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3.

ES INALTERABLE LA PAZ QUE EL ALMA ENCUENTRA EN DIOS

Esta paz es inalterable. ¿Quién, en efecto, podría turbarla? ¿Acaso el demonio? Es el demonio
un enemigo poderoso, ciertamente, que quiere devorarnos; pero “es un perro encadenado que puede,
a lo más, ladrar, pero no puede morder sino a aquel que se le acerca”1. Jesucristo lo venció, y nosotros
también lo venceremos, porque Jesucristo es más poderoso que él. Por otra parte, Dios protege
especialmente al alma que le busca y que en Él confía: “Envía a sus ángeles que te guarden por todos
tus caminos... para que no tropieces” (Sal. 90, 11); la guarda Él mismo “en el secreto de su faz” (Sal.
30, 21). ¿Qué enemigo podrá turbarla allí? ¿Qué podrá temer?
¿Podrá el mundo destruir esta paz? En manera alguna. “No temáis”, decía el Señor a los
discípulos y nos lo repite a nosotros: No temáis; sufriréis tribulaciones en el mundo, pero yo estoy
con vosotros: “Confiad: yo vencí al mundo” (Jn 16, 33). Si me sois fieles, yo os daré mi gracia y, con
ella, mi paz; porque mi gracia todopoderosa os hará vencedores de las solicitaciones del mundo, que
podrá ofreceros sus placeres, abrumaros con sus sarcasmos, pero no os hará mella. Lo hemos
abandonado por seguir a Cristo, y nuestra paz, que está fundada en la verdad de Jesucristo, no puede
ser turbada por las armas del mundo.
¿Lo será, acaso, por las tentaciones, las contrariedades, las penas? Tampoco. No siempre
tendremos la paz externa, es verdad: pues vivimos en la tierra, en tiempo de prueba, y, las más de las
veces, la paz es el precio de la lucha. Cristo no nos devolvió la justicia original que ordenaba
armónicamente las tendencias naturales de Adán; pero el alma que se apoya únicamente en Dios
participa de la estabilidad divina; las tentaciones, los sufrimientos, las pruebas la afectan sólo
superficialmente. A lo profundo, donde reina la paz, no llegan las borrascas. Aunque la superficie del
mar esté muchas veces agitada por la tempestad, las aguas más profundas permanecen tranquilas.
Podremos ser menospreciados, contrariados, perseguidos; podrán tratarnos injustamente los que no
comprenden nuestras intenciones ni nuestras obras; podrá la tentación sacudirnos violentamente, y
abatimos el dolor; pero tenemos un santuario interior donde nadie puede entrar: en él reina la paz,
porque en este íntimo recinto adoramos a Dios y nos sometemos y abandonamos a. Él. “Yo amo a
Dios –decía san Agustín–, y nadie puede arrebatármelo; nadie puede quitarme lo que debo darle,
porque lo tengo encerrado en mi corazón... Despojado de todo, Job queda solo, pero' le acompañan
los votos y alabanzas que rinde al Señor. ¡Oh riquezas interiores que nadie puede quitarme!”2.
En el fondo del alma que ama a Dios se levanta la “mansión de paz” –civitas pacis–, que ningún
rumor del mundo puede turbar ni sorprender ningún ataque. Convenzámonos de que nada exterior
puede, si nosotros no queremos, alterar nuestra paz interna, porque depende esencialmente de una
sola cosa: de nuestra actitud ante Dios. En Él debemos confiar: “El Señor es mi salvación, ¿qué podré
temer?” (Sal. 26, 1). Si el viento de las tentaciones y pruebas me azota, recurriré a Él: “Sálvame,
Señor, porque si no perezco”. El Señor, como lo hizo con la barca batida por las olas, “calmará la
tempestad y habrá gran bonanza” (Mt 8, 26).
Si de veras, siguiendo las huellas de Cristo, único camino que conduce al Padre, buscamos a
Dios en todo; si procuramos desprendernos de todo para no tener más voluntad que la del Señor; si,
cuando el Espíritu de Jesús nos habla, no muestra repugnancia la voluntad, ni resiste a sus
inspiraciones, antes se inclina dócilmente, adorándole, entonces estemos seguros de que la
abundancia de la paz reinará en nosotros íntima y profundamente, porque “la paz inunda los corazones
de los que aman, Señor, tu ley” (Sal. 118, 165). En cambio, las almas que no se entregan totalmente
al Señor y no reducen todos sus deseos a la unidad mediante esta donación total no podrán gustar la
verdadera paz. Están divididas y vacilan entre sus propios deseos y la voluntad de Dios, entre la
satisfacción de su amor propio y la obediencia; están, en una palabra, siempre inquietas y turbadas.
“Permanezcamos, pues, siempre unidos a Dios: poseámosle en nosotros mismos. En Él se

1 Apéndice a los Sermones de san Agustín, XXXVII, 6.


2 Enarrat. in psalm. LV, núm. 19. P. L., XXXVI, col. 659.
encuentra en forma estable e inmutable todo cuanto puede ser objeto de nuestro amor”3. La paz sólo
es segura donde el amor es fiel: “Se encuentra la paz imperturbable donde el amor no es abandonado
si él mismo no abandona”4.
Ni aun los pecados pasados pueden turbar al alma arraigada en la paz. Experimentará,
ciertamente, un gran pesar de haber ofendido al Padre celestial, de haber ocasionado la pasión de
Jesucristo y contristado al Espíritu del amor; pero este dolor será sin agitación ni ansiedad, porque
sabe el alma que Jesús es el rescate del pecado, rescate de un precio infinito, que se hizo “propiciación
por todos los pecados del mundo” (1Jn 2, 2), y que ahora “está sentado a la diestra del Padre, siempre
vivo, Pontífice compasivo que intercede por nosotros y es oído siempre” (Hb 7, 25). Nada tranquiliza
al alma contrita como el poder ofrecer al Padre los padecimientos, las satisfacciones y méritos del
Hijo predilecto; nada despierta en ella tanta confianza como el poder tributarle, por medio de Jesús,
gloria y alabanza perfecta. Porque el homenaje de Cristo al Padre es total, adecuado, suficiente; el
alma que se lo apropia se siente profundamente tranquila, porque encuentra en Jesús el medio perfecto
de reparar todas sus culpas y negligencias.
No es tampoco el desaliento lo que puede inquietar al alma, pues sabe algo de “los tesoros
impenetrables de Cristo” (Ef 2, 8). De suyo no puede nada, es verdad, ni tener siquiera un buen
pensamiento; pero se somete al orden establecido por Dios, autor de la vida sobrenatural, y sabe que,
participando de esta vicia, tiene el poder de apropiarse los méritos de Jesús: “Todo lo puedo en Aquel
que es mi fortaleza” (Fil 4, 13); sabe que con. Él, por Él y en Él es “rica con las mismas riquezas de
Cristo, de modo que nada le falta en el orden de la gracia” (1Co 5, 7). Su confianza es inquebrantable,
porque pertenece al que es para ella camino, luz y vida, Maestro por excelencia, Buen Pastor,
Samaritano caritativo, fiel amigo. Nuestro Señor reveló a un alma devota que uno de los motivos que
le inducían a distinguir con tantos favores a santa Gertrudis era la confianza absoluta que ésta ponía
en su bondad y en sus tesoros5.
Finalmente, la muerte misma no podrá turbar al alma que sólo ha buscado a Dios: porque se ha
confiado a aquel que dijo: “El que cree en mí, aun cuando hubiese muerto, vivirá eternamente” (Jn
11, 25). Nuestro Señor es la verdad; pero es también la vida; y nos da la que nunca fenece: “Aun
cuando las sombras de la muerte la envuelvan, el alma permanecerá en paz” (Sal. 22, 4); sabe “a quien
se ha confiado” (2Tim 1, 12), y la presencia de Jesús la asegura contra todo temor.
En uno de sus “Ejercicios” nuestra santa Gertrudis nos muestra la confianza que siente en los
méritos infinitos de Jesús. Pensando en el tribunal divino, cuya imagen se levanta ante ella, apela
conmovida a los méritos del Salvador. “Ay de mí, Señor –exclama–; ay de mí si ante tu tribunal no
tuviera un abogado que por mí respondiera. ¡Oh caridad!, sé tú mi descargo, responde por mí,
alcánzame el perdón. Si te dignas defender mi causa, gracias a ti, salvaré mi vida. Ya sé lo que he de
hacer: tomaré el cáliz de salud, sí, el cáliz de Jesús; lo pondré en el platillo vacío de la balanza de la
verdad; con este mecho supliré lo que a mí me falta: cubriré todos mis pecados. Este cáliz reparará
mis faltas y con él supliré abundantemente mi indignidad”... “Ven conmigo a juicio –dice Gertrudis
al Salvador–; estemos allí juntos; como juez tienes el derecho de juzgarme; pero eres también mi
defensor. Para que sea justificada no tienes más que computar cuanto has hecho por mi amor, el bien
que has resuelto hacerme, el precio exorbitante que pagaste por mí. Tomaste mi propia naturaleza
para que yo no pereciera; llevaste sobre ti el peso de mis pecados y moriste por mí para que yo no
muera de muerte eterna; para enriquecerme con tus méritos me lo has dado todo. Júzgame, pues, a la
hora de la muerte según la pureza e inocencia que me has comunicado en ti al pagar toda mi deuda,
dejándote juzgar y condenar en mi lugar para que, aunque pobre y desprovista de todo, pueda yo
gozar de la abundancia de todos los bienes”6.
Para las almas que tienen estos sentimientos, la muerte no es más que un tránsito; Cristo en
persona les abre las puertas de la celestial Jerusalén, que, con mucho mayor motivo que la terrena,

3 San Agustín, De música, 1. VI, c. 14, núm. 48. P. L., XXXII, col. 1.188.
4
San Agustín, Confes., l. IV, c. 11. Ibid., col. 700.
5 Heraldo del divino amor, l. I, c. 10.
6 Ejercicio séptimo: Reparación por los pecados.
merece ser llamada “la bienaventurada visión de paz”7. Allí no habrá ya más tinieblas, turbación,
lloros ni gemidos; solamente una paz estable y perfecta. “Inaugurada en el alma que comienza a
buscar a Dios, la paz se completa con la plena visión y eterna posesión del Bien inmutable”8.

4. SAN BENITO LO HA ORDENADO TODO EN SU REGLA PARA HACERNOS HALLAR LA PAZ

Pidamos, pues, a Jesús nos dé esta paz, fruto del amor. “Señor –exclamaba san Agustín al final
de sus Confesiones, ese libro admirable en el cual narra cómo había buscado la paz en todas las
satisfacciones posibles de los sentidos, del espíritu y del corazón, sin encontrarla más que en Dios–,
Señor, danos la paz, la paz del séptimo día, la paz que no tiene atardecer. Tú, Señor, que eres el bien
y no careces de ningún bien, estás siempre en reposo, porque eres tú mismo tu descanso. ¿Qué hombre
será capaz de enseñar esto a otro hombre? ¿Qué ángel a otro ángel o a un hombre? Es menester
pedírtelo a ti, buscado en ti, llamando a tu puerta para obtenerlo”. Y el santo Doctor, que había hecho
la experiencia de todas las cosas, que había sentido la vanidad de toda criatura, la fragilidad de toda
felicidad humana, cierra su libro con este grito del alma: “Éste es el solo medio para ser oído, para
encontrar, para que se nos abra”9.
Pidamos, pues, esta misma paz para nosotros, para cada uno de nuestros hermanos que habitan
en nuestra misma Jerusalén espiritual: “Pedid para Jerusalén las cosas que conducen a la paz” (Sal.
21, 6); y esta paz la obtendremos; pero la obtendremos principalmente mediante una actitud espiritual
hecha de adoración, de sumisión, de abandono a nuestro Señor. Tal es, lo repetiré, la fuente de la
verdadera paz, porque tal es el orden establecido por Dios, el único en el que satisfaremos los deseos
más íntimos del alma. El acto de abandono requerido lo hicimos ya el día de nuestra profesión,
dándonos a Jesús para seguirle: “Hemos dejado todo y te hemos seguido” (Mt 19, 27).
Mantengámonos en esta disposición, y gozaremos de paz. La santa Regla está toda ordenada a
procurarnos y conservamos esta paz; y el monasterio donde se vive conforme a la Regla es, ya en este
mundo, una “visión de paz”. Todas las almas que se dejan modelar por la humanidad, la obediencia,
el espíritu de abandono y de confianza, fundamentos de la vida monástica, se convierten en ciudad
de paz.

Nuestro bienaventurado Padre comprendió maravillosamente el plan divino, el orden fijado por
Dios. Nuestras almas fueron creadas para Dios; si no tienden a PI, se ven siempre en continua y
agitada turbación; por esto san Benito no desea que tengamos más que esta única y universal
intención: “Que busquemos de veras a Dios”10. Todo lo reduce a esto: es el centro de su Regla. Con
la unidad de este fin, unifica los múltiples actos de nuestra vida y, sobre todo, unifica los deseos de
nuestra naturaleza, en lo cual se halla, según santo Tomás, uno de los elementos esenciales de la paz:
“Consiste la tranquilidad en el descanso de todos los movimientos apetitivos de un mismo hombre”11.
Nuestra alma se turba cuando es solicitada por deseos provenientes de mil diversos objetos: “Estás
intranquila y turbada por ocuparte en muchas cosas” (Lc 10, 41); mas cuando buscamos únicamente
a Dios con una obediencia de abandono y amor, entonces todo lo encaminamos a la unidad necesaria;
y esto es lo que establece en nosotros la fortaleza y la paz.
Después, penetrando más a fondo en el orden divino, el santo Patriarca nos dice que, fuera de
Cristo, no alcanzaremos nunca este fin, porque sólo Él es el camino que a él conduce. En efecto, al
abrir la Regla, no nos señala otro medio que el amor de Cristo: “A ti se dirige ahora mi exhortación,
quien quiera que seas... te propones militar bajo las banderas de Cristo verdadero Rey”12. Sólo dando
a Cristo la realeza sobre nuestro corazón es cómo seremos verdaderos hijos de san Benito. Y cuando

7 Himno de las Vísperas de la Dedicación.


8 San Gregorio, Moralia Job., l. VI, c. 34. P. L., LXXV, col. 758.
9 Libro XIII, c. 35 y 38. P. L., XXXII, col. 867, 868.
10
Regla, cap. 58.
11 Tranquilitas consistit in hoc quod omnes motus appetitivi in uno homme conquiescunt, II-II, q. 29, a. 1, ad 1, a. 3.
12 Prólogo de la Regla.
el Patriarca se despide de nosotros, repite como consejo apremiante y de gran valor el de no anteponer
nada a Cristo: “Que nada prefieran a Cristo, el cual se digne llevarnos a todos juntos a la vida
eterna”13.
He aquí, en resumen, todo el orden divino expuesto por el santo Legislador con admirable y
vigorosa simplicidad y claridad. Volver a Dios por medio de Cristo; y para manifestar que esta
búsqueda es sincera, absoluta y total, huir del mundo, practicar la humildad, la obediencia amorosa;
tener el espíritu de abandono y confianza, dar preponderancia a la vida de oración, amar al prójimo.
Son las virtudes de que Jesús primeramente nos dio ejemplo. Ejercitándonos en ellas probaremos que
buscamos de veras a Dios, que preferimos a todo el amor de Jesús, y que Él es nuestro solo y único
ideal.
Dichoso el monje que camina por esta senda. Aun en los más grandes sufrimientos, en las
tentaciones más penosas y en las más dolorosas adversidades encontrará luz, paz y gozo, porque en
su alma reinará el orden querido por Dios, y todos sus deseos estarán unificados en el Bien único por
el que fue creada.

… Hoja faltante

13 Regla, cap. 72.

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