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Rubén Jesús Jiménez Ríos

Una de las polémicas que se han suscitado en torno al examen, es su papel que ha jugado en
las políticas económicas como medio de la distribución de los bienes. Condición que ha sido
perjudicial en el ámbito educativo.
Desde que se adoptó la visión económica, los aspectos educativos han quedado
relegados a la consideración de los académicos y no de los administrativos de la educación.
Dado que se ha transformado en un negocio lo que se ha denominado “escuela”, se han
trasformado las visiones que se tienen sobre los alumnos, los profesores, las instituciones
físicas, etc. Se han vuelto insumos, productos, fábricas de conocimiento siendo regidos por
conceptos que no devienen del campo educativo, sino del empresarial. Esto tiene una
importancia de gran tamaño dado que las reglas que regulan el mercado se caracterizan por
cuantificar el desarrollo humano, tratan de verlo como recurso. En sí, esto sólo afecta cuando
lo que se persigue tiene un sentido diferente al planteado por el sistema.
Uno de los artefactos que mayores implicaciones han tenido, ha sido el examen. No
sólo dejó de servir como un medio para poder evaluar el proceso educativo, sino que se
convirtió en un instrumento de control social. Dado que, según las ideas de Foucault, se
realizaron inversiones en los papeles que representaban tanto los exámenes como los sistemas
educativos, se llegó a un eslabón donde las preocupaciones cambiaron. Se les imbricó a los
exámenes todas las responsabilidades sociales, y se movió la vista de los apartados
gubernamentales que debían garantizar el cumplimiento de una buena educación. Es más, se
podría decir que la génesis de los problemas sociales ahora se piensa directamente
relacionada con el fracaso escolar, el cual es “evidenciado” por medio del examen. Bajo esa
lógica, se pretendió una mejora de los exámenes en vez de los sistemas de enseñanza. A pesar
de que se empezó a culpabilizar a los profesores por el bajo nivel de aprendizaje (en cuyo
lugar sí juega un papel importante), la culpa giró en torno de lo que los alumnos sacaban en
los exámenes y no si en verdad los alumnos estaban aprendiendo o no.
Es claro que cuando se juntan las visiones económicas y los “medios de evaluación”,
se podrá vislumbrar una forma pertinente de cómo ser eficaces y eficientes con respeto al
dinero que se invierte en educación. El papel que juega en el examen acá está subyugado a
la lógica del ingreso. Esa lógica, por dicotomía, implica exclusión. Bajo ese sentido, tener
una herramienta que pueda servir para hacer esta exclusión ha servido para justificar los
problemas educativos del país. Frases como “no entró a la educación media superior/superior
porque no cuenta con las habilidades necesarias, y eso se vio en su examen de admisión” son
reflejo de que el sistema ha funcionado bien. Ya no se tiene que juzgar si el sistema sirve o
no, y si los pocos espacios educativos son suficiente para la demanda escolar o no. Ahora
implemente se pueden excusar bajo la consigna de la responsabilidad propia. De que de uno
depende que se tenga la mejor educación o no, incluso cargado, a veces, de discursos
innatistas. Eslogan del tipo “la escuela la hace el estudiante” a pesar de las nobles intenciones
de sus representantes, sólo reflejan que el discurso económico se ha instaurado perfectamente
y que la reproducción trabaja de manera óptima. Tomar al estudiante al margen de sus
circunstancias particulares sólo hace que se refuerce más la brecha que existe entre la
responsabilidad de uno, y la de los institutos educativos, brecha que se acrecienta vía la
importancia que ya tiene per se el examen.

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