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Hombre de celuloide

Espermatozoides como globos de colores

Un 20 de mayo de 1968 se gimió, se exhaló y en Boca del Río, Veracruz, un espermatozoide


cruzó el enorme trayecto entre el glande y el útero. Eran las nueve de la noche y no tengo
razones para saber si fue placentero pero supongo que sí. En París se gritaban consignas y en
Veracruz se hacía el amor. La célula quedó fecundada y el cigoto soy yo. Fidel Castro penetró en
Haití, Godard promovió la destrucción del festival de Cannes y yo me imagino existiendo en una
deliciosa inconsciencia que sin embargo tenia una misión: adherirse a la pared del útero que
nueve meses albergaría una revolución misteriosa pero común. En el mundo se hablaba de
cosas importantes. En el vientre de mi madre se existía nada más. No había lugar para sueños
grandes. Mi padre casi tan inconsciente como yo encendía un cigarro, abría la ventana, miraba la
piscina y lanzaba ese humo delicioso en dirección del mar.
Pasó un mes y como dicen que los hombres no debemos hablar de lo que sienten las
mujeres, puntualizo otro hecho: Robert Kennedy se liberó a sí mismo el 6 de junio de 1968.
Había tratado de sobrevivir a las balas que vació sobre su cuerpo un palestino de veinticuatro
años que hasta la fecha sigue vivo. Porque vivir es vivir. Aunque sea en la cárcel.
En el segundo mes del embarazo se forma el rostro: los ojos y las orejas contienen ya el
sonido de los árboles que en Veracruz se agitan cuando atardece. En julio 22 y 23 comenzaron
los enfrentamientos entre estudiantes y gobierno. El 30 de julio una bazuca deshizo el portón
dieciochesco del Colegio de San Ildefonso y yo diez años después, recostado en la parte trasera
del coche de mi padre volvería a escuchar la historia que me repitió mil veces: que cuando supo
por la radio que su preparatoria había sido violentada, él se puso a llorar. Yo, absolutamente
indiferente a un dolor tan sublime miraba mis pies descalzos formando pequeñas huellas en el
vidrio trasero del coche. Ya para esas mis padres se estaban divorciando y ni siquiera tuve la
curiosidad de preguntar qué clase de hombre llora por la violación de la autonomía de la UNAM.
Dicen los médicos que a partir del tercer mes de embarazo ya es correcto denominar al
“producto” “feto.” Yo me imagino descubriendo que podía abrir y cerrar la boca. Supongo que
tragaba el líquido amniótico que debe haber sido caliente. Afuera se conformaba el Consejo
Nacional de huelga, el rector Javier Barros Sierra salió en defensa de aquella autonomía unamita
que hacía llorar a mi padre. En Praga los tanques rusos abortaron la primavera de Praga. Un
mes más tarde los mexicanos sabrían de un Batallón Olimpia que tomó por asalto CU y el 2
octubre de 1968 comenzaron los disparos. Fue la locura: la matanza de Tlatelolco. Enojados o
no, mis papás fueron a la inauguración de los juegos olímpicos. Miraron en el cielo cientos de
globos que cruzaron el azul con una voluntad tan férrea e indeterminada como la de un
espermatozoide, como la del manifestante Jan Palach que justo un mes antes de que yo naciera
se inmoló. ¿Quién puede saber qué habrá sentido? ¿Quién puede saber hoy lo que se siente
respirar por primera vez? ¿Qué habrán sentido los insurgentes en Laos cuando volaron por los
aires bajo tres toneladas de bombas estadounidenses? ¿Quién puede saber que habrá sentido
mi madre el 20 de mayo de 1968 cuando vio a mi padre doblarse sobre si mismo como Jan
Palach? Tocando el misterio de ese placer que te vuelve tan frágil, tan desvalido.

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