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Jordi Nieva-Fenoll
La justicia, como todas las instituciones en general, se mueven públicamente con una
cierta mística, tanto más exagerada cuanto más insustancial es su fondo. Esa mística es
tan necesaria como el atrezo para los actores. Sin ella, nadie cree lo que ve. Es como si
necesitáramos olvidar, absurdamente, que detrás de cualquier obra humana hay
simplemente personas, con los mismos defectos que nosotros mismos. Mucho ganaría la
democracia si prescindiéramos de los atrezos en beneficio de un mejor conocimiento
ciudadano de las instituciones y su funcionamiento.
Con la justicia, esa mística es muy delicada. El juez tiene la última palabra sobre nuestros
conflictos, a fin de resolverlos. Por ello existen la independencia e imparcialidad, y
para conseguirlas no son suficientes unas togas, medallas y puñetas bordadas que, por
cierto, pertenecen a tiempos muy pretéritos por fortuna superados. Necesitamos que en
sus decisiones no podamos intuir la influencia de nadie, y ni siquiera de sus propios
prejuicios o querencias.
Cuando se olvida lo anterior, la justicia va desnuda, por gruesas y preciosistas que sean
las togas que la vistan. Muchos lo murmurarán, pero hasta que no sucede algo inaceptable
que hace exclamarse al más inocente y gritar la realidad, parece como si nada sucediera.
El emperador sigue su desfile adelante, desnudo, mientras alguien recomienda a la
muchedumbre que siga circulando. Es decir, que se calle y se vaya de allí.
BUENOS MAGISTRADOS
La justicia española está bien surtida de magníficos jueces que respetan los derechos
humanos, se crea o no. Los datos a este respecto son bien claros y conviene no falsearlos
con finalidades políticas, arrimando el ascua a la propia sardina haciendo del caso
excepcional la regla general, porque eso es una falacia.
Sucede, sin embargo, que dicha justicia tiene tres problemas. El primero, el
nombramiento de los vocales del Consejo General del Poder Judicial,
extraordinariamente influido por la política y esta, a su vez, por los poderes fácticos, sobre
todo por los poderes económicos. Esos vocales designan con más o menos trabas a los
jueces de los altos tribunales, lo que provoca el riesgo cierto de que esa falta de
independencia de origen de los vocales, se traslade a esos jueces. A partir de ahí, hablar
de independencia se hace realmente arduo. El desgraciado caso de las hipotecas, con
independencia del fondo del asunto -en el que no entro-, ha disparado las alarmas
ciudadanas.
VARAPALOS EUROPEOS
En cuanto al independentismo catalán se pueden recordar las sentencias del antiguo 'caso
Bultó', o la de las detenciones a indepentistas catalanes con ocasión de las Olimpiadas de
1992, o la más reciente por la quema de fotos del Rey. Todos esos casos tienen sus matices
y no puede decirse, en absoluto, que cada vez que el Tribunal Europeo de Derechos
Humanos condena a España sea por temas relacionados con el independentismo. Pero la
repetición de condenas relacionadas con ese asunto no debería pasarse por alto y habría
que estudiar con serenidad sus causas. Sea como fuere, la ideología política de un juez no
debe trascender a las desiones judiciales, y hay que hacer todo lo posible para desterrar
cualquier atisbo de sospecha en este tema.
Lo doloroso del caso es que no son una mayoría los jueces con un sesgo tan conservador
que les condicione en sus sentencias. En realidad son muy pocos, pero hacen un ruido
tremendo. Igual que ni siquiera todos los vocales del Consejo General del Poder
Judicial, pese a su defectuosa designación, padecen después una merma de su
independencia. Y, sin duda, la mayoría de jueces aprobó las oposiciones con pleno
merecimiento. Pero hay que poner solución a las sospechas. Es tiempo de reformas, a fin
de que la luz pública refleje debidamente la excelencia y pulcritud de la enorme mayoría
del colectivo judicial.