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Medio

siglo ha transcurrido desde que Ernesto Guevara, más conocido como


el Che, fuese ejecutado por el ejército boliviano tras una fallida incursión
guerrillera en aquel país. A lo largo de estas cinco décadas la figura del
revolucionario argentino ha adquirido una dimensión global. Es, amén de un
referente ideológico, un icono de la cultura contemporánea.
Sus obras están disponibles en multitud de idiomas y se le han dedicado
películas, canciones, poemas y un sinnúmero de murales repartidos por todo
el mundo. En ambientes muy ideologizados es incluso objeto de una suerte
de culto que, en algunos casos, linda con la superstición. Su figura se asimila
a la de valores universales como la solidaridad, la justicia o la libertad. Se le
tiene como libertador de los pueblos oprimidos y mártir de una revolución
siempre pendiente.
Pero, ¿qué hay de cierto en ello?, ¿es el Che Guevara un santo laico tal y
como nos han transmitido las numerosas biografías que se han escrito sobre
él? En el presente libro, el periodista y divulgador histórico Fernando Díaz
Villanueva recorre la vida del guerrillero desde su nacimiento en la próspera
Argentina de los años veinte hasta su violenta muerte en una escuela rural
de una aldea boliviana. Lo hace con un estilo didáctico y ameno sin renunciar
en ningún momento al rigor, que viene avalado por el uso intensivo de la
bibliografía del propio Che Guevara, de informaciones publicadas en la
prensa de la época y de las diferentes investigaciones que se han llevado a
cabo sobre la vida del revolucionario.
Un libro, en suma, desmitificador en el más amplio sentido de la palabra.

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Fernando Díaz Villanueva

Vida y mentira de Ernesto Che


Guevara
Prólogo de Gloria Álvarez

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Titivillus 19.06.18

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Título original: Vida y mentira de Ernesto Che Guevara
Fernando Díaz Villanueva, 2017

Editor digital: Titivillus


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a mi padre, por enseñarme a desconfiar

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PRÓLOGO
La mentira que no cesa
Gloria Álvarez

Cuando una mentira ha sido repetida tantas veces, la única manera de que la
verdad persevere es escribiéndola apasionadamente.
Con el exquisito detalle histórico que lo caracteriza, desde las primeras líneas de
esta obra, Fernando Díaz Villanueva nos revela las entrañas de la familia de Ernesto
Guevara y su curiosa obsesión por ligarse a un pasado aristocrático peninsular que
jamás sucedió. Porque como bien lo señala el autor, Poco importa lo obvio cuando se
trata de cimentar la leyenda.
El lector está frente a la que quizá es la biografía más completa jamás escrita
sobre el mitológico personaje, admirado por quienes lo desconocen y repudiado por
quienes se han tomado el tiempo de investigarlo.
Desde el lujoso estilo de vida de los Guevara en los primeros cuatro años de vida
de Ernesto, hasta el trágico incendio donde su padre lo perdería todo, pasando a los
exclusivos barrios de San Isidro y Palermo en la Argentina de los años 50, la afición
de Ernesto por el rugby, el tenis y el golf, Díaz Villanueva nos va dibujando el
ambiente en el que crece «Ernestito» y nos va quedando claro que a los inicios de su
vida el Che no tuvo ningún contacto obrero (contacto que rara vez procuraría a lo
largo de su vida), y que, si a algún ataque se hubo de enfrentarse, fue a los
propiciados por su constante asma.
Recurriendo a la relatos de los propios admiradores del Che, a quienes bautiza
como ávidos «Guevarólogos», el autor nos va desmenuzando una a una las anécdotas
que fueron formando al joven Ernesto.
Un muchacho lleno de contradicciones. Con la manía de transformar la realidad y
relatarla de acuerdo a sus propias fantasías. Con dejes de egoísmo (muchas veces
irracional) que lo llevan a romper corazones, a mentir respecto a sus estudios, a
exagerar experiencias y a ponerse de protagonista en momentos donde no pasó de
mero espectador.
En este joven Guevara, el amante de la filosofía de la libertad encontrará a
alguien que no le resultará tan ajeno ni desconocido. Ernesto buscaba llegar a Estados
Unidos para ganarse la vida. Aceptó la ayuda de un naviero de la United Fruit
Company para viajar por Centroamérica. E incluso abandonó a su primera novia con
palabras que el autor compara con el sentir de cualquier ávido randiano en busca de
su libertad y sus sueños:

Se lo que te quiero y cuánto te quiero, pero no puedo sacrificar mi libertad

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interior por vos; es sacrificarme a mi, y yo soy lo más importante que hay en
el mundo, ya te lo he dicho.

A mi natal Guatemala vino para ganar dinero y no por la causa comunista como
tantos sin cimientos afirman. Y aunque el dinero lo aportaba su novia Hilda lo que si
se ganó en Guatemala fue el apodo de «Che» con el que el mundo posteriormente lo
inmortalizaría.
Ese es precisamente el reto al que Fernando Díaz Villanueva nos enfrenta en cada
capítulo de su obra: el de escoger las evidencias que la lógica y los hechos nos
arrojan sobre la realidad, o el de permanecer cegados ante el mito afirmando
disparates que pretenden convencernos que un niño de calificaciones escolares
mediocres a los 9 años leyó «Psicopatología de la vida cotidiana» de Sigmund Freud,
o que un joven viajero y perezoso haya regresado para graduarse de médico cursando
asignaturas y exámenes en tiempo récord de los cuales no queda ningún registro
académico en la Universidad de Buenos Aires.

¿Por qué mentir durante quince años sobre un título de médico cuya
obtención presenta tantas sombras a la luz de la más simple de las
investigaciones? O, reformulando la pregunta, ¿por qué la mayoría de
biógrafos del Che perpetúan este estúpido mito?, ¿acaso pecan ellos de la
obsesión por los títulos y las licencias tan propia de la burguesía que detestan?

El autor nos invita a comprender al joven Guevara en su justa dimensión sin más
ni menos. Joven que va cimentando con la incongruencia de sus palabras versus sus
acciones, la disonancia cognitiva que sería tierra fértil para convertirlo en uno de los
más sanguinarios y crueles personajes de la historia política Iberoamericana.
Pero no solo se nos recrea la vida de Ernesto, sino el entorno histórico que se
desenvuelve a su alrededor. Es una vuelta a la mente de Guevara pero también una
vuelta al mundo que lo rodea. Desde la Guerra Civil Española, la Segunda Guerra
Mundial, la llegada de Juan Domingo Perón a la Argentina, o los detalles de la caída
del gobierno de Jacobo Árbenz en Guatemala… hasta una de las descripciones más
fieles de la Revolución cubana desde los días del entrenamiento en México, la
compra del Granma, los acuerdos con Prío Socarrás en Miami, los días en la Sierra
Maestra y la toma de la Habana. El lector tendrá un repaso geopolítico que incluso le
arrojará pistas para comprender el poder que hoy por hoy, la dictadura Cubana tiene
sobre la tan golpeada Venezuela.
Mientras leía cada relato, impecablemente descrito por Díaz Villanueva en
contraposición a los mitos, cada mentira convertida en verdad, me era inevitable
preguntarme: ¿en qué momento ocurre la transformación de joven incongruente a
sanguinario asesino?, ¿en qué momento perdió el alma?, ¿en qué momento la

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charlatanería de decir que concluyó una carrera de medicina de la que jamás se
graduó, o fanfarronear exagerando historias, pasó a frías ejecuciones en el cuartel de
La Cabaña a la luz de la luna y a buscar en el odio el factor de lucha más poderoso
para someter y doblegar a todo individuo que no concordara con su tan amada
revolución?
Acompañaban mis dudas las interrogantes que Fernando nos plantea y que de
haber sucedido habrían cambiado el destino de miles de seres humanos que de
manera directa o indirecta a manos del Che perdieron la vida, la libertad y sus
pertenencias para siempre.

¿Qué hubiera pasado si el joven Guevara en lugar de leer a Marx y Lenin hubiese optado por empezar con
John Locke y su «Ensayo sobre el Gobierno Civil»? ¿Qué hubiese pasado si en lugar de haraganear por media
América hubiese montado una pequeña empresa en Argentina o, de haber terminado la carrera, se hubiese
empleado como médico?

Pero, además de preguntarnos qué habría sido del destino iberoamericano si el


Che hubiera tomado otras decisiones, mientras el lector se adentra en la obra también
se va cuestionando qué habría hecho él mismo en el lugar del Che. Todos los que
hemos sido rebeldes siendo jóvenes podemos vernos reflejados en este relato que,
además de esclarecedor, sirve como un ejercicio de introspección personal donde
cada cual puede ver reflejados los momentos propios donde pudo haber tomado la
decisión de falsear la realidad o aclararse las ideas.
Con cada párrafo nos vamos quitando de los ojos las vendas del mito y entra
entonces la luz de la realidad que sin mas ni menos nos revela:
Un casi médico que terminó matando. Un comunista que buscaba un visado para
hacer dinero en Estados Unidos. Un defensor de los indígenas que despreció a su hija
por sus facciones étnicas. Un enemigo de la propiedad privada que volvía suyas las
pertenencias de quienes fusilaba. Un reivindicador de los trabajadores que casi nunca
trabajó. Un humanista que fue inhumano.
Ojalá esta obra contribuya a que la juventud política iberoamericana haga ese
ejercicio de introspección. A que escoja la realidad por encima del mito. Por eso
espero sobre todo que los más fieles seguidores de la figura del Che Guevara la lean y
la escudriñen. Quizá en un principio con el deseo de contradecir a Fernando, para
después adentrarse en un viaje personal que los lleve sobretodo a cuestionarse a sí
mismos y sus propias contradicciones.
Porque Iberoamérica precisa de una generación que realmente defienda la vida, la
libertad individual y el derecho a disfrutar del fruto del esfuerzo propio, como los
pilares para que una sociedad pueda prosperar. Y para eso dicha generación debe en
lugar de idolatrar asesinos, condenarlos.

Guatemala, septiembre de 2017

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PREFACIO
¿Por qué el Che Guevara?
Hace quince años, a finales de 2002, me propusieron escribir una biografía sobre
el Che Guevara. Era para una pequeña editorial de Madrid de esas que hacen grandes
colecciones de biografías y luego las venden a granel. Le dije a mi agente, un antiguo
compañero de la facultad de Historia, que a mi el Che me parecía un fanático con
buena fama por lo que quizá no saldría lo que esperaba el editor. Me tranquilizó
indicándome que sería absolutamente libre de escribir lo que me viniese en gana
sobre el personaje, que no me autocensurase bajo ningún concepto.
Con esas condiciones era imposible decir que no, y más cuando entonces no había
cumplido los treinta años. No podía quejarme. Un encargo semejante es un caramelo
para cualquiera que empieza. El problema era que, aunque el Che no era santo de mi
devoción, tampoco lo conocía muy a fondo. Pero eso tenía arreglo. No había más que
ponerse a leer sobre el personaje en cuestión y la cosa iría saliendo.
Me puse manos a la obra durante ese invierno. Compré todas las biografías
disponibles sobre el Che Guevara, que ya eran unas cuantas, y las leí de cabo a rabo.
Adquirí también la obra propia del Che, sus libros o, mejor dicho, libritos, que se
vienen publicando con gran éxito de ventas desde los años sesenta. De todo di cuenta
con gran regocijo porque la historia del Che era también la de la Hispanomérica
contemporánea. Y yo, parafraseando a Terencio, soy español, por lo que nada hispano
me es ajeno. Las cosas de la patria grande me interesan tanto como las de la patria
chica.
El Che que, con las lecturas, fui descubriendo me sorprendió. Fue, efectivamente,
un fanático ideológico, un perito en odios de los que tanto abundaron durante el siglo
pasado, pero la cosa iba mucho más allá. Era un fanático que nunca debió serlo
porque la fortuna le había sonreído desde la misma cuna. No era como muchos se
imaginan un maltratado por la fortuna, un desposeído, sino un señorito nacido en uno
de los países más ricos del mundo dentro de una familia de clase media-alta. En
resumen, que pudo hacer algo que a otros les está vedado por las circunstancias:
elegir.
Descubrirlo me cautivó. Ya no era un guerrillero común y corriente que hizo la
revolución cubana y luego se inmoló por la causa en un secarral boliviano. O no sólo.
El personaje tenía más aristas: la de adolescente acomodado en el Buenos Aires de
mediados de siglo, la de joven aventurero y ocioso que recorre en moto América
junto a un amigo, la de viajero a ninguna parte que, buscando emociones fuertes, las
encuentra primero en Guatemala y luego en México y Cuba, la de egoísta iluminado
que persigue su misión sin escatimar medios, la de monje revolucionario inasequible
a la razón.
A partir de ahí fui recorriendo su última década de vida, su vida pública, la que va
desde que arranca la lucha guerrillera en Sierra Maestra a principios de 1957 hasta su

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temprana muerte en Bolivia en 1967. El fanático extraviado que yo me maliciaba
resultó serlo mucho más. Como complemento a los textos canónicos investigué en la
prensa de la época y me entrevisté con gente que le había tratado en vida, como un
colaborador suyo en el Banco Nacional de Cuba o una de sus secretarias en el
ministerio. El primero estaba exiliado en Florida, la segunda en España. El exilio de
ambos no era casual. El retrato estaba ya completo. El Che Guevara merecía ser
biografiado, pero no para hablar bien de él, tampoco mal, simplemente para contar su
vida de una manera desapasionada y escéptica. Eso es, en definitiva, lo que pretende
el presente libro.
Un libro que, en su primera versión, tuvo una vida corta aunque algo agitada. Al
llegar al editor éste se dolió por el contenido. No lo esperaba, quería, digamos, algo
más estándar. Tardó en salir al mercado cerca de dos años y cuando lo hizo la
editorial no puso demasiado esfuerzo en venderlo como título aparte. Tampoco podía
exigirlo, formaba parte de una colección a fin de cuentas. Unos meses después era
imposible de encontrar y así hasta el momento presente.
Lo cierto es que la primera versión a mi no me terminaba de gustar, de modo que
durante años planeé editar otra nueva completamente nueva, reescrita desde la
primera a la última letra. Una nueva biografía del Che partiendo de la investigación
anterior pero mejorando lo anterior y añadiendo más contenido, porque en los últimos
quince años el Che no ha resucitado para desgracia de sus admiradores, pero se han
ido descubriendo aspectos nuevos de su vida, su pasión y su muerte.
En lo que se ha avanzado poco es en el estudio y difusión de su mentira. Aparte
del libro anterior tan solo ha aparecido un trabajo de Álvaro Vargas Llosa titulado
«Che Guevara: más mito que realidad» que tuvo una vida casi tan fugaz como el mío.
Pero, ay, los libros no son de los autores, son de las editoriales, que disponen a placer
de ellos en función de su criterio.
Pero las cosas a veces cambian a mejor. El que se dispone a leer sí pertenece a su
autor. Y así seguirá siendo. El tiempo y, sobre todo, la independencia para poder
escribir el libro lo he obtenido gracias a la generosidad de los donantes, patronos y
mecenas de mis programas de radio, empresas ambas que ellos hacen posibles con
sus contribuciones periódicas. Gracias a ellos este libro está en sus manos.

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CAPÍTULO PRIMERO
Rebelde sin causa

Para unos ojos verdes cuya paradójica luz me anuncia el peligro de adormecerme en
ellos.

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Los Guevara en América
Tan sólo unas ruinas muy deterioradas se conservan hoy del que fue el magnífico
castillo de los Guevara en el término municipal de la población alavesa que ha dado
nombre a la familia. Apenas una torre solitaria flanqueada por las ruinas de lo que un
día fueron los orgullosos muros de una formidable fortaleza levantada en el siglo XV
por Íñigo Guevara, conde de Oñate, en mitad de la llanada que preludia los montes
vascos desde la meseta castellana. Algunos historiadores —con mayor o menor
fortuna, generalmente con menor— han tratado de llevar los orígenes de un Guevara
muy posterior y bastante más meridional, Ernesto Guevara de la Serna, más conocido
como «el Che», hasta este remoto rincón del norte de España.
La delirante historia es, más o menos, como sigue. Un Factor Real de tiempos del
emperador Carlos V emprendió a comienzos del siglo XVI un largo viaje que le
llevaría desde su villa natal en la Álava profunda, por donde el lobo merodea al
confiado rebaño y los hombres se forjan a golpe de intratables inviernos, hasta el
Nuevo Mundo, esa golosina que poco antes un genovés errante había regalado en
bandeja de oro a los reyes de España. Debió ser con toda seguridad el primer Guevara
que abandonó la península con destino a las Indias, que es como los españoles
conocimos América hasta bien entrado el siglo XIX, y no porque aquello fuese la India
o allí hubiese indios (que al final los hubo y en gran cantidad), sino porque los
españoles somos muy amigos de tomarle cariño a la toponimia y no cambiarla jamás.
Este primer Guevara del que muchos dicen tener constancia fiel atravesó España
de punta a punta: desde su señorío norteño hasta el puerto andaluz de Sanlúcar de
Barrameda, donde se enroló en la expedición de Pedro de Mendoza. Semanas
después llegaron a Brasil, que, aunque ya oficialmente era portugués, sus nuevos
dueños no se lo habían apropiado aún, por lo que el antepasado del Che Guevara se lo
encontró tal y como Dios lo creó.
A este Guevara, Carlos Guevara para más señas, trotamundos y zascandil,
terminó sus días a manos de los indios guaicurús cuando acababa de dar cuenta de un
fabuloso tesoro de metales preciosos. Como la cosa debió de ser expeditiva y sin
demasiadas negociaciones de por medio, no nos ha llegado los detalles. No sabemos
si los nativos se limitaron a seccionar de un tajo su gaznate para exponer los restos
colgados de un árbol o lo echaron directamente a la olla con la cabeza puesta.
Bonita historia, pero probablemente más falsa que un euro de hojalata. Es más,
estoy convencido de que es pura fábula. Acepto apuestas. A pesar de ello, siglos
después, otro Guevara ya bien asentado en América la hizo propia. Algo así como si
todos los mexicanos que se apellidan Cortés se creyesen herederos directos del
extremeño, todos los guatemaltecos que llevan por nombre Alvarado se dijesen nietos
de los hermanos que conquistaron el país, o los castellanos que llevamos Díaz por
nombre de familia considerásemos que nuestro linaje se extiende impoluto desde

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tiempos de Ruy Díaz, el Cid Campeador de Vivar.
Poco importa lo obvio cuando se trata de cimentar la leyenda. Isidoro Calzada,
español y sublime hagiógrafo del Che ya fallecido no solo hace hincapié en esta
historieta inverosímil, a la que no falta ni un solo ingrediente fantasioso, sino que
pretende enlazar en el tiempo y en el espacio a aquel valeroso Factor Real de Carlos
V con una presunta aristocracia ganadera de la que, según asevera vehemente, sí que
provenía de manera directa Ernesto Guevara. No da nombres. Lógico, no existen.
Aun así se congratula de situar al revolucionario heroico como legatario de una casta
ilustre, dedicada al noble arte del pastoreo intensivo, y arraigada en lo más noble y
puro de la Madre Patria. De risa sí, pero con cosas de esta laya ha de enfrentarse
cualquiera que se disponga a conocer la figura de Ernesto Guevara.
Algunas incluso son peores, más artificiosas todavía. Siguiendo el delirante guión
de Calzada, los ancestros lejanos del Che podrían haberse dedicado al oficio de las
armas. En noble lid por supuesto y del lado de los buenos, es decir, de las repúblicas
criollas que se separaron de España en la primera mitad del siglo XIX. Ya es curioso
que Calzada no hiciese mención a ningún salteador de caminos ni a ningún pirata de
los que tanto frecuentaban las costas americanas en tiempos pasados que llevase por
nombre Guevara. Que haberlos digo yo que en tanto tiempo alguno tuvo que haber.
Hasta ahí podíamos llegar. Un revolucionario a la carta se merece un árbol
genealógico a la carta aunque ésta sea, como ya veremos, en gran parte inventada.

Rosarino por casualidad


Lo que si parece seguro y comprobado por las declaraciones directas de los
contrayentes es que Ernesto Guevara Lynch, señorito bonaerense de buena familia,
contrajo nupcias con Celia de la Serna, señorita bonaerense de buena familia, en
diciembre de 1927. Parece, eso sí, que la familia de Celia no andaba muy esperanzada
con el porvenir matrimonial de su hija ya que el novio, un apuesto galán de buenas y
refinadas formas, no contaba con la solvencia y el refinamiento que la familia de la
Serna exigía al marido de su hija.
Ernesto había mandado construir una casa en Caraguatay, en el norteño territorio
de Misiones. Desconocemos que llevó a Guevara Lynch a fijar su residencia y la de
su familia en tan recóndito paraje. Algún guevarólogo, cualquiera de esos que hoy
son legión, nos llama la atención sobre el espíritu aventurero del padre, que heredó el
hijo prácticamente intacto. Ernesto Guevara Lynch, espoleado por las suculentas
ganancias que una adecuada explotación del mate podría reportar a sus exhaustas
arcas familiares, decidió hacer el petate y llevarse a la familia al fin del mundo que es
más o menos donde estaba, y sigue estando, Caraguatay.
Nada de idealismo altruista o de afán por volver a la naturaleza: dinerito contante
y sonante —plata, que dicen en la Argentina—, que es lo suyo, especialmente cuando

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uno es padre de familia. Ernesto se encargó personalmente de diseñar el nuevo hogar.
A la finca solo se podía acceder en barca, pues estaba construida en la misma orilla
del río Paraná, uno de esos ríos sudamericanos inmensos de color ocre cuya mera
contemplación quita la respiración a cualquiera. Vivo retrato del pionero éste de
Caraguatay. Aislado del mundo, dedicado a la tierra y entregado en cuerpo y alma a
prosperar desafiando los elementos y las calamidades de un entorno hostil. Tan hostil
que aquellos yerbatales del norte solían emplear mano de obra semiesclava para
poder salir adelante. No hay constancia de que los Guevara de la Serna recurriesen a
ella, pero nada invita a pensar que, como terratenientes de su época, no lo hiciesen.
Si el joven matrimonio Guevara se fue tan lejos para labrarse un futuro es porque
no nadaban precisamente en la abundancia. Una vez más lo obvio se deja a un lado. A
pesar de que se repite con machacona insistencia que tanto la madre como el padre
del Che eran terratenientes, o al menos herederos de familias de la aristocracia rural,
el hecho indiscutible es que Ernesto Guevara y Celia de la Serna pasaban una
situación económica muy complicada. Veamos en qué precarias condiciones se
casaron.
Hubieron de pedir prestada la casa para celebrar un banquete ya que carecían de
los medios para costearse una sala de fiestas, y la novia se presentó en el altar
embarazada de dos meses. Duro panorama para cualquier pareja de recién casados lo
que, dicho sea de paso, no deja de tener su mérito. La familia de ambos era buena,
pero no tanto como para garantizarles una vida sin trabajar. La fortuna de los
Guevara, que había alcanzado su cénit con el bisabuelo Patricio Julián Lynch, un
patricio en el sentido más amplio de la palabra, estaba ya muy menguada. Respecto a
Celia, provenía de una acaudalada familia de estancieros bonaerenses, pero la
desgracia se había abatido sobre ellos con especial crudeza. Su padre murió cuando
ella tenía sólo dos años y su madre cuando contaba quince. Se fueron pronto dejando
siete hijos tras de sí. Celia quedó al cuidado de su tía Sara hasta que, embarazada,
decidió casarse con Ernesto Guevara.
Conforme se acercaba el momento en que Celia debía dar a luz a su primer
retoño, Ernesto comenzó a preocuparse por lo apartado del hogar que con tanto
esmero había construido. El joven esposo que, al menos por una vez, fue previsor, se
llevó a Celia en una barca que había adquirido para trasportar el mate río abajo. El
Paraná fue y sigue siendo una formidable autopista acuática que hace las veces de
espina dorsal del noreste argentino. Desemboca en el mismo río de la Plata, pero
antes se encarga de hacer parada en Santa Fe y Rosario, ciudades principales de la
Argentina, más antigua la primera y más industriosa la segunda.
Los Guevara siguieron ese camino como la sagrada familia recorriendo el Sinaí
de camino a Egipto. Ernesto al timón de la frágil gabarra, mientras su esposa
primeriza se debatía en la incertidumbre sin saber a ciencia cierta dónde iba a traer a
su primer hijo al mundo. La idea era que la madre fuese convenientemente atendida
en Buenos Aires, aunque tras una escala en Posadas, otra en Corrientes y la última en

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Santa Fe, Ernesto Guevara hijo se apresuró a nacer adelantando el parto. Era 14 de
junio de 1928 y los padres se encontraban en Rosario.
Hasta aquí el relato oficial de los primeros días de Ernesto Guevara. Algunos
biógrafos se han reconciliado con la verdad. Más si cabe porque la propia Celia de la
Serna años después reconoció que falseó deliberadamente la fecha de nacimiento de
su hijo. Ernesto Guevara nació realmente el 14 de mayo, un mes antes, y si fue
inscrito en el registro ya entrado el mes de junio se debió a una simple y prosaica
razón: los padres no querían que los familiares se enterasen de que la boda había sido
un penalti como una catedral, extremo que se habían empeñado en ocultar durante la
boda. No les culpemos. Esas cosas sucedían entonces. En España, en México, en
Colombia o en cualquier otro país —hispano o anglosajón—, dos padres jóvenes
presionados por un entorno tradicional hubiesen obrado del mismo modo.
Isidoro Calzada mantiene como fecha segura del alumbramiento el 14 de junio,
algo puramente anecdótico sino fuese porque lo vincula en su carta astral a la de otro
gran revolucionario de tiempos pasados, nada menos que el califa almohade Al-
Mansur, nacido, según cuentan las crónicas, el 14 de junio de 1160. Los padres de Al-
Mansur quizá también se casaron de penalti en una jaima del desierto argelino
dejando a la familia en Marrakech ajena a todo el cotarro. Lo desconocemos, tal vez
los herederos de Calzada lo puedan aclarar y, ya de paso, aclararse ellos mismos
mientras realizan la investigación.
Naciese el 14 de mayo o de junio carece de trascendencia a no ser, claro, que el
lector sea un gran aficionado a la astrología, a la cábala o a la lectura de los posos del
café. En tal caso puede consultar su carta astral y descubrir por sí mismo que en
cualquiera de esos dos días nacieron multitud de niños en Rosario y en poco o en
nada les influyó venir al mundo con los primeros días del invierno austral. El que sí
que nació en junio, aunque un año antes, fue Isidoro Calzada, su más devoto
hagiógrafo, pero a miles de kilómetros de allí, en un rincón de la lejanísima España.
Una vez Ernesto y Celia pasaron el dulce trance del alumbramiento reclamaron a
su lado a algunos familiares, que acudieron solícitos a Rosario para asistir a la madre
en el apuro de estrenarse como tal. Dos meses después dejaron la ciudad ribereña
para desplazarse a Buenos Aires. En Rosario, en aquellos dos primeros meses de vida
del joven Guevara, apareció la enfermedad que le acompañaría toda su vida: el asma,
o, al menos, la precursora del mismo, una inoportuna neumonía.
En Buenos Aires el niño se repuso al cuidado de la familia y de especialistas de la
capital que consiguieron mantenerlo con vida. Los padres, aliviados después de tanto
ajetreo, regresaron a su hacienda, la finca Santa Rita, según el invierno se esfumó de
aquellas latitudes. Pero la vida en el indómito territorio de Misiones era muy dura
para unos señoritos de ciudad como los Guevara. Solos, con la única compañía de su
pequeño hijo que además padecía asma, y sumidos en la inseguridad de si lo del mate
iba o no a salir adelante. Si salía se harían tremendamente ricos. Si no salía se
pudrirían en aquellos cañaverales dejados de la mano de Dios.

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No debió salir porque Ernesto, harto de tanta espera, de tanto sacrificio y de tanta
vida al aire libre en un entorno agreste y lleno de peligros, hizo las maletas y con
Celia y el joven Ernestito se mudó de vuelta a casa, a Buenos Aires, al selecto barrio
de San Isidro, donde alquiló un chalet. No era para menos. Como ya ha quedado
dicho, tanto Ernesto como Celia provenían de familias acomodadas, que no
aristocráticas porque en las Américas nunca hubo aristócratas, y es del todo normal
que quisiesen codearse con gente de su clase social.
A pesar de que no había hidalguía de la que rascar, los delirios de grandeza de los
Guevara no se limitaban a sus esas raíces españolas de tiempos de los Habsburgo que
Calzada airea con tanto desparpajo como falta de fundamento documental. El padre,
Guevara Lynch, decía descender también de Hugo Lynch, caballero normando que
había auxiliado a Guillermo I en la conquista de Inglaterra allá por 1066.
¿Alucinación? Posiblemente, sin embargo Ernesto Guevara Lynch en su libro «Mi
hijo el Che» lo lleva aun más lejos. Dice textualmente acerca de sus orígenes:

La rama troncal española procedía del Conde don Vela, que vivió bajo los reinados de Sancho y Ramiro III
de León, y del linaje que empezó a apellidarse Guevara en el siglo XII con el Conde de Avala.

Bien, muy bonito, el reino de León. Para un argentino de mediado el siglo XX


hablar del reino de León medieval era como referirse a la Tierra Media de Tolkien,
pero la realidad es que Guevara no es un apellido leonés, sino vasco y los vascos
nunca fueron súbditos del rey de León, sino del de Navarra primero y luego del de
Castilla. Eso Ernesto Guevara Lynch no debía saberlo, probablemente porque nunca
supo situar la vieja ciudad de León en un mapa… y la villa alavesa de Guevara aún
menos.
Sorprenden esas ínfulas de grandezas en un hombre cuyos ascendientes más
directos eran simples ganaderos de la Pampa, bien avenidos cierto es, pero ganaderos
a fin de cuentas. No sé hasta donde hubiera podido llegar Ernesto Guevara Lynch de
haber nacido en Burgos, en Salamanca o en algún pueblito escondido de la provincia
de Guipúzcoa de esos en los que llevan tres siglos sin mezclarse con forasteros. Quizá
le hubiese dado por emparentarse con el mismísimo Adán.

Mi Buenos Aires querido


En Buenos Aires el inquieto Guevara Lynch tenía intereses en un astillero y esa
fue la razón que muchos aducen para justificar su traslado repentino a la capital. La
familia, sin embargo, no dejaba de crecer. En apenas tres años aumentó en dos nuevos
miembros: Celia, nacida en 1929, y Roberto, que vino al mundo en 1932.
A pesar de ello, la vida de la joven familia debió de ser relajada en aquellos años.
Ernesto se hizo socio del Club Náutico de San Isidro y se compró un yate de recreo
de doce metros de eslora, un tamaño nada despreciable, al alcance de unos pocos

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bendecidos por la fortuna. Celia combinó los partos con la vida social de la capital
que, especialmente para ciertas familias, era agradable y despreocupada, propia de un
país que atravesaba el periodo más dulce de su historia, al menos desde el punto de
vista económico. Celia era una gran nadadora, buena conversadora y una mujer de su
tiempo que incluso se atrevió a llevar el pelo cortado al estilo garçon, tan de moda en
los libertinos años veinte.
Echando un ojo a la soberbia arquitectura porteña de principios del siglo XX no
cuesta demasiado imaginar la acomodada vida de la burguesía bonaerense en los años
treinta. Argentina era por entonces un país muy próspero, millones de emigrantes de
toda Europa arribaban a ella en busca de oportunidades. Mano de obra a raudales y
una relativa estabilidad política que el país no volvería a conocer, posibilitaron que la
gran nación del cono sur se mantuviese al margen de la primera guerra mundial y de
la crisis económica que azotó Europa en el periodo de entreguerras.
Los Guevara vivieron a fondo aquellos años mágicos. Uno de los mejores amigos
de Ernesto Guevara Lynch en aquel entonces era el célebre jugador de polo argentino
Luis Duggan. Su socio en el astillero no le iba a la zaga, se trataba de Germán Frers,
reputado campeón de regatas. De lo que podemos concluir que el entorno social en el
que el Che pasó sus primeros años de vida fue cualquier cosa menos obrero. Al
menos en esto todos los biógrafos, guevarófilos incluidos, están de acuerdo.
Los Guevara cambiaron de casa, dejaron su chalet en San Isidro para mudarse a
un apartamento en el barrio de Palermo, el más exclusivo del Buenos Aires de la
época. Todavía hoy este precioso rincón de la capital argentina conserva ese encanto
burgués que le imprimieron sus habitantes de hace cien años. Entre estos habitantes
se encontraba nuestro Che Guevara. Con tres años de edad y padeciendo una crisis
asmática tras otra.
Celia, la madre, se sentía culpable. Como hemos visto, ya en Rosario al poco de
su nacimiento el niño había contraído una bronconeumonía que casi se lo lleva por
delante. En Buenos Aires la salud del joven Ernesto se complicó. Un resfriado le
postró en la cama durante interminables días. Muchos fueron los que pensaron que
serían los últimos del primogénito de los Guevara de la Serna. Según parece Celia
había sido de niña también asmática y eso crea una probabilidad muy alta de que el
niño herede el mal. En el Che operó de este modo y quizá por esta razón su madre se
consideraba causante de la enfermedad que afligía a su pequeño.
En estas estaban, de regata en regata y de paseo en paseo, cuando el astillero de
San Isidro sufrió un incendio y Ernesto se quedó sin nada. Vivía de alquiler y todo su
patrimonio en bienes raíces se limitaba a la ya conocida plantación de mate en el
territorio de Misiones, que era, por lo demás, una auténtica ruina. El astillero, para
colmo, no estaba asegurado, por lo que al drama de ver los barcos consumiéndose
bajo las llamas se sumó el de no poder recuperar ni un peso de lo invertido.
La enfermedad de Ernestito no contribuía a la armonía familiar. Los médicos
habían dictaminado, ya en 1932, cuando el pequeño sólo contaba con cuatro años de

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edad que padecería asma de por vida. En ese punto Ernesto y Celia tomaron la
decisión de abandonar Buenos Aires. En la decisión influyó la tragedia del astillero y
las crisis asmáticas del niño. Pero ¿dónde ir? Buenos Aires no era un buen lugar para
la salud del crío. Demasiado húmedo, demasiado contaminado, demasiado frío en
invierno. Misiones, lógicamente, tampoco, en la finca Santa Rita se juntaba el hambre
con las ganas de comer. Una humedad relativa altísima y muy poco aconsejable para
un asmático, y el hecho de vivir lejos de la civilización con los perjuicios que de ello
se derivan para un convaleciente de una enfermedad crónica. La familia miró al oeste,
a las tierras altas de las sierras pampeanas, una región de clima templado pero seco, el
lugar perfecto para un asmático… y para empezar una nueva vida lejos de la gran
urbe.

Alta Gracia, dulce hogar


Ernesto Guevara Lynch era hombre inestable pero arrojado y de indudable
iniciativa individual, un genuino emprendedor. Cambió el negocio de la náutica por el
de la construcción de casas. En una nueva ciudad, lejos de Buenos Aires y de
Misiones. Trasladó a toda la familia, que ya estaba formada por cinco miembros,
hasta Alta Gracia, una pequeña localidad de veraneo a cuarenta kilómetros de
Córdoba. En Alta Gracia aprendería el Che a hablar y cordobés sería su acento
característico. Allá en la falda de las serranías cordobesas abriría por primera vez
Ernesto Guevara de la Serna sus ojos al mundo.
La vida de los Guevara no fue, sin embargo, muy estable en Alta Gracia.
Cambiaron de casa con relativa frecuencia. Nada más instalarse, lo hicieron en un
hotel, el Hotel Grutas, donde residieron casi medio año. Poco después alquilaron una
casa que diese cabida a la familia, que continuaba en crecimiento. En Córdoba nació
el último de sus hermanos, Juan Martín.
Esta casa, llamada Villa Chichita, duró un año a los Guevara, la dejaron por otra
más grande, Villa Nydia, donde residieron hasta 1937, año en que se mudaron al
chalet de Fuentes. Dos años más tarde alquilaron un nuevo chalet, el de Ripamonte,
que alojó a la familia hasta que en 1939 volvieron a Villa Nydia. El chalet de Villa
Nydia es el que ha terminado por hacerse mundialmente famoso como residencia
infantil del Che. Desde el año 2001 hay instalado un museo dedicado a Ernesto
Guevara hasta donde peregrinan miles de jóvenes, y no tan jóvenes, sin demasiados
problemas económicos para viajar hasta un lugar tan apartado, ver y tocar las
reliquias infantiles del apóstol de la rebeldía.
Tanto ajetreo debió influir en el carácter de los niños. Pero lo peor no fue el
cambio continuo de residencia, sino los hábitos que se respiraban en aquella casa. El
biógrafo Pacho O’Donnell nos los resume del siguiente modo:

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En casa de los Guevara no había horarios fijos y cada uno comía cuando tenía hambre; nadie se extrañaba
si, para ahorrarse el trayecto por el exterior, alguno de los niños cruzaba el salón de estar en bicicleta; para
entrar no se tocaba el timbre, y podían verse juntos a miembros de la alta sociedad cordobesa alternando con
caddies del campo de golf cercano, obreros, emigrados españoles; todos ellos exentos del cumplimiento de
normas sociales.

Todo muy moderno y muy del gusto de los adolescentes perpetuos que conforman
la izquierda occidental, pero no muy adecuado para educar a cuatro niños. Lo mejor
de todo es que O’Donnell, lejos de censurar el desbarajuste y la falta de disciplina, lo
toma como una de las grandezas bautismales que hicieron después a Ernestito el Che
legendario que a tantos pone los ojos en órbita. O’Donnell habla con conocimiento de
causa. Su familia trató a los Guevara en aquellos años y nadie mejor que don Pacho
para opinar sobre el tema.
La vida en Alta Gracia, aparte de desorganizada y a ratos caótica, era
esencialmente tranquila, tal y como puede presumirse de una localidad de provincias.
Los Guevara no se privaban, a pesar de sus altibajos económicos, de contar con
servicio doméstico. Su cocinera, Rosario López, siguió viviendo en la Alta Gracia y,
ya en su vejez, concedía de mil amores entrevistas sobre la infancia del Che. En una
de octubre de 2002 la antigua cocinera afirmaba sin empacho que, a los cuatro años,
Ernestito ya leía el periódico. No voy a poner en duda la memoria de elefante de esta
buena señora, pero al caso viene recordar que, en 1938, cuando el niño contaba con
nueve años, presentó 21 ausencias injustificadas en tan solo dos meses. Quizá es que
pasó todo este tiempo leyendo el diario y, ya puestos, recortando las recetas de cocina
para doña Rosario. Quizá. La criada de los Guevara ha terminado disfrutando de sala
propia en la Casa-Museo de Alta Gracia, la sala 7 para ser exactos, la correspondiente
a la cocina. Cada uno en su sitio.
Lo que parece que marcó al Che en estos primeros años cordobeses no fue tanto
la lectura de los periódicos como el persistente asma. Celia lo tomó como algo
personal, no abandonaba al niño y se encargó de suplir sus faltas continuadas a la
escuela erigiéndose ella como maestra. El padre, por su parte, andaba suficientemente
ocupado en obtener contratas para el negocio inmobiliario que había montado junto a
su hermano.
Los Guevara que, no debemos olvidarlo, venían de Buenos Aires, la ciudad de los
prodigios, se aclimataron lo mejor que pudieron a la ociosa alta sociedad de aquella
pequeña colonia olvidada. Salían a menudo. Se dejaban ver con frecuencia por el
hotel Las Sierras, donde apuraban más de una noche hasta bien entrada la madrugada.
Los niños, como ha confirmado posteriormente algún miembro del servicio
doméstico, cenaban solos. Y es de suponer que el joven Ernesto pasaría también a
solas o en compañía de doña Rosario los ataques de asma.
Mucho se ha escrito sobre la implicación de los padres en la educación y en la
atención que prestaron a su hijo. Con los datos que poseemos, incluso con los
extraídos de las más burdas y guevarofílicas hagiografías, podemos concluir que no
fue destacable en ninguno de los dos campos, y posiblemente menor que la que

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recibían niños de la misma clase social pero con padres algo más comprometidos con
la enseñanza de sus hijos.
Por lo demás, nada indica que estos primeros años de escuela fuesen infelices o
desdichados para Ernesto. Su padre era un hombre abierto, de ciertas inclinaciones
bohemias y seguramente buen compañero de juegos de sus hijos. Pero nada más. A
pesar de todo lo que Ernesto Guevara Lynch quiso hacer creer con el transcurrir de
los años, como padre aprobó por los pelos. La madre, Celia, se involucró mucho más
en la educación de Ernesto. Convivió más de cerca con la enfermedad y siguió de un
modo más concienzudo la evolución de su hijo en esos años cruciales para cualquier
persona. Pero es que las madres son las madres y los padres, los padres. No hace falta
mucha más explicación.
Una de las aficiones que le vino a Ernesto por vía paterna fue la del deporte. Los
Guevara eran muy dados al ejercicio físico. Afición esta que en los años treinta del
siglo pasado era privativa de las clases altas o muy altas. El ejercicio físico de los
pobres era el extenuante trabajo diario. La madre, como ya he apuntado más arriba,
era una excelente nadadora y entre las amistades del padre había grandes deportistas.
Ninguno de los dos perdía la ocasión de ejercitarse, generalmente en prestigiosos
clubes.
La enfermedad del niño invitaba además al deporte como terapia alternativa. El
gusto que más tarde el Che Guevara desarrollaría por toda clase de deportes le viene
de esta época cordobesa. Vivir en Alta Gracia, además, era un aliciente añadido. Un
clima serrano saludable, sin rigores térmicos excesivos y lejos de las estrecheces y
poluciones de la gran ciudad. Un lugar inigualable en contacto con la naturaleza y
perfecto para que la chiquillería forjase grandes y sólidas amistades en torno a un
balón.
Ernestito estuvo matriculado en dos colegios en su primera etapa escolar en Alta
Gracia. Los dos públicos. Primero la Escuela de San Martín, es de imaginar que
llamada así en honor al laureado general, y después la de Manuel Soares. Los padres
del Che eran de convicciones laicas y predicaban con el ejemplo. Por la escuela,
como ya hemos visto, no se prodigó demasiado, sin embargo, según cuentan los que
le conocieron entonces, el niño tenía una desmesurada afición por la lectura.
Probablemente leyese, como todos los niños que en el mundo han sido, novelas
de aventuras que, en una época en la que no existía la televisión harían las veces de
los actuales videojuegos y las teleseries juveniles. Algunos biógrafos esta devoción la
llevan más lejos apuntando que el joven Che se atrevió en estos primeros años hasta
con Sigmund Freud, padre del psicoanálisis y que, por aquella época, apuraba sus
últimos años de vida en la lejana Europa. No es por poner en duda las fuentes de los
más entregados guevarófilos, pero cuesta ver a un niño de apenas nueve años
encerrado en su habitación con la «Psicopatología de la vida cotidiana» entre las
manos desentrañando los secretos de la revolución psicoanalítica.
Más fácil de digerir es que, a tan temprana edad, devorase el cervantino «Don

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Quijote de la Mancha», y no porque los dos gruesos volúmenes de los que consta la
obra asusten al más avezado colegial, sino porque sabido es que al que empieza con
El Quijote no le queda más remedio que terminarlo. Placentera servidumbre de toda
buena obra maestra que se precie. Y El Quijote lo es en grado extremo, aunque, eso
sí, a partir de cierta edad.
En julio de 1936, cuando el Che tenía ocho años y un mes, perdón, dos meses, dio
comienzo la Guerra Civil española con el levantamiento del general Franco en el
protectorado español del norte de África. Las noticias de la guerra se extendieron
como la pólvora —y nunca mejor traída la comparación— por todo el mundo.
América no fue una excepción, más si cabe porque el nuevo continente estaba
plagado de familias de españoles que, en las primeras décadas del siglo XX, se habían
lanzado con entusiasmo a hacer las Américas, eufemismo que se utilizaba en España
para emigrar.
La causa republicana despertaba simpatías por doquier. La campaña, orquestada
desde Madrid por el Gobierno del Frente Popular, cosechó adhesiones
inquebrantables en las otrora colonias de ultramar. La imagen de la pobre república
de trabajadores víctima de las asechanzas del fascismo internacional era tan plástica
que pocos pudieron sustraerse a su atractivo. Los miembros del Gobierno
frentepopulista lo sabían y cultivaron con esmero esta imagen de desvalimiento
durante los tres años que duró la contienda fratricida. De nada servía el hecho de que
en los campos de España se batiesen el cobre dos totalitarismos. El icono de la guerra
de España era uno, el de los carteles publicitarios exhibidos en la Exposición
Internacional de París del 37, y ante él cayó rendida la flor y la nata de la
intelectualidad internacional y casi toda la colonia española en América.
Hasta el refugio familiar de los Guevara en Alta Gracia llegaron los ecos del
lejano conflicto español. Un tío suyo la presenció en persona como corresponsal de
un periódico porteño, el diario Crítica. Este tío suyo, Cayetano Córdova, era miembro
del Partido Comunista de Argentina, por lo que es de suponer que las crónicas que
enviaba desde los frentes españoles debían tan imparciales como las que remitían
desde Burgos los corresponsales italianos o alemanes a sus respectivos diarios.
Quizá la experiencia del tío en la guerra de España marcase a Ernestito, que debió
vivir el acontecimiento como Sebastian Haffner vivió la Primera Guerra Mundial
desde el Berlín de su infancia, es decir, de victoria en victoria hasta la derrota final.
Cuentan que colgó de la pared de su alcoba un mapa de España en el que seguía y
daba cuenta de los avances del ejército Republicano. Los más entusiastas van incluso
más lejos asegurando que «alternaba su visión estratégica con juegos inocentes con
sus amiguitos en los que unos hacían de republicanos buenos y otros de nacionales
malos».
Haffner cuenta en sus memorias que hizo exactamente lo mismo durante la
primera guerra mundial, que le pilló con apenas diez años. Colgó un mapa de Europa
en las paredes de su alcoba para marcar en él las ofensivas del Reich. Después de un

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paseo militar de cuatro años Haffner no pudo entender cómo habían perdido los
suyos. A Ernestito Guevara de la Serna debió sucederle algo similar.
El goteo de exiliados españoles que fue cayendo por Argentina tras el fin de la
guerra fue notable. Una pequeña parte terminó en Alta Gracia y allí, quizá tomándose
un combinado en la terraza del Hotel Las Sierras, les aguardaba Ernesto Guevara
Lynch. En Alta Gracia se exilió junto a toda su familia Juan González Aguilar,
médico que, durante la guerra, había sido asistente del presidente Negrín, nefasto para
todos menos para él mismo y para sus amos soviéticos.
González Aguilar era además gran melómano que se las arregló para montar en el
pueblo un pequeño cuarteto de laúdes. En las sobremesas de aquella somnolienta Alta
Gracia de 1939 también se dejó caer Manuel de Falla. Como exiliado y como músico,
ya que intimaba con González Aguilar. El genial gaditano moriría años más tarde en
la misma Alta Gracia, en un chalet no muy diferente del de los Guevara que,
adivínelo, sí, hoy aloja su casa-museo. Los argentinos, como todos los pueblos del
Nuevo Mundo, tienen esa querencia por celebrar hasta lo más mínimo de su propia
historia. Y no seré yo quien diga que eso está mal.
Pero hagamos un inciso para poner todo en su sitio. Manuel de Falla no se exilió
en Argentina por motivos políticos, todo lo contrario. Aunque había consagrado su
vida a la música y nunca se interesó excesivamente por la política, no ocultó en los
años de la guerra sus simpatías por el bando franquista hasta el extremo de colaborar
con José María Pemán en un himno para las tropas nacionales. De hecho, su partida
de España es posterior por varios meses al fin de la contienda civil. Tras su muerte en
1946 su cadáver fue repatriado a España en un buque de la Armada argentina y
recibido con honores en el puerto de Cádiz por Raimundo Fernández Cuesta,
falangista de la primera hora y a la sazón ministro de Justicia.
El desfile de republicanos expatriados era continuo y la cuadrilla de Ernestito los
recibía recitando de memoria la nómina completa de generales del ejército derrotado.
Al parecer uno de los preferidos del Che era el General Enrique Líster. Cuando
menos curioso que, contando la República con oficiales de primera fila, militares
propiamente dichos, de la talla de los generales Miaja o Rojo, se fijase el pibito en el
que quizá fuese uno de los más sanguinarios matarifes de la guerra de España.
Cabe siempre la duda razonable de que sus «hazañas» bélicas al servicio de Stalin
nunca llegasen a Argentina en su integridad. Tal vez, en aquellos tiempos sin
televisión ni Internet la información de las guerras se fragmentase hasta ser
irreconocible. Sin embargo, la devoción que sentía Ernesto por Enrique Líster se
extendió en el tiempo y en el espacio. Muchos años después de acabada la guerra en
España, en 1961, el carnicero gallego se dejó caer por la Cuba revolucionaria. A su
encuentro se dirigió el ya Comandante Guevara convertido en ministro de Industrias
y le dirigió personalmente estas palabras:

Cuánto le debe el mundo al sacrificio de los españoles que lucharon, casi sin armas, contra la barbarie
fascista. […] Por eso nosotros podemos recibir a Líster como algo nuestro.

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Hasta es posible que Ernesto, que ya no era un niño cuando pronunció estas
palabras, desconociese que, tras fracturarse España con motivo del alzamiento
militar, la zona republicana era la más poblada, la más industrial y la que reunía todas
las grandes ciudades con Madrid, Barcelona, Valencia y Bilbao a su cabeza. Bajo el
mando del Gobierno del Frente Popular quedó la práctica totalidad de Armada, la
industria pesada del País Vasco, el emporio catalán y las reservas de oro del Banco de
España, que en 1936 constituían el cuarto depósito de oro del mundo. Un total de 638
toneladas del precioso metal que no tardarían en ser cuidadosamente transportadas
hasta la Unión Soviética para no regresar jamás. De modo que los republicanos
lucharon con valentía sí, pero no «casi sin armas».
Otra de las anécdotas de aquel Ernestito bullanguero de finales de los años treinta
no es menos reveladora. Recogió a una perrita abandonada en la calle y tras darle
vueltas al nombre bautizó a la pobre perra como Negrina, en honor naturalmente de
Juan Negrín, jefe de los últimos Gobiernos republicanos. No, no podía haberse
acordado de Azaña, de Julián Besteiro o del mismo Buenaventura Durruti para
bautizar a la perrita. Trajo a su mente el nombre de uno de los políticos más infames e
inmorales que ha padecido España a lo largo de su dilatadísima historia.
A pesar de los muchos pesares que la guerra había traído a los españoles, Europa
andaba como loca en aquellos años de triste recuerdo. En septiembre de 1939 los
alemanes, crecidos ante la tolerancia sin límite de las democracias occidentales,
saltaron el cerrojo del corredor de Danzig y provocaron el comienzo de la Segunda
Guerra Mundial. Stalin, mentor político de aquel Negrín, padre putativo de la perrita
del Che, había llegado previamente a un acuerdo con Hitler para repartirse los
despojos de la desdichada Polonia. La mitad para cada uno como dos bandidos que
asaltan en comandita.
El conflicto se hizo inevitable y, en el curso de año y medio, lo que había
comenzado como una guerra entre Alemania por un lado y Francia y el Reino Unido
por otro, se extendió por todo el planeta. Sudamérica, por fortuna, quedó al margen.
A los Guevara además, que eran anglófilos declarados, les iba muy bien. En el verano
austral de 1941, coincidiendo con los bombardeos de los nazis sobre Inglaterra, toda
la familia se tomó unas largas vacaciones en la localidad de Mar del Plata. Allí el Che
se encontró por vez primera frente al inmenso océano.
A la vista de los hechos, la mella de la guerra mundial sobre Ernestito no debió
ser muy profunda, pero si la impronta de la familia González Aguilar. Un año más
tarde, en 1942, los hijos del médico español y el Che se matricularon juntos en el
Liceo Deán Funes de Córdoba. Esto, unido a un nuevo equilibrio en la cuerda floja
del malabarista Guevara Lynch, llevó a la familia en pleno hasta Córdoba, la capital
de la provincia. Ernesto Guevara de la Serna tenía catorce años y estaba hecho ya
todo un buen mozo. Córdoba no era Buenos Aires, pero la bella ciudad del interior,
apodada como «La Docta» por albergar la primera universidad de la Argentina y la
cuarta de América, poseía suficientes atractivos para un joven estudiante de

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secundaria que inauguraba su adolescencia.
A principios de los años cuarenta Córdoba tenía unos 300 000 habitantes, lejos de
abultada cifra de la capital federal, pero población considerable para tratarse de una
simple ciudad de provincias. La ciudad de Córdoba viene a ser la gran olvidada de las
guías de turismo de la República Argentina. Cuenta con universidad desde 1613 y
con obispado propio desde 1699. Gran parte de la rica historia de la Argentina
colonial se condensa en sus calles. En el siglo XVIII fue incluso honrada con la
capitalidad del virreinato por parte de la corona española, que entonces reposaba
sobre las sienes del magnánimo Carlos III. En esta ciudad, cargada de historia,
iglesias barrocas, conventos y callejuelas enredadas en su casco viejo es la que
recibió al joven Che en su primer año de bachillerato.
La vida en el Liceo transcurrió plácidamente. Ernesto se aficionó aun más a los
deportes, cuya oferta aumentaba en una capital. En torno al Lawn Tennis Club de
Córdoba Ernesto se inició en deportes como el rugby, el tenis o el golf, reservados a
las elites de la ciudad. En estos años conoció también a uno de los amigos que más
marcarían su vida posterior: Alberto Granado, del que pronto sabremos más.
Es de suponer que la práctica intensiva de tanto deporte no se lleva bien con una
algo tan fastidioso como el asma, y así debió de ser. Pero como era de natural
testarudo suplía con cabezonería lo que la naturaleza se había empeñado en negarle.
El deporte, y más cuando es practicado en exceso y a todas horas, tampoco congenia
bien con los estudios. Sus calificaciones escolares en el Liceo no pasaron de
mediocres. Despuntó en las asignaturas de letras, especialmente en materias como
Literatura o Historia mientras que la Física, el Dibujo o la Música las saldaba con
aprobados justitos o suspensos sobrados.
Caso aparte merece la nula aptitud que demostró para aprender inglés. El francés
sin embargo le era más familiar y se le daba mejor. Quizá debido a las clases que ya
le había impartido su madre en casa, o quizá a sus semejanzas con el español.
Posiblemente se debió a una combinación de ambas. Los años de la guerra mundial
los pasó de este modo, practicando deporte y estudiando lo justo para salir bien
parado a fin de curso. Lo esperable en un quiceañero hijo de un empresario en la
opulenta Argentina de los años cuarenta.
A pesar de la temprana vocación política que algunos han querido ver en el Che
adolescente, no hay nada que haga pensar que ésta apareciese en sus días de alumno
en el Liceo. Todo lo más cierta simpatía por el primer peronismo que, a la larga,
dejaría a Argentina en la ruina.
La renuncia y detención de Juan Domingo Perón en octubre de 1945 ocasionó
violentos disturbios por todo el país. Los estudiantes se amotinaron por toda
Argentina contra las medidas autoritarias inspiradas por el presidente. Frente a ellos
se organizaron milicias sindicales que organizaron una marcha sobre Buenos Aires
para exigir la liberación inmediata de Perón, recluido por el Gobierno de Edelmiro J.
Farrell en la isla Martín García.

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El joven Guevara, entonces con diecisiete años, ¿qué hizo?, ¿hojeó los periódicos
con aristocrático desdén antes de iniciar un relajado partido de tenis junto a su amigo
Alberto Granado? No, Ernesto se lanzó a la calle junto a uno de los grupos de choque
properonistas. En Córdoba, donde la algarada fue de menor envergadura que en
Buenos Aires, los improvisados milicianos peronistas asaltaron el principal diario de
la provincia, La Voz del Interior, y reventaron sin contemplaciones las lunas de su
entrada.
Este fue el primer episodio político de cierta relevancia en el que participó
Ernesto Che Guevara. Acción, como a él le gustaría remarcar más adelante. Acción
aunque fuese junto a unos matones sindicales que todo lo que buscaban era
amedrentar al Gobierno. Este episodio, hecho público por José Aguilar, con quien
Guevara mantuvo cierta amistad en su época de estudiante, lo suelen pasar por alto
casi todos los biógrafos del Che Guevara. Algunos, enajenados por un misticismo
guevarista todavía pendiente de diagnóstico por los psicólogos, lo han querido ver no
en Córdoba sino en Buenos Aires, manifestándose contra el Gobierno de Farrell. Me
refiero, naturalmente, al inefable Calzada que, fiándose de sus recuerdos, afirma
haber compartido con él una asonada en la misma Plaza de San Martín. El fervor
ideológico, definitivamente, no es buen compañero de la verdad.
A los acontecimientos de la primavera le sucedió un verano tranquilo en que la
familia regresó al Mar del Plata a pasar las vacaciones. El matrimonio entre Ernesto
Guevara Lynch y Celia de la Serna hacía aguas por los cuatro costados. Cinco hijos y
un trasiego continuo de Misiones a Buenos Aires, de Buenos Aires a Alta Gracia y
allí a Córdoba habían astillado una relación que, por temperamental, tenía todas las
de irse al traste. Y se fue.
En 1947 se formalizó la separación. La familia volvió a Buenos Aires y se instaló
en un pisito, departamento que dirían ellos, muy aparente de la calle Araoz. La casa
pertenecía a la madre de Ernesto, a Ana Lynch. Pero era una simple comedia. El
padre buscó un estudio céntrico para acomodar su despacho de arquitecto a pesar de
que, a causa de las prisas por casarse, nunca había terminado la carrera de
Arquitectura. Allí, en la calle Paraguay, 2034 se acomodaron el despacho y él.
No fue una separación rigurosa. Ernesto se pasaba de tanto en tanto por el
domicilio conyugal, pero solía pernoctar en su refugio de la calle Paraguay. Ernestito,
o mejor dicho, Ernesto hijo, que ya tenía diecinueve años, se quedó unos meses en
Córdoba terminando el último curso de bachillerato. Durante aquel verano había
obtenido un empleo en el departamento de carreteras de la provincia de Córdoba. Por
su cabeza pasaba ir a la universidad local, la cordobesa, a cursar estudios de
ingeniería como su amigo Tomas Granado, el hermano de Alberto. Sin embargo, su
abuela Ana se puso enferma, muy enferma.
La relación entre Celia y Ernesto no pasaba, como acabamos de ver, por muy
buenos momentos por lo que quizá el padre envió recado a Córdoba para que Ernesto
se presentase en la casa de la calle Araoz a atender a su abuela. Ernesto viajó desde

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Córdoba y estuvo junto a Ana Lynch sus últimas semanas de vida. Dicen que, a raíz
de esta experiencia, se despertó en él la vocación por la medicina. Estaba a punto de
empezar la universidad, de manera que aquella iluminación repentina le vino que ni
pintada.

Buenos Aires bien merece un regreso


Buenos Aires en 1947 era una metrópolis rumbosa y cosmopolita que destilaba
vida por sus cuatro costados. La Nueva York del hemisferio austral. Entre el centro y
los suburbios periféricos la ciudad albergaba la impresionante población de cinco
millones de habitantes. A sus muelles todavía llegaban los paquebotes cargados de
gallegos y napolitanos que huían de la miseria y las privaciones de la posguerra
europea. Por sus calles elegantes menudeaban artistas, intelectuales, jugadores de
fútbol, industriales montados en el dólar, navieros, burgueses que no sabían donde
meter la plata y una cantidad innumerable de buscavidas, bailarines de tango, rufianes
de taberna y sablistas de toda condición… El festival de colores del barrio de la Boca,
el centenario Café, Tortoni, de cuyas paredes cuelgan obras de grandes pintores, el
Teatro Colón, el mercadillo de San Telmo. Cualquiera que a los diecinueve años
recale en Buenos Aires lo normal es que se quede, porque la edad lo vale y la ciudad,
mucho más.
En Argentina, como van con las estaciones cambiadas, el curso universitario
empieza en marzo. En el mes de marzo de 1947 Guevara no tenía aun claro qué es lo
que quería estudiar. Cuando se hubo decidido por la Medicina asistió de oyente a la
facultad del ramo hasta que, en noviembre de 1947, pudo finalmente formalizar la
matrícula. Por si las moscas, meses antes, se había inscrito en la Escuela de Ingeniería
de Córdoba. Como nuestro hombre no tenía el don de la ubicuidad suponemos con
cierto criterio lógico que a la primera de las carreras no debió acudir a una sola clase.
Y así fue. El Che Guevara ingeniero no pasó de la matrícula.
Las razones que impulsaron a Ernesto Guevara a estudiar Medicina son múltiples.
Tuvo que ver el fallecimiento de su abuela, también el hecho de que su madre había
sido intervenida años antes de un cáncer de mama o, y esto es lo más probable,
siendo como era un joven asmático, quisiese acercarse al mundo de la medicina para
entender mejor su enfermedad y ganar en calidad de vida. También es posible que se
decantase por la medicina por la prosaica razón de que le gustaba o porque intuyó que
ese oficio tenía futuro.
Aquí termina la lógica y empieza la guevarología. Algunos han querido ver en
ello una motivación política, un anticipo de su destino como guerrillero sin tacha. Ser
médico para ayudar a los demás, para ponerse al servicio del pueblo. Sin embargo, es
el propio Guevara quien se encarga de desmentir el pensamiento ilusorio tan propio
de la teoría guevarológica. Las intenciones del Che eran bien distintas en aquella

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época. Años más tarde, en 1960, en un discurso en el Ministerio de Salud Pública de
La Habana decía textualmente:

Cuando empecé a estudiar medicina, la mayoría de los conceptos que hoy tengo como revolucionario
estaban ausentes en el almacén de mis ideales. Quería triunfar, como quiere triunfar todo el mundo; soñaba
con ser un investigador famoso.

Más claro agua. Algunos deberían tomar nota. Pero añadiéndole lo siguiente. En
una carta enviada en 1952 a su novia Chichina Ferreira le confesaba que no
pretendía:
… engayolarse (encerrarse) con la profesión médica…

Curiosa manera de triunfar la que esperaba el joven Guevara.


La carrera de medicina es larga, complicada y está llena de sinsabores. La misma
amplitud de la disciplina médica y sus continuos avances hace pasar verdaderos
apuros a los estudiantes que se enfrentan a las fastidiosas y poco llevaderas
asignaturas de esta carrera. Sin sacrificio no hay premio. La endemoniada
combinación de las asignaturas teóricas con las prácticas exigen dedicación casi
exclusiva, de ahí que los estudiantes de medicina no piensen más que en conseguir un
buen empleo que compense tanto esfuerzo y tanto padecimiento.
Es probable que Ernesto Guevara lo supiese, pero no se dejó caer mucho por
clase. En las decenas de biografías que existen sobre el personaje no aparece el
testimonio de un solo compañero suyo de clase en los últimos años en la Universidad.
Hemos visto que sobran los amiguitos de la infancia, los compañeros de secundaria y
los vecinos. Hasta la cocinera que le preparó la comida durante unos años se ha
convertido en una celebridad. Sin embargo, nadie ha encontrado un solo amigo,
colega o compañero de aula que dé testimonio, bueno o malo, sobre esos años
universitarios de los que el propio Guevara sacaría tan buena tajada. Cuando menos
curioso.
El sector guevarofílico de la crítica, habituado a desempeñar su profesión con un
bote de crema en la mano, pasa por alto este particular haciendo referencia a su
amistad con Tita Infante, y a su pretendida toma de conciencia política en aquellos
años. La relación que mantuvo con Tita Infante está tan manoseada que la atribulada
compañera del Che se merece hasta su propia obra monográfica, a cargo del
guevarólogo de guardia que le toque, claro.
Tita Infante era la Secretaria de las Juventudes Comunistas de Buenos Aires.
Algunos dicen que estaba enamorada de Ernesto, y no sería de extrañar pues era un
joven muy atractivo a sus veinte años. Pero no hubo nada más, durante los años de
universidad parece que la relación se mantuvo en una cierta cortesía. Más tarde,
cuando ya el Che haya iniciado su andadura por Hispanoamérica, se tornará en una
relación epistolar muy educada y correcta hasta el punto que se trataron siempre de
usted.

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Seguramente Tita Infante, como militante comunista que era, trató de convertir a
su compañero al evangelio laico de Marx, cosa que era muy común en esa época y lo
sigue siendo en esta entre los apasionados ideológicos de ambos sexos. A finales de
los años cuarenta y principios de los cincuenta el comunismo estaba de moda y su
extensión por todo el mundo se veía inevitable. Es normal que dos estudiantes
veinteañeros de una facultad en Buenos Aires cambiasen impresiones sobre el tema, y
más cuando uno de ellos pertenecía a una organización que, como la comunista,
funciona mediante un proselitismo muy parecido al de la Iglesia. Hasta aquí llega
toda su politización en estos años de universidad. No es mucho, la verdad.
Lo que al Che de verdad le interesaba era el deporte, especialmente el rugby. En
1949 fichó por el San Isidro Club, que jugaba en la primera división. Su puesto era el
de medio scrum que, dicho sea de paso, es uno de los más importantes y el más
divertido de este deporte. Su afición por el rugby llegó a tal extremo que, un par de
años más tarde, fundó una modesta revista llamada Tackle en la que se presentaban
noticias y comentarios de actualidad del rugby en la ciudad de Buenos Aires.
La iniciativa solo aguantó once números, pero ahí queda como demostración viva
de cuáles eran los auténticos intereses de Ernesto Guevara. Intereses por otro lado
muy legítimos, y de gran valor para los aficionados al rugby, pero lejos de las
presuntas preocupaciones políticas que según muchos ya le quitaban el sueño, el hipo
y hasta las ganas de comer.
Todo el que sepa algo, por poco que sea, sobre Ernesto Guevara sabrá que nunca
ejerció su presunta profesión de médico. A pesar de las peroratas que dio años más
tarde hablando de su época preuniversitaria, de lo que podemos estar seguros es que
no pretendió llegar a la excelencia profesional a través del estudio. Sus años en la
facultad de Medicina se empeñan en demostrarlo.
En un testimonio prestado a la biógrafo del Che Claudia Korol por Ricardo
Campos, un amigo suyo de la época, decía respecto a la asistencia a clase: «… no
creo que haya cursado regularmente, más bien él hacía muchas materias libres …», es
decir, sin pisar el aula ni equivocándose y cumplimentando el trámite mediante una
convocatoria extraordinaria. Y en parte es normal, a nuestro hombre, como a
cualquier universitario inquieto, todo le quitaba tiempo. El equipo de rugby, la
lectura, las novias, especialmente Chichina Ferreira cuya relación veremos ahora con
más detalle, los viajes continuos a la Córdoba de su niñez, las partidas de ajedrez…
Ante un panorama tan lleno de actividades extraescolares, lo suyo es que a
Ernesto no le quedase ni un minuto para asistir a clase. El primer examen lo aprobó
en abril de 1948, Anatomía Descriptiva, el último en abril de 1953, Clínica
Neurológica. Cinco años exactos trufados por mil experiencias entre las cuales las
más gratificantes fueron sin sombra de duda los viajes. Ernesto era un apasionado de
los viajes, de perderse por el mundo y conocer otras gentes, paisajes y culturas.
Durante aquellos años Ernesto viajó mucho, mucho más de lo habitual en los
jóvenes de su época. No olvidemos que, en la Argentina de 1950 no existía el

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interrail, ni el programa Erasmus, ni las aerolíneas de bajo coste, ni las ofertas de
última hora por internet. Si quería irse a Córdoba se apostaba en una carretera a la
salida de Buenos Aires, sacaba el dedo pulgar y dejaba que el destino hiciese el resto.
Téngase en cuenta que ambas ciudades están separadas por una nada despreciable
distancia (como casi todas en Argentina) de 700 kilómetros. Horas invertía el joven
estudiante en desplazarse de una ciudad a otra, de su querida Buenos Aires a su
refugio de infancia.
En uno de esos viajes a Córdoba con motivo de una boda, concretamente de la de
Carmen González Aguilar, hija de aquel médico español exiliado, Ernesto conoció a
Chichina. Se llamaba Maria del Carmen Ferreira y pertenecía a una ilustre familia
cordobesa. La chica era guapa, refinada y culta. En las fotos de la época se ve una
jovencita de bellos rasgos y cierta delicadeza en las formas que delatan su
procedencia social. Ernesto se enamoró como un cadete. Estaba en la edad de
hacerlo, y ella también. Pero 700 malditos kilómetros separaban a los tortolitos, por
lo que iniciaron una fructífera relación epistolar transida de sentimiento y confesiones
mutuas.
Esa correspondencia se conserva hoy día y puede consultarse con detalle y
delectación en casi todas las biografías que se han escrito sobre el Che. Se
enamoraron en 1950, cuando Ernesto tenía veintidós años, por lo que no sorprenden
demasiado las cursilerías que los dos amantes se dedicaban. Entre aquellas cartas
pueden rescatarse algunas joyas poéticas que transcribo por si algún lector las
considera útiles para susurrárselas a su amada en un arranque de galantería:

Para unos ojos verdes cuya paradójica luz me anuncia el peligro de adormecerme en ellos.

Nuestra primera cópula sería una triunfal procesión en honor del vencedor pero siempre estaría el fantasma
de nuestra unión porque sí, porque era el mas consecuente o era el raro.

Pero, y sin intención de rebajar la temperatura amorosa, nuestro Ernesto sabía


bien dónde estaba y cuál era su destino: preocuparse de él mismo.

Se lo que te quiero y cuánto te quiero, pero no puedo sacrificar mi libertad interior por vos; es sacrificarme
a mi, y yo soy lo más importante que hay en el mundo, ya te lo he dicho.

Reveladora confesión del futuro filántropo desvelado por la desdicha de los


desheredados de la tierra. Ni un furibundo objetivista de la escuela de Ayn Rand
hubiese dejado más clara su postura.
La relación con Chichina, que es el apodo cariñoso que Ernesto le puso, nunca
tuvo futuro. La familia de ella no estaba muy conforme con el amorío. Quizá
consideraba que su hija se merecía un pretendiente mejor. El Che, por su parte,
anteponía ese amor por la aventura y los viajes que tan mal congenia con los
noviazgos. En marzo de 1952, en una nueva carta, Ernesto se lo dejaba
meridianamente claro a Chichina:

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El presente que vivimos los dos: uno fluctuando entre una admiración superficial y lazos más profundos
que lo ligan a otros mundos, otro entre un cariño que cree ser profundo y una sed de aventuras, de
conocimientos nuevos que invalida ese amor.

La distancia además no perdona. 700 kilómetros son muchos para atar una
relación en serio y mucho más si hay dudas por las dos partes. Una lástima, porque el
amor que Ernesto Guevara sintió por Chichina Ferreira debió ser tan auténtico como
juvenil.
La aventura y los conocimientos nuevos no tardaron en llegar. En 1949 había
instalado un pequeño motor en una bicicleta y con ella se lanzó a recorrer el norte del
país. Estuvo en Tucumán, en Santiago del Estero y en Salta. En San Francisco de
Chañar visitó un leprosario que, según el mismo relató, le causó una tremenda
impresión. Valoró el trato personal con los leprosos como una de las vías para
conseguir su curación. O al menos eso dicen los guevarólogos llevados por la pasión
de ver a Jesucristo rodeado de leprosos en la Judea del siglo I. Para ese viaje no hacen
falta tantas alforjas. Lo normal es que un estudiante de medicina de veintiún años en
pleno siglo XX hable a favor del trato humano a los enfermos de lepra. Lo extraño
hubiera sido lo contrario, es decir, que Ernesto Guevara, una vez en dentro del
leprosario de San Francisco de Chañar, hubiese reclamado a los responsables la
segregación absoluta y latigazo.
En este viaje en bicicleta, claro antecedente del cicloturismo de nuestros días que
querrá ver alguno, el Che se interesó por conocer no sólo los monumentos de cada
una de las ciudades que pasaba, sino también por intimar con las gentes en hospitales
y asilos donde, en palabras del propio Che, se encontraba el alma de un pueblo.
Biógrafos como Castañeda ven en ello una postura de mochilero. Y hasta podría ser,
aunque estoy por ver todavía a algún mochilero alemán o británico de visita en
Madrid acercarse al Hospital de La Paz o al Doce de Octubre a palpar de cerca el
alma del pueblo madrileño en la planta de traumatología.
En el verano de 1951, apurado por no tener un peso, se enroló valiéndose de su
condición de estudiante de medicina en varios buques de la marina mercante
argentina como enfermero. Formó parte de la tripulación de varios petroleros que
cabotaban por las costas de Sudamérica; desde el Caribe hasta el litoral de la
Patagonia. No quedó muy contento, pues su intención era la de conocer mundo y no
la de pasarse el día rodeado de agua haciendo imaginaria. Pero así es la marina, por
cada día en que se puede pisar tierra y visitar un puerto interesante hay semanas de
tedio y rutina en alta mar. En estos meses de aburrimiento soberano a bordo de los
petroleros de la mercante tal vez ideó el que sería su primer gran viaje: un recorrido
por América, a solas o acompañado, que le hiciese sentir de cerca lo que andaba
buscando.

Road movie en motocicleta


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Nada más arrancar 1952, coincidiendo de nuevo con las vacaciones estivales, dio
comienzo a su gran viaje. Todo estaba preparado. La compañía la ponía su amigo
Alberto Granado. El destino estaba aun por determinar y el medio de transporte sería
una vieja motocicleta Norton de 1939. A la moto no le faltaba ni nombre, Alberto, su
dueño, la había bautizado como La Poderosa II.
El primer plan que había trazado Alberto y Ernesto era dirigirse a Norteamérica.
Sí, a la mismísima boca del lobo. Que el futuro revolucionario, que el icono vivo del
antiyanquismo más furibundo tuviese como primera idea viajar a los Estados Unidos
en moto ya tiene su aquel, pero sigamos con el viaje.
Dejaron Córdoba el 28 de diciembre de 1951. Ernesto estaba «… harto de
Facultad de Medicina, de hospitales y de exámenes …» por lo que se dieron prisa en
dar por inaugurada su aventura. La primera escala fue Buenos Aires, donde Ernesto
visitó a sus padres y compró un perrito para regalárselo a Chichina, con quien se
encontraría unos días más tarde en Miramar. En esta colonia de vacaciones veraneaba
la familia Ferreira. Allí se despidió de Chichina con intención de no regresar.
Enigmática visita porque, por un lado, era su novia y le debía al menos una
explicación, pero por otro no queda muy claro con qué objeto la visitaba justo antes
de partir. Quizá para presionarla a que la acompañase. Posible pero improbable. Es
muy dudoso que la Norton aguantase a tres pasajeros sobre su lomo. O quizá fue para
asegurarse de que ella seguía enamorada y que, si las cosas salían mal, siempre podía
volver y retomar lo suyo como si nada hubiese pasado.
Francamente, y conociendo la catadura moral del personaje, me inclino por la
segunda. De hecho, en un principio pensaba pasar un par de días en Miramar, pero
como Chichina no se avenía no tuvo más remedio que prolongar su estancia más de
una semana. Y ni con esas. Al final, y como prueba de su intención de viajar a los
Estados Unidos, Chichina le dio quince dólares para que le comprara un bañador
cuando cruzase el río Grande. Como nunca llegó tan lejos, al menos en este viaje,
algunos biógrafos han apuntado que muchos años más tarde Celia de la Serna se lo
llevaría personalmente de parte de su hijo. Una promesa que al menos si cumplió.
Tras la corta estancia en Miramar, Granado y Guevara pusieron la rueda delantera
de La Poderosa con rumbo al sur, hacia Bahía Blanca, ya en las puertas de la
Patagonia. Desde allí, tras una rápida puesta a punto de la motocicleta, se dirigieron a
la cordillera andina. Cruzaron el país de este a oeste en un viaje bastante accidentado
en el que hasta Ernesto tuvo que ser hospitalizado unos días debido a una crisis
asmática. En febrero llegaron a San Carlos de Bariloche. Precioso lugar rodeado de
montañas y volcanes nevados —algunos durante todo el año— y que se antoja como
un auténtico paisaje de postal. Un pedazo de los Alpes austriacos incrustado en lo
más profundo de América del Sur. De Bariloche a la divisoria de aguas que separa
Argentina y Chile hay un paso por lo que se apresuraron a cruzar al otro lado.
En Chile se les acabaron las provisiones. A partir de ese momento empezaron a
vivir del cuento o como «mangueros motorizados» en palabras del propio Guevara.

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La moto era una tartana que fallaba por todas partes. Cuando no era el aceite era la
correa, el carburador o la distribución. No tomaba velocidad, se atascaba en los
puertos de montaña… Las anécdotas del viaje se sucedieron en una letanía de eventos
simpáticos que Ernesto se encargó de ir narrando pormenorizadamente por carta a sus
familiares en Buenos Aires.
Los protagonistas de la epopeya motoriza supieron, además, combinar los
momentos de diversión y asueto con vivencias más serias y trascendentales. Por
ejemplo, la presunta conferencia sobre leprología que, según Ernesto, dio a unos
médicos que se encontró en Valparaíso. Causa estupor ver como un estudiante que no
va a clase, que le importa un bledo la facultad y que en aquella época tenía aprobadas
tan solo dieciséis asignaturas de un total de treinta da charlas a médicos en ejercicio.
Dejémoslo en simple fanfarronería juvenil.
Ya en Chile, tradicional antagonista de Argentina, se dejaron ver por Osorno,
Valdivia y Santiago, donde La Poderosa rindió su último servicio agotada como
estaba tras un viaje de varios miles de kilómetros subiendo y bajando por carreteras
infernales. En la localidad de Valdivia hasta la prensa local se hizo eco de su
presencia haciendo notar la llegada de los dos viajeros argentinos. El diario El Correo
de Valdivia incluso se atrevió a decir que:
… ambos viajeros piensan llegar a Caracas, capital de Venezuela, o hasta donde permitan los medios
económicos a su disposición, porque ellos mismos se pagan la gira…

Pobre redactor el de El Correo de Valdivia, obviamente desconocía que eran


chilenos anónimos los que estaban financiando la tournée de los jóvenes cordobeses.
Siguiendo con la nota de prensa el diario valdiviano decía textualmente
… se especializan en las causas y consecuencias de la lepra, la peste blanca que aflige a la humanidad…

Buen partido le estaba sacando Guevara a su corta estancia en el leprosario de


San Francisco de Chañar. Con la carrera a medio terminar parecía un auténtico doctor
en leprología con varias décadas de experiencia en lazaretos de medio mundo a sus
espaldas. La ignorancia definitivamente es muy osada.
En Santiago dejaron abandonada la motocicleta, pero en lugar de volver a
Argentina aprovechando la deserción de su infatigable compañera y el final del
verano, planearon un viaje en barco hasta el norte del país. Chile es un país
geográficamente caprichoso. Muy estrecho, apenas unos centenares de kilómetros en
su parte más ancha, pero larguísimo. De hecho, es la única nación de la tierra que
ocupa latitudinalmente desde el trópico hasta el polo. El viaje de Valparaíso a los
desérticos confines del norte chileno era tradicional hacerlo en barco, dada la
distancia y el pésimo estado de las carreteras.
Los jóvenes aventureros buscaron en los muelles un empleo a bordo de un buque
para costearse el traslado hasta el nuevo destino. Pero como no lo encontraron
decidieron colarse de polizones en un barco carguero, el San Antonio. Pero nada de

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polizones románticos que aguantan en la sentina padeciendo mil y una privaciones
durante todo el trayecto por largo que éste sea. Según abandonaron el puerto de
Valparaíso y perdieron de vista la costa chilena se presentaron al capitán, cuya cara
podemos imaginárnosla. Haciendo gala de esa magnanimidad no exenta de cierta
dureza de los capitanes de barco, el buen hombre asignó tareas a los dos polizones.
Alberto a la cocina y Ernesto a las letrinas. Para eso habían quedado los expertos en
leprología, los animosos viajeros que recorrían América con sus propios medios.
A primeros de marzo llegaron a Antofagasta, puerto principal de las resecas
tierras del Chile septentrional. La industria por excelencia de norte de Chile es la
minería, su subsuelo es muy rico, especialmente en cobre. Gran parte de los cables
por los que circulan los datos y la electricidad en todo el mundo están elaborados con
cobre chileno, y su exportación ha sido a lo largo del último siglo de cardinal
importancia para la balanza de pagos de Chile. Llenos de curiosidad, Alberto y
Ernesto se encaminaron hacia la mina de Chuquicamata, que era por entonces la mina
a cielo abierto más grande del mundo. En el camino trabaron contacto con un par de
militantes del Partido Comunista chileno y en este encuentro muchos han querido ver
el inicio de las inquietudes sociales de Ernesto Guevara, la famosa «toma de
conciencia» que como veremos no se producirá hasta pasados unos cuantos años.
En su diario Guevara iba anotando cuanto veía como un estudiante curioso. En
esa época no existían las videocámaras, ni los grabadores digitales de voz, ni,
naturalmente, los teléfonos inteligentes, por lo que llevar por escrito la cuenta exacta
de cuánto se veía o se oía era casi el único modo de inmortalizar los viajes, y más
cuando estos son a la aventura y a los veintitrés años. Le llamó poderosamente la
atención las diferencias entre los trabajadores de la mina, mayoritariamente
indígenas, y los encargados de la explotación, casi todos norteamericanos empleados
de la Braden Copper Mining Company, empresa que regentaba la mina.
En Chuquicamata Guevara hace por vez primera referencia a los gringos como
rematados imbéciles. Y eso a pesar de ser los administradores de la mina quienes
franquearon el paso a él y a su amigo para que realizasen la visita. Por lo demás,
aparte de algunos apuntes en su cuaderno que hubiese hecho cualquier estudiante
occidental haciendo idéntico viaje, la experiencia de la mina no le dejó secuelas de
gravedad. El viaje continuaba. Subidos en camiones que transportaban alfalfa y vigas
por el desierto llegaron hasta Iquique, de aquí otra vez en camión se plantaron en la
frontera entre Chile y Perú, en la ciudad de Arica. Ya en Perú se internaron en el
altiplano donde viven los indios quechua. Como era de esperar, su origen argentino y
su apariencia europea les granjearon un trato especial por parte de camioneros y hasta
de los jefes de policía.
Curiosamente, en las mismas fechas en las que Ernesto vagaba por los aledaños
del altiplano andino estalló una revuelta de campesinos indígenas en Bolivia. Y no
una algarada rural cualquiera, el primer levantamiento indio en condiciones desde
tiempos de Zapata. Al Che y a su amigo Alberto Granado, imbuidos como estaban de

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un amor sincero por la causa de los más pobres, la insurrección boliviana les dejo
sencillamente fríos. Bastante tenían con ir trampeando en el día a día como para
preocuparse de unos cholos infelices. Es de suponer que seguirían con la trola de que
eran médicos para conseguir todo ese tipo de prebendas pero, seamos sinceros,
¿quién no lo hubiese aprovechado para viajar más cómodo?
De camión en camión llegaron hasta Cuzco, en el mismo corazón del Perú.
Estando en Cuzco se hizo injustificable no visitar las ruinas de Machu Pichu, y a ello
se aplicaron los viajeros. Viviendo de prestado gracias a los buenos oficios de
policías, médicos y algún contacto esporádico consiguieron, de gratis por supuesto,
llegar hasta la antigua ciudad del Inca, el último reducto del antiguo imperio
precolombino que permaneció en el más absoluto olvido hasta que una expedición
norteamericana lo redescubrió a principios de siglo.
Esta presencia norteamericana según cuentan enervó a Guevara hasta el punto de
que criticó con fiereza a esos turistas que llegaban en avión desde Nueva York para
visitar las ruinas. «… La mayoría de norteamericanos vuelan directamente de Lima a
Cuzco, visitan las ruinas y vuelven, sin darle importancia a nada más. […] Quizá
fuese porque esos norteamericanos tan malos y tan incultos trabajaban duro y apenas
contaban con una semana de vacaciones que, por cierto, dedicaban a visitar las ruinas
de una civilización como la Inca».
Algo tan elemental no pasaba por la cabecita de un joven ocioso como el Guevara
que visitó Cuzco en abril de 1953. Sin embargo, y coincidiendo con esa aguda
observación sobre los turistas gringos, apuntaba «… Aceptémoslo, pero ¿dónde se
pueden admirar o estudiar los tesoros de la ciudad indígena? La respuesta es obvia:
en los museos norteamericanos…» Le faltó añadir que, gracias a los mismos, la
civilización de Machu Pichu había traspasado los confines de los Andes y era
universalmente conocida. Esto no ha cambiado, siguen siendo los norteamericanos
los que más dinero dedican a excavaciones arqueológicas en Perú y los que más se
preocupan por transmitir ese tesoro cultural al resto del mundo.
La estancia en Perú, a pesar de los turistas y de la novia que Guevara se echó en
Lima, no se extendió demasiado. En la capital conocieron a un médico especializado
en leprosos de filiación comunista, el doctor Pesce. Según O’Donnell, este hombre,
entregado por entero a sus enfermos y a la difusión del evangelio condensado en El
Capital, causó una «sorprendente influencia en la vida de Ernesto». Tanta que, en
realidad, Pesce era el modelo que hubiera querido seguir el propio Guevara.
Recalaron en el leprosario del doctor Pesce después de malvivir durante días como
mendigos por medio Perú. Es normal que prestasen oídos al que cortésmente les
alojaba en su hospital. Años más tarde, ya ejerciendo de revolucionario teórico,
reconocería su deuda con el médico peruano que tan buen trato les dispensó en Lima.
El doctor tenía, además de su leprosario en la capital, uno en las puertas del
Amazonas, el lazareto de San Pablo. Les facilitó pasajes y subieron hasta Iquitos
donde, en una barca fluvial, se dejaron caer por un Amazonas recién nacido hasta la

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ciudad colombiana de Leticia, enclave fronterizo donde confluyen Brasil, Perú y
Colombia. Continuaron por este último país hasta Bogotá pero lo hicieron en
hidroavión, como dos señoritos.
En el Amazonas colombiano se estrenaron de entrenadores de fútbol. Esta
agradable experiencia les facilitó el pasaje aéreo hasta la capital. Bogotá no fue tan
gentil con los visitantes como lo había sido Lima. Ernesto tuvo un pequeño
encontronazo con la policía a causa de un machete que solía llevar consigo. Al final
todo se resolvió y dejaron el país con un amargo sabor de boca.
Padecía Colombia por aquellos años la dictadura de Laureano Gómez. El país de
hecho se preparaba para un golpe militar, el que poco después daría Gustavo Rojas.
Al joven Guevara sin embargo eso no le quitó el sueño. A pesar de la profunda
influencia que había tenido sobre su conciencia el doctor Pesce confiesa a su madre:
«… si los colombianos quieren aguantarlo, allá ellos, nosotros nos rajamos (vamos)
cuanto antes…» Gracias a Dios que Pesce le había inculcado una honda sensibilidad
social, porque, de lo contrario, nuestro hombre ingresa voluntario en la policía
colombiana para repartir palos a diestro y siniestro.
Mediado el verano, en pleno mes de julio, llegaron a Caracas que era uno de los
lugares predilectos de ambos. Y no porque les preocupase lo más mínimo el Gobierno
del General Marcos Pérez, sino porque Venezuela era junto con Colombia […] los
dos países ideales para hacer plata […] Así de pedestre. Así de simple. A estos dos
buscavidas argentinos de veintipocos años lo que más les preocupaba era hacer
dinero. Y si además era fácil pues mejor que mejor.
Venezuela marcó el final del viaje. Alberto Granado decidió quedarse. Había
encontrado un empleo en un instituto de la capital y no tenía intención alguna de
volver a Córdoba. Venezuela era en aquellos años un país cargado de futuro. Grandes
oportunidades se presentaban para jóvenes emigrantes al calor de la industria
petrolera y de una población en continuo crecimiento.
Pero Ernesto debía terminar la carrera. Había dejado su hogar en diciembre del
año anterior. Después de ocho meses de viaje y varios miles de kilómetros se
encontraba en la encrucijada de volver para acabar sus estudios o quedarse
definitivamente en Caracas donde, si tenía suerte y le ponía empeño, podía llegar a
ganar dinero. Con buen criterio eligió lo primero.
El problema era regresar. No podía ni de lejos costearse un billete desde
Venezuela a Buenos Aires, y la posibilidad de colarse de nuevo como polizón en un
barco no era demasiado seductora. Tenía fresca la experiencia del buque mercante
que le había llevado desde Valparaíso a Antofagasta y la perspectiva de limpiar
letrinas no le parecía muy halagüeña. Consiguió a través de un tío un billete en un
avión de carga que transportaba caballos desde Buenos Aires a Miami. El aeroplano
hacía escala de ida en Caracas. Viajó hasta Miami donde pasó unos días mientras
hacían unas reparaciones en el aparato. De allí a Buenos Aires, adonde llegó el 31 de
agosto de 1952.

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Esta aventura, o al menos parte de ella, quedó inmortalizada en celuloide con la
película «Diarios de motocicleta». Una gran producción internacional estrenada en
2004, melosa y hollywoodiense, que obtuvo un gran éxito de taquilla y en la que
Guevara y Granado hacen las veces de poetas de la generación beat
hispanoamericanos. La canción de la película se llevó incluso un premio Oscar de la
Academia. Razón de más para verla.

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CAPITULO SEGUNDO
El gran viaje

Con un poco de vergüenza te comunico que me divertí como un mono durante estos
días.

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La licenciatura que nunca fue
Hacía todavía un frío húmedo, invernal, en Buenos Aires cuando Ernesto volvió
de su largo periplo por Sudamérica. Viniendo como venía de la cálida Venezuela el
regreso debió ser para él aun más traumático. Muchas vivencias compartidas con su
amigo Alberto, muchas noches durmiendo al raso bajo una cúpula de estrellas en
mitad de ningún sitio, mucha gente nueva, muchas caras y culturas diferentes en sólo
nueve meses. A cualquier estudiante de veinticuatro años un viaje como el que hizo
Ernesto Guevara lo hubiese dejado con la onda cambiada.
Pero en Buenos Aires no sólo le esperaba su familia. Sus padres que, para variar,
estaban de nuevo reñidos, sus hermanos pequeños y algunas de las amistades que
había hecho en la capital eran secundarios. El objetivo de ese regreso tan precipitado
era terminar la carrera. Graduarse como médico para estar de vuelta en Venezuela lo
antes posible. Allí le esperaba Alberto y un empleo en el mismo Instituto sanitario
donde éste trabajaba. «… Volvé a Buenos Aires, te ponés a estudiar a todo trapo y
cuando te gradúes volvés, y mientras tanto yo te consigo un buen lugar para que
trabajes…» le había dicho su buen amigo antes de despedirse de él en Caracas.
El problema era que a Ernesto no le gustaba estudiar. Apenas había asistido a
clase en los cuatro años de carrera. Tampoco era muy amigo de encerrarse en casa o
en la biblioteca de la facultad a echar las horas muertas entre tomos y tomos de
materias tales como Microbiología o Clínica Otorrinolaringológica. En cambio,
durante su viaje había dado muestras sobradas de tener una facilidad pasmosa para el
teatro y el disimulo, que son cualidades útiles para muchos oficios, pero no para el de
la medicina.
Había recorrido cinco países de Hispanoamérica con el cuento de que era un
experto en leprología y, curiosamente, se lo había tragado casi todo el mundo.
Probablemente la primera lección que sacó de esa experiencia vivida en primera
persona es que lo importante, a fin de cuentas, no es la esencia de las cosas sino la
apariencia. Que más daba si eran o no médicos especializados en leprosos, con fingir
un poco y marcar cierta pose adusta bastaba para dar el pego y ganarse un mejor
trato.
En agosto de 1952 tenía Ernesto pendiente una parte considerable de la carrera y
muy pocos meses para, conforme a su plan, terminarla. En su contra jugaba el hecho
de haber pasado fuera de Argentina casi nueve meses, en los que no consta que
llevase un solo libro de texto ni que se detuviese en alguna universidad chilena o
peruana a dedicar algo de tiempo al estudio.
Pero, como no era cosa de mirar al pasado sino al futuro, se puso a estudiar, tal y
como le había dicho Granado, a todo trapo. En dos meses ya había superado cuatro
asignaturas. Aquello era sólo el aperitivo. En diciembre, en apenas veintidós días
lectivos el futuro guerrillero se ventiló once materias. Inició el año 1953 con un
auténtico récord, pero aun le quedaba una asignatura, Clínica Neurológica, por

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aprobar. Cosa que hizo en abril de ese año. El 12 de junio la Universidad de Buenos
Aires emitió el diploma de licenciatura para Ernesto Guevara de la Serna.
Sorprendente. En nueve meses había sacado la mitad de unos estudios que precisaban
cinco años para completarse. Además, y por si esto fuera poco, encontró hasta el
tiempo, según el guevarófilo Horacio Daniel Rodríguez, de realizar unos estudios de
especialización en alergia.
Portentoso el joven rosarino. Ni un niño superdotado de esos que acceden a
Oxford con doce años lo hubiese hecho tan rápido. Portentoso sería si no quedasen en
estos últimos meses de 1952 y primeros de 1953 tantos cabos sueltos.
El historiador cubano Enrique Ros realizó hace ya casi dos décadas una detallada
investigación sobre el cuestionable título universitario del Che. Sus conclusiones,
hasta la fecha no rebatidas seriamente por nadie, fueron reveladoras. Ros se puso en
contacto con la Universidad de Buenos Aires para solicitar a su Rectorado los
requisitos para graduarse en Medicina exigidos por aquella institución en los años
1952 y 1953. Hemos visto con anterioridad que Ernesto Guevara obtuvo el diploma
de licenciatura el 12 de junio de 1953, es decir, menos de tres meses después de librar
su último examen. Pues bien, esto es simplemente imposible, porque conforme a las
normas de la Universidad de Buenos Aires de entonces, para conseguir la preciada
titulación era necesario lo siguiente:

Artículo 13 – Después de haber aprobado el examen de Clínica Médica, los


alumnos completarán sus conocimientos prácticos durante un año, para lo cual
concurrirán, obligatoriamente, durante tres meses a un servicio de Clínica Médica,
tres meses a Clínica Quirúrgica, tres meses a Cirugía de Urgencia y Traumatología y
tres meses a Clínica Obstétrica, con un mínimo de veinticuatro horas semanales.
(Resolución del Consejo Directivo de la Facultad de Medicina - Expediente U-
5113/50)

Guevara aprobó Clínica Médica en diciembre de 1952 en el maratón de once


asignaturas que corrió durante aquellos veintidós días de furia examinadora.
Conforme al reglamento de la propia universidad Guevara debiera haber cursado un
servicio de tres meses en cada una de las materias arriba reseñadas. Y no lo hizo,
simplemente porque a esas alturas ya se encontraba fuera del país.
Pero la cosa no se queda aquí. Hay más anomalías desveladas por Enrique Ros.

Artículo 8 – Para rendir examen de Clínica Quirúrgica es necesario tener


aprobadas todas la materias […] excepto Clínica Médica.
(Resolución del Consejo Directivo de la Facultad de Medicina - Expediente U-
5113/50)

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Ernesto aprobó Clínica Quirúrgica en diciembre de 1952 pero le faltaba aun por
rendir examen de Clínica Neurológica, algo que no haría hasta cuatro meses después.
Por lo tanto es difícil que con la Resolución de la Facultad en la mano Guevara
pudiese presentarse al ese examen de Clínica Quirúrgica en diciembre de 1952.
Por si al lector le queda alguna duda he aquí otra de las irregularidades de su
expediente:

Artículo 9 – Para rendir examen de Clínica Médica es necesario tener aprobadas


todas las materias del presente Plan de Estudios.
Resolución del Consejo Directivo de la Facultad de Medicina - Expediente U-
5113/50

¿Cómo es posible que Ernesto Guevara de la Serna se presentase a Clínica


Médica en diciembre de 1952 si aun le quedaban algunas asignaturas por aprobar?
Misterio. Tal vez nunca lo hizo.
Pero el artículo definitivo que invalida, al menos sobre el papel, la obtención del
título en junio de 1953 es el número quince.

Artículo 15 – Terminado este periodo (de un año concurriendo obligatoriamente a


clases prácticas) documentado con los certificados pertinentes, la Facultad le otorgará
el título de Médico.
(Resolución del Consejo Directivo de la Facultad de Medicina - Expediente U-
5113/50)

¿Acudió Guevara los doce meses preceptivos a clases prácticas para conseguir el
título? Parece que no, pues en julio de 1953 abandonó el país para iniciar su segundo
y definitivo viaje por América.
Ante tales evidencias Enrique Ros se dirigió de nuevo a la Universidad de Buenos
Aires, a la Secretaria de Asuntos Académicos concretamente. Desde allí le
informaron que a Ernesto Guevara de la Serna no se le aplicó el Plan de Estudios de
1950, cuyo articulado es el que había seguido Enrique Ros. Ernesto se había
matriculado en 1948, en el mes de noviembre, por lo que a él se le aplicaba el Plan de
Estudios de la Escuela de Medicina aprobado en 1937.
Enrique Ros no se dio por vencido en su búsqueda de la verdad sobre este
misterioso asunto y solicitó a la Dirección General de Planes de Estudios de la
Universidad de Buenos Aires una copia del citado Plan del 37. Para sorpresa del
investigador los criterios de este plan eran muy similares a los del aprobado en 1950.
Pero además, rebuscando en el articulado del mismo, Ros descubrió que el artículo 17
del Plan de Estudios de 1950 dejaba bien claro que cualquier plan anterior quedaba
sin efecto y se adaptaba a éste último.

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Para evitar más elucubraciones Enrique Ros optó por la vía más directa. Solicitó
formalmente una copia del expediente académico de Ernesto Guevara de la Serna. La
Facultad de Medicina se excusó diciendo que el expediente no existía. Lo habían
robado. Partiendo del hecho de que cuando Ros efectuó esta investigación el Che ya
había ascendido al Olimpo de los dioses posmodernos, esta eventualidad era
perfectamente factible. Dudo mucho que los archiveros de la Facultad de Medicina
guarden los expedientes de hace cincuenta años bajo siete llaves, por lo que es
sensato pensar que algún admirador del Guerrillero Heroico lo haya sustraído en
algún momento de las últimas cinco décadas.
Pero, si lo ha hecho, ¿con qué objeto?, ¿con el de esconderlo para que nadie lo
vea? Si es así, lo más elemental es pensar que algún pecado traería ese expediente
para ponerlo a buen recaudo. De lo contrario el diploma llevaría ya muchos años
expuesto en sitial de honor en el Museo Nacional Che Guevara de Santa Clara, en
Cuba. Pero no, allí no hay ningún diploma de medicina.
Concluyendo, lo más probable es que Ernesto Guevara nunca terminase la
carrera. Seguramente se presentó a algún examen tras su regreso en agosto de 1952.
Es posible hasta que aprobase alguno de ellos. Pero, utilizando la lógica como guía,
nada invita a pensar que terminase graduándose tal y como le había recomendado
encarecidamente Alberto Granado, su amigo y compañero de fatigas. Esto nos lleva
irremediablemente al argumento de partida. Más vale la apariencia que la esencia.
¿Para qué aprobar?, ¿para qué esforzarse si lo importante es lo que los demás crean?
Que Guevara fuese o no médico titulado en nada cambia el curso de su historia
personal, pues sólo ocasionalmente ejerció como tal. Es famosa la anécdota de
cuando se encontró, recién desembarcado en Cuba, entre una caja de medicinas y un
fusil eligió sin dudarlo éste último. Por añadidura, el mundo está lleno de
profesionales de todas las ramas del saber que nunca terminaron sus estudios
universitarios, y no por ello han dejado de brillar en una u otra disciplina, con
frecuencia mucho más que los titulados en la misma.
Los títulos universitarios no garantizan la sabiduría, ni la profesionalidad ni
mucho menos son marchamo de éxito personal. Entonces, ¿por qué mentir durante
quince años sobre un título de médico cuya obtención presenta tantas sombras a la luz
de la más simple de las investigaciones? O, reformulando la pregunta, ¿por qué la
mayoría de biógrafos del Che perpetúan este estúpido mito?, ¿acaso pecan ellos de la
obsesión por los títulos y las licencias tan propia de la burguesía que detestan?
Repasemos parte de la literatura guevarológica en este particular. Especialistas
más o menos serios como Jorge G. Castañeda apenas dedica un par de párrafos a los
meses en los que «terminó» la carrera, y, por supuesto, da por hecho que en este
tiempo se dedicó a trabajar como alergólogo en el laboratorio del Doctor Pisani. Eso
sí, solo unas líneas antes, Castañeda remarca que durante esta época Ernesto
entregaba al estudio unas catorce horas diarias para acometer tantos exámenes en tan
corto periodo de tiempo. Ante semejante disparate solo cabe preguntar, ¿cuándo

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dormía?
Pacho O’Donnell le dedica algo más de espacio pero no resuelve gran cosa.
Afirma que Ernesto aprobó las asignaturas «mezclando estudio intenso con audacia y
simpático desparpajo en las mesas examinadoras». Tal vez el bullanguero Ernestito
contaba chistes a los profesores para dar el cambiazo y llevarse el aprobado de
matute. Bromas aparte, lo extraordinario del asunto es que el mismo O’Donnell
estudió Medicina en la misma época, por lo que no deja precisamente en buen lugar a
la Universidad de Buenos Aires y a su propia formación académica.
Paco Ignacio Taibo II en su «Ernesto Guevara, también conocido como el Che»,
auténtica Biblia de la guevarología, remata el asunto en una línea y se saca de la
manga una conversación de Guevara padre con Guevara hijo, en la que el último le
dice al primero por teléfono:

—Habla el doctor Guevara.

Conmovedor.
Isidoro Calzada, eximio guevarólogo, en su monumental «Che Guevara»
despacha el tema en, exactamente, cuatro líneas. Dando por hecho que recibió el
título el día uno de junio y no el doce como años más tarde aseguraría su padre
Guevara Lynch. Calzada, siempre único, remata la faena con la mención a una
presunta tesis de licenciatura sobre alergología. Nos gustaría saber dónde está esa
tesis y qué tema específico trata, porque la alergología es disciplina amplia. Si
alguien la encuentra que lo haga público porque con toda certeza hacen un hueco a la
tesis en el museo Che Guevara de Santa Clara o en el de Alta Gracia.

Cómo dirigirse a Venezuela y no llegar jamás


Recién comenzado el invierno austral de 1953 y con la carrera más o menos
terminada, o más o menos dejada por imposible, Ernesto se fijó una nueva meta:
volver a Caracas a reunirse con su amigo Alberto. Es cierto que no llevaba la
graduación bajo el brazo, pero daba igual, lo importante es que le creyesen. De lo
demás se encargaría la labia de Alberto Granado. Para esta nueva aventura escogió a
un nuevo amigo, Carlos Ferrer, apodado cariñosamente Calica. Como ya no tenía
moto y el billete de avión era demasiado caro escogió el tren. Comunicó su decisión a
sus padres y a sus hermanos. De Chichina nada de nada, se habían visto por última
vez a comienzos de año, poco más que como viejos amigos que suspiraban el uno por
el otro pensando en lo que pudo ser y nunca fue.
El 7 de julio de 1953 tomó el tren en la estación de Retiro. Su padre, años
después, evocaría este momento de una manera bien romántica. Según Guevara
Lynch, cuando el tren ya había comenzado su marcha Ernesto sacó la cabeza por la

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ventana del convoy y gritó «¡Se va un soldado de América!». Como es de suponer la
anécdota no pasa de pura leyenda, pero no deja de tener su plástica y ese toque
ligeramente soviético con Lenin entrando en la estación de Finlandia.
No es difícil ponerse en el lugar de este joven e ilusionado Ernesto Guevara.
Junto a un buen amigo, subido en un tren y dispuesto a cruzar un continente entero
sin más preocupaciones que mirar por la ventanilla e ir tomando nota. Todos los que
hemos tenido veinticinco años y hemos viajado a esa edad podemos dar testimonio y
meternos en la piel del Che, al menos en aquellos momentos. Días después de la
salida de Buenos Aires el tren llegó a La Paz, capital de Bolivia y ciudad desconocida
para Ernesto. El día 24 de julio envió una carta a su madre desde La Paz algo mustio,
pues no le habían dado el trabajo que había solicitado en una mina de estaño.
Él no lo sabía, pero a miles de kilómetros de allí, dos días después de escribir a
casa, un grupo de revoltosos cubanos liderados por un joven abogado cubano de
nombre Fidel Castro Ruz había asaltado el cuartel de La Moncada. Lo más seguro es
que el asalto a aquel remoto cuartel del oriente cubano llegase con mucho retraso a
los somnolientos rotativos bolivianos, pero Guevara, sin siquiera imaginarlo aún,
sería, con el correr del tiempo, de muy poco tiempo, parte inseparable del
movimiento nacido en esa fecha.
Bolivia se encontraba en aquel año en plena transformación política. El Gobierno
de Víctor Paz Estensoro había dado inicio a una prometedora reforma agraria para
equilibrar el más que discutible régimen de propiedad que, desde tiempos de la
colonia, imperaba en el altiplano. A Ernesto y a Calica debió aquel proceso
resbalarles en toda su amplitud. Se alojaron primero en un hotel, luego en casa de
unos exiliados argentinos, y durante unas semanas frecuentaron la compañía de otros
compatriotas que se encontraban en Bolivia. La de Isaías Nougués, por ejemplo,
terrateniente de una soberbia plantación de azúcar. En casa de este último conocieron
a Ricardo Rojo, joven abogado de ideología socialdemócrata al que su oposición al
régimen peronista le había costado la cárcel.
La vida de los viajeros no podía ser más relajada. Sin trabajo, sin mucha voluntad
por conseguir uno, y con el día resuelto de casa en casa, de visita en visita, de mate en
mate. Siempre entre argentinos, naturalmente. La etapa boliviana del viaje no tendría
la mayor trascendencia sino fuese porque, para variar, muchos han querido ver en ella
el nacimiento político del guerrillero en ciernes. La «toma de conciencia», una vez
más.
Poco hay de ello. Ernesto trató de encontrar un trabajo de médico en Bolivia,
seguramente atraído por los salarios que se pagaban a los profesionales cualificados
extranjeros. Algunas minas estaban gestionadas por compañías norteamericanas,
solventes y aficionadas a remunerar generosamente a sus cuadros cualificados que
eran, siempre e invariablemente, de ascendencia europea.
El empleo no lo consiguió, así que dio por terminada su etapa boliviana y
reemprendió el viaje a Venezuela, donde Granado seguía esperando y donde podría

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hacer buena plata honradamente. En septiembre dejaron Bolivia, pero, al no disponer
aún de visado de entrada en Venezuela, no se dirigieron directamente a Caracas, sino
al Perú. De nuevo a bordo de un camión llegaron a Cuzco. Segunda visita que rendía
Ernesto a la antigua capital de los Incas. Y de Cuzco a Lima pasando nuevamente por
Machu Pichu.
En Lima Guevara tenía a alguien de confianza, el doctor Pesce, leprólogo e
idealista que tan buen trato le había dispensado un año antes. En Perú intentó
encontrar un empleo, pero de nuevo fue en vano. Al parecer, en la mina donde el
joven preguntó sólo le hacían el contrato por tres meses y a Guevara le interesaba un
mes. Total, ¿para qué? No era tan necesario rellenar el bolsillo cuando, tanto su
amigo Calica como él, habían aprendido a vivir sin trabajar.
En Lima, por ejemplo, Ernesto enamoró a una enfermera que les facilitó
alojamiento durante más de una semana. Es admirable el éxito que Guevara siempre
cosechó entre las féminas, especialmente las de nacionalidad peruana. En su primera
visita al Perú ya tuvo un escarceo con una meretriz en el Amazonas, en el segundo
sedujo a la enfermera Zoraida Boluarte, y, poco después, en Guatemala, conocería a
la que sería su primera esposa: Hilda Gadea.
En Lima, además de echarse un ligue, los dos viajeros se encontraron con Gobo
Nougués, hermano de un antiguo amigo de Bolivia. Este Nougués era un simpático
personaje de la noche limeña, que los paseó por el Country Club y algún que otro
hotel de lujo. Pero Guevara no olvidaba su destino final, que seguía siendo
Venezuela. La vida muelle de la capital peruana terminó por aburrirlos. Coincidieron
de nuevo con Ricardo Rojo, que esta vez venía acompañado de otros tres estudiantes
argentinos: Andrés Herrero, Oscar Valdovinos y Eduardo García. Los cinco formaron
cuadrilla para salir del país, cruzaron la frontera con Ecuador y se dirigieron juntos al
puerto de Guayaquil. Desde allí solo les quedó esperar para tomar un barco, mercante
por supuesto, que los sacase de aquella calima insufrible de los puertos ecuatoriales.
Desde Bolivia venía persiguiendo Ernesto un visado para entrar en Venezuela. En
Guayaquil, al fin, se lo concedieron. Ya nada se imponía entré él y su amigo Granado,
al que hacía que no veía más de un año. Pero cambió de opinión. Los estudiantes que
acompañaban a Ricardo Rojo tenían planes bien distintos. No querían saber nada de
Venezuela. Su destino era Guatemala donde, en palabras de Eduardo García «… van
a la aventura en cuestión monetaria…» o, por expresarlo, en un castellano menos
argentino, es decir, más directo, van a ganar dinero a Guatemala. Sin más.
Eso a Ernesto debió tintinearle en los oídos como monedas de un cuarto de dólar
que caen sobre una mesa. Guevara, en una carta a su madre fechada el 21 de octubre,
no se avergüenza de ello. Le hace la confesión y remata «… estaba en una especial
disposición psíquica a aceptarla. […] La aventura monetaria, se entiende». Hasta aquí
nada malo. Un joven argentino de veinticinco años que se busca la vida en Ecuador, y
como no termina de encontrar lo que busca, decide continuar camino a Guatemala,
donde le han dicho que se atan a los perros con longanizas. ¿Por qué tantos

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guevarólogos se empeñan en buscarle los cien pies al gato pretendiendo en Ernesto
Guevara actitudes que simplemente no tenía?
Finalmente, abandonaron Guayaquil, dejando, eso sí, sin pagar la pensión donde
habían vivido. Su amigo Calica Ferrer, que había emprendido en julio el viaje junto a
él en la bonaerense estación de Retiro, se decidió a cumplir su promesa de llegar
hasta Venezuela y se separó del grupo en Quito. Para salir de Ecuador contactaron
con un barco de la famosa Flota Blanca de la United Fruit Company, que accedió a
transportar al grupo hasta Panamá.
Tras una breve estancia en Ciudad de Panamá abordaron otro buque que los llevó
hasta Costa Rica. En el verde y exuberante país de los Ticos la estancia fue más
prolongada y empezó a tomar algún que otro tinte político. Se ve que, de tanto ocio y
tanto vivir sin trabajar, las conversaciones vacuas estaban empezando a sorberle
definitivamente el seso. Su paso por Costa Rica nos deja alguna perla que empieza a
justificar el apodo de Che que más tarde le haría mundialmente famoso. En una carta
a su tía Beatriz Guevara Lynch afirma:

Tuve la oportunidad de pasar por los dominios de la United Fruit convenciéndome una vez más de los
terribles que son estos pulpos capitalistas. He jurado ante una estampa del viejo y llorado camarada Stalin no
descansar hasta ver aniquilados estos pulpos capitalistas.

Pulpos capitalistas que, por otro lado, le habían posibilitado llegar hasta Costa
Rica en uno de sus barcos. «Pulpos capitalistas» para unos señores que se limitaban a
cultivar y vender fruta. «Llorado camarada» para un genocida infame que esclavizó al
mayor país del mundo, mató de hambre a toda una nación, deportó pueblos enteros en
vagones de ganado y construyó el mayor sistema de campos de concentración de la
Historia. El cerebrito del joven y ocioso Guevara no daba para más.
Stalin fue llorado sí, pero por rabia desde todas y cada una de las islas que
formaban el interminable archipiélago de gulags con el que «padrecito de los
pueblos» llenó Siberia. Puestos a elegir entre un inofensivo limonero costarricense,
cuyos frutos estaban destinados al consumo de los norteamericanos, y el sinsentido
totalitario de Stalin, nuestro héroe se quedó con el segundo. Mala señal en alguien
que pronto, muy pronto, tendría mucho poder en sus manos.
En Costa Rica, aparte de acordarse —para bien— del mayor asesino que en mala
hora ha conocido el género humano, Guevara trabó por primera vez contacto con
cubanos exiliados. Se trataba de Severino Rosell y Calixto García, asaltante del
cuartel de Bayamo y futuro integrante de la expedición del Granma. Tal vez fue
entonces cuando tuvo la primera noticia sobre la insurrección del 26 de julio en Cuba.
La experiencia tica sería la primera de las capas de la empanada mental que, a
partir de ese momento, iría cocinando a fuego lento en su cabeza. Pero no era el final
de su viaje. Dirigieron sus pasos hacia el norte por tierra y, tras atravesar Nicaragua
con una breve parada en su capital, hicieron su entrada en Guatemala unos días antes
de Navidad: el 20 de diciembre de 1953.

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Guatemala: mucha pena y poca gloria
En 1950, casi al mismo tiempo en que Ernesto hacía sus primeras confesiones
amorosas en empalagosas y ruborizantes cartas a su novia Chichina Ferreira, se
celebraron elecciones en Guatemala. Eran los segundos comicios en libertad tras la
dictadura del general Jorge Ubico. La convocatoria electoral de noviembre 1950 vino
a ser la confirmación de la línea marcada por el sucesor de Ubico, Juan José Arévalo,
que era de ideas progresistas pero sin los excesos que vendrían después.
El país centroamericano estaba, sin embargo, recalentado por planteamientos algo
más radicales pero no necesariamente buenos. En los seis años de Gobierno de
Arévalo dieron comienzo algunas reformas de envergadura que perseguían aminorar
la influencia de los Estados Unidos en la política y la economía guatemalteca. El país
era un satélite gringo. Sus exportaciones así lo atestiguaban, y, como tal, el peso que
Washington ejercía sobre la política local era decisivo. Hasta aquí todo correcto, pero
esos primeros años de la Guerra Fría no eran muy propicios para experimentos de
ningún tipo, especialmente los de tipo político y en el mismo patio trasero de la gran
potencia.
O se estaba con la línea definida desde Washington, o se caía irremisiblemente en
las redes de los soviéticos, que manejaban a su antojo los partidos comunistas de todo
el mundo. La política que los sucesivos gabinetes que pasaron por la Casa Blanca
ensayaron en la región no siempre fue la más sabia, ni la más respetuosa en algunos
casos con la idea de democracia liberal que pregonaban los líderes norteamericanos.
Sin embargo, y trayendo un refrán muy usado en España y que viene que ni al pelo,
durante aquellos años algunos países hispanoamericanos de la época salieron de la
sartén para caer en el fuego. Casos como el de Guatemala en 1950, el de Cuba en
1959, o el de Nicaragua en 1979, demuestran con crudeza que no siempre las
reformas abren paso a un mundo mejor, más libre y más próspero.
Las elecciones de 1950 en Guatemala dieron comienzo a la llamada Revolución
de Árbenz, que duró tres años y que terminó como en un baño de sangre gratuito e
innecesario. Jacobo Árbenz era un coronel del ejército guatemalteco, apuesto y
decidido, hijo de un emigrante suizo que había hecho fortuna en Quetzaltenango, la
segunda ciudad del país.
En 1944 participó en el golpe de Estado que un grupo de oficiales de ideas
liberales había dado contra el corrupto y decadente gobierno de Jorge Ubico. Algunas
de las reformas llevadas a cabo por el nuevo directorio presidido por Arévalo iban
por el buen camino. Ampliaron el censo electoral concediendo el voto a las mujeres,
legalizaron los partidos políticos y fomentaron la libertad de prensa.
Lo que empezó bien terminó de muy mala manera por culpa de la radicalización
progresiva del movimiento original. Con los comunistas metidos hasta en la cocina
del Gobierno, el primer gabinete Árbenz de 1950 promulgó una Reforma Agraria
basada en postulados comunistas. Nada que no se conozca, los clásicos: la tierra para

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el que la trabaja y los Estados Unidos son el demonio.
La cosa llegó tan lejos que, entre los intelectuales progresistas de toda América,
se ponía el ejemplo de la Guatemala de Árbenz como una tercera vía de socialismo
descafeinado que, sin ofender demasiado a los Estados Unidos, les acercase a los
soviéticos. La de Guatemala era la revolución posible. Los comunistas de estricta
obediencia moscovita, que eran todos por aquel entonces, lo veían de un modo bien
distinto, algo, digamos, más cafeinado. Si, gracias a un tonto útil, podían mover un
centímetro a la izquierda a Guatemala no sería muy complicado moverla después un
metro, y luego otro, y así hasta que el país cayese en las dulces manos del Soviet
Supremo.
A aquella Guatemala revuelta llegó Guevara a finales de 1953. En este punto de
su vida todo guevarólogo que se precie se refocila como gato panza arriba
presumiendo en Ernesto una actitud política ya plenamente consciente al entrar en
Guatemala. Pero olvidan —y omiten, obviamente—, las palabras de Eduardo García,
su compañero de viaje, que se dirigía a Guatemala en «aventura monetaria».
Lo primero que hicieron los recién llegados fue hacerse con un contacto que les
facilitó una pensión en el centro de Ciudad de Guatemala, no muy lejos de la catedral.
Ese contacto, obtenido a través de Ricardo Rojo, no era otro que Hilda Gadea, una
joven peruana de ideas izquierdistas. Hilda se quedó prendada de la arrebatadora
apostura del argentino nada más verlo. No consta que Guevara sucumbiese del mismo
modo, pero si es cierto que se sintió atraído por la peruana. Y no era para menos.
Gadea era una mujer bonita que rondaba la treintena, de rasgos indígenas y poseedora
de múltiples encantos. Estaba, además, muy bien relacionada en aquella Guatemala
revolucionaria del coronel Árbenz. Trabajaba para el Instituto de Fomento de la
Producción y poseía una agenda de contactos nada despreciable para un buscavidas
que acababa de llegar al país con objeto, básicamente, de ganarse la vida trabajando
lo mínimo imprescindible.
Lo primero que Ernesto barajó fue la posibilidad de encontrar un empleo como
médico. Sí, ese mismo empleo que le había sido negado en Bolivia y en Perú. En su
diario personal da fe de los denodados esfuerzos encaminados a hacerse con un
trabajo con el que poder pagar la pensión y vivir honradamente. Estos esfuerzos
consistieron en unos trámites ante el ministerio de Salud Pública que no fructificaron
y poco más. Más tarde Hilda Gadea se inventaría que realmente Ernesto si que lo
intentó pero que, al no disponer del carné de Partido Guatemalteco del Trabajo, no
logró que le diesen ese empleo que tanto anhelaba. Guevara se negó en redondo a
afiliarse.
Sirva esta anécdota como ejemplo de hasta dónde llegó la Guatemala de Árbenz
en su última fase de descomposición: si no se tenía el carné del Partido no había
modo de colocarse. O eso es lo que dice Hilda Gadea, que, como era comunista, a
ella le parecía de lo más normal. O el Partido o la nada. Así de sencillo.
En su diario, donde, insisto, anotaba comentarios hasta los días en los que no

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hacía nada, no aparece ni una sola mención al incidente con el médico que le solicitó
la filiación al PGT como condición indispensable para formar parte de la plantilla. No
pongo en duda que situaciones como esa se diesen en la Guatemala de 1954. De
todos es sabido la devoción que sienten los partidos de izquierda por incorporar al
Partido a todo el país en cuanto tienen la ocasión de gobernar, pero si eso le hubiese
pasado a Ernesto Guevara indudablemente habría corrido en el acto a afiliarse a la
sede del PGT más cercana. Y seguidamente lo habría consignado en su diario.
Un tipo que era capaz de escurrirse de polizón en un barco para viajar de una
ciudad a otra aún a riesgo de ser arrojado al mar por un capitán sin escrúpulos, no
puedo creerme que dijese que no a un empleo seguro por un quítame allá un carné. Es
tan improbable que la patraña solo se mantiene por la machacona publicidad que en
su día le dio Hilda Gadea, y que hoy perpetúa la guevarología más bizarra.
Lo que parece innegable es que a Ernesto en Guatemala le sobraba el tiempo.
Perdía mucho en la pensión sin hacer nada útil, pero aun con esas seguía teniendo
tiempo como para inspirarse en otras menudencias. Hilda Gadea estaba muy
preocupada por él. Ya habían formalizado su relación y podía considerarse que eran
novios. Ella trabajaba y estaba ideologizada hasta el tuétano, él ninguna de las dos
cosas. Sus cuitas iban más por lo económico.
Para pagar la pensión en más de una ocasión se vio en la necesidad de pedir
dinero prestado a Hilda que, como es de suponer, lo hizo sin presentar objeción
alguna. En los interminables días de asueto y vagancia en la habitación de la pensión
empezó a interesarse por algunas obras políticas, especialmente Marx y Lenin, que
solícita le prestaba su amante. Pero ni con eso terminó de calmar el aburrimiento. Los
problemas económicos, para agravar más la situación, le sobrepasaban. En una carta
en abril de 1954 cuando llevaba cuatro meses en Guatemala confesaba a su madre:

Hablar de planes en mi situación es contarles un sueño hilvanado; de todas maneras si —condición expresa
— consigo el puesto en la frutera, pienso dedicarme a levantar las deudas que tengo aquí, las que dejé allí,
comprarme la máquina fotográfica, visitar el Petén y tomármelas olímpicamente para el norte, es decir
México.

Porque uno de sus planes de empleo que barajó por entonces era trabajar en una
compañía frutera, si frutera, quizá la misma United Fruit Company que explotaba con
gran aprovechamiento las plantaciones de banano guatemaltecas.
Los arreglos en Ciudad de Guatemala no le habían salido como él pensaba. Un
mes después, en mayo, vuelve, pluma en ristre, a dirigirse a su madre, eso sí
tranquilizándola con la idea de que si él así lo quisiera bien podría hacerse millonario.

En Guatemala podría hacerme muy rico, pero con el rastrero procedimiento de revalidar el título, poner
una clínica y dedicarme a la alergia (aquí está lleno de colegas del fuelle). Hacer eso sería la más horrible
traición a los dos yos que se pelean dentro, el socialudo y el viajero.

¿Rastrero revalidar el título?, ¿acaso no había solicitado empleo de médico en tres

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países distintos?, ¿o es que solo era rastrero revalidar el manido título para poner una
clínica en Guatemala? Lo de nuestro hombre en su correspondencia es a veces tan
enigmático y contradictorio que cuesta hasta comprenderlo.
La vida del futuro Che en Guatemala, al menos hasta el inicio de la escaramuza
militar que le costó el Gobierno y el destierro a Árbenz, fue, como estamos viendo,
de lo más tranquilo. Ernesto tuvo hasta tiempo de viajar. Para renovar la visa que le
permitiese seguir con esa vida de ocio y despreocupación salió de Guatemala para
visitar El Salvador.
Su gusto por las culturas y civilizaciones precolombinas queda en este aspecto
fuera de toda duda. Allá donde fue en América se preocupó de visitar personalmente
ruinas y yacimientos arqueológicos. De hecho, en su fugaz paso por Panamá, publicó
en una revista de aquel país un artículo largo sobre las ruinas de Machu Pichu que
años antes tanto le habían fascinado. En El Salvador visitó las ruinas de Tazumal. Sus
excursiones turísticas desde la capital de Guatemala fueron numerosas.
Aficionado como era a la escalada se atrevió con algunos volcanes de la región
aunque, utilizando sus palabras, «ni muy elevados ni muy activos». El problema en
Guatemala, al menos en las proximidades de su capital, es que todos los volcanes son
elevados cuando no, además de elevados, están activos. Los tres más próximos son el
Volcán de Agua (3760 metros), el Acatenango (3976 metros) y el Volcán de Fuego,
que se eleva 3763 metros hacia el cielo y mantiene una actividad constante como bien
saben de primera mano los vecinos de la capital y, especialmente, los de la cercana
Antigua Guatemala.
Los viajes por los países de la zona los hacía, como era su costumbre desde los ya
lejanos tiempos de la Universidad, a dedo. A finales de abril escribía a su hogar en
Argentina contando su última aventura:

En los días de silencio mi vida se desarrolló así: fui con una mochila y un portafolio, medio a pata, medio
a dedo, medio pagando amparado por los 10 dólares que el propio gobierno me había dado […] Después me
fui a pasar unos días de playa mientras esperaba la resolución sobre mi visa que había pedido para ir a visitar
unas ruinas hondureñas, que sí, son espléndidas. Dormí en la bolsa que tengo, a orillas del mar.

Es de justicia es reconocer que en una de sus salidas, en la que hizo a Honduras,


no le quedó más remedio que doblar el espinazo y trabajar para costearse el billete de
ferrocarril de vuelta a Ciudad de Guatemala. Aunque, como apunta John Lee
Anderson, este fue el único trabajo físico que nuestro personaje realizó en toda su
vida. Por trabajo se entiende algo remunerado y genuinamente voluntario. En ello no
entra, naturalmente, esa suerte de esclavitud que se sacó de la manga en Cuba bajo el
eufemístico nombre de Trabajo Voluntario.

Quedé sin plata para llegar por ferrocarril a Guatemala, de modo que me tiré al Puerto Barrios y allí laburé
(trabajé) en la descarga de toneles de alquitrán, ganando 2,63 por doce horas de laburo (trabajo) pesado como
la gran siete, en un lugar donde hay mosquitos en picada en cantidades fabulosas.

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Mientras Ernesto se debatía entre el ocio doméstico junto a su inseparable Hilda y
los viajes por Honduras o El Salvador, Guatemala se encontraba en un momento
crucial de su historia. Jacobo Árbenz había dado una vuelta de tuerca más a su
premeditada política de acercamiento a la Unión Soviética. En el Pentágono no le
quitaban ojo al asunto. No estaban obsesionados pero les preocupaba el cariz que
estaban tomando los acontecimientos.
El presidente Dwight D. Eisenhower fue advertido por John Foster Dulles, a la
sazón secretario de Estado, del riesgo que corría el resto del istmo centroamericano
de contagiarse del ejemplo guatemalteco. El peligro comunista era el tema principal
de conversación en aquellos años entre los políticos norteamericanos. En abril de
1951 el matrimonio formado por Ethel y Julius Rosenberg había sido condenado a
muerte en Nueva York por servir a una extensa trama de espionaje que los soviéticos
habían organizado dentro del mismísimo ejército de los Estados Unidos. Los recelos
por la siguiente maniobra del enemigo eran continuos y Dulles creyó ver en la
evolución del régimen de Árbenz una artimaña del Kremlin para poner una pica en el
mismo corazón de América.
Y parte de razón no le faltaba. El PGT poseía una influencia tan inexplicable
como poderosa dentro del gabinete del presidente Árbenz. Además, los movimientos
que había hecho el Gobierno de Guatemala hacia el bloque del este eran cuando
menos sospechosos. Los historiadores especializados en el siglo XX, que suelen ser,
por lo general, muy caseros en lo que a ideología se trata, han repetido una y otra vez
que un paranoico Dulles decidió de manera unilateral que Guatemala se había vuelto
roja y que había que intervenir a toda costa.
Esto no es cierto o no lo es del todo. Está documentado que Jacobo Árbenz
compró armas a los rusos en 1953. Y no lo había hecho pública y abiertamente, sino a
través de una negociación secreta. La CIA detectó en Puerto Barrios un buque polaco,
el Arfhem, cargado de material bélico cuyo destino último eran las Fuerzas Armadas
de Guatemala. El país era soberano de comprar armas a quien creyese conveniente,
pero su soberanía estaba solo sobre el papel. En los años 50 del pasado siglo solo
había dos países plenamente soberanos en todo el globo: los Estados Unidos y la
Unión Soviética. El resto eran satélites con mayor o menor grado de dependencia. No
digo que estuviese bien. Simplemente recuerdo cómo funcionaba el mundo entonces.
Washington convocó una conferencia de urgencia de la Organización de Estados
Americanos (OEA) para definir una posición común frente a los manejos de Árbenz.
La tesis de los norteamericanos estaba impecablemente hilvanada. Los soviéticos
habían encontrado una vía idónea para infiltrarse en el continente americano.
Contando con una base segura como Guatemala podrían financiar revoluciones en los
países vecinos, en los que terminaría por imponerse un régimen de tipo soviético. Esa
operación los soviéticos la perseguían con denuedo. Años más tarde lo conseguirían
quedándose con Cuba.
Guevara estaba al tanto de todo aquel lío que se traía el gobierno Árbenz con los

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jerarcas soviéticos y así lo consigna en su diario:

La frutera está que brama y, por supuesto, Dulles y Cía. Quieren intervenir en Guatemala por el terrible
delito de comprar armas donde se las vendieran, ya que Estados Unidos no vende ni un cartucho desde hace
mucho tiempo.

El compromiso político de Guevara no pasaba de ahí. Era, a lo sumo, un joven


emigrante argentino, algo holgazán todo sea dicho, de ideas izquierdistas producto de
la época, la edad, la desinformación y de la poca selección a la hora de elegir lecturas.
Porque, ¿qué hubiera pasado si el joven Guevara en lugar de leer a Marx y Lenin
hubiese optado por empezar con John Locke y su «Ensayo sobre el Gobierno Civil»?
¿Qué hubiese pasado si en lugar de haraganear por media América hubiese montado
una pequeña empresa en Argentina o, de haber terminado la carrera, se hubiese
empleado como médico? Seguramente no habría tragado las andanadas ideológicas
que le lanzó su novia peruana.
Pero no fue así. De cualquier manera, los desvelos existenciales de Ernesto
Guevara no pasaban ni mucho menos en mayo de 1954 por la comprometida
situación política de su país de acogida. Cierto que junto a Hilda conoció a algunos
moncadistas cubanos, cierto que no ocultaba su simpatía por la Unión Soviética, pero
eso no indica que estuviese aún tan radicalizado y concienciado como esgrimen la
práctica totalidad de los guevarófilos.
Y como el movimiento se demuestra andando, veamos lo que pasó durante la
caída de Árbenz y su Gobierno.
Desde el mes de mayo de 1954 los teletipos de las principales agencias de
noticias de todo el mundo empezaron a escupir rumores sobre la más que posible
intervención de los Estados Unidos en Guatemala. Tal intervención, en sentido
estricto, nunca se produjo ni corrió nunca el riesgo de producirse. De haberse dado el
caso el representante de la URSS en las Naciones Unidas hubiera echado espuma por
la boca acusando a los yanquis de imperialistas. Lo que si que hizo Eisenhower fue
proporcionar apoyo a un oficial guatemalteco, el coronel Carlos Castillo Armas, que
había reunido una pequeña tropa en Honduras con objeto de invadir Guatemala y
deponer a Árbenz de la presidencia.
Hay una bibliografía extensísima sobre este tema. En casi todos los idiomas
puede consultarse hasta el más mínimo detalle de la crisis guatemalteca de 1954.
Pero, aunque historiadores y politólogos hayan ríos de tinta, la cosa fue mucho más
sencilla. El 17 de junio el ejército irregular a cargo de Castillo Armas cruzó la
frontera. Los funcionarios del gobierno guatemalteco cursaron una solicitud urgente a
las Naciones Unidas para que se discutiese en este organismo la agresión que estaba
sufriendo el país. Solo la Unión Soviética hizo caso al SOS del diplomático
guatemalteco. Eisenhower prefirió remitir el problema a la instancia que consideró
adecuada para tal eventualidad: la Organización de Estados Americanos.
Al no tratarse de una agresión de un país contra otro la ONU poco tenía que decir

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en el asunto. Por mucho que disguste a los amigos de la conspiración, el asunto de
Guatemala era algo de orden interno, es decir, que un coronel levantisco se disponía a
dar un golpe de Estado contra otro coronel al que el primero consideraba traidor a la
patria. Nada de lo que alarmarse. Un clásico de los países hispanos de ayer, de hoy y
de siempre.
Árbenz había llegado al poder por la vía de las urnas cierto, pero no fue así con su
padrino y mentor Juan José Arévalo que en 1944 se había levantado contra el general
Ubico. Los modos en que la mayor parte de países hispanoamericanos han cambiado
de Gobierno a lo largo de los dos últimos siglos van más por el camino del cuartelazo
que por el del turno pacífico y democrático. Es triste, pero así ha sido hasta hace bien
pocos años en casi todo el continente americano hispanohablante y, por supuesto, en
la madre nutricia del invento que no es otra que España.
Los hombres de Castillo Armas no encontraron mucha resistencia en su avance
por el corto trecho que va de la frontera hondureña a la capital del país. Tras varios
días de escaramuzas entre los leales a Árbenz y los de Castillo Armas, éstos últimos
llegaron a las afueras de Ciudad de Guatemala. La capital se rindió casi sin
derramamiento de sangre. Árbenz, del que el propio Ernesto había dicho: […] es un
tipo de agallas, sin lugar a dudas, y está dispuesto a morir en su puesto, si es
necesario […] salió disparado hacia la embajada de México para refugiarse y salvar
el pellejo. Todavía faltaban veinte años para que Salvador Allende se inmolase —o le
inmolasen— en el Palacio de la Moneda. Pero eso el Che ya no pudo verlo. Con
Árbenz apartado de la circulación el poder pasó al coronel Carlos Enrique Díaz, que
negoció lo mejor que pudo con el militar vencedor. Castillo Armas se convirtió de
este modo en nuevo presidente de la República de Guatemala, cargo que retendría
hasta 1957.
¿Qué hizo Ernesto Guevara durante estos días de furia?, ¿correspondió nuestro
hombre la gentileza que la Guatemala de Árbenz había tenido con él acogiéndolo en
su seno? La idea generalizada, inoculada en las mentes por vía guevarológica, es que
en aquellos días de junio de 1954 de asedio a la capital nació el Che Guevara que
conocemos hoy día. Es cierto que fue en Guatemala donde le pusieron el
sobrenombre Che que le llevaría al estrellato mediático del que hoy disfruta. Pero
poco más. El origen de ese mito persistente que pinta a Ernesto Guevara parapetado
en las trincheras de Ciudad de Guatemala instruyendo grupos armados de obreros y
agricultores, proviene de la fecunda imaginación de su entonces novia Hilda Gadea.
La peruana, años más tarde, y ya residiendo en la Cuba de Castro, dio lo mejor de
sí escribiendo un librito titulado «Che Guevara, años decisivos», en el que narra con
todo lujo de detalles la experiencia revolucionaria del Che en la Guatemala de los
últimos días de Árbenz. Según la peruana, Ernesto se alistó voluntario a los
comandos de defensa antiaérea que proliferaron por la ciudad durante los escasos y
poco efectivos bombardeos de las zonas céntricas por parte de los sublevados.
Quizá viendo que del aire no venía el peligro, se lanzó de cabeza al adoquinado

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de las calles para defender las conquistas sociales del Gobierno. Tampoco. No
empuñó siquiera un arma. Nada de nada, ni un mal grito reclamando el concurso de
los transeúntes para que se apuntasen a la defensa de la ciudad. Según Hilda Gadea,
todos los intentos de Ernesto por luchar contra la invasión fueron inútiles.
Efectivamente, tan inútiles como inexistentes. Algo después, a Tita Infante, su
antigua compañera comunista de Universidad, le haría la siguiente revelación:

Igual que la República Española, traicionados por dentro y por fuera, no caímos con la misma nobleza.

Igualito. A diferencia que a la República Española le habían traicionado hasta sus


fundadores. Pero el desconocimiento de la historia española del Che Guevara era
oceánico, muy a pesar de su infancia cordobesa, rodeado de exiliados españoles. O
precisamente por eso. Quien sabe. Respecto a otra de las causas por las que fracasó la
resistencia frente a Castillo Armas, Hilda Gadea rescata un recuerdo que, según ella,
tuvo en su momento forma de artículo firmado por Ernesto Guevara. Artículo que,
huelga decirlo, se ha perdido.

El estaba seguro que si se le decía la verdad al pueblo, y se le daba las armas, podía salvarse de la
revolución. Aún más, aunque cayese la capital, podía continuarse luchando en el interior: en Guatemala hay
zonas montañosas apropiadas.

Decir la verdad al pueblo. Francamente hubiera sido muy oportuno, pero para
aventar a Árbenz del poder en las primeras elecciones. Una Guatemala comunista
tutelada por el PGT y apadrinada por la Unión Soviética no hubiese sido muy
diferente a la Cuba de las últimas seis décadas. Un régimen monolítico de partido
único, de ausencia total de libertades individuales, de imposición absoluta del Estado
sobre el individuo, de garantías procesales inexistentes, de fusilamientos bajo la
singular acusación de estar «Contra el Pueblo»… el paraíso totalitario perfecto.
Los infelices guatemaltecos deberían haber sido informados de los planes que
Hilda Gadea y los capitostes del PGT tenían para ellos. Respecto a esa idea de dar las
armas al pueblo nos lleva directos al drama de la República Española. En aquella
ocasión, en aquel funesto día de julio de 1936 en que el Gobierno dio las armas al
pueblo dio comienzo la mayor tragedia colectiva que han sufrido los españoles en
toda su historia.
Por lo demás, los recuerdos de Gadea patinan en el tiempo. Habla de unas «zonas
montañosas apropiadas» pero ¿cuáles eran esas zonas?, ¿el Che las conocía? Esta
tontería huele más bien a chamusquina y a pólvora mojada tras un aguacero en Sierra
Maestra. Los focos guerrilleros desde la sierra se dieron por vez primera en Cuba a
finales de la década y su ejemplo se ha extendido por toda América Latina, pero en
1954 era pura fantasía. Y otro detalle geográfico. En Ciudad de Guatemala no es que
haya zonas montañosas apropiadas, es que la ciudad está encima de una cordillera a
1500 metros por encima del nivel del mar justo sobre la divisoria continental de
aguas que atraviesa entre barrancos las calles de la capital.

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Ahora bien, si sospechamos que Hilda Gadea miente, entonces ¿qué hizo el
ciudadano argentino Ernesto Guevara de la Serna en aquellos días? Pues sencillo, lo
que hubiese hecho cualquier otro súbdito de esta república en similar circunstancia:
refugiarse en la embajada. Durante los días previos a la toma de la ciudad por parte
de Castillo Armas Ernesto se lo pasó bomba experimentando una […] sensación
mágica de invulnerabilidad que me hacía relamer de gusto cuando veía a la gente
correr como loca apenas venían los aviones o, en la noche, cuando en los apagones se
llenaba la ciudad de balazos […] Muy revelador. En la misma carta dirigida a su
madre un día después de la entrada triunfal del coronel vencedor en Ciudad de
Guatemala Ernesto confiesa sin rubor:

Con un poco de vergüenza te comunico que me divertí como un mono durante estos días.

Tome nota, se divirtió como un mono. Conste que no lo digo yo, lo dice él. Eso sí,
también es cierto es que no profesaba simpatía alguna por los recién llegados, a los
que consideraba, en su proverbial incultura, una amalgama de empresarios fruteros y
el cuerpo de marines de los Estados Unidos. Lo que a él le preocupaba es que, con el
cambio de Gobierno, se había quedado sin posibilidad de encontrar trabajo, y más
teniendo en cuenta las amistades que había cultivado en los meses previos a la
sublevación. Este extremo queda reflejado a la perfección en esta carta:

Yo ya tenía mi puestito pero lo perdí inmediatamente, de modo que estoy como al principio, pero sin
deudas, porque decidí cancelarlas por razones de fuerza mayor.

Pasó todo el mes de julio en la embajada. El tiempo adecuado para evitar las
represalias que el nuevo Gobierno estaba haciendo entre los que habían apoyado
abiertamente al anterior. Él no lo había hecho, pero mejor prevenirse por si acaso
alguien le identificaba como simpatizante del arbencismo, y tal eventualidad le
costaba un incómodo e innecesario disgusto. Y eso que la estancia en la legación
diplomática de Argentina no era completamente de su agrado:
… El asilo no puede calificarse de aburrido pero si de estéril, ya que no se puede dedicar uno a lo que de
verdad quiere debido a la cantidad de gente que hay…

Hilda Gadea, entretanto, había sido detenida por fuerzas gubernamentales, pero la
peruana tenía poco que ofrecer en los interrogatorios por lo que a los pocos días la
soltaron. No consta que Ernesto se preocupase por su novia durante ese tiempo.
Hilda, en cambio, si que tenía motivos para la angustia. Había trabajado para el
gobierno de Árbenz, tenía contactos y amigos entre lo más granado de su
administración y, además, su militancia izquierdista no era un secreto para nadie.
Al Che, sin embargo, lo que le quitaba el tiempo en su reclusión en la embajada
era organizar torneos de ajedrez, escribir cartas o criticar a sus compañeros de
encierro. También se interesaba por ver cuando podría salir de la cancillería para
hacer alguna excursión y respirar aire puro. La comida, la cama y la protección

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consular no eran motivo suficiente como para considerarse afortunado. Entre los
dardos envenenados que dedicaba casi cada día a los que convivían con el en la
embajada, hay uno que brilla con luz propia y que traza su vivo retrato en aquel
entonces. Escribiendo acerca de Raúl Salazar en su cuaderno de notas afirma:
… Raúl Salazar: tipógrafo de unos treinta años, mentalidad simple, quizás inferior a la normal, que se dedica a
su trabajo y nada más…

Harto preocupante eso de dedicarse nada más al trabajo, algo propio de gente
como el desdichado Salazar, de mentalidad simple y casi seguramente inferior a la
normal. Y es que la vida de Guevara o era un continuo viaje y cambio de colchón o
devenía sin remedio en un aburrimiento y un hastío insuperable. El señorito
remilgado, de rebuscados ancestros españoles no se sentía a gusto con un pobre
exiliado cuyo único delito era «trabajar y nada más». Así las cosas, con semejante
panorama en la embajada y las calles de Guatemala tranquilas, a finales de agosto
abandonó por su propio pie su plácido refugio sin que ni la policía ni el ejército le
importunasen lo más mínimo a la salida.
Este y no otro es el breve relato de la participación del Che en la caída de Jacobo
Árbenz. Tenía en 1954 veintiséis años, un discutible título de médico, muchos
kilómetros en el cuerpo y una generosa cantidad de prejuicios que se incrementaba
diariamente. Tal era el pobre bagaje que Ernesto había acumulado cuando decidió
abandonar Guatemala. La aventura en cuestión monetaria no había salido como él
pensaba, pero, a cambio, se lo había pasado «como un mono». Valga lo uno por lo
otro. Respecto a su compromiso político, en aquel septiembre de 1954 era aún nulo y
no hay guevarólogo que consiga demostrarlo por más que lo intente.
Otra cosa bien distinta es la ideología que, como ya he apuntado con anterioridad,
era más o menos la propia de un joven desinformado de los años 50 que se encama
con una comunista. Una visión del mundo plagada de lugares comunes, de buenas
intenciones y de muchas horas de cháchara inútil tomando mate con los compañeros
de apartamento.
Durante los meses de estancia en Guatemala escribió muchas cartas, algunas de
las cuales las he glosado más arriba. En una de ellas, dirigida a su madre, le
informaba de los derroteros por los que discurría su formación intelectual. Éstos
consistían básicamente en tomar mate cuando conseguía yerba y discutir mucho sobre
una constelación de escritores e intelectuales como Marx, Engels, Lenin, Kropotkin,
Mao Zedong o Sartre. Resumiendo, lo mejorcito de cada casa. Un chico de su tiempo
en definitiva, pero con una pequeña salvedad, los chicos de su tiempo que como él
eran inclinados a la lectura política procuraron ganarse el pan trabajando para al
menos costearse el vicio.
Las ideas políticas que poblaban la cabeza de Ernesto Guevara al salir de
Guatemala se limitaban a los cuatro consabidos tópicos de cualquier izquierdista de la
época. A saber: odio cerval e irracional a los Estados Unidos, y afinidad más o menos

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explícita con los partidos comunistas —y, por ende, con la Unión Soviética—,
sintonizando así con la moda juvenil de la época, convicción absoluta de que los
problemas de Hispanoamérica radicaban en el norte. Y, por último, una mistificada
idea de la violencia, de la fuerza bruta para resolver los problemas políticos de un
país. Esto último se lo dejó bien claro a su antigua compañera Tita Infante en una
carta en la que sin ruborizarse afirmaba:
… Durante el gobierno de Árbenz no hubo asesinatos ni nada que se le parezca. Debería de haber habido unos
cuantos fusilamientos al comienzo, pero eso es otra cosa; si se hubieran producido esos fusilamientos el
gobierno hubiera conservado la posibilidad de devolver los golpes.

Recién conquistado el poder en Cuba el Che pondría en práctica esa intuición


juvenil en la fortaleza de La Cabaña, donde fusiló sin pestañear a miles de cubanos en
juicios sumarísimos. Para conservar la posibilidad de devolver los golpes, se
entiende.
Como vemos, su equipaje de ideas era restringido pero suficiente para lo que le
iba a tocar vivir en México. Unos días después de abandonar la legación diplomática
argentina comenzó a planificar su nuevo salto: México, la mayor nación de habla
española del planeta.
Pero tenía novia, cierto que no se había preocupado demasiado por ella en los días
de la crisis guatemalteca, pero novia al fin y al cabo. Antes de marchar se tomó unos
días de vacaciones en el lago Atitlán, hermoso paraje guatemalteco, destino habitual
de turistas y enclave en el que los millonarios guatemaltecos suelen fijar su segunda
residencia. Antes de partir hacia Atitlán dejó hechos los deberes en Ciudad de
Guatemala, se acercó a la embajada mexicana para solicitar el visado y, una vez
cumplimentado el trámite, como buen ciudadano respetuoso con la legalidad y sin
intención de meterse en problemas, se retiró a descansar y hacer turismo al lago
guatemalteco. Hilda hizo lo propio pero, por desgracia, la visa le fue denegada.
A diferencia de Guevara, Hilda sí que se había significado durante el gobierno de
Árbenz. Para colmo la infortunada amante del Che no era argentina, sino peruana y
de ascendencia indígena, lo que ya de entrada suponía un inconveniente. Ernesto
prefirió ir solo hasta México y así lo comunicó a sus allegados aprovechando «… el
hecho de que ella no puede salir todavía para largarme definitivamente…» Un
hombre práctico por encima de todo. ¿Para qué ir cargando con la indiecita una vez
que ya de poco le iba a servir? La aventura pesaba sobre cualquier otra consideración.

Llámame Fidel
Abandonó Guatemala a mediados de septiembre de 1954. Casi ocho meses había
pasado el aventurero argentino en el país que fue un día solar de la civilización maya.
El paso por Guatemala había obrado en él formidables cambios, pero para mal.
Estaba más resabiado y había emprendido el camino sin retorno del fanatismo

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político, que en México terminaría consolidándose. En el tren de camino al DF hizo
buenas migas con un compañero de compartimiento, Julio Roberto Cáceres, conocido
como El Patojo.
Es posible que al lector español le parezca sorprendente el hecho de hacer
amistades en un tren, y más en los tiempos que corren, pero las distancias en América
son, para un español de la península —y, no digamos ya, de los archipiélagos—
difíciles de aprehender. Sus planes en el corto plazo no eran muy consoladores. Los
mexicanos le caían mal, por lo que no albergaba grandes esperanzas de que el país
azteca le deparase esa oportunidad que tanto tiempo llevaba esperando. Al poco de
llegar escribió a su padre confesándole:
… Después de un tiempo trataré de que me den una visa para Estados Unidos y me tiraré a lo que salga para
allá.

¡Ay! Los Estados Unidos. Ya antes de su primer gran viaje por América, el que
había hecho en motocicleta junto a Alberto Granado, quería llevar La Poderosa hasta
los dominios del tío Sam. Ernesto tenía una tía viviendo allí y no eran —ni son—
pocos los argentinos que siguen probando suerte al norte del río Grande. Hagamos un
poco de historia-ficción. Imaginemos por un momento que Guevara pasa sin pena ni
gloria por México y, conforme a su plan, da el salto definitivo a los Estados Unidos.
¿Habría profundizado en el marxismo ultramontano una vez allí o, por el contrario,
hubiese acabado sus días como un apacible jubilado californiano aficionado a la
apicultura? Nunca lo sabremos, pero estos caprichos que tiene la historia dan que
pensar lo importante que puede llegar a ser una simple decisión o el poder que tiene
un solo ser humano para cambiar el curso de miles de vidas ajenas.
Nada más llegar a México se alojó en un apartamento con El Patojo. Las primeras
semanas fueron realmente angustiosas. Sin trabajo y sin más dinero que el que
amorosamente sus padres le enviaban desde Buenos Aires. En Ciudad de México no
tuvo la suerte de dar con una segunda Hilda que corriese con el alquiler, ni con un
batallón de conocidos y amigachos como el que frecuentó en sus días de Guatemala.
Acuciado por la necesidad más imperiosa se puso a algo que no había hecho antes:
trabajar. Increíble, pero cierto. El mismo que había cruzado América desde la
Argentina hasta México sin pegar golpe —a excepción de aquella noche cargando
fardos en Puerto Barrios— se planteó seriamente montar un pequeño negocio y dar el
callo.
Si Ernesto Guevara merece algún reconocimiento póstumo no es por su pésimo
currículum de guerrillero o por su carrera de ministro inepto, sino por pasar tantos
meses en tantos países diferentes comiendo a diario sin necesidad de encontrar un
empleo. Sus exegetas, que son multitud, deberían proponer su caso como digno
merecedor del récord Guinness de la cara dura, del Nobel del sablazo, de Príncipe de
Asturias del cuento chino. Si no existen que los inventen.
El negocio en cuestión era lo que los economistas de hoy llaman una

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«microempresa» y la gente normal fotógrafo minutero, especialidad de ese noble
oficio que consiste en salir a la calle y ofrecer fotos en un minuto a los viandantes.
Es, digamos, la base de la pirámide en el negocio. La cúspide es la agencia Mágnum,
pero para eso una cámara no basta. El puesto lo montó junto a El Patojo y su área de
trabajo predilecta eran los parques del DF, concurridos siempre por paseantes y
turistas desprevenidos.
El problema es que la vida de fotógrafo, aunque parezca un caramelo por aquello
de que las fotos se hacen apretando un botón, es muy dura y sacrificada. Todo el día
pateando las avenidas y los parques en busca de una víctima propicia para disparar
una instantánea que, por lo demás, corre el riesgo de no gustar al retratado. Además,
como todo empleo por cuenta propia, la saña de la competencia se manifiesta en toda
su crudeza. Basta con que el fotógrafo competidor, que se ha apostado dos fuentes
más allá, cobre un peso menos para que la clientela se pase en manada. Un drama.
En el mes de abril viajó hasta Guanajuato para asistir a un congreso sobre alergias
donde presentó un trabajo propio. Allí, entre alergólogos de todo el país, consiguió un
empleo. En el campo de la medicina, tal y como el había venido buscando desde su
corta estancia en Bolivia. El que la sigue, la consigue, que dice el refrán. Pero no todo
iba a ser bueno, el trabajo estaba mal pagado y se desempeñaba en un laboratorio que
regentaba el doctor Mario Salazar Mallén. Consistía, como puede uno figurarse, en
investigar sobre alergias, algo que él conocía en carne propia desde su más tierna
infancia.
Hilda, entretanto, no había conseguido un trabajo pero sí, y tras serias
dificultades, entrar en México. A Ernesto esto no le afectó seriamente. La peruana se
apresuró a llegar al Distrito Federal lo antes posible al encuentro de su apuesto galán
argentino. Y así lo hizo en noviembre de 1954. Pero eso de reeditar el noviazgo
guatemalteco en México no entraba en sus planes. Continuó viviendo con su amigo y
socio El Patojo durante unos meses y apenas vio a Hilda para ir a cenar o al cine. Es
de imaginar que un joven fogoso como Guevara aprovecharía esas citas para otros
menesteres más privados.
Lo bueno de nuestro hombre es que uno piensa mal y siempre acierta porque, por
esas mismas fechas, en su habitual franqueza, define aquella relación como […]
Quedaremos como amantitos hasta que yo me largue a la mierda, qué no se cuando
será. […] En aquellos momentos no necesitaba a Hilda. Tenía dos trabajos, uno
formal y el otro informal, un amiguete que se las hacía pasar muy bien, y hasta un
conocido de su padre que lo apoyaba. Este conocido de Guevara Lynch era un tal
Ulises Petit D’Murat, que, con ese nombre y esos dos apellidos sólo podía ser
guionista de cine y argentino. Y lo era. Ambas cosas a un tiempo, que es lo suyo. Le
prestó algo de ayuda y le presentó a su hija que, según dicen, era muy guapa. A
Ernesto la niña de Petit D’Murat le agradó aunque le pareció muy aburguesada y algo
ñoña. En esto, claro está, sólo disponemos de la información que Guevara nos ha
regalado. Interesante sería conocer la opinión que de Ernesto Guevara tenía la hija De

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Petit D’Murat. A lo peor hasta algunos se llevaban una sorpresa. A los veintitantos
Ernesto era guapo y varonil, de eso no hay duda, pero entre su clientela femenina no
solían encontrarse niñas de buena familia. Tal vez porque el mayor de los Guevara de
la Serna era un desastre vistiendo o tal vez por su poco apego a la higiene personal.
El chancho le llamaban con sorna. Por el olor, claro.
La primavera del 55 vino a cambiar el panorama. Lejos de allí, en Cuba, el
Gobierno de Fulgencio Batista decretaba por fin la liberación de los últimos presos
que quedaban por el asalto al cuartel de la Moncada de dos años antes. Un golpe de
Estado frustrado con el que parte de la oposición democrática a la dictadura cubana
había pretendido devolver a los isleños las libertades arrebatadas por Batista. Páginas
atrás vimos como en el momento en que los audaces cubanos se lanzaron sobre los
cuarteles de Moncada y Bayamo, Ernesto se encontraba en pleno idilio con la alta
sociedad boliviana, ajeno completamente a todo el cotarro cubano y, especialmente,
al drama que afligía a sus nacionales.
En Centroamérica ya había entrado en contacto con algunos de los moncadistas
como Rosell o Calixto García, pero fue en Guatemala donde conoció a fondo el
acontecer reciente de la mayor isla del Caribe. Tanto en sus apáticos días
guatemaltecos como en su no menos aburrido mes en la embajada de Argentina,
Ernesto había tenido un fructífero trato con algunos de los protagonistas de aquel
asalto a un cuartel en las cercanías de Santiago de Cuba. Alguno de ellos llegó
incluso a ser amigo suyo como el caso de Ñico López o Mario Dalmau. Las
reuniones en casa de Hilda, que se había alojado en un apartamento junto a una
amiga, y en los cafés del Distrito Federal fortalecieron los vínculos de Ernesto con los
exiliados cubanos. La epopeya del cuartel de la Moncada debía sabérsela ya Guevara
de memoria, de tanto traerla y llevarla junto a Ñico López y los demás exiliados que
se daban cita en las tertulias políticas.
En honor a la verdad, lo del cuartel de Moncada no fue para tanto. Ahora, tras
sesenta años de tiranía, ha adquirido su verdadero significado como momento
fundador del castrismo. Sin embargo, el asalto propiamente dicho no pasó de una
ensalada de tiros en la que murieron varias decenas de asaltantes y diez civiles. Ni los
cimientos de la dictadura de Batista temblaron, ni Fidel fue el héroe romántico que se
pretendió construir después.
Fidel Castro, que era muy joven y tenía ideas de bombero, planificó la operación
de la siguiente manera. Tomarían primero el cuartel derrotando a sus defensores, se
apoderarían del polvorín y, acto seguido, ocuparían la ciudad de Santiago de Cuba,
que es la segunda del país. Una payasada a cargo de un picapleitos ofuscado que
terminó como terminó.
Lo hizo en julio coincidiendo con las fiestas que se celebraban en honor al apóstol
que da nombre a la ciudad. Con un grupo de unos 130 hombres —en el que iban dos
mujeres— se acercó hasta la puerta del cuartel con un convoy de coches. Iban todos
rigurosamente uniformados con el uniforme amarillo de la Guardia Rural cubana.

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Fidel, y cuidado que tiene caprichos la Historia, iba de sargento, el mismo rango
militar con el que Fulgencio Batista se había alzado a las esferas de la alta política.
Una vez en la entrada trataron de engañar a los centinelas advirtiendo que venía el
general. Los soldados de guardia franquearon el paso, pero los rebeldes, en lugar de
pasar y dejar a los de la puerta para el final, se emplearon a fondo con ellos, saltó la
alarma y se armó una refriega en todo el regimiento. Ahí acabó el asalto.
Antes de que la cosa fuese a peor Fidel gritó retirada y se replegó junto a algunos
de sus hombres en el camino de Siboney. Allí se mantuvo escondido durante unos
días hasta que, gracias a los oficios de un cura, Monseñor Pérez Serantes, Fidel se
entregó con la cabeza gacha. Ya tiene narices que, si no llega a ser por la mediación
del religioso, la asonada podría haberle costado el pellejo a Fidel Castro. Y no es
retórica. Muchos de los que se levantaron entonces fueron ejecutados sin
miramientos. Irónico, Fidel se encargaría unos años después de devolver el favor a la
Iglesia Católica proscribiéndola.
En el juicio que se celebró contra él y otros insurrectos pronunció Castro un largo
discurso, preludio de otros no tan emblemáticos pero si más pesados, que tituló con
pomposidad «La Historia me absolverá». Desconocía evidentemente que al otro lado
del Atlántico, en la siempre cercana España, el General Franco solía decir desafiante
que sólo respondería de sus actos ante Dios y ante la Historia. Curioso paralelismo
que no deja de tener su intríngulis. Su abogado defensor durante el juicio, Aramis
Taboada, hizo una ardorosa defensa de su cliente y consiguió una pena bastante leve
para el líder del levantamiento. En correspondida gratitud Fidel al llegar al Gobierno
encerró a Taboada y posteriormente le hizo ejecutar. Cómo para fiarse del
Comandante en Jefe.
Castro purgó su pena en una prisión de la isla de Pinos, a cuatro kilómetros de
Nueva Gerona, y desde allí, una vez hubo recuperado la libertad, dio el salto
definitivo a México. De los 15 años de condena había cumplido tan sólo 22 meses en
un módulo especial del Presidio Modelo. Nada de celdas de castigo, nada de palizas,
nada de letrinas, gachas y agua pútrida. La Presidio Modelo, que era una cárcel
temida por todos los cubanos a causa de sus malas condiciones y la crueldad de sus
guardianes, trató muy bien a Fidel. Él mismo, sin sonrojarse lo más mínimo, lo dejó
escrito para la posteridad:

… como soy cocinero, de vez en cuando me entretengo preparando algún pisto. Hace
poco me mandó mi hermano desde Oriente un pequeño jamón y preparé un bistec con
jalea de guayaba. También preparo espaguetis de vez en cuando, o bien tortilla de
queso. Arreglé mis cosas y reina aquí el más absoluto orden. Las habitaciones del
Hotel Nacional no están tan limpias. Me estoy dando dos baños obligados por el
calor, cuando cojo sol por la mañana en shorts, siento el aire de mar, que me parece
que estoy en una playa. Luego, en un pequeño restaurante aquí, me voy a cenar
espaguetis con calamares, bombones italianos de postre, café acabadito de colar y

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después, un H Upman número 4.
Comunicaron mi celda con otro departamento cuatro veces mayor y un patio
grande, abierto desde las 7 AM hasta las 9 PM. No tenemos recuento ni formaciones
en todo el día. Nos levantamos a cualquier hora, tenemos agua abundante, comida y
ropa limpia. No sé, sin embargo, cuánto tiempo más vamos a estar en este paraíso…

Por Internet andan las fotos de su liberación y cualquiera, guevarólogos incluidos,


puede consultarlas. Fidel Castro saliendo de la cárcel impecablemente trajeado y
rodeado de periodistas y fotógrafos. Igualito que los actuales presos políticos que, si
salen vivos de las prisiones del paraíso castrista, lo hacen harapientos, famélicos y
machacados por las enfermedades y contagios padecidos durante su cautiverio.
Pero echemos el reloj atrás y volvamos al México de 1955. En junio la vida
sentimental de Ernesto se había serenado de nuevo. Las golosa perspectivas de volver
a sus orígenes viviendo sin pagar el alquiler le impulsaron a mudarse junto a Hilda
dejando el apartamento que compartía con El Patojo. Quizá no anduviese muy
enamorado de ella, pero a nadie le amarga un dulce. Hilda, aplicada y laboriosa,
había encontrado un buen trabajo en una filial de la Organización Mundial de la
Salud. Además, adoraba a Ernesto. Estaba enamorada de él con auténtica pasión pero
no veía manera de atraparlo. Las amistades de Hilda eran, asimismo, un poderoso
acicate para que Ernesto estuviese a su lado. La peruana no era muy agraciada
físicamente, pero a cambio poseía una cultura notable y una gran conversación. Con
ella Ernesto —y cualquier interlocutor que se le pusiese enfrente—, podía cambiar
impresiones sobre temas tales como historia, filosofía o literatura. Y eso se agradece.
El reencuentro con Ñico López había también posibilitado que se reintegrase a los
ambientes progresistas que había frecuentado en Guatemala. Hagamos una foto:
jóvenes hispanoamericanos de los años 50, todos marxistas o en vías de serlo y, a
modo de guinda, aventureros, fantasiosos e inconstantes. Con semejante cóctel las
veladas debían de ser cualquier cosa menos aburridas. En resumen, improductividad
trufada de mentira política y ardores de juventud. En una de estas noches de tequila,
cigarrillos y debate sesudo en el que las que arreglaban el mundo tres o cuatro veces,
Ñico presentó a Ernesto a un cubano llamado Raúl Castro que había participado, para
variar, en los acontecimientos del 26 de julio de 1953. Raúl no era el primer
moncadista que conocía, y tampoco sería el último. Entre el argentino vagabundo y el
cubano exiliado prendió una amistosa chispa que les llevó a verse más veces con
objeto, supongo, de perder el tiempo con las cosas de la política. Eran jóvenes,
emigrantes y estaban ociosos, una pena que no les diese por el fútbol.
Como una cosa lleva a la otra, Fidel, el hermano de Raúl que llevaba 22 meses
comiendo espaguetis y tortillas de queso en un penal cubano, viajó desde la isla hasta
México para establecerse allí y buscar el modo de propinar el golpe definitivo a la
dictadura de Batista. Llegó en julio y al poco Raúl se lo presentó a su ya amigo
Ernesto. Se conocieron en la casa de Maria Antonia González, una cubana casada con

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un luchador mexicano que vivía en un pequeño apartamento del DF.
La casa de María Antonia era una especie de centro de reuniones informal para la
comunidad exiliada cubana. La impresión que Ernesto se llevó de Fidel fue
magnífica, tanto que la primera conversación, según cuentan, duró 8 ó 10 horas, de
las ocho de la tarde hasta el amanecer. El propio Che lo consignaría más tarde en su
diario:

Un acontecimiento político es haber conocido a Fidel Castro, el revolucionario


cubano, muchacho joven, inteligente, muy seguro de sí mismo y de extraordinaria
audacia; creo que simpatizamos mutuamente…

… nuestra primera discusión versó sobre política internacional.

Habría que haberlos visto por un agujerito discutir sobre política internacional a
dos indocumentados de semejante porte. Lástima que en estas grandes ocasiones en
las que los amos del totalitarismo se reúnen antes de perpetrarlo no lleven nunca una
cámara o un grabador. En la película, estrenada en 2008, que Steven Soderbergh
dedicó al Che Guevara esta conversación tiene lugar tras la cena en una terraza
pequeña y estrecha. Desconocemos si realmente echaron ocho horas ahí, en un lugar
tan diminuto.
Entre los hermanos Castro y Guevara nació una gran amistad, especialmente,
como ya he apuntado, entre Ernesto y Raúl. Con Fidel era distinto, pues no solo era
ligeramente mayor que él, sino que presumía de tener preocupaciones más elevadas.
Era el jefe y además ejercía de tal. Con Raúl, en cambio, la relación era más próxima.
Más que dos camaradas de partido y de causa, se convirtieron en un buen par de
compañeros de veintitantos años con mucho tiempo libre y ninguna gana de
emplearlo en cosas útiles. Cuenta Pacho O’Donnell que Raúl solía acompañar a
Ernesto por las noches a cazar gatos por las callejuelas de Ciudad de México.
Guevara quería los gatos, según O’Donnell, para realizar experimentos médicos.
Desconozco la reacción que habrá producido esta revelación entre los animalistas
actuales que tienen colgado en la buhardilla un póster del guerrillero argentino.
Las cosas en México pintaban mejor de lo que Ernesto había pensado nada más
entrar en el país. Tenía nuevos amigos, había encontrado un par de empleos y hasta su
novia peruana había ido en su búsqueda arrastrándose como un gusano. Para colmo
de bendiciones, una agencia de noticias argentina requirió sus servicios en la capital
azteca: la agencia Prensa Latina. Lo contrataron para cubrir los Juegos
Panamericanos de 1955. Después se quedó como […] redactor en la Agencia Latina
donde gano 700 pesos mexicanos, es decir un equivalente a 700 de allí (de
Argentina), lo que me da base económica para subsistir, teniendo, además, la ventaja
de que sólo me ocupa tres horas tres veces por semana. […].
El sueño de cualquiera. Un trabajo atractivo, bien pagado, y que apenas quita tres

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ratos de nada durante toda la semana. Pero no era suficiente para Ernesto. Su sed de
aventuras y conocimiento le acuciaba. Quería a toda costa visitar los Estados Unidos
y Europa. Del gran país del norte le interesaba Nueva York, ciudad que quería
conocer a fondo. De Europa deseaba viajar a España, la madre patria, y Francia. De
hecho en alguna carta a su madre se despidió con un elocuente «Vieja, hasta París».
Los planes de Ernesto eran prometedores, reflejo del momento dulce en el que se
encontraba. Su yo trotamundos tenía todavía fuerza para imponerse a veces sobre su
creciente yo activista. Por desgracia terminaría por prevalecer el último. A esas
alturas el cacao mental de los tiempos de Guatemala se había aclarado bastante. En
una nueva carta se lo confiesa a su madre:

Este México inhóspito y duro me ha tratado bastante bien después de todo y, a pesar de la esquila, llevaré
al irme algo más de dinero que al entrar mi respetable nombre en una serie de artículos de mayor o menor
valor y, lo más importante, sedimentadas una serie de ideas y aspiraciones que estaban en forma de nebulosa
en mi cerebro.

La sorpresa, o la esquila, tal y como reconoce en su carta, llegó cuando menos se


la esperaba. En pleno verano, poco después de conocer a los hermanos Castro, Hilda
le anunció que estaba embarazada. Esto, en principio, no hubiera tenido que ser
inconveniente alguno para un aventurero. Pero el Che se lo tomó en serio. Quizá pesó
la educación burguesa que había recibido en sus primeros años o quizá que la noticia
le pilló tan de sopetón que no tuvo tiempo de salir con una argentinada de las suyas.
El hecho es que Guevara, a regañadientes, acepto casarse. Veámoslo en sus propias
palabras:

Voy a tener un hijo y me casaré con Hilda en estos días. La cosa tuvo momentos dramáticos para ella y
pesados para mí, al final se sale con la suya, según yo por poco tiempo, según ella para toda la vida.

Menudo contratiempo. Pero, si no estaba enamorado de esta mujer, ¿por qué se


casó? Podría haber continuado con su relación de hecho y haber cuidado de su hijo
como un buen padre. Ni entonces ni ahora hay obligación moral de querer a la madre.
Si Ernesto Guevara hubiese tenido convicciones tradicionales y católicas no hubiera
quedado otra opción. Pero no era el caso, el Che de 1955 no era ni católico ni
tradicional. Es más, se empeñaba día a día en demostrar lo contrario. Pero lo más
enigmático es que aceptaba casarse pero por poco tiempo. Lo lógico en un hombre
que ha cometido un error dejando embarazada a una mujer que no ama, pero que
decide casarse con ella es que al menos lo haga por el bien del niño y eso es, como
poco, casi toda una vida. ¿A quién pretendía engañar?, ¿o es que simplemente aceptó
el trato a cambio de no buscarse problemas con la madre? Una incógnita no resuelta
que me temo no se resolverá nunca.
El matrimonio se celebró el 18 de agosto en Tepozotlán. Ella, como Celia de la
Serna veintiocho años antes, estaba embarazada. Fidel, que, días antes, había
asegurado que asistiría a la boda, no lo hizo alegando motivos de seguridad. A la

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ceremonia, civil por supuesto, le siguió una parrillada argentina que Ernesto cocinó
personalmente en su casa. Al asado sí que asistió Fidel, y es que por algo Fidel Castro
nunca estuvo delgado hasta que, medio siglo más tarde, la enfermedad se lo comió
por dentro. Como nota curiosa de la boda mexicana del Che Guevara, en febrero de
1999, el diario bonaerense Clarín informó a sus lectores que el acta del matrimonio
había sido sustraída del registro civil de Tepozotlán. Quizá reaparezca en un futuro en
la casa museo que regenta Aleida March de Guevara, su segunda esposa, en La
Habana. O quizá no vuelva a saberse más de él, pues las relaciones de Hilda y Aleida
en los años que les tocó cohabitar al sol de la revolución no fueron demasiado
afortunadas.
Como el casado casa quiere, los Guevara-Gadea se mudaron a un nuevo piso en la
Colonia Juárez. Ernesto Guevara acababa de constituir su primera familia, el primer
hogar con esposa, hijo en camino y un mismo techo para guarecerlos a los tres. Un
día después de su boda, el 19 de septiembre, el Gobierno de Perón cayó en la llamada
Revolución Libertadora.
El derrocamiento del líder justicialista causó honda preocupación en Ernesto que,
como es de suponer, siguió los acontecimientos pegado al receptor de radio y leyendo
las portadas de los periódicos. En 1955 la figura de Juan Domingo Perón era ya
famosísima en todo el mundo. Su forma de hacer política basada en la demagogia, el
nacionalismo y el gasto público descontrolado había vuelto locos a muchos
argentinos. Para colmo de males, su esposa, la idolatrada Evita, había fallecido años
antes de un inesperado cáncer en plena juventud. Los sindicatos apoyaban ferozmente
al antiguo militar devenido presidente de la república. Por el contrario, tanto la
derecha conservadora tradicional como los partidos de izquierda auténtica aborrecían
la forma y el fondo del peronismo.
Lo cierto es que entre unos y otros; entre peronistas, izquierdistas, militares
golpistas y sindicalistas descamisados dejaron Argentina en la miseria. Pero eso es
otro cantar. Después de tantas décadas de crecimiento económico y bienestar, los
argentinos no habían sentido aun en 1955 los devastadores efectos de la hecatombe
que había arrasado el país. Ernesto, que siempre tuvo una cierta fascinación por Perón
a pesar de que en su casa paterna no era un personaje grato, recibió con tristeza el fin
de aquel hombre que había marcado a fuego a su país natal. En una carta a su familia
a finales de septiembre confesaba su aflicción:

Te confieso con toda sinceridad que la caída de Perón me amargó profundamente, no por él, por lo que
significa para toda América, pues mal que te pese y a pesar de la claudicación forzosa de los últimos tiempos,
Argentina era el paladín de todos los que pensamos que el enemigo está en el norte.

Los violentos sucesos de septiembre de 1955 en Buenos Aires hicieron que


fugazmente Ernesto devolviese la mirada hacia su Argentina natal. Pero su destino
era el mundo. El sentido final de su vida era un misterio a pesar de que el inoportuno
embarazo de Hilda le había forzado a aplazar algunos planes que guardaba en su

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chistera de viajero errante para mejor ocasión. Mientras tanto, y antes de que la
gravidez de su esposa le impidiese moverse con soltura, emprendieron un viaje al sur
del país. Su objeto era conocer de cerca las ruinas de Chichén Itzá y Uxmal. No era
este el primer viaje arqueológico que realizaba el Che en su andariega vida, pero no
dejó en él una huella muy profunda.
En noviembre de 1955 Ernesto era ya otra persona. Los contactos continuos con
la pequeña comunidad cubana habían ejercido sobre él un influjo muy poderoso.
Además, el embotamiento con los libros de Marx, Engels y otros autores cada vez le
quitaban más tiempo. Estaba, como diría un profesor sudamericano, concientizándose
de la problemática continental. El curso que había tomado su vida privada tampoco le
convencía. Casado y con un bebé en el vientre de su esposa no era, ni de lejos, lo que
había planeado. No iba con él la imagen de un padre de familia trabajador y
responsable, dispuesto a mil sacrificios por sacar adelante a la prole. A pesar de que
no tenía, como ya hemos visto, intención alguna de estar mucho tiempo casado con
Hilda, nada hace pensar que dentro de su interior se debatiese una feroz lucha interna
sobre sus nuevos deberes adquiridos.
El viaje de Ernesto a las ruinas mayas en una improvisada luna de miel coincidió
en el tiempo con la tournée que dio Castro por los Estados Unidos en busca de fondos
para su recién nacido Movimiento 26 de julio. La idea de Castro se condensaba en lo
siguiente. Necesitaba formar un comando de guerrilleros en México para, una vez
adiestrados, llegar a Cuba navegando y tomar el poder al asalto. Planteado así parece
de locos, pero es que no se puede plantear de otra manera porque era exactamente así.
Para ese comando libertador precisaba de individuos cuyo compromiso con la
revolución estuviese más que contrastado. Para eso nada mejor que los moncadistas,
que ya se la habían jugado una vez y, como a muchos les salió prácticamente gratis,
no tendrían inconveniente en jugársela de nuevo. Pero también necesitaba dinero,
mucho dinero para poder entrenar a la milicia revolucionaria en México, y para
hacerse con una embarcación que la transportase hasta las costas de Cuba. El viaje de
Fidel por el Gran Satán norteamericano se inscribió dentro de lo segundo. Porque sin
dólares no hay revolución. Tal es la servidumbre de los liberadores de la humanidad.
Ernesto dudaba al principio. Algo de cordura le quedaba y no terminaba de
tragarse los planes de Fidel. A decir verdad no se los tomaba en serio ni el propio
Fulgencio Batista que, durante bastante tiempo, le dejó enredar libremente en tierras
mexicanas. En los primeros meses de 1956 Guevara todavía ladraba alguna
fanfarronada a su madre o a Tita Infante con sus fantasiosos planes de visitar Europa
o de solicitar una beca en la Sorbona parisina. Pero su realidad era la que era, así que
poco a poco fue integrándose en el minúsculo grupo de cubanos rebeldes.
Los entrenamientos empezaron en plan aficionado. Más debían parecer un grupo
de Boy Scouts entrados en años que unos aguerridos guerrilleros dispuestos a
conquistar la utopía. Daban larguísimas caminatas por las calles de Ciudad de
México, alquilaban botes en el lago de Chapultepec para remar y echar músculos,

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hasta se atrevieron con alguno de los volcanes próximos a la capital como el
Popocatépetl. A Guevara esto le vino de perlas, porque desde la infancia más
temprana había demostrado una inusitada afición al ejercicio físico. Y la escalada, por
si fuera poco, se encontraba entre sus disciplinas deportivas predilectas.
Pero algo no funcionaba. ¿Pensaban acaso cuatro jovenzuelos barbilampiños
derrocar a una dictadura haciendo gimnasia y remando en un lago? Si querían llegar a
algo en Cuba tenían por fuerza que entrenarse en el uso de las armas, de la defensa
personal, de la supervivencia en entornos hostiles, en definitiva, tenían que aprender a
hacer la guerra. Y ninguno (o casi) de ellos la había hecho en su vida. El propio Fidel,
que acaudillaba todo el tinglado, era abogado, muy charlatán y persuasivo, sí, pero
poca idea tenía de estrategia, aprovisionamientos, tácticas de combate y todas las
disciplinas que hacen de lo bélico todo un mundo del saber solo accesible a
especialistas.
En ese momento apareció un español tuerto, sesentón y mal encarado: Alberto
Bayo. Bayo era un militar de raza que había servido en la Legión durante la Guerra
de Marruecos y como aviador en el Ejército Republicano. Tras la derrota se exilió
como tantos españoles en México. El teniente coronel Bayo hablaba de la guerra
como si la hubiese inventado él mismo. Era hijo y nieto de militares, pero de militares
de verdad, de los de la época de las colonias. Él mismo había nacido en Cuba, en
Camagüey, cuando ésta aún era parte de España y supuraba milicia y marcialidad por
los cuatro costados. En la Guerra de España había prestado servicio en el Estado
Mayor y se enorgullecía de sus gestas bélicas, entre las que se encontraban la
ocupación de las islas de Ibiza y Formentera.
Fidel se congratuló de haber encontrado al hombre que necesitaba. Pero al militar
español no se le podía poner a hacer alpinismo en el Popocatepetl o a bogar en una
barquichuela de lago para ejercitar los bíceps. Bayo entrenaba soldados, no
excursionistas ni marineros vascos aficionados a las traineras. Se hizo pues necesario
encontrar un lugar adecuado para proceder con profesionalidad en los
entrenamientos. Alberto Bayo dio con un rancho no muy lejos de la capital pero
idóneo para el adiestramiento guerrillero. Se llamaba Rancho de Santa Rosa. El
alquiler del mismo costó 300 000 pesos de la época, que salieron de la gira de Fidel
por Estados Unidos. El grupo se trasladó de inmediato a la nueva propiedad para dar
comienzo a las que se preveían durísimas pruebas para poner sus cuerpos y sus
mentes a punto. Y lo cierto es que urgía. A la vuelta de Estados Unidos Fidel había
proclamado que en 1956 serían libres o mártires, y apenas tenían doce meses para que
la profecía de su carismático líder se hiciese o no realidad.
Fidel nombró a Bayo responsable de instrucción militar de la recién inaugurada
colonia de revolucionarios. Ernesto se incorporó entusiasta como jefe de personal. El
militar español dividió la educación de sus pupilos en dos ramas. Por un lado la
teórica, en la que les ilustró con los grandes guerrilleros que la Hispanidad había dado
al mundo. Desde Juan Martín El Empecinado, que a principios del siglo XIX se batió

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el cobre en las serranías españolas contra el invasor francés, hasta Augusto César
Sandino, que había revolucionado Nicaragua unas décadas antes. Desconocemos si
en la nómina de guerrilleros ilustres incluyó Bayo la aportación del lusitano Viriato,
que en el siglo II antes de Cristo guerreó valientemente contra las legiones romanas
que habían llegado desde Italia a civilizar a los celtíberos que poblaban la península
ibérica. Si fue así, a los futuros tripulantes del Granma no les faltó nada en el plano
teórico para sentirse parte viva de la Historia hispana y americana.
De rigor es reconocer que el vocablo «Guerrilla» constituye una de las grandes
aportaciones de la lengua castellana al mundo. Muchos idiomas la han tomado
prestada, entre ellas el inglés, aunque pronunciado de tal manera que hace casi
irreconocible su origen.
Las enseñanzas de Alberto Bayo también tuvieron su vertiente práctica,
complemento indispensable de cualquier soldado con la cabeza bien amueblada. En
la finca Santa Rosa se ejercitaron con bombas de mano, granadas, lucha cuerpo a
cuerpo, tiro con carabina, etc. Para Ernesto aquello era un mundo nuevo. En su vida
se había visto con un arma en la mano. Conocía los palos de golf, los cabos de las
velas de los yates que fabricaba su padre en San Isidro, los balones de rugby, el puño
acelerador de una motocicleta, pero nunca había sentido la rugosa caricia de las
cachas de un revólver en la palma de su mano. Ernesto, que de natural era hombre de
acción, se maravilló ante semejantes prodigios. Un golpe de gatillo y todo se acababa
en un instante. Lanzar una bomba, agacharse y contemplar el destrozo. Simplemente
formidable.
Ya en Guatemala se había dejado los ojos en las noches en que la aviación rebelde
bombardeaba la ciudad. Confesó incluso en una carta lo espectacular y sobrecogedor
de un caza bombardero cayendo en picado, y el magnetismo que producía el
resplandor de la deflagración al llegar al suelo.
Los duros entrenamientos en Santa Rosa se vieron interrumpidos por el
alumbramiento de su primer hijo. Se trataba de una niña. Había sacado gran parte de
los rasgos quechuas de su madre, por lo que a Guevara no se le ocurrió otra cosa que
decir a su esposa que había parido a Mao Zedong. No podía haber dicho que su hija
se parecía a la emperatriz del Japón, o a una bailarina balinesa. Si era de rasgos
achinados tenía que parecerse a Mao Zedong, que ya por entonces era un repulsivo
carcamal que se acostaba con jovencitas. Delicado no fue, desde luego. Es de esperar
que Hilda le correspondiese con una sonrisa complaciente y algo resignada. Más si
cabe que, según visitó a su parturienta esposa en el hospital, regresó de inmediato a
su entrenamiento guerrillero.
Un alto destino le llamaba, aunque fuera a costa de abandonar a su mujer e hija
para refugiarse junto a unos exiliados de una isla lejana y desconocida, en un rancho
de un país extranjero a pegar tiros. Ni el peor villano motero de la road movie más
canalla se hubiese comportado de manera más irresponsable. A cambio, amaba
apasionadamente a la humanidad. A un revolucionario no se le puede pedir más.

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Había por entonces abandonado todos los empleos que durante 1955 consiguió en
la capital federal. El laboratorio de alergias era demasiado aburrido y no le retribuían
lo suficiente. La fotografía era una esclavitud imperdonable para un guerrillero cuyo
único objetivo era la liberación de los oprimidos, y el cómodo trabajito en la agencia
Prensa Latina se había esfumado con la caída de Juan Domingo Perón y la quiebra de
la agencia, que no era más que una filial de la agencia oficial del régimen. Dicen que
durante una temporada estuvo vendiendo libros, aunque no debió dejar excesiva
huella en él, porque casi ni aparece citada esta ocupación en sus biografías. El
entrenamiento en Santa Rosa quitaba todo su tiempo. A Hilda Beatriz, que es como
llamó a la niña, bien podía cuidarla su madre que para algo la había parido.
Su admiración por Fidel crecía a cada día que pasaba. En Santa Rosa, preso de un
éxtasis revolucionario, le dio por componer un poemilla a su jefe, lo tituló «Canto a
Fidel» y he aquí lo más granado del mismo:

Vámonos
ardiente profeta de la aurora,
por recónditos senderos inalámbricos
a liberar el verde caimán que tanto amas.
[…]
Cuando tu voz derrame hacia los cuatro vientos
reforma agraria, justicia, pan, libertad,
allí, a tu lado, con idénticos acentos,
nos tendrás.
[…]
El día que la fiera se lama el flanco herido
donde el dardo nacionalizador le dé,
allí, a tu lado, con el corazón altivo,
nos tendrás.

Un ataque de risa le daría a cualquier persona en sus cabales sino fuese porque
está dedicado al mayor tirano que ha conocido Cuba en su Historia. El único profeta
de la aurora que han visto de cerca las decenas de miles de fusilados por el régimen
castrista ha sido un certero balazo. Muchos deberían tomar nota de dos cosas. De lo
malo que es el poema y del indeseable a quien va dedicado.

Yo no te abandono
Pero todo paraíso tiene su manzana, y la de la finca de Santa Rosa fue que de
tanta granada y de tanto ejercicio de tiro estaban haciendo demasiado ruido. Los

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agentes de Batista empezaron a tomar en serio el arrojo suicida de los hombres de
Castro. Los servicios de inteligencia de La Habana localizaron a Fidel Castro y, a
través de la Dirección Federal de Seguridad, lo detuvieron el 20 de junio de 1956 en
una calle de México DF. Castro fue llevado a dependencias policiales donde
Fernando Gutiérrez Barrios le interrogó por el paradero del resto de sus hombres.
No fue torturado, ni sometido a una larga y exhaustiva sesión de preguntas con
una lámpara sobre la cara al estilo de la Stasi alemana. Tampoco hizo falta. Fidel,
sopesando con celeridad las posibilidades de librarse de un guantazo, cantó de plano
y acompañó a sus captores hasta el rancho Santa Rosa donde se desarticuló todo el
comando. No, si Castro no era tonto. Antes de que viniese otro a sustituirle como
caudillo en la guerrilla de hojalata que estaba montando en México prefería denunciar
a todos sus subordinados para que corriesen su misma suerte y, ya de paso, se
llevasen ellos los más que previsibles golpes de la policía.
El Che que, además, era jefe sanitario del grupo, fue detenido también. Pero fue
Fidel, el profeta de la aurora, el que sin pestañear entregó a los hombres que él mismo
estaba entrenando para liberar a Cuba. La guevarología habitual ha querido ver en la
detención de los revolucionarios de Santa Rosa la larga mano de la CIA o del FBI. La
verdad es que suena muy bien. Imaginarse a una suerte de James Bond trabajando en
México siguiendo los pasos de un misterioso revolucionario cubano. Pero no hubo
nada de ello. Las relaciones que tenía Fidel en Estados Unidos eran buenas. El
antiguo presidente cubano, Carlos Prío Socarrás, vivía en Miami y apoyaba
movimientos como el patrocinado por Castro. La Casa Blanca, por su parte, sabía a la
perfección que el régimen de Batista se descomponía y solo aguardaba a ver quien le
daba el golpe de mano decisivo.
La policía mexicana detuvo a todo el personal de Santa Rosa, menos a Raúl
Castro, que se las ingenió para escaparse. No olvidemos que el rancho era de unas
dimensiones considerables: dieciséis kilómetros de largo por nueve de ancho, por lo
que alguno que fuese más avisado se tenía que salvar. Una vez en la comisaría se
procedió a los interrogatorios. Los cubanos se retrajeron más a la hora de hablar, el
Che, sin embargo, con una valentía rayana en la inconsciencia dijo a los agentes todo
lo que le preguntaron. Y eso que su situación andaba lejos de ser la óptima, pero
como hasta la fecha se había salvado de todas en las que se había metido quizá pensó
que en México iba a funcionar del mismo modo.
Por un lado, era un emigrante argentino ilegal. Por otro, era de ideología
marxista-leninista, y, por último, sobre él recaía la sospecha de ser agente de Moscú.
Lo primero era obvio. Su visado había vencido. Lo máximo que podía caerle por
aquello era la deportación a la Argentina. En cuanto a lo de la ideología, presumió
delante de los policías de su fe marxista, y en esto hay que reconocer su valentía,
pues fue el único de todo el grupo que lo hizo. Respecto a su condición de espía
soviético, la sospecha venía porque los investigadores le habían encontrado en la
cartera la tarjeta de un diplomático ruso, Nikolai Leonov. Las relaciones de Ernesto

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con el representante de la URSS se habían limitado a un par de citas y, en una de ellas
Leonov, le dio un par de libros y una tarjeta de visita para que, si lo creía necesario,
se pusiese en contacto con él. A esas alturas, el Che era ya un marxista incipiente, que
son los peores porque, como acaban de conocer la buena nueva, la defienden con
mucho más ahínco y convicción. En una entrevista que Jorge Castañeda hizo Nikolai
Leonov éste le reveló:

(El Che) sabía cómo era la Unión Soviética, cómo era la formación de la sociedad aquí, cómo funcionaba
la economía, es decir, tenía fundamentos básicos de lo que era la Unión Soviética. En aquel entonces todos
tenían la misma visión, de admiración. Él era admirador de eso.

Evidentemente Ernesto Guevara no era espía ruso, pero ya le hubiera gustado


serlo. Un espía pésimo, eso sí. Carecía de las aptitudes para semejante trabajo.
Menudo espía hubiese sido. A la primera detención habría empezado a largar antes
siquiera de que le mirasen a los ojos, del mismo modo que había hecho en la
comisaría mexicana tras su detención. En contraste con él. Alberto Bayo, el militar
español tuerto, no abrió la boca. Ante los policías mexicanos se mantuvo en un
silencio sepulcral, tal y como se presume en un hombre de armas leal a la causa que
dice defender. Algo tendría que ver su condición de español. De todos es conocida la
naturaleza tozuda, terca y poco razonable de los hijos de la Piel de Toro, que, por lo
general, prefieren ser desollados vivos antes de dar su brazo a torcer.
La estancia en el calabozo fue más breve que lo que los integrantes del comando
se imaginaban. De hecho, el propio Che Guevara en su obra «Pasajes de la Guerra
Revolucionaria» apenas le dedica un parrafito insignificante. Si le hubiesen torturado,
vejado o dejado de alimentar ese párrafo se hubiera convertido en capítulo, acaso en
libro, quizá en enciclopedia de la represión mexicana. Conociendo al personaje nada
hace dudarlo. Los policías mexicanos, además, no tenían razones para castigar con
especial saña al argentino, pues colaboró todo lo que hizo falta y un poco más.
De Fidel tampoco tenían los funcionarios mexicanos queja alguna. Muy al
contrario de lo esperable en el cabecilla de un comando clandestino, había delatado el
lugar de entrenamiento y entregado sin rubor a todo su grupo. El joven oficial del
Departamento de Seguridad Gutiérrez Barrios, cuyo primer interrogatorio ya lo
vimos, hasta hizo buenas migas con Castro. Tan buenas que en aquella cárcel
mexicana se inició una amistad que se extendió durante décadas. Si, Fernando
Gutiérrez Barrios, el carcelero mexicano al presunto servicio de la CIA, de Batista y
de todos los hombres malos del mundo, se hizo amigo de Fidel en aquellos días, y lo
peor, lo continuó siendo hasta su muerte en el año 2000. ¿Por qué la guevarología y,
su prima hermana, la castrología, escamotean este dato mientras se regodean en la
patraña de la CIA?
Que Gutiérrez Barrios y Castro terminasen congeniando es algo que Ernesto no
terminó de entender. Él, mucho más primario que el agente mexicano, hubiese
zanjado el asunto de un modo más, digamos, directo y expeditivo:

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Sin embargo, en esos días dos cuerpos policíacos mexicanos, ambos pagados por Batista, estaban a la caza
de Fidel Castro, y uno de ellos tuvo la buenaventura económica de detenerle, cometiendo el absurdo error —
también económico— de no matarlo, después de hacerlo prisionero.

Sencillo silogismo. Si dos no están de acuerdo, uno, el más fuerte, el que va


armado, liquida al otro y punto. Pronto tendría este Guevara primaveral y ofuscado
numerosas oportunidades de aplicarlo al por mayor en Cuba.
Pasó Ernesto junto a Fidel, Bayo y los otros unos días entre rejas. Recibían visitas
de familiares, comían, bebían, perdían el tiempo mirando al techo y, entre asueto y
asueto, charlaban y planeaban como salir de allí de la forma más airosa posible. Lo
cierto es que fueron la reclusión fue tan corta que no les dio tiempo a elaborar
muchos planes de fuga. No sabemos a quien se le ocurrió pero, como medio para
ablandar a las autoridades mexicanas, se plantearon hacer una huelga de hambre.
Huelga decir que, por supuesto, no la hicieron. No fue necesario. Los mexicanos, en
vista de lo que tenían metido en el calabozo, empezaron a soltar gradualmente a los
presos cubanos. Hay una foto que se hizo posteriormente muy célebre de aquella
brevísima estancia en prisión. Se ve a Fidel muy bien vestido, abotonándose la
chaqueta y luciendo un bigotito fino muy a la moda en aquellos años. Junto a él,
Ernesto, imberbe, a pecho descubierto y con el cinturón desabrochado.
Amenazadores no parecían. Quizá por eso mismo los soltaron.
Fidel salió antes y dejó a Ernesto y a Calixto García en la celda mientras hacía
gestiones para liberarlos. El Che, en un arranque de solidaridad muy oportuno en un
marxista confeso, le dijo a Fidel que prescindiese de él, que no se preocupase por su
destino, que ya vería el modo de apuntarse a lo de Cuba en otro momento. Fidel, que
no andaba para prescindir de nadie, le replicó el ya famoso «Yo no te abandono». Y
no era cosa de abandonar un fanático convencido, a un leninista con el seso
completamente sorbido. Ernesto era necesario, como lo eran, valga recordarlo, todos
y cada uno de los cubanos atrapados por la policía en el rancho Santa Rosa. Y no
porque fuesen mejores o peores, sino porque no había otros.
A principios de julio estaban todos de vuelta en la calle. El rancho de Santa Rosa
se lo habían clausurado, por lo que Fidel se afanó en buscar un nuevo emplazamiento
para seguir con los entrenamientos. No tardó en encontrarlo. Se trataba de una nueva
finca rústica en Abasolo, en el estado de Tamaulipas, donde días antes ya habían
estado Fidel y Faustino Pérez dándose un garbeo. A los fidelistas no sólo les faltaba
un lugar donde terminar de entrenarse para su asalto a los cielos, estaban también
muy necesitados de fondos. Todo lo que había sacado Castro en la gira americana de
1955 se había esfumado en el anterior campamento y en dar de comer a toda la tropa,
por lo que era cuestión de vida o muerte encontrar un nuevo padrino dispuesto a
financiar la aventura. Pero los grupos que estaban contra la dictadura de Batista eran
muchos y no había ni espacio ni dinero para todos.
En 1955, en las reuniones que había montado en Miami y Nueva York, en esta
última en el Palm Garden Hall, no había hecho ni una mención lejana a su marxismo

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ni al plan de expropiaciones forzosas —eufemísticamente conocido como Reforma
Agraria— que llevaba bajo el brazo. La estratagema de «seguidor de nuestro apóstol
Martí» había funcionado, por lo que lo suyo era volver sobre ella. En Miami residía,
como ya he comentado antes, el ex presidente cubano Carlos Prío Socarrás. A pesar
de que Fidel le había atacado con vesania y no simpatizaba en absoluto ni con su
figura política, ni con su persona se vio obligado a recurrir a él. Consiguió en octubre
concertar una reunión con Prío en McAllen, Texas, antiguo puesto fronterizo a corta
distancia de Brownsville convertido hoy en una activa ciudad junto al río Grande.
Prío, a quien debía sobrarle el dinero, regaló a Castro 50 000 dólares de la época
para que llevase a cabo su plan. Por si salía. Hay autores, como Volker Skierka, que
hablan de 100 000 dólares, que es un dineral hoy y en 1955 lo era aun más. Con el
dinerito fresco Fidel cruzó de nuevo a México y se dirigió al sur del país para
encontrarse con los suyos. A la finca de Abasolo, el rancho María de los Ángeles,
iban llegando más y más partidarios del plan de Castro, que ahora contaba con el
apoyo manifiesto del ex presidente Prío Socarrás. A los moncadistas que habían
estado presos se les sumó toda una pléyade de revolucionarios en ciernes entre los
que destacaban Efigenio Ameijeiras y Camilo Cienfuegos, que llegaría a ser fiel
lugarteniente del líder máximo y uno de los mejores amigos de Ernesto.
A la salida del calabozo Guevara tuvo que enfrentarse con apuros económicos y
familiares. Y es que se le juntaba todo en aquellos días de heroísmo carcelero. Estaba
preparándose para la revolución con mayúsculas, había conocido la cárcel —o algo
parecido a una cárcel— por vez primera, se había enamorado de su jefe, del ardiente
profeta de la aurora, y, para colmo, tenía que atender a una mujer que no le gustaba y
a una hija que se parecía a Mao Zedong. Hilda debió verlo tan claro que, en octubre,
cogió sus bártulos y su niñita y se largó para Perú. Ernesto, tan cursi y rebuscado
como siempre, lo veía de este modo:

Mi vida matrimonial está totalmente rota y se rompe definitivamente el mes que viene, pues mi mujer se
va a Perú… Hay cierto dejo amarguito en la ruptura, pues fue una leal compañera y su conducta revolucionaria
fue irreprochable… pero nuestra discordia espiritual era muy grande.

¿Conducta revolucionaria?, ¿discordia espiritual? Si no fuese el Che Guevara es


que escribió esto diríamos que se trata de un vividor, un caradura, pero como lo
escribió él, pues nada, es un tipo estupendo y un idealista. Desconocemos aún la
revolución a la que se refería el Che más allá de los ejercicios de tiro en el rancho
Santa Rosa. Lo de la discordia espiritual bien podría resumirse en un sencillo «Mira,
no me gustas». Llama la atención el artificio que el guerrillero heroico le imprime a
un asunto tan cotidiano como la diferencia de pareceres.
Los preparativos para liberar a Cuba se aceleraban. El inconveniente principal era
que Cuba era y sigue siendo una isla. Desde las costas de Florida hay apenas 90
millas pero Fidel y su improvisada tropa de revolucionarios se encontraban en
México, y no precisamente en el punto más cercano de las costas cubanas. La

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juventud, sin embargo, da alas y esperanzas a los que parece que lo tienen todo
perdido, por lo que el plan de se mantuvo. Éste consistía en, con el dinero obtenido en
Estados Unidos, comprar un barco y realizar la travesía navegando desde el México.
Antes de que se pusieran las cosas más feas en México Fidel debía apresurarse,
además estaban en octubre, y él mismo ya se había encargado personalmente de
prometer un año antes ante su público congregado en el Palm Garden Hall de Nueva
York que, en 1956, serían libres o mártires. Encargó a Rafael del Pino que fuese a los
Estados Unidos a comprar un barco que había visto en un catálogo. Costaba 20 000
dólares y se trataba de una lancha torpedera bautizada como PT. Del Pino obedeció a
su jefe y se desplazó hasta los Estados Unidos para proceder a la compra de la
embarcación. Negoció con los dueños y, tras haber abonado una entrada de 10 000
dólares, se apercibió el afligido emisario de Castro que, para sacar el barco de las
aguas territoriales norteamericanas, había que obtener un permiso de la Secretaría de
Defensa.
La operación se frustró. Y todo por tontos y poco previsores. Del Pino volvió a
México con la cara hecha un poema y las manos vacías. Ante tal cúmulo de
despropósitos, más propios de un panda de gángsteres inútiles que de los liberadores
de Cuba, cambió de parecer y empezó a buscar un barco cerca de donde se
encontraba. En Tuxpan encontró un yate que a él, curtido lobo de mar, le pareció
adecuado por precio y capacidad para realizar con garantías la expedición. Su
propietario era un ciudadano estadounidense afincado en México DF llamado Robert
B. Erickson.
Con el yate tuvieron, asimismo, que comprar un chalet que pertenecía a Erickson
y que a Fidel le pareció muy apropiado para utilizarlo como almacén de armas. Al
yate lo habían bautizado con el nombre de Granma, que es un diminutivo del inglés
Grand Mother y significa algo así como abuelita. Se trataba de un yate de recreo ya
algo antiguo, botado en 1939, y con evidentes limitaciones para el fin con el que
Castro la había comprado. No era una lancha rápida, ni un veterano barco de pesca, el
Granma había servido durante sus diecisiete años de vida como embarcación de
placer para dar paseos por la costa, por lo que no disponía ni de la estabilidad, ni de la
capacidad, ni del alcance suficiente como para culminar con garantías la expedición
planeada por los aguerridos guerrilleros del Movimiento 26 de julio. Cuando dicen
que llegar a Cuba en el Granma fue un gesta lo dicen con razón y se quedan cortos,
porque más que gesta fue milagro.
Entretanto, la actividad en el Rancho María de los Ángeles era frenética. Los
revolucionarios veían cercana la partida hacía su querida isla y, lo mejor de todo,
Fidel estaba pleno de optimismo por la marcha de los acontecimientos. Pero justo en
ese momento, cuando todo iba de maravilla, Fidel se enamoró de una muchacha de
18 años que vivía en casa de su amiga Teté Casuso. Frecuentó la casa durante algunos
días intentando en vano enrolar en el Granma a Isabel Custodio, que es como se
llamaba la adolescente, hasta que se dio por vencido. Cuando los guerrilleros se

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encontraban ya en Cuba Isabel se casó con un hombre de negocios mexicano y Fidel,
tras enterarse de ello por Teté Casuso, respondió arrogante que la revolución era una
novia maravillosamente bella. Y maravillosamente sangrienta le faltó añadir.
Para colmo de males, las autoridades mexicanas seguían de nuevo la pista a los
revoltosos cubanos. La policía confiscó las armas que habían dejado en casa de Teté
Casuso y dio un ultimátum a Castro para abandonar el país. No querían más
problemas ni que la relación con el Gobierno de Batista terminase de envenenarse del
todo. Pocos días después, en la madrugada del 25 de noviembre de 1956, el Granma
dejó el puerto de Pozo Rico, cerca de Tuxpan, con destino a Cuba. Iban a bordo 82
héroes de la Revolución.

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CAPÍTULO TERCERO
Nacido para matar

La situación era inconfortable para todos y para Eutimio, así que yo terminé el
problema disparándole un tiro, con una pistola del calibre 32.

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El naufragio del Granma
Recapacitemos. Imagínese usted que tiene 28 años, una boca a la que dar de
comer, una familia más o menos normal esperándole en casa y una carrera
profesional por desarrollar. Con todo eso, decide usted que lo realmente importante es
hacinarse en un barquito minúsculo, con 80 personas armadas a bordo para atravesar
el mar Caribe en dirección a una isla que usted no conoce y donde no se le ha perdido
nada, en la que, según llegue, se van a liar a tiros contra usted. Un disparate, ¿verdad?
Pues bien, eso es exactamente lo que hizo Ernesto Guevara de la Serna el 25 de
noviembre de 1956. Y lo peor de todo es que un comportamiento tan suicida y
anormal a nadie le parezca extraño.
A Ernesto Guevara tampoco, por eso se embarcó en esta expedición. Aunque se
ha repetido mil veces que lo hizo como médico de a bordo, esto no es del todo cierto.
De los 82 tripulantes que salieron de Tuxpan había dos galenos. Uno era Guevara, en
calidad de teniente, el otro era Faustino Pérez, cubano y que se embarcó como
capitán. Luego por rango de prelación el cargo recaería en el capitán Pérez y no en el
teniente Guevara.
El ya Comandante en Jefe Fidel Castro había previsto una travesía de cinco días,
y así se lo comunicó a Frank País, que esperaba en Santiago de Cuba para iniciar la
revuelta urbana. Pero el Granma iba sobrecargado, se estropeó un motor y los
tripulantes no eran exactamente lobos de mar, por lo que muy poco faltó para que la
expedición se fuese al garete.
Ernesto, no demasiado ducho en asuntos náuticos, se acomodó en la proa de la
nave, que es donde más se mueve cuando hay mala mar, con unos feroces ataques de
asma. Muy mal tuvo que pasarlo y de ello dan fe los múltiples testimonios de los
tripulantes que salieron con vida de la guerra en Sierra Maestra. Pero aguantó
estoicamente. No deja de ser llamativo que tuviese que ser uno de los dos médicos de
a bordo el más afectado por la travesía. Faustino Pérez debió hartarse a trabajar.
Aunque, claro, hasta es posible que los revolucionarios, por el mero hecho de serlo,
no sufran mareos y otras indisposiciones propias de las travesías marítimas.
El viaje del Granma tiene, además, un simbolismo un tanto profético, pero no el
que le quiso dar después el régimen castrista sino uno mucho más triste y prosaico.
Debido a las prisas por salir de México, ni Fidel ni nadie había planificado la
cantidad de comida que necesitarían los expedicionarios en sus cinco días de viaje,
que luego serían siete. El primer día, como todos estaban mareados, no echaron en
falta el almuerzo, pero a partir del segundo, el estado de la bodega era tan desolador
que a Castro no le quedó otra que racionar las escasas provisiones que habían
embarcado en Tuxpan. No deja de ser caprichoso, pero el medio siglo de
racionamiento que más adelante padecería toda Cuba empezó en el mismo Granma.
El racionamiento y otras tragedias cotidianas de los cubanos, como que nada
funcione o lo haga a medias. Uno de los motores del barco empezó a fallar y se

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atascó, la bomba de achique, por su parte, se averió también y el agua de mar fluía a
borbotones por el inodoro. Al quinto día de travesía la situación era desesperada.
Raúl Castro confesaba a su diario que «una colilla de cigarro tenía un valor
incalculable», lo cual nos dice mucho de cómo las leyes del mercado funcionaban
inexorables a bordo del yate más famoso de la historia del comunismo.
Pero, si el barco estaba en tan malas condiciones de navegación, escaso de
provisiones y con una marinería inexperta a bordo, ¿por qué, en lugar de aligerar la
marcha para arribar cuanto antes, tardó tanto en llegar a Cuba? Por culpa de Fidel
Castro, que se demostró como un rematado inepto organizando la expedición. Se
equivocó en el puerto de salida, en la elección del barco y no hizo bien los cálculos
del viaje. La derrota se fue improvisando durante días, tuvieron que rodear la
península del Yucatán y mantenerse lo suficientemente lejos de la costa para no ser
interceptados por patrulleras que, tanto ayer como hoy, suelen dar el alto a
embarcaciones tripuladas por 80 tipos armados hasta los dientes.
El lugar elegido para desembarcar fue otro error. La costa cubana de Pinar del Río
esta mucho más cerca de México, a menos de 200 kilómetros desde la costa norte del
Estado de Quintana Roo. Entonces, ¿por qué Fidel decidió desembarcar en la otra
punta de una isla tan larga como Cuba? Aquí entró en juego el ridículo
providencialismo que siempre caracterizó a Fidel Castro. Como, a pesar de ser un
simple abogado metido a guerrillero se creía parte de la Historia, quiso desembarcar
en la provincia de Oriente, que es donde lo había hecho 61 años antes José Martí, de
quien se consideraba continuador.
Después de mil vicisitudes, el 2 de diciembre por la noche avistaron las costas
cubanas. Estaban en un manglar junto a la playa de los Colorados, cerca de la
población de Niquero. Pero llegaban tarde, la rebelión de Frank País ya había sido
reprimida por la policía de Batista y nadie les estaba esperando. Todo hacía presagiar
un desastre inminente. El depósito de combustible que alimentaba al único motor que
permanecía funcionando se agotó.
Los militares, que estaban advertidos del desembarco, merodeaban por la costa en
busca del yate. Una lancha del ejército avistó el lugar donde había encallado el
Granma y comenzó a disparar ráfagas de ametralladora contra los expedicionarios.
Una auténtica locura. Más que un desembarco, tal y como diría Juan Manuel Vázquez
años después, lo del Granma fue un naufragio.
Por suerte era de noche, lo que les permitió avanzar entre los manglares de la
costa y refugiarse entre la maleza. Ya estaban en Cuba. Todo en su contra. El yate
varado en un manglar, el ejército pisándoles los talones y con el grupo machacado
por el racionamiento, los vómitos y el inclemente sol del Caribe. Pocas veces una
gloriosa revolución ha tenido comienzos tan desventurados.
Según alcanzaron la costa se echaron al monte más cercano por donde vagaron
durante días evitando los pueblos y los cuarteles de la Guardia Rural. Finalmente, el
día 5 de diciembre levantaron un campamento en Alegría del Pío. Estaban agotados

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de la marcha. Ernesto Guevara lo expresaba con las siguientes palabras:

Ya no quedaba de nuestros equipos de guerra nada más que el fusil, la canana y algunas balas mojadas.
Nuestro arsenal médico había desaparecido, nuestras mochilas se habían quedado en los pantanos, en su gran
mayoría.

Echémonos al monte
En Alegría del Pío sufrieron el primer ataque de envergadura de los muchos que
tendrían que enfrentar durante los dos años siguientes. En aquel momento Ernesto se
encontró ante uno de sus grandes dilemas existenciales: matar o curar. No podían
hacer frente a los soldados con garantías de sobrevivir al encuentro, así que ante la
acometida de las tropa los guerrilleros salieron en desbandada. Un compañero dejó
una caja de balas en el suelo, el Che, que era uno de los médicos de la expedición se
encontró entonces con que:

Quizás esta fue la primera vez que tuve planteado prácticamente ante mí el dilema de mi dedicación a la
medicina o mi deber de soldado revolucionario. Tenía delante una mochila llena de medicamentos y una caja
de balas, las dos eran de mucho peso para transportarlas juntas; tomé la caja de balas, dejando la mochila, para
cruzar el claro que me separaba de las cañas.

Ahora viene la pregunta que todo lector desconfiado se hará de inmediato. Si su


arsenal médico había desaparecido. ¿De dónde había salido esa mochila llena de
medicamentos?, ¿de debajo de la tierra? Parece ser que los que hoy se entregan con
delectación al disfrute de «Pasajes de la Guerra Revolucionaria» están tan imbuidos
de la mística guerrillera que no reparan en estos pequeños saltos de eje en la obra
magna del guevarismo y, por extensión, de la guevarología.
Quedémonos con que, efectivamente, agarró la caja de balas para emprender la
huida y hagamos una reflexión. Ernesto Guevara no era médico, al menos no ha
quedado claro que dispusiese del título tal y como demostró Enrique Ros. Pero
tampoco era militar. En Argentina el servicio militar era obligatorio. Pero debido a
que estaba cursando estudios universitarios obtuvo una prórroga, que venció cuando
hubo terminado éstos. Sin embargo, el futuro «soldado revolucionario» no hizo
intención alguna para ingresar en las Fuerzas Armadas Argentinas. Más bien al
contrario. Alegó asma para evitar el servicio. Pero, por si el médico no terminaba de
creérselo, se duchó con agua helada antes de efectuar el examen para desencadenar
un ataque y despejar las dudas de los siempre susceptibles médicos castrenses. La
treta le funcionó porque no hizo el servicio militar.
Trucos como este se han venido haciendo en todos los países desde que el
reclutamiento forzoso es obligatorio. El que escribe se libró de servir nueve meses en
los años 90 en el ejército español gracias a una oportuna alergia al polen. Ni me
avergüenzo ni me enorgullezco. Lo hacíamos todos los que podíamos. Pero sería

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incapaz de empuñar siquiera una pistola, que, por descontado, no se utilizar. No
digamos ya de enrolarme en una banda de guerrilleros. Lo que Ernesto Guevara se
encontró en aquellos primeros días de Sierra Maestra no fue ante la disyuntiva de
ejercer como médico o como soldado, sino ante el dilema de continuar siendo un
curandero o formar parte definitiva de una partida de bandidos que se habían
convencido a sí mismos de que iban a liberar a Cuba. Eligió lo segundo y eso le ha
llevado a ser un héroe.
El episodio de Alegría del Pío le supuso al Che su primera herida de guerra. En la
refriega un disparo le alcanzó, y aunque él en los primeros momentos ya se dio por
muerto, apenas se trató de una herida superficial en el cuello. Tras ello, los
componentes, que eran aun 82, se separaron en distintos grupos con objeto de
merodear por el monte y buscar apoyos entre los campesinos blancos pobres, que en
Cuba se les llama guajiros.
La emboscada del ejército tuvo efectos devastadores en la tropa revolucionaria.
Varios grupos se quedaron aislados y no les quedó otra que ir a la deriva por la selva
sin comida, sin agua y sin armas. El grupo del Che lo formaban Juan Almeida, Rafael
Chao y Reinaldo Benítez. Unos días más tarde, cuando andaban por la costa
buscando algo con lo que llenar el estómago, se encontraron, en una caseta de
pescadores, a Camilo Cienfuegos, Pacho González y Pedro Hurtado. El desorden era
absoluto. El responsable de la operación, que no era otro que Fidel Castro, estaba
desaparecido, hasta el punto de que las autoridades de La Habana lo daban por
muerto.
Los demás deambulaban atemorizados de la costa a la montaña y de la montaña a
la costa. Algunos de ellos se encontraban heridos. Ernesto Guevara tenía, como ya
vimos, una herida en el cuello, pero no era ni de lejos el peor parado. Raúl Suárez por
ejemplo tenía la mano destrozada por la metralla. Su estado era tan grave que
Faustino Pérez, médico principal de la expedición, pidió que sus camaradas lo
acompañasen hasta algún puesto costero para que fuese atendido debidamente. Pero
estos puestos estaban vigilados por el ejército. Suárez fue ejecutado junto al resto de
sus compañeros.
Después de dar mil vueltas el 13 de diciembre se encontraron con un guajiro,
Alfredo Gómez, que prestó ayuda al agonizante grupo del Che Guevara. Unos días
después, y ya enterados de que el líder de la insurrección permanecía con vida, se
reunieron con él y con los pocos supervivientes de la «batalla» de Alegría del Pío. Un
panorama descorazonador. De los 82 expedicionarios que habían dejado México la
última semana de noviembre, a 21 de diciembre sólo quedaban 12 con vida.
Y eso no era todo. En el Granma habían embarcado el siguiente arsenal:

35 fusiles de mira telescópica


55 carabinas mexicanas
3 pistolas ametralladoras Thompson

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40 pistolas ametralladoras ligeras
2 lanzagranadas
Varias cajas de munición.

De toda esta relación a día 21 de diciembre solo les quedaban 9 fusiles. Ni


siquiera tocaban a uno por cabeza.
A pesar de todo, Fidel no se daba por vencido. Se la jugaba en lo personal, en lo
político y, lo más grave de todo, al menos para él, en lo histórico. Pero 12 hombres no
son demasiados, así que hizo de tripas corazón y mandó replegarse a la menguada
tropa hacia lo más profundo de Sierra Maestra. Allí les sería más difícil a los guardias
rurales dar con ellos, evitando de este modo las escaramuzas que estaban diezmado la
expedición. En esta decisión debió pesar el hecho de que, en aquel momento, Fidel y
su flamante Movimiento 26 de Julio compuesto por 12 «soldados revolucionarios»
apenas tenía apoyo popular. Pero también una suerte de instinto de supervivencia del
que se tira al monte para guarecerse. La misma táctica siguieron los guerrilleros
españoles que durante la Guerra de la Independencia hostigaban a los regulares
franceses. Caían por sorpresa sobre las columnas galas y, acto seguido, se escabullían
como cabras montesas por los riscos de las serranías ibéricas. Algo tan antiguo como
el mundo, aunque Fidel Castro y, especialmente, el Che Guevara, se lo hayan querido
apropiar como un genuino modo de hacer la guerra patentado en aquellos días de
Sierra Maestra.
La tropa buscó una guarida apropiada en lo alto de la montaña y estableció una
precaria cadena de suministros con la civilización, es decir, con Santiago, que era la
ciudad más cercana. Allí, en lo alto de la sierra pasaron la Navidad y despidieron el
año 1956. Nótese que, pese a la publicidad que se ha dado al célebre «En 1956
seremos libres o mártires», en 1956 los guerrilleros de Fidel no fueron ni una ni otra
cosa. Respecto a Cuba, siguió siendo una dictadura en 1956, en 1957, en 1958, en
1959… y en 2017. Cuando la causa revolucionaria triunfó los únicos que
conquistaron la libertad fueron los propios revolucionarios. Pero eso ya lo veremos
más adelante.
Con el nuevo año fueron llegando también voluntarios a los improvisados
campamentos de Castro en la sierra. A lo largo del mes de enero acontecieron,
además, los dos primeros hechos de armas propiamente dichos de la revolución. Los
celebérrimos —especialmente para los sufridos escolares cubanos— combates de La
Plata y del Arroyo del Infierno. En honor a la verdad, ambos encontronazos con el
ejército no pasaron de refriegas sin la menor importancia. En el de La Plata, un
riachuelo que baja de las montañas, los rebeldes se apoderaron de un cuartelillo de la
Guardia Rural aprovechando la noche. Mataron algunos guardias y se hicieron con
las armas que encontraron en las dependencias militares. El móvil era más la rapiña
que otra cosa, aunque ahora quieran verlo como un gran acto revolucionario, donde
se ventilaban importantísimos asuntos para el pueblo cubano y la humanidad.

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Algunos guajiros que no tenían donde caerse muertos iban alistándose a la tropa
rebelde o mostraban su intención de ayudar y facilitar las cosas a los guerrilleros.
Uno de ellos fue Eutimio Guerra, un labrador que se había puesto de su lado desde
los primeros días en la sierra. En Pasajes de la Guerra Revolucionaria Guevara le
dedicó un capítulo con el sugerente título de «Fin de un traidor». El fin se lo puso,
obviamente, él con una pistola del calibre 32. En el diario de Guevara citado por John
Lee Anderson Guevara lo expone de esta manera.

La situación era inconfortable para todos y para Eutimio, así que yo terminé el problema disparándole un
tiro, con una pistola del calibre 32, en la parte derecha de su cerebro. Con un orificio de salida en el temporal
derecho. Se convulsionó por un rato y luego murió. Cuando traté de quitarle sus pertenencias, no podía
desprenderle el reloj que lo tenía unido a su cinto con una cadena y me dijo, como en una voz lejana:
«Arráncala, muchacho, ya que importa…» Eso hice. Sus pertenencias eran, ahora mías.

Los revolucionarios esperaron a que se marchase un corresponsal del New York


Times para liquidar al traidor. El periodista norteamericano había visitado el
campamento de Castro en la sierra para realizar un reportaje sobre la guerrilla
cubana. A Fidel y su causa le vino que ni pintado. Herbert Matthews, que es como se
llamaba el reportero, dibujó un cuadro romántico de los guerrilleros de Sierra Maestra
que hizo las delicias de sus lectores y puso de uñas al dictador habanero. Fidel Castro
nunca terminó de agradecer lo que Matthews hizo por su revolución. Al hilo de las
visitas de periodistas occidentales a Sierra Maestra, el historiador Paul Johnson llegó
a afirmar que lo de la guerrilla era pura propaganda para un mundo ávido de
novedades. Para Johnson la causa principal de la caída de Batista no fue, ni mucho
menos, la guerrilla, sino oposición creciente en las ciudades. Y no anda lejos de la
verdad.

La sierra es nuestra
En febrero de 1957 la guerrilla estaba ya consolidada en la sierra. Nueva York,
que s lo mismo que decir el mundo, sabía gracias a la entrevista de Matthews de la
existencia de Castro y los suyos. A partir de aquí todo lo que saliese de ese remoto
confín de Cuba concitaría interés mundial materializado en titulares a toda página y
reportajes entusiastas.
En la alquería de «Los Chorros» el líder convocó una reunión del Movimiento 26
de julio. A ella acudieron no sólo los que estaban con las armas en la mano, sino parte
de los que desde las ciudades componían el heterogéneo movimiento que luchaba
contra la dictadura de Batista. Se juntaron en aquella ocasión Castro, su hermano
Raúl, Ernesto Guevara, Faustino Pérez, que iba y venía de la sierra, y unos cuantos
recién llegados. Frank País, jefe del Movimiento en Santiago, Haydee Santamaría y
su novio Armando Hart, Vilma Espín —que llegaría a ser novia de Raúl— y Celia

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Sánchez, futura compañera sentimental de Fidel Castro. Si no fuese por que iban
armados y sin afeitar, la reunión bien parecía una excursión de veinteañeros frisando
la treintena de acampada en la montaña. De aquella reunión salió el primer
Manifiesto de Sierra Maestra. El objeto del mismo era dar naturaleza a la guerrilla y
dejar bien claro que Fidel era el amo y tenía intención de seguir siéndolo.
Como era de prever entre jóvenes violentos y fanatizados, las diferencias en el
Movimiento 26 de julio no tardaron en aflorar. Castro lo quería todo para sí. Pero en
Santiago o en La Habana no lo veían del mismo modo. Fidel no era el único que
estaba luchando por el fin de la dictadura y así se lo hicieron saber. En marzo, un
levantamiento frustrado había costado la vida a José Antonio Echevarría, líder del
Directorio Revolucionario, y en Miami distintas fuerzas de oposición coordinadas por
Prío Socarrás —el que pagó el Granma— se organizaban para el más que previsible
cambio de Gobierno. Fidel fue realista, y en un segundo manifiesto desde la sierra en
el mes de julio prometió que, una vez derrocado Batista, se convocarían elecciones
libres y se retornaría a la Constitución de 1940. Sesenta años después muchos
demócratas cubanos siguen esperando a que el castrismo cumpla con lo que su
fundador prometió tan alegremente en aquel manifiesto serrano.
Manifiestos aparte, el hecho es que los primeros meses de 1957 fueron muy duros
para la recién nacida guerrilla. Las hazañas bélicas apenas pasaban de simples
reyertas con la Guardia Rural y las condiciones de vida de los revolucionarios eran
miserables. La Sierra Maestra, a pesar de ser conocida en el mundo entero por lo
machacante que es la propaganda castrista, no es una gran cordillera.
Geográficamente no pasa de un accidente serrano al sur de la isla. En ella, es cierto,
se concentran las mayores elevaciones montañosas de toda Cuba, pero aun así no
dejan ser modestos picos que tienen su techo en el Turquino, que no llega por muy
poco a los 2000 metros de altura.
De punta a punta la sierra tiene poco más de 200 kilómetros de largo y con
dificultades alcanza los 60 kilómetros de anchura en su parte más ancha. Una minucia
en comparación con cordilleras de verdad como los Pirineos o los Alpes, y, no
digamos ya con las dos grandes cadenas montañosas de América: las Rocosas al norte
y los Andes al sur. En esta cordillerita de juguete, en este entorno montañoso en
miniatura es donde Castro y su legión de fieles emplazaron su guarida durante tres
años. Los recursos naturales en la sierra eran escasos. Es por ello que la tropa fidelista
las pasó, al menos durante sus inicios, verdaderamente mal para aprovisionarse de
pertrechos, medicinas y alimentos.
Muchos campesinos que simpatizaban con la causa, o que simplemente
aborrecían a Batista, ayudaron a los guerrilleros y les sirvieron de guías por los
vericuetos de la sierra. Otras veces, en los asaltos a los cuarteles de la Guardia Rural,
los guerrilleros aprovechaban y asaltaban también la despensa y el polvorín. Sin
temor a equivocarse, puede afirmarse que, durante mucho tiempo, la ahora gloriosa
revolución cubana sobrevivió de la mendicidad y el pillaje. En la sierra los

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guerrilleros ensayaron otras fórmulas de abastecimiento que, organizaciones
terroristas como la española ETA, han hecho famosas. Me refiero, claro está, al
Impuesto Revolucionario. Era un tributo no sujeto al derecho tributario que consistía
en apoderarse por las buenas de una vaca, unas gallinas o lo que el revolucionario
creyese necesario. Al campesino no le quedaban muchas alternativas ante el eficaz
poder de convicción de un pistolón en la frente.
La organización interna del improvisado ejército popular fue cambiando
conforme la fortuna y los resultados en el campo de batalla se pusieron del lado de
Castro. En los inicios, en la primavera de 1957 este ejército que, al menos en la
imaginación de Guevara, representaba a los más de 6 millones de cubanos, contaba
con unos 80 efectivos. Eso sí, muy bien organizados. Ernesto lo resume así en sus
memorias de Sierra Maestra:

La vanguardia, dirigida por Camilo (Cienfuegos), tenía cuatro hombres. El pelotón siguiente lo llevaba
Raúl Castro y tenía tres tenientes con una escuadra cada uno. […] Después venía el Estado Mayor o
Comandancia, que estaba integrada por Fidel, Comandante en Jefe; Ciro Redondo; Manuel Fajardo, hoy
comandante del ejército; el guajiro Crespo, comandante; Universo Sánchez, hoy comandante y yo, como
médico.

Desde el manifiesto de febrero hasta casi entrado el verano la vida en la sierra


debió ser para todos sus integrantes algo realmente soporífero. Ni un mal combate,
hambrientos, harapientos y con la moral por los suelos. Los guerrilleros huían del
ejército de Batista como alma que lleva el diablo. A lo sumo ajusticiaban de tanto en
tanto algún chivato con ardor guerrero y mística revolucionaria para disfrazar el
crimen con ropajes honorables. No estaban preparados y Fidel, siempre muy celoso
de su integridad personal, no quería arriesgarse en un enfrentamiento abierto con los
profesionales del ramo, es decir, con los militares.
Al caudillo se le daba mejor la propaganda, especialmente en los Estados Unidos,
las arengas a la tropa y el culto a la personalidad. Así sería hasta su muerte seis
décadas más tarde. En mayo el yate Corintia, patrocinado por Prío Socarrás y
capitaneado por Calixto Sánchez, fue apresado por el ejército. Los soldados de
Batista se ensañaron con sus tripulantes. Querían dar una lección ejemplarizante a los
que tenía encaramados en lo alto la sierra. Para Castro, sin embargo, el apresamiento
del Corintia fue una bendición por partida doble. Por un lado le quitaban un
competidor de encima que, más tarde o más temprano, exigiría su trozo de pastel. Por
otro, le hizo despertar del letargo y puso de nuevo a su mesnada en movimiento.
La ocasión la pintaban calva a finales del mes de mayo. En El Uvero había una
pequeña guarnición del ejército muy mal defendida, víctima fácil para que los
forajidos de la sierra cayeran sobre ella. El combate fue corto pero intenso. Tres horas
de asalto que se saldó con una victoria clara y definitiva de los guerrilleros. El Uvero
confirió renovados bríos a los componentes de la tropa irregular comandada por
Castro. Ernesto lo vería más tarde como el momento en que la guerrilla alcanzó la
edad adulta:

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(El Uvero) fue además la victoria que marcó la mayoría de edad de nuestra guerrilla. A partir de ese
combate, nuestra moral se acrecentó enormemente, nuestra decisión y nuestras esperanzas de triunfo
aumentaron también.

Los meses posteriores a ese Lepanto revolucionario que, al menos a ojos de


Ernesto, fue la batallita de El Uvero, estuvieron dedicados casi en exclusiva a cuidar
de los heridos causados durante la escaramuza. Guevara, como médico de tropa, tuvo
que hacerse cargo de sus compañeros con lo poco que tenía. Apenas unos vendajes
chafados por la humedad, unos pocos calmantes y muy buena voluntad. Lo hizo,
lógicamente, contra su voluntad y porque no había más médicos que el del cuartel
que acababan de asaltar:
[…] mis conocimientos de medicina nunca fueron demasiado grandes; la cantidad de heridos que estaban
llegando era enorme y mi vocación en ese momento no era la de dedicarme a la sanidad; sin embargo, cuando
fui a entregarle los heridos al médico militar, me preguntó cuántos años tenía y acto seguido, cuándo me había
recibido.

En esta primera fase de la guerrilla, en la que le tocó ejercer de médico mucho


más de lo que le hubiese gustado, demostró que, hubiese o no acabado la carrera,
como médico era un desastre sin paliativos. Y no lo digo yo, lo decía su compañero
René Rodríguez:

El Che como revolucionario es una maravilla, como médico es un asesino.

La batallita de El Uvero había situado de nuevo a la guerrilla en el mapa y eso


Fidel tenía que aprovecharlo. Envió recado a Santiago para que Frank País y otras
personalidades se acercasen hasta la sierra. Allí, como ya hemos visto anteriormente,
sostuvieron una acalorada reunión a la que, por cierto, el Che no estuvo invitado. Le
faltaba todavía un año y muchos méritos de sangre para que los cubanos lo tuviesen
como un igual. En junio, además, empieza en Cuba la estación lluviosa por lo que, a
las penalidades propias de la guerrilla, se sumaron las persistentes lluvias tropicales.
Los guajiros, en algunos casos realmente empobrecidos, de la provincia de
Oriente empezaron a tomar en consideración a sus nuevos e imprevisibles vecinos.
Muchos se alistaron voluntariamente en la tropa, otros lo hicieron y al poco lo
dejaron, pues había que estar muy iluminado y trastornado para pensar en aquel
entonces, en el verano de 1957, que los desaliñados hombres de Castro tenían alguna
posibilidad fáctica de derrocar al régimen de Batista. Los guerrilleros eran pocos y
los mejores iban con una lenta pero sostenida cadencia cayendo en combate. El
Uvero se había llevado la vida por ejemplo de Julito Díaz, un valiente revolucionario
que se granjeó incluso los mejores comentarios del siempre exigente Ernesto.

Ernesto, ponle comandante

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Tras el manifiesto de julio Fidel vio llegado el momento de reorganizar la tropa.
Nueva estructura y nuevos cuadros que acometiesen los objetivos trazados para el
otoño. Ernesto Guevara de la Serna seguía siendo —aún en julio— un simple teniente
médico, pero, gracias a su arrojo y a que se le iban muriendo los del Granma, Castro
terminó por fijarse en él. Con pocos días de diferencia el Che transitó de los grados
de teniente a comandante pasando brevemente por el de capitán. Nunca una carrera
militar fue tan rápida como la de este aventurero argentino. La historia de cómo Fidel
le nombró comandante tiene su atractivo y los escolares de la Cuba socialista se la
saben de memoria.
Es, más o menos, esta:
Se encontraba Fidel redactando un comunicado a Frank País y, al enumerar los
firmantes del mismo, le dijo con pose de emperador romano:

—Ernesto, ponle Comandante…

¡Venga Ernesto!, porque hoy es hoy, por ser vos quien sois y porque hoy estoy de
buen humor. Los que siempre pensaron que eso de las guerrillas latinoamericanas no
era más que un montón de amigotes sanguinarios vivaqueando por la selva, tienen en
este episodio heroico y cargado de emotividad un buen argumento a su favor.
Con el nombramiento vino aparejado un reloj y una estrellita dorada que, desde
ese mismo instante, Ernesto lució orgulloso en su boina. Sin saberlo, estaba
anticipando una moda que, desde entonces, siguen muchos jóvenes de medio mundo.
Además de los presentes materiales, que ya se sabe nada importan en la vida de un
revolucionario, Ernesto recibió el mando de una columna. Bajo tan pomposo nombre
se escondía un hatajo de hombres, mal armados y andrajosos, que, desde ese
momento, se convertirían en la unidad táctica del ejército popular.
La primera misión para la columna del Che tuvo lugar unos meses más tarde, en
octubre. Se trata de la celebrada batalla del Hombrito. En realidad fue una simple
emboscada sobre una columna de verdad, de las del ejército regular. Ocultos tras la
espesura esperaron a que se acercaran los soldados de Batista, entonces, cuando los
tuvieron a tiro, dos grupos atacaron por los flancos mientras Guevara daba la orden
de ataque con su rifle. No fue lo que se dice una victoria redonda, pero para estos
guerrilleros cualquier cosa lo era. Si conseguían llevarse por delante un soldado y
robar dos fusiles eso significaba que se habían impuesto sobradamente a las tropas de
la dictadura. Si simplemente lograban salir con vida del aprieto también era una
victoria, pues no habían registrado bajas. Ante parámetros tan flexibles es normal que
la historia de la guerrilla en Sierra Maestra se cuente por grandes triunfos.
Lo que si que les dio la emboscada del Hombrito fue vía libre para menudear a su
gusto por una vasta área de varios cientos de kilómetros cuadrados. Esta del
Hombrito fue la primera «zona libre» de la revolución. Aquí Ernesto acuarteló a su
columna por vez primera.
Se estaba granjeando entre los combatientes cierta fama, más que merecida por

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otro lado, de radical y de comunista convencido. Estas posturas le habían ocasionado
alguna que otra diferencia con la línea fidelista que, por puro oportunismo, hacía
concesiones —sólo de palabra, obviamente— a los opositores de Miami y de las
grandes ciudades, del dichoso llano que a Fidel ponía de los nervios sólo mencionar.
En la zona liberada del Hombrito Ernesto no se limitó a armar tres tiendas de
campaña y construir una parrilla para los asados. Desarrolló toda una activad que
demuestra lo organizado y buen planificador era, al menos para los demás. Estableció
una escuela, donde los soldados analfabetos y los guajiros que así lo deseasen
pudiesen recibir sus primeras letras. Aparte de la escuela dispuso una enfermería para
atender a los heridos en condiciones. No se podía esperar menos de un antiguo
estudiante de Medicina.
Mandó acondicionar un horno de pan y organizó alguna industria como un taller
de zapatos, destinado a cuidar del calzado de la tropa. También se preocupó de la
propaganda, tanto o más importante que la industria para aquellos valerosos
guerrilleros perdidamente seducidos por el brillo de las portadas. Creó dos medios de
comunicación: el periódico El Cubano Libre y la emisora Radio Rebelde.
Aportaciones ambas encomiables y más con el ir y venir constante propio de una
guerra de guerrillas.
Todo lo que Guevara hizo en el Hombrito pasaría a formar parte de su leyenda
como revolucionario completo, aquel que no olvida de que el fusil debe ir siempre
acompañado del libro. La vertiente práctica y la teórica. Casi como los antiguos
conquistadores españoles, que llevaban consigo una espada de templado acero
toledano y un buen ejemplar de la Biblia impreso en Salamanca. Ya sé que los
paralelismos son odiosos, pero ante tales analogías no queda más remedio que
recurrir a ellos.
En aquellos días otoñales del Hombrito hubo varias visitas de periodistas
extranjeros. El servicio que el corresponsal del New York Times había prestado a la
revolución había sido tan bueno y oportuno que ningún guerrillero cerró las puertas
desde entonces a los representantes de los odiados medios de comunicación
burgueses. Por los primeros campamentos estables de la sierra empezaron a desfilar
periodistas cargados de buenas intenciones y un punto fascinados por los
desarrapados barbudos de Sierra Maestra.
Recibieron a un nuevo enviado del rotativo neoyorquino, esta vez en la persona
de Homer Bigart, y a algunos periodistas hispanos. Entre ellos destaca la visita que
hizo el uruguayo Carlos María Gutiérrez, el argentino Jorge Ricardo Masetti o, ya en
marzo de 1958, los cubanos Agustín Alles Soberón y Eduardo Hernández,
fotoreportero más conocido como el Guayo. En estas entrevistas aparece de nuevo
una de las facetas inmortales y perennes del guerrillero heroico: la de mentiroso
compulsivo.
Veamos. En la entrevista con los periodistas cubanos empezó afirmando lo
siguiente:

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… al recibirme (graduarme) de médico en la Universidad de Buenos Aires, fui llamado a las filas del
Ejército con el grado de teniente médico… hice mi carrera bajo el gobierno de Perón. Fui opositor pasivo de
su régimen. En su primera elección, milité en la Unión Democrática. Después me fui de la Argentina. Fui a
Guatemala.

De toda la respuesta lo único cierto es que curso sus estudios bajo el Gobierno de
Perón. Dato difícilmente alterable tratándose a la sazón de un joven de 29 años. El
resto es mentira. No se tituló jamás, o al menos no consta en lugar alguno que lo haya
hecho. Jamás realizó el servicio militar en Argentina, ni como teniente médico ni
como cabo de segunda. Muy al contrarió, tomó gustoso una ducha de agua helada
para asegurarse un oportuno ataque de asma. Fue un opositor al régimen tan pasivo
que nadie se enteró, ni siquiera él mismo. No hay noticias de que militase en partido
alguno y, por último, cuando se fue de la Argentina no lo hizo para ir a Guatemala,
sino para viajar a Venezuela a ocupar el puesto que le estaba buscando su amigo
Alberto Granado. Pero el festival de mentiras guevarianas continúa:

Me gustó el experimento del gobierno de Árbenz y me quedé allí. Traté de conseguir un trabajo en
Guatemala pero me exigían la reválida del título y seis meses de trabajo en un hospital. No pude cumplir todos
los requisitos.

En rigor, no pudo cumplir ninguno. Y fue a Guatemala en «aventura en cuestión


monetaria» no por el «experimento» que Árbenz estaba realizando con su país.
Los periodistas de la revista Bohemia, para la que trabajaban Alles y el Guayo,
siguieron con sus preguntas. En una de ellas le inquirieron por su ya famosa ideología
comunista, a lo que Guevara replicó sin que le temblase el cigarro puro:

En lo absoluto. No tenemos vinculación con el comunismo. Soy militar nada más.

Ni una cosa ni la otra. Más que vinculación tenía una relación íntima con los
fundamentos del comunismo. ¡Y presumía de ello delante de sus compañeros! Y lo de
ser militar, a lo sumo llegaba a guerrillero serrano de pistolón al cinto y canana
cruzada por encima del pecho.
La entrevista de los cubanos dio mucho más de sí. Respecto al futuro de Cuba
apuntó:

Nuestro movimiento sostiene el criterio de que el gobierno provisional debe ser lo más breve posible. El
tiempo estrictamente necesario para normalizar el país… y convocar a elecciones para todos los cargos del
estado, las provincias y los municipios. […] Debemos hacer todo lo posible porque ese periodo de
provisionalidad no rebase de dos años de duración.

De lo cual pueden inferirse dos cosas. Una, que el Gobierno actual de Cuba
después de sesenta años es un simple Gobierno interino que está todavía preparando
las elecciones. O dos, que los años contados en lengua revolucionaria son
extremadamente largos. Escoja la que más le guste. Lo único que, a estas alturas,
podemos tener por cierto es que, en Cuba, se han consumido varias generaciones en

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lo que los guerrilleros de Sierra Maestra se deciden por delimitar cuánto son dos años
y cuál es el periodo óptimo de provisionalidad de un Gobierno.
Ante tal despropósito, ante semejante andanada de mentiras no cabe más que
concluir que la farsa, la tramoya y el apaño propagandístico fueron en su vida y tras
su muerte una constante en la vida de Ernesto Guevara de la Serna. Quizá la única
falsedad que podríamos considerar justificada es la última, la referente a los planes
sobre el mañana de la República de Cuba. A fin de cuentas, distaban tanto los que
trazaban los revolucionarios y los que esperaba la gente común, que lo normal es que
los primeros se disfrazasen de demócratas convencidos.
El resto abona las tesis expuestas anteriormente en este libro. Ernesto Guevara no
necesitaba mentir a los periodistas cubanos. No precisaba construirse una biografía
que nunca existió. Primero, porque a los periodistas tanto les hubiese dado que
Guevara hubiese sido una cosa o la otra. Y segundo, porque lo que se ventilaba en
aquella entrevista era el papel que él desempeñaba en la guerra desatada en la sierra,
no los delirios de grandeza de un veinteañero argentino metido a guerrillero. Ernesto,
sin embargo, mintió como un bellaco, gratuitamente y sin permitir que un gramo de
rubor aflorase por encima de su descuidada pero escasa rala.
En la entrevista que concedió a Jorge Ricardo Massetti, compatriota suyo, éste
hizo dos observaciones un tanto curiosas. Escribió más tarde que el Che se le
antojaba un muchacho argentino cualquiera de clase media. Y lo era. También dejó
para el recuerdo la impresión que el guerrillero le causó: una caricatura rejuvenecida
de Cantinflas. Por suerte el reportero argentino dijo esto en 1958, un año después tal
aseveración envenenada de humor le hubiese costado la vida o, en el mejor de los
casos y por aquello de ser paisanos, un disgusto de los gordos.
Durante esos días también llegó hasta los campamentos de la sierra Enrique
Meneses, un fotógrafo español que trabajaba para el semanario Paris-Match.
Meneses, a diferencia de sus colegas —llegaban, hacían su trabajo y regresaban—,
decidió quedarse cuatro meses a vivir con los insurrectos. Así nació el mejor
reportaje fotográfico de la guerrilla de Sierra Maestra, de cuyas fotos se surtieron las
revistas más vendidas del mundo. La alemana Stern, la italiana Epoca o la
norteamericana Time publicaron profusamente uno o varios de los dos mil negativos
que Meneses envió a Europa. El icono de los barbudos fue obra suya. La gesta
fotográfica le costó la cárcel. Una vez hubo concluido, ya en La Habana, la policía le
encerró por orden de Batista. Tras varios días angustiosos en los que pensaba que
iban a fusilarle, el embajador español consiguió su liberación y fue repatriado a
España.
A finales de 1957 los guerrilleros celebraron con alborozo su primer aniversario
en la isla. El invierno, además, se estaba portando bien con ellos. Lo único reseñable,
para mal, fue el inoportuno fallecimiento en combate de Ciro Redondo, lugarteniente
del Che Guevara en la columna que le habían asignado. El resto del tiempo estuvo
compuesto por largos periodos de calma salpicados por algún que otro incidente de

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poca importancia. En el mes de diciembre, en el combate de Los Altos del Conrado,
Ernesto cosechó su segunda herida de guerra, en un tobillo. Además, le dio tiempo de
reencontrarse con las cosas de Cupido.
En las Vegas de Jibacoa se cruzó delante del argentino una muchacha mulata
llamada Zoila que, según dicen, le gustó mucho. Como era uno de los guerrilleros que
se rifaban las mujeres no le costó demasiado esfuerzo seducirla. Anduvieron una
temporada juntos y dejó en el paladar de la cubana un grato recuerdo. Es de reseñar
que Ernesto mantuvo siempre bien aleccionada a la tropa en el particular de las
mujeres. No toleraba ni un abuso con ellas, en una mezcla de buena educación traída
de la niñez y no disimulada galantería. Las mujeres rara vez se han llevado bien con
contingentes de hombres en armas. Relajan a los combatientes y les llevan a tomar
decisiones que poco favorecen el imprescindible ambiente castrense que debe reinar
entre la tropa. En eso, y si queremos ser fieles a la verdad hemos de reconocerlo,
siempre se comportó como un auténtico caballero digno del San Isidro Club de
Buenos Aires.
En cierta ocasión se dio el caso de un antiguo guerrillero que se dedicaba a
hacerse pasar por Guevara para abusar de las jovencitas con la excusa de presuntas
revisiones médicas. Algo realmente cómico que al infeliz le costó la vida:

El último de los fusilados fue un personaje pintoresco llamado El Maestro que fuera mi compañero en
algunos momentos difíciles en que me tocó vagar enfermo y con su única compañía por esas lomas, pero que
luego se había separado de la guerrilla con el pretexto de una enfermedad y se había dedicado también a una
vida inmoral, culminando sus hazañas haciéndose pasar por mí, en función de médico tratando de abusar de
una muchachita campesina que estaba requiriendo los servicios facultativos para algún mal que la aquejaba.

En febrero de 1958 se reemprendió la ofensiva gubernamental. El Estado Mayor


de Batista, viendo la ineficacia de los asaltos en la montaña en los que sus tropas eran
fácilmente acometidas por los guerrilleros, optó por la vía aérea. Dieron comienzo
entonces los bombardeos. La aviación del dictador no escatimó en medios, según
Guevara a arrojar incluso sobre la sierra hasta bombas cargadas con Napalm para
hostigar a los guerrilleros deforestando sus escondrijos.

La guerrilla victoriosa
A principios de marzo Batista suspendió los derechos fundamentales nuevamente.
Fidel en su refugio de la sierra creyó llegado el momento del golpe de mano
definitivo a través de una huelga general. La trama civil del Movimiento 26 de julio
se encargó de difundir la convocatoria por toda la isla para el 9 de abril.
Grandes esperanzas estaban depositadas en aquella fecha. Si la llamada a la
huelga tenía éxito y como consecuencia la república se descomponía, Castro y los
suyos podrían bajar de la sierra para hacerse cargo del desorden. Esa debió ser la

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pueril idea del Comandante en Jefe. La castrología habitual se han encargado
posteriormente de quitar hierro al asunto y dejar claro que Fidel nunca creyó en esa
huelga. Pero sí que creyó, la que no creyó en él fue la huelga. La convocatoria apenas
tuvo seguimiento en la parte occidental del país, la más poblada y rica.
Un día más tarde las culpas del fracasó viajaron desde los llanos hasta la sierra y
viceversa. Fidel entró en cólera arguyendo que la oposición no se la había jugado
adecuadamente en aquella ocasión, que había faltado compromiso y que era
imprescindible contar con un líder reconocible que, no hace falta recordarlo, habría
ineluctablemente de ser él. En resumen, Castro aprovechó el fiasco para ajustar
cuentas con el resto del movimiento. Pero de nada serviría la llamada de atención del
líder si ésta no iba acompañada de una victoria concluyente sobre el ejército. Pronto
tendría la oportunidad de demostrarlo.
La huelga frustrada del 9 de abril supo muy dulce en La Habana de Batista. El
dictador, que llevaba año y medio lidiando con los revoltosos en la remota Sierra
Maestra, vio la posibilidad de cortar de un tajo la rebelión. Pero los norteamericanos
se estaban empezando a hartar del dictador habanero —y bananero, que de las dos
cosas adolecía el hombre—, y en marzo retiraron el apoyo que hasta ese momento le
había venido prestando la CIA. Planificó entonces una macro ofensiva sobre la sierra
que, en un principio, sería definitiva para acabar con la facción armada del
Movimiento 26 de julio.
Batista reunió la notable cifra de 10 000 efectivos organizados en 14 batallones y
los envió al Oriente. El ejército inició su marcha el 20 de mayo. Apenas unos días
antes, a principios de mes, Ernesto había sido invitado por vez primera a una de las
reuniones del Movimiento. Era algo histórico, porque hasta entonces, a efectos
políticos no pasaba de soldado raso por lo sabía de la cúpula de la organización lo
que los hermanos Castro tenían a bien contarle. Influyó en el ascenso el hecho de que
Fidel, su gran padrino y protector, se hubiese hecho ya con todos los resortes del
Movimiento y quisiese colocar a sus hombres entre los que mandaban.
Los 10 000 de Batista iban, además, bien pertrechados y con el apoyo aéreo y
artillero que le es propio a un ejército regular. Aquí nace una de las leyendas más
fecundas de la revolución cubana. La de los 10 000 contra 321. En parte es cierto,
porque la relación de fuerzas venía a ser, aproximadamente, esa misma. Lo que la
castrología suele obviar es que, de esos 10 000 soldados, una tercera parte eran
reclutas novatos que contaban con poco más que una rápida instrucción en el cuartel
de turno y ninguna motivación. Entre los más expertos tampoco brillaba la vocación
guerrera ni el odio hacia los rebeldes. Al contrario, éstos eran muy populares entre
amplias capas de la población cubana, especialmente entre la clase media urbana. De
hecho, el manifiesto de Sierra Maestra de julio de 1957 había sido publicado en su
integridad por una revista de la capital, la popularísima revista Bohemia. Está por ver
que la oposición cubana de nuestros días publique un manifiesto en el diario Granma.
No lo han hecho ni lo harán mientras el régimen perdure.

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Los efectivos del Gobierno, aparte de poco metidos en el papel de Caín que los
guerrilleros representaban a la perfección, carecían de experiencia en el combate de
montaña. No tenía Cuba por aquel entonces unidades especiales ni cuerpos del
ejército dedicados a labores militares tan específicas. El apoyo aéreo era real pero
poco efectivo. De nada sirve un caza sino hay otro caza enfrente que se mida con él.
Y lo mismo puede decirse de un bombardero. Sin ciudad ni objetivo claro donde
soltar las bombas la utilidad del bombardeo se reduce a cero, o casi, porque un avión
si sirve para disparar algunas ráfagas de metralleta sobre unos guerrilleros
despistados que han salido de su refugio en la maleza. Pero para poco más. No veo
necesario recordar que en 1958 no existían las bombas inteligentes ni los drones.
Batista también puso a la Armada al servicio de la ofensiva. Pero poco puede
hacer una fragata, por muchos cañones que pueblen sus cubiertas, contra un grupo
informe de guerrilleros emboscados a varios kilómetros de la costa. Los rebeldes, que
eran pocos, exhibieron una encomiable flexibilidad que venían ensayando desde
hacía meses. Practicaron emboscadas a los grupos expedicionarios, pusieron minas a
diestro y siniestro, saltaron sobre convoyes mal protegidos… Una pesadilla que no
tardó en hacerse inaguantable para los soldados.
A pesar de todo, la guerrilla lo pasó realmente mal. Al mes de iniciada la
ofensiva, los comandos se hallaban completamente sobrepasados por las
circunstancias. No habían visto tantos militares juntos desde el desembarco en la
playa de los Colorados. Pero la situación era de vida o muerte. No en vano, el nombre
con el que Batista había bautizado a la operación era el de «Fin de Fidel». Más claro
no se lo podían dejar al Comandante en Jefe.
En agosto, después de dos meses de auténtico infierno para los insurrectos, la
tortilla dio la vuelta. Los 10 000 efectivos enviados desde La Habana no conseguían
el objetivo marcado en un principio. Más bien al contrario. Abundaban las
deserciones de soldados y reclutas que no veían mucho sentido a la absurda guerra
civil desatada en Oriente. Los mandos del ejército se veían incapaces de penetrar en
la sierra con garantía de atrapar alguna cabeza de renombre. El 6 de agosto el general
Cantillo informó al palacio presidencial en La Habana de que era inútil proseguir con
la ofensiva.
Quizá en el ánimo del general, responsable de las operaciones en la zona,
habitaba cierta y fundada sospecha de que el régimen naufragaba sin remedio.
Perdidos los sostenes internacionales, con la oposición en bloque apoyando a los
rebeldes y la soldadesca desalentada por los continuos fracasos, lo más sensato era
prepararse para un futuro de mudanzas en lo político. Cuba no era precisamente un
modelo de estabilidad, así que lo lógico era que los más avisados previesen los
cambios que se avecinaban. No es casualidad que fuese el general Cantillo el que
negociase con Castro los días previos a la entrada de éste en la Habana, ni que fuese,
al menos durante unas horas, el responsable del mando supremo militar tras la huida
de Batista.

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Los resultados de la campaña no pudieron ser mejores para Fidel y sus intereses.
En plena contienda y con gran parte del mundo de su lado, los principales partidos y
grupos de oposición cubanos firmaron en Caracas el llamado Manifiesto del Frente
Cívico Revolucionario. El documento fue retransmitido con satisfacción por las
ondas a través de Radio Rebelde. En él se Fidel se erigía como líder máximo de la
revolución y se anticipaba el futuro democrático de Cuba. Lo primero lo fue hasta su
muerte en 2016. Lo segundo todavía están los cubanos esperándolo.
Unas semanas después de la lectura del manifiesto, Radio Rebelde volvió a
dirigirse a su cada vez más numerosa y entregada audiencia. En esta ocasión se
trataba de un parte de guerra que declaraba el fin de la ofensiva gubernamental y la
victoria de los revolucionarios:

Tras 76 días de combates ininterrumpidos en el primer frente de la Sierra Maestra, el ejército rebelde ha
derrotado claramente y destruido la crema de las fuerzas de combate de la tiranía.

Casi mil soldados de Batista habían perdido la vida en los encuentros con los
guerrilleros y más de 400 se encontraban presos en las montañas. Junto a esto, los
rebeldes se habían hecho con una cantidad notable de armas, municiones y
pertrechos. Años más tarde, Ernesto Guevara recordaría el botín de guerra de este
modo:

Dejó en nuestras manos 600 armas, entre las que contaban un tanque, 12 morteros, 12 ametralladoras de
trípode, veintitantos fusiles ametralladoras y un sinnúmero de armas automáticas; además, enorme cantidad de
parque y equipo de toda clase. […] El ejército batistiano salió con su espina dorsal rota de esta postrera
ofensiva sobre Sierra Maestra.

El desbarajuste en las filas batistianas no podía desaprovecharse. Había que dar


un golpe de efecto antes de que las lumbreras militares del régimen cambiasen de
planes y de estrategia. Fidel se planteó, por primera vez desde que llegase a Cuba en
diciembre de 1956, saltar sobre el llano. Su idea, su plan maestro, era el siguiente.
Una columna se dirigiría al otro extremo de la isla, a Pinar del Río, donde había una
pequeña serranía, la del Rosario, para en los primeros momentos mantenerse oculta y
a la espera. Otra más numerosa y preparada encaminaría sus pasos hacia la provincia
de Las Villas, en el mismo centro de Cuba. La primera de las columnas fue encargada
a Camilo Cienfuegos, al que se dotó de 81 guerrilleros. La segunda fue encomendada
a Ernesto Guevara que, con 150 hombres, tenía que llegar hasta la sierra de
Escambray y zafarse allí, como lo había hecho en Sierra Maestra, de las fuerzas
gubernamentales.
El plan de Castro no era malo del todo. Y más si se tiene en cuenta que en el
occidente del país operaban dos guerrillas autónomas fuera del control de Castro, el
Directorio Revolucionario y el Frente Nacional de Escambray. Cuba es un país
eminentemente llano. Sus interminables y fértiles planicies tan sólo se ven
interrumpidas por cuatro accidentes orográficos de relativa importancia. La Sierra

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Maestra, donde los guerrilleros se encontraban desde los primeros días, la Sierra de
Cristal, vecina a ésta, controlada por Raúl Castro, la Sierra del Rosario en el extremo
occidental y, por último, la Sierra de Escambray, cercana a la ciudad de Santa Clara y
a un paso de La Habana. Controlar las cuatro cordilleras era de vital importancia para
un movimiento guerrillero que había encontrado su caldo de cultivo entre los riscos
de la montaña y la maleza de los valles.
Camilo Cienfuegos partió con la columna 2, rebautizada como Columna Antonio
Maceo en honor del patriota cubano que en el siglo XIX había luchado contra los
españoles. La tropa del Che, por su parte, preparó su salida hacia Las Villas. La idea
era que, tanto Camilo como Ernesto, avanzasen separados y que evitasen a toda costa
enfrentamientos en campo abierto con el ejército. Entre ambas no llegaban a los 250
hombres, por lo que las posibilidades de salir indemnes de un encuentro con soldados
eran prácticamente nulas.
Camilo demostró en estos días de marcha ininterrumpida hacia el norte que estaba
a la altura de las circunstancias, Guevara no. El 9 de septiembre Ernesto se enzarzó
sin necesidad en la finca La Federal de la provincia de Camagüey con tropas del
Gobierno. El atrevimiento le costó a su columna dos valiosas vidas. Camilo, junto al
que acampaba en más de una ocasión, le recordaba la consigna de no trabar contacto
con elementos del ejército, pero al Che, que era soberbio y pendenciero, le resbalaba.
En alguna ocasión se permitió incluso la insensatez de abrir fuego contra los
gubernamentales, porque él lo valía y porque, a fin de cuentas, todas las
bravuconadas le habían salido gratis.
Pero ¿cómo pudieron dos columnas informales de guerrilleros cruzar la isla de
Cuba casi sin bajas en plena dictadura de Batista? Evidentemente, gracias al apoyo de
los partidarios del Movimiento 26 de julio en el llano. Esos mismos que Fidel Castro
despreciaba con vehemencia por sentirlos alejados de la verdadera lucha. Durante los
45 días que tardó la columna 8, la del Che, en llegar a Las Villas el Comandante
Guevara pidió repetidas veces ayuda a las células locales del Movimiento en la
provincia de Camagüey. Sin la ayuda de éstas es muy probable que su columna,
apodada Ciro Redondo en honor al compañero caído en combate, hubiese sido
aniquilada sin contemplaciones por el ejército.
En el llano, todas las ventajas con las que contaban los guerrilleros en la sierra
desparecían. No había huida rápida, el efecto sorpresa era muy difícil de conseguir y,
para colmo de males, los guerrilleros no conocían el terreno y, bajo ningún concepto,
podían arriesgarse a marchar a pie o a caballo por las carreteras. La marcha, que sería
años después calificada en la revista Verde Olivo como gloriosa, en realidad fue
penosa, larga y agotadora. Las tropas del Gobierno creyeron incluso haber acabado
con la vida del Che, y así lo transmitieron a sus mandos en La Habana.
En Las Villas la columna del Che se encontró de nuevo al resguardo de las
montañas. La sierra de Escambray no es tan abrupta ni está tan despoblada como la
Maestra, pero sus valles y senderos servían para más o menos lo mismo. Nada más

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llegar a la sierra Ernesto, libre ya de las ataduras del hiperliderazgo fidelista, se
centró en aplicar uno de los sueños de su vida; la reforma agraria.
Esta reforma, a ojos de Guevara, consistía, básicamente, en arrancar por la fuerza
las propiedades a los latifundistas y repartirla entre los que la trabajaban, o los que él
consideraba que la trabajaban. En suma, una aspiración más antigua que hacer
novillos —y de eso el Che sabía un rato—, pero llena de vericuetos legales que, por
descontado, Ernesto desconocía. Su proceder fue mucho más directo:

Nuestro primer acto fue dictar un bando revolucionario estableciendo la Reforma Agraria, en el que se
disponía… que los dueños de las pequeñas parcelas de tierra dejasen de pagar su renta hasta que la Revolución
decidiera en cada caso.

No está de más recordar que lo que la Revolución decidió finalmente fue dejar sin
tierra a todo el mundo y convertir al Estado en el mayor latifundista de la isla. Pero
eso es harina de otro costal que abriremos más adelante.
El responsable del Movimiento 26 de julio en la provincia de Las Villas era un
judío de ascendencia polaca llamado Enrique Oltusky. Entre él y Guevara se encendió
la chispa y empezaron a intercambiar ideas, especialmente en torno a la manida
Reforma Agraria. Jorge G. Castañeda reproduce un diálogo entre estos dos paladines
de la libertad que no tiene desperdicio:

Oltusky: Toda la tierra ociosa debía darse a los guajiros y gravar fuertemente a los
latifundistas para poderle comprar sus tierras con su propio dinero. Entonces la tierra
se vendería a los guajiros a lo que costara, con facilidades de pago y con crédito para
producir.
Che: ¡Pero eso es una tesis reaccionaria! ¿Cómo le vamos a cobrar la tierra al que
la trabaja? Eres igual que toda la demás gente del llano.
Oltusky: ¡Coño!, ¿y qué quieres?, ¿regalársela? ¿Para que la dejen destruir como
en México? El hombre debe sentir que lo que tiene le ha costado su propio esfuerzo.
Che (gritando, con las venas del cuello hinchadas): ¡Carajo, mira que eres!

¿Tesis reaccionaria la de Oltusky? Muchos progresistas actuales que llevan con


orgullo camisetas e insignias en la solapa con la efigie del Che serían, a juicio de su
santo patrón, simples reaccionarios igualitos que la gente del llano.
La llegada a Las Villas supuso no sólo el avance de la vanguardia armada del
Movimiento 26 de julio hacía el oeste. En la provincia central operaban varios
movimientos de oposición al régimen de Batista que se habían echado al monte para
combatir y hostigar a la dictadura al modo que Castro lo hacía en Sierra Maestra. Era,
por lo tanto, de vital importancia neutralizar las dos principales organizaciones que
estaban haciendo la competencia, para Fidel siempre desleal, a los guerrilleros
heroicos del oriente cubano.
El antiguo Directorio Estudiantil que, años antes, se había intentado hacer

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violentamente con el poder en La Habana mediante el golpe de Estado de Echeverría,
se había transformado en un grupo guerrillero llamado Segundo Frente de
Escambray. Los líderes de esta organización eran Jesús Carrera y Eloy Gutiérrez
Menoyo. Las diferencias entre éstos y el Che Guevara no tardaron en aflorar. Ernesto
no podía soportar que nadie le hiciese sombra, y mucho menos que nadie unos que él
consideraba advenedizos y vendidos al poder burgués.
Con Jesús Carrera no tardó en enfrentarse. En una ocasión, aprovechando que
Carrera se encontraba ausente, no dudó Guevara en arengar desde un jeep a la tropa
del Frente de Escambray. Al enterarse Carrera de la felonía perpetrada por el
argentino —sin su consentimiento, naturalmente— le recriminó su actitud
recordándole que, a sus hombres, sólo les arengaba él. Algo imperdonable. Guevara
se tomaría la venganza más tarde, ya en Gobierno, cuando ordenó que la tropa
revolucionaria pasase por las armas a aquel cubano impertinente que le había faltado
al respeto en la sierra.
Pero en esos días Ernesto aun no era tan poderoso, por lo que no le quedó más
remedio que llegar a un acuerdo más o menos amistoso con los otros grupos alzados.
En diciembre los dirigentes del Directorio y los de 26 de julio se avinieron a poner el
pacto por escrito. En él no se contemplaba ningún actor más aparte de los firmantes,
pero Guevara estaba encariñándose por días con las cabezas pensantes del Partido
Socialista Popular, que era el partido de los comunistas cubanos. Los lideraba Carlos
Rafael Rodríguez, un político muy enredador que había hecho carrera con Batista y
que la haría con Castro en el futuro. Un Talleyrand de la Revolución cubana con el
rostro de mármol y el estómago a prueba de bombas.
Rodríguez fue a entrevistarse con Fidel a Sierra Maestra y ambos se entendieron a
la perfección. En ello algo tendría que ver el poco afecto que los dos le profesaban a
la libertad individual y a la democracia representativa, pero lo que debió terminar de
unirlos fue, sin duda, una gran sintonía personal. Las buenas obras de Rodríguez en
Sierra Maestra sellaron una alianza de facto entre los del 26 de julio y el Partido
Socialista Popular. Es cierto que Guevara no había militado jamás en partido
comunista alguno, ni en Argentina, ni en Guatemala, ni en México ni en ninguno de
los países por los que había vagado desde su salida de la estación de Retiro varios
años antes, pero no pertenecer a un partido no significa que no se profese una
ideología.
El historiador Hugh Thomas dijo en su momento, hace ya bastante tiempo, que el
Che durante la revolución no era comunista, sin embargo todo, desde las cartas hasta
los testimonios de los que le conocieron, pasando por la nómina de lecturas y su
simplona interpretación de la realidad, conduce a pensar que efectivamente lo era. Un
presunto luchador por la libertad, un enemigo de la tiranía con el fusil al hombro no
promulga una reforma agraria según ocupa un territorio, a no ser que se trate, claro
está, de un comunista. Es así le pese a quien le pese.
La fe casi mística que Guevara tenía en la confiscación de la propiedad, el poco

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respeto que daba a las opiniones ajenas y su misma manera de actuar, tanto en Sierra
Maestra como en Las Villas, dan a entender más que bajo el privilegiado magín del
Che lo único que había era una indigesta empanada con el marxismo básico y el
leninismo para dummies como ingredientes principales. Ernesto, a pesar de todo,
tenía su propia e intransferible idea del comunismo, o mejor, de los partidos
comunistas:

Los comunistas son capaces de crear cuadros que se dejen despedazar en la oscuridad de un calabozo, sin
decir una palabra, pero no de formar cuadros que tomen por asalto un nido de ametralladora.

Lo diría, claro está, pensando en la única vez que a él lo habían detenido. En la


comisaría mexicana donde largó todo lo que pidieron los policías sin rechistar. Con
todo, la relación con los miembros del PSP fue gratificante y muy constructiva para
ambas partes. Por ejemplo, Félix Torres, un concejal del PSP en el municipio de
Ciego de Ávila, pasó de politiquillo local de bajos vuelos a Comandante
revolucionario en un abrir y cerrar de ojos gracias a sus privilegiadas relaciones con
Guevara.
La vida en la Sierra del Escambray, peleas intestinas aparte, era bastante más
regalada de lo que había sido en Sierra Maestra. Por un lado, la causa revolucionaria
estaba ya, en octubre de 1958, muy extendida y gozaba de gran predicamento
popular. Por otro, de las ciudades cercanas, especialmente de la populosa Santa Clara,
recibían los guerrilleros cuanto necesitaban. Y por último, la cantidad de efectivos
con los que contaba la guerrilla y su preparación era muy diferente a la que habían
tenido los pioneros en los meses posteriores al desembarco del Granma.
Al igual que habían hecho en el este de la isla, los guerrilleros trataron por todos
los medios de asentarse en campamentos estables. La presión del ejército era nula,
por lo que los distintos grupos se movían a sus anchas por todo el macizo montañoso
y sus aledaños. Lo mismo bajaban a un pueblo a por provisiones, que enviaban a un
herido a una ciudad cercana para que fuese atendido en un hospital. En uno de los
campamentos de la guerrilla se produjo uno de los acontecimientos más gratos y que
seguramente con mejor recuerdo se llevó Guevara a la tumba en 1967.
A principios del mes de noviembre, cuando la tropa del Che se encontraba en El
Pedrero, una pequeña delegación del Movimiento 26 de julio en Santa Clara se
acercó hasta el campamento. La comisión la formaban, entre otros, Serafín Ruiz de
Zárate y una joven comprometida con el movimiento llamada Aleida March de la
Torre. Ernesto se enamoró perdidamente de ella. Aleida era el arquetipo de burguesa
cubana de la época. Tez blanca y delicada, rasgos finos y educación universitaria. A
la jovencita no le faltaba ni el apellido catalán para dar por rematada su ascendencia
española.
En cierto modo Aleida venía a ser una Chichina Ferreira reencontrada miles de
kilómetros al norte. Con ella acababan los exotismos femeninos para Ernesto. Hilda
seguía lejos con su carita de quechua y su hija que se parecía a Mao Zedong. La

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mulata Zoila se había quedado en Sierra Maestra, quizá esperando que su melenudo
guerrillero volviese a por ella en un caballo blanco. Aleida devolvía a Guevara donde
siempre había pertenecido, a la burguesía criolla y de antepasados españoles de la que
tanto renegaba.
La comisión venida desde Santa Clara debía estar sólo unos días entre los
guerrilleros para recibir instrucciones, pero Aleida decidió quedarse. Ernesto le buscó
un puesto de secretaria personal y ella, encantada, comunicó a sus compañeros que no
podía regresar a la ciudad, que el ejército había detectado sus manejos políticos y ya
no se sentía segura. Por supuesto era falso, pero en las cosas del amor las mentirijillas
están siempre permitidas.
Al comandante emboinado y con perenne cara de mala humor ya no le faltaba de
nada. El Don Quijote argentino había por fin encontrado a su Dulcinea cubana. La
pareja empezó de este modo a cohabitar y mantener una relación de hecho, no muy
diferente de la que había mantenido años atrás con Hilda en Ciudad de Guatemala.
Muy moderno y muy revolucionario, pero Guevara no era tan tolerante con el resto
de sus hombres. Cuando logró conquistar la localidad de Sancti Spiritus, lo primero
que hizo, aparte de la consabida confiscación de tierras, fue promulgar un edicto
revolucionario en virtud del cual se prohibía a la población consumir bebidas
alcohólicas y jugar a la lotería. Un edicto antivicio que constituye un bonito
precedente de la sharia que décadas más tarde aplicarían con denuedo los islamistas
radicales. Si los estudiantes de teología de Kabul no hubiesen sido tan analfabetos,
casi con toda seguridad hubieran dedicado con gran profusión de barbas una calle en
la capital al Guerrillero Heroico.
Como es de suponer, la gente de Sancti Spiritus, aficionada a empinar el codo con
moderación y a jugar a la lotería, no tragó con semejante estupidez y el
bienintencionado guerrillero tuvo que echarse para atrás. Los cubanos podían hasta
pasar lo de las expropiaciones, pero eso de que un extranjero de lejanas tierras viniese
a quitarles de la mano su tradicional ron de caña no podían permitirlo bajo ningún
concepto.
El encuentro de Aleida y Ernesto coincidió con la descomposición final de la
dictadura de Batista. El antiguo sargento taquígrafo, que estaba esquilmando las arcas
públicas a conciencia, concluyó que lo mejor era celebrar unas elecciones para
retirarse del poder sin hacer demasiado ruido. Convocó a los ciudadanos para el 3 de
noviembre a unas elecciones que tenían como fin principal parir un nuevo Gobierno
de transición que aglutinase a la parte moderada de la oposición. Fidel no podía dejar
que la iniciativa del dictador saliese adelante. Si los batistianos llegaban a un feliz
acuerdo con liberales, democristianos y socialdemócratas su causa serrana corría el
riesgo de perder todo el atractivo para el grueso de la población.
Mirándolo con perspectiva, estas elecciones de noviembre de 1958 bien podrían
haber sido el principio de una transición pacífica a la democracia en Cuba. Pero esos
no eran, ni de lejos, los planes que Castro había trazado para el futuro de la isla.

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Ordenó a sus comandantes en Las Villas iniciar junto a sus recién ganados aliados
una ofensiva armada para impedir a toda costa que la consulta electoral llegase a
buen puerto. Guevara y Camilo Cienfuegos se afanaron en seguir las órdenes de su
jefe. En sus recuerdos de guerra Ernesto veía de este modo aquellos días revueltos:

Debíamos atacar a las poblaciones vecinas para impedir la realización de los comicios […] Los días
anteriores al 3 de noviembre, fecha de las elecciones, fueron de extraordinaria actividad: nuestras columnas se
movilizaron en todas las direcciones impidiendo casi totalmente la afluencia a las urnas, de los votantes de
esas zonas.

Parece claro que las garantías que ofrecían esas elecciones patrocinadas desde una
dictadura no eran muy grandes, pero impedir por las armas el legítimo derecho al
voto no parece una forma muy ortodoxa de luchar por la libertad de los ciudadanos.
El seguimiento popular de los comicios fue muy escaso. Batista estaba en las últimas
y ningún cubano con cuatro dedos de frente se fiaba ya de él. La abstención alcanzó
la extraordinaria cifra del 80%. Un varapalo del que el régimen no se recuperaría.
La labor de guerrilla de estos dos últimos meses del año se centró, más que en
enfrentamientos abiertos con las tropas del ejército, en sabotajes y ataques por
sorpresa a cuartelillos indefensos que dejaban expedito el acceso a los pueblos.
Cortaron las vías de comunicación entre el este y el oeste de la isla, reventaron
puentes, inutilizaron carreteras en una guerra a tumba abierta y sin descanso. A
mediados de mes tomaron la pequeña ciudad de Fomento, a ella le sucedería
Cabaiguán y Placetas.
En todas ellas el combate fue mínimo, en alguna, como en el caso de Fomento, a
la rendición le precedió una charla con su defensor que entregaba la plaza sin oponer
resistencia. El Che no se lo podía creer. En unas semanas estaban avanzando más que
en casi dos años en Sierra Maestra. La conquista, «liberación» la llamaba Guevara, de
Placetas el día 23 de diciembre puso a los revolucionarios a un tiro de piedra de Santa
Clara, capital de la provincia de Las Villas.

El héroe de Santa Clara


La ciudad más importante del centro de Cuba —y sigue siendo— Santa Clara,
una próspera y bulliciosa urbe de 150 000 habitantes. Fundada a finales del siglo XVII,
en tiempos de Carlos II, por colonos españoles y rodeada de fértiles campos en los
que se cultivaba azúcar, su situación siempre fue estratégica. Contar con ella
significaba partir a la isla en dos, doblar el espinazo a la dictadura y poner cerco a La
Habana. Sobre el Che recaía la responsabilidad de conquistarla. Para ello contaba con
su columna traída desde Sierra Maestra, que se había fogueado bien en las semanas
precedentes, y con efectivos nuevos enrolados en la provincia. En total superaba por
poco los 300 hombres.

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Pero una cosa es asaltar un tranquilo pueblo de provincias como Fomento,
custodiado por unas decenas de soldados mal armados y peor pagados, y otra bien
distinta es entrar en una ciudad grande, conectada a la red ferroviaria, protegida por
una guarnición numerosa, bien dirigida por un alto mando y asistida por refuerzos
desde La Habana. A Ernesto no le quedaban, sin embargo, muchas más alternativas.
No podía echarse para atrás ya que sólo con grandes dificultades era capaz de
mantener lo conquistado.
Guevara no lo sabía, pero si el Gobierno se lo hubiese propuesto, una simple
contraofensiva habría machacado a los guerrilleros, que eran pocos y estaban
cansados. Se trataba, pues, de tentar una vez más a la suerte. El 28 de diciembre
comenzó el asalto. Al abrigo de la noche los guerrilleros se colaron en la ciudad. El
plan consistía en levantar a la población contra los militares que la custodiaban y
apoderarse por la fuerza de los edificios clave.
Lo primero resultó relativamente sencillo. El pueblo cubano, y el de Santa Clara
no era una excepción, estaba bastante harto de Fulgencio Batista. Veía, además, en los
guerrilleros de la sierra un soplo de aire fresco que poco a poco iba adueñándose del
futuro. Nadie, en definitiva, estaba dispuesto a derramar una sola gota de sangre en
nombre de la cuadrilla de ladrones que vivía a todo tren en La Habana. Dos mil
soldados poco motivados frente a trescientos y pico combatientes revolucionarios.
Combate desigual y, precisamente por eso, digno para coronar una gesta épica.
El Estado Mayor, alarmado por las fulgurantes conquistas de los revolucionarios
en Las Villas, despachó un tren militar a Santa Clara para reforzar la guarnición. El
convoy estaba compuesto por 19 vagones que cargaban material bélico muy variado.
Transportaba, además, a unos 400 soldados reclutados en La Habana para la ocasión.
Aquí nace el mito del Tren Blindado, que la guevarología ha repetido hasta la náusea.
No era, como muchos pueden pensar por el calificativo, una composición blindada en
el sentido estricto de la palabra. Es decir, no se trataba de esos trenes cubiertos por
impenetrables planchas de acero de las películas de James Bond desde los que el
villano planea rodeado de alta tecnología como dominar el mundo. No, nada de eso.
El célebre Tren Blindado de Santa Clara no era más que un tren militar que
transportaba armas y soldados. Y lo peor de todo, ni demasiadas armas ni muchos
soldados. Punto. Ernesto, que algo pícaro sí que era, vio desde el primer momento
que en el convoy militar se encontraba la clave del asunto. Los soldados no querían
salir de los cuarteles. Sus jefes tampoco tenían voluntad de hacerlo a menos que les
enviasen más efectivos y material. Si los soldados no salían habría que sacarlos por la
fuerza, pero para eso era necesario contar con las armas adecuadas y recibir
refuerzos. El Tren Blindado podía suministrar ambas cosas. Y volvemos donde
empezamos. El Tren Blindado era el meollo de todo aquello.
En un artículo publicado meses después en la revista brasileña O Cruzeiro
Ernesto afirmó que el tren fue tomado gracias a dos líneas de ataque. Por un lado,
unos guerrilleros lo cercaron arrojando cócteles molotov sobre los vagones. Y por

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otro, un revolucionario encaramado a una excavadora se encargó de arrancar de cuajo
las vías para evitar que el tren pudiese escapar. Esto, como puede figurase el lector,
sólo se lo cree Guevara y algún alucinado de la batalla de Santa Clara con alergia a la
lógica.
La incredulidad no viene por desconfiar de la nunca demostrada capacidad militar
del Guerrillero Heroico. Viene por el uso del raciocinio más elemental. Si 400
soldados armados hasta los dientes se amedrentan por unas decenas escasas de
guerrilleros barbudos, pertrechados a lo sumo por unos cócteles molotov y mucho
ardor guerrero, es que, o los soldados eran de plástico, o simplemente que no querían
combatir. Como no consta en lugar alguno que las tropas de Batista en Santa Clara
dispusiesen de maniquíes al efecto, lo más sensato es inclinarse por la segunda de las
opciones. En una frase. El temido ejército de Fulgencio Batista estaba haciendo
dejación de sus obligaciones.
Sea como fuere, parece que la captura del Tren Blindado tiene más de leyenda
que de realidad. Vayamos a otros testimonios diferentes al de Guevara. Uno de los
combatientes en aquellos días era Eloy Gutiérrez Menoyo, revolucionario adscrito al
Segundo Frente de Escambray. Gutiérrez Menoyo, que nunca se tragó la versión
canónica, es decir, la guevarista, recordó más adelante que él mismo había
parlamentado con el coronel Rossel, oficial batistiano a cuyo mando se encontraba el
convoy. Gutiérrez Menoyo ofreció a Rossel clemencia a cambio del tren. Acto
seguido, Ernesto Guevara se dirigió al hermano del coronel Rossel y, nadie sabe
cómo, éste último convenció su hermano para que fuese el representante del
Movimiento 26 de julio el beneficiario de la rendición.
¿Qué ofreció Guevara al atribulado cubano para que procediese tan presto a la
entrega del tren? Nadie lo sabe. Gutiérrez Menoyo diría años más tarde que Guevara
siempre lo ocultó. Y razones no le faltaban, pues hacerse con aquel tren cargado de
armamento fue la llave que le permitió abrir definitivamente las puertas de la ciudad
para su causa y, por ende, ganar la guerra.
La mayor parte de fuentes apuntan a que Guevara ofreció dinero al coronel Rossel
para que entregase el tren, en concreto 350 000 dólares. Los castristas desorejados
que hoy, aparte de comer y beber a diario, escriben biografías del Che, califican esta
transacción de imposible, pues Guevara no tenía un céntimo ni nada de valor con lo
que efectuar tan oneroso pago. Y es cierto, pero a medias, porque la batalla de Santa
Clara tuvo lugar el 29 de diciembre de 1958. Exactamente tres días después el Che
Guevara y su gente disponían ya del poder absoluto en Cuba. Y en este poder
absoluto se incluye naturalmente el poder, también absoluto, sobre las arcas del
estado. Guevara se limitó a hacer una simple promesa de pago que, conforme al cariz
que habían tomado los acontecimientos, tenía visos de convertirse en realidad.
Para rematar el cuadro, el régimen que instauraron los revolucionarios de la sierra
no fue precisamente una democracia con garantías para el ciudadano y controles
sobre los que mandan, sino una dictadura férrea, de esas que no se llevan bien con las

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buenas costumbres para con las cuentas públicas. Por lo que de abonarse la entrega
del tren se haría con posterioridad, a modo de agradecimiento a un oficial de la
dictadura. El hecho es que Rossel no terminó en la fortaleza de La Cabaña ante un
pelotón de fusilamiento como el resto de los oficiales, sino en el exilio disfrutando de
su bien ganado retiro. Que cada lector saque su propia conclusión.
La captura del tren reportó a los rebeldes no solo un fabuloso golpe psicológico,
sino también una cantidad y calidad de pertrechos que les puso a la cabeza de todos
los grupos opositores. En total 6 bazucas, 5 morteros, 14 ametralladoras, un cañón de
20 milímetros, 600 fusiles automáticos y un millón de balas. Un verdadero regalo de
Navidad. Isidoro Calzada, aún extasiado por el botín 40 años después, habla incluso
de que Ernesto se encargó personalmente de enviar un lanzagranadas anticarro a
Camilo Cienfuegos, que se encontraba sitiando el cuartel de Yaguajay. Todo un
detalle.
Con el tren en sus manos, los únicos puntos calientes de la ciudad que quedaban
bajo control de la dictadura eran la comisaría de Policía y el cuartel Leoncio Vidal,
sede del Regimiento número 3. El día 30 los hombres de Guevara rindieron la
comisaría tras muchos esfuerzos, lo que viene a confirmar las dudas sobre la
conquista exprés del Tren Blindado. No viene mal recordar que la comisaría la
defendían el mismo número de efectivos que el tren, pero los primeros estaban
bastante peor armados. El día 31 cayó el cuartel Leoncio Vidal. Custodiaban este
último unos 1300 soldados, pero a mitad del sitio el Gobierno se vino abajo como un
castillo de naipes.
Antes de que terminase la fiesta de Nochevieja de aquel año 1958 Fulgencio
Batista se dirigió al aeropuerto acompañado por una pequeña comitiva de fieles y en
un DC-4 abandonó el país. No es muy difícil ponerse en la piel de los soldados y la
oficialidad del cuartel Leoncio Vidal el 1 de enero. Abandonados hasta por su propio
Gobierno y con los revolucionarios a las puertas, el cuartel al final se rindió porque
ya, a esas alturas, no tenían nada que defender.
La batalla de Santa Clara está impresa con letras de oro macizo en la historia de la
Cuba revolucionaria y en la biografía de Ernesto que, desde ese momento, pasó a ser
conocido como el Héroe de Santa Clara. Héroe sin más méritos que arrojarse sobre
una ciudad cuyos defensores dejaron esos días de trabajar refugiándose en los
cuarteles. Curiosa noción de la heroicidad la que tiene la mitología revolucionaria.
En nuestros días, ya bien entrado el siglo XXI, la ciudad de Santa Clara es una
ciudad donde llevan pasando hambre seis décadas, un templo a la causa de Fidel
Castro y un mausoleo del ridículo a las hazañas bélicas de Ernesto Che Guevara. En
1986 se inauguró un conjunto, medio escultórico medio histórico que roza con lo
kitsch en el que el protagonista es el famoso Tren Blindado. Cinco vagones del
famoso convoy dispuestos de un modo artístico y trascendental. A uno de ellos los
responsables del engendro le abrieron la puerta y situaron en su interior una pieza de
artillería. ¡Cómo si el tren hubiese llegado en algún momento a defenderse!

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Paseando por la ciudad, donde se pasa tanta penuria como en La Habana pero
menos son los turistas que vienen a aplacarla, el viajero puede encontrar, ubicada en
un recoleto parque, la excavadora que se encargó de levantar las vías por las que más
tarde descarriló el tren. Toda la mística revolucionaria condensada en un armatoste de
acero cuyo concurso en la victoria final parece más que dudoso. Surrealismo
macabro, triunfalismo idiota y un pésimo gusto artístico. Eso es lo que ha dejado el
castrismo como conmemoración de la batalla clave en su ascenso al poder. Absoluto,
naturalmente.
Santa Clara, terminaría convirtiéndose con los años en la última morada terrenal
para el Che. O al menos eso es lo que creen los cubanos porque hay dudas muy serias
de que los restos que reposan en el Memorial Comandante Che Guevara sean los del
guerrillero. Sobre esto volveremos más adelante porque en diciembre de 1958 lo
último que podía imaginar el victorioso Ernesto es que alguna vez iba a morir.
Tras la fuga de Batista, en La Habana se constituyó un Gobierno provisional. La
presidencia de la república quedó en manos del juez Carlos Manuel Piedra, el
miembro decano del Tribunal Supremo de Justicia. Al frente del mando militar estaba
el General Cantillo, que ordenó sin demasiado convencimiento a todas sus
guarniciones resistir a los rebeldes, tanto en Santa Clara como en Santiago. Fidel se
las prometía muy felices, pero la situación estaba lejos de ser como él la hubiese
deseado. Entre su cuartel general de Palma Soriano, en las inmediaciones de
Santiago, y La Habana se interponían algo más que los mil kilómetros que las
separan.
Antes de irse Batista, en la misma pista del aeropuerto, dejó el Gobierno a un
general que, poco antes, había llegado a un amistoso acuerdo con Castro. Tal era la
motivación del Estado Mayor batistiano, que cuando se estaba disparando los
primeros tiros en Santa Clara sus principales capitostes pactaban en secreto con el
enemigo. Quien ignore este gran detalle ignora la naturaleza última del triunfo de la
Revolución Cubana.
Fidel por ahí no podía pasar. El poder era suyo y de nadie más. Tenía a sus dos
mejores comandantes destacados en Las Villas y Santiago de Cuba se encontraba
virtualmente en sus manos. Cantillo poco podía ofrecer. Para el pueblo, que estaba
entusiasmado con la figura de los revolucionarios, Cantillo era poco menos que la
continuación de Batista. Pero el único enemigo de Castro y su insaciable sed de poder
no era sólo el binomio Cantillo-Piedra. Los revolucionarios del Directorio y del
Segundo Frente de Escambray seguían allí y se disponían a tomar La Habana en
cuanto tuviesen oportunidad de hacerlo.
Antes de que se le anticipasen y le birlasen el pastel, dio orden desde Palma
Soriano a Guevara y a Cienfuegos de avanzar sobre la capital. Las instrucciones eran
estrictas. Camilo marcharía primero y ocuparía el cuartel de Columbia y la ciudad.
Ernesto quedaría en un segundo plano y no haría entrada triunfal. Se dirigiría a la
fortaleza de La Cabaña para esperar nuevas órdenes. Por si la cosa se ponía fea y sus

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comandantes no conseguían hacerse con La Habana o llegaban tarde, Castro se ocupó
personalmente de hacer de Santiago capital de la nación. Desconocemos aun la
legitimidad con la que emitió el edicto de cambio de capitalidad, pero en aquellas
primeras horas de 1959 todo estaba permitido. Por si no funcionaba lo del cambio de
capital se permitió desde Radio Rebelde arengar al pueblo convocando una Huelga
General. A la vista está que el líder no las tenía todas consigo en aquel histórico
trance.
Ernesto obedeció escrupulosamente las órdenes y se dirigió junto a su victorioso
embrión del ejército popular a tomar posesión de la fortaleza de La Cabaña. Los
historiadores llevan casi medio siglo preguntándose porque Fidel envió a Guevara a
La Cabaña, un puesto de segunda, mientras que a Camilo Cienfuegos, que era
lugarteniente del Che y se encontraba más lejos de la capital, le encomendó la toma
de Columbia y el paseo triunfal por La Habana. Es simple. Ernesto era argentino, es
decir, extranjero y no era muy estético tomar la capital con un extranjero comandando
las tropas. Aunque, en honor a la verdad, este detalle no le importó mucho cuando le
ordenó saltar fusil en ristre sobre Santa Clara.
Lo más probable es que Castro ya tuviese en mente desde Palma Soriano la
campaña de represión brutal e imprescindible para soldarse al poder. Para ello nadie
mejor que el Che Guevara. Ernesto era resolutivo, gustaba de implicarse
personalmente en todo y no le había temblado jamás el pulso a la hora de dictar una
ejecución. En la sierra se había hecho famoso por su frialdad y determinación.
Dogmático e intolerante, era ya a sus recién estrenados 30 años un fanático enfermizo
de los que ponían el ideal por encima de cualquier otra consideración. Se sentía el
faro de la revolución, la llama inextinguible de los ideales, el cruzado de la causa
castrista. Sus conocimientos sobre marxismo-leninismo, su experiencia como
combatiente en la sierra y la gloria en Santa Clara se le habían subido a la cabeza. Era
el hombre indicado para inaugurar y protagonizar uno de los episodios más
vergonzosos y criminales de la Historia de Cuba desde que el primer español puso el
pie en sus playas.

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CAPÍTULO CUARTO
Aquí el que manda soy yo

No tengo casa, ni mujer, ni hijos, ni padres, ni hermanos; mis amigos son amigos
mientras piensen políticamente como yo.

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La matanza de La Cabaña
«¡Esto es digno de la Roma antigua!» dijo el comandante del ejército regular
Jesús Sosa Blanco cuando ante una vociferante multitud de 18 000 personas con el
pulgar hacia abajo confirmó su condena a muerte. Esa era la justicia social que traía
bajo el brazo la revolución. Todos igualados sí, pero en el paredón. La represión que
desató la llegada al poder de Fidel Castro y sus barbudos no tiene parangón con casi
ninguna de las dictaduras que han poblado la violenta historia de las repúblicas
hispanoamericanas. Los números de la barbarie castrista harían palidecer al más
avezado de los progresistas europeos o norteamericanos. Quizá por eso procuran
evitar hablar de ellos.
Nuestro hombre, ya formalmente investido con el título de Héroe de Santa Clara,
no se situó al margen de la vendetta revolucionaria. La propició y se erigió en uno de
sus verdugos más significados. La posición que le había adjudicado Castro al final de
la contienda se lo ponía, además, en bandeja.
Fue el primero en llegar al matadero. De madrugada, a bordo de un Chevrolet de
color verde y acompañado de su inseparable Aleida llegó Ernesto a la fortaleza de La
Cabaña. Estaba agotado, con el brazo en cabestrillo y con la cabeza plagada de ideas
confusas, fruto seguramente del modo en que se habían acelerado los acontecimientos
en menos de un mes. Lo primero que hizo fue entrevistarse con el coronel que estaba
al cargo de la fortaleza para recibir de sus manos el mando. Acto seguido se traslado
a la comandancia para fijar en ella su despacho y residencia.
La fortaleza de San Carlos de la Cabaña es una formidable ciudadela construida
en el 1774 para defender La Habana de los continuos intentos ingleses por conquistar
Cuba, la niña bonita de la corona española. Durante los siglos XIX y XX había
albergado dependencias militares, tanto en tiempos de la colonia como tras la
independencia. Con Batista se convirtió en el segundo cuartel militar por importancia
tras el Regimiento de Columbia, que era el centro de operaciones de Camilo
Cienfuegos.
La Cabaña era un lugar discreto, en La Habana pero a la vez fuera de ella,
suficientemente alejado del bullicio de la capital y con las instalaciones adecuadas
para celebrar juicios y efectuar ejecuciones. Los juicios terminarían siendo sumarios
y las ejecuciones extremadamente sangrientas. Nadie escucharía ni los gritos, ni los
lamentos, ni los disparos. De frente canal del entrada de la bahía servía como barrera
acústica, de espaldas se abría el campo.
Nada más sentarse en su nuevo despacho, una estancia abuhardillada y decorada
sucintamente con mobiliario de estilo castellano, lo primero que hizo fue llamar a la
prensa para que nadie dudase del trascendental puesto que le había adjudicado la
revolución. El guerrillero que no quería nada para sí, que sólo se preocupaba de los
intereses del pueblo, siempre fue muy amigo de las cámaras de televisión, los

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micrófonos de la radio y los objetivos de los periodistas gráficos. No es casual que la
de Ernesto Guevara es quizá una de las caras más fotografiadas del siglo XX a pesar
de que solo desempeñó dos cargos públicos de segunda fila en un pequeño país
durante un breve periodo de 6 años.
En La Cabaña funcionaba, por orden expresa de Batista, el Buró de Represión de
Actividades Comunistas. Lo regentaba un funcionario —según cuentan muy honrado
—, llamado José Castaño. Fue de los primeros en caer. Y digo caer en sentido
estricto. Los juicios se celebraban por las noches y, tras una rápida deliberación, se
conducía a los detenidos al foso de la fortaleza. Allí, ante la resignada mirada de un
capellán castrense, se los fusilaba atados a un palo de un metro y medio de altura.
Todavía hoy, en ese mismo lugar de infamia, se conservan los agujeros en los muros
de balas que nunca llegaron a su objetivo. Las noches en La Cabaña eran largas. A
uno de sus lugartenientes, el abogado Miguel Ángel Duque Estrada, Guevara no
olvidó remarcarle:

Hay que trabajar de noche […] el hombre ofrece menos resistencia de noche que de día. En la calma
nocturna la resistencia moral se debilita. Haz los interrogatorios de noche.

Si alguno de los letrados ponía algún inconveniente de tipo procesal Ernesto


Guevara tenía claro cuál debía ser el procedimiento óptimo:

No hace falta hacer muchas averiguaciones para fusilar a uno. Lo que hay que saber es si es necesario
fusilarlo. Nada más.

Los consejos jurídicos que el Comandante Guevara regaló al joven abogado


cubano no se quedaron ahí:

Debe dársele al reo la posibilidad de hacer sus descargos antes de fusilarlo. Y esto quiere decir, entiéndeme
bien, que debe siempre fusilarse al reo, sin importar cuáles hayan sido sus descargos. No hay que equivocarse
en esto. Nuestra misión no consiste en dar garantías procesales a nadie, sino en hacer la revolución, y debemos
empezar por las garantías procesales mismas.

Y, efectivamente, la misión de Guevara en La Cabaña no consistió en dar


garantías, ni procesales ni de ningún tipo. Los interrogatorios eran pura burla y la
tortura, de la que Guevara era consumado maestro desde sus tiempos en Sierra
Maestra, formaba parte del recetario con el que el Comandante hacía la revolución a
su manera. Para ablandar a los presos importó una vieja técnica que le había
reportado jugosos réditos en la sierra, la de los fusilamientos simulados. Juzgaban al
reo en un juicio falso, después, en plena madrugada, lo conducían al foso donde la
sangre de los anteriores fusilamientos aun relucía a la luz de la luna. Cuando el reo se
había encomendado a Dios, a la virgen María y al santo de su devoción, cuando el
infortunado había perdido ya toda esperanza y contaba por segundos el tiempo que le
quedaba de vida, el pelotón no disparaba. No cuesta demasiado imaginarse la
desesperación y el sufrimiento psicológico del condenado. Con prácticas como esta el

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llamado Tribunal Revolucionario de La Cabaña obtuvo inculpaciones voluntarias más
propias de una banda de mafiosos sicilianos que de un tribunal militar.
Las ejecuciones eran diarias. Por el despacho de Guevara pasaban los expedientes
uno a uno de las causas que se celebraban con rapidez en el improvisado juzgado de
la Comandancia. Todas y cada una de ellas fueron firmadas sin el más leve titubeo.
Todos eran culpables, todos merecían la muerte. Todos, absolutamente todos. A modo
de recuerdo macabro, el actual Gobierno cubano, que es, con ligeras variaciones, el
mismo que entonces, ha hecho de la fortaleza un museo dedicado al Che. Se conserva
su despacho tal y como él lo dejó. Con una pequeña diferencia, los asesores artísticos
de Fidel Castro colocaron una inmensa foto mural de Guevara fumándose un puro en
la pared contigua a la mesa donde firmaba las sentencias de muerte. Infalible receta
para dejar de fumar.
El abogado cubano José Vilasuso, posteriormente exiliado, contó años más tarde
con detalle como vivió aquellos meses de ignominia formando parte del cuerpo
instructor de expedientes. Sus memorias son concluyentes:

En enero de 1959 trabajé a las órdenes del conocido dirigente de la Comisión


Depuradora, Columna Ciro Redondo, fortaleza de La Cabaña. Recién graduado de
abogado y con el entusiasmo propio de quien ve a su generación subir al poder.
Formé parte del cuerpo instructor de expediente por delitos cometidos durante el
gobierno anterior, asesinatos, malversaciones, torturas, delaciones etc.
De acuerdo a la ley de la sierra, se juzgaban hechos sin consideración de
principios jurídicos generales. El derecho de Habeas Corpus había sido suprimido.
Las declaraciones del oficial investigador constituían pruebas irrefutables.
Guevara era visible con su boina negra, tabaco ladeado, rostro cantinflesco y
brazo en cabestrillo. […] su consigna era de dominio público. «No demoren las
causas, esto es una revolución, no usen métodos legales burgueses, las pruebas son
secundarias. Hay que proceder por convicción. Es una pandilla de criminales
asesinos».
De lunes a sábado se fusilaban entre uno y siete prisioneros por jornada;
fluctuando el número conforme a las protestas diplomáticas e internacionales. […]
Cada integrante del pelotón cobraba quince pesos por ejecución y era considerado
combatiente. A los oficiales les correspondían veinticinco.

Los juicios de La Cabaña se prolongaron varios meses. Al final, y tras las


continuas denuncias por parte de la prensa extranjera, Castro se vio impelido a tomar
una determinación. El 21 de enero convocó a una multitud frente al Palacio
Presidencial y allí, como un Nerón barbudo, sudado y delirante, pidió a la masa votar
a mano alzada por la continuación de los juicios revolucionarios. Un millón de manos
se levantaron vociferando un sí oceánico y criminal. Por aclamación, tal y como
elegían a sus monarcas los antiguos godos después de haber dado pasaporte al rey

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muerto.
En ese mismo discurso, Fidel llegó a comparar los procesos de La Cabaña con los
juicios de Nuremberg. Cualquier parecido entre la dictadura de Batista y la barbarie
nazi es, por descontado, casualidad. Un par de datos quizá ayuden al lector a efectuar
la comparación por sí mismo. El Gobierno nacionalsocialista alemán liquidó sólo por
el mero hecho de serlo a seis millones de judíos y provocó la mayor guerra que ha
conocido la humanidad hasta la fecha. A la dictadura de Fulgencio Batista pueden
achacársele, a lo sumo, 2000 víctimas en siete años de Gobierno, incluidas,
naturalmente, las correspondientes a levantamientos armados como el del Cuartel de
Moncada.
Muchas, sin duda, pero no comparables con las que provocó de manera directa y
premeditada el régimen nazi. Tras la guerra mundial y la rendición de Alemania, los
aliados celebraron un macro juicio en la ciudad bávara de Nuremberg en el que se
depuraron las responsabilidades de los jerarcas nazis. Con todas las garantías que
ofrecía entonces el derecho internacional se dictaron nueve penas de muerte, las
correspondientes a Herman Goering, Wilhem Keitel, Ernst Kaltenbrunner, Alfred
Rosemberg, Hans Frank, Fritz Sauckel, Alfred Jodl, Arthur Seyss-Inquart y Martin
Bormann. Solo se ejecutaron ocho por la fuga de Bormann.
En la fortaleza de San Carlos de la Cabaña Ernesto Che Guevara, el estudiante de
medicina argentino metido a comandante guerrillero, firmó impasible 1892 condenas
a muerte. La nómina de las mismas sería tan dilatada que requeriría todo este capítulo
para reproducirla completa. De cualquier modo se puede encontrar en Internet por si
el lector quisiese consultarla.
La manera en la que algunos biógrafos del Che ven la matanza de La Cabaña es,
cuando menos, asombrosa. Jorge Castañeda califica las ejecuciones como justas.
Isidoro Calzada, en su habitual prosa épico-festiva, bautiza estos meses de oprobio,
crimen y sinrazón como un duro periodo de justicia. Y tan duro. Desconozco si
Calzada consideraba que las ejecuciones sumarias de Augusto Pinochet en el Estadio
Nacional de Santiago de Chile sean otro de esos momentos estelares de la durísima
justicia del pueblo. No lo creo.
Durante aquellos días de sangre, lamentos y balazos en la madrugada, Ernesto
compaginaba las visitas al foso para ver con sus propios ojos los últimos estertores de
los enemigos de la revolución con una agitada vida social en la capital. El 9 de enero
llegaron a La Habana los padres del guerrillero. Hacía seis años que no los veía, pero
la idea del reencuentro no vino de él. Camilo Cienfuegos, que estaba organizando la
repatriación de algunos exiliados cubanos, reparó en el hecho de que a su amigo del
alma le haría ilusión volver a ver a sus padres. Envió un avión a Buenos Aires y
Ernesto se enteró de la visita de sus progenitores cuando éstos se encontraban
aterrizando en Cuba. Fue a recogerlos al aeropuerto y se fundió en un sentido abrazo
con Celia, su madre. Con Guevara Lynch parece que fue más tibio. Ya se sabe que
madre no hay más que una.

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Los pioneros de Caraguatay, los señoritos del barrio de San Isidro, se
transfiguraron, sufrieron junto a su hijo una repentina conversión a la causa
revolucionaria. Eso sí, desde el Havana Hilton y viviendo a cuerpo de rey. Una cosa
no tiene, necesariamente, que quitar la otra. Guevara Lynch llegaría con los años a
rentabilizar notablemente ser el padre del Che a través de entrevistas y algún que otro
panfleto guevarológico. A la inesperada visita de sus padres le sucedió, muy cercana
en el tiempo, la llegada a La Habana de su todavía esposa Hilda Gadea, que habíamos
dejado en México compuesta, con hija y sin marido marchándose de vuelta a Lima.
Como entre sus costumbres nunca figuró la de la poligamia, se hizo cargo de la
situación y mantuvo una —es de suponer que acalorada— conversación con Hilda
para explicarle que su corazón había tomado un nuevo rumbo.
Un nuevo rumbo junto a una mujer más joven, más guapa, blanca y de clase alta.
El mazazo para la peruana debió ser importante porque al desengaño hubo que sumar
la ingratitud. Hilda era la responsable de la ideologización de Guevara. Hasta que
ambos se encontraron en Guatemala por la cabeza del argentino no pasaba ni la
revolución, ni el «¿Qué hacer?» de Lenin, ni las expediciones a países exóticos
buscando la liberación del género humano. La primera víctima de la revolución
cubana no fue, como muchos dicen, Huber Matos, sino Hilda Gadea, que fue llegar a
Cuba y llevarse un palo en la nuca.
Pero Ernesto no quería ser un mal ex y colocó a Hilda en la agencia Prensa
Latina, una hechura castrista de agencia de noticias muy al uso de las nuevas
tradiciones traídas desde la sierra. Quedó, además, al cuidado de la niña, de Hilda
Beatriz, Hildita, de aquel bebé clavadito a Mao Zedong que Ernesto no veía casi
desde su nacimiento. Las relaciones de Hildita con su madrastra Aleida nunca fueron
buenas. Las de Hilda y la nueva esposa fueron imposibles.
Hilda se las arreglaba para visitar a Ernesto con frecuencia y pasar largos ratos
con él con la excusa de la niña. Aleida tomó nota y, como toda mujer celosa, puso fin
de inmediato a las visitas. Ordenó que unos mandados llevasen a la niña hasta el
despacho de Ernesto todos los días para que estuviese con su padre. Si, el despacho
era el de La Cabaña, el mismo de las sentencias de muerte. Digna de ver sería la
escena de Hildita jugando en el suelo mientras su padre se dedicaba a ratificar con su
firma la carnicería que iba a celebrarse esa misma noche a la luz de la Luna.
Los problemas familiares no impidieron al guerrillero llevar una ajetreada agenda
de compromisos un tercio políticos, un tercio culturales, un tercio para llenar su
desmedido ego. El 13 de enero inauguró la academia militar-cultural. El día 14 el
Colegio Médico Nacional de Cuba le declaró Médico Cubano Honorario. Por fin
recibía un título, aunque fuese meramente honorífico. Muchos años después, en 2003,
el Instituto Superior de Ciencias Médicas de La Habana le concedió el título de
Doctor Honoris Causa con carácter post mortem. Este último y el de 1959 son los
únicos que sus admiradores pueden exhibir sin miedo a ser rebatidos. Para ambos no
fue necesario examen alguno.

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La salud de Guevara sin embargo, y a pesar de las toneladas de cariño y afecto
que recibió en los dos primeros meses de 1959, se resintió gravemente. El estrés, las
ejecuciones nocturnas en el foso de La Cabaña y las emociones por la llegada de sus
padres y su hija se cobraron su previsible tributo. Ernesto cogió una grave infección
en los pulmones fruto de su persistente asma, agravado por el tabaco, la actividad
constante y el clima húmedo de la capital cubana.
Para reponerse, se tomó unos días en la localidad de Tarará, a pocos kilómetros de
La Habana. Allí, junto a Aleida y bajo una estricta revisión médica, fue
recuperándose. Como residencia eligió la casa de un antiguo jerarca de tiempos de la
dictadura. Un magnífico chalet donde reparar sus baqueteados pulmones y empezar la
labor intelectual que había aplazado por culpa de los fusilamientos.
La estancia en Tarará no sirvió sólo para que Guevara se repusiese de su afección
pulmonar mientras reflexionaba sobre la brevedad de la vida. La villa que él y su casi
esposa Aleida March tomaron por residencia se convirtió en un centro privilegiado de
reuniones al más alto nivel. Fidel y Raúl Castro se dejaron caer por allí con relativa
frecuencia. Camilo Cienfuegos, Efigenio Amejeiras, Ramiro Valdez y otros grandes
demócratas cubanos visitaron también al Che en su forzada convalecencia. El mayor
legado que aquellas reuniones en Tarará ha dejado para la historia de Cuba fue la
organización de la policía secreta, es decir, de la policía política, que sigue
atormentando a los cubanos medio siglo después.
En principio se le denominó «Departamento de Información e Investigaciones de
las Fuerzas Armadas Revolucionarias», pero como era largo y poco reconocible en
1961 se abrevió en el más conciso «Departamento de Seguridad del Estado», cuya
sola mención hiela la sangre en las venas a cualquier cubano. El nombre lo tomaron
prestado de la República Democrática Alemana, que tenía un organismo con rango de
ministerio llamado «Staatssicherheit», más conocido por su contracción Stasi.
Un régimen como el que estaban instaurando sólo podría mantenerse en el futuro
gracias a mano dura y buenos informes. En esto a Guevara hay que reconocerle una
gran capacidad de previsión. Para el grato pero sacrificado oficio de defender la
revolución Raúl Castro pasó a hacerse cargo del Ejército, Valdez, antiguo militante
comunista del PSP, fue nombrado responsable del G-2 y Amejeiras de la policía. En
un Estado totalitario como el que estaban fundando lo suyo era abarcar todas las
instituciones represivas con la idea de convencer al adversario de que era inútil
rebelarse contra la Revolución.
Desde Tarará entre un ataque de asma y otro Ernesto también encontró tiempo
para interesarse por la revolución mundial. O al menos por las intentonas
revolucionarias en países culturalmente afines a Cuba. En la primavera de 1959 una
centena escasa de guerrilleros panameños organizó un golpe desde Cuba para
implantar una revolución a la cubana en su patria natal. Naturalmente fracasó. Un par
de meses más tarde doscientos y pico dominicanos capitaneados por un antiguo
combatiente de Sierra Maestra hicieron lo propio para derrocar a Leónidas Trujillo.

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La cosa volvió a torcerse y el contingente expedicionario terminó fusilado. El
autócrata dominicano no se andaba con chiquitas y ordenó a su ejército que pasase a
todos por las armas.
La Habana, y su sucursal intelectual en Tarará, se habían convertido en pocos
meses en un auténtico laboratorio de guerrillas e insurrecciones. El escritor haitiano
René Depestre se dejó caer también por la ciudad de los milagros para solicitar
ayuda. Ernesto lo recibió al poco en su fortaleza de La Cabaña para analizar las
posibilidades de éxito de una invasión a Haití. Guevara, que desconocía por completó
Haití y a los haitianos, se convenció de que era posible acabar con la dictadura de
François Duvalier y sustituirla por un Gobierno afín a La Habana. El régimen
duvalierista era una dictadura nueva, casi tanto como la de Castro. En octubre de
1957 Duvalier ganó unas más que dudosas elecciones, a partir de ahí, Papa Doc, tal y
como era conocido en la isla, instituyó una férrea dictadura valiéndose de una
sanguinaria milicia informal, los «Tonton-Macoutes», que no escatimaban violencia
con los opositores.
El plan de Guevara consistía en entrenar a los haitianos en Cuba y hacer coincidir
la invasión de Haití con la de la República Dominicana. Ambos países comparten
isla, La Española, que, además, es la segunda por tamaño del Caribe después de
Cuba, de la que le separa un estrecho canal marino de solo 80 kilómetros. De manera
que la segunda fracasó estrepitosamente no se plantearon desde La Habana llevar a
cabo la primera. Los planes en la isla de La Española no habían salido tal y como
Ernesto había previsto. Pero esto no fue óbice para que el guerrillero heroico siguiese
en sus trece de exportar la gloriosa revolución cubana más allá de sus fronteras. A
principios de junio un grupo de guerrilleros cubanos aterrizaron en Nicaragua. El
ejército se ocupó de repeler la invasión y hacer que los revolucionarios volviesen por
donde habían venido. A toda prisa la tropa patrocinada desde La Habana cruzó la
frontera hondureña, pero allí les estaban esperando los militares. Ejecutaron a una
parte de los expedicionarios liquidando de un plumazo foco guerrillero.
Esta cadena de fracasos no hicieron la más mínima mella en la moral de Guevara
que, inasequible al desaliento, fue ordenando sus ideas para reflexionar y componer
la que quizá sea su obra más leída, releída y consultada; el manualillo del guerrillero
«La Guerra de Guerrillas». Ernesto estaba convencido de que la experiencia cubana
era exportable a otros países y otras latitudes con garantías plenas de éxito. Los
sucesivos chascos de la primera mitad de 1959 no le inclinaron sin embargo a pensar
lo contrario. En el primer capítulo de esta Biblia del revolucionario afirma con
vehemencia:

1. La fuerzas populares pueden ganar una guerra contra el ejército.


2. No siempre hay que esperar a que se den todas las condiciones para la
revolución; el foco insurreccional puede crearlas.
3. En la América subdesarrollada el terreno de lucha armada debe ser

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fundamentalmente el campo.

Ernesto Guevara ignoraba algunos hechos capitales que habían coadyuvado al


triunfo rebelde en Cuba. Las fuerzas populares efectivamente pueden ganar una
guerra contra el ejército, pero solo cuando éste último no tenga intención de combatir
y se refugie en los cuarteles. Las condiciones para la revolución no deja claras cuáles
son, sin embargo presume que una cuadrilla de guerrilleros puede crearlas a su
antojo. Y, por último, el terreno de la lucha será el campo, pero si en las ciudades no
hay un caldo de cultivo propicio ésta no sirve absolutamente para nada.
El Movimiento 26 de julio no sólo consistía, como más adelante ha intentado
hacer creer Fidel Castro, en unos guerrilleros brincando entre los riscos de Sierra
Maestra. La trama civil del movimiento en Santiago, en La Habana o en Santa Clara
era tanto o más importante que las esporádicas acciones armadas de los guerrilleros.
La sociedad cubana por añadidura estaba muy sensibilizada en contra de Batista y
menudeaban los grupos de oposición que combatían, cada uno a su modo, a la
desprestigiada dictadura.
En Tarará, en aquellas discusiones informales entre los prohombres del nuevo
régimen, se trató con detenimiento el espinoso asunto de la reforma agraria. La traída
y llevada reforma consistía a grandes rasgos en expropiar forzosamente a los
legítimos propietarios de la tierra, para luego distribuirla conforme al esquema que
diseñase un señor en un ministerio.
En Cuba desde tiempos de la colonia existía el latifundio. Quizá fuese una
herencia de los más de cuatro siglos de presencia española o quizá se debiese al
hecho que el cultivo principal, el azúcar, exige grandes plantaciones para ser rentable.
Sea como fuere, lo que parece indudable es que a Ernesto, Fidel y los triunfadores de
Santa Clara esta situación les parecía muy injusta. Los moderados pedían una reforma
ligera encaminada a acabar con el latifundio y poner en manos de los pequeños
agricultores —previo pago— las parcelas de tierra. Éstos se organizarían más
adelante en cooperativas para dar salida a la producción.
Los planes de Ernesto y del ala dura del incipiente castrismo iban más allá. La
tierra, como todo en la nueva Cuba, pertenecía al Estado. La Ley de Reforma Agraria
que se aprobó en mayo de 1959 se pergeñó en su casa. Para gestionarla se creó un
organismo: el INRA o Instituto Nacional para la Reforma Agraria. Presidirlo era la
ilusión de Ernesto pero Fidel prefirió asumir él mismo la presidencia.
La Reforma Agraria trajo aparejada una crisis política sin precedentes. El triunfo
revolucionario de los primeros días de enero no fue, como se ha contado después, una
victoria avasalladora de Castro y sus muchachos. Fidel tuvo que echar mano de parte
de la antigua oposición a Batista. Como presidente de la República Castro había
nombrado a un juez, a Manuel Urrutia Lleó, un hombre de talante moderado y
perfecto para enmascarar las verdaderas intenciones del Comandante en Jefe. Junto a
Urrutia en los primeros gabinetes ministeriales varios fueron los reformistas que

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ocuparon carteras de relevancia.
La presidencia del gobierno cayó, por ejemplo, en José Miró Cardona, un
eminente catedrático de Derecho de la Universidad de La Habana que se había
significado como opositor a Batista. Miró Cardona duró muy poco tiempo. En febrero
dimitió tras promulgar Castro la Ley Fundamental en sustitución de la Constitución
de 1940. Fue relegado temporalmente como embajador en Madrid para evitar que
hiciese ruido. Más tarde eligió el exilio. Moriría en Puerto Rico quince años más
tarde.
Tras la aprobación de la Reforma Agraria y el giro radical del verano de 1959
Urrutia renunció a su cargo y se refugió en la embajada de Venezuela. Meses más
tarde otros políticos de primera fila irían rompiendo con la deriva comunista que
adquiría el nuevo régimen. Poco después, Rufo López Fresquet, el que fuera ministro
de economía desde enero de 1959, marchó al exilió en Estados Unidos. En 1960, año
y pico después de la entrada de los barbudos en La Habana, se produjo la primera
oleada de emigración masiva. Unos 50 000 cubanos, pertenecientes en su mayoría a
la burguesía liberal de la isla, partieron al destierro. Este fue el germen de la
numerosa colonia cubana en Miami de nuestros días.

De profesión viajante
Ernesto sin embargo no tendría oportunidad de vivir en persona el revuelto
verano de 1959. Simplemente molestaba. Un personaje como Guevara no podía más
que incordiar en los designios que Fidel había trazado para el inmediato futuro de
Cuba. Coincidiendo con aquellas reuniones incendiarias en Tarará y con la fundación
de los instrumentos represivos del Estado, Fidel Castro programó un viaje por los
Estados Unidos para tranquilizar a la opinión pública del gigante del norte. Entre el
quince y el veintiséis de abril realizó una tournée por varias ciudades afirmando entre
otras cosas que:

He dicho de forma clara y definitiva que no somos comunistas. […] Las puertas siguen abiertas a las
inversiones privadas que contribuyan al desarrollo industrial de Cuba. […] El progreso sería totalmente
imposible para nosotros si no nos entendemos con Estados Unidos.

Es difícil concentrar tanta mentira en tan pocas palabras. Porque no eran


comunistas pero avanzaban con presteza hacia el comunismo. Porque consideraban
que el mejor modo de atraer inversión extranjera era expropiar a los inversores. Y
porque la mejor manera de entenderse con un vecino es situar plataformas de
lanzamiento de mísiles nucleares a noventa millas de sus costas. Muchos
norteamericanos a pesar de todo creyeron al líder revolucionario.
El día dos de junio Ernesto se casó finalmente con Aleida. Previamente, una
semana antes, se había ocupado de obtener el divorcio de Hilda Gadea. La boda se

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celebró en la casa de uno de los escoltas del Che. Después celebraron un banquete en
la comandancia de la fortaleza de La Cabaña. Fidel, como había hecho en su anterior
enlace en México, no asistió. A cambio contó con la inestimable presencia de su
amigo Camilo Cienfuegos, de Raúl Castro y su inseparable Vilma Espín, de Efigenio
Amejeiras y de Herman Mark, el matarife que daba el tiro de gracia a los ejecutados
en el foso de la fortaleza.
Aleida se vistió de riguroso blanco que contrastaba con el gallardo verde olivo del
uniforme de su esposo. El día de su boda el uniforme estaba limpio y planchado. Es
de suponer que su propietario también pasaría por la bañera. Todo un detalle para la
atribulada novia que, además, se quedó sin luna de miel. Una de las leyendas sobre el
Che que más se ajusta a la realidad es su poco aprecio por la higiene. Acostumbraba a
ir siempre desaliñado y sucio. Esto, que en la Sierra tenía una explicación, se
mantuvo durante toda su vida pública y nunca renegó de ello. El pelo descuidado, el
uniforme lleno de manchas y la camisa abierta hasta el esternón forman parte de la
iconografía inmortal del Che. Pero recuerde un detalle importante: las fotos no
huelen.
Tras la boda Ernesto fue percatándose de que en la Revolución no había sitio para
él. Su radicalismo comunista no casaba bien con la apariencia que Fidel quería dar en
el extranjero. La prensa internacional estaba cada vez más indignada con los juicios
sumarios y los fusilamientos del argentino en La Cabaña. No era buena publicidad y,
además, tal y como pintaban las cosas no era muy apropiado mantener un halcón de
la ortodoxia marxista cerca de las esferas del poder.
El día cinco de junio Castro decidió que Ernesto realizase un gran viaje por el
tercer mundo para difundir un mensaje de concordia desde La Habana. Isidoro
Calzada en su meliflua prosa de adulador califica este viaje como «Delegación de
Buena Voluntad». Me pregunto si en la historia de la diplomacia se ha dado alguna
vez una delegación de mala voluntad o de voluntad aviesa y retorcida.
Con buena o con mala voluntad, tanto da, lo que Guevara hizo durante tres largos
meses fue darse una vacaciones por todo lo alto a cargo del erario cubano. No
ostentaba cargo oficial alguno ni representaba una misión comercial, ni pretendía
abrir negociaciones de ningún tipo. El viaje de Ernesto por África y Asia en el verano
de 1959 fue una formidable manera de mantener al guerrillero alejado de Cuba en el
momento fundador del castrismo tal y como lo conocemos hoy día.
Salió de La Habana el doce de junio con destino a Madrid. La España de Franco
no tenía motivo alguno para recibir con honores a un ilustre comunista como el Che
Guevara, sin embargo el Generalísimo envió al ministro de Exteriores, Fernando
María Castiella, a dar la bienvenida al cubano-argentino al aeropuerto de Barajas.
Parte de la infancia de Ernesto se había alimentado con la mitología de la guerra civil
y no es difícil suponer que en esta su primera visita a la tierra de sus antepasados
reflexionase sobre la tragedia española. No lo sabemos. Lo que si sabemos es que no
hizo declaración alguna al respecto. Se tomó algunas fotografías en la capital

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española, entre ellas una en la Ciudad Universitaria con el Arco del Triunfo al fondo.
Bien podría haber elegido cualquier otro arco de la capital de España, pero no,
escogió justamente ese, el más reciente de todos, levantado por Franco para celebrar
su victoria en la Guerra Civil. El recorrido madrileño lo completó de noche en un
tablao flamenco y de día en una corrida de toros como los turistas norteamericanos de
todos los tiempos.
En Madrid empezó su viaje. Desde Barajas voló a El Cairo. Allí, aparte de hacer
turismo por las pirámides de Guiza, se reunió con Gamal Abdel Nasser. El
mandatario egipcio lo recibió por todo lo alto. La prensa cubana, sin embargo, ignoró
el acontecimiento. Aprovechó la estancia en el país del Nilo para encontrarse también
con Anuar El Sadat y se preocupó de conocer el alcance de las reformas de los
dirigentes nacionalistas egipcios.
El propio Nasser recuerda en sus memorias que Guevara le preguntó cuánta gente
había abandonado el país a raíz de su llegada al poder. Nasser respondió que muy
poca, apenas unos cuantos egipcios de ascendencia europea afectados por las
nacionalizaciones. Esto a Ernesto en lugar de tranquilizarle y hacerle ver que la
revolución era compatible con la paz social le pareció sorprendente. A su juicio las
revoluciones tenían que medirse por la cantidad de gente que no cabía en la nueva
sociedad.
Peculiar modo de ver el mundo el de Guevara. En su miopía totalitaria Ernesto no
entendió nunca que todos los seres humanos nacemos iguales. Como los nazis con la
raza, Guevara veía en la clase social, o peor aun, en las ideas políticas un elemento
que distinguía a los que debían sobrevivir y a los que no. Por fortuna Nasser no hizo
mucho caso de los desvaríos del Che y le quitó importancia a la conversación.
De El Cairo la comitiva cubana se dirigió a la India. A su llegada le sucedieron
casi dos semanas dedicadas en exclusiva al turismo. La belleza del Taj Mahal, la
antigua opulencia de la ciudad de Agra, el esplendor colonial de Bombay… Al final
Jawaharlal Nehru se dignó a recibir al insigne representante de la revolución cubana.
Resultados prácticos: ninguno. La visita de Guevara a la India pasó también
desapercibida para los rotativos cubanos.
De la India los expedicionarios de «Buena Voluntad» volaron hasta Japón. A
finales de los años cincuenta el Imperio del Sol Naciente estaba experimentando un
crecimiento económico formidable. Las manufacturas niponas orientadas a la
exportación conquistaban entonces los mercados occidentales. El nivel de vida de los
japoneses subía cada año y poco a poco la economía japonesa iba situándose en el
lugar de privilegio que ocupa hoy en día. A los infortunados nipones, que habían
salido de la guerra mundial envueltos en la penuria y el oprobio, no les hizo falta una
revolución socialista para salir de pobres. Su éxito radicaba en una democracia liberal
estable, instituciones estables, mercados abiertos, un marco legal que garantizase los
contratos y cierto afán de superación. Así de sencillo.
Por desgracia Ernesto Guevara no aprendió del ejemplo japonés. Muy al

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contrario, insistió que el futuro de Cuba pasaba inexorablemente por la
industrialización a machamartillo. No se apercibió de que en Japón la Honda, la
Mitsubishi o la Toshiba eran empresas de capital privado que sobrevivían en los
vericuetos del mercado global. Pensó que la firme determinación por parte de un
ministerio bastaba para convertir a un país azucarero en una potencia siderúrgica.
Cuba está todavía hoy lo está pagando.
El viaje a Japón consistió en añadir más fotos a su ya abultado álbum. Desde
Tokio voló a Yakarta, capital de Indonesia. En 1959 Indonesia era un país recién
nacido. La dirigía con mano de hierro Ahmed Sukarno, un tipo carismático y
autoritario que había sido el artífice de su independencia diez años antes. Ernesto se
quedó fascinado con Sukarno. En los albores de la década de 1960 Sukarno se
encontraba en la cúspide de su gloria. Era junto con Nasser el mandatario
tercermundista más famoso del planeta. Condujo al país al desastre a través de una
infinidad de lemas contradictorios y encaminados a mantener la fidelidad de la masa.
El historiador Paul Johnson lo definió de un modo magistral:

… (Sukarno) carecía de habilidades administrativas, pero tenía el don de la palabra. Cuando afrontaba un
problema, lo resolvía con una frase. Después, convertía la frase en un acrónimo, y las multitudes de
analfabetos bien ejercitados lo entonaban.

Para Guevara sin embargo, que lo conoció personalmente, todo lo que el líder
indonesio le sugirió fue un sorprendente y bendito parecido a Fidel Castro.

¿No será Fidel Castro un hombre de carne y hueso, un Sukarno, un Nehru, un Nasser?

La caída de Sukarno se saldó con casi medio millón de muertos en el golpe de


Suharto de 1965. Nasser dejó a Egipto sumido en la miseria tras tres lustros de
socialismo árabe. No podía comparar Guevara a su admirado Castro con estadistas de
la talla del británico Churchill o el alemán Adenauer, nada de eso, Fidel tenía que
parecerse a los déspotas demagogos y populistas que sucedieron a la descolonización.
Faltaría más.
Tras la tonificante experiencia en Yakarta la comitiva se desplazó hasta Colombo,
capital de Ceilán, hoy Sri Lanka. Más turismo y en la prensa cubana ni un breve
comentario. Desde allí a Karachi y más de lo mismo. Mucho calor, algún ataque de
asma y curiosidad por todo lo que se ponía ante sus ojos. En la capital de Pakistán dio
por concluido su periplo asiático y puso rumbo hacia Europa. En Belgrado se
encontró con Josip Broz Tito, el dirigente yugoslavo que había inaugurado un
socialismo muy personalista en los Balcanes. La herencia de Tito, que no deja de
tener su mérito, fue dinamitada años después de su muerte en una sangrienta
contienda que enfrentó a todos contra todos. A Guevara Tito se le antojó como una
figura capital y un genuino benefactor de la humanidad. De Belgrado, donde su
presencia volvió a pasar inadvertida para el cubano de a pie, el Che y sus
voluntariosos compañeros de viaje pasaron a Marruecos, de ahí a España de nuevo y

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desde la tierra de Cervantes de vuelta a Cuba. Era ocho de septiembre de 1959 y
Cuba se encontraba a las puertas de la verdadera revolución.
Los días posteriores a la llegada los dedicó a reencontrarse con los suyos,
especialmente con Aleida, que se había quedado en Cuba mientras su marido hacía
turismo por medio mundo. Lo normal hubiera sido que su esposa, y más estando
recién casados, hubiese formado parte de la delegación pero Ernesto se negó. A pesar
de que no se iba a tratar ningún tema de importancia en el viaje y que éste iba a tener
una duración considerable prefirió dejar a su joven y guapa esposa en La Habana. Se
desconoce si por puro ascetismo espiritual, si por librarse una temporada de ella o
simplemente porque consideraba que era su deber. En una carta a su madre escrita en
un avión de Air India durante su estancia en aquel país le confesó:

Además, sin Aleida a quien no pude traer por un complicado esquema mental de esos que tengo yo.

Lo que no se prestaba a complicados esquemas mentales era su deber histórico


que ya en 1959 tenía meridianamente claro:

No tengo casa, ni mujer, ni hijos, ni padres, ni hermanos; mis amigos son amigos mientras piensen
políticamente como yo.

Esta es una de las sentencias estelares del guerrillero heroico. Sus amigos eran sus
amigos si estaban de acuerdo con él. Impagable afirmación manuscrita de uno de los
iconos imperecederos de la tolerancia, el diálogo y el entendimiento entre los seres
humanos. Si muchos de los que hoy se confiesan admiradores del Che Guevara
leyesen sus escritos en lugar de mirar embobados la foto de Korda se llevarían más de
una sorpresa inesperada.

El Banco Nacional de Cuba


Entre las ejecuciones de la Cabaña, el productivo reposo en Tarará y la
improductiva vuelta al mundo al Che se le fue el año 1959. La revolución que había
traído no se acordaba de él para lo importante, para mandar y disponer, que era lo que
Guevara quería hacer desde que se embarcase en el Granma tres años antes.
Pero dios, es decir, Fidel, aprieta pero no ahoga. El cargo público que se había
mostrado tan esquivo en los meses anteriores por fin llegó. El veintiséis de noviembre
le llegó el nombramiento como presidente del Banco Nacional de Cuba. A cualquier
persona en sus cabales la presidencia de un banco central se le antoja como un cargo
aburrido, puramente técnico y destinado a un especialista en la materia. Pues bien, en
la naciente revolución cubana todo era distinto. En el socialismo bullanguero y
tropical que auspiciaba Fidel Castro todo tenía cabida. Los conocimientos financieros
de Ernesto eran nulos, su preparación económica escasa, y el interés que había

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demostrado en el pasado por la política monetaria iba a la par con sus nociones de
finanzas.
Hay una anécdota muy instructiva al hilo de su nombramiento. Cuentan que, en
una reunión informal con sus incondicionales, Fidel se dirigió a ellos preguntando
quién era economista. Guevara levantó la mano y le adjudicaron el Banco Nacional.
Más tarde el Che reconoció que había entendido mal la pregunta, que tomó lo de
economista por comunista, y claro, él si que era comunista. Esta anécdota es apócrifa
y forma parte del acervo mítico de la revolución cubana, pero no por ello deja de
tener su gracia.
Ernesto Guevara recibió tan importante cargo por la simple y llana razón de que
Castro no tenía otro a quien endilgárselo. La tarea para la que Fidel se preparaba
requería de un indocumentado al frente del banco emisor, de la fábrica de pesos, y
nadie mejor que Guevara que, si bien era un analfabeto en materia económica, servía
con lealtad perruna al líder máximo. Realmente, del triunvirato revolucionario
cuajado a la sombra de Fidel —el Che, Camilo Cienfuegos y Raúl Castro— sólo el
primero podía hacerse cargo del banco central. Camilo murió en un accidente de
aviación del que hablaré más adelante y Raúl se había quedado con el ejército.
Ernesto, aunque parezca mentira, era de los pocos en quien Fidel podía confiar.
Además, recluido en una empresa tan poco propicia al brillo político, se quitaba un
rival de en medio. Despojado de cargos militares y alejado de las armas y los
cuarteles los ímpetus del argentino quedaban más que neutralizados.
Como presidente del Banco Nacional Ernesto pasará año y pico. Sus hábitos
como presidente de la institución seguían este patrón. Llegaba a su despacho pasadas
las doce de la mañana, vestido de verde olivo con botas de campaña y la camisa bien
abierta para dar testimonio de su arrebatadora masculinidad. Trabajaba hasta entrada
la madrugada. Bueno, trabajaba es un decir, echaba horas en el despacho. Allí solía
reunirse con amigos y colaboradores para debatir sobre infinidad de temas. Según
muchos de sus biógrafos acostumbraba a poner los pies en la mesa en presencia de
invitados y, si una visita no le caía muy bien, la hacía esperar una eternidad para
demostrar quien era el que mandaba allí. Prolongación por otra parte del que
mandaba en Cuba, que también iba ataviado de verde olivo.
Un símbolo de aquella época al frente del banco son los pesos firmados por
Ernesto Guevara como Presidente de la entidad. Los firmaba como Che lo que
ocasionó no pocas quejas entre lo más sensato de la sociedad cubana. Algo así como
si el gobernador del Banco Central Europeo, el italiano Mario Draghi, firmase los
billetes de euro con su apodo que, desconozco cuál es, pero bien podría ser Mariotto.
Y ante ello todos los ciudadanos de la Unión Europea aplaudiésemos enfervorizados
el extravío. Payasadas de semejante pelaje han pasado a la historia como
irreverencias de eterno universitario. De eterno universitario tonto y poco respetuoso
se entiende.
Al frente del Banco emisor cubano Ernesto no hizo mucho pero lo que hizo lo

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hizo mal. Una de sus primeras decisiones al frente de la institución fue bajar los
sueldos a toda la plantilla. Tal decisión ocasionó que una parte considerable de los
empleados decidiesen marcharse. A Ernesto le dio igual, a su subdirector le aseguró
que los sustituiría por cortadores de caña o estibadores del puerto de La Habana.
Ignorancia rayana con la locura. El que fue subdirector del Banco, Ernesto
Betancourt aseguró al autor a través de correo electrónico desde el exilio que:

Encontré en el Ché una ignorancia absoluta de los principios más elementales de economía, combinado
con una autosuficiencia increíble.

Betancourt compartió oficina con Ernesto Guevara apenas unas semanas, las
justas antes de su renuncia a causa del caso de Huber Matos. Pero fue tiempo
suficiente para hacerse una idea de quien era el barbudo desaliñado que ocupaba el
primer despacho del banco. Puede pensarse que Betancourt era un antiguo
funcionario de Batista que había sobrevivido al cambio de régimen, nada de eso.
Ernesto Betancourt fue el representante del Movimiento 26 de julio en Washington
DC. Con la caída de Batista regresó a Cuba y estuvo a cargo del control de cambios,
del Fondo de Estabilización de la Moneda y del Banco de Comercio Exterior, que era
una entidad subsidiaria del Banco Nacional. Todo un probo funcionario de la Cuba
inmediatamente posterior al fin de la dictadura.
La experiencia de Betancourt junto a Guevara en el Banco Nacional es
significativa de lo que supuso para la Institución el paso del feliz guerrillero de Sierra
Maestra. En cierta ocasión trataban entre los directivos la conveniencia de designar a
un ingeniero para revisar una obras, a los ruegos de Betancourt el Che respondió
airado:
… demoramos dos horas en una sesión del directorio en la que el Ché se oponía a la designación de un
ingeniero para inspeccionar obras financiadas por el BANDES, un banco de desarrollo dependiente del Banco
Nacional, con el argumento de que era un desperdicio de talento que un ingeniero tuviera que revisar la labor
de otro. Si el ingeniero que hizo la obra es un buen revolucionario, decía, nadie tiene que revisar lo que haya
hecho. Traté de explicarle que aún en la URSS había comisiones de control y que, dada la naturaleza humana,
esa era una función esencial en toda labor administrativa, pero su ignorancia de lo más elemental de cómo
funcionan las cosas en el mundo real, acompañado de su arrogancia intelectual, hacían imposible el diálogo.

Esa era la idea del Che de lo que debía ser un buen profesional. Si un ingeniero,
un arquitecto o un biólogo no eran buenos revolucionarios no valían de nada sus
cualidades y sus aptitudes. Es decir que no solo no cultivaba la amistad de quien no
pensase como él, sino que todo el que, a su juicio, no fuese buen revolucionario no
cumplía el requisito básico para desempeñar su profesión. Pero el colmo de la
ineptitud y la incompetencia al frente de sus obligaciones como presidente del Banco
Nacional vino en un asunto relacionado con el Fondo Monetario Internacional.
Dejemos que Betancourt, protagonista del acontecimiento, nos lo cuente:

Mi oficina estaba a dos puertas de la del Che. Me recibió prontamente, con los melenudos de su escolta
con metralletas en la parte de atrás de la oficina, como era su costumbre, y procedí a explicarle el motivo de

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mi indagación. Me escuchó atento, como siempre hacía, y cuando terminé mi explicación me dijo que las
instrucciones eran votar negativo para «demostrar nuestro repudio a ese instrumento del imperialismo que
nada había hecho por Cuba». Además, me dijo que Cuba se iba a retirar del FMI. Cuando le aclaré que
teníamos un préstamo del FMI de 25 millones de dólares que habría que pagar en ese caso y que nuestra
reservas estaban muy bajas, se sorprendió. Después de algunas aclaraciones llegó a la conclusión de que había
confundido al FMI con el Banco Mundial, entidad que nunca había hecho préstamos a Cuba. Pero eso no lo
detuvo en lo más mínimo, me dijo: «Bueno, en todo caso, nosotros vamos a romper con todos estos órganos
del imperialismo porque vamos a vincularnos a la Unión Soviética, que está veinticinco años por delante de
los Estados Unidos en tecnología». Ante semejante estupidez, decidí era inútil seguir argumentando.

Un presidente de un Banco Nacional que confundía el Fondo Monetario


Internacional con el Banco Mundial. Pero, a pesar de ello, quizá porque la ignorancia
es muy atrevida, consideraba a ambos órganos del imperialismo con los que Cuba
tenía que romper de una vez. Lo de Guevara al frente de tan importante institución
era impresentable, pero nadie podía permitirse el lujo de rechistar. Los que sabían
algo, los cuerdos en aquella casa de locos, fueron marchándose; primero por la
absurda e injustificada bajada de sueldos, y después por el giro sovietizante que iría
dando el régimen de Castro a lo largo de 1960 y 1961.
Para cubrir los puestos vacantes se rodeó de un grupo de economistas chilenos y
argentinos de tendencia marxista. Uno de ellos, Néstor Lavergne, aseguró no hace
mucho que Ernesto se preocupó durante los meses al frente del Banco Nacional de
seguir un curso de economía. El curso consistió esencialmente en el estudio a
conciencia de «El Capital» de Karl Marx. Finanzas, ¿para qué?, Pensaría nuestro
Ernesto embutido en el segundo y pesadísimo tomo de la obra cumbre del padre del
socialismo.
Marx en su faceta de economista nunca llegó a entender la naturaleza del dinero
ni de los mercados financieros. Una lástima que Ernesto Guevara de la Serna
desperdiciase su preciadísimo tiempo con ese océano de letras que es «El Capital»
teniendo a mano obras que le hubiesen venido que ni al pelo. Con que hubiese
dedicado un par de horas al día durante una semana a los austriacos Eugen Böhm
Bawerk y Ludwig von Mises la revolución cubana hubiera adquirido un sesgo
radicalmente distinto. Al menos en lo económico.
El tedioso trabajo bancario dejaba tiempo a Guevara para dedicarse a otras
labores más edificantes para su espíritu de guerrillero combativo. Durante todo el año
de 1960 batió el récord cubano en conferencias, artículos en la revista Verde Olivo y
recepción de títulos honorarios. Entre el 24 de marzo y el 24 de junio de aquel año
firmó la nada despreciable cifra de trece artículos en profundidad para su publicación
preferida. A uno por número. Muchos de esos artículos pueblan hoy las librerías de
medio mundo esperando ser descubiertos por los nuevos lectores que se acercan a la
figura del comandante victorioso.
Guevara hablaba sobre cualquier cosa, opinaba acerca de los temas más
peregrinos, pontificaba desde su verde olivácea tribuna con desenvoltura y arrojo.
Entre las perlas de su producción periodística encontramos algunas que no tienen
desperdicio, como la sentida elegía que dedicó a su amigo El Patojo, aquel con el que

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había ejercido de fotógrafo informal en México DF años antes. En otro, publicado en
febrero de 1961, repasaba la guerra de liberación y arremetía con saña contra sus
antiguos compañeros del Segundo Frente de Escambray. De los que se habían tenido
que marchar de Cuba decía textualmente:

Nuestra conciencia se ha limpiado porque se han ido todos juntos, los que Dios hizo, hacia Miami. Muchas
gracias «comevacas» del Segundo Frente.

Pinitos literarios al margen, lo que debió por aquellas fechas afectar de un modo
determinante a Ernesto fue el inesperado fallecimiento de su amigo Camilo
Cienfuegos. Tal y como vimos páginas atrás, Fidel aprovechó el verano de 1959 para
ajustar cuentas dentro de la isla e ir configurando su régimen en torno a un
personalismo atroz. Ernesto había permanecido durante todo ese tiempo de viaje por
el mundo y poca o ninguna fue su influencia sobre aquel verano tan revuelto.
La dimisión del presidente Urrutia y la entrada en vigor de la Reforma Agraria
trajeron negros nubarrones sobre el país que no tardaron en descargar una tormenta
política de dimensiones bíblicas. Huber Matos, un significado dirigente de la lucha
contra Batista, se había negado a aceptar las expropiaciones forzosas que preveía el
nuevo texto legal para el agro cubano. Matos tampoco aceptaba la cada vez más
preponderante estela de Raúl Castro, que extendía ya sus tentáculos por las Fuerzas
Armadas. De todos era conocida la filiación comunista de Raúl y esto ni a Matos ni a
muchos de los rebeldes que habían hecho la guerra en la sierra les parecía ajustado al
objetivo de la revolución, que no era otro que devolver la democracia a Cuba.
Atrincherado en la lejana provincia de Camaguey Huber Matos plantó cara a
Fidel y a éste no le quedó más remedio que enviar a su mejor y más carismático
comandante, Camilo Cienfuegos, para que Matos depusiese su actitud. A finales de
octubre de 1959 Cienfuegos tomó una avioneta en La Habana. Horas después llegó a
Camaguey, habló con Matos en un tono conciliador y ese mismo día tomó el camino
de vuelta. Al poco de despegar la avioneta Cessna 310 bimotor desapareció. Nunca
fue encontrada. A bordo se encontraban el Comandante Cienfuegos y el piloto capitán
Fariñas.
Desde entonces mucho se ha especulado sobre la misteriosa muerte de Camilo,
muy apreciado por el pueblo y único, a juicio de muchos especialistas, capaz de hacer
sombra a Fidel. No es por apuntarse a teoría alguna de la conspiración, pero hay
algunas coincidencias que dan que pensar. El parte oficial cubano del Gobierno
revolucionario indicó que la desaparición de la avioneta se debió al mal tiempo que
había en la zona, sin embargo, si se consultan informes meteorológicos históricos es
fácil descubrir que en aquella tarde sobre Cuba no existía temporal alguno, todo lo
contrario: tiempo despejado, estable y vientos moderados.
Para enmarañar más el asunto días después el ayudante personal de Camilo,
Cristino Naranjo, fue asesinado en extrañas circunstancias en el campamento
Columbia de La Habana. Por si esto fuera poco, el último que tuvo contacto con la

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aeronave de Cienfuegos, el controlador de vuelo del aeródromo de Camaguey, se
suicidó de un disparo en la sien poco después del accidente. Demasiadas casualidades
para un simple accidente de aviación.
Tras la trágica muerte de Cienfuegos Huber Matos fue arrestado y llevado
inmediatamente a La Habana. Allí se le impuso un auténtico proceso a la moscovita
en el que Fidel intervino en persona. Como los argumentos que esgrimía el antiguo
comandante de la columna número 9 que había marchado sobre Santiago antes de la
victoria eran del todo razonables Fidel montó en cólera. Se plantó ante el tribunal y
sin complejos le dio a elegir entre Matos o él. Los magistrados como era de esperar se
decantaron por el Comandante en Jefe. Huber Matos fue condenado a veinte años de
cárcel y cumplió hasta el último día. Así era y es la justicia revolucionaria.
El trabajo en el Banco Nacional era ciertamente soporífero para Ernesto. Llegar a
las doce la mañana, poner los pies en la mesa y fumarse un puro mientras charlaba
con algún conmilitón de la sierra no bastaba para henchir sus anhelos de
revolucionario. Como demostración viva de ese viejo axioma que dice que el
aburrimiento es la mayor fuente de males del mundo, en noviembre de 1959 dio
comienzo una de las peores prácticas que ha consolidado la revolución cubana: la del
trabajo voluntario.
Acababa de morir Camilo Cienfuegos. Para honrar su memoria, Fidel y Raúl
decidieron construir una escuela que llevase su nombre. Ernesto recogió la idea con
gran entusiasmo. Cada domingo volaba hasta la otra punta de la isla, donde estaba
levantándose la Ciudad Escolar Camilo Cienfuegos, y arrimaba el hombro como uno
más en las labores de albañilería de la obra. Junto a él se reclutó a una tropa de
voluntarios de varias fábricas de calzado de la localidad de Manzanillo y unos
cuantos supervivientes del ejército de Batista.
En esto último la revolución cubana se aproximó hasta en las fechas con la
dictadura del general Franco en España. En la sierra de Guadarrama, no muy lejos de
Madrid, el Generalísimo mandó edificar un magnífico templo rematado por un
ciclópeo crucifijo que se inauguró ese mismo año de 1959 con el nombre de Valle de
los Caídos. La mano de obra se la obtuvo de los restos del ejército republicano
vencido. Los que trabajaron en el Valle de los Caídos, eso sí, cobraron un jornal.
Castro utilizó a las «ratas batistianas» para bregar también con cal y cemento
aunque sin ver un peso. La construcción de la escuela llegó a buen fin unos meses
después, pero dejó una triste herencia para la sociedad cubana. Desde aquel momento
el mal llamado «trabajo voluntario» supuso una auténtica pesadilla para muchos
cubanos. Ernesto lo amaba. Para él y su desvarío mental, ya muy avanzado por
entonces, era un modo de desarrollar la conciencia de los trabajadores y de conquistar
el socialismo.
Durante los fines de semana, momento estelar de esta suerte de esclavitud,
multitudes de cubanos que durante la semana laboral se dedicaban a otros menesteres
se encaminaban a los puertos, a los telares de las fábricas o a las plantaciones de

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azúcar. Su labor era dedicar la jornada del sábado y el domingo a cargar sacos en un
muelle, a cortar caña o a trabajar con las hiladoras de la industria textil. Hay gran
cantidad de fotografías de Ernesto Guevara aportando su granito de arena a ese
esfuerzo colectivo y no remunerado. En una de ellas, en la que el gobernador del
banco central posaba con un saco al hombro, contó el fotógrafo más adelante que
Guevara le dijo textualmente que una vez tomase la instantánea dejase la cámara y se
uniese a los demás en el tajo.
Este tipo de anécdotas son las que han hecho de Guevara ese personaje tan
popular y carismático entre los jóvenes izquierdistas de las últimas cuatro décadas.
Sin embargo no hay que rebuscar mucho en la historia del siglo XX para encontrarse
con otra figura histórica que adoraba este tipo de encuentros con la masa trabajadora.
Este no es otro que Benito Mussolini. En los años treinta, durante la famosa Batalla
del Grano, en la que el Duce trató, sin éxito por cierto, de conseguir que Italia fuese
autosuficiente en cereal, gustaba Don Benito de retratarse arremangado encima de un
tractor.
El trabajo voluntario, aparte de un disparate en tanto que suponía una reedición
del esclavismo ya abolido, fue un desastre en lo económico. Muchos cubanos no
terminaron nunca de entender por qué se alargaba de aquel modo su jornada laboral
ni por qué, a cambio de aquel trabajo, no recibían remuneración alguna. Las zafras de
azúcar no mejoraron con la incorporación de todos aquellos voluntarios forzosos, más
bien al contrario, a mediados de los sesenta Cuba producía menos azúcar que antes de
la revolución. En la zafra de 1970 se recurrió en masa al guevariano trabajo
voluntario para llegar a los diez millones de toneladas de producción y esa cifra no se
alcanzó ni empleando en la caña hasta los contables de los bancos. Un despropósito
más a añadir a los muchos de ese reino del sinsentido que siempre fue la Cuba de
Fidel Castro.
Los que hubiesen deseado dedicarse al trabajo voluntario eran entonces el
creciente número de disidentes que mes a mes iba cosechando la revolución.
Conforme en 1960 el régimen da el giro definitivo hacia el comunismo casi cualquier
voz discordante con el Gobierno comenzó a ser puesta ante pelotones de fusilamiento
o a buen recaudo en prisiones o, y esto fue una novedad auspiciada por Ernesto, en
campos de trabajos forzados hechos a imagen y semejanza de los gulags soviéticos o
los laogai chinos.
Todos los que el nuevo régimen considerase como sujetos peligrosos para la
sociedad fueron recluidos en una constelación de campos de internamiento que, en
pocos años, se extendió por toda la isla. El primero de ellos fue el de
Guanahacabibes. Ernesto se confesó desde los primeros momentos un apasionado
defensor de los nuevos métodos represivos. En una de las reuniones del Ministerio de
Industrias Guevara hablaba en estos términos del primer gulag cubano:

A Guanahacabibes se manda a la gente que no debe ir a la cárcel, la gente que ha cometido faltas a la
moral revolucionaria de mayor o menor grado con sanciones simultáneas de privación del puesto y en otros

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casos no de esas sanciones sino como un tipo de reeducación mediante el trabajo. Es trabajo duro, no trabajo
bestial, más bien las condiciones del trabajo son duras.

Faltar a la moral revolucionaria era, por ejemplo, ser homosexual. El argentino de


sonrisa melancólica, tal y como por entonces le definió Raúl Castro, no se llevó
nunca bien con los homosexuales. Ya en la sierra había gritado a los cuatro vientos
que no quería «putos» en su columna. Al llegar al poder y al calorcito de la
revolución pudo dar rienda suelta a una homofobia que pondría los pelos de punta al
más curtido luchador por los derechos de los gays en nuestros pecadores días.
Años después, en 1964, la recién creada Unidad Militar de Ayuda a la Producción
tomó como uno de sus cometidos primordiales la reeducación de los homosexuales.
En la Cuba castrista tales comportamientos no tenían cabida. Muchos fueron
despedidos de sus trabajos, especialmente los que estaban relacionados con el mundo
de la cultura, el cine y el espectáculo. Otros fueron reprendidos y ridiculizados
públicamente delante de sus compañeros de trabajo. En los campos se les forzaba a
reconocer sus «vicios» para evitar la prisión. En los campos donde fueron internados
muchos de los homosexuales disidentes con el nuevo régimen los guardias se
encargaron de colocar una visible «P» en sus uniformes. La «P» significaba pimpollo
o puto, según gustos. Otras señas individuales que, con el tiempo, se hicieron
incompatibles con la revolución fueron, por ejemplo, padecer el sida o ser católico. El
que llegaría en los años noventa a ser arzobispo de La Habana, Jaime Ortega, pasó
por los campos de concentración de la Unidad Militar de Ayuda a la Producción para
reeducarse en la verdadera fe liberadora, en la única en la que creía Ernesto Guevara:
el socialismo.

Unión Soviética mon amour


Los méritos sobrados que estaba haciendo Cuba en casi todos los ámbitos
llamaron de inmediato la atención de los vetustos líderes del Kremlin. Pero, en
octubre de 1959, la Unión Soviética no disponía de embajada en La Habana. Así que
Alexander Alexeiev, un funcionario del KGB, se dejó caer de incógnito por la capital
de Cuba. A los pocos días Ernesto le recibió en su despacho y le prometió que
arreglaría un encuentro informal con Fidel Castro. Al Comandante en Jefe la idea le
pareció estupenda y muy ajustada a sus previsiones sobre el futuro de Cuba que
pasaban más por Moscú que por Washington, más por el mausoleo de Stalin que por
el Memorial de Jefferson.
Alexeiev y Castro se entendieron a la perfección y quedaron en celebrar una
reunión a más alto nivel. Esta no se haría esperar. Unos meses después, en enero de
1960, aprovechando una feria industrial de la Unión Soviética en La Habana se
desplazó hasta ella su viceprimer ministro, Anastas Mikoyan. En principio el alto
mandatario soviético sólo acudió a La Habana a inaugurar la feria pero en su agenda

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llevaba una cita de mucha mayor importancia: reunirse en secreto con Fidel.
Eligieron para el encuentro una casita de pesca que Fidel tenía en la Laguna del
Tesoro, muy cerca de la más tarde popular Bahía de Cochinos. Los rusos habían
llegado cargados de buenas intenciones y con ganas de tantear hasta dónde estaba
dispuesto a llegar Castro. Su hombre sin embargo era Ernesto. Como muestra de
respeto le habían traído un regalo muy especial: un buen par de pistolas de precisión
que hicieron las delicias del argentino. A Raúl Castro le tocó un bonito juego de
ajedrez. Los soviéticos se habían informado previamente de cuáles eran los gustos de
los dos cubanos pro comunistas y, efectivamente, eran esos mismos. A uno le gustaba
jugar al ajedrez y a nuestro héroe disparar. Sigo preguntándome por qué con esas
aficiones declaradas su imagen continua siendo uno de los emblemas de los pacifistas
de todo occidente.
En la reunión de Laguna del Tesoro Fidel y Guevara consiguieron sacar al
desconfiado Mikoyan cien millones de dólares de anticipo para emprender el giro
decisivo. No era mucho, pero el soviético aseguró que si las cosas iban en Cuba por
el camino adecuado la ayuda de Moscú crecería de modo considerable. La reunión de
Fidel con Mikoyan se mantuvo en un relativo secreto, pero las relaciones de éste
último con otros miembros del régimen no se ocultaron en ningún momento.
En un discurso a los trabajadores de la industria textil el siete de febrero Ernesto
se disculpaba por no poder asistir a todo el acto debido a que […] tengo un
compromiso previo con el señor Anastas Mikoyan, en cuya casa tendré el honor de
almorzar hoy en compañía de algunos Ministros del Gobierno.
Desde su puesto de director del Banco Nacional de Cuba tenía Ernesto que
tramitar una de las rutinas financieras de las que dependía la buena salud del
entramado económico nacional. Cuba carecía de yacimientos petrolíferos, por lo que
se veía en la necesidad de importar todo el crudo que consumía. Las encargadas de
hacerlo eran las compañías petroleras norteamericanas que, tras traerlo de Venezuela
y distribuirlo en Cuba en pesos, procedían a efectuar el cambio en el Banco Nacional
para atender a los pagos en dólares a los proveedores venezolanos.
Esto a Guevara le parecía intolerable de modo que dejó correr los meses sin
efectuar los pagos a las compañías que mantenían el mercado cubano debidamente
surtido de petróleo y sus derivados. Los presidentes de Texaco y Esso empezaron a
impacientarse por la tardanza en las liquidaciones por lo que exigieron a Guevara una
solución. Ernesto se lo pensó unos días y contestó al representante de las petroleras
que bien, que estaba dispuesto a pagar, pero a cambio de que las refinerías comprasen
y procesasen petróleo soviético.
Los norteamericanos, es decir, las empresas, se negaron en redondo a aceptar las
órdenes despóticas de un Gobierno que, además, era extranjero. Una compañía
privada es, o al menos debe ser, soberana para aprovisionarse de materia prima allá
donde considere adecuado debieron pensar los ingenuos presidentes de Texaco y
Esso. Castro amenazó en su estilo habitual de matón barriobajero y dio un ultimátum

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a los petroleros norteamericanos para que cambiasen de opinión. No lo hicieron y
Fidel expropió el 29 de junio de 1960 todas las refinerías de la isla, es decir,
nacionalizó el refino de petróleo.
La situación se había caldeado mucho durante los meses precedentes,
especialmente desde la aplicación de la Reforma Agraria y la confiscación de las
grandes fincas de las multinacionales gringas como United Fruit o King Ranch. La
paciencia de Washington se agotó en ese momento. Como medida de castigo la Casa
Blanca canceló la cuota de azúcar que anualmente adquiría en Cuba. Una medida del
todo justificada dado el trato que estaban recibiendo los inversores y el capital
norteamericano en la isla.
La situación bien podríamos traerla al presente. Imaginemos por un momento que
el Gobierno de México decide de manera unilateral confiscar por la fuerza el
patrimonio en aquel país de compañías españolas como Telefónica, Santander o
BBVA. La reacción de Madrid habría de pasar necesariamente por algún tipo de
sanción para al menos dar la cara ante los afligidos inversores nacionales.
En esta crisis del verano de 1960 es donde nace el conflicto entre Cuba y los
Estados Unidos. Y, como vemos, no fue provocado por los segundos que esperaron
hasta que la situación se había tornado insostenible para intervenir. No hace falta
remarcar que las expropiaciones vinieron acompañadas en 1960 de la implantación
fáctica de la dictadura. Acto seguido se cerraron los periódicos, se yuguló la libertad
de expresión y asociación, se crearon los Comités de Defensa de la Revolución, los
tristemente célebres CDR, y se purgó a fondo la universidad para someterla a una
rígida disciplina castrista. La libertad económica, y lo vemos una vez más, va
irremisiblemente unida a la libertad política. Si una desaparece la otra también.
El fin de la cuota americana de azúcar vino de perlas a los dirigentes cubanos. Ya
podían llamar a Moscú lloriqueando con el cuento de que los yanquis malos habían
dejado de comprarles azúcar. Jruschov no se lo podía creer. En un abrir y cerrar de
ojos, sin necesidad de disparar una sola bala ni de malquistarse con nadie, había
conseguido hacerse con un país entero a poco más de cien kilómetros de las costas de
Florida. Al día siguiente el premier soviético anunció que se haría cargo de la cuota
americana íntegra. El verde caimán al que Ernesto hacía referencia en el Canto a
Fidel que había compuesto en México años atrás había degenerado en una lagartija
roja.
Pasado el verano las posiciones estaban ya más que definidas. Sólo faltaba ir
cerrando acuerdos, pero para ello algún capitoste de La Habana tenía que visitar los
países del socialismo real que se encontraban al otro lado del telón de acero. El
elegido fue, como no, Ernesto Guevara de la Serna, el comunista por excelencia del
Gobierno cubano, su embajador de «buena voluntad», su rutilante estrella porteña que
copaba las portadas de las revistas internacionales.
A finales de octubre dejó el banco y tomó un avión que lo llevaría en una primera
escala a Praga, en Checoslovaquia. La estancia en la capital checa fue muy fructífera,

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sacó al Gobierno checo un crédito de veinte millones de dólares y varios acuerdos
menores para la instalación en Cuba de industrias checoslovacas. Con una sonrisa y
un purito para celebrarlo se dirigió a la patria del socialismo. Aterrizó en Moscú el 22
de octubre de 1960 ya en pleno otoño europeo y con los termómetros por los suelos.
En Moscú los soviéticos le trataron a cuerpo de rey y se encargaron que en sus
dos semanas largas de estancia no le faltase de nada. Le llevaron de turismo por la
capital, visitó el metro, la casa y el mausoleo de Lenin, un Sovjoz y varias fábricas.
La anécdota vino cuando el ingenuo guerrillero quiso hacer una ofrenda floral en la
tumba de Stalin. El embajador cubano le recomendó encarecidamente que no lo
hiciese porque la figura del padrecito estaba siendo fuertemente cuestionada por el
PCUS, máxime cuando era el propio Jruschov quien estaba a la cabeza de la revisión
del estalinismo dentro de la URSS. Eso a Guevara le dio igual, insistió en dejar flores
al Padrecito de los Pueblos y se las dejó.
Un año más tarde el Gobierno soviético desmanteló el mausoleo de Stalin por
considerarlo inapropiado. Como puede verse, muy oportuno el Che. La estancia en
Moscú coincidió con la celebración del Congreso de los ochenta y un partidos
comunistas de todo el mundo. Fue un congreso muy agitado pues por aquel entonces
rusos y chinos se tiraban los trastos a la cabeza. Ernesto no fue invitado al mismo
aunque durante su celebración se permitió decir que comulgaba punto por punto con
el comunicado final. Quizá es que no tuvo la ocasión de hablar con el albanés Enver
Hoxha que abandonó la reunión de muy malas maneras dando un sonoro portazo.
El cometido principal del viaje era, no obstante, garantizar la compra de la
cosecha de azúcar de 1961. Jruschov había sido demasiado generoso meses antes
asegurando que su país se haría cargo de los tres millones de toneladas de azúcar que
absorbía el mercado estadounidense. Era demasiado para la URSS que, por otra parte,
ya era el principal productor mundial de azúcar. El premier soviético consideró que lo
propio era que todos los países del bloque contribuyesen al esfuerzo. Al final entre
soviéticos, chinos, alemanes, vietnamitas y hasta mongoles llegaron a un acuerdo
para quedarse con el azúcar que los Estados Unidos habían decidido dejar de
comprar.
El episodio que llenó a Ernesto de mayor orgullo patrio y personal fue el de
figurar junto a las autoridades en la tribuna de la plaza roja moscovita el día del
desfile conmemorativo de la revolución de Octubre. Junto a él se alinearon en aquella
ocasión tal plantel de dictadores que sólo enumerarlos pone los pelos de punta a
cualquiera. El soviético Nikita Jruschov, el polaco Vladislav Gomulka, el vietnamita
Ho Chi Minh y el chino Liu Shaoqi, que terminaría sus días perseguido por la
Guardia Roja acusado de contrarrevolucionario. Ese era el ambiente donde se
encontraba a gusto nuestro aguerrido guerrillero. Entre déspotas de todas partes del
mundo. Más tarde recordaría ese momento estelar con estas palabras:

Además tuvieron la gentileza —algo que yo, personalmente, no olvidaré nunca— de invitarme, como Jefe
de la Delegación Cubana, a estar en el Presidium del desfile el 7 de noviembre, un lugar donde solamente

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estaban presentes los Jefes de Estado de los países socialistas y los miembros del Presidium del Soviet
Supremo. […] Quizá ese sea uno de los momentos más emocionantes de nuestro viaje.

Entre las arduas negociaciones del azúcar y la asistencia al desfile junto a los
Señores del Gulag Ernesto debió terminar agotado. Por suerte sus anfitriones tenían
un programa de entretenimientos turísticos reservado para él y su comitiva. Tras las
importantísimas reuniones en Moscú se dirigió, o mejor dicho, le dirigieron a
Leningrado para visitar el Aurora y el museo del Hermitage. De allí a Stalingrado
para visitar el solar de la batalla al que la URSS debía su supervivencia. Todo muy
turístico, todo muy apañado para que Ernesto al volver a Cuba hablase de los países
socialistas, y en particular de la Unión Soviética, como una tierra de promisión espejo
en la que habrían de mirarse. En la comparecencia televisiva que sucedió al final de
su viaje hablaba en estos términos del olimpo socialista:

Y, además, la fuerza, la tasa de desarrollo económico tan grande, la pujanza que demuestran, el desarrollo
de todas las fuerzas del pueblo, nos hacen a nosotros estar convencidos de que el porvenir es definitivamente
de todos los países que luchan, como ellos, por la paz del mundo y por la justicia, distribuida entre todos los
seres humanos.

Tuvo suerte Guevara en que en 1989 no se le viniese el Muro de Berlín encima.


No se yo si hubiese sido capaz de superarlo.
Al periplo por la tierra de los zares rojos le siguió un viaje a China. En Pekín le
estaban esperando con la escopeta cargada y muy buenos modales. La escopeta por
haber apoyado, al menos de boquilla, el comunicado del congreso de partidos
comunistas en Moscú. Y los modales por el compromiso firme de Zhou Enlai de
comprar un millón de toneladas de azúcar. Ernesto se congratulaba de saber que los
chinos consumían muy poca azúcar y eso, en su ignorancia supina, le llevó a pensar
que la China sería el gran cliente de Cuba para la cuestión del azúcar.
Desconocía el despistado argentino que en la China Popular no es que no se
consumiese azúcar, es que no se consumía de nada. El país estaba todavía inmerso en
los trágicos efectos del Gran Salto Adelante, la mayor hambruna de la historia de la
humanidad, alentada y patrocinada por su líder máximo Mao Zedong. Mientras
Ernesto Guevara trasteaba con Mao Zedong, Zhou Enlai y otros dirigentes del partido
comunista en China morían literalmente de hambre más de cuarenta millones de
personas. Los campesinos vagaban famélicos por todo el país expuestos a caer
muertos en cualquier cuneta o a perecer víctimas de las metralletas de los soldados
encargados de mantener una paz social imposible, pero que una represión brutal hizo
efectiva. En algunas provincias como la de Henan se dieron numerosos casos de
canibalismo a través de permutas en las que se comerciaba con niños para
comérselos. Ernesto, zascandileando de recepción en recepción no se apercibió de la
tragedia del pueblo chino, muy al contrario, al volver a Cuba se permitió transmitir a
los cubanos esta idílica a la vez que falsa imagen de China:
… no se ve absolutamente ninguno de los síntomas de miseria que se ven en otros países del Asia que hemos

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tenido oportunidad de recorrer; incluso mucho más desarrollados, como el mismo Japón. Y se ve a todo el
mundo comiendo, todo el mundo vestido —vestido uniformemente, es cierto, pero todo el mundo
correctamente vestido—, todo el mundo con trabajo y un espíritu extraordinario.

Si no fuese porque detrás de esta vacua y alucinada palabrería había cuarenta y


tres millones de tumbas, es decir, una cifra parecida a la de toda la población
argentina en la actualidad, las observaciones del Che Guevara no moverían más que a
una desdeñosa sonrisa.
Estando en la prodigiosa —en famélicos lo era— China comunista nació la
primera hija de Ernesto con Aleida. La madre la parió a solas en La Habana y
convino en llamarla Aleida, como su madre. Ernesto no anticipó su regreso, ni
siquiera lo interrumpió unos días para estar junto a su esposa en aquellos momentos.
Recibió la noticia, sonrió y se preparó para el siguiente salto en su viaje. Desde Pekín
se dirigió a Pionyang, capital de Corea del Norte. Este país le agradó en extremo muy
a pesar de ser una de las más férreas y genocidas dictaduras de cuántas ha parido el
socialismo. Para el Che Kim Il Sung no era un infame autócrata que tenía a veinte
millones de norcoreanos encerrados en su país a cal y canto, sino un «dirigente
extraordinario» artífice de una increíble prosperidad.
En el mes de diciembre y con el deber cumplido en los avanzadísimos y
famélicos países del Asia comunista la comitiva del Che voló de regreso a Europa.
Hizo una breve parada en Berlín, en la parte oriental naturalmente, y mantuvo sus
últimas reuniones para encontrar compradores del dichoso azúcar cubano. Los
alemanes se comprometieron a adquirir una parte de la dulce mercancía que les
ofrecía Ernesto a buen precio de revolucionario. Por buen precio se entiende pagar
mucho más de lo que costaba el azúcar en el mercado internacional. En Alemania del
este, exactamente en Leipzig, conoció a Tamara Bunke Bider, una joven argentina de
origen alemán muy agraciada y que, según parece, a Ernesto le gustó bastante.
El gusto se ve que fue correspondido. La germano-argentina definiría al Che del
siguiente modo:
[…] Del Che me saltaron a la vista, lo primero, tres cosas: tomaba océanos de
mate, olía a testosterona y era arrebatadoramente buen mozo, interesante y hasta
bello. Al verlo comprendí porque tantas mujeres eran cautivadas por él al verlo…
[…]
No hay en el breve retrato que le hace alemana lugar a equívocos. Tamara
terminaría sus días junto al Che en la guerrilla de Bolivia, pero bajo otro nombre:
Tania, que es como esta mujer ha pasado a la historia. La estancia en la ciudad que
estaba a punto de levantar el muro de la vergüenza, el mismo que mantendría treinta
años a los alemanes separados, fue corta pero placentera. Los alemanes orientales
eran un modelo de eficiencia y buena gestión en el bloque comunista. La meta de
cualquiera de las naciones satélites de Moscú era parecerse a Alemania, es decir,
proporcionar a sus ciudadanos un automóvil Trabant y vacaciones en el mar Negro
cada cinco años. Todo, naturalmente, bajo la atenta mirada de los agentes de la Stasi.

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En muy poco se quedaba el paraíso socialista a fuerza de rascar levemente sobre la
superficie de las heroicas repúblicas populares.
El regreso a Cuba se produjo a finales de aquel portentoso 1960. Días más tarde
compareció ante los cubanos por televisión para dar parte de su larguísimo periplo
por los países donde el ser humano se había reencontrado consigo mismo. Días antes,
y para emular los magníficos desfiles que el premier soviético daba en la Plaza Roja,
Fidel Castro convocó a la multitud para que presenciase el recién adquirido poderío
bélico de la rozagante revolución cubana. Aparte de una la colección de barbas de
rigor en aquel desfile se vio artillería pesada de la buena, de la que se hacía al otro
lado del Telón de Acero, para que el vecino del norte tuviese claro quien mandaba en
Cuba.
Por si el saliente Eisenhower no se daba por aludido Castro se encargó de
hacérselo saber a través de un comunicado consular en que exigía que el personal de
la embajada norteamericana quedase reducido a dieciocho miembros contando, claro
está, el de embajador. Eisenhower, que dejaba la presidencia en manos del joven John
Fitzgerald Kennedy ese mismo mes, actuó con presteza. Rompió inmediatamente las
relaciones diplomáticas con la Cuba de Fidel y retiró a su embajador de La Habana.
Ike no sabía cuán grande iba a ser el error. Eso mismo es lo que Castro buscaba con
ansiedad. Una excusa para materializar el conflicto. Desde ese momento quedaría
para la historia que fueron los estadounidenses quienes retiraron su cuerpo
diplomático de Cuba. Razones, como hemos visto, sobraban a la Casa Blanca para
tomar semejante medida.
Ernesto no tuvo gran cosa que ver en el abandono del embajador norteamericano,
pero el hecho mismo de ver como se alejaba de la isla le alegró en lo más profundo.
Los primeros meses de 1961 fueron más de lo mismo. Despacho en el banco, cigarros
con los amigos en torno a una buena charla y la preparación de su obra cumbre, de la
biblia del guevarismo. En aquellas primeras semanas de año Ernesto dio los últimos
retoques a «La Guerra de Guerrillas» y lo dejó listo para la eternidad.
El libro en cuestión, que ha tenido infinidad de ediciones en varias lenguas, no
pasa de manualillo para llevar en la mochila. Fino, muy fino y con capítulos muy
cortos para ser engullidos con facilidad por los lectores ávidos de enseñanzas
revolucionarias. Así es «La Guerra de Guerrillas», un libro tan delgado como las
ideas que contiene. Nada del otro mundo de no ser por la cantidad de vidas de
jóvenes hispanoamericanos que se ha llevado por delante.
Desde su publicación a principios de la década de los sesenta hasta la actualidad
se cuentan por miles los que, tras quedar tocados por su lectura, se echaron al monte a
conquistar la utopía. Eso, podría argumentarse, Ernesto no lo sabía y por lo tanto no
podemos hacerle responsable de la ulterior sangría que ha ocasionado su manual del
buen guerrillero. Pero Adolf Hitler cuando dictó «Mein Kampf» en la prisión no
podía tampoco ni imaginar que su delirante texto se convertiría en libro sagrado de
todos los alemanes en el decurso de unos pocos años. Eso, obviamente, no le exculpa.

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«La Guerra de Guerrillas» supone la plasmación en papel de la experiencia
guerrillera del Che en Cuba. Especula sobre la figura del guerrillero modelo, sobre las
tácticas y estrategias de la guerrilla perfecta, e incluso se aventura a organizar la vida
de los rebeldes. Entre sus páginas pueden encontrarse perlas como las dedicadas al
papel de la mujer en la guerrilla. En esto se mostró muy abierto al tolerar que las
féminas integrasen la vanguardia armada para, acto seguido, devolverlas a su sitio
como fabulosas cocineras o tiernas enfermeras:

La cocinera puede mejorar mucho la alimentación y, además de esto, es más fácil mantenerla en su tarea
doméstica, pues uno de los problemas que se confrontan en las guerrillas es que todos los trabajos de índole
civil son despreciados por los mismos que los hacen. […] En la sanidad, la mujer presta un papel importante
como enfermera, incluso médico, con ternura infinitamente superior a la del rudo compañero de armas.

Olvidó el bienintencionado comandante una labor también apropiada para las


mujeres insurgentes. La de secretaria de los comandantes. Aleida March, se quedó en
el Escambray con él a título de eso mismo y a ambos les fue de perlas. Respecto a los
matrimonios Guevara no se quedaba corto sino que anticipaba la moderna corriente
de las parejas de hecho.
… debe permitirse, con el simple requisito de la Ley de la Guerrilla, que las personas sin compromisos, que se
quieran mutuamente, contraigan nupcias en la sierra y hagan vida marital.

La obra fue dedicada con sincero sentimiento a Camilo Cienfuegos, el malogrado


amigo de Ernesto que dejó su vida en las alturas, pero no faltan detalles y guiños
cómplices al verdadero líder, a Fidel Castro.

Fidel Castro resume en sí las altas condiciones del combatiente y el estadista, y a su visión se debe nuestro
viaje, nuestra lucha y nuestro triunfo.

De su ascenso y caída como ministro de Industrias


La vida del Che en Cuba volvía a ser tan aburrida como antes del viaje.
Definitivamente no había nacido para banquero, no era hombre de covachuela
administrativa. Había en la república gente más preparada que él y, por si esto fuera
poco, un alto destino le tenía reservado el camarada Fidel. Nada menos que un
ministerio, la cumbre misma del poder. Cierto es que el ministerio tuvieron que
inventárselo. Fue algo hecho a la medida del Che, quizá porque ya no sabían qué
hacer con él y como banquero no servía. La cartera de Industrias no existió en Cuba
hasta febrero de 1961, cuando Castro se la sacó de la manga transformando la sección
industrial del INRA en todo un ministerio.
La nueva senda por la que iba a discurrir la economía cubana se merecía una
cartera exclusiva con dedicación a tiempo completo. Los planes para industrializar el
país eran ambiciosos. En opinión de Ernesto Cuba podía en pocos años llegar a ser

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toda una potencia industrial que no dependiese del azúcar. Su obsesión pasaba por la
metalurgia, muy en la línea de otros ilustres comunistas como Mao Zedong, que
veían en la producción de acero la quintaesencia del desarrollo. Deseaba hacer una
completa revolución económica en la mayor isla del Caribe. Esa revolución vendría
indefectiblemente acompañada del Estado y de las bondades de la planificación yen
un lapso de tiempo irrisorio sacaría a Cuba del atraso secular en el que, primero los
españoles y después los yanquis, la habían sumido.
Todo muy bonito hasta que se miran los números. La Cuba de 1959 no era un país
atrasado. Veamos algunos datos que a más de uno le harán reflexionar.
En el Atlas de Economía Mundial de Ginsburg publicado en aquella época Cuba
aparecía en el lugar número veintidós en cuanto prosperidad de un total de 122
países. La renta per cápita del cubano medio era en 1959 similar a la del italiano
medio pero con una pequeña diferencia: en 1959 había doce mil solicitudes de
ciudadanos italianos que querían emigrar a Cuba mientras que no consta que existiese
ningún cubano que quisiese hacer el viaje a la inversa.
Pero por si esto no bastase buceemos más a fondo. El cubano era en 1959 el tercer
consumidor de carne de América. Los cubanos disfrutaban, además de un receptor de
radio por cada cinco habitantes —una barbaridad para la época— y de 28 televisores
por cada mil habitantes, cifra nada despreciable teniendo en cuenta que la televisión
comercial se inauguró en Cuba en 1950, seis años antes que en España. Cuba era el
tercer país de América en cantidad de automóviles, unos 270 000, y era el país
americano con mayor densidad de líneas férreas, incluso mayor que los Estados
Unidos.
Los cubanos eran además los hispanoamericanos que más electricidad consumían,
prueba inequívoca del bienestar general en el que vivía la isla. Respecto a la
industria, ese presunto vacío que pretendía Guevara llenar con su agresiva política
estatal, Cuba tenía en 1958 siete plantas envasadoras de leche, noventa fábricas
textiles, veintiséis factorías de queso, una planta de fabricación de cables eléctricos
de cobre, cinco elaboradoras industriales de cerveza, once plantas curtidoras de pieles
y tres fábricas de cemento. La industria conservera no le iba a la zaga. Cuba disponía
al triunfar la revolución de diez plantas que enlataban pescado y 160 fábricas de
conservas tales como tomates, frutas, carne, etc.
Muchos podrán decir que bien, que estos datos son ciertos, pero que el cubano no
disponía de sanidad ni de acceso a la educación. Nada más lejos de la realidad. Los
grandes logros de la revolución, es decir, la sanidad y la educación no son tales. En
1958 había en Cuba ocho universidades públicas, tres privadas y multitud de escuelas
profesionales repartidas por el país. Por si el lector sigue desconfiando ahí va un dato
definitivo: en 1958 Cuba contaba con cincuenta y ocho periódicos diarios y 126
revistas semanales, entre ellas la famosa revista Bohemia, la más veterana de
América. ¿Cómo puede un país presuntamente lleno de analfabetos mantener tantas
publicaciones saliendo regularmente?

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En lo que respecta a la sanidad, en 1958 había en Cuba un médico por cada 980
habitantes y un dentista por cada 2900 habitantes. Es decir, mayor proporción que en
los mismísimos Estados Unidos de América. Todos estos datos son perfectamente
verificables en anuarios de la época y contrastables con los pocos cubanos que aun
quedan vivos y que recuerdan la Cuba anterior al castrismo.
La Cuba de entonces, de 1958, no era ni mucho menos un paraíso en la tierra pero
si que constituía la República más prometedora al sur del Río Grande. Si Castro y sus
guerrilleros no hubiesen hurtado a los cubanos la posibilidad de pasar de una
dictadura a una democracia estable y representativa, hoy Cuba sería con casi toda
probabilidad uno de los países más prósperos del mundo.
Esta fue el país que se encontró Castro y este fue el panorama económico al que
Ernesto tuvo que enfrentarse nada más tomar posesión de la cartera de Industrias. Del
mismo modo que gracias a Fidel Cuba pasó de tener cincuenta y ocho periódicos a
uno, el Granma, Guevara se encargó de que la industria cubana no sólo no creciese
sino que la que había sucumbiera al despropósito revolucionario.
La rutina en el Ministerio de Industrias vino a ser la misma —o muy parecida— a
la del Banco Nacional. Con una pequeña y agradable diferencia. El cargo le permitía
enredar más. A juicio del que durante tres años fue viceministro de Industrias,
Orlando Borrego, la jornada de Ernesto era cualquier cosa menos tediosa. En una
entrevista concedida a uno de los más conspicuos panegiristas del Che en el año 2002
Borrego hablaba en estos términos de las costumbres laborales en el ministerio donde
Guevara sentaba sus reales:
… su jornada de trabajo culminaba con frecuencia a las tres de la madrugada. […] Esa jornada de trabajo se
repetía de lunes a viernes; el sábado se trabajaba todo el día y, sistemáticamente, los domingos realizábamos
trabajo físico en la agricultura o en algunas industrias.

Una entrega total y absoluta al trabajo según puede deducirse de la orgullosa


declaración de Orlando que, como buen revolucionario, secundaba con entusiasmo a
su jefe. Y es que, en la agenda de Ernesto Guevara, muy por encima de industrializar
Cuba o elevar el nivel de vida de sus ciudadanos, estaba la obsesión de crear un
hombre nuevo, un ser humano hecho para servir al Estado. Convencido íntimamente
de que solo con la voluntad el socialismo podía cambiar el mundo, ¿por qué no ir un
poco más allá y cambiar de paso al hombre?
A China tal experimento le costó decenas de millones de muertos. Con el Che
Guevara como padre espiritual de la Revolución Cuba hubiera ido por el mismo
camino. El objetivo predilecto de sus ensoñaciones era la infancia, la «arcilla
maleable de la sociedad» que dijo en alguna ocasión, sobre la que podía aplicarse
íntegro y sin mácula el ideario guevarista del nuevo hombre. No es casual que todavía
en nuestros días a los jovencitos cubanos, los llamados Pioneros, el régimen les hace
repetir la consigna «Seremos como el Che» en recuerdo de aquellos años de entrega
voluntaria a la causa del Leviatán estatal.

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Odio eterno a los Estados Unidos
La situación internacional se complicó poco tiempo después de que Ernesto
pusiese sus botas encima de la mesa del despacho del ministerio. A finales de enero
había tomado posesión de la presidencia de los Estados Unidos John Fitzgerald
Kennedy, un joven de Nueva Inglaterra, hijo de una acaudalada familia vencedor
inesperado de las elecciones de 1960, en las que se midió contra el vicepresidente
Richard Nixon. Era el primer católico en ocupar el despacho oval, además era guapo,
moderno y el preferido de la sección de sociedad de los diarios. Como parte de la
herencia recibida de la administración republicana Kennedy recibió el ya entonces
famoso «Problema Cubano».
Las relaciones, aunque no rotas del todo, estaban ya muy deterioradas. Estados
Unidos ya no tenía embajador en La Habana. Cuba, por su parte, se aproximaba a la
Unión Soviética. La CIA, que se acababa de instalar en su nueva sede de Langley
(Virginia), ideó un plan maestro para terminar con la vida de Castro y poner así punto
final al problema. Los espías norteamericanos bautizaron el plan con el nombre clave
de «Plan Mangosta», en sentido homenaje a los animalitos que los indios utilizan en
los manglares para combatir a las cobras.
El plan no funcionó. La chapuza de los agentes de la CIA se han conocido con
posterioridad, conforme se han ido desclasificando documentos. No escatimaron en
medios ni en ideas descabelladas: trataron de envenenar los puros habanos —que
Castro se fumaba a pares en aquella época— y hasta tuvieron la feliz idea, nunca
llevada a cabo, de drogar a Fidel para que acto seguido saliese por televisión
desvariando y que de este modo el pueblo le perdiese el respeto.
Dejando a un lado el peliculero Plan Mangosta, cuya intención era acabar con la
vida del Comandante en Jefe, a los lumbreras del Pentágono se les ocurrió auspiciar
una expedición militar que desestabilizase el régimen y provocase su caída. Pero
como los Estados Unidos no estaban en guerra con Cuba y no podían invadirla a
placer sin exponerse a un serio conflicto diplomático, pensaron que lo mejor era
reclutar cubanos en el exilio, entrenarlos, armarlos y facilitarles el transporte hasta
Cuba, donde ya se las apañarían ellos para montar una guerrilla.
A lo largo de 1960 los disidentes fueron en aumento, tanto en el exterior —
concentrados en la ciudad de Miami— como en el interior de la isla. En Cuba
reaparecieron guerrillas en la sierra del Escambray. Entre los nuevos guerrilleros
había cubanos de todas las sensibilidades políticas a los que unía la convicción de que
Fidel Castro era un traidor. En lugar de traer la democracia prometida, había
implantando una dictadura encarnada en él mismo y en sus conmilitones de la sierra.
Fidel, conocedor del peligro que algo así entrañaba, encargó a su hermano Raúl
que reprimiese de manera ejemplarizante los focos aparecidos en el Escambray. No
hubo piedad para los rebeldes. Y ahí va un ejemplo. El que fue ministro de
agricultura con Castro en 1959, Humberto Sori Marín, trató de crear un foco de

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insurrección armada en la sierra. Al poco fue apresado y fusilado de inmediato. Junto
a él caerían prácticamente todos.
Estos focos guerrilleros del Escambray hicieron creer a los norteamericanos que
un desembarco bien organizado y aprovisionado tendría posibilidades de éxito. La
CIA reclutó y entrenó a un puñado de cubanos exiliados para que formasen parte del
contingente de choque, de la cabeza de playa que serviría de espoleta. Castro se olía
algo en La Habana. Estaba bien informado por los agentes que había infiltrado en el
Escambray y en el exilio de Miami. No tenía ni idea de dónde iba a producirse el
desembarco, ni con cuántos efectivos habría de combatir su ejército, pero tenía bien
claro que ese misma primavera de 1961 se lo iba a jugar todo en alguna playa de la
isla.
Astuto y prevenido como siempre fue, a mediados de mes decretó la movilización
general. El país quedaría dividido en tres regiones militares para la defensa: Raúl
Castro en Oriente, Juan Almeida en el centro y Ernesto Guevara en Pinar del Río, en
el extremo occidental de la isla. A su vez puso en pie de guerra a las fuerzas armadas
revolucionarias y reclutó a cientos de miles de milicianos para que complementasen
la labor del ejército regular.
Tras unos días de angustiosa espera al final se produjo la esperada invasión. Los
estrategas norteamericanos eligieron la Bahía de Cochinos, una ensenada larga y
estrecha en la costa sur de la isla, lejos de zonas habitadas pero con la carretera
principal a mano. Allí desembarcaría la llamada Brigada 2506. El plan era tomar las
playas y penetrar hacia el interior y hacerse fuertes tras la Ciénaga de Zapata, que les
protegería de la más que previsible embestida de las fuerzas castristas. Una vez
ganada la cabeza de playa un Gobierno provisional formado por exiliados de Miami
solicitaría formalmente la ayuda de los Estados Unidos que correrían solícitos a
prestársela.
A partir de aquí todo fue un despropósito detrás de otro. Los 1500
expedicionarios partieron en barco desde Puerto Cabezas, en Nicaragua, y llegaron a
la isla en la madrugada del 17 de abril vieron desamparados por los que habían
patrocinado la expedición. Kennedy se había echado para atrás. La exigua pero
efectiva aviación cubana se cebó con los expedicionarios. En el plan de la CIA
figuraba un ataque aéreo sobre los aeródromos militares de Castro para inutilizar su
aviación, pero el presidente no dio la orden de ataque.
Los 1500 brigadistas quedaron a expensas del ejército y los milicianos de Fidel.
Un completo desastre y uno de los descalabros más notables de la historia de la
Agencia de Inteligencia militar estadounidense, de la temida y vilipendiada CIA. La
cadena de errores fue continua. Se escogió un lugar pésimo para desembarcar, no se
acabó con la fuerza aérea de Castro y, una vez los brigadistas se habían internado en
la playa, no se les dio cobertura alguna. Muchos han querido buscar en Kennedy al
responsable del desaguisado. Y parte de razón no les falta. Arthur Schlesinger, que
fue asesor del presidente en esa época, apuntaba en un artículo publicado en 2001 en

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un diario español:

(Kennedy) Quiso bajar el nivel de ruido del proyecto de la CIA para esconder la mano de los Estados
Unidos y reducir la invasión a algo que los exiliados podían haber emprendido por su cuenta. […] Kennedy
también estipuló que no iba a consentir el uso de fuerzas norteamericanas si la invasión fracasaba.

Los miembros de la Brigada 2506 que no fueron abatidos durante la refriega


engrosaron la nutrida lista de detenidos. Exactamente 1189. Fidel no los fusiló, hizo
algo más propio de un personaje de su talla moral: los vendió a los Estados Unidos
por cincuenta y dos millones de dólares. Aquí la administración norteamericana pudo
enmendar en parte la felonía y pagó religiosamente.
El episodio bélico de Bahía de Cochinos, o Playa Girón tal y como se conoce en
Cuba, es junto al desembarco del Granma y la batalla de Santa Clara uno de los
magnos y celebradísimos acontecimientos de la Cuba revolucionaria. Se han escrito
infinidad de libros y artículos, se han dado conferencias, se ha repetido en mítines,
asambleas y congresos… Playa Girón es para el gobierno de Fidel lo que Stalingrado
fue para el de Stalin. Lo que los entusiastas de la gesta bélica por antonomasia del
castrismo suelen olvidar es que si Castro y los expedicionarios del Granma se
hubiesen encontrado en diciembre de 1956 con semejante dispositivo en la playa de
Oriente donde desembarcaron otra suerte muy distinta habrían corrido.
El papel de Ernesto en Playa Girón fue nulo. Como responsable de la región de
Pinar del Río organizó las milicias por si los yanquis asomaban por allí y se
concentró en preparar un buen discurso, que siempre fue su verdadera especialidad.
El día quince de abril, poco antes de la incursión de la Brigada 2506, arengó a su
tropa en un tono encendido en que llamó a Kennedy de todo menos guapo.

Estamos frente al eco trágico de la guerra, los nuevos fascistas los nuevos nazis del mundo, desencadenan
otra vez agresiones contra países indefensos…[…]…pero no tienen ni siquiera la trágica grandeza de aquellos
generales alemanes que hundieron en el holocausto más grande que conoce la humanidad a toda Europa y que
se hundieron ellos, en un final apocalíptico. Esos nuevos nazis cobardes, felones y mentirosos, dicen hace tres
días por boca del más cobarde, el más felonio, el más mentiroso de todos ellos…[…] Ese es el señor Kennedy
que dice que es católico, esa es la bestia analfabeta que dice que va a liberar al mundo del oprobio comunista.

Industrializando la ruina
La nueva administración demócrata ni se inmutó tras el fiasco de Bahía Cochinos,
y tanto porque se hubiese olvidado del problema que suponía tener a un centenar de
kilómetros de la Florida a los amigos de la URSS, sino porque Kennedy prefirió
cambiar de estrategia. Nada de confrontaciones como en los tiempos de Eisenhower,
nada de milicias pagadas y armadas por la CIA. Eso, a juicio del joven presidente, era
una fuente de problemas y de dolores de cabeza en el Consejo de Seguridad de la
ONU.
El plan maestro de Kennedy consistió en la llamada Alianza para el Progreso. En

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ella el su Gobierno pretendía invitar a sus vecinos del sur a un proyecto común para
evitar nuevas infiltraciones soviéticas en las Américas. Con esa idea llamó a que se
reuniese la Organización de Estados Americanos (OEA). La cumbre se celebró en la
localidad uruguaya de Punta del Este. No podía permitir el Gobierno norteamericano
que el ejemplo cubano cundiese y toda América central y del sur. Eso que ahora,
cuarenta y tantos años después, es de una evidencia palmaria entonces no lo era tanto.
Cuba era todavía miembro de la OEA. Dejaría de serlo unos meses después tras una
moción auspiciada por Estados Unidos. Pero en agosto del 61 el Gobierno
revolucionario podía expresarse en aquel foro. Fidel escogió de entre sus acólitos a
Ernesto para que se desempeñase como delegado de Cuba. Se trataba de llegar, posar
y dar un discurso. Justo lo que mejor se le daba al argentino.
La delegación cubana con Ernesto al frente llegó a Montevideo la primera semana
de agosto. La agenda del comandante era muy apretada. Volver al cono sur era
regresar a su hogar. Desde que años antes, muchos años antes, abandonase Ecuador
para dirigirse a Panamá, Guevara no había vuelto a poner el pie en suelo
sudamericano. A la capital de Uruguay acudió en su búsqueda Celia de la Serna y
algunos amigos y familiares que hacía casi dos lustros que no veía. En Montevideo le
esperaban, aparte de sus familiares más cercanos, muchos admiradores llegados
desde Argentina.
En 1961 el Che Guevara era toda una celebridad en el subcontinente y
especialmente en su país natal, donde una parte de la juventud empezaba a tenerle
como modelo a seguir. Pero no sólo jóvenes idealistas tenían en Guevara un referente.
El revolucionario melenudo y su inconfundible boina atraía a toda una legión de
periodistas, diplomáticos y líderes políticos de varias naciones.
A Uruguay se desplazó, entre otros, el chileno Salvador Allende, ya cincuentón
pero fascinado con la revolución cubana. El experimento chileno de inmersión
pacífica en el comunismo no tardaría en llevarse a cabo, apenas una década después,
con las funestas consecuencias por todos conocidas. El ocho de agosto, metido ya de
lleno en el ajetreo de la cumbre, Ernesto pronunció un discurso frente al plenario del
Consejo Interamericano Económico y Social. Con tantos parabienes como había
recibido estaba pletórico y dio rienda suelta a toda la palabrería revolucionaria ante el
público que atento le escuchaba. Este discurso se hizo famoso entonces. Hoy sin
embargo muchos de sus seguidores tratan discretamente de silenciar para que ningún
ojo crítico repare en la ensalada de sandeces que salió de la boca de Guevara en
aquella ocasión.
Veamos algunas:

La tasa de crecimiento que se da como una cosa bellísima para toda América es 2,5% de crecimiento neto.
[…] Nosotros hablamos de 10% de desarrollo sin miedo ninguno, 10% de desarrollo es la tasa que prevé Cuba
para los años venideros. ¿Qué indica esto, señores delegados? Que si cada uno va por el camino que va,
cuando toda América, que actualmente tiene aproximadamente un per cápita de 330 dólares y vea crecer su
producto neto en 2,5% anual allá por el año 1980, tendrá quinientos dólares per cápita. […] ¿Qué piensa tener
Cuba en el año 1980? Pues un ingreso neto per cápita de unos tres mil dólares, más que los Estados Unidos

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actualmente. Y si no nos creen, perfecto; aquí estamos para la competencia. Que se nos deje en paz, que nos
dejen desarrollar y que dentro de veinte años vengamos todos de nuevo.

No se ría por favor. No se ría porque detrás del extravío guevarista hay millones
de cubanos pasando hambre durante varias generaciones.
Pero la Conferencia de Uruguay no solo se iba a hablar de Cuba y sus progresos
revolucionarios. Los delegados se traían entre manos la futura integración económica
de todo el continente americano. Loable intención nunca llevada a cabo que Ernesto
denunció desde la tribuna de oradores:

Nosotros denunciamos los peligros de la integración económica de la América Latina, porque conocemos
los ejemplos de Europa, y además, América Latina ha conocido en su propia sangre lo que costó para ella la
integración económica de Europa.

Misterio. ¿Se refería Guevara a la fundación de la Comunidad Económica


Europea en Roma apenas unos años antes? El hecho es que gracias a los buenos
oficios del libre cambio Europa occidental ha conocido unos niveles de libertad y
prosperidad nunca conocidos antes. Los europeos del siglo XXI gozan de una renta
por habitante que figura entre las más altas del mundo. Además, disponen de una
divisa común, el euro, un parlamento elegido por sufragio universal en Estrasburgo,
fronteras inexistentes para personas, capitales y bienes y un proyecto de colaboración
en paz que ha alejado el fantasma de la guerra.
Aunque quizá Guevara no se refería a la CEE —hoy Unión Europea—, sino al
proceso expansivo de la economía europea que siguió al viaje de Colón. En el siglo
XVI América se integró al mercado mundial. Cierto que ello supuso la desaparición de
culturas antiguas, pero cuando los romanos llegaron a España en la península ibérica
dejaron de hablarse las lenguas celtíberas y se tomó el latín como lengua común.
Latín que hoy seguimos hablando y escribiendo en su forma castellana. Los españoles
de hoy día no echamos culpamos al alcalde de Roma ni a la civilización clásica de
nuestros males, más bien al contrario, agradecemos que hace más de dos mil años un
puñado de legionarios incorporara esta tierra al orbe romano. Lo tomemos por donde
lo tomemos el discurso de Guevara hace aguas.
Lo que parece indudable es que en 1961 la Cuba revolucionaria utilizaba el éxito
económico como arma principal de persuasión. Lejos quedaban las privaciones y la
ruina que aflige a los cubanos del presente. En una entrevista que Aleida Guevara
March, la hija mayor de Ernesto, concedió al argentino Néstor Kohan al interrogar
por los valores de la revolución Kohan hablaba en estos términos:

Calidad de vida no es consumir más, ni tener más dinero, sino que calidad de vida es dignidad,
patriotismo, autoestima.

No veo yo mucha dignidad en el joven habanero que tiene que jugarse la vida en
una balsa para huir de la isla. Ni mucha autoestima la de la cubana de diecisiete años

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que se prostituye en el Malecón con turistas extranjeros que le doblan la edad. Claro
que Aleida Guevara, como hija de su padre, jamás se ha visto en ninguna de las dos
situaciones referidas anteriormente y todo en su vida ha sido dignidad, patriotismo y
autoestima.
El discurso de Punta del Este, que fue largo y enjundioso, casi tanto como los del
padrino Fidel, buscaba reconciliarse —a su modo— con los Estados Unidos. Ernesto
habló en tono apaciguador y hasta insinuó que era hora de arreglar lo deshecho en
Playa Girón. Con esa idea prometió que Cuba jamás intervendría en ningún otro país
de América para provocar la revolución.

Lo que si damos es garantía de que no se moverá un fusil de Cuba, de que no se moverá una sola arma de
Cuba para ir a luchar a ningún otro país de América.

Mentira monumental. No sólo se han movido fusiles, aviones y miles de soldados


desde Cuba para promocionar la revolución por todo el orbe con posterioridad a esta
conferencia, sino que desde años antes el propio Guevara venía auspiciando
movimientos rebeldes en la República Dominicana, Panamá y Haití. Los
internacionalistas cubanos fueron siempre la más voluntariosa fuerza de intervención
rápida del totalitarismo comunista. Y sino que se lo pregunten a los angoleños, a los
congoleses, a los colombianos, a los etíopes, a los venezolanos, a los nicaragüenses…
Durante medio siglo no hubo rincón del planeta que se librase de los largos tentáculos
de La Habana. El propio Che moriría años más tarde en Bolivia empuñando un fusil,
el mismo, suponemos, que había prometido no mover durante la Conferencia de
Punta del Este.
Después de intervenir en la sesión plenaria del Consejo Interamericano, Ernesto
planeó su viaje de vuelta a Cuba. Pero éste no iba a ser directo. Pactó una entrevista
en secreto con Arturo Frondizi, presidente de Argentina. Llegó a Buenos Aires el
dieciocho de agosto, tomó un automóvil hasta la Quinta de Olivos, residencia oficial
del presidente, se entrevistó con él y, tras pasar por casa de su tía Maria Luisa,
regresó a Montevideo. Aquella fugaz visita a su Argentina natal, de solo tres horas en
pleno invierno austral sería la última. Nunca más el Che Guevara volvería a pisar
suelo argentino. Había dejado su país en 1953, en agosto de 1961 Argentina y Ernesto
eran ya extraños el uno para el otro, completos desconocidos.
La entrevista de Fondizi terminaría trascendiendo. Se sabe, por ejemplo, que
Frondizi transmitió a Guevara su preocupación por la deriva comunista del régimen
cubano y, sobre todo, por la posibilidad de que Cuba ingresase en el Pacto de
Varsovia. El Che le tranquilizó asegurándole que eso nunca ocurriría. Y así fue. El
Pacto de Varsovia era una alianza militar de ámbito europeo nacida para contrarrestar
a la OTAN. Ni China, ni Vietnam, ni Corea del Norte ni ningún país comunista no
europeo formó jamás parte de ese pacto. Meses después Argentina rompería
relaciones con la Cuba de Castro y en marzo de 1962 el propio Frondizi cayó tras un
golpe de Estado.

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De Montevideo viajó a Brasil. En su recién inaugurada capital le esperaba el
presidente Janio Quadros que condecoró a Ernesto con la Gran Orden del Cruzeiro
del Sur. No sin quejas, el gobernador del Estado de Guanabara consideró que
galardonar al guerrillero era del todo intolerable. Días después Quadros, en un
enrarecido ambiente político, presentó su dimisión. Todo un récord, de dos
presidentes que había visitado Ernesto los dos corrieron la misma suerte en muy corto
periodo tiempo. Bien podría el revolucionario haber alargado su viaje hasta España y
rendir visita al general Franco. Con un poco de suerte en fecha tan temprana como
1961 hubiese finalizado la dictadura.
De Brasil viajó directamente a La Habana. En Cuba le esperaba su ministerio, el
lugar donde materializar esa fantasía económica que orgulloso había presentado a los
delegados latinoamericanos en Punta del Este. En sus manos se concentraba un
conglomerado público que abarcaba nada menos que 287 empresas, la industria
azucarera, las compañías suministradoras de telefonía y electricidad, la minería y una
miríada de factorías de todo tipo, desde las constructoras hasta las envasadoras de
refrescos.
La economía cubana tenía un nombre: Ernesto Guevara de la Serna. Y un plan: el
plan cuatrienal presentado a bombo y platillo en 1961 y que tenía por objeto convertir
a Cuba en una de las grandes economías del planeta. Planteamiento semejante había
tenido el Partido Comunista de la URSS tres décadas antes. En 1925 el congreso del
PCUS lanzó un ambicioso programa de industrialización, forzosa por supuesto. Todo,
los programas soviético y cubano separados por treinta y cinco años de historia, se
sustentaba sobre unos de los axiomas más célebres del marxismo-leninismo: aquel
que afirma que el socialismo se levanta sobre una sociedad industrial con su
proletariado de base. Ernesto, que conocía al dedillo las teorías de Lenin, por lo que
no es extraño que casi en cada discurso que daba en aquella época hiciese una y otra
vez referencia a la necesaria industrialización de Cuba:

En materia industrial, transformación de Cuba en el país más industrial de América Latina en relación con
su población, como lo indican los datos siguientes: a) Primer lugar en América Latina en la producción per
cápita de acero, cemento, energía eléctrica y, exceptuando Venezuela, refinación de petróleo; primer lugar en
América Latina en tractores, rayón, calzado, tejidos; segundo lugar en el mundo en producción de níquel
metálico.

El primer plan cuatrienal preveía un crecimiento del 15% anual para la economía.
Los planes eran grandilocuentes y jactanciosos. Todo pintaba del color de rosa. La
varita mágica de la planificación podía elevar el nivel de vida de los cubanos,
distribuir equitativamente la riqueza y proporcionar a la república un lugar de
prestigio internacional. Todo en uno, todo a la vez. Para costear semejante programa
de industrialización el Gobierno cubano requería fondos, mucho dinero del que,
naturalmente, no disponía. El comodín que los líderes de la revolución creían tener
seguro era el de la ayuda soviética. ¿Acaso Mikoyan no les había adelantado cien
millones de dólares con sólo apretar un poquito?, ¿acaso el Pacto de Varsovia en

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pleno no se había comprometido a absorber toda la producción cubana de azúcar casi
sin rechistar?
Fidel y, en particular, el ministerio regentado por Guevara, pensaron que la Unión
Soviética era una suerte de rey mago llegado de oriente y dispuesto a satisfacer todos
sus deseos. Si hacía falta una refinería de petróleo se pedía y a otra cosa, si el
ministro consideraba que Cuba estaba muy necesitada de nuevas centrales eléctricas
se cursaba la petición a Moscú y, sentaditos a la sombra, esperaban a que los técnicos
rusos se presentasen en el aeropuerto de Rancho Boyeros para iniciar la tarea.
Para predicar con el ejemplo Ernesto tenía una agenda completísima de trabajo.
Reuniones interminables en la sede del ministerio combinadas con visitas continuas a
las fábricas. Se presentaba por sorpresa en cualquier centro de producción y ponía
todo patas arriba si era necesario. En 1963 tras una visita de rutina a una planta de
motocicletas en Santiago observó que los empleados utilizaban el producto final, es
decir, las motos para usos privados. Ofuscado por tal comportamiento volvió a La
Habana y desde su despacho dirigió a todos los empleados una sentida carta de
amonestación:

Los obreros responsables de la producción de cualquier artículo no tienen derecho sobre ellos. Ni los
panaderos tienen derecho a más pan, ni los obreros del cemento a más sacos de cemento; ustedes tampoco a
motocicletas.

Ni el patrón más exigente lo hubiese dejado más claro. Lo que los


apesadumbrados operarios no se habían dado cuenta aun es que las motos eran del
Estado y sería éste y nadie más quien asignase el usufructo de cualquiera de ellas. En
la carta se despide con un escueto «Patria o Muerte. Venceremos» que dan que
pensar. ¿A qué viene en una carta de todo un ministro a los empleados de una fábrica
eso de Patria o Muerte? Es como si el ministro de Industria español dirige una misiva
a los empleados de una empresa pública, Correos por ejemplo, y se despide con un
«Viva el Rey, Constitución o Muerte». Seguramente pensarían que el ministro se ha
vuelto loco. Y con razón. Lo de «Venceremos» bien podría haberlo sustituido por un
«Hemos Vencido» para ajustarse más a la doliente realidad del obrero cubano.
Uno de los derechos fundamentales de cualquier trabajador en cualquier país es el
de la huelga. Si las condiciones de trabajo así lo justifican nadie puede negar a los
trabajadores de cualquier el derecho a no presentarse en su puesto a modo de protesta.
Viene siendo así desde el siglo XIX y es de presumir que la Cuba revolucionaria, una
república de trabajadores este derecho se mantendría y se vería potenciado desde las
más altas instancias del Estado. Pues no. En Cuba el derecho de huelga fue suprimido
con la llegada al poder de los guerrilleros. Y así sigue. En una alocución por
televisión en junio de 1961 Ernesto Guevara dejaba claro que podían esperar los
trabajadores del nuevo régimen:

Los trabajadores cubanos tienen que irse acostumbrando a vivir en un régimen de colectivismo y de
ninguna manera pueden ir a la huelga.

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A muchos de los revoltosos que menudean por la manifestaciones y las huelgas en
occidente enarbolando banderas con la efigie del Che Guevara no vendría mal que
alguien les recordase este detalle.
La planificación de la economía siguió a pasos agigantados durante los años en
los que Guevara rigió los destinos del Ministerio de Industrias. El país fue
empobreciéndose con la misma rapidez. La principal riqueza de la isla —el azúcar—
fue a menos. En la zafra de 1961 se cosecharon casi siete millones de toneladas de
azúcar, en 1962 la cifra descendió hasta algo menos de cinco millones. Al año
siguiente el descalabro fue monumental. La zafra de 1963 fue desastrosa. Tan sólo
3.800 000 toneladas métricas de azúcar de caña. Una ruina a la que muy pronto le
buscaron explicación en una inoportuna sequía. La sequía existió pero no fue la
responsable de la catástrofe azucarera. En el pasado otras sequías, un fenómeno
climático transitorio y ocasional, no habían ocasionado una reducción del 45% en la
cosecha en solo dos años.
La culpable era la política, más en concreto la política auspiciada por el ministro
Guevara. La obsesión por industrializar Cuba a cualquier precio y la insistencia en
buscar cultivos alternativos al azúcar fueron las verdaderas causantes de la magra
cosecha azucarera de 1963. Ernesto se empeñó en que Cuba dependía demasiado del
azúcar y dio inicio a una política de diversificación agrícola que se demostró letal
para el campo. Antiguas fincas en las que venía cultivándose caña desde tiempos
inmemoriales se roturaron de nuevo para ensayar nuevos cultivos como el arroz o el
tabaco.
Pero esto no era todo. La injerencia en el factor trabajo, es decir, en la mano de
obra desorganizó la faenas agrícolas de tal modo que más de la mitad de la cosecha
de frutas se quedó en la rama. Todo estaba estatalizado. Desde la recogida hasta el
transporte pasando por la distribución. Un país que no conocía el hambre, que se
codeaba en 1959 con los más desarrollados de América tuvo que recurrir en marzo de
1962 al racionamiento. Si, a las cartillas de racionamiento. Igualito que en Europa en
los años posteriores a la Guerra Mundial.
Entretanto, mientras los cubanos tenían que atenerse a las estrecheces de una
cartilla para adquirir productos básicos como la leche o los huevos, Ernesto dio
comienzo a unas complejas prospecciones en Sierra Maestra para explotar los
yacimientos de níquel. Quería el guerrillero hacer de Cuba una potencia siderúrgica.
Parece de locos pero así fue hace poco más de medio siglo. En una charla en la
Universidad de La Habana se lo dejaba meridiano a los estudiantes que se reunieron a
la convocatoria:

Nosotros, de un plumazo liberamos nuestro petróleo, se convirtió en cubano; dimos el paso fundamental
para liberar nuestra minería, y convertirla en cubana; iniciamos un proceso de desarrollo que abarca seis ramas
importantísimas y básicas de la producción, como son: la Química Pesada, la Química Orgánica a partir de los
hidrocarburos de la caña de azúcar, la Minería, los Combustibles, la Metalurgia en general y particularmente la
siderurgia.

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Los cubanos podían presumir de tener toda una industria siderúrgica nacional
sobre el papel, pero a la vez carecían de lo más elemental. Por ejemplo, de pasta
dentífrica. En el mes de agosto de 1961 en la Reunión Nacional de Producción se
lamentaba Ernesto de lo deficiente que estaba siendo el abastecimiento de ciertos
productos. Entre ellos la pasta de dientes, tan necesaria por las mañanas después del
desayuno:

Entonces llegó la materia prima, un sulfato bicálcico fuera de las especificaciones necesarias, para hacer la
pasta de dientes… Los compañeros técnicos de esas empresas han hecho una pasta de dientes… tan buena
como la anterior, limpia igual, pero después de un tiempo de guardarla se pone dura.

Cuando al mercado se le hurta la posibilidad de asignar recursos pasan estas


cosas. Hubiera hecho bien Ernesto en informarse bien en su primer periplo por los
países del socialismo real en lugar de montar un numerito con el embajador para
dejar flores a Stalin en su mausoleo moscovita.
Uno de los grandes problemas a los que se enfrentó, amén de los consabidos por
la planificación, fue la falta de mano de obra cualificada. Entre 1960 y 1962 más de
doscientos mil cubanos altamente cualificados abandonaron el país. Y no era para
menos. Ante un Gobierno cuya divisa principal era la coacción sistemática la única
defensa del ciudadano es votar con los pies, es decir, irse. Y eso hicieron decenas de
miles de profesionales de todas las ramas. Médicos, ingenieros, arquitectos, obreros
especializados, una sangría humana de proporciones descomunales. La revolución
habría de hacerse sin cuadros. El propio Ernesto se quejaba amargamente ocasión del
triste destino de sus reformas sin los técnicos adecuados.
… nos falta el brazo ejecutor que es el técnico —y conste que no digo ni siquiera el técnico revolucionario,
que sería el ideal—, simplemente el técnico, de cualquier categoría y estructura mental que tenga, por muchas
trabas ideológicas, por muchas rémoras del pasado que pudiera tener. Ni siquiera ese técnico a secas que sería
como una tierna losa en el camino de la Revolución, ni siquiera eso tenemos.

Para el responsable del Banco Nacional de Cuba, que es el cargo oficial que
desempeñaba Guevara cuando ofreció esta charla a los alumnos de la Universidad de
La Habana, un simple técnico que pensase por su cuenta padecía de «rémoras del
pasado» y «trabas ideológicas». Que cada lector saque sus propias conclusiones.
El problema de la falta de técnicos era acuciante. Los soviéticos y otros países de
la Europa del este enviaron asesores a Cuba para que, mientras Fidel y sus
guerrilleros construían el socialismo en Cuba, al menos no se les viniese el tejado
encima. Junto a ellos los Gobiernos de los países hermanos no repararon en gastos
para dotar a Cuba de materias primas y la maquinaria imprescindible. Pero fue inútil.
Los bienes industriales producidos en el bloque comunista eran de una calidad
pésima. No hay más que comparar un automóvil Trabant y un BMW para darse
cuenta de ello. Ambos estaban diseñados y fabricados por alemanes a apenas unos
kilómetros de distancia, pero entre los dos había un abismo difícilmente sorteable en
cuanto a avances técnicos y calidad del producto final.

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Los envíos desde Europa se retrasaban o traían piezas defectuosas que de poco o
nada servían a la hora de ser ensambladas en la recién instaladas fábricas cubanas. Un
ejemplo viviente de este desbarajuste industrial es el parque automovilístico que hoy
en día exhiben las ciudades cubanas. Una gran parte del mismo está formado por
coches de fabricación norteamericana de los años cincuenta. Y siguen circulando. La
mayor parte de los Lada soviéticos hace tiempo que dejaron de prestar sus servicios
por las calles y carreteras de la isla.
El hecho es que ciertas tecnologías estaban mucho más avanzadas en la Cuba de
1959 que en la todopoderosa Unión Soviética. Por ejemplo la televisión. Cuba había
sido en 1958 el segundo país del mundo, después de los Estados Unidos, en transmitir
la señal televisiva en color por el canal 12. Con el triunfo de la revolución la
emisiones se cortaron y los equipos fueron llevados a la URSS para que los
ingenieros soviéticos estudiasen la innovadora tecnología norteamericana. La
televisión cubana reemprendió las emisiones en color a finales de 1975, cuando todo
el mundo libre disfrutaba de esta técnica y en los comercios de Occidente los
receptores a color eran el producto estrella.
Los resultados del ambicioso programa promovido desde el Ministerio de
Industrias no tardaron en recogerse. Los dos primeros años de revolución, entre 1959
y 1961, fueron de una relativa y ficticia prosperidad. El gobierno revolucionario
dilapidó los recursos del país inaugurando proyectos de envergadura destinados a
proporcionar sanidad y educación gratuita a todos los ciudadanos. El consumo
durante este bienio se disparó. Los cubanos disponían de una renta artificialmente
hinchada que no tardó en pasar su inevitable factura.
Al tiempo que sucedía esto la producción agraria se desplomó. Entre 1961 y 1963
el producto agrícola cayó un 23% debido en gran parte a las deprimentes cosechas
azucareras. El Producto Interior Bruto de la isla, lejos de crecer un 10% anual como
había anunciado triunfante el Che en su comparecencia ante el Consejo
Interamericano, decreció en 1963 un 1,5%.
Afortunadamente Ernesto se dio por aludido. Supo hacer autocrítica de la propia
gestión al frente del ministerio y reconocer errores de bulto que había cometido en el
plan cuatrienal. Esto dice mucho a favor suyo, especialmente cuando lo habitual entre
los dirigentes comunistas es echar la culpa al empedrado por no saber bailar. Pero su
análisis a posteriori no fue al centro del problema, esto es, a la planificación
centralizada. Podría haber repensado toda la estrategia económica y haber dicho
«Señores, esto no funciona, lo mejor será que devolvamos los medios de producción
a sus legítimos propietarios y dejemos que sea el mercado el que asigne los recursos
conforme a la regla de la oferta y la demanda».
Pero no lo hizo. Empezó a buscar explicaciones a cada cual más peregrinas
eludiendo la cuestión principal. La eludía porque la ignoraba. Ignoraba que en una
economía socialista el cálculo económico desaparece y la ruina está asegurada. El
cálculo económico consiste en el uso racional de los recursos y el capital.

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Exactamente lo que Guevara ignoró al frente de su ministerio. El austriaco Ludwig
von Mises lo había dejado meridianamente claro en los años treinta en su obra
Socialismo, pero como Ernesto se dedicó a perder el tiempo con El Capital en lugar
de dotarse de una verdadera formación económica los cubanos hubieron de pagarlo
con la cartilla de racionamiento en la mano.
La escasez, como la demagogia y el fanatismo, sobrevivieron al Che Guevara. Un
cubano medio de, por ejemplo 1997, trigésimo aniversario de la muerte del
guerrillero heroico, disponía después de aguantar una respetable cola en la tienda de
abastos de la siguiente cuota alimenticia:

Cinco libras de arroz y una de frijoles al mes


Cuatro onzas de carne dos veces al año
Cuatro onzas a la semana de pasta de soja o pasta de harina de trigo
Cuatro huevos al mes

Y eso es todo. Por suerte para los desdichados habitantes de la isla el mercado
negro subsiste a pesar de la infinidad de controles que el régimen siempre le impuso.
Gracias a él los cubanos no se han muerto de hambre. Y esto en un país que nunca
tuvo necesidad de importar alimentos. El clima es excepcional, en la isla crece de
todo y a buen ritmo. Para los españoles fue una bendición durante siglos recalar en la
prodigiosa perla del Caribe: frutas tropicales, ron de caña, palmeras tapizando las
playas… Sin evocar tiempos pretéritos de navíos a vela que surcaban el Atlántico
rumbo a Sevilla, en 1958 el censo ganadero de Cuba arrojaba un total de cinco
millones y medio de reses. La Cuba de entonces tenía rondaba los seis millones de
habitantes. Casi a una vaca por persona. En esto no hay embargo norteamericano que
valga pues los cubanos nunca precisaron antes del experimento socialista de comprar
comida más allá de sus costas.
La triste herencia de la política guevarista se hace aun más lacerante si nos
remontamos cuatro décadas en el tiempo y tomamos cualquiera de sus discursos de
época, que fueron muchos y en casi todos decía lo mismo, hábito que el Comandante
en Jefe mantuvo hasta que la enfermedad le venció. En uno celebrado en la
inauguración de una planta de sulfometales arengaba a la masa recordando que con su
revolución se ventilaba nada menos que el porvenir de los hijos de Cuba, los mismos
que terminaron trabajando para los hoteleros españoles en Varadero recibiendo su
sueldo en pesos sin valor:

Nosotros somos el presente que estamos construyendo el porvenir para nuestros hijos, y siempre debemos
ver hacia delante, hacia el porvenir, y destruir hasta el más mínimo resto del pasado.

El porvenir en Cuba se escribió a partir de aquel momento en una falta de todo,


desde el derecho a opinar al simple acto de llevarse un pedazo de pan a la boca. El
porvenir del que hablaba Guevara en aquella planta industrial fue estomagante, cruel

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y cargado de ironía.

Bombas contra el imperio


La frustrada invasión en la Bahía de Cochinos en abril de 1961 fue la antesala de
la verdadera crisis cubana. El mundo estaba dividido en dos bloques antagónicos, por
lo que esta crisis en el espacio de muy pocos días se convirtió en mundial. Escaló
hasta convertirse en la mayor crisis de toda la Guerra Fría. Trece días que
conmocionaron al mundo y que arrancaron en Cuba.
Las cuatro décadas de Guerra Fría que padeció el mundo tras la rendición de
Japón se basaron esencialmente en el statu quo emanado de los acuerdos de Potsdam.
Si uno no movía ficha el otro tampoco lo haría. Todas las guerras y conflictos en los
que los Estados Unidos se vio envuelto desde 1950 hasta la retirada de Vietnam
fueron estrictamente defensivas en aras de mantener su área de influencia. En Corea
los norteamericanos promovieron una alianza para repeler a los norcoreanos que
habían invadido la parte sur de la península. En Vietnam se produjo idéntica
situación. En conflictos localizados como los de Oriente Medio o América Latina,
Estados Unidos osciló entre la inhibición y la intervención moderada a través de sus
servicios de inteligencia. Jamás, en ninguno de los cuarenta años de tensión,
distensión y vuelta a empezar el Gobierno norteamericano metió sus narices en el
área de influencia soviética.
Y ocasiones no le faltaron. En 1956 los húngaros se levantaron pidiendo
democracia y Washington calló. En 1968 Checoslovaquia le tomó el relevo y la
postura del presidente Johnson fue la misma: silencio y a mirar hacia otro lado. La
Unión Soviética no actuó del mismo modo. Desde el mismo momento en que quedó
constituido el bloque del este en torno al Pacto de Varsovia pocos fueron los países
del Tercer Mundo que se libraron de la intervención directa del Kremlin. Tras el
fracasado bloqueo soviético de Berlín Occidental, el Kremlin se olvidó de Europa y
puso sus ojos en el tercer mundo. Apoyaron a los norcoreanos, a los norvietnamitas y
a una pléyade de guerrillas africanas. La guerra de Afganistán, ya en los años
ochenta, fue el capítulo crepuscular de un totalitarismo como el soviético que no
entendía más lenguaje que el de la expansión.
En diciembre de 1961 Fidel Castro declaró ante el mundo por televisión algo que
ya todos sabían, esto es, que era comunista, marxista-leninista para más señas, y que
seguiría profesando tal ideología hasta el día de su muerte. La última carta que faltaba
dejar sobre la mesa ya estaba en juego. A los Estados Unidos y al mundo libre, al de
las democracias, les había salido un incómodo forúnculo en el trasero. Incómodo y
peligroso, a poco más de cien kilómetros de las costas de Norteamérica. Algo así
como si en los años sesenta Rumania se hubiese pasado con armas y bagajes al
bloque occidental dejando a los soviéticos con un palmo de narices. Huelga recordar

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que Moscú jamás hubiese permitido semejante eventualidad porque pertenecer al
club de países socialistas era como ingresar en una secta o en una banda terrorista. El
que entraba no podía salir. Era un viaje de ida. Los húngaros y checos comprobaron
en sus propias carnes las trágicas consecuencias que les ocasionó pedir el billete de
vuelta.
A principios de la década de los sesenta la obsesión de los dirigentes del Kremlin
era lograr la paridad nuclear con los norteamericanos. Ponerse en igualdad de
condiciones por si estallaba el conflicto. Washington no sólo había desarrollado la
primera bomba atómica, sino que llevaba varias cabezas de ventaja a los rusos en
desarrollo y número de mísiles balísticos. Habían trasladado parte del arsenal a
Turquía y a Alemania Occidental para reaccionar con rapidez en caso de que estallase
el conflicto. Esto a la gerontocracia soviética le alteraba la tensión arterial. La lógica
del comunismo era extenderse pero ante semejante rival era poco menos que
imposible lograr ese objetivo.
Los países de Europa occidental además marchaban muy bien económicamente,
eran los años del «wirtschaftswunder» alemán, del milagro italiano, del crecimiento
continuo, de aquella prosperidad para todos que preconizase años antes el
injustamente olvidado Ludwig Erhard. Ante tal panorama las opciones de hacerse con
la parte atlántica del continente se complicaban. Los partidos comunistas, vanguardia
natural de la revolución, eran, con la única excepción del italiano, minoritarios y se
llevaban bien con las democracias liberales. La vieja táctica del golpe desde dentro
que tan buenos réditos había dado al otro lado del Elba se esfumaba dramáticamente.
En estas Nikita Jruschov vio la posibilidad de meter el miedo en el cuerpo al
recién elegido presidente Kennedy. Si colocaba plataformas de lanzamiento de
misiles en Cuba el equilibrio de poderes tendería a igualarse y a los gringos no les
quedaría más remedio que aceptarlo. Con el tiempo se vería que esta fue una
maniobra absurda y que terminaría siendo el desencadenante de la caída en desgracia
del propio Jruschov.
En junio de 1962 un tal Petrov, ingeniero soviético a cargo del programa nuclear,
se entrevistó con Fidel para proponerle la idea de instalar misiles en la isla. Fidel
aceptó a la primera. Con el apoyo nuclear soviético garantizaba no sólo su política de
enemistad a ultranza con los Estados Unidos, sino que se afianzaba definitivamente
en el poder. Las armas rusas bien podrían convertirse en su mejor guardia pretoriana.
En numerosas ocasiones tanto Castro como el Che y otros líderes cubanos habían
hecho referencia al paraguas nuclear que Cuba poseía gracias a la alianza con la
Unión Soviética. Y como muestra, más de un año antes, con motivo de la expedición
en Bahía Cochinos Guevara expresaba lo siguiente en un discurso:

Pero relacionado con Cuba son fuertes en armas y también lo saben; saben que no pueden atacar
directamente, saben que además de astronautas, hay cohetes con carga atómica que se pueden poner en
cualquier lado.

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Muy en su línea, Guevara mezclaba a partes iguales entusiasmo y
desinformación. En abril de 1961, fecha en que pronunció este discurso, los
soviéticos estaban lejos de poner misiles nucleares en cualquier lado. La superioridad
norteamericana era absoluta y los rusos lo sabían, pero no Guevara, que se dejaba
llevar fácilmente por la pasión ideológica. Por fortuna los norteamericanos siempre
llevaron la delantera en la cuestión nuclear, de no ser así hoy el mundo sería un
inmenso gulag.
Con la anuencia del Comandante en Jefe Raúl Castro se desplazó a Moscú para
ultimar los detalles de la operación. En la Unión Soviética le recibió el mariscal
Malinovski, que se encargó personalmente de dar al cubano el trabajo hecho. En total
se enviarían a Cuba cuarenta y dos misiles y una tropa formada por 42 000 efectivos.
Todo en el más absoluto secreto. Los norteamericanos tenían destacada una parte
importante de su ejército en Europa pero era del dominio público. Una década antes,
cuando Eisenhower negoció con el general Franco la instalación de bases en España,
a nadie se le ocultó la intención última de los norteamericanos. Raúl Castro revisó el
convenio y solicitó a su hermano que enviase una delegación a Moscú para
entrevistarse con Jruschov y cerrar el asunto.
Fidel escogió de entre sus hombres de confianza a Emilio Aragonés y a Ernesto
Guevara. Ambos tomaron el avión de Moscú en agosto. Pero el premier soviético no
les estaba esperando. Se había ido de vacaciones a la costa del mar Negro. Esa era la
importancia que tenía la Cuba socialista para los capos de Moscú. A falta de Jruschov
los atribulados antillanos se dirigieron a uno de los jerarcas del régimen, Leonidas
Breznev, que estaba llamado todavía sin saberlo a ser el sucesor del gran jefe.
Breznev se deshizo con cajas destempladas de los emisarios de Castro y los envió a
Yalta, localidad balneario de la costa ucraniana donde Nikita Jruschov apuraba sus
vacaciones estivales. El ruso los recibió de buen grado y ante la idea de Ernesto de
convertir el convenio en una alianza militar mucho más ambiciosa, Jruschov replicó
que no era necesario, que si los norteamericanos se enteraban de los manejos y en
consecuencia se molestaban enviaría de inmediato la flota del Báltico al Caribe para
apaciguar los ánimos.
Guevara volvió a La Habana en septiembre persuadido del buen hacer de sus
padrinos y de lo inevitable que era convertir a Cuba en una inmensa plataforma de
misiles nucleares. El verde caimán del que hablaba Ernesto refiriéndose a Cuba años
antes era ya una lagartija roja y además radioactiva.
Muy a pesar del sigilo con el que se estaba llevando a cabo la operación, los
norteamericanos se dieron por enterados de la trama. Cierto que no sabían a ciencia
cierta lo que soviéticos y cubanos se traían entre manos, pero algo sospechaban. La
Casa Blanca ordenó que se intensificaran los vuelos de espionaje sobre la isla. Estas
misiones eran efectuadas por unas aeronaves especiales, las Lockheed U-2, que
volaban a gran altitud. Iban equipadas con una novedosa cámara de alta resolución
que permitía tomar fotos detalladas de la superficie.

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El día catorce de octubre, tras un concienzudo análisis de las fotografías, los
servicios secretos concluyeron que los soviéticos estaban ultimando la construcción
de sus instalaciones militares en Cuba. Era una desagradable sorpresa. La operación
se había mantenido en el máximo secreto desde que Guevara visitase Yalta a finales
de agosto. Entretanto, a los rusos les había dado tiempo de desplazar hasta la isla
caribeña nada menos que […] cuarenta y cinco cabezas nucleares, treinta y seis
cabezas para misiles de crucero, doce cabezas para los cohetes Luna incluidos
posteriormente en el programa y seis bombas atómicas para los aviones Iliushin 28,
de acuerdo con lo previsto. […]
Junto al arsenal 40 000 soldados soviéticos que llegados de incógnito a Cuba.
Muchos creen que, desde la crisis de Bahía Cochinos, los Estados Unidos no quitaban
ojo de Cuba y estaban en permanente estado de alerta para asfixiarla a la primera de
cambio. Nada más lejos de la realidad. Tal era su despreocupación que la URSS le
coló delante de sus narices todo un arsenal nuclear y 42 000 hombres armados en
poco más de un mes. Desde el verano habían arribado a los puertos cubanos 114
barcos cargados de armas, pertrechos y hombres. A primeros de octubre el presidente
títere de Cuba, un tal Osvaldo Dorticós que venía a ser algo así como la grabadora de
Fidel vestida de traje y corbata, visitó la Asamblea General de las Naciones Unidas y
aseguró que Cuba estaba en condiciones de defenderse ante cualquier ataque. Como
vemos, Fidel Castro tampoco dejaba de presumir públicamente de su recién adquirida
armadura nuclear muy a pesar del carácter secreto de la operación.
El Consejo Nacional de Seguridad examinó con detenimiento el trabajo llevado a
cabo por la Fuerza Aérea y ordenó incrementar los vuelos de reconocimiento para
obtener más pruebas con las que plantarse ante los soviéticos. Sobre la mesa del
despacho oval se amontonaban varios planes de acción. Uno: bombardear
inmediatamente las instalaciones antes de que éstas estuviesen operativas. Dos:
combinar un ataque aéreo sobre Cuba con una invasión militar que depusiese a
Castro. Tres: un bloqueo naval de la isla que cerrase el paso a los mercantes
soviéticos que cruzaban el Atlántico. Y cuatro: abrir negociaciones con Moscú para
que retirase de grado las plataformas y las cabezas nucleares.
Los generales del Pentágono eran partidarios de la primera o la segunda, es decir,
acabar con el problema de raíz. Esto, sin embargo, podría ocasionar que se desatasen
hostilidades en Alemania. Y ganar Cuba para perder Berlín no era solución para el
presidente Kennedy. La última de las opciones, la cuarta, no merecía siquiera la
consideración del gabinete. Nadie en Washington creía a los soviéticos. Llevaba el
embajador ruso y el propio Jruschov varias semanas mintiendo como un bellaco ante
las más que razonables dudas del Pentágono. Nada hacía pensar que las intenciones
del premier soviético fueran dignas de crédito. Por eliminación quedó la tercera vía,
la del bloqueo. Si fallaba, si los navíos soviéticos decidían saltarse a la torera los
controles de la armada estadounidense siempre quedaba recurrir al bombardeo o
directamente a la invasión de la isla.

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El presidente Kennedy compareció por televisión para informar a sus
conciudadanos y al mundo de la gravedad de la situación. Era una estrategia opuesta
a la seguida por soviéticos y cubanos que habían mantenido en secreto toda la
operación. Kennedy mundializaba de este modo el conflicto. El veinticuatro de
octubre se inició el bloqueo naval, al que se denominó cuarentena de la isla de Cuba.
Todo el ejército norteamericano entró en estado Defcon-2, el previo a la guerra. El
Estado Mayor dispuso a todos los bombarderos B-52, a la sazón más de quinientos,
en estado de máxima alerta con las bodegas cargadas y preparados para el despegue
inmediato. Por si eso no bastaba otras noventa fortalezas volantes iniciaron un viaje
circular por encima del Atlántico para entrar en combate a la primera orden de la
Casa Blanca. Todas las bases en el extranjero fueron puestas en alerta y los misiles
balísticos de carga nuclear Atlas, Titan y Minuteman fueron activados para proceder a
su lanzamiento. De auténtico infarto. A las pocas horas de iniciada la cuarentena los
cargueros soviéticos cambiaron el rumbo dando marcha atrás. El mundo se había
salvado in extremis.
Pero en La Habana no se querían dar por enterados. Fidel insistía en su peculiar
teoría de la invasión inminente. Castro, que mostró siempre unas inigualables dotes
para la oratoria, nunca se caracterizó por su ojo clínico en política internacional. En
plena crisis de los misiles, cuando Kennedy había descartado cualquier acción
ofensiva contra Cuba, siguió insistiendo una y otra vez en la idea que los
norteamericanos iban a invadir su coto privado. Y así se lo hizo saber a Jruschov. En
una carta dirigida al premier soviético decía textualmente:

Si ellos llegan a realizar un hecho tan brutal y violador de la ley y la moral universal, como invadir Cuba,
ese sería el momento de eliminar para siempre semejante peligro, en acto de la más legitima defensa, por dura
y terrible que fuese la solución, porque no habría otra.

Es decir, que antes de que los yanquis llevasen a cabo «su plan» había que
desencadenar un conflicto termonuclear de espantosas consecuencias para todo el
género humano. Así era Fidel Castro. Con tal de salvar su ranchito poco le importaba
si la humanidad se despeñaba por el precipicio de una guerra atómica.
Por suerte para los que entonces poblaban el planeta y para los que vinimos en las
décadas siguientes Jruschov se tomó en serio la amenaza norteamericana y se avino a
negociar. No sin antes sufrir un susto de última hora. La defensa de Cuba había
quedado dividida como en la crisis de Bahía Cochinos en varias áreas de mando al
frente de las cuáles se situaron comandantes de probada fidelidad al régimen. En la
zona de Pinar del Río volvió Guevara a fungir como responsable de defensa en espera
de que los norteamericanos se decidiesen a invadir la isla.
En ese delirio, en ese sentirse los amos del universo, que se apoderó de la política
cubana no se le ocurrió otra cosa a sus máximos dirigentes que ordenar el ataque
indiscriminado de cualquier aeronave enemiga, es decir, norteamericana, que
sobrevolase cielo cubano. Y así ocurrió que el día veintisiete, cuando Jruschov y

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Kennedy estaban acercando posiciones para llegar al fin de la crisis, un avión de
reconocimiento fue derribado cerca de Banes, en el oriente cubano.
El postrer alarde de Castro no deshizo las negociaciones entre Washington y
Moscú. El día veintiocho se dio por concluida la crisis a dos bandas. Nadie se acordó
de Fidel Castro, ni del Che Guevara ni de ninguno de los más conspicuos
representantes del Gobierno cubano. El líder máximo se enteró por la radio de los
acuerdos soviético-americanos y montó en cólera. Él, que había jugado durante unos
días a estratega de altos vuelos, no recibió notificación —ni oficial ni oficiosa— de
sus queridos camaradas soviéticos.
Ante el desplante a Castro le salieron verdaderas culebras por la boca, «¡Pendejo!,
¡Cabrón!, ¡Hijo de puta!» fueron algunas de las lindezas que Fidel dedicó no a
Kennedy, sino a su admirado Nikita Jruschov. Los días posteriores al fin de la crisis
no fueron menos humillantes para el barbudo de La Habana y su cohorte. Extendió un
pliego de reclamaciones ante los Estados Unidos entre las que se incluía la
devolución de la base de Guantánamo. En Washington ni se lo tomaron en cuenta.
Las Naciones Unidas enviaron a Sithu U Thant, su secretario general, para que
supervisase personalmente el desmantelamiento completo de las instalaciones
soviéticas incluido en los acuerdos Kennedy-Jruschov. Castro recibió la llegada de
tan ilustre visitante motejándolo de lacayo del imperialismo. Acto seguido se negó en
redondo a que los inspectores de la ONU entrasen en territorio cubano. Quizá
pensaba que si mostraba una posición de fuerza iban a tomarle en serio en las
cancillerías donde se despachaban los asuntos de interés global, pero ni con esas.
Soviéticos y norteamericanos convinieron, ante la testarudez del líder cubano, en
llevar a cabo las inspecciones en alta mar según los buques abandonaban los puertos
cubanos. Ante tal cúmulo de desaires por parte de su aliado, a Castro solo le quedó el
recurso al pataleo. Hizo lo único que sabía hacer, utilizar su poder omnímodo en la
isla para poner a los cubanos en contra de la URSS. Por La Habana empezaron a
popularizarse coplas como aquella que decía «Nikita, mariquita, lo que se da no se
quita».
Tal y como había sucedido en Playa Girón, el papel de Ernesto Guevara fue
insignificante. De hecho, en los días álgidos de la crisis, entre el dieciséis y el
veintiocho de octubre, el Che ni siquiera se entrevistó con Fidel. Su papel en la
epopeya de los misiles se había limitado a la fugaz visita a la Unión Soviética en el
verano de 1962. Tras el acuerdo de Kennedy y Jruschov Ernesto quedó muy
desengañado y vio como sus esperanzas de asestar el certero golpe al imperialismo se
diluían en la real politik de la Guerra Fría. En el diario británico Daily Worker
Guevara afirmaba sin empacho unos días después de concluida la crisis:

Si los cohetes hubieran permanecido en Cuba, los hubiéramos utilizado todos, dirigiéndolos contra el
corazón de Estados Unidos, incluyendo Nueva York, en nuestra defensa contra la agresión. Pero como no los
tenemos, lucharemos con lo que tenemos.

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Este tipo de manifestaciones del Che a favor de la guerra abierta, o mejor dicho,
del holocausto nuclear sin ambages no han pasado a la biografía del guerrillero
heroico por no se sabe bien que extrañas razones. Lo que parece fuera de toda duda es
que a finales de 1962 Ernesto andaba bastante traumatizado por el desenlace del triste
episodio de los misiles. En la misma entrevista el comandante concluía:

Algunos en Europa dicen que se ha ganado una gran victoria. Pero nosotros decimos que si bien la guerra
se ha evitado, eso no significa que se ha asegurado la paz. Y preguntamos si a cambio de una ganancia menor
sólo hemos prolongado la agonía. Hasta ahora, lo único que ha sucedido es que se ha evitado el
enfrentamiento.

Palabrería hueca muy al estilo Fidel Castro. Todo un clásico de la revolución


cubana. Hablar mucho y no decir nada o, lo que es peor, contradecirse abiertamente
en el mismo párrafo. Porque, repasando el texto, si se ha evitado la guerra, ¿cómo es
posible que no se haya asegurado la paz? Pregunta del millón que quizá desde la
Cátedra Ernesto Guevara de la Universidad Popular de las Madres de Plaza de Mayo
nos la puedan responder.
Lo que si parece claro es que durante la crisis de octubre, durante los días aciagos
que pusieron al mundo al borde del colapso nuclear, los únicos que estaban por la
labor de apretar el botón del desastre eran los miembros del Gobierno de Castro.

La hora del desencanto


La crisis de octubre dejó un poso amargo en castrismo. La Unión Soviética no se
había inmolado por ellos y eso para Fidel y sus hombres era algo intolerable. Las
relaciones con Moscú se enfriaron durante el invierno de 1962. Los cubanos se
sentían traicionados por la falta de determinación de sus aliados y, especialmente, por
el pragmatismo con el que habían zanjado la crisis.
Jruschov había hecho el ridículo. No había sabido mantener la apuesta. Así, del
mismo modo que la experiencia de playa Girón había arrastrado el prestigio de
Kennedy por los suelos, la crisis de los misiles elevó su ascendente internacional
hasta límites insospechados. Su firmeza frente al órdago ruso transportó al joven
Kennedy hasta el Olimpo de los elegidos, a ser el paladín de la paz en tiempos tan
difíciles como los que acababan de vivir.
Eso para Castro era muy difícil de sobrellevar. Durante meses dio rienda suelta a
las críticas abiertas a la Unión Soviética y no escatimó insultos y vilipendios para el
premier Jruschov. Guevara no era ajeno a ese ambiente. Como estandarte de la línea
dura del régimen se sentía si cabe aun más traicionado que sus conmilitones. Su
ignorancia en cuestiones de geoestrategia y política internacional le habían hecho
creer seriamente que Cuba podía hacer estallar una guerra mundial.
En su obnubilación guerrillera desconocía que el equilibrio nuclear estaba a favor

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de los norteamericanos, que en una hipotética contienda la URSS tenía todas las de
perder. A principios de los años sesenta la superioridad se occidente era total en el
aspecto militar. El bloque occidental era además mucho más rico y estaba más
poblado. Cuba podría constituir una esperanzadora tendencia, un exotismo tropical
que presagiase un futuro más halagüeño para su causa, pero no era ni de lejos un
interés tan cardinal como para que el Kremlin se enredase en una conflagración
nuclear que tenía perdida de antemano.
Cabría preguntarse por qué ni Guevara, ni Castro ni ninguno de los cabecillas de
la revolución cubana supieron verlo. Sencillo, jamás tuvieron asesores en el sentido
estricto del término. Se rodeaban de aduladores que les reían las gracias y aplaudían
sus ocurrencias. Nada extraño, es lo que venían haciendo desde los años de Sierra
Maestra. Por eso se dieron contra la pared.
Las esperanzas y anhelos de Ernesto empezaron entonces, en aquel invierno de
1962, a desligarse de Moscú. Empezó a ver como la redención de la humanidad no
pasaba por la Plaza Roja. Su visión era más romántica y arrebatadora: guerrilla,
acción, pueblos en armas rebelándose contra la oligarquía e instaurando revoluciones
populares. El nuevo socialismo habría ineluctablemente de llegar a través de
experiencias liberadoras como la cubana. En «La Guerra de Guerrillas» ya había
teorizado sobre el tema, en los numerosos artículos que escribía para la revista
«Verde Olivo» hacía referencia una y otra vez al milagro cubano.
Luego la cuestión era simple, si lo que funcionaba era lo suyo, ¿por qué no
exportarlo de una vez por todas a todo el orbe?, ¿por qué no convertirse en el adalid
de los desheredados de la tierra con un fusil al hombro?
Los primeros meses de 1963 fueron muy duros para Cuba en el plano económico.
Comenzaban a sentirse las funestas consecuencias de las colectivizaciones llevadas a
cabo en el bienio anterior. La política de industrialización forzosa de la isla se estaba
revelando como un calamitoso y costosísimo error. Todo era carestía, racionamiento,
recursos mal asignados, mercados negros, falta de provisiones, en definitiva, el
rosario de consecuencias negativas que al corto plazo trae la planificación socialista.
Es cierto que Lenin y Stalin habían conseguido industrializar Rusia a golpe de plan,
pero con un coste en vidas humanas que Cuba, con sus poco más de seis millones de
habitantes, no podía permitirse.
Además, faltaban las materias primas que en Rusia abundaban pero no en Cuba.
Por más que lo deseen sus gobernantes esta pequeña isla no puede ser autosuficiente
en una economía moderna. Carece de petróleo, de yacimientos de hierro y de otros
metales no menos importantes para la industria como el estaño, el zinc o la bauxita.
Podían importarse, pero las reservas de divisas del Banco Nacional de Cuba, el
mismo que había dirigido Ernesto años antes, estaban exhaustas. No había un solo
dólar en las arcas del Estado. Y sin dólares la economía no funciona. Ni en la Cuba
socialista ni en ningún otro lugar del mundo. Por mucho voluntarismo que Ernesto le
pusiese en las jornadas de trabajo voluntario, donde nada hay nada puede obtenerse.

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De poco valía el entusiasmo desmedido en los muelles del puerto levantando sacos si
el país a duras penas podía alimentar a todos sus habitantes.
Fidel no era ajeno a los crecientes problemas económicos. Había dos posibles
soluciones. Una desandar lo andado, intentar el acercamiento a los Estados Unidos
para que levantase el embargo comercial. La otra cuadrarse en posición de saludo
ante la Unión Soviética para que sostuviese a la revolución. La primera fue desechada
de inmediato. Abrir la economía suponía ciertas concesiones que Fidel no estaba
dispuesto a admitir. Para que los norteamericanos anulasen el embargo era
imprescindible reconocer de nuevo la propiedad privada. Si los cubanos podían ser
propietarios significaba que podían enriquecerse y esto es la mayor pesadilla para un
régimen comunista. Un ciudadano que dispone de propiedades es un peligro para su
tiranía. El paraíso socialista sólo es posible con una ciudadanía inerme y desarmada
que lo espere todo del Estado.
Luego solo quedaba volver a Moscú con la cabeza gacha y el rabo entre las
piernas. El premier Jruschov se había hasta tomado la molestia de invitar a Castro a
conocer de cerca la patria del socialismo. Castro se hizo de desear durante una
temporada y al final aceptó. Pelillos a la mar. Que meses antes había tachado de
«culero» al premier soviético nada importaba, que una de las diversiones populares
más extendidas en La Habana era entretenerse con coplas sobre la falta de hombría de
los soviéticos era pura anécdota. A finales de abril de 1963 Fidel Castro emprendió
viaje a la URSS, la primera de una larga lista de peregrinaciones a la casa del amo
que realizaría hasta que la Unión Soviética se derrumbó en 1991.
Guevara se quedaba en Cuba. Con su radicalismo y ese misticismo revolucionario
tan suyo lo único que conseguiría era dar al traste con la reconciliación. El viaje de
Fidel no era turístico. Durante los casi dos meses de periplo por las repúblicas
soviéticas el líder cubano negoció importantes acuerdos en los que se despacharon
asuntos de importancia para el todavía ministro de Industrias. Nadie consultó a
Ernesto ni por teléfono. En su oficina de la Plaza de la Revolución el Che iba
enterándose de la firma de unos acuerdos en los que el no había dicho ni una palabra.
El divorcio entre Castro y el Che, entre el Comandante Guevara y la revolución
cubana estaba a punto de formalizarse.
El regreso de Castro se produjo ya entrado el verano. Los efectos del viaje eran
demoledores para la obra de Ernesto al frente de su ministerio. Castro certificaba el
fin de la fantasía industrial de su ministro del ramo. Moscú se había mostrado atenta
con Fidel, con su revolución y dispuesta a contribuir en el mantenimiento del
régimen, pero solo a cambio de que Cuba aceptase integrarse en la división del
trabajo que imperaba dentro del campo socialista. En ésta peculiar planificación
internacional de la producción que se llevaba —o al menos intentaba llevar—, a cabo
desde organismos como el CAME a Cuba le tocaba, como no podía ser de otra
manera, producir azúcar para sus socios.
Todo el castillo que Ernesto había venido construyendo desde 1960 se venía

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abajo. Casi en cada discurso, en cada artículo recordaba una y otra vez que el gran
problema de Cuba era la monoproducción de azúcar, la dependencia fatal que la
economía cubana tenía del dulce elemento. Según la teoría guevarista Cuba poseía
una economía de tipo colonial y estaba condenada por el imperialismo a producir
azúcar en cantidades industriales. Los españoles habían hecho de la isla un gran
ingenio azucarero y la república independiente no había corregido el rumbo. Iba a ser
él el que reorientase la historia económica de Cuba en torno a un ambicioso proyecto
de industrialización. Pues bien, en apenas dos meses todo se vino abajo. Cuba iba a
producir azúcar, cuanto más mejor, para sus socios del campo socialista.
Días después del regreso del líder Guevara dejó La Habana para dirigirse a Argel.
En julio los argelinos celebraban el primer aniversario del acuerdo de Evián que
había puesto fin a la colonia francesa. A la independencia le sucedió el Gobierno de
tendencia socialista de Ahmed Ben Bella, que ya desde tiempos de la guerra contra
los franceses recibía ayuda cubana. En diciembre de 1961 Castro envió un barco
cargado de armas a Marruecos para surtir a las guerrillas argelinas. Ben Bella no
olvidaba los buenos oficios de su amigo antillano y recibió a la delegación cubana
colmándola de honores.
En Argelia Ernesto dio alguna charla, participó en un seminario de planificación y
recorrió el país de norte a sur. La relación con el dirigente argelino era francamente
buena. Ernesto y Ben Bella conectaron a la primera, tanto que el guerrillero argentino
se interesó por los problemas fronterizos que a la sazón Argelia padecía con su
vecino marroquí. La independencia de Marruecos era también relativamente reciente.
Se había producido en 1956 gracias a un acuerdo a tres partes entre las potencias
coloniales, Francia y España, y el rey alauita.
Con la recién lograda soberanía plena de los argelinos los conflictos no se
hicieron esperar. Las escaramuzas dieron comienzo en septiembre en la zona de Hassi
Beida y pronto se extendieron a los arenales de Tinduf. Castro se conmovió ante las
cuitas de su aliado magrebí y no dudó en enviar un contingente de soldados y armas
para echar una mano a Ben Bella. El dispositivo cubano incluyó más de 2000
hombres al mando del antiguo comandante de Sierra Maestra Efigenio Ameijeiras,
cincuenta carros T-55 y varios cazas de fabricación soviética MiG-17. Mientras los
cubanos tenían que apañarse con una cartilla de racionamiento, su Gobierno no
escatimaba en medios para intervenir en una refriega fronteriza en el lejano desierto
del Sahara. A eso Fidel Castro lo bautizó como Internacionalismo. Esta del otoño de
1963 fue la primera de un abanico de intervenciones de Castro en África. La de
Argelia, además, hasta le salió bien. Ante el empuje de los carros cubanos y el buen
hacer de sus oficiales, los marroquíes se vieron impelidos a solicitar un armisticio.
Una victoria concluyente que daría alas a los delirios castristas en el continente
negro.
Pero en La Habana la aventura africana todavía se veía con cierto recelo. No
sabían nada de África, además estaba lejos y sus descomunales proporciones

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invitaban a la prudencia. A Fidel y a Ernesto lo que les excitaba de verdad era
Hispanoamérica. Exportar la revolución a países hermanos, hijos del tronco común
español, que hablasen el mismo idioma y sintiesen la política de modo semejante.
Para Ernesto, que aunque tenía desde 1959 la nacionalidad cubana nunca dejó de
ser argentino, los proyectos pasaban inevitablemente por su patria natal. Las
circunstancias invitaban a intentarlo. En enero de 1962 la República de Cuba fue
expulsada de la OEA, el foro que desde 1948 reunía a todos los Estados americanos.
La política argentina era un vaivén continuo de golpes y contragolpes, quizá ya
suficientemente maduro para albergar en su seno una guerrilla revolucionaria.
Desde años antes se venía adiestrando en Cuba a argentinos que llegaban a La
Habana con el caramelo de la revolución en los labios. El héroe de casi todos era su
compatriota Ernesto Guevara. Un hombre hecho a sí mismo que, tras recorrer el
continente de sur a norte, había triunfado junto a los barbudos en la legendaria
revolución cubana. Ernesto eligió a su viejo amigo y compañero Jorge Ricardo
Masetti para encabezar la guerrilla argentina. Masetti había años atrás realizado una
entrevista en profundidad un entrevista al guerrillero en la Sierra Maestra y tras el
triunfo de la Revolución se había quedado a residir en Cuba. A mediados de 1963,
coincidiendo con el viaje de Ernesto a la Argelia de Ben Bella, el primer contingente
revolucionario se desplazó desde La Habana a Bolivia haciéndose pasar por una
delegación comercial argelina. Desde Bolivia cruzaron a Argentina por la provincia
de Salta. Nunca más volverían.
Masetti se estrelló contra la realidad y lo pagó con su vida. Siempre quedará la
duda razonable si el Che pretendía en algún momento llegar a integrarse en la
guerrilla. Por los indicios parece ser que si. Por un lado Ernesto nunca renegó de la
posibilidad de llegar a triunfar en Argentina como lo había hecho en Cuba, por otro el
nombre de guerra del que se dotó Masetti al entrar en Argentina da mucho que
pensar: Jorge Ricardo se hizo llamar «Comandante Segundo» de lo que se deduce que
el «Comandante Primero» estaba aún por llegar.
Castañeda argumenta muy acertadamente las razones por las que cree que
Guevara no sólo estaba detrás de Masetti en la preparación de la guerrilla, sino que
también era el gran tapado de la misma. Según el biógrafo mexicano Ernesto […]
poseía el propósito categórico de enrolarse en la guerrilla argentina entre finales de
1963 y principios del año siguiente […] sino es muy difícil explicarse el cúmulo de
casualidades que se dieron en torno a este foco guerrillero que acabó trágicamente.
Masetti y sus hombres se infiltraron en Argentina formando el llamado «Ejército
Guerrillero del Pueblo» (EGP). Iban a poner en práctica la teoría del foquismo
alumbrada por el Che. Una vez aparecido el foco los campesinos le apoyarían. De ahí
en adelante todo sería cuestión de hostigar a las fuerzas de orden público y al ejército
hasta la victoria final. La teoría estaba errada. Los integrantes del EGP tuvieron
ocasión de comprobarlo en sus propias carnes. Tan pronto como anunciaron su
presencia en la selva de Orán a través de un comunicado de prensa que los argentinos

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ignoraron con olímpico desdén, la Gendarmería Nacional los puso en el objetivo. La
guerrilla apenas subsistió unos meses. La mayor parte de sus integrantes murieron de
hambre en la selva, incluido el propio Masetti, otros fueron abatidos por los
gendarmes, algunos incluso se despeñaron y murieron después como consecuencia de
las heridas.
Del rotundo fracaso que había cosechado la guerrilla argentina no sacó Ernesto ni
una sola enseñanza. No revisó sus axiomas teóricos a pesar de que se estaban
demostrando como falsos allá donde se ponían en práctica. Más bien al contrario. La
querella ideológica entre chinos y soviéticos hizo que las posturas del Che se
radicalizasen aún más hacia la acción y la lucha directa. La coexistencia pacífica
entre el este y el oeste que por aquellos años preconizaban el Kremlin era vista por
Ernesto a finales de 1964 del siguiente modo:

Como marxistas, hemos mantenido que la coexistencia pacífica entre naciones no engloba la coexistencia
entre explotadores y explotados, entre opresores y oprimidos.

El giro de la política cubana hacia una dependencia absoluta de la URSS lo veía


Guevara desde su despacho en el ministerio de Industrias con preocupación y
desencanto. Y no era solo que Castro se hubiese abonado a la tesis soviética de
división internacionalista del trabajo que condenaba a Cuba a la monoproducción
azucarera. Las ideas de Guevara iban mucho más lejos. Se sentía defraudado por la
Unión Soviética en tanto que esta no estaba dispuesta a apoyar su revolución mundial
mediante la guerra de guerrillas.
La crisis de los misiles era el primer capítulo de una letanía que no tardaría en ir
adquiriendo más cuerpo. Durante todo 1963 y 1964 conforme Cuba iba cerrando filas
en torno a Moscú, Ernesto se revolvía como gato panza arriba enfrascado en sus
teorías sobre la ley del valor y el socialismo, sobre la acción directa como único
medio para derribar el imperialismo y sobre la cuestión de los estímulos en la
producción planificada. A su vuelta de Argelia su opinión respecto a los países
socialista de la órbita moscovita iba de mal en peor. Consideraba que la crisis
económica crónica que padecían se debía a no haber aplicado el programa marxista-
leninista en toda su amplitud. En una reunión en el ministerio decía ante sus
consejeros:

Entonces tenemos que ya hay una serie de países que están todos cambiando el rumbo, ¿frente a qué?
Frente a una realidad que no se puede desconocer, y es que, a pesar de que no se diga, el bloque occidental de
países está avanzando a ritmos superiores al bloque de la democracia popular.

Se refería evidentemente a los países europeos al otro lado del telón. Según él,
tanto Polonia como Alemania oriental o Checoslovaquia estaban viajando hacia el
capitalismo. Ya les hubiese gustado a los polacos, a los checos o a los alemanes. Lo
que sucedía al otro lado del telón era que en ciertos países estaban adoptando criterios
racionales en la producción, porque el marxismo espartano que predicaba Guevara

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conducía de modo inexorable a la ruina más absoluta en un plazo de tiempo récord.
En otra de sus charlas maestras sobre lo divino y lo humano que daba en el ministerio
para suplicio de los que tenían que aguantarlas, hacía este análisis de las causas del
problema agrario soviético:

Los problemas agrícolas que la Unión Soviética tiene hoy, de algún lado vienen… Algo anda mal… A mí
se me ocurre, también instintivamente, que eso tiene que ver con la organización de los koljoses y los
sovjoses, la descentralización, o el estímulo material, la autogestión financiera, además algunos problemas,
naturalmente, como tienen ellos las tierras particulares para los koljosianos; en fin, el poco cuidado que se le
ha dado al desarrollo de los estímulos morales sobre todo en el campo…[…] Cada día hay más indicios de que
el Sistema que parte de la base de países socialistas ya debe cambiar.

Instintivamente. En efecto, Ernesto Guevara analizaba los problemas


instintivamente, y así le fue a la economía cubana durante su paso por el ministerio
de Industrias. La monomanía del ministro era conseguir que los obreros de cualquier
ramo se motivasen mediante lo que el llamaba «estímulos morales». Esos estímulos
traducidos al español común eran la satisfacción de estar construyendo el socialismo,
sentir un orgasmo revolucionario con los interminables discursos de Castro o doblar
el espinazo de gratis durante todo el fin de semana para llegar a los objetivos de
producción marcados por un señor que fumaba Cohibas vestido de verde olivo. Eso,
en definitiva, era el estímulo moral.
Lo contrario eran los «Estímulos materiales», es decir, cobrar por trabajar o
recibir algún tipo de remuneración en especie. Para la estrecha y fanática visión del
Che el gran problema del socialismo soviético estribaba en que a los trabajadores no
se les sabía motivar. A un operario de un alto horno no había que incentivarle con
unas vacaciones en la costa búlgara, sino con una insignia dorada para la solapa y un
buen discurso sobre el «hombre nuevo» y el brillante amanecer de la sociedad
perfecta. Más o menos como en las sectas. El verdadero socialismo, el fetén, el que
llevaba al futuro, era aquel en el que la moneda y los intercambios monetarios
desaparecían. Todo pasaría a ser uno. Daba igual que una fábrica de zapatos fuese
ruinosa e ineficiente, lo importante es que se autogestionase, es decir, que no
presentase cuentas y que entregase los zapatos a un organismo centralizado tuviesen
o no salida en el mercado.
Bastan un par de horas para sumergirse en sus escritos y apercibirse de que, en el
fondo, a Ernesto Guevara no le gustaba la economía. Primero porque no entendía
como funcionaba y segundo porque no disponía de la capacidad suficiente como para
percatarse de que dos y dos son cuatro en el mundo socialista, en el capitalista y en
las lunas de Júpiter. Reconoció públicamente en varias ocasiones que la política
económica practicada en Cuba desde los inicios de la revolución había fracasado. Sin
embargo, y para asombro de los que nos acercamos a su obra medio siglo años
después, Guevara no buscó el origen en la planificación, sino en los defectos de la
misma. Algo por otra parte muy habitual en los socialistas de todos los tiempos. Una
vez han parido el engendro la culpa es de cualquiera menos de los padres del mismo.

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A lo largo de 1964 el desencanto de Ernesto con la línea moscovita fue creciendo
casi a la misma velocidad que iba perdiendo importancia dentro del ya personalísimo
régimen de Castro. A principios de 1964, en el mes de enero, Fidel viajó de nuevo a
la URSS. El motivo de esta segunda visita en menos de un año era la confirmación de
lo pactado meses antes, es decir, la consagración de Cuba como productor azucarero
y la integración definitiva de la república en la miríada de democracias populares
acaudillada por la Unión Soviética.
En el Kremlin sin embargo no pintaban demasiado bien las cosas. La era
jruschoviana tocaba a su fin. Entre bambalinas y con intriga palaciega incluida
algunos jerarcas del régimen le habían hecho la cama al mandarín. La razón última de
todo era la querella chino-soviética que por entonces estaba en su apogeo. Muy a
pesar de los esfuerzos del PCUS y de su máximo dirigente los chinos no terminaban
de pasar por el aro que había dispuesto Moscú al efecto. La diatriba entre chinos y
soviéticos, que partió en dos el movimiento comunista internacional, vino a durar
hasta la muerte de Mao Zedong aunque después de los desmanes de la Revolución
Cultural se atemperó. Pero nunca volvería a ser como en la década milagrosa de los
años cincuenta.
Los chinos acusaban a la URSS de intentar someter el movimiento revolucionario
a los dictados e intereses de los jerarcas del Kremlin. Pero no se quedaban ahí, para
los discípulos de Mao Zedong la Unión Soviética había dejado de lado su misión de
foco irradiador de la revolución mundial. Por resumirlo en unas pocas líneas, para los
ideólogos chinos de los años sesenta la URSS había entrado en una pendiente que la
conducía sin remedio al capitalismo. Empezaron poniendo en cuestión a Stalin en el
célebre XX Congreso de PCUS, continuaron cediendo ante los imperialistas en la
crisis del Caribe y era previsible que el partido degenerase hasta llegar al fascismo.
Por el contrario, desde Pekín se proponía una línea más expeditiva y pura, acorde
a las doctrinas de Marx y Lenin y, por supuesto, intransigente en grado extremo con
los imperialistas. Tal ideario se plasmó en lo que se dio a llamar Marxismo-
leninismo-pensamiento Mao Zedong, una empanada teórica que encandiló a buena
parte de la juventud occidental y que todavía hoy sigue teniendo algunos seguidores
despistados. Los postulados chinos se ajustaban como un guante a la visión fantasiosa
y violenta que el Che Guevara tenía sobre el devenir del Tercer Mundo. Si Mao era el
profeta del nuevo socialismo, el Che bien podía convertirse en su espada. La deriva
intelectual de Ernesto a lo largo de 1963 así lo confirma. Desengañado con la Unión
Soviética tras la crisis de los misiles y ahíto de críticas por la pésima gestión que
había rendido al frente de su ministerio, sólo le quedó una huida hacía delante que, en
apenas tres años, le llevaría a la muerte.
A los rusos no les hacía ninguna gracia que les llevasen la contraria, y mucho
menos en aquellos años de cruda disputa ideológica. El bloque socialista al completo
se tambaleó por la riña entre Moscú y Pekín, por lo que todas y cada una de las
repúblicas donde imperaba el socialismo real tuvieron de escoger bando. La Unión

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Soviética se valió de su estatus de gran potencia y del especial ascendente que tenía
sobre las naciones europeas ocupadas por el ejército rojo. En el viejo continente, con
las excepciones de Rumania y Albania, todos los países cerraron filas en torno a
Moscú. Rumania, más de boquilla que otra cosa porque en la práctica trató de
mantenerse equidistante entre ambos. Albania, cual Quijote del socialismo, se alineó
sin fisuras con la China Popular en una de las alianzas más extrañas de cuantas se han
dado en toda la historia de la diplomacia. El hermético y tiránico régimen de Enver
Hoxha llegó a romper relaciones diplomáticas con la URSS para entregarse en cuerpo
y alma a Mao. Los albaneses de hoy día todavía están pagando, y lo que les queda, la
factura de cuarenta años de comunismo ciego y desorejado. Cuba fue puesta en el
tirador y Fidel Castro no falló en el blanco. Puestos a bailar, lo hizo con la más guapa
y la más bonita, y en aquella reyerta la más agraciadas era la Unión Soviética.
Ernesto, cada vez más crítico con los soviéticos, veía como paulatinamente iba
aparatándolo de las grandes decisiones. Castro lo mantuvo en el cargo de ministro
pero sin dejar que gobernase demasiado. La primera de sus medidas fue descafeinar
el ministerio. En julio se creó una cartera específica para el azúcar desligándolo así
del Ministerio de Industrias. A su frente situó a Orlando Borrego, un colaborador
habitual de Guevara. Quedarse sin el azúcar era como quedarse con las manos vacías.
El resto de proyectos de industrialización habían quedado o parados o ralentizados al
máximo. No había con qué financiarlos y, además, en el Kremlin habían sido
explícitos al respecto: Cuba seguiría siendo un país azucarero. De hecho, más
azucarero que nunca. Para la industria ya estaba Polonia, Checoslovaquia o la RDA.
En el bloque socialista la planificación se llevaba a cabo a todos los niveles, incluido
el supraestatal.
La prioridad absoluta para el Gobierno era la zafra, cuántas más toneladas mejor
para la economía de la isla y para la recién estrenada política de Castro. La industria
convencional, la misma por la que el Che había suspirado durante años hacía aguas
por los cuatro costados. Los envíos de maquinaria, equipos y componentes
prometidos por los rusos no llegaban, o si lo hacían era tarde y mal, con piezas
defectuosas, insuficientes o de una calidad deplorable. Las pocas fábricas que se
habían puesto en funcionamiento eran ineficaces y no producían nada. El ministro
estaba desolado. Ni con toda la voluntad revolucionaria del mundo podía sacar
aquello adelante. Para 1964 el desabastecimiento era ya moneda corriente en Cuba.
Antes de la Revolución, cuando los mercados eran libres, nadie tenía problema en
abastecerse de casi nada. Ni a las empresas les faltaban insumos para su
funcionamiento ni a los cubanos una cuchilla para afeitarse por las mañanas. Se ve
que Guevara no hizo una reflexión tan elemental, y si la hizo, ni la dejó por escrito ni
se la confesó a nadie.
El papel que Castro había reservado para el Che no sólo se limitaba a ser una
comparsa con boina y uniforme en los desfiles, el líder sabía del predicamento
mediático de su ministro, especialmente en Occidente. Para 1964 le reservó una

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nutrida agenda de viajes por el extranjero para representar a la revolución. En el mes
de marzo Guevara dejó La Habana para participar en la Conferencia de Naciones
Unidas sobre Comercio y Desarrollo que se celebró en Ginebra. La delegación
cubana se alojó en una casita junto al lago Leman. Durante toda la estancia en Suiza
dicen que a Ernesto podía vérsele caminando a solas a orillas del lago ensimismado
en sus pensamientos. Es posible pero difícil de creer. El dispositivo de seguridad que
acompañaba, y acompaña, a los líderes cubanos es espectacular. El exilio de Miami
pagaba la cabeza de Ernesto Guevara con la nada desdeñable cifra de veinte mil
dólares… ¡cómo para andar dando paseos a solas por una pequeña ciudad europea!
En Ginebra, dentro de la agenda de intervenciones de la Conferencia, Ernesto dio
un discurso. Desde el Consejo Interamericano de Punta del Este no se había vuelto a
dejar ver por un gran foro internacional, así que aprovechó la circunstancia y echó el
resto frente a los delegados. Nada nuevo salvo que en 1964 ya no podía ir con lo del
vertiginoso crecimiento económico de Cuba. Todo el mundo sabía ya de los
problemas económicos que atravesaba la isla, estrecheces, por lo demás, atribuibles
por entero a la desastrosa gestión del lustro precedente.
La intervención del Che en la Conferencia se centró en torno a lo injusto que era
el mundo, que si los explotados, que si los explotadores, que los términos de
intercambio no eran los adecuados, que si los pueblos estaban deseando liberarse, etc.
Más o menos el discurso que ese subproducto del marxismo conocido como izquierda
tercermundista viene repitiendo desde hace cinco décadas. Tras la perorata en el
Palacio de las Naciones hizo una corta escapada a Argel para visitar a su amigo
Ahmed Ben Bella y participar en el primer Congreso del Frente de Liberación
Nacional.
En África empezaba a sentirse Ernesto como en su propia casa. El continente era
un hervidero político en los primeros sesenta. Todo estaba por hacer, las jóvenes
naciones africanas que acababan de acceder a la independencia estaban listas para
probar nuevas experiencias liberadoras. Para esos menesteres nadie como el
guerrillero heroico, siempre sediento de excitantes y románticas aventuras. La vuelta
a Cuba la hizo vía París donde se encontró con el economista francés Charles
Bettelheim, ya felizmente olvidado. Juntos, según cuentan, tomaron un café en el
barrio latino. Entrañable.
La vida en La Habana era muy aburrida. Y eso a pesar de que en el lapso de unos
meses fue padre de dos hermosos retoños. Uno legítimo, Celia Guevara March,
nacida en el verano de 1963, y otro ilegítimo Omar Pérez, nacido en marzo de 1964
de una relación extramatrimonial con una bella habanera llamada Lilia Rosa López.
El destino de ambos fue divergente. Mientras Celia junto a su madre y hermanos se
convirtió en una buena revolucionaria digna de la mejor tradición castrista, el
desdichado Omar, que no pudo ni gozar del privilegio de llevar el apellido paterno,
llegó a estar recluido en un campo de trabajo, novedosa institución de reforma de las
conciencias que había inaugurado su padre.

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Resulta cuando menos curioso comprobar cuán diferente fue la vida que llevaron
los vástagos del Che dependiendo de quien fuese su madre. Omar, que se dedicó a la
poesía, purgó sus penas en un correccional. Hilda, Hildita, la que se parecía a Mao
Zedong, llevó una vida miserable vilipendiada y apartada por su madrastra hasta su
muerte en 1995. El hijo de Hildita, Canek Sánchez Guevara, abandonó Cuba en 1996
y se convirtió en un activo opositor al castrismo. Murió en México en 2015 a los 41
años tras una operación cardiaca renegando de la vida y obra su abuelo.
A los hijos de Aleida March, sin embargo, la fortuna les sonrió desde el principio
y se convirtieron en un modelo a seguir. La mayor, Aleida, da conferencias, escribe
artículos y recibe galardones en nombre de su padre. Fue internacionalista en
Nicaragua y hoy todavía se la puede ver concediendo entrevistas e inaugurando
monumentos al Che en los más peregrinos rincones del planeta. Es más, la
primogénita del Che, que llamaba tío a Fidel Castro, se ha convertido en una
conspicua militante antiglobalización, de esas que menudean por la prensa occidental
vaticinando con precisión el final inminente del neoliberalismo. En una entrevista
concedida a Néstor Kohan afirmaba:

En ese sentido está bien claro que solamente unidos, nosotros, podemos elevar el nivel de vida de nuestros
pueblos y hacer cambios importantes en nuestros pueblos. Si no hay unidad, no hay fuerza. Y eso lo ha
demostrado la historia.

Lo único que ha demostrado la historia es que los regímenes en los que no sube
bajo ninguna circunstancia el nivel de vida son los regímenes comunistas y
liberticidas como el de su tío Fidel. Quizá la voluntariosa Aleida Guevara no se haya
percatado de la jugada, pero allá en la isla donde nació la gente se tira al mar encima
de un neumático para poder ofrecer algo de dignidad a sus hijos.
Aleida, que, a diferencia de su padre, si se graduó como médico, es una de las
embajadoras del castrismo más conocida en el extranjero. Lleva años prodigándose
en conferencias, simposios y estudios de televisión. Lo hace a la fuerza. A la buena
mujer no le queda más remedio. En una entrevista radiofónica aseguraba que no
podía explicarse que haya […] gente que puede vivir fuera de Cuba, porque para mí
es muy difícil. Yo tengo que salir continuamente y ya cuando llevo 15 días fuera me
entra un gorrión extraordinario. A veces los cubanos no nos damos cuenta del tesoro
enorme que tenemos […]
A Aleida Guevara le debemos también una modesta pero fundamental
contribución a la politología contemporánea en formato documental con dos títulos
fundamentales para la guevarología de ayer, de hoy y de siempre: «Ausencia
presente», dedicado a su padre, y «Chávez, Venezuela y la nueva América Latina»,
ambos de 2007, es decir, de cuando todavía el régimen venezolano podía financiar
estas cosas.
Dejando a un lado los alumbramientos de esposa y amante parece innegable es
que la vida Ernesto en Cuba a su vuelta de Ginebra no era especialmente excitante.

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Los nuevos acuerdos firmados a sus espaldas por Fidel le dejaban poco espacio de
maniobra. Como muestra tenemos los numerosos discursos y artículos que firmó
durante aquellos meses. En mayo se desplazó hasta Las Villas para inaugurar una
planta mecánica, días después soltó un discurso en el ministerio que, por su interés
público, fue transcrito años más tarde en el diario Granma para solaz de sus lectores.
Un día más tarde viajó hasta la Isla de Pinos, en la costa sur, para inaugurar otra
planta, ésta de caolín. El caolín es un silicato de aluminio hidratado con múltiples
propiedades entre las que se encuentra la fabricación de pesticidas para controlar las
plagas agrícolas. La siderurgia, como vemos, tendría que esperar.
Ese mismo mes de mayo le reservó una nueva oportunidad de encuentro con los
empleados de la industria en la inauguración de una fábrica de bujías en Sagua la
Grande, factoría construida con capital y técnicos checoslovacos, todo un ejemplo
vivo de internacionalismo proletario del bueno. En el discurso, que es lo que de
verdad se le daba bien a Ernesto, recordó a sus futuros trabajadores que la planta:
… ha sido hecha, si no naturalmente con toda la eficiencia necesaria, con todo nuestro amor, para darles a los
obreros un centro de trabajo donde todo invite a trabajar y a defenderlo, donde el trabajo sea cada vez más una
agradable necesidad, un deber social que se cumple con alegría.

Sustituyamos la eficiencia por amor y ya si se fabrican tres bujías o cien tanto da,
lo importante es convencerse que el trabajo es una agradable necesidad. Una frase
semejante en boca de Henry Ford, Bill Gates, Amancio Ortega o cualquier magnate
de la industria capitalista y es fácil figurarse lo que tanto Ernesto Guevara como sus
muchos epígonos opinarían al respecto. Pero en estos discursos a los que Ernesto se
entregaba con fruición de colegial es donde daba lo mejor de sí mismo. En el que
dedicó a los operarios de la planta de caolín hizo una curiosa apología de la nueva
sociedad que estaba construyendo la revolución cubana:

La sociedad en la cual todos podrán disponer de una cantidad infinita de bienes de consumo; la sociedad
en la cual el trabajo tendrá características distintas, y cada vez será más agradable, estará más alejado de los
sufrimientos físicos que todavía hoy debe tener el obrero en determinados trabajos.

¿Cantidad infinita de bienes de consumo? ¿Trabajo agradable alejado de los


sufrimientos físicos? Francamente desconozco en que planeta vivía el Che en 1964,
pero ese discurso se lo estaba dando a unos individuos que para ir a comprar
necesitaban una cartilla de racionamiento. Lo del trabajo agradable mejor ni tocarlo a
la vista del lamentable espectáculo que ofrece el Malecón de La Habana desde hace
medio siglo.
En el verano de 1964, como ya apuntaba anteriormente, Fidel privó a su otrora
comandante predilecto de las competencias sobre el azúcar. El ministerio de Ernesto
se quedaba en el esqueleto. Pero ya poco le importaba, tenía la mente en otro lugar.
Poco a poco iba descubriendo su verdadera vocación, y ésta quedaba muy lejos de los
trámites administrativos de la Cuba socialista. Entre traer el socialismo y construirlo
Ernesto había brillado tan sólo en la primera de las facetas. En la segunda se estaba

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demostrando como un absoluto inepto, tanto en la etapa al frente del Banco Nacional
como en los años de ministro de Industrias.
En el mes de julio se celebró en la capital una mini conferencia afroasiática de
esas que tanto se estilaban en aquella época. ¿Qué diablos vendrían a hacer en Cuba,
país caribeño, los dirigentes y delegaciones de países africanos y asiáticos?
Imaginemos que al presidente de la Comisión Europea le da por convocar una
cumbre comunitaria en Bangladesh. Nos sorprendería, ¿verdad? Misterioso pero no
tanto. La política de Castro iba enfocándose hacia el Tercer Mundo. Por indicaciones
de Moscú y también por íntimas convicciones creyó haber encontrado su lugar en el
mundo entre las naciones africanas y asiáticas recién descolonizadas.
Es evidente que cualquier parecido entre Cuba y el Congo Belga es pura
coincidencia, Pero a los jerarcas castristas no se lo parecía así. Ciñéndose a la lectura,
marxista naturalmente, que los cubanos hicieron del proceso descolonizador de los
sesenta, los países de África estaban a las puertas de revoluciones redentoras en las
que el imperialismo iba a morder el polvo. Los conflictos como el de Vietnam se
multiplicarían como los panes y los peces en lo que sería la tumba final del
capitalismo. El Che Guevara no era ajeno a todo este ajetreo global. En un discurso,
como no, pronunciado en el ministerio de industrias decía lo siguiente en aquel
mismo verano:

Y hoy las tropas norteamericanas deben ir al Congo. ¿A qué? A meterse en otro Vietnam; a sufrir,
irremisiblemente, otra derrota, no importa cuánto tiempo pase, pero la derrota llegará.

Ni veo necesario recordar que el Congo se convirtió en otro Vietnam si, pero para
el Che Guevara. Y en cuanto a las tropas norteamericanas a las que hacía referencia el
ministro no se dejaron ni ver por el país centroafricano. Muy al contrario, fueron los
propios congoleses apoyados por belgas y norteamericanos, los que libraron el
conflicto que empezó y terminó siendo de índole civil.
En el mes de noviembre Fidel llamó a Ernesto para encargarle un nuevo viaje de
representación. A la URSS y con motivo de la conmemoración anual de la
Revolución de Octubre. No era cualquier cosa aquel viaje. Días antes, el 14 de
octubre, habían desalojado definitivamente a Jruschov del Kremlin. Su lugar lo había
ocupado una troika compuesta por Leonidas Breznev, Alexei Kosyguin y Nicolai
Podgorni en la que pronto descollaría el primero y se haría con el poder incontestable
hasta su muerte tres lustros más tarde. No se despacharía en Moscú nada relevante
pero era importante acudir con la artillería pesada.
En tiempos del bloque soviético era costumbre que con motivo del aniversario de
la revolución rusa líderes de todo el mundo socialista se desplazasen a Moscú para
rendir pleitesía a los amos. No es con intención de hacer un paralelismo, pero aun
estoy por ver el día que el Rey de España y los presidentes de Italia, Alemania o
Francia viajan a Washington a fotografiarse junto al presidente yanqui en las
celebraciones del Cuatro de julio. El imperio americano no es tal, o al menos no lo en

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las formas. Los actos en conmemoración de los acontecimientos de octubre de 1917
fueron meramente protocolarios, Ernesto, vestido de riguroso verde olivo, saludó
cortésmente a los nuevos señores del socialismo soviético y con las mismas regresó a
La Habana.
No habría de pasar mucho tiempo antes de que al afligido —y aburrido—,
ministro de Industrias le diesen nuevo destino. Acababa de convocarse la
decimonovena Asamblea de las Naciones Unidas en Nueva York. Por la ciudad del
Hudson habían desfilado ya los dos grandes prohombres de la revolución cubana.
Fidel lo había hecho antes y después de sus ascenso al poder, y lo seguiría haciendo
de tanto en tanto para darse baños de internacionalismo con el escudo de la ONU de
fondo. Dorticós visitó Nueva York poco antes de la crisis de octubre para advertir de
lo bien defendida que se encontraba la isla y de lo poderosos que eran sus nuevos
padrinos.
Ernesto llegó a la capital del mundo en la segunda semana de diciembre.
Emprendía, aún sin saberlo, un viaje que vendría a cambiar de un modo irremediable
su destino. El día once se dirigió a la Asamblea en pleno. Subió decidido a la tribuna
de oradores y se dispuso para soltar el que probablemente sea su discurso
internacional más recordado y celebrado. Releyéndolo hoy, cincuenta años más tarde,
no deja de tener su gracia y cierto regusto antiguo. Para la gente de mi generación, la
que vino al mundo en los años setenta y vio en plena pubertad como la tramoya del
comunismo se pudría por dentro, volver los ojos a aquella época es muy instructivo.
Ese mismo año entraron a formar parte del organismo tres nuevas naciones: Zambia,
Malawi y Malta, que recibieron la calurosa bienvenida del ministro cubano. Acto
seguido comenzó la perorata sobre la complicada situación de África, los malos que
eran los imperialistas y la necesaria coexistencia pacífica entre las naciones de la
tierra. Aquí a Ernesto empezaron a patinarle las neuronas. Primero la defendió
ardorosamente con las siguientes palabras:

De todos los problemas candentes que deben tratarse en esta Asamblea, uno de los que para nosotros tiene
particular significación y cuya definición creemos debe hacerse en forma que no deje dudas a nadie, es el de la
coexistencia pacífica entre Estados de diferentes regímenes económico-sociales.

Poco después, apenas un párrafo, el dedicado a la guerra de Vietnam se enmendó


la plana a sí mismo y dijo:

Como marxistas, hemos mantenido que la coexistencia pacífica entre naciones no engloba la coexistencia
entre explotadores y explotados, entre opresores y oprimidos.

En resumen, que la coexistencia debe promoverse entre países que adopten


diferentes sistemas económicos pero he aquí el problema. Para los marxistas todo lo
que no es socialismo es explotación lo cual invalida la primera proposición. Tal vez
lo que Guevara defendía realmente era la coexistencia pacífica entre naciones
socialistas. Quizá era un guiño a soviéticos y chinos para que no llegasen a las manos

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en sus diferencias no tanto ideológicas como de praxis. Podría ser aunque es
improbable. El Che sabía perfectamente lo que decía y como —ni entonces ni ahora
— puede llegar uno a la ONU pidiendo a voz en cuello la guerra nuclear, pues se
enredó en ese fregado cuya contradicción salta a la primera lectura.
Para demostrar que era un hombre versado en geopolítica que se pasaba el día
meneando la zapatilla de avión en avión dio una charla magistral sobre la verdadera
situación en los lugares más dispares del planeta. El Congo, Puerto Rico, el África
portuguesa y varios países de América Latina. Su sapiencia era enciclopédica, así se
lo hizo ver a los delegados de todo el mundo en un descortés abuso de la paciencia
ajena. No trató la problemática interna en las relaciones de producción en el
Principado de Sylvania simplemente porque tal principado no existía. De ser así todos
y cada uno de los representantes de las naciones allí congregados se hubiesen
enterado hasta del más mínimo detalle.
El plato fuerte lo dejó para el tema del armamento, que le tenía sin dormir desde
que los rusos dejasen a su revolución en la estacada. En diciembre de 1964 la crisis
de los misiles estaba aun muy reciente en la memoria de todos, por lo que se dejó la
piel tratando el tema de las armas nucleares. En esto realizó el mismo ejercicio,
idéntica prestidigitación verbal que con lo de la coexistencia pacífica. Muy moderado
arguyó ante la Asamblea:

Nosotros consideramos que es necesaria esta conferencia con el objetivo de lograr la destrucción total de
las armas termonucleares y, como primera medida, la prohibición total de las pruebas.

Enternecedora sentencia sino fuese porque tal aseveración venía de un individuo


que apenas dos años antes había asegurado que si Cuba dispusiera de cohetes
nucleares los hubiera lanzado inmediatamente contra los Estados Unidos, y, en
especial, contra la ciudad en la que estaba pronunciando ese discurso. Para que los
rusos, que estaban presentes observando complacidos como su vivaracho pupilo se
retorcía de gusto desvariando a placer, no pensasen que se había vuelto un
blandengue entregado a los yanquis corrigió el rumbo con presteza:

Pretendieron los norteamericanos, además, que las Naciones Unidas inspeccionaran nuestro territorio, a lo
que nos negamos enfáticamente, ya que Cuba no reconoce el derecho de los Estados Unidos, ni de nadie en el
mundo, a determinar el tipo de armas que pueda tener dentro de sus fronteras. […] Y Cuba reafirma, una vez
más, el derecho a tener en su territorio las armas que le conviniere y su negativa a reconocer el derecho de
ninguna potencia de la tierra, por potente que sea, a violar nuestro suelo, aguas jurisdiccionales incluidas.

De modo que había que ir hacía el desarme. Desarme total y absoluto patrocinado
desde las Naciones Unidas. Pero en ese desarme no entraba Cuba, que poseía una
especie de derecho divino para disponer de cuántas armas desease y del tipo que
creyese oportuno Una de cal y otra de arena. Tirar la piedra, esconder la mano y
volver a tirar la piedra. El estilo de la revolución cubana es inconfundible, un estilo
propio de los charlatanes de feria, de esos que hacen gracia al principio pero que al

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poco terminan repitiéndose y cansando con sus payasadas.
El discurso se prolongó más de la cuenta, pero es que Ernesto tenía muchas y
muy importantes cosas que transmitir a ese mundo absorto que lo contemplaba en su
triunfo. Para cerrar la arenga hizo una definición de Cuba que bien podría incluirse en
una antología de la mentira:

Cuba, Señores delegados, libre y soberana, sin cadenas que la aten a nadie, sin inversiones extranjeras en
su territorio, sin procónsules que orienten su política, puede hablar con la frente alta en esta Asamblea y
demostrar la justeza de la frase con la que la bautizaran: «Territorio Libre de América».

Mentira por triplicado. País sin cadenas pero que no deja salir libremente a sus
ciudadanos. Nación que no era objeto de inversiones extranjeras cuando llevaba
cuatro años mendigando créditos y subvenciones por todos los países socialistas.
Gobierno franco, sin procónsules que orientasen su política justo en un momento de
obsequiosidad sin límites para con sus amos soviéticos. Libre y soberana. Supongo
que se referiría a Fidel Castro y erró el género al pronunciarlo. Castro siempre fue
libre y soberano de hacer lo que quiso dentro de la isla. Lo de Territorio Libre de
América desconozco a quien se le ocurrió pero hizo fortuna la descripción y desde
entonces se repite como una letanía muy machacona entre los defensores del
castrismo.
Como había tocado tantos países y no precisamente de buen tono, los
representantes de algunos de ellos se dieron por aludidos y replicaron agriamente al
comandante. Ernesto ejerció su derecho y los despachó uno a uno. A fin de cuentas
estos delegados podían considerarse afortunados. En Cuba llevar la contraria al
ministro se pagaba con la vida, en las Naciones Unidas simplemente con media hora
de réplica. De todas las que dio, plagadas, por otra parte, de los clásicos lugares de la
revolución hay un momento que es sublime. Refiriéndose a las continuas bravatas
que el representante de Panamá acusaba a los líderes cubanos:

No hemos echado nunca bravatas, porque no las echamos, señor representante de Panamá… […] No
echamos bravatas en Playa Girón; no echamos bravatas cuando la Crisis de Octubre, cuando todo el pueblo
estuvo frente al hongo atómico con el cual los norteamericanos amenazaban nuestra isla, y todo el pueblo
marchó a las trincheras, marchó a las fábricas, para aumentar la producción.

Si por bravata Ernesto Guevara no entendía llamar «hijo de puta» y «culero» al


premier soviético. Si para el guerrillero heroico no era una bravata impedir el acceso
a los inspectores de la ONU. Si una bravata, en definitiva, no es decir a un periodista
que si Cuba tuviera cabezas nucleares las pondría sin dudarlo en el centro de Nueva
York. Quizá la Real Academia de la lengua española deba reunirse de urgencia para
reubicar semánticamente el término bravata en el diccionario.
La estancia en la ciudad de los rascacielos se prolongó durante una semana. En
este tiempo Ernesto tuvo que soportar como cubanos exiliados se manifestaron contra
su presencia en la ciudad. No estaba acostumbrado a ese tipo de recibimientos tan

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hostiles. Desde que triunfase la revolución y el antaño mochilero argentino empezase
a viajar en primera clase, casi todos sus desplazamientos los había hecho a naciones
tercermundistas o del pesebre socialista. Ver que gente común se manifestaba
libremente contra él sin que la policía la emprendiese a palos debió causarle una
ingrata impresión. Tanta que el día catorce concedió una entrevista a tres para el
programa televisado Face the Nation. Los afortunados en ponerse al otro lado del
héroe de Santa Clara fueron Tad Szulc, del New York Times, Richard C. Hottelet y
Paul Niven, ambos de la CBS. Los reporteros bombardearon a preguntas al Che
durante todo el programa sobre actualidad, Cuba y las relaciones del régimen con los
Estados Unidos. Ya al terminar, justo en el momento en que el presentador daba por
concluido y espacio y pasaba a la publicidad Paul Niven lanzó una carga de
profundidad de la que Ernesto no pudo salir por si mismo, le salvó la campana:

Paul Niven: Comandante, ¿puedo preguntarle qué porcentaje del pueblo de Cuba
respalda la Revolución?
Ernesto Guevara: Bueno…
Paul Niven: Tenemos diez segundos.
Ernesto Guevara: Es muy difícil en diez segundos. En este momento no tenemos
elecciones, pero una gran mayoría del pueblo cubano respalda a este gobierno.

Ni en diez segundos ni en diez años. Los capitostes de La Habana nunca han


sabido a ciencia cierta cuánta gente apoya a su Gobierno revolucionario.
Sencillamente porque nunca se preguntaron mediante unas elecciones libres y
abiertas a todas las posiciones políticas.
El dieciocho de diciembre de 1964 Ernesto abandonó Nueva York. Sería la última
vez que pisase el suelo de su enemigo. Los norteamericanos, los neoyorquinos en
particular, no le habían dado el recibimiento que el esperaba. Su odio hacia los
Estados Unidos era furibundo. A pesar de la cortesía con la que había tratado días
antes a los periodistas de la cadena CBS no sentía más que desprecio y resentimiento
hacía esa nación y sus habitantes. Sólo estuvo a lo largo de toda su vida dos veces en
el mayor país de Norteamérica. La primera cuando era aun estudiante. Hizo, como ya
he referido en páginas anteriores, una escala en Miami en su viaje de regreso a
Buenos Aires. La segunda y última se produjo en la semana previa a Navidad de
1964, más de una década después.
En Estados Unidos se concentraba para el Che todo lo pérfido y depravado que
reside en el alma humana. Tal simplificación en una persona medianamente
inteligente como era Ernesto se debía única y exclusivamente a ignorancia y
fanatismo. No conocía los documentos fundacionales de la Unión, y si los conocía no
se tomó el trabajo de leerlos, y si se lo tomó no le cundió en absoluto. Repudiaba
todos y cada uno de los puntos sobre los que había nacido la patria de Washington,
Franklin y Jefferson. La idea de que todos los seres humanos somos creados iguales y

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tenemos derecho a la búsqueda de la felicidad debía resbalarle como una gota de agua
sobre un cristal. Para el cada día más resentido y rencoroso Ernesto la salvación de la
humanidad dependía de la eliminación física de todo lo que oliese a norteamericano,
de todo aquello que dio lugar a la sociedad más próspera, libre y desarrollada del
planeta.
Y no es una opinión, en un discurso en Santiago de Cuba apenas un par de
semanas antes de pronunciar su discurso en la ONU se refirió a los Estados Unidos en
estos términos:

Debemos aprender esta lección, aprender la lección sobre el aborrecimiento absolutamente necesario del
imperialismo, porque ante ese tipo de hiena no hay más solución que el aborrecimiento, no hay más salida que
el exterminio […] Debemos acatar esa lección de odio.

¿Joseph Goebbels ante un nutrido auditorio de las juventudes hitlerianas en


Nuremberg? ¿Acaso Adolf Hitler arengando a la masa en Múnich contra el sionismo
internacional? No, Ernesto Guevara de la Serna, el guerrillero más famoso de la
historia de la humanidad, la quintaesencia y divisa de la tolerancia, la paz y la libertad
en plena lección de odio ante unos simples y estupefactos obreros en Santiago de
Cuba.
Al terminar su visita a Nueva York Ernesto no regresó de vuelta a Cuba. Muy a
pesar de que tenía una numerosa prole esperándole y se acercaba la Navidad, la
pasión mística de que había prendido en el argentino le hizo iniciar un largo viaje de
más de tres meses. De los Estados Unidos voló directamente a Argel. Allí le esperaba
con los brazos abiertos su amigo Ben Bella. Las escapadas a Argelia eran impagables.
En una visita anterior había recibido una curiosa carta enviada desde Marruecos. Una
española de nombre María Rosario Guevara sabiendo que su ídolo paraba por el país
vecino le escribió interesándose por el lugar de España del que habían salido sus
antepasados. Ernesto se tomó su tiempo y, una vez en La Habana, respondió con
caballerosidad y gracejo a la admiradora del otro lado del Atlántico. Guevara
confirmó a Maria Rosario que dudaba que fueran parientes y no pudo certificar el
lugar exacto de España donde habían venido al mundo sus antepasados más remotos.
Todo un detalle. Si la desventurada Maria Rosario se hubiese dirigido a Isidoro
Calzada, biógrafo amén de genealogista privilegiado de los Guevara, todas sus dudas
se hubieran visto disipadas en un santiamén. Desde que el Che se elevase a los altares
de la religión socialista muchos se han interesado por encontrar parentesco con el
guerrillero en una extraordinaria suerte de realeza revolucionaria.
En Argelia, aparte de los gratos momentos junto a Ben Bella, el Che organizó su
tournée completa por el continente africano. Castro estaba interesado en conocer al
detalle la problemática del continente y la opinión de sus líderes. Ben Bella tenía muy
claro cuál era el papel que la historia le había adjudicado en la emancipación de
África, y para Ernesto la aventura africana que empezaba a dibujarse en el horizonte
era la fuga hacia adelante perfecta. Méritos había hecho y de fuerzas andaba sobrado.

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Los años más vibrantes de la revolución cubana —y de la vida del Che—, fueron
los comprendidos entre la gloriosa entrada de Fidel Castro en la Habana a primeros
de enero de 1959 y el definitivo alineamiento con la Unión Soviética cinco años
después. En este lustro prodigioso Ernesto Guevara perfiló su doble estampa de
revolucionario y hombre de Estado. Desde que declarase vencida la ciudad de Santa
Clara en diciembre de 1958 hasta las solitarias navidades de Argel de 1964 habían
transcurrido seis intensos años. Se habían quemado todas las etapas del hombre y
estaba encendiéndose la mecha del mito.
El balance no puede ser más desastroso. Como jefe de la fortaleza de la Cabaña se
distinguió como un carnicero sin escrúpulos. Como presidente del Banco Nacional de
Cuba fue una calamidad y, por último, en su papel de ministro sembró la economía
cubana de minas que no tardaron en estallar bajo la suela de todos y cada uno de los
habitantes de la isla. Paupérrima cosecha que no le invitó a reflexionar. Al contrario,
pretendió enmendar sus desatinos en Cuba dando comienzo a una carrera frenética
hacia el olimpo de los dioses de la revolución. Y doy fe que lo terminó consiguiendo.

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CAPÍTULO QUINTO
Ocaso del hombre, amanecer del mito

«El odio como factor de lucha; el odio intransigente al enemigo, que impulsa más allá
de las limitaciones naturales del ser humano y lo convierte en una efectiva, violenta,
selectiva y fría máquina de matar».

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África en el objetivo
Ahmed Ben Bella, el amigo argelino del Che no era precisamente una monja
ursulina. Coincidiendo con la guerra con Francia, Ben Bella se hizo con el poder.
Pero no para instaurar una democracia representativa. Según se firmaron los acuerdos
de Evian, que dieron lugar a la actual Argelia, la nación norteafricana devino una
dictadura férrea y corrupta en manos de Ben Bella y su camarilla.
El nuevo hombre fuerte disolvió de inmediato todos los partidos políticos y
organizaciones que habían contribuido a luchar contra los franceses. Suprimió la
libertad de expresión y sometió a la prensa libre a un cerco del que le fue difícil, por
no decir imposible, escapar. Entre los galardones que jalonan la biografía del político
argelino figura con letras de oro el premio Lenin a la Paz, que los soviéticos le
concedieron durante su breve mandato.
Ben Bella fue, además, el primero de una serie de nefastos mandatarios argelinos
que llevaron al país magrebí, en sus cincuenta años de existencia, a una situación
miserable, marcada por la violencia, la emigración, los brotes de fanatismo islámico y
la coacción sistemática. Las atrocidades cometidas durante los años noventa por el
FIS, el Frente Islámico de Salvación, sólo pueden explicarse a través del prisma
socializante y colectivista que en mala hora inauguró Ahmed Ben Bella a principios
de los años sesenta.
El que ignora al individuo como centro del quehacer político, el que ningunea al
libre mercado como garante de la prosperidad, se ve abocado sin remedio al triste
destino que Argelia y Cuba han compartido en los últimos decenios. En Argelia aún
si cabe más sangriento. Ahí tenemos, en cualquier hemeroteca, las degollinas
perpetradas por los islamistas argelinos hace muy pocos años. El Gobierno
tercermundista, demagógico y dictatorial de Ben Bella está en el origen y es causa
primera de todo ello.
La estancia de Ernesto en Argelia, donde recibió el nuevo año, fue muy fructífera.
Ambos, Ben Bella y él, tenían una similar perspectiva de los problemas del África
descolonizado. Bajo su peculiar punto de vista el continente negro era una olla en
ebullición que había que aprovechar para la causa. En 1965 prácticamente todos los
Estados africanos eran recién nacidos. Las únicas excepciones eran las colonias
portuguesas, entre las que figuraban dos de cierta envergadura: Angola y
Mozambique, algunos restos del antiguo Imperio Francés y la presencia española en
Guinea Ecuatorial y el Sahara Occidental. El resto, o iban a la deriva desangradas en
reyertas tribales, o habían sucumbido a las dictaduras personalistas de los próceres de
la liberación.
En compañía de estos líderes del África recién emancipada es donde Ernesto se
sentía como en su casa. Parecía no importarle que tanto Ben Bella como el guineano
Sekou Touré o el ghanés Kwane Nkrumah fuesen unos déspotas que tenían
tiranizados a sus respectivos pueblos. La visión del Che iba más allá de los políticos

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que la coyuntura colonial había dejado en África. Para Guevara el continente estaba
ávido de experiencias revolucionarias, de nuevas y redivivas Sierras Maestras en las
que tomar la utopía por asalto.
Pero el hecho es que, a principios de 1965, el conocimiento que el ministro
cubano de industrias tenía de la africana era poco menos que accidental, pero eso no
fue inconveniente para que se metiese hasta el fondo en una aventura de la que casi
no sale con vida. Guevara, como todos los marxistas de todas las épocas, creía
disponer de una suerte de vademécum que le proporcionaba explicaciones para todo.
Para comprobarlo no hay más que volver sobre los escritos y discursos del Che a
cuenta de los problemas geoestratégicos del mundo. Interpretaba la realidad a su
manera, equivocadamente por cierto, y lo peor es que pensaba, es más, estaba
convencido que el suyo era un análisis científico sin posibilidad de error. Semejante
temeridad y prepotencia le terminaría llevándole a la tumba en la lejana Bolivia pero
eso, en aquellas navidades argelinas, aun quedaba lejos.
El día veintiséis de diciembre Ernesto se despidió de su amigo Ahmed para
dirigirse a Bamako, capital de Malí. Entre ambos habían elaborado en los días
precedentes un ambicioso programa de viaje para tantear a los principales capitostes
de la nueva África. La primera etapa era Malí, un paupérrimo país recién nacido a
caballo entre la cuenca del río Níger y los arenales del Sahara. Malí sigue hoy, en
pleno siglo XXI, sumido en la pobreza más absoluta y en buena parte se debe al hecho
de escoger el camino equivocado tras su independencia de Francia.
Los dirigentes malienses, sin embargo, no hicieron demasiado caso al enviado
cubano —o quizá deberíamos decir argelino—, que llegaba a su primer destino
ansioso de hacer alta política. En Bamako no se encontraba Modibo Keita, el
presidente de la República, y los mandarines del régimen ni se dignaron a recibir al
ministro que debió quedarse estupefacto ante la actitud desafiante de los africanos.
Inexplicable. Mientras en Nueva York y en todo el mundo civilizado se rendían a sus
pies, en ese remoto rincón de África sus jefezuelos ni se molestaban en interrumpir
sus vacaciones navideñas para mantener una charla con el ya legendario guerrillero.
Precisamente ellos, los más necesitados de su salvífica prédica.
Con el nuevo año, el mismo primero de enero, dejó Bamako para volar hasta la
República Popular del Congo, el antiguo Congo Brazzaville. Los centroafricanos
fueron más generosos con el Che, acordaron el envío de un grupo de cubanos para
adiestrar tropas nativas y le presentaron al angoleño Agostinho Neto, revolucionario
en ciernes que rebuscaba entre los africanos liberados apoyo para su insurrección
contra los portugueses. La estancia en el Congo Brazzaville se demoró otra semana y
de ahí partió para Guinea. En Conakry le esperaba uno de los mitos vivos de la
emancipación africana: Sekou Touré.
Las relaciones entre Guinea y Cuba habían experimentado ciertas tensiones
debido al alejamiento de Touré con respecto a Moscú. El guineano fue dando tumbos
durante años. De un periodo alineado con la Unión Soviética pasó a otro de

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aproximación a los Estados Unidos, y de ahí al acercamiento a las tesis chinas. Sólo
en África podían darse casos de funambulismo político como el del Touré. Tumbos
en el exterior se entiende. En casa reinaba la estabilidad personificada en un régimen
dictatorial a mayor gloria suya durante 25 años, hasta su misma muerte mientras le
operaban del corazón en un hospital norteamericano.
De Guinea dio el salto en frenético trasiego de aviones al siguiente destino de su
particular tournée africana: Ghana. La nación del golfo de Guinea era aún una de las
más prestigiosas de todo el continente y acaso del mundo subdesarrollado. Su
presidente, el inefable y despótico Kwame Nkrumah, era modelo y referente de
autócratas tercermundistas. Nkrumah no sólo destruyo económica, moral y
políticamente a la balbuciente ex colonia británica, sino que se hizo llamar
pomposamente por sus súbditos como Osagyefo (el redentor). Lo peor de todo es que
terminó creyéndoselo. Se paseaba por las conferencias internacionales, desde
Bandung a Addis Abeba, proclamando a los cuatro vientos una fe casi mística en la
africanidad. En uno de sus delirios de grandeza llegó a decir que:

Todos los africanos saben que represento a África y que hablo en su nombre. Por lo tanto, un africano no
puede tener una opinión que discrepe de la mía.

Por fortuna en su país no fue una sino muchas las voces que discreparon de su
providencialismo bananero. Una de ellas terminó derrocándole con un golpe de
Estado en febrero de 1966. Apenas trece meses después de la visita del Che. Uno más
a su lista de dignatarios caídos tras recibir el revolucionario saludo de Ernesto. En
Ghana se lo pasó en grande. Charló amigablemente con el dictador y tuvo la
oportunidad de conocer a Laurent-Désiré Kabila, guerrillero congolés que meses más
tarde le ocasionaría unos cuantos dolores de cabeza. De Acra partió rumbo a las
pequeñas repúblicas de Togo y Benin. Tras entrevistarse con el presidente Sourou-
Migan Apithy emprendió el camino de regreso a Argel. Había pasado menos de un
mes y el Che había visitado siete países. Interminables horas de vuelo, nuevas caras,
diferentes idiomas. Todo un continente y su realidad se abría como un abanico
multicolor ante él.
El paso por Argel fue breve. Debía volver a Cuba a informar a Castro y estar de
regreso en la capital argelina a finales de mes para asistir a una Conferencia
Afroasiática de Solidaridad, la clásica pérdida de tiempo en la que solían pavonearse
los líderes del Tercer Mundo. Pero no lo hizo, no regresó a casa sino que se dirigió a
París. En la capital del Sena se encontró con dos cubanos: Osmany Cienfuegos,
hermano de Camilo, y Emilio Aragonés. El trío voló hasta Pekín vía Pakistán. No era
un viaje de placer. Durante unos años Castro, creyéndose más importante de lo que
realmente era —una constante en el personaje—, se ofreció mediar entre la URSS y
la China popular para que orillasen las diferencias que les separaban desde el XXII
congreso del PCUS.
Mao Zedong se negó a recibirlos arguyendo con desdén que «… lo de Cuba era

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una manifestación nacionalista pequeño burguesa» por lo que no le merecía el más
mínimo interés. En su lugar Deng Xiao Ping abrió una absurda mesa de negociación
donde los enviados de Fidel entonaron su mantra y los chinos el suyo. Un genuino
diálogo de besugos que, como era de esperar, no condujo a parte alguna. El Che no
obstante tenía su propia agenda. Para entonces estaba ya persuadido de que su destino
pasaba irremediablemente por África.
Sabía que el continente negro era una de las puntas de lanza de la política exterior
del presidente Mao. Bueno era acercarse a los chinos al menos para garantizar el
apoyo a cualquiera de las iniciativas que Ernesto tomase en tierras africanas. Pero
negociar no se le daba bien. Tuvo que conformarse con un envió de armas a los
chinos y poco más. La vuelta la realizó por El Cairo donde sostuvo una nueva
reunión con Nasser. De Egipto voló a Dar es-Salam, capital de Tanzania, con objeto
de inspeccionar el terreno y darse a conocer a Julius Nyerere, el presidente tanzano.
El viaje a Tanzania tenía otro cometido inconfesable en público. Quería visitar las
bases militares de la guerrilla congolesa en la frontera del lago Tanganica. No tardaría
mucho Ernesto en volver por aquellos pagos, aunque en muy diferente situación
personal y política. A finales de febrero se encontraba de nuevo en Argel listo para
dar el salto definitivo al vacío.
En la Conferencia Afroasiática de Solidaridad no se ventilaba nada de
importancia, de hecho Ernesto asistió a ella como mero observador cubano. Sin
embargo, el discurso que pronunció aquel veintisiete de febrero de 1965 marcaría su
destino como casi ningún otro a lo largo de su dilatada y discursera vida pública.
Arremetió contra los soviéticos en tres tandas. Tres cargas de profundidad que
sentenciaron su sino y le hicieron sobrepasar la línea de no retorno. Atacó el sistema
de comercio en el bloque socialista, hizo una inaceptable equiparación entre la Unión
Soviética y los países occidentales, y adujo que las armas en el campo socialista no
podían ser una mercancía.

No debe hablarse más de desarrollar un comercio de beneficio mutuo basado en los precios que la Ley del
Valor opone a los países atrasados… […] Si establecemos este tipo de relación entre los dos grupos de
naciones, debemos convenir en que los países socialistas son, en cierta medida, cómplices de la explotación
imperial… […] Las armas no pueden ser mercancía en nuestros mundos; deben entregarse sin costo alguno y
en las cantidades necesarias y posibles a los pueblos que las demandan para disparar contra el enemigo común.

Parece claro que la fiebre fanática a Guevara se le había disparado tres o cuatro
grados durante aquel discurso. No tiene desperdicio. Según él los países del bloque
soviético se basaban en sus intercambios en la «Ley del Valor», entendida por
Guevara como comprar algo y pagarlo. Las relaciones económicas en los países
socialistas giraban en torno a monedas ficticias, no convertibles, casi como de
Monopoly, que no valían nada, absolutamente nada en el mercado internacional de
divisas. El respaldo del rublo o del marco de la RDA era nulo y su crédito
internacional se reducía a cero. De ahí la hambruna de dólares, marcos de los buenos
o libras esterlinas que siempre padeció la economía soviética para abastecerse fuera

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de sus fronteras.
Lo de establecer complicidad entre Moscú y Occidente sonaba más a broma de
mal gusto. Para los soviéticos y, especialmente, para los occidentales. No había
mucha complicidad entre los berlineses del este y los del oeste, separados por un
muro que acaban de levantar los jerarcas comunistas de la RDA con los que Guevara
tenía una privilegiada relación. Por último, lo de las armas era un toque de atención al
Kremlin por la mala jugada en la crisis de los misiles que Ernesto no había acabado
de perdonar. Las armas, a juicio del Che, se fabricaban, por ejemplo, en
Checoslovaquia y de ahí habrían de ser distribuidas gratis et amore a lo largo y ancho
de todo el orbe para surtir a los guerrilleros que pugnaban contra la primera
democracia del mundo y que constituía el enemigo común de los pueblos. Ernesto
nunca superó la etapa heroica de Sierra Maestra en la que podía hacer y deshacer a su
antojo en su campamento. Imaginó siempre que el mundo entero era como su
campamento serrano. Así le fue.
En Argel había hecho estallar la bomba. El racimo de sandeces que pronunció en
su discurso sabía que le iba a costar caro, pero no porque fuesen sandeces, sino
porque él consideraba que estaba en lo cierto. Ernesto Guevara de la Serna pensaba
estas cosas, estaba completamente convencido de ellas.
El día quince de marzo regresó a La Habana. En el aeropuerto le esperaban de
muy mal humor Fidel Castro, su hermano Raúl y el presidente Dorticós. No hubo
rueda de prensa, ni declaraciones, ni siquiera una reunión formal para dar puntual
informe al Gobierno del largo periplo por el extranjero. Pasó tres días en casa
reponiéndose con su bella esposa y aprovechando para conocer cara a cara a su hijo
Ernesto, nacido un par de días antes de que él diese su famoso discurso. Al tercer día
se dirigió al encuentro del Comandante en jefe para ajustar cuentas. Ambos se tenían
ganas. Este episodio, el del encuentro de Fidel y el Che a la vuelta de Argelia, es uno
de los más ocultos y misteriosos de la historia del castrismo. Según parece, se
encerraron los durante cuarenta horas para ventilar diferencias. Dos días me parece
mucho para una simple discusión, pero conociendo la locuacidad de ambos y el
fanatismo compartido quizá hasta dejaron asuntos en el tintero. Y lo digo porque
según algunas fuentes el Che se despidió de este modo de su interlocutor:

Bueno, a mí la única alternativa que me queda es irme de aquí para el carajo y, por favor, si me pueden dar
alguna ayuda en lo que me propongo hacer, la quiero de inmediato y si no, me lo dicen también para ver quien
me la puede brindar. Fidel le dijo: «No, no, en eso no hay problema».

No había problema porque Ernesto Guevara era ya un cadáver político. Si


físicamente desaparecería dos años más tarde en la pequeña escuela boliviana de La
Higuera, en lo político el discurso de Argel y su posterior enfrentamiento con Castro
hicieron las veces de sentencia de muerte política sin apelación posible. Se ha
hablado en múltiples ocasiones de si el Che tuvo o no posibilidad de quedarse en
Cuba. Probablemente si. A Fidel un personaje con semejante gancho publicitario le

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venía de perlas de cara a pasearlo como un mono de feria por los foros
internacionales. Pero para ello Ernesto debía doblar el espinazo, pedir disculpas a los
rusos y olvidarse de sus fantasías revolucionarias. No lo hizo porque realmente creía
en su cometido. Creía estar en lo cierto y se veía interpretando un papel en la historia
muy diferente del que la revolución cubana le había asignado.
Cuentan que diez años antes en México, ambos suscribieron un pacto, en virtud
del cual Fidel nunca se interpondría cuando Ernesto decidiese dejar Cuba e
incorporarse a una nueva aventura. Ese momento había llegado.

El Congo, la guerrilla del fin del mundo


La ayuda que Guevara pidió a Fidel en la célebre discusión de las cuarenta horas
no se hizo esperar. Casi sin darse un respiro comenzó la labor de reclutamiento de la
tropa que le acompañaría a su primera guerrilla. Encomendó a Rafael del Pino la
selección de un contingente exclusivamente negro en la base de Holguín. Sólo
cubanos de raza negra, cuanto más negra mejor. Buscaba, obviamente, que pasasen
desapercibidos en la jungla africana. En el Congo tendría que enfrentarse a tropas
mercenarias sudafricanas que tan pronto como viesen un blanco en las filas rebeldes
sabrían que los soviéticos andaban detrás.
Con la tropa reclutada y algo de entrenamiento básico se dispuso unos días más
tarde a abandonar de nuevo la isla. El día dos de abril, tres semanas después de su
llegada, partió rumbo a una ciudad desconocida. No informó a nadie, ni siquiera a su
familia en Buenos Aires. Tan sólo Fidel y unos pocos elegidos en la cúpula del poder
habanero sabían del destino último del Che. Al calor del secreto oficial nacería toda
una intriga internacional que duraría meses.
¿Dónde estaba el Che Guevara? ¿Había muerto? ¿Se encontraba arrestado por sus
diferencias con el líder máximo? La versión oficial era que el Che se había ido a la
provincia de Oriente a cortar caña. Todos sabían que era gran aficionado a trabajar sin
cobrar, los meses en el extranjero le habían ocasionado un retraso considerable en su
cuenta particular de trabajo voluntario. Como coartada para unos días no estaba mal,
pero la gente comenzó a sospechar. ¿Dónde estaba el Che Guevara? Fue la pregunta
de moda durante semanas en toda Cuba y en la mayor parte de cancillerías
extranjeras.
Unos decían que se había ido a luchar a la República Dominicana, otros que se
encontraba en México, país que le había visto partir para la revolución. Algunos, los
más dados a las teorías estrambóticas, aseguraban que se encontraba en un
psiquiátrico. Sea como fuere, el hecho es que, en aquellos días en que medio mundo
se preguntaba por el paradero del guerrillero argentino, Fidel ni se inmutó. Dejó
correr la situación a su antojo. Aun defenestrado, Guevara seguía siéndole de utilidad.
Antes de partir dejó una carta de despedida a Fidel. No puso fecha para que el

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líder la leyese cuando creyera conveniente. Probablemente la misiva date del primero
de abril, un día antes de su partida. Castro la guardó en el cajón de su escritorio y no
la hizo pública hasta bastantes meses después. La carta de despedida del Che es quizá
el documento debido a Guevara que más veces ha sido reproducido en papel, en
casetes, en discos compactos y en formato MP3 para regocijo de la parroquia de
guevaristas poco amigos de la lectura, que, por desgracia, son legión. La carta no hay
por donde tomarla. Pasa revista a toda la epopeya revolucionaria y alaba el papel de
Castro al frente de Cuba:

Mi única falta de alguna gravedad es no haber confiado más en ti desde los primeros momentos de la
Sierra Maestra, y no haber comprendido con suficiente celeridad tus cualidades de conductor y de
revolucionario.

De modo que la carnicería de La Cabaña o la ruina casi absoluta no eran faltas de


gravedad. Edificante apreciación la del Che. La memoria de los revolucionarios,
especialmente si son cubanos, es floja. Pero no se queda ahí, poco antes de despedirse
continúa enalteciendo al Líder.
… que si me llega la hora definitiva bajo otros cielos, mi último pensamiento será para este pueblo y
especialmente para ti; que te doy las gracias por tus enseñanzas y tu ejemplo, al que trataré de ser fiel hasta las
últimas consecuencias de mis actos.

Hay un aroma totalitario tal en esta carta que trae a la cabeza las confesiones de
Kámenev y Zinóviev durante los juicios a los que fueron sometidos en las purgas de
Stalin. Desconozco lo que pasó por la cabeza de Ernesto Guevara momentos antes de
recibir el tiro de gracia en La Higuera, pero por su promesa previa parece que no
dedicó ese último pensamiento a su esposa Aleida, a su madre Celia o a cualquiera de
sus hijos, sino al faraón de La Habana. Un detalle fundamental que,
inexplicablemente, pasa siempre desapercibido a los guevarófilos.
En su artículo El Socialismo y el Hombre en Cuba, escrito por esas fechas, decía
que el guerrillero está guiado por un profundo sentimiento de amor. Un amor tan
grande que en el momento de la muerte en lugar de llevar el pensamiento hacia la
madre, la esposa o los hijos lo dirige a un tirano de una república bananera. Nunca
llegaremos a saber a ciencia cierta si esta carta fue redactada en su totalidad por el
Che. A fin de cuentas Castro la guardó durante meses y bien pudo haberla modelado
a su antojo para darse más importancia. Hay incluso hasta quien asegura que Ernesto
jamás escribió esta carta y fue una hechura de Fidel para darse importancia.
En la carta Guevara renunciaba a su cargo de ministro, a su grado de comandante
e incluso a la nacionalidad cubana. De lo primero y lo segundo fue desposeído por
turnos. No hubo destitución oficial en el ministerio de Industrias, de hecho, cuando
fue leída la carta, el día cinco de octubre, la cartera estaba ocupada desde junio por
Arturo Guzmán. El pueblo cubano, naturalmente, no fue informado del particular. El
grado de comandante del ejército cubano no volvería a utilizarlo de manera oficial
aunque durante dos años seguidos lideró movimientos armados en dos países

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diferentes con apoyo de La Habana. Es decir, no era nacional cubano pero como si lo
fuese.
Al Che le llevó más de dos semanas llegar hasta la capital de Tanzania. El objeto
de tanta demora era burlar a los soviéticos y a la CIA. Los americanos estaban
interesados en saber por donde paraba el guerrillero, pero no tanto como para seguirle
por medio mundo. Los rusos ya lo sabían. Castro se lo había soplado al embajador
Alexeiev. Parece claro que Ernesto, de avión en avión, volando por media Europa de
Bruselas a París, de allí a Madrid para evitar ser descubierto por los soviéticos
desconocía los apaños de su antiguo jefe.
El día diecinueve de abril llegó a Dar es Salam junto a sus dos comandantes de
apoyo: José María Martínez Tamayo y Víctor Dreke. Éste último había organizado
los entrenamientos desde el mes de febrero en Cuba, mucho antes de que Guevara
decidiese organizar la expedición al Congo, y era el que mejor conocía a la tropa
expatriada. Días más tarde fue llegando con cuenta gotas el resto del contingente
cubano. Eran unos cien hombres. A su frente Ernesto Che Guevara, que tomaría el
nombre clave de «Tatu», tres en idioma suahili. La aventura daba comienzo.
El plan de La Habana, tan fantasioso como todos, era incendiar el Congo con una
guerra revolucionaria hecha a imagen y semejanza de la de Sierra Maestra. Aquel año
los norteamericanos hicieron público su apoyo a la república vietnamita del sur, que,
como en el caso de Corea unos años antes, había sido invadida por sus vecinos del
norte. En América los avances de Castro eran evidentes. Gracias a una conferencia en
La Habana había conseguido aglutinar de un plumazo a lo más florido del
comunismo al sur del río Grande. Todo lo que se hiciese en el hemisferio sería cosa
suya y él la dirigiría personalmente.
África era para el Che. Pero ¿por qué el Congo? La primera razón es que había
una coartada para meterse allí. En aquellos momentos se encontraba descabezado,
convulso y con un Gobierno sostenido a duras penas por los belgas. La segunda y
fundamental es que este país está en el mismo corazón del continente, es accesible
desde casi cualquier punto. Una vez tomado el Congo la revolución se extendería por
todo África. Suena a chiste, pero en 1965 Fidel Castro estaba completamente
convencido de que más pronto que tarde iba a liderar el Tercer Mundo. A la vista está
que no lo consiguió. No por nada, simplemente porque la idea era descabellada, solo
concebible en la agitada mente de alguien como Castro.
En Asia, como era de prever, los chinos no le dejaron meter el cazo. En África el
Che y su orgullo se dieron de bruces contra la realidad de que el mundo es como es, y
no como uno quiere verlo. Si Ernesto Guevara hubiese aprendido esta sencilla lección
se hubiera ahorrado la muerte, que ya entonces le aguardaba a la vuelta de la esquina.
La campaña del Che en el Congo duró aproximadamente ocho meses y desde el
principio al final fue un auténtico desastre. Los revolucionarios cubanos hicieron su
entrada en el país por el lago Tanganica. Atrás, en la Tanzania del presidente Nyerere,
dejaban la base de Ujiji, desde donde operaba Laurent-Désiré Kabila. La primera

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campaña, la de primavera, fue calamitosa para los recién llegados. El Congo no era,
como habían presumido los animosos revolucionarios cubanos, la Cuba de Batista,
sino algo mucho más grande y infinitamente más complicado. La guerrilla no se
enfrentaba contra un ejército desmoralizado y con pocas o ninguna gana de combatir.
El Gobierno de Moise Tshombe había requerido los servicios de un mercenario
sudafricano, Mike Hoare, para organizar la lucha contrainsurgente. La milicia de
Hoare, el llamado Quinto Comando, estaba formada por soldados congoleses bien
adiestrados y por una heterogénea masa de buscadores de fortuna de varios países
europeos. Esta composición multinacional les permitió, por ejemplo, interceptar las
comunicaciones de la guerrilla guevarista gracias al oficial de radio, que era un
mercenario español.
Durante los meses de mayo y junio de 1965 Hoare, advertido de la presencia en el
país de guerrilleros venidos de Cuba, emprendió un resuelto ataque destinado a hacer
retroceder hacia el lago a los grupos rebeldes. Guevara pronto se apercibió de que no
tenía a un enemigo cualquiera enfrente. Instó a los jefes guerrilleros locales a buscar
la unidad para hacer frente común contra el sudafricano. Fue un fracaso. La guerrilla
congoleña era tan anárquica y desordenada como su propia patria. Por un lado
estaban divididos en baronías tribales, por otro eran demasiados los frentes que tenían
abiertos como para pretender unificar objetivos.
No ahorraría invectivas Guevara para sus nuevos compañeros de viaje. Y no era
para menos. El presunto jefe del ejército popular congolés ni siquiera se dignaba a
aparecer por el teatro de operaciones. Kabila vivía mejor en Tanzania realizando
puntuales y esporádicas visitas al frente. En la guerra los voluntarios congoleños no
se caracterizaban ni por su puntería ni por su arrojo. A la primera que se veían en
peligro se batían en retirada de un modo desordenado y vergonzante. Por si lo
anterior fuese poco, los hábitos privados de los guerrilleros africanos exasperaban a
Ernesto. Se emborrachaban con frecuencia y el campamento solía estar lleno de
mujeres que distraían a la tropa.
El muestrario de despropósitos no se quedaba ahí. Uno de los jefes de la guerrilla
rebelde, Nicholas Olenga, acostumbraba a pasearse en un flamante Mercedes Benz de
color blanco junto a la línea de frente por puro placer. Un tanto curiosa debía ser la
estampa del guerrillero negro dentro del Mercedes blanco circulando por un camino
embarrado del África profunda. A los africanos no había manera de meterlos en
cintura. Ernesto ni siquiera se entendía con la mayor parte de ellos. Los cubanos se
habían presentado en el centro de África sin conocer los dialectos tribales de la zona.
Ninguno de ellos hablaba suahili, lengua de los combatientes simbas, y tan sólo
Guevara era capaz de hacerse entender en francés con alguno de los jefes.
Los primeros meses fueron de total aburrimiento. Nadie sabía, ni siquiera el
presidente de Tanzania, que el Che se encontraba guerreando en el Congo. Para
proteger a los rebeldes, y ya de paso protegerse a sí mismo, Kabila recluyó a los
cubanos en el campamento. Pero de poco sirvió. Pronto los hombres de Hoare, que no

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eran precisamente aficionados, detectaron la presencia de los isleños y actuaron en
consecuencia. A finales de junio se desataron las hostilidades entre los dos
mercenarios blancos: el argentino y el sudafricano, el hispano y el anglosajón.
El duelo entre Hoare y Guevara vendría a ser algo así como un remedo ecuatorial
y a destiempo de la rivalidad inmemorial entre españoles y británicos. Un puñado de
cubanos al mando de Víctor Dreke intentó apoderarse de la posición de Front de
Force infructuosamente. De nada sirvió el valor mostrada por la tropa isleña. El
ejército nacional del Congo, asistido por oficiales belgas, y los hombres de Hoare
resistieron el envite y regaron los alrededores de la aldea con la primera sangre
cubana derramada en el Congo.
Ernesto no podía más, urgió a Kabila a reunirse con él. Desde que Ernesto llegase
a África en el mes de abril Kabila había estado jugando al ratón y al gato con él. Lo
había ninguneado de un modo vergonzoso, al menos para los admiradores del
guerrillero. Kabila se hizo de rogar. En una carta enviada por el Che al caudillo
rebelde le decía:

Le pido un favor; deme permiso para ir a Front de Force sin otro título que el de comisario político de mis
camaradas, completamente a las órdenes del Camarada Mundandi.

Ernesto Guevara, el Che, el guerrillero más famoso de la historia a las órdenes de


un tal Mundandi. La campaña del Congo ha sido tradicionalmente una de los
episodios de la vida del Che más ocultados en sus biografías. Y a sus hagiógrafos
razón no les falta. Nadie, a excepción de Fidel, había tratado con tal desprecio al
guerrillero hasta que éste conoció a Kabila. El viejo refrán que dice «todo tonto
encuentra siempre otro tonto que le admira» se ajusta como un guante a esta extraña
relación entre Kabila y Guevara.
Por fin, y dejando a un lado los desplantes, ambos líderes guerrilleros se
encontraron a mediados de julio para establecer una acción conjunta que resultaría
estéril. Kabila no entendía el elaborado planteamiento bélico del Che y carecía de una
estrategia definida. Mike Hoare sin embargo si que la tenía. Sobre un mapa de la zona
en conflicto localizó los asentamientos y plazas dominados por los rebeldes y trazó el
plan maestro para ahogar la insurrección en el fondo del mismo lago Tanganica.
Los rebeldes se habían hecho fuertes en los pueblos de Baraka y Fizi por lo que
los hombres del Quinto Comando pusieron sitio al primero de ellos. El Che se
encontraba allí. Hoare pidió refuerzos a Leopoldville y una escuadrilla aérea.
Paradojas del destino la dotación aérea enviada por el gobierno congolés estaba
formada por cubanos. Antiguos integrantes de la Brigada 2506 convertidos en
soldados de fortuna dispuestos a guerrear sin tregua contra el castrismo. De este
modo tan caprichoso cubanos de ambos bandos volvieron a verse las caras en una
remota tierra a miles de kilómetros de Cuba. La batalla de Baraka fue acaso la de
mayor envergadura de todo la campaña congoleña y se saldó con una derrota sin
paliativos de los guerrilleros. Hoare arremetió por tierra y por el lago, armando para

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esto último una pequeña escuadra de lanchas artilladas. La resistencia de los cubanos
fue meritoria. El propio Mike Hoare lo reconocería más tarde de este modo:
… el enemigo era muy diferente de todo lo que me había encontrado hasta ahora. Estaban equipados,
empleaban tácticas militares y respondían a señales. Obviamente estaban dirigidos por oficiales entrenados.
[…] con regularidad cronometrada estaban concebidos sus ataques frontales que eran notables por su ausencia
de ruidos y disparos, usuales entre los simbas. Al quinto día, el patrón se alteró. Una oleada de rebeldes atacó
desde el recinto de Contonco, gritando «Mai Mulele» ya avanzando por la carretera en una masa sólida […]
me di cuenta que tal reversión sólo podía significar una cosa: los cubanos se habían ido.

No andaba desencaminado. Los cubanos se replegaron hacía Fizi donde Ernesto


situó su cuartel general. Pero no tardaría en caer esta posición. El Che, a la
desesperada, salió del pueblo y miró el modo de tender una emboscada a los hombres
de Hoare. Se había decantado por la táctica guerrillera al uso. Tampoco funcionó. Los
cubanos estaban con la moral por los suelos. Recluido en su tienda, afectado por el
asma y un cóctel fatal de dolencias tropicales, Ernesto veía como una parte
importante de su tropa revolucionaria —muchos de ellos se habían alistado
voluntarios para ir al Congo—, desfallecía y pedía volver a Cuba. ¿Qué diablos
hacemos aquí? Se preguntaban. Guevara se había hartado a repetir en mil
comparecencias y discursos el apotegma guerrillero de que las revoluciones no se
exportaban, que nacían en el seno de los pueblos. La guerrilla era el catalizador de
ese ansia popular. Pero en el Congo nada de nada. Ni anhelos revolucionarios en el
pueblo, ni intenciones liberadoras en la vanguardia guerrillera. La base de su teoría,
expuesta en la Guerra de Guerrillas, se venía abajo, se deshacía como un azucarillo.
La situación estaba empezando a ser angustiosa. Sólo quedaba resistir y morir o
largarse de aquel avispero. Para el Che, más dogmático e inflexible que nunca, sólo
era digna de consideración la primera opción. Escaseaban las provisiones y los
soldados cubanos apenas podían reponer su indumentaria. En cierta ocasión uno de
los cubanos le solicitó que pidiese botas nuevas a los congoleses. Ernesto no lo pensó
un momento, miró con cierto desdén a su interlocutor y le espetó de muy malas
maneras:

—Los negros andan descalzos, los cubanos también tienen que hacerlo.

Cuando menos delirante el escenario en el que iba a nacer el Vietnam africano.


Lo que no esperaba el Che es que la coyuntura internacional cambiase tan
repentinamente. En el mes de julio su amigo Ben Bella había sido depuesto en Argel.
Una intriga había acabado con su personalísima dictadura para dejar el poder en
manos de Houari Boumédiène. El nuevo amo de Argelia era de la opinión que perder
el tiempo y el dinero en el remoto lago Tanganica era absurdo, por lo que interrumpió
de golpe todo el programa de ayudas a los rebeldes. Para la nomenclatura argelina era
prioritario el mundo árabe y su guerra con Israel. Echar a los judíos al mar estaba
muy por encima de construir el socialismo en el África negra.
En el Congo tampoco pintaban mejor las cosas. Al calor de una reunión rutinaria

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de la Organización para Unidad Africana (OUA) Moise Tshombe cayó. El nuevo
hombre fuerte, Kasa Vuvu, se comprometió en firme con la OUA en pacificar el país
invitando a los cubanos a marcharse. Cierto que la guerrilla de Pierre Mulele
continuaba, pero ésta se encontraba en el otro lado del inmenso Congo, muy lejos de
las cada vez más inestables bases cubanas. No quedaba otra elección.
En La Habana lo sabían, Fidel había seguido con regularidad la campaña a través
de emisarios que iban y venían desde Cuba a la región de los lagos. Sacar al Che del
Congo se convirtió en prioridad, pero no era tan sencillo. Ernesto sabía desde octubre
que Fidel había leído en público su carta de despedida. Juró en arameo al saberlo
pues eso equivalía a quemar el único puente de salvación que le quedaba. ¿Con qué
cara iba ahora a regresar a Cuba el Guerrillero Heroico? No era de recibo abandonar
Cuba por la puerta grande para volver a entrar en ella por la de servicio. Ernesto no
quería saber nada de ello. Los enviados de Castro, especialmente Aragonés y
Fernández Mell, insistieron al comandante una y otra vez, pero era inútil. Guevara les
hizo saber su intención de unirse a la guerrilla de Mulele atravesando el Congo a pie,
y, si eso no era posible, quedarse junto al lago para resistir a sangre y fuego la
inminente entrada de los soldados leales al Gobierno de Leopoldville.
Finalmente a Guevara no le quedó otra que aceptar. Los cubanos tomaron una
lancha rápida y, con lo poco que les quedaba, partieron hacia la orilla segura del lago,
la de Tanzania. El año 1965 se despedía y la aventura africana del Che terminaba,
pero no como a él le hubiese gustado. El año que estuvo en ninguna parte tocaba a su
fin.
El balance de la guerrilla en el corazón de África no podía ser peor. El propio
Guevara lo definió sin ambages como un desastre sin atenuante posible para, acto
seguido, arremeter contra todos y contra todo para explicarlo. Ni sus intuiciones
habían funcionado, ni el conocimiento de África que creía tener era el adecuado, ni la
lectura de la realidad que había hecho era la correcta.
Pensó que la antigua colonia belga iba a ser la mecha que encendiese todo el
continente. Y se equivocó. Estaba persuadido de que los pueblos se liberan en cuanto
ven a cuatro guerrilleros pegando tiros en el monte. Y se equivocó. Por último, creyó
ver en el África post colonial una suerte de Camelot revolucionario que cambiaría en
muy poco tiempo la faz del mundo. Y se equivocó. Toda su construcción teórica de la
guerrilla mundial se vino abajo durante los meses que pasó en el Congo, pero como si
nada, Guevara, inasequible al desaliento siguió perseverando en el error. Lo peor es
que ya no tenía vuelta atrás.

Cuando el olvido te alcanza


El clima de Dar es-Salam es cálido, de una humedad pesada que cala hasta en los
huesos. Encerrado en la embajada cubana en Tanzania pasó Ernesto varias semanas

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lamiéndose las heridas. No quiso recibir a nadie, ni hacer vida pública, ni siquiera se
interesó por reverdecer viejas amistades africanas. El santuario donde permaneció
recluido todo ese tiempo se transformó en su celda de castigo para purgar los pecados
cometidos en el Congo. Apuntó con meticulosidad en su cuaderno de notas haciendo
balance de la batalla congoleña:

He salido con más fe que nunca en la lucha guerrillera, pero hemos fracasado. Mi responsabilidad es
grande; no olvidaré la derrota ni sus más preciosas enseñanzas.

La preciosa enseñanza consistía básicamente en ir de revés en revés y salir a los


ocho meses con el rabo entre las piernas. Pero tan elemental apreciación no pasó por
la cabeza del argentino. Identificó los errores y los concentró en otros, en los
soldados cubanos que querían regresar a casa, en el poco compromiso de los aldeanos
o, con mayor frecuencia, en los cuadros africanos con los que le había tocado
compartir trinchera. Es indiscutible que los congoleños estaban lejos del soldado
perfecto, pero el error de Guevara no fue tanto luchar a su lado, pues no le quedó más
remedio, sino el hecho de ignorar asunto tan capital a la hora de integrarse en un
ejército irregular. Sobreestimó a los africanos y su capacidad de combate y ahí el
yerro fue suyo y de nadie más.
Sumido en sus solitarios pensamientos consumió dos largos meses. Hasta Dar es-
Salam voló Aleida March con objeto de hacerle recapacitar para que volviese a Cuba
con ella y sus hijos. Pero Ernesto no quería ni oír hablar de ello. La sola idea de
regresar a la isla le ponía enfermo. Fidel había hecho polvo su retirada tras la lectura
de esa carta que en mala hora había escrito. Sólo le quedaba una salida, ir a Argentina
y organizar allí una guerrilla para conquistar el poder desde las sierras andinas o
desde las junglas del norte. Argentina era su ilusión, su meta última. Ya lo había
intentado años antes a través de la malograda guerrilla de Masetti y la idea no se le
podía ir de la cabeza.
El problema es que su patria natal no estaba para revoluciones. Ni siquiera el
Partido Comunista de Argentina simpatizaba con la lucha armada. Su líder, Víctor
Codovilla, era reacio a las tesis del Che y no quería saber nada de levantamientos
guerrilleros dentro del país. No había mucho más de dónde rascar, pero Dar es-Salam
no era el lugar apropiado para que se entregase a sus reflexiones. Una pequeña ciudad
africana (en aquel entonces tenía solo 150 000 habitantes, hoy casi cinco millones) en
la que todos los blancos se conocían. El servicio secreto cubano buscó un mejor
escondrijo para el guerrillero.
Lugares en los que el Che Guevara pudiese pasar desapercibido no eran, por
desgracia, muchos, por lo que los agentes cubanos escogieron un frío país del este de
Europa. A principios de marzo recogió las pocas cosas que llevaba consigo y se
marchó a Checoslovaquia. En Praga los cubanos se encargaron de ocultar la presencia
del ex ministro en un apartamento a las afueras de la capital. En el mes de marzo el
invierno arrecia en Centroeuropa, los checos no son un prodigio de alegría y

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jovialidad y, por si todo esto fuera poco, el secreto de la operación debía ser tal que
los movimientos de Guevara quedaron constreñidos a las cercanías del apartamento.
Los meses en Praga son, a juicio de un ilustre biógrafo suyo, los peores de su
vida. Aleida viajó de nuevo a su encuentro pero sus gestiones para traerlo de vuelta a
la isla tampoco fructificaron esta vez. Y no lo hicieron posiblemente porque Ernesto
ya tenía un recambio guerrillero en la cabeza. Desde los días de Tanzania venía
pensando en Bolivia como un centro neurálgico perfecto para iniciar la insurrección
armada en Argentina y en otras partes del subcontinente. Bolivia era, como el Congo
en África, el centro del continente. Al menos sobre el mapa y el Che era muy de
mirar mapas y hacer fabulosos pero irrealizables planes sobre ellos. La idea le pareció
tan atractiva que envió a dos de sus fieles, Harry Villegas y Martínez Tamayo, que le
habían acompañado en el Congo a inspeccionar in situ la situación en Bolivia.
En Praga volvió a cruzarse con Tamara Bunke, la revolucionaria germano-
argentina recriada en la RDA que conocía desde años atrás. Mucho se ha hablado
sobre la relación sentimental que el Che y Tamara trabaron entonces. Tamara era una
mujer joven, atractiva y muy ideologizada, la compañera perfecta para un hombre
que vivía por y para la idea. Guevara vivía en Praga custodiado por Ulises Estrada, un
agente cubano. Estrada fue durante un tiempo amante de Tamara y coincidiendo con
la llegada de la alemana a Praga Ernesto ordenó a Ulises que regresase a Cuba. Era de
raza negra y, a juicio del comandante, eso era demasiado llamativo en una
circunstancia como la que ambos se encontraban, es decir, en secreto y a espaldas del
Gobierno checo. Algo pesaría el hecho de que Estrada fuese negro no hay duda, pero
que tuviese que volver a Cuba era la excusa perfecta para quitarse un competidor de
en medio.
Algunos apuntan a que en la capital de Checa se produjo una agria disputa
matrimonial entre Ernesto y Aleida a cuenta de la presencia de Tamara. Son rumores
pero no dejan de tener su base. El matrimonio con Aleida no estaba roto, pero si
seriamente dañado. En todo el año 1965 la pareja apenas había convivido tres
semanas. En 1966 tampoco pasarían mucho tiempo juntos, el justo que le permitieron
los entrenamientos antes de partir para Bolivia y las dos visitas que Aleida le rindió
cuando se encontraba en Praga y Tanzania. El camino que había emprendido Guevara
en diciembre de 1964, su huida hacia delante, no era en absoluto compatible con la
vida familiar y eso pesaba. La otra parte de su familia, la que vivía en Argentina, era
ya un recuerdo lejano e imperceptible en la distancia. Su madre, Celia de la Serna,
había muerto mientras él se encontraba guerreando en África y las relaciones con sus
hermanos y tíos no pasaban de ser puramente anecdóticas. Antes de partir hacia el
Congo había dedicado una sentida carta a sus padres. Sería la última.

Puede ser que esta sea la definitiva. No lo busco pero está dentro del cálculo lógico de probabilidades. Si
es así, va un último abrazo.

La estancia en Praga se prolongó hasta mediado el verano. En julio Fidel tenía

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muy avanzado su plan para deshacerse de una vez por todas del fastidioso e
iluminado argentino. En el menú guerrillero de Latinoamérica no había, todavía en
1966, mucho donde elegir. Descartada la opción argentina, apenas quedaban la de
Venezuela y la de Perú. En Venezuela las Fuerzas Armadas de Liberación Nacional,
las FALN, creadas por el PCV en 1962, rechazaron la oferta de La Habana de
incorporar a sus filas al guerrillero. Venezuela, gran productor de petróleo, era un
aliado preferente de Estados Unidos por lo que la presencia de la CIA estaba
asegurada. Es de suponer que si la inteligencia norteamericana encontraba al Che en
los llanos venezolanos se les pondría todo muy cuesta arriba. Tener al Che al lado era
más un inconveniente que una ventaja.
En Perú el movimiento guerrillero era débil y se encontraba en horas bajas. Sólo
quedaba Bolivia. Fidel se encargó personalmente de hacer algunas gestiones con
Mario Monje, secretario general del Partido Comunista de Bolivia (PCB). Los
bolivianos no estaban ni de lejos interesados en iniciar un foco en su propio país, pero
la larga mano de Castro se hizo sentir y Monje se avino a negociar. Fidel, para no
traicionarse a sí mismo, no puso todas las cartas encima de la mesa. Dejó caer a
Monje su intención de inaugurar un levantamiento armado en tierra boliviana pero sin
dejar claro el objetivo último. Lo que parecía claro es que en este levantamiento iba a
participar de manera activa Ernesto Guevara. Esto a Monje le tranquilizó.
Tres años antes La Habana había realizado una maniobra similar para introducir
la guerrilla de Masetti en Argentina. Monje supuso, errando el tiro, que las
intenciones de Castro iban por el mismo camino: Bolivia serviría de puente hacia
Argentina porque, a fin de cuentas, Bolivia, un país inmenso pero poco poblado,
nunca había constituido una prioridad en la agenda castrista. Los bolivianos tenían un
gobierno relativamente progresista y ya desde 1952 se venía ejecutando una Reforma
Agraria destinada a dotar de tierra a los campesinos. El país, en definitiva, no era un
campo de cultivo propicio. Ya en 1963 el propio Fidel lo había definido de la
siguiente manera:

Yo tengo mucha pena por ustedes, por Bolivia, porque es muy difícil hacer lucha guerrillera allí. Ustedes
son un país mediterráneo, hubo la reforma agraria; entonces, su destino es ser solidarios con los movimientos
revolucionarios de otros países porque uno de los últimos países en lograr su liberación será Bolivia. La lucha
guerrillera no es posible.

Que Fidel Castro tuviese claro que la lucha armada no era factible en Bolivia no
obstaba para servir como destino a Guevara. Así se lo hizo saber. Todavía en Praga, y
con el caramelo de la revolución sudamericana en la boca, supo llevárselo de vuelta a
Cuba. Los preparativos se hallaban sin embargo más avanzados de lo que ambos, el
Che y Fidel, suponían. En La Paz se encontraban desde julio tres agentes cubanos y
hombres de confianza de Ernesto tanteando al PCB y a los grupos maoístas. Las
gestiones de Pombo y Martínez Tamayo se verían completadas más adelante por
Regis Debray, un escritor francés alucinado entonces con la revolución cubana, que

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se desplazó hasta Bolivia para hacer una investigación de campo encargada desde La
Habana. La capital boliviana era durante aquel año de 1966 un hervidero de intrigas
cubanas. Por un lado los enviados del Che, por otro los comunistas locales
interesados en la intervención, y por último el advenedizo francés investigando por su
cuenta.
Tan pronto como Ernesto puso sus pies de nuevo en tierra cubana inició las
labores de desarrollo de la tropa que viajaría hasta Sudamérica. Se estableció en una
casa de campo cerca de San Andrés de Caiguanabo. Procedió a la selección
exhaustiva del personal militar. No quería equivocarse como había sucedido el año
anterior en el Congo. Tan sólo un puñado de hombres. Todos jóvenes y con probada
fidelidad a la revolución y a él mismo. En la misma finca donde Ernesto había fijado
su residencia empezaron en agosto los entrenamientos. Prácticas de tiro, caminatas
por el monte y un imprescindible cursillo acelerado de lengua quechua para
integrarse mejor en el país que iban a invadir con un lanzagranadas al hombro.
La otra cara de la operación se estaba llevando a cabo en tierras bolivianas. Monje
no paraba de La Habana a La Paz negociando y renegociando los términos de la
intervención. Sin embargo, la situación se complicó inesperadamente. La aguja que
Fidel quería enhebrar con los comunistas bolivianos no terminaba de pasar por el ojo.
Monje se escamó sobremanera. Empezó a desconfiar de Castro por momentos. La
idea del líder máximo no era utilizar su país como base para iniciar una rebelión en
Argentina, sino quedarse y montar un foco guerrillero en su casa. Los jerarcas del
partido en Bolivia no querían saber nada del tema. Rechazaron las peticiones de
hombres que venían desde La Habana y se pusieron a la defensiva.
Pero a Castro no se le podía llevar la contraria de manera que Monje se las apañó
para defenderse sin molestar. Los estrategas cubanos habían repensado la campaña
conforme a la información recibida desde La Paz. Se trataba, en suma, de instalar el
foco en la zona de Alto Beni, una región poblada y susceptible de ser buena base de
operaciones. Monje lo sabía e inició su propia maniobra de diversión. Se las arregló
para que la guerrilla diese comienzo al sureste del país, en Ñancahuazú, una árida
comarca en la que no vivía ni un alma, pero relativamente próxima a las fronteras con
Argentina y Paraguay. Así, cuando se viesen sobrepasados cruzarían alguna de ellas y
asunto resuelto. La estratagema de Monje se revelaría letal.
En Cuba los preparativos se aceleraban. A comienzos de septiembre al Che
empezaron a entrarle las prisas para lanzarse de una vez sobre su objetivo. A
mediados de octubre se dieron por finalizados los entrenamientos y todo el
contingente se dispuso a partir hacia su destino. Toda la operación guerrillera, como
en el caso del Congo, debía estar revestida del máximo secreto. Cada uno de los
componentes llegó a Bolivia dando impresionantes rodeos por medio mundo para
despistar, pero no se sabe bien a quién, porque los rusos seguramente estaban al tanto
de todo el dispositivo.
Ernesto se afeitó parte de la cabeza y se puso unas gruesas gafas de pasta que lo

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avejentaban notablemente. Poco antes de partir tuvo su última charla con Fidel. Nadie
sabe que es lo que hablaron los dos próceres de la revolución en su postrer encuentro.
Algunos han dicho después que se fundieron en un emotivo abrazo y se despidieron.
Aquel día terminó una relación que había durado once años. Más de una década
plagada de encuentros y desencuentros, de guerra y revolución, de buenas intenciones
y oprobiosa realidad. La revolución cubana, que sembró de ignominia y vergüenza la
isla grande del Caribe, no sería la misma sin este binomio. El legado sentimental de la
revolución lo debe casi todo a esa barba y esa boina, iconos inmortales de cincuenta
años de angustia. Tras decir adiós a Fidel cenó por última vez con su esposa y sus
hijos y emprendió el viaje.
Salió de Cuba el día veintitrés de octubre con dirección a Praga. Ya en
Checoslovaquia tomó un tren hasta Viena, de allí a Fráncfort, París y Madrid. Cuenta
Pacho O’ Donnell que, durante la breve escala en Madrid, Ernesto se tomó el tiempo
de acercarse hasta la residencia de Juan Domingo Perón en el selecto barrio de Puerta
de Hierro. La confesión le vino dada al biógrafo argentino por Enrique Pavón,
secretario de Perón en el exilio madrileño. Con o sin entrevista con el líder
justicialista el hecho es que Guevara dio el salto de vuelta a América desde la capital
de España, exactamente a la ciudad brasileña de Sao Paulo. En la primera semana de
noviembre se encontró en la frontera de su último destino, en el límite territorial entre
Brasil y Bolivia, el país que menos de un año más tarde le vería morir.

De Bolivia a la eternidad
En el mes de julio Villegas (Pombo) y Coello (Tuma) habían comprado la finca
de La Calamina en Ñancahuazú, un retirado rincón de la provincia de Vallegrande, en
el confín occidental del departamento de Santa Cruz. Las órdenes para comprar la
finca partieron directamente desde Cuba. Ernesto estaba, al tiempo que entrenaba a
los mercenarios en San Andrés, al tanto de los avances de Pombo en Bolivia. La treta
urdida por Monje había logrado su objetivo. No se debieron en La Habana de tomar
el tiempo de estudiar a fondo un mapa del país andino para percatarse de lo
inapropiado de la ubicación de la finca. Las prisas de Ernesto por salir de Cuba eran
tales que cualquier cosa le venía bien. En su anterior aventura guerrillera el argentino
tampoco había sido un prodigio de previsión. Llegó al Congo con lo puesto y sin
saber donde se metía. En Ñancahuazú sucedería algo similar.
Tan pronto como franqueó la frontera boliviano-brasileña se dirigió a La
Calamina para dar inicio a los preparativos previos a la insurrección. En La Paz
nadie, absolutamente nadie, se imaginaba lo que se venía tramando entre La Habana
y el PCB. En aquel entonces casi cualquier país de Hispanoamérica era susceptible de
dar cobijo a una guerrilla, por pequeña que ésta fuese. Pues bien, entre las contadas
excepciones estaba Bolivia. El presidente de la república, René Barrientos, gozaba de

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un notable apoyo popular, especialmente entre las capas de la población más
desfavorecidas. En las elecciones celebradas por esas mismas fechas, el partido de
Barrientos, el Frente de la Revolución Boliviana, obtuvo una mayoría aplastante
sobre el resto de fuerzas políticas. Mientras los comunistas de Monje apenas habían
rebasado los 30 000 votos el frente presidencial cosechó casi 700 000. Pero Ernesto y
su cuadrilla de observadores cubanos obviaron una verdad tan evidente.
El programa de Barrientos era muy avanzado en lo referente a medidas sociales.
Profundizaba en la reforma agraria y preveía la nacionalización de las minas. En
política exterior, no obstante, la línea seguida era la de la alianza con Estados Unidos
muy al uso de las repúblicas sudamericanas de entonces. Los lumbreras que
asesoraban a Castro no tuvieron en cuenta un análisis realista de la situación. La
Bolivia de 1966 no era la Cuba de Batista. ¿O acaso si lo hicieron y prefirieron enviar
a su guerrillero predilecto a un avispero del que tendría una salida cuando menos
complicada? Nunca se sabrá. Si fue así Castro se llevó el secreto a la tumba.
La entrada en el país fue tranquila, sin sobresaltos. El Gobierno boliviano no
temía una insurrección. El Partido Comunista era legal, podía presentarse a las
elecciones y sus miembros expresarse libremente. En un principio, durante el mes de
noviembre, no llegaba a la decena el número de guerrilleros cubanos y bolivianos
cobijados en La Calamina junto al Che Guevara. A finales de mes fueron recibiendo
nuevas e importantes incorporaciones. El Comité Central del PCB seguía
oponiéndose a la presencia guerrillera y su líder, Mario Monje, no terminaba de
comulgar con las ruedas de molino que le servía Fidel Castro desde Cuba.
Las lealtades de Monje —y del grueso del Partido Comunista de Bolivia—,
pasaban más cerca de Moscú que de La Habana. La estrategia de los soviéticos en
cuanto a la toma del poder era simple: los partidos comunistas que viviesen en
democracias debían camuflarse en frentes populares estables y reconocidos para
iniciar el asalto al poder. Lo de las guerrillas y la lucha armada de grupúsculos
aislados encaramados a un risco serrano no terminaban de tragárselo en el Kremlin.
La eficacia se estaba demostrando nula más allá de la solitaria experiencia de la
Sierra Maestra. Por añadidura, los nuevos aires de coexistencia pacífica tras la crisis
de los misiles no se llevaban muy bien con la estrategia castrista de incendiar el
continente americano.
Monje, como buen seguidor de la línea moscovita, no veía con buenos ojos los
planes de Fidel, menos aun cuando éstos pasaban por su Bolivia natal. Dentro del
PCB había un sector mínimo de activistas realmente seducidos por el método cubano.
Sobre ellos legitimó Castro su golpe —y el de su antiguo ministro— en el país
andino. Aparte de esta minoría, en Bolivia había grupos de trotskistas y maoístas que
bien podían servir como elementos de apoyo a la expedición. Uno de ellos era el del
sindicalista minero Moisés Guevara. Había pertenecido al PCB hasta 1964, año en
que se separó debido a diferencias de criterio. Moisés se alineó con las tesis chinas en
contra del parecer general del partido boliviano, perrunamente fiel a Moscú. Nada

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extraño, algo muy de la época.
El crecimiento del grupo de Guevara fue constante durante noviembre y
diciembre. Monje, entretanto, ni se dignaba a hacer acto de presencia. Para evitar la
previsible encerrona cubana se marchó del país. Se celebraba en Sofía un congreso de
partidos comunistas al que acudió en condición de representante de la organización
boliviana. A pesar del poco interés, interés negativo incluso, que estaba mostrando
Monje los cubanos insistían en embarcarlo en la aventura. Al terminar del congreso
Castró giró a Bulgaria una solicitud para que, de regreso a su país, Monje hiciese
parada en Cuba.
El boliviano no podía decir que no, había que guardar las formas. Pero antes de
dirigirse a La Habana hizo una escala de una semana en Moscú. Quizá fue entonces
cuando los soviéticos se dieron por enterados que el Che Guevara, en nada estimado
por ellos, se encontraba en Bolivia. Monje arribó a La Paz a finales de año. Ya no
podía huir más del hecho consumado. El foco guevarista estaba allí, frente a sus
narices, algo tenía que hacer, no podía seguir ignorándolo.
Lo primero que hizo el angustiado boliviano fue convocar una reunión urgente
del partido para exponer con crudeza ante su buró político lo complicado de la
situación. Los dirigentes del PCB se lo venían oliendo desde el verano pero nada
podían hacer contra el gran hermano de La Habana. Instaron a Monje a reunirse con
el Che Guevara en su campamento de Ñancahuazú. Así lo hizo. En plenas navidades
de 1966 Mario Monje se encaminó atribulado al encuentro del héroe de Santa Clara.
La encargada de llevar a Monje hasta el remoto rincón de la provincia de Santa Cruz
donde la guerrilla había sentado sus reales fue Tamara Bunke, la alemana —y acaso
amante de Ernesto— desplazada hasta Bolivia para ejercer de contacto entre la sierra
y la ciudad. Una vez más repitiendo el cliché de la revolución cubana, una vez más
creyéndose la tontería mil veces repetida de que los Andes eran la Sierra Maestra de
América Latina.
Ernesto, que tenía ya el carácter sumamente endurecido, espero a Monje con la
escopeta cargada. Metafóricamente se entiende. Para abrir boca y con idea de que el
boliviano fuese entrando en calor le dijo lo siguiente:

En realidad te hemos engañado. Yo diría que Fidel no tiene la culpa, fue parte de mi maniobra ya que te
hizo un pedido a iniciativa mía. Inicialmente tuve otros planes pero luego los cambié… Disculpa al
compañero con quien hablaste, él es muy bueno, de absoluta confianza, no es político, por eso no supo ni pudo
explicarte mis planes, se que fue muy descortés contigo.

La descortesía pasaría más por recibir a un presunto compañero de armas con un


desafiante «En realidad te hemos engañado». Quizá sin saberlo el Che estaba
fulminando su propia teoría guerrillera. La revoluciones, según él, no se exportaban
pero ahí, en ese campamento se encontraba un buen puñado de mercenarios cubanos
financiados y preparados desde Cuba. La trama urbana era imprescindible y entre ésta
y los alzados en la sierra debería reinar una sintonía diáfana de fines. En cambio en

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Bolivia lo primero que hace Ernesto es confesar a su interlocutor urbano, al jefe del
partido, vanguardia de la lucha en la ciudad, con un tajante «te hemos engañado».
Curioso modo de hacer amigos y bella manera de firmar su sentencia de muerte
apenas desembarcado en el teatro de operaciones. Varios errores de bulto como este
repetirá Guevara a lo largo de su última andanza guerrillera.
Monje no se amilanó. Estaba seguro que recibiría apoyo de Moscú si las cosas se
ponían feas. Pero tampoco era cuestión de mandar al Che y a su soberbia a freír
puñetas. Semejante actitud no era digna de un político, amén de que no era inteligente
malquistarse con Castro. Hizo intención de alinearse con los guerrilleros si se
cumplían tres condiciones bien simples. Por un lado pedía que se crease un amplio
frente de apoyo a la guerrilla en toda la nación. Por otro que la estrategia de conquista
del poder no se ciñese en exclusiva a la lucha armada. Y por último, y es aquí donde
escoció al guerrillero heroico, el liderazgo habría de recaer en él, por ser el secretario
general del partido y, sobre todo, por ser boliviano de nacimiento.
Ahí se rompió la cosa. Hasta aquí podía llegar Ernesto. ¿Ceder el poder?, ni
hablar, ni por asomo. Él, el salvador de los pueblos, el redentor de conciencias, el que
daba y quitaba los credenciales de dignidad, no podía relegarse a un segundo puesto
como lugarteniente de un apparatchik. Bastante había tenido que sufrir en Cuba
viendo como le apartaban. En el Congo con Kabila tuvo que tragar quina como para
llegar ahora a Bolivia y tener que dejar el mando. En su diario lo consignó de este
modo.

No podía aceptarlo de ninguna manera. El jefe militar sería yo y no aceptaba ambigüedades en esto. Aquí
la discusión se estancó y giró en un círculo vicioso.

Para Mario Monje la actitud intransigente y maximalista de Guevara fue un


regalo caído del cielo. Regreso a La Paz con promesas vanas y muy contento por
haber evadido un compromiso abierto. Muchos han intentado cargar sobre Monje la
responsabilidad última de la muerte del Che en Bolivia. Van desencaminados. Tanto
Castro como Guevara ningunearon al secretario general de los comunistas bolivianos
en todo momento. El propio Ernesto ni había tenido la delicadeza de contactar con él
cuando, en el mes de marzo, envió desde Europa a sus primeros emisarios. La parte
que le corresponde a Fidel Castro no es menor. Jugó con Monje desde el principio
hasta el final. Le engañó sin ruborizarse y nunca dejó claras sus intenciones. Por si
esto fuera poco, el plan maestro de Fidel fue desde los inicios minar el PCB por
dentro entrenando a militantes suyos en Cuba. Con todos estos antecedentes es
normal que Mario Monje no mostrase entusiasmo hacía la iniciativa del Che.
Monje fue en realidad una víctima de los manejos habaneras de los que, por
fortuna para él, consiguió salir indemne, al menos en cuanto a integridad física. El
cubano Leonardo Tamayo, Urbano en la guerrilla, confesó a O’Donnell que para el
Che el liderazgo era poco menos que irrenunciable debido a que gracias a la
revolución cubana disponía de conocimientos superiores a los de Monje. ¿Cuáles

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eran esos conocimientos de los que presumía Guevara con tanta soberbia? Años más
tarde Félix Ismael Rodríguez, un cubano exiliado veterano de Bahía Cochinos y
agente de la CIA, que colaboró con los bolivianos a extinguir el foco guevarista,
hacía estas apreciaciones a un canal de televisión escandinavo:

Era un pésimo guerrillero. Es el perfecto ejemplo de lo que no se debe hacer. La mayor parte de lo que
hizo lo hizo mal. Faltaba preparación, no había comunicaciones ni suministros. Hablaba con la gente pero
ellos no entendían su mensaje. «Voy a devolverles la tierra que Barrientos les quitó» decía, pero ellos podían
utilizar toda la tierra que querían. Su mensaje no tenía sentido. Esta debe ser la primera vez en la historia en
que unos guerrilleros operan durante un año sin reclutar siquiera a un solo granjero, tan sólo un perro, que al
final desertó también.

El agente Félix Rodríguez podía ser un perfecto ignorante en cualquier otro tema,
pero no en el de la lucha contrainsurgente. A lo largo de una dilatada carrera,
combatió levantamientos guerrilleros por todo el continente americano. Si un experto
que ha dedicado su vida a luchar con guerrilleros en todas la latitudes tiene semejante
opinión de la guerrilla del Che en Bolivia, lo sensato es tomarla en consideración.
El desencuentro con Monje no inquietó en lo más mínimo a Ernesto. En su inopia
el guerrillero pensaba que podía llevar a cabo una exitosa campaña sin el concurso de
los comunistas locales. En su diario hacía la siguiente anotación:

La actitud de Monje puede retardar el desarrollo de un lado pero contribuye por otro a liberarme de
compromisos políticos.

Guevara no estaba dispuesto a sostener compromiso alguno. Ni político ni militar.


Había llegado a Bolivia a hacer la guerra. Él y solo él era quien decía cuando, cómo,
dónde y por qué se hacía. Bella heroicidad la de este Che Guevara boliviano,
ensimismado en sus propias concepciones guerrilleras, encastillado sin remedio en el
dogmatismo y la intransigencia.
Los preliminares en la finca de La Calamina iban a buen ritmo al comenzar en
año 1967. Todos los componentes estaban ya integrados en el grupo y reinaba cierta
euforia, algo muy habitual en los estrenos de las aventuras guerrilleras. A imagen y
semejanza de cómo había procedido en Sierra Maestra, Guevara organizó el
campamento al uso tradicional. Servicios varios, entrenamientos, provisiones
ordenadas y disciplina, mucha disciplina para preparar a los milicianos para lo
inevitable. El orden que fijaba Ernesto en el campamento era sencillo. Los cubanos
primero, los bolivianos después. No se terminaba de fiar de los guerrilleros andinos.
De hecho, creó una columna especial —formada solamente por bolivianos a los que
se les habían retirado las armas—, destinada a cargar con los pertrechos. Al igual que
con los africanos año y medio antes, sus conmilitones nativos de Ñancahuazú no se
libraron de las críticas y suspicacias del comandante.
El ejército y el Gobierno desconocían aún en enero que una guerrilla estuviese
organizándose en la provincia de Santa Cruz. Las idas y venidas continuas de Tamara
Bunke, que tomó el nombre de guerra de Tania, desde la ciudad al campamento no

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habían hecho sospechar a nadie. Las autoridades no tenían nada que temer. Como ya
he apuntado anteriormente, el respaldo popular del presidente Barrientos era muy
amplio, el partido comunista operaba en libertad, ¿por qué habría alguien de planear
un golpe armado? Existía el riesgo de la aparición de una guerrilla como las que ya
proliferaban en los países vecinos, pero no en Bolivia. Nadie se acordaba de Bolivia,
un país grande en términos de superficie pero pequeño desde el punto de vista
demográfico. En 1967 la población boliviana no llegaba a los 4 millones de
habitantes, menos que Buenos Aires o Ciudad de México en un país que es dos veces
España.
Las marchas de exploración comenzaron en el mismo mes de noviembre.
Pequeñas partidas de guerrilleros abandonaban el campamento y recorrían durante
días los aledaños para ir perfilando una geografía precisa del teatro donde iban a
producirse los primeros enfrentamientos con el ejército… y las primeras victorias. El
conocimiento del terreno era, a juicio de Guevara, imprescindible. Pero nadie conoce
mejor una comarca que sus habitantes. En Sierra Maestra los guajiros habían servido
las más de las veces como guías de los revolucionarios. Cuando empezaron a alistarse
voluntarios locales, la tropa castrista conocía cada rincón de la sierra mucho mejor
que el ejército de Batista. Eso constituía una ventaja táctica fundamental,
especialmente para efectuar operaciones encubiertas al abrigo de la noche.
En Bolivia, sin embargo, Guevara tenía a muy pocos nativos alistados que, por
descontado, no eran oriundos de aquella inhóspita región. Las marchas de
reconocimiento se intensificaron. Tras el desencuentro con Monje y la ruptura
definitiva con el PCB, Ernesto ideó una nueva estrategia. A primeros de febrero
ordenó una gran salida de exploración en tres columnas. El objetivo era estar un par
de semanas fuera del campamento principal para ir aclimatándose a la tierra y a las
duras condiciones de lucha que les esperaban.
La marcha fue un desastre sin paliativos. Las dos semanas se convirtieron en seis.
Los guerrilleros no disponían de mapas, iban mal equipados y carecían de elementos
tan elementales para un expedicionario como la radio. El hecho, para muchos
desconocido, es que el Che Guevara estuvo desde el mes de febrero de 1967 hasta su
muerte en octubre completamente incomunicado. Disponía de un aparato receptor
que le permitía escuchar las noticias de Radio Habana y algunas estaciones bolivianas
y argentinas, pero nada más. En mitad de la nada, rodeado por unos guerrilleros
famélicos, harapientos y en progresivamente desmotivados, la falta de radio quizá
pasase a un segundo plano en sus preocupaciones cotidianas.
En los primeros días de la guerrilla, durante aquellas semanas de optimismo
cuando iban llegando nuevos miembros de La Habana bien pertrechados de material
y con dinero en el bolsillo, el grupo se había equipado con un par de trasmisores algo
anticuados, pero efectivos y con suficiente potencia. Uno de ellos no funcionó nunca.
El otro se estropeó tras mojarse accidentalmente. Los guerrilleros disponían,
asimismo, de un aparato de telegrafía sin hilos pero carecían de la clave para ponerlo

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en marcha. Peor imposible. Más chapucera e improvisada no podía ser la intendencia
en esa guerra que pretendía liberar a Bolivia del yugo imperialista.
El área de Ñancahuazú era vasta y despoblada. Los pocos asentamientos estables
eran míseros villorrios en los que aprovisionarse hasta de lo más elemental era difícil.
A Ernesto, por añadidura, se le juntaba el hambre con las ganas de comer. Era ya un
hombre maduro que frisaba la cuarentena. Y con la edad los males van a más. Su
asma crónica empezó a jugarle malas pasadas. Pero estaba aislado y se le acabaron
las medicinas con las que ponía coto al mal que le acompañaba desde la infancia.
Guevara, que no había llorado en exceso la pérdida de los trasmisores de radio, se
enervaba al ver que su provisión de fármacos contra el asma mermaba sin remedio.
En alguna ocasión envió a miembros de la guerrilla a una aldea con idea de asaltar
una farmacia, pero fue inútil. En aquel remoto lugar o no había asmáticos, o, si los
había, trataban su enfermedad por otros medios alejados de la farmacología
occidental. Ernesto probó de todo. Valiéndose de sus conocimientos botánicos, que
debían de ser tan inanes como los económicos, mezclaba hierbas silvestres y se las
fumaba. Las consecuencias sobre su sistema respiratorio no son difíciles de imaginar.
Otro de los métodos que utilizó para librarse de la pesadilla fue colgarse boca abajo
de un árbol y pedir a sus hombres que lo sacudiesen con fuerza en el pecho.
Lógicamente esto último tampoco funcionó. El asma unido a la fatiga de las
caminatas y la desnutrición hicieron que pasado el invierno tuviese que ir siempre
auxiliado por un guerrillero o sobre el lomo de un caballo. El caballo se lo terminaron
comiendo los guerrilleros cuando el hambre apretó hasta el punto de llevar al
contingente al borde mismo de la astenia. El día que los Rangers bolivianos le
apresaron en la quebrada del Yuro el guerrillero heroico era una caricatura de sí
mismo, un espectro delgado, demacrado y andrajoso. Ahí tienen la fotografía que le
hicieron sus captores como prueba de cargo.
La gira expedicionaria del mes de febrero, la «brutal expedición» tal y como la
bautizó el guevarófilo Paco Ignacio Taibo II, se saldó con un fracaso monumental. Ni
exploraron, ni consiguieron afianzar la moral del grupo, ni obtuvieron la recompensa
de nuevos y briosos guerrilleros nativos. A la vuelta al campamento el aspecto de los
revolucionarios era devastador. Dos de ellos habían perecido en el intento, pero no en
honroso combate contra el ejército, sino ahogados en los helados y traicioneros ríos
de la región. El desánimo cundía en la tropa. Fue entonces cuando dio comienzo otra
de las lacras de la guerrilla boliviana del Che: las deserciones.
En Cuba tal actitud se pagaba con la vida. En Bolivia no hubo fuerzas ni para eso.
A mediados de marzo se produjo una deserción que se demostraría letal para la
guerrilla. Dos reclutas bolivianos, Vicente Rocabado, alias Orlando, y Pastor
Barreras, alias Daniel, desertaron y dirigieron sus pasos hacia la población de Camiri.
Nada más llegar informaron al destacamento militar del pueblo de la existencia de la
guerrilla. No habían llegado a conocer al Che pues se encontraba explorando el
terreno en su calvario de seis semanas. Ernesto, además, había adoptado, al igual que

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en el Congo, un nombre de guerra para traer de cabeza a los eventuales
investigadores. En Bolivia el argentino adoptó dos sobrenombres que pasarían a la
historia: Ramón y Fernando, sustituiría uno por el otro cuando el ejército cerró el
cerco.
Los militares de la Cuarta División dieron por buena la información de los
sublevados, pero aún dudaban de la presencia de Ernesto Guevara entre ellos. No
tenía sentido. De estar vivo el último lugar al que acudiría una leyenda como él sería
ese, aquel páramo despoblado. La misma CIA creía todavía en marzo que el Che
había muerto en el Congo. Los informes obtenidos en África hacían pensar que el
restringido grupo de Guevara había sucumbido junto al lago Tanganica a finales de
1965 ya por enfermedades, ya por el fuego enemigo. En Langley andaban errados.
Pero no era descabellada su sospecha. Desde que Ernesto y sus pocos acólitos se
retirasen abatidos a Dar es-Salam había transcurrido más de un año y nadie había
oído hablar de él. Es más, en octubre de 1965, el propio Fidel Castro se había tomado
el trabajo de leer en público su carta de despedida.
La información recogida de Orlando y Daniel fue clave para poner en alerta al
ejército, pero el Gobierno podía respirar tranquilo. La cosa no había escalado. Si los
guerrilleros existían no habían dado señales de vida, luego debían de estar en una fase
preparatoria. Más que una guerrilla el grupo no pasaba aún de partida de bandidos.
Poco más que un incordio para el destacamento militar de Vallegrande. Pero días
después todo vino a torcerse. Ernesto cometió uno más de la cadena interminable de
errores que le llevaría a la muerte: pasó a la ofensiva, dio inicio a las operaciones
militares.
Los desertores habían levantado la liebre, al ejército tan sólo le quedaba seguirla.
Una pequeña guarnición se adentró en la montaña con idea de llegar hasta
Ñancahuazú. Los militares dieron pronto con el campamento y detuvieron a uno de
los hombres que lo custodiaban. La situación se estaba tornando insostenible. Así las
cosas, un guerrillero de verdad se hubiese retirado o, directamente, hubiera disuelto el
grupo en el acto. La pérdida de la clandestinidad y la localización del campamento
eran motivos más que sobrados para desistir, pero Guevara sólo concebía un camino,
el mismo que en el Congo: resistencia y muerte. Mandó organizar una emboscada a
los militares que venían desde Camiri. La refriega se saldó con siete soldados
muertos y un suculento botín en armas. Fue entonces cuando en La Paz empezaron a
preocuparse. Los guerrilleros les habían declarado la guerra abierta. Estaban
preparados para matar y entre ellos se encontraban profesionales llegados de Cuba tal
y como habían podido comprobar al inspeccionar el campamento tomado días antes.
Las consecuencias de la emboscada no se hicieron esperar. El Partido Comunista
de Bolivia fue ilegalizado y el presidente Barrientos solicitó ayuda a los Estados
Unidos. Pero el hecho clave que daría al traste con el foco estaba, aún a mediados de
abril, por llegar. En el mes de marzo habían llegado procedentes de La Paz y de
Buenos Aires dos nuevos miembros. Se trataba del argentino Ciro Bustos y del

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francés Regis Debray. El primero fue llamado a propósito por Guevara para ir
preparando el foco guerrillero en Argentina, que partiría de la guerrilla boliviana. El
Che era así de fantasioso. Eran cuatro y no tenían ni para comer pero ya estaba
planificando la invasión de Argentina.
Debray, por su parte, merodeaba por Bolivia desde hacía meses. Había llegado a
La Paz con el encargo de inspeccionar posibles lugares donde fijar un asentamiento
seguro para una guerrilla en la región del Alto Beni. Los propios comunistas
bolivianos se habían quejado de Debray en varias ocasiones. El advenedizo francés,
que iba dándoselas de intelectual, era emisario personal de Castro por lo que no se
terminaban de fiar de él. Bustos y Debray subieron a la sierra en compañía de Tania,
que todavía desempeñaba labores de apoyo con su Jeep. La estancia sería breve. Ni el
argentino ni el francés tenían en principio intención tomar un fusil y unirse a la lucha
en Bolivia. Pero, una vez en el campamento, empezaron las hostilidades entre la
guerrilla y el ejército, por lo que no les quedó más remedio que quedarse.
La estancia de ambos en Ñancahuazú no sería cómoda. Regis Debray, famoso por
su libelo «Revolución en la Revolución» no estaba a la altura de las circunstancias.
La cómoda existencia de intelectual de izquierdas en París o en La Habana no se
llevaba bien con la dura subsistencia del guerrillero en la reseca sierra boliviana. Fue
un verdadero engorro para los hombres de Guevara aguantar las impertinencias del
francés. Ernesto sabía que evacuar a los invitados era complicado a pesar de tener la
casi completa seguridad que le eran fieles como un perro. Pagaría caro tal presunción.
Pero Debray insistía en marcharse. Al final quebró la voluntad del comandante y
permitió que saliesen junto a Andrew Roth, un fotógrafo chileno que había sido
interceptado por la guerrilla. En la aldea de Muyupampa los extranjeros fueron
detenidos y puestos a disposición de las autoridades.
Aquí, en este veinte de abril de 1967, nace una de las tramas sobre la que más
tinta ha corrido en los últimos cuarenta años. ¿Quién de los dos delató la presencia
del Che Guevara en la guerrilla? La versión canónica, es decir, la que comparte el
grueso de la izquierda internacional por el simple motivo de que es la preferida de
Castro, apunta a Ciro Bustos como el culpable. Según parece, los militares sin
siquiera golpear al argentino obtuvieron un testimonio que involucraba directamente
a Ernesto Guevara en la guerrilla boliviana. El testimonio vino acompañado de los
retratos de todos y cada uno de los guerrilleros dibujados en carboncillo por un
solícito Bustos que, no lo olvidemos, era pintor de profesión. Debray por su parte
cantó también, pero sólo cuando tuvo constancia de que Bustos había informado
previamente.
Los dos fueron juzgados en un caldeado ambiente internacional con la opinión
pública de occidente muy sensibilizada a favor de los detenidos. La condena que les
cayó fue la máxima que preveía el código penal de Bolivia: treinta años de prisión.
Cumplirían solamente tres, en 1970 el Gobierno les indultó y ambos corrieron muy
distintas suertes. A su salida del penal boliviano los dos volaron hasta Santiago de

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Chile. El ya presidente, Salvador Allende, sólo se tomó el tiempo de recibir a uno de
ellos, a Debray, al que agasajó en la capital chilena reservándole una habitación en un
hotel de cinco estrellas. Nadie se acordó de Bustos, que pasó a ser el villano
predilecto de la izquierda. Debray, hijo de un adinerado burgués parisino, terminó
como asesor áulico del presidente François Miterrand, que le recompensó con un
puesto de consejero honorífico en el prestigioso Consejo de Estado francés. Bustos es
el gran olvidado. Emigró a Suecia, donde vivió humildemente dedicado a la pintura
hasta su muerte en 2017.
Los biógrafos del Che Guevara se dividen en dos escuelas claramente
diferenciadas en cuanto a su campaña boliviana: los debrayistas y los bustistas. Más
comunes los primeros en Europa y los segundos en Argentina. Representante ilustre
de la primera es el incorregible Pierre Kalfon. En una entrevista Kalfon reconocía que
no había leído una sola línea del testimonio de Bustos, lo que no es impedimento para
que el hagiógrafo francés cargue al desdichado pintor de todas las culpas. Lo cierto es
que tanto Bustos como Debray se derrumbaron y cantaron de plano. Pero hubo una
diferencia apreciable. A Bustos le amenazaron con tomar medidas contra su mujer e
hija. A Regis Debray no le hizo falta tan cruda persuasión. Dijo todo lo que sabía, y,
según parece, lo dijo mucho antes de que le detuviesen. Humberto Vázquez Viaña
divulgó no hace mucho una carta en la que el escritor francés comunicaba a su
abogado el acuerdo al que había llegado con los militares acerca de la presencia de
Guevara. Pacho O’Donnell, que accedió personalmente a esta carta, tiene al menos la
honradez de reproducirla en su biografía de Ernesto Guevara:

Le recuerdo que la presencia del Che Guevara era algo muy confidencial, que tenía el compromiso
periodístico con él de no revelar su presencia aquí por el momento, y el compromiso de honor con el
comandante Reque Terán de no hablar de él a los periodistas.

De manera que Debray no sólo cantó ante el tribunal, sino que se encargó
personalmente de hacérselo saber a los militares con la condición de que no lo
supiese nadie más. En descargo del presidente Allende todo lo más que se puede
decir es que esto no lo sabía antes de agasajarle en Santiago.
La detención de Bustos y Debray que acabó con el secreto de la operación y la
pérdida del campamento pusieron las cosas aún más complicadas a la guerrilla. La
única salida que veía el Che era perseverar en las emboscadas. A mediados de abril
organizó otra en la que perdieron la vida dieciocho soldados. Inmediatamente
después los guerrilleros hicieron acopio, como aves de rapiña, de todo el material que
habían dejado los muertos. Hay un libro muy famoso de William Gálvez que lleva
por título «El Guerrillero Heroico, el Che en Bolivia», visto lo visto y analizados sus
hábitos de combate, más propio hubiera sido titularlo «El Bandido Heroico, el Che en
Bolivia», o mejor todavía, «Luis Candelas en los Andes», en sentido homenaje al
inmortal bandolero español de la Guerra de la Independencia.
A finales de abril Ernesto tomó otra controvertida —y errada— decisión. Dividió

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el grueso de sus ya mermadas fuerzas en dos. Una de las columnas, dirigida por el
cubano Juan Vitalio Acuña, alias Joaquín, y la otra por el Che Guevara. La de
Joaquín se haría cargo de los heridos y de Tania, la única mujer de la guerrilla. La
alemana no había podido, y quizá tampoco deseado, volver a la ciudad a reanudar su
labor de enlace. Sin Tania los alzados de la montaña perdieron el único nexo que les
mantenía en contacto con el mundo exterior. La liberación de Bustos y Debray vino
motivada con el objetivo de recabar apoyo pero, como hemos visto, se frustró.
A inicios del invierno boliviano, que empieza en junio, Ernesto Guevara se
quedaba solo al frente de una columna integrada por unos treinta hombres mal
armados y hambrientos. Su cita con la historia estaba cercana. Durante los meses de
junio, julio y agosto se dedicó a vagar en búsqueda de la columna de Joaquín. Al no
disponer de comunicaciones por radio dar con la renqueante tropa de Acuña era poco
menos que imposible. Los campesinos que iban encontrándose por el camino no
ayudaban gran cosa. Algunos salían corriendo despavoridos nada más ver a los
guerrilleros. Otros se avenían a hablar con ellos pero sin demasiada confianza. Preso
de la desesperación, llegó a sobornar a algún lugareño para evitar que delatase su
posición. De nada valía. Según trababan contacto con las gentes del campo, que de
natural suelen ser desconfiadas, éstas solían aprestarse a la primera caseta militar para
dar oportuno testimonio de lo que habían visto.
Algún especialista en el Che ha dicho textualmente que los campesinos bolivianos
«nunca comprendieron el sentido de su gesta». Ante tal aseveración tan sólo cabe
preguntarse cuál era la «gesta» en la que se hallaba envuelto el guerrillero argentino.
Despojémosle al asunto de toda la épica revolucionaria y todo lo que nos
encontramos es a un grupo de extranjeros financiados por un déspota lejano, armados
hasta los dientes cuya meta es derrocar a un Gobierno democráticamente elegido e
instaurar una dictadura, ¿podemos considerarlo como una gesta? Si es así lo suyo y lo
deseable es que mañana mismo un grupo armado se encaramase a lo alto de los
Pirineos para hostigar a los Gobiernos legítimos de España y Francia. ¿Seguiría
pareciendo esto una gesta a los admiradores que el Che Guevara tiene por medio
mundo? Evidentemente no. ¿Por qué aceptan entonces muchos de nuestros
progresistas en Hispanoamérica cosas que en Europa considerarían una salvajada? Si
en cualquiera de las cordilleras del continente europeo apareciese una guerrilla
gastando los modos y persiguiendo los fines del Che Guevara en Bolivia, se
levantaría una voz unánime en su contra.
Pero el déspota, es decir, Fidel hacía tiempo que no sabía nada de sus
expedicionarios. El malogrado equipo radiotransmisor había incomunicado al grupo.
Pero eso no significaba que, de un modo u otro, no se pudiese llegar hasta la guerrilla.
De hecho el chileno Roth se había puesto en contacto con ellos, y muchos eran los
campesinos que tenían la oportunidad de verlos de cerca e incluso escuchar el
arrebatador verbo de su líder. ¿Por qué Fidel, intuyendo que las cosas iban de mal en
peor, no envió una misión de rescate para sacar al Che de aquel enredo? En el Congo

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ya lo había hecho. Gracias a los oficios de los cubanos Ernesto logró salvar el pellejo
en el lago Tanganica. A lo largo de su vida hubo más de uno que se lo preguntó.
Castro se escudaba aduciendo que extraer al Che de Bolivia era imposible. Sin
embargo, en 1968, un año después de aquello, los cubanos consiguieron repatriar a
una veintena de revolucionarios cubanos en Venezuela a través de la selva brasileña.
La Habana disponía de los medios para un rescate discreto. Pero ¿quería Fidel Castro
sacar al Che de Bolivia?
Se ha dicho en multitud de ocasiones que Fidel quería ver al Che muerto, que en
Cuba molestaba y que el comandante en Jefe no quería competidores que le hiciesen
sombra. Es posible pero improbable. Es indudable que el Che Guevara muerto
terminó rindiendo un gran servicio a la revolución cubana, pero eso Fidel aún no lo
sabía. En 1967 no se había convertido a Ernesto Guevara en esa figura semidivina
que es hoy. Fidel Castro siempre fue hombre de gran olfato para lo inmediato, no para
las estrategias a largo plazo.
A lo largo de 1967 se desarrolló con gran eco mediático el juicio contra Bustos y
Debray. Prácticamente todo el mundo estaba con los acusados. En Francia se realizó
una campaña a favor de Debray. Los medios de comunicación de todo Occidente se
volcaron con los periodistas. La guerra propagandística la guerrilla la ganaba por
goleada. Fidel debió contemplar tal panorama desde su despacho habanero con
contenida delectación. Sabía a la perfección que Ernesto tenía las de perder. Sabía
que no tenía radio, que había discutido con Monje, que había perdido sus contactos
con la ciudad. Sabía, en definitiva, que la aventura tenía los días contados. Si los
militares apresaban al Che lo más probable es que lo paseasen delante de las
televisiones como un trofeo. A la detención le sucedería un juicio que dejaría el de
Debray y Bustos en una minucia. Y es aquí donde entraría él. Menudo regalo para
montar una mega campaña propagandística con el espantajo del Che ante el tribunal.
Nada menos que un ministro, un héroe de la revolución frente a un deslegitimado
tribunal boliviano. El juicio del siglo retransmitido en directo a mayor gloria del
régimen cubano. Si le encarcelaban mejor todavía. Manifestaciones a las puertas de la
cárcel, recogidas de firmas en las universidades, algaradas callejeras en La Paz, Sucre
y otras ciudades. El paraíso para un desestabilizador.
En 1999 un pobre niño cubano de nombre Elián tuvo la desgracia de perder a su
madre en el trayecto de Cuba a Florida a bordo de una balsa. El faraón de La Habana
manejó la tragedia de un modo magistral, tanto que a los pocos meses el niño volvió a
la isla de la que su madre le había sacado a riesgo de la vida de ambos. Si en el año
2000, con el régimen de Castro ya agotado y exangüe, una campaña como la del niño
balsero cosechó tan buenos frutos es fácil imaginarse los que hubiese obtenido una
similar o aún más agresiva en 1967, en plena Guerra Fría y cuando la Cuba
revolucionaria era aun el reino de Camelot para los izquierdistas de todo el mundo.
Fidel, en definitiva, no quería al Che muerto, quería al Che preso.
El hecho es que Castro no prestó ningún tipo de ayuda a su antiguo compañero de

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armas cuando éste se encontraba entre la espada y la pared. El representante de los
servicios secretos cubanos en La Paz, Renán Montero, abandonó misteriosamente el
país en el mes de abril para refugiarse en La Habana. Mario Monje, que había pedido
entrevistarse con Castro para buscar una salida al embrollo que había armado el Che
en las montañas de Santa Cruz, no fue recibido en La Habana. Los cubanos no
hicieron intención alguna de dedicarle siquiera un minuto. Es más, Monje voló de
Bolivia a Chile y ahí quedó varado durante meses atrapado por los comunistas
chilenos, de estricta obediencia habanera.
Los únicos interesados en resolver el asunto eran los militares bolivianos y, muy
especialmente, su presidente René Barrientos. La asistencia norteamericana se
intensificó con el apresamiento de Bustos y Debray. Washington envió especialistas
militares y un par de agentes de la CIA de origen cubano especialmente motivados.
Los yanquis, aparte de aportar lo mejor de su inteligencia militar, se llevaron hasta el
país a varios oficiales de adiestramiento de tropas al mando del mayor Ralph Shelton.
Los norteamericanos insistieron en crear un cuerpo de elite especializado en la lucha
antiguerrillera. Algo así como una guerrilla contra la guerrilla. Fue el germen de los
Rangers bolivianos. Una unidad del ejército fuertemente especializada destinada a
luchar contra levantamientos armados en el monte. A lo largo de las décadas
siguientes estas fuerzas especiales contrainsurgentes se extenderían por todo el
continente americano a la misma velocidad que las guerrillas. Los focos guevaristas
ya tenían su contramedida.
Coincidiendo con el inicio de la intervención norteamericana, que no fue tan
grande como muchos han querido ver, se publicó en La Habana el último trabajo
intelectual del Che: el «Mensaje a los Pueblos del Mundo a través de la
Tricontinental». Una soflama con ínfulas de análisis geoestratégico en la que Ernesto
dejó fijadas sus ideas sobre el mundo futuro y el destino de la humanidad. En este
artículo es donde Ernesto formuló su celebérrima consigna de crear dos, tres…
muchos Vietnam que ha llevado a miles de jóvenes hispanoamericanos al matadero.
El mensaje a los pueblos del mundo es de lectura fácil y hasta entretenida. En sus
pocas páginas está condensado todo el odio, la rabia y el resentimiento que el
guerrillero apátrida había acumulado a lo largo de sus casi cuarenta años de
existencia. Como muestra tres botones.

El odio como factor de lucha; el odio intransigente al enemigo, que impulsa más allá de las limitaciones
naturales del ser humano y lo convierte en una efectiva, violenta, selectiva y fría máquina de matar. Nuestros
soldados tienen que ser así; un pueblo sin odio no puede triunfar sobre un enemigo brutal.

¿Odio como factor de lucha? ¿Efectiva, violenta, selectiva y fría máquina de


matar? Aunque lo parezca no es un yihadista rabioso invocando la Guerra Santa
contra el infiel. Es Ernesto Che Guevara, el símbolo universal de la libertad y la
justicia, el paradigma de lo bueno y lo sublime que hay en cada uno de nosotros
dirigiéndose a los pueblos del mundo. Aleccionador. Pero su tributo de odio no se

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queda ahí. Imagina un luminoso mañana con el planeta entero transformado en un
inmenso Vietnam.

¡Cómo podríamos mirar el futuro de luminoso y cercano, si dos, tres, muchos Vietnam florecieran en la
superficie del globo, con su cuota de muerte y sus tragedias inmensas, con su heroísmo cotidiano, con sus
golpes repetidos al imperialismo, con la obligación que entraña para éste de dispersar sus fuerzas, bajo el
embate del odio creciente de los pueblos del mundo!

Luminoso no, resplandeciente ese mundo con su cuota de muerte y tragedias. En


la primavera de 1967 aquel jovencito ocioso que recorría Argentina en bicicleta se
había vuelto irremisiblemente majara. La semilla de odio por desgracia ha arraigado.
En otro de los párrafos gloriosos del delirante Mensaje a los pueblos del mundo
puede leerse:

Hay que llevar la guerra hasta donde el enemigo la lleve: a su casa, a sus lugares de diversión: hacerla
total. Hay que impedirles tener un minuto de tranquilidad, un minuto de sosiego fuera de sus cuarteles, y aun
dentro de los mismos: atacarlo dondequiera que se encuentre.

El terrorismo ideológico y los islamistas radicales tomaron buena nota del consejo
dejado por Guevara. Llevar la guerra a todas partes, hacerla total. Todo es cuestión de
definir al enemigo, el resto viene sólo y, por descontado, está más que justificado en
aras de alcanzar ese mañana victorioso.
Apartado del mundo y de los efectos inmediatos de su incendiaria arenga a través
de la revista Tricontinental Ernesto se las veía cada vez más negras. Por más que lo
intentaba no daba con la columna de Joaquín. La conocida como columna de la
retaguardia iba dando tumbos por la serranía. Viajaban sin víveres y con la mayor
parte de la tropa enferma. El último día de agosto la exhausta formación llegó al vado
del Yeso. Se prepararon para cruzar el río pero era tarde, ya habían sido delatados.
Mientras trataban de cruzar el río con los fusiles levantados sobre los hombros para
evitar que se mojasen fueron ametrallados por el ejército. La mayor parte de ellos
murieron en el acto. Sus cadáveres se los llevó el río aguas abajo. En este solitario
vado boliviano murió Tamara Bunke, Tania, la que probablemente fue última
compañera del Che. Al hilo de la leyenda que ha despertado todo lo relacionado con
la guerrilla de Bolivia se ha llegado a decir que la alemana estaba incluso embarazada
de Ernesto, que sangraba abundantemente por sus partes íntimas. Otras fuentes
indican que lo que padecía la infortunada guerrillera era un cáncer de útero en estado
muy avanzado. Fuera lo que fuese la muerte fue para Tania, y para todo la columna
de la retaguardia, el fin de un auténtico suplicio. Habían pasado varios meses
viviendo en el infierno, sin esperanzas de victoria ni de volver con vida a casa. Dos
días después Ernesto escuchó la noticia por la radio, aunque no le dio demasiado
crédito:

La radio trajo una noticia fea sobre el aniquilamiento de un grupo de diez hombres dirigidos por un cubano
llamado Joaquín en la zona de Camiri; sin embargo, la noticia la dio la voz de las Américas y las emisoras

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locales no han dicho nada.

El mes de septiembre se deslizó tranquilo hacia lo inevitable. Los guerrilleros


estaban cada vez más acorralados y huían a la desesperada. No podían permitirse el
lujo de dormir dos noches en el mismo lugar y padecían todo tipo de padecimientos.
Al final del mes Guevara estaba ya persuadido de lo arduo de la tarea y de cómo el
ejército apretaba con más fuerza de la habitual:

Las características son las mismas del mes pasado, salvo que ahora sí el ejército está mostrando más
efectividad en su acción y la masa campesina no nos ayuda en nada y se convierten en delatores.

La primera semana de octubre se desarrolló en la tónica habitual. Sin agua,


mendigando comida y con una reducida tropa hundida moral, física y
psicológicamente. El día siete de octubre Ernesto hizo su última anotación en el
diario. Al día siguiente hubo de enfrentarse al ejército. Los oficiales del ejército
habían recibido informaciones que situaban a la guerrilla en la quebrada del Yuro.
Dicha quebrada, que ha pasado a la historia como uno de los accidentes geográficos
más famosos de Bolivia, era un simple barranco por cuyo fondo transcurría un
riachuelo de montaña. El valle disponía de vegetación suficiente como para ocultar a
los guerrilleros, pero no sucedía así con algunas laderas completamente peladas.
Para sacar a una unidad militar de un lugar semejante tan sólo existe un modo:
someterlo a un intenso fuego de mortero. La unidad que disponía de este tipo de
artillería era la del capitán Gary Prado, de los Rangers adiestrados por los
norteamericanos. La única esperanza que les quedaba a los diecisiete combatientes de
la guerrilla era esperar sin ser detectados entre la maleza a que anocheciese. Prado no
les dio oportunidad. Los Rangers cercaron la quebrada y a mediodía comenzaron el
ataque. La confusión se hizo dueña del grupúsculo de guerrilleros harapientos que se
arrastraban como animales asustados por el sotobosque. El Che trató de salir
precipitadamente junto a Willy, uno de los guerrilleros bolivianos. Los soldados al
verlos salir de la espesura dispararon y lograron detenerlos. Ernesto fue herido en una
pierna. Todavía no sabían que acababan de atrapar al legendario Che Guevara.
Hicieron llamar al capitán Prado para que formalizase la detención. Según el
testimonio de Gary Prado la conversación fue como sigue:

—¿Quién es usted? —pregunté al más alto, pese a que tenía casi el


convencimiento de su identidad.
—Soy Che Guevara —me respondió en voz baja.
Aparente no darle importancia y me dirigí al otro.
—¿Y usted?
—Soy Willy —repuso.
—¿Es usted boliviano?
—Si, afirmó.

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—¿Cuál es su verdadero nombre?
—Simón Cubas.
Me aproximé entonces a Guevara para observarlo más detenidamente. Tenía las
protuberancias en la frente. Le pedí que me mostrara la mano izquierda y pude ver la
cicatriz en el dorso. Satisfecho ya, ordené que le quitaran el equipo y lo registraran.
Mi estafeta, Alejandro Ortiz, se hizo cargo de todo lo que llevaba el Che. Una
mochila, dos morrales y una pistola en la cintura. Otro soldado recogió la mochila de
Willy.

En el momento de la detención Ernesto no esperaba clemencia alguna por parte


de los militares bolivianos, creyó que los Rangers iban a darle muerte en el acto. Ya
se sabe que cree el ladrón que todos son de su condición. Según testimonio de Gary
Prado antes de que se procediese a la detención, y cuando el comandante estaba ya
herido en la pierna y con la boina atravesada por un balazo —curioso simbolismo—,
Guevara gritó: «No disparen, soy el Che Guevara y les soy más útil vivo que
muerto». Efectivamente, le era más útil a él mismo y sobre todo a Fidel Castro, que
es lo que seguramente esperaba. Solicitaba magnanimidad a sus captores cuando
meses antes había clamado desde la revista Tricontinental por el odio sin tasa, por el
exterminio del otro, por el enaltecimiento de la guerra.
Pasó esa noche del ocho de octubre herido en una pequeña escuela rural de la
población de La Higuera. Todavía no habían decidido qué hacer con él. Prado
organizó un dispositivo de seguridad para evitar que los guerrilleros que habían
conseguido evadir la emboscada se lanzasen como kamikazes sobre la escuela para
liberar a su jefe. Nada de ello sucedió. Los restos de la guerrilla del Che en Bolivia se
extinguieron casi al mismo tiempo que su conductor. Fue caer el Che y desaparecer
una guerrilla que no había nacido ni por voluntad del pueblo ni de los propios
guerrilleros, sino a causa de los delirios y alucinaciones del propio Guevara.
En La Paz la temperatura en el palacio presidencial subió de golpe. El presidente
Barrientos se encontraba sin esperarlo con una patata caliente en las manos. Había
dos opciones. Someterlo a juicio y exponerse a un proceso que sería problemático,
mediático y complicado. O liquidar al guerrillero escudándose en presuntas heridas
de guerra. Tras un encendido debate con sus asesores y el Estado Mayor de Bolivia el
presidente se decidió por la segunda. Las horas del Che estaban contadas. Transmitió
la orden a Vallegrande para que se desplazasen hasta La Higuera las autoridades
competentes en la ejecución. La orden la recibió al despuntar el alba del día nueve el
coronel Joaquín Zenteno Anaya que, acompañado por el agente cubano de la CIA
Félix Ismael Rodríguez, tomó un helicóptero hasta la remota aldea donde Ernesto
Guevara había pasado su última noche con vida. A partir de ahí todo fue muy rápido.
Rodríguez se entrevistó con Guevara de muy malas maneras. El guerrillero tachó a
Rodríguez de gusano, muy en la línea castrista de considerar gusanos a todos los
cubanos que no comulgan con la revolución. El enviado de la CIA se encargó de

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fotografiar página a página el diario que Guevara había venido escribiendo desde el
primer día en el país. Acto seguido dio la orden de ejecución. Se buscó un voluntario
en la persona de Mario Terán, un teniente del ejército. Antes de que procediese Félix
Rodríguez le dio instrucciones para que no disparase por encima de la cintura y
pudiese, en vano, mantenerse la coartada gubernamental de las heridas en combate.

El ascenso al olimpo revolucionario


Las leyendas en torno a las últimas horas del Che son tantas que casi podría
escribirse un libro para ir detallando una a una. Todas ellas carecen de importancia
real y no alteran un ápice los acontecimientos. Tras la acalorada discusión con
Rodríguez entró en la estancia el teniente Terán. Dicen que dudó un momento y
descerrajó seis tiros sobre el cuerpo del andrajoso guerrillero. Seis certeros disparos
que le atravesaron el tórax desde el pecho hasta la espalda como un San Sebastián,
pero tiroteado. Eran la una y diez minutos de la tarde del nueve de octubre de 1967 y
Ernesto Guevara de la Serna había dejado de existir.
El cadáver fue inmediatamente retirado de la lúgubre pieza de la escuela donde
había sido ejecutado y lo dispusieron en una camilla sujeta al patín de un helicóptero
para conducirlo al puesto de mando en Vallegrande. Un último y deprimente vuelo
que lo conduciría directamente a la eternidad. En Vallegrande se le practicó la
autopsia y una vez acicalado el cadáver se expuso encima del poyo de una lavandería
para ser fotografiado por la prensa. Uno de los fotógrafos se encaramó a horcajadas
encima del cuerpo y obtuvo ese primer plano cenital que luego se hizo tan famoso. Es
difícil sustraerse a la fuerza de aquella imagen y es por ello que se ha representado
hasta la saciedad.
El Gobierno, para evitar que el cadáver fuese enterrado y se citasen en torno a su
tumba peregrinaciones cargadas de pasión mística, ordenó que se cremasen los restos.
Asimismo, y para certificar la identificación plena, se ordenó a los forenses amputar
sus manos. Es lo único físico que quedó del Che Guevara. Se custodiaron en Bolivia
cerca de un año conservadas en formol. Nadie sabe cómo desaparecieron de allí y al
tiempo reaparecieron en La Habana. Pasaron a ser propiedad de Fidel Castro y su
contemplación era algo reservado para quien el comandante en Jefe creyese oportuno.
El diario de Bolivia, escrito a mano en su cuaderno de notas, tiene su propia
historia. Se trata de una agenda alemana de la marca Herstellung Baier & Schneider y
se encuentra en el país andino, en La Paz, a prueba de ladrones y de curiosos en el
Banco Nacional de Bolivia. Pero no le fue sencillo llegar hasta ahí. En los primeros
momentos el diario se archivó en el Estado Mayor del ejército boliviano clasificado
como de alto secreto. Pero misteriosamente desapareció de allí para reaparecer en
Sotheby’s, la conocida casa de subastas londinense. El Gobierno boliviano tuvo que
contratar los servicios de un bufete de abogados para recuperarlos y lo consiguió.

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Una copia de los mismos en microfilm salió del país y aterrizó en La Habana. Poco
después Fidel Castro anunció la edición cubana de los diarios del Che en Bolivia,
prologada por él mismo, claro.
Los restos físicos del Che no darían menos vueltas. Tres décadas más tarde, en
1995, unos investigadores cubanos dijeron haberlos encontrado en una fosa común en
Bolivia junto a los de otros guerrilleros. En aquel entonces el del Che Guevara era ya
un mito de dimensiones inimaginables, mucho más célebre y reconocido que en el
momento de su muerte. Solicitaron permiso al Gobierno boliviano y un equipo del
Instituto de Medicina Legal de Cuba empezó las excavaciones.
Encontraron un total de 36 cadáveres en distintas fosas. En una de ellas, en el
mismo Vallegrande, a unos metros de la pista del aeródromo local, se encontraban los
restos del Che y los de otros seis guerrilleros, incluido el de Willy, el boliviano con
quien había sido apresado Guevara el día antes de su muerte. Hasta Bolivia se
desplazó un equipo argentino de antropólogos forenses. Uno de los cadáveres tenía
las manos cortadas y los forenses detectaron formaldehído en los huesos, un
compuesto químico que habían inyectado al Che poco después de morir para retardar
la putrefacción del cuerpo mientras se encontraba expuesto en la lavandería. Estaba
parcialmente vestido y en el bolsillo encontraron restos de tabaco para pipa. El
equipo cubano-argentino presentó un informe dando por buena la identificación. La
propaganda castrista no tardó en denominar a aquello «hazaña científica».
Pero no todos estaban de acuerdo. Años más tarde, en 2007, un equipo forense de
la Universidad Complutense de Madrid, enmendó la plana a sus colegas arguyendo
que había contradicciones irreconciliables entre la descripción del esqueleto
encontrado en aquella fosa y la autopsia realizada treinta años antes. Contradicciones
tales como fracturas de la segunda y tercera costilla izquierda, que no figuran en la
autopsia del 67, que señala, en cambio, una lesión entre la novena y la décima costilla
izquierda. El cadáver del 67 presentaba lesiones en las dos clavículas, mientras que el
del 97 tiene una única lesión en la clavícula derecha. Algo similar sucede con los
fémures o con las lesiones vertebrales, que no son concordantes. El examen
odontológico tampoco coincide. Al Che le faltaba un premolar inferior izquierdo,
extremo del que dio cuenta la autopsia original, pero que en la del 97 no se señala,
pero si dice, en cambio, que tiene el tercer molar superior izquierdo —la muela del
juicio—, que no tenía el Che. Tampoco había referencias al corte quirúrgico de las
manos en la autopsia del esqueleto, lo que sorprendió a los forenses españoles porque
ese tipo de intervenciones siempre dejan marcas visibles.
Estos datos directos son incontestables, pero los hay también indirectos. El
encargado de dar sepultura a los guerrilleros, el teniente coronel Andrés Selich, se
llevó el secreto a la tumba cuando fue asesinado en 1973, pero su viuda, que se
trasladó a vivir a Paraguay posteriormente, aseguró que al Che lo habían enterrado
separado de los demás, lo cual tiene cierta lógica habida cuenta de la importancia del
personaje y del hecho de que su cuerpo estuvo expuesto para contemplación de los

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paisanos durante dos días.
Pero hay más pistas. Al doctor Moisés Abraham, en aquel entonces director del
hospital de Vallegrande, fue a quien correspondió practicar la autopsia y amputar las
manos al guerrillero. Abraham desnudó al Che antes de hacer la autopsia y no volvió
a vestirlo. Se le enterró desnudo. De hecho, el propio doctor se quedó con la
chamarra como recuerdo, objeto que se llevó después a México, donde abrió una
clínica en la ciudad de Puebla a finales de los años setenta. El esqueleto encontrado
en la fosa del aeródromo iba con chamarra y cinturón.
Pero los restos del Che, ya fueran los suyos o de cualquiera de los infelices de
Ñancahuazú, tenían que estar en Cuba antes del 26 de julio de 1997, justo a tiempo
para conmemorar la celebración anual de la epopeya revolucionaria del cuartel de
Moncada y el trigésimo aniversario de su muerte. Fidel Castro recibió el ataúd en La
Habana el día 13 de julio de aquel año. Días después una inmensa comitiva se dirigió
al interior de la isla en una ceremonia retransmitida en directo por la televisión
cubana. Eran los tiempos del periodo especial, había que echar algo de alpiste
ideológico al famélico pueblo cubano.
Fidel mandó construir un mausoleo dedicado a él y su memoria en la ciudad de
Santa Clara, en la cripta del mismo reposa la urna con los huesos —falsos o
verdaderos— de Ernesto Guevara. Sobre ella, un mural esculpido con un altorrelieve
con escenas de la vida del «santo», una columna y una estatua en bronce del
guerrillero de siete metros de altura con el lema «Hasta la Victoria siempre». Victoria
que le fue negada en Bolivia, en el Congo y en casi todos los ámbitos de su vida
pública, pero que conquistó después de muerto. Cada ocho de octubre se celebra el
Cuba el «día del guerrillero heroico» y su imagen es junto con la de Martí y,
lógicamente, la del propio Castro la que mayor presencia tiene a lo largo y ancho de
toda la geografía cubana.
Medio siglo después de su muerte en una remota escuela rural de Bolivia el
hombre se ha transformado definitivamente en mito y su historia en una suerte de
evangelio pagano. Descanse en paz.

* * *

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HISTORIA DE UN ICONO

Captura original de la famosa fotografía tomada por Alberto Díaz, más conocido
como Korda, el 5 de marzo de 1960 en La Habana con motivo del funeral por los
fallecidos en la explosión del navío La Coubre. Fue tomada con una Leica M2 y un
objetivo de 90mm. Korda la recortó para eliminar elementos distractores como el
hombre de la izquierda o la planta de la derecha y la expuso en su estudio habanero.
La fotografía pasó desapercibida durante años hasta que en 1967, ya muerto el
Che, un editor italiano, Giacomo Feltrinelli, reparó en ella y se la llevó a Europa,
donde publicó dos millones de carteles. En mayo de 1968 estallaron las revueltas
estudiantiles en las que se empleó esta fotografía como uno de los símbolos de
rebeldía juvenil.
Poco después el artista irlandés Jim Fitzpatrick estilizó la imagen dejándola sólo
en rojo y negro. De esa fuente bebió un colaborador de Andy Warhol para crear una
serigrafía multicolor. Falseó la autoría y se la vendió a una galería de Roma. Para
1970 la imagen se estampaba en todo tipo de soportes. El Che Guevara era ya un
logotipo.
Es la fotografía más reproducida de la historia.

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AGRADECIMIENTOS
Este libro no hubiese sido posible sin la confianza y el apoyo de los patronos y
mecenas de La ContraCrónica y La ContraHistoria. Estos son sus nombres. Gracias.
Alberto Garín García, Tomas Leiva Lèrou, Andrés Novo, Carlos Benítez, Alonso
Alarcón Cachinero, José Buzón, Oriol Cosp Arque, Adrián Bernabéu, Pablo
Lasunción, Joan Ramón Barcelona, Manuel de la Serna, Xavier Palomeque Salazar,
Víctor Pérez, Luis Tovar French, Juan del Castillo Waters, Víctor Rodríguez,
Gonzalo González Guerrero, Felipe Fernández del Valle, Saúl Rosa Caballero, Pedro
del Amo, Domingo Durango de la Rosa, Pablo Camba, David de Bedoya, José Luis
Blasco Ruiz, Andrea Martos Esteban, Pol Reig, Juan José Martín, Diego Caballero,
Javier Iriarte, Rosa García, Rubén González Méndez, Juan Macías Alonso, Lorenzo
Pardo, Clara Clemente Pujol, Pablo Solchaga Sánchez, Gonzalo López de Ceballos,
Ángel Gálvez, Álvaro Sánchez de Granda, Luz Mary Villada, Pedro del Amo.

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FERNANDO DÍAZ VILLANUEVA. Es periodista e historiador. Ha trabajado como
redactor en AtlasTelecinco, como jefe de opinión en Libertad Digital y subdirector de
Contenidos en LDTV. Actualmente es director de Negocios.com. Es socio fundador
del Instituto Juan de Mariana y miembro del Consejo de Redacción de La Ilustración
Liberal.
Es colaborador regular del diario La Gaceta, del semanario Alba, de la revista Xtra,
del suplemento cultural DOCS, de la revista de Historia de LD, de los programas
‘Dando Caña’ de Intereconomía TV y ‘Business Connection’ de Business TV, así
como de los programas radiofónicos ‘Es la noche de César’ y ‘Sin Complejos’ de
esRadio, ‘Los últimos de Filipinas’ de Radio Intereconomía y ‘A fondo’ de Radio
Inter.
Es autor de dos biografías sobre los Reyes Católicos, de una biografía sobre el Che
Guevara y de los libros de Historia: Nosotros los españoles, Historias con vida
propia, Historia criminal del comunismo, Treinta siglos no es nada y Para habernos
matado. Grandes batallas de la Historia de España.

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