».
«¿Qué reunión?»
«No es asunto tuyo», repuso papá lacónicamente mientras se
ponía el abrigo.
Jude le puso una enorme goma elástica al plano enrollado y se
unió a papá. Colocó el plano entre sus pies y se enfundó la cha-
queta que colgaba de una percha junto a la puerta. No pensaba
quitarle la vista de encima a aquel plano. Miré a Jude y a papá, los
dos erguidos junto a la puerta principal, como una pareja perfecta
de padre e hijo y yo me sentía absolutamente excluido.
«¿Y por qué puede ir él y yo no?»
«Porque tú eres demasiado joven».
Jude dijo algo entre dientes y resopló, pero dejó de hacerlo ante
la mirada amenazante de papá. ¿Qué tramaba este par? Un pozo
de secretos, en eso se había convertido mi casa. Mamá se había
retirado a un lugar al que nadie podía llegar. Y por si fuera poco,
Jude y papá asistían a una fiesta a la que yo no estaba invitado.
Y echaba muchísimo de menos a Lynette.

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Nunca hablaba mucho y tampoco es que colaborara demasia-
do, pero era el nexo de unión entre toda la familia y, ahora que se
había ido, nos estábamos alejando irremediablemente.
Otra razón para odiar a mi hermana.
«Por favor, dejadme ir con vosotros», supliqué.
No sabía dónde estaba mamá y no quería estar solo. Necesitaba
pertenecer a algún lugar, a algo, a alguien.
«Ni hablar», sentenció Jude antes de que papá pudiera abrir la
boca.
«No voy a molestar».
«¡Sí, claro!», se burló Jude.
Papá vino hacia mí y me puso la mano en el hombro. «Callum,
no nos puedes seguir al sitio al que vamos».
«¿Por qué? Si Jude es lo bastante mayor como para pertenecer a
la Milicia de Liberación, entonces yo también».
«¿Qué?» Papá se dio la vuelta. «Jude, ¿eres tonto? ¿Qué le has
dicho? Ya sabes que no podemos...»
«Yo no he dicho nada, papá. Lo juro», negó Jude vehemente-
mente.
«Jude no me lo ha dicho», repliqué.
«¿Y quién ha sido?», preguntó papá tajante.
«Nadie. Lo he deducido yo solito. No soy tonto», le dije. «En-
tonces, ¿puedo ir con vosotros?»
«De ninguna manera. Nos vamos a una reunión de la Milicia
de Liberación y tú eres demasiado joven. Además, si te vieran sería
el fin de tu trayectoria escolar. ¿Es eso lo que quieres?»
«Me da igual. En Heathcroft sólo malgasto el tiempo y todo el
mundo lo sabe». Retiré la mano de papá de mis hombros. «Colin
lo ha dejado, a Shania la han echado sin motivo alguno, y todo el
mundo hace apuestas para ver cuánto duramos Amu y yo. Ade-
más, estaba pensando en dejarlo de todos modos».
«Por encima de mi cadáver», estalló papá al instante. «Tú vas a
ir al colegio hasta que tengas dieciocho años y luego a la universi-
dad. ¿Ha quedado claro?»

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Aparté la vista y apreté los labios.
«Callum, te he hecho una pregunta». Papá me cogió de la bar-
billa y me giró la cara hasta que no pude evitar mirarlo directa-
mente. «Tú no te vas del colegio sin notas, ¿me has entendido?»
«Vale, vale...», murmuré.
Papá se dirigió a la puerta y le hizo un gesto a Jude para que le
siguiera.
«Y no se te ocurra contarle a tu amiga equis que pertenecemos
a la Milicia de Liberación», susurró Jude. «A menos que quieras
ponernos una soga alrededor del cuello».
Papá y Jude abandonaron la casa sin mirar atrás. Estaba solo de
nuevo.

X Cuarenta y cinco. Sephy

¡Minnie leía una de esas revistas con artículos del tipo «diez mane-
ras de conseguir a tu chico», que son increíble y tediosamente
aburridas! Pero tiene dieciséis años (dos más que yo), así que su-
puse que mi afición potencial a esas cosas era sólo cuestión de
tiempo. Ahora, sin embargo, tenía otros asuntos en la cabeza. Me
humedecí los labios, nerviosa.
«Minnie, ¿qué vamos a hacer?»
«¿A qué te refieres?»
Mi hermana, o era tonta o se lo hacía.
«A mamá. Está bebiendo más», dije.
«Sólo está limando asperezas». Minnie esbozó una sonrisa iró-
nica al repetir la frase que utilizaba mamá cada vez que intentába-
mos sacar el tema de la bebida.
«Pues como las lime mucho no tendrá que andar para ir a los
sitios, se va a deslizar sola», gruñí.
«Díselo tú», me retó Minnie.

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Mi hermana servía de bien poco. Resoplé impacientemente
para que captara el mensaje, pero ya había vuelto a meter la nariz
en la revista. Mamá ya llevaba en casa un tiempo y empeoraba por
momentos. Pasaba mucho tiempo metida en la habitación. Y
cuando salía siempre era para embadurnarnos de besos y decirnos
lo mucho que nos quería antes de abrirse camino hacia la bodega
o la cocina. Era curioso que apestara a perfume caro cada vez que
tenía un ataque de carantoñas. Sería complicado decir qué inco-
modaba más, si el perfume o los besos. O quizá sus intentos por
demostrar que ya no bebía. No engañaba a nadie.
Porque era muy obvio. Estaba cada vez más y más loca. Más
triste y más sola, y peor.
Y no podía hacer absolutamente nada por evitarlo.

O Cuarenta y seis. Callum

Sábado. Hacía dieciocho días y cinco meses de la muerte de Lynette.


Era curioso que lo pensara así, con los días antes de los meses. En
febrero, mi decimosexto cumpleaños había pasado con una tarje-
ta y un libro, tanto de mamá como de papá, pero comprados y
envueltos por mi madre. No había sido gran cosa. Nadie tenía ga-
nas de celebraciones. Y sentarse a la mesa a cortar el pastel había
sido un ritual silencioso porque Lynny no estaba ahí. El invierno
había llegado y se había ido. La primavera estaba allí, y no había
cambiado nada. También era curioso que no pasara ni un solo día
sin acordarme de Lynette. Cuando estaba, a menudo parecía fun-
dirse con el entorno, como algo que siempre está ahí pero nadie
repara en ello. Como el aire. Pero ahora que no estaba...
Todavía pendía sobre mí el secreto de Lynette, como una mor-
taja. Nadie sabía la verdad sobre su muerte excepto yo. Y cada día
que pasaba crecían las ganas de contárselo a alguien. Estaba Sephy,

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pero cada vez que intentaba confiarle la verdad sobre mi hermana,
las palabras sencillamente no salían. Me parecía que estaba siendo
desleal, no sólo a Lynette, sino a toda mi familia por contárselo
sólo a ella. Sin pensarlo, cogí el teléfono y llamé a su casa. En me-
nos de cinco minutos me estaba devolviendo la llamada.
«¿Qué tal?», dije.
«Eso digo yo», contestó Sephy.
«¿Qué vas a hacer hoy?», pregunté. No podía hablar alto porque
mamá y papá estaban arriba. Jude había salido, como siempre, así
que aproveché la oportunidad para hacer uso del teléfono. Alber-
gaba la esperanza de que Sephy no tuviera planes y pudiéramos
pasar el sábado juntos.
«¡Me voy de compras! ¡Con mamá!», se lamentó Sephy.
«Pobrecilla». Me esforcé por no soltar una carcajada ante el
tono de voz de Sephy. Detestaba ir de compras, por decirlo suave-
mente. Y en cuanto a las compras con su madre, era lo más pare-
cido a su idea del infierno.
«¡No tiene gracia!», exclamó Sephy.
«Claro que no», repuse.
Sephy me dedicó un bufido por teléfono.
«Te estás volviendo a reír de mí».
«Qué va...»
«¿Y qué vas a hacer tú durante todo el día?», me preguntó Sephy.
«Había pensado en ir al parque, o a la playa tal vez. Puede que
incluso haga ambas cosas. Todavía no me he decidido».
«Eso, eso, tú mete el dedo en la llaga».
«Sólo piensa en toda la pasta que te vas a gastar», dije.
«Se la va a gastar mamá, no yo. Ha decidido que necesita tera-
pia consumista», replicó.
«Bueno, si no puedes con el enemigo, ¡únete a él!»
«Yo preferiría mil veces estar contigo», admitió Sephy.
Ahí estaba de nuevo esa extraña sensación en el estómago que
surgía cada vez que me decía cosas así.
«¿Hola?», dijo Sephy con incertidumbre.

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«Sigo aquí. Quizá podamos quedar por la tarde».
Sephy suspiró. «Lo dudo. Mamá quiere que me compre vesti-
dos y ponga mi uniforme al día. Además, se quiere comprar un
conjunto de noche y unos zapatos. Y ya vamos a necesitar tres o
cuatro horas sólo para el calzado».
«¿Por qué? ¿Es que tu madre tiene pies de pato, o algo así?»
«No, pero para los zapatos sí que tiene gusto de pato. Te lo
juro, Callum, va a ser una tortura».
«De hecho, puede que te vea en el centro comercial. Tengo que
comprar cosas para el colegio», dije.
«¿Como qué?»
«Bolis, reglas, y estaba pensando en comprarme una calculado-
ra nueva».
«Estaré atenta por si te veo», dijo Sephy. «Quizá te vea en el
café, ¡puedes evitar que me vuelva completamente loca!»
«Si no te veo en el centro comercial, ¿qué tal si nos reunimos
esta noche? Podríamos hacer un picnic en la playa. ¿Sobre las
seis?»
«Lo intentaré, pero no puedo prometerte nada», indicó Sephy.
«Me parece justo».
«Sábado en el centro comercial Dundale», gruñó Sephy. «¿Por
qué no me pegas un tiro y acabas con mi agonía?»
Me despedí y colgué el teléfono entre risas. Y entonces volví a
pensar en Lynette. Y dejé de reír.

X Cuarenta y siete. Sephy

«¿Te gustan estos zapatos?»


«Sí mamá, son muy bonitos», sonreí.
«Pero aquellos color burdeos con las tiras estrechas eran aún
más bonitos, ¿no?»

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«¿A cuáles te refieres?»
«A los que me probé en Roberts & Miller», respondió mamá.
«Bueno, a mí éstos me gustan mucho», dije tratando de con-
vencerla.
«Creo que volveré a Roberts & Miller y me probaré los burdeos
sólo una vez más».
¡Qué fastidio!

O Cuarenta y ocho. Callum

Acabamos de comer y, por una vez, el trance pasó sin mucho pe-
sar. Jude había bajado de los cielos, y sólo Dios sabía cuánto hacía
que no comíamos juntos, lo que ya era algo. Mamá se enfrascó en
conversaciones sin trascendencia, contándonos los planes de to-
dos los vecinos, familia y amigos. Por otro lado, Jude se mantuvo
fiel a su actitud efervescente e ingeniosa y no dijo ni una palabra.
Tampoco pareció que a nadie le importara que yo tampoco tuvie-
ra mucho que decir. Antes de tragar el último bocado, solté el cu-
chillo y el tenedor en el plato y me levanté de un salto. Cogí la
chaqueta del respaldo del sofá y me encaminé hacia la puerta.
«¿Adónde vas?», me preguntó mamá con una sonrisa.
«Al centro comercial».
Jude dio un brinco de gato. «Tú no vas a ningún lado».
Fruncí el ceño. «Iré adonde me dé la gana. ¿Desde cuándo te
importa adónde vaya?»
«Callum, no vayas ahí. Hoy no», dijo Jude, nervioso.
«¿Jude?» Mamá se levantó despacio.
La atmósfera del salón se volvió tensa y expectante, como una
niebla helada.
«¿Por qué no puedo ir?», le pregunté a mi hermano.
No contestó.

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«¿Pero qué sucede?»
Me volví hacia mamá, que miraba fijamente a Jude con sem-
blante de perplejidad. Por su expresión pude ver que sabía muchas
cosas que yo ignoraba.
«No vayas ahí, Callum», exhortó Jude.
«Pero...» Y fue entonces cuando caí en la cuenta.
La Milicia de Liberación tenía planeado hacer algo en el Dun-
dale. Algo que Jude sabía. Algo de lo que me quería bien lejos. Y
entonces me acordé.
«Sephy está en el centro comercial», dije aterrado.
«Callum...», empezó a decir Jude.
No quise escuchar nada más. Salí de casa corriendo, dejando la
puerta abierta de par en par, y me dirigí desesperado hacia el cen-
tro comercial.

X Cuarenta y nueve. Sephy

¡Mamá me estaba volviendo loca! En las cinco «largas» horas que


llevábamos juntas, me había mordido la lengua tantas veces
que había cogido el tamaño de una pelota de fútbol y me estaba
ahogando. Si me volvía a pedir opinión sobre un solo par de zapa-
tos más, no respondería de mis actos. Sorbí el zumo de naranja, agra-
deciendo una tregua breve (pero muy bienvenida) de mi madre.
Había ido al aparcamiento a meter sus adquisiciones varias en el
maletero. Se lo estaba pasando bien. ¡Me alegraba que al menos
una de las dos disfrutara!
«¡Sephy! ¡Gracias a Dios! Tienes que salir de aquí».
«¡Callum!» Se me dibujó una sonrisa. «¿De dónde has salido?»
«Es igual. Tienes que irte de aquí ahora mismo».
«Pero si no me he acabado la bebida».
«Olvida la maldita bebida. Tienes que largarte, ¡ahora!»

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Miré a Callum. Lo volví a mirar a conciencia. Estaba asustado.
No... estaba aterrorizado.
«¿Pero qué pasa?»
«No me discutas. ¡Sal de aquí!», me dijo en tono grave. «Va-
mos».
Callum me sacó del asiento y me arrastró hacia la puerta del
bar.
«Perdona, guapa, ¿te está molestando?», me preguntó un extra-
ño de la mesa de al lado al ver que Callum me llevaba a rastras.
«¡No! Es un amigo», le grité. «Quiere enseñarme algo...»
Callum siguió arrastrándome hasta que me sacó de la cafetería
y me llevó hasta la explanada. De pronto, todas las alarmas del
mundo empezaron a sonar, o al menos eso parecía.
«¿Qué sucede?», pregunté mirando a mi alrededor.
«Muévete. Vamos».
«Y entonces corrimos hacia la salida más cercana. La gente a
nuestro alrededor hacía muecas preguntándose qué estaba suce-
diendo. Quizá vieran a Callum arrastrándome a la salida más cer-
cana, puede que hubiéramos hecho saltar la alarma nosotros. No
lo sé. Pero, pocos segundos después, todos gritaban y corrían ha-
cia las salidas. Salimos a trompicones a la luz primaveral y, aun así,
Callum seguía tirando de mi mano.
«¿Adónde vamos?», dije sin aliento.
«Corre. Vamos», resopló Callum. «Pensaba que jamás te en-
contraría. He tardado media hora en encontrarte. Venga».
«Callum, me van a tener que soldar las muñecas», protesté.
«Mala suerte. Tenemos que seguir».
«Callum, ¡ya basta!» Conseguí zafarme de un tirón. «Estás...»
Entonces vi un destello, como si el mismísimo aire hubiera co-
brado luz, seguido, una fracción de segundo después, por una ex-
plosión colosal. Salté por los aires como una hoja seca en una tor-
menta de viento. E incluso desde donde estábamos, noté un calor
intenso a mis espaldas. Caí de bruces con los brazos abiertos. No-
taba un pitido extraño y constante en los oídos. No sé cuánto

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tiempo permanecí tumbada, aturdida. ¿Estaba muerta? ¿Era ésta
la sensación de morir? Cerré los ojos con todas mis fuerzas y me
tapé los oídos para detener ese pitido incesante, pero estaba den-
tro de mí, no fuera. Tragué fuerte, se me destaponaron los oídos y
el pitido cesó. Me retorcí para ver qué demonios había pasado.
Una nube de humo salió despedida del centro comercial. Durante
un segundo hubo un silencio inquietante, como si fuera el fin del
mundo. Presa del pánico, me pregunté si la explosión me había
dejado sorda. Hasta que oí los gritos y las sirenas, y se hizo el caos.
Me volví hacia Callum, que yacía desorientado junto a mí.
«¿Estás bien? ¿No te has hecho daño?», me preguntó un Callum
ansioso, que me examinaba la espalda y los brazos con las manos.
Caí en la cuenta, horrorizada. «Sa... sabías lo que iba a pasar...
No me has... dicho, no...», negué con la cabeza. No, eso era absur-
do. Callum no tenía nada que ver con la explosión, fuera lo que
fuera. Tenía que haber sido una bomba. Pero Callum no lo había
hecho. No lo haría. No podía ser él.
Pero sabía lo que iba a pasar.
«¡Mamá! ¡Oh Dios mío!» Me levanté de un salto y corrí hacia el
aparcamiento situado al otro lado del centro comercial.
Casi había cruzado la calle cuando me acordé de Callum. Me di
la vuelta.
Pero había desaparecido.

O Cincuenta. Callum

No había ni metido la llave en la cerradura que mamá ya había


abierto la puerta impetuosamente y se había abalanzado sobre mí.
«¿Dónde has estado? Tienes un aspecto horrible. ¿Estás bien?
¿Dónde está Jude? ¿No está contigo?»
«Creía que estaría aquí», suspiré cansado, cerrando la puerta.

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«No, se fue de aquí cuando saliste tú», dijo mamá. «¿Qué ha
pasado?»
«¿No lo has oído?», le pregunté atónito.
«¿Oír qué?»
Seguro que la explosión se había oído desde ahí. O tal vez no.
Nuestra casa estaba al otro lado del municipio, en el extremo
opuesto del centro comercial.
«¿No lo han emitido por la tele?» Encendí la televisión, perple-
jo. No estaban puestas las noticias, sino la reposición de un pro-
grama de detectives ridículo en el que todo sinvergüenza era un
cero. Reconocí el episodio. Un poli perseguía a un canalla cero
que había matado a su compañero de un tiro.
«Callum, háblame. ¿Qué ha pasado?»
«Mamá...»
«Interrumpimos el programa para ofrecerles un avance infor-
mativo», declaró una voz de repente.
Levanté la cabeza como un látigo. El presentador más famoso
de los informativos apareció con rostro severo. El corazón me em-
pezó a latir de tal manera que sentí malestar físico.
«Por favor, que no sea nada malo sobre los ceros», suspiró
mamá.
«Hace casi media hora ha explotado una bomba en el famoso
centro comercial Dundale, causando siete muertos y un gran nú-
mero de heridos, que han sido trasladados en ambulancia, tanto
por tierra como por aire, a los hospitales más cercanos. Todos los
hospitales de la zona están en alerta máxima. Se recibió un aviso
del grupo cero que se hace llamar Milicia de Liberación sólo cinco
minutos antes de que la bomba estallara».
«Eso es mentira», dijo Jude.
Mamá y yo nos giramos al unísono y vimos a Jude en la puerta,
junto a papá. Cuando papá la cerró, volvimos a centrar nuestra
atención en la pantalla.
La cara del presentador desapareció, siendo reemplazada por
una cámara de televisión en el lugar de los hechos que grababa con

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movimientos bruscos la carnicería de la gente en el suelo, las venta-
nas reventadas y la sangre derramada por la explanada. Carecía de
una voz en off que acompañara las imágenes, que se hiciera eco del
pesar ante semejante devastación. No había una voz indignada. No
había sonido. Sólo silencio.
Lo cual sólo empeoraba las cosas.
La cámara se centró en una señora sentada en el suelo que se
balanceaba de un lado a otro. Derramaba sangre por la frente y se le
metía en los ojos. Siguiente atrocidad. La cámara grababa a trom-
picones, como si la persona que llevara la cámara temblase, lo que
posiblemente fuera cierto. Un niño se arrodilló al lado de un hom-
bre. El niño lloraba. El hombre estaba quieto. La cámara sólo les
enfocó uno o dos segundos, pero fue más que suficiente.
Apareció el primer ministro en pantalla, con expresión de en-
fado y condena.
«Si la Milicia de Liberación cree que este acto de terrorismo
cobarde y salvaje va a convencer a la población de este país acerca
de sus principios, están muy equivocados. Lo único que han he-
cho es aumentar nuestra determinación de no ceder ante tales
«personas» o «tácticas».
«Papá...», susurró Jude.
«Silencio». Papá estaba concentrado en la tele, nada más.
Reapareció la cara del presentador. «Un agente de policía que
estaba presente cree que la bomba fue colocada en una bolsa de
café dentro del centro comercial, pero declaró que era demasiado
pronto para especular. Sin embargo, sí que prometió que los cul-
pables de este crimen serían llevados rápidamente ante la justicia.
Tendremos más información acerca de esta noticia en los infor-
mativos que podrán ver después del programa. Repetimos, ha
hecho explosión una bomba en el centro comercial Dundale, ma-
tando al menos a siete personas».
El programa de detectives volvió cuando el poli le daba una
patada voladora y tiraba al suelo al asesino cero.
«Papá, ¿qué ha pasado? Dijiste que...»

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«Silencio chico», le increpó papá mirando a mamá.
Mamá utilizó el mando a distancia para apagar la tele y miró
directamente a papá. «Te voy a preguntar algo, Ryan, y quiero que
me prometas por lo más sagrado que me vas a decir la verdad».
«Ahora no Meggie». Papá se encaminó hacia las escaleras.
Mamá avanzó inmediatamente para vararle el paso.
«Sí, ahora. ¿Habéis puesto la bomba vosotros?»
«No sé de lo que me estás hablando».
«Maldita sea, Ryan, no me trates como a una loca. Prométeme
que no has tenido nada que ver con este asunto».
Papá no hablaba. Miraba a mamá desafiante en cada uno de sus
gestos. «¿Qué parte de “no es asunto tuyo” no entiendes?», dijo
papá al fin.
Jamás le había oído hablar así a mamá.
La expresión de dolor y enfado de mi madre reflejaba que ella
también desconocía esas formas. Mamá y papá se miraron y
aguantaron la mirada con expresiones que se iban endureciendo
progresivamente. Permanecían erguidos y se iban alejando.
Mamá le dio la espalda deliberadamente a papá para encararse
con Jude.
«Jude, ¿has puesto tú esa bomba? ¡No! No mires a tu padre. Te
he hecho una pregunta. Ahora contesta».
«Nosotros...»
«Jude, cierra el pico, ¿me oyes?», exhortó papá amargamente.
«Jude, sigo siendo tu madre», dijo mamá con un tono de voz
muy leve. «Contéstame, por favor».
Jude miraba con desesperación de papá a mamá, y de vuelta.
«¿Jude...?», dijo mamá.
«Tuvimos que hacerlo mamá. Nuestra célula tenía la misión
de hacerlo. Algunos de nosotros la pusimos ayer por la noche
pero dijeron que darían el aviso una hora antes de que estallase.
Te juro que es verdad. Dijeron que se evacuaría a todo el mundo
mucho antes». La catarata verbal se precipitaba por la boca de
Jude.

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«Has matado a esa gente, los has asesinado...», susurró mamá,
abatida.
«Papá dijo que llamarían para avisar. Dijo eso. No lo entien-
do». Jude miró a papá con ojos de desconcierto.
El cuerpo entero de mamá temblaba y respirada agitadamente.
Los labios se le sellaron en un intento de evitar las arcadas.
«Meggie...» Esa noche, papá por fin se quitó la máscara. Parecía
desamparado. Tocó el brazo de mamá. Ella giró sobre sí misma y
le soltó una bofetada tan fuerte que se le dobló la mano hacia atrás
y le crujieron los huesos.
«Asesino mentiroso... Me prometiste que jamás pasaría algo
así. Me prometiste que sólo estarías involucrado en segundo pla-
no, organizando. Me lo prometiste».
«No tuve elección. Una vez estás dentro, te tienen y hay que
hacer lo que ordenan».
«No, podrías haber dicho que no. Tendrías que haber dicho
que no».
«Te estaba protegiendo, Meggie. Y a nuestros hijos. No tuve
elección».
«¿De qué nos protegías? ¿De algo que provocaste tú mismo?»,
repuso mamá.
«¿Por quién crees que hago todo esto?», imploró papá.
«Sé exactamente por quién lo haces. Pero está muerta Ryan, y
matar a inocentes no la hará volver».
«Te equivocas, Meggie». Papá sacudió la cabeza.
«¿De verdad? Te avisé, Ryan. Te supliqué que no metieras
a Jude en todo esto». Mamá apoyo la mano herida sobre la ile-
sa. Tenía uno de los dedos doblado hacia atrás en clara forma
de V.
«Lo siento...», empezó papá. Pero eso sólo hizo que empeorar
las cosas.
«¿Lo sientes? ¿¡Lo sientes!? Dile eso a las familias de todos los
que has matado», bramó mamá. «¿Cómo has podido? No soporto
mirarte».

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Papá se irguió, sus ojos de nuevo graníticos. Volvió la máscara,
y lo hizo con fuerza. «Al menos ahora las Cruces sabrán que va-
mos en serio».
«¿Toda esa gente muerta y mutilada, y lo único que se te ocurre
decir es eso?» La voz de mamá se disolvió en un extraño silencio.
«Eran objetivos legítimos», espetó papá.
Mamá clavó la mirada en papá como si no lo hubiera visto ja-
más. Se impuso un silencio. Mamá, agotada, se volvió. «Si es así,
no tenemos más que decirnos. Jude, ¿me puedes llevar al hospital,
por favor? Creo que me he roto un dedo».
«Yo te llevo», insistió papá.
«No te quiero cerca de mí. Jamás te me vuelvas a acercar», ru-
gió mamá. «Vamos, Jude».
Jude miró a papá indeciso. Papá asintió y se dio la vuelta. Jude
agarró a mamá del brazo izquierdo y salieron de casa. Papá no se
relajó hasta que la puerta se cerró. Cerró los ojos, se abrazó y ladeó
la cabeza, como si fuese a rezar. Aunque yo sabía que no era posi-
ble, dado que papá no creía en Dios. Empezó a temblar como el
viejo Tony cuando está en pleno síndrome de abstinencia.
«Por favor, por favor...» empezó a decir papá. Pero al abrir los
ojos, vio que le observaba. Me miró aturdido. Pasaron uno o dos
segundos hasta que pude ver signos de reconocimiento en su ex-
presión. Durante todo el lance, me habían obviado por completo.
Todos.
«Yo... voy a salir a ver si mamá y Jude ne... necesitan ayuda»,
tartamudeé.
No es que quisiera estar con ellos. Sólo necesitaba alejarme, ir a
otro lugar. Papá no me detuvo. Cogí la chaqueta y salí, temblando
al cerrar la puerta. El aire vespertino era cálido y agradable a la piel.
¿Intentaba atrapar a mamá y a Jude, o empezaba a correr y seguía
hasta los fines de los fines, amén? Miré a la izquierda, después a la
derecha. La conciencia decidió por mí. Seguí a mamá y a Jude.

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X Cincuenta y uno. Sephy

Ojalá pudiera dejar de darle vueltas. Ojalá pudiera olvidarme de


todo unas cuantas horas. Lo justo para poder dormir y ganar algo
de lucidez. Pero no podía desconectar.
Después de dos horas sin éxito dando vueltas en la cama y con-
tando desde ovejas hasta lémures de cola retorcida, al fin me di
por vencida y me incorporé, más despierta que nunca. Le eché un
vistazo al reloj de plata situado sobre la mesita de noche, un regalo
de mi padre por mi catorce cumpleaños hace unos meses. Un re-
galo que probablemente nunca vio. Era muy temprano. Me había
ido a dormir pronto sólo porque mamá había insistido, pero ni
siquiera el arrullo regular del segundero dejando escapar el tiem-
po logró que cayera dormida esa noche.
Gracias a Dios que mamá estaba bien. Aún estaba embolsando
la compra cuando tuvo lugar la explosión. Los cristales del centro
comercial estaban por todas partes, dispersados sobre todo por el
aparcamiento. Y a mamá le asaltó un pánico irracional, gritaba mi
nombre una y otra vez. En cuanto me vio, se abalanzó sobre mí y
me dio semejante abrazo que me levantó del suelo. Pero estába-
mos bien, que es mucho más de lo que muchos podían decir al
haber sido sorprendidos dentro del Dundale cuando la bomba es-
talló.
«Deberíamos ir a ver si podemos echar una mano», dije.
«Ni hablar. Nos vamos ya. Ahora mismo», insistió mamá.
Ni un millón de buenas razones le habría echo cambiar de opi-
nión. Quería poner tierra de por medio entre nosotras y el Dun-
dale cuanto antes. Tenía mis dudas acerca de la capacidad de
mamá para conducir hasta casa, pero conseguimos llegar a salvo.
Mamá insistió en examinarme con detenimiento, pero a parte de
un moratón en la frente y un par de rasguños en las rodillas y las
manos, me encontraba bien, al menos físicamente.

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Interiormente, no podía sacarme de la cabeza el hecho de que
Callum sabía lo de la bomba. Probablemente me había salvado la
vida. Aunque casi prefería pensar que no. Casi.
Me levanté con un suspiro y bajé las escaleras hacia la cocina.
Tenía que existir algo que pudiera hacer para conciliar el sueño.
Tal vez un vaso de leche caliente. Mamá estaba en su dormitorio y
Minnie se había ido a pasar el fin de semana con su mejor amiga.
La cocina estaba oscura, silenciosa e insólitamente reconfor-
tante. Cogí un vaso de uno de los armarios y me dirigí a la nevera.
Cuando la abrí, me inundó la luz inmediatamente.
¿Qué me apetecía beber? ¿Leche caliente o zumo de naranja
frío? En la puerta de la nevera reposaba una botella de Chardon-
nay medio llena. La saqué y agité el líquido dorado. Mi madre vi-
vía en esa botella y a otros sencillamente les gustaba. Probable-
mente ahora estaba arriba, bebiendo para olvidar lo sucedido.
Bebiendo para borrar muchas cosas. Después de un instante de
duda me serví lo suficiente como para cubrir el fondo del vaso. El
primer sorbo casi me provoca arcadas. Me supo a vinagre refina-
do. ¿Qué le encontraba mi madre? Bebí otro sorbo. Después de
todo, debía de tener algo para que a mamá le gustara tanto. Otro
sorbo. Después otro. Y uno más. Me serví un poco más, medio vaso
esta vez. Bebí despacio pero sin parar. Para cuando me lo había
acabado, el Chardonnay ya no tenía tan mal sabor. Y me divertía,
resultaba agradable en mi interior. Cálido y suave. Me llené el vaso
y volví a mi habitación. Me senté en la cama. A sorbos, dejé que el
vino me inundara de los pies a la cabeza, y me sentí adulta. Mi
cabeza empezó a tambalearse de adentro hacia fuera. Hacia atrás y
hacia delante, meciéndome cuidadosamente.
Luego, dejé el vaso vacío y me enrosqué en la cama. Esta vez no
tuve ni que pensar en tratar de dormirme. En esta ocasión, me
olvidé del mundo en cuanto mi cabeza rozó la almohada.
Y dormí como un tronco.

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O Cincuenta y dos. Callum

El Hospital Mercy era una broma macabra. En urgencias no cabía


ni un alfiler. Advertí que muchos de los enfermos eran ceros víc-
timas de la explosión del centro comercial. Muchos de los heridos
habían llegado por su propio pie. La multitud lloraba, gritaba.
Una mujer chillaba a intervalos regulares de cinco segundos sin
que nadie le prestara la menor atención. El aire guardaba un in-
tenso tufo a desinfectante barato. Era un olor tan fuerte que casi
podía saborearlo, como si se hubiera quedado obstruido en la
parte posterior de mi garganta; pero aún no lo suficiente como
para enmascarar el desagradable olor a vomito, sangre y orina
que intentaba disfrazar. El hospital entero apestaba a un extraño
caos organizado. Todas las enfermeras eran ceros, igual que to-
dos los médicos excepto uno. Me pregunté qué hacía un médico
Cruz en un hospital de ceros. Construyéndose una autopista ha-
cia el cielo, sin duda. Miré a mi hermano. Jude había estado im-
plicado en todo este caos, esta carnicería contra nosotros. ¿Cómo
debía sentirse al ver el resultado de su obra? Pero no miraba alre-
dedor, sólo hacia abajo, como si la mirada se le hubiera quedado
clavada en el suelo.
«¿Estás bien, mamá?»
«Sobreviviré».
Mamá se sentó en uno de los bancos, duros como una piedra.
Tenía la cara rígida y la mirada fija, y se acariciaba el dedo lila e
hinchado. Tenía un aspecto horrible. Seguí robándole miradas a
mamá mientras me preguntaba por qué no lloraba. Debía de estar
viendo las estrellas del dolor.
«¿Estás segura de que estás bien, mamá?», preguntó Jude, le-
vantando al fin la vista del suelo.
«Sí».
Diez segundos después. «¿Estás bien, mamá?»

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No me sorprendió cuando finalmente bufó: «No, no estoy bien,
Jude. Me he roto el dedo, me duele horrores y tus estúpidas pre-
guntas me están poniendo enferma, con que haz el favor de callar-
te, ¿vale?»
Todo el mundo a nuestro alrededor se volvió para mirarnos.
Jude bajó la cabeza, rojo como un tomate.
Mamá miró a un Jude cabizbajo y añadió: «Mira cariño, lo
siento...» Mamá retiró lentamente su mano ilesa de debajo de la
herida e intentó colocarla sobre el hombro de Jude. Él se encogió
de hombros dejándola caer.
«Jude, estoy furiosa con tu padre y la estoy pagando contigo. Lo
lamento, ¿de acuerdo?» Mamá colocó de nuevo la mano sobre el
hombro de Jude. Esta vez no la dejó caer.
«¿De acuerdo?», dijo mamá en voz baja.
Jude se encogió de hombros y asintió con la cabeza al mismo
tiempo.
«Callum, ve a comprarte un refresco o lo que te apetezca», dijo
mamá.
«¿Por qué?»
«Quiero hablar con tu hermano en privado. Tengo algo que
decirle».
«Mamá, por favor...», empezó a decir Jude.
«No tiene nada que ver con la M.L.», repuso mamá.
«Es algo entre tú y yo».
«¿Puedo quedarme?», pregunté.
«No. Haz lo que te he dicho», me ordenó mamá.
Caminé hacia la máquina expendedora situada al otro extremo
de la sala de espera, pero no tenía sed. Además, no tenía dinero. Y,
por si fuera poco, estaba averiada. Parecía que alguien le había
dado una buena patada, o al menos lo había intentado. Me apoyé
contra la máquina, observando la seriedad que destilaba el rostro
de mamá mientras hablaba con Jude.
Entonces, incluso des del lugar en el que me encontraba, pude
avistar como el color de la cara de Jude se desvanecía al mirar a

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mamá. Jude se levantó de un salto, parecía profundamente con-
mocionado. Mamá tiró de él obligándole a sentarse de nuevo y
prosiguió. Se inclinó hacia Jude, hablando rápidamente, con un
ímpetu y una ansiedad que delataban la seriedad de lo que le esta-
ba revelando. Era algo muy serio. Me enderecé al verlo preguntán-
dome qué demonios estaba ocurriendo. Jude empezó a menear la
cabeza, despacio en un principio, después más y más rápido. Fue-
ra lo que fuera lo que mamá le estaba desvelando, era evidente que
no era de su agrado. No se lo creía. O tal vez no se lo quería creer.
Empecé a caminar hacia ellos. En el momento en que los alcancé,
Jude miraba hacia el frente con la cara pálida y los ojos febrilmen-
te brillantes.
«¿Mamá?»
«Siéntate, Callum».
Me senté junto a mi hermano. Mamá colocó la mano en el
hombro de Jude. Él se volvió para mirarla, aún aturdido.
«Jude, tesoro, yo...»
«Perdón». Jude se levantó de súbito y se encaminó hacia la
puerta sin mirar atrás.
«¿Adónde va?», pregunté.
«No lo sé», contestó mamá desconsolada.
«¿Volverá?»
«No lo sé».
«¿Por qué está disgustado?»
«Ahora no, Callum. ¿De acuerdo?»
No estaba de acuerdo pero no insistí. Casi media hora más tar-
de, Jude volvió y se sentó en el mismo lugar sin mediar palabra.
«¿Estás bien, cariño?», preguntó mamá con dulzura.
Jude miró a mamá como yo nunca le había visto mirarla antes.
Lleno de dolor, amor y odio. Mamá se ruborizó y se dio media
vuelta. Segundos más tarde, él hizo lo propio. Era evidente que
ninguno de los dos pensaba contarme lo que estaba sucediendo.
Los minutos pasaron muy lentamente mientras estuvimos sumi-
dos en aquel silencio sepulcral.

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«¿La Sra. Margaret McGregor?» Al fin una enfermera la llamó
desde la puerta de un cuartucho situado junto al mostrador de la
recepción.
Mamá se levantó despacio, haciendo todo lo posible para pro-
tegerse el dedo.
«Sra. Margaret...»
«Está aquí», le repuse. «Ya viene».
Mamá intentó mantenerse en pie. Traté de ayudarla pero ape-
nas podía con ella.
«¿Vas a seguir intentando fusionarte con la silla o te vas a levan-
tar a echar una mano?», dije a Jude bruscamente.
Jude se puso en pie en un abrir y cerrar de ojos. Sujetamos a
mamá y la acompañamos a la estancia de la enfermera.
«Mi madre necesita que la visite un médico», le dije a la enfer-
mera apenas logramos pisar la habitación.
«Atendemos a todos los pacientes aquí antes de que les atienda
un médico», nos informó.
«Está bien», dijo mamá lanzándome una mirada de advertencia.
La enfermera cerró la puerta mientras mamá y Jude tomaban
asiento. Yo permanecí de pie detrás de mi hermano. La enfermera
se dirigió a su silla presentándose: «Soy la enfermera Carter. Seré
su enfermera de referencia mientras esté en el hospital».
«Muy bien», aprobó mamá.
«Primero las formalidades, lo siento. Antes de poderle dar algún
tipo de asistencia médica necesitaré ver su carné de identidad».
«¿Disculpe?», dijo mamá con el ceño fruncido.
«Son las nuevas normas impuestas por el gobierno. Debemos
revisar y registrar el carné de identidad de todos los pacientes.
Creo que es la manera que tienen de reducir las estafas».
«¿Perdone?», repuso mamá arrugando aún más la frente. «Ni
siquiera cobro el paro».
«Da igual. Este hospital y el resto de hospitales de ceros del país
reciben cierta suma de dinero por paciente visitado. El gobierno
ha denunciado que algunos centros hospitalarios han intentado

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abusar del sistema. Y el plan anti-fraude del gobierno...», el sarcas-
mo que destilaba la voz de la enfermera Carter evidenciaba su opi-
nión sobre el plan anti-fraude, «...consiste en registrar la foto y la
huella dactilar del carné de identidad de cada paciente para que
nadie pueda ir de hospital en hospital obteniendo certificados mé-
dicos; y los centros no puedan mentir sobre el número de pacien-
tes atendidos. En cualquier caso, ésa es la teoría».
«¿Y si me niego a entregarle mi carné?», preguntó mamá.
«En ese caso no podríamos atenderla», contestó la enfermera
Carter contrariada.
«Creo que no lo tengo. Me lo he dejado en casa».
La enfermera Carter suspiró. «Entonces necesitaré el carné de
al menos dos personas que puedan responder por usted».
«No me parece bien. Yo no intento estafar a nadie». Mamá
echaba humo.
«Lo sé. Y nadie la está acusando. Pero desgraciadamente no te-
nemos otra opción».
Mamá alzó la mano. Pese a que tenía la palma de la mano boca
abajo y el reverso para arriba, el dedo índice de mamá dibujaba
una V que apuntaba hacia el techo amarillento.
«¿Por qué no me amputa el dedo y exige un rescate hasta que
pueda probar que soy quien afirmo ser?»
«No será necesario». La enfermera sonrió y nos miró a Jude y a
mí. «¿Son sus hijos?»
«Sí», respondió mamá sin rodeos.
«Parecen buenos chicos».
«Lo son». Mamá se permitió un ligero viso de orgullo al mirar
a Jude. «Muy buenos chicos».
Al ver que Jude se ruborizaba, le alboroté el pelo.
«¡Déjame!», Jude frunció el ceño ante mi cara sonriente.
«¿Quién es el mayor?»
Mamá enmudeció un instante al acordarse de Lynette. «Él,
Jude». Mamá contestó antes de que Jude pudiera hacerlo. «Y él es
Callum, el pequeño».

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«Está bien, Jude». La enfermera Carter esbozó una sonrisa.
«¿Puedo ver tu carné de identidad?»
Jude buscó en el bolsillo de su chaqueta y se lo entregó. Yo hice
lo propio. La enfermera Carter los pasó por un aparato conectado
a su ordenador. Se parecía un poco a una de esas máquinas para
cobrar con tarjeta.
«¿Para qué sirve eso?», curioseó Jude.
«Listo». La enfermera le devolvió el carné a Jude. Alargó la
mano para devolverme el mío.
«¿Qué es eso?», pregunté. No se me pasó por alto que no había
contestado a la pregunta de Jude.
«Esto sirve para registrar los datos de vuestros carnés junto con
vuestras huellas dactilares en la base de datos del hospital».
«No quiero que graben las huellas de mis hijos». Mamá se le-
vantó de un salto con el rostro pálido. «Bórrelo, ¡ahora!».
«No se preocupe señora McGregor. En cuanto usted nos traiga
su carné de identidad eliminaremos los datos de sus hijos».
«¿Seguro?», preguntó mamá despacio mientras se volvía a sentar.
«Seguro. Es el procedimiento habitual del hospital». La enfer-
mera miró a mamá, a Jude y a mí de nuevo. Intentaba esconder,
sin éxito, la curiosidad de su rostro.
Jude bajó la vista hacia sus manos. Y entonces entendí lo que
estaba ocurriendo. Pero qué memo era. Hasta ese preciso momen-
to no caí en que lo que a mamá le aterraba era que las huellas de
Jude estuvieran registradas en algún lugar. Hoy parecía ser mi día
oficial de los efectos retardados.
La enfermera Carter alzó la mano derecha de mamá desde la
muñeca.
«A todo esto, ¿cómo se lo ha hecho?»
«Fue un accidente», masculló mamá. «Golpeé lo que no debía».
La enferma Carter le regaló a mamá una mirada de considera-
ción. «Ya veo». Fue todo lo que dijo.
La enfermera examinó la mano de mamá con mucho cuidado,
girando la mano a un lado y al otro con la mayor delicadeza. Aun

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así, pese a su sumo esmero, la enfermera hacía que a mamá le re-
zumaran las gotas de sudor de la frente y le brillaran los ojos del
dolor.
«Definitivamente tiene algo dislocado», dijo a la postre la en-
fermera Carter.
Vaya, ¿no me diga? Eso ya lo sabíamos. La mirada de mamá
reflejó la misma reflexión.
«¡Lo sé, lo sé! ¡Pero nunca está de más contar con una segunda
opinión en este tipo de asuntos! Necesitará una radiografía y des-
pués llamaremos a un médico para que le eche un vistazo. ¿De
acuerdo?»
Mamá asintió con la cabeza.
Tuvimos que esperar una hora para que una de las dos únicas
salas de rayos X de todo el hospital quedara libre. Y después otros
cuarenta y cinco minutos más para que el médico viniera. Cuando
llegó, le puso dos inyecciones en la base del dedo para dormírselo
y evitar así que sufriera cualquier dolor mientras él le reajustaba el
hueso, pero movió tanto la aguja al pincharle que al final mamá
casi se arranca un trozo de labio de un mordisco. Presionó el dedo
varias veces.
«¿Le duele?», preguntó el médico.
«No».
«Está segura».
«Claro que sí. Si me doliera se lo diría, ¿no cree?»
El médico meneó la cabeza en señal de que mamá llevaba ra-
zón. Manipuló cuidadosamente el dedo, palpándolo entero por
ambos lados antes de darle un fuerte tirón. A Jude y a mí se nos
escapó una mueca de dolor. Cerré los ojos. Nos debería haber avi-
sado. No sabía que iba a hacerlo así.
«¿Le ha dolido?», preguntó el médico de inmediato.
Mamá sacudió la cabeza. «Las inyecciones sí», le contestó. «Esto
no».
«Bien». El médico esbozó una sonrisa. Sacó una venda del bol-
sillo y empezó a entablillarle el dedo índice con el corazón. «No

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debe mojarlo y tendrá que llevarlo vendado durante las próximas
tres semanas».
«¡Tres semanas! No puedo llevar los dedos vendados tanto
tiempo. Soy empleada del hogar. ¿Cómo puedo limpiar con los
dedos así?»
«O mantiene el vendaje durante tres semanas o ya puede olvi-
darse de usarlo nunca más», le advirtió el médico. «Debe darle a su
dedo la oportunidad de curarse».
«Pero, Doctor...»
«Hablo en serio, señora McGregor. Si hace caso omiso de mi
consejo, se arrepentirá».
Mamá arrugó la frente, pero captó el mensaje.
«¿Te encuentras mejor ahora, mamá?», le pregunté al abando-
nar el cubículo de cortina.
«Sobreviviré». La voz de mamá estaba cargada de preocupa-
ción. Se dirigió hacia el puesto de la enfermera Carter. Usó su
mano izquierda para llamar a la puerta, tres pequeños toques que
indicaban urgencia. La puerta se abrió casi de inmediato.
«Volveré mañana a primera hora con mi carné de identidad y
confiaré en que elimine la información de mis hijos de su base de
datos», dijo mamá.
«¿Qué hijo?»
«Ambos», declaró mamá.
«No se preocupe». La enfermera Carter esbozó una sonrisa afec-
tuosa. «Delo por hecho. No tiene nada de lo que preocuparse».
Mamá estaba visiblemente relajada. «Bien. ¡Muy bien! Gracias
por toda su ayuda».
«Un placer». La enfermera Carter cerró la puerta tan pronto
como mamá se dio la vuelta.
Poco después estábamos fuera de urgencias, gracias a Dios, e íba-
mos camino a casa. Supuso una buena caminata de tres cuartos de
hora, pero era una noche templada de principios de abril. Miré al
cielo y pedí un deseo al ver la primera estrella, era algo que Sephy me
había enseñado. El mismo deseo que le pedía a cada estrella que veía.

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«¿Sigue sin dolerte el dedo?», preguntó Jude a mamá.
«Sí, el efecto de las inyecciones aún no se me ha pasado». Mamá
sonrió.
Caminaron juntos de vuelta a casa, yo me quedé rezagado tras
ellos.
Los datos de nuestros carnés de identidad estaban en la base de
datos del hospital. ¿Por qué me preocupaba tanto?
No seas tonto, me dije a mi mismo. Te estás preocupando por
nada.
¿Cómo era aquel refrán? Érase que se era, el bien que viniere
para todos sea, y el mal, para quien lo fuere a buscar.

X Cincuenta y tres. Sephy

Me limito a una copa por noche, lo necesario para entrar en calor


y relajarme. El despertar del día posterior a mi primera borrachera
me había enseñado a no beber más de la cuenta. Cada sonido in-
apreciable, cada movimiento insignificante, desencadenaba series
de explosiones masivas en mi cabeza como nunca antes había ex-
perimentado y no quería volver a experimentar. Todo en su justa
medida. No soy ninguna borracha, no como mamá. Sólo bebía
porque... Porque sí.
No me gusta especialmente el sabor del vino. Y sólo Dios sabe
que me provoca los peores dolores de cabeza que he tenido en mi
vida. Pero me hace sentir bien. Me siento cálida y despreocupada.
Lima asperezas, como dice mamá. Ella ya no me preocupa tanto.
Ni siquiera Callum me inquieta demasiado. Un par de copas y
todo me da lo mismo.
¿No es genial?

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O Cincuenta y cuatro. Callum

Mamá volvió al hospital y consiguió que borraran nuestra infor-


mación de la base de datos, pero aún no estaba satisfecha. Si se oía
el menor ruido fuera, el menor golpe en la puerta, teníamos que
acudir a despegarla del techo.
«¿Por qué no te paseas con un cartel que diga “¡Soy culpable!”?»,
espetó papá.
Me estremecí al oírselo decir. Mamá también.
«Lo siento, Meggie», exhaló.
Mamá se dio media vuelta y se alejó de él sin decir palabra.
Papá salió de casa dando un portazo. Jude subió el volumen de la
tele a pesar de que se escuchaba perfectamente. Ladeé la cabeza y
seguí con mis deberes. Pero no podíamos seguir así.
Era mediodía, estábamos todos sentados a la mesa disfrutando
de los spaghetti con carne picada de los domingos cuando de
pronto mamá dejo caer el tenedor.
«Ryan, quiero que te vayas de casa», determinó.
El suelo sobre el que se apoyaba mi silla desapareció y empecé
la caída libre.
«¿Qué... qué?», masculló papá frunciendo el ceño.
«Te quiero fuera de esta casa antes de mañana. He estado pensan-
do y creo que es la única manera», dijo mamá. «Es demasiado tarde
para ti y para mí pero aún no lo es para Jude. No pienso dejar que le
ates la soga al cuello. Le quiero demasiado como para permitirlo».
«Yo también le quiero». Papá la fulminó con la mirada.
«No me gusta tu manera de demostrarlo», le repuso mamá.
«Debes irte».
«Que me cuelguen si tengo que dejar mi propia casa», declaró
papá.
«Lo harás si de verdad nos quieres tanto como dices», dijo
mamá.

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Miré a papá y a mamá varias veces, horrorizado.
Yo no era la única persona de la mesa que sabía que mamá ha-
bía dicho en serio todas y cada una de las palabras que había arti-
culado.
«Nunca has entendido por qué hago esto», dijo papá desconso-
lado. «Quiero algo más para mis hijos. Algo mejor».
«¿Y el fin justifica los medios?»
«Sí. En este caso sí. Especialmente cuando las equis no nos han
dejado otra opción».
«No estoy discutiendo contigo, Ryan. Simplemente, haz las
maletas y vete. ¿Entiendes?»
«No, no lo entiendo», bramó papá sobresaltándonos a todos.
«¡Si papá se va, yo también me voy!», gritó Jude.
«¡No, tú no!», exclamaron mamá y papá al unísono.
Jude miró a papá desconcertado. «Pero no puedes hacer que
deje de pertenecer a la Milicia de Liberación. No pienso dejarlo
ahora».
«Jude...», espetó mamá dolida.
«Mamá, por primera vez en mi vida estoy haciendo algo en lo
que creo firmemente. De verdad creo que puedo hacer algo bue-
no, marcar la diferencia».
Marcar la diferencia...
«Lo siento si te duele, pero echando a papá no conseguirás que
cambie de opinión. Me iré con él, no se hable más».
«¿Y si yo no quiero?», preguntó papá.
«Pues encontraré algún otro sitio donde quedarme. Pero no
voy a dejar la M.L. No pienso hacerlo».
«En ese caso podéis iros los dos», dijo mamá férrea. «Y haré lo
que tenga que hacer para proteger a Callum. Si sólo puedo salvar a
uno de mis hijos, que así sea».
La determinación de mamá dio paso a un sinfín de gritos y re-
proches. Me levanté y me dirigí a la puerta. Tenía que irme de allí.
Rápido. Todos estaban demasiado ocupados odiándose como
para reparar en mí. Me deslicé hasta la puerta principal y corrí.

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X Cincuenta y cinco. Sephy

«¡Hola Callum, viejo amigo! ¡Compañero fiel! ¡Camarada!


¿Cómo va todo en estos días de gloria? ¿No hace un domingo
precioso? Los pájaros cantan. Aquí no, pero deben cantar en al-
guna parte, ¿no crees? ¿No crees, viejo amigo? ¿Compañero?»
Rompí a reír.
Callum me observaba con una mirada extraña. Ni siquiera se
reía. ¿Por qué no le hacía gracia? Intenté parar pero su cara me
hacía reír aún más. Callum se inclinó hacia delante y me olfateó el
aliento. Su expresión hizo desternillarme hasta que se me saltaron
las lágrimas.
Lo siguiente que recuerdo es que Callum me agarró de los hom-
bros y empezó a zarandearme como un perro de caza sacude a un
conejo.
«Pa... pa... para».
«¿Qué demonios te crees que estás haciendo?», gritó Callum.
Su cara me empezaba a dar miedo. De hecho, me asustó. Nun-
ca antes le había visto tan furioso. «Su... suéltame...»
Callum me dejó ir casi antes de que las palabras salieran de mi
boca. Me tropecé y caí en un montículo de arena. Traté de poner-
me en pie pero la playa se balanceaba. Si la playa dejara de zozo-
brar un par de segundos...
«Mírate, Sephy», dijo Callum disgustado. «Estás borracha
como una cuba».
«No lo estoy. Hoy sólo me he tomado un vaso de sidra, nada
más. Bueno, tal vez dos». Se me escapó una risa tonta, y añadí con
picardía: «Podría haber sido vino, pero no quería que mamá sos-
pechara...»
«¿Cómo has podido ser tan estúpida?», bramó Callum. Yo que-
ría que se callara. Me estaba provocando dolores de cabeza.
«¿Quieres acabar como tu madre?»

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«No seas ridículo». Al fin pude levantarme, pero el mundo en-
tero seguía tambaleándose a mis pies.
«No lo soy. No soporto a tu madre, pero por lo menos ella tuvo
una razón para empezar. ¿Cuál es la tuya? ¿No te hacen suficiente
caso? ¿La paga que te da tu papaíto no es suficiente? ¿Tu mami no te
da todo el cariño que necesitas? ¿Tu cama no es lo bastante grande?
¿La moqueta de tu habitación no es todo lo afelpada que querrías?»
«Basta...» Callum había decidido atajar mi embriaguez de raíz y
había adoptado una actitud horrible. «No me juzgues. ¿Cómo te
atreves?»
«Si te comportas como una completa imbécil, no te quejes si
los demás te tratan así».
«No soy ninguna imbécil».
«No, eres peor. Eres una borracha. Una alcohólica. Una perdida».
Me tapé los oídos. «No me digas eso. Ya basta...»
«No basta. Venga Sephy, estoy dispuesto a escuchar todas tus
razones. Soy todo oídos».
«No lo entenderías».
«Inténtalo».
«Estoy cansada, ¿vale?», grité a Callum y al mundo entero.
«¿Cansada de qué?»
«De mi madre y de mi padre, de mi hermana, y de ti también,
ya que te empeñas en saberlo. Estoy harta de cómo me hacéis sen-
tir. Para mí no hay nada más, ¿verdad? Sé una buena chica, ve a la
universidad, consigue un buen trabajo, búscate un buen marido,
vive una existencia maravillosa y sé feliz por los siglos de los siglos.
Sólo de pensarlo me... me entran ganas de vomitar. Yo quiero algo
más en la vida...»
«¿Y crees que lo encontrarás en una botella de vino?»
Le di una patada a la arena. «No sé dónde buscarlo», admití fi-
nalmente.
«Sephy, no sigas los pasos de tu madre ¿vale? Ella va camino de
ingresar en un centro psiquiátrico, o en un ataúd. ¿De veras quie-
res eso?»

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Aquello marcó un punto de inflexión. ¿Era realmente ése el
destino de mamá? No quería que pereciera de esa manera. Yo no
quería morir así. Miré a Callum, viéndome a mí misma como él
debía verme. Una niña tonta y patética que pensaba que beber era
una vía rápida hacia la madurez; una manera de dejar de sentir
para que nada pudiera hacerme daño.
«He de volver a casa», dije al fin masajeando mis sienes convul-
sivas.
«Sephy, prométeme que no volverás a beber nunca más».
«No», contesté de inmediato.
Callum me miró tan dolido y abatido que fui incapaz de con-
cluir la conversación así. Sencillamente no pude.
«Pero te prometo que lo intentaré», añadí.
Sin pensarlo, me incliné hacia delante y besé a Callum en los
labios. Él se apartó.
«¿Ya no quieres saber qué se siente al besar?» Intenté bromear.
«Apestas a alcohol», contestó Callum.
Mi sonrisa desapareció. «¿Sabes una cosa, Callum? A veces
puedes ser tan cruel conmigo como mi padre lo es con mi ma-
dre».
«Lo lamento».
Me di media vuelta para irme.
«Sephy, lo siento». Callum tiró de mí.
«Piérdete».
«No sin ti». Callum hizo un intento patético de sonreír.
«Déjame en paz», grité apartándole el brazo. «Debí haber intui-
do que no lo entenderías. Debí haberme dado cuenta. Además ya
tienes grandes batallas que librar. Formas parte de la Milicia de
Liberación. Debéis estar orgullosos...»
«Yo no soy miembro de la M.L. Nunca lo he sido», repuso Ca-
llum con rotundidad.
«Entonces ¿por qué sabías lo de la bomba en el Dundale?»
Callum apretó los labios con fuerza. Yo reconocí ese gesto, no
pensaba decir una sola palabra.

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«Deberías haberme dejado volar por los aires, Callum. A ve-
ces... a veces deseo que lo hubieras hecho...»
En ese preciso instante Callum me besó. Pero no fue como la
primera vez que nos besamos. Me envolvió con sus brazos, cerró
los ojos y me besó. Y después de un segundo de sobresalto, yo hice
exactamente lo mismo.
Y no estuvo nada mal.
Pero no fue suficiente. El beso se hizo más profundo y sus ma-
nos, y las mías, empezaron a moverse.
Y todo mejoró, pero seguía sin ser suficiente.

O Cincuenta y seis. Callum

Por supuesto que lo admito. Las cosas fueron demasiado lejos. No


llegamos hasta el final. No hasta el final. Pero mi intención al be-
sarla era demostrarle que no me importaba que apestara a maldita
sidra. Ni siquiera me hubiera importado que tuviera la cara cu-
bierta de vómito... bueno, tal vez eso es mucho decir. Pero quise
hacérselo ver... En fin. Tengo que ser más prudente. Sephy es sólo
una niña. Ambos supimos parar a tiempo. No fue decisión de uno
sólo. Creo que nos dimos cuenta de que íbamos demasiado lejos y
demasiado rápido.
Pero ahora no paro de pensar en ella. Jude se partiría de risa si
pudiera leerme la mente. Seguramente de forma literal. Yo tengo
sólo dieciséis y Sephy no ha cumplido todavía los quince. En mi
mundo los problemas no tienen fin. En el de ella, no tienen lugar.
Esa estupidez de beber es sólo una forma de llamar la atención. Ni
siquiera se emborracha con la bebida adecuada. Ni whisky, ni gi-
nebra, ni vodka, sidra, ¡por el amor de Dios! Está aburrida, eso es
todo. Me encantaría que pudiera vivir la mitad de lo que vivo yo.
Sólo la mitad. Pronto tendría con qué ocupar su tiempo. Venga

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Callum, piensa en otra cosa o no te dormirás nunca. Me pregunto
qué estará haciendo en este preciso momento. ¿Estará tumbada en
la cama pensando en mí? Eso espero.
Dios mío, si realmente estás ahí, en alguna parte, encuentra la
manera de que Sephy y yo estemos juntos cuando seamos mayores.
Siempre juntos. Unidos para siempre. Dios mío, por favor. Si no es
mucho pedir. Si estás ahí...
Callum, por el amor de Dios, para de soñar despierto y duér-
mete. Estás siendo rematadamente patético. ¡Basta!
No había señal de peligro. Ningún golpe en la puerta. Ningún
grito amenazante. Nada. La primera noticia que tuve fue el ES-
TRUENDO de la puerta principal cuando la abatieron. Gritos.
Chillidos. Un alarido. Pasos. Portazos. Más gritos. Más pasos su-
biendo las escaleras. Para cuando me desperté del todo y saqué las
piernas de la cama, el humo ya estaba por todas partes. Al menos
yo pensaba que era humo. Me tiré al suelo.
«¿Jude? ¿¡Jude!?», voceé horrorizado porque mi hermano
aún estaba dormido. Me levanté de un salto, buscándole por
todas partes. Fue entonces cuando me di cuenta de que no era
humo lo que inundaba mi habitación, mi casa. El fuerte olor a
ajo se me pegó a la parte posterior de la garganta y me hizo llo-
rar de inmediato. Tosí y tosí, los pulmones amenazaban con
estallarme y los ojos me lloraban a lágrima viva. Gas lacrimóge-
no. Me levanté con dificultad y anduve a tientas hacia la puerta
principal.
«¡Al suelo! ¡Al suelo!», me gritó una voz; no, más de una voz.
Me volví en la dirección de la voz para ser arrodillado de un
empujón y caer directo al suelo. Me golpeé la barbilla y me mordí
la lengua. Me colocaron los brazos en la espalda con violencia. Las
manos dobladas hacia atrás. Un acero frío y duro me cortaba las
muñecas. Me dolían los ojos. Me dolían los pulmones. Me dolía la
lengua. Tiraron de mí para colocarme de rodillas y después me
volvieron a levantar. Me empujaron, tiraron de mí de nuevo y me
dieron puñetazos para obligarme a caminar. Cerré mis ojos abra-

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sados y debo reconocer que para entonces ya estaba llorando, in-
tentando despejarme los ojos del gas lacrimógeno, desesperado
porque el dolor no cesaba. Tenía los pulmones forrados de papel
de lija. Para de respirar. Para. Pero no podía. Y cada respiración
era fuerte como el amoníaco y afilada como una cuchilla.
«¡Jude! ¡Mamá! ¡Papá!», les llamé, pero sólo conseguí ahogar-
me en mis palabras. Me asfixié. No logré hacer mucho más. Mi
cuerpo empezó a agarrotarse, a enroscarse. Y de pronto estábamos
fuera. Fuera de la casa. Salimos al aire fresco de la noche. Traté de
respirar. El gas me estaba rebanando los pulmones. Jadeé. Más
aire, esta vez aire limpio y fresco. En el preciso momento en el que
me empujaron hacia la parte trasera de un coche, oí a mi madre
llorar.
«¡Mamá!», la llamé. Parpadeé, y parpadeé de nuevo, mirando
por todas partes, tratando de verla. Formas y sombras flotaban
frente a mí. El coche arrancó. Seguía con las manos esposadas a la
espalda. Me dolía todo el cuerpo.
Y todavía no sabía por qué.

X Cincuenta y siete. Sephy

No puedo continuar así, rebotando de mamá a Minnie y del cole-


gio a Callum como un pinball. Soy la única que no controla mi
vida. Y tengo la sensación de que irá a peor, no a mejor. Necesito
hacer algo. Necesito... Necesito largarme de aquí.
Pero Callum...
No quiero perderle. No quiero dejarle. Pero debo hacerlo. Ca-
llum es un superviviente. Yo no. Él lo entenderá si se lo explico.
No puedo pensar cuando está cerca. Me confunde. A su lado, lo
único que hago es pensar en él. ¡Triste, pero cierto! ¡Patético, pero
cierto!

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Ayer me besó. Y me abrazó. Recorrió sus manos por mi espal-
da, mi trasero y mi cintura. Y me apretó contra él. Fue una sensa-
ción muy extraña. Como si estuviéramos destinados a estar jun-
tos. Aunque no fuese cierto. Hubiera deseado saber por qué lo
hizo. Si pudiera leerle la mente.
¿No sería bonito si Callum y yo...?
¡Basta!
No seas ridícula. Tienes catorce años, por el amor de Dios. Se-
phy, haz algo por tu vida, ¡literalmente! Cuando quieras sentar la
cabeza, Callum probablemente estará casado y tendrá seis hijos.
¡Ordénate primero tu cabeza, después tu vida y, por último, tu
vida amorosa! Como si Callum tuviera interés en una cría como
tú... Pero me besó...
Mírame, hablando sola. Regañándome a mí misma. Me estoy
volviendo loca de verdad. Pero tengo que seguir mi propio conse-
jo. Largarme. Hacer mi vida. Empezar ahora, antes de que sea de-
masiado tarde.
«Mamá, quiero cambiar de colegio»
Mamá abrió los ojos y parpadeó mientras me miraba como un
búho asombrado. «¿Qué... qué, cielo?»
«Quiero ir a un colegio lejos de aquí. Necesito escaparme de
este lugar, de... todo».
«¿Y... dónde irías?» Mamá luchó por sentarse en la cama. El
color de sus ojos se había tornado rojo vampiro. Había cierto aro-
ma revelador en la habitación. Miré a mamá y fue como mirarse
en un espejo que predecía el futuro. Pero sólo por un instante. El
hedor era repulsivo..., la vista aún peor. Y el espejo se rompió.
«Quiero ir a un colegio lejos de aquí. A un internado en algún
lugar...»
Callum...
«Había pensado en el internado Chivers, no está demasiado
lejos».
Suficiente lejos como para mantenerme alejada de aquí y eludir
las visitas de fin de semana. Lo bastante como para encontrar algo

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que me guste de mí misma. La distancia suficiente como para ma-
durar.
«Sólo unos ciento cincuenta kilómetros», continué.
Callum...
«Pero... ¿qué voy a hacer sin ti?»
Pude ver por su mirada que por fin empezaba a asimilar nues-
tra conversación.
«Tendrás a Minnie. Al servicio. A todos tus amigos, tus fiestas
y... todo». Esbocé una sonrisa forzada. «Quiero irme, mamá. ¿Por
favor?»
«¿De verdad quieres irte?»
«Sí».
Mamá me miró. Un momento de perfecto entendimiento en-
tre nosotras. Y me entristeció tanto que casi cambio de idea. Casi.
Pero no.
«Veo que ya has tomado una decisión».
«Así es».
«¿Y cuándo quieres empezar?»
«Ahora. O en septiembre como muy tarde».
«Pero septiembre está a la vuelta de la esquina».
«Lo sé».
Mamá me miró, después bajó la vista. «No puede ser, cielo»,
dijo con pesimismo.
«Mamá, quiero irme».
«No creo que sea una buena idea», insistió, sacudiendo la cabeza.
«¿Para quién? ¿Para ti o para mí?»
«He dicho que no, Sephy».
Me di la vuelta y abandoné el dormitorio de un portazo, obte-
niendo una amarga satisfacción ante el gemido que mamá exhaló
con el golpe. Me apoyé contra la pared y traté de visualizar cuál
sería mi próximo movimiento. En un momento de lucidez me di
cuenta de que sólo había una cosa que me ataba. Una persona que
me frenaba a hacer las maletas e irme a Chivers en ese mismo ins-
tante. No tenía ni idea de cómo pensaba explicarle mis planes, pero

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debía hacerlo. Callum lo entendería. Estaría de mi parte una vez
que conociera los motivos. Callum y yo somos como dos caras de
la misma moneda.
Si mamá pensaba que iba a renunciar a mis planes y olvidar el
tema sin más, es que estaba tramando algo. Necesitaba huir. Irme
lejos.
Antes de que fuera demasiado tarde.

O Cincuenta y ocho. Callum

«Háblame de la participación de tu hermano Jude en la Milicia de


Liberación».
«Mi hermano no pertenece a la Milicia de Liberación», dije ne-
gando su afirmación. Las palabras que emergían de mi boca ape-
nas sonaban como un rumor. Estaba exhausto. ¿Cuánto tiempo
llevábamos con lo mismo? ¿Una hora? ¿Veinte?
Dos agentes de policía vestidos de paisano se sentaron del lado
opuesto de la mesa. Sólo hablaba uno de ellos. Era obvio que ésa
era su versión de poli malo, poli silencioso. «Te preguntaré otra
vez, ¿a qué célula de la M.L. perteneces?»
«A ninguna, a ninguna y a ninguna».
«¿Cuándo se alistó Jude en la Milicia de Liberación?»
«Nunca, que yo sepa».
«¿Cuándo se unió tu madre a la Milicia de Liberación?»
«Nunca. No se ha unido jamás».
«Pareces muy seguro de lo que dices».
«Lo estoy».
«No estabas tan seguro cuando te preguntábamos por tu her-
mano».
«Yo... sí lo estaba».
«¿A qué célula de la M.L. pertenece tu padre?»

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«Ninguno de ellos pertenece a la M.L.»
«Vamos, chico. Sabemos todo acerca de la relación de tu fami-
lia con la M.L.»
«Entonces, ¿para qué me necesitan?»
Los dos agentes se miraron. Les estaba mosqueando. Genial.
«Corroboración», dijo por fin el silencioso. «Confírmanos lo
que ya sabemos y no seremos demasiado duros contigo».
«No sé nada». Traté de posar mi cabeza en mis brazos cruzados
sobre la mesa, pero el agente que había liderado el interrogatorio
la levantó de un empujón. Me recosté en la silla. Estaba completa-
mente agotado, entre muchas otras cosas. Pero no pensaba de-
mostrarlo.
«No nos hagas perder el tiempo, hijo».
«No soy tu hijo».
«Y a ti no te conviene que yo sea tu enemigo», añadió el agente
silencioso.
«¿De quién fue la idea de poner la bomba en el Dundale? ¿De tu
hermano o de tu padre?»
«Tú y tu familia odiáis a las Cruces, ¿verdad?»
«Haríais lo posible por aniquilarnos a todos, ¿no es así?»
«¿Qué edad tenías cuando te alistaste en la M.L.?»
Y una más. Y otra. Y vueltas y más vueltas. Pregunta tras pre-
gunta. Sin descanso. Sin paz. Sin respiro. Hasta que mi cabeza em-
pezó a girar de aturdimiento y cada pregunta hacía eco con la an-
terior, y la anterior con su anterior. Hasta que pensé, esto debe ser
lo que es volverse loco...
¿Y qué había de mamá, papá y Jude? ¿Dónde estaban? ¿Qué es-
taban haciendo? ¿Por qué la policía era implacable respecto a mi
hermano? Me mordí con fuerza el labio inferior, aterrado ante el
pensamiento de haber verbalizado mis pensamientos, atemorizado
por lo que podía desvelarles. Piensa en otra cosa. Deja la mente en
blanco. Y fue entonces cuando mi mente se apagó y el mundo dejó
de girar. Abrí los ojos despacio. Por favor, no más preguntas. No
podía soportar una sola pregunta más. Pero ya no estaba en la sala

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de interrogatorios. Había vuelto a mi celda y mamá estaba sentada
en la cama junto a mí retirándome dulcemente el pelo de la cara.
«¿Callum? Gracias a Dios. ¿Te encuentras bien? No te han he-
cho daño».
Me tomé mi tiempo para incorporarme, sacudiendo la cabeza
mientras lo hacía.
«¿Do... dónde está papá? ¿Dónde está Jude?», pregunté.
«A tu padre todavía le están interrogando y», mamá inspiró
profundamente antes de proseguir, «no sé dónde está Jude. No
estaba en casa cuando esos animales irrumpieron».
«¿No estaba? ¿Qué está pasando? ¿Qué quieren? ¿Por qué si-
guen insistiendo en que Jude está implicado?»
«Encontraron una lata de refresco vacía cerca de donde tuvo
lugar la explosión en el Dundale», dijo mamá con gravedad.
«¿Y?»
«Pues que las huellas de Jude se encontraban por toda la lata.
Eso dicen. Está claro que es una patraña pero afirman haberla
contrastado con la de su carné de identidad».
«Pero ¿cómo consiguieron hacerse con las huellas de su carné
de identidad...?» Y entonces caí.
Mamá asintió. «Las escanearon cuando acudimos al hospital.
Apuesto a que rescataron la información del ordenador antes de
que la enfermera tuviera oportunidad de eliminarla, si llegó a ha-
cerlo».
«Pero Jude no...» Miré a mamá a los ojos. «¿Lo hizo?»
«Dicen que colocó el explosivo. Aseguran que cuando lo en-
cuentren, lo... lo ahorcarán». La cara de mamá desapareció tras un
torrente de lágrimas.
«No lo van a atrapar. Cuando Jude se entere de que le están
buscando...», dije frenéticamente.
«Es sólo cuestión de tiempo». Mamá negó con la cabeza. «Los
dos lo sabemos. Ya han ofrecido una recompensa por cualquier
información que pueda conducir a su captura».
«¿Qué clase de recompensa?»

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«Cincuenta mil».
No pude decir nada más. Las palabras, las lágrimas y las plega-
rias eran inútiles. Con semejante cantidad de dinero en juego el
arresto de Jude era realmente cuestión de tiempo.
«Probablemente hayan colocado la prueba contra Jude ellos
mismos. Quizá no tengan ni idea de quién colocó la bomba y sen-
cillamente buscan un cabeza de turco». Mi voz era poco más que
un susurro. No podía soportarlo más. Querían ahorcar a mi her-
mano. Nada en el mundo podría convencerme de que había sido
mi hermano quien había colocado la bomba lapa en el coche. Pue-
de que estuviera allí pero él no la habría montado ni la habría pro-
gramado para hacerla estallar. Él no lo haría. «Si sólo quieren a
Jude, ¿por qué siguen interrogando a papá?»
«Papá pidió verles en cuanto supimos por qué buscaban a
Jude», contestó mamá.
«¿Por qué? ¿Qué está haciendo papá?»
«No tengo ni idea». Mamá se secó los ojos con el reverso de la
mano. «Diciendo lo mismo que tú, sin duda. Sólo espero que sea
cauto».
Miré fijamente a mamá. «¿Qué quieres decir?»
Mamá se limitó a menear la cabeza. Antes de que yo pudiera
hablar, oímos el chasquido de la puerta de la celda. Un nuevo
agente la abrió de par en par. Era un hombre delgado con ojos
penetrantes que nos miraba como si fuéramos menos que nada.
«Vosotros dos, podéis iros».
«¿Dónde está mi marido?», preguntó mamá abruptamente.
«Está siendo detenido para ser acusado formalmente», respon-
dió el agente.
«¿Acusado de qué?», dije.
«Mi marido no ha hecho nada malo. ¿Por qué lo están dete-
niendo?», preguntó mamá. Le temblaba la voz, aunque no era fácil
discernir si de miedo o de odio.
«Coged vuestras cosas e iros», espetó el agente. «No tengo todo
el día».

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«Exijo saber el motivo de la detención de mi marido. Quiero
verlo, ahora», explotó mamá.
Un vistazo al semblante furioso del agente bastó para percatar-
me de que teníamos más posibilidades de celebrar concursos de
lanzamiento de bolas de nieve en el infierno que de que aquel in-
dividuo nos ayudase.
«Podéis largaros o podéis pasar el resto de la noche en esta cel-
da». La voz del agente era gélida. «Depende de vosotros».
«¿Puedo ver a mi marido, por favor?» Mamá hizo un esfuerzo
por ser educada pero ya era demasiado tarde.
«Me temo que no. Hasta que no sea formalmente acusado no
podrá recibir la visita de nadie que no sea su abogado», contestó.
«¿De qué va a ser acusado?», pregunté de nuevo, ansiando una
respuesta desesperadamente.
«De terrorismo político y de siete homicidios».

X Cincuenta y nueve. Sephy

«¡Vamos, Callum! Coge el teléfono».


Ninguna señal. Continué llamando. Le eché un vistazo al reloj.
¿Dónde estaba todo el mundo? Alguien debería haber descolgado
ya. Eran casi las nueve de la mañana, ¡por el amor de Dios!
Colgué el teléfono, tratando de digerir la ansiedad que me obs-
truía el estómago.
Espera hasta después, dale la noticia en persona. Cuéntale que
al llegar septiembre te irás.
¿Va a intentar persuadirte de que te quedes? ¿Crees que le im-
portará?
Espera un poco y lo sabrás.

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O Sesenta. Callum

Las oficinas de Stanhope y Rigby reunían todas las tonalidades de


gris lúgubre y blanco sucio que uno se pueda imaginar. Las sillas
de la sala de espera eran más bien bancos hechos de la especie más
dura de roble. La máquina de café tenía manchas por todas partes
y las ventanas estaban tan sucias que era imposible distinguir nada
a través de ellas. Era el quinto abogado de oficio al que acudíamos
en busca de asistencia gratuita. En los cuatro bufetes anteriores, en
cuanto los letrados fueron conocedores del caso de papá, nos
acompañaron a la puerta tan rápido que empezaba a padecer de
jet lag. Pero esta oficina era, de largo, la más cochambrosa. Me
recordé a mí mismo que los pobres no pueden ser selectos, pero
no sirvió de nada.
«Mamá, vámonos», dije mientras me incorporaba. «Podemos
encontrar un bufete mejor que éste».
«¿Perdón?», gruñó mamá.
«Observa este lugar. Hasta las cucarachas deben de huir de se-
mejante antro».
«No juzgues por las apariencias». Una voz procedente de nues-
tra retaguardia me hizo dar un brinco. Mamá se puso en pie y yo
me di la vuelta.
Junto a la puerta había un hombre de mediana edad con un
cabello negro azabache que se tornaba gris en las sienes. Lucía ca-
misa de cuadros y vaqueros, acompañados de una expresión que
destilaba más dureza que un clavo de aluminio.
«Y usted ¿quién es?», dije.
«Adam Stanhope», respondió el hombre.
«¿Esta empresa es suya, señor Stanhope?», preguntó mamá.
«La fundó mi padre. Yo he seguido la tradición», repuso.
Para ser una primera impresión, fue bastante positiva. Sólo
uno de los cuatro abogados de oficio con los que nos habíamos

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citado era un cero. Los demás habían sido Cruces. Sabía que no
había letrados cero, así que no esperaba encontrarme con un abo-
gado cero cuyo padre también había ejercido la profesión. «¿Y
dónde están el señor o la señora Rigby?», pregunté, dudando to-
davía de si el tipo me caía bien o mal.
«Están muertos. Por aquí, por favor». El señor Stanhope se vol-
vió y nos acompañó a la sala de espera.
Mamá me dirigió una de sus miradas de alerta al seguirlo. Ca-
minábamos tras él, con pasos que no sonaban sino que crujían
sobre el linóleo agrietado. Sólo Dios sabía qué demonios era la
materia que lo recubría. Por el aspecto pegajoso, parecía una fina
capa de cereales recubiertos de miel. Nos detuvimos ante una
puerta que parecía la entrada de un lavabo acorazado. El señor
Stanhope la abrió y... ¡Sorpresa!
Suelo de madera pulida, paredes de color crema, muebles de
caoba, sofá de piel... ¡todo el despacho rezumaba clase con C ma-
yúscula! Miré atónito al señor Stanhope.
«¡Imaginaba que les gustaría la oficina!», exclamó el señor Stan-
hope con aspereza. «Díganme, ¿creen que esta sala me hace mejor
abogado, o tal vez peor?»
Capté el mensaje. «Entonces, ¿por qué tiene una sala de espera
tan cochambrosa?»
«Digamos que las Cruces se reafirman con semejante aspecto»,
dijo el señor Stanhope. «No me favorece aparentar demasiado éxi-
to. Por favor, siéntense».
Esperé a que mamá estuviera sentada antes de hacerlo yo.
«¿Qué puedo hacer por usted, señora...?»
«Señora McGregor», dijo mamá. «Se trata de mi marido, Ryan.
La policía lo tiene retenido».
«¿Lo han arrestado formalmente?»
«Sí». Mamá bajó la cabeza, antes de forzarse a mirar al señor
Stanhope a los ojos. «Le acusan de asesinato y terrorismo político».
«La bomba del Dundale». El señor Stanhope se recostó en la
silla.

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«Así es», respondió mamá. «Pero él no lo hizo. Sé que no lo
hizo».
«Se lo dijo él, ¿verdad?»
«La policía no me deja hablar con él. Necesito un abogado, al-
guien que pueda ir a verle en representación mía».
«Ya veo».
«No tengo mucho dinero».
«Entiendo».
«Vi en el listín telefónico que usted es abogado de oficio».
Si el señor Stanhope se reclinaba más en la silla, acabaría en el
suelo. ¿Estaría pensando que la mala suerte es contagiosa?
«¿Puede ayudarnos?», preguntó mamá con notoria impacien-
cia en su tono de voz.
El señor Stanhope se levantó y miró a través de la ventana relu-
ciente. Las persianas venecianas estaban dispuestas de tal modo
que dejaban pasar la cantidad de luz ideal sin restar privacidad a la
estancia. Me pregunté qué contemplaba. Ojalá supiera lo que esta-
ba pensando.
«La asistencia jurídica gratuita no cubriría los costes de un caso
así», repuso el señor Stanhope. «Yo no puedo asumir esos gastos,
señora McGregor...»
«No le pido que lo haga», respondió mamá de inmediato. «Le
pagaré lo que haga falta, lo único que quiero es que no se mancille
el nombre de mi marido».
El señor Stanhope le dedicó una mirada larga y férrea antes de
responder. «Iré a ver a su marido primero. Después tomaré una
decisión».
Mamá asintió y se puso en pie.
«Pero de ahora en adelante no hablen con nadie más que con-
migo. ¿Entendido?»
Mamá asintió de nuevo.
Me levanté y pregunté: «Señor Stanhope, ¿es usted bueno?»
«¿Disculpe?»
«Como abogado, ¿qué tal es?»

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«¡Callum!», me regañó mamá.
«No, señora McGregor, me parece una pregunta justa». El se-
ñor Stanhope se volvió hacia mí. «He ganado muchos más casos
de los que he perdido. ¿De acuerdo?»
«De acuerdo», asentí.
Abandonamos la oficina.
Mamá y yo permanecimos sentados en la sala de espera de la
comisaría durante siglos. Nadie nos ofrecía café. Hubo un par de
policías que nos dedicaron un «¿puedo ayudarle?» al cruzar el um-
bral de la puerta principal, pero nada más. El señor Stanhope ha-
bía desaparecido para hablar con papá y «revisar el caso policial».
Un caso que no existía. Entonces, ¿por qué tardaba tanto? Quería
ver a papá. Y me preguntaba dónde estaba Jude. Deseaba volver a
casa y despertarme para descubrir que el último año había sido
sólo una pesadilla. Pero pedía demasiado.
Mamá miraba al frente y jugueteaba con los pulgares mientras
esperábamos. Empezaba a preguntarme si el señor Stanhope se
habría rendido, si habría vuelto a casa olvidándose por completo
de nosotros, cuando por fin apareció. Y por la expresión de su
rostro, presentí inmediatamente que no traía buenas noticias.
«¿Qué ocurre? ¿Está bien?» Mamá se levantó de un brinco.
«¿Qué le han hecho?»
«¿Serían tan amables de acompañarme, por favor?», dijo el se-
ñor Stanhope con tono grave.
Tras intercambiar una mirada de preocupación pero sin me-
diar palabra, mamá y yo seguimos al abogado. Un agente de poli-
cía nos abrió la puerta que conducía a las celdas.
«Gracias». Tanto el señor Stanhope como mamá agradecieron
el gesto.
Yo no. El policía caminaba detrás. Al llegar a la última celda del
pasillo izquierdo, todos nos hicimos a un lado para que abriera la
puerta. En cuanto estuvo abierta, mamá voló a su interior. Sin que
me diese tiempo a pestañear, mamá y papá se abrazaron con tal
fuerza que parecían fusionados.

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«Ryan, ¿qué sucede?», susurró mamá. «¿Estás bien? Dime que
no estás herido».
Papá me hizo señas para que me acercara. Caminé despacio
hacia él, intuyendo que también me abrazaría. Y no me equivoca-
ba. Deseaba que lo hiciera. No quería separarme de él, estaba ate-
rrado. Si no había hecho nada, ¿por qué seguía arrestado?
«Señor McGregor, ¿le podría decir a su familia lo que me ha
dicho a mí?», preguntó el señor Stanhope.
«Eso da igual», espetó papá. «¿Dónde está Jude? ¿Ya lo han sol-
tado? ¿Está a salvo?»
«¿Jude? La policía no lo detuvo, no estaba en casa», repuso
mamá. «No tengo ni idea de dónde está».
Papá nos miró fijamente. Al instante, su mirada cobró tal furia
que me sorprendí dando un paso atrás.
«¡Desgraciados! Me dijeron que lo tenían. Dijeron que Jude se
podía dar por ahorcado...» Papá tragó fuerte y se alejó de noso-
tros. Parecía que el mundo entero se le hubiera derrumbado sobre
los hombros.
«Ryan, ¿qué... qué has hecho?», susurró mamá.
No hubo respuesta.
«¿Ryan...?»
«Firmé una confesión imputándome todos los cargos...» La voz
de papá se apagó.
«¿Cómo?», balbuceó mamá. «¿Te has vuelto loco?»
«Me aseguraron que tenían a Jude y que reunían pruebas sufi-
cientes para demostrar su culpabilidad. Dijeron que debían atri-
buir la autoría del atentado del Dundale a alguien y que dependía
de mí la decisión de quién cargaba con el muerto».
«¿Y tú los creíste?», preguntó mamá furiosa.
«Meggie, amenazaron con meteros en la cárcel a Callum y a ti
por conspiración. Era mi vida o la de toda mi familia».
«¿Lo hiciste? ¿Colocaste la bomba que asesinó a toda esa gente?»
Papá miró a mamá fijamente. Ni siquiera pestañeó. «No».
«Entonces, ¿por qué...?»

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«No tuve elección», repitió papá, tenso y rígido de la furia. Pa-
recía a punto de partirse en dos.
Mamá pestañeó, completamente desconcertada. «Si te atribu-
yes los asesinatos del Dundale, te ahorcarán».
«Lo sé», musitó.
Miré al señor Stanhope, como si su cara me pudiera explicar lo
que no conseguía entender en la de papá.
«¿Es que tienes ganas de morir?», preguntó mamá, perpleja.
«No digas tonterías».
«Señora McGregor, en cuanto el inspector Santiago informó a
su marido de que habían identificado al autor del atentado a tra-
vés de las huellas encontradas, lo confesó todo. Además han gra-
bado su dictado y firma de la confesión en vídeo, lo cual demos-
trará que no hubo coacción alguna», dijo el señor Stanhope con
suavidad.
Papá bajó la cabeza primero y después la voz, que se tornó poco
más que un susurro. «Meggie, encontraron dos huellas de Jude en
un fragmento de una lata de refresco depositada en la basura don-
de se colocó el explosivo...»
«Eso no demuestra nada», interrumpió mamá con aspereza.
«Sólo significa...»
«También se encontraron huellas en una parte del artefacto
que no fue destruida por la explosión», interrumpió papá. «Y las
huellas coinciden...»
Las palabras daban vueltas y más vueltas, y la cordura se despe-
día de mí.
Jude había colocado la bomba...
No podía ser cierto. Las Cruces le habían tendido una trampa.
Mi hermano no era un terrorista. No haría algo así. Y desde luego
que no era tan tonto como para dejar sus huellas por toda la carcasa
de la bomba, a menos que creyera que no iba a quedar ni rastro de
ella y que no debía ponerse guantes. Jude había puesto la bomba...
«Le dije la verdad a la policía». Papá subió la voz a su volumen
habitual. «Me llevé la lata de casa porque tenía miedo de que al-

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guien me identificara si entraba en alguna tienda a comprar. Por
eso estaban ahí las huellas de Jude. Debió cogerla y devolverla a la
nevera sin que me diera cuenta. En cuanto a la carcasa, tenía el... el
material necesario en casa. Seguramente también lo tocaría sin
percatarse de lo que era, por simple curiosidad». Papá alzó la cabe-
za, y girando sobre sí mismo, bramó a los cuatro vientos: «Jude no
tuvo nada que ver, ¿me oís? Yo soy el único culpable. Nadie más».
No se lo tragaban. Nadie en su sano juicio se creería una histo-
ria tan inverosímil.
«Ryan...» Las lágrimas discurrían por el rostro de mamá.
«No, Meggie. Soy culpable. Es la verdad y la voy a mantener.
No dejaré que os metan a Callum y a ti en prisión por esto. Ni a
Jude», interrumpió papá. Bajó la voz de nuevo. «Sólo aseguraos de
que Jude sigue desaparecido para que las equis no le echen el guan-
te. Si lo encuentran, se pudrirá en la cárcel». Papá esbozó una mi-
núscula sonrisa cargada de tristeza que desapareció al instante.
«Pero al menos mi confesión significa que no va a morir».

X Sesenta y uno. Sephy

Hoy, Ryan Callum McGregor, residente del número 15 de la calle


Hugo Yard, en Las Praderas, ha sido formalmente acusado de terro-
rismo político y de siete asesinatos por el atentado atroz del centro
comercial Dundale. Ha admitido todos los cargos, con lo que el juicio
no será más que una mera formalidad. Su familia, compuesta por su
mujer Margaret y sus dos hijos, Jude y Callum, está presuntamente
en paradero desconocido.

Cada palabra era una flecha que me clavaba a la silla.


Como que me llamo Sephy que él no lo hizo. El padre de Ca-
llum era tan terrorista como yo. Por supuesto que no lo había he-

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cho. Tenía que ayudar. Tenía que demostrarlo. Pero, ¿cómo? De-
bía de haber alguna forma. Algo que pudiera hacer. ¿Qué podía
hacer para ayudarle?
Piensa, piensa...
«¡Paliducho, escoria!», gritó Minnie desde el otro extremo de la
habitación. «¡Tendrían que colgar a toda su familia, no sólo a él!»
«Minerva, no voy a tolerar ese lenguaje en esta casa, ¿me oyes?
No vives en Las Praderas».
«Sí mamá», repuso Minnie. Pero el escarmiento no le duró mu-
cho. «Y pensar que lo hemos tenido aquí, en nuestra propia casa. Y
que su mujer trabajó para nosotros. Si la prensa se entera de ese de-
talle, se pondrá las botas... Y papá se subirá por las paredes».
«¿Qué quieres decir?», pregunté.
«Venga Sephy, piensa un poco. Si finalmente Ryan McGregor
se libra, creerán que papá le ha protegido y le acusarán de favori-
tismo, tenga algo que ver con él o no».
«Pero el señor McGregor no es culpable del atentado del Dun-
dale...»
«Bobadas. Lo ha confesado, ¿no?»
Miré a mamá. Estaba muy pensativa.
«Mamá, no lo van a ahorcar, ¿verdad?»
«Si ha admitido los cargos...» Se encogió de hombros.
«Y Callum va a nuestra escuela», prosiguió Minnie. «A papá
también lo vituperarán por eso».
«Callum no tiene nada que ver con todo esto».
«De tal palo, tal astilla», sentenció Minnie.
«Eres un pedazo de...»
«¡Persephone!» La dureza en la voz de mamá hizo que me tra-
gara el resto de la frase.
«Aunque Ryan McGregor sea culpable, algo que jamás he creí-
do, no significa que Callum...»
«Vamos, Persephone. Madura de una vez». La reprimenda no
vino de mi hermana. Mamá me miró, sacudió la cabeza y salió de
la habitación.

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«No tienes ni idea del mundo real, ¿verdad?», espetó Minnie
con satisfacción.
«¡Felicidades! Hablas igual que mamá», repuse maliciosamente.
Minnie dijo algo muy impropio de una señorita refinada como
ella y abandonó la habitación indignada. Sonreí a sus espaldas has-
ta que la puerta se selló. Luego mi sonrisa desapareció. Miré hacia
la puerta cerrada, sintiéndome completamente sola. ¿Qué tenía yo
para que todo el mundo hiciera lo mismo? Coger y marcharse.
Abandonarme tras rechazarme. ¿Por qué todas mis palabras y ac-
ciones acababan alejando irremediablemente a los demás?
Mamá. Minnie. Incluso Callum.
Pero esta vez tenía razón. El padre de Callum no colocó la bom-
ba del Dundale.
Mamá y Minnie se equivocaban. Y yo lo iba a demostrar. Sólo
debía averiguar cómo.

O Sesenta y dos. Callum

Tras esperar no más de cinco minutos, mamá y yo fuimos invita-


dos a entrar en la lujosa oficina del señor Stanhope. Su secretaria
le había dicho a mamá que se trataba de algo «urgente» y «acerca
del caso», pero no añadió nada más. Mamá y yo nos hacíamos la
misma pregunta. ¿Qué caso? La última vez que habíamos visto al
señor Stanhope, hacía tres días, nos dijo bastante categóricamente
que no lo pensaba aceptar.
«Señora McGregor, Callum, por favor siéntense». El señor
Stanhope era todo sonrisas desde el instante en que atravesamos
sus muros sagrados. Una mirada suya bastó para que mi corazón
empezara a latir con una esperanza que creía perdida.
«¿Tiene novedades?», preguntó mamá ansiosa. «¿Van a soltar a
Ryan?»

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«Me temo que no», dijo el señor Stanhope, menos sonriente y
con notorio pesar. «Su marido sigue insistiendo en que es cul­
pable».
Y, de pronto, toda la esperanza se desvaneció. Luego, ¿por qué
nos había hecho venir?
«He intentado ponerme en contacto con usted en su domicilio
pero nadie contestaba», prosiguió el señor Stanhope.
«Ya no vivimos en esa casa». Mamá cruzó una mirada conmi-
go. «Estamos con mi hermana, Charlotte, al otro lado de Las Pra-
deras».
«¿Han recibido cartas conminatorias?», preguntó el señor Stan-
hope, cortante.
«Entre otras cosas», repuse burlón. Como ladrillos contra las
ventanas y amenazas de muerte.
«Bien, tengo el placer de comunicarle que ahora podré llevar el
caso de su marido», le dijo el señor Stanhope a mamá. «Y lo mejor
es que he convencido a la prestigiosa abogada Kelani Adams para
que acepte el caso, sin esforzarme demasiado por cierto».
«¡Kelani Adams!» Mamá se mostró perpleja. No era la única.
Kelani Adams no sólo era una abogada con prestigio nacional,
sino que también era reconocida internacionalmente. Una aboga-
da Cruz. ¿Por qué todas las Cruces querían el caso de papá? «Yo no
puedo pagarme una abogada como Kelani Adams». Mamá negó
con la cabeza.
«No se preocupe por el dinero. Ya está todo arreglado».
«¿A qué se refiere?», pregunté adelantándome a mamá.
«Me refiero a que ya está todo arreglado», contestó el señor
Stanhope, frunciendo el ceño.
Mamá y yo intercambiamos una larga mirada.
«Agradecería que contestara a las preguntas de mi hijo adecua-
damente», repuso mamá.
«Un donante anónimo ha decidido aportar una suma muy ge-
nerosa de dinero junto con la promesa de hacerse cargo de cual-
quier otro gasto que pueda surgir para asegurarse de que su marido

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tiene un juicio justo». El abogado escogió las palabras minucio­
samente.
«No aceptamos caridad, señor Stanhope», exclamó mamá
apretando los labios.
«No es caridad», repuso el señor Stanhope. «Me pidieron que
se lo recalcara».
«¿Quién?», preguntó mamá.
«Como le he dicho, recibí un cheque bancario y una nota escri-
ta a máquina sin firmar con ciertas instrucciones», explicó el señor
Stanhope.
«¿Puedo ver la nota?»
«Me temo que no. Era una de las condiciones».
«Entiendo».
Me alegraba saber que lo comprendía, porque yo desde luego
que no.
«Señora McGregor, es la primera y la única oportunidad de que
su marido salga indemne de este caso. Le recomiendo ferviente-
mente que la aproveche».
«A ver si lo entiendo», replicó mamá, despacio. «La única razón
por la que usted sigue con el caso de mi marido es porque alguien
le ha pagado para que siga, ¿me equivoco?»
«Bueno, yo no lo diría así...»
«Y la única razón por la que Kelani Adams quiere colaborar es
porque se embolsará mucho dinero, ¿no es cierto?»
«No», respondió el señor Stanhope. «El dinero me permitió re-
currir a la mejor abogada, Kelani Adams. Y eso tiene un precio.
Además, una vez leyó el caso de su marido se mostró encantada de
llevarlo».
«Se supone que tengo que estar agradecida, ¿no?»
«Si la gratitud es demasiado pedir, basta con que acepte la si-
tuación», dijo el señor Stanhope.
Mamá se volvió hacia mí. «¿Callum?»
Era duro que me pidiera mi opinión. Parte de mí quería que lo
decidiera todo mamá. Lynette ya no estaba, Jude había desapare-

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cido. Papá estaba en la cárcel y a mamá y a mí nos habían dejado a
la deriva. Quería que mamá se volviera hacia mí y me dijera que
todo iba a salir bien. Quería que ella tomara las decisiones, aunque
fueran equivocadas. Ésas en particular.
«Mamá, creo que habría que hacer todo lo posible para sacar a
papá de la cárcel», dije al fin.
«De acuerdo, entonces», respondió mamá. «Haré lo que digan
usted y la señorita Adams. Pero me gustaría hablar con mi mari-
do, cuanto antes». Nos miró a mí y al señor Stanhope. «A solas».
«Veré lo que puedo hacer». Fue la respuesta del abogado.
Y cuanto pude hacer yo fue rezar para que no estuviéramos
cometiendo una enorme estupidez. No sólo por nosotros, sino
también por papá.
Pero para mí lo más nauseabundo, a la par que humillante, era
saber quién le había enviado el dinero al señor Stanhope.
Sephy.
No tenía ni idea de cómo lo había hecho. Y aún menos de cómo se
lo iba a agradecer. De devolvérselo, ya ni hablamos. Pero lo haría. Me
senté en la lujosa butaca de piel marrón de la oficina del señor Stan-
hope y juré ante Dios que se lo devolvería. Aunque me costara cada
céntimo que ganara durante el resto de mi vida, se lo devolvería.

X Sesenta y tres. Sephy

Volví a casa del colegio y me llevé la sorpresa de mi vida. Las ma-


letas de papá estaban en el pasillo.
«¿Papá? ¿¡Papá!?»
«Estoy aquí, princesa».
Corrí hacia el salón, siguiendo su voz como si estuviera atada a ella.
Me lancé a sus brazos.
«¡Papá! Te he echado de menos».

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«Yo también te he echado de menos». Papá me levantó, o por
lo menos lo intentó. «Dios mío, ¿qué has estado comiendo?», ex-
clamó al soltarme. «¡Pesas muchísimo!»
«¡Gracias!», contesté entre risas de felicidad. Papá estaba en
casa. Había vuelto. «¿Te vas a quedar?»
«Al menos una temporada», asintió papá.
Pero no lo hizo en mi dirección. Por primera vez, caí en la
cuenta de que no estábamos a solas.
Mamá estaba sentada en la mecedora, balanceándose despacio
mientras nos observaba.
«Qué... ¿qué sucede?», inquirí.
«Pregúntaselo a tu padre, es él quien tiene las respuestas».
Y entonces caí en la cuenta. Papá no había vuelto por mamá, ni
por nosotras. Ryan McGregor y los políticos habían sido los úni-
cos motivos de su regreso.
«Sólo vas a estar aquí hasta después del juicio, ¿verdad?», pre-
gunté.
«El juicio del siglo», así lo habían bautizado los periódicos y la
tele. Lo deberían haber llamado el juicio del milagro, o el del mile-
nio, puesto que había logrado que papá volviera a casa.
«Está todo en el aire». Papá sonrió al acariciarme la mejilla. «No
hay nada decidido».
Me bastó una mirada a mamá para saber que era mentira. Al
menos, ella creía que lo era, lo que al fin y al cabo venía a ser prác-
ticamente lo mismo.

O Sesenta y cuatro. Callum

«Ah, Callum. Entra».


Esta semana estaba viendo mucha oficina lujosa. Primero la del
señor Stanhope, ahora la del señor Costa, nuestro director. Sólo

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había estado en la oficina del señor Costa una vez. ¡A las Cruces
parecía encantarles la caoba! Y su alfombra era como la hierba
primaveral: suave, absorbente y exuberante. El señor Costa estaba
sentado tras el escritorio de caoba y se inclinaba, primero hacia
atrás, después hacia adelante, sin despegar los codos de la mesa,
como si tratara de buscar la posición apropiada. Su silla parecía
más un trono que otra cosa y le otorgaba un aire todavía más im-
ponente. Los rayos del sol se colaban a sus espaldas a través de
unas ventanas impolutas, oscureciendo su figura aún más y resal-
tando una silueta vigorosa.
«Siéntate por favor».
Me senté en una de las sillas de piel chirriantes.
«Callum, no existe una manera fácil de decirte esto, así que voy
a ir al grano».
«¿Sí, señor?»
«Hasta que el asunto que concierne a tu padre esté resuelto sa-
tisfactoriamente...»
Las alarmas que empezaban a saltar en mi cabeza eran ensorde-
cedoras.
«Hemos decidido que sería de interés común expulsarte tem-
poralmente».
Ya estaba hecho. Estaba fuera.
«Soy culpable hasta que mi padre sea declarado inocente, ¿no
es eso?»
«Callum, espero que seas razonable con este asunto».
«¿Quiere que vacíe mi taquilla ahora o le basta con que lo haga
a final del día?»
«Eso depende de ti». El señor Costa cruzó los brazos y se reclinó
en la silla.
«Debe de estar tan contento», espeté con amargura. «Ya van
tres, sólo le queda uno».
«¿Qué insinúas?»
«Insinúo que Colin ya está fuera, que no veía el momento de
deshacerse de Shania, y que ha llegado mi turno».

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«Expulsamos a Shania por una falta de comportamiento gra-
ve», repuso el señor Colin con arrogancia.
«Shania golpeó al jardinero Wilson porque él le pegó prime-
ro», exclamé. «Todo el mundo lo sabe, usted incluido. ¿Por qué
expulsa a Shania y deja ir al jardinero con una mera amonesta-
ción verbal? ¿Por qué deja de ser una falta grave si la comete una
Cruz?»
Ocurría lo mismo en todo el país. En las pocas escuelas donde
admitían a ceros, estábamos cayendo como moscas. Expulsados o,
como las autoridades lo denominaban eufemísticamente, «exclui-
dos», por motivos por los que las Cruces sólo recibían un castigo o
una fuerte admonición verbal. De vez en cuando se expulsaba
temporalmente al par de Cruces raros de turno, pero no sucedía
tan a menudo.
«No tengo ninguna intención de justificar la política escolar
contigo». El señor Costa se puso en pie. Nuestra reunión había
terminado. «Estaremos encantados de revisar tu caso en cuanto
todo este tema se aclare».
Pero nunca se iba a aclarar. Los dos lo sabíamos.
«Buena suerte, Callum». El señor Costa me tendió la mano.
«¡Sí, claro!» Miré la mano con desprecio.
Buena suerte, pero en otro lugar. Cuanto más lejos, mejor. Por
lo que respectaba al señor Costa, yo ya no estaba en la escuela. Me
levanté y salí del despacho. Quería cerrar de un portazo, pero no le
iba a dar la satisfacción de poder decir: «¿Veis? Estaba en lo cierto.
Se comporta tal y como os aseguré que lo haría».
Y entonces me lo pensé mejor. Volví hacia atrás y cerré la puer-
ta con todas mis fuerzas. Casi me pillo los dedos pero mereció la
pena. Fue un gesto inútil, pero reconfortante.
Caminé a zancadas por el pasillo. El señor Costa salió hecho
una furia de su despacho.
«Callum, ven aquí».
Seguí caminando.
«He dicho que vengas aquí», exclamó furioso.

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Sonreí y continué mi camino. Ya no era de esta escuela. No te-
nía que hacer lo que me decía. No compartía el modus vivendi de
las Cruces. Luego, ¿por qué tenía que obedecerles? Sólo ralenticé
el paso al oír cómo el señor Costa cerraba la puerta de su despacho
de un portazo. El cuello se me había hinchado desde el interior.
Me estaban destripando como a un pez que lucha por sobrevivir
sobre una tabla de cortar. Me habían echado de Heathcroft.
Y no iba a volver jamás.

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O X EL JUICIO

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X Sesenta y cinco.  Sephy

Dudé sólo un instante. Me armé de valor y golpeé la puerta de la


habitación de mi hermana.
«¡Lárgate!»
Entré, desplazándome a la izquierda para esquivar una almo-
hada que volaba a toda velocidad.
«¿Estás sorda?», exclamó Minnie. Estaba sentada a los pies de la
cama y fruncía el ceño exageradamente.
Me estaba entrando un ataque de risa pero sabía que sospecha-
ría. De todas formas no sería una risa auténtica, sino inducida por
la sidra. No iba tan borracha como para no darme cuenta de eso.
«Minnie, te quiero pedir consejo sobre algo».
«Ah, ¡vale!», dijo mi hermana, con la ceja arqueada de escepti-
cismo. Sabe hacerlo muy bien. Va a ser un clon de mamá cuando
crezca. Como yo, supongo, si no hago algo para remediarlo.
«¿Qué dirías si te cuento que estoy planteándome estudiar fue-
ra?»
Capté su atención al instante.
«¿Dónde?»
«Chivers».
«¿El internado?»
Asentí.
Minnie me inspeccionó varias veces de arriba abajo hasta que
empecé a sentirme incómoda. Me preguntó acerca de la opinión
de mamá.

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«Ha dicho que no, pero...»
«Pero te dejaría». Minnie terminó la frase por mí.
«Entonces, ¿qué opinas?», insistí.
«Creo que es muy buena idea. Por eso le pedí exactamente lo
mismo a mamá semanas atrás», dijo Minnie con una sonrisa inex-
presiva.
«¡No me digas!» Estaba perpleja.
«No eres la única que necesita huir de este lugar».
Me senté al pie de la cama de Minnie. «¿Tan evidente es?»
«Sephy, tú y yo nunca nos hemos entendido, y lo siento de ve-
ras. Quizá si nos hubiéramos apoyado mutuamente las cosas nos
habrían ido mejor. En cambio, intentamos salir de esto cada una
por nuestra cuenta».
«¿A qué te refieres?»
«Déjalo ya Persephone. Bebes para escapar y yo me vuelvo más
bruja y malvada. Cada una hacemos lo que debemos hacer».
El cuerpo se me cubrió de fuego. «Yo no bebo...», negué.
«¿Ah no?», replicó burlona. «Pues a menos que hayas decidido
ponerte un nuevo perfume de sidra, diría que bebes de lo lindo».
«La sidra no es alcohol».
Minnie rompió a reír.
«Bueno, no es como el vino o el whisky ni nada de eso», añadí
furiosa. «Y además, sólo me gusta el sabor... Es la única razón. No
soy una borracha».
Minnie arrastró los pies perezosamente hacia mí al hablar. Me
puso la mano en el hombro. «¿A quién intentas convencer? ¿A mí
o a ti misma?»
Y entonces hice algo inesperado para las dos. Rompí a llorar.
Luego, mi hermana me rodeó con el brazo y me recostó la cabeza
sobre su hombro, lo cual sólo empeoró las cosas.
«Minerva, tengo que salir de aquí. Tengo que irme antes de que
explote».
«No te preocupes. Estoy gestionándolo con papá».
«Ya, para ti. Pero, ¿y yo?»

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«No, estoy buscando una solución con papá para las dos», dijo
Minnie. «Le repito una y otra vez que las dos necesitamos alejar-
nos del ambiente de esta casa».
Me aparté de Minnie para preguntarle: «¿Y está funcionan-
do?»
«Creo que sí. Le estoy acribillando».
«¿Y por qué no has atacado a mamá?», me vi obligada a pregun-
tarle.
«Porque a ella le importa demasiado», replicó Minnie.
«Mientras que a papá le importa un comino», apunté con
amargura.
«No es cierto. Papá se preocupa a su manera».
«No tanto como se preocupa de su carrera política», añadí.
«Sólo ha vuelto para dar una buena imagen ante el juicio de
McGregor. Y se supone que ha vuelto, pero apenas lo vemos».
«¿Tú quieres verlo más a menudo?», inquirió Minnie.
Lo pensé. «En realidad no».
«Pues ten cuidado con lo que deseas», me advirtió.
«No te preocupes, Sephy. En cuanto llegue septiembre, tú y yo
estaremos lejos de esta casa de locos».
«¿Estás segura?»
«Lo prometo».

O Sesenta y seis. Callum

Me senté en una de las últimas filas del tribunal. Estaba abarrotado.


Muy por debajo de mí y a la derecha avisté a mi padre. De hecho,
sólo pude ver su perfil izquierdo amoratado. Era la segunda vez
que coincidíamos desde que la policía había irrumpido en nuestras
vidas. El juez explicaba una y otra vez al jurado las razones y sinra-
zones del caso. Doce buenas personas, hombres y mujeres, aguan-

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tando la monserga del juez. Doce buenas Cruces, por supuesto.
¿Cómo podría impartirse justicia, si no? Se me revolvió el estóma-
go cuando el alguacil finalmente se puso en pie y miró a papá.
«Ryan Callum McGregor, del cargo de terrorismo político,
¿cómo se declara? ¿Culpable o inocente?»
«¡Papá, no lo hagas!» No pude contenerme. Incluso antes de
que las palabras salieran de mi boca sabía que le estaba haciendo
un flaco favor a mi padre. Pero, ¿cómo iba a permanecer sentado
y contemplar ociosamente esta... esta farsa de juicio?
«Un arrebato más y me veré obligado a desalojar la sala. Espero
haberme expresado con claridad», amenazó el juez Anderson.
Mientras hablaba, me estaba fulminando con la mirada, igual
que el resto de miembros del jurado. Mamá posó una mano so-
bre la mía en actitud restrictiva. Papá miró hacia arriba y nues-
tros ojos se toparon. Volvió la vista casi de inmediato, no antes
de que su cara amoratada se hubiera grabado a fuego en mi men-
te. Tenía el labio reventado, la mejilla magullada y el ojo mora-
do. Pero su cara no expresaba condena, sólo una intensa y dra-
mática tristeza.
«Del cargo de terrorismo político, el acusado se declara, ¿culpa-
ble o inocente?»
Se impuso un silencio.
Que se eternizó.
«Por favor, que el acusado responda a la pregunta», ordenó el
juez Anderson con brusquedad.
Papá alzó la vista para mirarnos a mamá y a mí de nuevo.
«¡Inocente!», dijo al fin.
Se oyó una exclamación de sorpresa desde cada rincón del juz-
gado. Mamá me apretó la mano. Susurros y comentarios inaudi-
bles fluyeron por toda la sala. La abogada de papá se dio la vuelta y
nos sonrió con complicidad. Se aseguró de borrar todo atisbo de
sonrisa antes de volverse hacia el juez.
«Del asesinato de Aysha Pilling», prosiguió el alguacil. «¿Cómo
se declara? ¿Culpable o inocente?»

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En esta ocasión, la respuesta de papá fue aún más contundente.
«Inocente».
Y ésa fue la respuesta para todos y cada uno de los cargos que se
le imputaban. Cuando llegó el turno del séptimo cargo de asesina-
to, el alguacil tuvo que gritar para hacerse oír.
Papá también: «¡Inocente!»
La audiencia estalló. El juez hizo desalojar la sala, pero no me
importó lo más mínimo. Era uno de los momentos más felices de
mi vida.
¡Inocente! ¡Di que sí, papá!

X Sesenta y siete. Sephy

Me llevé el mayor susto de mi vida. Recibí una citación que me


obligaba a presentarme en los juzgados el lunes siguiente. Como
yo era menor de edad, se la habían remitido a mamá y la hacían
directamente responsable de mi aparición en la fecha y la hora
estipuladas.
«¿Para qué quieren que vaya?», dije aterrada al contemplar la
ininteligible parrafada de argot jurídico.
«Esto es lo que sucede cuando uno se relaciona con ceros», dijo
Minnie con malicia.
Estaba a punto de mandarla a paseo cuando de pronto, para mi
sorpresa, mamá se me adelantó.
«¡Minerva, quizá si mantienes la boca cerrada consigas hacer
creer a la gente que en tu cabeza hay algo más que serrín!», espetó
mamá.
Minnie se marchó indignada ante el comentario. ¡Buen viaje!
Me volví para sonreír a mamá pero su expresión no era mejor que
la de Minnie.
«Precisamente por eso te he advertido siempre que te mantu-

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vieras lejos de ese chico y de toda su familia», dijo mamá. «Ahora
nos arrastrarán a los tribunales y revolcarán nuestros nombres en
la mugre. La prensa estará encantada... pero a tu padre no le va a
hacer ni pizca de gracia».
«¡No es culpa mía!» Intenté defenderme.
«Entonces, ¿de quién es?», repuso mamá. «Sephy, ya es hora de
que aprendas que quien con perros se acuesta, con pulgas se le-
vanta».
Y salió de la habitación con mis ojos clavados en su espalda.

O Sesenta y ocho. Callum

«¿Jura decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad?»


Le eché un vistazo a la Biblia bajo mi mano. Era fría al tacto,
casi gélida bajo mis dedos. La verdad... ¿Qué versión de la verdad
consideraría aceptable este jurado de Cruces?
«Lo juro», contesté. Aunque hablé bajo, mi voz retumbó por
toda la sala. Habían subido el volumen del micrófono al máximo.
No querían perderse una sola palabra, y yo no quería decir ni una
de más por temor a que una sílaba descarriada le costara la vida a
mi padre. El estrado de los testigos donde me encontraba estaba
justo al lado de la tarima del juez, desde donde se veía el resto del
tribunal. El fiscal, un hombre de facciones duras llamado Shaun
Pingule, me observaba sentado. Kelani Adams miraba al frente,
sin apenas pestañear. Parecía sumida en un mundo propio. Debo
aclarar que era su mundo. Desde luego que el mío no.
«Puede sentarse», me indicó el juez Anderson.
«No», le contesté, y añadí como reflexión: «Gracias. Preferiría
permanecer de pie».
El juez apartó la atención de mí con un ligero encogimiento de
un hombro.

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Shaun Pingule se puso en pie. Contuve la respiración.
«¿Podría decir su nombre completo para que conste, por favor?»
Una pregunta sin trampa. ¿O tal vez no? Piensa. Responde con
brevedad, Callum.
«Callum Ryan McGregor».
«¿Pertenece usted a la Milicia de Liberación?»
Kelani Adams se alzó rápidamente. «Protesto Señoría. No se
está juzgando a Callum McGregor».
«Quiero asegurar la credibilidad del testigo, Señoría», argu-
mentó Pingule.
«Protesta denegada», repuso el juez.
Pingule repitió la pregunta. «¿Pertenece a la Milicia de Libera-
ción?»
«No, señor», respondí, pero la última palabra se desvaneció.
«Entonces, ¿no pertenece?»
«Así es. No formo parte».
«¿Está usted seguro?»
«Señoría...» Kelani se puso de nuevo en pie.
«Prosiga, señor Pingule», ordenó el juez Anderson.
Miré al jurado de soslayo. Sin duda, Pingule me había querido
tender una trampa. Me había hecho la misma pregunta una y otra
vez sin llegar a decir explícitamente que estaba mintiendo. Ya se
intuía la sospecha en los rostros del jurado y sólo había contestado
a una pregunta, formulada de tres formas distintas, pero una sola
pregunta al fin y al cabo.
«¿Su padre pertenece a la Milicia de Liberación?»
Observé a papá. Él miraba al frente, anclado en algún lugar del
pasado o del futuro incierto.
«No», repuse.
¿Había esperado demasiado para responder? ¿Se habría perca-
tado el jurado de la pequeña pausa antes de contestar? Les miré de
nuevo. Dos de ellos anotaban algo en sus libretas.
«¿Cómo puede estar tan seguro?»
«Porque mi padre no le haría daño ni a una mosca».

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«¿Y la Milicia de Liberación sí?», preguntó Pingule, adusto.
«¡Protesto, Señoría!»
«Se admite».
«Mi padre no forma parte de la M.L.», repetí.
«Callum, ¿qué opina de la M.L.?»
«Señoría, protesto...»
«Denegada». Esta vez, el juez ni siquiera miró a la abogada de
papá. Tenía los ojos clavados en mí.
¿Mi opinión acerca de la M.L.? ¿Qué debía responder? Miré en
derredor. Los ceros del público esperaban una respuesta. Y la abo-
gada de papá también. Y el jurado. Y papá...
«Yo... cualquier organización que defienda la igualdad entre
ceros y Cruces es...» Me quedé en blanco. El pánico empezaba a
apoderarse de mí. ¿Qué debo hacer ahora? «Los ceros y las Cruces
deberían ser iguales». Lo intenté nuevamente. «Apoyo a cualquie-
ra que promueva ese fin».
«Ya veo. El fin justifica los medios, ¿no es así?»
Kelani se levantó de un brinco, una vez más. No tenía nada que
envidiarle a un yo-yo. «Señoría...»
«Retiro la pregunta», declaró Pingule con un movimiento airo-
so de mano.
Miré al jurado. Tal vez había retirado la pregunta pero, aún sin
respuesta, había conseguido su objetivo.
«¿Mencionó su padre alguna vez pertenecer o querer formar
parte de la M.L.?»
«No».
«¿Mencionó su hermano Jude en alguna ocasión pertenecer o
querer formar parte de la M.L.?»
«No».
«Entonces, ¿ningún miembro de su familia tuvo relación algu-
na con el atentado del centro comercial Dundale?»
«Exacto».
«¿Y está usted seguro de que nadie de su familia sabía nada?»
«Así es». ¿Cuántas veces pensaba preguntármelo?

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«¿Usted incluido?»
«Yo tampoco», asentí, tratando de ocultar mi irritación. El sudor
que rezumaba de las palmas de mis manos me decía que estaba a
punto de morder un anzuelo, pero no sabía cuál. La camiseta se me
empezaba a pegar al cuerpo sudoroso. Quería secarme la frente pero
pensé que tal vez diera la impresión de que estaba mintiendo, así
que apreté los puños para mantenerlos inmóviles a los lados.
«Señoría, mi distinguido colega lleva diez minutos haciendo la
misma pregunta», intervino Kelani. «Si quiere llegar a algún lugar,
quizá se le podría sugerir que lo haga con celeridad».
«A eso iba». La sonrisa del fiscal era, cuanto menos, viscosa.
«Señoría, doy paso a la presentación de la prueba D19».
¿Qué demonios era eso de D19? Vi aparecer sobre ruedas una
televisión con una pantalla gigante y un reproductor de vídeo.
Mientras dos hombres ponían el equipo en marcha del lado opues-
to del jurado, me arriesgué a mirar a papá. Él también me miraba.
Y en cuanto me topé con el primero de sus dos ojos, negó con la
cabeza de forma casi imperceptible. En un primer momento me
pregunté si me lo había imaginado, pero continuaba mirándome.
Me atravesaba con la mirada y entonces supe que no se trataba de
un espejismo. Me volví hacia Pingule, preguntándome qué trama-
ba. Y juro que me dedicó una sonrisa insidiosa. Uno de los algua-
ciles del juzgado le entregó el mando a distancia. El fiscal se colocó
frente al televisor. Yo hice lo propio. Si antes sentía que el corazón
me estaba propinando una tunda de golpes, ahora ya se trataba de
un bombardeo en picado. La pantalla parpadeó y cobró vida. No
sabía qué esperaba que emitieran pero el Dundale no se me había
pasado por la cabeza. Era evidente que el vídeo había sido grabado
por uno de esos circuitos cerrados de cámaras de seguridad del
centro comercial. Y con una exclamación de terror, supe de pron-
to lo que se avecinaba.
«Señoría, esta grabación ha sido contrastada por la policía, por
abogados de mi despacho y por dos testigos procedentes de gru-
pos importantes de ceros, para corroborar que lo que veremos

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hoy es exactamente lo que sucedió el día del terrible atentado»,
explicó Pingule.
«Señoría, protesto terminantemente», exclamó Kelani con
suma indignación. «No he tenido oportunidad de ver las cintas
con anterioridad y...»
«Conseguí las grabaciones ayer por la tarde y he estado traba-
jando la noche entera junto a mis colegas para montar las diferen-
tes secuencias...» Pingule no pudo proseguir.
«Señoría, insisto en que se me autorice a ver las cintas antes de que
se presenten como pruebas a fin de poder preparar mi defensa...»
«Señoría, en esta audiencia se han sentado precedentes de prue-
bas mostradas sin que la defensa las hubiera visto con anteriori-
dad. Si se me permite citarlos...»
«No, no se le permite», interrumpió el juez Anderson. «Soy
plenamente consciente de los precedentes, señor Pingule. Le re-
cuerdo que no es el único de esta sala que ha estudiado derecho».
«Le ruego me disculpe, Señoría».
«Señoría...» Kelani intentó que el juez recuperara el hilo del
proceso.
«No, señora Adams. Autorizo la proyección de la cinta», repu-
so el juez Anderson. «No obstante, le concederé un receso después
del interrogatorio del testigo para que disponga de tiempo para
preparar la defensa».
Kelani tomó asiento y le dedicó al fiscal una mirada gélida. Ad-
vertí que el juez la percibía con disgusto por como apretó los la-
bios. Fulminé a Kelani con la mirada. ¿Cómo demonios quería
ganar el caso de mi padre si rivalizaba con el juez?
«Callum Ryan McGregor, ¿podría tratar de identificar a la per-
sona que abandona corriendo el establecimiento de degustación
Allan & Shepherds, por favor?», preguntó el fiscal.
Miré a la pantalla. Parpadeé y tragué fuerte. No cabía la menor
duda.
«Soy... soy yo», musité.
«¿Puede hablar más alto, por favor?», repuso Pingule.

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«¡Soy yo!» No quise gritar pero me salió así.
«¿Podría decirme qué hacía en el Dundale en ese momento,
aproximadamente diez minutos antes de que la bomba estallara?»
«No lo recuerdo».
«A ver si esto le refresca la memoria», espetó Pingule.
Apuntó a la televisión con el mando a distancia, apretó uno de
los botones e hizo avanzar la cinta. El marcador del tiempo situa-
do en el margen inferior de la pantalla indicó que habían transcu-
rrido siete minutos desde la primera imagen.
«¿Éste también es usted entrando a la cafetería Cuckoo’s Egg?»
Asentí con la cabeza.
«Necesitamos una respuesta verbal para que se registre en la
grabación de este juicio», exclamó el juez dirigiéndose a mí.
«Sí», contesté.
Pingule dejó que la proyección avanzara. Momentos más tarde
se podía ver cómo salía de la cafetería arrastrando a Sephy. Aun-
que no se escuchaba nada de lo que decía, era evidente que lo úni-
co que quería era abandonar aquel lugar cuanto antes. La alarma
del centro comercial debió dispararse al advertir que Sephy mira-
ba perpleja a su alrededor. La remolqué hasta la salida más próxi-
ma y empezamos a correr con más ímpetu todavía. Una vez cruza-
mos el umbral de la puerta de la cafetería, Pingule avanzó la
grabación dos minutos y, sin previo aviso, tuvo lugar un flash y
la imagen se tornó negra.
Se impuso un silencio concluyente.
«¿Sigue insistiendo en que ni usted ni ningún miembro de su
familia sabía nada acerca de la bomba del Dundale?», preguntó
Pingule con mordacidad.
«Sí».
«Ya veo. En esta grabación, ¿quién es la persona a la que arras-
tra fuera de la cafetería Cuckoo’s Egg?»
«Sephy...»
«¿Persephone Hadley? ¿La hija de Kamal Hadley?»
«Sí».

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«¿Qué relación tiene con Persephone Hadley?»
«Ella... es una amiga...»
Alguien del público empezó a murmurar ante mi respuesta.
«¿Podría decirle a este jurado por qué quería sacar a Persepho-
ne de allí con tanta urgencia?»
«Yo... quedamos en vernos e iba con retraso».
«¿De veras?» Pingule arqueó una ceja en señal de escepticismo.
«En tal caso, cuando se encontraron, ¿por qué no tomó asiento o
salieron a dar un paseo por las tiendas? ¿Qué prisa tenían?»
«Llegaba tarde y tenía miedo de que su madre apareciera en
cualquier momento y... y quería enseñarle algo».
«¿El qué?», insistió Pingule.
«No lo recuerdo».
Más murmullos procedentes del público.
«Con todo lo que ocurrió, no logro recordarlo. Era algo sin im-
portancia, un coche, un avión, no estoy seguro».
«¿De veras?»
«Sí». Estaba sudando mucho, tanto que habría podido abando-
nar el estrado de los testigos nadando.
«No hay más preguntas», dijo Pingule con desprecio antes de
sentarse.
Bajé la cabeza.
Perdóname, papá.
Fui incapaz de mirarlo. Empecé a descender los escalones del
estrado.
«Un momento, Callum». La voz de Kelani me devolvió a la rea-
lidad. Miré al frente. Me ordenó con un gesto de mano que subie-
ra de nuevo a la tarima. Hice lo que me pidió.
«¿Puede describir la relación que mantiene con la señora Had­
ley, la madre de Persephone Hadley?», preguntó Kelani con ama-
bilidad.
«La señora Hadley no me aprecia... demasiado».
«¿Por qué afirma semejante cosa?»
«Le ordenó a su secretaria que no me dejara entrar en su casa».

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«Entiendo. ¿Por qué razón?»
Tosí nerviosamente. «Sephy... Persephone fue agredida en el
colegio y la señora Hadley me culpa».
«¿Por qué? ¿Fue usted quien le pegó?»
«No, por supuesto que no», respondí consternado. «Fueron
unas chicas de un curso por encima del nuestro».
Pingule se puso en pie. «Señoría, no consigo dar con la relevan-
cia de esta línea de interrogatorio...»
«¿Señora Adams?», le apremió el juez Anderson.
«Iré directa al grano, Señoría». Kelani sonrió. «Callum, ¿qué
habría hecho si Persephone hubiera estado acompañada de su
madre en la cafetería?»
¿Cómo debía responder a la pregunta? ¡Piensa! ¡Piensa!
«Yo... habría esperado hasta que Sephy hubiera estado sola para
poder hablar con ella».
«Pero, ¿eso podría haber supuesto un buen rato?»
Me encogí de hombros en señal de despreocupación. «Que-
ría mostrarle a Sephy lo que había fuera, pero no hacerlo tam-
poco habría significado el fin del mundo. Habría esperado
lo necesario hasta que hubiéramos estado a solas. No tenía
prisa».
«Gracias, Callum». Kelani me regaló una sonrisa. «Eso es todo».

X Sesenta y nueve. Sephy

«Señorita Hadley, ¿puede explicarnos qué sucedió en la cafete-


ría Cuckoo’s Egg el día de la explosión?» El señor Pingule, el
abogado de la acusación, me sonrió envalentonándome, lo que
me ayudó un poco. Apenas nada. No esperaba estar tan nervio-
sa. No quería estar allí. La sala del juzgado era sofocante y gi-
gantesca. Podrían haber pintado ojos enormes por todo el sue-

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lo, las paredes y el techo y, aun así, hubiera sido menos
intimidatorio que la combinación del juez, los abogados y el
jurado.
«Tómese su tiempo, señorita Hadley», el juez me sonrió.
Le devolví una sonrisa de gratitud. Quizá pueda hacerlo. Des-
pués de todo, tal vez no sea un lance tan duro.
«Estaba tomando un refresco en la cafetería. Mamá... mi madre
había ido al coche a dejar las bolsas de la compra».
«Prosiga», insistió el señor Pingule con deferencia.
«Pues Callum entró y dijo que debíamos irnos...»
«¿Por qué?»
Tragué fuerte. Había jurado ante la Biblia que no mentiría.
Pero el juez y el jurado no entenderían la verdad. La verdad era
algo mayor que una simple sentencia. Era una combinación de
pensamientos, sentimientos y la historia que se esconde tras ellos.
¿Estaba buscando excusas? ¿Disfrazándolas de razones, justifica-
ciones y deliberaciones evasivas? Murieron siete personas. No
existía razonamiento alguno en el mundo que pudiera cambiar
ese hecho o justificarlo.
«Señorita Hadley, ¿Callum le explicó el motivo por el que de-
bían abandonar la cafetería?»
«Él... quería enseñarme algo... fuera... Supongo que quería en-
señarme algo que sucedía fuera. Quiero decir...» ¿Lo suponía?
Imagino que lo hacía. Hasta que la bomba estalló.
«¿Qué?»
«¿Perdón?»
«¿Qué le quería mostrar?» La sonrisa del señor Pingule perdía
fuerza.
«No lo sé. No lo recuerdo. No estoy segura de que me lo di­
jera».
«Adelante, señorita Hadley...»
«No me lo dijo», insistí. «Iba a ser una sorpresa pero... pero la
bomba estalló antes de que pudiera decírmelo».
«¿Es ésa la verdad?»

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«Sí». La verdad. Pero no toda la verdad y nada más que la verdad.
Me vino a la cabeza un dicho de mi madre. Una persona sabia dice
lo que sabe, pero no todo lo que sabe. ¿Se podía aplicar esa regla en
un tribunal de justicia? Supongo que no. Vi cómo el señor Pingule
me observaba con una expresión extraña. Finalmente habló.
«Señorita Hadley, Callum es su amigo, ¿verdad?»
Asentí. «Sí».
«Y no le gustaría que nadie ni nada le hiciera daño a él y a su
familia, ¿no es cierto?»
«Sí».
«¿Es consciente de que la única manera de hacerle daño hoy
aquí es no diciendo la verdad?»
«Así es», repuse.
«Bien. Se lo preguntaré de nuevo». La voz del señor Pingule
empezaba a tornarse incisiva. «¿Por qué quería Callum que aban-
donara el centro comercial Dundale con semejante urgencia?»
«Quería enseñarme algo». Mi voz se había vuelto vigorosa.
«Ya veo. Dígame una cosa señorita Hadley, ¿cómo describiría a
Callum McGregor?»
«Protesto, Señoría. ¿Qué relación tiene la opinión que tiene la
señorita Hadley de su amigo Callum con mi cliente, Ryan McGre-
gor?», preguntó Kelani.
«Me estaba haciendo la misma pregunta, señora Adams». El
juez Anderson meneó la cabeza. «Se admite».
«¿Qué relación tiene con Callum McGregor?»
«Somos amigos. Buenos amigos».
«¿Quizá... algo más que amigos?»
«Es mi amigo, nada más».
«Señoría...» Kelani no acabó la frase.
«Muy bien, entonces». El señor Pingule estaba realmente exas-
perado. «Señorita Hadley, ¿sabe quién es el culpable de la explo-
sión de la bomba en el centro comercial Dundale?»
«Por supuesto que no. ¿Cómo iba a saberlo?», dije, estupefacta
por la pregunta.

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«Claro. No hay más preguntas». El señor Pingule tomó asiento.
No sabía quién había colocado la bomba. No quería saberlo. Y
ésa, más que nada de lo que había dicho o incluso pensado en la
sala del juzgado, era la verdad.

O Setenta. Callum

Ahora que ya tenían mi declaración, me permitieron asistir como


público. No me senté con mamá, aunque ella quería. Pero, ¿có-
mo iba a hacerlo? Entre Sephy y yo, casi le atamos la soga al cuello a
mi padre. Pero Kelani Adams nos dio una lección de lo que signifi-
caba ser un abogado mordaz. Un hombre llamado Leo Stoll fue lla-
mado al estrado. No reconocí ni su nombre ni su cara cuando acce-
dió a la sala. Era una Cruz de mediana edad con aspecto de gozar de
una cuenta corriente obesa. Miré a mamá. Tenía una expresión en-
tre perpleja y socarrona. Me encogí de hombros. No pensaba esfor-
zarme en recordar quién era. No tenía la menor idea.
Observé cómo Leo Stoll hacía juramento y esperé con el cora-
zón en un puño a averiguar qué relación tenía con mi padre. Kela-
ni Adams se puso en pie frente al testigo.
«Señor Stoll, ¿podría decirle al jurado a qué se dedica?»
«Soy policía, ahora retirado». Su voz era profunda y melodiosa,
como la de un cantante barítono, o algo parecido.
«No parece usted muy mayor como para estar jubilado». Sólo
avistaba la espalda de Kelani, pero por su voz pude intuir una
sonrisa.
«Me retiré por cuestiones de salud», respondió el señor Stoll.
«¿De veras?»
«Fui atropellado por un cero que acababa de robar un coche.
El impacto me pulverizó la cadera. Se me ofreció un trabajo de
administrativo pero después de tantos años en la calle...» El señor

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Stoll se encogió de hombros. «Sencillamente no supe llevarlo. Así
que solicité la jubilación anticipada».
«¿Conoce al acusado, Ryan McGregor?»
«No. No lo he visto en la vida», contestó el señor Stoll, tajante.
El señor Pingule miró a Kelani. Intuí que guardaba un as en la
manga, que utilizaría antes de que el fiscal se pusiera en pie y pro-
testara al juez por la relevancia de las preguntas.
«Señor Stoll, ¿ha visto alguna vez a Callum McGregor?»
«¿A quién?»
Me dio un vuelco el corazón. ¿Por qué le preguntaba por mí?
¿Cuál era su estrategia? ¿Salvarle el pellejo a papá a cambio del mío?
«Callum McGregor, ¿sería tan amable de ponerse en pie?»
Me ayudé de la barandilla.
Ahora era el centro de todas las miradas.
«Ah, sí. Sí lo he visto antes», repuso el señor Stoll sin titubear.
«¿Dónde?», preguntó Kelani.
«La tarde que tuvo lugar la explosión en el Dundale», contestó
el señor Stoll. «Estaba tomando un café en el Cuckoo’s Egg. Este
chico entró y arrastró hacia la salida a una chica que estaba tran-
quilamente sentada pensando en sus cosas. Cuando vi que se la
llevaba a rastras, le pregunté si estaba bien. ¡Puede que tenga un
trasto por cadera pero no se me escapa una!»
«¡Estoy segura! Y bien, ¿qué sucedió entonces?», insistió Kelani.
«La chica me dijo que eran amigos y que sólo quería llevarla
fuera para enseñarle algo», respondió el señor Stoll.
«¿Está seguro de que ésa fue la respuesta?», preguntó Kelani
esperanzada.
«Segurísimo. Como le he dicho antes, fui agente de policía y,
por tanto, he sido entrenado para observar y recordar».
¿Sephy dijo tal cosa? Ni siquiera me acuerdo. Sólo recuerdo mi
desesperación por sacarla del Dundale antes de que todo volara
por los aires.
«¿La chica parecía asustada o preocupada por algo?», preguntó
Kelani.

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«En absoluto. Actuaba como si se tratara de una broma».
«¿Y cómo sobrevivió usted a la explosión?»
«Me acabé el café y salí un minuto más tarde que los chicos».
«Gracias, señor Stoll. No hay más preguntas». Kelani Adams
tomó asiento.
La sala se inundó de comentarios espontáneos. El juez An-
derson trató de restablecer el orden pero no lo logró. Al final
tuvo que desalojar la sala. Pero así fue cómo se corroboró mi
versión. Si hubiera sido un asunto divertido, me habría dester-
nillado.

X Setenta y uno. Sephy

Cada noche me sentaba pegada a la pantalla del televisor por si


daban alguna noticia en los informativos sobre el juicio del padre
de Callum. Me había devanado los sesos intentando averiguar
cómo ayudarle, pero estaba completamente en blanco. ¿Qué po-
día hacer? De hecho, ¿qué podía hacer una sola persona? Así que
acababa sentada como el resto del país, esperando a que un repor-
tero narrara en detalle lo ocurrido aquel día en los juzgados. En
ocasiones mostraban a Callum y a su madre tapándose el rostro
ante las cámaras al abandonar la sala.
La noche que emitieron cómo la casa de Callum ardía en llamas
me retiré al dormitorio y lloré desconsoladamente. Por suerte, él y
su madre se habían instalado con unos familiares, pero aun así me
atormentaba pensar en su situación. Quería llamarle, pero no te-
nía su nuevo número de teléfono. Deseaba visitarle, pero ignoraba
la nueva dirección. Seguí escapándome a la playa cada día durante
largo tiempo, pero Callum nunca aparecía. Quería pensar que
sencillamente no coincidíamos. Que yo llegaba a las cinco y él a las
seis. Que al día siguiente yo aparecía a las seis, él a las siete. Pero en

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el fondo sabía que había dejado de ir. Tenía cosas más importan-
tes en las que pensar.
No sé cómo se las ingenió la madre de Callum para que Kelani
Adams defendiera a su padre pero, en cualquier caso, me alegraba
que lo hubiera logrado. Incluso antes de que me llamaran para
declarar, había oído hablar de la célebre Kelani Adams y no es que
tuviera excesiva idea de política, temas de actualidad, ni nada por
el estilo. Según los reporteros que aparecían en la tele, Kelani se
estaba asegurando de que el juicio fuera lo más justo posible, ade-
más de hacer dudar al juez. ¡Bravo por ella!
Ryan McGregor debía ser declarado inocente. Era sencillamen-
te lo más razonable y apropiado.
Era sencillamente justo.
Era sencillamente justicia.

O Setenta y dos. Callum

Querida Sephy,
Me resulta muy difícil escribir esta carta. La he empezado y des-
cartado una y otra vez. Éste es el décimo borrador.

Hice una bola con ella y la tiré a la papelera a punto de desbor-


darse. Inténtalo de nuevo.

Querida Sephy,
Voy a ir directo al grano. No sé cómo te las ingeniaste y recaudaste
todo ese dinero para ayudar a mi padre, pero te adoro por ello. Nuestra
abogada, Kelani Adams, está de nuestro lado. Tanto es así que el juez
ha amenazado dos veces con detenerla por desacato a los tribunales.
No sé cómo, pero algún día, de algún modo, te compensaré por
todo. Sólo quiero que sepas que siempre estaré ahí...

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Otra bola de papel con destino a la basura. Crucé los brazos
sobre la mesa y reposé la cabeza sobre ellos. Para bien o para mal,
todos los aspectos de mi vida estaban en manos de otros. Kelani
Adams, el jurado, mi célebre educación en el instituto Heathcroft,
incluso Sephy. Quizá era el destino. Tal vez eso era lo que la vida
me tenía preparado. Estaba harto de ser tan poco útil.
En los últimos meses había tenido una pesadilla recurrente en
la que estaba encerrado en una caja de cartón del mismo tamaño
que yo. Una caja normal y corriente. Pero no importaba cuán
fuerte la empujara o la golpeara, no lograba romperla y escapar.
De hecho, cuanto más lo intentaba, más resistente se volvía el car-
tón. Y en mis peores pesadillas, me sangraban las manos y pedía
frenéticamente un poco de aire para respirar cuando caía en la
cuenta de que no estaba en una caja. Era un ataúd. Una vez
era consciente de la situación, dejaba de luchar y me abandonaba
a la muerte. Era lo que más me aterrorizaba.
Dejar de luchar y abandonarme a la muerte.

X Setenta y tres. Sephy

Al menos el juicio se había acabado. El jurado estaba fuera de la


sala considerando el veredicto. Yo saltaba de canal en canal de
televisión en busca de cualquier noticia que pudiera proporcio-
narme información actualizada. Había visto a muchos expertos
valorar las dichosas pruebas en numerosos medios de comuni-
cación. Y todos creían que el padre de Callum era culpable. Aun-
que nadie se posicionaba explícitamente. Tenían lugar muchos
debates inútiles sobre el «balance de posibilidades» y los «pros y
contras» del caso, además de discusiones acerca de las pruebas.
Es curioso pero las noticias jamás me habían suscitado el más
mínimo interés. Y ahora, de pronto, no podía dejar de verlas.

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Cuando Minnie empezó a gruñir para que cambiara de canal,
me fui hacia la habitación para poder prestarles atención en pri-
vado, y en paz.
Ryan McGregor era inocente.
¿Por qué tenía la sensación de que era la única persona en el
mundo (la única Cruz en el mundo) que lo creía?

O Setenta y cuatro. Callum

Mamá y yo nos dimos la mano mientras esperábamos a que el


portavoz del jurado hablara. La esperanza y la desesperanza se agi-
taban en mi estómago como el agua y el aceite.
«¿Han decidido el veredicto por unanimidad del jurado?»
«Sí, Señoría».
«Declaran al acusado, Ryan Callum McGregor, ¿culpable o
inocente del cargo de terrorismo político?»
¿Por qué tardaba tanto en hablar? Contesta a la pregunta. ¿Cuál
es la respuesta?
Abrió la boca y pronunció algo pero no pude oírlo. ¿Por qué no le
oía? Meneé la cabeza y la incliné ligeramente, concentrándome al
máximo. ¿Había hablado? Estaba seguro de que había dicho algo. Vi
cómo abría y volvía a cerrar la boca. Me humedecí los labios, estaban
secos. Empezaba a encontrarme mal. Miré a mamá. Su expresión era
granítica. Al lado de mamá, una mujer rubia enterró la cabeza en las
manos. El hombre junto a ella la sacudió incrédulo. ¿Por qué no po-
día oír nada? Tal vez porque en realidad no quería hacerlo.
«Del cargo de asesinato de Aysha Pilling, declaran al acusado,
Ryan Callum McGregor, ¿culpable o inocente?» La voz del magis-
trado resonó como un disparo de bala.
Y en esta ocasión sí que escuché el veredicto. Dios mío ayúda-
me porque lo he oído.

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O X Y ASÍ FUE...

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X Setenta y cinco. Sephy

Me senté en el columpio del jardín, meciéndome de un lado a


otro. Ahora ya me mecía, lo de columpiarse era cosa de niños.
Sencillamente me... mecía. Hacía calor. Mucho calor.
«¡Sephy, ¿qué haces?!», gritó mamá desde el otro extremo del
jardín.
¡Alerta! ¡Problemas! Había vuelto del colegio y había ido direc-
tamente al jardín a sabiendas de que mamá pierde los estribos
cada vez que me ve trasteando por casa vestida con el uniforme de
la escuela.
«Ven aquí, por favor», voceó.
Pensé en gritar «¿por qué?», pero lo pensé dos veces. Hacía dos
semanas que mamá estaba mucho peor, así que me limitaba a
cumplir órdenes y agachar la cabeza en todo lo que tuviera que ver
con ella. Y la mayoría de veces funcionaba. Salté del columpio y
corrí hacia la casa.
«Haz el favor de ir a tu habitación y ponerte el vestido azul ma-
rino y los zapatos celestes».
«¿Qué vestido azul?», repuse con el ceño fruncido.
«El Jackson Spacey», contestó mamá como si fuera algo obvio.
Arqueé las cejas ante su respuesta. Aquel vestido había costado
cien libras y mamá me había prohibido llevarlo a no ser que tuvie-
ra su autorización expresa. La última vez que me lo había puesto
fue cuando me echaron de la casa de Callum durante el funeral de
Lynette. Y tanto a mí como al Jackson Spacey nos sentó como una

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patada en el estómago. Por eso me resistía tanto a ponérmelo de
nuevo.
No era un sábado especial, ni el cumpleaños de nadie. O quizá
me olvidaba de alguien. No... Era 24 de julio y el aniversario de
Minnie no era hasta mediados de agosto.
«¿Por qué tengo que vestirme así?»
«Porque lo digo yo», sentenció. «Obedece. Y dile a tu hermana
que se dé prisa».
«¿Adónde vamos?»
«No preguntes», espetó mamá. «¡Espabila!»
Me encaminé hacia la puerta de la cocina y me detuve en la en-
trada con el propósito de preguntarle qué sucedía. Estaba sirvién-
dose una copa de Chardonnay. Se la bebió de un trago y se prepa-
ró una más. Abandoné la estancia y subí las escaleras.
Minnie no sabía qué planeaba mamá, y si lo hubiera sabido,
tampoco me lo habría dicho. Aparte de aquella vez que compar-
timos confidencias en su habitación, mi hermana y yo apenas
hemos tenido nada que contarnos. Pero supe que se trataba de
algo serio cuando mamá abrió la puerta principal y avisté el Mer-
cedes oficial de mi padre aparcado en la entrada y a papá en el
asiento trasero. Al verle, mi cara se iluminó como un árbol de
Navidad.
«¡Papá!», corrí hacia el coche y abrí la puerta de un tirón antes
de que Karl pudiera hacerlo por mí. Hacía más de una semana que
no lo veía.
«Sephy, sube al coche e intenta demostrar que has sido educada
para ser una persona y no una salvaje», rugió papá con severidad.
No me habría herido más si me hubiera dado una bofetada en
la cara. Tras una semana sin verlo, eso era cuanto tenía que decir-
me. En aquel momento, aparecieron mamá y Minerva. Karl aguar-
daba con la puerta abierta. Las esperé fuera del coche para cederles
el paso. No me iba a sentar al lado de papá ni por todo el oro del
mundo. Ni siquiera pensaba dirigirle la palabra hasta que no se
disculpara. Mamá tomó asiento a su lado con suma cautela para

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no rozarse. Después Minnie, y luego yo. Un minuto después, íba-
mos camino de algún lugar remoto. Miré el reloj. Las cuatro y
media. Miré a mamá, a papá y a Minnie con la esperanza de que
alguno me dijera adónde nos dirigíamos sin necesidad de pregun-
tarles. Nada de nada. Me volví y contemplé el paisaje por la venta-
na. Si querían preservar el halo de misterio, no iba a ser yo quien
se lo impidiera, pero tampoco pensaba fomentarlo.
El coche aminoró la marcha en las inmediaciones de la prisión
Hewmett. Las seis menos diez. Había coches delante y detrás, y
gente avanzando a pie. Todos los ceros que cruzaban la puerta de
acceso para peatones no mediaban palabra e iban vestidos de rigu-
roso negro. La expresión de cada uno de ellos era el reflejo del que
le seguía y del que le precedía. Cuando alcanzamos la entrada de la
prisión, papá mostró fugazmente su carné de identidad a los guar-
dias que la custodiaban. Nos dejaron pasar inmediatamente. ¿Qué
demonios hacíamos en Hewmett? ¿Por qué diablos había tenido
que ponerme ni más ni menos que el vestido Jackson Spacey para
ir a una prisión?
Nos llevaron al patio de la cárcel. La brisa de última hora de la
tarde era húmeda y molesta. El coche disponía de aire acondicio-
nado, así que no me di cuenta de lo desagradable que era hasta que
salí. Se me empezaba a pegar el vestido. La mitad del patio estaba
lleno de sillas dispuestas en hileras y el resto estaba vacío. Al final
del patio había un patíbulo. Todavía no caía. Nos guiaron hasta
nuestros asientos de primera fila.
Miré a mi alrededor, desconcertada. Todos los ceros estaban de
pie. Algunos miraban al patíbulo, unos pocos lloraban, y otros
tantos miraban hacia nosotros, las Cruces, con cara de odio. De
pronto vi a Callum. Estaba aturdida, como si me hubieran arroja-
do un cubo de agua fría. ¿Qué demonios sucedía? Me miró. Hacía
tanto que no nos veíamos que la sorpresa fue mayúscula.
«Señoras, señores, y ceros, estamos reunidos hoy aquí como
testigos de la ejecución de Ryan Callum McGregor, residente del
número 15 de la calle Hugo Yard, Las Praderas, tras haber sido

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declarado culpable de siete asesinatos y del cargo de terrorismo
político. Dado que la apelación ha sido rechazada, se llevará a cabo
la sentencia dictada, que consiste en colgarlo del cuello hasta que
muera. Traigan al reo».
Me volví hacia mamá y papá. Estaban concentrados en el patí-
bulo con expresión aciaga. Probé con Minnie. Ladeaba ligera-
mente la cabeza, pero también miraba hacia el cadalso. Nadie
hablaba. Tanto era así que parecíamos cadáveres en un cemen­
terio.
Estábamos en un enorme panteón.
Me di media vuelta para buscar a Callum. Me miraba con una
expresión desconocida. Su mirada me seccionó cual bisturí afila-
do e incisivo. Sacudí la cabeza despacio.
No sabía nada, dije. Miré al patíbulo, y luego a Callum; a su padre,
a los míos, a la multitud que nos rodeaba, y de nuevo a Callum.
Lo juro, no lo sabía.
¿Cómo podía transmitirle mi desesperación? Jamás habría ido
si hubiera sabido adónde me llevaban. No me habría arrastrado ni
una manada de caballos salvajes. Ésa era la verdad. Callum, debes
creerme.
«Mamá, quiero irme de aquí», susurré enfurecida.
«Ahora no, Sephy». Mamá miró de nuevo al frente.
«Quiero irme, ¡ahora!», dije levantando la voz. Me puse en pie
de un salto.
Sentí cómo la gente a nuestro alrededor nos miraba, pero no
me importaba.
«Siéntate Persephone y deja de dar el espectáculo», espetó
mamá.
«No pienso sentarme y ser partícipe de esto. Me voy». Me di
media vuelta empujando al resto de dignatarios de la fila de sillas.
Mamá se levantó, me tiró del brazo y me propinó una bofetada.
«Ahora siéntate y cierra la boca».
Tomé asiento con rubor en las mejillas y los ojos enrojecidos.
Algunas miradas seguían clavadas en mí. Me daba lo mismo. La

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mayoría miraba al patíbulo. Tal vez no me iría, pero no podían
obligarme a mirar. No podían forzarme a levantar la vista. Y si lo
hacen, no podrán impedir que cierre los ojos. Si aun así lo consi-
guen, no lograrán hacer que lo vea. Pero no podía mirar al suelo...
Despacio, levanté la cabeza con la mirada hacia un lado y el cora-
zón agitado. Enfadada conmigo misma, me di la vuelta y miré a
Callum. Él también apartaba la vista del cadalso. Me miraba a mí
y al resto de Cruces deseándonos la muerte. Había visto esa expre-
sión, tanto en Cruces como en ceros, pero jamás en el rostro de
Callum.
Y en aquel preciso instante supe que jamás dejaría de verla. Me
volví hacia el patíbulo estremecida. Tenía dos opciones. Odio u
odio. Le estaban cubriendo la cabeza al padre de Callum con un
capirote negro. En el reloj de la prisión empezaba la cuenta atrás.
A la sexta campanada, todo se habrá acabado.
Una... Todas las miradas clavadas en el cadalso.
Dos... La soga atada al cuello del padre de Callum.
Tres... Alguien empieza a llorar enérgicamente. Los sollozos
son desgarradores.
Cuatro... Un hombre en el patíbulo le hace una señal al ver-
dugo.
«Larga vida a la Milicia de Liberación...», gritó el padre de Ca-
llum hasta rasgarse la voz.
Cinco...

O Setenta y seis. Callum

Sonó la quinta campanada. Una más...


«¡Esperen! ¡Esperen!», voceó una voz bajo el cadalso.
«El director...»
«Es el director de la cárcel...»

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Forcé la vista para verlo, pero parte de la estructura de madera
del patíbulo me lo impedía. Quería que alguien entre la multitud
me explicara qué sucedía pero reinaba el silencio. Nadie hablaba.
Nadie se movía.
Seis... La sexta. Apenas podía respirar, temeroso de que el me-
nor movimiento accionara la trampilla situada bajo los pies de
papá.
«Mamá...», susurré desalentado.
«¡Silencio!»
«¡Detengan la ejecución!», gritó la misma voz. Advertí cómo
una Cruz se movía tras el entarimado de madera y hacía una señal
al guardia que custodiaba a mi padre en el cadalso.
Fue extraño que no se oyera ninguna ovación, ninguna excla-
mación, ningún sonido perceptible, nada de nada. Tal vez todo el
mundo estaba como yo. Quizá nadie entendía o daba crédito a lo
que estaba ocurriendo. ¿Qué significaba todo aquello? ¿Iban a in-
dultar a papá? ¿Tenían alguna prueba que demostrara que era ino-
cente? ¡Tal vez la abogada de papá lo había logrado! Desde que le
habían declarado culpable, Kelani Adams había traspasado el res-
to de sus casos a otros colegas para poder concentrarse únicamen-
te en el recurso de apelación de papá. Nos había dicho a mí y a
mamá que no descansaría hasta que papá fuera un hombre libre.
Incluso en el lapso de sacarlo de la celda y llevarlo al patíbulo, Ke-
lani seguía haciendo llamadas para conseguir su liberación. Era
evidente que la frase «causa perdida» no formaba parte de su vo-
cabulario. Es curioso que en el mío fuera una expresión habitual.
El hombre que había interrumpido la ejecución subió los esca-
lones del patíbulo. Se dirigió hacia el guardia, que retiró de inme-
diato el capirote de la cabeza de mi padre. Papá parpadeó eufórico
unos instantes. Abrió los ojos como si estuviera sumido en una
pesadilla y, por mucho que los abriera, no lograba despertarse. El
director de la prisión se acercó a papá y le dijo algo. Dio la sensa-
ción de que tuvo que repetirlo al preguntarle a papá si lo entendía.
Papá meneó la cabeza. El director posó la mano en el hombro de

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papá. Papá asintió. Estallaron murmullos entre la multitud. La
falta de información me estaba matando. ¿Qué ocurría? El direc-
tor levantó las manos pidiendo silencio.
«Señoras, señores y ceros, soy Giustini, el director de esta pri-
sión. Acaban de informarme de que Ryan Callum McGregor ha
sido indultado de la pena de muerte. Como conmutación cumpli-
rá cadena perpetua. Hoy no tendrá lugar ninguna ejecución...»
«¡Larga vida a...!», las rodillas de papá flaqueaban como si hubie-
ra desaparecido el suelo bajo sus pies. Los funcionarios de la cárcel
situados tras él lo agarraron para que no cayera redondo al suelo.
Y en ese instante, la multitud estalló. Lo único que hizo que el
patíbulo no acabara en mil pedazos fueron las vallas metálicas de
contención que nos separaban de él. Nuestra furia era tan profun-
da que nos ahogábamos en ella. Queríamos llegar hasta papá para
sacarlo de allí. Pero no lo lográbamos. Mamá trató de contenerme
y hacerme retroceder pero yo era uno de los que empujaba con
más fuerza para abrirme paso hacia delante.
«¡Papa! ¡Papá!», rugí hasta que me dolió la garganta, pero la
marea de voces hizo que mi alarido pasara desapercibido.
Papá bajó los escalones del cadalso apresuradamente y volvió a
la prisión junto al director, pero eso no nos frenó. Podríamos ha-
ber tirado abajo Hewmett ladrillo a ladrillo. Queríamos hacerlo,
pero las vallas nos contenían. Giré la cabeza mientras me empuja-
ban hacia adelante. Me volví para localizar el lugar donde ellos es-
taban sentados. No logré verla. ¿Dónde estaba? ¿Disfrutando del
espectáculo? Las Cruces huían a toda prisa. Nos habían obligado a
permanecer de pie y encerrados como ganado; ellos tenían sus
asientos. A nosotros nos arrearon por una de las salidas laterales y
nos empujaron hacia la parte del patio que nos habían reservado.
Las Cruces habían aparcado en la entrada y habían tomado asien-
to como si fueran a disfrutar de una función de ballet clásico, una
película en el cine o cualquier otro espectáculo recreativo. A noso-
tros nos escanearon y nos registraron. Apuesto a que no pararon a
una sola Cruz.

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Y luego se preguntaban por qué les teníamos tanto odio.
Empezaron a aparecer los primeros heridos. Vi como un hom-
bre cayó al suelo y, por mucho que los de su alrededor intentaran
ayudarlo, quienes les seguían continuaban empujando hacia de-
lante. Hubo gritos, llantos, alaridos y caos. Y me encantaba. Era
justo lo que necesitaba. Un lugar en el que poder chillar y dar gol-
pes sin que nadie pudiera detenerme al pasar desapercibido entre
la multitud. En aquel preciso instante sentí que podía arrancar las
vallas de metal del cemento con mis propias manos. Era invenci-
ble porque todo mi ser albergaba ira. Era un sentimiento que me
embriagaba y con el que decidí deleitarme. Alguien me agarró del
brazo. Me volví dispuesto a emprenderla a golpes. Era mamá.
«¡Callum!», bramó. «Vayámonos de aquí. Quiero ver a tu pa-
dre».
«¿Mamá...?»
Y en ese momento la tormenta de odio que me invadía amainó.
Ahí estaba, inmóvil, contemplando a mamá con la esperanza de
que todo aquel dolor se diluyera, de que mi mundo volviera a ser
multicolor y desapareciera aquel intenso rojo sangre.
«Vamos». Mamá tiró de mí en dirección opuesta a la multitud.
Con un sentimiento aplastante de arrepentimiento y frustración,
la seguí.

X Setenta y siete. Sephy

«¡No vuelvas a hacerme algo así nunca más!»


«No me hables de ese modo», espetó mamá frunciendo el ceño.
Pero ya estaba completamente fuera de mí. Papá se había mar-
chado directamente al despacho en el coche de un colega de ofici-
na, dejando que mamá, Minerva y yo volviéramos a casa solas. Y
segundo tras segundo, la furia crecía inexorablemente dentro de

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mí. Al llegar a casa, mamá se dirigió a la cocina y Minnie corrió
hacia su habitación. Yo seguí a mamá.
«¿Cómo has podido llevarme a ese... esa... cosa? ¿Cómo te atre-
ves?»
«Debíamos asistir. Era nuestro deber». Mamá sacó una botella
de Chardonnay de la nevera.
«¿Nuestro deber? ¿Ver cómo ahorcan a un hombre?»
«Sí». Mamá se sirvió el vino en un vaso. «Porque te guste o no
tenemos que apoyar a tu padre, aunque no estemos de acuerdo
con lo que hace».
«Pero eso es... una salvajada. Llevarnos a contemplar la muerte
de un hombre. Papá es repugnante. Y tú también».
«A mí tampoco me parece bien». Mamá se bebió medio vaso de
vino sin parpadear.
«Embustera. No podías dejar de mirar al patíbulo. Te he visto».
«No miraba», dijo mamá despacio, sirviéndose más vino.
No podía soportarlo más. Le arrebaté la botella de las manos y
la tiré con todas mis fuerzas. Rebotó contra uno de los armarios de la
cocina, cayó al suelo y empezó a rodar. El poco vino que quedaba
se derramó silenciosamente en un charco. «Vete a tu habitación»,
rugió mamá.
Por fin una reacción. Pero me dejó indiferente. «En realidad te
da lo mismo, ¿verdad?», dije sin ninguna intención de esconder
mi enfado. «Te importaría más si colgaran una botella de vino en
lugar de a una persona».
Mamá me dio una bofetada, pero esta vez ya me la esperaba.
Me volví de inmediato para mirarla a los ojos.
«Aún hay algo de vino derramado en el suelo. Ve y lámelo. No
creo que quieras desperdiciar ni una gota, ¿me equivoco?»
Mamá emitió un grito entrecortado que intentó disimular.
Pero ya era demasiado tarde. Lo había oído.
«¿Tal vez esperas que me vaya para poder ponerte a cuatro pa-
tas?», pregunté con desdén. «De acuerdo, entonces. Me voy, todo
tuyo».

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Mamá me agarró del brazo haciéndome girar en redondo para
encararme. «No tienes ni puñetera idea de nada, Persephone»,
masculló furiosa. «¿Crees que eres la única persona en el mundo
que sufre? Ryan McGregor era mi amigo. Igual que lo era Meggie
McGregor. ¿Piensas que me apetecía ver cómo lo ahorcaban?»
«Entonces, ¡¿por qué fuiste?!», grité.
«Algún día te darás cuenta de que en esta vida no siempre pue-
des hacer lo que quieres. Y el día que lo aprendas, te acordarás de
mí», espetó mamá.
«Espero acordarme de ti lo menos posible», exclamé con fran-
queza. «Dices que eran tus amigos. Verás mamá, nada conseguiría
que asistiera a la ejecución de uno de mis amigos. Nada en el mun-
do. Ni siquiera papá».
«Traté de ayudar...», susurró mamá.
«¿Cómo? ¿Bebiendo como una condenada antes y después?»
«Niñata estúpida. ¿A cargo de quién crees que corrieron los
gastos de la abogada?» Mamá me asió de los hombros y me zaran-
deó. «Recé, pagué e hice cuanto estaba en mis manos para asegu-
rarme de que no ahorcaran a Ryan. ¿Qué más podía hacer?
¡Dime!»
«¿Tú pagaste su defensa?»
Mamá se dio media vuelta. «Sí, pero esto no puede salir de aquí.
Y tampoco es por la razón que crees».
«Es por tu mala conciencia», espeté. «Jamás has hecho nada
por alguien que no fuera por ti misma. Así que vuelve con tu bo-
tella. Te lo has ganado».
Salí de la cocina consciente de que mamá me observaba. Subí
las escaleras desbocada, como si me persiguiera el mismísimo de-
monio.
Es curioso lo mucho que se puede llegar a llorar, ¿no? La canti-
dad de lágrimas que encerramos en nuestro interior. Me acosté en
la cama y seguí llorando hasta que mi cuerpo entero tembló y mi
cabeza empezó a tronar como un martillo mecánico, e incluso en-
tonces no pude parar. Y además sabía que nadie me escucharía

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llorar. El dormitorio de Minnie se encontraba junto al mío, pero
nuestras habitaciones estaban prácticamente insonorizadas. Así
que no tenía por qué enterrar la cabeza bajo la almohada o conte-
ner los sollozos. Sencillamente lloraba. Por Callum, por su padre,
por el día. Y por mí misma, lo admito.

O Setenta y ocho. Callum

Tras dos horas de negociaciones, el procurador finalmente nos


consiguió una autorización para a ver a papá. Nos hicieron pasar
a la sala de visitas. El señor Stanhope, nuestro abogado, nos comu-
nicó que nos esperaba fuera. Mamá y yo nos sentamos en silencio
con los ojos clavados en la puerta. Por fin se abrió y casi preferí
que no lo hiciera. Otro funcionario anónimo acompañaba a papá.
Tenía un aspecto horrible, abatido y pálido como un fantasma. En
el patíbulo se había mostrado vigoroso y firme, y curiosamente
me había sentido orgulloso de él. Pero ahora parecía... viejo. En-
corvado y encogido, casi absorbido. Mamá se puso en pie. Hice lo
propio.
Papá nos vio pero no sonrió. Mamá extendió los brazos. Él ca-
minó hacia ella y se abrazaron en silencio durante un buen rato.
«He oído que me culpan del motín que se ha organizado fue-
ra», dijo papá con un tono de voz mortecino.
Se separó de mamá y tomó asiento. Todos, excepto el funcio-
nario de la prisión, hicimos lo mismo. Lo miré. ¿Pensaba quedarse
allí de pie escuchando nuestra conversación privada? Todo pare-
cía indicar que sí.
«¿Cómo estás, Ryan?», a mamá le importaba un comino lo que
ocurría fuera.
«¿Tú qué crees?», respondió papá con amargura, intentando
modular la voz.

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«Al menos sigues vivo. Yo lo agradezco...»
«Yo no. Estaba preparado para morir», dijo papá, funesto.
«Ryan...»
«Así lo siento, Meggie. ¿Acaso crees que quiero vivir encerrado,
pudriéndome en la celda de una cárcel? Deberían haberme ahor-
cado. Habría sido mucho más considerado por su parte».
«¡No digas eso!», gimió mamá.
«¿Por qué no? Es la verdad».
Mamá bajó la cabeza buscando con desesperación algo que de-
cir. Nos volvimos al escuchar el chasquido de la puerta al abrirse.
Kelani Adams entró con los brazos abiertos y una expresión triun-
fante. Nos pusimos en pie. La abogada abrazó a mamá y a papá,
incluso a mí para no ser menos.
«Bien, hemos ganado la primera batalla. Preparémonos para la
siguiente». Kelani meneó la cabeza. «Ya he presentado una apela-
ción y...»
«Con el debido respeto, señorita Adams, ha llegado todo lo le-
jos que podía», interrumpió papá.
«No, en absoluto», refutó Kelani. «Estoy reclamando todos y
cada uno de los favores que me deben, y pidiendo más. Usted es
inocente de los cargos que se le imputan y voy a demostrarlo».
Mamá agarró la mano de Kelani con fuerza y exhaló: «Quiero
agradecerle todo lo que está haciendo por nosotros, señorita
Adams. Si no fuera por usted...»
«Su agradecimiento es un poco prematuro». Kelani le devolvió
la sonrisa a mamá. «Aun así, de nada». Se volvió hacia papá. «El
siguiente paso que debemos dar es...»
«Se acabó, Kelani», espetó papá. «Han decidido alargar mi
muerte en lugar de liquidarme hoy. Nunca saldré de estas cuatro
paredes y ambos lo sabemos».
La voz de papá albergaba tanta seguridad que nos hizo enmu-
decer, pero sólo momentáneamente.
«Quizá usted lo tenga claro, pero le puedo asegurar que yo no»,
dijo cortante Kelani.

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Pero no creo ni que papá lo oyera.
«Ryan, no abandones ahora por favor», suplicó mamá. «Aún
hay esperanzas. Podemos apelar. Todavía podemos hacer muchas
cosas...»
«No quiero que hagáis nada. Debe de haber algún modo de es-
caparme de aquí y lo encontraré...», dijo papá.
«Ryan...» Mamá se mostró preocupada.
«No te preocupes, mi amor. Lo tengo todo preparado», excla-
mó papá.
Negué con la cabeza despacio mientras miraba a papá pero paré
en cuanto fui consciente de lo que estaba haciendo. Me volví hacia
el funcionario. Seguía mirando al frente pero ya no tenía una ex-
presión neutra, sino atribulada. Fulminó a papá con la mirada,
después a mamá y sacudió la cabeza.
«No quiero interferir», empezó a decir en voz baja. «Pero díga-
le a su marido que no hay manera humana de escapar de esta pri-
sión. No ha hablado de otra cosa desde que ingresó. Explíquele
que los guardias vigilan las puertas día y noche y el vallado eléctri-
co está conectado las veinticuatro horas del día, los siete días de la
semana».
Mamá miró al guardia y después a papá. «Ryan, no vas a come-
ter ninguna estupidez, ¿verdad? Prométemelo...»
Papá esbozó una sonrisa lenta y aterradora. Luego abrió la boca
para hablar, pero en ese momento sonó un timbre.
«Ryan, por favor, por favor, confíe en mi trabajo», dijo Kelani.
«Haré que abandone este lugar. Debe creer en mí».
«Lo lamento, el tiempo de visitas ha finalizado», exclamó el
funcionario.
Papá se dirigió a la puerta.
«¿Ryan...?», gritó mamá.
«Meggie, no te preocupes por mí. Lograré salir de aquí», dijo
papá. «Ya lo verás».
Y se alejó de nosotros. El guardia meneó la cabeza mientras nos
miraba. Kelani hizo lo propio. Mamá no se percató de nada por-

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que estaba ensimismada observando cómo papá se alejaba. El fun-
cionario de la prisión acompañó a papá fuera de la sala. Mamá
masculló algo para sí misma, profundamente desolada.
«¿Qué has dicho?», le pregunté a mamá con suma delicadeza.
Mamá se volvió hacia mí con los ojos llenos de lágrimas. «Ni
siquiera se ha despedido».

X Setenta y nueve. Sephy

Me costó un tiempo percatarme del sonido de las esquirlas de pie-


dra golpeando la ventana del dormitorio. Y cuando caí en la cuen-
ta, supe instintivamente que hacía rato que se oía. Sin molestarme
en lavarme la cara, me asomé a la ventana. Noté cómo las piedre-
cillas se esparcían bajo mis pies.
Callum...
Callum desde el jardín de atrás. Me asomé por el balcón y lo vi
de inmediato.
«¿Qué...?», bajé la voz. «¿Qué estás haciendo aquí?»
«Necesitaba verte».
«Ahora bajo».
«No. Ya subo yo».
Eché un vistazo alrededor. «De acuerdo, pero date prisa».
«¿Cómo lo hago?»
«Un segundo. A ver... ¿Puedes trepar por la cañería y usar la
hiedra para apoyar los pies?»
«Me voy a romper la crisma».
«Espera, anudaré algunas sábanas».
«No, no te molestes».
Sin mediar palabra, Callum escaló por la tubería ayudándose de
la enredadera. Tardó diez segundos exactos en alcanzar el balcón.
Mientras lo observaba, se me desplazó el corazón y se me posó en la

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garganta. Si se cayera... En cuanto llegó al balcón, tiré de él. Me ate-
rrorizaba pensar que podía haber caído en picado y haber muerto.
«¿Me has llamado? No he oído el teléfono», pregunté confusa.
«No te he llamado. Vine directamente», contestó Callum. «Me
he escondido en el jardín de rosas hasta que me he asegurado de
que no había Cruces en la costa».
Permanecíamos de pie en medio de mi habitación. Nos mira-
mos y cada uno de los instantes compartidos nos pasó por delante.
Quería disculparme por todo lo ocurrido con su padre y por todo
lo que seguía sufriendo, pero ya en mi cabeza las palabras sonaron
trilladas y fuera de lugar. Mejor no decir nada. Más prudente. Y
no podía olvidar la forma en la que me miró cuando en el reloj de
la prisión empezó la cuenta atrás. Fui la primera en apartar la vis-
ta. Conocía a Callum de toda la vida y, sin embargo, parecía que
coincidiéramos por primera vez.
«¿Puedo ayudarte en algo?»
O quizá ya había ayudado suficiente. Yo y los de mi especie...
Me armé de valor y lo miré. Él no contestaba, sólo me observaba.
«¿Cómo está tu madre...?» Qué pregunta tan estúpida. «¿Toda-
vía está con vuestros familiares o amigos? ¿Está...?»
«Está en casa de mi tía», contestó Callum.
Escruté el dormitorio. ¿Debería sentarme? Mejor me quedo de
pie. ¿Qué he de decir? ¿Qué debo hacer? Empezaba a sentir pánico.
Corrí a cerrar la puerta. Lo último que necesitábamos era que
mi madre o mi hermana entraran en la habitación. Suspiré de ali-
vio al escuchar el chasquido de la llave al bloquear la puerta. Me
volví y choqué contra Callum. Aturdida, alcé la vista.
«Pensaba... pensaba que corrías en busca de ayuda», dijo Ca-
llum.
Meneé la cabeza, desconcertada. ¿Por qué iba a hacer algo así?
«Si hubiera necesitado ayuda la habría pedido antes de que trepa-
ras por el balcón», le dije.
Pero apenas me escuchaba. Se ceñía a estudiarme con expre-
sión gélida.

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«¿Callum...?»
«Tu padre debe sentirse orgulloso de sí mismo». Callum entre-
cerró los ojos. «Un hombre inocente va a pudrirse en prisión sólo
para que él pueda recuperar su reputación política».
«No...», susurré. «No fue por eso».
Pero estaba en lo cierto y ambos lo sabíamos.
«¿Va a ser así a partir de ahora? Cuando un político vaya por
detrás en los sondeos, si no pueden empezar una guerra, ¿busca-
rán al cero más cercano para meterlo en la cárcel y colgarlo?» No
le quitaba los ojos de encima. Por el rabillo del ojo vi cómo con-
traía y descontraía los puños. Permanecí inmóvil. Ni siquiera par-
padeé. Apenas me atrevía a respirar. Callum estaba destrozado de
dolor, roto en mil pedazos. Y necesitaba hacer daño a alguien.
«¿Y tú? ¿Qué me dices de ti, Sephy?»
«¿Qué... qué ocurre conmigo?»
«Supongo que ya no hay un “nosotros”», dijo Callum con des-
precio. «Después de todo, no vas a arruinar tu futuro relacionán-
dote con el hijo del terrorista del Dundale».
«Yo sé que tu padre no lo hizo».
«¿Ah sí? Pues el jurado no pensó lo mismo. ¿Sabes cuánto tiem-
po tardaron en decidir el veredicto? Una hora. Una inmunda y
maldita hora». La cabeza de Callum se desplomó de desespe­
ración.
«Callum, lo siento...» Le acaricié la mejilla.
Alzó la cabeza de súbito para fulminarme con la mirada. Su
expresión estaba cargada de un odio candente. Aparté la mano a
toda prisa y la dejé caer a un lado.
«¡No quiero tu maldita compasión!», bramó.
«Silencio». Le supliqué que callara señalándole la puerta del
dormitorio.
«¿Por qué iba a hacerlo?», preguntó desafiante. «¿No quieres
que nadie sepa que escondes a un paliducho en tu habitación?»
«Callum, no...» No me di cuenta de que estaba llorando hasta
que una lágrima se me coló en la comisura de los labios.

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«Acabaría contigo y con toda equis que se cruzara en mi cami-
no. Te odio tanto que me asusta», espetó.
«Lo sé», susurré. «Me desprecias desde el primer día que en-
traste en Heathcroft y os llame pálidos». Fui consciente en cuanto
acabé de pronunciarlo. Y en aquel instante me di cuenta de mu-
chas cosas, incluido el motivo por el que empecé a beber.
«Y tú empezaste a odiarme el día que te di la espalda en la es-
cuela y no estuve cuando me necesitaste», dijo Callum.
No lo negué.
«¿Y por qué seguimos juntos?», se preguntó a sí mismo Callum,
casi olvidando que me encontraba delante de sus narices.
«¿Y por qué sigo pensando en ti como...?»
«¿Como tu mejor amiga?», interrumpí. «Porque para mí tam-
bién lo eres. Porque... Porque te quiero. Y me quieres, creo...»
Mis palabras liberaron a Callum de su mundo interior con
fuerza. Su cara dibujó una mueca burlona, breve pero evidente.
Esperé una respuesta. Una risa, un ataque, que lo negara o se mar-
chara; algo. Pero permaneció inmóvil.
«¿Me escuchas?» Probé de nuevo. «Te quiero».
«El amor no existe. La amistad tampoco, no entre un cero y
una Cruz. No es posible», respondió a la postre.
Callum sentía todo lo que decía.
«En ese caso, ¿qué haces aquí?», pregunté. Empezaba a sentir
asfixia en mi interior. «¿Por qué has venido?»
Callum se encogió de hombros. «Ojalá lo supiera».
Suspiré y me senté al pie de la cama. Después de un momento
de duda, Callum se acercó y tomó asiento a mi lado. No recuerdo
ninguna situación en la que nos sintiéramos más incómodos que
en aquélla. Busqué desesperadamente algo que decir. Observé a
Callum de soslayo y su mirada me delató que a él le pasaba exacta-
mente lo mismo.
Quería decirle muchas cosas. Las palabras daban volteretas y se
mezclaban en mi cabeza mareándome por completo. Pero ningu-
na de ellas se prestaba a ser pronunciada. Me volví y le extendí los

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brazos. Me observó aturdido, pero su expresión se despejó al ins-
tante. Me aguantó la mirada. Al fin bajé la cabeza. Otra de mis
ideas estúpidas. Empecé a bajar los brazos. Me asió de las manos y
se arrastró por la cama a mi encuentro.
Me rodeó con los brazos y se acostó sobre el edredón. Me tum-
bó junto a él. Nos miramos y luego cerramos los ojos. Nerviosa,
me humedecí los labios. ¿Y ahora qué? Callum me dio un beso. Se
lo devolví. Nos besamos tranquilamente, eso es todo. Nos abraza-
mos mutuamente buscando consuelo. Abrazos de oso que expri-
mían la vida del otro en un intento de fundirnos en uno. Cuando
por fin nos separamos, de alguna manera extraña estábamos los
dos más... tranquilos. Al menos a nivel físico. No mentalmente.
«Date la vuelta», susurró Callum.
Estuve a punto de empezar a discutir pero pensé que no era
buena idea. Hice lo que me pidió. Me abrazó por la espalda. Está-
bamos unidos como un par de cucharas en un estuche de cuberte-
ría. Ponderé la posibilidad de meternos bajo las sábanas pero de-
cidí que era mejor no presionar. No quería darle a Callum ninguna
razón para que se acobardara y huyera. Quizá existía algún modo
de sugerirlo con... delicadeza. Arqueé una ceja. ¿Delicadeza? ¡Sí,
claro! Pero habría sido maravilloso. Solos, Callum y yo, empare-
dados juntos, al margen del mundo entero. Felicidad. Aun así,
todo a su debido tiempo. ¡Y además, aquella situación concreta no
era tan deshonrosa! Era preferible al odio. Y era mejor que nada.
Callum suspiró. Repté hacia atrás para estar más cerca de él.
Noté cómo se relajaba y la calidez de su cuerpo contra el mío. Mi
suspiro se convirtió en el eco del suyo.
«¿Estás bien?» El aliento de Callum resultaba cálido y suave en
mi oreja.
«En la gloria», mascullé.
«¿No te aplasto?»
«En absoluto».
«¿Estás segura?»
«Callum, cállate».

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Lo vi sonreír. Lo percibí, mejor dicho. La primera sonrisa en
mucho tiempo.
«No te vayas sin haberme dado tu nueva dirección y número de
teléfono», murmuré. «No quiero perderte otra vez».
Ni siquiera sé si me oyó. Además yo estaba demasiado a gusto
como para tratar de averiguarlo. Después me asaltó otro pensa-
miento. Algo que trataba de rivalizar con mi letárgico estado. Algo
que hacía un rato que me ofuscaba.
«Callum», susurré. «Siento haberme sentado a vuestra mesa».
«¿De qué hablas?»
«Vuestra mesa. En el colegio», dije adormecida. «Y lamento lo
ocurrido en el funeral de Lynette».
Y siento todos y cada uno de los desaciertos de mi vida aunque
no fueran malintencionados. Actos que me hicieron sentir mejor
pero que hirieron a Callum en lugar de ayudarle. Lo siento, Ca-
llum. Mucho. Muchísimo.
«Olvídalo. Yo ya lo he hecho». El susurro cálido de Callum me
acarició la mejilla que después besó.
Cerré los ojos y dejé que mi mente se abstrajera lentamente.
Estaba abrazada a Callum, y por una vez en la vida, aquel momen-
to era nuestro y de nadie más. Con este pensamiento en la cabeza
y los brazos de Callum aún rodeándome, me abandoné al sueño.

O Ochenta. Callum

Sephy estaba profundamente dormida. Qué suerte tenía. Ahí es-


taba yo, tumbado en su cama, envolviéndola con los brazos y
preguntándome cómo demonios habíamos acabado así. No sé
qué se me había pasado por la cabeza al venir a verla, ¡pero desde
luego no era esto! Es curioso cómo se desarrollan las cosas. Al
entrar en su habitación, tenía todas las ganas del mundo de car-

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gármela, a ella y a todo su entorno. Sephy era una de las pocas
Cruces a las que realmente podía hacerle daño. Sin embargo, ahí
estaba, dormida, aferrándose a mis brazos como si fueran un
bote salvavidas. No había un solo milímetro de espacio entre su
cuerpo y el mío. Podía mover las manos y... y hacer lo que qui-
siera. Acariciarla o estrangularla. Matarla o curarla. Ella o yo. Yo
o ella.
Levanté la cabeza para asegurarme de que realmente estaba dor-
mida. Ojos cerrados, respiración regular, inspiración-expiración,
inspiración-expiración. Completamente dormida. Qué suerte.
Inmersa en sueños, se volvió hacia mí y me buscó instintivamen-
te con las manos para abrazarme y estrecharme contra ella. Posé la
cabeza de nuevo en la almohada. Cada vez que Sephy expiraba me
hacía cosquillas en la mejilla. Bajé la cabeza un poco más, hasta que
mi nariz y la suya prácticamente se tocaron. De tal forma que, al
respirar, ella inspiraba mi aliento y viceversa. Y entonces la besé.
Abrió los ojos casi al instante, estaba adormilada pero sonreía. Re-
corrió las manos en sentido ascendente hasta rodearme la cara con
ellas y, con los ojos cerrados de nuevo, me devolvió el beso con los
labios abiertos, jugando con su lengua. Noté fuegos artificiales por
todo el cuerpo. Me costaba respirar. A ella también. Me aparté de
súbito.
«¿Por qué me besas?» Mi voz denotó frustración y enfado. «¿Por
pasión o culpabilidad?»
Sephy parecía tan triste, tan herida, que me arrepentí de mis
palabras al instante. Hizo ademán de girarse y darme la espalda,
pero la cogí por el brazo y se lo impedí.
«Lo siento», murmuré.
«Creo que es mejor que te marches...», susurró Sephy, que se-
guía sin mirarme.
«Todavía no. Por favor. Lo siento». Le puse la mano bajo la
barbilla y le levanté la cabeza para que me mirara directamente y
viera que lo decía en serio. Intentó esbozar una sonrisa. Intenté
devolvérsela.

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Abrí los brazos en señal de invitación. «Vamos a dormir un
poco, ¿vale?»
Sephy asintió. Me tumbé boca arriba y Sephy se acomodó para
poder apoyar la cabeza en mi hombro. Volvía a estar dormida en
menos de un minuto. Pero qué suerte tenía. Debieron de pasar
unos diez minutos. Después ya eran quince. No podía contener-
me más.
«Sephy, ¿quieres que te cuente un secreto?», le susurré al
oído.
Apartó la oreja ligeramente de mi boca. Seguramente le había
hecho cosquillas con el aliento. Pero seguía profundamente dor-
mida.
«He aquí mi confesión», exhalé. Y le dije lo que nunca le había
contado a nadie. Lo que ni siquiera me había admitido a mí mis-
mo. El mayor de mis secretos.
Señor, si realmente existes, donde sea, tienes un sentido del hu-
mor un poco especial.

X Ochenta y uno. Sephy

«¿Señorita Sephy? ¿Se encuentra bien?»


«Persephone, abre la puerta inmediatamente».
Estaba teniendo un sueño cálido y agradable, aparte de los gri-
tos incesantes que se oían de fondo. Despegué los ojos lentamente
para abrirlos de par en par al ver el hombro en el que me recosta-
ba. Era de Callum. Completamente dormido, me rodeaba los
hombros con el brazo.
«Persephone, abre la puerta ahora mismo o la mando echar
abajo», rugió mamá.
«Señorita Sephy, ¿está usted bien? Por favor». Sarah tiraba del
pomo de la puerta.

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Me incorporé como un rayo. «Un... un segundo», grité mien-
tras zarandeaba a Callum para despertarlo.
«¿Qué...? ¿Pero qué...?», masculló adormilado.
Le puse la mano sobre la boca y señalé la puerta del dormitorio.
Lo entendió inmediatamente. Le indiqué después la del baño. Ca-
llum saltó de la cama y corrió hacia ella.
«Oye, ¿por qué no les dejo entrar y ya está?», susurré. «Quiero
que mamá sepa lo nuestro. Además, no hemos hecho nada malo».
La mirada que Callum me dedicó me hizo cambiar de idea al ins-
tante. «¿Mala idea?»
«¡¿A ti qué te parece?!», repuso Callum.
Le eché un vistazo a mi indumentaria. Todavía llevaba puesto
el vestido Jackson Spacey pero estaba tan arrugado que parecía el
gratinado de unos macarrones con queso. Si mamá lo veía, me
mataría.
«Un segundo, Sarah. Me estoy poniendo la bata», grité.
Tras atarme bien la cinta y asegurarme de que no se asomaba el
vestido por ninguna parte, corrí hacia la puerta con la esperanza
de que Callum se hubiera metido en el cuarto de baño antes de
que girara la llave.
«¿Qué ocurre? ¿Se está quemando la casa?», pregunté mientras
mamá y Sarah entraban escudriñando nerviosamente la habitación.
«¿Sabes qué hora es?», inquirió mamá.
«Bueno, me he dormido un poco. ¿Y qué?», pregunté enfadada.
«¿Un poco? Son casi las doce y la puerta estaba cerrada con lla-
ve. Tú nunca cierras la puerta», dijo Sarah con tono de sospecha.
«Puede que haya decidido darle un poco de emoción a nuestras
vidas», repuse bostezando.
Y de repente las vi. Junto a la cama y en todo su esplendor cro-
mático, reposaban las zapatillas de Callum. Se me cayó el corazón
a los pies y rebotó hasta ahogarme.
«Bajaré en cuanto me haya duchado», exclamé con una amplia
sonrisa. «Lo prometo».
«¿Va todo bien?»

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«Pues claro. ¿Qué podría ir mal?», dije con un tono demasiado
exagerado, a juzgar por la desconfianza que destilaba el rostro de
Sarah. Escudriñó despacio la habitación pero se detuvo de golpe al
avistar las zapatillas de hombre en el suelo. Me miró escandalizada
e inmediatamente supe lo que le estaba pasando por la cabeza.
Fruncí los labios e intenté luchar por no parecer culpable. No ha-
bía hecho nada malo. Y si Callum y yo habíamos emulado a los
conejos durante toda la noche en lugar de dormir como lirones,
seguía sin incumbirle a nadie.
«Aquí está pasando algo raro», dijo mamá despacio.
«¿Sólo porque me he dormido?», imploré con el único propó-
sito de captar su atención.
Sarah se encaminó hacia los zapatos mientras mi madre me
analizaba. Aunque tenía la mirada centrada en ella, controlaba de
soslayo cada uno de los movimientos de Sarah. Iba a levantar las
zapatillas histriónicamente y mamá se iba a dar un festín.
«Sarah, ¿qué...?»
Mientras mi madre se giraba, Sarah pateó los zapatos y los puso
debajo de la cama. Lo único que mamá logró ver fue a Sarah colo-
cando las sábanas, como si estuviera haciendo la cama.
«No hagas eso, Sarah», le amonestó mamá. «Mi hija es muy
capaz de hacerse la cama sola. Ése no es tu trabajo».
Sarah dejó caer el edredón con un escueto: «Sí, señora Hadley».
Mamá salió de la habitación sumamente indignada y correteó
tras ella.
«¡Qué Callum se vista y se largue inmediatamente!», exhortó al
pasar a mi lado.
«¿Cómo lo has...?» Se me sellaron los labios de golpe. Cerré la
puerta y giré la llave con cuidado para que ninguna de las dos se
percatara del sonido.
«Vale Callum. Ya puedes salir».
Callum asomó la cabeza por la puerta del baño y barrió visual-
mente la habitación antes de decidirse a dar un paso. Al cruzar la
mirada, nos entró un ataque de risa. Y nos sentó muy bien.

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«¿Cómo voy a salir de aquí?», preguntó Callum.
Pensé largo y tendido. «Tendremos que salir de la casa a hurta-
dillas y cruzar los terrenos hasta la playa. Si nos topamos con al-
guien, le distraeré mientras tú te escabulles».
«¡Una mañana de domingo cualquiera!», exclamó con seque-
dad.
«Ni un instante para aburrirse», asentí.
«¿Te apetece un achuchón previo?», me preguntó.
Sonreí. «¡Pues claro!»

O Ochenta y dos. Callum

Ryan Callum McGregor, el terrorista condenado por el atentado del


centro comercial Dundale, ha fallecido esta mañana mientras inten-
taba escapar de la prisión de Hewmett. Se electrocutó al tratar de es-
calar la valla electrificada que rodea la cárcel. Ryan McGregor, que
debería haber sido ahorcado hace cuatro días, recibió un dramático
indulto del Ministerio del Interior en el último momento. Al parecer,
su familia está destrozada por la noticia y no ha querido hacer decla-
raciones. Las autoridades han puesto en marcha una investigación
de forma inmediata.

X Ochenta y tres. Sephy

Dios mío,
Por favor deja en paz a la familia de Callum. No eres tú, ¿verdad?
Perdona. No tiene nada que ver contigo. Parece más obra del diablo.
Quizá el odio tampoco tenga nada que ver con el demonio. Quizá es

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algo que nos hemos inventado. Y entonces sencillamente te echamos
la culpa a ti, Señor, o al diablo, porque es más fácil que asumir noso-
tros la culpa. No me aclaro. No puedo pensar. Dios mío, cuida de
Callum y de su familia. Ayúdales. Ayúdanos a todos.

O Ochenta y cuatro. Callum

Entré en la hamburguesería y aguardé mi turno en una cola inter-


minable. Este viernes era igual que el de la semana pasada y proba-
blemente idéntico al de la próxima. Los días se desplegaban ante
mí como una especie de desierto galáctico. Era extraño ver cómo
los días eran tan largos y el tiempo se esfumaba tan rápidamente.
Habían matado... habían asesinado a mi padre en julio y, al morir
él, creo que también pereció algo dentro de mí. Aunque las sema-
nas transcurrían, cada vez que lo recordaba seguía sintiendo una
puñalada en el estómago. Y sucedía constantemente. La versión
oficial hablaba de suicidio, pero yo y el resto de ceros sabíamos
que la verdad era otra.
Además no había visto a Sephy desde que nos despedimos el
domingo por la mañana. Sarah decidió no delatarnos, pero se ha-
bía asegurado de que me resultara prácticamente imposible colar-
me en la casa de nuevo. Ahora tenían un guarda de seguridad cus-
todiando la puerta permanentemente.
Había estado en la playa varias veces pero, para ser sincero, no
me había quedado mucho rato. Ir ahí me parecía un intento ab-
surdo de recuperar el pasado, y eso no iba a suceder. Se habían
desencadenado demasiadas cosas en el último año. De todas for-
mas, nunca veo a Sephy, lo cual puede que sea hasta bueno. Al
menos, el recuerdo de aquella noche compartiendo cama empeza-
ba a difuminarse un poco. No mucho, pero sí un poquito. Lo con-
seguía si intentaba concentrarme en otra cosa con todas mis fuer-

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zas, ¡y al mismo tiempo me frotaba el estómago y me daba
palmadas en la cabeza! Me obligué a pensar en papá. ¿Qué se le
pasaría por la cabeza al estar frente a la valla? Nunca lo sabría. Una
cosa más por la que odiar a las Cruces.
Le hice el pedido a la dependienta, ignorando la sonrisa de plás-
tico que esbozaba al servirme, y esperé a que llegara la comida. Tras
recoger la hamburguesa con patatas y el vaso de leche, busqué el
rincón más oscuro del local. Al final me senté dándole la espalda a la
gente y mastiqué lentamente una patata frita. No tenía mucha ham-
bre. Sólo ganaba tiempo para pasar la tarde. Ahora que no tenía cole-
gio, no sabía en qué ocupar mi tiempo. Sin ambición, no tenía cosas
que hacer ni sitios a los que ir. Desde la muerte de papá, mamá se
había perdido en algún lugar en lo más profundo de su ser, de don-
de yo no había logrado rescatarla. Ni nadie. Lo había intentado,
pero era desesperante. Quizá si hubiera sido Lynette, su preferida, o
Jude, su hijo mayor... Mastiqué otra patata. Tenía dieciséis años y
medio y ya me daba la impresión de que mi vida había llegado a su
fin. Los buenos tiempos, los mejores tiempos, se habían esfumado.
«Hola, hermanito».
Alcé la vista y miré con tal intensidad que me empezaron a do-
ler los ojos. Jude... ¡Jude! Me incorporé de un brinco e, inclinán-
dome sobre la mesa, lo abracé con fuerza.
«Te he echado de menos», dije.
«Quita. ¿Estás loco, o qué?» Jude echó un vistazo a su alrededor
antes de sentarse del otro lado de la mesa. Volví a sentarme, mi-
rándole con una amplia sonrisa.
«Deja de sonreír como un imbécil», exclamó Jude con acritud.
«¡Qué alegría volver a verte!», contesté. «¿Dónde has estado?
De verdad que te he echado de menos».
Jude volvió a mirar en derredor. «He estado escondido una
temporada».
Mi sonrisa desapareció. «¿Sabes... sabes lo de papá?»
«Sí, sí que lo sé», dijo Jude amargamente. «Lo sé todo. Y es hora
de vengarse».

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«¿Qué quieres decir?»
Jude se reclinó en la silla. Sus ojos se desplazaban de un lugar
a otro sin parar y, aunque permanecía inmóvil, me recordaba a
un gato nervioso a punto de dar un brinco ante el menor movi-
miento.
«Me han contado que te han echado de Heathcroft», dijo Jude
al fin.
«No me echaron, me fui», contesté malhumorado.
«Mejor para ti. No era tu lugar, hermanito».
«Ahora lo sé».
«Es una pena que no me escucharas cuando te lo dije hace me-
ses. Te hubieras ahorrado mucho sufrimiento».
Me encogí de hombros. ¿Qué más podía decir?
«Bueno, ¿qué haces ahora?»
«Comer patatas». Señalé la bandeja de poliestireno.
«¿Te gustaría hacer algo más meritorio?»
«¿Cómo qué?»
Jude se incorporó. «Ahora me tengo que ir. Alguien se pondrá
en contacto contigo».
«Jude, no empieces con el numerito del “Hombre Misterio”»,
gruñí. «¿Qué se supone que debo decirle a mamá?»
«No le digas nada», dijo Jude con vehemencia. «Ella no puede
seguirnos adonde vamos».
«¿Y adónde vamos?»
«Creo que ya lo sabes, hermanito».
«Deja de llamarme así», protesté. «¿Qué estás tramando,
Jude?»
«Tú sólo dime una cosa», dijo Jude. «¿Estás dentro o fuera?»
Estaba siendo misterioso a propósito y cada pregunta mía ob-
tenía por respuesta otro interrogante. Empezaba a ser molesto.
Pero sabía lo que me pedía. Era mi oportunidad para unirme a la
Milicia de Liberación. Y algo me decía que, si rechazaba la invita-
ción ahora, jamás me lo volverían a ofrecer.
«¿Y bien?», insistió Jude.

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Me humedecí los labios, intentando demorar el momento de la
decisión.
«Es tu oportunidad de marcar la diferencia», exclamó Jude.
Y, de pronto, sentí una tranquilidad, una determinación que
hacía mucho que no sentía. Miré a Jude y dije: «Estoy dentro».
Jude asintió satisfecho. «Entonces ve a casa, empaqueta tus co-
sas y haz las paces con mamá. Se pondrán en contacto contigo
mañana. Después, no verás a mamá ni a nadie que conozcamos
durante un tiempo. ¿Sigues estando dentro?»
Asentí.
«Bienvenido a la fiesta del bote salvavidas, hermanito», dijo
Jude, antes de añadir: «Espero poder confiar en ti».
Y un instante después, había desaparecido.

X Ochenta y cinco. Sephy

Querido Callum,
Te iba a llamar pero sabía que me cohibiría y nunca diría lo que
de verdad quería que supieras. Así que te lo escribo todo. He reflexio-
nado mucho sobre lo nuestro y creo que he encontrado la forma de
que los dos nos alejemos de toda esta locura. Tú tienes dieciséis años
y yo casi quince, así que no me vengas con que soy demasiado joven o
alguna tontería del estilo. Lo único que te pido es que leas la carta con
una mentalidad abierta.
Creo que deberíamos huir juntos. A algún lugar. Al que sea,
solos tú y yo. Para siempre. Antes de que tires esta carta a la basu-
ra quiero decirte que no me he vuelto loca. Sé que lo que digo es lo
correcto. Quiero estar contigo y sé que tú también deseas estar con-
migo. No te voy a prometer amor eterno porque lo odias, pero si no
nos vamos ahora algo me dice que nunca lo haremos. No estoy
hablando de que nos convirtamos en amantes ni nada parecido.

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Además, sé que es lo último que querrías. Pero juntos podríamos
emprender un nuevo camino. Establecernos juntos. Seguir juntos.
Salvarnos el uno al otro, si no es mucho dramatizar. Seguramente
sí lo sea. Pero lo digo en serio. Y, si lo piensas bien, te darás cuenta
de que en el fondo tengo razón.
Así que hagámoslo antes de que seamos demasiado viejos y co-
bardes. Hagámoslo antes de convertirnos en ellos. Tengo bastante
dinero ahorrado en mi cuenta personal, además de la paga mensual
del fondo de pensiones de mi padre y mi abuela. Y los dos podemos
trabajar. Pero sólo si estamos juntos. Sólo tienes que decir que sí. He
pensado que nos podríamos ir inmediatamente de aquí. Alquilar
una casa en el norte, donde sea. Quizás en el campo.
Si dices que sí.
Mamá finalmente ha aceptado dejarme ir al internado Chivers y
me voy el domingo a las dos de la tarde. Si no sé nada de ti por enton-
ces, sabré la respuesta. Estaré esperándote hasta el mismísimo mo-
mento de irme. Pero, sea como sea, voy a salir de aquí.
Aléjame de todo esto, Callum. No me dejes ir a Chivers. Quiero
estar contigo. Por favor no me defraudes.
Todo mi amor
Siempre tuya,
Sephy

Volví a meter la carta en el sobre al oír pasos que se aproxima-


ban a la cocina. Estaba de suerte. Era Sarah.
«Sarah, yo... ¿podrías hacerme un favor? ¿Uno muy grande?»
Me mordí el labio nerviosamente al intentar descifrar su mirada.
«¿Ah, sí? ¿Y de qué se trata?»
«¿Podrías entregarle esta carta a Callum McGregor? Está vi-
viendo con su tía. Te he escrito la dirección en el sobre».
«Ni en broma», gruñó Sarah. «Necesito este trabajo».
«Por favor, Sarah. Te lo suplico. Es muy importante».
«¿Qué es?», indagó Sarah.
«Una carta».

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«Ya lo veo. ¿Qué dice?»
Me mordí el labio un poco más. El rostro de Sarah dibujó una
expresión de terror.
«No... no estarás embarazada, ¿verdad?»
La miré y rompí a reír.
«Supongo que no», repuso con aspereza.
«Por favor», imploré, de nuevo seria. «No te lo pediría si no
fuera muy, muy importante».
Sarah me observó pensativa. «De acuerdo», dijo a la postre. «La
entregaré de camino a casa esta noche. Pero sólo con una condi-
ción».
«¿Cuál?»
«Que no tomes ninguna decisión... precipitada».
«¡Trato hecho!» La envolví con mis brazos y la estreché con
fuerza. «Gracias. De verdad, gracias».
«¡Ya basta!» Sarah no parecía convencida de haber hecho lo co-
rrecto.
Lamí el sobre, lo cerré y se lo coloqué en la mano antes de que
pudiera cambiar de idea.
«Gracias Sarah. Te debo una», dije sonriente mientras me mar-
chaba dando brincos.
«Ya me debe varias, señorita Sephy», dijo Sarah a mis espaldas.
«Lo sé». Giré sobre mí misma y subí las escaleras.
¡Precipitado! Esto no era precipitado en absoluto. Lo había
pensado, reflexionado y planificado durante días y meses, durante
toda mi vida. Todo lo que Callum y yo habíamos hecho hasta aho-
ra había desembocado en este momento.
Callum iba a leer la carta, vendría a recogerme y nos escaparía-
mos juntos.
¡La vida es maravillosa!

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O Ochenta y seis. Callum

«Callum, tienes visita. ¿Qué estás haciendo?»


Estaba de espaldas a mamá. Cerré los ojos durante un instante.
Había tenido la esperanza de no tener que dar explicaciones.
«Me voy, mamá».
«¿Adónde?»
«Me voy», respondí. «A un sitio donde pueda marcar la dife-
rencia».
Reinó el silencio. Cuando no pude soportarlo más, me volví
para ver lo que hacía. Estaba de pie en la puerta, observándome.
«Ya veo», dijo al fin.
Y lo veía de verdad. Ése era el problema.
«¿Cuándo volverás?»
«No lo sé», dije en un acto de sinceridad.
Pausa. «¿Verás a tu hermano?»
«No lo sé. Seguramente».
«Dile... dile que le quiero», dijo mamá, antes de añadir: «¿Me
harás un favor?»
«¿Cuál?»
«Mantente en un segundo plano. Y dile a tu hermano que haga
lo propio». Mamá se dio la vuelta, arrastrando un cuerpo que se
curvaba sobre sí mismo. Volvió la cabeza.
«Y Sarah, ¿qué hace abajo?»
«¿Sarah?»
«Sarah Pike, la asistente de la señora Hadley. Está abajo».
«Dile que estoy ocupado, no la quiero ver». Meneé la cabeza.
Lo último que necesitaba ahora era una maldita lección de mora-
lidad de la chica de los recados de la señora Hadley.
«No me lo puedo llevar todo», concluí. «Volveré mañana por la
tarde a por el resto».
Mamá estaba bajando las escaleras. Metí una camiseta lim-

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pia en la mochila y la cerré, esperando oír el chasquido de la
puerta principal al cerrarse. En cualquier caso, mi marcha su-
pondría una alegría para la tía Charlotte. Ya había recibido ins-
trucciones: ir a la estación de autobuses de las afueras de la ciu-
dad, sentarme en el banco de la entrada y esperar. Era todo muy
misterioso e intrigante. En mi opinión, una gran pérdida de
tiempo y de energía. Pero si hacía feliz a mi hermano, ya era
suficiente.
De hecho, mi futuro inmediato me tenía bastante animado. Iba
a unirme a la Milicia de Liberación. No es lo que había proyectado
hace un par de años pero al menos había dejado de ir a la deriva.
Por fin pertenecía a algo.
En cuanto oí que se cerraba la puerta principal, bajé las escale-
ras.
«Sarah ha dejado esto para ti». Mamá señaló una carta sobre la
mesa del recibidor.
«La recogeré mañana con el resto de mis cosas», dije impa-
ciente, sin tan siquiera mirar hacia la mesa. Lo que Sarah no me
podía decir a la cara había decidido escribírmelo, ¿eh? Pues podía
esperar. Yo me iba a pasar el sábado por la noche en una estación
de autobuses.
«Me voy, mamá».
Asintió. «Cuídate».
«Tú también».
Nos quedamos parados en el pasillo como dos figuras en una
vitrina.
«Hasta pronto, mamá».
«Adiós, hijo».
Pasé por delante de mamá intentando no golpearla con la mo-
chila. Y en un instante estaba fuera. Cerró la puerta silenciosa-
mente y yo me dirigí al otro extremo de la ciudad.

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X Ochenta y siete. Sephy

Viene. No viene. Viene. No viene. Viene...


«Persephone, ¡vamos!», estalló mamá. «¿Quieres ir a Chivers o
no?»
«¡Ya voy!», grité. Eché un vistazo más por los alrededores, otean-
do el horizonte y escudriñando el terreno, el camino y la verja.
Nada.
No iba a venir. El deseo de llorar vino y se fue. Con los ojos se-
cos, me encaminé hacia el coche. Karl, el chófer, me abrió la puer-
ta de atrás.
«¡Sephy!»
Me volví y vi cómo Minnie salía a toda prisa. Se detuvo justo
delante de mí.
«Disfruta en Chivers», dijo al fin.
«Ojalá pudieras venir conmigo», repuse.
«¿De verdad?»
Asentí.
«Bueno, mamá no puede estar sin ninguna de las dos; además,
yo soy la mayor y los exámenes están a la vuelta de la esquina. Y,
por otro lado, ir a un colegio nuevo me desconcentraría demasia-
do, así que es mejor que me quede aquí».
Los argumentos eran de mamá, no de Minnie.
«Lo siento, Minerva».
Minnie se encogió de hombros. «Ya, yo también».
«¿No puedes volver a hablar con mamá? Tal vez...»
«No serviría de nada», interrumpió Minnie. «Ya ha decidido
que me quedo».
«Te preocupas demasiado por contentar a todo el mundo»,
dije.
«Todo lo contrario que tú. A ti la opinión de los demás te im-
porta un rábano». Minnie esbozó una sonrisa.

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Ojalá fuera cierto. A veces actuaba primero y pensaba después,
pero sí que me importaba lo que opinaran los demás. Ahí radicaba
el problema.
«No... no te vuelvas... como mamá, ¿vale?», imploré.
«Haré cuanto pueda». Minnie me guiñó el ojo. «Y tú deja la
bebida. ¿De acuerdo?»
«Lo intentaré», contesté.
«Creía que lo habías dejado un tiempo».
«Lo hice».
«¿Y por qué lo dejaste?»
Me encogí de hombros. ¿Cómo responder a eso? Por sentirme
querida. Porque alguien me abrazaba. Porque no sentía pena por mí
misma. Por un buen puñado de respuestas. Por muchas razones.
«Está bien, ¿qué te hizo volver a empezar?»
Volví a encogerme de hombros. Estar sola. Echarle de menos. La
ausencia de esperanza hasta que escribí la carta.
«Sephy, tú no eres mamá. Deja de intentar parecerte a ella»,
espetó.
Clavé la mirada en ella mientras reflexionaba lo que me decía.
¿Era eso lo que estaba haciendo?
«Sephy, por favor. Vamos», ordenó mamá a nuestras espaldas.
«Bueno, adiós». Minnie se inclinó hacia adelante con torpeza y
me dio un beso en la mejilla. No conseguía recordar la última vez
que lo había hecho. De hecho, ¡tampoco recordaba la primera vez!
Me encaminé hacia el coche sin dejar de mirar de un lado a otro.
No iba a venir.
Dile adiós a la tierra prometida, Sephy. Me senté junto a mamá.
«¡Por fin!», dijo molesta.
Callum... ¿por qué no has venido? ¿No me creías? ¿O es que no
creías en mí? Quizá has actuado con el sentido común que a mí
me ha faltado. O tal vez con el miedo de ambos.
Karl rodeó el coche hasta el asiento del conductor y nos pusi-
mos en marcha.
Callum, ¿por qué no has venido?

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O Ochenta y ocho. Callum

Más rápido. Vamos. Tengo que conseguirlo. Espera. Por favor,


espera.
Corro como un desesperado hacia la casa de Sephy. Más rápido
de lo que jamás haya corrido. Tan rápido que mi vida depende de
ello.
Por favor, Dios mío, si realmente existes...
Subí hacia el jardín, justo a tiempo de ver cómo un coche fran-
queaba las verjas de seguridad. Sephy está en el asiento trasero,
junto a su madre. Pero mira hacia abajo, no hacia mí ni hacia nada
que esté a mi alrededor.
Por favor Dios...
«¡Espera! Sephy, soy yo. ¡Espera!»
Corre. Muévete. Corro tras el coche. Dejo de respirar para que
coger aire no me haga ir más despacio. Corre. Date prisa. Esprinta.
«Sephy...»
Ahora, el coche está a pocos metros de mí. El conductor cruza
una mirada conmigo a través del espejo retrovisor. El Mercedes de
Sephy acelera lenta pero decididamente y se aleja de mí.
«Sephy...» Persigo al coche. Los pulmones están a punto de esta-
llarme y cada músculo, cada hueso de mi cuerpo, está ardiendo.
Pero seguiré al coche hasta el infierno, si es necesario. Si puedo.
Por favor, Dios mío por favor...
Tropiezo y caigo al suelo de bruces. Aturdido, levanto la cabeza
pero el coche casi ha desaparecido de mi vista. Me aferro a la carta
de Sephy, tirado en el suelo, sintiendo cómo se alejan mis esperan-
zas y mis sueños. Un portazo en pleno rostro.

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O X EL REHÉN

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X Ochenta y nueve. Sephy

Es curioso cómo funcionan las cosas. Cuando llegué a Chivers,


pensé que había cometido el mayor error de toda mi vida. Había
llorado hasta la extenuación confrontando la realidad con lo que
podía haber sido, pensando en que Callum no había querido irse
conmigo, vivir conmigo. Ni tan solo se había molestado en despe-
dirse. Tardé mucho en dejar de llorar.
Y de temblar.
No me creía que realmente bebiera tanto, y desde luego no me
consideraba una alcohólica, pero tras dos días de sentirme fatal y de
retorcerme sin cesar, por fin caí en la cuenta de que los espasmos se
debían al síndrome de abstinencia del alcohol. La enfermera del co-
legio creía que tenía la gripe y fue muy comprensiva conmigo, pero
yo sabía que la realidad era otra. Tardé tres semanas en poder decir
que el cuerpo me pertenecía de nuevo, e incluso después de eso te-
nía que contener los repentinos deseos de beberme uno, dos o tres
vasos de vino o sidra. Así que me sumergí en mis deberes y activida-
des, cuanto más físicas mejor. Y, poco a poco, obtuve resultados.
Desde luego, ir a Chivers era lo mejor que podía haber hecho
en semejantes circunstancias. Me dio la oportunidad de reinven-
tarme por completo. Dejé de aferrarme a mi infancia y empecé a
mirar hacia delante. Conocí a gente nueva, como Jacquelina y Ro-
byn, que me rescataron del abismo de la locura porque me apre-
ciaban por lo que era, no por lo que hiciera mi padre o por la for-
tuna de mi madre.

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Los deberes eran más difíciles que los de Heathcroft, porque
en Chivers nadie me presionaba y debía motivarme yo misma.
Sentí una gran nostalgia durante unos cuantos meses. De hecho,
todavía la siento si pienso demasiado rato en mi casa, pero ya no
me pasa, al menos no con tanta frecuencia. Estuve todas las vaca-
ciones de Navidad con Jacquelina, y la Semana Santa la pasé es-
quiando con Robyn. Fue fantástico. Por supuesto que hablo por
teléfono con mamá, y ha venido a verme varias veces, pero de
momento podía afirmar que me encontraba felizmente alejada
de casa.
También me uní a un grupo de disidentes. Éramos Cruces que
luchábamos por un cambio de sistema. Pero teníamos que tener
mucho cuidado. Todos hicimos la promesa de hacer lo que estu-
viera en nuestras manos (de ahora en adelante) para lograr una
auténtica integración entre ceros y Cruces. Creo que todos tenía-
mos la sensación de que el verdadero progreso llegaría cuando los
viejos espadas murieran y los nuevos tomáramos el control y sus-
tituyéramos su ideología. Gente como mi padre, que no podía ver
más allá del hecho que los ceros habían sido esclavos nuestros. En
su opinión, nunca valdrían para mucho más. En Chivers, el grupo
de disidentes era lo único que conseguía que me centrara. Fue mi
razón para estar bien, para hacer lo correcto. Nuestro grupo me
mantuvo cuerda. Fue una pena que mi hermana no tuviera algo
parecido en lo que creer.
Solía consolarme la idea de que unas cuantas personas y sus
peculiares ideas nos arruinaban la existencia al resto. Pero ¿cuán-
tos ciudadanos hacen falta para que no sean los individuos quie-
nes tienen prejuicios, sino la sociedad en sí? Las Cruces que re-
chazaban a los ceros ni siquiera eran mayoría. Seguía sin
creérmelo. Pero todo el mundo parecía tener demasiado miedo
para hablar en público y decir «esto no está bien». Y por todo el
mundo me refiero a todos, yo incluida. Ningún avestruz quería
desenterrar la cabeza. Por lo menos había un grupo que sabía
que las cosas no tenían por qué ser así. Al menos intentábamos

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hacer algo al respecto, a pesar de hacerlo entre bastidores. Nos
movíamos lenta pero decididamente, como un ejército inagota-
ble de minúsculas termitas que se va comiendo los cimientos po-
dridos de una casa. Y lo conseguiríamos. Cada uno de nosotros
creía en ello, por la sencilla razón de que no nos quedaba otro
remedio.
Pocos meses después de unirme al grupo, pensé largo y tendi-
do en pedirle a Minnie que se uniera a nosotras, pero acabé deci-
diendo que era mejor no hacerlo. A Minnie sólo le queda un año
de escuela y, a juzgar por el par de conversaciones que había
mantenido con ella, no le está resultando demasiado fácil estar
en casa, por decirlo delicadamente. Está decidida a marcharse a
una universidad lo más alejada posible de nuestra casa. Pero,
sólo con mencionarlo, mamá llora, patalea, o ambas cosas a la
vez. Me alegro de haberme ido antes que ella. Tan egoísta como
cierto.
Según Minnie, mamá todavía bebe. Yo no. Incluso en ocasio-
nes excepcionales en que las chicas consiguen meter una o dos
botellas en el internado, ni siquiera las toco. No me fío de mí mis-
ma. Es muy fácil ocultarse tras una botella de vino, pero salir del
escondite no lo es tanto. Además, eso forma parte de mi pasado. Y
yo estoy proyectando mi futuro.
Un futuro sin Callum.
He decidido ser abogada. Pero sólo voy a trabajar en aquellos
casos en los que crea. Voy a ser otra Kelani Adams. Gritaré las ver-
dades a los cuatro vientos pero seré tan famosa y conocida que
nadie me podrá tocar. Ni el gobierno, ni la C.E.P., ni nadie. Es
fantástico sentir que por fin tengo la vida algo encarrilada.
Admito que pienso en Callum. A menudo. Pero he dejado de
recrearme y de desear lo imposible. Tal vez en otra vida, o en un
universo paralelo, Callum y yo podremos volver a estar juntos.
Pero aquí no. Ahora no.
Y eso tampoco está mal. Él ha seguido con su vida y ahora yo
también.

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Me pregunto si sigue pensando en mí. Lo dudo, pero sólo de
vez en cuando, al hacer los deberes, cuando me lavo el pelo o me
corto las uñas, me paro un segundo o dos y me lo pregunto.
Pero es sólo un segundo.
O dos.

O Noventa. Callum

Mi padre me había contado algo sobre la Milicia de Liberación.


Explicó que, una vez te tenían, no te soltaban jamás. Supe exacta-
mente lo que quería decir en el transcurso de los dos años siguien-
tes. Empecé siendo poco más que el chico de los recados, pero era
entusiasta y aplicado. Pronto empecé a escalar en la organización.
Pasé de chico de los recados a soldado sin formación, a base de
obedecer las órdenes de todos y cada uno de los seis hombres y las
tres mujeres de mi célula. De soldado sin formación ascendí a sol-
dado raso, y de ahí a sargento. Ostentando ese rango, me uní a una
nueva célula. Sargento a los diecinueve, estaba orgulloso de ello.
Y mientras ascendía en la M.L., también tuve tiempo de encar-
garme de un par de asuntos personales. Me acordé de Dionne Fer-
nández, Lola Jordan y Joanne Longshadow, las chicas de Heath-
croft que le habían propinado una paliza a Sephy por sentarse
conmigo y por desconocer el lugar que le correspondía, muy por
encima de mí. Con los contactos y recursos de los que disponía
actualmente fue pan comido dar con sus paraderos. Me encargué
personalmente de averiguarlo todo sobre ellas: sus rutinas, cir-
cunstancias familiares, gustos y preferencias, todo. Si he aprendi-
do algo en la M.L. es que todo el mundo tiene una debilidad. Sólo
tenía que saber dónde y cómo buscarla.
Me encargué de ellas una a una. Primero Lola, después Joan-
ne. Dionne fue la última, pero no se llevó menos. Me preocupé

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especialmente de asegurarme de que Dionne sufría de la misma
forma que había hecho sufrir a Sephy. Dicen que la venganza es
un plato que se sirve frío y tienen toda la razón. Yo lo serví hela-
do. Y en el camino me perdí aún más a mí mismo. Pero no pasa-
ba nada. El Callum Ryan McGregor que adoraba sentarse en la
playa a ver la puesta sol ya no existía. Se lo habían llevado y me
habían puesto en su lugar. Un cambio poco favorable, pero
inevitable.
En la nueva célula éramos cuatro en total: Pete, Morgan, Leila y
yo. Pete estaba al mando. Lo llamábamos «el Silencioso». No ha-
blaba mucho, pero sonreía bastante. Tenía mucho cuidado si esta-
ba cerca de él. Era mortal con los cuchillos y llevaba al menos cua-
tro escondidos. Morgan tenía veinte años y era el bromista del
grupo. Además de experto en ordenadores, era el mejor conduc-
tor de cualquier célula de la M.L. en kilómetros a la redonda. Leila
tenía mi edad y lo sabía todo sobre cómo entrar en edificios y vo-
larlos por los aires. Ella había sido decisión mía.
Una noche, pocos meses antes de mi decimoctavo cumpleaños,
sorbía una taza de café en la terraza de un bar de la ciudad mien-
tras controlaba discretamente los movimientos de los guardias
por las paredes de cristal del bloque de edificios del lado opuesto
de la calle. Y entonces la vi.
Era una de esas cafeterías con pretensiones de ser chic porque
sirve croissants por la noche y café con mucha espuma pero poco
sabor, y líquido, dicho sea de paso. La noche era fría, por lo que,
aparte de mí, sólo había tres hombres más apiñados en una mesa
a un par de metros de la mía.
Leila se me acercó primero.
«¿Tiene algo de cambio para un café?»
La miré y negué con la cabeza. Prosiguió hacia la otra mesa de
la terraza.
«¿Una moneda, por favor?»
«Aquí tienes cinco pavos». Uno de los cretinos de la mesa los
agitaba en sus narices. «¿Qué vas a hacer para conseguirlos?»

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Volví la cabeza, tenía curiosidad por saber cómo iba a reac­
cionar.
«¿Y bien?» El hombre regaló un guiño a sus amigos y siguió
exhibiendo el billete a escasos centímetros de Leila.
Por la posición tan tensa que tenía deduje que estaba furiosa,
pero el tipo que se pavoneaba ante sus amigos era demasiado ne-
cio para darse cuenta. O puede que no le importara. Leila se incli-
nó hacia delante para intentar hacerse con el dinero, pero él lo
escondió de nuevo.
«¡Venga fulana! Puedes hacerlo mejor».
«¿Qué me has llamado?», preguntó Leila con suavidad.
Desplacé el café al otro lado de la mesa.
«El que se pica...» El imbécil y sus amigos se echaron a reír.
«Levántate y te enseñaré lo que puedo hacer por esos cinco pa-
vos», dijo Leila con voz de seda.
Y, cual mentecato, el tipo se levantó. Pocos segundos después,
estaba retorciéndose en el suelo tras haber recibido el doloroso
impacto del pie de Leila en sus partes nobles.
«¿Qué era lo que picaba?», le increpó Leila, arrancándole los
cinco pavos de una mano que ya no ofrecía resistencia.
El cretino número uno cayó al suelo y tosió de tal manera que
parecía que iba a escupir el hígado. Los cretinos dos y tres debe-
rían haberse quedado quietos, pero decidieron intentarlo. ¡Craso
error! Leila se había encargado de ellos en menos de quince segun-
dos. Para cuando había terminado, los tres rodaban por el suelo
como bolos humanos.
Levanté la mano para llamar a uno de los camareros del inte-
rior de la cafetería que miraba la escena horrorizado.
Se acercó con sumo cuidado, guardando las distancias con
Leila.
«La cuenta, por favor», dije. Me volví hacia Leila. «¿Te apetece
cenar conmigo?»
Leila se dio la vuelta con expresión de hostilidad. «¿Hablas con-
migo?»

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«Sí. ¿Quieres cenar? En algún lugar apartado de aquí... La poli-
cía llegará en unos cinco minutos».
Me miró de arriba abajo varias veces antes de contestar: «Vale,
de acuerdo».
Miré hacia el interior del bar pero el camarero se lo estaba to-
mando con tiempo. Así que calculé el importe de la cuenta, cogí el
doble de dinero y lo dejé sobre la mesa. Nos alejamos por la carre-
tera y dimos un paseo hacia un buen restaurante de carne que co-
nocía. Había sido pobre demasiado tiempo como para ser vegeta-
riano. Durante el paseo, Leila no abrió la boca, y al llegar al
restaurante se sentó en la silla de tal forma que podía ponerse de
pie de un salto si la situación lo requería.
«Dos menús, por favor», le dije a la camarera. «Soy Callum», le
dije a mi nueva compañera, extendiendo la mano.
«Leila», contestó hundiendo las manos aún más en los bolsillos.
Y así se forjó nuestra amistad. Había tardado mucho en llegar a
conocerla pero la espera había valido la pena. Teníamos un senti-
do del humor parecido, y eso siempre ayuda. Yo fui quien la reco-
mendó para que se incorporara a nuestra ala. Había estado sola
durante mucho tiempo antes de unirse a nuestra célula, con lo que
estaba ridículamente agradecida de pertenecer a la M.L. Tan agra-
decida que me propuso ser mi amante. Sucedió un par de meses
después en un piso franco, esperando a que Pete y Morgan volvie-
ran de una misión de reconocimiento.
«Gracias por la oferta», le dije. «Me siento muy, muy halagado,
pero ahora mismo en mi vida sólo hay cabida para una cosa: mi
trabajo».
«¿Estás seguro?», preguntó.
Asentí. Para mi sorpresa, Leila me puso las manos sobre los
hombros y me besó. Fue agradable, pero nada más.
«¿Seguro que no vas a cambiar de opinión?»
«Seguro», sonreí.
«Bueno, la oferta seguirá en pie», dijo encogiéndose de hombros.
«Lo tendré en cuenta».

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Y los dos seguimos limpiando nuestras armas. No quería invo-
lucrarme. De hecho, no quería ninguna distracción, me daba igual
lo adorable que fuera (que lo era). Alta como yo, con un cuerpo
increíble, pelo castaño oscuro rapado, ojos verdes de gata y una
sonrisa que esbozaba con facilidad pasmosa pese a lo que le había
tocado sufrir. Por supuesto, Morgan y Pete no se creían que la
hubiera rechazado. Los oí discutiendo sobre mis preferencias
sexuales, lo que me hizo soltar una risa sarcástica, pero decidí de-
jarles con la duda. A veces me sentía bastante solo y pensé en acep-
tar la oferta de Leila, pero jamás lo hice. Lo último que necesitába-
mos era que unas rencillas de pareja nos distrajeran del objetivo.
Así que en poco tiempo me hice un hueco bastante importante.
Me conocían como «el Loco», el primero que se enfrentaba a los
peligros, y el último en alejarse de ellos. Todos los de mi célula
estaban convencidos de que tenía nervios de acero, tanto que Pete
me tuvo que llevar aparte un día para decirme que me lo tomara
con más calma si no quería acabar muerto. Nadie se daba cuenta
de que se trataba precisamente de eso.
Para cuando había cumplido los diecinueve, me había ganado
los galones, a costa de perder el alma. Pero el alma no sirve de
nada en mi sector laboral. Para ganarme el rango de soldado sin
formación, tuve que apalear a una equis. Tendí una emboscada a
uno que volvía del trabajo y le di una soberana paliza. Para de-
mostrar mi valía como soldado raso, tuve que pegarme con tres,
aunque podía ir armado. Tenía un cuchillo y me habían enseñado
a utilizarlo. También gané aquella batalla. Y uno de las equis mu-
rió después a causa de sus heridas. Esperé durante días a sentir
algo, cualquier cosa, pero no ocurrió. Era la constatación, si es que
precisaba alguna, de que estaba muerto por dentro.
Y al convertirme en sargento... No tiene ningún sentido pensar
demasiado en ello. Hice lo que tenía que hacer. Hice lo único que
podía hacer. Me convertí en uno de los sargentos más jóvenes de
la Milicia de Liberación. En el lugarteniente de nuestra respetada
célula. Uno de los más respetados. Y uno de los más buscados.

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Echaba de menos a mi madre. Le enviaba dinero siempre que
podía, pero nunca intenté verla. Habría sido demasiado peligroso
para ambos. Y nunca enviaba el dinero desde el mismo lugar. En
mi sector de trabajo nunca se era lo bastante prudente. ¡Pobre
mamá! De un modo u otro nos había perdido a todos, y ella no
tenía la culpa.
Nunca veía a mi hermano. Me dijeron que estaba al mando de
una célula más al norte. Nunca manteníamos contacto. Me indi-
caron que no esperara ningún favor por ser hermano de Jude Mc-
Gregor e hijo de Ryan McGregor, y así lo hice. No esperaba nada.
No quería nada. No pedía nada, salvo una lealtad absoluta a los
miembros de mi célula. Y obediencia total las dos ocasiones en
que hube de tomar las riendas. Y también la recibí.
La policía no conocía mi identidad, mi verdadero nombre. Ni
siquiera conocía mi aspecto. Era muy cauteloso en ese sentido.
Sólo tenían el nombre en clave de nuestra célula, Stiletto.
Mi célula nunca emprendía misiones demasiado ostentosas ni
arriesgadas. Éramos una célula de aprovisionamiento más que
otra cosa. Dinero, explosivos y pistolas. Hacíamos cuanto fuese
necesario para conseguirlo. Había iniciado mi ascenso y nada se
interpondría en mi camino. Nada.
Nuestra causa era justa.
Nuestro propósito era sincero.
Un par de meses después de mi decimonoveno cumpleaños,
Pete recibió una orden directa del mando de la Milicia de Libera-
ción. Iban a enviar a un teniente para evaluar la «eficiencia» de su
célula.
«¡Eficiencia, menuda chorrada!», exclamó Pete enojado. «No
hay ningún problema con la eficiencia de mi célula».
Pese a los cinco kilómetros que nos separaban, el resto atina-
mos a ver que aquel mensaje había enfurecido a Pete y mantuvimos
las distancias el resto del día. No se sabía cuándo aparecería aquel
teniente, y Pete no le iba a permitir que criticara nuestra labor o
nuestros procedimientos. Ordenó a Leila que repasara nuestro in-

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ventario con suma exhaustividad para asegurarse de que todo ha-
bía sido contabilizado. Pete revisó las cuentas él mismo, al tiempo
que Morgan y yo nos tirábamos de los pelos por tener que limpiar
de arriba abajo el cuartel general, situado en la red de túneles que
discurría bajo el Parque de la Celebración. Nos refugiábamos en
los viejos túneles de acceso que ya no utilizaba nadie más que las
ratas. Recibíamos un aire razonablemente fresco de las rejillas de
ventilación esparcidas por todo el parque, pero siempre nos acom-
pañaba el hedor de las cloacas. Para ser sinceros, al cabo de un par
de semanas en los túneles ni siquiera notaba aquel olor. No per-
maneceríamos en los túneles más de un mes o dos, así que no te-
nía sentido refunfuñar. Todos nos habíamos acostumbrado. Mor-
gan y yo nos aseguramos de que todos los túneles fueran seguros y
de que los dispositivos de alerta que colocamos en las rejillas esta-
ban en funcionamiento.
Por fin, cuando Pete se sintió razonablemente satisfecho, nos
sentamos a cenar unas hamburguesas con patatas.
«¿Por qué no hay nadie afuera custodiando la entrada princi-
pal?»
Reconocí aquella voz al instante. Di un salto. «¿Qué demonios
estás haciendo aquí?»
«A menos que estés al mando, yo de ti me sentaría y cerraría el
pico», respondió.
«Yo estoy al mando», anunció Pete levantándose poco a poco.
«Deberíais estar esperándome. Soy vuestro nuevo teniente»,
dijo mi hermano Jude. «Y te he hecho una pregunta. ¿Por qué no
hay nadie fuera vigilando la entrada principal?»
Me senté lentamente sin quitar los ojos de encima a mi herma-
no. Jude se volvió hacia mí con fuego en la mirada, y supe en aquel
preciso instante que todavía no confiaba en mí, y que todos los
miembros de nuestra célula corrían peligro por ello.

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X Noventa y uno. Sephy

Ya era hora de regresar a casa. Había terminado mis exámenes


finales y las vacaciones de verano ya habían empezado. No tenía
que esperar los resultados para saber que había aprobado todas
las asignaturas. Así que, como había señalado mamá lacónica-
mente, no había razón para que no volviera a casa. De no ser por-
que no quería hacerlo. Habían sido dos años y medio fuera y,
para ser sincera, no deseaba volver en absoluto. Me hice la loca
durante dos semanas, pero había comenzado agosto y mamá no
aceptaría un no por respuesta. Se me habían agotado los pretex-
tos. Mamá y Minnie habían ido a visitarme varias veces, en oca-
siones juntas y en ocasiones por separado, pero siempre había
conseguido evitar corresponderlas. Siempre había algo que me lo
impedía: unas vacaciones con este amigo, una visita larga a ese
otro; las excusas fluían una tras otra. Excursiones, campings, ex-
pediciones al extranjero, lo que fuera. No me lo perdía nunca.
Cualquier cosa por mantenerme alejada de casa, y lo había conse-
guido.
Pero esta vez no. Mamá estaba empecinada y no dejaba de in-
sistir. Así que no tenía opción. Si me hubiera salido con la mía,
habría tenido setenta años en lugar de diecisiete (casi dieciocho)
cuando regresé a casa. Odiaba aquel lugar. Eran muchos malos
recuerdos. Demasiados.
Enviaron a Karl a recogerme en Chivers. En el largo trayecto
hasta casa apenas mediamos palabra una vez terminadas las for-
malidades. Él estaba bien, y su familia, el colegio y yo también.
¡Fin de la conversación! ¡Teníamos un largo camino por delante!
La llegada también resultó un tanto decepcionante. Minnie es-
taba pasando la semana con una de sus amigas, y mamá había sa-
lido a realizar una de sus infrecuentes visitas a su tía Paulina, y
había dejado un mensaje en el contestador diciendo que el coche

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se había averiado en la autopista y llegaría tarde. Para ser sincera,
el no reunirme con mi madre inmediatamente me procuró cierto
alivio. Todavía no había pensado en cómo lidiaría con ella. ¿De-
bían ser todo flores y sonrisas y tomárselo todo a la ligera? ¿O debía
mostrarme taciturna y triste y tomarme todo lo que dijera dema-
siado en serio? En cualquier caso, no pensaba quedarme allí más
de unos días. Había conseguido un trabajo de verano en un bufe-
te de abogados próximo a la escuela de Chivers y empezaría en
una semana. El nuevo curso no daría comienzo hasta octubre, y
mamá esperaba que permaneciese allí todas las vacaciones. Qué
ilusa.
«Bienvenida a casa, señorita Sephy». Sarah me abrazó al salir
del estudio. Yo la correspondí.
«Me alegro de verte, Sarah», dije sonriendo.
Sarah miró en derredor. «Alguien ha descubierto que llegaría
usted hoy y ha dejado un mensaje».
Sarah sacó un sobre marrón que guardaba doblado en el bolsi-
llo y me lo puso en la mano. Sin decir nada más, Sarah desapareció
de nuevo en el estudio. No era necesario preguntar de quién era.
Reconocí la caligrafía al instante. Mi corazón dio un vuelco nada
más verla. ¿Qué quería después de tanto tiempo? Debería tirar la
carta a la papelera. ¡Sí, claro! En otra vida, tal vez. Abrí la carta
cuidadosamente sellada y me dispuse a leerla.

Querida Sephy,
Sé que ha pasado mucho tiempo desde la última vez que nos vimos
y probablemente ni siquiera me recuerdes ya. Pero, si lo haces, po-
dríamos reunirnos esta noche sobre las nueve en nuestro lugar espe-
cial. Es muy importante, aunque entenderé que no puedas ir. Dos,
casi tres años, es mucho tiempo. Toda una vida.
C.

¿Para qué quería verme? ¿Por qué era importante? Todos los
sentimientos que creía haber desenterrado hacía años volvieron a

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mí de súbito. ¿Realmente quería verle otra vez? No hacía falta ser
muy intuitivo para darse cuenta de que Callum era la única perso-
na que podía trastocar mis planes cuidadosamente trazados sobre
lo que quería hacer el resto de mi vida. ¡Mira esto! Una carta y ya
me sentía confusa e insegura sobre mi siguiente paso.
¡No! No iba a hacerlo. Ahora Callum tenía su vida y yo la mía,
y ambas estaban a años luz. Pero no lo había visto en mucho tiem-
po. ¿Qué daño podía hacerme un encuentro de diez minutos?
¡Ahora era una mujer, no una niña! Iría a saludarlo y pasaríamos
el rato poniéndonos al día sobre nuestras vidas. Luego nos despe-
diríamos con más cordialidad que hace unos años. ¿Qué había de
malo en ello?
No vayas, Sephy...
¿Qué hay de malo en ello?
No vayas...
¿Qué tiene de malo?
No vayas...

O Noventa y dos. Callum

«¿Todo el mundo tiene claro lo que debe hacer?», preguntó Jude.


Los allí presentes asintieron, gruñeron, y se escuchó un grave
«¡Sí! ¿Cuántas veces más vas a preguntarlo?»
«Quizá ni siquiera venga», advertí.
«Si ha recibido tu mensaje, irá», anunció Jude, que me dedicó
una mirada escrutadora. «¿Y tú, hermanito? ¿Estás preparado para
esto?»
«¿Y por qué no iba a estarlo?», pregunté mientras me ponía la
chaqueta de piel negra.
«Necesitamos saber que podemos contar contigo, con tu leal-
tad», dijo Jude.

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Todo el mundo dejó lo que estaba haciendo. La quietud se im-
puso en la sala. Miré a mi hermano sin intentar ocultar mi hosti­
lidad.
«¿A qué te refieres?»
Jude me miró sin abrir la boca.
Yo miré a mi alrededor. «¿Quién de vosotros duda de mi
lealtad?»
Sólo hubo silencio.
«Me alegra oírlo», dije.
«Si nos dejas en la estacada, olvidaré que eres mi hermano. ¿En-
tendido?», dijo Jude.
No me digné a responder. Mi hermano podía irse al cuerno.
«Esto nos hará famosos», aseguró Morgan mientras él y Pete
chocaban las manos con gran excitación.
«¡Y ricos!», exclamó Jude entre risas. «Pensad en ese dinero que
podremos aportar a las arcas de la Milicia de Liberación».
«¡Ven con papaíto!», dijo Morgan frotándose las manos.
«Y si esto sale bien», dijo Jude a Pete, «podrás tomar tus deci-
siones, crear tu propia división de la Milicia de Liberación en cual-
quier lugar del país».
«Suena bien», respondió sonriendo.
Era la primera sonrisa que dedicaba a mi hermano. La promesa
de un ejército más numeroso y mejor le había endulzado, y todo
su resentimiento por sentirse subordinado a Jude pareció desva-
necerse.
«No vendamos la piel del oso antes de haberlo cazado», dije
con brusquedad.
«Siempre tienes que ser el agorero, ¿eh?», espetó Jude. «Si cum-
ples tu parte, nada saldrá mal. Nada».

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X Noventa y tres. Sephy

Me quité las sandalias y me encaminé al agua iluminada por la luna.


No recordaba un momento en que me hubiese sentido más en paz
conmigo misma. Por fin había aclarado muchas cosas. Como papá.
Para él, su carrera política era lo primero, lo último y todo lo de en
medio. Papá nunca tendría tiempo para mí, para mi hermana y para
mi madre. El único motivo por el que estaba allí era porque una fa-
milia «estable» era un complemento necesario, obligatorio, para un
político. Y eso estaba bien. Ésa era la vida que papá había elegido
para él, y mis días de sufrimiento habían terminado.
Moví los talones, y luego los dedos, para impedir que mis pies
se hundieran en la arena mojada. Salpiqué el agua que me bañaba
los pies y los tobillos, observando cómo describía un arco de gotas
plateadas. Riendo, lo hice una y otra vez, alternando ambos pies,
deleitándome en mi juego infantil. Y entonces pensé en mi madre,
y el juego terminó.
Mamá. Siempre sería una decepción para ella. Eso no iba a
cambiar. Simplemente yo no era suficiente. No era lo bastante se-
ñora, lo bastante inteligente ni lo bastante hermosa. No era sufi-
ciente, pero tampoco me importaba. Su propia vida representaba
su mayor decepción, y sus errores estaban tallados en cada una de
las prematuras arrugas de su rostro, pero no iba a permitirle que
utilizara mi vida como una segunda oportunidad. Yo tenía planes.
En septiembre cumpliría dieciocho años, y tenía toda una vida,
todo un mundo por delante. Un mundo plagado de decisiones y
oportunidades, y estaban allí para que yo las aprovechara.
En cuanto a Callum y a mí, tampoco pedía la Luna. Estaba dis-
puesta a conformarme con una amistad entre nosotros. Nunca
sería como hace unos años, ni tampoco como yo quería, pero tal
vez podríamos encontrar algo nuevo que ocupara el lugar de lo
que existió antes. Tal vez.

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Miré el reloj, preguntándome dónde se había metido Callum.
Me di la vuelta como si pensar en Callum pudiera conjurarlo. Sol-
té un grito ahogado. Callum se encontraba justo detrás de mí, y su
aparición fue tan repentina que bien podría haber sido un fantas-
ma capaz de materializarse y esfumarse a voluntad. Había cambia-
do mucho. Había crecido como el tallo de una judía. Ahora era
más esbelto que escuálido. ¡Desde luego era musculoso!

O Noventa y cuatro. Callum

«¡Lo hemos conseguido!» Jude estaba exultante. «¡Maldita sea, lo


hemos conseguido!»
Pete y Morgan empezaron a brincar improvisadamente uno al-
rededor del otro. Sí, lo habíamos conseguido. Teníamos a Perse-
phone Hadley, la hija de Kamal Hadley. Y la chica no vería de nue-
vo la luz del día si Kamal no satisfacía nuestras exigencias. Así de
sencillo. Habíamos atado a Sephy, que estaba inconsciente, la ha-
bíamos metido en el maletero del coche y la habíamos escondido
donde nadie podría encontrarla jamás, ni tampoco a nosotros.
Nos hallábamos en mitad de la nada, en el lugar perfecto. ¿No éra-
mos listos?
«Estoy orgulloso de ti, hermanito». Jude me dio una palmada
en la espalda.
Me di la vuelta, lo agarré de la chaqueta y lo empujé contra la
pared, todo ello en un solo movimiento.
«Nunca más vuelvas a dudar de mi lealtad. ¿Me entiendes?»,
dije entre dientes con mi rostro a sólo unos centímetros del suyo.
Por el rabillo del ojo vi a Morgan dar un paso al frente, pero
Pete lo contuvo. Me daba igual. Si era preciso, me enfrentaría a
todos para llegar hasta Jude. Mi hermano y yo nos miramos en
silencio por unos momentos.

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«¿Lo entiendes?», repetí, y lo empujé de nuevo contra la pared.
«Sí, lo entiendo», dijo Jude.
Lo solté inmediatamente y ambos nos miramos.
«Así que el ratón sabe rugir, ¿eh?», dijo Jude sonriendo.
Di un paso adelante con los puños cerrados.
«Haya paz, hermano, haya paz». Jude alzó ambas manos, rién-
dose de la expresión de mi cara.
Al verlo, cerré los puños todavía con más fuerza. Nunca antes
había deseado tanto hacerle daño como ahora. Quería destruirle.
El odio se revolvía en mi interior, se retroalimentaba y crecía cada
vez más.
«Has hecho un buen trabajo», me dijo Jude en voz baja.
Me di la vuelta para no ver su cara de aprobación. Morgan, Pete
e incluso Leila también tenían esa mirada de alabanza y admira-
ción en sus estúpidos rostros.
«¿Cuál será nuestro próximo movimiento?», preguntó Pete a
Jude, olvidando resentimientos pasados.
«Entregaremos al padre de la chica la nota de secuestro con
pruebas de que la tenemos», repuso Jude.
«¿Qué clase de pruebas?», pregunté con más brusquedad de la
pretendida.
«¿Qué propones, hermanito?»
Otra prueba. «Ya lo resolveré. Le cortaré un mechón de pelo y
la filmaré sosteniendo el periódico de hoy».
«Quizá necesitemos algo más convincente que su pelo», sugirió
Jude.
Otra más.
«¿Qué tienes en mente?»
«Dímelo tú, hermanito».
Puse la mente en blanco. No era Sephy la que estaba allí. Era
una Cruz a la que necesitábamos para conseguir nuestro propósi-
to. No era Sephy...
«Algo suyo manchado de sangre podría ser más efectivo», pro-
puse.

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«Buena idea», coincidió Jude. «¿Alguna idea?»
«Dejádmelo a mí. Resolveré también eso». Cogí la videocámara
de la estantería y coloqué una cinta nueva. Un extraño silencio
llenó la habitación. Levanté la cabeza y comprobé que todas las
miradas estaban clavadas en mí.
«¿Y bien?», dije entre dientes.
En ese momento, todos se esmeraron en demostrar que atendían
a sus quehaceres. Saqué unas tijeras y un cuchillo afilado del cajón y,
con el periódico del día bajo el brazo, me encaminé a la celda de
Sephy. Recorrí el corto pasillo de nuestra cabaña de ladrillo de tres
habitaciones. No era gran cosa. La cocina era asquerosa, y con los
años se habían acumulado grasa y mugre por casi todas las superfi-
cies. Jude pidió que alguien la limpiara, mirando deliberadamente a
Leila al hacerlo. En respuesta, ella dejó que hablaran sus dedos.
Aparte de la cocina, había un salón lleno de sacos de dormir enrolla-
dos, una pequeña mesa de roble y todos los pertrechos que podía-
mos necesitar en caso de apuro: comida enlatada, armas, unos
cuantos explosivos, un pequeño televisor, una radio y ese tipo de
cosas. La tercera habitación había sido reconvertida en celda. No lo
habíamos hecho nosotros. Aquel lugar se utilizaba para eso; había
espacio para uno o dos prisioneros y sus guardianes.
Desde que hace más de dos semanas se filtró la información de
que Sephy podía estar de camino a casa, Jude y Pete habían trama-
do y planificado este momento. Habían recibido permiso del mis-
mísimo general para seguir adelante, y el lugarteniente del general
debía visitarnos al día siguiente de los hechos. Hubo mucha plani-
ficación y cálculos para llevarnos hasta este momento. Gozábamos
de bastante seguridad en esta cabaña; sólo la conocían unos pocos
y por pura necesidad, pero no pensábamos correr riesgos. Dos de
nosotros montarían guardia en todo momento, uno en la parte
delantera y otro en la trasera. Y dado que la cabaña se hallaba en
un claro del bosque, cualquiera que se acercara se encontraría sin
cobertura de ningún tipo antes de llegar a nosotros.
Se habían cuidado todos los detalles.

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Y habíamos triunfado. Teníamos a Sephy. ¡No! A Sephy no...
No era más que una Cruz que merecía cuanto le ocurriera, que
nos conseguiría cuanto necesitábamos. Me detuve frente a la puer-
ta de la celda. Podía hacerlo. Tenía que hacerlo.
Sé lo que tengas que ser Callum, no lo que eres...
Me repetí esa frase una y otra vez, como solía hacer cuando me
uní a la Milicia de Liberación. Como siempre hacía cuando tenía
algo... desagradable entre manos.
Sé lo que tengas que ser Callum, no lo que eres...
Quité el cerrojo de la puerta y entré.

X Noventa y cinco. Sephy

Al oír cómo se abría la puerta, intenté levantarme. Mi cama con-


sistía únicamente en una base de alambre con un colchón tan del-
gado como una bolsa de plástico. Con el rostro crispado de dolor,
me rodeé la barriga con los brazos. Dolía como nunca. Me dolía
todo el cuerpo, desde los talones hasta el cogote. ¿Habían tratado
de estrangularme? Desde luego, la garganta me dolía como si al-
guien lo hubiese intentado. Se abrió la puerta. Aparté las manos
del abdomen. No pensaba demostrar a mis captores lo malherida
que estaba.
Callum...
Verle en el umbral fue como si una flecha me atravesara el
cuerpo. No era el Callum con el que me había criado, y fui una
idiota al pensar que lo sería. Todo había sido un truco. Una tram-
pa. Y como el más tonto del universo, yo había caído en ella. Ca-
llum dio un paso hacia mí. Temerosa, me eché hacia atrás. Por
una fracción de segundo, me pareció que se estremecía. Pero eran
sólo imaginaciones mías. No le importaba en absoluto lo que
pensara de él.

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Se acercó a mí, y yo me aparté todavía más. ¿Qué iba a hacer?
Hasta que se agachó no advertí que llevaba unas tijeras en la mano.
Me estremecí, aterrorizada, y luego apreté la mandíbula en un es-
fuerzo por atajar los temblores.
Ocurra lo que ocurra, no llores. No supliques.
Cuando las manos de Callum tocaron mi pelo me quedé inmó-
vil. Lo miré sin tan siquiera parpadear. No podía imaginar ni re-
motamente lo que estaba haciendo. Mi mente se había bloqueado.
Entonces oí el sonido de las tijeras y Callum se alejó. Sólo entonces
miré a otra parte, y mi cuerpo se desplomó con tal alivio que me
mareé. Me llevé la mano a la cabeza. Callum me había cortado un
mechón de pelo. Eso era todo. Sólo un poco de pelo.
«Quiero que sostengas este periódico», me dijo.
Su voz era distinta. Más profunda, más áspera. Y la había echa-
do de menos. Había echado de menos muchas cosas.
«¿Por qué?», pregunté.
«Necesito grabarte con el periódico de hoy».
Yo no preguntaba eso.
«No voy a ayudarte». Me crucé de brazos. No pensaba sostener
aquel periódico ni obedecer ninguna de sus órdenes.
Otros dos ceros aparecieron en el umbral, por detrás de Ca-
llum. Sobresaltada, vi que uno de ellos era una mujer, y no el hom-
bre con el que la había confundido en la playa.
«Coge ese periódico o te romperemos los brazos y te los coloca-
remos de forma que no te quedará otra opción», susurró el hom-
bre que había detrás de Callum.
Callum se volvió hacia él. Le había visto en alguna parte. Si pu-
diera recordar dónde...
«No necesito que me vigiles ni me supervises», dijo Callum
enojado.
«No superviso. Simplemente observo, hermanito».
Sólo entonces le reconocí. Era Jude, el hermano de Callum.
«No hay nada como los secuestros en familia, ¿verdad?», les
dije.

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«Coge el periódico, Sephy», indicó Callum tendiéndomelo.
Lo cogí con renuencia. Callum levantó la cámara de vídeo, pero
volvió a bajarla inmediatamente.
«No necesito público», dijo Callum a los espectadores.
«He venido a ver a la hija del famoso Kamal Hadley», repuso la
mujer. «Veamos la cuna de oro entonces».
Yo la miré, intentando no encogerme ante el veneno que desti-
laba su voz. Sin saber absolutamente nada de mí, aquella mujer
me odiaba profundamente. Yo era una Cruz y eso era cuanto que-
ría o deseaba saber.
«Seguro que tu única preocupación en la vida ha sido que se te
estropeara la manicura», masculló.
«Leila, dedícate a lo tuyo. Vigila la entrada principal», le indicó
Jude.
Dedicándome una última mirada venenosa, Leila hizo lo que le
pidieron. Tendría que andarme con cuidado con ésa. No me escu-
piría aunque ardiera en llamas. Ninguno de ellos lo haría.
«Quiero que leas este mensaje para tu padre», me dijo Callum
entregándome un trozo de papel con mi discurso escrito en él.
Alzó la videocámara para observar la pantalla de previsualización.
Yo miré la hoja. Si creía que iba a decir algo es que había perdido
el juicio. Arrugué el papel y lo arrojé al otro extremo de la habi­
tación.
«¡Papá, no les des un céntimo!», grité.
Callum bajó la videocámara, pero antes de que pudiera mediar
palabra, Jude cruzó la habitación, me agarró por la solapa de la
chaqueta con una mano y me abofeteó antes de sacudirme feroz-
mente.
«Tú no tienes el control aquí, lo tenemos nosotros. Y harás lo
que te digamos o no saldrás viva. ¿Lo entiendes?»
Me froté la mejilla, esforzándome por contener las lágrimas.
«Harás exactamente lo que se te ordene o convertiré este lugar
en un infierno en la Tierra. Ninguno de nosotros va a aguantar tus
chorradas», dijo Jude en voz baja.

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Después me soltó tan repentinamente que caí de espaldas sobre
la cama y me golpeé la cabeza con la pared de ladrillo. Jude se ir-
guió, y antes de salir de la habitación se detuvo un momento al
pasar junto a Callum.
«Asegúrate de que hace lo que se le diga», ordenó cerciorándo-
se de que podía oírle.
Momentos después había desaparecido.
Acaricié la idea de la huida, pero Callum se encontraba entre la
puerta y yo. Además, por lo que podía oír, la puerta principal esta-
ba vigilada por aquella chica, Leila. Y Jude no dudaría en abalan-
zarse sobre mí si lo juzgaba necesario. Tenía que aguardar el mo-
mento oportuno. Si al menos dejara de retumbarme la cabeza y
pudiera pensar con claridad. Si al menos dejara de dolerme el es-
tómago para poder incorporarme. Si al menos... si al menos...
Tenía que hacerle hablar. Tenía que conseguir que me recorda-
ra, que nos recordara cómo éramos antes. Debía conseguir que
me considerara otra vez un ser humano con nombre, ideas y sen-
timientos, en lugar de la nada que obviamente era para él en ese
momento.
«Callum, comprendo que sientas que debes hacer esto», empe-
cé. «De verdad. Pero ésta no es la manera».
Nada.
Pero no pensaba tirar la toalla. «Callum, escúchame. En Chi-
vers participé en protestas, debates y sentadas. Si intentas cam-
biar el mundo utilizando la violencia simplemente sustituirás
una forma de injusticia por otra. Esto no está bien. Hay otras ma-
neras...»
«¿Como cuál? ¿Que te eduquen para combatir al sistema desde
dentro?», preguntó Callum. «Ya lo intenté, ¿recuerdas?»
«Lo sé, pero si probaras de nuevo... Yo podría ayudarte...»
«No quiero ni oírlo, ni tampoco quiero tu maldita ayuda. Estoy
harto de tu caridad y de tus limosnas», interrumpió. «Eres como
todos los demás. Te crees que los ceros no podemos hacer nada a
menos que las Cruces estén allí para ayudar o supervisar». Y en-

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tonces su cuerpo se agitó con tal furia que tuve que obligarme a
proseguir.
«No me odies por querer cambiar las cosas. Yo creo en ti, Ca-
llum. Tú puedes cambiar el mundo, sé que puedes hacerlo, pero
así no», insistí. «No intento ser magnánima o condescendiente.
Quiero ayudarte, de verdad, pero...»
«¡Ya basta! Coge el periódico y lee esto», ordenó Callum, ten-
diéndome la hoja de papel que había desenmarañado de nuevo.
Yo levanté la mirada.
«Lee», dijo, centrando su atención en la videocámara y nada
más.
«Callum, por favor...»
«¡Lee!».
Tras una breve pausa, me dispuse a leer.

O Noventa y seis. Callum

Papá,
Me han ordenado leer esta nota. Me han secuestrado, y mis capto-
res dicen que nunca volverás a verme a menos que hagas exactamen-
te lo que te indiquen. Las instrucciones irán en el sobre junto con este
vídeo. Tienes veinticuatro horas para seguir sus instrucciones al dedi-
llo. De lo contrario, me matarán. Si acudes a la policía o se lo cuentas
a alguien, moriré. Los secuestradores conocerán todos tus movimien-
tos y las personas con las que hables. Si quieres volver a verme, por
favor, haz lo que te digan.

Sephy levantó la cara del papel con lágrimas recorriéndole las


mejillas. Con la mano le indiqué que debía sostener el periódico,
cosa que hizo inmediatamente. Hice un zoom sobre el periódico
para despejar cualquier duda sobre la fecha, y luego enfoqué el

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rostro de Sephy. Ella se enjugó rápidamente las lágrimas con
el dorso de la mano. No miraba a cámara, sino a mí. Apagué la
grabadora.
«Eso debería servir». Cogí el periódico de las manos de Sephy,
que no opuso resistencia. La miré de la cabeza a los pies. «¿Qué
llevas puesto?»
«¿Perdona?»
«Ya me has oído».
Confusa, Sephy dijo: «Unos pantalones, una chaqueta y un
jersey».
«Dime todo lo que llevas», ordené.
Se hizo el silencio.
«Siempre puedo descubrirlo por mí mismo», amenacé.
«Sandalias, vaqueros, bragas, reloj, sujetador, camiseta, jersey,
collar, chaqueta y pendientes. ¿Satisfecho?»
«Quítate la camiseta».
«De ninguna manera».
«Quítate la camiseta o lo haré yo».
Sephy me lanzó una mirada dura y temerosa. Obviamente se
dio cuenta de que iba en serio, cosa que era cierta, porque empezó
a quitarse la chaqueta.
«¿Vas a matarme, Callum?»
«¡No seas ridícula!» Cerré los ojos y me di la vuelta para que
Sephy no pudiera verme la cara. ¿Por qué no se callaba? ¿Por qué
tenía que ser ella? Creí que podría hacerlo...
«No sabía lo mucho que nos odiabais tú y tu familia», susurró
Sephy. «Jude me ha mirado como si quisiera matarme aquí mis-
mo. ¿Por qué me odia tanto? ¿Es por mí o por lo que represento?»
No respondí. Me agaché para guardar la videocámara en la bol-
sa mientras ella continuaba desnudándose.
«No soy tonta, ¿sabes?», dijo Sephy cansinamente mientras se
quitaba el jersey. «Ninguno de vosotros lleva máscaras ni imposta
la voz. Podría identificaros a todos y cada uno de vosotros, pero
no os importa, lo cual sólo puede significar una cosa: no tenéis

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intención de dejarme ir, aunque mi padre ceda a todas vuestras
exigencias».
Al escuchar aquello lenvaté la cabeza.
Nos miramos el uno al otro mientras Sephy continuaba. «Algu-
no de vosotros va a matarme. La cuestión es cuándo... y quién». Se
quitó la camiseta y la tiró al suelo. «¿Y ahora qué?», preguntó.
«Puedes ponerte el resto de la ropa», le indiqué mientras reco-
gía la camiseta.
Cuando se puso el jersey intenté no mirar, de veras que lo in-
tenté, pero su cuerpo había cambiado mucho en los años que ha-
bíamos permanecido separados. ¡Ahora tenía pechos! Su sujeta-
dor púrpura, más que esconderlos, los resaltaba. Ya no tenía la
cintura recta, la barriga era más plana, sus piernas más largas y su
rostro había perdido cualquier rastro de grasa infantil. Era muy,
muy hermosa. Me di la vuelta al tiempo que Sephy metía la cabeza
por el cuello del jersey. No quería que me descubriera observán-
dola.
«Si tu padre hace lo que se le dice, estarás bien...»
«¿Bien? ¿Bien como ahora?», repuso Sephy socarronamente.
«Venga, Callum, ésta es tu oportunidad para vengarte. ¿No quie-
res represalia por todas las veces que has tenido que aguantarme
en la playa? Y todos esos años fingiendo que eras mi amigo te los
pasaste rezando para que llegara este momento».
¡Cierra la boca! Cállate... Ignórala, Callum. Ignórala. Contén tus
sentimientos. Que no note lo mucho que te está afectando...
«¿Qué hay de la noche que pasamos juntos en mi habitación?»,
preguntó Sephy. «¿No significó nada para ti?»
«¿Te refieres a dos días antes de que asesinaras a mi padre?»,
respondí con dureza.
«Tu padre murió tratando de huir...»
«Mi padre eligió morir porque no quería pasarse el resto de su
vida en prisión por algo que no había hecho».
Sephy agachó la mirada por un momento, luego la levantó y
dijo: «Yo no maté a tu padre, Callum. Yo no quería que muriera».

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«Tú y los de tu clase lo matasteis», le dije, cerrando la funda de
la videocámara.
«Vais a matarme. Pero sé que no serás tú», dijo Sephy con voz
temblorosa. «No es tu estilo, ¿verdad? Me engañaste para que tus
amigos pudieran capturarme. Eres muy bueno consiguiendo que
los demás hagan el trabajo sucio».
Al oír aquello me di la vuelta. «No serías la primera equis a la
que mato. Ni mucho menos».
«Y sería fácil de matar, ¿eh?», aventuró Sephy tranquilamente.
«Porque yo no cuento. No soy nada. Soy sólo una zorra negra. Al
igual que tú eres un bastardo blanco».
Ahora me sentía profundamente enojado, como deseaba estar-
lo antes de poder dar el siguiente paso. La agarré de la mano iz-
quierda y antes de que pudiera zafarse, le hice un corte en el dedo
índice con el cuchillo. Sephy jadeó y al instante se le inundaron los
ojos de lágrimas. Mi ira se disipó tan repentinamente que supe
que no había sido real en ningún momento. La había inventado
para sobrellevar aquel momento. Aquel día. Mi vida.
«Lo siento...», farfullé, y le envolví el dedo con su camiseta.
Procuré que la prenda se empapara de sangre. No la miré. No po-
día. El algodón blanco se impregnó de líquido como si de papel
secante se tratara. Desenrollé la camiseta y froté su dedo, todavía
sangrante, por toda su superficie. Era la prueba definitiva para que
su padre supiera que íbamos muy en serio. La prueba definitiva de
que éramos mortíferos. Sephy todavía intentaba retirar la mano,
pero no se lo permití.
«Seguro que has disfrutado haciéndolo», dijo.
«No, no es así», repliqué, soltándole la muñeca al fin.
Sephy se metió el dedo en la boca, e hizo una mueca de dolor al
sentir de nuevo el escozor de la herida. Luego se miró el dedo. Se-
guía sangrando. El corte era profundo, para ambos. Más profun-
do de lo que yo pretendía. Un simple rasguño habría sido más
profundo de lo que yo pretendía. Hizo ademán de llevarse el dedo
a la boca una vez más, pero le cogí la mano. Ella se resistió. Tal vez

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creía que iba a cortarla otra vez. Me metí su dedo en la boca y se
quedó quieta de golpe. No sé cuánto tiempo pasamos allí, mirán-
donos el uno al otro. ¿Un segundo? ¿Una hora? Sephy se movió
primero y retiró lentamente el dedo.
«Cuando todos decidáis que ya no me necesitáis», susurró,
«quiero que lo hagas... tú. Pero hazme un favor. Es lo último que
te pido. Que sea rápido. ¿De acuerdo?» Entonces, Sephy se dio la
vuelta y se tumbó de costado en la cama dándome la espalda.
Yo la contemplé con los puños cerrados, conteniéndome con
tanta fuerza que creí que se me iba a partir la espalda. No me le-
vanté hasta que estuve seguro de que podría mantenerme en pie.
Salí de la habitación cerrando delicadamente la puerta y me apoyé
en ella con los ojos cerrados. Tenía que hacerlo, superarlo. Y lo
haría. Cuando me disponía a dirigirme hacia el salón vi a mi her-
mano por el pasillo, observando todos y cada uno de mis movi-
mientos.
«¿Qué?», pregunté molesto.
Jude parecía estar vigilándome en cada esquina.
«Dame la cinta».
Le entregué la camiseta y el cabello de Sephy antes de sacar la
videocámara. La abrí, saqué la cinta y la guardé en su caja.
Jude lo cogió con cuidado y se lo guardó en el bolsillo. Estudió
largo rato la camiseta. Cuando por fin me miró a mí, su sonrisa
irradiaba admiración y alivio. «Ahora sé con total seguridad de
qué lado estás. Bien hecho, hermanito. Pete y yo vamos a hacerles
llegar todo esto y nuestras exigencias. Leila y Morgan custodiarán
la casa. Sephy Hadley es responsabilidad tuya. ¿Entendido?»
No contesté. Era inaudito que el primero y el segundo al man-
do participasen en una misión conjunta como aquélla. ¿Por qué
no iba Jude con Morgan? ¿O Pete conmigo? ¿Por qué Jude quería
acompañar a Pete? Aquí estaba ocurriendo algo...
«Deberíamos estar de vuelta mañana por la mañana», prosiguió
Jude. «Si el lugarteniente del general llega antes que nosotros, dadle
la bienvenida una vez que os haya confirmado la contraseña».

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«¿Cuál es?»
«Hombre dorado».
Jude pasó junto a mí. Yo me eché hacia atrás para abrirle paso.
Jude era mi hermano, pero confiaba igual en él que en un chim-
pancé. Más que nunca, percibía la necesidad de vigilar mis espal-
das, mi delantera, mis costados y todo mi cuerpo, si es que quería
seguir de una pieza, claro está.

X Noventa y siete. Sephy

La puerta se abrió de nuevo. Ni siquiera me molesté en darme la


vuelta esta vez. Permanecí acostada de cara a la pared. Pasándome
la mano dolorida por la barriga, deseaba fervientemente que el
malestar desapareciera.
«La cena», dijo Callum.
Lo ignoré y seguí frotándome la barriga y esperando oír el soni-
do de la puerta cerrándose. Pero no llegaba. Los pasos de Callum
resonaron por todo el suelo de cemento. Dejé de masajearme la
barriga de golpe, pero aun así no me di la vuelta. Callum me puso
la mano en el hombro y me hizo girarme.
«La cena».
Callum me puso el plato de plástico en las manos. Yo me incor-
poré y, tras lanzarle una mirada asesina, lo arrojé al otro lado de la
habitación. El plato impactó contra la pared y cayó primero, segui-
do de una masa marrón pegajosa que se abría paso hacia el suelo.
«No deberías haber hecho eso».
Le di la espalda deliberadamente y me tumbé de nuevo. Se hizo
el silencio, pero no pensaba darme la vuelta para ver qué estaba
haciendo. Al cabo de un momento, le oí salir de la habitación y
cerrar la puerta.
Nunca se olvidaba de cerrar la puerta.

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O Noventa y ocho. Callum

Si al menos pudiera dejar de pensar durante cinco segundos, po-


dría cerrar los ojos. Pero no podía. Y el saco parecía retorcerse en
dirección opuesta hacia donde yo me volvía. No acertaba a quitar-
me de la cabeza las palabras de Sephy...
Uno de vosotros me matará...
Pero no teníamos por qué hacerlo. Sí, nos había visto, pero una
vez que su padre satisficiera nuestras exigencias ya nos habríamos
marchado. Sin embargo, mientras pensaba en ello sabía que me
engañaba a mí mismo.
Uno de vosotros me matará...
«Parece que necesitas compañía». La voz de Leila sobre mi ca-
beza fue la gota que colmó el vaso. Abrí los ojos, abandonando
cualquier pretensión de conciliar el sueño.
«¿Quién vigila la entrada?»
«Quería ir al lavabo, si te parece bien».
Abrí el saco de dormir y me incorporé. «No, no me parece bien.
Si quieres mear, hazlo en el bosque, pero no dejes la entrada de la
cabaña sin vigilancia».
«No soy un hombre», protestó Leila. «No puedo mear de pie».
«Eso no es excusa».
«Callum, estás muy cabreado por algo, pero no lo pagues con-
migo».
Me puse la camiseta. «No sé de qué estás hablando».
«No tienes que vestirte por mí», dijo Leila sensualmente mien-
tras me acariciaba el pecho.
«Vete a custodiar la cabaña, que es tu deber», le dije.
Leila se levantó. «Haz lo que quieras. ¿Sabes? Creo que por eso
me gustas». Ante mi mirada confusa, Leila se explicó. «Eres el úni-
co hombre que no ha intentado abalanzarse sobre mí al cabo de
cinco segundos».

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«No es nada personal, Leila», respondí sonriendo.
«¡Gracias!», exclamó arqueando una ceja. «¡Eso lo empeora!»
Me levanté cuando abandonó la habitación. Me puse las bo-
tas y decidí coger una cerveza y reunirme con Morgan en la
parte posterior. De súbito, se escuchó una conmoción en la en-
trada. Me dirigía a toda prisa hacia la puerta cuando ésta se
abrió. Por un segundo, creí que nos habían descubierto, que la
policía nos había seguido la pista. Pero no era la policía. Eran
Leila y un extraño. Era tan alto como yo, con una cabellera ru-
bia recogida en una coleta. Lucía un polo oscuro y pantalones
marrones caros metidos por dentro de unas elegantes botas.
Llevaba una gabardina oscura con el cuello levantado y abierta
como si fuese una capa. Lo más curioso es que el desconocido
llevaba agarrada a Leila, y no al revés. Morgan llegó corriendo
por detrás de mí.
«¿Quién está al mando aquí?», preguntó el extraño.
Morgan me miró. Yo no aparté la vista del intruso. El recién
llegado se volvió hacia mí. «Veo que eres tú. Creo que me estabas
esperando».
«¡Suéltame!», gritó Leila, intentando escapar del hombre que la
retenía.
El hombre la empujó con fuerza y ella a duras penas consiguió
mantener el equilibro. Leila se dio la vuelta con los brazos en alto,
dispuesta a atacarlo. El hombre levantó una mano.
«Yo de ti no lo haría» es cuanto dijo. Pero fue suficiente.
Transcurridos uno o dos segundos, Leila bajó las manos.
«Así que ésta es la famosa unidad Stiletto, ¿eh?» El hombre nos
miró a todos, uno por uno. «Por el momento, no estoy muy im-
presionado».
«Le estábamos esperando, ¿no?», dijo Morgan.
«Eso es».
«Entonces, ¿cuál es la contraseña?», pregunté.
«Tú primero», ordenó el hombre.
Le miré. «No creo. Es usted el invitado aquí, no nosotros».

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Con un gesto indiqué a Morgan que estuviese preparado. Nos
había cogido desprevenidos, pero éramos tres contra uno.
«¿Qué os parece “hombre de oro”?», dijo el extraño.
«Ni por asomo». Morgan y yo dimos un paso al frente.
«¿“Hombre dorado” tal vez?», dijo riéndose.
Miré al hombre sin disimular mi furia. No me gustaba quedar
como un idiota, y eso era precisamente lo que él había conseguido.
«Hola. Soy Andrew Dorn», anunció, tendiéndome la mano.
Tras una breve pausa, la estreché, aunque todavía vigilante.
«¿Es usted el lugarteniente del general?», preguntó Morgan es-
céptico.
«Sí. ¿Andas buscando pelea?», preguntó Andrew.
«Sólo preguntaba», contestó Morgan encogiéndose de hom-
bros. «Discúlpeme. Estoy de guardia».
Asintiendo con la cabeza, Morgan se dio la vuelta y se dirigió
hacia la puerta trasera. Leila siguió su ejemplo encaminándose ha-
cia la entrada y frotándose todavía el brazo que Andrew le había
retorcido detrás de la espalda.
«Felicidades por el éxito de la primera parte de vuestra misión»,
me dijo Andrew cuando los demás se habían marchado. «Espere-
mos que el resto vaya igual de bien».
«No hay razón para que no sea así».
«Ninguna», coincidió Andrew.
«¿Le apetece un café?»
«No diré que no. ¿Puedo ver primero a la prisionera?»
Abrí la boca, dispuesto a decirle que probablemente estuviese
durmiendo, pero conseguí cerrarla a tiempo. Recorrimos el pasi-
llo. Busqué la llave en el bolsillo del pantalón y abrí la puerta. Se-
phy estaba sentada en la cama. Nos miró a Andrew y a mí sin decir
nada.
«Por tu bien espero que tu padre te quiera mucho, mucho», le
dijo Andrew.
Sephy lo miró con el ceño fruncido. La vi observar las botas de
Andrew. Yo también las miré. Eran marrones, con una cadena

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plateada encima de cada tacón. Algo ostentosas para mi gusto,
pero nada del otro mundo. ¿Qué tenían aquellas botas para haber
causado esa reacción?
«Sé buena chica y pronto saldrás de aquí», le aconsejó Andrew.
Y, aun así, Sephy no abrió la boca. Como mucho, torció el ges-
to todavía más. Andrew se marchó sin mediar palabra. Yo le seguí
y cerré la puerta.
«Asegúrate de que no sale viva de esa habitación», dijo Andrew
en voz baja. «Son órdenes del general. ¿Entendido?»
La tierra se abrió a mis pies. «Entendido, señor. Me ocuparé yo
mismo de ello».
«Buen chico. Cumple con tu deber». Andrew fue hacia la coci-
na.
Yo me quedé totalmente inmóvil, esperando que la tierra deja-
ra de moverse.

X Noventa y nueve. Sephy

Cuando Callum volvió a encerrarme, continué explorando mi ha-


bitación. La única luz que bañaba la estancia provenía de una
bombilla de cuarenta vatios. No había ventanas, y la puerta bien
podía ser de acero reforzado. Para lo que me servía... El suelo era
de cemento, y las paredes de ladrillo y yeso. Pensé de nuevo en
pedir ayuda a gritos, pero la lógica me decía que debía de estar a
varios kilómetros de distancia de cualquiera que pudiese socorrer-
me. De lo contrario, me habrían atado y amordazado. Golpeé las
paredes con los nudillos sin estar muy segura de qué andaba bus-
cando, pero tratando de escuchar alguna nota cambiante, un so-
nido hueco que pudiera darme cierta esperanza.
Pero no había nada.
Ese hombre que había entrado con Callum... Le había visto en

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alguna parte. Sin embargo, era incapaz de localizarlo, y me resul-
taba tremendamente frustrante. Aparté la cama de la pared. El
ruido que hice al arrastrarla podría haber despertado a un muerto.
Me detuve de repente y escuché. No oía a nadie acercarse. Moví la
cama más lentamente. ¿Habría algo detrás de ella que pudiera
ayudarme?
¿Qué era ese yeso rascado detrás de la cama?
A mis compañeras Cruces, no perdáis la fe.
La caligrafía era irregular. Por su apariencia pudo haber sido
escrita con una uña. No perdáis la fe... Desde luego, poco más ha-
bía que hacer en este agujero infernal.
En la habitación no había nada, excepto la cama, con una sába-
na, y un cubo en la otra esquina. Y, aparte de quedarme junto a la
puerta y utilizar el cubo para atizarle en la cabeza al primero que
entrara, no había nada en la habitación que pudiera utilizar como
arma.
No perdáis la fe...
Devolví la cama a su lugar y me tumbé de nuevo. Me pregunta-
ba qué estaría haciendo mi familia en ese momento, Minnie,
mamá y papá. ¿Sabría papá que me habían secuestrado? No lo veía
desde hacía casi seis meses. ¿Cómo se tomaría la noticia? ¿Cuánto
dinero querían los secuestradores? ¿Cuánto valía yo para ellos? Tal
vez no quisieran dinero. Quizá buscaban otra cosa, como la pues-
ta en libertad de prisioneros de la Milicia o algo similar. No lo sa-
bía. ¿Cuánto tiempo había transcurrido desde aquella aversión
mía a volver a casa? ¿Un día? ¿Dos? Era difícil saber cuánto llevaba
encerrada allí.
Era una broma extraña. Antes no quería estar en casa, y ahora
se había cumplido mi deseo. Habría dado el brazo derecho por ver
a mi familia una vez más. Sólo una vez. Y con ese pensamiento
supe que había renunciado a cualquier posibilidad de verlos nun-
ca más.

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O Cien. Callum

«Interrumpimos este programa para ofrecerles una noticia de úl-


tima hora». Todos nos inclinamos hacia delante con los ojos cla-
vados en el televisor. El ambiente en la sala era de inquietud mien-
tras esperábamos. Miré el reloj. Kamal Hadley apareció no bien
dadas las siete, como se le había indicado.
«Estoy aquí para anunciar que me retiro temporalmente de mi
cargo público por motivos familiares», dijo Kamal. «En este mo-
mento no deseo añadir nada más. Gracias».
Entonces salió de la sala de prensa como un vendaval. Jude sol-
tó un puñetazo al aire.
«¡Sí! Ha aceptado nuestras exigencias».
«No me fío de él», dije yo mientras veía por televisión cómo el
locutor comentaba el sorprendente anuncio de Kamal Hadley con
el experto en política de la cadena.
«Yo no me fío de ninguno de ellos», repuso Jude. «Pero lo tene-
mos entre la espada y la pared, y lo sabe».
Era una fría noche de principios de otoño, la noche perfecta
para recoger el dinero del rescate y hacer saber a Kamal Hadley
que teníamos más exigencias antes de que pudiera ver a su hija. Al
menos así lo había descrito Jude. El dinero financiaría futuras ac-
tividades de la Milicia de Liberación, pero Sephy no volvería a ver
a su padre hasta que cinco de sus miembros fuesen liberados de la
cárcel. Las autoridades no se daban cuenta de que tres de los cinco
hombres eran miembros clave de la Milicia, y no los meros subor-
dinados que ellos creían.
«¿Estáis todos listos para los contactos telefónicos?», preguntó
Andrew.
«Por supuesto», contestó Jude molesto. «Lo hemos hecho una
docena de veces. Leila se quedará allí con la chica. Pete, Morgan y
yo realizaremos nuestras llamadas desde tres ubicaciones distintas

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para impedir que las rastreen. Callum les dejará la segunda tanda
de instrucciones, recogerá el dinero y volverá directo aquí. Todo
está listo».
«¿Y estaréis todos en el lugar y el momento que os correspon-
da?», preguntó Andrew.
«Evidentemente». Jude empezaba a irritarse y no lo disimulaba
muy bien. «No somos aficionados. Sabemos lo que hacemos».
«¡Bien, bien! Pero creo que sería mejor que Leila recogiera el
dinero», propuso Andrew. «Ésa es siempre la parte más peligrosa
de un secuestro, y una chica tendrá más posibilidades de pasar
desapercibida».
«Entonces iré yo en lugar de Pete y haré una de las llamadas»,
dije.
«No. De todos nosotros, tú eres al que mejor conoce Hadley.
No podemos correr el riesgo de que reconozca tu voz», repuso
Andrew al instante.
«No pienso quedarme aquí», dije furioso. «No soy una maldita
niñera».
«Te necesitamos aquí», me dijo Jude.
«¿Por qué no puede quedarse Andrew y cuidarla él?», pregunté.
«Porque yo me voy a otra parte del país», respondió. «Y estoy
aquí como observador, no para hacer el trabajo sucio».
«Tendrá que perdonar a mi hermano», dijo Jude con una son-
risa incómoda. «Aún es muy joven».
«No pienso quedarme aquí», protesté.
«Tú harás lo que se te diga», espetó Jude.
Estaba poniendo en ridículo a Jude delante del lugarteniente del
general. Cuando todos regresaran, recibiría mi merecido por ello.
«Te quedarás aquí y punto».
Conservé la calma con renuencia, pero mi gesto de indignación
les dijo cuál era mi opinión sobre esa idea.
«Vámonos. Y acordaos de mantener los ojos y los oídos bien
abiertos en todo momento», puntualizó Andrew. «Nunca subesti-
méis a las equis. Muchos de los nuestros cometen ese error y han

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acabado en prisión o colgando de una soga por ello. Vigilaré de
cerca vuestra situación. Muy de cerca».
Todos se dirigieron a la puerta, y yo los seguí con enorme tris-
teza.
Andrew se volvió hacia mí. «Si llega la policía o algún sospe-
choso, primero matas a la chica y luego haces las preguntas. ¿En-
tendido?»
«Entendido».
«Bien».
Jude fue el primero en llegar a la puerta principal, pero el últi-
mo en salir. «No nos dejes en la estacada, hermano. ¿De acuer-
do?», me susurró.
«No lo haré», repuse.
«Lo sé». Jude me dio una palmada en la espalda y salió. Cerré la
puerta y permanecí de pie en el vestíbulo. Yo no quería estar allí.
No quería estar en ningún lugar desde el que pudiera oír la voz de
Sephy o ver su cara.
Dejadme marchar antes de que olvide por qué estoy aquí.
Sacadme de aquí antes de que me venga abajo o pierda la cabe-
za por todo lo que he hecho desde que estamos separados.
Ni siquiera tenía que cerrar los ojos para recordar el coche
de Sephy alejándose de mí aquel día. Mi vida podría haber
sido bien distinta si hubiese leído su carta a tiempo, si hubiese
podido alcanzar su coche antes de que se marchara a toda velo-
cidad.
Podría haber estado muy vivo, y no helado como estaba en mi
interior.
Al menos creía estarlo, hasta que la vi de nuevo.
Sacadme de aquí, antes de haga algo de lo que pueda arrepen-
tirme.

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X Ciento uno. Sephy

Tumbada boca arriba, me concentré en respirar regularmente.


Inspirar. Expirar. Inspirar. Expirar. El dolor que sentía en el bajo
abdomen se había atenuado, pero todavía era agudo. Cerré los
ojos y, obligándome aún a respirar pausadamente, me pasé la
mano en círculos justo por debajo del ombligo.
«¿Qué pasa?»
Ralenticé un momento el ritmo de mi mano, pero no me detu-
ve. Me volví sobre un costado, cara a la pared y con los ojos bien
abiertos.
«Sephy, ¿qué te pasa?» Callum se acercó hasta mi cama.
Yo seguí dándole la espalda. Ni bajo tortura habría mirado a
Callum. Hacerlo habría significado llorar, gritar y suplicar. Y no
pensaba hacerlo. Jamás. No pensaba darle nunca esa satisfacción.
Ahora era uno de ellos. Mi Callum había pasado a mejor vida. El
colchón se hundió bajo su peso. Ninguno de los dos habló. Yo se-
guí frotándome el abdomen. Eran toques suaves y circulares. Si
remitiera aquel dolor de barriga sólo un segundo... El hermano de
Callum debió de disfrutar mucho con el golpe que me propinó.
Por el dolor continuado que me causaba, debió de poner todo su
corazón y su alma. Y en el dedo sentía una punzada de mil demo-
nios. Cada vez que lo estiraba, la herida volvía a abrirse. Los chicos
de McGregor me habían hecho entrar en vereda.
De repente, Callum me apartó la mano del cuerpo, y momen-
tos después puso la suya. Me volví hacia él con los ojos abiertos
como platos. Intenté apartarle la mano. Suave pero firmemente,
Callum posó su mano en mi costado y siguió frotándome el abdo-
men. No podía respirar. Mi corazón chocaba contra las costillas al
mirar a mi captor.
«¿Qué haces?», susurré.
«¿Te duele?»

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«Como si te importara».
Al principio creí que Callum no iba a responder.
«Sí que me importa», dijo por fin.
«Entonces déjame ir. Por favor».
«No puedo».
Avergonzada de mí misma por habérselo pedido, traté de volver
la cabeza, pero la mano de Callum en mi mejilla me lo impidió, al
tiempo que no dejaba de masajearme la barriga. Nos observamos
en un silencio que nos envolvía como una burbuja de alambre de
espino. No había exterior, ni vistas, ni sonido. El mundo se reducía
a la habitación en la que nos hallábamos. El tiempo se había con-
densado en los momentos que se desgranaban entre nosotros.
«Te quiero», dijo Callum con voz tenue.
«Entonces déjame ir. Por favor...»
Callum me selló los labios con el dedo. «Te quiero», repitió.
«Ya te lo dije una vez, mientras dormías y no podías oírme. Tenía
miedo de que me oyeras, pero ya no».
Callum me quería...
Mi corazón empezó a dispararse de nuevo contra las costillas.
Ayer esas palabras me habrían permitido volar. Pero eso era ayer.
«No es verdad. Es imposible que me ames. No existe. Tú mis-
mo lo dijiste».
«Si no existiera, no me habría importado verte partir hacia Chi-
vers. Salí detrás de ti, ¿lo sabías? Pero llegué demasiado tarde».
«¿Tú... tú viniste detrás de mí?»
Callum esbozó una sonrisa triste. «No leí la carta hasta que fal-
taban veinte minutos para tu partida. Corrí como un desesperado,
pero llegué tarde...»
Cerré los ojos para impedir que se me escaparan las lágrimas,
pero lo hicieron de todos modos. Resbalaban lentamente por mi
cara cual gotas de lluvia solitarias en un ventanal. Lo que podría
haber sido y no fue...
«Ignórame», dije, enjugándome los ojos. «Vete, por favor».
«¿Por qué me odias?», preguntó Callum.

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Me costaba pensar con claridad. Callum había salido detrás de
mí... Quería que estuviésemos juntos. Su mano seguía acaricián-
dome el abdomen, pero ya no me aliviaba. Por el contrario, pare-
cía quemarme a través de la ropa hasta llegar a mi interior.
«¿Me odias?», insistió Callum.
Meneé la cabeza. «En otro lugar... en otro momento... tú y
yo...»
«No sé si en otro lugar y en otro momento», interrumpió Ca-
llum. «Lo único que conozco es el aquí y el ahora».
Y entonces inclinó la cabeza para besarme. Se movió con tal
rapidez que ni siquiera tuve tiempo de sorprenderme. Antes de
que pudiera emitir algún sonido, sus labios tocaron los míos y no
pude ver más que su cara y sus ojos. Sus labios eran muy suaves.
Incluso más de lo que recordaba. Había soñado tantas veces con
este momento, hasta que me daba cuenta de que soñaba con algo
que nunca en la vida iba a suceder. Y luego el sueño quedó, no
exactamente abandonado, sino enterrado en un lugar tan profun-
do que ni siquiera yo podría llegar a él con facilidad. Pero ahora el
mundo se había puesto patas arriba y Callum me estaba besando.
Sus labios me obligaron a abrir la boca, aunque no hubieron de
esforzarse demasiado. Cerré los ojos.
Esto no era real.
Nada lo era.
No podía ser.
Estaba prohibido.
Iba contra la ley.
Contra la naturaleza.
Así que estaba soñando de nuevo. Perdida en mi mundo, en el
que no había ceros ni Cruces. Sólo Callum y yo, como Callum y yo
debíamos estar, mientras el resto del mundo nos sonreía amable-
mente o nos daba la espalda, pero, en cualquier caso, nos dejaba
en paz. La mano de Callum pasó de mi abdomen a mi cintura y
más arriba. Yo traté de apartarla, pero no lo conseguí. Su beso se
tornó más delicado.

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«Callum...»
«¡Ssssshhhh! No te haré daño. Nunca lo haría. Te quiero», su-
surró Callum tocando mis labios con los suyos. Su aliento era cá-
lido e hizo que se me derritieran las entrañas. Insegura, confusa,
intenté apartarme, pero su beso se volvió más apremiante y, de
golpe, ya no quise distanciarme. Lo acerqué más a mí, lo rodeé
con mis brazos y lo besé tan desesperadamente como él me besaba
a mí. Era como si amándonos el tiempo suficiente, lo bastante
fuerte o muy profundamente, el mundo exterior no pudiese vol-
ver a hacernos daño. Y entonces fue como si ambos ardiéramos en
llamas, como una combustión espontánea, y ambos prendíamos
juntos.
«Te quiero», susurró Callum de nuevo.
Pero apenas podía oírle debido al zumbido de mis oídos. Sus
manos estaban por todas partes, moviéndose por mis brazos, mis
pechos, mi cintura y mis caderas. Y cada caricia, cada abrazo, me
cortaba la respiración y me hacía arder la piel. Lo acerqué más y
más, pasándole las manos por la espalda, el trasero y las piernas. Él
se levantó y me arrastró con él. Me levantó los brazos para quitar-
me el jersey. Yo le desabroché la camisa y él a mí el sujetador. Yo le
desabotoné los pantalones. Nos fuimos quitando prendas hasta
quedar desnudos, y yo estaba temblando, pero no de frío. Por
dentro estaba ardiendo. Nunca me había sentido tan atemorizada,
exultante y viva a la vez. Ambos nos arrodillamos en la cama, el
uno frente al otro. Callum recorrió todo mi cuerpo con la mirada.
Nunca me había dado cuenta de lo física que podía ser una simple
mirada. Callum extendió ambas manos y me tocó las mejillas. Me
pasó las manos por los labios, la nariz y la frente. Yo cerré los ojos,
justo antes de que sus dedos rozaran suavemente mis pestañas.
Momentos después, sus labios exploraban mi rostro como antes
habían hecho sus manos. Callum me tendió con dulzura al tiempo
que sus manos y sus labios continuaban explorando mi cuerpo.
Yo quería hacerle lo mismo. Iba a hacer lo mismo. Conseguiría-
mos que aquel momento durara para siempre. Callum tenía ra-

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zón. Sólo existían el aquí y el ahora. Y eso era lo único que impor-
taba. Me dejé llevar, siguiendo a Callum allá donde me llevara,
acompañándolo mientras me conducía a un mundo real e irreal.
No era del todo el paraíso, ni tampoco el infierno.
Me levanté, rebuscando los vaqueros y el jersey. No podía dejar
de sollozar. Sentía un martilleo en la cabeza, me goteaba la nariz y
me dolía la garganta, pero no podía parar.
«Sephy...», empezó Callum.
¿Tenía su mismo aspecto, tan terriblemente infeliz después de
lo que nos acababa de ocurrir? De ser así, no volvería a mirarle
jamás. Su expresión era mi reflejo. Me puse los vaqueros y el jersey
y busqué frenéticamente las sandalias. Sabía que Callum se estaba
vistiendo, pero no me atrevía a mirarle.
Deja de llorar... Ya basta...
Pero no podía. Más lágrimas por un imposible. Me había pues-
to las sandalias en el pie equivocado. No sabía lo que hacía. Me las
quité y lo intenté de nuevo, todavía llorando.
«Sephy, por favor...»
Callum intentó rodearme con sus brazos, pero lo aparté. Él vol-
vió a acercase a mí, pero eso me hizo llorar todavía más y empu-
jarlo más desesperadamente.
La puerta de la celda estaba abierta de par en par y entraron Jude
y Morgan, que se detuvieron abruptamente al vernos a Callum y a
mí en la cama. Callum dio un brinco, pero era demasiado tarde.
Deja de llorar... Si pudiera parar de llorar...

O Ciento dos. Callum

No es lo que parece... Es exactamente lo que parece. Que alguien


diga algo. Cualquier cosa.
Nada.

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«¿Qué ha pasado?», pregunté al fin.
«Dínoslo tú», espetó Jude en tono amenazante.
No dejaba de mirarnos a mí y a Sephy.
«¿Dónde está Leila?»
«Detenida», respondió Morgan.
«¿Y Pete?»
«Muerto», dijo Jude. «Había policía secreta por todas partes.
Debieron de pinchar todos los teléfonos de la ciudad. O eso o sa-
bían exactamente dónde estaríamos. Morgan y yo cambiamos de
posición en el último momento. De lo contrario, nos habrían cap-
turado a nosotros también. Hemos tenido suerte de escapar de
una pieza». Jude miró a Sephy lúgubremente. «Creía que podría-
mos coger a la chica y sacarla de la ciudad a algún lugar más segu-
ro, pero ahora...»
Jude se volvió hacia mí, y no fue preciso pronunciar el resto de
la frase.
¿Qué he hecho? Sephy, perdóname. Nos he matado a los dos.
«Guardaré todo nuestro equipo...», dije.
«Me parece que no», repuso Jude. «Morgan, empaqueta todo
lo esencial y deja el resto. Tenemos que salir de aquí».
Morgan desapareció sin mediar palabra.
«¿Por qué llora?», preguntó Jude señalando a Sephy.
Empecé a ruborizarme, pero mantuve la boca cerrada.
«Y lleva el jersey al revés».
Jude y yo nos miramos. ¿Qué se suponía que debía responder a
eso? Nada. Jude ya tenía claro qué había sucedido en su ausencia.
«Maldito imbécil, nos has puesto una soga alrededor del cuello
a todos». Jude me agarró de la camiseta. «Podríamos haber conse-
guido lo que queríamos y dejarla marchar, a pesar de lo que dijo
Andrew Dorn. Jamás nos habrían encontrado». Jude puntuaba la
mitad de cada frase abofeteándome con el dorso de la mano. «Pero
ahora... La has violado, y es ella o nosotros. Idiota, idiota...»
Apreté los puños y, cuando quise darme cuenta, Jude estaba
tendido en el suelo con sangre brotándole de la nariz.

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«No vuelvas a pegarme en tu vida», le advertí.
Jude dio un salto y me lanzó un puñetazo, pero paré el golpe
con facilidad y volví a atizarle. Y entonces estalló una pelea despia-
dada en la que ambos estábamos decididos a herir más al otro.
Algo pasó junto a mí a toda velocidad, pero apenas lo noté.
«¡Detenedla! ¡Detenedla!» Jude me apartó de un empujón. «Se
escapa. Cogedla».
Ambos nos pusimos de pie. Yo miré en derredor, confuso.
¿Dónde estaba Sephy? Entonces vi la puerta abierta y caí en la
cuenta. Jude y yo salimos corriendo detrás de ella y cruzamos
la puerta principal.
«¡Morgan! ¡Por aquí!», gritó Jude. «Se ha escapado».
Miré alrededor pero no la veía. Ya había oscurecido, era casi
medianoche, pero había luna llena y el cielo estaba despejado, lo
cual ya era algo.
«¡Allí está!» Morgan señaló hacia los árboles que se erguían a
nuestra izquierda.
Yo me volví a tiempo para ver a Sephy desaparecer en la oscuri-
dad del bosque. Los tres salimos corriendo en su persecución. Te-
nía que encontrarla antes que los demás. Necesitaba encontrarla.
De lo contrario, que Dios me asistiera.

X Ciento tres. Sephy

Corre, Sephy. No pares de correr.


Las sombras eran alargadas y ominosamente silenciosas a mi
alrededor. Bordeé un tronco tras otro, con la luz de la luna colán-
dose entre las ramas y las hojas que coronaban mi cabeza.
Y seguí corriendo. Ocurriera lo que ocurriera, no les permitiría
atraparme. Algo afilado se me clavó en el pie derecho. Solté un
grito y me mordí el labio al instante, pero ya era demasiado tarde.

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«¡Por ahí!», gritó alguien a mi espalda. Demasiado cerca.
Giré hacia la derecha. ¿Dónde estaba? Imposible saberlo. No
veía adónde me dirigía. Simplemente había huido.
Alcanzaba a oír las hojas y los helechos crujiendo detrás de mí,
un crujido que acechaba cada vez más.
¡Escóndete, Sephy!
Distinguí la silueta de unos arbustos que se alzaban entre unos
árboles. Por un segundo, barajé la posibilidad de ocultarme allí,
pero no quería tumbarme. Si lo hacía y era descubierta, no podría
escapar a tiempo. Los pasos se acercaban. Llegué hasta el árbol más
cercano y me escondí detrás del tronco. Me apoyé contra él, tratan-
do de fundirme con la oscuridad, desesperada por desaparecer.
Por favor, Dios mío...
Los pasos aminoraron la marcha y luego se detuvieron. Esta-
ban muy cerca. Dejé de respirar. No podía respirar. No me atrevía.
Por favor, Dios mío...
«Persephone, sé que puedes oírme...» Era la voz de Jude. «Esta-
mos a varios kilómetros de cualquier lugar. Vagarás por este bos-
que durante días sin ver un alma. Sin comida. Sin agua. Sal ahora
y no te haremos daño. Te lo prometo».
No hubo más que silencio. Momentos después, una maldición
rompió la quietud. Inspiré hondo antes de que me estallaran los
pulmones y contuve la respiración. El viento de la noche silbaba
entre las hojas a mi alrededor, como un susurro que comentaba lo
que ocurría en el suelo, a mis pies. Abrí la boca y exhalé conteni-
damente, notando el aire cálido en mis labios, aterrorizada por si
los demás podían oír lo que yo sentía. Cerré los ojos.
Por favor, por favor, Dios mío...
«Sephy, si sales ahora no te ocurrirá nada». La voz de Jude pa-
recía alejarse.
O tal vez eso era lo que yo deseaba.
«Pero si no lo haces y te encontramos...»
La amenaza pendía en el aire como la oscuridad que me envol-
vía.

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Se escuchaban pasos alejándose cada vez más. Abrí los ojos, y
empecé a avanzar en dirección opuesta, pero me detuve de golpe.
Callum estaba justo delante de mí, a menos de un metro de dis-
tancia, y sentí el temor mismo de la muerte.
«Callum...», susurré.
«¿Qué ha sido eso?», preguntó una voz que no había oído
nunca.
Callum se llevó el dedo índice a los labios.
«Soy yo», dijo. «He tropezado».
«Tenemos que dar con ella». La voz del otro hombre se aproxi-
maba cada vez más.
«¡Ya la veo!», gritó Callum de repente.
Yo meneé la cabeza, suplicándole con la mirada y con el cora-
zón a punto de resquebrajárseme.
«Está intentando volver sobre sus pasos. Debe de dirigirse hacia
la cabaña», gritó Callum.
«¡Maldición!» Oí pasos alejándose de mí a galope. Alejándose
de nosotros. Callum se dirigió hacia mí. Me cogió las manos y
miró al cielo.
«¿Ves el Cinturón de Orión?», preguntó en voz baja.
Levanté la mirada y asentí.
«Procura dejarlo siempre a tu espalda. Cuando llegues a la ca-
rretera, vete a la izquierda y sigue adelante».
«Callum...»
«Vete, Sephy». Callum me soltó las manos y se dio la vuelta.
«Callum, tenemos que hablar...»
«No, vete». Dio media vuelta una vez más.
«Callum...» Y entonces recordé lo que me inquietaba del extra-
ño desde que lo había visto por primera vez. Agarré a Callum de la
mano. «Espera. Ese hombre de la coleta, el que entró contigo a
verme...»
«¿Qué le ocurre?»
«Trabaja para mi padre. Lo vi hace un par de años en casa».
«¿Estás segura?», preguntó Callum extrañado.

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«Sí, segurísima. Era él. Trabaja para papá. Llevaba las mismas
botas con las cadenas de plata. Las he reconocido. Sin duda es él».
«Gracias». Callum me apartó y momentos después había desa-
parecido entre las sombras. Intenté forzar la vista para verle, pero
se había ido. Me di la vuelta y eché a correr.

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O X LA CONFESIÓN...

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O Ciento cuatro. Callum

Los periodistas tenían rodeado a Kamal Hadley. Y había tantos


destellos de cámaras a su alrededor que parecía un espectáculo de
fuegos artificiales. Kamal Hadley levantó las manos y el clamor se
acalló de inmediato. El espectáculo de fuegos artificiales no.
«Yo... yo voy a emitir un breve comunicado, y eso es todo».
Kamal Hadley se pasó el dorso de la mano por las mejillas antes de
continuar. «Mi hija sigue inconsciente después de haber sido ha-
llada esta mañana. Según los médicos, la situación es crítica, pero
estable. La policía está presente y la interrogará cuando recobre la
conciencia. Gracias a la información recabada, hemos capturado a
uno de los secuestradores; otro abrió fuego contra la policía y mu-
rió en el tiroteo. No se ha pagado ningún rescate. Eso es todo lo
que me gustaría decir en este momento».
«¿Cuántos secuestradores había?»
«¿Dónde fue retenida su hija durante su dura experiencia?»
«¿Cuál es el alcance de sus lesiones?»
Kamal Hadley entró de nuevo en el hospital sin hacer más de-
claraciones. Jude silenció el televisor con el mando a distancia justo
cuando aparecía el rostro del reportero en pantalla. Yo me recosté
en la silla, exhausto. Nos encontrábamos a centenares de kilóme-
tros de la cabaña del bosque, de la que huimos apresuradamente
cuando estuvo claro que habíamos perdido a Sephy. Nos habíamos
refugiado en un hotelucho de mala muerte con camas para Jude y
Morgan y un saco de dormir para mí. Las paredes no parecían ha-

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ber conocido un brochazo en al menos tres generaciones, y las ven-
tanas y los adornos estaban cubiertos de grasa y de mugre. En el
suelo había una alfombra que en su día debió de tener un dibujo,
hace mucho tiempo, pero estaba tan raída que era imposible adivi-
nar cuál podía ser ese dibujo o incluso su color original. Tampoco
es que tuviese mucho tiempo para ahondar en nuestro entorno.
Morgan y Jude estaban dispuestos a darme una paliza (como míni-
mo) hasta que les dije lo que sabía acerca de Andrew Dorn.
«¿De dónde has sacado esa información?», preguntó Jude.
«De Sephy», respondí.
«Y no se te ocurrió en ningún momento que podía estar min-
tiendo...»
«No mentía».
«¿Cómo puedes estar tan seguro?»
«Porque la conozco. Si dice que vio a Andrew Dorn con su padre,
es que lo vio. Además, me dio voluntariamente la información».
«Porque quería sembrar la paranoia entre nosotros», observó
Morgan con desdén. «Andrew Dorn no es un traidor. ¡Es el lugar-
teniente del general, por el amor de Dios!»
«Entonces explícame esto: ¿cómo sabía la policía dónde estaría
cada uno de vosotros cuando fuisteis a realizar las llamadas telefó-
nicas y a recoger el rescate? Establecimos localizaciones distintas
para cada uno precisamente para evitar eso. Sólo cinco personas
aparte de Andrew conocían nuestros planes. Una está muerta. La
otra ha sido detenida y nosotros tres estamos aquí con el agua al
cuello. ¿Me lo explicas?»
Jude y Morgan intercambiaron una larga mirada. Al menos les
hice pensar.
«Decís que cambiasteis de posición en el último minuto», con-
tinué. «Así que no tuvisteis la oportunidad de comunicárselo a
Andrew, y estoy convencido de que ésa es la única razón por la que
ambos estáis aquí hablando de ello ahora mismo. Nos ha traicio-
nado. Sephy tenía razón».
«Pero ella no puede...» Morgan no podía creerlo.

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Recordé algo más. «Dorn no dejaba de decirme que Sephy no
saldría viva de la cabaña. Creo que es porque sabía que le había
reconocido. Me ordenó que la matara primero y preguntara des-
pués si entraba alguien en la cabaña. Pero si lo hubiera hecho, yo
no habría tenido ni una sola opción de salir con vida».
Jude y Morgan consideraron mis palabras en silencio.
Llevó cierto tiempo convencerlos, pero, en cierta manera, el
hecho de que Leila fuese capturada y Pete asesinado finalmente
surtió efecto. La policía debía de conocer nuestros planes para po-
der dar caza a dos de nosotros, y Andrew tuvo que facilitarles la
información. ¿Quién sino?
«Daré con él aunque sea lo último que haga». Morgan había
perdido los estribos. «Y cuando lo haga, mis manos y su garganta
entrarán en un largo y doloroso abrazo».
Sopesamos varias maneras de impedir que Andrew o cualquier
otro nos traicionara en el futuro, pero el problema era que care-
cíamos de pruebas. Y no podías lanzar acusaciones contra el lu-
garteniente del general si no tenías pruebas, al menos si querías
vivir hasta una edad razonable.
«Además», dijo Jude mirándome directamente, «tenemos un
problema más acuciante».
«Nunca podremos instalarnos el tiempo suficiente en un lugar
para decidir nuestro siguiente paso», dijo Morgan con pesar. «No
dejarán de buscarnos».
«No la violé», mascullé entre dientes.
«Eso lo dices tú», espetó Morgan con aire despectivo. «Pero
aquí va un consejo gratis: si eres incapaz de quedarte con los pan-
talones puestos, la próxima vez no dejes testigos».
«No la violé». Me volví hacia Jude. Por su expresión, era obvio
que él tampoco me creía.
«No deberías haberlo hecho», dijo al final.
Cerré los ojos por un momento y luego aparté la mirada. Ha-
blar con esos dos era como golpearse la cabeza contra una pared
de ladrillo.

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Y lo peor de todo era que Jude tenía razón. No debería haberlo
hecho.
«Morgan, creo que sería mejor que nos separáramos todos un
tiempo», propuso Jude tímidamente. «Será mucho más fácil loca-
lizarnos si permanecemos juntos. Deberíamos arreglárnoslas so-
los durante seis meses, por ejemplo, y luego citarnos en una fecha
y un lugar establecidos».
«Buena idea», coincidió Morgan.
«Nos reuniremos para el cumpleaños de Callum. Y, entretanto,
nadie cuchicheará sobre Andrew Dorn», advirtió Jude. «Si sospe-
chan que vamos a por él, podríamos provocar que otras células nos
cojan uno por uno antes de que podamos hacer algo al respecto».
«Pero no podemos permitirle que siga traicionando a la Milicia
de Liberación y haciendo favores a las Cruces», protestó Morgan.
«Ninguno de nosotros goza de la confianza del general. Ni si-
quiera sabemos quién es. Y si intentáramos hacerle llegar un men-
saje, primero pasaría seguro por Andrew. Así que tendremos que
esperar el momento oportuno».
«¿Y mientras tanto los nuestros seguirán yendo a la cárcel o
colgarán del patíbulo en la prisión de Hewmett?», dijo Morgan.
«Si así debe ser hasta que podamos desenmascararlo, sí», repu-
so Jude con fiereza. «Tenemos que perder esta batalla para ganar
la guerra».
«¡Vaya mierda!»
«Así es la vida», dijo Jude. «A mí me disgusta igual que a ti, pero
no tenemos alternativa. Morgan, ¿puedes salir a por comida?»
«¿Qué tipo de comida?»
«No lo sé». Jude frunció el ceño impaciente. «Compra un cu-
rry, rollitos de pollo, hamburguesas o algo así».
Refunfuñando, Morgan salió de la habitación.
«Sabéis que tendremos suerte si sobrevivimos un mes sin ser
aniquilados por los nuestros o por la policía, ¿verdad?», dijo Jude
en voz baja. «Probablemente Andrew ya haya dado la orden de
que seamos... eliminados».

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Yo ya lo había averiguado por mí mismo.
Jude se acostó en su cama individual y se frotó los ojos con des-
gana. «¿Quieres oír algo realmente divertido, hermanito?»
Lo último que me apetecía en el mundo era reírme.
«¿Recuerdas cuando mamá tuvo que ir al hospital porque se
rompió un dedo al darle una bofetada a papá?»
Asentí.
«¿Recuerdas que te pidió que te fueses porque tenía algo que
decirme?»
«Sí, lo recuerdo».
«¿La ves?» Jude señaló la foto de una Sephy sonriente que apa-
recía ahora en la pantalla del televisor.
Yo volví la cabeza, incapaz de mirarla más de un microsegun-
do. Esa mera imagen fugaz hizo que se me disparara el corazón.
«Ella y toda su familia nos han arruinado la vida. Es como si se
hubieran propuesto mezclar su vida con la nuestra», prosiguió
Jude. «Siempre se han creído mejores que nosotros, pero no es
así».
«¿De qué estás hablando?», pregunté frunciendo el ceño.
«El abuelo de mamá, nuestro bisabuelo, era una Cruz. Eso es lo
que me dijo mamá aquel día. Tenemos sangre Cruz en nuestras
venas».
«No... no me lo creo», repuse.
«Es verdad. Mamá me lo dijo porque me uní a la Milicia de Li-
beración. Me dijo que parte de mí era Cruz, así que matarlos a
ellos era como matarme a mí mismo. ¡Pobre mamá! Le salió el tiro
por la culata».
«¿A qué te refieres?»
«Ninguno de ellos nos ha querido nunca. ¿Qué han hecho las
Cruces por mí excepto mirarme por encima del hombro? Después
de que mamá me contara la verdad los odiaba aún más a todos.
Pobre mamá».
Me estaba ahogando en las palabras de Jude, tratando de en-
contrarles algún significado al que aferrarme.

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«No tenía ni idea...»
«No había razón para que lo supieras», respondió Jude enco-
giéndose de hombros.
«Nos separaremos pronto y ni siquiera sé si volveré a verte.
Pero tengo un consejo que darte, Callum: mantente alejado de
Persephone Hadley».
«Por supuesto que...»
«Mantente alejado de ella, Callum», interrumpió Jude. «O sig-
nificará tu muerte».

X Ciento cinco. Sephy

¡Otra vez no! Llegué por los pelos al cuarto de baño, y hundí la
cabeza dentro del inodoro para vomitar lo que parecía buena par-
te del ácido de mi estómago. Eran las siete de la mañana y acababa
de despertarme, así que tenía el estómago completamente vacío. Y
vomitar con el estómago vacío era mucho peor que hacerlo con el
estómago lleno. El ácido me provocó un picor en la nariz y trajo
un sabor amargo y desagradable a mi boca. Era la quinta mañana
consecutiva que me desvelaba sintiéndome como las sobras del
pavo de la última Navidad.
No me levanté hasta que estuve razonablemente segura de que
podría ponerme en pie. Me cepillé los dientes e hice gárgaras du-
rante un minuto con elixir bucal. Pero aún me encontraba fatal.
Salí del dormitorio y bajé las escaleras, sintiendo verdadera lásti-
ma de mí misma. Como si lo que me había ocurrido en las últimas
cinco semanas no fuera suficiente, ahora había contraído un virus
estomacal. Las últimas cinco semanas...
Una vez que recuperé la conciencia, parecía que todos los mé-
dicos del hemisferio norte me hubiesen pinchado y me hubiesen
sometido a una prueba humillante tras otra hasta que me sentí

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más como un espécimen de laboratorio que como un ser humano.
Y la policía me había formulado también un sinfín de preguntas
embarazosas.
Especialmente sobre lo que me habían hecho los secuestradores.
«Ocurriera lo que ocurriera, no debes sentirte culpable. Estabas
indefensa. Puedes contarnos todo lo que sucedió, lo entendere-
mos...» La agente había sonreído, me había abrazado y había in-
tentado que confiara en ella hasta que lo único que me apeteció
hacer fue abofetearla y dejarla inconsciente. Me interrogó en una
sala con un espejo enorme en una pared, y lo miraba fugazmente
cada vez que no respondía a sus preguntas. ¿Realmente me toma-
ba por tonta? ¡Por favor! Sabía reconocer un vidrio espejado cuan-
do lo veía.
No tenía nada que decirles. No tenía que contar nada a nadie
sobre mi terrible experiencia en la cabaña del bosque. Ni siquiera
deseaba pensar en ello. Me provocaba dolor de cabeza, me esco-
cían los ojos y me rompía el corazón recordarlo. No tanto por el
cautiverio, aunque eso había sido bastante malo, sino por Ca-
llum... No podía soportar el pensar en Callum. Y, sin embargo,
todos mis pensamientos parecían encauzarse hacia él. No me lo
quitaba de la cabeza, y me estaba volviendo loca.
Entré en la cocina y me preparé una tostada y un té de grosella
suave. Ayudó un poco. Muy poco.
«Ah, estás aquí». Minnie entró en la cocina y se sentó frente a
mí en la barra. «¿Te encuentras bien?»
«Sí. Aparte del virus estomacal...»
«Llevas dos mañanas vomitando, ¿verdad?», preguntó Minnie
extrañada.
«¿Cómo lo sabes?»
«¡Te he oído amorrarte al trono de porcelana!»
Arqueé una ceja y seguí comiéndome la tostada. No estaba de
humor para los presuntos chistes de mi hermana.
«¿Cuándo piensas hablar sobre lo que ocurrió durante tu se-
cuestro?», preguntó Minnie.

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«Nunca».
«No deberías guardártelo para ti...»
«Ya basta, Minnie. ¿De acuerdo?», protesté. «El hecho de que
me raptaran no va a afectarte negativamente en ningún sentido,
así que, ¿puedes dejarme en paz?»
«¿De qué estás hablando? Me preocupo por ti».
«¡Sí, claro!» Di otro bocado a la tostada.
«¿Qué te pasó allí?», preguntó Minnie con cautela.
«Me secuestraron. Escapé. Sabes tanto como yo». Mastiqué mi
último trozo de tostada y lo engullí con un sorbo de té, que estaba
enfriándose rápidamente.
«Sephy... ¿Estás embarazada?»
«Pero, ¿qué dices? Por supuesto que... no...»
Las palabras fueron apagándose. Miré a mi hermana aturdida.
«¿Podrías estarlo?», dijo Minnie. «¿Quién ha sido? ¿Uno de los
secuestradores?»
«Es imposible... No puedo estar embarazada...», murmuré ho-
rrorizada.
«¿Quién ha sido, Sephy? Puedes decírmelo. No se lo contaré a
nadie, te lo prometo».
Me levanté y salí a toda prisa de la cocina, como si corriendo lo
suficiente pudiera dejar atrás las palabras de mi hermana.
¡Venga Sephy! Hazlo. ¡La prueba de embarazo no funciona a
menos que la utilices! Hazlo, y en un minuto saldrás de dudas. Si
sigue blanca, no estás embarazada. Habrás esquivado una bala y
nadie lo sabrá. Y si se vuelve azul...
Por el amor de Dios, hazlo. Cualquier cosa es mejor que esta
incertidumbre.
Cogí el prospecto y leí de nuevo las instrucciones. Parecía bas-
tante sencillo. Incluía un indicador. Sólo hacía falta añadirle ori-
na. No entrañaba dificultad alguna. Así que vamos a ello. Respiré
hondo y seguí las instrucciones, lo cual fue una estupidez, porque
sabía que no estaba embarazada.
No podía estarlo. Ahora no. Así no.

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Deposité el indicador, ahora húmedo, sobre la cisterna del ino-
doro mientras me lavaba las manos.
Ahora únicamente podía esperar. Sólo faltaba un minuto. Era
el minuto más largo de mi vida. Me senté sobre la tapa del váter,
dando la espalda al indicador mientras contaba hasta sesenta. Me
detuve en el cincuenta y nueve, incapaz de pensar siquiera en el
número siguiente, y mucho menos pronunciarlo.
No estoy embarazada. Sólo porque me sienta algo mareada por
las mañanas... Eso no significa nada. Es sólo una reacción tardía a
lo que me ha pasado en las últimas semanas. Eso es todo. Me armé
de valor y me di la vuelta con los ojos cerrados. Los abrí poco a
poco. Ni siquiera tuve que cogerlo. Pude ver el color con suma
claridad.
¿Qué voy a hacer? Dios mío, ¿qué voy a hacer?

O Ciento seis. Callum

Ahora no tengo nada. Ni siquiera a la Milicia de Liberación. Y to-


davía faltan tres meses para reunirme con Morgan y mi hermano.
Los echo de menos. Cuando trabajas con gente durante tanto
tiempo y tu vida está en sus manos y la suya en las tuyas, casi se
convierten en tu familia. A veces incluso más que la verdadera fa-
milia. Acaricié la idea de ir a visitar a mamá. Llegué incluso hasta
los alrededores de la casa de mi tía. Tenía tantas preguntas que
hacerle... Pero luego cambié de opinión. Hay cosas que es mejor
no decir. Y verme haría más mal que bien a mamá, sobre todo
porque no podía quedarme de ninguna manera.
A veces, de madrugada, cuando estoy solo en una habitación o
durmiendo como puedo en la calle, miro a la Luna o alguna estre-
lla y me imagino que en ese preciso instante ella está viendo lo
mismo.

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¿Por qué lloraba?
Supongo que nunca lo sabré. Dudo que vuelva a verla algún
día. Por fin lo sé. Estoy muerto. Fallecí hace mucho tiempo, me
desperté en el infierno y ni siquiera me di cuenta. Pensándolo
bien, debí de morir justo antes de comenzar en el instituto Heath-
croft. Eso es lo que sucedió.
Sé que estoy en lo cierto.

X Ciento siete. Sephy

Se oyó un ligerísimo golpe en la puerta. Me froté rápidamente los


ojos y salté de la cama para sentarme frente al tocador. Cogí lo pri-
mero que tenía a mano, un peine, y empecé a cepillarme el pelo.
«Adelante».
Minnie entró en la habitación y cerró la puerta despacio. La
observé a través del espejo. Me miraba muy raro desde hacía unos
días. ¿O hacía unas semanas?
«Sephy, ¿te encuentras bien?»
«¿Para eso has venido?»
«Estoy preocupada por ti».
«Pues pierdes el tiempo. Ya te lo he dicho, estoy radiante, ma-
ravillosa. No me he sentido mejor en la vida, así que vete».
Minnie me miró con escepticismo. «Entonces, ¿por qué no has
vuelto al colegio?»
«Porque no quiero que nadie me señale a la espalda y sienta
lástima por mí».
«¿Y por qué siempre parece que acabes de llorar o que estás a
punto de hacerlo?»
«Tienes que revisarte la vista».
«¿Y por qué has empezado a llevar mallas y camisetas y jerséis
anchos?»

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Estaba empezando a perder la paciencia. «Minerva, ¿qué te
ocurre? ¿Desde cuándo te interesa lo más mínimo la ropa que me
ponga?»
«Estás embarazada, ¿verdad? Las camisetas y los jerséis son para
disimular tu embarazo».
«No, no es verdad. Los llevo sólo porque... porque...» Y, como
una tonta, me eché a llorar, hundiendo la cabeza entre las manos.
Al instante, Minnie estaba a mi lado, rodeándome con el brazo.
«¡Oh, Sephy, idiota! ¿Por qué no lo decías? Podría haberte ayu-
dado. Todos podríamos haberte ayudado. ¿Por qué siempre insis-
tes en complicarlo todo?»
«Minnie, no sé qué hacer», dije sollozando. «Lo he pensado una
y otra vez y no hay escapatoria».
«Ignorar tu barriga cada vez más abultada no cambiará el he-
cho de que estás embarazada», dijo Minnie con exasperación.
«¿En qué estabas pensando?»
«Para ti no hay ningún problema. No eres tú la que está emba-
razada, soy yo», respondí enojada.
«Tendrás que decírselo a mamá...»
Me aparté de Minnie y la miré. «¿Has perdido el juicio?»
«Sephy, tarde o temprano se enterará. Aunque consigas ocultar
el embarazo, ¿cómo piensas esconder un bebé?»
«No lo sé, no he pensado a tan largo plazo».
«Pues será mejor que empieces a hacerlo».
«Minnie, prométeme que no dirás una sola palabra de esto a
nadie», le rogué.
«Pero Sephy...»
«Por favor, prométemelo. Se lo diré a mamá, pero en el mo-
mento adecuado y a mi manera. ¿Vale?»
«Vale, te lo prometo. Pero no tardes mucho, o tal vez cambie de
opinión».
Asentí agradecida. Había ganado unos días más, posiblemente
unas semanas.
«¿Quieres hablar de lo que ocurrió con los secuestradores?»

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Hice un ademán negativo con la cabeza.
«Imagino que el padre es uno de ellos».
No respondí.
Minnie se levantó. «Bueno, recuérdalo, si quieres hablar, mi
habitación es la contigua. ¿De acuerdo?»
«De acuerdo».
En cuanto Minnie abandonó el dormitorio, me tumbé en la
cama, llorando como si acabara de descubrir cómo se hacía. Todos
mis planes habían quedado reducidos a cenizas y polvo. Todos mis
sueños de futuro habían devenido... un bebé.

O Ciento ocho. Callum

«¿Y tú Callum? ¿Qué harías tú con todo el dinero del mundo?»


Gordy debió de adivinar por mi cara lo que opinaba sobre esa
pregunta.
«Venga, va. Es sólo un poco de diversión», bromeó Gordy.
Habían transcurrido doce meses desde... desde el secuestro.
Trabajaba como mecánico de coches a trescientos kilómetros de
casa, en un lugar llamado Sturham. Empezaba a oscurecer aquella
tarde de diciembre. La calefacción del garaje supuestamente esta-
ba en marcha, pero aun así hacía frío, y el trabajo era terriblemen-
te aburrido, pero me alegraba de tenerlo. Me impedía pasarme el
día amargado. Y mis compañeros de trabajo no estaban mal.
Gordy era un cero que había trabajado de mecánico desde que
tenía trece años. Ahora tenía cincuenta y siete y seguía haciendo lo
mismo. Nada había cambiado para él. Mañana sería igual que
ayer. Se limitaba a pasar el tiempo hasta morir. Lo miraba y veía a
mis tíos, al viejo Tony e incluso a papá, hasta que Lynette murió.
Lo miraba y me atemorizaba verme a mí mismo dentro de diez,
veinte o treinta años.

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Rob era un par de años mayor que yo. Era muy hablador. Pen-
saba cambiar el mundo utilizando los únicos medios que tenía a
su disposición: quejándose. Sólo llevaba trabajando aquí tres se-
manas y ya había tenido que esconder los puños detrás de la espal-
da y sentarme en el cuarto de baño diez minutos para contenerme
y no abalanzarme sobre él. Me ponía frenético.
«¿Y bien? ¿No tienes sueños, o es que eres demasiado bueno
para compartirlos con gente como nosotros?», bromeó Gordy.
Yo me obligué a sonreír. «No me gusta pensar en lo que nunca
tendré», respondí con indiferencia.
«Nunca se sabe», agregó Rob estúpidamente.
«Entonces, ¿qué harías tú?», apremió Gordy.
«Construir un cohete y abandonar este planeta. Vivir en la
Luna o en otro lugar. Cualquier lugar», respondí.
«Si tuvieras todo el dinero del mundo no necesitarías vivir en la
Luna. Podrías hacer lo que quisieras aquí mismo», dijo Rob.
«¿Sabes cómo llaman a un cero con todo el dinero del mun-
do?», pregunté yo.
Rob y Gordy menearon la cabeza.
«Blancucho», respondí.
No se rieron. Tampoco se suponía que debieran hacerlo.
«Las cosas cambiarían si tuviéramos dinero a raudales», inten-
tó decirme Rob.
Intenté, sin conseguirlo, borrar la mirada de lástima de mis
ojos. «Se necesita algo más que dinero, Rob. Hace falta determina-
ción, sacrificio y... y...»
Rob y Gordy me miraban como si hubiese perdido el juicio, así
que cerré la boca.
«No me hagáis caso», les dije arrepentido.
«Tendremos que llamarte el profundo», dijo Gordy. «O, mejor
aún, el trascendental».
«Ni te atrevas», le advertí.
«¡Acudiremos a ti en busca de orientación espiritual!» Gordy
hizo una reverencia con las manos juntas, igual que si estuviera

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rezando. «Oh, ser trascendental, comparte tus reflexiones místicas
con nosotros. Ilumínanos...»
«Si no os apetece seguir trabajando, hay cientos de personas ahí
fuera que estarían muy contentas de ocupar vuestro puesto», dijo
Snakeskin saliendo de su oficina.
Sin mediar palabra, nos pusimos manos a la obra, aguardando
a que Snakeskin regresara a su despacho antes de adoptar nuestras
posiciones anteriores.
«¡Menudo imbécil!», dijo Rob socarronamente.
«Hay muchos de esos por ahí», apostillé.
«Y que lo digas», repuso él.
«Lo que yo quiero saber es cómo...», empezó Rob.
«¡Ssssshhh! ¡Ssssshhh!» Me acerqué al banco de trabajo para
subir el volumen de la radio. Las noticias habían llamado mi aten-
ción.
«... se ha negado a confirmar o desmentir que Persephone Mira
Hadley, su hija, esté embarazada, y que éste sea el resultado de su
dura experiencia de hace unos meses a manos de sus secuestradores.
Sólo podemos especular sobre lo que padeció esta pobre chica bajo
la custodia de los ceros que la raptaron. Hasta el momento, la pro-
pia Persephone Hadley se ha negado a hablar sobre los dos aterra-
dores días que pasó en cautividad, pues los recuerdos obviamente
resultan demasiado dolorosos, demasiado conmovedores...»
«¡Eh!» Gordy me miraba y no sabía por qué, hasta que advertí
la radio en el suelo, hecha pedazos después de que la arrojara con-
tra la pared.
«Tengo que salir de aquí», dije.
«Eh... Callum, ¿adónde crees que vas?», gritó Snakeskin.
«Tengo que irme».
«Ah, no».
«¿Que no?»
«Si sales por esa puerta, no te molestes en volver».
Seguí caminando.

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X Ciento nueve. Sephy

Mi madre se sentó a mi lado en el salón. Papá caminaba arriba y


abajo delante de mí. Yo me volví hacia Minnie.
«Para fiarse de tus promesas», dije con amargura.
Al menos tuvo la decencia de sentirse avergonzada y girar la
cabeza, incapaz de aguantarme la mirada. Debí imaginar que se-
ría incapaz de mantener la boca cerrada. Algunos secretos son
demasiado jugosos como para guardarlos. Y, sin duda alguna,
ésta era su oportunidad de vengarse por todos aquellos años en
que le había llamado «Minnie» en lugar de «Minerva». Además
de mamá y papá, probablemente se lo habría contado a una per-
sona, que se lo habría contado a otra persona, que a su vez se lo
habría confiado a otra y, cuando quisiera darme cuenta, sería el
secreto mejor guardado compartido con el mundo entero. Era
cuestión de tiempo que la prensa lo supiera. Quizá eso es lo que
quería Minnie en todo momento. Ocurriera lo que ocurriera en
adelante, jamás la perdonaría por esto, aunque viviera quinientos
años.
«Lo que tenemos que hacer», empezó papá, «es lidiar con esta
situación con la máxima rapidez y discreción posibles».
«Es por tu bien, cariño». Mi madre me cogió una mano entre
las suyas y la acarició suavemente.
«Ya hemos reservado una clínica para mañana por la mañana»,
dijo papá. «Mañana por la noche todo habrá terminado. Ya no
estarás embarazada y podremos dejar este asunto atrás».
«Sé que es duro, mi amor, pero es por tu bien», coincidió
mamá.
«¿Queréis que aborte?», pregunté.
«Bueno, no pretenderás tenerlo, ¿no?», dijo mamá confusa.
«¿Un hijo de tu secuestrador? ¿El hijo bastardo de un violador
blanco?»

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«Por supuesto que no quiere», intervino papá con brusquedad,
y se volvió hacia mí para añadir: «Deberías habérnoslo dicho,
princesa. Deberías habernos contado lo que te hicieron. Podría-
mos haber resuelto todo esto mucho antes y evitado todas estas
especulaciones de la prensa».
«Te llevaré yo misma a la clínica», propuso mamá, tratando de
sacar una sonrisa de la nada.
«Iremos los dos», agregó papá. «Mañana a estas horas todo ha-
brá terminado».
«Déjalo todo en nuestras manos», dijo mamá.
«No podemos esperar que tomes decisiones por ti misma, ni
siquiera que pienses con claridad en un momento como éste»,
añadió papá.
Mis padres juntos al fin. Reunidos. Actuando, moviéndose,
pensando como uno solo. Y lo había conseguido yo. No podía
cesar de preguntarme si las ideas que se me pasaban por la cabeza
eran el resultado de pensar con claridad o de hacerlo atropellada-
mente. ¿Cómo saberlo?
«Todos te apoyaremos en esto, cariño», dijo papá. «Y una vez
que haya terminado, nos iremos todos de vacaciones. Podrás de-
jarlo atrás y seguir con tu vida. Todos podremos».
Dejarlo atrás... ¿Eso pensaba él? ¿Una operación rápida y, así de
fácil, mi bebé habría desaparecido y caído en el olvido? Mirar a
papá era como mirar a un extraño. No me conocía en absoluto. Y
ello ni siquiera me producía tristeza.
«No pienso ir a la clínica mañana», dije en voz baja.
«No estarás sola. Yo te acompañaré...»
«Pues entonces irás sola, porque yo no pienso ir».
«¿Perdona?», dijo mi padre.
Me puse en pie para mirarlo cara a cara.
«Voy a tener mi bebé».
«No seas ridícula». Papá no gritaba. Simplemente se mostró
incrédulo. No creía que hablara en serio.
«Voy a tener a mi hijo», reiteré.

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«No, no lo harás».
«Es mi cuerpo y es mi bebé, y voy a tenerlo».
«Persephone, sé razonable. No estás siendo sensata. Sólo tienes
dieciocho años. ¿Cómo vas a tener al bebé? Todo el mundo sabrá
cómo fue concebido. Te señalarán con el dedo, se mofarán de ti y
te tendrán lástima. ¿Es eso lo que quieres?»
Realmente no me conocía en absoluto.
«Voy a tenerlo».
«Mañana cambiarás de opinión», decidió papá.
«No, no lo haré», le dije. «Voy a tenerlo».

O Ciento diez. Callum

De camino a la costa, llamé a casa de Sephy utilizando nuestra se-


ñal de hacía años. No tenía ni idea de si estaba en la casa de la playa
o ni siquiera si oía mis señales, pero no iba a permitir que eso me
frenara. Tenía que verla. Tenía que saber.
Tardé un día entero en regresar a nuestra ciudad natal, y luego
tuve que esperar hasta que cayera la noche para salir de la cueva de
la playa y llegar hasta el jardín de rosas que crecía frente a la venta-
na de su dormitorio. Fue la espera más larga y difícil que he tenido
que soportar jamás. Estaba muy cerca de ella, a sólo un par de ki-
lómetros, pero tal vez no estuviera allí, o quizá no quisiera hablar
conmigo. Un mundo de dudas y miedos mediaba entre nosotros.
Y planear ir a su casa tenía que ser por fuerza una de las cosas más
estúpidas que había intentado en mi vida. Aun así, ni me plantea-
ba reconsiderar mis actos.
Tenía que verla.
Iba a verla.

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X Ciento once. Sephy

Está ahí fuera. No necesito verle para saber que está ahí fuera. Está
en el jardín de rosas, justo debajo de mi ventana. Lo noto. Puedo
notarlo. Siento un cosquilleo que recorre todo mi cuerpo, tengo la
boca seca y mi estómago no deja de dar brincos ¿Qué debería ha-
cer? ¿Qué hago si me dice lo mismo que mamá y papá?
Ve a verle, Sephy. Te lo debes a ti misma. Se lo debes a él.
Ve a verle.

O Ciento doce. Callum

El jardín de rosas estaba ahora totalmente cubierto de cristal en lo


que debía de ser el invernadero más grande que jamás había visto.
Había dado esquinazo al guardia y me había colado, pero me fre-
nó el aroma embriagador de las rosas. Habían crecido mucho des-
de la última vez que estuve allí, hacía toda una vida. Los arcos y los
caballetes de madera estaban cubiertos por completo de tallos, es-
pinas y flores. Era difícil distinguir todos los colores en la oscuri-
dad. Cada flor se fundía con la siguiente.
¿Estaría en casa en aquel momento?
¿Vendría?
«¿Callum?» Fue el más leve susurro detrás de mí, pero fue su-
ficiente. Me di la vuelta con el corazón a todo latir y las manos
sudorosas. Sephy se encontraba a menos de un metro de distan-
cia. ¿Cómo había conseguido acercarse tanto sin que la oyera?
Mi mente estaba ensimismada, recordando... Pero verla de nue-
vo fue como... como si un rayo me alcanzara en el corazón. Lle-
vaba un vestido oscuro, color burdeos, o tal vez azul. Era difícil

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saberlo. Y llevaba el pelo más corto, pero los ojos eran los de
siempre.
Abrí la boca, dispuesto a hablar, pero las palabras no salían. Por
el contrario, me quedé boquiabierto como un pez ahogándose.
«No deberías haber venido aquí», murmuró Sephy sin apartar
la vista de mi cara. «No es seguro».
«Tenía que hacerlo». ¿Aquella era realmente mi voz, tan ronca
y extraña? «Tenía que hacerlo», dije intentándolo de nuevo. «¿Es
verdad?»
«Sí».
Nos miramos el uno al otro. Entonces, Sephy dio un paso al
frente, me rodeó la cintura con sus brazos y apoyó la cabeza en
mi hombro. La apreté contra mí de inmediato. Iba a tener un
bebé. Nuestro bebé. Apenas podía respirar de la emoción. Levan-
té la cabeza de Sephy poniéndole un dedo bajo la barbilla y la
besé. Ella me abrazó más fuerte y me devolvió el beso, con nues-
tras lenguas danzando juntas. Y en ese momento, el hielo que
habitaba en mi interior se rompió en un trillón de pedazos.
Compartimos un mundo de esperanza, arrepentimiento, placer
y dolor en ese mismo beso, hasta que ambos nos quedamos sin
respiración y nos sentimos mareados. Me distancié ligeramente
para ponerle las manos en el abdomen. Sus manos cubrieron las
mías. Su barriga sólo presentaba una leve curvatura, pero en el
momento en que la toqué, me atravesó un escalofrío eléctrico.
Como si el niño que llevaba en su seno tratara de conectar con-
migo de algún modo. Llevaba dentro a nuestro hijo. Miré a Se-
phy, pero apenas alcanzaba a verla por culpa de las lágrimas que
inundaban mis ojos.
«Si es un niño, lo llamaré Ryan, como tu padre».
«Si es niña, llámala... llámala Rose», dije mirando a mi alre­
dedor.
«Callie Rose».
«¡Dios, no!»
«¡Dios, sí!»

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Los dos nos echamos a reír. Todo era tan raro... Inusual. Pecu-
liar. Con sólo mirarla a la cara supe que Sephy no pensaba darse
por vencida. «De acuerdo. Que sea Callie Rose».
Sephy se acercó para abrazarme otra vez. «Creía que no volve-
ría a verte nunca más».
«Sephy...», dije yo. «Aquella noche...»
«¿Sí?»
«¿Por qué llorabas?»
Sephy se apartó de mí y agachó la cabeza. «No me preguntes
eso».
«¿Te hice daño? Si es así, lo siento. Yo...»
«Por supuesto que no. Sabes que no».
«Entonces, ¿por qué?»
Tuve la impresión de que no iba a contestar, pero entonces me
miró directamente a los ojos y contuve la respiración cuando empe-
zó a hablar. «Cuando hicimos el amor supe que te quería, que siem-
pre te he querido y siempre te querré. Pero también me di cuenta de
lo que habías tratado de decirme todos estos años. Tú eres un cero y
yo una Cruz, y no hay lugar para nosotros, no hay lugar donde po-
damos vivir en paz. Aunque hubiésemos escapado juntos cuando
yo quería hacerlo, habríamos estado juntos un año, quizá dos. Pero,
tarde o temprano, otros habrían encontrado la manera de separar-
nos. Por eso me puse a llorar. Por eso no podía parar de hacerlo. Por
todo lo que podríamos tener pero nunca tendremos».
«Te entiendo». Y era cierto. Aquello mismo me había dolido
durante buena parte de mi vida.
«Cuando dijiste...» Sephy hizo una pausa, como si se sintiera
avergonzada. «Cuando dijiste que me querías... ¿Lo decías en se-
rio? No me importa si no era verdad...» Y agregó. «Bueno, sí que
me importa... Tú ya me entiendes...»
Tendí las manos y ella puso las suyas sobre las mías, mirándo-
me compungida. El amor era como una avalancha, y Sephy y yo,
cogidos de la mano, corríamos como alma que lleva el diablo, pero
no para huir de ese amor, sino hacia él.

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«Salgamos de aquí», dije sonriendo. «Vámonos. Podemos estar
juntos, aunque sea por poco tiempo, podríamos in...»
De repente, se encendió a nuestro alrededor una serie de luces
cegadoras.
«Corre, Callum. ¡Corre!»
Me llevé una mano a los ojos, pero no podía ver. Y entonces
algo me golpeó en la cabeza, caí al suelo y todas las luces del mun-
do se apagaron.

X Ciento trece. Sephy

«Pensé que alguno de los secuestradores podría intentarlo de nue-


vo, o quizá tratar de llegar hasta ti para que no pudieras identifi-
carlos, así que instalé seguridad extra en toda la finca cuando estu-
viste en el hospital».
«Tenéis al hombre equivocado», le grité otra vez. «¿Por qué no
me escuchas? Callum no ha hecho nada malo».
Nadie me escuchaba. Había gritado a los agentes que se llevaban
a Callum para que le dejaran marchar, pero me ignoraron. Había
tratado de aferrarme a Callum, tirar de él, pero papá me arrastró
hasta casa exigiéndome que dejara de dar un espectáculo.
«Callum no ha hecho nada. Sólo estábamos hablando», dije ba-
jando el tono. Quizá si dejaba de gritar me escucharía...
«Mientes», repuso papá. «Sé con toda seguridad que Callum
McGregor era uno de tus secuestradores».
«Entonces también deberías saber con toda seguridad que me
salvó la vida. Cuando escapé de mi celda y me adentré en el bos-
que, Callum me encontró. Podría haber dicho a los demás dónde
estaba, pero no lo hizo...»
«No, tan sólo te violó y te dejó embarazada», dijo papá con
amargura.

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«Kamal, por favor...», intervino mamá.
«Callum no me violó. No lo hizo».
«Pero estás embarazada, así que tuvo que hacerlo», protestó
mamá.
«¡Estoy embarazada porque hicimos el amor!», grité enojada,
«y fue la noche más mágica y maravillosa de mi vida. Mi único
pesar es que Callum y yo no podamos hacerlo de nuevo...»
Papá me abofeteó tan fuerte que me hizo perder el equilibrio.
Mamá intentó acercarse a mí, pero papá se lo impidió. Se irguió
tanto como pudo, mirándome con una expresión en su rostro que
nunca había visto.
«Ya no eres mi hija. Eres una zorra blanca», dijo papá. «Pero te
diré una cosa: irás a la clínica y abortarás. No te permitiré que me
avergüences más. ¿Me oyes? ¿Me oyes?»
«Te oigo...» Me froté la mejilla, ignorando las lágrimas que res-
balaban por mi cara. Papá se dio la vuelta y salió de la habitación.
Mamá me miró, y la angustia colmaba cada curva y cada línea
de su cara. «Oh, Sephy... Sephy...», susurró. Y entonces se volvió y
me dejó sola.
Eso es lo que era ahora. Eso es todo lo que era según mi padre.
La zorra de un blanco. Enterré la cara entre mis manos y rompí a
llorar.

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O X DECISIONES...

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O Ciento catorce. Callum

Estaba tumbado en la litera de mi celda leyendo el periódico. To-


davía aparecía en la prensa, pero ahora que el juicio había termi-
nado, ya no copaba las primeras páginas. Había quedado relegado
a la tercera o la cuarta página, y no eran más rigurosas que la por-
tada. Sólo lo leía para pasar el rato. Al fin y al cabo, no tenía nada
mejor que hacer. Sin embargo, un artículo sí que me llamó la aten-
ción.

PRESUNTO TOPO EN LA MILICIA DE LIBERACIÓN


Fuentes de la Milicia de Liberación han declarado que el mo-
vimiento se halla en un estado de agitación por un presunto topo
que, según se cree, trabaja en realidad para el Gobierno. Se ru-
morea que el topo es alguien perteneciente a la cúpula del parti-
do. Nuestras fuentes han revelado que todas las actividades de la
Milicia han quedado suspendidas hasta que se descubra al infil-
trado.
El director dice... Véase página 7

«Bien hecho, Jude», pensé. Si es que era Jude. Si es que no esta-


ba muerto todavía.
No había forma de llegar hasta el general, de modo que unos
cuantos rumores en el lugar adecuado, un par de entrevistas dis-
cretas, y el general sabría de nuestras sospechas. Tan sólo esperaba
que el general atrapara a Andrew Dorn antes de que pudiese eli-
minar su rastro o desaparecer. Estrujé el periódico y lo lancé a la
papelera que había junto a mi estrecha cama. ¿Qué sentido tenía
leer las noticias? Ninguno en absoluto. Mis pensamientos se diri-

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gieron a mi hermana Lynette. Era curioso, pero últimamente pen-
saba cada vez más en ella. Siempre había estado allí cuando la ha-
bía necesitado. Ella hacía que nuestra casa fuese soportable. Cada
vez que creía no poder aguantarlo más, ella sonreía o cubría mi
mano con la suya y me tranquilizaba. Cuando murió, parte de
mí la despreció por ser una cobarde. Parte de mí la odió por ha-
berme abandonado. Todo era por mí. Ahora pensaba en todo lo
que había pasado Lynny. Había permitido que todo lo que me
ocurrió me arrebatara mi humanidad. Haz a los demás antes de
que te lo hagan a ti, ésa era mi filosofía. Así lidiaba con el mundo.
La solución de Lynny era mucho mejor. Auséntate hasta que estés
preparado para regresar. Sólo que ella no lo estaba. Quizá por eso
murió. Se vio apartada de su mundo irreal demasiado pronto.
«Cal, tienes visita», me dijo Jack.
«¿Visita?»
Jack asintió con expresión seria. Jack era un guardia Cruz, pero
en el corto espacio de tiempo que llevaba en la cárcel de Hewmett
habíamos trabado amistad. Diría incluso que éramos buenos ami-
gos, algo que a todas luces iba contra las normas. Pero, si a Jack no
le importaba, ¿por qué iba a importarme a mí? A juzgar por su
expresión, aquel visitante sin duda era alguien que no me resulta-
ría particularmente grato. No tenía la más remota idea de quién
podía ser. No me habían permitido las visitas desde que me traje-
ron a Hewmett, así que sentía curiosidad cuando menos.
«¿Hombre o mujer?», pregunté.
«Hombre».
«Y supongo que tengo que verle...»
Jack asintió de nuevo.
«De acuerdo», dije mientras recogía la camiseta. «Me pongo...»
«No te molestes. No vas a la sala de visitas. Vendrá él a verte».
«¿Aquí?»
«¡Sí!»
Me puse la camiseta de todos modos. Las celdas eran como
hornos durante el día y, aunque supuestamente debíamos llevar la

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ropa puesta, la mayoría de los guardias hacían la vista gorda si nos
quitábamos la camiseta. Yo me la había quitado cuando empezó a
pegárseme al cuerpo sudoroso como si fuera film transparente. Se
oyó un taconeo por el pasillo. Los pasos pesados y decididos de un
hombre. Y, a juzgar por el sonido, airados. Me levanté y aguardé.
Entonces, el hombre apareció frente a los barrotes de mi celda. Me
quedé boquiabierto. Era Kamal Hadley, la última persona a la que
esperaba.
Entró en mi celda. Jack permaneció fuera. Kamal llevaba un
traje gris marengo y una camisa azul con corbata a juego. Sus za-
patos negros estaban tan pulidos que se adivinaba en ellos el refle-
jo del fluorescente del techo.
«Ya puede dejarnos solos», ordenó Kamal sin apartar en nin-
gún momento la vista de mi cara.
«Pero...», dijo Jack.
Kamal se volvió hacia él con una mirada que no admitía discre-
pancias. Jack echó a andar por el pasillo. Barajé la posibilidad de
dejar inconsciente a Kamal y salir de allí. Pero, ¿hasta dónde llega-
ría? También barajé la posibilidad de dejarlo inconsciente porque
sí. Sin duda era tentador.
«Imagino que sabrás por qué estoy aquí», dijo Kamal.
Lo cierto es que no, así que no abrí la boca.
«Estoy aquí para ofrecerte un trato», prosiguió.
«Si haces lo que yo te diga, me aseguraré de que no te ahorquen.
Serás condenado a cadena perpetua y me cercioraré de que no
cumplas más de ocho o diez años. Cuando salgas de la cárcel toda-
vía serás joven y tendrás toda la vida por delante».
Estudié a Kamal mientras hablaba. Odiaba estar allí, tener que
pedirme algo, y le costaba disimular lo mucho que le repugnaba
todo aquello. Me hizo sonreír para mis adentros. Yo tenía algo
que él quería desesperadamente, pero no sabía qué era.
«¿Y qué tendría que hacer exactamente para gozar de esta... ge-
nerosidad?»
«Quiero que confieses públicamente que secuestraste y... vio-

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laste a mi hija. Quiero que reconozcas libremente los delitos que
se te achacan. Nada de negarlos».
«¿Por qué?»
Daba la impresión de que no pensaba responder. Esperé. Tenía
todo el tiempo del mundo. No iba a ir a ninguna parte.
«Mi hija no podrá dejar atrás todo este asunto ni seguir con su
vida si no lo haces», dijo por fin. «Siente que te debe algo porque
le salvaste la vida en el bosque. Si sabe que no vas a morir, enton-
ces estará dispuesta a deshacerse de tu hijo, un hijo que nunca ha
querido. Un hijo que todavía no quiere».
Cada palabra que pronunciaba estaba bien ensayada y concebi-
da deliberadamente para causar el máximo dolor posible. Y fun-
cionaba. Casi me desplomé sobre la cama. Me estaba desgarrando
las entrañas, y él lo sabía.
«Y eso se lo ha dicho ella, ¿verdad?»
«Por supuesto».
No le creía. Casi no le creía. Mentía. Pero supongamos que no
lo hacía...
¿Mi vida o la de mi hijo?
¿Era ése el único motivo por el que Sephy lo llevaba todavía en
su seno? ¿Porque se sentía culpable? No quería creerlo. No sabía
qué creer.
¿Mi vida o la de mi hijo?
«¿Es la idea de que Sephy y yo tengamos un hijo juntos lo que
no puede soportar, o la idea de un niño mestizo en general?», pre-
gunté.
«No estamos aquí para hablar de mis sentimientos». Kamal
apartó mis palabras como si fuesen moscas. «¿Qué respondes?»
¿Mi vida o la de mi hijo?
Oh, Sephy, ¿qué debo hacer? ¿Qué harías tú?
«Necesito pensarlo».
«Quiero tu respuesta aquí y ahora», exigió Kamal.
Me levanté poco a poco.
«¿Y bien?», dijo impaciente.

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Había llegado el momento de elegir. Una elección con la que
vivir o con la que morir. Miré a Kamal directamente a los ojos y le
anuncié mi decisión. Sabía que me condenaría al infierno, pero
también que era la correcta.

X Ciento quince. Sephy

Papá irrumpió en mi habitación sin tan siquiera llamar a la puer-


ta. Era muy tarde, casi medianoche, pero no tenía sueño. Ni si-
quiera recordaba la última vez que había dormido bien. Estaba
sentada a la mesa, escribiendo mi diario, cuando entró papá. Ce-
rré el libro y me di la vuelta. Papá se detuvo en mitad del dormito-
rio. Nos miramos el uno al otro. No habíamos intercambiado una
palabra desde que me abofeteó. Papá se sentó en una esquina de
mi cama y de repente parecía hastiado.
«No voy a andarme con rodeos, Persephone», dijo. «Callum
McGregor será ahorcado por lo que te hizo».
Tragué saliva, pero no hablé.
«Y tú eres la única que puede impedirlo», prosiguió.
Todas las células de mi cuerpo se pusieron en estado de alerta al
oír las palabras de mi padre. Permanecí quieta y vigilante, espe-
rando a que continuara.
«Está en mi mano asegurarme de que no lo ejecuten. Consegui-
ré que sólo vaya a la cárcel. Le impondrán una condena larga, pero
al menos seguirá con vida».
Y donde hay vida... hay un precio. Mantuve la boca cerrada,
aguardando a que cayera la otra bomba.
«Y lo único que tienes que aceptar es un aborto», anunció papá.
Como si lo único que tuviera que hacer era comerme la verdu-
ra o acostarme pronto; hizo que sonara así.
«¿Por qué?», pregunté.

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«¡Por qué!» Aquellas palabras incrédulas salieron como un
exabrupto de la boca de papá. «Porque eres demasiado joven para
tener un hijo. Porque te obligaron a concebirlo...»
«Ya te lo he dicho, Callum no...»
«No era tu intención quedarte embarazada, ¿no?», interrumpió
papá con dureza.
«Es demasiado tarde para deshacerse de él. Está muy avanza-
do», señalé.
«Hay maneras, medicaciones para ocuparse de eso», dijo papá
apuntando a mi barriga. «Luego te inducirían el parto. Te resulta-
ría relativamente indoloro».
Y letal para mi hijo.
«Si digo que no, ¿qué harás entonces?», pregunté. «¿Secuestrar-
me como los ceros y obligarme a perder a mi hijo?»
Papá me miró. «Sé que no estamos unidos, Persephone, y sé
que es culpa mía, pero nunca haría algo así». Su voz destilaba tan-
to dolor que me llegó adentro, aunque opuse resistencia.
«¡Pero lo que estás haciendo no es distinto!», grité. «Puede que
no utilices la fuerza directa, pero me presionas para que aborte. Es
lo mismo. La vida de Callum o la de mi hijo. Intentas coaccionar-
me para que tome una decisión. Tu decisión».
«La vida de ese muchacho está en tus manos». Papá se levantó.
«Es cosa tuya. Sé que tomarás la decisión correcta».
Y con eso se marchó. Cerré el diario y lo guardé en su escondi-
te, moviéndome por la habitación con el piloto automático. Que-
ría bloquear mi mente para no tener que pensar, para no tener que
decidir. Pero no funcionaba así.
Si abortaba, salvaría la vida a Callum. Tampoco se pasaría el
resto de sus días en prisión. Trabajaría cada hora del día durante
el resto de mi vida si era preciso a fin de asegurarme de que era
puesto en libertad. Y si salía... cuando saliera, podríamos estar
juntos de nuevo. Podríamos tener más hijos. Era la posibilidad de
un futuro juntos frente a la idea de no tener ninguno. Pero si es-
tábamos juntos, ¿podríamos vivir con el hecho de que nuestro

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primer hijo había muerto por nosotros? ¿O su fantasma acabaría
separándonos?
¿La vida de Callum o la de nuestro bebé? Ésa era la elección.
Oh, Callum, ¿qué debo hacer? ¿Qué harías tú?
Y de repente no hubo elección. Tenía mi respuesta. Sabía lo
que diría a mi padre. Que Dios me asista, lo sabía.

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O X PERDIENDO MI RELIGIÓN...

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O Ciento dieciséis. Callum

«Jack, no estás por la partida, ¿verdad?»


Jack tira sus cartas. «Ya no quiero jugar más».
«Creía que era yo el temperamental y malhumorado y no tú»,
digo con sequedad.
«Lo siento».
Recojo las cartas. ¡Pobre Jack! Esto es casi igual de malo para él.
¡Casi! ¡Que Dios le bendiga! Él es quien me ha mantenido infor-
mado sobre lo que acontece en el mundo exterior. Él es quien me
dijo que desde mi farsa judicial, Sephy se ha manifestado pública-
mente en contra del veredicto de culpabilidad y ha declarado
abiertamente que no la violé. Ha dicho a todos aquellos que estén
dispuestos a escucharla que las autoridades le impidieron testifi-
car en mi nombre. Y, al parecer, incluso algunos periódicos nacio-
nales empiezan a cuestionar la pena de muerte que me impusie-
ron. Espero que, para variar, Kamal Hadley no se vaya de rositas
esta vez.
Un destacado psiquiatra declaraba en uno de los supuestos pe-
riódicos de calidad que Sephy sufría el síndrome de Estocolmo, pa-
labrería según la cual el cautivo adopta los ideales y las creencias del
captor, hasta el punto de que empieza a comprenderlos. En el caso
de Sephy, era una estupidez supina. Si hubiera podido hablar con
Sephy le habría pedido que no declarara por mí. Una vez que me
hallaron culpable, nada en este mundo podría hacer que los jueces
invalidaran el veredicto. El motivo es bien simple: soy un cero que

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osó enamorarse de una Cruz. Peor aún, hice el amor con ella. Y,
para colmo, está embarazada de mí y no le importa quién lo sepa.
¡Pobre Sephy! Nunca sabía cuándo estaba librando una batalla
perdida. Sabía que me ahorcarían antes de que los jueces lo dicta-
minaran.
Y ahora había llegado mi último día en la Tierra.
Y no quiero morir.
«¿Qué hora es, Jack?»
«Las seis menos diez».
«Diez minutos más, entonces». Barajo los naipes. «¿Nos da
tiempo a echar una partida rápida de rummy?»
«Callum...»
Suelto las cartas. «Debe de ser contagioso. Ahora no me apetece
jugar».
Transcurren unos momentos en silencio. No quiero pasar mis
últimos diez minutos en silencio.
«¿Te has preguntado alguna vez cómo sería ponerte en el lugar
de los otros?», le pregunto. Ante la mirada confusa de Jack, conti-
núo: «¿Si los blancos estuviesen al mando en lugar de vosotros, las
Cruces?»
«La verdad es que nunca se me había pasado por la cabeza»,
responde Jack encogiéndose de hombros.
«Yo solía pensar mucho en ello», digo con un suspiro. «Soñaba
con vivir en un mundo sin discriminación, sin prejuicios, con una
fuerza policial justa, un sistema judicial igualitario, igualdad en la
educación, igualdad en la vida, un terreno de juego equilibrado...»
«¡Madre mía! ¿Eso es una tesis o un cuento de hadas?», pregun-
ta Jack con brusquedad.
«Como he dicho, antes solía pensar mucho en ello».
«Creo que no comparto tu fe en una sociedad gobernada por
los ceros», me dice Jack pensativo. «Las personas son personas.
Siempre encontramos una manera de estropearlo todo, indepen-
dientemente de quién mande».
«¿Tú crees?»

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Jack se encoge de hombros.
«¿No crees que las cosas van a mejor? ¿Qué algún día lo harán?»
«¿Cuándo?»
«Lleva mucho tiempo».
«Pero, ¿cambian?», pregunta Jack.
«Así es».
Pero no para mí. Un dilatado silencio llena el hueco entre ambos.
Hasta que al fin me dispongo a hablar, pero Jack se me adelanta.
«Tu chica, Persephone Hadley, intentó venir a visitarte en más
de una ocasión», dice Jack. «Pero llegaron órdenes desde arriba,
muy por encima del alcaide, según las cuales no se te autorizaban
visitas bajo ninguna circunstancia».
Digiero esta noticia con pesar. Es la influencia de Kamal Had­
ley, qué duda cabe.
«Jack, ¿puedo pedirte un favor?»
«Tú dirás».
«Puede que te meta en un lío».
«A mi triste vida no le vendrá mal un poco de orden», dice Jack
sonriendo.
Sonrío agradecido. «¿Podrías encontrar la manera de entregar
esta carta a Sephy?»
«¿A Persephone Hadley?»
«Eso es».
«Claro». Jack me coge el sobre.
Lo agarro de la muñeca. «Tienes que entregárselo en mano tú
mismo. ¿Me lo prometes?»
«Te lo prometo», responde Jack.
Le dejo ir y veo cómo se guarda la carta en el bolsillo. Suspirando,
me recuesto en la cama, apoyado en la fría pared. Todavía hay tantas
cosas que quiero hacer, tantas cosas que quiero descubrir... Me ha-
bría encantado ver otra vez a mi madre, sólo una vez. Simplemente
para decirle... que lo siento. Pero no me lo han permitido. Sólo Dios
sabe por lo que estará pasando ahora mismo. Su marido está muer-
to. Suicidio o asesinato, tú eliges. Su hija está muerta. Un «acciden-

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te». Su hijo menor va a morir por su propia estupidez. Y su hijo ma-
yor está... ¿desaparecido? Se busca, vivo o muerto. Pobre mamá.
¿Qué ha hecho ella para merecer todo esto? Mis pensamientos revo-
lotean ahora. Pienso en Jude. Le echo mucho de menos. Me encan-
taría saber si está bien. ¿Se encontrará a salvo o en prisión? ¿Se habrá
puesto en contacto con Morgan? ¿Habrá encontrado la manera de
encargarse de ese traidor de Andrew Dorn? Un artículo en la prensa
está bien, pero, ¿cómo puede estar seguro de que Dorn no escapará o
simplemente se esfumará? Dorn no se merece desaparecer después
de todo lo que ha hecho. ¿Lo atrapará Jude? Nunca lo sabré.
Y Sephy, ¿qué sentirá por mí en este momento? ¿Todavía piensa
tener a nuestro bebé? Estoy seguro de que sus padres están haciendo
todo lo posible para que aborte. Quizá ya lo haya hecho. Nuestro
momento en el jardín de rosas fue muy breve. Quería decirle tantas
cosas que ahora ya no podré decirle... Si pudiera verla una vez más
podría encontrar sentido a todo esto, estoy seguro de que lo haría.
Oigo la puerta de seguridad al final del pasillo. Jack se levanta y
sale al pasillo, junto a la puerta de mi celda.
Se ha terminado. Me pongo en pie y me enfundo la camiseta.
Siento pequeños picores por toda la piel provocados por el calor.
No quiero morir...
El alcaide Giustini se detiene en el pasillo, delante de la celda.
Mira las cartas esparcidas por el suelo, la cama y después a mí.
«¿Tienes una última petición?», pregunta en tono lúgubre.
«Acabemos ya con esto». Mi voz tiembla al pronunciar las dos
últimas palabras. Me vendré abajo.
Oh, Dios, por favor, si estás ahí arriba, en algún lugar, no permi-
tas que me desmorone...
Nada de hablar. No puedo correr ese riesgo.
No les demuestres lo aterrado que estás, Callum. No les de-
muestres que desearías aferrarte a ellos y suplicarles que no te ma-
ten. No se lo demuestres...
«Las manos a la espalda, Callum», dice Jack.
Le miro. Es extraño... Tiene los ojos relucientes. Intento conso-

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larle. Sin palabras, simplemente una sonrisa fugaz de gratitud por
su compasión antes de darme la vuelta, con las manos a la espalda,
mientras espero a que me esposen.
«¿Quieres un sacerdote o alguna clase de consejo espiritual?»,
pregunta Giustini.
Meneo la cabeza. Nunca creí en ello cuando estaba vivo, así que
sería una hipocresía pedirlo ahora.
Cuando estaba vivo...
Todavía no estoy muerto. Todavía no. Cada segundo cuenta.
Todavía queda tiempo. Debo tener esperanza. Esperanza hasta el
final. Se han obrado milagros antes. La puerta de mi celda se abre
todavía más. Giustini va en cabeza, flanqueado por dos guardias a
los que no había visto nunca. Jack camina junto a mí.
«Lo estás haciendo bien, Cal», susurra Jack. «Sé fuerte. Ya falta
poco».
Me conducen por el largo pasadizo. Nunca había pasado por
aquí. El sol crepuscular se filtra por las altas ventanas y danza en el
suelo a mi alrededor. Es tan fulgurante que atino a ver las motas de
polvo en el aire. Quién iba a pensar que el polvo pudiera resultar
tan inquietantemente hermoso. Intento caminar lo más lenta-
mente posible, embeberme de todas las imágenes y los sonidos.
Hacer que cada momento dure una vida.
«Buena suerte, Callum...»
«Escúpeles en el ojo, Cal...»
«Adiós, Cal...»
Son llamadas anónimas desde las celdas, a un lado del pasillo.
Me siento tentado de volverme y estudiar los rostros que hay de-
trás de esas palabras, pero me llevaría demasiado tiempo. Y eso es
algo de lo que ya no dispongo. Miro hacia delante. La puerta al fi-
nal del pasillo se abre. Más luz resplandeciente. Es un día perfecto.
Salimos. Me detengo abruptamente. Caras. Un mar de caras, in-
cluso más que cuando mi padre estaba a punto de ser ahorcado.
Muchas Cruces vienen a ver el espectáculo. Pero tengo el sol ante
mí y me deslumbra. No veo gran cosa. Además, el patíbulo se in-

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terpone entre nosotros. Y la soga, mecida suavemente por la brisa
vespertina.
No la mires.
Quiero llorar.
Por favor, Dios mío, no me dejes llorar...
Por favor, Dios mío, no me dejes morir...
Giustini y sus guardias se sitúan a un lado del patíbulo. Jack me
conduce a las escaleras. Asciendo. Él me sigue.
«Perdóname, Callum», susurra Jack.
Vuelvo la cabeza. «No seas tonto, Jack, tú no has hecho nada».
«Ni tú», responde.
Ahora nos hallamos encima del cadalso. La soga se encuentra a
menos de un metro de distancia. Y a sus pies, una trampilla cerra-
da. Me doy la vuelta hacia el alcaide. Está junto a otro hombre, un
cero con el pelo rubio y traje negro. El cero se yergue tras una larga
palanca. La palanca de la trampilla.
Mi vida está en tus manos.
No quiero morir...
Todavía hay tiempo. Todavía hay esperanza.
Miro en derredor, escrutando a la multitud, buscándola a ella.
Pero no la veo. Si pudiera verla una última vez... ¿Dónde está?
¿Está aquí siquiera? Sephy. Y mi hijo, al que nunca veré. Al que
nunca tendré entre mis brazos. Al que nunca conoceré.
¿Está ella aquí?
Por favor, Dios mío...
«Ahora tengo que ponerte la capucha», dice Jack.
«No, no quiero». ¿Cómo voy a encontrarla con una capucha
puesta?
«Me temo que no tienes elección. Son las normas», se disculpa
Jack.
Me pone la capucha. Intento resistirme. No trato de huir. Sim-
plemente quiero verla... Una última vez... La capucha me envuelve
la cabeza y cae sobre mis hombros. El mundo es negro como la
noche. Jack me tira del brazo para llevarme hasta la cuerda.

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Por favor, Dios mío, no quiero morir...
Sephy...
Las lágrimas recorren mi rostro. Ahora agradezco la capucha.
«¡Te quiero, Callum...!»
Un momento...
«¡Te quiero Callum, y nuestro hijo también te querrá. Te quie-
ro, Callum. Siempre te querré...!»
Me están rodeando el cuello con la soga. Pero puedo oírla.
Puedo oírla. Está aquí.
«¡Te quiero, Callum...!»
Gracias, Dios mío. Gracias.
«¡yo... yo también te quiero, Sephy...!» ¿Podrá oírme? «¡Te
quiero, Sephy! ¡Te quiero, Sephy!»
Esperen... Por favor, esperen... Sólo un momento...
«¡Te quiero, Callum!»
«¡Sephy, te qui...!»

X Ciento diecisiete. Sephy

La trampilla se abre.
«¡Te quiero, Callum!», grito frenéticamente.
Cae como una roca. Las palabras fenecen en mis labios.
No hay sonido alguno, excepto el crujir de la cuerda mientras el
cuerpo de Callum se bambolea de un lado a otro.
¿Me habrá oído? No lo sé. Ha debido de oírme. ¿Ha dicho que
él también me quería? Tal vez fueran imaginaciones mías. No es-
toy segura. No lo sé.
Dios mío, por favor, que me haya oído. Por favor.
Por favor.
Si estás ahí arriba.
En algún lugar.

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O X NOTIFICACIÓN
DE NACIMIENTOS

El 14 de mayo a medianoche, en el Hospital Mercy Community, hija


de Persephone Hadley y Callum McGregor (difunto), una hermosa
niña, Callie Rose.
Persephone desea que se sepa que su hija Callie Rose llevará el
apellido McGregor de su padre.

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