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Indice

Carta de un amigo del autor 3


Las babas. 6
Eutanasia. 9
La contra. 14
Musgo. 18
Andaluz. 21
Las pulgas. 26
La plaga. 31
El corazón derramado. 38
El ánima en pena. 40
El viaje de Ña Bertolda. 43
El diente d'oro. 47
Las abuelitas del Rosal. 49
La fuente de las mariposas. 52
La tentación. 55
La procesión infernal. 59
La llave secreta. 64
Carta de un amigo del autor
Chiachés.
Escribo estas palabras a propósito de intentar esbozar mi impresión
sobre la lectura de su libro. Quedé conmovido por el significado de cada
cuento. Observé una elaboración cuidadosa, rudimentaria, sutil pero ingenua.
¿Y me pregunto dónde ha quedado la construcción ingenua de la obra de arte?
Algunos de los escritores que he conocido, se preocupan demasiado sobre la
configuración del significado en el enunciado que constituyen en su prosa o en
su verso. Tanto así, que terminan por escribir poco o nada. Aunque esas obras
ni siquiera llegan alguna vez al dominio público. Esa preocupación es un
superyo que nos sojuzga, asfixiando lentamente al escritor porque le corta las
alas a su pluma, nos circunscribe a una celda donde quedamos determinados
por ciertas construcciones sintácticas, encadenamientos léxicos y significados.
Intentemos ponerle rostro al superyó intelectualoide, ¿Es realmente un
desdoblamiento de nosotros mismos, o más bien, son agentes externos como la
academia, la sociedad, la familia, los amigos, los lectores, los jurados de
concursos literarios integrados en una sola masa monstruosa? De cualquier
manera subrayaré el arte como espacio de la libertad, donde somos individuos
libres de ideologías, de religiones, de filosofías, de ciencias, de normas
jurídicas, de aprensiones, de razas, de orientaciones sexuales, de fronteras
imaginarias, de patrias, etc.; somos libres en el arte, no porque no existan
todos aquellos aspectos previamente mencionados en la obra de arte, sino
debido a que los aglutina a todos de alguna forma misteriosa. Ya los
románticos lo habían vislumbrado cuando propugnaron “la visión analógica
del mundo”. Todo está conectado. Los artistas observan esos vínculos
invisibles usando su imaginación. Además son hipersensibles viviendo en el
mundo, padecen cada experiencia, acontecimiento y situación a través de las
sensaciones, donde pueden intuir el enigma del universo contenido en este
pequeño globo terráqueo.
Lograste, en tu pequeña obra, crear tu propio mundo, donde hablas de
modo particular sobre la experiencia de lo humano. Y hállame profundamente
conmovido porque aunque no conozco tu perspectiva del mundo, alcancé a
identificarme, a comprender y a apropiarme del mundo que nos compartes.
Estoy completamente seguro que diferimos, contradiciéndonos la mayoría de
las veces. Pero he leído esta obra, como quien lee un libro de autor clásico, sin
darme cuenta. Me pondré de pie para aplaudirle a usted un hecho: el lenguaje.
No crea que no me he dado cuenta de esa delicadeza especial con la que ha
tratado el lenguaje. He saboreado, olfateado y estimado cada palabra a través
de los ojos y de los oídos. Mediante la edificación de su lengua, usted ha
acicalado a la belleza sentándola sobre sus piernas, como una tierna hija. ¡Qué
sensible, qué amoroso, qué inteligente, qué generoso ha de ser el padre que
cuida las formas bellas de la hija, para el deleite del espectador!
Por otra parte, ese narrador en primera persona, que nos toma de la mano
suavemente, nos sugiere con sutiles guiños el camino por recorrer, es un
anfitrión exquisito. Aún en los lugares tenebrosos, lóbregos e inciertos,
podemos sentirnos expectantes y obstinados por continuar la aventura. El
narrador no es un alguien ajeno, también vive la aventura con nosotros. Nos
acompaña, sin cuestionarnos ni inquirir sobre el nivel intelectual de nosotros
como lectores. Nos permite leer aunque no seamos diestros en tal lid. He visto
de frente el sufrimiento, la muerte, el terror y la inmoralidad; estos cuentos me
los han mostrado tan bellamente que han disipado miedos e incertidumbres.
¡Solidario y amable escritor! Porque intenta hacernos la vida más agradable
por medio de las palabras que nos cuentas, extraídas de las arcas del lenguaje
que sólo habla la Belleza.
Podría comentar otras cosas, pero creo que suficientemente las veras por
ti mismo, siguiendo el intrincado oficio del escritor. Gracias por haberme
considerado.
Daniel David Ardila Villarreal
Valera, 20 de febrero de 2017

Las babas.
-¡Candelita, candelita!¡Prendéte!- decía Chuchito Nepomenes y se
chupaba el dedo. Prendía un fósforo detrás de otro; los sujetaba con el pulgar
de la misma mano con que sostenía la caja y haciéndoles presión contra la
mina, los raspaba como cohetes. A Niquelao Bienpueda le daba miedo se fuera
a prender el cerro, pero no, Chuchito apostaba a que se prendía puramente el
monte seco y las hojas de otoño recién caídas, y todo eso junto era poco.
Niquelao se achantó y le creyó esa jodía. Algunos fósforos se apagaron en el
aire, otros al caer sobre la hierba muerta se extinguían con la brisa; no duraban
ni un ratico... Pero hubo uno que sí sobrevivió con la candelita. -¡Ay no!¡ahora
sí!¡Yo mejor me voy! Si me ve mal ajuntao mi mamañora, me va pegá-. El
Niquelao se puso nervioso y la candela agarraba fuerza en el montoncito de
paja y hojas secas que había hecho Chuchito; éste se sacó el dedo de la boca y
antes que el muchacho asustadizo pegara la carrera, lo agarró por el cogote,
tomándole del cuello de la camisa: -No veis... Vos sí sois torombolo, ¡ahí está!
Una migajita de candela y vos tan cagao-.
Niquelao miró la fogata inofensiva y le creyó al fulano Chucho
inventador de vainas: -¡Ajá! Vamo a poné la vaina buena... Traéme palos
secos-. Niquelao refunfuñó y se cruzó de brazos: -¿Y pa' qué eso? No ve si
usté es disposicionero-. El Chucho con una risita picara le explicó que no iba a
pasar nada malo, que era para que la candela se mantuviera viva. Y el Nique se
fue en busca de lo que no se le había perdido, pero y ¿pa' qué se ponía, si
tantas veces el Chuchin le echaba la vaina y lo dejaba con las tablas en la
cabeza? vainas de muchacho torombolo. Chuchito avivaba y avivaba la fogata,
la quería ver crecer alta como la de los scout. Le iba poniendo más monte seco
y soplaba y resoplaba. El Nique llegó con cuatro palos de leña, embojotados
entre un guiñapo: -Ya llegué... Tome su lavativa. Yo me voy...-. Chucho le hizo
señas de que esperara y acomodó los palos entre la hojarasca. Luego de
muchas tentativas de alzar el fuego no lograba su acometido, entonces jaló de
nuevo con el pobre Nique; se sacó el dedo babeado de la boca y agarró a
Niquelao por la camisa otra vez: -Hace falta kerosén... Andá buscame un
poquito donde Manomocha, ese carijo siempre tiene-, entonces Nique se puso
marrajo, remolón, se agachó y se puso duro como una piedra y Chuchito por
más que lo zarandeaba no logró hacerle desistir: -¡Bah pué! Voy yo mismo...
Pero te quedáis aquí pendiente pa' que no se apague la vaina. Si te vais te doy
una tunda, te agarro en la bajaita-.
El pobre Nique se atemorizó y se quedó vigilando la fogata; miraba la
candela crecer despacito, entonces soplaba y resoplaba. Sorprendentemente
una brisa suave empezó a empujar en dirección a la finca del Mandefuá, el
catire grandullón que tenía una caballeriza. La brisa progresivamente se fue
intensificando y el fuego alcanzaba la paja de los caballos, apilada en
montones cerca del alambre de púa del lindero de la finca. -¡Ay mi mae!-,
gritó Nique tratando de meterse en la finca para hacer un corta fuego, y nada;
el alambre le agarró la camisa y entre susto y candela se ponía más torpe.
Guindaba como columpio y no sabía qué hacer primero, apartar la paja de los
caballos o soltarse de la camisa. Chillaba entre dientes, se ahogaba con el
humo y se le pusieron los ojos vidriosos. Chilló más duro y el caballo Camilo,
el purasangre, el semental del Mandefuá, se puso relinchón. Mandefuá, que
estaba preparando los aperos y poniéndose las polainas para montar al Camilo,
dio un brinco de la platabanda y lo sorprendió la humareda. Niquelao logró
zafarse de la cerca y bailó entre candela y monte, pegó la carrera del diablo,
con media camisa hecha una piltrafa, la otra mitad había quedado colgando en
el alambre de púa. Mandefuá, al ver la quemazón, extinguió el fuego con agua
del abrevadero. El muy montaraz vio el harapo sobreviviente a las llamas
colgando en el lindero y le echó garra, lo puso cerca de su nariz, la olfateó
bien y la guardó en el bolsillo del pantalón.
Niquelao en su carrera desenfrenada paso cerca del taller de carpintería
del Manomocha y no había señales del Chuchito por esos lares. El carpintero
le aseguró que no había pasado por allí y al verle tan agitado exclamó: -
¡Muchacho! ¿qué te pasó? ¿porqué andáis tan andrajoso? Parece que hubieras
visto al diablo-. Salió sin dar respuesta de ningún tipo a Manomocha y
sollozaba desconsolado: -¡Quién me manda! Siga Nique tonto, ahí tiene por
burro y sinvergüenza-, hablaba para sí mismo y no se dejaba ver para que no
lo abordaran. Mandefuá andaba como el diablo en Camilo, a galope cerrero,
casi atropellando a su paso a quién se interponía, sin querer, en su camino. Se
fue por la callecita de Roballeda y escudriñaba cada rincón. Escrutaba los
rostros de todos los niños que deambulaban hasta que vio a Chuchito, con el
dedo en la boca, jugando metra. Mandefuá se dirigió al grupo que, ante el aire
hosco del hombre fornido, se quedó petrificado. Chuchito no se había
percatado de su presencia y Mandefuá farfulló: -El mamadeo, ¡que venga un
momentico!-. El Mandefuá se bajó del caballo y Chuchito se le acercó medio
remolón: -¡Mande usté!-, dijo con hondo temblor en un hilito de voz.
Mandefuá le agarró el brazo y le sacó el dedo de la boca, lo olió y sin dejar de
sujetarlo sacó el harapo de su bolsillo y también lo olió. Entonces se sentó y se
acomodó al muchachito boca abajo en sus muslos y con un mandador le dio la
pela de su vida. En un llanto a moco suelto Chuchito pidió al grandullón
explicación por aquel altercado. Mandefuá mostrando el guiñapo de la camisa
explicó: -Tengo aquí la evidencia de que fue usté el que me le metió candela al
pastizal de mis caballos-. Desconcertado, Chuchito, indicó que aquella piltrafa
de camisa no era suya: -La camisa no sera tuya, pero las babas sí-. Desde
entonces el Chuchito se enserió y dejó lo mamadeo... Niquelao dizque se salvo
de la pela de Mamañora, de chiripa... Bueno, digo yo, pues quién sabe cuando
apareció descamisao y hediondo a humo.

Eutanasia.
Los días de Josefina estaban contados, dijo Amauro, su médico de
cabecera. Alipio Mandeusté se afligía en su desventura por la desgracia de su
mujer. -Bueno, si no hay más remedio, dígame usté dotól ¿cuantos son los días
que le quedan a mi mujé? pa' yo dale gusto que juega garrote; todo el que ella
quiera, que pa' eso tengo rial-. Amauro, preocupado, le habló gravemente: -No
tengo un estimado preciso, pueden ser meses, unas semanas... ¿qué sé yo? Lo
importante es que le des todo el gusto posible, que la hagas feliz,
verdaderamente feliz. Y de eso estoy segurísimo, sí te conozco bien; tu mujer
es afortunada al tenerte-. Alipio dejó resbalar una sonrisa trémula de gratitud,
apretujaba el sombrero de cogollo entre sus manos estrafalarias de labriego,
casi desmenuzándolo. Amauro ya no soportaba ver el semblante abatido del
hombre, sentía el contagio de la congoja y se sobrecogió, sobre todo, cuando
sintió el estropicio del galope de los niños regresar del colegio: -Ya lo sabes;
debes hablarles con mucho tacto, se prudente al informarles del estado de su
madre y busca un buen momento; que no te embargue la emoción... Busca un
buen momento que amortigüe un poco la desazón; al fin y al cabo ellos deben
saberlo para que el día no les sorprenda de sopetón-.
El pobre de Alipio había quedado en una difícil encrucijada; Josefina no
sabía sobre su pronóstico devastador, ni debía saberlo, al menos no aún. Pero
poner al tanto a los chiquillos era una empresa ardua de llevar a cabo; ¿cómo
debía Alipio arreglárselas para que los niños no sucumbieran de forma que la
desalentadora mala noticia no se les escurriera ante la madre? No tenía el
valor, se sentía hondamente impotente ante su situación de mediador de una
pena familiar. Josefina estaba desahuciada y no obstante su semblante era
radiante, de muy buen ánimo, salvo por los fuertes dolores de cabeza que le
provocaba el tumor cerebral. Lo más curioso de todo era que podía padecer las
más agónicas y punzantes cefaleas, y sin embargo despertar al día siguiente
totalmente restituida, renovada, hasta con ganas de bailar. Amauro precisó,
que esos lapsos eran los que mejor debía aprovechar para complacerla, eran
justamente esos alivios los momentos en que el marido debía actuar.
Lo primero que pensó Alipio fue en decirle a Joaquín y a Zobeida, que
había que complacer mucho a mamá que se había puesto muy delicada de su
salud, que a veces tendría dolores de cabeza muy fuertes y por lo tanto no
debían preocuparla. Entonces los niños prometieron portarse muy bien,
juraron no pelear y que cuando amaneciera rozagante, prepararse para hacer de
sus días un mar de felicidad. De este modo, pensó Alipio, era mejor; habría
dado el primer paso sin tener que darles de una vez la mala noticia. Por su
parte, él se convirtió en el mejor amante; aprovechaba los alivios de Josefina
para llevarla al cine o algún restaurante y al final del día, cuando despuntaba la
noche negra y los niños ya estaban en sus habitaciones durmiendo, le hacía el
amor como nunca.
Amauro no había visitado a la enferma en un mes. Había estado de viaje
en un congreso pero se mantenía al corriente, vía telefónica, sobre los
síntomas de Josefina y se asombraba al escuchar que durante ese periodo de
complacencia perenne la mujer confesaba estar más aliviada que nunca; que
no quedaba vestigio alguno de cefaleas. La increíble noticia hizo que de
regreso lo primero que hiciere el médico fuese visitar a su paciente: -Te
encuentro bastante bien, más rejuvenecida y revitalizada... Me ha dicho Alipio
que ya no sientes las tortuosas cefaleas-. Josefina desde el mecedor, donde
estaba sentada, dio un respingo, se estiró con una sonrisa de oreja a oreja y dio
un saltito adelante; con los brazos abiertos exclamó románticamente: -Es que
el verdadero amor lo cura todo-. Al salir de la habitación, Amauro estaba
animado por lo que había visto en ella y el marido complaciente sonriendo
esperaba por aprobación: -Entonces dotól, ¿qué me dice? No ve usté como
está ya mi mujé, ¡fina!-, el médico estuvo de acuerdo en lo bien que se veía y
la aparente mejoría, no obstante no quiso esperanzarlo temiendo esos lapsos
breves de mejoría antes de algún colapso de fase terminal: -Amigo mío, me
pasma verla tan bien y me contenta que sea así, pero me desalienta aún el
resultado de sus últimos exámenes que me obligaban a diagnosticar su estado
desahuciado. No quiero desanimarte, pero debes estar preparado para lo que
pueda ocurrir; no puedo decir que no haya mejorado, al menos tus
complacencias le garantizan algo más de tiempo de vida, pero no te puedo
asegurar un milagro... Me remito a los resultados que arrojen nuevos
exámenes-.
Amauro nuevamente hizo hincapié en preparar a los niños para lo peor,
en caso de que aquello del alivio fuese un engaño de la fase terminal, pero
Alipio no tenía la fuerza de voluntad para explicarles al respecto.
Continuamente y durante un periodo de dos meses, se le efectuaron exámenes
a Josefina que mostraban una milagrosa mejoría. Por una parte los dolores
aterradores de cabeza habían desaparecido. Por otra, Josefina comenzó a
padecer nauseas y vómitos; esto exasperó al marido y estuvo a punto de
sentarse con los niños a prepararles para la amarga verdad, cuando Amauro
llegó intempestivamente con la noticia de que sospechaba que la mujer estaba
embarazada y que el tumor se había rebajado. Según verificó en las
tomografías del informe más reciente de la paciente, Amauro preguntó a la
pareja si recordaban cuando habían comenzado a desaparecer los dolores y
Josefina confesó felizmente que aunque con exactitud no podía aseverarlo, se
atrevía a admitir que había sido desde las mejores noches de amor, pero que
cuando definitivamente no quedó un resquicio de dolor, fue desde el primer
indicio de que podía estar embarazada, es decir, la primera nausea. Desde
aquel día, el médico se dedicó a una exhaustiva investigación pormenorizada
sobre aquel caso tan inusual y especial.
Los meses transcurrían y el embarazo era ya un hecho confirmado, la
barriga había comenzado a crecer y conforme esto sucedía los nuevos
exámenes mostraban un tumor cada vez más pequeño. Todos aquellos datos
asombrosos los registraba Amauro en un informe minuciosamente detallado.
Se sentía casi seguro de estar enfrentando un nuevo hallazgo científico. Los
niños reverberaban de alegría junto a su padre, que cada vez estaba más
convencido y orgulloso de lo que él creía era la cura del amor. Primero los
dolores cefálicos se transmutaron en vómitos, luego, conforme el tumor se
empequeñecía, los dolores de parto eran más agudos y la barriga se había
hecho tan grande que se volvió parto de riesgo. Los cuidados, entonces, de
parte del marido e hijos, fueron más apremiantes y acuciosos.
El noveno mes estaba cumplido y Josefina a punto de dar a luz. Tuvo
que ser llevada en ambulancia por su estado delicado. Amauro estaba
temiendo la posibilidad de que uno de los dos, el feto en gestación o Josefina,
pudiese morir en el parto. Transcurrieron varias horas de espera, en las que el
médico familiar acompañó a Alipio en su postrada ansiedad. El médico a
cargo del parto salió con el rostro imperturbable, marca de su larga
experiencia, y decidido a dar una mala noticia y otra buena. Alipio pidió se le
diera la mala primero. En seguida el médico del parto le indicó que el niño
había nacido con una fuerte anomalía; aunque era una noticia desagradable
Alipio se alivió y dio un hondo suspiro. Sé alegró de que no se tratara de su
mujer y en la exaltación preguntó por ella. -Su esposa está en perfectas
condiciones, ésa es la buena noticia-, respondió el médico.
El galeno entonces pidió a Amauro le acompañase al retén de
incubadoras y preguntó a Alipio si deseaba ver a la criatura. Éste se encogió
de hombros y acompañó a ambos médicos. Lo que presenciaron fue realmente
difícil de comprender, aun para el más experimentado médico en toda una vida
en su faena; el pequeño era un monstruo informe con una cabeza enorme, los
ojos grandes y muy separados, y toda la piel acuosa, de una textura un tanto
gelatinosa como de lagartija. Al contrario de la reacción lastimera esperada,
Alipio sólo se resignó sin un gran esfuerzo y Amauro que comprendía que la
ilusión de la esposa sana era más gratificante que un nuevo hijo, se emocionó
repentinamente y le pidió al médico de parto le diera licencia para hacer una
tomografía cerebral al niño; parecía estar más cerca de encontrar la pieza final
de aquel insólito descubrimiento. El resultado era sobrecogedor, de gran
impacto, lo que Amauro encontró fue un tumor inmenso en la cabecita
atrofiada del niño. Ante su sorpresa anunció, con la emoción de estar ante un
nuevo hallazgo médico y la dicha de Alipio de ver a su mujer sana, que el
tumor se había pasado de madre a hijo y que era lo que ocasionaba la gran
deformidad, pero que era imposible salvar a la criatura; estaba destinada a
morir en poco tiempo y en el transcurso de su corto desarrollo sufriría de
manera agónica.
Josefina se afligió aunque le alegraba estar completamente sana. Los
niños se desmoronaron ante la mala noticia: pues se habían ilusionado con la
idea de un hermanito nuevo, pero se sintieron dichosos de que su mamá
estuviese a salvo de aquel maligno tumor; que bien preferían lo tuviese la
criatura que ver padecer males a su madre. La última tomografía realizada a
Josefina terminó de confirmar la cura milagrosa del amor, por lo que todas las
miradas felices se posaron hacia Alipio, quien logró hacerla tan feliz y haberla
salvado con el embarazo. Finalmente todos estarían de acuerdo en aplicar la
eutanasia al pequeño monstruo que había absorbido el tumor maligno de
Josefina.

La contra.
En la cruz de la redomita se hincaban siempre las mujeres Santas de la
parroquia Tres Tusas. Era una cruz envejecida, roída y desgastada por los
estragos de la intemperie, causados por la lluvia y el sol rajapiedra... La cruz
recordatoria del lugar donde se mató el Catire Pepo Julio, el día fatídico del
choque que llevaba perdido contra un mustang. Las Santas, mujeres beatas
hijas de Ña Concepción, se agolpaban, en un enjambre de abejorros, ante el
osario construido con piedras ovaladas de río que el albañil Menelao le hizo
con tanto cariño y los ojos anegados de lágrimas, recordando aquel compinche
con quien tantas vivencias hermosas tuviera.
Las Santas habían jurado promesa de rezarle todos los fines de mes a
aquel difunto, que todos en el pueblo habían dado en reconocer como un santo
que no mataba ni una mosca. Cuando ocurrió el accidente, lo único que podía
pensarse era que el Catire Pepo estaría hecho papilla, irreconocible, todo
amoratado y con todos los huesos hechos polvo; pero no, lo encontraron, entre
un pedregal de lajas filosas, completamente intacto... Sin un solo hueso
partido, sin un solo moretón. Los primeros zalameros, que suelen irrumpir en
esos momentos trágicos, decían que el Pepo Julio dizque había quedado
igualito a como había sido en vida, que parecía que se había dormido
eternamente. Las Santas dieron en el lugar una vez hubieronse enterado de la
desgracia y dizque con grande alborozo, entre llanto y regocijo, entorpecían el
levantamiento del cuerpo, por parte del cuerpo bomberil y la Defensa Civil,
rezando, cantando alabanzas a Dios y gritando a pulmón abierto “¡Milagro!
¡Milagro! ¡Milagro!”.
El Catire Pepo, había sido muy gentil y servicial con toda su gente; en su
motovespa hizo mandados y favores a medio pueblo, sin esperar nada más que
las gracias o un “Dios le pague”. Era joven, de unos veinte años, y se dedicaba
a la mecánica; en su son de buen ciudadano cuando algún cliente andaba fallo
de plata sólo decía: -¡Vaya con Dios!- y proseguía con buen talante y sentido
del humor: -Pa' eso vine al mundo, pa' ayudar al prójimo... Dios me lo
recompensará-. Y en efecto se encontró muchas veces en su vida con la
recompensa divina, pues muchos de los que él favorecía, aparecían en los
momentos menos esperados a ayudarle en los peores atolladeros: -Muchos de
los que he ayudao me han sacao, muy oportunamente, las patas del barro-,
decía echándose un cigarrito o una pella de chimó. Y es que se las vio negras
tantas veces porque era muy despalomao, y sin pretensiones de meterse en
problemas terminaba inmiscuido, por incauto, en problemas legales. Tal fue el
día en que, por alcahueta y confiado, casi se llevaba un vainón serio,
llevandole al Manoché una cesta dizque de golfiados, en la que había cuatro
panelas de marihuana. Otro rollo era que le gustaba afincar la chancleta y
andar como alma que lleva el diablo y ni porque un día cayó en medio del eje
vial, quedando bajo un camión de carga, escarmentó. Solía decir que la mano
divina lo protegía y lo seguía hasta el fin del mundo: -Ahí donde voy yo, va la
mano de mi Dios, el mismo decidirá cuando debo estirá la pata-.
Dicen por ahí, que un día fue para donde una mujer curiosa, rezandera,
de ésas que llaman mohana y que conocen de las artes espiritistas; esta mujer y
que lo declaró un santo de pura cepa en carne y hueso, de ésos que poco
abundan: -Tas destinado a servir siempre a tu prójimo, al que necesite... No te
vas a morí de viejo, pero no sufrirás muerte dolorosa y serás recordado pa'
siempre-. La mujer dizque le preparó una contra con las dos ánimas que Dios
encomendó para que lo cuidaran; “el malandro Ismael” y “Domingo Antonio
Sánchez”. Le fabricó un escapulario con peonías y azabaches y lo encomendó
ante la corte de la montaña y a la corte malandra: -Éstas son tus ánimas
protectoras porque corres peligro en tu moto y Domingo Antonio Sánchez
protege a los choferes... Ismael te va ayudá porque te has metío en problemas
por tus amigos malandros-. Rosa Antonia, que así se llamaba la mujer, le dijo
que siempre llevara la contra, que ni para dormir se la quitara y que siempre en
la noche la lavara con coniciervo, esencia de mandarina y citronela para que le
sacara las malas energías que recogía durante el día, que si se olvidaba de
lavarla se le reventaba y tenía que acudir de nuevo a ella para que se la
volviera a preparar.
El Catire fue un hombre devoto y no faltó un domingo a la santa misa
católica, era muy cumplido en los velorios rezando a los muertos y
acompañando a los familiares de los mismos. Las Santas, que eran unas
jovencitas muy beatas, siempre se toparon con él y se le acercaban con recelo
porque dizque, a pesar de lo bueno y cumplido con Dios que era el Catire, se
la pasaba con gente mala y andaba en los vicios del cigarrillo, y de vez en
cuando echándose los palos. Pero peor fue el escandalo que armaron cuando le
vieron la contra: -¡Ave María purísima y castísima! No se puede andá con
Dios y con el Diablo-, lo criticaron dizque por hacer morcillas para el diablo
andando en brujos, y empezaron su abejorreo chismoso por todo el pueblo. Al
Catire le molestó tanto aquella manera de despotricar de él, que dejó de
hablarles y doquiera que las veía las ignoraba.
La mañana de su fatídico día, el Catire dormía plácidamente cuando su
mamá le tocó la puerta con gran estrépito: -Hijo, son las santas... Yo sé que tu
no les hablas, pero sé que no te negarías a auxiliar a Ña Concepción-. A las
Santas les habían cortado el servicio telefónico y Ña Concepción había
padecido un paro respiratorio. Para las Santas era más fácil solicitar la ayuda
de su vecino, que solicitar un teléfono y aguardar a la ambulancia. Así que en
la motovespa el Catire adelante y una de las Santas detrás, ensanducharon a
Ña Concepción y la llevaron rápidamente a las emergencias del hospital. En la
premura de la diligencia el Catire olvidó colocarse la contra. La había dejado
en el tocador la noche anterior luego de ducharse y lavarla como se le indicó.
El Catire aguardó hasta estar enterado de que Ña Conce estuviera recuperada.
Antes de partir, las Santas le agradecieron encarecidamente y le rogaron mil
perdones por haber hablado mal de su persona. Él sólo sonrió y en ese instante
se tocó el cuello notando que había dejado la contra. Quiso regresar a su casa,
pero era tarde para que le diera tiempo de buscarla y estar a la hora en el taller,
así que decidió partir directamente a su faena y afincó la chancleta como de
costumbre.
De camino al taller esquivó una camioneta que tuvo que derrapar para
evitar atropellarlo y más adelante tuvo que frenar violentamente ante una vaca
que se le había soltado a un viejo. Se detuvo y el corazón le saltaba como un
caballo desbocado, el pecho le resonaba como un tambor destemplado. Se
puso la mano nuevamente en el pecho y miró el reloj, recordaba la advertencia
de Rosa Antonia, pero la espera de un cliente especial apremiaba: -¡Bah! Nada
me ha pasao, nada me va pasá... La tercera será la vencida-. Sin importar más
nada, se encarnizó en el acelerador a todo dar y ya se divisaba la redoma. Un
mustang asomaba aguardando en la curva, pero no venía carro, le tocaría pare
al que viniera. Apretó el acelerador para agarrar vuelo en la salida a una recta
después de la redoma, y no vio despuntar a la motovespa que voló en mil
pedazos. El hombrecillo que la conducía no fue visto por el chofer del
mustang, hasta que éste agarrándose la cabeza y lleno de asombro vio al Catire
intacto y con una sonrisa hermosa, de niño angelical, sobre el pedregal; donde
el Catire Pepo Julio tiene su altar-osario, porque en vida fue un verdadero
santo y allí lo venerarán siempre las Santas y todo devoto de la santa fe
católica.

Musgo.
A Pico e' Plata se le habían ido desapareciendo sus pertenencias.
Primero fue su tenedor de plata, que guardaba en una bolsita de gamuza y que
sacaba exclusivamente cuando comía el spaguetti a la bolognesa con sus
amigos de Italia. Luego fue su reloj Seiko automático y su esclava de oro. Pico
estaba desesperado, sin saber qué hacer, pues desaparecían así por así en un
abrir y cerrar de ojos. Era inimaginable que en la cuadra Fenicia, donde todos
eran gente muy fina, de alta alcurnia, pudiese haber un vulgar ratero; en
efecto, la cuadra Fenicia era la crema y nata de la urbanización Valladares. El
día en que perdió el anillo de granate, que le había traído Román Chourio de
Nueva Zelanda, el Pico asomabase al balcón y con incredulidad vigilaba toda
la cuadra en busca de algún ratero infiltrado en aquel lugar tan perfecto.
Dirigía miradas inquisitivas de lado a lado de la cuadra con su gatito persa en
brazos. En su vaivén bailoteado, daba respingos femeninos y fruncía su bigote
engomado estilo Dalí. Vivía solitario con su persa y solía darse sus baños spa
con flores aromáticas y perfumes importados en su bañera de mármol, y justo
cuando estaba completamente entregado a sus mantras tibetanos, entre las
mieles de la satisfacción en profunda catarsis, ¡zas!, desaparecían sus joyas y
pertenencias más preciadas. Lo más irónico era que aquella hilera de casa-
quintas estaban blindadas hasta los dientes, con un sistema muy sofisticado de
seguridad: cerca electrificada, cámaras que tenían un detector de antisociales y
unos súper portones vigilados por sendas moles de vigilantes.
El otro día fue a visitarle Abilio, su eterno enamorado. Fue como de
costumbre, a visitar a su melocotón almibarado con ansias de salir a comer en
algún restaurant, hacer sus compras hiper-mega-fashion y ultra-chic. Pero su
Pico e' Plata estaba muy preocupado por la pérdida de sus pertenencias. -
Vamos mi curri, no seas así... Con eso te despejas la mente y hasta puede que
recuerdes si tu mismo habrás estado dejando tus cosas en algún lugar que
hayas olvidado... No le veo caso al tema del ratero cuando aquí hay tanta
security -. Pico sonrió de forma pícara y dio un brinquito: -Sí, tienes razón mi
cachivache, voy a darme mi baño y nos vamos... ¡Yuuupiii!-. Abilio se
entretuvo en la sala con los programas que daban en la tele cuando vio venir a
Algodón, el gato persa, lamiéndose el hocico en afán de quitarse algo verde
que se le había enzarzado entre sus largos bigotes: -Ven acá Algodoncito
sinvergüenza, ¿qué tienes en esos bigototes? ¡Ah! Musgo... Yo te lo quito-.
Cargó al minino, lo acariciaba y éste ronroneaba y se contoneaba pegándose a
su regazo. Mientras se distrajo con el gato y olvidó los programas de la tele, se
estremeció con un grito histérico de su novio: -¡Mi cartera de cuero de
cocodrilo!- Abilio soltó al gatito y salió corriendo hacia la habitación donde
estaba su Pico e' Plata como energúmeno. En la carrera, justo antes de llegar a
la habitación, resbaló en un cruce que daba a un pasillo-jardín. Dolorido por el
golpazo se retorcía. En el acto se fijó que la causa de su caída había sido un
charquito de agua con musgo. Al levantarse también notó que mientras el
minino estuvo en sus brazos, al solazarse en su ronroneo, habíale dejado restos
de musgo en la camisa. El Pico salió con harta malicia y miraba con desdén a
su amado: -¿Pico que te pasa? ¿por qué me miras así? ¡No ves que hasta me di
un fuerte golpe en mi coxis por venir a ver qué te sucedía mi vida!-. Pico le
vio la camisa sucia, embadurnada de musgo y tierra. Furibundo y sin decir
media palabra siguió el rastro de charco, pues al Pico le indignaba mucho lo
desaseado, y se encontró con un matero cubierto de musgo; en medio del bulto
que se formaba de tierra y hierba surgían pequeños destellos brillantes. Pico se
acercó y escarbó, encontró todos sus objetos perdidos. Salió rápidamente y se
fue de bruces contra su amante y en el estropicio le gritaba improperios y lo
llamaba traidor. Abilio tuvo que sacar fuerzas de donde no las tenía y lo sujetó
-¡Cálmate! Mírate nada más, ¿sabes lo que haces? Primero me deberías
explicar a qué se debe este atropello-. Pico se contuvo y replicó; -¡Cínico!
Mírate tú, tan descarado, te diste el golpazo porque venías a prisa de esconder
lo que me habías robado, ¿o vas a negarlo? Tu camisa te delata y con ella, el
caminito de agua y musgo-. Indignado, Abilio trató de explicarle que había
sido el gato, que lo había visto con los bigotes llenos de musgo y que con sus
patas le había ensuciado la camisa; explicación que a Pico, en el paroxismo de
su rabia, le pareció patética y le hizo estallar: -¡Ah claro! Y esperas que te
crea... Vaya, qué cínico eres, ¡Fuera de mi vista!-.
El pobre Abilio se fue de inmediato llorando como niñita. Pico
contemplaba su partida y parecía regocijarse de su dolor. Algodón se le
enroscó entre los pies y Pico lo agarró con una sonrisa tierna, al levantarlo le
vio el bigote lleno de musgo y las patas mojadas; -¡Ajá! De modo que tú
querías delatarlo y por eso te echó la culpa a ti-. Pico lo limpio y lo dejo ir. Iría
por sus cosas extraviadas a contemplarlas y resguardarlas en su caja fuerte
cuando vio que nuevamente habían desaparecido un par de ellas; al cruzar por
el pasillo-jardín vio venir a algodón nuevamente sucio y con el bigote lleno de
musgo.

Andaluz.
-Ahora sí... Recto será tu caminar, renovada tu conciencia y
enmendada tu alma, Andaluz-, los ojos anegados de llanto, llanto de alegría,
pero de miedo también a la incertidumbre. Ya Andaluz vería la luz del sol, el
nuevo día. En sus manos, el papel que certificaba el fin de su condena besó.
“Libre”, pensó, “libre, pero realmente... ¿lo estoy?”, se preguntaba una y otra
vez, porque ya habían culminado sus quince años de prisión. Se enjugó el
guarapo de sus lágrimas y guardó el papelito como un tesoro dentro de su
biblia, que habría de ser su reivindicadora, su nueva luz. De algo estaba
seguro, lo esperarían y no para abrazarlo ni para decirle cuanto le habían
extrañado. “Seguro Nicasio Bocafuego...mi tormento”, pensaba sin cesar en
aquel nombre que le torturó la memoria durante su pena en prisión. A Nicasio
se las debía y sabía que se las iba a cobrar. Nicasio primero fue pana del alma,
esperaba la niña que su esposa encinta le traería para tener el casar, como él lo
decía, pues ya tenían al varoncito y las ilusiones de Nicasio de tener una hija
se harían realidad. Macaco que fuera el anterior nombre de Andaluz, celebraba
el anhelo de su costilla, de su hermano del alma.
Andaluz con larga cabellera parda hasta los hombros, barba poblada y
vestido de blanco de pies a cabeza, recordaría su vida anterior. Macaco, rapado
con un corte U junto a su socio Nicasio, esposo de Cecilia, comandaban la
banda “Los Cólera”. Eran los que dictaban la ley del barrio, los que
administraban la merca y que habían alcanzado su posición tras pactar con el
demonio. Tenían el control total de su zona y eran altamente temidos por otras
pandillas. Pero un día, el día que cambiaría la vida de Macaco y que daría un
vuelco a Nicasio y por consiguiente al destino de “Los Cólera”, fue cuando
“Los Carangano” decidieron enfrentarlos. La cruenta balacera dejaba un saldo
de veinte muertos de “Los Cólera”; lo que indicaba que el mito de que jamás
serían derribados por pactar con el diablo, se echaba por tierra en ese fatídico
día. Cuando sólo quedaban sus dos cabecillas y algunos que no habían sido
ultimados en la balacera, Cecilia rogó a su marido que se ocultara. Macaco
solía ser muy intransigente y protestó, porque “Los Cólera” debían pelear
hasta el final. Nicasio había accedido a las súplicas de su mujer y se resguardó
en su casa. Pero Macaco discutió con Cecilia agriamente y en un impulso
virulento, bajo efectos de la cocaína, disparó perforando el vientre de la mujer.
Detrás de su madre, el varoncito de un año, con la mirada incisiva sobre el
energúmeno de Macaco, rompió en un llanto inconsolable que de inmediato
hizo salir a su padre que sintió el dolor más intenso de su vida y que juró no se
quedaría sin la consumación de su venganza.
Andaluz, el nombre de la renovación, el del nuevo hombre tocado por la
llama de Dios, era junto con la barba poblada, la larga cabellera y su biblia, el
camuflaje que Macaco creyó iba salvarle la vida. Se hizo cristiano en la cárcel
con la visita de los pastores evangélicos que llevaban la divina palabra a los
privados de libertad. Se arrepintió de su pacto con Satán, se entregó al Cristo
salvador y se olvidó de las putas, las drogas y de su vivir en el ojo por ojo y el
diente por diente. No sabía qué hacer con su cuerpo tatuado, estigmatizado por
las marcas de su clan, que lo identificarían doquiera que fuera; así que optó
por llevar las camisas de manga larga, de segunda mano, que los caritativos les
llevaban a los reclusos.
Se encontró fuera del circuito judicial a las nueve de la noche, sin un real
en el bolsillo, tan sólo acompañado por su constancia de absolución y su
biblia. Respiró profundo y echo a andar por el largo trecho de carretera hasta
la primera estación de trolebús que le llevaría a su barrio. La ciudad era otra,
vuelta a construir, con nuevas edificaciones; tan diferentes, que el nuevo
aspecto de todo, en el periodo de sus quince años de cárcel, había cambiado
significativamente. Se sintió nostálgico ante aquella ciudad nueva en la que
era un completo extraño, un forastero en su propia tierra. Cinco cuadras más
adelante, ya jadeante y con las piernas temblorosas por el cansancio, se sentó
en la acera. Cuando el sopor le vencía y no podía más con su pobre alma,
deliraba tratando de no quedarse dormido. Una vez el sueño le vencía
aparecían las imágenes fragmentadas de Nicasio y luego de un joven que no
reconocía, que le apuntaba con una pistola. Al accionarla contra su
humanidad, éste despertaba abruptamente. Aquello lo descomponía de
sobremanera, pero vuelta su mirada sobre las Sagradas Escrituras, éstas le
devolvían el alma al cuerpo.
En medio de las alucinaciones luchaba para no quedarse dormido, hasta
que ya sin fuerza alguna para mantenerse en vigilia soñó nuevamente con
Nicasio y el adolescente que le desbarataba la espalda a tiros; en una imagen
de cámara lenta se veía caer moribundo y a medida que se desprendía el alma
de su cuerpo escuchaba cantos de alabanza a Cristo y la aparición de éste,
sonriéndole y tendiéndole los brazos para levantarlo del suelo. Despertó
levantado por los brazos, ya no de Cristo sino de un joven soldado de Jesús.
Los cantos que escuchaba provenían de una iglesia cristiana cercana y el
soldado de Dios le habló así: -¿Estás bien mi hermano? Te vi aquí y sentí que
algo andaba mal, ¿estoy en lo cierto?-. Andaluz se sintió aliviado de encontrar
a alguien de rostro y maneras amables, y mayor sería su regocijo al ver la
iglesia y reconocer en aquel joven a un soldado de Dios: -Estoy bien... Ha sido
una larga caminata y estoy algo aturdido-. Cuando el joven vio la biblia de
Andaluz, sonrió: -Ah, veo que no estás sólo; te acompaña la palabra de Dios...
Y bueno, ya ves como me envió en tu auxilio... Si no es impertinente mi
pregunta, ¿qué haces tan solitario por aquí a estas horas? ¿de dónde vienes?-.
Andaluz rebuscó en su conciencia la respuesta, quería decir la verdad sin
atemorizar al joven y al mismo tiempo pensó que un buen cristiano, de verdad,
no le rechazaría sabiendo su situación. Explicó entonces que había cometido
homicidio incidentalmente, sin dar detalles de su anterior procedencia ni de
que la mujer que había matado llevaba un bebé en su vientre. El hombre de
Cristo sonrió amablemente y cogiéndole del brazo lo invitó a la iglesia: -“Los
últimos serán los primeros”, lo bueno es que ya tú te enmendaste y cumpliste
tu pena. Ven, celebremos tu libertad en la casa de Dios-. En la ceremonia,
Andaluz fue recibido con gran alborozo; cantó, rezó, lloró, bailó y dio su
testimonio conmovedor, invitado por el pastor de la iglesia. Al término de la
ceremonia, Andaluz pidió que le dejaran pasar la noche allí, que el trecho que
le faltaba para regresar a su casa era muy largo y correría peligro en medio de
la noche andando a pie. El pastor accedió, pero con la condición de que
partiera al amanecer. Andaluz agradeció profundamente la caridad y se ofreció
para llevar la palabra siempre como un misionero del Cristo.
Despuntaba un día radiante y un nuevo día en la vida de Andaluz, el
hombre renovado. De camino al barrio, la imagen de Andaluz era la de un
santo, casi un Cristo redentor con su melena, sus barbas y el blanco total. Los
pasos se fueron haciendo lentos, tristes. La respiración se le agitaba mientras
más se acercaba a la escalinata de la muerte; la escalinata donde tuvo las
agrias palabras con su víctima, donde los ojos del varoncito de Nicasio lo
miraron con rabia y dolor. Más cerca, más doloroso. Más cerca, más
reconocible entre sus barbas, en su enmarañada cabellera... El rostro de
Nicasio con cicatrices... El del joven de quince años, junto a su padre, con ojos
de rabia, de dolor, que atraviesan en la memoria toda telaraña y encuentran
detrás de toda mascara el rostro de la verdad: -Mire ese hombre papá, siento
rabia de puro verlo-. Nicasio asiente y señala a Andaluz con sus labios: -Ése es
mijo, ya no me aguanto-. Padre e hijo salen intempestivamente. Andaluz alza
la biblia, se arrodilla: -En tus manos encomiendo mi alma señor y perdóname,
porque no sabía lo que hacía... Ellos tampoco saben lo que hacen, ten
misericordia de ellos-. Andaluz se levanta y espera con los brazos abiertos, los
ojos empapados de lágrimas, reconociendo al varoncito de Nicasio quince
años después, esperando con ansias aquel día, después de sus quince años de
contemplar su venganza; levanta el revolver y lo descarga en la cara, pecho y
vientre de Andaluz: -¡Por mi madre! ¡Por mi hermanita!¡Coño e' tu madre!-.
En su última exhalación, Andaluz pudo ver los rostros del pasado,
contempló el rostro de su condena en el varoncito de Nicasio, quince años
después, sus quince de condena, sus quince de muerte... Era como si se
reflejara en un espejo múltiple, en el que las voces, los insultos, la arrechera,
las patadas, eran una carga pesada de impotencia, de injusticia, que se
multiplicarían en la condena de un muchachito lleno de rabia y sin
madre...Quince años después de la derrota de “Los Cólera”, como si la
maldición de haber pactado con el mismísimo Lucifer, les hubiese condenado
para siempre.

Las pulgas.
La piquiña recorría toda la mansión. En el lugar más insospechado
daba la comezón, sin que pomada alguna diera abasto para tanta piel enconada
y escarapelada de tanta rascazón. Batilio Puñogrande o como diera en llamarse
él mismo, el Manota e' hierro, estaba ya al borde de la desesperación con
aquella situación de picor sin remedio. Era hombre mujeriego, acostumbrado a
ver un rostro y un cuerpo femenino distinto cada día, porque para eso le
alcanzaba la fortuna, para estrenar mujer nueva día tras día. Pero ni todo el
dinero ni los encantos del Manota vencían la sofocante desesperación
provocada por la picazón en todo el cuerpo; que en el caso de sus variadas
mujeres, no soportaron sentir aquel flagelo hasta en lo más recóndito de sus
partes íntimas. Manota e' hierro era famoso por su deformidad, que bien era
causa de susto y asombro, bien era un encanto para las fantasías de las mujeres
que sedujo; su mano grandotota de increíble Hulk, enloquecía a sus mujeres.
Era una manota que le había servido para derrotar a sus enemigos de un simple
empujoncito, servíale para dominar a sus mujeres en medio del placer sexual;
montaba a sus mujeres dentro de su mano y el mismo se incorporaba dentro de
ésta a hacer travesuras en sus juegos sexuales.
Antes de su bien labrada fortuna, un día, caminando por la calle de Los
Sortilegios, el Manota se encontró con una atracción circense callejera en la
que participaban un chimpancé, una mujer barbada y un enano. Éste llamó la
atención no sólo de los transeúntes espectadores del trío circense, sino también
del nombrado trío, que estando a punto de comenzar la función se
atolondraron al ver la mano del hombre. Algunas personas huyeron del lugar
atemorizados por aquel exabrupto físico. Manota tuvo una brillante idea que se
atrevió a plantearla a los tres compañeros de espectáculo: -Encantado, soy
Batilio Puñogrande, “el Manota e' hierro”, y quisiera proponeros una sin igual
proposición, si es de vuestro agrado... Sabiéndome un fenómeno y viéndoos en
tan atrayente son de espectáculo, quisiera asociarme con vosotros en el primer
gran circo de freaks de calle Sortilegios-. Sin pensarlo demasiado, los tres
artistas de la calle accedieron. Comenzaron en un cabaret nocturno, sin
verdadero éxito. La mayor parte de los asistentes se sentía mucho más atraída
por la mano gigante, que era capaz de soportar un volkswagen escarabajo,
veinte mujeres bailando el can can y diez motos haciendo piruetas. Un día se
les ocurrió que los trucos de magia de la mujer barbada y las acrobacias del
chimpancé con el enano se hicieran sobre la manota; el público asistente
enardecido se sintió estafado, habían pagado para ver algo distinto a aquel
show de calle, querían ver un verdadero espectáculo freak.
Ante el fracaso de su empresa, el muy engreído y déspota Manota se
separó de sus compañeros, quedándose con lo poco que se habían ganado en
las funciones. Vagando un día por una callejuela solitaria, a la luz mortecina
de los viejos faroles olvidados, divisó en la distancia una muchedumbre que
reía a carcajada limpia y en un gran estampido unísono, ovacionaban un
espectáculo de calle. Al acercarse, no podía apreciar aquella función por el
apretado público espectador; alcanzaba sólo a ver sobre las cabezas una
desgreñada cabellera achocolatada, que en un estruendo de rugido de león
despeinaba a la multitud que alegremente aplaudía. Como aquello era tan
excitante y la curiosidad le carcomía por dentro, Manota quería introducirse en
aquel cardumen apretado de gente. Pero nomás terminaba una función y se
liberaba algo de espacio, al comenzar la siguiente se apretaba de nuevo el
cardumen, y Manota con su gran defecto no lograba apelotonarse al grupo
adherido. Ardía en deseos de ver lo que a tantas personas congregaba, que ni
su defectuosa mano les hizo despabilar. Así que, a propósito de su mano, no
pudo soportar y se abrió paso con ella, lo que ocasionó un gran alboroto y
hasta el artista tuvo que parar su función; era un hombre grande de piel muy
curtida y ojos asiáticos, arropado en hombros y pecho por una gran melena de
león amelcochada y de color chocolate.
Leonidas, el hombre león comenzaba su función con un número de
escapista; dentro de una caja de madera, con sólo su cabeza fuera de ésta,
advertía a su público que se distanciaran bastante, pues en cuestión de
segundos destrozaba la caja, tras un fuerte rugido de león que era capaz de
tumbar a la multitud. Luego con gran fuerza en su torso y brazos se deshacía
de unas cadenas, unas correas y una camisa de fuerza, de un sólo tirón.
Después, unos ayudantes quitaban todo aquel montón de madera astillada,
eslabones de cadenas desperdigados y piltrafas de tela, para colocar un mesón
con una pequeña maqueta de trapecios, cuerda floja, entre otras cosas.
Leonidas pedía al público se acercase de nuevo y se ocultaba bajo la mesa,
dejando sólo su melena sobre la maqueta; centenares de pulgas comenzaban a
dar saltitos de su frondoso pelaje y al son de bombos, platillos y trompetas
comenzaban la función. Pulgas payasito, pulgas trapecistas, pulgas domadoras
de garrapatas y demás. A Batilio Puñogrande le brillaban sus grandes ojos
avariciosos y al final del espectáculo se acercó a Leonidas, que hacía rato se
había percatado de la manota: -¡Bravo!¡Bravo!¡Bravísimo! Habéis cautivado
todos estos corazones de manera magistral, y el mío no es la excepción...
Mucho gusto, Batilio Puñogrande, el “Manota e' hierro” para serviros en
cuanto me sea posible-. Leonidas se sintió complacido. Era un hombre
bastante humilde pero suspicaz y algo le despertaba la desconfianza frente a
Manota. No obstante se dejó halagar por éste y al final accedió a la propuesta
de fundar el primer circo de freaks de calle Sortilegios.
El circo Leotilio hizo su inauguración triunfal en la calle Sortilegio,
donde habría de nacer. Su éxito se hizo tan grande, que la olvidada Ciudad de
los Vientos se convirtió en uno de los lugares más concurridos por turistas y
artistas del mundo. A partir de entonces, se realizaron grandes y hermosos
festivales en los que la imaginación no sería capaz de concebir la confluencia
de tanta rareza; ballenas bailarinas, hombres-rana voladores, tortugas ninja, y
muchos más. Después de tantos encuentros y de integrar nuevos artistas a
Leotilio, un día apareció el Hombre-oso que también tenía un cirquito de
pulgas; éste se colocaba en lo alto de un estante, sobre su circo maqueta y las
pulgas, que eran más que las que tenía Leonidas, se tiraban en paracaídas,
parapente, aeroplanos, globos y hasta su zepelín tenían. Al aterrizar en el circo
daban el salto bungee y se lanzaban en tirolesa. Una pulga mago hacía
desaparecer una torre Eiffel, una Estatua de la Libertad y hasta un Big Ben,
todos en miniatura. Una vez más, Batilio sintió la ponzoña de la avaricia y
convenció al Hombre-oso de que se le uniera, pero éste exigió mejores
honorarios que los de Leonidas. Manota accedió y relegó al pobre hombre
león que protestó por tan injusta acción. En poco tiempo, Leonidas volvería a
su esquina de siempre, pero ya estaba ocupada por otros artistas; en la esquina
de su grandioso espectáculo ahora estaban la mujer barbada, el chimpancé y el
enano.
El circo cambió de nombre y se fue de gira. Leonidas se acercó a la
función de su antigua esquina y al término de la función, muy efusivo
aplaudía. Los tres amigos se miraron extrañados: -¿Y a este bicho qué le picó?
-, ellos creían que el hombre león se burlaba de ellos, pues siendo uno de los
socios de aquel circo tan exitoso junto al hombre más odioso de calle
Sortilegio, lo tomaron por un fanfarrón. Leonidas sonriendo se acercó y
replicó: -El único bicho que pica y hiere es Batilio, el mismo bicho que los
picó a ustedes... Amigos, no me crean de esa calaña, sé que será absurdo
admitir que sabía quién era él cuando me propuso lo del circo, pero jamás,
aunque estando de socio con ese ruin, deje de ser el Leonidas de siempre-.
Luego de convencerse, los amigos se contentaron de que así fuese y se
unieron, no sólo a compartir sus espectáculos, sino a tramar la muy dulcísima
venganza contra Batilio Puñogrande, el “Manota e' hierro”.
Batilio y su nuevo socio regresaron a la mansión que habían construido
con la fortuna amasada en el rotundo éxito de sus giras. Entre mujeres de
todos los gustos comenzarían a sentir como les sonreía el destino. Cada día
debían ser nuevas las chicas, una vez que pasaban una noche con tres cada
uno, al siguiente día las botaban como objetos desechables. Hasta que les llegó
el día de la piquiña y ninguna mujer quiso acercarse a aquella mansión que
provocaba tanto picor en todo el cuerpo. Batilio exasperado llamó la atención
al Hombre-oso por sus pulgas. Pero él con sus muy buenos modales replicó
que todas sus pulguitas eran decentes y que estaban en su cuartel, y que no
salían de éste a menos que recibiesen su orden. En efecto, le hizo una
demostración, incluso llamando a cada pulga por su nombre. A pesar de ello,
en su obstinación Manota perdió los estribos y echó a la calle también al
Hombre-oso con sus pulgas.
Manota 'e hierro mandó a quitar todas las pieles, las texturas
aterciopeladas y todo lo que tuviese pelo. Hasta se rapó la cabeza y se depiló
las cejas. Mandó a fumigar todo y seguía siendo inútil; era como si cada vez la
tortura se hiciera más grande. La mañana en que fuera la ambulancia del
manicomio a buscarle para recluirle por demencia esquizofrénica, Leonidas y
sus amigos esperaron a que la mansión quedara solitaria... Una a una, el
ejercito de pulguitas invisibles, con mascaras anti-insectisidas, salieron de la
mansión, de regreso a la melena del buen Leonidas.

La plaga.
Por la noche se escuchaban crujidos suaves y continuos entre la
hojarasca tostada; chasquidos que a momentos emulaban el sonido del agua en
un torrente borboritante. Tumira no sospechaba de qué se trataba, pero se dio
cuenta de que no era ningún agua ni qué ocho cuartos. Chicha, su inquieta
pequinés, olfateaba entre el montón de hojas secas, tras el crujiente compás, y
husmeando tropezó con un huesito de pollo forrado de negras hormigas. Dio
un chillido de dolor por las picaduras en la lengua y sin embargo insistía
tratando de despojar el hueso de las endemoniados insectos. Al fin tuvo que
desistir, eran demasiadas y ya las tenía entre su pelaje. Entre revolcones y
mordisqueándose la pelambre, logró deshacerse de ellas hasta arrancarse
algunos mechones. Tumira no creyó que aquellas hormiguillas fuesen las
promotoras de aquel traqueteo entre la capa vegetal. En el solar se movían
círculos diminutos de hojas verdes por un caminito pelado en la tierra: venían
descendiendo de la pomagasa, del guayabo, de los cerezos, del eucalipto, de
los mandarinos y del naranjo; pues el tiempo pintaba lluvias próximas y los
rojos bachacos no se abastecían con el jardincito, cuyos árboles ya iban
dejando raquíticos. Se aglomeraban en sus torreones de tierra, hojas y ramitas;
afluentes de una poderosa ciudadela bajo tierra.
Como una campana tañedora de clamores, Tumira suspiraba y
lamentabase: -¡Ay mi dios! ¡Qué hijo e' chutas bachacos! ¡Ay virgencita, cómo
me apolismaron mis maticas, que con tanto afán en cuerpo y alma mi vida les
he dedicáo!-. Se lamentó tanto y recordó entre sollozos la plaga de las taras, la
del comején, la de los piojos; tantas plagas con las que tanto había dado brega,
¿y para qué?; para que ahora vinieran los bachacos, ahora que su jardín estaba
tan bonito, rozagante, floreado, y a punto de dar una de sus mejores cosechas.
Es que erase bárbaro, eran decenas y decenas de bachacos; verdaderamente
una insólita barbaridad que no podría tratarse de cosa normal. Tumira no podía
ponderar tal exabrupto de la naturaleza; aquel ejercito parecía cosa del
demonio, a tal punto que sólo podía pensar en una única forma de que fuera
posible: ¡brujería!. Sí, tenían que haber sido echados por alguno de sus vecinos
mal vivientes. En efecto, no tardó en especular de que fuera Raquel, que según
ella dizque no tenía ni buena vida. Sin embargo, a pesar de toda conjetura
maliciosa de brujería, Tumira se permitió solicitar el servicio de fumigación.
El fumigador llegó puntual a la mañana siguiente. Instaló una red de
mangueritas en las bocas de todos los torreones y desde una bomba, donde
confluían todas éstas, comenzó un continuo bombeo de un líquido espeso. Era
increíble la cantidad de bachacos que huían de aquel cataclismo inesperado;
dispersos en turbas que manaban a todas direcciones, agonizaban
empegostados por la sustancia bombeada en su colonia subterránea. El hombre
aspiró todos los insectos muertos, que habían quedado endurecidos por la capa
gomosa y tóxica, y dio por terminado su trabajo. Tumira habíale consultado,
antes de que comenzara la fumigación, si aquel veneno no perjudicaría la
tierra, a lo que el fumigador replicó: -Al contrario, este aceite especial, a la par
de liquidar a la plaga de raíz, funciona como un fertilizante, que en menos de
lo que cante el gallo, verá usted sus árboles completamente restituidos y listos
para proporcionarle la mejor cosecha-.
En una semana los frutales estaban bellos y con sus botoncitos, las flores
a punto y luego vendrían los suculentos frutos. Tumira examinaba
constantemente las ruinas de los que fueran los palacios de los bachacos y no
se evidenciaba la posibilidad de que surgiera siquiera una oleada pequeña de
los tenaces bichitos. Contenta de su alivio, abonaba sus plantas, les ponía la
bosta de vaca y tierra negra, las mimaba, les conversaba y les cantaba. Por su
barrio decían que se estaba deschavetando, que dizque “ahora le había dado
por canturrear y hablar con las matas”. La feliz mujer no se inquietaba por
tales comentarios: -Pura envidia... En eso se la pasa toa esa gente vaga e
insensible, que camina pa' lante porque ven a los demás haciéndolo-. Tras una
semana feliz de bellas flores a punto de dar los sabrosos frutos, una mañana
inesperadamente se volvió a escuchar el crujiente sonido de la marcha maldita.
La detección de aquel ruidito indeseable le trastornó la mañana a Tumira
mientras desayunaba. Salió al pequeño solar y se repitió la pesadilla; las turbas
de bachacos parecían triplicar el número de la primera vez, el terruño era un
yermo de árboles cuyo ramaje era un esqueleto sin hojas y sin flores. Tumira
lloraba a moco suelto, tan dolorida que Chicha chillaba y aullaba al ver a su
ama tan entristecida. Cargó a la perrita tiernamente y ésta le chupaba las
lágrimas: -¡Ay mi Chichita! ¡Qué habremos hecho pa' merecer esta pena!...
Pero po' ese Dios de los cielos que me jodo en esos bichos y en quien nos
quiera arruiná... ¡Ya estuvo bueno!-.
Desde aquel día, Tumira volvió a contemplar la idea de que la bachacada
era echada, de que algún vecino envidioso le había echado la vaina. Decidida,
se vistió con su traje de misa de domingo, se emperifolló, “porque los demás
lo que quieren es velo a uno jodío”, pensó, y se fue derechita para donde
Charola Cazares: la mentalista que leía el tabaco y la baraja española. Charola
era muy popular por quitar y devolver trabajos montados o enterrados, quitar
mal de ojo, preparar contras y protecciones, hacer velaciones y despojos. Miró
fijamente a Tumira tomándola de las manos y le dijo; -No me diga ná, el brujo
bueno tiene que sabé; si me equivoco usté dirá...-, escrutaba con detenimiento
las cartas mientras profería un rezo balbuceado: -Me la envainaron con una
plaga e' bachaco, eso le volvió tuchito toas las maticas... ¿A que asina e?- y
Tumira asintió postrada de asombro: -Vio que na tenía que decíme usté,
porque cuando un brujo pregunta mucho e porque no sabe na... Y dígame,
¿quiere sabé quién e el muergano?-. Nuevamente Tumira asintió: -No era
Raquelita, como usté creía; fue la de los perros y el cutis liso-. La atribulada
Tumira se quedó despabilada y entre dientes masculló un: -¡Mardita!- y
prosiguió: -Ésa es la Lorgia Serrano-. Charola agarró un tabaco y comenzó un
nuevo rezo: -Decíme el nombre tuyo completo, en voz alta y abrí los brazos...
Paráte-. Tumira se incorporó como un Cristo crucificado, con los brazos
extendidos mientras decía; -Tumira Angelina del Carmen Pasos Villanueva-.
Entre los rezos murmurados, Charola repetía el nombre de Tumira completo y
chupaba y exhalaba del tabaco el humo: -Mirá, ¡Aquí está! Goldita, rechoncha
y con ojos saltones... A dos casas de la tuya vive, y e má puta que las
gallinas...- todo lo había visto en el fulano tabaco y le mostraba las cenizas a
Tumira que asentía y creía que ahí clarito se veía el retrato de la mujer. Luego
echó otras chupadas y exhalando nuevamente preguntó: -¿Qué vaí a queré?
¿Na ma quitamo el daño, se lo devolvemo o le ponemo al doble la vaina?-. A
Tumira se le pusieron los ojos como dos paraparas, y una ráfaga de maldad le
dibujó una sonrisa torva en el rostro: -Vamo a jodela; echale el doble de lo que
me echó a mi la desgraciá esa-.
Charola explicó a Tumira, que devolver un daño era juego limpio, que
no tendría complicaciones ni cuentas que arreglar con las ánimas; pues quién
mal había hecho tenía que recibir cucharadas de su propia medicina. En
cambio montar un trabajo o entierro era cosa seria, era meterse con magia
negra; más aun cuando se deseaba triplicar el daño habría que pactar con el
diablo o el Ánima Sola. Que si se aceptaba tal pacto tenía que aceptar el precio
que se le impusiera, no solamente en dinero sino en algún sacrificio. En el
acto, invadida por su avidez de venganza, accedió y preguntó cuál podría ser
tal sacrificio. Charola explicó que debía buscar cuatro bachacos para rezarlos y
el nombre completo de Lorgia. El día del ritual le diría el precio espiritual, que
el demonio o el Ánima Sola le propondrían.
El día acordado, Tumira llegó con sus cuatro bachacos y Charola le
preguntó que dónde creía ella que a Lorgia le dolería más el golpe: -En sus
perros, son su adoración... ¡Ah! Y su piel, no puede vivir sin su cutis lisito y
sin manchas-. Entonces Charola pidió el nombre completo de Lorgia y los
cuatro bachacos: -Lorgia Francisca Serrano Querales-. En el acto, ante los ojos
de Tumira, Charola rezaba los bachacos, que sostenía en su puño cerrado.
Rezaba en extrañas jerigonzas y hacía ademanes de danza con sus brazos.
Detuvo el ritual y abrió el puño de los bachacos; lo que presenció Tumira la
dejó estupefacta: en vez de los cuatro bachacos había cuatro garrapatas. Luego
la bruja pidió a Tumira que diera su palabra de juramento con la mano
levantada; tenía que pagar el precio monetario, que era una suma grande de
dinero, u ofrecer en sacrificio a su perrita. Una vez hubo terminado su
juramento de pacto, Tumira dijo que no estaría dispuesta a dar a su Chicha
adorada en sacrificio: -Jamás haría semejante cosa, mi Chichita es lo único
que tengo y es mi adoración-, entonces Charola explicó: -Bueno, pagáme los
cincuenta mil bolos y yo saldo el sacrificio por mi cuenta, te advertí que este
trabajo era cosa seria y que había que está dispuesta a algún sacrificio-.
Tumira se sentía atribulada porque no tenía la plata que le pedía la mujer,
entonces ésta propuso una tregua: -Te voy a da un mes, que es lo que el diablo
puede esperá... Si en ese plazo no has saldao nada, se te va la perrita y tu
rancho, ¿ta claro?-. Tumira asintió y besó las manos de la mujer, en muestra de
formidable gratitud.
El resultado de aquel ritual demoniaco, no tendría efecto sino hasta una
semana después. Transcurrido el tiempo, Tumira suspiró extasiada frente a su
hermoso solar de frondosos frutales cargados de frutas frescas y deliciosas. A
dos casas vecinas de distancia, Lorgia se postraba en su desgracia; sin
explicación, su cutis se le había desecho en llagas horrendas y supurantes, y
lloraba aún más ante sus perros cundidos de garrapata y sarna. Tumira sintió el
dulce sabor de su venganza y disfrutaba junto a Chicha de bellas tardes bajo
las sombras de sus árboles.
A mitad del mes pautado para el pago, Tumira había logrado reunir
veinte mil bolívares y saldó aquella parte del pago. Con el transcurrir de los
días se sentía más confiada y tranquila, pensó que si ponía a la venta sus frutas
exquisitas reuniría el resto del dinero. No hubo un día en que sus frutas no se
vendieran, pero entre los constantes gastos necesarios y de servicios solamente
logró retener diez mil bolívares. Aunque la perturbó la cercanía del final del
plazo, sintió que podría llegar a otro acuerdo con Charola para que extendiera
el plazo al menos unos quince días más, pues al fin y al cabo ya tenía como
obtener el resto del dinero.
El día final del plazo llegó y Tumira se había ido a la cama. Dormía a
pierna tendida cuando el reloj dio las doce de la medianoche en doce
campanadas solemnes y el sueño se le trastornó: comenzó a escuchar crujidos
suaves y continuos entre los carruzos del tapial de la casa de bahareque y en el
cabayete del techo de cinc; como un sonido de agua en un torrente
borboritante. El ruidito le traía a la memoria un amargo recuerdo, se incorporó
en la cama y trató de encontrar el origen del traqueteo, pero dejó de
escucharse. Se sosegó y se durmió al instante. En la mañana todo estaba tan
normal como siempre; fue a sus frutales, les puso sus fertilizantes, su tierra
renovada y el pupú de vaca: mimó, cantó y acarició a sus árboles como
siempre. Pero algo faltaba, ella misma se asombró de no acordarse de su
traviesa pequinés Chicha. Silbó, la llamó y la perrita nada que aparecía. Raspó
con una cuchara un trasto, esperando como de costumbre que Chicha no se
contuviera y saliera en espera de su ración de comida... Y nada. Entonces un
escalofrío recorrió su cuerpo de palmo a palmo y recordó la advertencia de
Charola. Fue a buscar a la pequinés en su cajita de dormir y la encontró
agonizando, vomitando espumarajos verdes. Envuelta en un llanto
inconsolable la cargó y salió a la calle dando gritos de desesperación: -¡Ay mi
Chicha! ¡Qué alguien me ayude!-. Llegó donde Charola y rogó le salvara la
perra, que ella ya tenía como terminar de saldar su deuda. Pero las palabras de
Charola fueron inclementes e insensibles a tanta súplica: -Tu plazo venció y
con el Diablo no se juega, él te cobró y tú incumpliste... Dites tu ojo por ojo y
recibítes tu diente por diente-.
De regreso a su casa, delirando entre sollozos, volvió a sentir los
crujidos suaves y continuos, como un sonido de agua en un torrente
borboritante y vio su casita desmoronarse por completo, a causa de una plaga
de comejenes. Cuentan por ahí, que desde aquel día enloqueció y dizque anda
y desanda con el carnuzo hediondo de su perrita muerta doquiera que va; la
llamaron la loca del frutal, de su frutal hermoso y siempre prospero; donde
siguió bailando y cantando para sus árboles, llegando a treguas con los
bachacos para que no le acabasen sus frutales y donde a dentelladas, arañazos
y maldiciones, sigue defendiendo su solar de aquellos que osen tomar sus
frutos.

El corazón derramado.
Primero le brotó una pepita roja como en las erupciones que produce el
sarpullido. La tenía a un lado de la tetilla izquierda. Primero le picaba y de
estar rasca que rasca le empezó a arder. Después se la apretaba y se le hinchó...
Un moretón inflado como una espinilla. Le volvía a picar y rasca que rasca de
nuevo y después aprieta que aprieta hasta que se le formó como una tercera
tetilla insoportablemente dolorida... Lo llevaron al médico de la piel, al que
llaman dermatólogo, y le mostró el fulano forúnculo. Le abrió con un bisturí y
dejó salir el chorrito de pus y sangre coagulada y el “Tres-tetillas” empezó a
chillar:
¡Upa los hombres no chillan!
¡Aguante como los buenos!
¡Nojombrele!...Y el especialista apretó y apretó más, para que se saliera
todo el coagulo y el chorrito se volvió chorro y se volvió chorrote y se volvió
chorrerón... No paraba de salir sangre. El muchacho se desmayó y el
especialista en aquellos menesteres decía a la madre para tranquilizarla que
aquello no era nada porque dizque la sangre es demasiado escandalosa y
mientras atajaba el sangrero con la gasa, el algodón, el papel toilet y hasta la
bata que llevaba puesta...
¡Al dotól se le fue la mano! Al muchacho se le salieron primero las
venas, las arterias y la aorta...
¡Adios coroto! Después se le venían los ventrículos
izquierdo y derecho...
¡Ay su pepa! Pa' rematá el pecho se le termino de
abrir y se le derramó el corazón...
Conclusión: un muchacho quedó muerto porque se le derramó el
corazón porque al dotól se le pasó la mano y una madre llora desconsolada
dispuesta a hundir en la cárcel al dotól por negligencia médica y seguro que
hasta al dotól le retiran la placa si no se busca uno de esos abogaos que
como el perro por la plata baila y nada ha pasao.

El ánima en pena.
El sol inclemente de mediodía fulguraba sus radiaciones que iban
despertando los olores y hedores, viejos y nuevos, pegados en los rincones, en
las esquinas, en el aire; transmutados en un hálito envolvente en la calle
Comercio. Ese vaho recurrente, mutación de diversas fuentes de emanación,
comienza su andadura con la brisa rasante que empuja y levanta la costra de la
calle en partículas mínimas, de orín y pupú de perros y borrachines, y que en
su transitar se mezcla con el aroma del pan dulce, la fragancia de las frutas y
verduras del puesto en la casita de las monjas o al frente en la vieja casa de los
Llavaneras, y que se reúne con el olor de los trastes plásticos, talcos y
perfumitos que vende la buhonería... Es lo habitual para los olfatos transeúntes
de la calle Comercio.
Pero aquel día, llegando a la esquina del Banco de Venezuela, una
bocanada hedionda superó todo hálito cotidiano; era la peste, el hedor
putrefacto de la carne descompuesta. Subía por la esquina de Travesuras
Infantiles doblando hacia el cafetín al lado de Makis, donde le provocó la
nausea a las personas que allí desayunaban. Prosiguió derecho por la mitad de
la calle hasta la esquina de Maple, donde volvió a doblar en dirección de la
Panadería Ideal... Era una ráfaga pestilente de carne putrefacta expuesta a la
intemperie. Subió por toda la calle de la panadería, del Comercial “El
Matacho” y de la Alcaldía. Arribó a la plaza Bolívar, donde un tropel de
perros callejeros se le fueron detrás y pelaban los dientes, gruñían; azuzaban
contra la peste y enseguida reculaban por el temor que les inspiraba.
Era un viejo Mucuchí hediondo, astroso, con el pelo vuelto en bolas
mugrientas y el lomo abierto, semi-decapitado; una bestia desahuciada venida
del inframundo. Se apostó en los escalones de la plaza que dan al Geminis
Center y la muchedumbre de los callejeros lo rodearon rabiosos y
atemorizados a la vez. Un hombre se entretuvo con la escena y se lamentó: -
Pobre animal... Si lo agarran éstos, no va quedar nada del pobre-. El Mucuchí
estaba entronado como un rey y sus contrincantes no cesaban en sus
pretensiones de amedrentarlo. Unos muchachos de liceo, que por allí
deambulaban, se detuvieron y apostaron; unos, al amarillento descarnado
Mucuchí, y los otros, a la turba enardecida. En unos instantes, el hediondo
animal no sólo estaba rodeado por sus contendientes, sino también de cuanto
zalamero se paseaba por allí. Los que le iban a la turba callejera, se burlaban
de los otros: -Ustedes lo que están es bien soyaos... ¡Ese Mucuchí carga la
muerte encima! ¿no le ven el mosquero como le anda?-.
Desde fuera de la ronda, ávida de sadismo, se escuchaban dentelladas,
gruñidos feroces y chillidos. Desde fuera sólo podía pensarse que el Mucuchí
estaba hecho guiñapos. Algunas madres, que por allí pasaban, apartaron a sus
niños de la gritería y el desparpajo por temor a los perros enardecidos. Los
muchachos que habían apostado al mugriento y putrefacto Mucuchí cobraban
su triunfo y se burlaban de los perdedores. La ronda se dispersó cuando un
agente policial se acercó, alarmado por lo que algunos transeúntes habían
creído era riña de malandros. En la escena, el Mucuchí permanecía como un
rey, echando espumarajos de mal de rabia por la boca, mezclados con la
sangre de sus víctimas que estaban aún temblando de agonía destazados en la
acera y la calle.
El infernal canino daba muestras de alivio. Antes se le veía más
apesadumbrado. Cuando un grupo de policías y voluntarios se acercaron para
recoger los cadáveres de los otros callejeros, el Mucuchí esbozó una sonrisa
rabiosa, macabra, y al primer osado que intentó levantar los carnuzos de sus
víctimas se le abalanzó encima. Uno de los agentes sacó su arma y disparó
sobre el animal certeramente pero de manera inútil, porque aquella criatura
parecía poseída por un espíritu maligno. Era inmortal. El grupo de voluntarios
y policías huyo despavorido, menos el agente disparador y dos compañeros
suyos que esperaban se alejara el perro endemoniado para recoger el desastre
de la masacre. Pero al darse vuelta no vislumbraron rastro alguno de los
cadáveres ni al Mucuchí.
Hubo quien dijese que en el lugar del acontecimiento solamente quedó
un hervidero de gusanos verdes... Dos días después, caminando por la Calle
Comercio a la hora pico, bajo la oleada quemante del sol, sentí de nuevo el
hedor putrefacto del Mucuchí. Una señora mayor que bajaba por la calle
Colón me divisó en la distancia y se me acercó mirándome gravemente, con
gran ímpetu me aseguró: -No suba por ahí... ¿Es que no vio al Perro del
Diablo? Hizo una mueca de asuntos pendientes, cuentas por cobrar... Y dicen
dizque fue un polecía que se puso a tentálo... Y fíjese usté que con éso no se
juega-. La señora apuró el paso mientras yo trataba de averiguar dónde estaba
el animal que no alcancé a divisar. Al desistir en mi curiosidad, giré y no vi
más a la señora. Supe al atardecer que el policía que le había disparado al
Mucuchí había muerto en extrañas circunstancias... Pues dicen que aquel
animal era un ánima en pena, un alma maldita que más vale no mirarle a los
ojos, porque dizque condena con la mirada; que aquel que lo mire queda con
cuentas pendientes con el perro y éste alivia su carga al pasar factura.

El viaje de Ña Bertolda.
La casa se estaba llenando de lagartijas. Tenían huecos por toda la
pared de cal y bahareque. Entre los carruzos del techo de palma ya andaban las
muy sin vergüenza. A Ña Bertolda la intromisión de los reptiles la estaba
volviendo loca. El colmo fue cuando le cayó en la boca una del techo; dormía
boca arriba, roncaba y al sentir el lagartijo, entre su lengua y paladar, despertó
en un estropicio aterrador: escupió al animal enseguida con harta repugnancia:
-¡No jile! ¡Ora si es verdá que se me llenó el gorro hasta la coronilla!-. Lo
escupió en sus manos y lo destripó. Decidida a deshacerse de aquellas
alimañas traviesas, al amanecer se emperifolló y se fue hasta la oficina de
obras públicas a pedir el favor de que le pavimentaran todo el piso de su troja,
que era de tierra, que le frisaran las paredes ya desconchadas por el comején y
le cambiaran el techo de palma por uno de zinc; “Voy aprovechá que tan en
campaña estos carijos, que es cuando le medio cumplen a uno...”, pensó Ña
Bertolda.
Salió satisfecha porque hubo audiencia para los casos especiales como el
de ella, y el ingeniero Cañizales la había atendido a las mil maravillas: -¡Eso
va Ña Bertolda! Cuente con eso... Y ya sabe, no olvide cual es la línea política,
bastante hemos trabajao por este pueblo, pa' que dejen que vuelvan los
malucos que se robaban todo y ni se acordaban de ustedes-. Pasaron un par de
días y primero fue el estudio de su caso; una inspección con un maestro de
obra para sacar el presupuesto. Pasaron dos días más y le llegaron a Ña Berto
con el cemento, la arena, el trompo, las palas, los cepillos de frisado, las
cucharas y hasta un wachimán le dejaron, pa' que dizque cuando tuviera que
salir no se fueran a robar el material. Ña Berto estaba contenta de que le fueran
a cumplir, como Dios manda, así fuese por buscar los votos. El ingeniero fue
el viernes y le dijo a Ña Berto que eso se iba a hacer bien rápido, porque su
casa era pequeña; sala-comedor, cocina con fogón de leña, dos cuartos con un
único baño y el solarcito con su modesto gallinero, cuatro frutales y un huerto
de plantas comestibles y medicinales.
El lunes muy de madrugada Ña Berto estaba ya colando el volón
mañanero para los obreros y el ingeniero. A las siete en punto estaba la
cuadrilla con su maestro de obra y el ingeniero, que le entregó a Ña Berto una
gallina, dos kilos de costilla de res y uno de puerco: -¡Buen día! Aquí estamos
ya... Le traigo esto pa' que me les haga un sancochito a la gente acá; usté
ponga na más las verduras de su huerto-. Ña Berto preparó el fogón con la leña
y el kerosene, le dio candela y montó la olla. Se fajó a picar toda la verdura
posible y la echó al agua. Despresó la gallina y las costillas agregándolas al
preparado. El ingeniero sacó un par de estandartes; “La Fuerza que trabaja, tu
gobierno cumple... etc., etc., etc...”, y los puso en frente de la casa. Ña Berto
tuvo que mudarse temporalmente a casa de su vecina Anatolia, mientras
terminaban la reforma. El lunes el piso, el martes el friso y el miércoles el
techo nuevo. En casa de Anatolia no sufrían el percance de las lagartijas
porque era una casa nueva, con pisos de cerámica, cocina empotrada y hasta
aire acondicionado; - ¡Naaaa! ¡Eeesto si es un lujo!-.
Llego el miércoles al fin y ya Ña Berto no se podía aguantar, quería
entrar a su rancho transformado. El ingeniero dio unas declaraciones a la
prensa escrita y para un canal de televisión local, sobre el cumplimiento de
aquella obra gubernamental. Ña Berto saldría en el diario y en la televisión,
dando gracias al gobierno y al ingeniero Cañizales. Feliz, entró a la casita
remodelada: -¡Por fin! Ahora sí vamo a ve donde se van a meté esas
condenadas-. Esa tarde se preparó un mojito de huevos, un buen café con
leche, y luego de ver el informativo en el canal local se acostó a dormir.
Dormía plácidamente cuando comenzó a escuchar un ruido de patitas que
raspaban en el zinc, luego lo sentía en la armazón de tubo y el caballete del
techo. Se asomó subida a una silla, pero no vio nada: -¡Diantres! Esas bichas
me dejaron traumatizada, que todavía me parece que las siento... ¡Bah! Eso se
me va pasá...-. Ña Berto se volvió a la bartola cuando nuevamente el ruido de
patitas correlonas la despertó: -¡Cié cará!-, miró hacia el techo y fue
sorprendida por una hilera de ojitos, hocicos puntiagudos y puntitas de lengua
serpenteantes, la miraban desde el caballete; parecían decir “¡Aquí estamos
otra vez!”.
Desesperada pero tratando de sosegarse, Ña Berto fue por el escobillón y
las perseguía por la estructura de tubo. Las lagartijas se burlaban de ella;
cuando las perseguía por la derecha le salían por la izquierda y viceversa. En
un momento cuando las perseguía por el esqueleto de tubo, salían corriendo
por la cama y por las esquinas, y viceversa cuando las perseguía por el piso.
Se hartó en mitad de la madrugada, llorando como niñita les dijo: -¡Hagan
como les de la gana!-. Se sentó en la sala-comedor a tomarse un volón y
rezaba a Santa Eduviges para que ahuyentara aquella plaga de bichos que no la
querían dejar en paz. Al fin el sopor pudo más que su desmedrada voluntad y
se quedó dormida sobre la mesa. Despertó con la melena enmarañada y, luego
de lavarse, miró cada rinconcito del cuarto y no vio uno solo de aquellos
animales. Respiró aliviada y creyó que la repentina desaparición de los reptiles
había sido obra de Santa Eduviges en pos de sus plegarias. No podía con su
alma, el trasnocho la había dejado amodorrada y decidió dormir a pierna
tendida.
Desde la mañana hasta el mediodía Ña Berto durmió. Un estruendo que
estremeció el piso la despertó desconcertada. Saltó de la cama y todo
permanecía en calma, todo bajo control y sin lagartijas. Volvía a creer que todo
aquello no era más que el estrés que le causaban las bichitas rastreras. La
modorra la vencía hasta que una nueva sacudida, esta vez más estremecedora,
sacudió toda la casa. Desde la cama, aferrada a las sabanas, veía los cuadritos
en la pared bailando aún por el sacudón. Se santiguó y se acurrucó con las
sabanas encima, temblando y rezando. Una nueva sacudida hizo zozobrar la
vivienda como si de un barco se tratara. La casa había echado a andar... Sí, así
mismo; la casa se trasladaba y Ña Berto muerta de estupefacción corrió dando
tumbos por el movimiento de la casa. Se asomó por la puerta trasera y ya no
veía el solar con sus gallinas, el huerto y los frutales, solamente la calle de su
barrio que iba quedando atrás. Corrió a la puerta del frente y tuvo que
aferrarse fuerte para no caer hacia adelante al doblez de su cuerpo. Quedando
de rodillas en la sala-comedor, escudriñó bajo los cimientos de su casa; miles
de patitas corrían a toda prisa, ojitos, hociquillos largos y lenguas
serpenteantes asomaban llevando la casa a cuestas. En el camino varios carros
derraparon, tocaban su claxón o frenaban intempestivamente ante aquel
espectáculo surreal. Los mirones, que contemplaban el viaje de Ña Bertolda y
sus lagartijas, reían, gritaban de espasmo y emoción, de alegría y de locura...
Sabrá Pépe adonde carrizo fue a parar aquel lagartijal con la atolondrada de
Ña Berto.

El diente d'oro.
Ya estaba jecho. Era un hombre hecho y derecho. Mas de pronto, sin
son ni ton, comenzó a mudar sus dientes: -Na más esta vaina me faltaba... Sin
real y ahora desdentao-. Florindo buscó plata prestada; estaba sin real y con
esta vaina tan apretada, derechito fue a aquel dentista que llamaban el
Manopla. El Manopla sabía lo bien que Florindo cepillaba sus dientes: todos
los días con sus tres veces y hasta una cuarta en los días que tomaba merienda;
era un obseso de su aseo personal. Pero el afamado dentista reconoció, en
aquella boca, un fenómeno de otra índole que en nada tenía relación a los
cuidados personales. Mientras Manopla se encargaba de semejante cosa
desconocida, a Florindo se le seguían cayendo hasta las cordales y un día
despertó con un atragantamiento que le causó una de estas piezas dentales.
A no mucho de la tragedia, al pobre Florindo le nacieron unos casquitos
dorados que, de vez en cuando, le causaban dolencia. Una vez más quitó
prestado y visitó a Manopla: -¡Vaya que esto es cosa rara!-. Y con sus
instrumentos de metal, golpecitos dabale a los casquitos el consagrado
odontólogo: -Suena como a algún tipo de metal... Nada más inusual... ¡Ésto es
lo que me faltaba!-. Hablando como un avejentado sin dientes, Florindo sentía
crecer sus casquitos brillantes, y una que otra vez le daban un dolorcito. Al
habla en el teléfono escuchó, tan peculiar curiosidad, que en su boca Manopla
descubrió, encontrando tamaña singularidad: -¡Te están naciendo dientes de
oro!-. De oro, de plata o de huesos calcificados, pues dientes al fin y al cabo,
la esperanza renovada y un aullido de júbilo fueron expresión y sentir del
contento Florindo.
Los dientes de oro le crecían en lo que menos canta un gallo, y al mes le
decían, “mira que bien te luce el dorado”. No se conocían hombres como éste,
porque los que dientes de oro lucían, en la fama y la farándula, eran postizos y
no nacidos de tales encías. Así pues, lo buscaron los del Guinness Record y los
de la televisión y los paparazzi y los del Primer Impacto y los de Al Rojo
Vivo. ¡Ay que ver que el pobre Florindo de pronto la fama y el dinero lo
envolvían! Y salieron folletines y seriales de TV y hasta película. Todo era
triunfo y felicidad hasta que de pronto, y de un solo golpazo, todos los dientes
de oro se le cayeron, así sin más, sin ton ni son... Y con los dientes se cayó la
fama y los folletines y las series de TV y el mujerero que lo perseguía
doquiera que iba. Ya nadie sabía si Florindo se bañaba ni con quién, cuántas
mujeres y carros tenía, si se vestía acorde a cada momento, en fin... Ya no
tenía gracia la fama, la historia y el reconocimiento de un desdentado... Sólo le
quedaron sus dientes de oro abultándole la boca... Disparóles en escupitajos,
cual semillas de girasol, y al bolsillo fueron guardados.
Esperó un mes y no hubo casquitos, ni de oro, ni de plata, ni de hueso
calcificado... Total, que pobre como volvía a ser, vendió sus dientes de oro y
se mandó a poner su implante definitivo con su garantía de un año y
asegurados con frenos de brackets... ¡Por siacala!

Las abuelitas del Rosal.


Los transeúntes cotidianos del poblado del Rosal, habían hecho muy de
su gusto la costumbre de agasajar a los animalitos de la plaza “Las
Carmelitas” con frutas y chucherías. El prefecto en su jurisdicción había
previsto la prohibición de alimentar a los animales de la plaza a través de un
decreto, que luego disolvió sintiéndose conmovido cuando vio que las
promotoras de aquellos menesteres eran unas abuelas acompañadas de sus
nietos, que a la vieja y descuidada plazoleta le habían revitalizado sus jardines
con flores, inciensos y unas adornadas canastas donde les llevaban la ofrenda
comestible a los perezosos, las ardillas y las iguanas. Hasta entonces, lo
habitual era echarle maíz a las palomas, pero consecuentemente, las abuelas
primero y luego todas las personas que por la plaza transitaban, se habituaron
al rito perpetuo. Pero las más asiduas eran las abuelas con sus nietos. Incluso,
se dice que los perezosos habían perdido su timidez, que tan acostumbrados
estaban a la benevolencia de la gente, que las personas que se sentaban a
conversar en los bancos de la plaza, sentían los largos dedos de estos
simpáticos animalitos dándoles en el hombro suavemente en reclamo de su
merienda, y que al darse la vuelta se sorprendían al divisar a la lenta romería
de estas criaturas descender de los árboles.
“Las Carmelitas ”, que desde hacía tiempo era una plazoleta en el
olvido, insignificante e ignorada, fue renaciendo y se convirtió en un lugar de
recurrencia turística; se volvió una referencia puntual del pueblo del Rosal.
Con el transcurrir de varios años; los poetas, los músicos y artesanos se fueron
adueñando del lugar, lo que hizo de la placita un sitio lugar ameno de
costumbre, donde: recitales, musicales o de poesía, espectáculos de titiriteros y
circenses, se extendían toda una tarde de alegría, junto a las constantes
muestras artesanales. La algarabía constante fue creciendo y atrayendo a
personas de todo el mundo. Así, el pueblo del Rosal se hubo convertido en
patrimonio cultural de la humanidad... Pero a nadie inquietó qué había
sucedido con las abuelas. En realidad seguían yendo a su culto de siempre,
pero ya casi nadie recordaba que ellas habían sido las propiciadoras que
humanizarían la plaza; todo el mundo estaba volcado en los espectáculos,
enajenados en la catarsis de los artistas.
A alguien se le ocurrió un día, cuando vino la organización encargada de
dar el reconocimiento de patrimonio cultural, que los representantes debían ser
el prefecto y su equipo de trabajo. Los artesanos y los poetas peleaban porque
aquello era un embuste, los titiriteros y los músicos también concordaban, y
entre todos ellos peleaban porque los poetas habían llegado primero, y no, que
eran los músicos, y los artesanos dijeron que ellos siempre habían estado ahí y
que por eso se antojaban los demás, pero que ellos eran los pioneros... Y
aquello fue una completa sampablera de dimes y diretes. A pesar de la
discordia, por la disputa por el personalismo que les provocaban sus egos,
hicieron un magnífico acto de pirueteros, saltimbanquis, juglares, poetas,
músicos y demás. En el tumulto de gente, las abuelas con sus ofrendas a los
también olvidados animalitos, eran ignoradas por la muchedumbre.
Cuando se instaló el señor prefecto con su equipo, junto al grupo de la
organización designada para el nombramiento de patrimonio cultural, los
grupos fraccionados abucheaban manifestando, cada uno por su lado, su
postura personal. En este alboroto hallabánse, hasta que un murmullo
colectivo, que apenas vibraba entre el bullicio, fue aumentando en crescendo;
era un sonido sombrío, como un indicio de tempestad. Los oradores, que
trataban de calmar a las personas, hicieron silencio, y con ellos todo el mundo.
El murmullo dejó de escucharse y el prefecto quiso dar su argumento para
justificar su postura allí. Apenas se subió al estrado cuando comenzó
nuevamente el murmullo colectivo, que se sentía como un feroz viento que se
arremolinaba a lo lejos. El ruido perturbador creció hasta hacerse abrumador y
desde los árboles una lluvia de cascaras de naranjas, cambures y mandarinas,
cayó sobre la muchedumbre. Todo el mundo se viró hacia un frondoso caobo
enorme, donde se habían concentrado todos los perezosos y prudentemente,
con su parsimonia, descendieron; un grupo abriendo paso adelante y otro
detrás llevando a las abuelas cargadas en hombros. El prefecto, aún en el
estrado, volvió a sentirse conmovido, como la vez en que quiso decretar la
prohibición de alimentar a los animales. Con un nudo en la garganta y dejando
escapar una lágrima sintió una fuerte inspiración: -¡Siento vergüenza! Todos
ustedes deberían sentirla... Estos perezosos enardecidos han tenido toda la
razón; estas abuelas, que en hombros de estos agradecidos animales, están hoy
más presentes que nunca, y nosotros, con nuestros egos, nos llenamos de
satisfacción por nuestro personalismo... A ellas, las verdaderas creadoras de
este espacio humano, las hemos olvidado; que sean ellas pues, las que reciban
este reconocimiento y nuestro homenaje-.
Los grupos de artistas y cultores se sintieron arrepentidos y
avergonzados de haberse sido tan egoístas, y fueron a pedir sinceras disculpas
a las ancianas. En un mar de aplausos, las abuelitas junto a sus nietos
recibieron el reconocimiento de “Las Abuelitas del Rosal”, patrimonio cultural
de la humanidad y una gran fiesta comenzó desde el mediodía hasta la
medianoche. A los valientes perezosos les premiaron con muchas canastas de
fruta, cereal, chucherías y demás, que compartieron con sus amigas las ardillas
y las iguanas... ¡Ah! Y mucho maíz para las palomas.

La fuente de las mariposas.


I
No tenía nada en su estomago como no tenía a nadie a quien contar sus
penurias. Tenía las ropitas mugrientas y desgarradas en colgajos que apenas le
protegían del frío... En la ciudad bulliciosa no habría un mendrugo de pan para
calmar su hambre, no tenía un céntimo para su redonda y templada barriga
lombricienta. Como un mago, extraviado entre la vorágine turística que asfixia
las calles en la Navidad, sus palabras, apenas sostenidas en un hilito de voz,
siempre quejumbroso, las decía: “Nada por dentro, nada por fuera”. Así
siempre, nada en su estomago, nada afuera que siquiera probar... Adentro, todo
su pesar doloroso.
Pequeño y simpático lustrador de zapatos y botitas que jamás tuviste,
con tus pies rotos: te repites en los demás rostros harapientos de tu cuadra, en
todos los ojos secos; porque ya de tanto llorar se secaron, o porque llorar es
algo que aprendiste a llevar por dentro y se convirtió en una rabia que aprietas
entre tus dientes para sobrevivir. La ciudad se pierde en su maraña, tan
aturdida y sofocada, que no hay tiempo para sutilezas, porque el tiempo no se
detiene como para mirar a los ojos al niño con la cajita de madera que limpia
los zapatos.
II
Un niño es un niño, aquí y en la China; tóquele lo que le toque. Pero las
calles solitarias, sin ley y sin rumbo, desarman las ilusiones y la fantasía; es un
proceso de deconstrucción de la infancia, a la fuerza... La Navidad, la “feliz
Navidad” no viene para todos. El día de la Noche Buena, fuera de los cálidos
hogares, tú, mi niño mago, te retorcías de hambre y de frío, te dio la pálida.
Con suerte, como la niña de los cerillos o como Panchito Mandefuá, te irás a
cenar con el niño Jesús o a reencontrarte con tu abuela; y en ese viaje Dios
quiera y te aguarde un sabroso banquete. Pero Vicentico, niño mago de este
relato, aprendió a resistir, a quedarse quieto entre las sombras que le querían
desnudar y robarle la inocencia, que se empeñaban en arrancarle la dulzura del
amor... Aprendió a no dejarse ni de los perros rabiosos; “el que pega primero,
pega dos veces”. Así seguía adelante Vicentico, con rabia, pero sin perder la
ternura, cuidando su secreto, su tesoro: La Fuente de las Mariposas.
III
Cada día lo despertaba la luz cegadora del sol, si lograba dormir o si
antes ya no le habrían despertado los puntapiés de algún policía que tenía
ordenes de desalojar plebeyos de los rincones, para que no se afearan las calles
de turistas y así dijesen; “¡Uy que niños tan feos hay en este país!”. Es que
dormir bien, aunque fuese un poquito, era lo más importante; soñar y volar. Y
en los sueños si le pegaban no dolía, no le daba hambre y además veía a su
abuelita. Su abuela que antes de morir en un lecho de extrema pobreza le
regaló un secreto a Vicentico: “En esa barriguita tuya hay una fuente de
mariposas... Lucha mijo, lucha, yo ya no tengo remedio... Vete pa' la calle y
aunque el hambre te muerda duro, no pierdas la ilusión, se fuerte y no vayas a
dejar que tus mariposas un día, así por así, se vayan volando sin que sea el
momento, ellas habrán de salir un día y tú serás feliz”. Y Vicentico vio cuando
su abuela se quedó pétrea, y tan blanca como era, con sus cabellos canos y sus
ojos grises, soltó una bocanada de bellas mariposas de colores por su boca,
nariz y oídos.
IV
El día de la Noche Buena ahí estabas tú, mi niño mago, bajo el elevado,
bajo el puente, a la intemperie... Nada había cambiado para ti. Tú seguirías
allí, apretando el dolor y aguantando la mordida profunda de la inanición...
Ahí estabas pegado en un rincón, febril, y alguien se te acercó y te ofreció una
calada, de esas que te ayudaban a aguantar... Y la calada fue buena, era como
estar dormido despierto y disolverse en la nada o fusionarse con el todo...
Luego fueron dos o tres caladas más y los ojos de rojo fuego y la
yuxtaposición de lo que está lejos que se viene cerca y lo que cerca está que se
va lejos y te vino la risa, una explosión de risa, risotada y carcajadas como
para morirse... Reíste de ti, de tus colegas y de tu desgracia que era la misma
de ellos y te vino la pálida y la misma rigidez pétrea del rostro gris de tu
abuela... Y tu boca abierta, maguito de mi alma, tu boca, tu nariz y tus oídos
desprendiendo a borbotones las mil y una mariposas tuyas, de tu vientre
templado y hambriento, las mismas mariposas de tu ilusión y de tu inocencia,
que ahora estaban por toda la ciudad... Las mismas mariposas que condujeron
al fotógrafo errante de las calles, que se llevó las imágenes de primicia para
venderlas a los diarios de la localidad y que tu rostro con su larga sonrisa
fuesen la noticia de primera plana; “El extraño caso del niño que comía
mariposas”... ¡Adiós mi niño mago! ¡Adiós y buen viaje!

La tentación.
Los dos ojos como hojas filosas e hirvientes de algún acero fundido,
adhiriéndose a la piel canela. Los ojos ensartándose en la piel joven, morena y
tierna. El fuego de la adolescente con el diablo a hurtadillas, queriendo tomar
al toro por los cuernos; la incipiente belleza de la flor púber, el natural carácter
seductor femenino destilando su veneno, sus mieles exquisitas... Todo
conjugándose, confabulando hacia la perdición del hombre, el mismo infierno
ardiendo y provocando con la manzana de Adán: fruto prohibido, fruto
tentador y lujurioso.
Los ojos buscando insistentemente las recién formadas caderas de mujer,
la persecución suicida de los ojos ahora contemplando los senos exuberantes.
Ella, la mirada pícara; toda contoneándose en una danza enlodada, instigación
al reducto de la condena del hombre. Los ojos del hombre que no pueden
contenerse; la moral, la ética, la profesión, todas ellas conjugaciones que le
mastican la conciencia. El buen juicio, el recto camino del educador que choca
con la tentación. Mas, aún los ojos se empeñan en el cuerpo adolescente: y es
una llama hiriente la que le quema por dentro, una presencia que condena y
castiga.
El Diablo a hurtadillas, como si de una prueba del temple del hombre de
estudios se tratase. El Diablo trepado en el torso de la muchachita que se echa
a un lado la crin, mira de soslayo al profesor y con provocación se da la vuelta
haciendo bailar las nalgas apretadas. No vacila en dejar resbalar una sonrisa
consciente de su tentación... La de sus atributos físicos. Resbala la sonrisa y se
muerde el labio inferior por un costado, el dedo en la boca, la lengua
resbalando; el hombre sobreponiéndose a la tortura, recto como debe ser un
profesor. La muchacha que siente que pierde fuerza en sus artes seductoras le
pincha el hombro, tímida, sosteniendo el manojo de cuadernos delante de sus
pechos y con la otra mano se muerde el índice: -¿Me podría decir la hora
señor?-. El hombre tiembla, le coge por sorpresa y trata de encajar la vocecilla
de chiquilla en el cuerpo de mujer, de diosa. En ese instante castiga las voces
que lo corrompen en su silencio y tartamudea la hora. En su intimidad es
vencido por las voces y las imágenes perversas que lo acosan, se funde con la
autosatisfacción, se desfoga para poder aliviarse de aquella locura, de aquel
sentimiento. Mas éste sólo lo invade cada día más, lo lacera, crece como una
llamarada alta, lo invade como hiedra, hiedra maldita.
Entonces comienza a evadir a la doncella, a su presencia lujuriosa. Y
mientras más trata de evitarla más la encuentra, en los lugares más
inesperados. La encuentra en la clase, es su alumna. Ella lo tienta, se retrasa y
se resbala por la puerta con su risa, con su lengua resbalando, el índice entre
sus dientes: -¿Puedo entrar profe?-, y el profesor trémulo, casi sin mirarla le
hace señas de que entre. Apenas si puede contener su turbación, la mira con
firmeza para atender a sus dudas o para llamarle la atención. Pero sus
ademanes endemoniados le hacen perder el timón de su barco. “Pase al
pizarrón”, “para ver su cuaderno” y la tensión aumenta. En la revisión la joven
se apoya con sus codos en el escritorio y se bambolea haciendo chocar sus
nalgas y muslos contra el profesor. Él trata de domar el ímpetu de la niña
hecha flor, fruto maduro en su punto más delicioso; corrigiendo, amaestrando
su animal salvaje y desaforado.
La tribulación es grande y no hay desahogo que destierre a la belleza
prematura de su mente y de su cuerpo. Se hunde en su tremedal de lujuria, su
feroz animal se ha hecho indomable; es un volcán a punto de explotar. En la
más honda desolación se reúne con viejos amigos y entre tragos manifiesta su
desazón. Los amigos le dan solución al inconveniente; le invitan al burdelito
nuevo, donde hay mucha ricura y seguro que con una buena sacudida se le
quita aquel pesar. El profe accede, pero todo en grado 33; pues adónde diablos
se le iría la reputación si aquello se supiese.
Ya en el burdelito se sienta en la sala a esperar. Va con lentes de sol,
chaqueta y sombrero. Se sonroja, pues no está acostumbrado a los menesteres
de putitas y cosas de ese estilo. Además, no quiere que lo vean, que lo
descubran, porque si no, ¡ay Dios! La matrona lo conduce al último cuarto
luego de cruzar un solar de palmas de coco, aguacates, cambures y morichales.
La matrona lo deja: -¡Aquí es profe! No se ruborice, aquí no estamos pa'
echale la paja, no somos sapos. Aproveche que la que le voy a mandar es
nueva y tiernita-. Entra en la habitación. Una ráfaga helada se introduce por el
ventanal del baño y siente su sangre hervir. El corazón le salta al son de un
tropel de caballos y los pasos tímidos de la joven ya se escuchan en el
caminito de tierra. Entra en medio de la oscuridad. Una luz mortecina se cuela
apenas dejando entrever a la moza. Él prefiere cerrar los ojos y sorprenderse.
La siente despojarse de su ropa en la tiniebla para luego hundirse en la cama.
Él, ya despojado de sus ropas, se incorpora a su lado. Ella lo domina, lo
acaballa. Él simplemente se deja llevar. Siente que es imposible olvidar a la
flor de su tentación, pues mientras la mujercita le hace el amor con un vigor
celestial, él sólo siente que posee a su alumna. La siente sobre sí; con su carne
apretada, su piel canela y unos gemidos que suenan a su registro de voz. La
toma por las nalgas y siente que son las de ella, la besa y siente su rostro,
siente en sus jadeos su aliento, como cuando corrigiéndole el cuaderno ella le
hablaba muy de cerca.
Ahora él la domina, está sobre ella. Ella, entre el lodazal de sudores,
aliento, saliva y hálito de sexo fogoso y húmedo dice con voz de caramelo: -
Después de esto, ya no quiero ser puta... Quiero ser suya-. Luego de la última
exhalación y rugido triunfal, él se desploma sobre el cuerpo de ella y el
corazón le da un vuelco. -Dime que no eres ella...-dice- ¡Por favor!-. Ella silba
suavemente acallandolo con su índice y asiente con su cabeza entre las manos
del profesor. Éste da un salto de la cama y enciende la luz; se percata entonces
de la jovencilla de sus tormentos, con su sexo salvaje desflorado. La alumna
hecha una mujer con su risa resbalada y sus nalgas prietas. La alumna, ahora
satisfecha, gozosa y feliz.

La procesión infernal.
El sol era una brasa gigante que atizaba en el asfalto de la carretera, y
el vapor que se despertaba como un espectro siniestro transportaba la
bocanada putrefacta de los animales arrollados por los autos. En su funesta
danza aérea los gallinazos conformaban una coreografía ritual, para luego
descender, sorteando entre la velocidad del transito automovilístico, en busca
de un pedazo de carne podrida.
En la distancia, un hombre avejentado y de aspecto ruin trae consigo una
carretilla. Se detiene en algunos tramos de carretera y da una carrera: recoge lo
que puede, de entre el montón de carnuzos; en veces disputándoselo con
algunos de los carroñeros, que ya han descendido en busca de su sustento, en
veces arriesgando entre los autos, que acentúan la velocidad en la autopista.
Todo su esfuerzo consiste en colectar cuanta mascota muerta puede, que esté
aún reconocible y sin mucho tiempo de descomposición. A menos de un
kilometro de distancia, arriba al pueblo de San Cipriano, donde aguardan los
entristecidos dueños de sus mascotas desaparecidas. Entre el vapor candente
del mediodía se lo ve venir como ánima en pena; el rostro oseo y la risa
desdentada, entre harapos sucios y calzando un par de desgastadas chanclas:
“¿éste era su perro?”, “¿éste era su gato?”, y así iba preguntando a uno y a otro
que asentían o negaban. Luego cobraba la cuota correspondiente por parcela
en el cementerio de mascotas y por dar la sepultura a cada cual.
El sepulturero ofrecía dos modalidades de servicio; luego de dar con el
animal muerto y llevarlo a los dueños para que lo identificaran, explicaba que
podía dar sepultura si no estaba demasiado descompuesto, y la cremación; que
efectuaba en un sistema nada sofisticado y carente de las respectivas normas
de higiene. Si el contingente de animales muertos era formidable, es decir
numeroso, ofrecía una oferta al grupo de propietarios, en la que se podía
efectuar una cremación colectiva, pagando un precio más cómodo cada uno, o
en caso de elegir sepultura, sería una parcela única para varios animales. Cerca
del cementerio estaba la residencia del hombre; una vetusta casa en la que
vivía con su madre, que aborrecía a las personas de la comunidad. Detestaba
sentir a todos los dueños de mascotas tramitando el proceso de enterramiento o
cremación con su hijo, irradiaba su odio desde su encierro, profiriendo sátiras
e improperios para ahuyentar a la clientela. Nadie la había visto mas que de
lejos, como una sombra que sólo salía de noche, rodeada de gatos negros y con
flamas en los ojos. Se decía que era una mala mujer, una bruja que practicaba
la magia negra.
Con el transcurrir del tiempo, los dueños de mascotas se habían vuelto
muy precavidos con el cuidado de las mismas; las mantenían dentro de sus
casas y cuando las llevaban de paseo lo hacían con sus collares y cintas.
Podían evitar los decesos de sus mascotas a excepción de los gatos, que son
animales que se mantienen sueltos y son muy independientes. Esto mermó en
gran medida el negocio del sepulturero, pues ahora sólo lo solicitarían cuando
las mascotas murieran por enfermedad o de viejas. Con los gatos atropellados
no le daba suficiente para el sustento. Culpaba a la madre por su talante
sardónico en presencia de sus clientes y la constante saña con la que
despotricaba maldiciendo e injuriando. Le reprochaba a la vieja por la quiebra
de su negocio. Mas la vieja lo ignoraba inmersa en su mundo de pactos
infernales, coloquios con las ánimas y magia negra. Un día después de una
sesión ritual, la vieja dijo al sepulturero: -De hambre no vamos a morir... ¡Ya
verás! Jejeje-, con aire gélido y mirada abyecta agregó, -...Consígueme gatos-.
El estrafalario sepulturero, lleno de perplejidad ante la sentencia de la vieja,
obedeció a lo que ésta le pidió; buscaba gatos y los iba metiendo en un saco
grande de fardo y lo rociaba con un líquido adormecedor, así podía lidiar en su
empresa con mayor facilidad. Con el montón de gatos durmientes llegó hasta
el encierro de la vieja. Ésta le pidió que los apilara, y uno a uno les fue
haciendo una incisión en el cuello para extraerles la sangre y por la hendedura
insertar unas piedrecitas brillantes. Cosió los cuellos de los gatos, acabó el rito
con una confusa oración y dijo: -Ahora sólo hay que esperar a la medianoche-.
A la medianoche todos los gatos despertaban y, al contrario de su
habitual conducta de fieras miniaturas independientes, desfilaban solamente
ante las ordenes de la vieja, nada más que con un ademán de ésta marchaban.
En las solitarias calles del pueblo, los felinos poseídos conformaban una horda
maldita; en sus ojos brillaba un fulgor como de fuego. A medida que la
procesión infernal avanzaba, la vieja iba señalando las puertas de las casas y
los gatos se iban quedando en los vanos de éstas. Al finalizar del recorrido, la
vieja bruja daba ligeros aplausos, silbaba y los felinos comenzaban a
desprender un gas verdusco de sus hocicos; se abrían las puertas, los gatos
entraban y de vuelta en la puerta la vieja indicaba a su hijo que podían entrar.
Éste le seguía sin entender de que se trataba. Dentro de la primera casa la vieja
le demostró al sepulturero que podían hacer lo que quisieran; pues, dentro de
las casas todos yacían dormidos, como piedras; personas y animales. Para
demostrárselo al hijo, la vieja bailó por encima de los durmientes, gritó como
loca y por último lamió los rostros de las personas dormidas: -Están
completamente sedados, bajo los efectos de mis poderes... Ahora podremos
robar cuanto necesitemos, sin remordimientos, ya que aquí todos nos
detestan-.
Al amanecer del siguiente día nada parecía inusual, excepto porque
habían menos gatos en el pueblo y en todas las casas habían desaparecido
productos comestibles y de primera necesidad. Los vecinos estaban atentos y
discutían entre sí, sospechaban del sepulturero. Pensaban que quizá estaba
resentido de que no solicitaran más sus servicios. Aún más sospechosa era la
repentina desaparición de los gatos en los siguientes días; algunos llegaron a
pensar que el hombre los había raptado para no morirse de hambre
alimentándose de la carne de éstos. Por otra parte era sabido que la vieja, a
quien jamás habían visto durante la claridad del día, era una bruja malvada y
que podía estar tramando cosas diabólicas con los gatos.
En principio la vieja robó más que todo productos necesarios para
subsistir y se enfocaba en quienes más poder adquisitivo tuviesen, pero su
avaricia se fue convirtiendo en una fuerza que la poseía cada vez más en lo
sucesivo y robaba a dos manos. El infeliz sepulturero no estaba de acuerdo con
la conducta de la madre y sin embargo la secundó en todos los robos; era un
hombre muy cobarde y sucumbía ante su poder. Cuando ya los desmanes de la
vieja eran incontrolables y todo el vecindario estaba sumamente alarmado,
todos los dedos apuntaron a la vieja y destartalada casa de la bruja y el
sepulturero. Enardecidos se dirigieron en una gran horda hacia la residencia
maldita. Llamaban desde afuera, gritaban, chiflaban y no salía ninguno de los
dos. El sepulturero aguardaba con gran pavor, temiendo lo peor si conseguían
efectuar la intromisión. La vieja permaneció en su encierro, que era un sótano,
cuya puerta apenas se notaba en el piso de madera. Cuando la impaciencia
poseyó a todos los vecinos, éstos rodearon la casa y golpeaban con furia las
puertas y ventanas hasta desportillarlas. El aterrorizado sepulturero golpeó
desesperado la compuerta del sótano que estaba atrancada. La vieja ni se
inmutó ante las suplicas del desgraciado hijo. En el paroxismo de la
desolación sin remedio, con manos temblorosas, con ojos anegados en
lágrimas, el pobre hombre ató una soga del caballete de la techumbre. Sobre
un viejo comedor vería por última vez todo a su alrededor, todo el roído
mobiliario haciendo contraste con los bienes ajenos recientemente robados.
Templó la soga con violencia al dejarse caer el sepulturero y la turba
entraba tras terminar de desportillar puertas y ventanas. Vieron ante sí, el
horrendo espectáculo del hombre colgando cual miserable piñata. No hubo
tiempo siquiera de intentar salvarle. Todo lo demás que podía verse en la
escena hacía juego con el hombre: una casa en ruinas con viejos enseres y
apunto de derrumbarse. No había vestigio alguno de objetos robados por
ninguna parte. Toda la comunidad se miraba entre sí, compungida y con
profundo sentimiento de arrepentimiento, pues de los gatos tampoco había
rastro. Se retiraron con el pesar de la culpa. Sentían remordimientos por haber
acorralado a un pobre hombre que por mucho tiempo les había sepultado o
cremado sus mascotas. La vieja era un recuerdo terrorífico de un ser que en
ciertas noches creyeron ver en la distancia, acompañado de una procesión de
felinos. Era el recuerdo de una voz amarga y resquebrajada, lúgubre y
abyecta... Un mal recuerdo, un fantasma que según cuentan, aparece
repentinamente en las noches como una figura indescifrable; a su alrededor
mil luces, mil fuegos encendidos en pares, que son los ojos de los gatos
poseídos que la siguen por toda la eternidad en una procesión infernal.

La llave secreta.
Cuánta longevidad. Cuánta virtud. Cuánta soledad. De niño sobreviene
la curiosidad, la más grande y apreciable que se pueda tener en la vida, de un
mundo muy reciente ante nuestros sentidos... Todo deslumbra y todo es un
vasto universo inmensurable de extrañeza; el asombro por todo lo desconocido
nos sobrecoge y en sus manos, ávidos de una gran sed de penetración,
sonámbulos en el gran sueño que es la vida, nos dejamos convidar sin
condiciones, muchas veces tentados a caer y aprender del golpe la lección. ¿Se
puede pensar que es pura y banal estupidez esa inocencia? Verdaderamente
que no. Lo que realmente es estúpido es abandonar ese camino lleno de
inquietudes, de expectación por lo nuevo para entregarse, ya en plena
pubertad, al drama de la adolescencia, en el que la soledad del alma se hace
tan prominente y aúlla a la sazón de nuestros sentimientos. Al dejar atrás toda
piel de impúber, florecen las ínfulas de la “madurez”, apenas una incipiente
madurez que nos duele en nuestra intimidad y en la certeza de una vida frágil,
llena de inseguridades personales. El drama existencial. La soledad del alma.
La condena a la libertad, diría Sartre. Así, nos pasamos de listos, restando
importancia al asombro de lo virginal ante lo desconocido, y nos abandonados
en un despecho de no ser correspondidos, nos embelesamos en algo que ahora
tiene un relieve que antes no. Puente tendido entre la niñez y la adultez,
búsqueda del amor, caprichosa búsqueda, y ni siquiera sabemos qué es amar;
en todo caso la vida nos juega una treta de profundo desasosiego sexual,
desfogue y necesidad de fundirnos para alejarnos de nosotros mismos.
Orgiástica necesidad de lo extremo, de abandonarse, desaparecer, porque todo
adolece; transparentarse en sexo, alcohol o marihuana... ¡Ah! Así nos trae el
azar de la existencia: a empellones un poco y un poco a nuestra voluntad.
Mi asombro por la vida, por la insondable profundidad del
conocimiento, me ha cegado; como si de una terrible deidad se tratase, que
celosa custodiase los confines del universo y sus entresijos de la sed de
conocimiento del hombre, como si de la voluntad de algo más poderoso que
no puedo descifrar hubiese surgido mi ceguera... Me muevo a tientas. Aprendí
a descifrar el mundo, sin tentativas azarosas, por la agudeza que adquirieron
mis otros sentidos y aun un sentido más hondo; abstracción de mi sapiencia y
mi intuición: clara conjunción hacia la clarividencia del hombre sabio, que en
nada tiene que ver con quimeras o supercherías religiosas y charlatanas.
El viejo sonrió triste: “Esta paz es la guerra...y la llevo perdida. La
soledad me aniquila”. A su alrededor sólo libros, estanterías atestadas de
muchísimos libros; muchos de ellos muy envejecidos e inservibles. Por los
intersticios de una densa vegetación adherida a las paredes de la casa, que
obstruía las ventanas, colabánse delgados rayos de sol que delataban el polvo
hacinado en la recamara y que daban al recinto el único respiro de luz. La
reverberación de la luz solar hacía al anciano sentir los cambios del día; ésta,
junto con la lucidez intacta del invidente, le permitían pasearse por los
caminos laberínticos de los viejos arcones de libros, tocándolos, oliéndolos, y
así, percibiendo cuál era cuál de entre todos aquellos ejemplares; desde los
más viejos y decrépitos incunables, hasta los últimos libros que hubo
adquirido. En un hondo suspiro revivió momentos que ya le eran ajenos a su
actual vivir; se encontró ante sus dos grandes tesoros perdidos pero jamás
olvidados: Ángela y Dorita; su adorada esposa y la niña de sus ojos. Pero
también sobrevenían recuerdos de “La calle de las letras sangrantes”, club de
literatos e intelectuales anti-regimen-de-turno, y cafés donde tanta tertulia tuvo
lugar. Su vida fue esa separación de sus dos mundos: sus dos tesoros de amor
y el movimiento de insurrección y vanguardia de intelectuales literarios. Se
debatió entre dos aguas que no podían tocarse, se cambió mil veces el nombre,
se hubo de disfrazar en tantas ocasiones. Largas las noches de críticas
literarias, discusiones sobre la nueva cuentística, que si la metaficción del
relato fantástico, que si la rememoración de los amigos idos, prisioneros y
torturados o exiliados, o simplemente echados al abandono como él ahora.
Era un ritual constante de sentimientos encontrados, de un drama
existencialista no resuelto o mal resuelto quizá; en fin, un transitar de senderos
infranqueables e irresolutos... Sobre todas las cosas, muy por encima de todo:
Ángela, Dorita y su ausencia en la vida de ellas. Sin embargo, jamás un mal
amante, jamás un mal padre; amaba sin condiciones, las amó sin límites y aún
en su error las siguió amando en la forma que le fue posible, en la añoranza y
el arrepentimiento... Pero no fue capaz de hallar balance entre el amor a la
causa y el amor a la familia, amaba de ambas formas con corazón inmenso.
¿Pero cómo es que no puede un corazón tan grande dar balance a esos dos ríos
manando con tanta fuerza? Es cuestión de tiempo y uno no se da cuenta...
Algo llevaba en mi juventud y se quedó conmigo y me atontó; sí, esa
sensación de que hay tiempo para todo. Me embriagué en mis propias
ilusiones. Me embriagó el delirio de la lucha por los ideales. Me tocó elegir y
elegí mal. Un hombre no prefiere arreglar el mundo si el suyo inmediato está
cojeando. Un hombre no abandona a su mujer y a su hija, no puede amar otra
cosa si en el intento traiciona ese amor que es la base que edifica, que
construye para el porvenir propio y de la sociedad. ¡Ah, vaya! Un viejo una
vez dijo: “El amor es la muerte del deber”, y esto me hizo pensar y me sentí
contrariado; porque amaba a mis dos tesoros, las amo aún. Pero por otra parte
quería seguir en la lucha en que antes, de muy joven, ya había emprendido. Mi
convicción, mis compañeros de lucha, mis discípulos que se empeñaban en
seguirme los pasos no sólo en el arte de las letras, sino en la causa social. Me
hice grande. Me llamaban maestro, ¿y para qué? Heme aquí; frágil, viejo,
demacrado y solitario... Abandonado por mí mismo, porque es el curso de mis
elecciones erradas él que me ha conducido hasta este umbral de soledad.
La memoria constantemente lacerando al viejo. Lo había leído, y lo
sabía en verdad, que “el amor era la muerte del deber”. Pero ¿acaso no era
amor lo que sentía en cumplimiento del deber para con la sociedad y a su
misma vez el amor por su esposa e hija era también un deber? Ahora sentía
que había apuñalado su propia vida, que habíase apuñalado en el corazón y
que nada podía parar su hemorragia, su agonía, mas que la muerte, mas que un
milagro. Teniendo en sus manos el secreto de la felicidad de su mujer, de su
hija y de la suya propia prefirió una lucha sin gloria, sin mayores alcances; una
lucha quizá egoísta y egocéntrica. Una lucha para merecer un merito. Había
robado la felicidad de sus dos seres más maravillosos, los que más amaba...
Lejos habrán de estar, sin que yo siquiera pueda saber si viven o han muerto o
padecen alguna penuria. ¡Oh maldición! A mi alrededor este montón de libros
que no hacen sino postrarme, fustigarme, porque los conozco bien y cada
vestigio, cada detalle que percibo de ellos es una cadena de bellos recuerdos, y
en bellos recuerdos quedaron mis promesas incumplidas a mis amadas y están
también mis convicciones sujetas con garras de acero... ¡Ah mal de mi vida y
fuente de mi gozo y de mis tristezas! No puedo culpar a los destinatarios de mi
amor ni a quienes padecieron mi incorregible ser testarudo, no puedo culparos
de mis flaquezas y debilidad, ¡que mi condena es este vagar entre imágenes
repitiéndose y la formación de esta costra diaria, que arranco hasta exponer mi
carne viva y sangrante para sentir que aún existo!
Ángela supo muy bien, cuánto el hombre le quiso y del mismo modo
siempre lo correspondió. Tampoco había alguien tan querido por él como su
pequeña Dora, ella lo sabía y sin embargo aquel amor estaba siempre en otro
lugar, mezclándose con el amor por el bien común, por el prójimo. Fue un
hombre peligroso, de gran fuerza retórica y poder de convencimiento que le
costó mucho pesar. Se sabía fuertemente perseguido, extremadamente
vigilado, terriblemente amenazado y chantajeado con amenazas hacia sus dos
amadas. Fue así que lucho contra su voluntad para separarse de ellas, para que
no fuesen lastimadas. Su sabia mujer entendió que no quería hacerse odiar de
ella y la pequeña; la causa mayor lo obligaba a mostrarse parco, adusto y
distante. Terriblemente amarga y dolorosa tornabase la intensidad de la
persecución política. Debatiéndose entre dos aguas batientes el hombre pensó,
en más de una ocasión, en la mala combinación que era luchar por las grandes
causas y amar. No hubo tiempo para explicaciones. Era tarde para explicar
que debía entregarse por el bien de todos y que lo mejor sería que sus dos
amadas marcharan lejos. En la más insólita incertidumbre fue puesto tras las
rejas, sin noticia de sus dos tesoros. Durante largo tiempo la situación fue
inestable y represiva, y en la peor de las torturas resistía contemplando la idea
de que sus amadas estuviesen a salvo.
Cuando hubo de ver la luz nuevamente ya no estaba en casa. En el exilio
contaba ya con sesenta pesados años en la más profunda de las soledades,
entre libros y letras, en una vetusta casa de amplio jardín. Casa de ladrillos y
techumbre de teja, arropada por densa vegetación de plantas parásitas... Así,
hasta el último día del viejo en la casa, en el exilio, postrado entre los libros.
Primero los chiquillos de la cuadra comenzaron a merodear la casa que
en principio parecía abandonada. Se introducían por alguna ventana abierta o
desportillada y jugaban a que estaba encantada. Luego, enterados de que
estaba habitada, lanzaban piedras hacia el techo y el sexagenario les perseguía
con un grueso bastón de madera. Los pillos se cansaron de hacerlo y
decidieron pedir disculpas al anciano y visitarle asiduamente. El viejo les
regalaba caramelos, galletas y les hacía limonada. Leía para la muchachada a
viva voz haciendo que todos volaran en su imaginación. Era sencillamente
mágico. Con el transcurrir de algunos años, el hombre fue perdiendo la vista,
pero esto no mermó sus dotes de contador de historias; pues sabía de memoria
los libros y las contaba en sus propias palabras y en algunos casos improvisaba
otras historias o alteraba las ya conocidas. A cambio de tan magistrales
funciones, los niños se encargaban de bañarlo, vestirlo y en la decrepitud de
sus años lo habían convertido en un juguete; un monigote al que podían
pintarrajear, disfrazar a su antojo y por supuesto cuidar. Hubose convertido en
el juguete favorito de los niños. De este modo, la melancolía del pobre se
atenuaba, mermaba un poco y la vida se hacía más llevadera. Pero cuando
alguna chiquilla reía de forma agraciada o recitaba algún trabalenguas en voz
alta y chirriante, sollozaba como un bebé sin parar de musitar y
progresivamente ir elevando la voz, hasta exasperar a todos los chiquillos,
llamando a su Dorita. Un día, en medio de uno de esos delirios, le suplicó a la
madre de uno de los niños, a quien creyó su Ángela, que le perdonara, que
jamás la volvería abandonar, y repetidas veces la llamaba por el nombre de su
amada. La mujer se afligió al ver al pobre anciano en sus achaques delirantes,
pero luego el niño le explicó que éste solía padecer aquellos delirios.
A pesar de los lapsos alucinantes, el anciano conservaba una lucidez
brillante, excepcional podría decirse; aquellos momentos de delirio venían a
ser como un juego que le permitían desahogarse. Al pasar unos años más, los
jovencitos que ya entraban en la pubertad hubieron perdido el interés de visitar
al viejo. Con ello las siguientes generaciones de niños fueron perdiendo la
vieja costumbre y sólo de vez en cuando, iban a dejarle golosinas y frutas en la
puerta de su casa. El anciano, más solitario que nunca, se aferró a la costumbre
de recorrer sus anaqueles de libros al mismo tiempo que recorría senderos de
su memoria en los que postrarse en su ya inmensa soledad. La costumbre de
tocar, oler y abrazar los libros, al intentar recordar de memoria sus contenidos,
era un afán de aferrarse a lo poco que le quedaba. Un viernes a mediodía,
sintió una presencia de seres en su casa. Parecía que los niños habían vuelto,
otros niños, quizá inspirados por los relatos de aquellos que fueron pioneros en
ir a aventurarse en la casa del viejo solitario. El esperanzado anciano tanteó a
través la niebla de sus ojos y con su bastón. Silbó y rumiaba entre los
laberintos de sus arcones; ¿quién anda ahí? ¿quién merodea? ¿sois vos? sí,
¿sois vos? ¡lo sé! ¡no seáis tímidos! En un instante, fuera ya de la biblioteca,
buscando por aquí, buscando por allá, escuchó un estropicio entre sus
anaqueles de libros y luego unas risas mínimas, ahogadas, como si de quien
proviniesen no quisieren ser escuchados. Entró y cayó de bruces sobre una pila
de libros regados por el piso. Estaba aturdido y confuso, pues nunca sus
ejemplares, desde que comenzó su ceguera, habían estado en semejante
desorden. Al querer incorporarse, se sintió sujeto por los hombros y elevado
hasta quedar suspendido a unos centímetros del piso. El viejo no sabía qué le
sucedía, pensó que quizás estaba soñando. Luego comenzó a sollozar creyendo
que probablemente aquello era la muerte, que lo elevaba para llevárselo.
De los hombros estaba siendo sujetado por unas garras, y mientras lo
elevaban se bamboleaba de un lado a otro. Los seres que lo manipulaban lo
llevaron hasta el mecedor en que siempre se sentaba a leer o meditar, en medio
de los arcones de su biblioteca. Sobre los libros desparramados sintió el sonido
de un correteo de pequeños roedores. Luego saltos, risas y una vocecilla dulce
y juguetona que recitaba un párrafo de uno de sus libros y luego más risas
traviesas ante lo recitado. -¡Ah vaya!- El asombro del viejo era grande. Sentía
que el mundo era reciente como cuando era niño. Lo sobrecogió la idea de
renacer, de recomenzar; se sentía invadido y lleno de incertidumbre. Ahora los
extraños seres que hacían de las suyas sobre la pila de libros se subían al
mecedor y se escurrían por entre las mangas de su camisón, la hacían
cosquillas y reía. Soltó una carcajada sonora de las que ya hacía tiempo no le
salían. Los dos seres que le habían sujetado de los hombros le rociaron un
polvo fino que le hizo estornudar y lanzar lejos a los que le hacían cosquillas.
Tras el gran sacudón del estornudo, cayó en un sopor denso pero breve, y de
manera lenta fue despertando e incorporándose pleno de asombro; pues la
vista le estaba siendo devuelta. Veía turbio y sentíase encandilado, como si
fuese un bebé recién salido del útero de su madre, y lo que vio lo dejó aún más
perplejo: los pequeños traviesos que jugaban entre los libros eran duendes
diminutos y las responsables de devolverle la visión y de haberlo sujetado
hasta incorporarlo en el mecedor era un par de hadas. Progresivamente la vista
fue haciéndose más clara y veía. Seguía pensando en que estaba soñando...
Los duendes se enfadaron por la incredulidad del viejo y lo halaron por
las piernas haciéndole caer de golpe. Otro, el que había recitado, le lanzó un
libro pequeño. -¡Ah sí! ¿Esto también es sueño? Miradnos, no eramos quienes
pensabais...- Ahora el viejo sí que estaba fascinado, fulguraba en alegría a
pesar del golpazo que recibió al ser halado. Era como un niño que reía de
emoción, se divertía con los pequeños. Retozó hasta que recobrándose del
alborozo prestó atención al librito que le habían lanzado: era un ejemplar que
no estaba en su colección. Nunca había adquirido aquel libro, conocía muy
bien cada uno de los ejemplares que estaban en su biblioteca. Éste lo dejó
pasmado. Al tomarlo sintió un escalofrío y le costaba abrirlo: -Adelante, no
temáis... Debéis leerlo-. El viejo se encontró con una dedicatoria: “Querido
padre, con gran dolor hubimos de separarnos de vuestro amor. Siempre supe
que nos amaste sin condiciones, mamá siempre me lo recordaría... Pero que
triste que nuestros destinos se tuviesen que separar... Ahora tengo un secreto
que es una llave para ti. Después de mi corta vida, desde este plano he
descubierto maravillas, entre ellas un pasadizo para reencontrarnos... Mamá
también está conmigo. ¡Ya no vas a estar más solo! Alguna vez me
confundiste con alguna niña o a mamá con alguna otra mujer; no eran simples
impresiones ni fruto de tus ansias, realmente me escuchaste y a mamá
también. Esos niños se han ido. Lo sé. Te los envié y quería aliviar tus penas
mientras encontraba este pasadizo. Bueno, ya es suficiente... Por favor, sigue
leyendo. Tu siempre adorada Dorita. ¡¡¡Besos!!! ”. Postrado en un mar de
lágrimas, el viejo leyó cada línea de aquel libro, sin parar un solo momento.
Todo cuanto leía se iba proyectando ante sus ojos como una película. Al final
de la lectura, los duendes, las hadas y él fueron engullidos por un remolino que
surgió del libro, tragándose incluso la biblioteca con todos sus arcones.
Al pasar de los días el vecindario presentía la ausencia del viejo
melancólico en su casa; lo escuchaban quejumbroso lamentarse, recitar largos
episodios de novelas o cantos poéticos, lo escuchaban aullar ahogado en su
llanto perenne llamando a sus dos amadas... Pero no por aquellos días, no más.
Las golosinas ofrendadas por las señoras del lugar estaban derretidas y las
frutas comidas por los roedores, sin la más mínima evidencia de haber sido
siquiera tocadas por el anciano. Inquietos y preocupados por la situación, toda
la comunidad se hubo reunido y llamaban por toda la casa, golpeaban la
puerta, las ventanas, y nada fue posible. Forzaron la puerta principal y
recorrieron la casa abandonada sin vestigio alguno del viejo; ni vivo ni
muerto. En el recinto de la biblioteca, que era la última estancia por revisar no
había absolutamente nada, excepto el mecedor y sobre éste un pequeño libro.
Un niño que se introdujo entre la muchedumbre cogió el pequeño tomo y leyó
el título:
“La llave secreta”, cuya autora era una tal Dora.

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