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Esta paz es inalterable. ¿Quién, en efecto, podría turbarla? ¿Acaso el demonio? Es el demonio
un enemigo poderoso, ciertamente, que quiere devorarnos; pero “es un perro encadenado que puede,
a lo más, ladrar, pero no puede morder sino a aquel que se le acerca”1. Jesucristo lo venció, y nosotros
también lo venceremos, porque Jesucristo es más poderoso que él. Por otra parte, Dios protege
especialmente al alma que le busca y que en Él confía: “Envía a sus ángeles que te guarden por todos
tus caminos... para que no tropieces” (Sal. 90, 11); la guarda Él mismo “en el secreto de su faz” (Sal.
30, 21). ¿Qué enemigo podrá turbarla allí? ¿Qué podrá temer?
¿Podrá el mundo destruir esta paz? En manera alguna. “No temáis”, decía el Señor a los
discípulos y nos lo repite a nosotros: No temáis; sufriréis tribulaciones en el mundo, pero yo estoy
con vosotros: “Confiad: yo vencí al mundo” (Jn 16, 33). Si me sois fieles, yo os daré mi gracia y, con
ella, mi paz; porque mi gracia todopoderosa os hará vencedores de las solicitaciones del mundo, que
podrá ofreceros sus placeres, abrumaros con sus sarcasmos, pero no os hará mella. Lo hemos
abandonado por seguir a Cristo, y nuestra paz, que está fundada en la verdad de Jesucristo, no puede
ser turbada por las armas del mundo.
¿Lo será, acaso, por las tentaciones, las contrariedades, las penas? Tampoco. No siempre
tendremos la paz externa, es verdad: pues vivimos en la tierra, en tiempo de prueba, y, las más de las
veces, la paz es el precio de la lucha. Cristo no nos devolvió la justicia original que ordenaba
armónicamente las tendencias naturales de Adán; pero el alma que se apoya únicamente en Dios
participa de la estabilidad divina; las tentaciones, los sufrimientos, las pruebas la afectan sólo
superficialmente. A lo profundo, donde reina la paz, no llegan las borrascas. Aunque la superficie del
mar esté muchas veces agitada por la tempestad, las aguas más profundas permanecen tranquilas.
Podremos ser menospreciados, contrariados, perseguidos; podrán tratarnos injustamente los que no
comprenden nuestras intenciones ni nuestras obras; podrá la tentación sacudirnos violentamente, y
abatimos el dolor; pero tenemos un santuario interior donde nadie puede entrar: en él reina la paz,
porque en este íntimo recinto adoramos a Dios y nos sometemos y abandonamos a. Él. “Yo amo a
Dios –decía san Agustín–, y nadie puede arrebatármelo; nadie puede quitarme lo que debo darle,
porque lo tengo encerrado en mi corazón... Despojado de todo, Job queda solo, pero' le acompañan
los votos y alabanzas que rinde al Señor. ¡Oh riquezas interiores que nadie puede quitarme!”2.
En el fondo del alma que ama a Dios se levanta la “mansión de paz” –civitas pacis–, que ningún
rumor del mundo puede turbar ni sorprender ningún ataque. Convenzámonos de que nada exterior
puede, si nosotros no queremos, alterar nuestra paz interna, porque depende esencialmente de una
sola cosa: de nuestra actitud ante Dios. En Él debemos confiar: “El Señor es mi salvación, ¿qué podré
temer?” (Sal. 26, 1). Si el viento de las tentaciones y pruebas me azota, recurriré a Él: “Sálvame,
Señor, porque si no perezco”. El Señor, como lo hizo con la barca batida por las olas, “calmará la
tempestad y habrá gran bonanza” (Mt 8, 26).
Si de veras, siguiendo las huellas de Cristo, único camino que conduce al Padre, buscamos a
Dios en todo; si procuramos desprendernos de todo para no tener más voluntad que la del Señor; si,
cuando el Espíritu de Jesús nos habla, no muestra repugnancia la voluntad, ni resiste a sus
inspiraciones, antes se inclina dócilmente, adorándole, entonces estemos seguros de que la
abundancia de la paz reinará en nosotros íntima y profundamente, porque “la paz inunda los corazones
de los que aman, Señor, tu ley” (Sal. 118, 165). En cambio, las almas que no se entregan totalmente
al Señor y no reducen todos sus deseos a la unidad mediante esta donación total no podrán gustar la
verdadera paz. Están divididas y vacilan entre sus propios deseos y la voluntad de Dios, entre la
satisfacción de su amor propio y la obediencia; están, en una palabra, siempre inquietas y turbadas.
“Permanezcamos, pues, siempre unidos a Dios: poseámosle en nosotros mismos. En Él se
3 San Agustín, De música, 1. VI, c. 14, núm. 48. P. L., XXXII, col. 1.188.
4
San Agustín, Confes., l. IV, c. 11. Ibid., col. 700.
5 Heraldo del divino amor, l. I, c. 10.
6 Ejercicio séptimo: Reparación por los pecados.
merece ser llamada “la bienaventurada visión de paz”7. Allí no habrá ya más tinieblas, turbación,
lloros ni gemidos; solamente una paz estable y perfecta. “Inaugurada en el alma que comienza a
buscar a Dios, la paz se completa con la plena visión y eterna posesión del Bien inmutable”8.
Pidamos, pues, a Jesús nos dé esta paz, fruto del amor. “Señor –exclamaba san Agustín al final
de sus Confesiones, ese libro admirable en el cual narra cómo había buscado la paz en todas las
satisfacciones posibles de los sentidos, del espíritu y del corazón, sin encontrarla más que en Dios–,
Señor, danos la paz, la paz del séptimo día, la paz que no tiene atardecer. Tú, Señor, que eres el bien
y no careces de ningún bien, estás siempre en reposo, porque eres tú mismo tu descanso. ¿Qué hombre
será capaz de enseñar esto a otro hombre? ¿Qué ángel a otro ángel o a un hombre? Es menester
pedírtelo a ti, buscado en ti, llamando a tu puerta para obtenerlo”. Y el santo Doctor, que había hecho
la experiencia de todas las cosas, que había sentido la vanidad de toda criatura, la fragilidad de toda
felicidad humana, cierra su libro con este grito del alma: “Éste es el solo medio para ser oído, para
encontrar, para que se nos abra”9.
Pidamos, pues, esta misma paz para nosotros, para cada uno de nuestros hermanos que habitan
en nuestra misma Jerusalén espiritual: “Pedid para Jerusalén las cosas que conducen a la paz” (Sal.
21, 6); y esta paz la obtendremos; pero la obtendremos principalmente mediante una actitud espiritual
hecha de adoración, de sumisión, de abandono a nuestro Señor. Tal es, lo repetiré, la fuente de la
verdadera paz, porque tal es el orden establecido por Dios, el único en el que satisfaremos los deseos
más íntimos del alma. El acto de abandono requerido lo hicimos ya el día de nuestra profesión,
dándonos a Jesús para seguirle: “Hemos dejado todo y te hemos seguido” (Mt 19, 27).
Mantengámonos en esta disposición, y gozaremos de paz. La santa Regla está toda ordenada a
procurarnos y conservamos esta paz; y el monasterio donde se vive conforme a la Regla es, ya en este
mundo, una “visión de paz”. Todas las almas que se dejan modelar por la humanidad, la obediencia,
el espíritu de abandono y de confianza, fundamentos de la vida monástica, se convierten en ciudad
de paz.
Nuestro bienaventurado Padre comprendió maravillosamente el plan divino, el orden fijado por
Dios. Nuestras almas fueron creadas para Dios; si no tienden a PI, se ven siempre en continua y
agitada turbación; por esto san Benito no desea que tengamos más que esta única y universal
intención: “Que busquemos de veras a Dios”10. Todo lo reduce a esto: es el centro de su Regla. Con
la unidad de este fin, unifica los múltiples actos de nuestra vida y, sobre todo, unifica los deseos de
nuestra naturaleza, en lo cual se halla, según santo Tomás, uno de los elementos esenciales de la paz:
“Consiste la tranquilidad en el descanso de todos los movimientos apetitivos de un mismo hombre”11.
Nuestra alma se turba cuando es solicitada por deseos provenientes de mil diversos objetos: “Estás
intranquila y turbada por ocuparte en muchas cosas” (Lc 10, 41); mas cuando buscamos únicamente
a Dios con una obediencia de abandono y amor, entonces todo lo encaminamos a la unidad necesaria;
y esto es lo que establece en nosotros la fortaleza y la paz.
Después, penetrando más a fondo en el orden divino, el santo Patriarca nos dice que, fuera de
Cristo, no alcanzaremos nunca este fin, porque sólo Él es el camino que a él conduce. En efecto, al
abrir la Regla, no nos señala otro medio que el amor de Cristo: “A ti se dirige ahora mi exhortación,
quien quiera que seas... te propones militar bajo las banderas de Cristo verdadero Rey”12. Sólo dando
a Cristo la realeza sobre nuestro corazón es cómo seremos verdaderos hijos de san Benito. Y cuando
… Hoja faltante