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CRISTIANISMO Y TOLERANCIA.

UN ENSAYO DE ACLARACIÓN
CONCEPTUAL

RESUMEN DEL POST:

La primera pregunta no es si necesitamos menos o más tolerancia, sino lo que entendemos por ella.
 Fecha:
29 septiembre 2010, 02.35 PM
 Autor:
Manfred Svensson

CRISTIANISMO Y TOLERANCIA. UN
ENSAYO DE ACLARACIÓN
CONCEPTUAL
La primera pregunta no es si necesitamos menos o más tolerancia, sino lo
que entendemos por ella.

I. Introducción

¿Deben los cristianos ser tolerantes o intolerantes? En el debate público nos vemos
constantemente confrontados con esa alternativa. Pero en lugar de responder lo uno o lo
otro, tal vez debiéramos en respuesta preguntar: ¿deben los cristianos aceptar que el dilema
se plantee en términos tan simplistas? Pues algunos nos dirán que ser intolerantes es un
pecado, y otros nos dirán que bajo la bandera de la tolerancia se esconden muchas cosas
que para un cristiano son precisamente intolerables. Y como ambos pueden en tales
observaciones tener bastante de razón, no podemos responder a secas a la pregunta inicial
con un sí ni con un no: lo que se requiere es aclarar las distintas cosas que se nos puede
estar transmitiendo bajo esta palabra, palabra cuya transformación en los últimos siglos ha
sido asombrosa. En efecto, la tolerancia no sólo ha cambiado en los últimos siglos de
significado, sino además de lugar: de ser una virtud entre muchas, ha pasado a ser
considerada como la virtud fundamental.

¿Qué importancia tiene el hecho de que la tolerancia se haya vuelto la virtud más elogiada?
¿Qué nos dice nuestro uso de esta palabra sobre el resto de nuestra vida y sobre cómo
pensamos respecto de la moralidad? Para situarnos ante el problema precisemos bien cuál
es la situación actual. Y lo primero que hay que decir es que lo nuevo no es la existencia de
la tolerancia. De tolerancia se habla ya en la Biblia. A veces es llamándonos a
ser menos tolerantes, como cuando Habacuc (1:13) pregunta “¿Por qué entonces toleras a
los traidores? ¿Por qué guardas silencio mientras los impíos se tragan a los justos?” Otras
veces se nos llaman, en cambio, a ser más tolerantes: “siempre humildes y amables,
pacientes, tolerantes unos con otros en amor” (Ef. 4:2), “de modo que se toleren unos a
otros y se perdonen si alguno tiene queja contra otro” (Col. 3:13). Pero a nadie se le
ocurriría decir que la tolerancia es para la Biblia la virtud fundamental: decenas de virtudes
parecen ahí ser más importantes: “los asuntos más importantes de la ley, tales como la
justicia, la misericordia y la fidelidad” (Mt. 23:23). En el escenario actual, en cambio, nos
encontramos con la tolerancia no sólo convertida en la principal de las virtudes, sino en una
virtud que en apariencia se podría tener aunque no se tenga las restantes: se nos llama a ser
tolerantes, pero no como parte de un llamado más general a ser justos, misericordiosos o
fieles, sino con una tolerancia que parece autosuficiente para solucionar todos los
problemas de la vida humana.

De la mano de esto ha crecido también la lista de cosas que deben ser toleradas. Pero en
medio de eso nos encontramos con que todo el mundo sigue reconociendo que hay cosas
que no pueden ser toleradas. Esto se da a niveles distintos: puedo decir que es intolerable la
hipocresía, y eso es un modo enfático de señalar mi disgusto por los hipócritas; pero aunque
todos abominemos de la hipocresía, no pedimos que haya sanciones para los hipócritas:
aunque califiquemos de intolerable la hipocresía, en realidad es un tipo de mal ante el que
precisamente tenemos que practicar la tolerancia, reservando la intolerancia para algunos
males peores. Porque los hay: si digo que el abuso a menores es intolerable, no sólo estoy
diciendo que es algo difícil de soportar, sino que estoy diciendo que sus autores deben ser
castigados. Si esto es así, entonces parece que al menos estamos de acuerdo en lo siguiente:
una sociedad necesita bastante tolerancia para subsistir (incluso soportando cosas que a
primera vista parecen intolerables, como la hipocresía), pero –tal como una familia- no
puede subsistir tolerándolo todo, tiene que tener algunos puntos en los que no sólo no
soporta, sino que proscribe ciertos actos y a sus autores.
Hay pues mucho mal que debe ser tolerado, y algunos males que no. Tener claridad al
respecto ya es una gran cosa, aunque siga estando abierta la muchas veces urgente pregunta
respecto de exactamente cuán tolerante hay que ser. Al llegar a tal pregunta algunos
acostumbran plantear las célebres “paradojas de la tolerancia”: que una tolerancia ilimitada
acabaría permitiendo la existencia de los intolerantes, los cuales acabarían con la tolerancia.
Cierto. Pero creo que ésa es la parte menor del problema. Pues si nos limitamos a notar eso,
nuestra inquietud se mantiene en el nivel de los distintos grados de tolerancia, como si el
problema principal fuera de cantidad, de un más o un menos. Lo que a continuación
intentaré sostener es que en lugar de preocuparnos tanto por los grados de tolerancia,
haremos mejor en partir volviéndonos conscientes de que hay distintas concepciones de la
tolerancia, versiones rivales de lo que debamos entender bajo ella. Que hay tal variedad de
comprensiones de lo que la tolerancia es se puede constatar muy fácilmente: basta mirar
con qué rapidez la gente necesita ponerle adjetivos como “verdadera” tolerancia, para ver
que estamos en un estado de confusión. Nunca hablamos de “verdadero” respeto, pues no
necesitamos hacerlo: sabemos lo que es el respeto, sólo nos falta practicarlo. Pero
si no sabemos lo que es la tolerancia, es más urgente buscar claridad al respecto que llamar
a practicarla. De lo contrario no sabremos a qué es que estamos llamando, y eso es un juego
peligroso.
II. Mateo 13, Agustín y la concepción cristiana tradicional

Preguntémonos para comenzar cómo entendían los primeros cristianos la tolerancia. Hay
por supuesto algunos llamados bíblicos a la misma, como hemos visto. En ese mismo tono
algunos tempranos escritores cristianos llamaban a la mutua tolerancia que permite
mantener entre hermanos el vínculo del amor[1], y hablaban también de la virtud de la
tolerancia como algo que se fortalece mediante las pruebas y persecuciones[2]. Pero eso
todavía no equivale a una teoría de la tolerancia, sino que son más bien llamados a resistir.
Mucho más decisivo es un texto bíblico que si bien no usa la palabra tolerancia, se volvería
canónico para casi toda la tradición cristiana en torno a este problema: Mateo 13. ¿Qué
ocurre en dicho texto? En una de las parábolas por las que Cristo expone lo que es el Reino
de Dios, un hombre ha sembrado trigo, seguido en la noche de su enemigo que en el mismo
campo siembra cizaña. ¿Deben sus sirvientes arrancar la cizaña? Así piensan la mayoría de
los que tienen a su cargo un campo: hay que arrancar rápidamente la maleza, para asegurar
una buena cosecha. Pero Jesús está pensando de otro modo: le preocupa que, en medio de
tan apurado arrancar maleza, se arranque también trigo. Y así llama a los discípulos a
esperar hasta la siega al final de la historia. Vale la pena tener este texto a la vista:

Les refirió otra parábola diciendo: El reino de los cielos es semejante a un hombre que
sembró buena semilla en su campo; pero mientras dormían los hombres, vino su enemigo y
sembró cizaña entre el trigo, y se fue. Y cuando salió la hierba y dio fruto, entonces
apareció también la cizaña. Vinieron entonces los siervos del padre de familia y le dijeron:
Señor, ¿no sembraste buena semilla en tu campo? ¿De dónde, pues, tiene cizaña? El les
dijo: Un enemigo ha hecho esto. Y los siervos le dijeron: ¿Quieres, pues, que vayamos y la
arranquemos? El les dijo: No, no sea que al arrancar la cizaña, arranquéis también con ella
el trigo. Dejad crecer juntamente lo uno y lo otro hasta la siega; y al tiempo de la siega yo
diré a los segadores: Recoged primero la cizaña, y atadla en manojos para quemarla; pero
recoged el trigo en mi granero (Mateo 13:24-30).

Aquí no aparece la palabra tolerancia, y puede parecer curioso que éste sea entonces el
texto capital en la discusión de los siglos siguientes sobre este concepto[3]. Pero no nos
debiera causar mucha extrañeza: el mal está identificado, los siervos están dispuestos a
sacar la cizaña y tienen la capacidad para hacerlo, pero el señor quiere evitar que esto traiga
consigo otro mal mayor, y los llama por tanto a esperar hasta la cosecha final. Pero eso
significa precisamente que entretanto hay un llamado a tolerar. Si aquí nace la clásica
visión cristiana de la tolerancia, conviene precisar muy bien en qué consiste. Y un modo de
lograr tal precisión es viendo cuáles podrían ser los sinónimos del término. Un texto de
Agustín de Hipona –uno de los grandes comentadores de Mateo 13- servirá para ilustrar
esto con claridad:

Sea que nombremos la paciencia (patientia), el soportar (sustinentia) o la tolerancia


(tolerantia), con estos distintos términos se designa una misma cosa. […] La paciencia no
parece ser necesaria en las situaciones de prosperidad, sino en las de adversidad. Nadie
tolera pacientemente algo que deleita, sino que cualquier cosa que toleramos, cualquier
cosa que llevamos pacientemente, es dura y amarga, y por ello no es necesaria la paciencia
en la felicidad, sino en la infelicidad[4].

La tolerancia es aquí claramente presentada como una virtud -es verdad que no debemos ser
intolerantes- pero un tipo muy específico de virtud, una virtud para lidiar con males. Ante
éstos hay que tener tolerancia, pero dicha tolerancia es sinónimo de paciencia, no de
“apertura”. La cizaña, por ejemplo, es claramente identificada como un mal; no es del
escepticismo sobre el bien y el mal que nace la tolerancia. Y precisamente porque se trata
de males claramente identificados como tales se trata de tolerarlos, no de fomentarlos.
Agustín puede hablar, como cualquier hombre del siglo XXI, sobre la importancia de
“tolerar a los que opinan distinto”[5]; pero eso no es un llamado a ser “abiertos” de un
modo indiscriminado, sino que se trata de una actitud de aguante, de paciencia,
precisamente ante cosas distinguidas como malas. Como dice en las Confesiones, “¿quién
hay que guste de las molestias y trabajos? Tú mandas tolerarlos, no amarlos. Nadie ama lo
que tolera, aunque ame el tolerarlos. Porque, aunque goce en tolerarlos, más quisiera, sin
embargo, que no hubiese qué tolerar”[6].
Pero esto nos abre la mirada a otro aspecto del pensamiento de Agustín. Imagínese por un
segundo que alguien dijera que la paciencia es la principal de las virtudes. Esto no nos
convence: sabemos que la paciencia es importante, pero nadie podría vivir de mera
paciencia. Algo más fundamental tiene que dar sustento a la paciencia, a la tolerancia.
Tolerar el mal requiere de muchas cualidades, como precisamente el amor a los tolerados,
un reconocimiento de las limitaciones de nuestra perspectiva (el riesgo de arrancar trigo) y
la confianza en el control que Dios (cuyos ángeles harán la cosecha final) tiene sobre el
curso de la historia. Quien quiera fomentar la tolerancia, entendida como la hemos estado
explicando aquí, tendrá pues que poner tanto mayor énfasis en fomentar estas otras
cualidades que hacen posible la tolerancia. Pues ella es una virtud, pero una virtud
dependiente de otras muchas virtudes y creencias.

Esta posición de Agustín -la tolerancia como una virtud dependiente y específicamente
centrada en lidiar con males- fue por siglos la posición predominante entre los cristianos[7].
Para seguir su huella basta con leer lo que cualquier hombre entre Agustín y el siglo XVII
habría escrito al comentar Mateo 13: hombres tan distintos como Tomás de Aquino y
Lutero escriben virtualmente lo mismo[8]. Calvino comenta el mismo pasaje quejándose de
quienes tienen un celo excesivo por la pureza y que “como la pureza absoluta no se
encuentra en parte alguna, se apartan de la Iglesia de un modo desordenado, o la subvierten
y destruyen mediante una severidad irracional”[9]. En tales palabras encontramos a un
Calvino más “tolerante” del que se nos suele presentar. Pero una vez más hay que levantar
una advertencia contra la simple aplicación del título de “tolerante” o “intolerante”. Pues es
fácil ver lo alejado que Calvino se encuentra de la concepción moderna de tolerancia si
preguntamos qué representa para Calvino la cizaña en la parábola. Pues se apura en afirmar
que son las malas obras, y de ningún modo la mala doctrina –pues ésta es intolerable. Es
“en relación a la moral -nos dice- que hay que aguantar aquellas caídas de los hombres que
no sea posible corregir; pero no tenemos libertad para extender tal tolerancia a los errores
doctrinales”[10]. Virtualmente cualquier moderno -sea eximio pensador o “hombre de la
calle”- piensa lo contrario: que debemos tener libertad para pensar y creer lo que queramos,
que el límite a la tolerancia debe introducirse recién en el campo de la moral. Tamaño
contraste nos obliga ya a pasar a revisar cómo nació la concepción moderna de tolerancia y
cómo se distingue de la concepción que aquí hemos esbozado.
III. El nacimiento de la concepción liberal de tolerancia

¿Cómo caracterizar la noción moderna de tolerancia que surge en contraste con todo lo que
hemos visto? Una definición sería arriesgada, y podría dar la impresión de caricatura. Pero
dirigir la mirada a sus orígenes puede ser clarificador. El lugar al que hay que dirigirse
entonces es fuera de toda duda la obra de John Locke. Su Carta sobre la Tolerancia tiene
toda la apariencia de ser poco revolucionaria cuando es leída hoy: básicamente parece decir
que la fe es una cuestión voluntaria, que Dios no quiere hipócritas, que el Estado y la
Iglesia tienen tareas distintas y separadas, etc. Todo esto en un tono perfectamente piadoso.
Y si se añade que el autor escribe por la misma fecha un libro titulado Razonabilidad del
Cristianismo, parece que estaríamos ante un hombre que precisamente por su inspiración
cristiana promueve la tolerancia. Parecería que el cristianismo estaría tras siglos dando por
fin su fruto maduro, tras ser malentendido por 17 siglos. Eso es, en efecto, una manera
común de entender a Locke y de entender la historia de la tolerancia. Yo dudo
profundamente que una lectura detenida arroje ese resultado[11].

Y la primera página de la Carta sobre la Tolerancia tiene un elemento suficientemente


poderoso como para remecer dicha lectura:

Dado que me escribes preguntando por mis pensamientos respecto de la tolerancia de los
cristianos en sus distintas profesiones de religión, debo escribirte abiertamente que
considero tal tolerancia ser la principal nota de la verdadera iglesia. Porque aquello de lo
que la gente se jacta: la antigüedad de sus lugares y nombres, la pompa de su alabanza
externa; otros el carácter reformado de su disciplina; o todos, la ortodoxia de su fe (pues
todos son ortodoxos para sí mismos) –todo esto, y otras cosas de la misma naturaleza, son
notas distintivas más bien de hombres que buscan poder y dominio sobre otros que notas de
la iglesia de Cristo. Por fuertemente que se reclame esto, si alguien está destituido de
caridad (caritas), mansedumbre (mansuetudo) y benevolencia (benevolentia) hacia toda la
humanidad, incluso para con aquellos que no son cristianos, ciertamente está lejos de ser un
cristiano[12].

Esto puede parecer razonable. Pero si se atiende bien a los detalles, todo ha cambiado en
comparación con Agustín. De partida, en este texto la tolerancia pierde su carácter
secundario o dependiente, para volverse “la principal nota de la verdadera iglesia”. Pero
además de esto, es redefinida de modo indirecto: de hecho es extremadamente útil (y
llamativo) que tanto Agustín como Locke nos hayan dejado una lista expresa de cosas que
consideran sinónimas con tolerancia. Si en Agustín era el soportar y la paciencia, en Locke
es caridad, mansedumbre y benevolencia. De la lista dada por Locke Agustín sólo habría
considerado la mansedumbre como posible sinónimo de la tolerancia. El amor y la
benevolencia, en cambio, podrían ser condiciones necesarias para la tolerancia, pero no
sinónimos de la misma. ¿Por qué no? Precisamente porque el amor y la benevolencia no se
dirigen con exclusividad a cosas que percibimos como malas. En Agustín hemos hablado
de la tolerancia como una virtud que requiere del amor como soporte, pero que no es
idéntica con el amor. Aquí, en cambio, ha sido derechamente identificada con el amor
(caritas): no es una consecuencia del amor, sino un sinónimo de él. Pero así la tolerancia
pierde su especificidad: si es idéntica con la benevolencia o el amor, no se ocupa solo de
males; así se abre la brecha por la que la palabra tolerancia acaba significando cosas como
“apertura” o “respeto”. Pero esa brecha lo que hace es alejarnos del lenguaje cotidiano.
Nunca diríamos que “toleramos” a nuestros amigos, sino que toleramos, por ejemplo, su
impuntualidad. Si un matrimonio dice que en su hogar se practica la tolerancia, diríamos
que eso está muy bien; pero si marido y mujer nos dicen que se toleran, diríamos que están
muy mal: lo que necesitan es amarse, no tolerarse: amarse para poder tolerar sus
respectivos errores. Podemos decir que toleramos el volumen de la radio, pero sería
absurdo declararnos “abiertos” o “respetuosos” al respecto: nuestro lenguaje nos obliga a
entender la tolerancia con la especificidad que hemos visto en Agustín y el resto de la
tradición premoderna.

Por el camino de Locke, en cambio, no tarda en ocurrir que de hecho se abandone la


búsqueda de tolerancia para iniciar la búsqueda de algo más que ella. Porque el escenario
actual no sólo tiene las dos versiones rivales de tolerancia que hemos visto hasta aquí, sino
que bajo el mismo título de tolerancia se presenta la idea de que hay que promover la
diversidad (la cual obviamente no es vista como un mal). Ya Goethe proponía esto como
programa: “la tolerancia debiera ser una disposición pasajera: debe conducir al
reconocimiento. Soportar es insultar”[13]. Con estas palabras Goethe demuestra que
comprende perfectamente el modo clásico -agustiniano- de hablar, para el cual la tolerancia
siempre hace referencia a males: decir a alguien que lo toleramos es insultarlo; pero al
mismo tiempo que Goethe entiende esto, llama a ir más allá: no a tolerar, sino a
“reconocer”. Ese llamado ha sido ampliamente seguido, y hoy gran parte del discurso
político consiste en el fomento de “políticas del reconocimiento”, políticas de “no
discriminación”. ¿Qué actitud deben tener los cristianos ante tales políticas? Este puede no
ser el lugar para discutirlo[14], pero creo que hay una cosa que sí vale la pena afirmar aquí:
que sea cual sea la actitud que tomemos ante tales políticas, haremos bien en rechazar que
sean promocionadas como mera “tolerancia”. Para saber si uno puede en conciencia
aprobar una determinada política, las políticas de tolerancia deben ser presentadas como
tales, y también las políticas de reconocimiento como lo que son. Para ponerlo en el
contexto actual: es distinto que se pida tolerancia para la homosexualidad y que se pida
“reconocimiento” de la misma. Tengamos, al menos, la claridad de Goethe.

Hasta aquí tenemos dos rasgos que caracterizan a la noción moderna de tolerancia: pasa a
ser la virtud principal, que no parece requerir de un entramado de otras virtudes; y ya no es
paciencia ante males -de hecho empieza a funcionar con prescindencia de la idea de bienes
y males. Pero hay más rasgos, y uno muy llamativo (y muy ignorado) es el minimalismo
doctrinal de la tolerancia moderna: los grandes constructores de la concepción moderna de
tolerancia fueron enemigos declarados de cualquier cuerpo robusto de doctrinas. Locke no
cansa de quejarse de los “montones de artículos” de las iglesias, y el programa central de su
tratado sobre la Razonabilidad del Cristianismo no es mostrar que el cristianismo es
racional (rational), sino que es razonable (reasonable) en este sentido: que no tiene muchas
doctrinas, que no es muy exigente. En realidad habría un sólo dogma: Jesús es el Mesías.
¡Qué razonable! ¿Además es Dios? Tal pregunta ya es complicación innecesaria: la Carta
sobre la Tolerancia termina redefiniendo la noción de herejía, declarando hereje a
cualquiera que quiera “sobreedificar” respecto de la doctrina mínima esencial. Pero no es
sólo Locke quien piensa así. Entretanto en el continente Spinoza hacía lo mismo en
su Tratado Teológico-Político: para fundamentar la tolerancia reduce toda la doctrina a la
existencia de un Dios único, bueno, al cual hay que agradar con justicia y caridad. ¿Para
qué tal reducción de las doctrinas? Porque así “no queda lugar alguno para las
controversias”[15]. Pero esto es muy significativo: significa que la tolerancia para los
modernos no es un modo de actuar en los conflictos, sino un intento por hacer que no pueda
haber conflictos: es una pieza en un proyecto de neutralización, en el que se busca que sólo
quede un pequeño núcleo de cosas en las que estemos todos de acuerdo y sobre lo restante
se guarde silencio o sea privatizado[16].

La idea que está detrás es el simple dogma de que una controversia nunca puede ser
provechosa, que nunca unos podrán convencer a otros o aprender de ellos. De hecho, en
casi todos los teóricos modernos de la tolerancia encontramos lo que podríamos llamar “el
mito del conflicto doctrinal insoluble”. Mientras que hasta el siglo XVII todos los autores
insistían en que la iglesia y el mundo siempre van a ser cuerpos mixtos, de buenos y malos,
de trigo y cizaña, y que no hay que esperar una iglesia empíricamente pura, en el siglo
XVII los autores ya no son tan escépticos respecto de la reforma moral de la humanidad.
Pero en lugar de eso se han vuelto escépticos respecto de las posibilidades de acuerdo
doctrinal: todos los autores del periodo se apuran en afirmar que los conflictos doctrinales
son insolubles: “no hay juez –escribe Locke-, ni en Constantinopla ni en ninguna otra parte
de la tierra, por cuya sentencia pueda dirimirse este pleito”[17]. Se dice hoy que “sobre
gustos no hay nada escrito”, pero ya desde el siglo XVII nos están simultáneamente
intentando convencer de que todo es cuestión de gusto. En palabras de Spinoza: “existe
tanta diferencia entre las cabezas como entre los paladares”[18]. El papel que este mito
desempeña es el de inhibir la discusión de ideas, mediante el prejuicio de que tal discusión
siempre será infructuosa. La tolerancia consiste entonces en mejor callar sobre esos objetos
de discordia, adherir a un dogma mínimo no controversial, y creer que en eso consiste el
amor.

Con estos pocos rasgos ya tenemos una caracterización medianamente completa de la idea
moderna de tolerancia, y el contraste con la visión clásica de la misma salta a la vista por
todas partes. Pero al cerrar esta sección hay que hacer una observación que vuelve todo esto
muy actual. En el siglo XVII todo lo que hemos visto tiene que ver con la tolerancia de
otras religiones. Hoy la verdad es que una discusión sobre eso es muy inusual, pues se
discute más bien sobre diversidad moral. Pero lo llamativo es cómo se repiten los patrones
de argumentación. Para nuestros contemporáneos es precisamente en el campo moral que
parece valer todo esto: la tolerancia es considerada la virtud central (no es la característica
esencial de la iglesia verdadera, pero sí de la gente civilizada), es una virtud aislada (nunca
se discute sobre qué otra virtud es necesaria para poder llegar a ser tolerante), es en grado
sumo neutralizante (ocultando que de hecho todos tenemos una posición, una toma de
partido), es minimalista (rechaza lo que le parezcan versiones globales o “comprehensivas”
sobre el bien, pero cree que en los derechos humanos hay un mínimo evidente que todos
tienen que respetar), y niega por principio que pueda ser posible llegar a un acuerdo en la
comprensión del hombre, del mundo o de Dios (su escepticismo no es resultado de una
discusión fallida, sino punto de partida que bloquea cualquier discusión futura). Con eso
estamos en nuestro tiempo, y es hora de evaluar cómo comportarnos ante estas
concepciones rivales de la tolerancia.
IV. La tolerancia en el discurso cristiano

Para un lúcido crítico de la modernidad como Nietzsche, la palabra tolerancia pasó a


significar nada más que indiferencia, “el miedo a juzgar”[19], la “desconfianza respecto de
los propios ideales”[20]: esta “floja paz, este cobarde compromiso”, “<perdona> todo
porque es <comprensivo> con todo”[21]. No son las palabras de un cristiano conservador,
sino de Nietzsche, que desprecia la tibieza de la tolerancia moderna que hemos reseñado.
Pero así nos encontramos en la curiosa situación en que muchos cristianos parecen hablar
igual que Nietzsche, abominando de la palabra tolerancia porque la ven como bandera del
liberalismo o porque ven la palabra como un síntoma de una época de indefinición moral.
Pero por lo que hemos visto aquí no hace falta llegar con Nietzsche a esa conclusión,
precisamente porque no hay necesidad de adherir al concepto moderno de tolerancia,
habiendo uno anterior mucho más preciso y acorde con nuestro lenguaje cotidiano. Si
tenemos en mente dicho concepto premoderno de tolerancia, los cristianos sin duda
podemos llamar a la tolerancia. Es más, podemos decir que ésta es muy importante,
precisamente porque sabemos de la maldad del corazón humano, de cuánto otros tendrán
que soportar en nosotros mismos y nosotros en ellos. Pero al mismo tiempo el recuperar tal
noción precisa de tolerancia nos obligará a corregir parte de nuestro propio vocabulario
actual: las iglesias tendrán que dejar, por ejemplo, de pedir libertad religiosa apelando a la
tolerancia; pues pedir ser tolerado es reconocerse como malo.

Pero si los defectos de la visión moderna son los que hemos señalado, eso contiene una
advertencia importante respecto de cómo no es recomendable responderle. Es muy fácil
hacer una versión “cristianizada” del mismo proyecto moderno, intentando defender al
cristianismo en nombre de la apertura, llamando a defender ciertos mínimos morales,
evitando las discusiones doctrinales porque serían “insolubles” y dañinas para la unidad de
la iglesia ante sus desafíos actuales, en suma llamando a un cristianismo “práctico” y
“sencillo”. Esto, notémoslo bien, es una posición frecuente hoy: se nos dice que el mundo
ha empeorado, y que por tanto los cristianos debieran dejar de lado todo conflicto doctrinal
entre sí para unir fuerzas en torno a la defensa de ciertos “valores” amenazados. Pero es en
verdad sorprendente la medida en que esto replica el discurso de los padres del liberalismo:
se difunde la idea de que las antiguas divisiones fueron por cosas sin importancia, se cree
que ahora hay que tener una amplia concordia en torno a ciertos desafíos prácticos, y dichos
desafíos prácticos se presentan en una versión minimalista: son un conjunto muy limitado
de problemas, no se trata de unirse para mostrar una visión cristiana de toda la realidad.
Pero con esto en gran medida se ha caído en el juego del adversario: se cree estar en una
posición “conservadora” –en el sentido de fiel al depósito de la fe- pero en realidad se está
haciendo una versión conservadora del liberalismo. Un cristianismo “práctico” y “sencillo”
es el proyecto que en el siglo XVII levantaron los enemigos del cristianismo, no sus
defensores.

Creo que una respuesta cristiana a la situación –sobre todo si está pensada como una
respuesta a largo plazo- tendrá que ser más bien una subversión de raíz de este modo de
pensar. ¿En qué consistiría tal subversión de raíz? Si seguimos punto por punto lo que
hemos visto, parecería ser necesario algo como lo que sigue. En primer lugar, deberemos
reconocer la tolerancia como una virtud secundaria. Esto no significa “sin importancia”;
como cristianos podemos afirmar que es sumamente importante saber tolerar, saber cargar
con males que nos encontramos en el camino, incluso debiéramos ser más tolerantes que
otros, por cuanto sabemos más sobre la radicalidad del mal. Pero la tolerancia sí es
secundaria en el sentido de ser dependiente de otras virtudes, inserta en un entramado en el
que hay cosas más importantes que ella. En segundo lugar, debemos defender de modo
lúcido la función específica de la tolerancia: ella no es “apertura” (término que no hace
referencia a bien ni mal), ni tampoco “respeto” (actitud que tenemos precisamente ante lo
bueno, digno de respeto): tolero la impuntualidad de mis amigos, no la respeto, y
ciertamente no soy “abierto” respecto de ella. De hecho, en ese mismo razonamiento
descubro que hay cosas más importantes que la tolerancia: el respeto a mis amigos, por el
que tolero sus errores. En medio de su tolerancia los cristianos deben dar en todo tiempo
testimonio de que hay cosas más importantes que la tolerancia. En tercer lugar, debemos
abandonar todo intento por usar el lenguaje de la tolerancia como mecanismo para huir de
los conflictos. El mundo moderno lo ha hecho de diversos modos: mediante la idea de un
mínimo moral evidente, al cual habría que atenerse estrictamente pero sin “sobreedificar”
nada respecto del mínimo, o bien mediante la idea de que los conflictos sobre visiones de
mundo son insolubles. Nosotros debemos entrar en la escena con conciencia de que todo -
tanto las visiones de mundo completas como los proyectos “mínimos”- es y será objeto de
controversia, pero que muchas veces dentro de esa controversia hay avances, hay
conversiones. Mientras dura el conflicto podemos con toda confianza intentar atraer a los
hombres no a ciertos mínimos, sino a una visión completa de la realidad.

Los cristianos estamos llamados a ser pacificadores. Uno de los aspectos del reino de paz
por cuya venida oramos y que ya está presente entre nosotros se manifiesta en que por
ahora toleremos muchos males que nos asedian. Pero hay una cosa que no debemos tolerar:
una falsa retórica sobre la tolerancia. Porque el discurso actual, una vez que lo hemos
entendido, es simplemente intolerable. Bueno, en realidad no: hay que tolerarlo como un
mal muchas veces inevitable, pero hacer todo lo posible por desenmascararlo. Entretanto,
mientras ese discurso es el más difundido también entre nosotros, creo que sería muy
importante no hacer llamados a la tolerancia si no tenemos claras estas concepciones rivales
de la misma. Llamar, sin ninguna explicación ulterior, a la tolerancia, dentro y fuera de las
iglesias, cuando en realidad existen concepciones rivales de la tolerancia, es no saber a lo
que se está llamando. En tal contexto tal vez sea mejor por un tiempo hacer los llamados
que corresponda mediante sinónimos. Llamar, según corresponda, a veces a la paz, a veces
al respeto, a veces a la paciencia. Una claridad así de sencilla nos puede venir bien, y
también la claridad se encuentra entre los múltiples prerrequisitos de los que la tolerancia
depende.

[1] Cipriano, De Bono Patientiae 15.


[2] Tertuliano, De Fuga in Persecutione 2, 8.
[3] Al respecto cf. Bainton, Roland. “The Parable of the Tares as the Proof Text for
Religious Liberty to the End of the Sixteenth Century” en Church History 2, 1932. pp. 67-
89.
[4] Agustín, Sermo 359a, 2.
[5] Agustín, De baptismo. VII, 54, 103.
[6] Agustín, Confesiones X, 28, 39.
[7] Por supuesto esto tiene también un lado oscuro: Agustín (cartas 93 y 185) puede ser
considerado como el primer teórico de la Inquisición, en cuanto sacó la conclusión de que
esta gran tolerancia dentro de la Iglesia debe ser acompañada de intolerancia hacia el
que rompe con ella: los donatistas, al salirse de la Iglesia por no tolerar la existencia de
“cizaña”, se revelan como intolerantes que según Agustín deben por tanto ser perseguidos,
también mediante la fuerza militar del imperio, para “obligarlos a entrar” (Lc. 14:23) de
regreso a la Iglesia. En este tipo de argumentación, por cierto, lo siguió no sólo toda la
Edad Media, sino también los reformadores protestantes. Pero esto, como aquí busco
sostener, no nos dice nada sobre la validez o invalidez de su concepción de la tolerancia, y
parece perfectamente plausible que se pueda adherir a ella sin sacar las conclusiones que él
sacó.
[8] Compárese, por ejemplo, la Lectura Super Mattheum de Tomás de Aquino y el sermón
de Lutero sobre Mateo 13 en WA 52: 130-135: ambos textos están compuestos a partir de
exactamente las mismas citas de Agustín.
[9] Calvin, John. Commentary on a Harmony of the Evangelists, Matthew, Mark, and
Luke vol. 2 p. 119 (reimpresión Calvin’s Commentaries vol. XVI Baker Books, Grand
Rapids, 2005.
[10] Ibid., pág. 120.
[11] Sobre lo que sigue me he extendido más en “Philipp van Limborch y John Locke. La
influencia arminiana sobre la teología y noción de tolerancia de Locke”
en Pensamiento (España) 244, 2009, pp. 261-277.
[12] Cito de la edición de Raymond Klibansky, John Locke. Epistola de Tolerantia/A
Letter on Toleration Clarendon Press, Oxford, 1968. Aquí pág. 58. Hay buena traducción al
castellano en Ensayo y Carta sobre la Tolerancia Alianza, Madrid, 1999.
[13] Goethe, Maximen und Reflexionen en Werke vol. VI, 507. Frankfurt, Insel, 1981.
[14] Lo he discutido brevemente en “Las iglesias evangélicas ante la discriminación”
en www.estudiosevangelicos.orgagosto 2008.
[15] Spinoza, Tratado Teológico-Político Alianza, Madrid, 1986. p. 314.
[16] El texto clásico sobre la historia de neutralizaciones de la modernidad es el de Carl
Schmitt, “La época de las despolitizaciones y de las neutralizaciones” en Schmitt. El
Concepto de lo Político.
[17] Locke, Epistola de Tolerantia, pág. 83.
[18] Spinoza, Tratado Teológico-Político, pág. 409.
[19] Nietzsche. Nachgelassene Fragmente 1885-1887, DTV, München, 1988. pág. 275.
[20] Nietzsche. Nachgelassene Fragmente 1880-1882, DTV, München, 1988. pág. 477.
[21] Nietzsche. Antichrist DTV, München, 1988. pág. 169.

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