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Fernando Díaz Villanueva
ePub r1.0
Titivillus 19.06.18
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Título original: Vida y mentira de Ernesto Che Guevara
Fernando Díaz Villanueva, 2017
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a mi padre, por enseñarme a desconfiar
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PRÓLOGO
La mentira que no cesa
Gloria Álvarez
Cuando una mentira ha sido repetida tantas veces, la única manera de que la
verdad persevere es escribiéndola apasionadamente.
Con el exquisito detalle histórico que lo caracteriza, desde las primeras líneas de
esta obra, Fernando Díaz Villanueva nos revela las entrañas de la familia de Ernesto
Guevara y su curiosa obsesión por ligarse a un pasado aristocrático peninsular que
jamás sucedió. Porque como bien lo señala el autor, Poco importa lo obvio cuando se
trata de cimentar la leyenda.
El lector está frente a la que quizá es la biografía más completa jamás escrita
sobre el mitológico personaje, admirado por quienes lo desconocen y repudiado por
quienes se han tomado el tiempo de investigarlo.
Desde el lujoso estilo de vida de los Guevara en los primeros cuatro años de vida
de Ernesto, hasta el trágico incendio donde su padre lo perdería todo, pasando a los
exclusivos barrios de San Isidro y Palermo en la Argentina de los años 50, la afición
de Ernesto por el rugby, el tenis y el golf, Díaz Villanueva nos va dibujando el
ambiente en el que crece «Ernestito» y nos va quedando claro que a los inicios de su
vida el Che no tuvo ningún contacto obrero (contacto que rara vez procuraría a lo
largo de su vida), y que, si a algún ataque se hubo de enfrentarse, fue a los
propiciados por su constante asma.
Recurriendo a la relatos de los propios admiradores del Che, a quienes bautiza
como ávidos «Guevarólogos», el autor nos va desmenuzando una a una las anécdotas
que fueron formando al joven Ernesto.
Un muchacho lleno de contradicciones. Con la manía de transformar la realidad y
relatarla de acuerdo a sus propias fantasías. Con dejes de egoísmo (muchas veces
irracional) que lo llevan a romper corazones, a mentir respecto a sus estudios, a
exagerar experiencias y a ponerse de protagonista en momentos donde no pasó de
mero espectador.
En este joven Guevara, el amante de la filosofía de la libertad encontrará a
alguien que no le resultará tan ajeno ni desconocido. Ernesto buscaba llegar a Estados
Unidos para ganarse la vida. Aceptó la ayuda de un naviero de la United Fruit
Company para viajar por Centroamérica. E incluso abandonó a su primera novia con
palabras que el autor compara con el sentir de cualquier ávido randiano en busca de
su libertad y sus sueños:
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interior por vos; es sacrificarme a mi, y yo soy lo más importante que hay en
el mundo, ya te lo he dicho.
A mi natal Guatemala vino para ganar dinero y no por la causa comunista como
tantos sin cimientos afirman. Y aunque el dinero lo aportaba su novia Hilda lo que si
se ganó en Guatemala fue el apodo de «Che» con el que el mundo posteriormente lo
inmortalizaría.
Ese es precisamente el reto al que Fernando Díaz Villanueva nos enfrenta en cada
capítulo de su obra: el de escoger las evidencias que la lógica y los hechos nos
arrojan sobre la realidad, o el de permanecer cegados ante el mito afirmando
disparates que pretenden convencernos que un niño de calificaciones escolares
mediocres a los 9 años leyó «Psicopatología de la vida cotidiana» de Sigmund Freud,
o que un joven viajero y perezoso haya regresado para graduarse de médico cursando
asignaturas y exámenes en tiempo récord de los cuales no queda ningún registro
académico en la Universidad de Buenos Aires.
¿Por qué mentir durante quince años sobre un título de médico cuya
obtención presenta tantas sombras a la luz de la más simple de las
investigaciones? O, reformulando la pregunta, ¿por qué la mayoría de
biógrafos del Che perpetúan este estúpido mito?, ¿acaso pecan ellos de la
obsesión por los títulos y las licencias tan propia de la burguesía que detestan?
El autor nos invita a comprender al joven Guevara en su justa dimensión sin más
ni menos. Joven que va cimentando con la incongruencia de sus palabras versus sus
acciones, la disonancia cognitiva que sería tierra fértil para convertirlo en uno de los
más sanguinarios y crueles personajes de la historia política Iberoamericana.
Pero no solo se nos recrea la vida de Ernesto, sino el entorno histórico que se
desenvuelve a su alrededor. Es una vuelta a la mente de Guevara pero también una
vuelta al mundo que lo rodea. Desde la Guerra Civil Española, la Segunda Guerra
Mundial, la llegada de Juan Domingo Perón a la Argentina, o los detalles de la caída
del gobierno de Jacobo Árbenz en Guatemala… hasta una de las descripciones más
fieles de la Revolución cubana desde los días del entrenamiento en México, la
compra del Granma, los acuerdos con Prío Socarrás en Miami, los días en la Sierra
Maestra y la toma de la Habana. El lector tendrá un repaso geopolítico que incluso le
arrojará pistas para comprender el poder que hoy por hoy, la dictadura Cubana tiene
sobre la tan golpeada Venezuela.
Mientras leía cada relato, impecablemente descrito por Díaz Villanueva en
contraposición a los mitos, cada mentira convertida en verdad, me era inevitable
preguntarme: ¿en qué momento ocurre la transformación de joven incongruente a
sanguinario asesino?, ¿en qué momento perdió el alma?, ¿en qué momento la
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charlatanería de decir que concluyó una carrera de medicina de la que jamás se
graduó, o fanfarronear exagerando historias, pasó a frías ejecuciones en el cuartel de
La Cabaña a la luz de la luna y a buscar en el odio el factor de lucha más poderoso
para someter y doblegar a todo individuo que no concordara con su tan amada
revolución?
Acompañaban mis dudas las interrogantes que Fernando nos plantea y que de
haber sucedido habrían cambiado el destino de miles de seres humanos que de
manera directa o indirecta a manos del Che perdieron la vida, la libertad y sus
pertenencias para siempre.
¿Qué hubiera pasado si el joven Guevara en lugar de leer a Marx y Lenin hubiese optado por empezar con
John Locke y su «Ensayo sobre el Gobierno Civil»? ¿Qué hubiese pasado si en lugar de haraganear por media
América hubiese montado una pequeña empresa en Argentina o, de haber terminado la carrera, se hubiese
empleado como médico?
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PREFACIO
¿Por qué el Che Guevara?
Hace quince años, a finales de 2002, me propusieron escribir una biografía sobre
el Che Guevara. Era para una pequeña editorial de Madrid de esas que hacen grandes
colecciones de biografías y luego las venden a granel. Le dije a mi agente, un antiguo
compañero de la facultad de Historia, que a mi el Che me parecía un fanático con
buena fama por lo que quizá no saldría lo que esperaba el editor. Me tranquilizó
indicándome que sería absolutamente libre de escribir lo que me viniese en gana
sobre el personaje, que no me autocensurase bajo ningún concepto.
Con esas condiciones era imposible decir que no, y más cuando entonces no había
cumplido los treinta años. No podía quejarme. Un encargo semejante es un caramelo
para cualquiera que empieza. El problema era que, aunque el Che no era santo de mi
devoción, tampoco lo conocía muy a fondo. Pero eso tenía arreglo. No había más que
ponerse a leer sobre el personaje en cuestión y la cosa iría saliendo.
Me puse manos a la obra durante ese invierno. Compré todas las biografías
disponibles sobre el Che Guevara, que ya eran unas cuantas, y las leí de cabo a rabo.
Adquirí también la obra propia del Che, sus libros o, mejor dicho, libritos, que se
vienen publicando con gran éxito de ventas desde los años sesenta. De todo di cuenta
con gran regocijo porque la historia del Che era también la de la Hispanomérica
contemporánea. Y yo, parafraseando a Terencio, soy español, por lo que nada hispano
me es ajeno. Las cosas de la patria grande me interesan tanto como las de la patria
chica.
El Che que, con las lecturas, fui descubriendo me sorprendió. Fue, efectivamente,
un fanático ideológico, un perito en odios de los que tanto abundaron durante el siglo
pasado, pero la cosa iba mucho más allá. Era un fanático que nunca debió serlo
porque la fortuna le había sonreído desde la misma cuna. No era como muchos se
imaginan un maltratado por la fortuna, un desposeído, sino un señorito nacido en uno
de los países más ricos del mundo dentro de una familia de clase media-alta. En
resumen, que pudo hacer algo que a otros les está vedado por las circunstancias:
elegir.
Descubrirlo me cautivó. Ya no era un guerrillero común y corriente que hizo la
revolución cubana y luego se inmoló por la causa en un secarral boliviano. O no sólo.
El personaje tenía más aristas: la de adolescente acomodado en el Buenos Aires de
mediados de siglo, la de joven aventurero y ocioso que recorre en moto América
junto a un amigo, la de viajero a ninguna parte que, buscando emociones fuertes, las
encuentra primero en Guatemala y luego en México y Cuba, la de egoísta iluminado
que persigue su misión sin escatimar medios, la de monje revolucionario inasequible
a la razón.
A partir de ahí fui recorriendo su última década de vida, su vida pública, la que va
desde que arranca la lucha guerrillera en Sierra Maestra a principios de 1957 hasta su
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temprana muerte en Bolivia en 1967. El fanático extraviado que yo me maliciaba
resultó serlo mucho más. Como complemento a los textos canónicos investigué en la
prensa de la época y me entrevisté con gente que le había tratado en vida, como un
colaborador suyo en el Banco Nacional de Cuba o una de sus secretarias en el
ministerio. El primero estaba exiliado en Florida, la segunda en España. El exilio de
ambos no era casual. El retrato estaba ya completo. El Che Guevara merecía ser
biografiado, pero no para hablar bien de él, tampoco mal, simplemente para contar su
vida de una manera desapasionada y escéptica. Eso es, en definitiva, lo que pretende
el presente libro.
Un libro que, en su primera versión, tuvo una vida corta aunque algo agitada. Al
llegar al editor éste se dolió por el contenido. No lo esperaba, quería, digamos, algo
más estándar. Tardó en salir al mercado cerca de dos años y cuando lo hizo la
editorial no puso demasiado esfuerzo en venderlo como título aparte. Tampoco podía
exigirlo, formaba parte de una colección a fin de cuentas. Unos meses después era
imposible de encontrar y así hasta el momento presente.
Lo cierto es que la primera versión a mi no me terminaba de gustar, de modo que
durante años planeé editar otra nueva completamente nueva, reescrita desde la
primera a la última letra. Una nueva biografía del Che partiendo de la investigación
anterior pero mejorando lo anterior y añadiendo más contenido, porque en los últimos
quince años el Che no ha resucitado para desgracia de sus admiradores, pero se han
ido descubriendo aspectos nuevos de su vida, su pasión y su muerte.
En lo que se ha avanzado poco es en el estudio y difusión de su mentira. Aparte
del libro anterior tan solo ha aparecido un trabajo de Álvaro Vargas Llosa titulado
«Che Guevara: más mito que realidad» que tuvo una vida casi tan fugaz como el mío.
Pero, ay, los libros no son de los autores, son de las editoriales, que disponen a placer
de ellos en función de su criterio.
Pero las cosas a veces cambian a mejor. El que se dispone a leer sí pertenece a su
autor. Y así seguirá siendo. El tiempo y, sobre todo, la independencia para poder
escribir el libro lo he obtenido gracias a la generosidad de los donantes, patronos y
mecenas de mis programas de radio, empresas ambas que ellos hacen posibles con
sus contribuciones periódicas. Gracias a ellos este libro está en sus manos.
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CAPÍTULO PRIMERO
Rebelde sin causa
Para unos ojos verdes cuya paradójica luz me anuncia el peligro de adormecerme en
ellos.
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Los Guevara en América
Tan sólo unas ruinas muy deterioradas se conservan hoy del que fue el magnífico
castillo de los Guevara en el término municipal de la población alavesa que ha dado
nombre a la familia. Apenas una torre solitaria flanqueada por las ruinas de lo que un
día fueron los orgullosos muros de una formidable fortaleza levantada en el siglo XV
por Íñigo Guevara, conde de Oñate, en mitad de la llanada que preludia los montes
vascos desde la meseta castellana. Algunos historiadores —con mayor o menor
fortuna, generalmente con menor— han tratado de llevar los orígenes de un Guevara
muy posterior y bastante más meridional, Ernesto Guevara de la Serna, más conocido
como «el Che», hasta este remoto rincón del norte de España.
La delirante historia es, más o menos, como sigue. Un Factor Real de tiempos del
emperador Carlos V emprendió a comienzos del siglo XVI un largo viaje que le
llevaría desde su villa natal en la Álava profunda, por donde el lobo merodea al
confiado rebaño y los hombres se forjan a golpe de intratables inviernos, hasta el
Nuevo Mundo, esa golosina que poco antes un genovés errante había regalado en
bandeja de oro a los reyes de España. Debió ser con toda seguridad el primer Guevara
que abandonó la península con destino a las Indias, que es como los españoles
conocimos América hasta bien entrado el siglo XIX, y no porque aquello fuese la India
o allí hubiese indios (que al final los hubo y en gran cantidad), sino porque los
españoles somos muy amigos de tomarle cariño a la toponimia y no cambiarla jamás.
Este primer Guevara del que muchos dicen tener constancia fiel atravesó España
de punta a punta: desde su señorío norteño hasta el puerto andaluz de Sanlúcar de
Barrameda, donde se enroló en la expedición de Pedro de Mendoza. Semanas
después llegaron a Brasil, que, aunque ya oficialmente era portugués, sus nuevos
dueños no se lo habían apropiado aún, por lo que el antepasado del Che Guevara se lo
encontró tal y como Dios lo creó.
A este Guevara, Carlos Guevara para más señas, trotamundos y zascandil,
terminó sus días a manos de los indios guaicurús cuando acababa de dar cuenta de un
fabuloso tesoro de metales preciosos. Como la cosa debió de ser expeditiva y sin
demasiadas negociaciones de por medio, no nos ha llegado los detalles. No sabemos
si los nativos se limitaron a seccionar de un tajo su gaznate para exponer los restos
colgados de un árbol o lo echaron directamente a la olla con la cabeza puesta.
Bonita historia, pero probablemente más falsa que un euro de hojalata. Es más,
estoy convencido de que es pura fábula. Acepto apuestas. A pesar de ello, siglos
después, otro Guevara ya bien asentado en América la hizo propia. Algo así como si
todos los mexicanos que se apellidan Cortés se creyesen herederos directos del
extremeño, todos los guatemaltecos que llevan por nombre Alvarado se dijesen nietos
de los hermanos que conquistaron el país, o los castellanos que llevamos Díaz por
nombre de familia considerásemos que nuestro linaje se extiende impoluto desde
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tiempos de Ruy Díaz, el Cid Campeador de Vivar.
Poco importa lo obvio cuando se trata de cimentar la leyenda. Isidoro Calzada,
español y sublime hagiógrafo del Che ya fallecido no solo hace hincapié en esta
historieta inverosímil, a la que no falta ni un solo ingrediente fantasioso, sino que
pretende enlazar en el tiempo y en el espacio a aquel valeroso Factor Real de Carlos
V con una presunta aristocracia ganadera de la que, según asevera vehemente, sí que
provenía de manera directa Ernesto Guevara. No da nombres. Lógico, no existen.
Aun así se congratula de situar al revolucionario heroico como legatario de una casta
ilustre, dedicada al noble arte del pastoreo intensivo, y arraigada en lo más noble y
puro de la Madre Patria. De risa sí, pero con cosas de esta laya ha de enfrentarse
cualquiera que se disponga a conocer la figura de Ernesto Guevara.
Algunas incluso son peores, más artificiosas todavía. Siguiendo el delirante guión
de Calzada, los ancestros lejanos del Che podrían haberse dedicado al oficio de las
armas. En noble lid por supuesto y del lado de los buenos, es decir, de las repúblicas
criollas que se separaron de España en la primera mitad del siglo XIX. Ya es curioso
que Calzada no hiciese mención a ningún salteador de caminos ni a ningún pirata de
los que tanto frecuentaban las costas americanas en tiempos pasados que llevase por
nombre Guevara. Que haberlos digo yo que en tanto tiempo alguno tuvo que haber.
Hasta ahí podíamos llegar. Un revolucionario a la carta se merece un árbol
genealógico a la carta aunque ésta sea, como ya veremos, en gran parte inventada.
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uno es padre de familia. Ernesto se encargó personalmente de diseñar el nuevo hogar.
A la finca solo se podía acceder en barca, pues estaba construida en la misma orilla
del río Paraná, uno de esos ríos sudamericanos inmensos de color ocre cuya mera
contemplación quita la respiración a cualquiera. Vivo retrato del pionero éste de
Caraguatay. Aislado del mundo, dedicado a la tierra y entregado en cuerpo y alma a
prosperar desafiando los elementos y las calamidades de un entorno hostil. Tan hostil
que aquellos yerbatales del norte solían emplear mano de obra semiesclava para
poder salir adelante. No hay constancia de que los Guevara de la Serna recurriesen a
ella, pero nada invita a pensar que, como terratenientes de su época, no lo hiciesen.
Si el joven matrimonio Guevara se fue tan lejos para labrarse un futuro es porque
no nadaban precisamente en la abundancia. Una vez más lo obvio se deja a un lado. A
pesar de que se repite con machacona insistencia que tanto la madre como el padre
del Che eran terratenientes, o al menos herederos de familias de la aristocracia rural,
el hecho indiscutible es que Ernesto Guevara y Celia de la Serna pasaban una
situación económica muy complicada. Veamos en qué precarias condiciones se
casaron.
Hubieron de pedir prestada la casa para celebrar un banquete ya que carecían de
los medios para costearse una sala de fiestas, y la novia se presentó en el altar
embarazada de dos meses. Duro panorama para cualquier pareja de recién casados lo
que, dicho sea de paso, no deja de tener su mérito. La familia de ambos era buena,
pero no tanto como para garantizarles una vida sin trabajar. La fortuna de los
Guevara, que había alcanzado su cénit con el bisabuelo Patricio Julián Lynch, un
patricio en el sentido más amplio de la palabra, estaba ya muy menguada. Respecto a
Celia, provenía de una acaudalada familia de estancieros bonaerenses, pero la
desgracia se había abatido sobre ellos con especial crudeza. Su padre murió cuando
ella tenía sólo dos años y su madre cuando contaba quince. Se fueron pronto dejando
siete hijos tras de sí. Celia quedó al cuidado de su tía Sara hasta que, embarazada,
decidió casarse con Ernesto Guevara.
Conforme se acercaba el momento en que Celia debía dar a luz a su primer
retoño, Ernesto comenzó a preocuparse por lo apartado del hogar que con tanto
esmero había construido. El joven esposo que, al menos por una vez, fue previsor, se
llevó a Celia en una barca que había adquirido para trasportar el mate río abajo. El
Paraná fue y sigue siendo una formidable autopista acuática que hace las veces de
espina dorsal del noreste argentino. Desemboca en el mismo río de la Plata, pero
antes se encarga de hacer parada en Santa Fe y Rosario, ciudades principales de la
Argentina, más antigua la primera y más industriosa la segunda.
Los Guevara siguieron ese camino como la sagrada familia recorriendo el Sinaí
de camino a Egipto. Ernesto al timón de la frágil gabarra, mientras su esposa
primeriza se debatía en la incertidumbre sin saber a ciencia cierta dónde iba a traer a
su primer hijo al mundo. La idea era que la madre fuese convenientemente atendida
en Buenos Aires, aunque tras una escala en Posadas, otra en Corrientes y la última en
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Santa Fe, Ernesto Guevara hijo se apresuró a nacer adelantando el parto. Era 14 de
junio de 1928 y los padres se encontraban en Rosario.
Hasta aquí el relato oficial de los primeros días de Ernesto Guevara. Algunos
biógrafos se han reconciliado con la verdad. Más si cabe porque la propia Celia de la
Serna años después reconoció que falseó deliberadamente la fecha de nacimiento de
su hijo. Ernesto Guevara nació realmente el 14 de mayo, un mes antes, y si fue
inscrito en el registro ya entrado el mes de junio se debió a una simple y prosaica
razón: los padres no querían que los familiares se enterasen de que la boda había sido
un penalti como una catedral, extremo que se habían empeñado en ocultar durante la
boda. No les culpemos. Esas cosas sucedían entonces. En España, en México, en
Colombia o en cualquier otro país —hispano o anglosajón—, dos padres jóvenes
presionados por un entorno tradicional hubiesen obrado del mismo modo.
Isidoro Calzada mantiene como fecha segura del alumbramiento el 14 de junio,
algo puramente anecdótico sino fuese porque lo vincula en su carta astral a la de otro
gran revolucionario de tiempos pasados, nada menos que el califa almohade Al-
Mansur, nacido, según cuentan las crónicas, el 14 de junio de 1160. Los padres de Al-
Mansur quizá también se casaron de penalti en una jaima del desierto argelino
dejando a la familia en Marrakech ajena a todo el cotarro. Lo desconocemos, tal vez
los herederos de Calzada lo puedan aclarar y, ya de paso, aclararse ellos mismos
mientras realizan la investigación.
Naciese el 14 de mayo o de junio carece de trascendencia a no ser, claro, que el
lector sea un gran aficionado a la astrología, a la cábala o a la lectura de los posos del
café. En tal caso puede consultar su carta astral y descubrir por sí mismo que en
cualquiera de esos dos días nacieron multitud de niños en Rosario y en poco o en
nada les influyó venir al mundo con los primeros días del invierno austral. El que sí
que nació en junio, aunque un año antes, fue Isidoro Calzada, su más devoto
hagiógrafo, pero a miles de kilómetros de allí, en un rincón de la lejanísima España.
Una vez Ernesto y Celia pasaron el dulce trance del alumbramiento reclamaron a
su lado a algunos familiares, que acudieron solícitos a Rosario para asistir a la madre
en el apuro de estrenarse como tal. Dos meses después dejaron la ciudad ribereña
para desplazarse a Buenos Aires. En Rosario, en aquellos dos primeros meses de vida
del joven Guevara, apareció la enfermedad que le acompañaría toda su vida: el asma,
o, al menos, la precursora del mismo, una inoportuna neumonía.
En Buenos Aires el niño se repuso al cuidado de la familia y de especialistas de la
capital que consiguieron mantenerlo con vida. Los padres, aliviados después de tanto
ajetreo, regresaron a su hacienda, la finca Santa Rita, según el invierno se esfumó de
aquellas latitudes. Pero la vida en el indómito territorio de Misiones era muy dura
para unos señoritos de ciudad como los Guevara. Solos, con la única compañía de su
pequeño hijo que además padecía asma, y sumidos en la inseguridad de si lo del mate
iba o no a salir adelante. Si salía se harían tremendamente ricos. Si no salía se
pudrirían en aquellos cañaverales dejados de la mano de Dios.
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No debió salir porque Ernesto, harto de tanta espera, de tanto sacrificio y de tanta
vida al aire libre en un entorno agreste y lleno de peligros, hizo las maletas y con
Celia y el joven Ernestito se mudó de vuelta a casa, a Buenos Aires, al selecto barrio
de San Isidro, donde alquiló un chalet. No era para menos. Como ya ha quedado
dicho, tanto Ernesto como Celia provenían de familias acomodadas, que no
aristocráticas porque en las Américas nunca hubo aristócratas, y es del todo normal
que quisiesen codearse con gente de su clase social.
A pesar de que no había hidalguía de la que rascar, los delirios de grandeza de los
Guevara no se limitaban a sus esas raíces españolas de tiempos de los Habsburgo que
Calzada airea con tanto desparpajo como falta de fundamento documental. El padre,
Guevara Lynch, decía descender también de Hugo Lynch, caballero normando que
había auxiliado a Guillermo I en la conquista de Inglaterra allá por 1066.
¿Alucinación? Posiblemente, sin embargo Ernesto Guevara Lynch en su libro «Mi
hijo el Che» lo lleva aun más lejos. Dice textualmente acerca de sus orígenes:
La rama troncal española procedía del Conde don Vela, que vivió bajo los reinados de Sancho y Ramiro III
de León, y del linaje que empezó a apellidarse Guevara en el siglo XII con el Conde de Avala.
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bendecidos por la fortuna. Celia combinó los partos con la vida social de la capital
que, especialmente para ciertas familias, era agradable y despreocupada, propia de un
país que atravesaba el periodo más dulce de su historia, al menos desde el punto de
vista económico. Celia era una gran nadadora, buena conversadora y una mujer de su
tiempo que incluso se atrevió a llevar el pelo cortado al estilo garçon, tan de moda en
los libertinos años veinte.
Echando un ojo a la soberbia arquitectura porteña de principios del siglo XX no
cuesta demasiado imaginar la acomodada vida de la burguesía bonaerense en los años
treinta. Argentina era por entonces un país muy próspero, millones de emigrantes de
toda Europa arribaban a ella en busca de oportunidades. Mano de obra a raudales y
una relativa estabilidad política que el país no volvería a conocer, posibilitaron que la
gran nación del cono sur se mantuviese al margen de la primera guerra mundial y de
la crisis económica que azotó Europa en el periodo de entreguerras.
Los Guevara vivieron a fondo aquellos años mágicos. Uno de los mejores amigos
de Ernesto Guevara Lynch en aquel entonces era el célebre jugador de polo argentino
Luis Duggan. Su socio en el astillero no le iba a la zaga, se trataba de Germán Frers,
reputado campeón de regatas. De lo que podemos concluir que el entorno social en el
que el Che pasó sus primeros años de vida fue cualquier cosa menos obrero. Al
menos en esto todos los biógrafos, guevarófilos incluidos, están de acuerdo.
Los Guevara cambiaron de casa, dejaron su chalet en San Isidro para mudarse a
un apartamento en el barrio de Palermo, el más exclusivo del Buenos Aires de la
época. Todavía hoy este precioso rincón de la capital argentina conserva ese encanto
burgués que le imprimieron sus habitantes de hace cien años. Entre estos habitantes
se encontraba nuestro Che Guevara. Con tres años de edad y padeciendo una crisis
asmática tras otra.
Celia, la madre, se sentía culpable. Como hemos visto, ya en Rosario al poco de
su nacimiento el niño había contraído una bronconeumonía que casi se lo lleva por
delante. En Buenos Aires la salud del joven Ernesto se complicó. Un resfriado le
postró en la cama durante interminables días. Muchos fueron los que pensaron que
serían los últimos del primogénito de los Guevara de la Serna. Según parece Celia
había sido de niña también asmática y eso crea una probabilidad muy alta de que el
niño herede el mal. En el Che operó de este modo y quizá por esta razón su madre se
consideraba causante de la enfermedad que afligía a su pequeño.
En estas estaban, de regata en regata y de paseo en paseo, cuando el astillero de
San Isidro sufrió un incendio y Ernesto se quedó sin nada. Vivía de alquiler y todo su
patrimonio en bienes raíces se limitaba a la ya conocida plantación de mate en el
territorio de Misiones, que era, por lo demás, una auténtica ruina. El astillero, para
colmo, no estaba asegurado, por lo que al drama de ver los barcos consumiéndose
bajo las llamas se sumó el de no poder recuperar ni un peso de lo invertido.
La enfermedad de Ernestito no contribuía a la armonía familiar. Los médicos
habían dictaminado, ya en 1932, cuando el pequeño sólo contaba con cuatro años de
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edad que padecería asma de por vida. En ese punto Ernesto y Celia tomaron la
decisión de abandonar Buenos Aires. En la decisión influyó la tragedia del astillero y
las crisis asmáticas del niño. Pero ¿dónde ir? Buenos Aires no era un buen lugar para
la salud del crío. Demasiado húmedo, demasiado contaminado, demasiado frío en
invierno. Misiones, lógicamente, tampoco, en la finca Santa Rita se juntaba el hambre
con las ganas de comer. Una humedad relativa altísima y muy poco aconsejable para
un asmático, y el hecho de vivir lejos de la civilización con los perjuicios que de ello
se derivan para un convaleciente de una enfermedad crónica. La familia miró al oeste,
a las tierras altas de las sierras pampeanas, una región de clima templado pero seco, el
lugar perfecto para un asmático… y para empezar una nueva vida lejos de la gran
urbe.
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En casa de los Guevara no había horarios fijos y cada uno comía cuando tenía hambre; nadie se extrañaba
si, para ahorrarse el trayecto por el exterior, alguno de los niños cruzaba el salón de estar en bicicleta; para
entrar no se tocaba el timbre, y podían verse juntos a miembros de la alta sociedad cordobesa alternando con
caddies del campo de golf cercano, obreros, emigrados españoles; todos ellos exentos del cumplimiento de
normas sociales.
Todo muy moderno y muy del gusto de los adolescentes perpetuos que conforman
la izquierda occidental, pero no muy adecuado para educar a cuatro niños. Lo mejor
de todo es que O’Donnell, lejos de censurar el desbarajuste y la falta de disciplina, lo
toma como una de las grandezas bautismales que hicieron después a Ernestito el Che
legendario que a tantos pone los ojos en órbita. O’Donnell habla con conocimiento de
causa. Su familia trató a los Guevara en aquellos años y nadie mejor que don Pacho
para opinar sobre el tema.
La vida en Alta Gracia, aparte de desorganizada y a ratos caótica, era
esencialmente tranquila, tal y como puede presumirse de una localidad de provincias.
Los Guevara no se privaban, a pesar de sus altibajos económicos, de contar con
servicio doméstico. Su cocinera, Rosario López, siguió viviendo en la Alta Gracia y,
ya en su vejez, concedía de mil amores entrevistas sobre la infancia del Che. En una
de octubre de 2002 la antigua cocinera afirmaba sin empacho que, a los cuatro años,
Ernestito ya leía el periódico. No voy a poner en duda la memoria de elefante de esta
buena señora, pero al caso viene recordar que, en 1938, cuando el niño contaba con
nueve años, presentó 21 ausencias injustificadas en tan solo dos meses. Quizá es que
pasó todo este tiempo leyendo el diario y, ya puestos, recortando las recetas de cocina
para doña Rosario. Quizá. La criada de los Guevara ha terminado disfrutando de sala
propia en la Casa-Museo de Alta Gracia, la sala 7 para ser exactos, la correspondiente
a la cocina. Cada uno en su sitio.
Lo que parece que marcó al Che en estos primeros años cordobeses no fue tanto
la lectura de los periódicos como el persistente asma. Celia lo tomó como algo
personal, no abandonaba al niño y se encargó de suplir sus faltas continuadas a la
escuela erigiéndose ella como maestra. El padre, por su parte, andaba suficientemente
ocupado en obtener contratas para el negocio inmobiliario que había montado junto a
su hermano.
Los Guevara que, no debemos olvidarlo, venían de Buenos Aires, la ciudad de los
prodigios, se aclimataron lo mejor que pudieron a la ociosa alta sociedad de aquella
pequeña colonia olvidada. Salían a menudo. Se dejaban ver con frecuencia por el
hotel Las Sierras, donde apuraban más de una noche hasta bien entrada la madrugada.
Los niños, como ha confirmado posteriormente algún miembro del servicio
doméstico, cenaban solos. Y es de suponer que el joven Ernesto pasaría también a
solas o en compañía de doña Rosario los ataques de asma.
Mucho se ha escrito sobre la implicación de los padres en la educación y en la
atención que prestaron a su hijo. Con los datos que poseemos, incluso con los
extraídos de las más burdas y guevarofílicas hagiografías, podemos concluir que no
fue destacable en ninguno de los dos campos, y posiblemente menor que la que
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recibían niños de la misma clase social pero con padres algo más comprometidos con
la enseñanza de sus hijos.
Por lo demás, nada indica que estos primeros años de escuela fuesen infelices o
desdichados para Ernesto. Su padre era un hombre abierto, de ciertas inclinaciones
bohemias y seguramente buen compañero de juegos de sus hijos. Pero nada más. A
pesar de todo lo que Ernesto Guevara Lynch quiso hacer creer con el transcurrir de
los años, como padre aprobó por los pelos. La madre, Celia, se involucró mucho más
en la educación de Ernesto. Convivió más de cerca con la enfermedad y siguió de un
modo más concienzudo la evolución de su hijo en esos años cruciales para cualquier
persona. Pero es que las madres son las madres y los padres, los padres. No hace falta
mucha más explicación.
Una de las aficiones que le vino a Ernesto por vía paterna fue la del deporte. Los
Guevara eran muy dados al ejercicio físico. Afición esta que en los años treinta del
siglo pasado era privativa de las clases altas o muy altas. El ejercicio físico de los
pobres era el extenuante trabajo diario. La madre, como ya he apuntado más arriba,
era una excelente nadadora y entre las amistades del padre había grandes deportistas.
Ninguno de los dos perdía la ocasión de ejercitarse, generalmente en prestigiosos
clubes.
La enfermedad del niño invitaba además al deporte como terapia alternativa. El
gusto que más tarde el Che Guevara desarrollaría por toda clase de deportes le viene
de esta época cordobesa. Vivir en Alta Gracia, además, era un aliciente añadido. Un
clima serrano saludable, sin rigores térmicos excesivos y lejos de las estrecheces y
poluciones de la gran ciudad. Un lugar inigualable en contacto con la naturaleza y
perfecto para que la chiquillería forjase grandes y sólidas amistades en torno a un
balón.
Ernestito estuvo matriculado en dos colegios en su primera etapa escolar en Alta
Gracia. Los dos públicos. Primero la Escuela de San Martín, es de imaginar que
llamada así en honor al laureado general, y después la de Manuel Soares. Los padres
del Che eran de convicciones laicas y predicaban con el ejemplo. Por la escuela,
como ya hemos visto, no se prodigó demasiado, sin embargo, según cuentan los que
le conocieron entonces, el niño tenía una desmesurada afición por la lectura.
Probablemente leyese, como todos los niños que en el mundo han sido, novelas
de aventuras que, en una época en la que no existía la televisión harían las veces de
los actuales videojuegos y las teleseries juveniles. Algunos biógrafos esta devoción la
llevan más lejos apuntando que el joven Che se atrevió en estos primeros años hasta
con Sigmund Freud, padre del psicoanálisis y que, por aquella época, apuraba sus
últimos años de vida en la lejana Europa. No es por poner en duda las fuentes de los
más entregados guevarófilos, pero cuesta ver a un niño de apenas nueve años
encerrado en su habitación con la «Psicopatología de la vida cotidiana» entre las
manos desentrañando los secretos de la revolución psicoanalítica.
Más fácil de digerir es que, a tan temprana edad, devorase el cervantino «Don
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Quijote de la Mancha», y no porque los dos gruesos volúmenes de los que consta la
obra asusten al más avezado colegial, sino porque sabido es que al que empieza con
El Quijote no le queda más remedio que terminarlo. Placentera servidumbre de toda
buena obra maestra que se precie. Y El Quijote lo es en grado extremo, aunque, eso
sí, a partir de cierta edad.
En julio de 1936, cuando el Che tenía ocho años y un mes, perdón, dos meses, dio
comienzo la Guerra Civil española con el levantamiento del general Franco en el
protectorado español del norte de África. Las noticias de la guerra se extendieron
como la pólvora —y nunca mejor traída la comparación— por todo el mundo.
América no fue una excepción, más si cabe porque el nuevo continente estaba
plagado de familias de españoles que, en las primeras décadas del siglo XX, se habían
lanzado con entusiasmo a hacer las Américas, eufemismo que se utilizaba en España
para emigrar.
La causa republicana despertaba simpatías por doquier. La campaña, orquestada
desde Madrid por el Gobierno del Frente Popular, cosechó adhesiones
inquebrantables en las otrora colonias de ultramar. La imagen de la pobre república
de trabajadores víctima de las asechanzas del fascismo internacional era tan plástica
que pocos pudieron sustraerse a su atractivo. Los miembros del Gobierno
frentepopulista lo sabían y cultivaron con esmero esta imagen de desvalimiento
durante los tres años que duró la contienda fratricida. De nada servía el hecho de que
en los campos de España se batiesen el cobre dos totalitarismos. El icono de la guerra
de España era uno, el de los carteles publicitarios exhibidos en la Exposición
Internacional de París del 37, y ante él cayó rendida la flor y la nata de la
intelectualidad internacional y casi toda la colonia española en América.
Hasta el refugio familiar de los Guevara en Alta Gracia llegaron los ecos del
lejano conflicto español. Un tío suyo la presenció en persona como corresponsal de
un periódico porteño, el diario Crítica. Este tío suyo, Cayetano Córdova, era miembro
del Partido Comunista de Argentina, por lo que es de suponer que las crónicas que
enviaba desde los frentes españoles debían tan imparciales como las que remitían
desde Burgos los corresponsales italianos o alemanes a sus respectivos diarios.
Quizá la experiencia del tío en la guerra de España marcase a Ernestito, que debió
vivir el acontecimiento como Sebastian Haffner vivió la Primera Guerra Mundial
desde el Berlín de su infancia, es decir, de victoria en victoria hasta la derrota final.
Cuentan que colgó de la pared de su alcoba un mapa de España en el que seguía y
daba cuenta de los avances del ejército Republicano. Los más entusiastas van incluso
más lejos asegurando que «alternaba su visión estratégica con juegos inocentes con
sus amiguitos en los que unos hacían de republicanos buenos y otros de nacionales
malos».
Haffner cuenta en sus memorias que hizo exactamente lo mismo durante la
primera guerra mundial, que le pilló con apenas diez años. Colgó un mapa de Europa
en las paredes de su alcoba para marcar en él las ofensivas del Reich. Después de un
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paseo militar de cuatro años Haffner no pudo entender cómo habían perdido los
suyos. A Ernestito Guevara de la Serna debió sucederle algo similar.
El goteo de exiliados españoles que fue cayendo por Argentina tras el fin de la
guerra fue notable. Una pequeña parte terminó en Alta Gracia y allí, quizá tomándose
un combinado en la terraza del Hotel Las Sierras, les aguardaba Ernesto Guevara
Lynch. En Alta Gracia se exilió junto a toda su familia Juan González Aguilar,
médico que, durante la guerra, había sido asistente del presidente Negrín, nefasto para
todos menos para él mismo y para sus amos soviéticos.
González Aguilar era además gran melómano que se las arregló para montar en el
pueblo un pequeño cuarteto de laúdes. En las sobremesas de aquella somnolienta Alta
Gracia de 1939 también se dejó caer Manuel de Falla. Como exiliado y como músico,
ya que intimaba con González Aguilar. El genial gaditano moriría años más tarde en
la misma Alta Gracia, en un chalet no muy diferente del de los Guevara que,
adivínelo, sí, hoy aloja su casa-museo. Los argentinos, como todos los pueblos del
Nuevo Mundo, tienen esa querencia por celebrar hasta lo más mínimo de su propia
historia. Y no seré yo quien diga que eso está mal.
Pero hagamos un inciso para poner todo en su sitio. Manuel de Falla no se exilió
en Argentina por motivos políticos, todo lo contrario. Aunque había consagrado su
vida a la música y nunca se interesó excesivamente por la política, no ocultó en los
años de la guerra sus simpatías por el bando franquista hasta el extremo de colaborar
con José María Pemán en un himno para las tropas nacionales. De hecho, su partida
de España es posterior por varios meses al fin de la contienda civil. Tras su muerte en
1946 su cadáver fue repatriado a España en un buque de la Armada argentina y
recibido con honores en el puerto de Cádiz por Raimundo Fernández Cuesta,
falangista de la primera hora y a la sazón ministro de Justicia.
El desfile de republicanos expatriados era continuo y la cuadrilla de Ernestito los
recibía recitando de memoria la nómina completa de generales del ejército derrotado.
Al parecer uno de los preferidos del Che era el General Enrique Líster. Cuando
menos curioso que, contando la República con oficiales de primera fila, militares
propiamente dichos, de la talla de los generales Miaja o Rojo, se fijase el pibito en el
que quizá fuese uno de los más sanguinarios matarifes de la guerra de España.
Cabe siempre la duda razonable de que sus «hazañas» bélicas al servicio de Stalin
nunca llegasen a Argentina en su integridad. Tal vez, en aquellos tiempos sin
televisión ni Internet la información de las guerras se fragmentase hasta ser
irreconocible. Sin embargo, la devoción que sentía Ernesto por Enrique Líster se
extendió en el tiempo y en el espacio. Muchos años después de acabada la guerra en
España, en 1961, el carnicero gallego se dejó caer por la Cuba revolucionaria. A su
encuentro se dirigió el ya Comandante Guevara convertido en ministro de Industrias
y le dirigió personalmente estas palabras:
Cuánto le debe el mundo al sacrificio de los españoles que lucharon, casi sin armas, contra la barbarie
fascista. […] Por eso nosotros podemos recibir a Líster como algo nuestro.
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Hasta es posible que Ernesto, que ya no era un niño cuando pronunció estas
palabras, desconociese que, tras fracturarse España con motivo del alzamiento
militar, la zona republicana era la más poblada, la más industrial y la que reunía todas
las grandes ciudades con Madrid, Barcelona, Valencia y Bilbao a su cabeza. Bajo el
mando del Gobierno del Frente Popular quedó la práctica totalidad de Armada, la
industria pesada del País Vasco, el emporio catalán y las reservas de oro del Banco de
España, que en 1936 constituían el cuarto depósito de oro del mundo. Un total de 638
toneladas del precioso metal que no tardarían en ser cuidadosamente transportadas
hasta la Unión Soviética para no regresar jamás. De modo que los republicanos
lucharon con valentía sí, pero no «casi sin armas».
Otra de las anécdotas de aquel Ernestito bullanguero de finales de los años treinta
no es menos reveladora. Recogió a una perrita abandonada en la calle y tras darle
vueltas al nombre bautizó a la pobre perra como Negrina, en honor naturalmente de
Juan Negrín, jefe de los últimos Gobiernos republicanos. No, no podía haberse
acordado de Azaña, de Julián Besteiro o del mismo Buenaventura Durruti para
bautizar a la perrita. Trajo a su mente el nombre de uno de los políticos más infames e
inmorales que ha padecido España a lo largo de su dilatadísima historia.
A pesar de los muchos pesares que la guerra había traído a los españoles, Europa
andaba como loca en aquellos años de triste recuerdo. En septiembre de 1939 los
alemanes, crecidos ante la tolerancia sin límite de las democracias occidentales,
saltaron el cerrojo del corredor de Danzig y provocaron el comienzo de la Segunda
Guerra Mundial. Stalin, mentor político de aquel Negrín, padre putativo de la perrita
del Che, había llegado previamente a un acuerdo con Hitler para repartirse los
despojos de la desdichada Polonia. La mitad para cada uno como dos bandidos que
asaltan en comandita.
El conflicto se hizo inevitable y, en el curso de año y medio, lo que había
comenzado como una guerra entre Alemania por un lado y Francia y el Reino Unido
por otro, se extendió por todo el planeta. Sudamérica, por fortuna, quedó al margen.
A los Guevara además, que eran anglófilos declarados, les iba muy bien. En el verano
austral de 1941, coincidiendo con los bombardeos de los nazis sobre Inglaterra, toda
la familia se tomó unas largas vacaciones en la localidad de Mar del Plata. Allí el Che
se encontró por vez primera frente al inmenso océano.
A la vista de los hechos, la mella de la guerra mundial sobre Ernestito no debió
ser muy profunda, pero si la impronta de la familia González Aguilar. Un año más
tarde, en 1942, los hijos del médico español y el Che se matricularon juntos en el
Liceo Deán Funes de Córdoba. Esto, unido a un nuevo equilibrio en la cuerda floja
del malabarista Guevara Lynch, llevó a la familia en pleno hasta Córdoba, la capital
de la provincia. Ernesto Guevara de la Serna tenía catorce años y estaba hecho ya
todo un buen mozo. Córdoba no era Buenos Aires, pero la bella ciudad del interior,
apodada como «La Docta» por albergar la primera universidad de la Argentina y la
cuarta de América, poseía suficientes atractivos para un joven estudiante de
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secundaria que inauguraba su adolescencia.
A principios de los años cuarenta Córdoba tenía unos 300 000 habitantes, lejos de
abultada cifra de la capital federal, pero población considerable para tratarse de una
simple ciudad de provincias. La ciudad de Córdoba viene a ser la gran olvidada de las
guías de turismo de la República Argentina. Cuenta con universidad desde 1613 y
con obispado propio desde 1699. Gran parte de la rica historia de la Argentina
colonial se condensa en sus calles. En el siglo XVIII fue incluso honrada con la
capitalidad del virreinato por parte de la corona española, que entonces reposaba
sobre las sienes del magnánimo Carlos III. En esta ciudad, cargada de historia,
iglesias barrocas, conventos y callejuelas enredadas en su casco viejo es la que
recibió al joven Che en su primer año de bachillerato.
La vida en el Liceo transcurrió plácidamente. Ernesto se aficionó aun más a los
deportes, cuya oferta aumentaba en una capital. En torno al Lawn Tennis Club de
Córdoba Ernesto se inició en deportes como el rugby, el tenis o el golf, reservados a
las elites de la ciudad. En estos años conoció también a uno de los amigos que más
marcarían su vida posterior: Alberto Granado, del que pronto sabremos más.
Es de suponer que la práctica intensiva de tanto deporte no se lleva bien con una
algo tan fastidioso como el asma, y así debió de ser. Pero como era de natural
testarudo suplía con cabezonería lo que la naturaleza se había empeñado en negarle.
El deporte, y más cuando es practicado en exceso y a todas horas, tampoco congenia
bien con los estudios. Sus calificaciones escolares en el Liceo no pasaron de
mediocres. Despuntó en las asignaturas de letras, especialmente en materias como
Literatura o Historia mientras que la Física, el Dibujo o la Música las saldaba con
aprobados justitos o suspensos sobrados.
Caso aparte merece la nula aptitud que demostró para aprender inglés. El francés
sin embargo le era más familiar y se le daba mejor. Quizá debido a las clases que ya
le había impartido su madre en casa, o quizá a sus semejanzas con el español.
Posiblemente se debió a una combinación de ambas. Los años de la guerra mundial
los pasó de este modo, practicando deporte y estudiando lo justo para salir bien
parado a fin de curso. Lo esperable en un quiceañero hijo de un empresario en la
opulenta Argentina de los años cuarenta.
A pesar de la temprana vocación política que algunos han querido ver en el Che
adolescente, no hay nada que haga pensar que ésta apareciese en sus días de alumno
en el Liceo. Todo lo más cierta simpatía por el primer peronismo que, a la larga,
dejaría a Argentina en la ruina.
La renuncia y detención de Juan Domingo Perón en octubre de 1945 ocasionó
violentos disturbios por todo el país. Los estudiantes se amotinaron por toda
Argentina contra las medidas autoritarias inspiradas por el presidente. Frente a ellos
se organizaron milicias sindicales que organizaron una marcha sobre Buenos Aires
para exigir la liberación inmediata de Perón, recluido por el Gobierno de Edelmiro J.
Farrell en la isla Martín García.
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El joven Guevara, entonces con diecisiete años, ¿qué hizo?, ¿hojeó los periódicos
con aristocrático desdén antes de iniciar un relajado partido de tenis junto a su amigo
Alberto Granado? No, Ernesto se lanzó a la calle junto a uno de los grupos de choque
properonistas. En Córdoba, donde la algarada fue de menor envergadura que en
Buenos Aires, los improvisados milicianos peronistas asaltaron el principal diario de
la provincia, La Voz del Interior, y reventaron sin contemplaciones las lunas de su
entrada.
Este fue el primer episodio político de cierta relevancia en el que participó
Ernesto Che Guevara. Acción, como a él le gustaría remarcar más adelante. Acción
aunque fuese junto a unos matones sindicales que todo lo que buscaban era
amedrentar al Gobierno. Este episodio, hecho público por José Aguilar, con quien
Guevara mantuvo cierta amistad en su época de estudiante, lo suelen pasar por alto
casi todos los biógrafos del Che Guevara. Algunos, enajenados por un misticismo
guevarista todavía pendiente de diagnóstico por los psicólogos, lo han querido ver no
en Córdoba sino en Buenos Aires, manifestándose contra el Gobierno de Farrell. Me
refiero, naturalmente, al inefable Calzada que, fiándose de sus recuerdos, afirma
haber compartido con él una asonada en la misma Plaza de San Martín. El fervor
ideológico, definitivamente, no es buen compañero de la verdad.
A los acontecimientos de la primavera le sucedió un verano tranquilo en que la
familia regresó al Mar del Plata a pasar las vacaciones. El matrimonio entre Ernesto
Guevara Lynch y Celia de la Serna hacía aguas por los cuatro costados. Cinco hijos y
un trasiego continuo de Misiones a Buenos Aires, de Buenos Aires a Alta Gracia y
allí a Córdoba habían astillado una relación que, por temperamental, tenía todas las
de irse al traste. Y se fue.
En 1947 se formalizó la separación. La familia volvió a Buenos Aires y se instaló
en un pisito, departamento que dirían ellos, muy aparente de la calle Araoz. La casa
pertenecía a la madre de Ernesto, a Ana Lynch. Pero era una simple comedia. El
padre buscó un estudio céntrico para acomodar su despacho de arquitecto a pesar de
que, a causa de las prisas por casarse, nunca había terminado la carrera de
Arquitectura. Allí, en la calle Paraguay, 2034 se acomodaron el despacho y él.
No fue una separación rigurosa. Ernesto se pasaba de tanto en tanto por el
domicilio conyugal, pero solía pernoctar en su refugio de la calle Paraguay. Ernestito,
o mejor dicho, Ernesto hijo, que ya tenía diecinueve años, se quedó unos meses en
Córdoba terminando el último curso de bachillerato. Durante aquel verano había
obtenido un empleo en el departamento de carreteras de la provincia de Córdoba. Por
su cabeza pasaba ir a la universidad local, la cordobesa, a cursar estudios de
ingeniería como su amigo Tomas Granado, el hermano de Alberto. Sin embargo, su
abuela Ana se puso enferma, muy enferma.
La relación entre Celia y Ernesto no pasaba, como acabamos de ver, por muy
buenos momentos por lo que quizá el padre envió recado a Córdoba para que Ernesto
se presentase en la casa de la calle Araoz a atender a su abuela. Ernesto viajó desde
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Córdoba y estuvo junto a Ana Lynch sus últimas semanas de vida. Dicen que, a raíz
de esta experiencia, se despertó en él la vocación por la medicina. Estaba a punto de
empezar la universidad, de manera que aquella iluminación repentina le vino que ni
pintada.
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época. Años más tarde, en 1960, en un discurso en el Ministerio de Salud Pública de
La Habana decía textualmente:
Cuando empecé a estudiar medicina, la mayoría de los conceptos que hoy tengo como revolucionario
estaban ausentes en el almacén de mis ideales. Quería triunfar, como quiere triunfar todo el mundo; soñaba
con ser un investigador famoso.
Más claro agua. Algunos deberían tomar nota. Pero añadiéndole lo siguiente. En
una carta enviada en 1952 a su novia Chichina Ferreira le confesaba que no
pretendía:
… engayolarse (encerrarse) con la profesión médica…
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Seguramente Tita Infante, como militante comunista que era, trató de convertir a
su compañero al evangelio laico de Marx, cosa que era muy común en esa época y lo
sigue siendo en esta entre los apasionados ideológicos de ambos sexos. A finales de
los años cuarenta y principios de los cincuenta el comunismo estaba de moda y su
extensión por todo el mundo se veía inevitable. Es normal que dos estudiantes
veinteañeros de una facultad en Buenos Aires cambiasen impresiones sobre el tema, y
más cuando uno de ellos pertenecía a una organización que, como la comunista,
funciona mediante un proselitismo muy parecido al de la Iglesia. Hasta aquí llega
toda su politización en estos años de universidad. No es mucho, la verdad.
Lo que al Che de verdad le interesaba era el deporte, especialmente el rugby. En
1949 fichó por el San Isidro Club, que jugaba en la primera división. Su puesto era el
de medio scrum que, dicho sea de paso, es uno de los más importantes y el más
divertido de este deporte. Su afición por el rugby llegó a tal extremo que, un par de
años más tarde, fundó una modesta revista llamada Tackle en la que se presentaban
noticias y comentarios de actualidad del rugby en la ciudad de Buenos Aires.
La iniciativa solo aguantó once números, pero ahí queda como demostración viva
de cuáles eran los auténticos intereses de Ernesto Guevara. Intereses por otro lado
muy legítimos, y de gran valor para los aficionados al rugby, pero lejos de las
presuntas preocupaciones políticas que según muchos ya le quitaban el sueño, el hipo
y hasta las ganas de comer.
Todo el que sepa algo, por poco que sea, sobre Ernesto Guevara sabrá que nunca
ejerció su presunta profesión de médico. A pesar de las peroratas que dio años más
tarde hablando de su época preuniversitaria, de lo que podemos estar seguros es que
no pretendió llegar a la excelencia profesional a través del estudio. Sus años en la
facultad de Medicina se empeñan en demostrarlo.
En un testimonio prestado a la biógrafo del Che Claudia Korol por Ricardo
Campos, un amigo suyo de la época, decía respecto a la asistencia a clase: «… no
creo que haya cursado regularmente, más bien él hacía muchas materias libres …», es
decir, sin pisar el aula ni equivocándose y cumplimentando el trámite mediante una
convocatoria extraordinaria. Y en parte es normal, a nuestro hombre, como a
cualquier universitario inquieto, todo le quitaba tiempo. El equipo de rugby, la
lectura, las novias, especialmente Chichina Ferreira cuya relación veremos ahora con
más detalle, los viajes continuos a la Córdoba de su niñez, las partidas de ajedrez…
Ante un panorama tan lleno de actividades extraescolares, lo suyo es que a
Ernesto no le quedase ni un minuto para asistir a clase. El primer examen lo aprobó
en abril de 1948, Anatomía Descriptiva, el último en abril de 1953, Clínica
Neurológica. Cinco años exactos trufados por mil experiencias entre las cuales las
más gratificantes fueron sin sombra de duda los viajes. Ernesto era un apasionado de
los viajes, de perderse por el mundo y conocer otras gentes, paisajes y culturas.
Durante aquellos años Ernesto viajó mucho, mucho más de lo habitual en los
jóvenes de su época. No olvidemos que, en la Argentina de 1950 no existía el
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interrail, ni el programa Erasmus, ni las aerolíneas de bajo coste, ni las ofertas de
última hora por internet. Si quería irse a Córdoba se apostaba en una carretera a la
salida de Buenos Aires, sacaba el dedo pulgar y dejaba que el destino hiciese el resto.
Téngase en cuenta que ambas ciudades están separadas por una nada despreciable
distancia (como casi todas en Argentina) de 700 kilómetros. Horas invertía el joven
estudiante en desplazarse de una ciudad a otra, de su querida Buenos Aires a su
refugio de infancia.
En uno de esos viajes a Córdoba con motivo de una boda, concretamente de la de
Carmen González Aguilar, hija de aquel médico español exiliado, Ernesto conoció a
Chichina. Se llamaba Maria del Carmen Ferreira y pertenecía a una ilustre familia
cordobesa. La chica era guapa, refinada y culta. En las fotos de la época se ve una
jovencita de bellos rasgos y cierta delicadeza en las formas que delatan su
procedencia social. Ernesto se enamoró como un cadete. Estaba en la edad de
hacerlo, y ella también. Pero 700 malditos kilómetros separaban a los tortolitos, por
lo que iniciaron una fructífera relación epistolar transida de sentimiento y confesiones
mutuas.
Esa correspondencia se conserva hoy día y puede consultarse con detalle y
delectación en casi todas las biografías que se han escrito sobre el Che. Se
enamoraron en 1950, cuando Ernesto tenía veintidós años, por lo que no sorprenden
demasiado las cursilerías que los dos amantes se dedicaban. Entre aquellas cartas
pueden rescatarse algunas joyas poéticas que transcribo por si algún lector las
considera útiles para susurrárselas a su amada en un arranque de galantería:
Para unos ojos verdes cuya paradójica luz me anuncia el peligro de adormecerme en ellos.
Nuestra primera cópula sería una triunfal procesión en honor del vencedor pero siempre estaría el fantasma
de nuestra unión porque sí, porque era el mas consecuente o era el raro.
Se lo que te quiero y cuánto te quiero, pero no puedo sacrificar mi libertad interior por vos; es sacrificarme
a mi, y yo soy lo más importante que hay en el mundo, ya te lo he dicho.
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El presente que vivimos los dos: uno fluctuando entre una admiración superficial y lazos más profundos
que lo ligan a otros mundos, otro entre un cariño que cree ser profundo y una sed de aventuras, de
conocimientos nuevos que invalida ese amor.
La distancia además no perdona. 700 kilómetros son muchos para atar una
relación en serio y mucho más si hay dudas por las dos partes. Una lástima, porque el
amor que Ernesto Guevara sintió por Chichina Ferreira debió ser tan auténtico como
juvenil.
La aventura y los conocimientos nuevos no tardaron en llegar. En 1949 había
instalado un pequeño motor en una bicicleta y con ella se lanzó a recorrer el norte del
país. Estuvo en Tucumán, en Santiago del Estero y en Salta. En San Francisco de
Chañar visitó un leprosario que, según el mismo relató, le causó una tremenda
impresión. Valoró el trato personal con los leprosos como una de las vías para
conseguir su curación. O al menos eso dicen los guevarólogos llevados por la pasión
de ver a Jesucristo rodeado de leprosos en la Judea del siglo I. Para ese viaje no hacen
falta tantas alforjas. Lo normal es que un estudiante de medicina de veintiún años en
pleno siglo XX hable a favor del trato humano a los enfermos de lepra. Lo extraño
hubiera sido lo contrario, es decir, que Ernesto Guevara, una vez en dentro del
leprosario de San Francisco de Chañar, hubiese reclamado a los responsables la
segregación absoluta y latigazo.
En este viaje en bicicleta, claro antecedente del cicloturismo de nuestros días que
querrá ver alguno, el Che se interesó por conocer no sólo los monumentos de cada
una de las ciudades que pasaba, sino también por intimar con las gentes en hospitales
y asilos donde, en palabras del propio Che, se encontraba el alma de un pueblo.
Biógrafos como Castañeda ven en ello una postura de mochilero. Y hasta podría ser,
aunque estoy por ver todavía a algún mochilero alemán o británico de visita en
Madrid acercarse al Hospital de La Paz o al Doce de Octubre a palpar de cerca el
alma del pueblo madrileño en la planta de traumatología.
En el verano de 1951, apurado por no tener un peso, se enroló valiéndose de su
condición de estudiante de medicina en varios buques de la marina mercante
argentina como enfermero. Formó parte de la tripulación de varios petroleros que
cabotaban por las costas de Sudamérica; desde el Caribe hasta el litoral de la
Patagonia. No quedó muy contento, pues su intención era la de conocer mundo y no
la de pasarse el día rodeado de agua haciendo imaginaria. Pero así es la marina, por
cada día en que se puede pisar tierra y visitar un puerto interesante hay semanas de
tedio y rutina en alta mar. En estos meses de aburrimiento soberano a bordo de los
petroleros de la mercante tal vez ideó el que sería su primer gran viaje: un recorrido
por América, a solas o acompañado, que le hiciese sentir de cerca lo que andaba
buscando.
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La moto era una tartana que fallaba por todas partes. Cuando no era el aceite era la
correa, el carburador o la distribución. No tomaba velocidad, se atascaba en los
puertos de montaña… Las anécdotas del viaje se sucedieron en una letanía de eventos
simpáticos que Ernesto se encargó de ir narrando pormenorizadamente por carta a sus
familiares en Buenos Aires.
Los protagonistas de la epopeya motoriza supieron, además, combinar los
momentos de diversión y asueto con vivencias más serias y trascendentales. Por
ejemplo, la presunta conferencia sobre leprología que, según Ernesto, dio a unos
médicos que se encontró en Valparaíso. Causa estupor ver como un estudiante que no
va a clase, que le importa un bledo la facultad y que en aquella época tenía aprobadas
tan solo dieciséis asignaturas de un total de treinta da charlas a médicos en ejercicio.
Dejémoslo en simple fanfarronería juvenil.
Ya en Chile, tradicional antagonista de Argentina, se dejaron ver por Osorno,
Valdivia y Santiago, donde La Poderosa rindió su último servicio agotada como
estaba tras un viaje de varios miles de kilómetros subiendo y bajando por carreteras
infernales. En la localidad de Valdivia hasta la prensa local se hizo eco de su
presencia haciendo notar la llegada de los dos viajeros argentinos. El diario El Correo
de Valdivia incluso se atrevió a decir que:
… ambos viajeros piensan llegar a Caracas, capital de Venezuela, o hasta donde permitan los medios
económicos a su disposición, porque ellos mismos se pagan la gira…
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polizones románticos que aguantan en la sentina padeciendo mil y una privaciones
durante todo el trayecto por largo que éste sea. Según abandonaron el puerto de
Valparaíso y perdieron de vista la costa chilena se presentaron al capitán, cuya cara
podemos imaginárnosla. Haciendo gala de esa magnanimidad no exenta de cierta
dureza de los capitanes de barco, el buen hombre asignó tareas a los dos polizones.
Alberto a la cocina y Ernesto a las letrinas. Para eso habían quedado los expertos en
leprología, los animosos viajeros que recorrían América con sus propios medios.
A primeros de marzo llegaron a Antofagasta, puerto principal de las resecas
tierras del Chile septentrional. La industria por excelencia de norte de Chile es la
minería, su subsuelo es muy rico, especialmente en cobre. Gran parte de los cables
por los que circulan los datos y la electricidad en todo el mundo están elaborados con
cobre chileno, y su exportación ha sido a lo largo del último siglo de cardinal
importancia para la balanza de pagos de Chile. Llenos de curiosidad, Alberto y
Ernesto se encaminaron hacia la mina de Chuquicamata, que era por entonces la mina
a cielo abierto más grande del mundo. En el camino trabaron contacto con un par de
militantes del Partido Comunista chileno y en este encuentro muchos han querido ver
el inicio de las inquietudes sociales de Ernesto Guevara, la famosa «toma de
conciencia» que como veremos no se producirá hasta pasados unos cuantos años.
En su diario Guevara iba anotando cuanto veía como un estudiante curioso. En
esa época no existían las videocámaras, ni los grabadores digitales de voz, ni,
naturalmente, los teléfonos inteligentes, por lo que llevar por escrito la cuenta exacta
de cuánto se veía o se oía era casi el único modo de inmortalizar los viajes, y más
cuando estos son a la aventura y a los veintitrés años. Le llamó poderosamente la
atención las diferencias entre los trabajadores de la mina, mayoritariamente
indígenas, y los encargados de la explotación, casi todos norteamericanos empleados
de la Braden Copper Mining Company, empresa que regentaba la mina.
En Chuquicamata Guevara hace por vez primera referencia a los gringos como
rematados imbéciles. Y eso a pesar de ser los administradores de la mina quienes
franquearon el paso a él y a su amigo para que realizasen la visita. Por lo demás,
aparte de algunos apuntes en su cuaderno que hubiese hecho cualquier estudiante
occidental haciendo idéntico viaje, la experiencia de la mina no le dejó secuelas de
gravedad. El viaje continuaba. Subidos en camiones que transportaban alfalfa y vigas
por el desierto llegaron hasta Iquique, de aquí otra vez en camión se plantaron en la
frontera entre Chile y Perú, en la ciudad de Arica. Ya en Perú se internaron en el
altiplano donde viven los indios quechua. Como era de esperar, su origen argentino y
su apariencia europea les granjearon un trato especial por parte de camioneros y hasta
de los jefes de policía.
Curiosamente, en las mismas fechas en las que Ernesto vagaba por los aledaños
del altiplano andino estalló una revuelta de campesinos indígenas en Bolivia. Y no
una algarada rural cualquiera, el primer levantamiento indio en condiciones desde
tiempos de Zapata. Al Che y a su amigo Alberto Granado, imbuidos como estaban de
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un amor sincero por la causa de los más pobres, la insurrección boliviana les dejo
sencillamente fríos. Bastante tenían con ir trampeando en el día a día como para
preocuparse de unos cholos infelices. Es de suponer que seguirían con la trola de que
eran médicos para conseguir todo ese tipo de prebendas pero, seamos sinceros,
¿quién no lo hubiese aprovechado para viajar más cómodo?
De camión en camión llegaron hasta Cuzco, en el mismo corazón del Perú.
Estando en Cuzco se hizo injustificable no visitar las ruinas de Machu Pichu, y a ello
se aplicaron los viajeros. Viviendo de prestado gracias a los buenos oficios de
policías, médicos y algún contacto esporádico consiguieron, de gratis por supuesto,
llegar hasta la antigua ciudad del Inca, el último reducto del antiguo imperio
precolombino que permaneció en el más absoluto olvido hasta que una expedición
norteamericana lo redescubrió a principios de siglo.
Esta presencia norteamericana según cuentan enervó a Guevara hasta el punto de
que criticó con fiereza a esos turistas que llegaban en avión desde Nueva York para
visitar las ruinas. «… La mayoría de norteamericanos vuelan directamente de Lima a
Cuzco, visitan las ruinas y vuelven, sin darle importancia a nada más. […] Quizá
fuese porque esos norteamericanos tan malos y tan incultos trabajaban duro y apenas
contaban con una semana de vacaciones que, por cierto, dedicaban a visitar las ruinas
de una civilización como la Inca».
Algo tan elemental no pasaba por la cabecita de un joven ocioso como el Guevara
que visitó Cuzco en abril de 1953. Sin embargo, y coincidiendo con esa aguda
observación sobre los turistas gringos, apuntaba «… Aceptémoslo, pero ¿dónde se
pueden admirar o estudiar los tesoros de la ciudad indígena? La respuesta es obvia:
en los museos norteamericanos…» Le faltó añadir que, gracias a los mismos, la
civilización de Machu Pichu había traspasado los confines de los Andes y era
universalmente conocida. Esto no ha cambiado, siguen siendo los norteamericanos
los que más dinero dedican a excavaciones arqueológicas en Perú y los que más se
preocupan por transmitir ese tesoro cultural al resto del mundo.
La estancia en Perú, a pesar de los turistas y de la novia que Guevara se echó en
Lima, no se extendió demasiado. En la capital conocieron a un médico especializado
en leprosos de filiación comunista, el doctor Pesce. Según O’Donnell, este hombre,
entregado por entero a sus enfermos y a la difusión del evangelio condensado en El
Capital, causó una «sorprendente influencia en la vida de Ernesto». Tanta que, en
realidad, Pesce era el modelo que hubiera querido seguir el propio Guevara.
Recalaron en el leprosario del doctor Pesce después de malvivir durante días como
mendigos por medio Perú. Es normal que prestasen oídos al que cortésmente les
alojaba en su hospital. Años más tarde, ya ejerciendo de revolucionario teórico,
reconocería su deuda con el médico peruano que tan buen trato les dispensó en Lima.
El doctor tenía, además de su leprosario en la capital, uno en las puertas del
Amazonas, el lazareto de San Pablo. Les facilitó pasajes y subieron hasta Iquitos
donde, en una barca fluvial, se dejaron caer por un Amazonas recién nacido hasta la
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ciudad colombiana de Leticia, enclave fronterizo donde confluyen Brasil, Perú y
Colombia. Continuaron por este último país hasta Bogotá pero lo hicieron en
hidroavión, como dos señoritos.
En el Amazonas colombiano se estrenaron de entrenadores de fútbol. Esta
agradable experiencia les facilitó el pasaje aéreo hasta la capital. Bogotá no fue tan
gentil con los visitantes como lo había sido Lima. Ernesto tuvo un pequeño
encontronazo con la policía a causa de un machete que solía llevar consigo. Al final
todo se resolvió y dejaron el país con un amargo sabor de boca.
Padecía Colombia por aquellos años la dictadura de Laureano Gómez. El país de
hecho se preparaba para un golpe militar, el que poco después daría Gustavo Rojas.
Al joven Guevara sin embargo eso no le quitó el sueño. A pesar de la profunda
influencia que había tenido sobre su conciencia el doctor Pesce confiesa a su madre:
«… si los colombianos quieren aguantarlo, allá ellos, nosotros nos rajamos (vamos)
cuanto antes…» Gracias a Dios que Pesce le había inculcado una honda sensibilidad
social, porque, de lo contrario, nuestro hombre ingresa voluntario en la policía
colombiana para repartir palos a diestro y siniestro.
Mediado el verano, en pleno mes de julio, llegaron a Caracas que era uno de los
lugares predilectos de ambos. Y no porque les preocupase lo más mínimo el Gobierno
del General Marcos Pérez, sino porque Venezuela era junto con Colombia […] los
dos países ideales para hacer plata […] Así de pedestre. Así de simple. A estos dos
buscavidas argentinos de veintipocos años lo que más les preocupaba era hacer
dinero. Y si además era fácil pues mejor que mejor.
Venezuela marcó el final del viaje. Alberto Granado decidió quedarse. Había
encontrado un empleo en un instituto de la capital y no tenía intención alguna de
volver a Córdoba. Venezuela era en aquellos años un país cargado de futuro. Grandes
oportunidades se presentaban para jóvenes emigrantes al calor de la industria
petrolera y de una población en continuo crecimiento.
Pero Ernesto debía terminar la carrera. Había dejado su hogar en diciembre del
año anterior. Después de ocho meses de viaje y varios miles de kilómetros se
encontraba en la encrucijada de volver para acabar sus estudios o quedarse
definitivamente en Caracas donde, si tenía suerte y le ponía empeño, podía llegar a
ganar dinero. Con buen criterio eligió lo primero.
El problema era regresar. No podía ni de lejos costearse un billete desde
Venezuela a Buenos Aires, y la posibilidad de colarse de nuevo como polizón en un
barco no era demasiado seductora. Tenía fresca la experiencia del buque mercante
que le había llevado desde Valparaíso a Antofagasta y la perspectiva de limpiar
letrinas no le parecía muy halagüeña. Consiguió a través de un tío un billete en un
avión de carga que transportaba caballos desde Buenos Aires a Miami. El aeroplano
hacía escala de ida en Caracas. Viajó hasta Miami donde pasó unos días mientras
hacían unas reparaciones en el aparato. De allí a Buenos Aires, adonde llegó el 31 de
agosto de 1952.
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Esta aventura, o al menos parte de ella, quedó inmortalizada en celuloide con la
película «Diarios de motocicleta». Una gran producción internacional estrenada en
2004, melosa y hollywoodiense, que obtuvo un gran éxito de taquilla y en la que
Guevara y Granado hacen las veces de poetas de la generación beat
hispanoamericanos. La canción de la película se llevó incluso un premio Oscar de la
Academia. Razón de más para verla.
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CAPITULO SEGUNDO
El gran viaje
Con un poco de vergüenza te comunico que me divertí como un mono durante estos
días.
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La licenciatura que nunca fue
Hacía todavía un frío húmedo, invernal, en Buenos Aires cuando Ernesto volvió
de su largo periplo por Sudamérica. Viniendo como venía de la cálida Venezuela el
regreso debió ser para él aun más traumático. Muchas vivencias compartidas con su
amigo Alberto, muchas noches durmiendo al raso bajo una cúpula de estrellas en
mitad de ningún sitio, mucha gente nueva, muchas caras y culturas diferentes en sólo
nueve meses. A cualquier estudiante de veinticuatro años un viaje como el que hizo
Ernesto Guevara lo hubiese dejado con la onda cambiada.
Pero en Buenos Aires no sólo le esperaba su familia. Sus padres que, para variar,
estaban de nuevo reñidos, sus hermanos pequeños y algunas de las amistades que
había hecho en la capital eran secundarios. El objetivo de ese regreso tan precipitado
era terminar la carrera. Graduarse como médico para estar de vuelta en Venezuela lo
antes posible. Allí le esperaba Alberto y un empleo en el mismo Instituto sanitario
donde éste trabajaba. «… Volvé a Buenos Aires, te ponés a estudiar a todo trapo y
cuando te gradúes volvés, y mientras tanto yo te consigo un buen lugar para que
trabajes…» le había dicho su buen amigo antes de despedirse de él en Caracas.
El problema era que a Ernesto no le gustaba estudiar. Apenas había asistido a
clase en los cuatro años de carrera. Tampoco era muy amigo de encerrarse en casa o
en la biblioteca de la facultad a echar las horas muertas entre tomos y tomos de
materias tales como Microbiología o Clínica Otorrinolaringológica. En cambio,
durante su viaje había dado muestras sobradas de tener una facilidad pasmosa para el
teatro y el disimulo, que son cualidades útiles para muchos oficios, pero no para el de
la medicina.
Había recorrido cinco países de Hispanoamérica con el cuento de que era un
experto en leprología y, curiosamente, se lo había tragado casi todo el mundo.
Probablemente la primera lección que sacó de esa experiencia vivida en primera
persona es que lo importante, a fin de cuentas, no es la esencia de las cosas sino la
apariencia. Que más daba si eran o no médicos especializados en leprosos, con fingir
un poco y marcar cierta pose adusta bastaba para dar el pego y ganarse un mejor
trato.
En agosto de 1952 tenía Ernesto pendiente una parte considerable de la carrera y
muy pocos meses para, conforme a su plan, terminarla. En su contra jugaba el hecho
de haber pasado fuera de Argentina casi nueve meses, en los que no consta que
llevase un solo libro de texto ni que se detuviese en alguna universidad chilena o
peruana a dedicar algo de tiempo al estudio.
Pero, como no era cosa de mirar al pasado sino al futuro, se puso a estudiar, tal y
como le había dicho Granado, a todo trapo. En dos meses ya había superado cuatro
asignaturas. Aquello era sólo el aperitivo. En diciembre, en apenas veintidós días
lectivos el futuro guerrillero se ventiló once materias. Inició el año 1953 con un
auténtico récord, pero aun le quedaba una asignatura, Clínica Neurológica, por
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aprobar. Cosa que hizo en abril de ese año. El 12 de junio la Universidad de Buenos
Aires emitió el diploma de licenciatura para Ernesto Guevara de la Serna.
Sorprendente. En nueve meses había sacado la mitad de unos estudios que precisaban
cinco años para completarse. Además, y por si esto fuera poco, encontró hasta el
tiempo, según el guevarófilo Horacio Daniel Rodríguez, de realizar unos estudios de
especialización en alergia.
Portentoso el joven rosarino. Ni un niño superdotado de esos que acceden a
Oxford con doce años lo hubiese hecho tan rápido. Portentoso sería si no quedasen en
estos últimos meses de 1952 y primeros de 1953 tantos cabos sueltos.
El historiador cubano Enrique Ros realizó hace ya casi dos décadas una detallada
investigación sobre el cuestionable título universitario del Che. Sus conclusiones,
hasta la fecha no rebatidas seriamente por nadie, fueron reveladoras. Ros se puso en
contacto con la Universidad de Buenos Aires para solicitar a su Rectorado los
requisitos para graduarse en Medicina exigidos por aquella institución en los años
1952 y 1953. Hemos visto con anterioridad que Ernesto Guevara obtuvo el diploma
de licenciatura el 12 de junio de 1953, es decir, menos de tres meses después de librar
su último examen. Pues bien, esto es simplemente imposible, porque conforme a las
normas de la Universidad de Buenos Aires de entonces, para conseguir la preciada
titulación era necesario lo siguiente:
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Ernesto aprobó Clínica Quirúrgica en diciembre de 1952 pero le faltaba aun por
rendir examen de Clínica Neurológica, algo que no haría hasta cuatro meses después.
Por lo tanto es difícil que con la Resolución de la Facultad en la mano Guevara
pudiese presentarse al ese examen de Clínica Quirúrgica en diciembre de 1952.
Por si al lector le queda alguna duda he aquí otra de las irregularidades de su
expediente:
¿Acudió Guevara los doce meses preceptivos a clases prácticas para conseguir el
título? Parece que no, pues en julio de 1953 abandonó el país para iniciar su segundo
y definitivo viaje por América.
Ante tales evidencias Enrique Ros se dirigió de nuevo a la Universidad de Buenos
Aires, a la Secretaria de Asuntos Académicos concretamente. Desde allí le
informaron que a Ernesto Guevara de la Serna no se le aplicó el Plan de Estudios de
1950, cuyo articulado es el que había seguido Enrique Ros. Ernesto se había
matriculado en 1948, en el mes de noviembre, por lo que a él se le aplicaba el Plan de
Estudios de la Escuela de Medicina aprobado en 1937.
Enrique Ros no se dio por vencido en su búsqueda de la verdad sobre este
misterioso asunto y solicitó a la Dirección General de Planes de Estudios de la
Universidad de Buenos Aires una copia del citado Plan del 37. Para sorpresa del
investigador los criterios de este plan eran muy similares a los del aprobado en 1950.
Pero además, rebuscando en el articulado del mismo, Ros descubrió que el artículo 17
del Plan de Estudios de 1950 dejaba bien claro que cualquier plan anterior quedaba
sin efecto y se adaptaba a éste último.
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Para evitar más elucubraciones Enrique Ros optó por la vía más directa. Solicitó
formalmente una copia del expediente académico de Ernesto Guevara de la Serna. La
Facultad de Medicina se excusó diciendo que el expediente no existía. Lo habían
robado. Partiendo del hecho de que cuando Ros efectuó esta investigación el Che ya
había ascendido al Olimpo de los dioses posmodernos, esta eventualidad era
perfectamente factible. Dudo mucho que los archiveros de la Facultad de Medicina
guarden los expedientes de hace cincuenta años bajo siete llaves, por lo que es
sensato pensar que algún admirador del Guerrillero Heroico lo haya sustraído en
algún momento de las últimas cinco décadas.
Pero, si lo ha hecho, ¿con qué objeto?, ¿con el de esconderlo para que nadie lo
vea? Si es así, lo más elemental es pensar que algún pecado traería ese expediente
para ponerlo a buen recaudo. De lo contrario el diploma llevaría ya muchos años
expuesto en sitial de honor en el Museo Nacional Che Guevara de Santa Clara, en
Cuba. Pero no, allí no hay ningún diploma de medicina.
Concluyendo, lo más probable es que Ernesto Guevara nunca terminase la
carrera. Seguramente se presentó a algún examen tras su regreso en agosto de 1952.
Es posible hasta que aprobase alguno de ellos. Pero, utilizando la lógica como guía,
nada invita a pensar que terminase graduándose tal y como le había recomendado
encarecidamente Alberto Granado, su amigo y compañero de fatigas. Esto nos lleva
irremediablemente al argumento de partida. Más vale la apariencia que la esencia.
¿Para qué aprobar?, ¿para qué esforzarse si lo importante es lo que los demás crean?
Que Guevara fuese o no médico titulado en nada cambia el curso de su historia
personal, pues sólo ocasionalmente ejerció como tal. Es famosa la anécdota de
cuando se encontró, recién desembarcado en Cuba, entre una caja de medicinas y un
fusil eligió sin dudarlo éste último. Por añadidura, el mundo está lleno de
profesionales de todas las ramas del saber que nunca terminaron sus estudios
universitarios, y no por ello han dejado de brillar en una u otra disciplina, con
frecuencia mucho más que los titulados en la misma.
Los títulos universitarios no garantizan la sabiduría, ni la profesionalidad ni
mucho menos son marchamo de éxito personal. Entonces, ¿por qué mentir durante
quince años sobre un título de médico cuya obtención presenta tantas sombras a la luz
de la más simple de las investigaciones? O, reformulando la pregunta, ¿por qué la
mayoría de biógrafos del Che perpetúan este estúpido mito?, ¿acaso pecan ellos de la
obsesión por los títulos y las licencias tan propia de la burguesía que detestan?
Repasemos parte de la literatura guevarológica en este particular. Especialistas
más o menos serios como Jorge G. Castañeda apenas dedica un par de párrafos a los
meses en los que «terminó» la carrera, y, por supuesto, da por hecho que en este
tiempo se dedicó a trabajar como alergólogo en el laboratorio del Doctor Pisani. Eso
sí, solo unas líneas antes, Castañeda remarca que durante esta época Ernesto
entregaba al estudio unas catorce horas diarias para acometer tantos exámenes en tan
corto periodo de tiempo. Ante semejante disparate solo cabe preguntar, ¿cuándo
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dormía?
Pacho O’Donnell le dedica algo más de espacio pero no resuelve gran cosa.
Afirma que Ernesto aprobó las asignaturas «mezclando estudio intenso con audacia y
simpático desparpajo en las mesas examinadoras». Tal vez el bullanguero Ernestito
contaba chistes a los profesores para dar el cambiazo y llevarse el aprobado de
matute. Bromas aparte, lo extraordinario del asunto es que el mismo O’Donnell
estudió Medicina en la misma época, por lo que no deja precisamente en buen lugar a
la Universidad de Buenos Aires y a su propia formación académica.
Paco Ignacio Taibo II en su «Ernesto Guevara, también conocido como el Che»,
auténtica Biblia de la guevarología, remata el asunto en una línea y se saca de la
manga una conversación de Guevara padre con Guevara hijo, en la que el último le
dice al primero por teléfono:
Conmovedor.
Isidoro Calzada, eximio guevarólogo, en su monumental «Che Guevara»
despacha el tema en, exactamente, cuatro líneas. Dando por hecho que recibió el
título el día uno de junio y no el doce como años más tarde aseguraría su padre
Guevara Lynch. Calzada, siempre único, remata la faena con la mención a una
presunta tesis de licenciatura sobre alergología. Nos gustaría saber dónde está esa
tesis y qué tema específico trata, porque la alergología es disciplina amplia. Si
alguien la encuentra que lo haga público porque con toda certeza hacen un hueco a la
tesis en el museo Che Guevara de Santa Clara o en el de Alta Gracia.
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ventana del convoy y gritó «¡Se va un soldado de América!». Como es de suponer la
anécdota no pasa de pura leyenda, pero no deja de tener su plástica y ese toque
ligeramente soviético con Lenin entrando en la estación de Finlandia.
No es difícil ponerse en el lugar de este joven e ilusionado Ernesto Guevara.
Junto a un buen amigo, subido en un tren y dispuesto a cruzar un continente entero
sin más preocupaciones que mirar por la ventanilla e ir tomando nota. Todos los que
hemos tenido veinticinco años y hemos viajado a esa edad podemos dar testimonio y
meternos en la piel del Che, al menos en aquellos momentos. Días después de la
salida de Buenos Aires el tren llegó a La Paz, capital de Bolivia y ciudad desconocida
para Ernesto. El día 24 de julio envió una carta a su madre desde La Paz algo mustio,
pues no le habían dado el trabajo que había solicitado en una mina de estaño.
Él no lo sabía, pero a miles de kilómetros de allí, dos días después de escribir a
casa, un grupo de revoltosos cubanos liderados por un joven abogado cubano de
nombre Fidel Castro Ruz había asaltado el cuartel de La Moncada. Lo más seguro es
que el asalto a aquel remoto cuartel del oriente cubano llegase con mucho retraso a
los somnolientos rotativos bolivianos, pero Guevara, sin siquiera imaginarlo aún,
sería, con el correr del tiempo, de muy poco tiempo, parte inseparable del
movimiento nacido en esa fecha.
Bolivia se encontraba en aquel año en plena transformación política. El Gobierno
de Víctor Paz Estensoro había dado inicio a una prometedora reforma agraria para
equilibrar el más que discutible régimen de propiedad que, desde tiempos de la
colonia, imperaba en el altiplano. A Ernesto y a Calica debió aquel proceso
resbalarles en toda su amplitud. Se alojaron primero en un hotel, luego en casa de
unos exiliados argentinos, y durante unas semanas frecuentaron la compañía de otros
compatriotas que se encontraban en Bolivia. La de Isaías Nougués, por ejemplo,
terrateniente de una soberbia plantación de azúcar. En casa de este último conocieron
a Ricardo Rojo, joven abogado de ideología socialdemócrata al que su oposición al
régimen peronista le había costado la cárcel.
La vida de los viajeros no podía ser más relajada. Sin trabajo, sin mucha voluntad
por conseguir uno, y con el día resuelto de casa en casa, de visita en visita, de mate en
mate. Siempre entre argentinos, naturalmente. La etapa boliviana del viaje no tendría
la mayor trascendencia sino fuese porque, para variar, muchos han querido ver en ella
el nacimiento político del guerrillero en ciernes. La «toma de conciencia», una vez
más.
Poco hay de ello. Ernesto trató de encontrar un trabajo de médico en Bolivia,
seguramente atraído por los salarios que se pagaban a los profesionales cualificados
extranjeros. Algunas minas estaban gestionadas por compañías norteamericanas,
solventes y aficionadas a remunerar generosamente a sus cuadros cualificados que
eran, siempre e invariablemente, de ascendencia europea.
El empleo no lo consiguió, así que dio por terminada su etapa boliviana y
reemprendió el viaje a Venezuela, donde Granado seguía esperando y donde podría
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hacer buena plata honradamente. En septiembre dejaron Bolivia, pero, al no disponer
aún de visado de entrada en Venezuela, no se dirigieron directamente a Caracas, sino
al Perú. De nuevo a bordo de un camión llegaron a Cuzco. Segunda visita que rendía
Ernesto a la antigua capital de los Incas. Y de Cuzco a Lima pasando nuevamente por
Machu Pichu.
En Lima Guevara tenía a alguien de confianza, el doctor Pesce, leprólogo e
idealista que tan buen trato le había dispensado un año antes. En Perú intentó
encontrar un empleo, pero de nuevo fue en vano. Al parecer, en la mina donde el
joven preguntó sólo le hacían el contrato por tres meses y a Guevara le interesaba un
mes. Total, ¿para qué? No era tan necesario rellenar el bolsillo cuando, tanto su
amigo Calica como él, habían aprendido a vivir sin trabajar.
En Lima, por ejemplo, Ernesto enamoró a una enfermera que les facilitó
alojamiento durante más de una semana. Es admirable el éxito que Guevara siempre
cosechó entre las féminas, especialmente las de nacionalidad peruana. En su primera
visita al Perú ya tuvo un escarceo con una meretriz en el Amazonas, en el segundo
sedujo a la enfermera Zoraida Boluarte, y, poco después, en Guatemala, conocería a
la que sería su primera esposa: Hilda Gadea.
En Lima, además de echarse un ligue, los dos viajeros se encontraron con Gobo
Nougués, hermano de un antiguo amigo de Bolivia. Este Nougués era un simpático
personaje de la noche limeña, que los paseó por el Country Club y algún que otro
hotel de lujo. Pero Guevara no olvidaba su destino final, que seguía siendo
Venezuela. La vida muelle de la capital peruana terminó por aburrirlos. Coincidieron
de nuevo con Ricardo Rojo, que esta vez venía acompañado de otros tres estudiantes
argentinos: Andrés Herrero, Oscar Valdovinos y Eduardo García. Los cinco formaron
cuadrilla para salir del país, cruzaron la frontera con Ecuador y se dirigieron juntos al
puerto de Guayaquil. Desde allí solo les quedó esperar para tomar un barco, mercante
por supuesto, que los sacase de aquella calima insufrible de los puertos ecuatoriales.
Desde Bolivia venía persiguiendo Ernesto un visado para entrar en Venezuela. En
Guayaquil, al fin, se lo concedieron. Ya nada se imponía entré él y su amigo Granado,
al que hacía que no veía más de un año. Pero cambió de opinión. Los estudiantes que
acompañaban a Ricardo Rojo tenían planes bien distintos. No querían saber nada de
Venezuela. Su destino era Guatemala donde, en palabras de Eduardo García «… van
a la aventura en cuestión monetaria…» o, por expresarlo, en un castellano menos
argentino, es decir, más directo, van a ganar dinero a Guatemala. Sin más.
Eso a Ernesto debió tintinearle en los oídos como monedas de un cuarto de dólar
que caen sobre una mesa. Guevara, en una carta a su madre fechada el 21 de octubre,
no se avergüenza de ello. Le hace la confesión y remata «… estaba en una especial
disposición psíquica a aceptarla. […] La aventura monetaria, se entiende». Hasta aquí
nada malo. Un joven argentino de veinticinco años que se busca la vida en Ecuador, y
como no termina de encontrar lo que busca, decide continuar camino a Guatemala,
donde le han dicho que se atan a los perros con longanizas. ¿Por qué tantos
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guevarólogos se empeñan en buscarle los cien pies al gato pretendiendo en Ernesto
Guevara actitudes que simplemente no tenía?
Finalmente, abandonaron Guayaquil, dejando, eso sí, sin pagar la pensión donde
habían vivido. Su amigo Calica Ferrer, que había emprendido en julio el viaje junto a
él en la bonaerense estación de Retiro, se decidió a cumplir su promesa de llegar
hasta Venezuela y se separó del grupo en Quito. Para salir de Ecuador contactaron
con un barco de la famosa Flota Blanca de la United Fruit Company, que accedió a
transportar al grupo hasta Panamá.
Tras una breve estancia en Ciudad de Panamá abordaron otro buque que los llevó
hasta Costa Rica. En el verde y exuberante país de los Ticos la estancia fue más
prolongada y empezó a tomar algún que otro tinte político. Se ve que, de tanto ocio y
tanto vivir sin trabajar, las conversaciones vacuas estaban empezando a sorberle
definitivamente el seso. Su paso por Costa Rica nos deja alguna perla que empieza a
justificar el apodo de Che que más tarde le haría mundialmente famoso. En una carta
a su tía Beatriz Guevara Lynch afirma:
Tuve la oportunidad de pasar por los dominios de la United Fruit convenciéndome una vez más de los
terribles que son estos pulpos capitalistas. He jurado ante una estampa del viejo y llorado camarada Stalin no
descansar hasta ver aniquilados estos pulpos capitalistas.
Pulpos capitalistas que, por otro lado, le habían posibilitado llegar hasta Costa
Rica en uno de sus barcos. «Pulpos capitalistas» para unos señores que se limitaban a
cultivar y vender fruta. «Llorado camarada» para un genocida infame que esclavizó al
mayor país del mundo, mató de hambre a toda una nación, deportó pueblos enteros en
vagones de ganado y construyó el mayor sistema de campos de concentración de la
Historia. El cerebrito del joven y ocioso Guevara no daba para más.
Stalin fue llorado sí, pero por rabia desde todas y cada una de las islas que
formaban el interminable archipiélago de gulags con el que «padrecito de los
pueblos» llenó Siberia. Puestos a elegir entre un inofensivo limonero costarricense,
cuyos frutos estaban destinados al consumo de los norteamericanos, y el sinsentido
totalitario de Stalin, nuestro héroe se quedó con el segundo. Mala señal en alguien
que pronto, muy pronto, tendría mucho poder en sus manos.
En Costa Rica, aparte de acordarse —para bien— del mayor asesino que en mala
hora ha conocido el género humano, Guevara trabó por primera vez contacto con
cubanos exiliados. Se trataba de Severino Rosell y Calixto García, asaltante del
cuartel de Bayamo y futuro integrante de la expedición del Granma. Tal vez fue
entonces cuando tuvo la primera noticia sobre la insurrección del 26 de julio en Cuba.
La experiencia tica sería la primera de las capas de la empanada mental que, a
partir de ese momento, iría cocinando a fuego lento en su cabeza. Pero no era el final
de su viaje. Dirigieron sus pasos hacia el norte por tierra y, tras atravesar Nicaragua
con una breve parada en su capital, hicieron su entrada en Guatemala unos días antes
de Navidad: el 20 de diciembre de 1953.
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Guatemala: mucha pena y poca gloria
En 1950, casi al mismo tiempo en que Ernesto hacía sus primeras confesiones
amorosas en empalagosas y ruborizantes cartas a su novia Chichina Ferreira, se
celebraron elecciones en Guatemala. Eran los segundos comicios en libertad tras la
dictadura del general Jorge Ubico. La convocatoria electoral de noviembre 1950 vino
a ser la confirmación de la línea marcada por el sucesor de Ubico, Juan José Arévalo,
que era de ideas progresistas pero sin los excesos que vendrían después.
El país centroamericano estaba, sin embargo, recalentado por planteamientos algo
más radicales pero no necesariamente buenos. En los seis años de Gobierno de
Arévalo dieron comienzo algunas reformas de envergadura que perseguían aminorar
la influencia de los Estados Unidos en la política y la economía guatemalteca. El país
era un satélite gringo. Sus exportaciones así lo atestiguaban, y, como tal, el peso que
Washington ejercía sobre la política local era decisivo. Hasta aquí todo correcto, pero
esos primeros años de la Guerra Fría no eran muy propicios para experimentos de
ningún tipo, especialmente los de tipo político y en el mismo patio trasero de la gran
potencia.
O se estaba con la línea definida desde Washington, o se caía irremisiblemente en
las redes de los soviéticos, que manejaban a su antojo los partidos comunistas de todo
el mundo. La política que los sucesivos gabinetes que pasaron por la Casa Blanca
ensayaron en la región no siempre fue la más sabia, ni la más respetuosa en algunos
casos con la idea de democracia liberal que pregonaban los líderes norteamericanos.
Sin embargo, y trayendo un refrán muy usado en España y que viene que ni al pelo,
durante aquellos años algunos países hispanoamericanos de la época salieron de la
sartén para caer en el fuego. Casos como el de Guatemala en 1950, el de Cuba en
1959, o el de Nicaragua en 1979, demuestran con crudeza que no siempre las
reformas abren paso a un mundo mejor, más libre y más próspero.
Las elecciones de 1950 en Guatemala dieron comienzo a la llamada Revolución
de Árbenz, que duró tres años y que terminó como en un baño de sangre gratuito e
innecesario. Jacobo Árbenz era un coronel del ejército guatemalteco, apuesto y
decidido, hijo de un emigrante suizo que había hecho fortuna en Quetzaltenango, la
segunda ciudad del país.
En 1944 participó en el golpe de Estado que un grupo de oficiales de ideas
liberales había dado contra el corrupto y decadente gobierno de Jorge Ubico. Algunas
de las reformas llevadas a cabo por el nuevo directorio presidido por Arévalo iban
por el buen camino. Ampliaron el censo electoral concediendo el voto a las mujeres,
legalizaron los partidos políticos y fomentaron la libertad de prensa.
Lo que empezó bien terminó de muy mala manera por culpa de la radicalización
progresiva del movimiento original. Con los comunistas metidos hasta en la cocina
del Gobierno, el primer gabinete Árbenz de 1950 promulgó una Reforma Agraria
basada en postulados comunistas. Nada que no se conozca, los clásicos: la tierra para
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el que la trabaja y los Estados Unidos son el demonio.
La cosa llegó tan lejos que, entre los intelectuales progresistas de toda América,
se ponía el ejemplo de la Guatemala de Árbenz como una tercera vía de socialismo
descafeinado que, sin ofender demasiado a los Estados Unidos, les acercase a los
soviéticos. La de Guatemala era la revolución posible. Los comunistas de estricta
obediencia moscovita, que eran todos por aquel entonces, lo veían de un modo bien
distinto, algo, digamos, más cafeinado. Si, gracias a un tonto útil, podían mover un
centímetro a la izquierda a Guatemala no sería muy complicado moverla después un
metro, y luego otro, y así hasta que el país cayese en las dulces manos del Soviet
Supremo.
A aquella Guatemala revuelta llegó Guevara a finales de 1953. En este punto de
su vida todo guevarólogo que se precie se refocila como gato panza arriba
presumiendo en Ernesto una actitud política ya plenamente consciente al entrar en
Guatemala. Pero olvidan —y omiten, obviamente—, las palabras de Eduardo García,
su compañero de viaje, que se dirigía a Guatemala en «aventura monetaria».
Lo primero que hicieron los recién llegados fue hacerse con un contacto que les
facilitó una pensión en el centro de Ciudad de Guatemala, no muy lejos de la catedral.
Ese contacto, obtenido a través de Ricardo Rojo, no era otro que Hilda Gadea, una
joven peruana de ideas izquierdistas. Hilda se quedó prendada de la arrebatadora
apostura del argentino nada más verlo. No consta que Guevara sucumbiese del mismo
modo, pero si es cierto que se sintió atraído por la peruana. Y no era para menos.
Gadea era una mujer bonita que rondaba la treintena, de rasgos indígenas y poseedora
de múltiples encantos. Estaba, además, muy bien relacionada en aquella Guatemala
revolucionaria del coronel Árbenz. Trabajaba para el Instituto de Fomento de la
Producción y poseía una agenda de contactos nada despreciable para un buscavidas
que acababa de llegar al país con objeto, básicamente, de ganarse la vida trabajando
lo mínimo imprescindible.
Lo primero que Ernesto barajó fue la posibilidad de encontrar un empleo como
médico. Sí, ese mismo empleo que le había sido negado en Bolivia y en Perú. En su
diario personal da fe de los denodados esfuerzos encaminados a hacerse con un
trabajo con el que poder pagar la pensión y vivir honradamente. Estos esfuerzos
consistieron en unos trámites ante el ministerio de Salud Pública que no fructificaron
y poco más. Más tarde Hilda Gadea se inventaría que realmente Ernesto si que lo
intentó pero que, al no disponer del carné de Partido Guatemalteco del Trabajo, no
logró que le diesen ese empleo que tanto anhelaba. Guevara se negó en redondo a
afiliarse.
Sirva esta anécdota como ejemplo de hasta dónde llegó la Guatemala de Árbenz
en su última fase de descomposición: si no se tenía el carné del Partido no había
modo de colocarse. O eso es lo que dice Hilda Gadea, que, como era comunista, a
ella le parecía de lo más normal. O el Partido o la nada. Así de sencillo.
En su diario, donde, insisto, anotaba comentarios hasta los días en los que no
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hacía nada, no aparece ni una sola mención al incidente con el médico que le solicitó
la filiación al PGT como condición indispensable para formar parte de la plantilla. No
pongo en duda que situaciones como esa se diesen en la Guatemala de 1954. De
todos es sabido la devoción que sienten los partidos de izquierda por incorporar al
Partido a todo el país en cuanto tienen la ocasión de gobernar, pero si eso le hubiese
pasado a Ernesto Guevara indudablemente habría corrido en el acto a afiliarse a la
sede del PGT más cercana. Y seguidamente lo habría consignado en su diario.
Un tipo que era capaz de escurrirse de polizón en un barco para viajar de una
ciudad a otra aún a riesgo de ser arrojado al mar por un capitán sin escrúpulos, no
puedo creerme que dijese que no a un empleo seguro por un quítame allá un carné. Es
tan improbable que la patraña solo se mantiene por la machacona publicidad que en
su día le dio Hilda Gadea, y que hoy perpetúa la guevarología más bizarra.
Lo que parece innegable es que a Ernesto en Guatemala le sobraba el tiempo.
Perdía mucho en la pensión sin hacer nada útil, pero aun con esas seguía teniendo
tiempo como para inspirarse en otras menudencias. Hilda Gadea estaba muy
preocupada por él. Ya habían formalizado su relación y podía considerarse que eran
novios. Ella trabajaba y estaba ideologizada hasta el tuétano, él ninguna de las dos
cosas. Sus cuitas iban más por lo económico.
Para pagar la pensión en más de una ocasión se vio en la necesidad de pedir
dinero prestado a Hilda que, como es de suponer, lo hizo sin presentar objeción
alguna. En los interminables días de asueto y vagancia en la habitación de la pensión
empezó a interesarse por algunas obras políticas, especialmente Marx y Lenin, que
solícita le prestaba su amante. Pero ni con eso terminó de calmar el aburrimiento. Los
problemas económicos, para agravar más la situación, le sobrepasaban. En una carta
en abril de 1954 cuando llevaba cuatro meses en Guatemala confesaba a su madre:
Hablar de planes en mi situación es contarles un sueño hilvanado; de todas maneras si —condición expresa
— consigo el puesto en la frutera, pienso dedicarme a levantar las deudas que tengo aquí, las que dejé allí,
comprarme la máquina fotográfica, visitar el Petén y tomármelas olímpicamente para el norte, es decir
México.
Porque uno de sus planes de empleo que barajó por entonces era trabajar en una
compañía frutera, si frutera, quizá la misma United Fruit Company que explotaba con
gran aprovechamiento las plantaciones de banano guatemaltecas.
Los arreglos en Ciudad de Guatemala no le habían salido como él pensaba. Un
mes después, en mayo, vuelve, pluma en ristre, a dirigirse a su madre, eso sí
tranquilizándola con la idea de que si él así lo quisiera bien podría hacerse millonario.
En Guatemala podría hacerme muy rico, pero con el rastrero procedimiento de revalidar el título, poner
una clínica y dedicarme a la alergia (aquí está lleno de colegas del fuelle). Hacer eso sería la más horrible
traición a los dos yos que se pelean dentro, el socialudo y el viajero.
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países distintos?, ¿o es que solo era rastrero revalidar el manido título para poner una
clínica en Guatemala? Lo de nuestro hombre en su correspondencia es a veces tan
enigmático y contradictorio que cuesta hasta comprenderlo.
La vida del futuro Che en Guatemala, al menos hasta el inicio de la escaramuza
militar que le costó el Gobierno y el destierro a Árbenz, fue, como estamos viendo,
de lo más tranquilo. Ernesto tuvo hasta tiempo de viajar. Para renovar la visa que le
permitiese seguir con esa vida de ocio y despreocupación salió de Guatemala para
visitar El Salvador.
Su gusto por las culturas y civilizaciones precolombinas queda en este aspecto
fuera de toda duda. Allá donde fue en América se preocupó de visitar personalmente
ruinas y yacimientos arqueológicos. De hecho, en su fugaz paso por Panamá, publicó
en una revista de aquel país un artículo largo sobre las ruinas de Machu Pichu que
años antes tanto le habían fascinado. En El Salvador visitó las ruinas de Tazumal. Sus
excursiones turísticas desde la capital de Guatemala fueron numerosas.
Aficionado como era a la escalada se atrevió con algunos volcanes de la región
aunque, utilizando sus palabras, «ni muy elevados ni muy activos». El problema en
Guatemala, al menos en las proximidades de su capital, es que todos los volcanes son
elevados cuando no, además de elevados, están activos. Los tres más próximos son el
Volcán de Agua (3760 metros), el Acatenango (3976 metros) y el Volcán de Fuego,
que se eleva 3763 metros hacia el cielo y mantiene una actividad constante como bien
saben de primera mano los vecinos de la capital y, especialmente, los de la cercana
Antigua Guatemala.
Los viajes por los países de la zona los hacía, como era su costumbre desde los ya
lejanos tiempos de la Universidad, a dedo. A finales de abril escribía a su hogar en
Argentina contando su última aventura:
En los días de silencio mi vida se desarrolló así: fui con una mochila y un portafolio, medio a pata, medio
a dedo, medio pagando amparado por los 10 dólares que el propio gobierno me había dado […] Después me
fui a pasar unos días de playa mientras esperaba la resolución sobre mi visa que había pedido para ir a visitar
unas ruinas hondureñas, que sí, son espléndidas. Dormí en la bolsa que tengo, a orillas del mar.
Quedé sin plata para llegar por ferrocarril a Guatemala, de modo que me tiré al Puerto Barrios y allí laburé
(trabajé) en la descarga de toneles de alquitrán, ganando 2,63 por doce horas de laburo (trabajo) pesado como
la gran siete, en un lugar donde hay mosquitos en picada en cantidades fabulosas.
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Mientras Ernesto se debatía entre el ocio doméstico junto a su inseparable Hilda y
los viajes por Honduras o El Salvador, Guatemala se encontraba en un momento
crucial de su historia. Jacobo Árbenz había dado una vuelta de tuerca más a su
premeditada política de acercamiento a la Unión Soviética. En el Pentágono no le
quitaban ojo al asunto. No estaban obsesionados pero les preocupaba el cariz que
estaban tomando los acontecimientos.
El presidente Dwight D. Eisenhower fue advertido por John Foster Dulles, a la
sazón secretario de Estado, del riesgo que corría el resto del istmo centroamericano
de contagiarse del ejemplo guatemalteco. El peligro comunista era el tema principal
de conversación en aquellos años entre los políticos norteamericanos. En abril de
1951 el matrimonio formado por Ethel y Julius Rosenberg había sido condenado a
muerte en Nueva York por servir a una extensa trama de espionaje que los soviéticos
habían organizado dentro del mismísimo ejército de los Estados Unidos. Los recelos
por la siguiente maniobra del enemigo eran continuos y Dulles creyó ver en la
evolución del régimen de Árbenz una artimaña del Kremlin para poner una pica en el
mismo corazón de América.
Y parte de razón no le faltaba. El PGT poseía una influencia tan inexplicable
como poderosa dentro del gabinete del presidente Árbenz. Además, los movimientos
que había hecho el Gobierno de Guatemala hacia el bloque del este eran cuando
menos sospechosos. Los historiadores especializados en el siglo XX, que suelen ser,
por lo general, muy caseros en lo que a ideología se trata, han repetido una y otra vez
que un paranoico Dulles decidió de manera unilateral que Guatemala se había vuelto
roja y que había que intervenir a toda costa.
Esto no es cierto o no lo es del todo. Está documentado que Jacobo Árbenz
compró armas a los rusos en 1953. Y no lo había hecho pública y abiertamente, sino a
través de una negociación secreta. La CIA detectó en Puerto Barrios un buque polaco,
el Arfhem, cargado de material bélico cuyo destino último eran las Fuerzas Armadas
de Guatemala. El país era soberano de comprar armas a quien creyese conveniente,
pero su soberanía estaba solo sobre el papel. En los años 50 del pasado siglo solo
había dos países plenamente soberanos en todo el globo: los Estados Unidos y la
Unión Soviética. El resto eran satélites con mayor o menor grado de dependencia. No
digo que estuviese bien. Simplemente recuerdo cómo funcionaba el mundo entonces.
Washington convocó una conferencia de urgencia de la Organización de Estados
Americanos (OEA) para definir una posición común frente a los manejos de Árbenz.
La tesis de los norteamericanos estaba impecablemente hilvanada. Los soviéticos
habían encontrado una vía idónea para infiltrarse en el continente americano.
Contando con una base segura como Guatemala podrían financiar revoluciones en los
países vecinos, en los que terminaría por imponerse un régimen de tipo soviético. Esa
operación los soviéticos la perseguían con denuedo. Años más tarde lo conseguirían
quedándose con Cuba.
Guevara estaba al tanto de todo aquel lío que se traía el gobierno Árbenz con los
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jerarcas soviéticos y así lo consigna en su diario:
La frutera está que brama y, por supuesto, Dulles y Cía. Quieren intervenir en Guatemala por el terrible
delito de comprar armas donde se las vendieran, ya que Estados Unidos no vende ni un cartucho desde hace
mucho tiempo.
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en el asunto. Por mucho que disguste a los amigos de la conspiración, el asunto de
Guatemala era algo de orden interno, es decir, que un coronel levantisco se disponía a
dar un golpe de Estado contra otro coronel al que el primero consideraba traidor a la
patria. Nada de lo que alarmarse. Un clásico de los países hispanos de ayer, de hoy y
de siempre.
Árbenz había llegado al poder por la vía de las urnas cierto, pero no fue así con su
padrino y mentor Juan José Arévalo que en 1944 se había levantado contra el general
Ubico. Los modos en que la mayor parte de países hispanoamericanos han cambiado
de Gobierno a lo largo de los dos últimos siglos van más por el camino del cuartelazo
que por el del turno pacífico y democrático. Es triste, pero así ha sido hasta hace bien
pocos años en casi todo el continente americano hispanohablante y, por supuesto, en
la madre nutricia del invento que no es otra que España.
Los hombres de Castillo Armas no encontraron mucha resistencia en su avance
por el corto trecho que va de la frontera hondureña a la capital del país. Tras varios
días de escaramuzas entre los leales a Árbenz y los de Castillo Armas, éstos últimos
llegaron a las afueras de Ciudad de Guatemala. La capital se rindió casi sin
derramamiento de sangre. Árbenz, del que el propio Ernesto había dicho: […] es un
tipo de agallas, sin lugar a dudas, y está dispuesto a morir en su puesto, si es
necesario […] salió disparado hacia la embajada de México para refugiarse y salvar
el pellejo. Todavía faltaban veinte años para que Salvador Allende se inmolase —o le
inmolasen— en el Palacio de la Moneda. Pero eso el Che ya no pudo verlo. Con
Árbenz apartado de la circulación el poder pasó al coronel Carlos Enrique Díaz, que
negoció lo mejor que pudo con el militar vencedor. Castillo Armas se convirtió de
este modo en nuevo presidente de la República de Guatemala, cargo que retendría
hasta 1957.
¿Qué hizo Ernesto Guevara durante estos días de furia?, ¿correspondió nuestro
hombre la gentileza que la Guatemala de Árbenz había tenido con él acogiéndolo en
su seno? La idea generalizada, inoculada en las mentes por vía guevarológica, es que
en aquellos días de junio de 1954 de asedio a la capital nació el Che Guevara que
conocemos hoy día. Es cierto que fue en Guatemala donde le pusieron el
sobrenombre Che que le llevaría al estrellato mediático del que hoy disfruta. Pero
poco más. El origen de ese mito persistente que pinta a Ernesto Guevara parapetado
en las trincheras de Ciudad de Guatemala instruyendo grupos armados de obreros y
agricultores, proviene de la fecunda imaginación de su entonces novia Hilda Gadea.
La peruana, años más tarde, y ya residiendo en la Cuba de Castro, dio lo mejor de
sí escribiendo un librito titulado «Che Guevara, años decisivos», en el que narra con
todo lujo de detalles la experiencia revolucionaria del Che en la Guatemala de los
últimos días de Árbenz. Según la peruana, Ernesto se alistó voluntario a los
comandos de defensa antiaérea que proliferaron por la ciudad durante los escasos y
poco efectivos bombardeos de las zonas céntricas por parte de los sublevados.
Quizá viendo que del aire no venía el peligro, se lanzó de cabeza al adoquinado
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de las calles para defender las conquistas sociales del Gobierno. Tampoco. No
empuñó siquiera un arma. Nada de nada, ni un mal grito reclamando el concurso de
los transeúntes para que se apuntasen a la defensa de la ciudad. Según Hilda Gadea,
todos los intentos de Ernesto por luchar contra la invasión fueron inútiles.
Efectivamente, tan inútiles como inexistentes. Algo después, a Tita Infante, su
antigua compañera comunista de Universidad, le haría la siguiente revelación:
Igual que la República Española, traicionados por dentro y por fuera, no caímos con la misma nobleza.
El estaba seguro que si se le decía la verdad al pueblo, y se le daba las armas, podía salvarse de la
revolución. Aún más, aunque cayese la capital, podía continuarse luchando en el interior: en Guatemala hay
zonas montañosas apropiadas.
Decir la verdad al pueblo. Francamente hubiera sido muy oportuno, pero para
aventar a Árbenz del poder en las primeras elecciones. Una Guatemala comunista
tutelada por el PGT y apadrinada por la Unión Soviética no hubiese sido muy
diferente a la Cuba de las últimas seis décadas. Un régimen monolítico de partido
único, de ausencia total de libertades individuales, de imposición absoluta del Estado
sobre el individuo, de garantías procesales inexistentes, de fusilamientos bajo la
singular acusación de estar «Contra el Pueblo»… el paraíso totalitario perfecto.
Los infelices guatemaltecos deberían haber sido informados de los planes que
Hilda Gadea y los capitostes del PGT tenían para ellos. Respecto a esa idea de dar las
armas al pueblo nos lleva directos al drama de la República Española. En aquella
ocasión, en aquel funesto día de julio de 1936 en que el Gobierno dio las armas al
pueblo dio comienzo la mayor tragedia colectiva que han sufrido los españoles en
toda su historia.
Por lo demás, los recuerdos de Gadea patinan en el tiempo. Habla de unas «zonas
montañosas apropiadas» pero ¿cuáles eran esas zonas?, ¿el Che las conocía? Esta
tontería huele más bien a chamusquina y a pólvora mojada tras un aguacero en Sierra
Maestra. Los focos guerrilleros desde la sierra se dieron por vez primera en Cuba a
finales de la década y su ejemplo se ha extendido por toda América Latina, pero en
1954 era pura fantasía. Y otro detalle geográfico. En Ciudad de Guatemala no es que
haya zonas montañosas apropiadas, es que la ciudad está encima de una cordillera a
1500 metros por encima del nivel del mar justo sobre la divisoria continental de
aguas que atraviesa entre barrancos las calles de la capital.
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Ahora bien, si sospechamos que Hilda Gadea miente, entonces ¿qué hizo el
ciudadano argentino Ernesto Guevara de la Serna en aquellos días? Pues sencillo, lo
que hubiese hecho cualquier otro súbdito de esta república en similar circunstancia:
refugiarse en la embajada. Durante los días previos a la toma de la ciudad por parte
de Castillo Armas Ernesto se lo pasó bomba experimentando una […] sensación
mágica de invulnerabilidad que me hacía relamer de gusto cuando veía a la gente
correr como loca apenas venían los aviones o, en la noche, cuando en los apagones se
llenaba la ciudad de balazos […] Muy revelador. En la misma carta dirigida a su
madre un día después de la entrada triunfal del coronel vencedor en Ciudad de
Guatemala Ernesto confiesa sin rubor:
Con un poco de vergüenza te comunico que me divertí como un mono durante estos días.
Tome nota, se divirtió como un mono. Conste que no lo digo yo, lo dice él. Eso sí,
también es cierto es que no profesaba simpatía alguna por los recién llegados, a los
que consideraba, en su proverbial incultura, una amalgama de empresarios fruteros y
el cuerpo de marines de los Estados Unidos. Lo que a él le preocupaba es que, con el
cambio de Gobierno, se había quedado sin posibilidad de encontrar trabajo, y más
teniendo en cuenta las amistades que había cultivado en los meses previos a la
sublevación. Este extremo queda reflejado a la perfección en esta carta:
Yo ya tenía mi puestito pero lo perdí inmediatamente, de modo que estoy como al principio, pero sin
deudas, porque decidí cancelarlas por razones de fuerza mayor.
Pasó todo el mes de julio en la embajada. El tiempo adecuado para evitar las
represalias que el nuevo Gobierno estaba haciendo entre los que habían apoyado
abiertamente al anterior. Él no lo había hecho, pero mejor prevenirse por si acaso
alguien le identificaba como simpatizante del arbencismo, y tal eventualidad le
costaba un incómodo e innecesario disgusto. Y eso que la estancia en la legación
diplomática de Argentina no era completamente de su agrado:
… El asilo no puede calificarse de aburrido pero si de estéril, ya que no se puede dedicar uno a lo que de
verdad quiere debido a la cantidad de gente que hay…
Hilda Gadea, entretanto, había sido detenida por fuerzas gubernamentales, pero la
peruana tenía poco que ofrecer en los interrogatorios por lo que a los pocos días la
soltaron. No consta que Ernesto se preocupase por su novia durante ese tiempo.
Hilda, en cambio, si que tenía motivos para la angustia. Había trabajado para el
gobierno de Árbenz, tenía contactos y amigos entre lo más granado de su
administración y, además, su militancia izquierdista no era un secreto para nadie.
Al Che, sin embargo, lo que le quitaba el tiempo en su reclusión en la embajada
era organizar torneos de ajedrez, escribir cartas o criticar a sus compañeros de
encierro. También se interesaba por ver cuando podría salir de la cancillería para
hacer alguna excursión y respirar aire puro. La comida, la cama y la protección
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consular no eran motivo suficiente como para considerarse afortunado. Entre los
dardos envenenados que dedicaba casi cada día a los que convivían con el en la
embajada, hay uno que brilla con luz propia y que traza su vivo retrato en aquel
entonces. Escribiendo acerca de Raúl Salazar en su cuaderno de notas afirma:
… Raúl Salazar: tipógrafo de unos treinta años, mentalidad simple, quizás inferior a la normal, que se dedica a
su trabajo y nada más…
Harto preocupante eso de dedicarse nada más al trabajo, algo propio de gente
como el desdichado Salazar, de mentalidad simple y casi seguramente inferior a la
normal. Y es que la vida de Guevara o era un continuo viaje y cambio de colchón o
devenía sin remedio en un aburrimiento y un hastío insuperable. El señorito
remilgado, de rebuscados ancestros españoles no se sentía a gusto con un pobre
exiliado cuyo único delito era «trabajar y nada más». Así las cosas, con semejante
panorama en la embajada y las calles de Guatemala tranquilas, a finales de agosto
abandonó por su propio pie su plácido refugio sin que ni la policía ni el ejército le
importunasen lo más mínimo a la salida.
Este y no otro es el breve relato de la participación del Che en la caída de Jacobo
Árbenz. Tenía en 1954 veintiséis años, un discutible título de médico, muchos
kilómetros en el cuerpo y una generosa cantidad de prejuicios que se incrementaba
diariamente. Tal era el pobre bagaje que Ernesto había acumulado cuando decidió
abandonar Guatemala. La aventura en cuestión monetaria no había salido como él
pensaba, pero, a cambio, se lo había pasado «como un mono». Valga lo uno por lo
otro. Respecto a su compromiso político, en aquel septiembre de 1954 era aún nulo y
no hay guevarólogo que consiga demostrarlo por más que lo intente.
Otra cosa bien distinta es la ideología que, como ya he apuntado con anterioridad,
era más o menos la propia de un joven desinformado de los años 50 que se encama
con una comunista. Una visión del mundo plagada de lugares comunes, de buenas
intenciones y de muchas horas de cháchara inútil tomando mate con los compañeros
de apartamento.
Durante los meses de estancia en Guatemala escribió muchas cartas, algunas de
las cuales las he glosado más arriba. En una de ellas, dirigida a su madre, le
informaba de los derroteros por los que discurría su formación intelectual. Éstos
consistían básicamente en tomar mate cuando conseguía yerba y discutir mucho sobre
una constelación de escritores e intelectuales como Marx, Engels, Lenin, Kropotkin,
Mao Zedong o Sartre. Resumiendo, lo mejorcito de cada casa. Un chico de su tiempo
en definitiva, pero con una pequeña salvedad, los chicos de su tiempo que como él
eran inclinados a la lectura política procuraron ganarse el pan trabajando para al
menos costearse el vicio.
Las ideas políticas que poblaban la cabeza de Ernesto Guevara al salir de
Guatemala se limitaban a los cuatro consabidos tópicos de cualquier izquierdista de la
época. A saber: odio cerval e irracional a los Estados Unidos, y afinidad más o menos
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explícita con los partidos comunistas —y, por ende, con la Unión Soviética—,
sintonizando así con la moda juvenil de la época, convicción absoluta de que los
problemas de Hispanoamérica radicaban en el norte. Y, por último, una mistificada
idea de la violencia, de la fuerza bruta para resolver los problemas políticos de un
país. Esto último se lo dejó bien claro a su antigua compañera Tita Infante en una
carta en la que sin ruborizarse afirmaba:
… Durante el gobierno de Árbenz no hubo asesinatos ni nada que se le parezca. Debería de haber habido unos
cuantos fusilamientos al comienzo, pero eso es otra cosa; si se hubieran producido esos fusilamientos el
gobierno hubiera conservado la posibilidad de devolver los golpes.
Llámame Fidel
Abandonó Guatemala a mediados de septiembre de 1954. Casi ocho meses había
pasado el aventurero argentino en el país que fue un día solar de la civilización maya.
El paso por Guatemala había obrado en él formidables cambios, pero para mal.
Estaba más resabiado y había emprendido el camino sin retorno del fanatismo
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político, que en México terminaría consolidándose. En el tren de camino al DF hizo
buenas migas con un compañero de compartimiento, Julio Roberto Cáceres, conocido
como El Patojo.
Es posible que al lector español le parezca sorprendente el hecho de hacer
amistades en un tren, y más en los tiempos que corren, pero las distancias en América
son, para un español de la península —y, no digamos ya, de los archipiélagos—
difíciles de aprehender. Sus planes en el corto plazo no eran muy consoladores. Los
mexicanos le caían mal, por lo que no albergaba grandes esperanzas de que el país
azteca le deparase esa oportunidad que tanto tiempo llevaba esperando. Al poco de
llegar escribió a su padre confesándole:
… Después de un tiempo trataré de que me den una visa para Estados Unidos y me tiraré a lo que salga para
allá.
¡Ay! Los Estados Unidos. Ya antes de su primer gran viaje por América, el que
había hecho en motocicleta junto a Alberto Granado, quería llevar La Poderosa hasta
los dominios del tío Sam. Ernesto tenía una tía viviendo allí y no eran —ni son—
pocos los argentinos que siguen probando suerte al norte del río Grande. Hagamos un
poco de historia-ficción. Imaginemos por un momento que Guevara pasa sin pena ni
gloria por México y, conforme a su plan, da el salto definitivo a los Estados Unidos.
¿Habría profundizado en el marxismo ultramontano una vez allí o, por el contrario,
hubiese acabado sus días como un apacible jubilado californiano aficionado a la
apicultura? Nunca lo sabremos, pero estos caprichos que tiene la historia dan que
pensar lo importante que puede llegar a ser una simple decisión o el poder que tiene
un solo ser humano para cambiar el curso de miles de vidas ajenas.
Nada más llegar a México se alojó en un apartamento con El Patojo. Las primeras
semanas fueron realmente angustiosas. Sin trabajo y sin más dinero que el que
amorosamente sus padres le enviaban desde Buenos Aires. En Ciudad de México no
tuvo la suerte de dar con una segunda Hilda que corriese con el alquiler, ni con un
batallón de conocidos y amigachos como el que frecuentó en sus días de Guatemala.
Acuciado por la necesidad más imperiosa se puso a algo que no había hecho antes:
trabajar. Increíble, pero cierto. El mismo que había cruzado América desde la
Argentina hasta México sin pegar golpe —a excepción de aquella noche cargando
fardos en Puerto Barrios— se planteó seriamente montar un pequeño negocio y dar el
callo.
Si Ernesto Guevara merece algún reconocimiento póstumo no es por su pésimo
currículum de guerrillero o por su carrera de ministro inepto, sino por pasar tantos
meses en tantos países diferentes comiendo a diario sin necesidad de encontrar un
empleo. Sus exegetas, que son multitud, deberían proponer su caso como digno
merecedor del récord Guinness de la cara dura, del Nobel del sablazo, de Príncipe de
Asturias del cuento chino. Si no existen que los inventen.
El negocio en cuestión era lo que los economistas de hoy llaman una
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«microempresa» y la gente normal fotógrafo minutero, especialidad de ese noble
oficio que consiste en salir a la calle y ofrecer fotos en un minuto a los viandantes.
Es, digamos, la base de la pirámide en el negocio. La cúspide es la agencia Mágnum,
pero para eso una cámara no basta. El puesto lo montó junto a El Patojo y su área de
trabajo predilecta eran los parques del DF, concurridos siempre por paseantes y
turistas desprevenidos.
El problema es que la vida de fotógrafo, aunque parezca un caramelo por aquello
de que las fotos se hacen apretando un botón, es muy dura y sacrificada. Todo el día
pateando las avenidas y los parques en busca de una víctima propicia para disparar
una instantánea que, por lo demás, corre el riesgo de no gustar al retratado. Además,
como todo empleo por cuenta propia, la saña de la competencia se manifiesta en toda
su crudeza. Basta con que el fotógrafo competidor, que se ha apostado dos fuentes
más allá, cobre un peso menos para que la clientela se pase en manada. Un drama.
En el mes de abril viajó hasta Guanajuato para asistir a un congreso sobre alergias
donde presentó un trabajo propio. Allí, entre alergólogos de todo el país, consiguió un
empleo. En el campo de la medicina, tal y como el había venido buscando desde su
corta estancia en Bolivia. El que la sigue, la consigue, que dice el refrán. Pero no todo
iba a ser bueno, el trabajo estaba mal pagado y se desempeñaba en un laboratorio que
regentaba el doctor Mario Salazar Mallén. Consistía, como puede uno figurarse, en
investigar sobre alergias, algo que él conocía en carne propia desde su más tierna
infancia.
Hilda, entretanto, no había conseguido un trabajo pero sí, y tras serias
dificultades, entrar en México. A Ernesto esto no le afectó seriamente. La peruana se
apresuró a llegar al Distrito Federal lo antes posible al encuentro de su apuesto galán
argentino. Y así lo hizo en noviembre de 1954. Pero eso de reeditar el noviazgo
guatemalteco en México no entraba en sus planes. Continuó viviendo con su amigo y
socio El Patojo durante unos meses y apenas vio a Hilda para ir a cenar o al cine. Es
de imaginar que un joven fogoso como Guevara aprovecharía esas citas para otros
menesteres más privados.
Lo bueno de nuestro hombre es que uno piensa mal y siempre acierta porque, por
esas mismas fechas, en su habitual franqueza, define aquella relación como […]
Quedaremos como amantitos hasta que yo me largue a la mierda, qué no se cuando
será. […] En aquellos momentos no necesitaba a Hilda. Tenía dos trabajos, uno
formal y el otro informal, un amiguete que se las hacía pasar muy bien, y hasta un
conocido de su padre que lo apoyaba. Este conocido de Guevara Lynch era un tal
Ulises Petit D’Murat, que, con ese nombre y esos dos apellidos sólo podía ser
guionista de cine y argentino. Y lo era. Ambas cosas a un tiempo, que es lo suyo. Le
prestó algo de ayuda y le presentó a su hija que, según dicen, era muy guapa. A
Ernesto la niña de Petit D’Murat le agradó aunque le pareció muy aburguesada y algo
ñoña. En esto, claro está, sólo disponemos de la información que Guevara nos ha
regalado. Interesante sería conocer la opinión que de Ernesto Guevara tenía la hija De
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Petit D’Murat. A lo peor hasta algunos se llevaban una sorpresa. A los veintitantos
Ernesto era guapo y varonil, de eso no hay duda, pero entre su clientela femenina no
solían encontrarse niñas de buena familia. Tal vez porque el mayor de los Guevara de
la Serna era un desastre vistiendo o tal vez por su poco apego a la higiene personal.
El chancho le llamaban con sorna. Por el olor, claro.
La primavera del 55 vino a cambiar el panorama. Lejos de allí, en Cuba, el
Gobierno de Fulgencio Batista decretaba por fin la liberación de los últimos presos
que quedaban por el asalto al cuartel de la Moncada de dos años antes. Un golpe de
Estado frustrado con el que parte de la oposición democrática a la dictadura cubana
había pretendido devolver a los isleños las libertades arrebatadas por Batista. Páginas
atrás vimos como en el momento en que los audaces cubanos se lanzaron sobre los
cuarteles de Moncada y Bayamo, Ernesto se encontraba en pleno idilio con la alta
sociedad boliviana, ajeno completamente a todo el cotarro cubano y, especialmente,
al drama que afligía a sus nacionales.
En Centroamérica ya había entrado en contacto con algunos de los moncadistas
como Rosell o Calixto García, pero fue en Guatemala donde conoció a fondo el
acontecer reciente de la mayor isla del Caribe. Tanto en sus apáticos días
guatemaltecos como en su no menos aburrido mes en la embajada de Argentina,
Ernesto había tenido un fructífero trato con algunos de los protagonistas de aquel
asalto a un cuartel en las cercanías de Santiago de Cuba. Alguno de ellos llegó
incluso a ser amigo suyo como el caso de Ñico López o Mario Dalmau. Las
reuniones en casa de Hilda, que se había alojado en un apartamento junto a una
amiga, y en los cafés del Distrito Federal fortalecieron los vínculos de Ernesto con los
exiliados cubanos. La epopeya del cuartel de la Moncada debía sabérsela ya Guevara
de memoria, de tanto traerla y llevarla junto a Ñico López y los demás exiliados que
se daban cita en las tertulias políticas.
En honor a la verdad, lo del cuartel de Moncada no fue para tanto. Ahora, tras
sesenta años de tiranía, ha adquirido su verdadero significado como momento
fundador del castrismo. Sin embargo, el asalto propiamente dicho no pasó de una
ensalada de tiros en la que murieron varias decenas de asaltantes y diez civiles. Ni los
cimientos de la dictadura de Batista temblaron, ni Fidel fue el héroe romántico que se
pretendió construir después.
Fidel Castro, que era muy joven y tenía ideas de bombero, planificó la operación
de la siguiente manera. Tomarían primero el cuartel derrotando a sus defensores, se
apoderarían del polvorín y, acto seguido, ocuparían la ciudad de Santiago de Cuba,
que es la segunda del país. Una payasada a cargo de un picapleitos ofuscado que
terminó como terminó.
Lo hizo en julio coincidiendo con las fiestas que se celebraban en honor al apóstol
que da nombre a la ciudad. Con un grupo de unos 130 hombres —en el que iban dos
mujeres— se acercó hasta la puerta del cuartel con un convoy de coches. Iban todos
rigurosamente uniformados con el uniforme amarillo de la Guardia Rural cubana.
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Fidel, y cuidado que tiene caprichos la Historia, iba de sargento, el mismo rango
militar con el que Fulgencio Batista se había alzado a las esferas de la alta política.
Una vez en la entrada trataron de engañar a los centinelas advirtiendo que venía el
general. Los soldados de guardia franquearon el paso, pero los rebeldes, en lugar de
pasar y dejar a los de la puerta para el final, se emplearon a fondo con ellos, saltó la
alarma y se armó una refriega en todo el regimiento. Ahí acabó el asalto.
Antes de que la cosa fuese a peor Fidel gritó retirada y se replegó junto a algunos
de sus hombres en el camino de Siboney. Allí se mantuvo escondido durante unos
días hasta que, gracias a los oficios de un cura, Monseñor Pérez Serantes, Fidel se
entregó con la cabeza gacha. Ya tiene narices que, si no llega a ser por la mediación
del religioso, la asonada podría haberle costado el pellejo a Fidel Castro. Y no es
retórica. Muchos de los que se levantaron entonces fueron ejecutados sin
miramientos. Irónico, Fidel se encargaría unos años después de devolver el favor a la
Iglesia Católica proscribiéndola.
En el juicio que se celebró contra él y otros insurrectos pronunció Castro un largo
discurso, preludio de otros no tan emblemáticos pero si más pesados, que tituló con
pomposidad «La Historia me absolverá». Desconocía evidentemente que al otro lado
del Atlántico, en la siempre cercana España, el General Franco solía decir desafiante
que sólo respondería de sus actos ante Dios y ante la Historia. Curioso paralelismo
que no deja de tener su intríngulis. Su abogado defensor durante el juicio, Aramis
Taboada, hizo una ardorosa defensa de su cliente y consiguió una pena bastante leve
para el líder del levantamiento. En correspondida gratitud Fidel al llegar al Gobierno
encerró a Taboada y posteriormente le hizo ejecutar. Cómo para fiarse del
Comandante en Jefe.
Castro purgó su pena en una prisión de la isla de Pinos, a cuatro kilómetros de
Nueva Gerona, y desde allí, una vez hubo recuperado la libertad, dio el salto
definitivo a México. De los 15 años de condena había cumplido tan sólo 22 meses en
un módulo especial del Presidio Modelo. Nada de celdas de castigo, nada de palizas,
nada de letrinas, gachas y agua pútrida. La Presidio Modelo, que era una cárcel
temida por todos los cubanos a causa de sus malas condiciones y la crueldad de sus
guardianes, trató muy bien a Fidel. Él mismo, sin sonrojarse lo más mínimo, lo dejó
escrito para la posteridad:
… como soy cocinero, de vez en cuando me entretengo preparando algún pisto. Hace
poco me mandó mi hermano desde Oriente un pequeño jamón y preparé un bistec con
jalea de guayaba. También preparo espaguetis de vez en cuando, o bien tortilla de
queso. Arreglé mis cosas y reina aquí el más absoluto orden. Las habitaciones del
Hotel Nacional no están tan limpias. Me estoy dando dos baños obligados por el
calor, cuando cojo sol por la mañana en shorts, siento el aire de mar, que me parece
que estoy en una playa. Luego, en un pequeño restaurante aquí, me voy a cenar
espaguetis con calamares, bombones italianos de postre, café acabadito de colar y
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después, un H Upman número 4.
Comunicaron mi celda con otro departamento cuatro veces mayor y un patio
grande, abierto desde las 7 AM hasta las 9 PM. No tenemos recuento ni formaciones
en todo el día. Nos levantamos a cualquier hora, tenemos agua abundante, comida y
ropa limpia. No sé, sin embargo, cuánto tiempo más vamos a estar en este paraíso…
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un luchador mexicano que vivía en un pequeño apartamento del DF.
La casa de María Antonia era una especie de centro de reuniones informal para la
comunidad exiliada cubana. La impresión que Ernesto se llevó de Fidel fue
magnífica, tanto que la primera conversación, según cuentan, duró 8 ó 10 horas, de
las ocho de la tarde hasta el amanecer. El propio Che lo consignaría más tarde en su
diario:
Habría que haberlos visto por un agujerito discutir sobre política internacional a
dos indocumentados de semejante porte. Lástima que en estas grandes ocasiones en
las que los amos del totalitarismo se reúnen antes de perpetrarlo no lleven nunca una
cámara o un grabador. En la película, estrenada en 2008, que Steven Soderbergh
dedicó al Che Guevara esta conversación tiene lugar tras la cena en una terraza
pequeña y estrecha. Desconocemos si realmente echaron ocho horas ahí, en un lugar
tan diminuto.
Entre los hermanos Castro y Guevara nació una gran amistad, especialmente,
como ya he apuntado, entre Ernesto y Raúl. Con Fidel era distinto, pues no solo era
ligeramente mayor que él, sino que presumía de tener preocupaciones más elevadas.
Era el jefe y además ejercía de tal. Con Raúl, en cambio, la relación era más próxima.
Más que dos camaradas de partido y de causa, se convirtieron en un buen par de
compañeros de veintitantos años con mucho tiempo libre y ninguna gana de
emplearlo en cosas útiles. Cuenta Pacho O’Donnell que Raúl solía acompañar a
Ernesto por las noches a cazar gatos por las callejuelas de Ciudad de México.
Guevara quería los gatos, según O’Donnell, para realizar experimentos médicos.
Desconozco la reacción que habrá producido esta revelación entre los animalistas
actuales que tienen colgado en la buhardilla un póster del guerrillero argentino.
Las cosas en México pintaban mejor de lo que Ernesto había pensado nada más
entrar en el país. Tenía nuevos amigos, había encontrado un par de empleos y hasta su
novia peruana había ido en su búsqueda arrastrándose como un gusano. Para colmo
de bendiciones, una agencia de noticias argentina requirió sus servicios en la capital
azteca: la agencia Prensa Latina. Lo contrataron para cubrir los Juegos
Panamericanos de 1955. Después se quedó como […] redactor en la Agencia Latina
donde gano 700 pesos mexicanos, es decir un equivalente a 700 de allí (de
Argentina), lo que me da base económica para subsistir, teniendo, además, la ventaja
de que sólo me ocupa tres horas tres veces por semana. […].
El sueño de cualquiera. Un trabajo atractivo, bien pagado, y que apenas quita tres
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ratos de nada durante toda la semana. Pero no era suficiente para Ernesto. Su sed de
aventuras y conocimiento le acuciaba. Quería a toda costa visitar los Estados Unidos
y Europa. Del gran país del norte le interesaba Nueva York, ciudad que quería
conocer a fondo. De Europa deseaba viajar a España, la madre patria, y Francia. De
hecho en alguna carta a su madre se despidió con un elocuente «Vieja, hasta París».
Los planes de Ernesto eran prometedores, reflejo del momento dulce en el que se
encontraba. Su yo trotamundos tenía todavía fuerza para imponerse a veces sobre su
creciente yo activista. Por desgracia terminaría por prevalecer el último. A esas
alturas el cacao mental de los tiempos de Guatemala se había aclarado bastante. En
una nueva carta se lo confiesa a su madre:
Este México inhóspito y duro me ha tratado bastante bien después de todo y, a pesar de la esquila, llevaré
al irme algo más de dinero que al entrar mi respetable nombre en una serie de artículos de mayor o menor
valor y, lo más importante, sedimentadas una serie de ideas y aspiraciones que estaban en forma de nebulosa
en mi cerebro.
Voy a tener un hijo y me casaré con Hilda en estos días. La cosa tuvo momentos dramáticos para ella y
pesados para mí, al final se sale con la suya, según yo por poco tiempo, según ella para toda la vida.
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ceremonia, civil por supuesto, le siguió una parrillada argentina que Ernesto cocinó
personalmente en su casa. Al asado sí que asistió Fidel, y es que por algo Fidel Castro
nunca estuvo delgado hasta que, medio siglo más tarde, la enfermedad se lo comió
por dentro. Como nota curiosa de la boda mexicana del Che Guevara, en febrero de
1999, el diario bonaerense Clarín informó a sus lectores que el acta del matrimonio
había sido sustraída del registro civil de Tepozotlán. Quizá reaparezca en un futuro en
la casa museo que regenta Aleida March de Guevara, su segunda esposa, en La
Habana. O quizá no vuelva a saberse más de él, pues las relaciones de Hilda y Aleida
en los años que les tocó cohabitar al sol de la revolución no fueron demasiado
afortunadas.
Como el casado casa quiere, los Guevara-Gadea se mudaron a un nuevo piso en la
Colonia Juárez. Ernesto Guevara acababa de constituir su primera familia, el primer
hogar con esposa, hijo en camino y un mismo techo para guarecerlos a los tres. Un
día después de su boda, el 19 de septiembre, el Gobierno de Perón cayó en la llamada
Revolución Libertadora.
El derrocamiento del líder justicialista causó honda preocupación en Ernesto que,
como es de suponer, siguió los acontecimientos pegado al receptor de radio y leyendo
las portadas de los periódicos. En 1955 la figura de Juan Domingo Perón era ya
famosísima en todo el mundo. Su forma de hacer política basada en la demagogia, el
nacionalismo y el gasto público descontrolado había vuelto locos a muchos
argentinos. Para colmo de males, su esposa, la idolatrada Evita, había fallecido años
antes de un inesperado cáncer en plena juventud. Los sindicatos apoyaban ferozmente
al antiguo militar devenido presidente de la república. Por el contrario, tanto la
derecha conservadora tradicional como los partidos de izquierda auténtica aborrecían
la forma y el fondo del peronismo.
Lo cierto es que entre unos y otros; entre peronistas, izquierdistas, militares
golpistas y sindicalistas descamisados dejaron Argentina en la miseria. Pero eso es
otro cantar. Después de tantas décadas de crecimiento económico y bienestar, los
argentinos no habían sentido aun en 1955 los devastadores efectos de la hecatombe
que había arrasado el país. Ernesto, que siempre tuvo una cierta fascinación por Perón
a pesar de que en su casa paterna no era un personaje grato, recibió con tristeza el fin
de aquel hombre que había marcado a fuego a su país natal. En una carta a su familia
a finales de septiembre confesaba su aflicción:
Te confieso con toda sinceridad que la caída de Perón me amargó profundamente, no por él, por lo que
significa para toda América, pues mal que te pese y a pesar de la claudicación forzosa de los últimos tiempos,
Argentina era el paladín de todos los que pensamos que el enemigo está en el norte.
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chistera de viajero errante para mejor ocasión. Mientras tanto, y antes de que la
gravidez de su esposa le impidiese moverse con soltura, emprendieron un viaje al sur
del país. Su objeto era conocer de cerca las ruinas de Chichén Itzá y Uxmal. No era
este el primer viaje arqueológico que realizaba el Che en su andariega vida, pero no
dejó en él una huella muy profunda.
En noviembre de 1955 Ernesto era ya otra persona. Los contactos continuos con
la pequeña comunidad cubana habían ejercido sobre él un influjo muy poderoso.
Además, el embotamiento con los libros de Marx, Engels y otros autores cada vez le
quitaban más tiempo. Estaba, como diría un profesor sudamericano, concientizándose
de la problemática continental. El curso que había tomado su vida privada tampoco le
convencía. Casado y con un bebé en el vientre de su esposa no era, ni de lejos, lo que
había planeado. No iba con él la imagen de un padre de familia trabajador y
responsable, dispuesto a mil sacrificios por sacar adelante a la prole. A pesar de que
no tenía, como ya hemos visto, intención alguna de estar mucho tiempo casado con
Hilda, nada hace pensar que dentro de su interior se debatiese una feroz lucha interna
sobre sus nuevos deberes adquiridos.
El viaje de Ernesto a las ruinas mayas en una improvisada luna de miel coincidió
en el tiempo con la tournée que dio Castro por los Estados Unidos en busca de fondos
para su recién nacido Movimiento 26 de julio. La idea de Castro se condensaba en lo
siguiente. Necesitaba formar un comando de guerrilleros en México para, una vez
adiestrados, llegar a Cuba navegando y tomar el poder al asalto. Planteado así parece
de locos, pero es que no se puede plantear de otra manera porque era exactamente así.
Para ese comando libertador precisaba de individuos cuyo compromiso con la
revolución estuviese más que contrastado. Para eso nada mejor que los moncadistas,
que ya se la habían jugado una vez y, como a muchos les salió prácticamente gratis,
no tendrían inconveniente en jugársela de nuevo. Pero también necesitaba dinero,
mucho dinero para poder entrenar a la milicia revolucionaria en México, y para
hacerse con una embarcación que la transportase hasta las costas de Cuba. El viaje de
Fidel por el Gran Satán norteamericano se inscribió dentro de lo segundo. Porque sin
dólares no hay revolución. Tal es la servidumbre de los liberadores de la humanidad.
Ernesto dudaba al principio. Algo de cordura le quedaba y no terminaba de
tragarse los planes de Fidel. A decir verdad no se los tomaba en serio ni el propio
Fulgencio Batista que, durante bastante tiempo, le dejó enredar libremente en tierras
mexicanas. En los primeros meses de 1956 Guevara todavía ladraba alguna
fanfarronada a su madre o a Tita Infante con sus fantasiosos planes de visitar Europa
o de solicitar una beca en la Sorbona parisina. Pero su realidad era la que era, así que
poco a poco fue integrándose en el minúsculo grupo de cubanos rebeldes.
Los entrenamientos empezaron en plan aficionado. Más debían parecer un grupo
de Boy Scouts entrados en años que unos aguerridos guerrilleros dispuestos a
conquistar la utopía. Daban larguísimas caminatas por las calles de Ciudad de
México, alquilaban botes en el lago de Chapultepec para remar y echar músculos,
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hasta se atrevieron con alguno de los volcanes próximos a la capital como el
Popocatépetl. A Guevara esto le vino de perlas, porque desde la infancia más
temprana había demostrado una inusitada afición al ejercicio físico. Y la escalada, por
si fuera poco, se encontraba entre sus disciplinas deportivas predilectas.
Pero algo no funcionaba. ¿Pensaban acaso cuatro jovenzuelos barbilampiños
derrocar a una dictadura haciendo gimnasia y remando en un lago? Si querían llegar a
algo en Cuba tenían por fuerza que entrenarse en el uso de las armas, de la defensa
personal, de la supervivencia en entornos hostiles, en definitiva, tenían que aprender a
hacer la guerra. Y ninguno (o casi) de ellos la había hecho en su vida. El propio Fidel,
que acaudillaba todo el tinglado, era abogado, muy charlatán y persuasivo, sí, pero
poca idea tenía de estrategia, aprovisionamientos, tácticas de combate y todas las
disciplinas que hacen de lo bélico todo un mundo del saber solo accesible a
especialistas.
En ese momento apareció un español tuerto, sesentón y mal encarado: Alberto
Bayo. Bayo era un militar de raza que había servido en la Legión durante la Guerra
de Marruecos y como aviador en el Ejército Republicano. Tras la derrota se exilió
como tantos españoles en México. El teniente coronel Bayo hablaba de la guerra
como si la hubiese inventado él mismo. Era hijo y nieto de militares, pero de militares
de verdad, de los de la época de las colonias. Él mismo había nacido en Cuba, en
Camagüey, cuando ésta aún era parte de España y supuraba milicia y marcialidad por
los cuatro costados. En la Guerra de España había prestado servicio en el Estado
Mayor y se enorgullecía de sus gestas bélicas, entre las que se encontraban la
ocupación de las islas de Ibiza y Formentera.
Fidel se congratuló de haber encontrado al hombre que necesitaba. Pero al militar
español no se le podía poner a hacer alpinismo en el Popocatepetl o a bogar en una
barquichuela de lago para ejercitar los bíceps. Bayo entrenaba soldados, no
excursionistas ni marineros vascos aficionados a las traineras. Se hizo pues necesario
encontrar un lugar adecuado para proceder con profesionalidad en los
entrenamientos. Alberto Bayo dio con un rancho no muy lejos de la capital pero
idóneo para el adiestramiento guerrillero. Se llamaba Rancho de Santa Rosa. El
alquiler del mismo costó 300 000 pesos de la época, que salieron de la gira de Fidel
por Estados Unidos. El grupo se trasladó de inmediato a la nueva propiedad para dar
comienzo a las que se preveían durísimas pruebas para poner sus cuerpos y sus
mentes a punto. Y lo cierto es que urgía. A la vuelta de Estados Unidos Fidel había
proclamado que en 1956 serían libres o mártires, y apenas tenían doce meses para que
la profecía de su carismático líder se hiciese o no realidad.
Fidel nombró a Bayo responsable de instrucción militar de la recién inaugurada
colonia de revolucionarios. Ernesto se incorporó entusiasta como jefe de personal. El
militar español dividió la educación de sus pupilos en dos ramas. Por un lado la
teórica, en la que les ilustró con los grandes guerrilleros que la Hispanidad había dado
al mundo. Desde Juan Martín El Empecinado, que a principios del siglo XIX se batió
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el cobre en las serranías españolas contra el invasor francés, hasta Augusto César
Sandino, que había revolucionado Nicaragua unas décadas antes. Desconocemos si
en la nómina de guerrilleros ilustres incluyó Bayo la aportación del lusitano Viriato,
que en el siglo II antes de Cristo guerreó valientemente contra las legiones romanas
que habían llegado desde Italia a civilizar a los celtíberos que poblaban la península
ibérica. Si fue así, a los futuros tripulantes del Granma no les faltó nada en el plano
teórico para sentirse parte viva de la Historia hispana y americana.
De rigor es reconocer que el vocablo «Guerrilla» constituye una de las grandes
aportaciones de la lengua castellana al mundo. Muchos idiomas la han tomado
prestada, entre ellas el inglés, aunque pronunciado de tal manera que hace casi
irreconocible su origen.
Las enseñanzas de Alberto Bayo también tuvieron su vertiente práctica,
complemento indispensable de cualquier soldado con la cabeza bien amueblada. En
la finca Santa Rosa se ejercitaron con bombas de mano, granadas, lucha cuerpo a
cuerpo, tiro con carabina, etc. Para Ernesto aquello era un mundo nuevo. En su vida
se había visto con un arma en la mano. Conocía los palos de golf, los cabos de las
velas de los yates que fabricaba su padre en San Isidro, los balones de rugby, el puño
acelerador de una motocicleta, pero nunca había sentido la rugosa caricia de las
cachas de un revólver en la palma de su mano. Ernesto, que de natural era hombre de
acción, se maravilló ante semejantes prodigios. Un golpe de gatillo y todo se acababa
en un instante. Lanzar una bomba, agacharse y contemplar el destrozo. Simplemente
formidable.
Ya en Guatemala se había dejado los ojos en las noches en que la aviación rebelde
bombardeaba la ciudad. Confesó incluso en una carta lo espectacular y sobrecogedor
de un caza bombardero cayendo en picado, y el magnetismo que producía el
resplandor de la deflagración al llegar al suelo.
Los duros entrenamientos en Santa Rosa se vieron interrumpidos por el
alumbramiento de su primer hijo. Se trataba de una niña. Había sacado gran parte de
los rasgos quechuas de su madre, por lo que a Guevara no se le ocurrió otra cosa que
decir a su esposa que había parido a Mao Zedong. No podía haber dicho que su hija
se parecía a la emperatriz del Japón, o a una bailarina balinesa. Si era de rasgos
achinados tenía que parecerse a Mao Zedong, que ya por entonces era un repulsivo
carcamal que se acostaba con jovencitas. Delicado no fue, desde luego. Es de esperar
que Hilda le correspondiese con una sonrisa complaciente y algo resignada. Más si
cabe que, según visitó a su parturienta esposa en el hospital, regresó de inmediato a
su entrenamiento guerrillero.
Un alto destino le llamaba, aunque fuera a costa de abandonar a su mujer e hija
para refugiarse junto a unos exiliados de una isla lejana y desconocida, en un rancho
de un país extranjero a pegar tiros. Ni el peor villano motero de la road movie más
canalla se hubiese comportado de manera más irresponsable. A cambio, amaba
apasionadamente a la humanidad. A un revolucionario no se le puede pedir más.
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Había por entonces abandonado todos los empleos que durante 1955 consiguió en
la capital federal. El laboratorio de alergias era demasiado aburrido y no le retribuían
lo suficiente. La fotografía era una esclavitud imperdonable para un guerrillero cuyo
único objetivo era la liberación de los oprimidos, y el cómodo trabajito en la agencia
Prensa Latina se había esfumado con la caída de Juan Domingo Perón y la quiebra de
la agencia, que no era más que una filial de la agencia oficial del régimen. Dicen que
durante una temporada estuvo vendiendo libros, aunque no debió dejar excesiva
huella en él, porque casi ni aparece citada esta ocupación en sus biografías. El
entrenamiento en Santa Rosa quitaba todo su tiempo. A Hilda Beatriz, que es como
llamó a la niña, bien podía cuidarla su madre que para algo la había parido.
Su admiración por Fidel crecía a cada día que pasaba. En Santa Rosa, preso de un
éxtasis revolucionario, le dio por componer un poemilla a su jefe, lo tituló «Canto a
Fidel» y he aquí lo más granado del mismo:
Vámonos
ardiente profeta de la aurora,
por recónditos senderos inalámbricos
a liberar el verde caimán que tanto amas.
[…]
Cuando tu voz derrame hacia los cuatro vientos
reforma agraria, justicia, pan, libertad,
allí, a tu lado, con idénticos acentos,
nos tendrás.
[…]
El día que la fiera se lama el flanco herido
donde el dardo nacionalizador le dé,
allí, a tu lado, con el corazón altivo,
nos tendrás.
Un ataque de risa le daría a cualquier persona en sus cabales sino fuese porque
está dedicado al mayor tirano que ha conocido Cuba en su Historia. El único profeta
de la aurora que han visto de cerca las decenas de miles de fusilados por el régimen
castrista ha sido un certero balazo. Muchos deberían tomar nota de dos cosas. De lo
malo que es el poema y del indeseable a quien va dedicado.
Yo no te abandono
Pero todo paraíso tiene su manzana, y la de la finca de Santa Rosa fue que de
tanta granada y de tanto ejercicio de tiro estaban haciendo demasiado ruido. Los
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agentes de Batista empezaron a tomar en serio el arrojo suicida de los hombres de
Castro. Los servicios de inteligencia de La Habana localizaron a Fidel Castro y, a
través de la Dirección Federal de Seguridad, lo detuvieron el 20 de junio de 1956 en
una calle de México DF. Castro fue llevado a dependencias policiales donde
Fernando Gutiérrez Barrios le interrogó por el paradero del resto de sus hombres.
No fue torturado, ni sometido a una larga y exhaustiva sesión de preguntas con
una lámpara sobre la cara al estilo de la Stasi alemana. Tampoco hizo falta. Fidel,
sopesando con celeridad las posibilidades de librarse de un guantazo, cantó de plano
y acompañó a sus captores hasta el rancho Santa Rosa donde se desarticuló todo el
comando. No, si Castro no era tonto. Antes de que viniese otro a sustituirle como
caudillo en la guerrilla de hojalata que estaba montando en México prefería denunciar
a todos sus subordinados para que corriesen su misma suerte y, ya de paso, se
llevasen ellos los más que previsibles golpes de la policía.
El Che que, además, era jefe sanitario del grupo, fue detenido también. Pero fue
Fidel, el profeta de la aurora, el que sin pestañear entregó a los hombres que él mismo
estaba entrenando para liberar a Cuba. La guevarología habitual ha querido ver en la
detención de los revolucionarios de Santa Rosa la larga mano de la CIA o del FBI. La
verdad es que suena muy bien. Imaginarse a una suerte de James Bond trabajando en
México siguiendo los pasos de un misterioso revolucionario cubano. Pero no hubo
nada de ello. Las relaciones que tenía Fidel en Estados Unidos eran buenas. El
antiguo presidente cubano, Carlos Prío Socarrás, vivía en Miami y apoyaba
movimientos como el patrocinado por Castro. La Casa Blanca, por su parte, sabía a la
perfección que el régimen de Batista se descomponía y solo aguardaba a ver quien le
daba el golpe de mano decisivo.
La policía mexicana detuvo a todo el personal de Santa Rosa, menos a Raúl
Castro, que se las ingenió para escaparse. No olvidemos que el rancho era de unas
dimensiones considerables: dieciséis kilómetros de largo por nueve de ancho, por lo
que alguno que fuese más avisado se tenía que salvar. Una vez en la comisaría se
procedió a los interrogatorios. Los cubanos se retrajeron más a la hora de hablar, el
Che, sin embargo, con una valentía rayana en la inconsciencia dijo a los agentes todo
lo que le preguntaron. Y eso que su situación andaba lejos de ser la óptima, pero
como hasta la fecha se había salvado de todas en las que se había metido quizá pensó
que en México iba a funcionar del mismo modo.
Por un lado, era un emigrante argentino ilegal. Por otro, era de ideología
marxista-leninista, y, por último, sobre él recaía la sospecha de ser agente de Moscú.
Lo primero era obvio. Su visado había vencido. Lo máximo que podía caerle por
aquello era la deportación a la Argentina. En cuanto a lo de la ideología, presumió
delante de los policías de su fe marxista, y en esto hay que reconocer su valentía,
pues fue el único de todo el grupo que lo hizo. Respecto a su condición de espía
soviético, la sospecha venía porque los investigadores le habían encontrado en la
cartera la tarjeta de un diplomático ruso, Nikolai Leonov. Las relaciones de Ernesto
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con el representante de la URSS se habían limitado a un par de citas y, en una de ellas
Leonov, le dio un par de libros y una tarjeta de visita para que, si lo creía necesario,
se pusiese en contacto con él. A esas alturas, el Che era ya un marxista incipiente, que
son los peores porque, como acaban de conocer la buena nueva, la defienden con
mucho más ahínco y convicción. En una entrevista que Jorge Castañeda hizo Nikolai
Leonov éste le reveló:
(El Che) sabía cómo era la Unión Soviética, cómo era la formación de la sociedad aquí, cómo funcionaba
la economía, es decir, tenía fundamentos básicos de lo que era la Unión Soviética. En aquel entonces todos
tenían la misma visión, de admiración. Él era admirador de eso.
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Sin embargo, en esos días dos cuerpos policíacos mexicanos, ambos pagados por Batista, estaban a la caza
de Fidel Castro, y uno de ellos tuvo la buenaventura económica de detenerle, cometiendo el absurdo error —
también económico— de no matarlo, después de hacerlo prisionero.
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ni al plan de expropiaciones forzosas —eufemísticamente conocido como Reforma
Agraria— que llevaba bajo el brazo. La estratagema de «seguidor de nuestro apóstol
Martí» había funcionado, por lo que lo suyo era volver sobre ella. En Miami residía,
como ya he comentado antes, el ex presidente cubano Carlos Prío Socarrás. A pesar
de que Fidel le había atacado con vesania y no simpatizaba en absoluto ni con su
figura política, ni con su persona se vio obligado a recurrir a él. Consiguió en octubre
concertar una reunión con Prío en McAllen, Texas, antiguo puesto fronterizo a corta
distancia de Brownsville convertido hoy en una activa ciudad junto al río Grande.
Prío, a quien debía sobrarle el dinero, regaló a Castro 50 000 dólares de la época
para que llevase a cabo su plan. Por si salía. Hay autores, como Volker Skierka, que
hablan de 100 000 dólares, que es un dineral hoy y en 1955 lo era aun más. Con el
dinerito fresco Fidel cruzó de nuevo a México y se dirigió al sur del país para
encontrarse con los suyos. A la finca de Abasolo, el rancho María de los Ángeles,
iban llegando más y más partidarios del plan de Castro, que ahora contaba con el
apoyo manifiesto del ex presidente Prío Socarrás. A los moncadistas que habían
estado presos se les sumó toda una pléyade de revolucionarios en ciernes entre los
que destacaban Efigenio Ameijeiras y Camilo Cienfuegos, que llegaría a ser fiel
lugarteniente del líder máximo y uno de los mejores amigos de Ernesto.
A la salida del calabozo Guevara tuvo que enfrentarse con apuros económicos y
familiares. Y es que se le juntaba todo en aquellos días de heroísmo carcelero. Estaba
preparándose para la revolución con mayúsculas, había conocido la cárcel —o algo
parecido a una cárcel— por vez primera, se había enamorado de su jefe, del ardiente
profeta de la aurora, y, para colmo, tenía que atender a una mujer que no le gustaba y
a una hija que se parecía a Mao Zedong. Hilda debió verlo tan claro que, en octubre,
cogió sus bártulos y su niñita y se largó para Perú. Ernesto, tan cursi y rebuscado
como siempre, lo veía de este modo:
Mi vida matrimonial está totalmente rota y se rompe definitivamente el mes que viene, pues mi mujer se
va a Perú… Hay cierto dejo amarguito en la ruptura, pues fue una leal compañera y su conducta revolucionaria
fue irreprochable… pero nuestra discordia espiritual era muy grande.
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juventud, sin embargo, da alas y esperanzas a los que parece que lo tienen todo
perdido, por lo que el plan de se mantuvo. Éste consistía en, con el dinero obtenido en
Estados Unidos, comprar un barco y realizar la travesía navegando desde el México.
Antes de que se pusieran las cosas más feas en México Fidel debía apresurarse,
además estaban en octubre, y él mismo ya se había encargado personalmente de
prometer un año antes ante su público congregado en el Palm Garden Hall de Nueva
York que, en 1956, serían libres o mártires. Encargó a Rafael del Pino que fuese a los
Estados Unidos a comprar un barco que había visto en un catálogo. Costaba 20 000
dólares y se trataba de una lancha torpedera bautizada como PT. Del Pino obedeció a
su jefe y se desplazó hasta los Estados Unidos para proceder a la compra de la
embarcación. Negoció con los dueños y, tras haber abonado una entrada de 10 000
dólares, se apercibió el afligido emisario de Castro que, para sacar el barco de las
aguas territoriales norteamericanas, había que obtener un permiso de la Secretaría de
Defensa.
La operación se frustró. Y todo por tontos y poco previsores. Del Pino volvió a
México con la cara hecha un poema y las manos vacías. Ante tal cúmulo de
despropósitos, más propios de un panda de gángsteres inútiles que de los liberadores
de Cuba, cambió de parecer y empezó a buscar un barco cerca de donde se
encontraba. En Tuxpan encontró un yate que a él, curtido lobo de mar, le pareció
adecuado por precio y capacidad para realizar con garantías la expedición. Su
propietario era un ciudadano estadounidense afincado en México DF llamado Robert
B. Erickson.
Con el yate tuvieron, asimismo, que comprar un chalet que pertenecía a Erickson
y que a Fidel le pareció muy apropiado para utilizarlo como almacén de armas. Al
yate lo habían bautizado con el nombre de Granma, que es un diminutivo del inglés
Grand Mother y significa algo así como abuelita. Se trataba de un yate de recreo ya
algo antiguo, botado en 1939, y con evidentes limitaciones para el fin con el que
Castro la había comprado. No era una lancha rápida, ni un veterano barco de pesca, el
Granma había servido durante sus diecisiete años de vida como embarcación de
placer para dar paseos por la costa, por lo que no disponía ni de la estabilidad, ni de la
capacidad, ni del alcance suficiente como para culminar con garantías la expedición
planeada por los aguerridos guerrilleros del Movimiento 26 de julio. Cuando dicen
que llegar a Cuba en el Granma fue un gesta lo dicen con razón y se quedan cortos,
porque más que gesta fue milagro.
Entretanto, la actividad en el Rancho María de los Ángeles era frenética. Los
revolucionarios veían cercana la partida hacía su querida isla y, lo mejor de todo,
Fidel estaba pleno de optimismo por la marcha de los acontecimientos. Pero justo en
ese momento, cuando todo iba de maravilla, Fidel se enamoró de una muchacha de
18 años que vivía en casa de su amiga Teté Casuso. Frecuentó la casa durante algunos
días intentando en vano enrolar en el Granma a Isabel Custodio, que es como se
llamaba la adolescente, hasta que se dio por vencido. Cuando los guerrilleros se
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encontraban ya en Cuba Isabel se casó con un hombre de negocios mexicano y Fidel,
tras enterarse de ello por Teté Casuso, respondió arrogante que la revolución era una
novia maravillosamente bella. Y maravillosamente sangrienta le faltó añadir.
Para colmo de males, las autoridades mexicanas seguían de nuevo la pista a los
revoltosos cubanos. La policía confiscó las armas que habían dejado en casa de Teté
Casuso y dio un ultimátum a Castro para abandonar el país. No querían más
problemas ni que la relación con el Gobierno de Batista terminase de envenenarse del
todo. Pocos días después, en la madrugada del 25 de noviembre de 1956, el Granma
dejó el puerto de Pozo Rico, cerca de Tuxpan, con destino a Cuba. Iban a bordo 82
héroes de la Revolución.
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CAPÍTULO TERCERO
Nacido para matar
La situación era inconfortable para todos y para Eutimio, así que yo terminé el
problema disparándole un tiro, con una pistola del calibre 32.
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El naufragio del Granma
Recapacitemos. Imagínese usted que tiene 28 años, una boca a la que dar de
comer, una familia más o menos normal esperándole en casa y una carrera
profesional por desarrollar. Con todo eso, decide usted que lo realmente importante es
hacinarse en un barquito minúsculo, con 80 personas armadas a bordo para atravesar
el mar Caribe en dirección a una isla que usted no conoce y donde no se le ha perdido
nada, en la que, según llegue, se van a liar a tiros contra usted. Un disparate, ¿verdad?
Pues bien, eso es exactamente lo que hizo Ernesto Guevara de la Serna el 25 de
noviembre de 1956. Y lo peor de todo es que un comportamiento tan suicida y
anormal a nadie le parezca extraño.
A Ernesto Guevara tampoco, por eso se embarcó en esta expedición. Aunque se
ha repetido mil veces que lo hizo como médico de a bordo, esto no es del todo cierto.
De los 82 tripulantes que salieron de Tuxpan había dos galenos. Uno era Guevara, en
calidad de teniente, el otro era Faustino Pérez, cubano y que se embarcó como
capitán. Luego por rango de prelación el cargo recaería en el capitán Pérez y no en el
teniente Guevara.
El ya Comandante en Jefe Fidel Castro había previsto una travesía de cinco días,
y así se lo comunicó a Frank País, que esperaba en Santiago de Cuba para iniciar la
revuelta urbana. Pero el Granma iba sobrecargado, se estropeó un motor y los
tripulantes no eran exactamente lobos de mar, por lo que muy poco faltó para que la
expedición se fuese al garete.
Ernesto, no demasiado ducho en asuntos náuticos, se acomodó en la proa de la
nave, que es donde más se mueve cuando hay mala mar, con unos feroces ataques de
asma. Muy mal tuvo que pasarlo y de ello dan fe los múltiples testimonios de los
tripulantes que salieron con vida de la guerra en Sierra Maestra. Pero aguantó
estoicamente. No deja de ser llamativo que tuviese que ser uno de los dos médicos de
a bordo el más afectado por la travesía. Faustino Pérez debió hartarse a trabajar.
Aunque, claro, hasta es posible que los revolucionarios, por el mero hecho de serlo,
no sufran mareos y otras indisposiciones propias de las travesías marítimas.
El viaje del Granma tiene, además, un simbolismo un tanto profético, pero no el
que le quiso dar después el régimen castrista sino uno mucho más triste y prosaico.
Debido a las prisas por salir de México, ni Fidel ni nadie había planificado la
cantidad de comida que necesitarían los expedicionarios en sus cinco días de viaje,
que luego serían siete. El primer día, como todos estaban mareados, no echaron en
falta el almuerzo, pero a partir del segundo, el estado de la bodega era tan desolador
que a Castro no le quedó otra que racionar las escasas provisiones que habían
embarcado en Tuxpan. No deja de ser caprichoso, pero el medio siglo de
racionamiento que más adelante padecería toda Cuba empezó en el mismo Granma.
El racionamiento y otras tragedias cotidianas de los cubanos, como que nada
funcione o lo haga a medias. Uno de los motores del barco empezó a fallar y se
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atascó, la bomba de achique, por su parte, se averió también y el agua de mar fluía a
borbotones por el inodoro. Al quinto día de travesía la situación era desesperada.
Raúl Castro confesaba a su diario que «una colilla de cigarro tenía un valor
incalculable», lo cual nos dice mucho de cómo las leyes del mercado funcionaban
inexorables a bordo del yate más famoso de la historia del comunismo.
Pero, si el barco estaba en tan malas condiciones de navegación, escaso de
provisiones y con una marinería inexperta a bordo, ¿por qué, en lugar de aligerar la
marcha para arribar cuanto antes, tardó tanto en llegar a Cuba? Por culpa de Fidel
Castro, que se demostró como un rematado inepto organizando la expedición. Se
equivocó en el puerto de salida, en la elección del barco y no hizo bien los cálculos
del viaje. La derrota se fue improvisando durante días, tuvieron que rodear la
península del Yucatán y mantenerse lo suficientemente lejos de la costa para no ser
interceptados por patrulleras que, tanto ayer como hoy, suelen dar el alto a
embarcaciones tripuladas por 80 tipos armados hasta los dientes.
El lugar elegido para desembarcar fue otro error. La costa cubana de Pinar del Río
esta mucho más cerca de México, a menos de 200 kilómetros desde la costa norte del
Estado de Quintana Roo. Entonces, ¿por qué Fidel decidió desembarcar en la otra
punta de una isla tan larga como Cuba? Aquí entró en juego el ridículo
providencialismo que siempre caracterizó a Fidel Castro. Como, a pesar de ser un
simple abogado metido a guerrillero se creía parte de la Historia, quiso desembarcar
en la provincia de Oriente, que es donde lo había hecho 61 años antes José Martí, de
quien se consideraba continuador.
Después de mil vicisitudes, el 2 de diciembre por la noche avistaron las costas
cubanas. Estaban en un manglar junto a la playa de los Colorados, cerca de la
población de Niquero. Pero llegaban tarde, la rebelión de Frank País ya había sido
reprimida por la policía de Batista y nadie les estaba esperando. Todo hacía presagiar
un desastre inminente. El depósito de combustible que alimentaba al único motor que
permanecía funcionando se agotó.
Los militares, que estaban advertidos del desembarco, merodeaban por la costa en
busca del yate. Una lancha del ejército avistó el lugar donde había encallado el
Granma y comenzó a disparar ráfagas de ametralladora contra los expedicionarios.
Una auténtica locura. Más que un desembarco, tal y como diría Juan Manuel Vázquez
años después, lo del Granma fue un naufragio.
Por suerte era de noche, lo que les permitió avanzar entre los manglares de la
costa y refugiarse entre la maleza. Ya estaban en Cuba. Todo en su contra. El yate
varado en un manglar, el ejército pisándoles los talones y con el grupo machacado
por el racionamiento, los vómitos y el inclemente sol del Caribe. Pocas veces una
gloriosa revolución ha tenido comienzos tan desventurados.
Según alcanzaron la costa se echaron al monte más cercano por donde vagaron
durante días evitando los pueblos y los cuarteles de la Guardia Rural. Finalmente, el
día 5 de diciembre levantaron un campamento en Alegría del Pío. Estaban agotados
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de la marcha. Ernesto Guevara lo expresaba con las siguientes palabras:
Ya no quedaba de nuestros equipos de guerra nada más que el fusil, la canana y algunas balas mojadas.
Nuestro arsenal médico había desaparecido, nuestras mochilas se habían quedado en los pantanos, en su gran
mayoría.
Echémonos al monte
En Alegría del Pío sufrieron el primer ataque de envergadura de los muchos que
tendrían que enfrentar durante los dos años siguientes. En aquel momento Ernesto se
encontró ante uno de sus grandes dilemas existenciales: matar o curar. No podían
hacer frente a los soldados con garantías de sobrevivir al encuentro, así que ante la
acometida de las tropa los guerrilleros salieron en desbandada. Un compañero dejó
una caja de balas en el suelo, el Che, que era uno de los médicos de la expedición se
encontró entonces con que:
Quizás esta fue la primera vez que tuve planteado prácticamente ante mí el dilema de mi dedicación a la
medicina o mi deber de soldado revolucionario. Tenía delante una mochila llena de medicamentos y una caja
de balas, las dos eran de mucho peso para transportarlas juntas; tomé la caja de balas, dejando la mochila, para
cruzar el claro que me separaba de las cañas.
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incapaz de empuñar siquiera una pistola, que, por descontado, no se utilizar. No
digamos ya de enrolarme en una banda de guerrilleros. Lo que Ernesto Guevara se
encontró en aquellos primeros días de Sierra Maestra no fue ante la disyuntiva de
ejercer como médico o como soldado, sino ante el dilema de continuar siendo un
curandero o formar parte definitiva de una partida de bandidos que se habían
convencido a sí mismos de que iban a liberar a Cuba. Eligió lo segundo y eso le ha
llevado a ser un héroe.
El episodio de Alegría del Pío le supuso al Che su primera herida de guerra. En la
refriega un disparo le alcanzó, y aunque él en los primeros momentos ya se dio por
muerto, apenas se trató de una herida superficial en el cuello. Tras ello, los
componentes, que eran aun 82, se separaron en distintos grupos con objeto de
merodear por el monte y buscar apoyos entre los campesinos blancos pobres, que en
Cuba se les llama guajiros.
La emboscada del ejército tuvo efectos devastadores en la tropa revolucionaria.
Varios grupos se quedaron aislados y no les quedó otra que ir a la deriva por la selva
sin comida, sin agua y sin armas. El grupo del Che lo formaban Juan Almeida, Rafael
Chao y Reinaldo Benítez. Unos días más tarde, cuando andaban por la costa
buscando algo con lo que llenar el estómago, se encontraron, en una caseta de
pescadores, a Camilo Cienfuegos, Pacho González y Pedro Hurtado. El desorden era
absoluto. El responsable de la operación, que no era otro que Fidel Castro, estaba
desaparecido, hasta el punto de que las autoridades de La Habana lo daban por
muerto.
Los demás deambulaban atemorizados de la costa a la montaña y de la montaña a
la costa. Algunos de ellos se encontraban heridos. Ernesto Guevara tenía, como ya
vimos, una herida en el cuello, pero no era ni de lejos el peor parado. Raúl Suárez por
ejemplo tenía la mano destrozada por la metralla. Su estado era tan grave que
Faustino Pérez, médico principal de la expedición, pidió que sus camaradas lo
acompañasen hasta algún puesto costero para que fuese atendido debidamente. Pero
estos puestos estaban vigilados por el ejército. Suárez fue ejecutado junto al resto de
sus compañeros.
Después de dar mil vueltas el 13 de diciembre se encontraron con un guajiro,
Alfredo Gómez, que prestó ayuda al agonizante grupo del Che Guevara. Unos días
después, y ya enterados de que el líder de la insurrección permanecía con vida, se
reunieron con él y con los pocos supervivientes de la «batalla» de Alegría del Pío. Un
panorama descorazonador. De los 82 expedicionarios que habían dejado México la
última semana de noviembre, a 21 de diciembre sólo quedaban 12 con vida.
Y eso no era todo. En el Granma habían embarcado el siguiente arsenal:
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40 pistolas ametralladoras ligeras
2 lanzagranadas
Varias cajas de munición.
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Algunos guajiros que no tenían donde caerse muertos iban alistándose a la tropa
rebelde o mostraban su intención de ayudar y facilitar las cosas a los guerrilleros.
Uno de ellos fue Eutimio Guerra, un labrador que se había puesto de su lado desde
los primeros días en la sierra. En Pasajes de la Guerra Revolucionaria Guevara le
dedicó un capítulo con el sugerente título de «Fin de un traidor». El fin se lo puso,
obviamente, él con una pistola del calibre 32. En el diario de Guevara citado por John
Lee Anderson Guevara lo expone de esta manera.
La situación era inconfortable para todos y para Eutimio, así que yo terminé el problema disparándole un
tiro, con una pistola del calibre 32, en la parte derecha de su cerebro. Con un orificio de salida en el temporal
derecho. Se convulsionó por un rato y luego murió. Cuando traté de quitarle sus pertenencias, no podía
desprenderle el reloj que lo tenía unido a su cinto con una cadena y me dijo, como en una voz lejana:
«Arráncala, muchacho, ya que importa…» Eso hice. Sus pertenencias eran, ahora mías.
La sierra es nuestra
En febrero de 1957 la guerrilla estaba ya consolidada en la sierra. Nueva York,
que s lo mismo que decir el mundo, sabía gracias a la entrevista de Matthews de la
existencia de Castro y los suyos. A partir de aquí todo lo que saliese de ese remoto
confín de Cuba concitaría interés mundial materializado en titulares a toda página y
reportajes entusiastas.
En la alquería de «Los Chorros» el líder convocó una reunión del Movimiento 26
de julio. A ella acudieron no sólo los que estaban con las armas en la mano, sino parte
de los que desde las ciudades componían el heterogéneo movimiento que luchaba
contra la dictadura de Batista. Se juntaron en aquella ocasión Castro, su hermano
Raúl, Ernesto Guevara, Faustino Pérez, que iba y venía de la sierra, y unos cuantos
recién llegados. Frank País, jefe del Movimiento en Santiago, Haydee Santamaría y
su novio Armando Hart, Vilma Espín —que llegaría a ser novia de Raúl— y Celia
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Sánchez, futura compañera sentimental de Fidel Castro. Si no fuese por que iban
armados y sin afeitar, la reunión bien parecía una excursión de veinteañeros frisando
la treintena de acampada en la montaña. De aquella reunión salió el primer
Manifiesto de Sierra Maestra. El objeto del mismo era dar naturaleza a la guerrilla y
dejar bien claro que Fidel era el amo y tenía intención de seguir siéndolo.
Como era de prever entre jóvenes violentos y fanatizados, las diferencias en el
Movimiento 26 de julio no tardaron en aflorar. Castro lo quería todo para sí. Pero en
Santiago o en La Habana no lo veían del mismo modo. Fidel no era el único que
estaba luchando por el fin de la dictadura y así se lo hicieron saber. En marzo, un
levantamiento frustrado había costado la vida a José Antonio Echevarría, líder del
Directorio Revolucionario, y en Miami distintas fuerzas de oposición coordinadas por
Prío Socarrás —el que pagó el Granma— se organizaban para el más que previsible
cambio de Gobierno. Fidel fue realista, y en un segundo manifiesto desde la sierra en
el mes de julio prometió que, una vez derrocado Batista, se convocarían elecciones
libres y se retornaría a la Constitución de 1940. Sesenta años después muchos
demócratas cubanos siguen esperando a que el castrismo cumpla con lo que su
fundador prometió tan alegremente en aquel manifiesto serrano.
Manifiestos aparte, el hecho es que los primeros meses de 1957 fueron muy duros
para la recién nacida guerrilla. Las hazañas bélicas apenas pasaban de simples
reyertas con la Guardia Rural y las condiciones de vida de los revolucionarios eran
miserables. La Sierra Maestra, a pesar de ser conocida en el mundo entero por lo
machacante que es la propaganda castrista, no es una gran cordillera.
Geográficamente no pasa de un accidente serrano al sur de la isla. En ella, es cierto,
se concentran las mayores elevaciones montañosas de toda Cuba, pero aun así no
dejan ser modestos picos que tienen su techo en el Turquino, que no llega por muy
poco a los 2000 metros de altura.
De punta a punta la sierra tiene poco más de 200 kilómetros de largo y con
dificultades alcanza los 60 kilómetros de anchura en su parte más ancha. Una minucia
en comparación con cordilleras de verdad como los Pirineos o los Alpes, y, no
digamos ya con las dos grandes cadenas montañosas de América: las Rocosas al norte
y los Andes al sur. En esta cordillerita de juguete, en este entorno montañoso en
miniatura es donde Castro y su legión de fieles emplazaron su guarida durante tres
años. Los recursos naturales en la sierra eran escasos. Es por ello que la tropa fidelista
las pasó, al menos durante sus inicios, verdaderamente mal para aprovisionarse de
pertrechos, medicinas y alimentos.
Muchos campesinos que simpatizaban con la causa, o que simplemente
aborrecían a Batista, ayudaron a los guerrilleros y les sirvieron de guías por los
vericuetos de la sierra. Otras veces, en los asaltos a los cuarteles de la Guardia Rural,
los guerrilleros aprovechaban y asaltaban también la despensa y el polvorín. Sin
temor a equivocarse, puede afirmarse que, durante mucho tiempo, la ahora gloriosa
revolución cubana sobrevivió de la mendicidad y el pillaje. En la sierra los
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guerrilleros ensayaron otras fórmulas de abastecimiento que, organizaciones
terroristas como la española ETA, han hecho famosas. Me refiero, claro está, al
Impuesto Revolucionario. Era un tributo no sujeto al derecho tributario que consistía
en apoderarse por las buenas de una vaca, unas gallinas o lo que el revolucionario
creyese necesario. Al campesino no le quedaban muchas alternativas ante el eficaz
poder de convicción de un pistolón en la frente.
La organización interna del improvisado ejército popular fue cambiando
conforme la fortuna y los resultados en el campo de batalla se pusieron del lado de
Castro. En los inicios, en la primavera de 1957 este ejército que, al menos en la
imaginación de Guevara, representaba a los más de 6 millones de cubanos, contaba
con unos 80 efectivos. Eso sí, muy bien organizados. Ernesto lo resume así en sus
memorias de Sierra Maestra:
La vanguardia, dirigida por Camilo (Cienfuegos), tenía cuatro hombres. El pelotón siguiente lo llevaba
Raúl Castro y tenía tres tenientes con una escuadra cada uno. […] Después venía el Estado Mayor o
Comandancia, que estaba integrada por Fidel, Comandante en Jefe; Ciro Redondo; Manuel Fajardo, hoy
comandante del ejército; el guajiro Crespo, comandante; Universo Sánchez, hoy comandante y yo, como
médico.
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(El Uvero) fue además la victoria que marcó la mayoría de edad de nuestra guerrilla. A partir de ese
combate, nuestra moral se acrecentó enormemente, nuestra decisión y nuestras esperanzas de triunfo
aumentaron también.
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Tras el manifiesto de julio Fidel vio llegado el momento de reorganizar la tropa.
Nueva estructura y nuevos cuadros que acometiesen los objetivos trazados para el
otoño. Ernesto Guevara de la Serna seguía siendo —aún en julio— un simple teniente
médico, pero, gracias a su arrojo y a que se le iban muriendo los del Granma, Castro
terminó por fijarse en él. Con pocos días de diferencia el Che transitó de los grados
de teniente a comandante pasando brevemente por el de capitán. Nunca una carrera
militar fue tan rápida como la de este aventurero argentino. La historia de cómo Fidel
le nombró comandante tiene su atractivo y los escolares de la Cuba socialista se la
saben de memoria.
Es, más o menos, esta:
Se encontraba Fidel redactando un comunicado a Frank País y, al enumerar los
firmantes del mismo, le dijo con pose de emperador romano:
¡Venga Ernesto!, porque hoy es hoy, por ser vos quien sois y porque hoy estoy de
buen humor. Los que siempre pensaron que eso de las guerrillas latinoamericanas no
era más que un montón de amigotes sanguinarios vivaqueando por la selva, tienen en
este episodio heroico y cargado de emotividad un buen argumento a su favor.
Con el nombramiento vino aparejado un reloj y una estrellita dorada que, desde
ese mismo instante, Ernesto lució orgulloso en su boina. Sin saberlo, estaba
anticipando una moda que, desde entonces, siguen muchos jóvenes de medio mundo.
Además de los presentes materiales, que ya se sabe nada importan en la vida de un
revolucionario, Ernesto recibió el mando de una columna. Bajo tan pomposo nombre
se escondía un hatajo de hombres, mal armados y andrajosos, que, desde ese
momento, se convertirían en la unidad táctica del ejército popular.
La primera misión para la columna del Che tuvo lugar unos meses más tarde, en
octubre. Se trata de la celebrada batalla del Hombrito. En realidad fue una simple
emboscada sobre una columna de verdad, de las del ejército regular. Ocultos tras la
espesura esperaron a que se acercaran los soldados de Batista, entonces, cuando los
tuvieron a tiro, dos grupos atacaron por los flancos mientras Guevara daba la orden
de ataque con su rifle. No fue lo que se dice una victoria redonda, pero para estos
guerrilleros cualquier cosa lo era. Si conseguían llevarse por delante un soldado y
robar dos fusiles eso significaba que se habían impuesto sobradamente a las tropas de
la dictadura. Si simplemente lograban salir con vida del aprieto también era una
victoria, pues no habían registrado bajas. Ante parámetros tan flexibles es normal que
la historia de la guerrilla en Sierra Maestra se cuente por grandes triunfos.
Lo que si que les dio la emboscada del Hombrito fue vía libre para menudear a su
gusto por una vasta área de varios cientos de kilómetros cuadrados. Esta del
Hombrito fue la primera «zona libre» de la revolución. Aquí Ernesto acuarteló a su
columna por vez primera.
Se estaba granjeando entre los combatientes cierta fama, más que merecida por
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otro lado, de radical y de comunista convencido. Estas posturas le habían ocasionado
alguna que otra diferencia con la línea fidelista que, por puro oportunismo, hacía
concesiones —sólo de palabra, obviamente— a los opositores de Miami y de las
grandes ciudades, del dichoso llano que a Fidel ponía de los nervios sólo mencionar.
En la zona liberada del Hombrito Ernesto no se limitó a armar tres tiendas de
campaña y construir una parrilla para los asados. Desarrolló toda una activad que
demuestra lo organizado y buen planificador era, al menos para los demás. Estableció
una escuela, donde los soldados analfabetos y los guajiros que así lo deseasen
pudiesen recibir sus primeras letras. Aparte de la escuela dispuso una enfermería para
atender a los heridos en condiciones. No se podía esperar menos de un antiguo
estudiante de Medicina.
Mandó acondicionar un horno de pan y organizó alguna industria como un taller
de zapatos, destinado a cuidar del calzado de la tropa. También se preocupó de la
propaganda, tanto o más importante que la industria para aquellos valerosos
guerrilleros perdidamente seducidos por el brillo de las portadas. Creó dos medios de
comunicación: el periódico El Cubano Libre y la emisora Radio Rebelde.
Aportaciones ambas encomiables y más con el ir y venir constante propio de una
guerra de guerrillas.
Todo lo que Guevara hizo en el Hombrito pasaría a formar parte de su leyenda
como revolucionario completo, aquel que no olvida de que el fusil debe ir siempre
acompañado del libro. La vertiente práctica y la teórica. Casi como los antiguos
conquistadores españoles, que llevaban consigo una espada de templado acero
toledano y un buen ejemplar de la Biblia impreso en Salamanca. Ya sé que los
paralelismos son odiosos, pero ante tales analogías no queda más remedio que
recurrir a ellos.
En aquellos días otoñales del Hombrito hubo varias visitas de periodistas
extranjeros. El servicio que el corresponsal del New York Times había prestado a la
revolución había sido tan bueno y oportuno que ningún guerrillero cerró las puertas
desde entonces a los representantes de los odiados medios de comunicación
burgueses. Por los primeros campamentos estables de la sierra empezaron a desfilar
periodistas cargados de buenas intenciones y un punto fascinados por los
desarrapados barbudos de Sierra Maestra.
Recibieron a un nuevo enviado del rotativo neoyorquino, esta vez en la persona
de Homer Bigart, y a algunos periodistas hispanos. Entre ellos destaca la visita que
hizo el uruguayo Carlos María Gutiérrez, el argentino Jorge Ricardo Masetti o, ya en
marzo de 1958, los cubanos Agustín Alles Soberón y Eduardo Hernández,
fotoreportero más conocido como el Guayo. En estas entrevistas aparece de nuevo
una de las facetas inmortales y perennes del guerrillero heroico: la de mentiroso
compulsivo.
Veamos. En la entrevista con los periodistas cubanos empezó afirmando lo
siguiente:
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… al recibirme (graduarme) de médico en la Universidad de Buenos Aires, fui llamado a las filas del
Ejército con el grado de teniente médico… hice mi carrera bajo el gobierno de Perón. Fui opositor pasivo de
su régimen. En su primera elección, milité en la Unión Democrática. Después me fui de la Argentina. Fui a
Guatemala.
De toda la respuesta lo único cierto es que curso sus estudios bajo el Gobierno de
Perón. Dato difícilmente alterable tratándose a la sazón de un joven de 29 años. El
resto es mentira. No se tituló jamás, o al menos no consta en lugar alguno que lo haya
hecho. Jamás realizó el servicio militar en Argentina, ni como teniente médico ni
como cabo de segunda. Muy al contrarió, tomó gustoso una ducha de agua helada
para asegurarse un oportuno ataque de asma. Fue un opositor al régimen tan pasivo
que nadie se enteró, ni siquiera él mismo. No hay noticias de que militase en partido
alguno y, por último, cuando se fue de la Argentina no lo hizo para ir a Guatemala,
sino para viajar a Venezuela a ocupar el puesto que le estaba buscando su amigo
Alberto Granado. Pero el festival de mentiras guevarianas continúa:
Me gustó el experimento del gobierno de Árbenz y me quedé allí. Traté de conseguir un trabajo en
Guatemala pero me exigían la reválida del título y seis meses de trabajo en un hospital. No pude cumplir todos
los requisitos.
Ni una cosa ni la otra. Más que vinculación tenía una relación íntima con los
fundamentos del comunismo. ¡Y presumía de ello delante de sus compañeros! Y lo de
ser militar, a lo sumo llegaba a guerrillero serrano de pistolón al cinto y canana
cruzada por encima del pecho.
La entrevista de los cubanos dio mucho más de sí. Respecto al futuro de Cuba
apuntó:
Nuestro movimiento sostiene el criterio de que el gobierno provisional debe ser lo más breve posible. El
tiempo estrictamente necesario para normalizar el país… y convocar a elecciones para todos los cargos del
estado, las provincias y los municipios. […] Debemos hacer todo lo posible porque ese periodo de
provisionalidad no rebase de dos años de duración.
De lo cual pueden inferirse dos cosas. Una, que el Gobierno actual de Cuba
después de sesenta años es un simple Gobierno interino que está todavía preparando
las elecciones. O dos, que los años contados en lengua revolucionaria son
extremadamente largos. Escoja la que más le guste. Lo único que, a estas alturas,
podemos tener por cierto es que, en Cuba, se han consumido varias generaciones en
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lo que los guerrilleros de Sierra Maestra se deciden por delimitar cuánto son dos años
y cuál es el periodo óptimo de provisionalidad de un Gobierno.
Ante tal despropósito, ante semejante andanada de mentiras no cabe más que
concluir que la farsa, la tramoya y el apaño propagandístico fueron en su vida y tras
su muerte una constante en la vida de Ernesto Guevara de la Serna. Quizá la única
falsedad que podríamos considerar justificada es la última, la referente a los planes
sobre el mañana de la República de Cuba. A fin de cuentas, distaban tanto los que
trazaban los revolucionarios y los que esperaba la gente común, que lo normal es que
los primeros se disfrazasen de demócratas convencidos.
El resto abona las tesis expuestas anteriormente en este libro. Ernesto Guevara no
necesitaba mentir a los periodistas cubanos. No precisaba construirse una biografía
que nunca existió. Primero, porque a los periodistas tanto les hubiese dado que
Guevara hubiese sido una cosa o la otra. Y segundo, porque lo que se ventilaba en
aquella entrevista era el papel que él desempeñaba en la guerra desatada en la sierra,
no los delirios de grandeza de un veinteañero argentino metido a guerrillero. Ernesto,
sin embargo, mintió como un bellaco, gratuitamente y sin permitir que un gramo de
rubor aflorase por encima de su descuidada pero escasa rala.
En la entrevista que concedió a Jorge Ricardo Massetti, compatriota suyo, éste
hizo dos observaciones un tanto curiosas. Escribió más tarde que el Che se le
antojaba un muchacho argentino cualquiera de clase media. Y lo era. También dejó
para el recuerdo la impresión que el guerrillero le causó: una caricatura rejuvenecida
de Cantinflas. Por suerte el reportero argentino dijo esto en 1958, un año después tal
aseveración envenenada de humor le hubiese costado la vida o, en el mejor de los
casos y por aquello de ser paisanos, un disgusto de los gordos.
Durante esos días también llegó hasta los campamentos de la sierra Enrique
Meneses, un fotógrafo español que trabajaba para el semanario Paris-Match.
Meneses, a diferencia de sus colegas —llegaban, hacían su trabajo y regresaban—,
decidió quedarse cuatro meses a vivir con los insurrectos. Así nació el mejor
reportaje fotográfico de la guerrilla de Sierra Maestra, de cuyas fotos se surtieron las
revistas más vendidas del mundo. La alemana Stern, la italiana Epoca o la
norteamericana Time publicaron profusamente uno o varios de los dos mil negativos
que Meneses envió a Europa. El icono de los barbudos fue obra suya. La gesta
fotográfica le costó la cárcel. Una vez hubo concluido, ya en La Habana, la policía le
encerró por orden de Batista. Tras varios días angustiosos en los que pensaba que
iban a fusilarle, el embajador español consiguió su liberación y fue repatriado a
España.
A finales de 1957 los guerrilleros celebraron con alborozo su primer aniversario
en la isla. El invierno, además, se estaba portando bien con ellos. Lo único reseñable,
para mal, fue el inoportuno fallecimiento en combate de Ciro Redondo, lugarteniente
del Che Guevara en la columna que le habían asignado. El resto del tiempo estuvo
compuesto por largos periodos de calma salpicados por algún que otro incidente de
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poca importancia. En el mes de diciembre, en el combate de Los Altos del Conrado,
Ernesto cosechó su segunda herida de guerra, en un tobillo. Además, le dio tiempo de
reencontrarse con las cosas de Cupido.
En las Vegas de Jibacoa se cruzó delante del argentino una muchacha mulata
llamada Zoila que, según dicen, le gustó mucho. Como era uno de los guerrilleros que
se rifaban las mujeres no le costó demasiado esfuerzo seducirla. Anduvieron una
temporada juntos y dejó en el paladar de la cubana un grato recuerdo. Es de reseñar
que Ernesto mantuvo siempre bien aleccionada a la tropa en el particular de las
mujeres. No toleraba ni un abuso con ellas, en una mezcla de buena educación traída
de la niñez y no disimulada galantería. Las mujeres rara vez se han llevado bien con
contingentes de hombres en armas. Relajan a los combatientes y les llevan a tomar
decisiones que poco favorecen el imprescindible ambiente castrense que debe reinar
entre la tropa. En eso, y si queremos ser fieles a la verdad hemos de reconocerlo,
siempre se comportó como un auténtico caballero digno del San Isidro Club de
Buenos Aires.
En cierta ocasión se dio el caso de un antiguo guerrillero que se dedicaba a
hacerse pasar por Guevara para abusar de las jovencitas con la excusa de presuntas
revisiones médicas. Algo realmente cómico que al infeliz le costó la vida:
El último de los fusilados fue un personaje pintoresco llamado El Maestro que fuera mi compañero en
algunos momentos difíciles en que me tocó vagar enfermo y con su única compañía por esas lomas, pero que
luego se había separado de la guerrilla con el pretexto de una enfermedad y se había dedicado también a una
vida inmoral, culminando sus hazañas haciéndose pasar por mí, en función de médico tratando de abusar de
una muchachita campesina que estaba requiriendo los servicios facultativos para algún mal que la aquejaba.
La guerrilla victoriosa
A principios de marzo Batista suspendió los derechos fundamentales nuevamente.
Fidel en su refugio de la sierra creyó llegado el momento del golpe de mano
definitivo a través de una huelga general. La trama civil del Movimiento 26 de julio
se encargó de difundir la convocatoria por toda la isla para el 9 de abril.
Grandes esperanzas estaban depositadas en aquella fecha. Si la llamada a la
huelga tenía éxito y como consecuencia la república se descomponía, Castro y los
suyos podrían bajar de la sierra para hacerse cargo del desorden. Esa debió ser la
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pueril idea del Comandante en Jefe. La castrología habitual se han encargado
posteriormente de quitar hierro al asunto y dejar claro que Fidel nunca creyó en esa
huelga. Pero sí que creyó, la que no creyó en él fue la huelga. La convocatoria apenas
tuvo seguimiento en la parte occidental del país, la más poblada y rica.
Un día más tarde las culpas del fracasó viajaron desde los llanos hasta la sierra y
viceversa. Fidel entró en cólera arguyendo que la oposición no se la había jugado
adecuadamente en aquella ocasión, que había faltado compromiso y que era
imprescindible contar con un líder reconocible que, no hace falta recordarlo, habría
ineluctablemente de ser él. En resumen, Castro aprovechó el fiasco para ajustar
cuentas con el resto del movimiento. Pero de nada serviría la llamada de atención del
líder si ésta no iba acompañada de una victoria concluyente sobre el ejército. Pronto
tendría la oportunidad de demostrarlo.
La huelga frustrada del 9 de abril supo muy dulce en La Habana de Batista. El
dictador, que llevaba año y medio lidiando con los revoltosos en la remota Sierra
Maestra, vio la posibilidad de cortar de un tajo la rebelión. Pero los norteamericanos
se estaban empezando a hartar del dictador habanero —y bananero, que de las dos
cosas adolecía el hombre—, y en marzo retiraron el apoyo que hasta ese momento le
había venido prestando la CIA. Planificó entonces una macro ofensiva sobre la sierra
que, en un principio, sería definitiva para acabar con la facción armada del
Movimiento 26 de julio.
Batista reunió la notable cifra de 10 000 efectivos organizados en 14 batallones y
los envió al Oriente. El ejército inició su marcha el 20 de mayo. Apenas unos días
antes, a principios de mes, Ernesto había sido invitado por vez primera a una de las
reuniones del Movimiento. Era algo histórico, porque hasta entonces, a efectos
políticos no pasaba de soldado raso por lo sabía de la cúpula de la organización lo
que los hermanos Castro tenían a bien contarle. Influyó en el ascenso el hecho de que
Fidel, su gran padrino y protector, se hubiese hecho ya con todos los resortes del
Movimiento y quisiese colocar a sus hombres entre los que mandaban.
Los 10 000 de Batista iban, además, bien pertrechados y con el apoyo aéreo y
artillero que le es propio a un ejército regular. Aquí nace una de las leyendas más
fecundas de la revolución cubana. La de los 10 000 contra 321. En parte es cierto,
porque la relación de fuerzas venía a ser, aproximadamente, esa misma. Lo que la
castrología suele obviar es que, de esos 10 000 soldados, una tercera parte eran
reclutas novatos que contaban con poco más que una rápida instrucción en el cuartel
de turno y ninguna motivación. Entre los más expertos tampoco brillaba la vocación
guerrera ni el odio hacia los rebeldes. Al contrario, éstos eran muy populares entre
amplias capas de la población cubana, especialmente entre la clase media urbana. De
hecho, el manifiesto de Sierra Maestra de julio de 1957 había sido publicado en su
integridad por una revista de la capital, la popularísima revista Bohemia. Está por ver
que la oposición cubana de nuestros días publique un manifiesto en el diario Granma.
No lo han hecho ni lo harán mientras el régimen perdure.
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Los efectivos del Gobierno, aparte de poco metidos en el papel de Caín que los
guerrilleros representaban a la perfección, carecían de experiencia en el combate de
montaña. No tenía Cuba por aquel entonces unidades especiales ni cuerpos del
ejército dedicados a labores militares tan específicas. El apoyo aéreo era real pero
poco efectivo. De nada sirve un caza sino hay otro caza enfrente que se mida con él.
Y lo mismo puede decirse de un bombardero. Sin ciudad ni objetivo claro donde
soltar las bombas la utilidad del bombardeo se reduce a cero, o casi, porque un avión
si sirve para disparar algunas ráfagas de metralleta sobre unos guerrilleros
despistados que han salido de su refugio en la maleza. Pero para poco más. No veo
necesario recordar que en 1958 no existían las bombas inteligentes ni los drones.
Batista también puso a la Armada al servicio de la ofensiva. Pero poco puede
hacer una fragata, por muchos cañones que pueblen sus cubiertas, contra un grupo
informe de guerrilleros emboscados a varios kilómetros de la costa. Los rebeldes, que
eran pocos, exhibieron una encomiable flexibilidad que venían ensayando desde
hacía meses. Practicaron emboscadas a los grupos expedicionarios, pusieron minas a
diestro y siniestro, saltaron sobre convoyes mal protegidos… Una pesadilla que no
tardó en hacerse inaguantable para los soldados.
A pesar de todo, la guerrilla lo pasó realmente mal. Al mes de iniciada la
ofensiva, los comandos se hallaban completamente sobrepasados por las
circunstancias. No habían visto tantos militares juntos desde el desembarco en la
playa de los Colorados. Pero la situación era de vida o muerte. No en vano, el nombre
con el que Batista había bautizado a la operación era el de «Fin de Fidel». Más claro
no se lo podían dejar al Comandante en Jefe.
En agosto, después de dos meses de auténtico infierno para los insurrectos, la
tortilla dio la vuelta. Los 10 000 efectivos enviados desde La Habana no conseguían
el objetivo marcado en un principio. Más bien al contrario. Abundaban las
deserciones de soldados y reclutas que no veían mucho sentido a la absurda guerra
civil desatada en Oriente. Los mandos del ejército se veían incapaces de penetrar en
la sierra con garantía de atrapar alguna cabeza de renombre. El 6 de agosto el general
Cantillo informó al palacio presidencial en La Habana de que era inútil proseguir con
la ofensiva.
Quizá en el ánimo del general, responsable de las operaciones en la zona,
habitaba cierta y fundada sospecha de que el régimen naufragaba sin remedio.
Perdidos los sostenes internacionales, con la oposición en bloque apoyando a los
rebeldes y la soldadesca desalentada por los continuos fracasos, lo más sensato era
prepararse para un futuro de mudanzas en lo político. Cuba no era precisamente un
modelo de estabilidad, así que lo lógico era que los más avisados previesen los
cambios que se avecinaban. No es casualidad que fuese el general Cantillo el que
negociase con Castro los días previos a la entrada de éste en la Habana, ni que fuese,
al menos durante unas horas, el responsable del mando supremo militar tras la huida
de Batista.
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Los resultados de la campaña no pudieron ser mejores para Fidel y sus intereses.
En plena contienda y con gran parte del mundo de su lado, los principales partidos y
grupos de oposición cubanos firmaron en Caracas el llamado Manifiesto del Frente
Cívico Revolucionario. El documento fue retransmitido con satisfacción por las
ondas a través de Radio Rebelde. En él se Fidel se erigía como líder máximo de la
revolución y se anticipaba el futuro democrático de Cuba. Lo primero lo fue hasta su
muerte en 2016. Lo segundo todavía están los cubanos esperándolo.
Unas semanas después de la lectura del manifiesto, Radio Rebelde volvió a
dirigirse a su cada vez más numerosa y entregada audiencia. En esta ocasión se
trataba de un parte de guerra que declaraba el fin de la ofensiva gubernamental y la
victoria de los revolucionarios:
Tras 76 días de combates ininterrumpidos en el primer frente de la Sierra Maestra, el ejército rebelde ha
derrotado claramente y destruido la crema de las fuerzas de combate de la tiranía.
Casi mil soldados de Batista habían perdido la vida en los encuentros con los
guerrilleros y más de 400 se encontraban presos en las montañas. Junto a esto, los
rebeldes se habían hecho con una cantidad notable de armas, municiones y
pertrechos. Años más tarde, Ernesto Guevara recordaría el botín de guerra de este
modo:
Dejó en nuestras manos 600 armas, entre las que contaban un tanque, 12 morteros, 12 ametralladoras de
trípode, veintitantos fusiles ametralladoras y un sinnúmero de armas automáticas; además, enorme cantidad de
parque y equipo de toda clase. […] El ejército batistiano salió con su espina dorsal rota de esta postrera
ofensiva sobre Sierra Maestra.
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Maestra, donde los guerrilleros se encontraban desde los primeros días, la Sierra de
Cristal, vecina a ésta, controlada por Raúl Castro, la Sierra del Rosario en el extremo
occidental y, por último, la Sierra de Escambray, cercana a la ciudad de Santa Clara y
a un paso de La Habana. Controlar las cuatro cordilleras era de vital importancia para
un movimiento guerrillero que había encontrado su caldo de cultivo entre los riscos
de la montaña y la maleza de los valles.
Camilo Cienfuegos partió con la columna 2, rebautizada como Columna Antonio
Maceo en honor del patriota cubano que en el siglo XIX había luchado contra los
españoles. La tropa del Che, por su parte, preparó su salida hacia Las Villas. La idea
era que, tanto Camilo como Ernesto, avanzasen separados y que evitasen a toda costa
enfrentamientos en campo abierto con el ejército. Entre ambas no llegaban a los 250
hombres, por lo que las posibilidades de salir indemnes de un encuentro con soldados
eran prácticamente nulas.
Camilo demostró en estos días de marcha ininterrumpida hacia el norte que estaba
a la altura de las circunstancias, Guevara no. El 9 de septiembre Ernesto se enzarzó
sin necesidad en la finca La Federal de la provincia de Camagüey con tropas del
Gobierno. El atrevimiento le costó a su columna dos valiosas vidas. Camilo, junto al
que acampaba en más de una ocasión, le recordaba la consigna de no trabar contacto
con elementos del ejército, pero al Che, que era soberbio y pendenciero, le resbalaba.
En alguna ocasión se permitió incluso la insensatez de abrir fuego contra los
gubernamentales, porque él lo valía y porque, a fin de cuentas, todas las
bravuconadas le habían salido gratis.
Pero ¿cómo pudieron dos columnas informales de guerrilleros cruzar la isla de
Cuba casi sin bajas en plena dictadura de Batista? Evidentemente, gracias al apoyo de
los partidarios del Movimiento 26 de julio en el llano. Esos mismos que Fidel Castro
despreciaba con vehemencia por sentirlos alejados de la verdadera lucha. Durante los
45 días que tardó la columna 8, la del Che, en llegar a Las Villas el Comandante
Guevara pidió repetidas veces ayuda a las células locales del Movimiento en la
provincia de Camagüey. Sin la ayuda de éstas es muy probable que su columna,
apodada Ciro Redondo en honor al compañero caído en combate, hubiese sido
aniquilada sin contemplaciones por el ejército.
En el llano, todas las ventajas con las que contaban los guerrilleros en la sierra
desparecían. No había huida rápida, el efecto sorpresa era muy difícil de conseguir y,
para colmo de males, los guerrilleros no conocían el terreno y, bajo ningún concepto,
podían arriesgarse a marchar a pie o a caballo por las carreteras. La marcha, que sería
años después calificada en la revista Verde Olivo como gloriosa, en realidad fue
penosa, larga y agotadora. Las tropas del Gobierno creyeron incluso haber acabado
con la vida del Che, y así lo transmitieron a sus mandos en La Habana.
En Las Villas la columna del Che se encontró de nuevo al resguardo de las
montañas. La sierra de Escambray no es tan abrupta ni está tan despoblada como la
Maestra, pero sus valles y senderos servían para más o menos lo mismo. Nada más
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llegar a la sierra Ernesto, libre ya de las ataduras del hiperliderazgo fidelista, se
centró en aplicar uno de los sueños de su vida; la reforma agraria.
Esta reforma, a ojos de Guevara, consistía, básicamente, en arrancar por la fuerza
las propiedades a los latifundistas y repartirla entre los que la trabajaban, o los que él
consideraba que la trabajaban. En suma, una aspiración más antigua que hacer
novillos —y de eso el Che sabía un rato—, pero llena de vericuetos legales que, por
descontado, Ernesto desconocía. Su proceder fue mucho más directo:
Nuestro primer acto fue dictar un bando revolucionario estableciendo la Reforma Agraria, en el que se
disponía… que los dueños de las pequeñas parcelas de tierra dejasen de pagar su renta hasta que la Revolución
decidiera en cada caso.
No está de más recordar que lo que la Revolución decidió finalmente fue dejar sin
tierra a todo el mundo y convertir al Estado en el mayor latifundista de la isla. Pero
eso es harina de otro costal que abriremos más adelante.
El responsable del Movimiento 26 de julio en la provincia de Las Villas era un
judío de ascendencia polaca llamado Enrique Oltusky. Entre él y Guevara se encendió
la chispa y empezaron a intercambiar ideas, especialmente en torno a la manida
Reforma Agraria. Jorge G. Castañeda reproduce un diálogo entre estos dos paladines
de la libertad que no tiene desperdicio:
Oltusky: Toda la tierra ociosa debía darse a los guajiros y gravar fuertemente a los
latifundistas para poderle comprar sus tierras con su propio dinero. Entonces la tierra
se vendería a los guajiros a lo que costara, con facilidades de pago y con crédito para
producir.
Che: ¡Pero eso es una tesis reaccionaria! ¿Cómo le vamos a cobrar la tierra al que
la trabaja? Eres igual que toda la demás gente del llano.
Oltusky: ¡Coño!, ¿y qué quieres?, ¿regalársela? ¿Para que la dejen destruir como
en México? El hombre debe sentir que lo que tiene le ha costado su propio esfuerzo.
Che (gritando, con las venas del cuello hinchadas): ¡Carajo, mira que eres!
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violentamente con el poder en La Habana mediante el golpe de Estado de Echeverría,
se había transformado en un grupo guerrillero llamado Segundo Frente de
Escambray. Los líderes de esta organización eran Jesús Carrera y Eloy Gutiérrez
Menoyo. Las diferencias entre éstos y el Che Guevara no tardaron en aflorar. Ernesto
no podía soportar que nadie le hiciese sombra, y mucho menos que nadie unos que él
consideraba advenedizos y vendidos al poder burgués.
Con Jesús Carrera no tardó en enfrentarse. En una ocasión, aprovechando que
Carrera se encontraba ausente, no dudó Guevara en arengar desde un jeep a la tropa
del Frente de Escambray. Al enterarse Carrera de la felonía perpetrada por el
argentino —sin su consentimiento, naturalmente— le recriminó su actitud
recordándole que, a sus hombres, sólo les arengaba él. Algo imperdonable. Guevara
se tomaría la venganza más tarde, ya en Gobierno, cuando ordenó que la tropa
revolucionaria pasase por las armas a aquel cubano impertinente que le había faltado
al respeto en la sierra.
Pero en esos días Ernesto aun no era tan poderoso, por lo que no le quedó más
remedio que llegar a un acuerdo más o menos amistoso con los otros grupos alzados.
En diciembre los dirigentes del Directorio y los de 26 de julio se avinieron a poner el
pacto por escrito. En él no se contemplaba ningún actor más aparte de los firmantes,
pero Guevara estaba encariñándose por días con las cabezas pensantes del Partido
Socialista Popular, que era el partido de los comunistas cubanos. Los lideraba Carlos
Rafael Rodríguez, un político muy enredador que había hecho carrera con Batista y
que la haría con Castro en el futuro. Un Talleyrand de la Revolución cubana con el
rostro de mármol y el estómago a prueba de bombas.
Rodríguez fue a entrevistarse con Fidel a Sierra Maestra y ambos se entendieron a
la perfección. En ello algo tendría que ver el poco afecto que los dos le profesaban a
la libertad individual y a la democracia representativa, pero lo que debió terminar de
unirlos fue, sin duda, una gran sintonía personal. Las buenas obras de Rodríguez en
Sierra Maestra sellaron una alianza de facto entre los del 26 de julio y el Partido
Socialista Popular. Es cierto que Guevara no había militado jamás en partido
comunista alguno, ni en Argentina, ni en Guatemala, ni en México ni en ninguno de
los países por los que había vagado desde su salida de la estación de Retiro varios
años antes, pero no pertenecer a un partido no significa que no se profese una
ideología.
El historiador Hugh Thomas dijo en su momento, hace ya bastante tiempo, que el
Che durante la revolución no era comunista, sin embargo todo, desde las cartas hasta
los testimonios de los que le conocieron, pasando por la nómina de lecturas y su
simplona interpretación de la realidad, conduce a pensar que efectivamente lo era. Un
presunto luchador por la libertad, un enemigo de la tiranía con el fusil al hombro no
promulga una reforma agraria según ocupa un territorio, a no ser que se trate, claro
está, de un comunista. Es así le pese a quien le pese.
La fe casi mística que Guevara tenía en la confiscación de la propiedad, el poco
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respeto que daba a las opiniones ajenas y su misma manera de actuar, tanto en Sierra
Maestra como en Las Villas, dan a entender más que bajo el privilegiado magín del
Che lo único que había era una indigesta empanada con el marxismo básico y el
leninismo para dummies como ingredientes principales. Ernesto, a pesar de todo,
tenía su propia e intransferible idea del comunismo, o mejor, de los partidos
comunistas:
Los comunistas son capaces de crear cuadros que se dejen despedazar en la oscuridad de un calabozo, sin
decir una palabra, pero no de formar cuadros que tomen por asalto un nido de ametralladora.
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mulata Zoila se había quedado en Sierra Maestra, quizá esperando que su melenudo
guerrillero volviese a por ella en un caballo blanco. Aleida devolvía a Guevara donde
siempre había pertenecido, a la burguesía criolla y de antepasados españoles de la que
tanto renegaba.
La comisión venida desde Santa Clara debía estar sólo unos días entre los
guerrilleros para recibir instrucciones, pero Aleida decidió quedarse. Ernesto le buscó
un puesto de secretaria personal y ella, encantada, comunicó a sus compañeros que no
podía regresar a la ciudad, que el ejército había detectado sus manejos políticos y ya
no se sentía segura. Por supuesto era falso, pero en las cosas del amor las mentirijillas
están siempre permitidas.
Al comandante emboinado y con perenne cara de mala humor ya no le faltaba de
nada. El Don Quijote argentino había por fin encontrado a su Dulcinea cubana. La
pareja empezó de este modo a cohabitar y mantener una relación de hecho, no muy
diferente de la que había mantenido años atrás con Hilda en Ciudad de Guatemala.
Muy moderno y muy revolucionario, pero Guevara no era tan tolerante con el resto
de sus hombres. Cuando logró conquistar la localidad de Sancti Spiritus, lo primero
que hizo, aparte de la consabida confiscación de tierras, fue promulgar un edicto
revolucionario en virtud del cual se prohibía a la población consumir bebidas
alcohólicas y jugar a la lotería. Un edicto antivicio que constituye un bonito
precedente de la sharia que décadas más tarde aplicarían con denuedo los islamistas
radicales. Si los estudiantes de teología de Kabul no hubiesen sido tan analfabetos,
casi con toda seguridad hubieran dedicado con gran profusión de barbas una calle en
la capital al Guerrillero Heroico.
Como es de suponer, la gente de Sancti Spiritus, aficionada a empinar el codo con
moderación y a jugar a la lotería, no tragó con semejante estupidez y el
bienintencionado guerrillero tuvo que echarse para atrás. Los cubanos podían hasta
pasar lo de las expropiaciones, pero eso de que un extranjero de lejanas tierras viniese
a quitarles de la mano su tradicional ron de caña no podían permitirlo bajo ningún
concepto.
El encuentro de Aleida y Ernesto coincidió con la descomposición final de la
dictadura de Batista. El antiguo sargento taquígrafo, que estaba esquilmando las arcas
públicas a conciencia, concluyó que lo mejor era celebrar unas elecciones para
retirarse del poder sin hacer demasiado ruido. Convocó a los ciudadanos para el 3 de
noviembre a unas elecciones que tenían como fin principal parir un nuevo Gobierno
de transición que aglutinase a la parte moderada de la oposición. Fidel no podía dejar
que la iniciativa del dictador saliese adelante. Si los batistianos llegaban a un feliz
acuerdo con liberales, democristianos y socialdemócratas su causa serrana corría el
riesgo de perder todo el atractivo para el grueso de la población.
Mirándolo con perspectiva, estas elecciones de noviembre de 1958 bien podrían
haber sido el principio de una transición pacífica a la democracia en Cuba. Pero esos
no eran, ni de lejos, los planes que Castro había trazado para el futuro de la isla.
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Ordenó a sus comandantes en Las Villas iniciar junto a sus recién ganados aliados
una ofensiva armada para impedir a toda costa que la consulta electoral llegase a
buen puerto. Guevara y Camilo Cienfuegos se afanaron en seguir las órdenes de su
jefe. En sus recuerdos de guerra Ernesto veía de este modo aquellos días revueltos:
Debíamos atacar a las poblaciones vecinas para impedir la realización de los comicios […] Los días
anteriores al 3 de noviembre, fecha de las elecciones, fueron de extraordinaria actividad: nuestras columnas se
movilizaron en todas las direcciones impidiendo casi totalmente la afluencia a las urnas, de los votantes de
esas zonas.
Parece claro que las garantías que ofrecían esas elecciones patrocinadas desde una
dictadura no eran muy grandes, pero impedir por las armas el legítimo derecho al
voto no parece una forma muy ortodoxa de luchar por la libertad de los ciudadanos.
El seguimiento popular de los comicios fue muy escaso. Batista estaba en las últimas
y ningún cubano con cuatro dedos de frente se fiaba ya de él. La abstención alcanzó
la extraordinaria cifra del 80%. Un varapalo del que el régimen no se recuperaría.
La labor de guerrilla de estos dos últimos meses del año se centró, más que en
enfrentamientos abiertos con las tropas del ejército, en sabotajes y ataques por
sorpresa a cuartelillos indefensos que dejaban expedito el acceso a los pueblos.
Cortaron las vías de comunicación entre el este y el oeste de la isla, reventaron
puentes, inutilizaron carreteras en una guerra a tumba abierta y sin descanso. A
mediados de mes tomaron la pequeña ciudad de Fomento, a ella le sucedería
Cabaiguán y Placetas.
En todas ellas el combate fue mínimo, en alguna, como en el caso de Fomento, a
la rendición le precedió una charla con su defensor que entregaba la plaza sin oponer
resistencia. El Che no se lo podía creer. En unas semanas estaban avanzando más que
en casi dos años en Sierra Maestra. La conquista, «liberación» la llamaba Guevara, de
Placetas el día 23 de diciembre puso a los revolucionarios a un tiro de piedra de Santa
Clara, capital de la provincia de Las Villas.
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Pero una cosa es asaltar un tranquilo pueblo de provincias como Fomento,
custodiado por unas decenas de soldados mal armados y peor pagados, y otra bien
distinta es entrar en una ciudad grande, conectada a la red ferroviaria, protegida por
una guarnición numerosa, bien dirigida por un alto mando y asistida por refuerzos
desde La Habana. A Ernesto no le quedaban, sin embargo, muchas más alternativas.
No podía echarse para atrás ya que sólo con grandes dificultades era capaz de
mantener lo conquistado.
Guevara no lo sabía, pero si el Gobierno se lo hubiese propuesto, una simple
contraofensiva habría machacado a los guerrilleros, que eran pocos y estaban
cansados. Se trataba, pues, de tentar una vez más a la suerte. El 28 de diciembre
comenzó el asalto. Al abrigo de la noche los guerrilleros se colaron en la ciudad. El
plan consistía en levantar a la población contra los militares que la custodiaban y
apoderarse por la fuerza de los edificios clave.
Lo primero resultó relativamente sencillo. El pueblo cubano, y el de Santa Clara
no era una excepción, estaba bastante harto de Fulgencio Batista. Veía, además, en los
guerrilleros de la sierra un soplo de aire fresco que poco a poco iba adueñándose del
futuro. Nadie, en definitiva, estaba dispuesto a derramar una sola gota de sangre en
nombre de la cuadrilla de ladrones que vivía a todo tren en La Habana. Dos mil
soldados poco motivados frente a trescientos y pico combatientes revolucionarios.
Combate desigual y, precisamente por eso, digno para coronar una gesta épica.
El Estado Mayor, alarmado por las fulgurantes conquistas de los revolucionarios
en Las Villas, despachó un tren militar a Santa Clara para reforzar la guarnición. El
convoy estaba compuesto por 19 vagones que cargaban material bélico muy variado.
Transportaba, además, a unos 400 soldados reclutados en La Habana para la ocasión.
Aquí nace el mito del Tren Blindado, que la guevarología ha repetido hasta la náusea.
No era, como muchos pueden pensar por el calificativo, una composición blindada en
el sentido estricto de la palabra. Es decir, no se trataba de esos trenes cubiertos por
impenetrables planchas de acero de las películas de James Bond desde los que el
villano planea rodeado de alta tecnología como dominar el mundo. No, nada de eso.
El célebre Tren Blindado de Santa Clara no era más que un tren militar que
transportaba armas y soldados. Y lo peor de todo, ni demasiadas armas ni muchos
soldados. Punto. Ernesto, que algo pícaro sí que era, vio desde el primer momento
que en el convoy militar se encontraba la clave del asunto. Los soldados no querían
salir de los cuarteles. Sus jefes tampoco tenían voluntad de hacerlo a menos que les
enviasen más efectivos y material. Si los soldados no salían habría que sacarlos por la
fuerza, pero para eso era necesario contar con las armas adecuadas y recibir
refuerzos. El Tren Blindado podía suministrar ambas cosas. Y volvemos donde
empezamos. El Tren Blindado era el meollo de todo aquello.
En un artículo publicado meses después en la revista brasileña O Cruzeiro
Ernesto afirmó que el tren fue tomado gracias a dos líneas de ataque. Por un lado,
unos guerrilleros lo cercaron arrojando cócteles molotov sobre los vagones. Y por
No tengo casa, ni mujer, ni hijos, ni padres, ni hermanos; mis amigos son amigos
mientras piensen políticamente como yo.
Hay que trabajar de noche […] el hombre ofrece menos resistencia de noche que de día. En la calma
nocturna la resistencia moral se debilita. Haz los interrogatorios de noche.
No hace falta hacer muchas averiguaciones para fusilar a uno. Lo que hay que saber es si es necesario
fusilarlo. Nada más.
Debe dársele al reo la posibilidad de hacer sus descargos antes de fusilarlo. Y esto quiere decir, entiéndeme
bien, que debe siempre fusilarse al reo, sin importar cuáles hayan sido sus descargos. No hay que equivocarse
en esto. Nuestra misión no consiste en dar garantías procesales a nadie, sino en hacer la revolución, y debemos
empezar por las garantías procesales mismas.
De profesión viajante
Ernesto sin embargo no tendría oportunidad de vivir en persona el revuelto
verano de 1959. Simplemente molestaba. Un personaje como Guevara no podía más
que incordiar en los designios que Fidel había trazado para el inmediato futuro de
Cuba. Coincidiendo con aquellas reuniones incendiarias en Tarará y con la fundación
de los instrumentos represivos del Estado, Fidel Castro programó un viaje por los
Estados Unidos para tranquilizar a la opinión pública del gigante del norte. Entre el
quince y el veintiséis de abril realizó una tournée por varias ciudades afirmando entre
otras cosas que:
He dicho de forma clara y definitiva que no somos comunistas. […] Las puertas siguen abiertas a las
inversiones privadas que contribuyan al desarrollo industrial de Cuba. […] El progreso sería totalmente
imposible para nosotros si no nos entendemos con Estados Unidos.
… (Sukarno) carecía de habilidades administrativas, pero tenía el don de la palabra. Cuando afrontaba un
problema, lo resolvía con una frase. Después, convertía la frase en un acrónimo, y las multitudes de
analfabetos bien ejercitados lo entonaban.
Para Guevara sin embargo, que lo conoció personalmente, todo lo que el líder
indonesio le sugirió fue un sorprendente y bendito parecido a Fidel Castro.
¿No será Fidel Castro un hombre de carne y hueso, un Sukarno, un Nehru, un Nasser?
Además, sin Aleida a quien no pude traer por un complicado esquema mental de esos que tengo yo.
No tengo casa, ni mujer, ni hijos, ni padres, ni hermanos; mis amigos son amigos mientras piensen
políticamente como yo.
Esta es una de las sentencias estelares del guerrillero heroico. Sus amigos eran sus
amigos si estaban de acuerdo con él. Impagable afirmación manuscrita de uno de los
iconos imperecederos de la tolerancia, el diálogo y el entendimiento entre los seres
humanos. Si muchos de los que hoy se confiesan admiradores del Che Guevara
leyesen sus escritos en lugar de mirar embobados la foto de Korda se llevarían más de
una sorpresa inesperada.
Encontré en el Ché una ignorancia absoluta de los principios más elementales de economía, combinado
con una autosuficiencia increíble.
Betancourt compartió oficina con Ernesto Guevara apenas unas semanas, las
justas antes de su renuncia a causa del caso de Huber Matos. Pero fue tiempo
suficiente para hacerse una idea de quien era el barbudo desaliñado que ocupaba el
primer despacho del banco. Puede pensarse que Betancourt era un antiguo
funcionario de Batista que había sobrevivido al cambio de régimen, nada de eso.
Ernesto Betancourt fue el representante del Movimiento 26 de julio en Washington
DC. Con la caída de Batista regresó a Cuba y estuvo a cargo del control de cambios,
del Fondo de Estabilización de la Moneda y del Banco de Comercio Exterior, que era
una entidad subsidiaria del Banco Nacional. Todo un probo funcionario de la Cuba
inmediatamente posterior al fin de la dictadura.
La experiencia de Betancourt junto a Guevara en el Banco Nacional es
significativa de lo que supuso para la Institución el paso del feliz guerrillero de Sierra
Maestra. En cierta ocasión trataban entre los directivos la conveniencia de designar a
un ingeniero para revisar una obras, a los ruegos de Betancourt el Che respondió
airado:
… demoramos dos horas en una sesión del directorio en la que el Ché se oponía a la designación de un
ingeniero para inspeccionar obras financiadas por el BANDES, un banco de desarrollo dependiente del Banco
Nacional, con el argumento de que era un desperdicio de talento que un ingeniero tuviera que revisar la labor
de otro. Si el ingeniero que hizo la obra es un buen revolucionario, decía, nadie tiene que revisar lo que haya
hecho. Traté de explicarle que aún en la URSS había comisiones de control y que, dada la naturaleza humana,
esa era una función esencial en toda labor administrativa, pero su ignorancia de lo más elemental de cómo
funcionan las cosas en el mundo real, acompañado de su arrogancia intelectual, hacían imposible el diálogo.
Esa era la idea del Che de lo que debía ser un buen profesional. Si un ingeniero,
un arquitecto o un biólogo no eran buenos revolucionarios no valían de nada sus
cualidades y sus aptitudes. Es decir que no solo no cultivaba la amistad de quien no
pensase como él, sino que todo el que, a su juicio, no fuese buen revolucionario no
cumplía el requisito básico para desempeñar su profesión. Pero el colmo de la
ineptitud y la incompetencia al frente de sus obligaciones como presidente del Banco
Nacional vino en un asunto relacionado con el Fondo Monetario Internacional.
Dejemos que Betancourt, protagonista del acontecimiento, nos lo cuente:
Mi oficina estaba a dos puertas de la del Che. Me recibió prontamente, con los melenudos de su escolta
con metralletas en la parte de atrás de la oficina, como era su costumbre, y procedí a explicarle el motivo de
Nuestra conciencia se ha limpiado porque se han ido todos juntos, los que Dios hizo, hacia Miami. Muchas
gracias «comevacas» del Segundo Frente.
Pinitos literarios al margen, lo que debió por aquellas fechas afectar de un modo
determinante a Ernesto fue el inesperado fallecimiento de su amigo Camilo
Cienfuegos. Tal y como vimos páginas atrás, Fidel aprovechó el verano de 1959 para
ajustar cuentas dentro de la isla e ir configurando su régimen en torno a un
personalismo atroz. Ernesto había permanecido durante todo ese tiempo de viaje por
el mundo y poca o ninguna fue su influencia sobre aquel verano tan revuelto.
La dimisión del presidente Urrutia y la entrada en vigor de la Reforma Agraria
trajeron negros nubarrones sobre el país que no tardaron en descargar una tormenta
política de dimensiones bíblicas. Huber Matos, un significado dirigente de la lucha
contra Batista, se había negado a aceptar las expropiaciones forzosas que preveía el
nuevo texto legal para el agro cubano. Matos tampoco aceptaba la cada vez más
preponderante estela de Raúl Castro, que extendía ya sus tentáculos por las Fuerzas
Armadas. De todos era conocida la filiación comunista de Raúl y esto ni a Matos ni a
muchos de los rebeldes que habían hecho la guerra en la sierra les parecía ajustado al
objetivo de la revolución, que no era otro que devolver la democracia a Cuba.
Atrincherado en la lejana provincia de Camaguey Huber Matos plantó cara a
Fidel y a éste no le quedó más remedio que enviar a su mejor y más carismático
comandante, Camilo Cienfuegos, para que Matos depusiese su actitud. A finales de
octubre de 1959 Cienfuegos tomó una avioneta en La Habana. Horas después llegó a
Camaguey, habló con Matos en un tono conciliador y ese mismo día tomó el camino
de vuelta. Al poco de despegar la avioneta Cessna 310 bimotor desapareció. Nunca
fue encontrada. A bordo se encontraban el Comandante Cienfuegos y el piloto capitán
Fariñas.
Desde entonces mucho se ha especulado sobre la misteriosa muerte de Camilo,
muy apreciado por el pueblo y único, a juicio de muchos especialistas, capaz de hacer
sombra a Fidel. No es por apuntarse a teoría alguna de la conspiración, pero hay
algunas coincidencias que dan que pensar. El parte oficial cubano del Gobierno
revolucionario indicó que la desaparición de la avioneta se debió al mal tiempo que
había en la zona, sin embargo, si se consultan informes meteorológicos históricos es
fácil descubrir que en aquella tarde sobre Cuba no existía temporal alguno, todo lo
contrario: tiempo despejado, estable y vientos moderados.
Para enmarañar más el asunto días después el ayudante personal de Camilo,
Cristino Naranjo, fue asesinado en extrañas circunstancias en el campamento
Columbia de La Habana. Por si esto fuera poco, el último que tuvo contacto con la
A Guanahacabibes se manda a la gente que no debe ir a la cárcel, la gente que ha cometido faltas a la
moral revolucionaria de mayor o menor grado con sanciones simultáneas de privación del puesto y en otros
Además tuvieron la gentileza —algo que yo, personalmente, no olvidaré nunca— de invitarme, como Jefe
de la Delegación Cubana, a estar en el Presidium del desfile el 7 de noviembre, un lugar donde solamente
Entre las arduas negociaciones del azúcar y la asistencia al desfile junto a los
Señores del Gulag Ernesto debió terminar agotado. Por suerte sus anfitriones tenían
un programa de entretenimientos turísticos reservado para él y su comitiva. Tras las
importantísimas reuniones en Moscú se dirigió, o mejor dicho, le dirigieron a
Leningrado para visitar el Aurora y el museo del Hermitage. De allí a Stalingrado
para visitar el solar de la batalla al que la URSS debía su supervivencia. Todo muy
turístico, todo muy apañado para que Ernesto al volver a Cuba hablase de los países
socialistas, y en particular de la Unión Soviética, como una tierra de promisión espejo
en la que habrían de mirarse. En la comparecencia televisiva que sucedió al final de
su viaje hablaba en estos términos del olimpo socialista:
Y, además, la fuerza, la tasa de desarrollo económico tan grande, la pujanza que demuestran, el desarrollo
de todas las fuerzas del pueblo, nos hacen a nosotros estar convencidos de que el porvenir es definitivamente
de todos los países que luchan, como ellos, por la paz del mundo y por la justicia, distribuida entre todos los
seres humanos.
La cocinera puede mejorar mucho la alimentación y, además de esto, es más fácil mantenerla en su tarea
doméstica, pues uno de los problemas que se confrontan en las guerrillas es que todos los trabajos de índole
civil son despreciados por los mismos que los hacen. […] En la sanidad, la mujer presta un papel importante
como enfermera, incluso médico, con ternura infinitamente superior a la del rudo compañero de armas.
Fidel Castro resume en sí las altas condiciones del combatiente y el estadista, y a su visión se debe nuestro
viaje, nuestra lucha y nuestro triunfo.
(Kennedy) Quiso bajar el nivel de ruido del proyecto de la CIA para esconder la mano de los Estados
Unidos y reducir la invasión a algo que los exiliados podían haber emprendido por su cuenta. […] Kennedy
también estipuló que no iba a consentir el uso de fuerzas norteamericanas si la invasión fracasaba.
Estamos frente al eco trágico de la guerra, los nuevos fascistas los nuevos nazis del mundo, desencadenan
otra vez agresiones contra países indefensos…[…]…pero no tienen ni siquiera la trágica grandeza de aquellos
generales alemanes que hundieron en el holocausto más grande que conoce la humanidad a toda Europa y que
se hundieron ellos, en un final apocalíptico. Esos nuevos nazis cobardes, felones y mentirosos, dicen hace tres
días por boca del más cobarde, el más felonio, el más mentiroso de todos ellos…[…] Ese es el señor Kennedy
que dice que es católico, esa es la bestia analfabeta que dice que va a liberar al mundo del oprobio comunista.
Industrializando la ruina
La nueva administración demócrata ni se inmutó tras el fiasco de Bahía Cochinos,
y tanto porque se hubiese olvidado del problema que suponía tener a un centenar de
kilómetros de la Florida a los amigos de la URSS, sino porque Kennedy prefirió
cambiar de estrategia. Nada de confrontaciones como en los tiempos de Eisenhower,
nada de milicias pagadas y armadas por la CIA. Eso, a juicio del joven presidente, era
una fuente de problemas y de dolores de cabeza en el Consejo de Seguridad de la
ONU.
El plan maestro de Kennedy consistió en la llamada Alianza para el Progreso. En
La tasa de crecimiento que se da como una cosa bellísima para toda América es 2,5% de crecimiento neto.
[…] Nosotros hablamos de 10% de desarrollo sin miedo ninguno, 10% de desarrollo es la tasa que prevé Cuba
para los años venideros. ¿Qué indica esto, señores delegados? Que si cada uno va por el camino que va,
cuando toda América, que actualmente tiene aproximadamente un per cápita de 330 dólares y vea crecer su
producto neto en 2,5% anual allá por el año 1980, tendrá quinientos dólares per cápita. […] ¿Qué piensa tener
Cuba en el año 1980? Pues un ingreso neto per cápita de unos tres mil dólares, más que los Estados Unidos
No se ría por favor. No se ría porque detrás del extravío guevarista hay millones
de cubanos pasando hambre durante varias generaciones.
Pero la Conferencia de Uruguay no solo se iba a hablar de Cuba y sus progresos
revolucionarios. Los delegados se traían entre manos la futura integración económica
de todo el continente americano. Loable intención nunca llevada a cabo que Ernesto
denunció desde la tribuna de oradores:
Nosotros denunciamos los peligros de la integración económica de la América Latina, porque conocemos
los ejemplos de Europa, y además, América Latina ha conocido en su propia sangre lo que costó para ella la
integración económica de Europa.
Calidad de vida no es consumir más, ni tener más dinero, sino que calidad de vida es dignidad,
patriotismo, autoestima.
No veo yo mucha dignidad en el joven habanero que tiene que jugarse la vida en
una balsa para huir de la isla. Ni mucha autoestima la de la cubana de diecisiete años
Lo que si damos es garantía de que no se moverá un fusil de Cuba, de que no se moverá una sola arma de
Cuba para ir a luchar a ningún otro país de América.
En materia industrial, transformación de Cuba en el país más industrial de América Latina en relación con
su población, como lo indican los datos siguientes: a) Primer lugar en América Latina en la producción per
cápita de acero, cemento, energía eléctrica y, exceptuando Venezuela, refinación de petróleo; primer lugar en
América Latina en tractores, rayón, calzado, tejidos; segundo lugar en el mundo en producción de níquel
metálico.
El primer plan cuatrienal preveía un crecimiento del 15% anual para la economía.
Los planes eran grandilocuentes y jactanciosos. Todo pintaba del color de rosa. La
varita mágica de la planificación podía elevar el nivel de vida de los cubanos,
distribuir equitativamente la riqueza y proporcionar a la república un lugar de
prestigio internacional. Todo en uno, todo a la vez. Para costear semejante programa
de industrialización el Gobierno cubano requería fondos, mucho dinero del que,
naturalmente, no disponía. El comodín que los líderes de la revolución creían tener
seguro era el de la ayuda soviética. ¿Acaso Mikoyan no les había adelantado cien
millones de dólares con sólo apretar un poquito?, ¿acaso el Pacto de Varsovia en
Los obreros responsables de la producción de cualquier artículo no tienen derecho sobre ellos. Ni los
panaderos tienen derecho a más pan, ni los obreros del cemento a más sacos de cemento; ustedes tampoco a
motocicletas.
Los trabajadores cubanos tienen que irse acostumbrando a vivir en un régimen de colectivismo y de
ninguna manera pueden ir a la huelga.
Nosotros, de un plumazo liberamos nuestro petróleo, se convirtió en cubano; dimos el paso fundamental
para liberar nuestra minería, y convertirla en cubana; iniciamos un proceso de desarrollo que abarca seis ramas
importantísimas y básicas de la producción, como son: la Química Pesada, la Química Orgánica a partir de los
hidrocarburos de la caña de azúcar, la Minería, los Combustibles, la Metalurgia en general y particularmente la
siderurgia.
Entonces llegó la materia prima, un sulfato bicálcico fuera de las especificaciones necesarias, para hacer la
pasta de dientes… Los compañeros técnicos de esas empresas han hecho una pasta de dientes… tan buena
como la anterior, limpia igual, pero después de un tiempo de guardarla se pone dura.
Para el responsable del Banco Nacional de Cuba, que es el cargo oficial que
desempeñaba Guevara cuando ofreció esta charla a los alumnos de la Universidad de
La Habana, un simple técnico que pensase por su cuenta padecía de «rémoras del
pasado» y «trabas ideológicas». Que cada lector saque sus propias conclusiones.
El problema de la falta de técnicos era acuciante. Los soviéticos y otros países de
la Europa del este enviaron asesores a Cuba para que, mientras Fidel y sus
guerrilleros construían el socialismo en Cuba, al menos no se les viniese el tejado
encima. Junto a ellos los Gobiernos de los países hermanos no repararon en gastos
para dotar a Cuba de materias primas y la maquinaria imprescindible. Pero fue inútil.
Los bienes industriales producidos en el bloque comunista eran de una calidad
pésima. No hay más que comparar un automóvil Trabant y un BMW para darse
cuenta de ello. Ambos estaban diseñados y fabricados por alemanes a apenas unos
kilómetros de distancia, pero entre los dos había un abismo difícilmente sorteable en
cuanto a avances técnicos y calidad del producto final.
Y eso es todo. Por suerte para los desdichados habitantes de la isla el mercado
negro subsiste a pesar de la infinidad de controles que el régimen siempre le impuso.
Gracias a él los cubanos no se han muerto de hambre. Y esto en un país que nunca
tuvo necesidad de importar alimentos. El clima es excepcional, en la isla crece de
todo y a buen ritmo. Para los españoles fue una bendición durante siglos recalar en la
prodigiosa perla del Caribe: frutas tropicales, ron de caña, palmeras tapizando las
playas… Sin evocar tiempos pretéritos de navíos a vela que surcaban el Atlántico
rumbo a Sevilla, en 1958 el censo ganadero de Cuba arrojaba un total de cinco
millones y medio de reses. La Cuba de entonces tenía rondaba los seis millones de
habitantes. Casi a una vaca por persona. En esto no hay embargo norteamericano que
valga pues los cubanos nunca precisaron antes del experimento socialista de comprar
comida más allá de sus costas.
La triste herencia de la política guevarista se hace aun más lacerante si nos
remontamos cuatro décadas en el tiempo y tomamos cualquiera de sus discursos de
época, que fueron muchos y en casi todos decía lo mismo, hábito que el Comandante
en Jefe mantuvo hasta que la enfermedad le venció. En uno celebrado en la
inauguración de una planta de sulfometales arengaba a la masa recordando que con su
revolución se ventilaba nada menos que el porvenir de los hijos de Cuba, los mismos
que terminaron trabajando para los hoteleros españoles en Varadero recibiendo su
sueldo en pesos sin valor:
Nosotros somos el presente que estamos construyendo el porvenir para nuestros hijos, y siempre debemos
ver hacia delante, hacia el porvenir, y destruir hasta el más mínimo resto del pasado.
Pero relacionado con Cuba son fuertes en armas y también lo saben; saben que no pueden atacar
directamente, saben que además de astronautas, hay cohetes con carga atómica que se pueden poner en
cualquier lado.
Si ellos llegan a realizar un hecho tan brutal y violador de la ley y la moral universal, como invadir Cuba,
ese sería el momento de eliminar para siempre semejante peligro, en acto de la más legitima defensa, por dura
y terrible que fuese la solución, porque no habría otra.
Es decir, que antes de que los yanquis llevasen a cabo «su plan» había que
desencadenar un conflicto termonuclear de espantosas consecuencias para todo el
género humano. Así era Fidel Castro. Con tal de salvar su ranchito poco le importaba
si la humanidad se despeñaba por el precipicio de una guerra atómica.
Por suerte para los que entonces poblaban el planeta y para los que vinimos en las
décadas siguientes Jruschov se tomó en serio la amenaza norteamericana y se avino a
negociar. No sin antes sufrir un susto de última hora. La defensa de Cuba había
quedado dividida como en la crisis de Bahía Cochinos en varias áreas de mando al
frente de las cuáles se situaron comandantes de probada fidelidad al régimen. En la
zona de Pinar del Río volvió Guevara a fungir como responsable de defensa en espera
de que los norteamericanos se decidiesen a invadir la isla.
En ese delirio, en ese sentirse los amos del universo, que se apoderó de la política
cubana no se le ocurrió otra cosa a sus máximos dirigentes que ordenar el ataque
indiscriminado de cualquier aeronave enemiga, es decir, norteamericana, que
sobrevolase cielo cubano. Y así ocurrió que el día veintisiete, cuando Jruschov y
Si los cohetes hubieran permanecido en Cuba, los hubiéramos utilizado todos, dirigiéndolos contra el
corazón de Estados Unidos, incluyendo Nueva York, en nuestra defensa contra la agresión. Pero como no los
tenemos, lucharemos con lo que tenemos.
Algunos en Europa dicen que se ha ganado una gran victoria. Pero nosotros decimos que si bien la guerra
se ha evitado, eso no significa que se ha asegurado la paz. Y preguntamos si a cambio de una ganancia menor
sólo hemos prolongado la agonía. Hasta ahora, lo único que ha sucedido es que se ha evitado el
enfrentamiento.
Como marxistas, hemos mantenido que la coexistencia pacífica entre naciones no engloba la coexistencia
entre explotadores y explotados, entre opresores y oprimidos.
Entonces tenemos que ya hay una serie de países que están todos cambiando el rumbo, ¿frente a qué?
Frente a una realidad que no se puede desconocer, y es que, a pesar de que no se diga, el bloque occidental de
países está avanzando a ritmos superiores al bloque de la democracia popular.
Se refería evidentemente a los países europeos al otro lado del telón. Según él,
tanto Polonia como Alemania oriental o Checoslovaquia estaban viajando hacia el
capitalismo. Ya les hubiese gustado a los polacos, a los checos o a los alemanes. Lo
que sucedía al otro lado del telón era que en ciertos países estaban adoptando criterios
racionales en la producción, porque el marxismo espartano que predicaba Guevara
Los problemas agrícolas que la Unión Soviética tiene hoy, de algún lado vienen… Algo anda mal… A mí
se me ocurre, también instintivamente, que eso tiene que ver con la organización de los koljoses y los
sovjoses, la descentralización, o el estímulo material, la autogestión financiera, además algunos problemas,
naturalmente, como tienen ellos las tierras particulares para los koljosianos; en fin, el poco cuidado que se le
ha dado al desarrollo de los estímulos morales sobre todo en el campo…[…] Cada día hay más indicios de que
el Sistema que parte de la base de países socialistas ya debe cambiar.
En ese sentido está bien claro que solamente unidos, nosotros, podemos elevar el nivel de vida de nuestros
pueblos y hacer cambios importantes en nuestros pueblos. Si no hay unidad, no hay fuerza. Y eso lo ha
demostrado la historia.
Lo único que ha demostrado la historia es que los regímenes en los que no sube
bajo ninguna circunstancia el nivel de vida son los regímenes comunistas y
liberticidas como el de su tío Fidel. Quizá la voluntariosa Aleida Guevara no se haya
percatado de la jugada, pero allá en la isla donde nació la gente se tira al mar encima
de un neumático para poder ofrecer algo de dignidad a sus hijos.
Aleida, que, a diferencia de su padre, si se graduó como médico, es una de las
embajadoras del castrismo más conocida en el extranjero. Lleva años prodigándose
en conferencias, simposios y estudios de televisión. Lo hace a la fuerza. A la buena
mujer no le queda más remedio. En una entrevista radiofónica aseguraba que no
podía explicarse que haya […] gente que puede vivir fuera de Cuba, porque para mí
es muy difícil. Yo tengo que salir continuamente y ya cuando llevo 15 días fuera me
entra un gorrión extraordinario. A veces los cubanos no nos damos cuenta del tesoro
enorme que tenemos […]
A Aleida Guevara le debemos también una modesta pero fundamental
contribución a la politología contemporánea en formato documental con dos títulos
fundamentales para la guevarología de ayer, de hoy y de siempre: «Ausencia
presente», dedicado a su padre, y «Chávez, Venezuela y la nueva América Latina»,
ambos de 2007, es decir, de cuando todavía el régimen venezolano podía financiar
estas cosas.
Dejando a un lado los alumbramientos de esposa y amante parece innegable es
que la vida Ernesto en Cuba a su vuelta de Ginebra no era especialmente excitante.
Sustituyamos la eficiencia por amor y ya si se fabrican tres bujías o cien tanto da,
lo importante es convencerse que el trabajo es una agradable necesidad. Una frase
semejante en boca de Henry Ford, Bill Gates, Amancio Ortega o cualquier magnate
de la industria capitalista y es fácil figurarse lo que tanto Ernesto Guevara como sus
muchos epígonos opinarían al respecto. Pero en estos discursos a los que Ernesto se
entregaba con fruición de colegial es donde daba lo mejor de sí mismo. En el que
dedicó a los operarios de la planta de caolín hizo una curiosa apología de la nueva
sociedad que estaba construyendo la revolución cubana:
La sociedad en la cual todos podrán disponer de una cantidad infinita de bienes de consumo; la sociedad
en la cual el trabajo tendrá características distintas, y cada vez será más agradable, estará más alejado de los
sufrimientos físicos que todavía hoy debe tener el obrero en determinados trabajos.
Y hoy las tropas norteamericanas deben ir al Congo. ¿A qué? A meterse en otro Vietnam; a sufrir,
irremisiblemente, otra derrota, no importa cuánto tiempo pase, pero la derrota llegará.
Ni veo necesario recordar que el Congo se convirtió en otro Vietnam si, pero para
el Che Guevara. Y en cuanto a las tropas norteamericanas a las que hacía referencia el
ministro no se dejaron ni ver por el país centroafricano. Muy al contrario, fueron los
propios congoleses apoyados por belgas y norteamericanos, los que libraron el
conflicto que empezó y terminó siendo de índole civil.
En el mes de noviembre Fidel llamó a Ernesto para encargarle un nuevo viaje de
representación. A la URSS y con motivo de la conmemoración anual de la
Revolución de Octubre. No era cualquier cosa aquel viaje. Días antes, el 14 de
octubre, habían desalojado definitivamente a Jruschov del Kremlin. Su lugar lo había
ocupado una troika compuesta por Leonidas Breznev, Alexei Kosyguin y Nicolai
Podgorni en la que pronto descollaría el primero y se haría con el poder incontestable
hasta su muerte tres lustros más tarde. No se despacharía en Moscú nada relevante
pero era importante acudir con la artillería pesada.
En tiempos del bloque soviético era costumbre que con motivo del aniversario de
la revolución rusa líderes de todo el mundo socialista se desplazasen a Moscú para
rendir pleitesía a los amos. No es con intención de hacer un paralelismo, pero aun
estoy por ver el día que el Rey de España y los presidentes de Italia, Alemania o
Francia viajan a Washington a fotografiarse junto al presidente yanqui en las
celebraciones del Cuatro de julio. El imperio americano no es tal, o al menos no lo en
De todos los problemas candentes que deben tratarse en esta Asamblea, uno de los que para nosotros tiene
particular significación y cuya definición creemos debe hacerse en forma que no deje dudas a nadie, es el de la
coexistencia pacífica entre Estados de diferentes regímenes económico-sociales.
Como marxistas, hemos mantenido que la coexistencia pacífica entre naciones no engloba la coexistencia
entre explotadores y explotados, entre opresores y oprimidos.
Nosotros consideramos que es necesaria esta conferencia con el objetivo de lograr la destrucción total de
las armas termonucleares y, como primera medida, la prohibición total de las pruebas.
Pretendieron los norteamericanos, además, que las Naciones Unidas inspeccionaran nuestro territorio, a lo
que nos negamos enfáticamente, ya que Cuba no reconoce el derecho de los Estados Unidos, ni de nadie en el
mundo, a determinar el tipo de armas que pueda tener dentro de sus fronteras. […] Y Cuba reafirma, una vez
más, el derecho a tener en su territorio las armas que le conviniere y su negativa a reconocer el derecho de
ninguna potencia de la tierra, por potente que sea, a violar nuestro suelo, aguas jurisdiccionales incluidas.
De modo que había que ir hacía el desarme. Desarme total y absoluto patrocinado
desde las Naciones Unidas. Pero en ese desarme no entraba Cuba, que poseía una
especie de derecho divino para disponer de cuántas armas desease y del tipo que
creyese oportuno Una de cal y otra de arena. Tirar la piedra, esconder la mano y
volver a tirar la piedra. El estilo de la revolución cubana es inconfundible, un estilo
propio de los charlatanes de feria, de esos que hacen gracia al principio pero que al
Cuba, Señores delegados, libre y soberana, sin cadenas que la aten a nadie, sin inversiones extranjeras en
su territorio, sin procónsules que orienten su política, puede hablar con la frente alta en esta Asamblea y
demostrar la justeza de la frase con la que la bautizaran: «Territorio Libre de América».
Mentira por triplicado. País sin cadenas pero que no deja salir libremente a sus
ciudadanos. Nación que no era objeto de inversiones extranjeras cuando llevaba
cuatro años mendigando créditos y subvenciones por todos los países socialistas.
Gobierno franco, sin procónsules que orientasen su política justo en un momento de
obsequiosidad sin límites para con sus amos soviéticos. Libre y soberana. Supongo
que se referiría a Fidel Castro y erró el género al pronunciarlo. Castro siempre fue
libre y soberano de hacer lo que quiso dentro de la isla. Lo de Territorio Libre de
América desconozco a quien se le ocurrió pero hizo fortuna la descripción y desde
entonces se repite como una letanía muy machacona entre los defensores del
castrismo.
Como había tocado tantos países y no precisamente de buen tono, los
representantes de algunos de ellos se dieron por aludidos y replicaron agriamente al
comandante. Ernesto ejerció su derecho y los despachó uno a uno. A fin de cuentas
estos delegados podían considerarse afortunados. En Cuba llevar la contraria al
ministro se pagaba con la vida, en las Naciones Unidas simplemente con media hora
de réplica. De todas las que dio, plagadas, por otra parte, de los clásicos lugares de la
revolución hay un momento que es sublime. Refiriéndose a las continuas bravatas
que el representante de Panamá acusaba a los líderes cubanos:
No hemos echado nunca bravatas, porque no las echamos, señor representante de Panamá… […] No
echamos bravatas en Playa Girón; no echamos bravatas cuando la Crisis de Octubre, cuando todo el pueblo
estuvo frente al hongo atómico con el cual los norteamericanos amenazaban nuestra isla, y todo el pueblo
marchó a las trincheras, marchó a las fábricas, para aumentar la producción.
Paul Niven: Comandante, ¿puedo preguntarle qué porcentaje del pueblo de Cuba
respalda la Revolución?
Ernesto Guevara: Bueno…
Paul Niven: Tenemos diez segundos.
Ernesto Guevara: Es muy difícil en diez segundos. En este momento no tenemos
elecciones, pero una gran mayoría del pueblo cubano respalda a este gobierno.
Debemos aprender esta lección, aprender la lección sobre el aborrecimiento absolutamente necesario del
imperialismo, porque ante ese tipo de hiena no hay más solución que el aborrecimiento, no hay más salida que
el exterminio […] Debemos acatar esa lección de odio.
«El odio como factor de lucha; el odio intransigente al enemigo, que impulsa más allá
de las limitaciones naturales del ser humano y lo convierte en una efectiva, violenta,
selectiva y fría máquina de matar».
Todos los africanos saben que represento a África y que hablo en su nombre. Por lo tanto, un africano no
puede tener una opinión que discrepe de la mía.
Por fortuna en su país no fue una sino muchas las voces que discreparon de su
providencialismo bananero. Una de ellas terminó derrocándole con un golpe de
Estado en febrero de 1966. Apenas trece meses después de la visita del Che. Uno más
a su lista de dignatarios caídos tras recibir el revolucionario saludo de Ernesto. En
Ghana se lo pasó en grande. Charló amigablemente con el dictador y tuvo la
oportunidad de conocer a Laurent-Désiré Kabila, guerrillero congolés que meses más
tarde le ocasionaría unos cuantos dolores de cabeza. De Acra partió rumbo a las
pequeñas repúblicas de Togo y Benin. Tras entrevistarse con el presidente Sourou-
Migan Apithy emprendió el camino de regreso a Argel. Había pasado menos de un
mes y el Che había visitado siete países. Interminables horas de vuelo, nuevas caras,
diferentes idiomas. Todo un continente y su realidad se abría como un abanico
multicolor ante él.
El paso por Argel fue breve. Debía volver a Cuba a informar a Castro y estar de
regreso en la capital argelina a finales de mes para asistir a una Conferencia
Afroasiática de Solidaridad, la clásica pérdida de tiempo en la que solían pavonearse
los líderes del Tercer Mundo. Pero no lo hizo, no regresó a casa sino que se dirigió a
París. En la capital del Sena se encontró con dos cubanos: Osmany Cienfuegos,
hermano de Camilo, y Emilio Aragonés. El trío voló hasta Pekín vía Pakistán. No era
un viaje de placer. Durante unos años Castro, creyéndose más importante de lo que
realmente era —una constante en el personaje—, se ofreció mediar entre la URSS y
la China popular para que orillasen las diferencias que les separaban desde el XXII
congreso del PCUS.
Mao Zedong se negó a recibirlos arguyendo con desdén que «… lo de Cuba era
No debe hablarse más de desarrollar un comercio de beneficio mutuo basado en los precios que la Ley del
Valor opone a los países atrasados… […] Si establecemos este tipo de relación entre los dos grupos de
naciones, debemos convenir en que los países socialistas son, en cierta medida, cómplices de la explotación
imperial… […] Las armas no pueden ser mercancía en nuestros mundos; deben entregarse sin costo alguno y
en las cantidades necesarias y posibles a los pueblos que las demandan para disparar contra el enemigo común.
Parece claro que la fiebre fanática a Guevara se le había disparado tres o cuatro
grados durante aquel discurso. No tiene desperdicio. Según él los países del bloque
soviético se basaban en sus intercambios en la «Ley del Valor», entendida por
Guevara como comprar algo y pagarlo. Las relaciones económicas en los países
socialistas giraban en torno a monedas ficticias, no convertibles, casi como de
Monopoly, que no valían nada, absolutamente nada en el mercado internacional de
divisas. El respaldo del rublo o del marco de la RDA era nulo y su crédito
internacional se reducía a cero. De ahí la hambruna de dólares, marcos de los buenos
o libras esterlinas que siempre padeció la economía soviética para abastecerse fuera
Bueno, a mí la única alternativa que me queda es irme de aquí para el carajo y, por favor, si me pueden dar
alguna ayuda en lo que me propongo hacer, la quiero de inmediato y si no, me lo dicen también para ver quien
me la puede brindar. Fidel le dijo: «No, no, en eso no hay problema».
Mi única falta de alguna gravedad es no haber confiado más en ti desde los primeros momentos de la
Sierra Maestra, y no haber comprendido con suficiente celeridad tus cualidades de conductor y de
revolucionario.
Hay un aroma totalitario tal en esta carta que trae a la cabeza las confesiones de
Kámenev y Zinóviev durante los juicios a los que fueron sometidos en las purgas de
Stalin. Desconozco lo que pasó por la cabeza de Ernesto Guevara momentos antes de
recibir el tiro de gracia en La Higuera, pero por su promesa previa parece que no
dedicó ese último pensamiento a su esposa Aleida, a su madre Celia o a cualquiera de
sus hijos, sino al faraón de La Habana. Un detalle fundamental que,
inexplicablemente, pasa siempre desapercibido a los guevarófilos.
En su artículo El Socialismo y el Hombre en Cuba, escrito por esas fechas, decía
que el guerrillero está guiado por un profundo sentimiento de amor. Un amor tan
grande que en el momento de la muerte en lugar de llevar el pensamiento hacia la
madre, la esposa o los hijos lo dirige a un tirano de una república bananera. Nunca
llegaremos a saber a ciencia cierta si esta carta fue redactada en su totalidad por el
Che. A fin de cuentas Castro la guardó durante meses y bien pudo haberla modelado
a su antojo para darse más importancia. Hay incluso hasta quien asegura que Ernesto
jamás escribió esta carta y fue una hechura de Fidel para darse importancia.
En la carta Guevara renunciaba a su cargo de ministro, a su grado de comandante
e incluso a la nacionalidad cubana. De lo primero y lo segundo fue desposeído por
turnos. No hubo destitución oficial en el ministerio de Industrias, de hecho, cuando
fue leída la carta, el día cinco de octubre, la cartera estaba ocupada desde junio por
Arturo Guzmán. El pueblo cubano, naturalmente, no fue informado del particular. El
grado de comandante del ejército cubano no volvería a utilizarlo de manera oficial
aunque durante dos años seguidos lideró movimientos armados en dos países
Le pido un favor; deme permiso para ir a Front de Force sin otro título que el de comisario político de mis
camaradas, completamente a las órdenes del Camarada Mundandi.
—Los negros andan descalzos, los cubanos también tienen que hacerlo.
He salido con más fe que nunca en la lucha guerrillera, pero hemos fracasado. Mi responsabilidad es
grande; no olvidaré la derrota ni sus más preciosas enseñanzas.
Puede ser que esta sea la definitiva. No lo busco pero está dentro del cálculo lógico de probabilidades. Si
es así, va un último abrazo.
Yo tengo mucha pena por ustedes, por Bolivia, porque es muy difícil hacer lucha guerrillera allí. Ustedes
son un país mediterráneo, hubo la reforma agraria; entonces, su destino es ser solidarios con los movimientos
revolucionarios de otros países porque uno de los últimos países en lograr su liberación será Bolivia. La lucha
guerrillera no es posible.
Que Fidel Castro tuviese claro que la lucha armada no era factible en Bolivia no
obstaba para servir como destino a Guevara. Así se lo hizo saber. Todavía en Praga, y
con el caramelo de la revolución sudamericana en la boca, supo llevárselo de vuelta a
Cuba. Los preparativos se hallaban sin embargo más avanzados de lo que ambos, el
Che y Fidel, suponían. En La Paz se encontraban desde julio tres agentes cubanos y
hombres de confianza de Ernesto tanteando al PCB y a los grupos maoístas. Las
gestiones de Pombo y Martínez Tamayo se verían completadas más adelante por
Regis Debray, un escritor francés alucinado entonces con la revolución cubana, que
De Bolivia a la eternidad
En el mes de julio Villegas (Pombo) y Coello (Tuma) habían comprado la finca
de La Calamina en Ñancahuazú, un retirado rincón de la provincia de Vallegrande, en
el confín occidental del departamento de Santa Cruz. Las órdenes para comprar la
finca partieron directamente desde Cuba. Ernesto estaba, al tiempo que entrenaba a
los mercenarios en San Andrés, al tanto de los avances de Pombo en Bolivia. La treta
urdida por Monje había logrado su objetivo. No se debieron en La Habana de tomar
el tiempo de estudiar a fondo un mapa del país andino para percatarse de lo
inapropiado de la ubicación de la finca. Las prisas de Ernesto por salir de Cuba eran
tales que cualquier cosa le venía bien. En su anterior aventura guerrillera el argentino
tampoco había sido un prodigio de previsión. Llegó al Congo con lo puesto y sin
saber donde se metía. En Ñancahuazú sucedería algo similar.
Tan pronto como franqueó la frontera boliviano-brasileña se dirigió a La
Calamina para dar inicio a los preparativos previos a la insurrección. En La Paz
nadie, absolutamente nadie, se imaginaba lo que se venía tramando entre La Habana
y el PCB. En aquel entonces casi cualquier país de Hispanoamérica era susceptible de
dar cobijo a una guerrilla, por pequeña que ésta fuese. Pues bien, entre las contadas
excepciones estaba Bolivia. El presidente de la república, René Barrientos, gozaba de
En realidad te hemos engañado. Yo diría que Fidel no tiene la culpa, fue parte de mi maniobra ya que te
hizo un pedido a iniciativa mía. Inicialmente tuve otros planes pero luego los cambié… Disculpa al
compañero con quien hablaste, él es muy bueno, de absoluta confianza, no es político, por eso no supo ni pudo
explicarte mis planes, se que fue muy descortés contigo.
No podía aceptarlo de ninguna manera. El jefe militar sería yo y no aceptaba ambigüedades en esto. Aquí
la discusión se estancó y giró en un círculo vicioso.
Era un pésimo guerrillero. Es el perfecto ejemplo de lo que no se debe hacer. La mayor parte de lo que
hizo lo hizo mal. Faltaba preparación, no había comunicaciones ni suministros. Hablaba con la gente pero
ellos no entendían su mensaje. «Voy a devolverles la tierra que Barrientos les quitó» decía, pero ellos podían
utilizar toda la tierra que querían. Su mensaje no tenía sentido. Esta debe ser la primera vez en la historia en
que unos guerrilleros operan durante un año sin reclutar siquiera a un solo granjero, tan sólo un perro, que al
final desertó también.
El agente Félix Rodríguez podía ser un perfecto ignorante en cualquier otro tema,
pero no en el de la lucha contrainsurgente. A lo largo de una dilatada carrera,
combatió levantamientos guerrilleros por todo el continente americano. Si un experto
que ha dedicado su vida a luchar con guerrilleros en todas la latitudes tiene semejante
opinión de la guerrilla del Che en Bolivia, lo sensato es tomarla en consideración.
El desencuentro con Monje no inquietó en lo más mínimo a Ernesto. En su inopia
el guerrillero pensaba que podía llevar a cabo una exitosa campaña sin el concurso de
los comunistas locales. En su diario hacía la siguiente anotación:
La actitud de Monje puede retardar el desarrollo de un lado pero contribuye por otro a liberarme de
compromisos políticos.
Le recuerdo que la presencia del Che Guevara era algo muy confidencial, que tenía el compromiso
periodístico con él de no revelar su presencia aquí por el momento, y el compromiso de honor con el
comandante Reque Terán de no hablar de él a los periodistas.
De manera que Debray no sólo cantó ante el tribunal, sino que se encargó
personalmente de hacérselo saber a los militares con la condición de que no lo
supiese nadie más. En descargo del presidente Allende todo lo más que se puede
decir es que esto no lo sabía antes de agasajarle en Santiago.
La detención de Bustos y Debray que acabó con el secreto de la operación y la
pérdida del campamento pusieron las cosas aún más complicadas a la guerrilla. La
única salida que veía el Che era perseverar en las emboscadas. A mediados de abril
organizó otra en la que perdieron la vida dieciocho soldados. Inmediatamente
después los guerrilleros hicieron acopio, como aves de rapiña, de todo el material que
habían dejado los muertos. Hay un libro muy famoso de William Gálvez que lleva
por título «El Guerrillero Heroico, el Che en Bolivia», visto lo visto y analizados sus
hábitos de combate, más propio hubiera sido titularlo «El Bandido Heroico, el Che en
Bolivia», o mejor todavía, «Luis Candelas en los Andes», en sentido homenaje al
inmortal bandolero español de la Guerra de la Independencia.
A finales de abril Ernesto tomó otra controvertida —y errada— decisión. Dividió
El odio como factor de lucha; el odio intransigente al enemigo, que impulsa más allá de las limitaciones
naturales del ser humano y lo convierte en una efectiva, violenta, selectiva y fría máquina de matar. Nuestros
soldados tienen que ser así; un pueblo sin odio no puede triunfar sobre un enemigo brutal.
¡Cómo podríamos mirar el futuro de luminoso y cercano, si dos, tres, muchos Vietnam florecieran en la
superficie del globo, con su cuota de muerte y sus tragedias inmensas, con su heroísmo cotidiano, con sus
golpes repetidos al imperialismo, con la obligación que entraña para éste de dispersar sus fuerzas, bajo el
embate del odio creciente de los pueblos del mundo!
Hay que llevar la guerra hasta donde el enemigo la lleve: a su casa, a sus lugares de diversión: hacerla
total. Hay que impedirles tener un minuto de tranquilidad, un minuto de sosiego fuera de sus cuarteles, y aun
dentro de los mismos: atacarlo dondequiera que se encuentre.
El terrorismo ideológico y los islamistas radicales tomaron buena nota del consejo
dejado por Guevara. Llevar la guerra a todas partes, hacerla total. Todo es cuestión de
definir al enemigo, el resto viene sólo y, por descontado, está más que justificado en
aras de alcanzar ese mañana victorioso.
Apartado del mundo y de los efectos inmediatos de su incendiaria arenga a través
de la revista Tricontinental Ernesto se las veía cada vez más negras. Por más que lo
intentaba no daba con la columna de Joaquín. La conocida como columna de la
retaguardia iba dando tumbos por la serranía. Viajaban sin víveres y con la mayor
parte de la tropa enferma. El último día de agosto la exhausta formación llegó al vado
del Yeso. Se prepararon para cruzar el río pero era tarde, ya habían sido delatados.
Mientras trataban de cruzar el río con los fusiles levantados sobre los hombros para
evitar que se mojasen fueron ametrallados por el ejército. La mayor parte de ellos
murieron en el acto. Sus cadáveres se los llevó el río aguas abajo. En este solitario
vado boliviano murió Tamara Bunke, Tania, la que probablemente fue última
compañera del Che. Al hilo de la leyenda que ha despertado todo lo relacionado con
la guerrilla de Bolivia se ha llegado a decir que la alemana estaba incluso embarazada
de Ernesto, que sangraba abundantemente por sus partes íntimas. Otras fuentes
indican que lo que padecía la infortunada guerrillera era un cáncer de útero en estado
muy avanzado. Fuera lo que fuese la muerte fue para Tania, y para todo la columna
de la retaguardia, el fin de un auténtico suplicio. Habían pasado varios meses
viviendo en el infierno, sin esperanzas de victoria ni de volver con vida a casa. Dos
días después Ernesto escuchó la noticia por la radio, aunque no le dio demasiado
crédito:
La radio trajo una noticia fea sobre el aniquilamiento de un grupo de diez hombres dirigidos por un cubano
llamado Joaquín en la zona de Camiri; sin embargo, la noticia la dio la voz de las Américas y las emisoras
Las características son las mismas del mes pasado, salvo que ahora sí el ejército está mostrando más
efectividad en su acción y la masa campesina no nos ayuda en nada y se convierten en delatores.
* * *
Captura original de la famosa fotografía tomada por Alberto Díaz, más conocido
como Korda, el 5 de marzo de 1960 en La Habana con motivo del funeral por los
fallecidos en la explosión del navío La Coubre. Fue tomada con una Leica M2 y un
objetivo de 90mm. Korda la recortó para eliminar elementos distractores como el
hombre de la izquierda o la planta de la derecha y la expuso en su estudio habanero.
La fotografía pasó desapercibida durante años hasta que en 1967, ya muerto el
Che, un editor italiano, Giacomo Feltrinelli, reparó en ella y se la llevó a Europa,
donde publicó dos millones de carteles. En mayo de 1968 estallaron las revueltas
estudiantiles en las que se empleó esta fotografía como uno de los símbolos de
rebeldía juvenil.
Poco después el artista irlandés Jim Fitzpatrick estilizó la imagen dejándola sólo
en rojo y negro. De esa fuente bebió un colaborador de Andy Warhol para crear una
serigrafía multicolor. Falseó la autoría y se la vendió a una galería de Roma. Para
1970 la imagen se estampaba en todo tipo de soportes. El Che Guevara era ya un
logotipo.
Es la fotografía más reproducida de la historia.