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LAS CIEN OBRAS MAESTRAS

DE LA LITERATURA y DEL PENSAMIENTO


UNIVERSAL

PUBLICADAS BAJO LA DIRECCIÓN


DE
PEDRO HENRfQUEZ URE~A

21

JEAN RACINE

FEDRA
ANDRÓMACA - BRITÁNICO
ESTER
JEAN RACINE

FEDRA
ANDRÓMACA - BRITANICO
E S TER

EDITORIAL LOSADA , S. A.
BU EN OS A IR ES
Tr.ducción de Nydia Lamarque

PRINTED IN ARGENTINE

Queda hecho el depósito q uo


previene la ley núm. 1172}

~,rarc;\ y características g dfica:; rcgi:,tr.hbs

Co py ri ght by Editorial Losada, S. ."'.


Buenos Aires, 1939
N T R O D U e e o N

Racine es una de lal:; altas personificaciones del ge·


nio francés; para sus compatriotas, S11- obra es la más
acendrada y pura. Q1l.Íen no ama a Racine no entiende
íntimamente a Francia .
Sorprende, a p1'imera vista, que ni en España ni en
la América española se haya estudiado ni tTaducido a
Racine d1trante dos si.qlos de i n fluencia fTancesa cons-
tante *. Los autores de q1tienes hemos tomado ejemplo
son siempre los del día o los de la víspera; raTaS veces
los de siglos anteriores, como en el caso de Moratín adap-
tando a Moliere. Racine sólo influye en nuestro teatro cla-
sicista a través de sus descendientes fTances es e italianos
del siglo XVIII. En la época romántica aprendimos de la
pasajera reacción fmncesa - con Víctor Hugo y Sainte-
Beuve en S11-S comienzos - a sacrificarlo como víctima
fácil en los altares de las divinidades poéticas que el ro-
manticismo ensalzaba. D espués, rutinarios , nos hemos que·
dado en la pueril actitud de 1830.
Inglaterra, que como nosotros había sido indiferente
a la .qloria de Racine, ha modificado su actitud en este
siglo, después del luminoso estudio críti co de Lytton Stra·

* La primera traducción sistemática de Racine en castellano es


la presente, que debemos al cuidadoso esfuerzo de 1(]J distinguida
escritora (]JTgentina Nydia Lamarque. Como traduccion.es sueltas sólo
conocemos la de Berenice, en verso, del estimado poeta español Juan
Chabás, y una anónima, en prosa, de Fedra. En el siglo XVIII se
hizo una que otra adaptación, y hasta una imitación burfesca de
Ifigenia (José de Cañizares).
INTRODUCCION

chey, el gran disector de la era victoriana. T. S. Eliot, el


pqeta innovador y crítico agudo, jefe de esc'uela numero-
sa, habla de la aptitud para gozar de Corneille y de Ra-
cine: "No quiero decir meramente conocer sus tragedias,
ni siqniera saber declamar sus versos; quiero decir el in-
mediato deleite en su poesía. Es ésta una experiencia que
puede llegamos tarde en la vida, o tal vez nunca; pero si
nos llega -hablo sólo desde el punto de vista anglosa-
jón -, es una iluminación. Y está muy lejos de corrom-
per nuestro goce de Shakespeare o disminuir n'uestra ad-
miración. La poesía no hace tales daños a otra poesía,' la
belleza de una especie no hace sino abrillantar el lust-re
de otra especie".
Racine es la culm,inación de una forma artístir.a, la
"tragedia clásica" : la fórmula se inventó en el Renari-
miento italiano, sobre supuestas bases griegas, y se aco-
gió y rer.ibió toques finales en Francia, mientras la 1'e-
chazaban España e Inglaterra. Res1Gltaba difícil acomo-
darse a la irracional timnía de las tres unidades - ac-
ción, lugar y tiempo - ; sólo Racine logró insertarse en
ellas sin dificultad - sin las dificultades de Corneille ,
por ejemplo -. porque ideó sus .tragedias como simples
momentos de crisis y desenlace: cuando se descorre el te-
lón, ya son antiguas Zas pasiones en conflicto, ya .está pre-
par.ada la crisis; sólo falta provoca1'la y resolverla. Con el
contenido de una tragedia de Racine, Shakespeare o Lo·
pe habrían hecho apenas el acto final de una de sus obras.
Dos siglos desptGés, Ibsen repetirá el procedimiento, no
bajo prescripción retórica de ningún Boileau, sino por
espontánea necesidad de concentración. Con una ventaja
para Racine: Ibsen, para provocar la crisis, echa mano a
veces de algún secreto que ha de descubrirse y desenca-
denar el dmm.a; en Racine no hay necesidad de seC1-etos:
las pasiones mismas, con su violencia, sorprendidas en
punto de crisis, le bastan. De esta tensión inicial da ejem-
plo, expresándola en honda y tem.pestuosa poesía, el pTi-
INTRODUCCION

'mer acto de Fedra, con el delirio de la heroína, en diálo-


go con la confidente: delirio que Wagner repetirá en el
primer acto de Tristán e Iseo,

La obra de Jean Racine (1639 -1699) se compone ele


once tragedias, una comedia, Los litigantes (1668), poe-
sías sueltas, y escritos en magnífica p1'osa, entre ellos el
Compendio de Historia de Port - Royal, "ob1"a maestra de
la litemtura histórica del siglo XVII" , según Gustave
Lanson, y la versi6n de parte del Banquete de Plat6n y
de la Poética de A1-ist6teles, Las tmgedias son La Tebaida
o Los hermanos enemigos, 1664; Alejandro, 1665 (ambas
fueron representadas por Moliere) ; Andrómaca, 1667, éxi-
to comparable al de El Cid de Corneille en 1636; Británico,
1669; Berenice, 1670; Bayaceto, 1672; Mitridates, 1673;
Ifigenia, 1674; Fedra, 1677; después de doce años de silen-
cio: Ester, 1689; Atalía, 1691 .

Sainte - Beuve, en artículo de 1829, cuenta así la vida


del poeta:
Nació RaC'ine en el añ.o 1639, en La Ferié - Milon. En
edad tempmna quedó httérfano. Murieron, con breve in-
tervalo', su madre, que era hija de un p1"Ocurador del 1'ey
en el ramo de aguas y bosques , en Ville1-s-Cotterets, y su
padre, inspector de las salinas en La Fe1-té - Milon. A la
edad de cnatro míos, qued6 bajo el cuidado de su abuelo
materno, quien lo puso a la escuela, muy pequeño aún, en
Beauvais. Después de la muerte del anciano, pas6 a Port-
Royal-des-Champs, donde vivían retraídas su abuela 11
una de sus tías. De esta época datan los primeros detalles
interesantes sobre S'u infancia. El ilustre solitario Antoi·
ne Le MaUre se lig6 a él con amistad singulm', y se ve ,
en una cQ1·ta que se conserva, cuánto le recomendaba la
docilidad y el c'uidar l>ien, dumnte su a.usencia, sus volú-
menes de San Juan Cris6stomo. El a.dolescente Racine
INTRODUCCION 10

llegó rápidamente a leer de corrido los autores griegos:


los extractaba, les hacía anotaciones de su puño y letm, y
se ' los aprendía de memoria. Alternaban Plutano, El Ban-
quete de Platón, San Basilio, Píndaro o en las horas per-
didas Teágenes y Cariclea *. Ya manifestaba su naturale-
za discreta, inocente y soñadora, dando' largos paseos, con
algún libro (que no siempre leía), en aquellas hermosas
soledades cuyas dulzuras lo conmovían hasta hacerlo llo-
rar. Su talento naciente se ejercitaba desde entonces tra-
duciendo en verso francés los tiernos himnos del Brevia-
1'io, que perfeccionó más tarde; pero se complacía sobre
todo en cantar a Port-Royal, su paisaje, sus estanques, sus
jardines y sus praderas **.
Dejó Port - Royal después de tres años, y vino a Pm'ís
a cursar lógica en el colegio de Harcourt. Las impresio-
nes de piedad y severidad que había recibido de sus pri-
meros maestros 3e debilitaron poco a poco en el mun-
do nuevo a donde se vió arrastrado. Tuvo amistad con jo-
venes amables y disipados, con el abate Le Vasseur y con
Lafontaine, Hacía sonetos y madrigales galantes a hurta-
dillas de Port - Royal y de los jansenistas, que le envia·
ban cartas y más cm·tas con am,enazas de anatema. Des-
de 1660 se le ve en relaciones con los actores del Marais,
a propósito de una obra que no conocem,os ***. Su oda a
La Ninfa del Sena, para el casamiento del rey, la remiti6
a Chapelain, quien la recibió con la mayor bondad del
mundo y la retuvo tres días, haciéndole notas por escrito,
aun cuando estaba muy enfermo. Esta poesía valió a Ra-
cine la protección de Chapelain y una gratificación de
Colbert.

,. Se conservan //luchas nolas de Racine en sns libros, desde la


adolescencia hasta la jU1J,enlud. Son especialmente interesantes las
que hizo a la Odisea y a Píndaro.
•• El paisaje de Port-Royal, siete odas.
•u Amasia, que no flté aceptada ; proyectó además Los amor es
de Ovidio.
11 INTRODUCCION

Su primo Vitart , intendente del castillo de Chevreuse,


lo envió allí en una ocasión para que vigilara en su lugar a
los obre1'os, albañiles, vidrieros y carpinteros. Estaba el
poeta acostumbrado de tal manera al bullicio de París, que
se consideró como desterrado en Chevreuse; allí fechó sus
cartas de Babilonia. En seguida añade: "Leo versos y trato
de hacerlos; leo las aventuras del Ariosto, y yo mismo
tengo mis aventuras". Todos sus amigos de Port-Royal, su
tía, y sus maestros, mirándole así, en vías de perdici6n, se
con:certaron para sacarle del mal camino . Se le presentó
vivamente la necesidad de una p1'ofesión y se le decidió a
partir para Uzes en Languedoc, a casa de uno de sus tíos
maternos, canóni go regula?- de Santa Genoveva, con es-
peranza de una canonjía. Pasa el inviern o de 1661, la pri-
mavera y el estío de 1662, en Uzes; vestido todo de negro,
leyendo a Santo Tomás por complacer al buen canónigo,
y consolándose con la lectura del Ariosto o de Eurípid es;
mimado por todos los maestros de escuela y por todos los
curas de los alrededores, a causa de su tío, y consultado
por todos los poetas y enamorados de prov incia sobre StlS
versos, por su fama parisiense y su oda célebre sobre la
paz. Por otra parte, saliendo poco, fastidiándose mucho
en una ciudad donde todos los habitantes le parecían d'u-
ros e interesados como alcaldes, se comparaba a Ovidio
en la orilla del Mar Negro y nada temía tanto como co-
rromper con la jerigonza del sur el excelente y verdade-
ro francés, la pura harina flor de que se nutría pensando
en La Ferté-Milon , Chateau-Thierry y Reims. La natura·
l eza no le causa más que una mediana seducción: Si le
pays de soi avoit un peu de délicatesse, et que les ro-
chers y fussent un peu moins fréquents , on le prendroit
pour un vrai pays de Cythere; pero estos peñascos le mo-
lestan; el calor le sofoca, y las cigarras acallan las melo-
días de los ruiseñores . Encuentra muy violentas y exce-
sivas las pasiones de los meridionales; por su parte, sen-
INTRODUCCION 12

sible y moderado, vive de reflexión y de silencio; apenas


sale de su cuarto, y lee mucho, sin experimentar siquiera
la' necesidad de escribiro Sus cartas al abate Le Vasseur
son frías, finas, cmorectas, floridas, mitológicas y ligera-
mente burlescas; el ingenio sentimental y tierno que se
mostraría en Berenice asoma en ellas por todas partes;
abundan allí las citas italianas y las alusiones galantes;
no hay ninguna crudeza como las que. suelen tener los
jóvenes, ni detalles feos, y reina la más exquisita elegan-
cia hasta en la más estrecha familiaridado
Racine tenfa entonces veintitrés a.ñoso No completó
s u noviciado; se fastidió de esperar un beneficio que siem-
p1°e se quedaba en promesa; y reg1oes6 a París, dejando a
los can6nigos y su pmvincia, y en la capital gan6 una nueva
gratificaci6n con La Renommée aux Muses, y logr6 en-
trar en la corte y ser conocido por Despréaux y por Mo-
liih'eo La Tebaida siguió poco tiempo después (1664) o
Hasta entonces Racine no había encontrado en su ca-
mino sino protectores y amigos; su primer éxito dramáti-
co despert6 la envidia y desde ese momento su carrera estu-
ve sembrada de obstáculos y disgustos, bajo cuya acción
su irritable sensibilidad se vió a punto de agriarse o des-
alentarseo La tmgeclia de Alejandro (1665) lo indispuso
con Moliere y con Cmoneille; con Molihe, pmoque le reti-
ró la obra pam darla al Hotel de Bourgogne: con Cornei-
lle, porque el ilustre anciano le declaró, después de ha-
ber oído la obra, que anttnciaba gran talento para la poe-
sía en general, pero no para el teatroo Los partidarios de
Cmoneille tmta'ron de estorba¡o el buen éxito en las repre-
sentacioneso
Cuando apareció Andrómaca (1667) , se le 1epmchó
0

a Pirro un resto de femcidad; se le hubiera querida más


cortés, más galante y más completoo Esto era consecuen-
cia del sistema de Corneille , que hacía sus hé1"Oes de una
sola pieza, buenos o malos de la cabeza a los pies, a lo
13 INTRODUCCION

cual Racine respondía muy jui ciosamente: "Aristóteles,


muy lejos de pedirme héroes perfectos, quiere, al contra-
rio, que los personajes trágicos, es decir, aquellos cuya
desgracia constit'uye la catástrofe de la tragedia, no sean
ni absolutamente buenos ni absolutamente malos. No
quiere que sean extraordinariamente buenos, porque el
castigo de un hombre honrado no excitaría la piedad del
espectador, sino su indignación; ni quiere que sean pero
versos en demasía, porque no se tiene piedad de un ,faci-
ne1·OSO. Es necesario, pues que tengan una bondad media-
na, es decir, una virtud capaz de debil'i dad, y que caigan
en la desgracia por alguna falta que los haga dignos de
compasi6n sin que se l~s deteste".
Insisto sob1'e este particular, porque la gran innova-
ci6n de Racine y su más incontestable originalidad dra-
mática consisten precisamente en esta reducci6n de los
personajes heroicos a proporciones más humanas, más
naturales, y en el análisis delicado de los más secretos
matices del sentimiento y de la pasi6n. Lo q'ue ante todo
distingue a Racine, en la composici6n del esti lo como en
la del drama, es la sucesi6n l6gica, la perfecta liga de las
ideas y de los sentimientos; y esto se realiza porque en
su espíritu no hay vacíos y todo lo tiene motivado sin
réplica. En este género jamás se verá uno sorprendido
p01' cambios b1'uscos, pO?" los vuelcos sin transici6n n i
por las súbitas transf01'maciones de que tan a menudo
abus6 Corneille en la acción de sus caracteres y en la
marcha de sus dramas,
Bereníce le fué sugerida a Racine por la Duquesa de
Orleans, quien sostenía en la corte a los nuevos poetas y
en esta ocasi6n jugaba una mala partida a Corneille, po-
niéndole en campo cercado f1"ente a frente con su joven
1'ival,
Por otm parte BOileau, amigo fiel y sincero, defendía
a Racine contra el corrillo de autores, lo reanimaba de sus
INTRODUCCION 14

desalientos pasajeros y lo excitaba a fuerza de severidad


a progresar sin descanso. Esta diaria intervenci6n de
Bóileau httbiera sido funesta con toda seguridad a ttn au-
tor de genio libre, de verba impetuosa o de gracia negli-
gente, a Moliere o a Lafontaine, por ejemplo. A Racine
le fué muy provechosa, pues antes de conocer a Boileau,
y salvo algunas imitaciones a la italiana, seguía ya este
camino de correcci6n y de eleganCia continuas en que la
acci6n de su amigo lo mantuvo y afirm6. Creo, pues, que
Boileau tenía raz6n cuando se gloriaba de haber enseña-
do a Racine a hacer difícilmente versos fáciles; pero iba
un poco más allá si, como se asegura, le daba por pre-
cepto hacer generalmente el segundo verso antes que el
primero.
Transcurrieron diez años desde Andrómaca, que apa-
reci6 en 1667, hasta Fedra, cuyo triunfo es de 1677. Ani-
mado por la juventUd y el amor de la gloria, aguijonea-
do a la vez por sus admiradores y sus envidiosos, se di6
por entero al desarrollo de su genio. Rompi6 directa-
mente con Port-Royal; y , a prop6sito de un ataque de
Nicole contra los autores de teatro, lanz6 una carta dura
que caus6 escándalo y le atrajo represalias. A fuerza de
espemr y de solicitar, había obtenido al fin un beneficio,
y el privilegio de la prÍ1nera edición de Andrómaca fué
concedido "al Sr. Racine, prior de Épinai" . Un regular
le disput6 este priorazgo, y se inici6 un litigio en que
nadie entendía una palabra; Racine desistió fastidiado,
vengándose de los jueces con la comedia de Los litigantes,
que se diría escrita por Moliere, admirable farsa cuya
factura descubre un rincón escondido del poeta y hace
recordar q1te leía a Rabelais, Marot y aun a Scarron 1/
que ocupaba 1tn lugar en la taberna entre Chapelle y
Lafontaine. Esta vida tan llen.a, en la cual sobre un fondo
de estudio se sumaban las baraúndas literarias, las vzs~­
tas a la corte, la A.cademia a partir de 1673, y tal vez,
15 INTRODUCCION

como se ha sospechado, algunas tiernas debilidades en el


t eatro; esta confusión de disgustos, de placeres y de glo·
ria, retuvo a Racine hasta la edad de treinta y ocho años,
es decir, hasta 1677, época en que se desembarazó de estas
tmbas para casm'se cristianamente y para convertirse.
Sin duda, habían redoblado la tempestad sus dos úl·
timas obras, Ifigenia y Fedra; los autores silbados, los
jansenistas folicularios, los gmndes señores anticuados
y lo que había quedado de las preciosas, Boyer, Leclerc,
Coras, Perrin, Pradon, iba a decir Fontenel/e, Barbier·
d'Aucourt, sobre todo en el presente caso el Duque de
Nevers, Mme. Deshoulieres y el Hotel de Bouillon, se
amotinaron sin pudor, y las indignas maniobras de esta
cábala llega1'on a inquietar al poeta; pero al fin sus obras
triunfaron, el público se entregó a ellas y las aplaudió
con lágrimas; Boileau, que jamás adulaba, ni a sus amigos,
discernió al vencedor una magnífica epístola, bendiciendo
y proclamando afortunado el siglo que veía nacer estas
pomposas maravillas. Em por consiguiente el momento
menos oportuno para que Racine abandonara la escena,
donde resonaba su nombre; había razón para una em'
briaguez de literatura más que para el desaliento; así es
que su resolución fué absolutamente independiente de
estas habladurías rnezquinas , a las cuales se ha tmtado
de atribuirla.
Algún tiempo después, y ya pasados el p1'imer fuego
de la edad y los primeros fervores del espíritu y de los
sentidos, el recuerdo de su infancia. de sus maestros y
de su tía, religiosa en Port·Royal, conquistó de nuevo
el corazón de Racine; la involuntaria comparación que
estableció entre su pacífica satisfacción de antaño y su
gloria presente, tan amarga y desazonada, no podía lle·
varle sino al arrepentimiento de haber dejado una vida
regular.
'Este pensamiento secreto, que vivía con él, brota
ya en el prefacio de Fedra, y debió de sostenerlo, más de
INTRODUCCION 16

lo q1te se r.ree, en el. análisis pTOfundo q1¿e hizo de este


dolor virtuoso de un alma que maldiciendo el pecado se
entrega a él. Su propio corazón le explicaba el de Fedra
y si se supone - como es muy verosímil - que lo que le
retenía en el teatro contm su convicción era alguna afición
amorosa de la que le costaba t?'abajo despojarse, se hace
más íntima la semejanza y ayuda a hacer comprender
cuánto puso allí de desgarrador, de realmente sentido ..
Cualq1dem que sea el objeto moral de Fedra, está
fuem de duda: el gran A rnauld no pudo dejar de reco-
nocerlo, y así casi se comprobó la sentencia del auto?",
" quien esperaba, por medio de esta obm, reconcilia?' con
la tragedia cierto número de personas célebres por S1.¿
piedad y por su doctrina" .
Sin embargo, ahondando más, Racine, en sus refle-
xiones de reforma, juzgó que era más prudente y más
consecuente renunciar al teatro, y sali6 de él con valor,
pero sin grandes esfuerzos. Se casó, se reconcili6 con
Port-Royal y se preparó a sus deberes de padre en la
vida doméstica. Como el rey le nombrara histori6grafo
en esta época, y también a Boileau, no descuidó sus obli-
gaciones de historiador. Al efecto comenz6 por hace?" una
especie de extracto del tmtado de Luciano sobre la ma-
nera de escribir la historia, y se aplicó a la lectura de
Mézerai, de Vittorio Siri y de otros ... *.
. . . Conwille trat6 PO?' algún tiempo de ?'enunciar al
teatro; aun cuando ya iba declinando, no pudo sos-
tener su prop6sito y volvi6 p?-onto a la arena. Nada de
esta impaciencia ni de esta dificultad para contenerse
parece que turbara el largo silencio de Racine. Escribía
la hist01'ia de Port-Royal y la de las campañas del rey;
pronunciaba dos o tres discursos de academia y se ejer-
citaba traduciendo algunos himnos de iglesia . Mme. de

• Los trabajos históricos que escribieron Boileuu. )' Racine se


perdieron en el siglo XV/l/.
17 INTRODUCCION

Maintenon le sacó de su inacción hacia 1688, pidiéndole


una obra para Saint-Cyr; de ahí el despertar sobresaltado
de Racine , a la edad de cuarenta y ocho años; una nueva
e inmensa caTrera recorrida en dos pasos: Ester para
ensayarse, y Atalía para la pe7'fección
Nutrido en los libros sagrados, compartiendo las creen-
cias del pueblo de Dios, se atuvo estrictamente al 1'elato
de la Escritura, no se creyó obligado a mezclar a la ac-
ción la autoridad de Aristóteles, ni a introducir en. el
d,'ama una int?"iga amorosa: de todas las cosas humanas,
el amor, apoyándose sobre una base eterna, es la q1¿e
más varía en sus formas según los tiempos, y por conse-
cuencia, la que más induce en error al poeta ..
¿Lo confesaré? Ester, con sus dulces encantos y sus
amables cuadros; Ester, menos dramática que Atalía, y
con menos pretensión, me parece más completa en sí, y
nada deja que desea?" .
Este 1Joema delicioso.. de conjunto tan perfecto,
tan lleno de pudo?", de suspiros y de unción piadosa, me
parece el f ruto rná.s natural que haya producido el genio
de Racine, Es el desahogo más pUTO, la queja más en-
cantado1'a de esta alma tierna que no podía asistir a la
toma de hábito de u.na novicia sin ahoga?"se en lágrimas,
y de quien Mme, de Maintenon esc?'il>ía: "Racine, que
quiere llorm', irá a la profesión de la hennana Lalie",
En esta época compuso cuatro cánticos espirituales para
Saint-Cyr, q1W p1¿eden colocarse entre sus más bellas
obras,
Hay que lamentaT que no haya llevado más lejOS
esta especie de composición religiosa, y que no haya
acabado PO?' manifestar con originalidad, en los ocho años
siguientes a Atalía, algunos de los sentimientos persona-
les, tieTnos, apasionados y fervientes que g1wrdaba S1¿
corazón, Ciertos pasajes de las cartas a su hijo mayor,
en aq1tcllos días agregado a la embajada de Holanda, ha-
INTRODUCCIUN 18

cen soñar en una poesía interior y penetmnte que no


desahogó y cuyas delicias r'eser'vó para sí durante años
entcr-os, continuamente listas para desbordars e, o q1le
só lo vertió en la s oraciones, a los 7Jies de Dios, con las lá·
grimas de que estaua lleno .
Entonces la poesía, que for'maba parte de la litera-
tura, em tan distinta de la vida, que nada llevaba de la
una a la otra, y nadie tenía la idea de juntarlas; una vez
consagrado a los cuidados domésticos~ a los sentimientos
fmter'nal es y a los deberes de feligrés, el hombre levan-
taba una l1Hlmlla infranqueable, que lo sepamba de las
Musas. Por otra parte, como ningún sentimiento profun-
do queda estéril en nosotros, resultó que esta poesía. con·
centrada y sin salida era en la vida como un perfume
sec1'eto que se mezclaba a los actos más insignificantes ,
a las palabras más sencillas, tmnspirando por una vía
insensi ble y comunicándoles un suave aroma de virtud
y mérito. Tal fué el caso de Racine. Este efecto nos causa
la l ectura de las cartas que escribió a su hijo, ya homb1'e
mundano, cartas sencillas y paternales, escritas al amor
del fuego, junto a la mad1'e y en medio de los ot1'OS seis
hijos, cartas que lle¡;an en cada línea la huella de una
ternura grave y de una dulzura austera, y donde se mezo
clan ingenuamente los consejos de evitar las repeticiones
de palabras con los p1'eceptos de buena conducta y
con las advertencias c1'istianas *.
El acontecimiento doméstico más impo1'tante de lo s
últimos años de Racine fué la profesión de su hija meno?',
de diez y ocho años, en Melun. Habló a su hijo de la
ceremonia y describió los pormenoreS' de ella a su anciana
tía, q1¿e vivía aún en Port·Royal, donde era abadesa;

• Sus cartas, dice Lanson, son exquisil'as. De joven, dice Lemaítre,


fué suspicaz, irritable, vengativo, hasta ingrato, ávido de renombre r
de placer . .. En sus últimos quince o veinte años es bueno r virtuoso,
de virtud encantadora: su excesiva sensibilidad se había depurado en
los dolores y el arrepentimiento.
INTRODUCCION

no dejó de sollozar durante todo el oficio. De este modo


se escapan de aquel corazón deshecho tesoros de amor
y efusiones inexpresables; em como el aceite derramado
del vaso de María. Fénelon le escribió expresamente con
objeto de consolarle.
Murió en 1699, a la edad de sesenta años, venerado
y llorado por todos, lleno de gloria . .

En el tomo VI de su obm sobre POl't-Royal dice


Sainte-Beuve:
"Lo que nunca hay que perde1- de vista cuando se
juzga a Racine, hoy, es la perfecCión, la unidad y la ar-
monía del conjunto, que son la principal belleza .
':La unidad, la belleza del conjunto, en Racine, lo
subordina todo_ En los momentos mismos de la máxima
pasión, la volttntad del poeta, sin mostrarse, dirige, dom.i-
na, gobierna, modera. Hay la serenidad del alma superior
y divina, aun a tTavés de todas las lágrimas y de todas
las tentt¿ras. Éste es un género de belleza invisible y es-
piritual, ignorado de los talentos que todo lo ponen por
fuem ...
"Racine es un gran dmmaturgo, y lo ha sido espon-
táneamente, por vocación. Tomó la tragedia en las con-
diciones en que la encont1'ó, y se movió den tro de ella
con soltura y grandeza, adaptándola singularmente a Sg
propio genio_ Pero hay tal equilibrio en las facultades
de Racine y tiene focultades tan completas, disciplinadas
sin tumulto bajo su voluntad luminosa, que fácilmente
imaginamos que cualq1¿Íer otra actividad le hubiera dado
igualmente ventaja y gloria, sin que el ('q1lilibrio se romo
piera.
"Racine es tierno, se dice, es un dramaturgo elegíaco.
¡Guidado! El que ha escrito la escena del tercer acto de
Mitridates, y el Británico, el pintor de Burnls, ¿tiene
INTRODUCCION 20

acaso dificultad para maneja?' la tmgedia poLUica y para


sacar el drama severo del coraz6n de la historia?
" Así todo en Racine , Sería temerario negarle lo que
n o hizo: ¡tan perfecto, sin esfuerzo, fué en todo lo que
hizo! Me lo figuro a mamvilla fuera de la tragedia
Siempre y en todo tendríamos el mismo Racine, con sus
rasgos nobles, elegantes y escogidos, que cubren' su fuerza
y su pasi6n; siempre algo natural y pulido a la vez.
"Pero la forma dramática em la' que su tiempo le
ofrecía más amplia y digna de él; entr6 en ella de lleno,
y al t ercer paso ya era maestro. Derram6 en ella todos sus
dones . Sin salir nunca de la originalidad distintiva que
llevaba en sí y escondía en sus obras armoniosas, sin
dejar nunca de hace?' lo que s6lo él pOdía hacer, march6
siempre hacia adelante, variando sus avances, diversifi'
cando S1/.S tonos, llevando en todo punto sus cualidades,
aun las más tiernas y encantadoras, hacia la grandeza,
hasta que lleg6, después de la adorable serie de las Bere,
nices, las M6nimas y las Ifigenias, al carácter de Fedra,
tierno como el que más, y el más apasionado, el más an,
tiguo, pero ya cristiano, el más seducto?' a la vez y el más
terrible bajo su fulgor sagrado".

Jules L emaitre, en su libro de conferencias sobre


Racine (1908) , dic e:
" Su teatr o es el diamante de la literatum clásica de
Francia . N o hay teat'ro que contenga a la vez más orden
y más movimiento interior, más verdad psicol6gica y
más poesía
"Racine, al dedicarse al teatro, se encontr6 ya im,
puesta y aceptada la 1'egla de las tres unidades. " Impe,
raba un tono oratorio y aun enfático, resto persistente
de las primems trag edias francesas, en que se imitaba a
Séneca . Hasta se encontr6 con ciertas condiciones ma,
t eriales . Imagináos una repTesentaci6n de entonces: Au,
21 INTRODUCCION

gusto en sitial elevado, Cinna y Máximo en taburetes,


como en Versalles, los tres con peluca; a ambos lados del
escenario, jovenes espectadores sentados en bancos; lu-
ces que había que despabilar en los entreactos; la sala,
oblonga; una sola fila de palcos; la concurrencia del
patio, en pie."
"Racine suavizó la entonación antigua, demasiado
oratoria, Se contenta con el mediocre escenario que le
conceden, Se acomoda a las unidades y no las discute,
No le esto1'ban, Siente, al contrm'io, que le ayudan, obli-
gándole a concent?-a?'se,
"La acción se anuda sencillamente g1-acias a los ca-
racte1-es, las pasiones y los intereses de los personajes .
En ningún teatro es más continua que en éste la acción,
El drama está siemp1-e en marcha ,
"Una consecuencia del método racin i ano es que los
sentimientos y las pasiones, que el autor nos presenta a
m 'uy cm'ta distancia de la catástrofe, son violentos desde
el principio, y la violencia no puede menos que seguÍ?'
creciendo, Es una necesidad del sistema, confm'me al
mismo tiempo con el gusto de Racine, alma extraordina,
1"iamente sens'i ble y violenta " ,
" Como las muje?"es, se cree, son en general más sier-
vas del instinto y de la pasión que los hombres, el teatro
de Racine es femenino como el de Corneille era viril. De
Racine data el imperio de la mujer en la literatura (Lan-
son), Cuando pensamos en este t eatro, lo qlLe se nos apa-
rece en seguida son sus mujeres: las disciplinadas, las
púdicas, que no por eso sienten menos hondamente (A n -
drómaca, Junia, Berenice, Atálida, Mónima, Ifigenia); y
las desenfrenadas, sobre todo, las desenfrenadas en la
ambición (Agripina, Atalía), y más aún las desenfrenadas
en el amor (Hermíone, Roxana, Erifile, Fedra) .. , Todo ello
expresado en un lenguaje que es como creador de clari-
dad, con el cual, dementes lúcidas, se analizan en medio
INTRODUCCION 22

de su agitación, y que Teviste de aTmoniosa belleza sus


desórdenes más furiosos . ..
. "La tragedia de Racine es humanidad intensa. Y hu-
manidad verdadera.
"Esta Q1-mad'ura, sólida, preciosa, hasta dura, está too
da envuelta en poesía . .. Cada uno de S1.¿S asun-
tos despierta en él una visión . con su atmósfera pro-
pia Cada tragedia es un poema. Y es poético este tea-
t1'O por el leng7wje, el estilo, los versos. Es el lengua:ic
más pUTO que se ha hablado n u nca; nada ha enveJecido ,
sólo 7ma doce'na de palabras del vocabulario amoroso
(feux, flammes, chaines, bontés ... ). Sintaxis fácil, lIW!l
libre todavía Versificación flexible, de ritmo muy va-
?'iado
P. H . U .
F E D R A
PERSONAJES

TESEO, hijo de Egeo, rey de Atenas.


FEDRA, esposa de T eseo, hija de Minos y de Pasifae.
HIPÓUTO, hijo de Teseo y de An!íope, reina de las Amazonas.
ARlclA, princesa de la sangre real de Atenas.
ENoNA, nodriza y confidente de Fedro.
TERÁMENEs, ayo de H ipólito.
IsMENA, confidente de Aricia.
P .~NOI'E , mujer del séqu.ito de Fedro.
Gu.ardias.

La escena en Trecene, ciudad del Peloponeso


A e T o P It M E R o

ESCENA PRIMERA

H ipólito , Te rám ene.~

HIPÓLITO
Mi decisión está tomada: parto, querido Terámenes,
y abandono mi morada en la amable Trecene. Comienzo a
sonrojarme de mi ociosidad en medio de la mortal duda
que me agita. Separado de mi padre desde hace más de
seis meses, ignoro el destino de un ser tan caro; ignoro
hasta los parajes que puedan esconderlo.
TERÁMENES
¿Yen qué parajes vais, pues, señor, a buscarlo? Ya,
para satisfacer vuestros justos temores, he recorrido los
dos mares que Corinto separa; he preguntado por Teseo a
los pueblos de esas costas desde donde se ve al Aque·
ronte internarse en el reino de los muertos ; he visitado
la Élida, y , pasando el Ténaro, he llegado hasta el mar
que vió caer a tcaro. ¿Por qué nueva esperanza, en qué
comarcas dichosas, creéis descubrir la huella de sus pa·
sos? ¿Hasta quién sabe, quién sabe si el Rey vuestro pa-
dre quiere que se descubra el misterio de su ausencia?
¿Y quién sabe si, mientras temblamos con vos por sus
días, aquel héroe, tranquilo, y ocultándonos nuevos amores,
no espera que una amante engañada ...?
HIPÓLITO
Caro Terámenes, deténte y respeta a Teseo. Arre-
pentido para siempre de los errores de su juventud, no lo
retiene ningún indigno obstáculo; mucho tiempo hace
que Fedra fijó la fatal inconstancia de sus deseos y no
teme ya rival ninguna. En fin, al buscarlo cumpliré con
RACINE 28

mi deber, y huiré de estos lugares, adonde no me atrevo


ya a volver los ojos.
TERÁMENES
¡Eh! ¿Desde cuándo, señor, teméis la presencia <:!n
estos apacibles lugares, tan caros a vuestra infancia, y
cuyo retiro os he visto preferir al pomposo tumulto de
Atenas y de la cort2? ¿Qué peligro, o mejor, qué pesar os
arroja de ellos?
IUPÓLITO
Aquel tiempo feliz ya no existe. Todo cambió de faz
dE:sde que los Dioses enviaron a estas playas a la hija
de Minos y de Pasifae.
TERÁMENES
Comprendo : conozco la causa de vuestros dolores.
Aquí Fedra os atormenta y mortifica vuestros ojos. Ape-
nas os vió tan peligrosa madrastra, vuestro destierro se-
ñaló el comienzo de su predominio. Pero su odio, antes
dedicado a vos, o se ha desvanecido o bien se ha debili-
tado. Y además, ¿qué peligros puede haceros correr una
mujer agonizante y que desea morir? Fedra, herida por
un mal que ella se obstina en callar, cansada de sí misma
y hasta de la luz que la alumbra, ¿puede acaso maquinar
designios contra vos?
HIPÓLITO
No es su vana enemistad lo que temo. Hipólito, al
partir. huye de otra enemiga: lo confieso, huyo de esa
joven Aricia, resto de una sangre fatal contra nosotros
conjurada.
TERÁMENES
¡Cómo, señor! ¿Vos también la perseguís? ¿Alguna vez
la dulce hermana de los crueles Palántidas participó en
las conjuras de sus pérfidos hermanos? ¿Y debéis odiar
vos sus encantos inocentes?
HIPÓLlTO
Si la odiara no huiría de ella.
TERÁMENES
¿Señor, osaré explicarme vuestra fuga? ¿Acaso no
seríais ya aquel soberbio Hipólito, implacable enemigo de
las amorosas leyes y del yugo que tantas veces sufrió
29 FEDRA

Teseo? ¿Venus, tan largo tiempo despreciada por vuestro


orgullo, querrá por fin justificar a Teseo, y colocándoos
a la altura del resto de los mortales os obliga a incensar
sus aras? ¿Acaso amáis, señor?
HIPÓLITO
¿Qué osas decir, amigo? ¿Tú, que conoces mi cora-
zón desde su primer latido, puedes pedirme la retracta-
ción vergonzosa de los sentimientos de corazón tan fie·
ro y desdeñoso? Era poco que una madre amazona me
hiciera mamar con su leche este orgullo que te maravilla;
llegado a más madura edad, yo mismo me aplaudí al cono-
cerme. Tú, ligado a mí con fervor sincero, me ·contabas en-
tonces la historia de mi padre. Sabes cómo mi alma, pen-
diente de tu voz, se encendía con el relato de sus nobles
proezas, cuando me pintabas al intrépido héroe conso-
lando a los mortales de la ausencia de Alcides, ahogados
los monstruos y castigados los bandidos, Procusto, Cer-
ción, y Escirrón y Sinnis, y los esparcidos huesos del gi-
gante de Epidauro, y Creta humeante de la sangre del Mi-
nota uro. Pero cuando tú relatabas hechos menos gloriosos,
su amor ofrecido y recibido en cien sitios; Helena arre-
batada a sus parientes de Esparta; Salamina, testigo de
los llantos de Peribea; y tantas otras cuyos nombres mis-
mos han sido olvidados, almas por demás crédulas que su
ardor engañara: Ariadna contando sus agravios a las ro-
cas, Fedra por fin, raptada bajo mejores auspicios; tú
sabes que, escuchándote a mi pesar te rogaba a menudo
que abreviaras tu relato. Feliz hubiera sido si consiguiera
borrar de mi mente esa indigna mitad de tan bella his-
toria. ¿Y a mi vez me veré ligado yo mismo? ¿Y hasta
aquí me habrían humillado los Dioses? Tanto más despre-
ciable yo con mis cobardes suspiros, cuanto que una lar-
ga serie de hazañas excusa a Teseo, mientras que hasta
hoy ningún monstruo fué por mí domado que me otorga-
ra el derecho de caer como éL Y aun cuando mi fiereza
alcanzara a endulzarse, ¿hubiera debido yo escoger a Ari-
cia como su vencedora? ¿No recordarán ya mis extravia-
dos sentidos el obstáculo eterno que nos separa? Mi pa-
dre la repudia, y por leyes severas prohibe dar sobrinos
a sus hermanos: teme un retoño de su culpable tallo;
quiere sepultar sus nombres con la hermana, quiere que,
sumisa a su tutela hasta la tumba, jamás se enciendan
para ella los fuegos de himeneo. ¿Debo yo apoyar sus
HACINE :30

derechos contra un padre irritado? ¿Daré tal ejemplo de


temeridad? Y mi juventud, embarcada en un loco amor ...
TERÁMENES
Ah, señor, si ha llegado vuestra hora, al cielo no le
interesan nuestras razones. Teseo os abrió los ojos al que-
rer cerrároslos; y su odio, irritando un ardor rebelde,
otorga a su enemiga un encanto nuevo. En fin ¿por qué
espantaros de un amor casto? ¿No osáis ensayarlo, si
existe alguna dulzura en él? Seréis siempre fiel a vuestro
huraño escrúpulo ? ¡.Tememos extraviarnos en las huellas
de Hércules? ¿Qué coraje no ha tomado Venus? Vos mis-
mo, vos que la combatís, ¿donde estaríais si Antíope,
opuesta siempre a sus leyes, no hubiera ardido en púdico
ardor por Teseo? ¿Pero de qué vale afectar un desdeñoso
lenguaje? Confesadlo, todo cambia; y desde hace algún
tiempo se os ve con menos frecuencia, salvaje y orgulloso,
tan pronto hacer volar un carro en la ribera, o bien, há-
bil en el arte inventado por Neptuno, volver dócil al freno
un indomado corcel. Menos a menudo resuenan las selvas
con nuestro ~ gritos. Cargados de secreto fuego se agra-
van vuestros párpados. No es posible dudarlo: amáis, ar-
déis; perecéis de disimulado mal. ¿Consiguió agradaros la
encantadora Aricia?
HIPÓ LITO
Terámenes, parto para buscar a mi padre.
TERÁMENES
Señor, ¿no veréis a Fedra antes de partir?
HIPÓLITO
Tal es mi propósito: puedes anunciárselo. Veámosla,
puesto que mi deber me lo ordena. ¿Mas qué nueva des-
gracia perturba a su querida Enona?

ESCENA SEGUNDA
H i pólito, Enona, TeTáme nes

ENONA
¡Ay, señor! ¿que pesar puede igualar al mío? La Rei-
na llega casi a su fatídico término. En vano me aplico
a observarla día y noche : se muere en mis brazos, de un
31 FEDRA

mal que me oculta. Un eterno desorden reina en su espí-


ritu, y su inquieto pesar la arranca del lecho. Quiere ver
la luz, y su profundo dolor me ordena sin embargo que
haga apartar a todos Ya viene.
HIPÓLITO
Basta: la dejo en e<;te· lugar y le ahorro un semblante
odioso.

ESCENA TERCERA
FedTa, Enona

FEDRA
No vayamos más lejos. Quedémonos aquí, cara
Enona. No puedo más: me abandonan las fuerzas. La luz
que vuelvo a ver deslumbra mis ojos, y mis temblorosas
rodillas ceden bajo mi peso. ¡Ay!
ENONA
(Se sienta) ¡Dioses omnipotentes, que os aplaquen
nuestras lágrimas!
FEDRA
¡Cómo me pesan estos velos, estos vanos adornos!
¿Qué mano importuna, entrelazando todos estos nudos,
se t.omó el trabajo de reunir los cabellos sobre mi frente?
Todo me aflige y me molesta, todo conspira a dañarme.
ENaNA
¡Cómo se destruyen unos a otros todos sus deseos!
Hace un instante, vos misma¡ condenando vuestros injus-
tos designios, excitabais nuestras manos a que os adorna-
ran; vos misma, recordando vuestra antigua salud, que-
ríais mostraros y volver a mirar el día. Ya lo veis, señora;
¿y ahora, pronta a esconderos, odiáis la luz que veníais
a buscar?
FEDRA
Noble y brillante tronco de una familia desventurada,
tú de quien mi madre salia jactarse de ser hija, y que te
sonrojas acaso de mi turbación presente, ·Sol, vengo a
contemplarte por la vez postrera.
RACINE 32

ENONA
¿Cómo? ¿No abandonaréis tan cruel deseo? ¿Os veré
!liempre, renunciando a la vida, entregaros a los funestos
preparativos de vuestra muerte?
FEDRA
¡Dioses! ¡Así estuviera yo sentada a la sombra de los
bosques! ¿Cuándo podré, a través de un noble torbellino,
seguir con los ojos un carro huyendo en la carrera?
ENONA
¿Cómo, señora?
FEDRA
¡Insensata! ¿dónde estoy? ¿Y qué he dicho? ¿Dónde
dejo extraviar mi espíritu y mis deseos? Perdí la razón :
los Dioses me la arrebataron. Enona, el rubor me abrasa
el rostro: demasiado te dejo ver mis vergonzosos dolores ;
a mi pesa\', los ojos se me llt;nan de lágrimas.
ENONA
¡Ah, si habéis de sonrojaros, enrojeced por un silencio
Que encona más todavía la violencia de vuestros males!
Rebelde a todos nuestros cuidados, sorda a todos nuestras
razones, ¿queréis implacablemente dejar acabar vuestros
días? ¿Qué furor los detiene en mitad de su carrera'?
¿Qué encantamiento o qué veneno ciega su fuente? Por
tres veces las sombras han oscurecido el cielo desde que
el sueño no penetra en vuestros ojos, y por tres veces el
día ha arrojado a la oscura noche desde que vuestro cuer-
po languidecE:' sin alimento. ¿Por qué espantoso designio
os dejáis tentar? ¿Con qué derecho osáis atentar contra
vos misma? Ofendéis a los Dioses, autores de vuestra
vida; traicionáis al esposo a quien la fe os enlaza; traicio-
náis hasta a vuestros hijos desventurados, que precipi-
táis bajo riguroso yugo. Pensad que un mismo día les
arrebatará a su madre y devolverá la esperanza al hijo
de la extranjera, a ese fiero enemigo vuestro y de vuestra
sangre, ese hijo que una Amazona llevó en su vientre,
ese Hipólito
FEDRA
¡Ah, Dioses!
ENONA
Este reproche os conmueve.
FEDHA

FEDRA
¡Desgraciada! ¿qué nombre ha salido de tu, boca?
ENONA
¡Y bien! Vuestra cólera estalla con razón: me gusta
veros estremecer ante ese funesto nombre. Vivid, pues. Que
el amor y el deber os animen a ello. Vivid, no permitáis
q1:le el hijo de una escita, agobiando a vuestros hijos bajo
su odioso imperio, gobierne a la más ilustre sangre de
Grecia y de los Dioses. Pero no tardéis, cada minuto os
mata. Reparad rápidamente vuestras abatidas fuerzas
mientras la llama de vuestros días prontos a consumirse
dura aún y puede reanimarse.
FEDRA
Demasiado prolongué su duración culpable.
ENONA
¿Cómo ? ¿Por qué remordimientos estáis desgarrada?
¿Qué crimen ha podido producir tan premiosa pena? ¿No
se habrán manchado vuestras manos con sangre ino-
cente?
FEDRA
Gracias al cielo, mis manos no son criminales. ¡Plu-
guiera a los Dioses que mi corazón fuera tan inocente
como ellas!
ENONA
¿Y que terrible proyec to habéis concebido, de que
aún sigue espantado vuestro corazón?
FEDRA
Te he dicho bastante. Ahórrame el resto. Muero para
evitarme confesión tan funesta.
ENONA
Morid, pues, manteniendo ese inhumano silencio; pe-
ro buscad otra mano para que os cierre los ojos. Aunque
apenas os quede una débil lumbre, mi alma será la prime-
ra en bajar entre los muertos. Mil abiertos caminos con-
ducen siempre hacia allí, y mi justo dolor escogerá los
más cortos. Cruel, ¿cuando os decepcionó mi fidelidad?
¿Pensáis en que mis brazos os recibieron al nacer? Mi
país, mis hijos, todo lo he dejado por vos. ¿Ya mi adhe-
sión habríais reservado este premio?
RA C'l N B 34

FEDRA
¿Qué frutos esperas de tanta violencia? Te estreme-
,c erás de horror si rompo mi silencio.
ENONA
¿Y qué me diréis que exceda ¡oh Dioses! al horror
de veros expirar bajo mis propios ojos?
YEDRA
Cuando conozcas mi cnmen y la suerte que me ago-
bia, no dejaré de morir por eso, pero moriré más culpable,
ENaNA
Señora, en nombre de las lágrimas que por vos he
vertido, por vuestras débiles rodillas que abrazo, librad
mi espíritu de esta funesta incertidumbre.
FEDRA
Tú lo quieres. Levántate.
ENaNA
Hablad, os escucho.
FEDRA
¡Cielos! ¿Qué vaya decirle y por dónde empezar?
ENaNA
¡Cesad de ofenderme con vuestros vanos temores!
FEDRA
¡Oh cólera de Venus! ¡Oh fatal odio! ¡En qué ex-
travíos arrojó el amor a mi madre!
ENaNA
Olvidadlos, señora, y que hasta el futuro más lejano
un eterno silencio oculte este recuerdo.
FEDRA
¡Ariadna, hermana mía, herida de qué amor moriste
en las playas donde fuiste abandonada!
ENaNA
¿Que hacéis, seí'íora? ¿Qué mortal sufrimiento os ani-
ma hoy contra toda vuestra sangre?
35 FEDRA

FEDRA
Pues que Venus lo quiere, perezca yo la última y la
más mísera de esa deplorable estirpe.
ENaNA
¿Amáis?
FEDRA
Siento todos los furores del amor.
ENaNA
¿Por quién?
FEDRA
Vas a oír el colmo del horror. Amo . . A ese nombre
fatal tiemblo, me estremezco. Amo ...
ENaNA
¿A quién?
FEDRA
¿Conoces al hijo de la Amazona, ese príncipe al que
tanto tiempo oprimí yo misma?
ENaNA
¿Hipólito? ¡Dioses eternos!
FEDRA
Tú eres quien lo ha nombrado.
ENaNA
¡Justo cielo! ¡Toda la sangre se me hiela en las ve-
nas! ¡Oh desesperación! ¡Oh crimen! ¡Oh raza deplorable!
¡Viaje infortunado! Desdichada costa, ¿había que apro-
ximarse a tus playas temibles?
FEDRA
De más lejos viene mi mal. Apenas me hube entre-
gado al hijo de Egeo bajo la ley del matrimonio, y cuan-
do mi reposo y mi dicha parecían haberse afianzado, Ate-
nas me mostró mi soberbio enemigo; lo conocí, me sonro-
jé, palidecí al mirarlo; la turbación se apoderó de mi
alma extraviada; mis ojos no veían ya, no podía hablar;
sentí arder y helarse todo mi cuerpo; y reconocí a Venus
y sus temibles llamas, inevitables tormentos de una san-
gre por ella perseguida. Creí apartarlos con mis votos asi-
duos: le edifiqué un templo y cuidé de ornarlo; yo mis-
RACINE 36

ma, rodeada de víctimas a toda hora, buscaba en sus


entrañas mi extraviada razón. j Remedios impotentes para
up amor incurable! En vano quemaban mis manos el in·
cienso sobre las aras: cuando mi boca imploraba el nomo
bre de la Diosa, yo adoraba a Hipólito; y viéndolo sin cesar
aun al pie de los altares que alimentaba, todo lo ofrecía a
ese dios a quien ni nombrar hubiera osado. Lo evitaba
en todas partes. ¡Oh colmo de desgracia! Mis ojos volvían
a encontrarlo en los rasgos de su padre. Por fin osé rebe·
larme contra mí misma; animé mi corazón a perseguirlo.
Para desterrar a mi idolatrado enemigó, afecté los enojos
de una madrastra injusta; apresuré su destierro, y mis
eternos clamores lo arrancaron del seno y de los brazos
paternales. Respiré, Enona; y desde el día de su ausencia,
mis horas, menos agitadas, transcurrieron inocentes.
Sumisa a mi esposo, y ocultando mis tristezas, cuidé los
frutos de su fatal enlace. ¡Vanas precauciones! ¡Cruel
destino! Conducida a Trecene por mi propio esposo, vol-
ví a ver al enemigo a quien alejé: mi herida demasiado
viva sangró inmediatamente. Y ya no es un ardor escon-
dido en mis venas: es Venus toda, íntegramente adherida
a su presa. He concebido un justo terror por mi crimen;
odié la vida y me horrorizó mi pasión. Muriendo quería
resguardar mi honor y ocultar a la luz del día pasión tan
negra; no he podido resistir tus lágrimas, tu asedio; lo
he confesado todo; y no me arrepiento de ello, siempre
que respetando la proximidad de mi muerte no me aflijas
más con injustos reproches, y que tu vano socorro deje
de invocar un resto de calor pronto ya a extinguirse.

ESCENA CUARTA
Fedra, Enana, Pánape

PÁNOPE
Señora, quisiera ocultaros una triste nueva; pero de-
bo revelárosla. La muerte os ha arrebatado vuestro in-
vencible esposo, y sois ya la única que ignora esta des-
gracia.
FEDRA
¡Pánope! ¿qué dices ·?
37 FEDRA

PÁNOPE
Que la Reina, engañada, en vano pide al cielo el
retorno de Teseo, y que, por naves arribadas al puerto,
Hipólito su hijo acaba de saber su muerte.
FEDRA
¡Cielos!
PÁNOPE
Atenas se divide por la elección de un rey. Al Prín-
cipe vuestro hijo, señora, otorga una parte su voto; y la
otra, olvidando las leyes del Estado, osa dar su sufragio
al hijo de la extranjera. Hasta se dice que una insolente
facci6n quiere colocar en el trono a Aricia y la sangre
de Palante. He creído deber advertiros este peligro. Hi-
pólito mismo está ya pronto a partir, y se teme, si aparece
en esta nueva tormenta, que arrastre consigo a todo pI
inconstante pueblo.
FEDRA
Es suficiente, Pánope. La reina, que te comprende, no
descuidará tu importante aviso.

ESCENA QUINTA
Fedra, Enona

ENONA
Señora, cesaba yo de apremiaros a VIVIr ; hasta pen-
saba ya seguiros a la tumba; no ten fa ya voz para apar-
taros de ella, pero esta nueva desgracia os prescribe
otras leyes. Vuestra fortuna cambia y toma otro rostro:
el Rey no existe, señora; hay que ocupar su sitio. Su
muerte os deja un hijo a quien os debéis, esclavo si os
pierde, rey si vos vivís. ¿En quién queréis que se apoye
en su desgracia? Su llanto no tendrá ya mano que lo en-
jugue; llegando hasta los Dioses sus inocentes quejas,
irán a irritar contra su madre a sus abuelos. Vivid, ya no
tenéis que haceros reproche alguno: vuestro amor se
convierte en una pasi6n común. Al expirar, Teseo acaba
de romper los lazos que constituían todo el crimen y el
horror de vuestros ardores. Hip6lito es para vos menos
temible ; podéis verlo sin convertiros en culpable. Acaso.
convencido de vuestro odio, va a suministrar un jefe a la
RACINE 38

sedición. Arrancadlo de su error, doblegad su corazón. Rey


de estas felices playas, Trecene es su patrimonio, pero
él sabe que las leyes otorgan a vuestro hijo las soberbias
murallas que construyó Minerva. Tenéis uno y otra una
enemiga común: uníos ambos para combatir a Aricia.
FEDRA
¡Y bien! Me dejo llevar por tus consejos. Vivamos,
si se me puede traer de nuevo hacia la vida, y si el amor
de un hijo, en esta hora aciaga, puede reanimar el resto de
mis débiles fuerzas . .
A e T o SEGUNDO

ESCENA PRIMERA
Aricia, Ismena
ARICIA
¿Hipólito pide verme en este lugar? ¡,Hipólito me
busca y quiere decirme adiós? ¿Dices verdad, Ismena?
¿No has sido engañada?
ISMENA
Es la primer consecuencia de la muerte de Teseo.
Señora, preparáos a ver volar hacia vos desde todas par-
tes los corazones que alejó Teseo. Por fin Aricia es dueña
de su suerte y bien pronto verá a sus pies a toda la
Grecia.
ARICIA
¿Así que no es un rumor incierto, Ismena? ¿Dejo de
ser esclava y mi enemigo ya no existe?
ISMENA
No, señora, los Dioses ya no os son adversos ; Teseo
se ha reunido a los manes de vuestros herm anos.
ARICIA
¿Se sabe qué aventura acabó con sus días?
ISMENA
Se tejen acerca de su muerte increíbles versiones.
Se dice que, raptor de una nueva amante, las 018S tra-
garon al esposo infiel. Se dice también, y este rumor corre
por todas partes, que . descendido con Píritoo a los in-
fiernos, ha contemplado el Cocito y sus sombrías már-
~enes y se ha mostrado vivo a las infernales somhras:
pero que no ha pOdido salir de aquella triste mansión ni
trasponer las playas adonde se arriba para no regresar.
RACINE 40

ARICIA
¿Creeré que un mortal antes de su postrera hora
p,u eda penetrar en la profunda morada de los muertos?
¿Qué hechizo lo atraía hacia sus playas temibles?
ISMENA
Teseo ha muerto, señora, y vos sois la única que duda
de ello. Atenas lo llora, lo sabe Trecene, y ya reconoce a
Hipólito como a su rey. En su palacio, Fedra, temblando
por su hijo, pide consejo a sus amigos alarmados.
ARICIA
¿y tú crees que, más humano para mí que su padre,
Hipólito aligerará mi cadena? ¿Que se compadecerá de
mis desgracias?
ISMENA
Lo creo, señora.
ARICIA
¿Conoces tú al insensible Hipólito? ¿Sobre qué frívola
esperanza te apoyas para pensar que de mí se apiade y
que en mí sola respete un sexo que desdeña? Sabes cuán-
to tiempo hace que evita nuestros pasos y busca todos los
sitios donde no nos encuentra.
rSMENA
Conozco cuanto se dice acerca de su frialdad; pero
he visto junto a vos a ese soberbio Hipólito: y hasta el
mismo rumor de su fiereza ha redoblado mi curiosidad.
No me pareció que su aspecto respondiera a su fama; lo
he visto confuso desde vuestra primer mirada. Sus ojos,
que en vano querían huiros, llenos ya de languidez,
no podían abandonaros. Quizás ofenda su orgullo el nom-
bre de amante, pero de ello tiene 105 ojos, si no la lengua.
ARIcrA
i Qué ávidamente escucha mi corazón, cara Ismena,
una plática que acaso tiene muy poco fundamento! ¿Te
parece probable a ti, que me conoces, que el triste juguete
de implacable destino, corazón alimentado siempre de
amargura y de lágrimas, deba conocer el amor y sus locos
dolores? Resto de la sangre de un rey, noble hijo de la
Tierra. fuí la única en escapar a los furores guerreros. En
la florida estación perdí a seis hermanos: ¡qué esperanz~
de una ilustre estirpe! El hierro lo cosechó todo; y la
41 FEDRA
tierra, humedecida, bebió a su pesar la sangre de los des-
cendientes de Erecteo. Tú sabes qué severa ley, después de
su muerte, prohibió a todos los griegos amarme: se teme
que la llama audaz de la hermana llegue a reanimar un
día las cenizas fraternas. Pero tú sabes también con qué
ojos desdeñosos miré ese afán de un vencedor desconfia-
do. Sabes que, opuesta siempre al amor, agradecí muchas
veces al injusto Teseo, este feliz rigor que secundaba mis
desdenes. En aquel tiempo mis ojos, mis ojos no habían
contemplado a su hijo. No es que sólo, cobardemente en-
cantada por los ojos, amé en él su belleza, su gracia tanto
alabada, presentes con que la naturaleza ha querido hon-
rarlo y que él mismo desprecia y parece ignorar. Amo y
admiro en él más nobles riquezas, las virtudes de su padre
sin sus debilidades. Amo en él, lo confesaré, ese orgullo
generoso que jamás cedió al amoroso yugo. Fedra podía
honrarse con los suspiros de Teseo : en cuanto a mí, soy
más orgullosa, y huyo la gloria fácil de conquistar un
homenaje a otras mil ofrecido y entrar en un corazón
abierto por todos sus costados. Pero hacer doblegar un
inflexible coraje, llevar el dolor a un alma insensible, en·
cadenar a un cautivo atónito de sus hierros, vanamente
rebelado contra un yugo que le place: eso es lo que
quiero, lo que me excita. Costaba menos desarmar a Hér-
cules que a Hipólito; vencido más a menudo, y con más
frecuencia abatido. otorgaba menos a los ojos que lo do-
maron. Pero ¡ay, cara Ismena! ¡Qué imprudencia es l ~
mía! Se me opondrá demasiada resistencia. Acaso me es-
cuches, humilde en mi aflicción, lamentarme de ese mis-
mo orgullo que hoy admiro. ¿Amaría a Hipólito? ¿Por
qué extrema dicha hubiera yo podido doblegar ?
ISMENA
Lo escucharéis de él mismo. Viene a vos.

ESCENA SEGUNDA
Hip6lito , Aricia, I sm ena
HIPÓLITO
Señora, antes de partir, he creído de mi deber pre-
veniros acerca de vuestra suerte. Mi padre ya no existe.
Mi desconfianza presagiaba justamente las razones de su
RACINE 42

ausencia por demás prolongada: sólo la muerte, poniendo


fin a sus brillantes esfuerzos podía ocultarle tan lar-
g-o tiempo al universo. Los Dioses entregan por fin a la
homicida Parca al amigo, al compañero, al sucesor de.
Alcides. Creo que vuestro odio, perdonando sus virtudes,
escuchará sin disgusto estos nombres que le son debidos.
Una esperanza endulzó mi mortal congoja : podía liberta-
ros de una pesada tutela. Revoco las leyes cuyo rigor
lamentaba. Podéis disponer de vos, de vuestro corazón; y
en esta Trecene, hoy mi patrimonio, ~;mtaño herencia de
mi abuelo Pite o, que sin vacilar me ha reconocido como
su rey, oS' dejo tan libre y aun más libre que yo.
ARICIA
Moderad esas bondades cuyo exceso me desconcierta.
Honrar mi desgracia con tan generosas atenciones es co-
l-ocarme, señor, más de lo que os imagináis, bajo esas aus-
teras leyes de que me hahéis dispensado.
HIPÓ LITO
Atenas, incierta en la elección del sucesor, habla de
vos, me nombra, y nombra al hijo de la Reina.
ART e !.\
¿De mí, señor?
HIPÓ LITO
Sé, y no me jacto de ello, que una soberbia ley parece
rechazarme. Repróchanme los griegos una madre extran-
jera. Pero si no tuviera más rival que mi hermano,
poseo sobre él, señora, derechos muy reales que sahría
imponer al capricho de las leyes. Un freno más legítimo
es el que detiene mi audacia: os cedo, o más bien os de-
vuelvo, un sitial, un cetro que antaño recibieron vuestros
abuelos de aquel famoso mortal a quien concibió la tie-
rra. La adopción lo puso entre las manos de Egeo. Prote-
gida y acrecida por mi padre. Atenas reconoció con jú-
bilo a rey tan generoso, y olvidó a vuestros desgraciados
hermanos. Ahora, Atenas os llama dentro de sus muros.
Bastante ha sufrido por tan larga querella. Vuestra san-
gre, sorbida por los surcos , ha hecho humear demasiado
los campos de donde surgió. Trecene me obedece. Las
campiñas de Creta ofrecen al hiio cie Fedr;:¡ un opulentn
retiro. Vuestro patrimonio es el Atica. P arto a reunir
para vos todos los votos entre nosotros dispersos.
43
FEDRA

ARICIA
Atónita y confusa de cuanto oigo, temo casi, temo
que un sueño me engañe. ¿Estoy despierta? ¿Puedo creer
en semejante designio? ¿Qué dios, señor, qué dios lo puso
en vuestro pecho? ¡Que en todas partes germine vuestra
bien ganada gloria! ¡Cómo supera la verdad al renombre!
¿Queréis traicionaros vos mismo en favor mío? No es
suficiente que no me hayáis odiado , que hayáis podido du-
rante tan largo tiempo defender vuestra alma de esta
enemistad .
HIPÓLITO
¿Odiaros yo, señora? Por más sombríos colores con
que hayan pintado mi orgullo ¿se cree que un monstruo
me ha llevado' en su seno? ¿Qué costumbres salvajes, qué
odio endurecido, podrían veros sin endulzarse? ¿Pude yo
resistir al engañoso encanto ?
ARIerA
¿Cómo? Señor .
HIPÓLlTO
Me he comprometido demasiado . Veo que la razón ce-
de a la violencia_ Señora, puesto que he comenzado a rom-
per el silencio, preciso es que continúe: preciso es que os
informe de un secreto que mi corazón no puede ya guar-
dar. Tenéis delante a un príncipe digno de compasión ,
ejemplo famoso de temerario orgullo. Yo , altivamente rebe-
Jado contra el amor, que tanto tiempo insulté los hierros
de sus cautivos, que lamentando los naufragios de los dé-
hiles mortales pensé siempre contemplar desd~ la costa
sus tormentas, ¡con qué turbación me veo ahora sometido
a la ley común, arrastrado fuera de mí mismo' Un instan-
te ha vencido mi imprudente audacia: esta alma tan llena
de soberbia cesó de ser libre. Desde hace más de seis m e-
ses, avergonzado, desesperado, llevando a todas partes el
dardo que me desgarra, contra vos y contra mí en va~10
me agito: presente, os huyo; ausente, os encuentro ;
vuestra imagen me persigue hasta en el fondo de los bos-
(mes; la luz del día, las sombras de la noche, todo repro-
duce a mis ojos los encantos que evito; todo os entrega
a discreción al rebelde Hipólito. Como único fruto de mis
superfluas precauciones, yo mismo me busco ahora sin
encontrarme. Mi arco, mis jabalinas, mi carro, todo me
importuna; no recuerdo ya las lecciones de Neptuno;
RAGINE 44

sólo mis gemidos hacen resonar las selvas, mientras olvi·


dan mi voz mis ociosos corceles. Acaso la confesión de
un amor tan salvaje os haga sonrojaros de vuestra obra
al escucharme. ¡Qué plática feroz para un corazón que
se ofrece! ¡Qué extraño cautivo para tan dulce lazo! Pe·
ro por eso mismo debe ser más preciosa a vuestros ojos
la ofrenda. Pensad que os hablo en un lenguaje que me es
extraño, y no rechacéis deseos mal expresados que sin
vos Hipólito no hubiera concebido nunca.

ESCENA TERCERA
Hip6lito, Aricia, Terámenes, Ismena
TERÁMENES
Señor, viene la Reina, yo me le he adelantado. Os
busca.
HIPÓLlTO
¿A mí?
TERÁMENES
Ignoro sus propósitos. Pero han venido a preguntar
por vos de parte suya. Fedra quiere hablaros antes de
vuestra partida.
HIPÓLlTO
¿Fedra? ¿Qué le diré? i.Y qué puede esperar . .?
ARICIA
Señor, no podéiR rehusaros a oírla. Aunque bien con·
vencido de su enemistad, debéis alguna sombra de piedad
a sus lágrimas.
HIPÓ LITO
Mientras tanto os alejáis. Y yo parto. ¡Y no sé si he
ofendido los encantos que adoro! No sé si ese corazón
que dejo en vuestras manos .. .
ARICIA
Partíd, príncIpe, y ejecutad vuestros generosos desig·
nios. Convertid a Atenas en tributaria de mi poder. Yo
acepto todos los dones que queráis hacerme. Pero sabed
que ese imperio tan grande, tan glorioso, no es a mis ojos
el más caro de vuestros presentes.
45

ESCENA CUARTA
Hipólito, Terámenes
HIPÓLITO
¿Todo está pronto, amigo? Pero la reina se adelanta.
Vé, que todo se prepare con diligencia para la partida.
Haz que den la señal, corre, ordena, y vuelve rápido a
librarme de una conversación molesta.

ESCENA QUINTA
Fedra, Hip6lito, Enona

FEDRA
(.4 Enona) Aquí está. Toda la sangre me afluye al
corazón. Olvido, viéndole, lo que vine a decirle.
ENONA
Acordáos de un hijo que sólo en vos espera.
FEDRA
Señor, se dice os aleja de nosotros una inmediata
partida. Vengo a unir mis lágrimas a vuestros dolores.
Vengo a explicaros mis alarmas con respecto a mi hijo.
Mi hijo ya no tiene padre, y no está lejano el día que lo
haga también testigo de mi muerte. Ya .a sedian su infan-
cia mil enemigos, y vos sólo podéis abrazar contra ellos
su defensa. Pero un secreto remordimiento agita mi es·
píritu. Temo haber cerrado vuestro oído a mis clamores.
Tiemblo de que vuestra justa cólera persiga pronto a
través de él a una odiosa madre.
HIPÓLITO
Señora, no tengo sentimientos tan bajos.
FEDRA
Aunque me odiarais, señor, no me quejaría. Me ha·
béis visto encarnizada en vuestro daño; y no podíais leer
en el fondo de mi corazón. Me he esforzado en merecer
vuestra enemistad. No podía sufriros en los parajes que
habitaba. Declarada contra vos en público y en secreto,
RACINE 46

he querido que nos separaran los mares; hasta prohibí


por ley expresa que osaran pronunciar ante mí vuestro
nombre. Y sin embargo, si se mide la pena por la ofensa,
si sólo el odio puede atraer vuestro odio, nunca mujer
alguna fué más digna de compasión y menos merecedora,
seríor, de vuestra enemistad.
HIPÓLITO
Una madre, preocupada por los derechos de sus hijos,
rara vez perdona al hijo de otra esp05a. Lo sé, señora.
Las importunas sospechas son los frutos más comunes
de un segundo matrimonio. Cualquier otra hubiera ali-
mentado contra mí la misma desconfianza, y acaso hu-
biera debido yo soportar más ultrajes.
FEDRA
¡Ah, señor, cómo ha quenuo el cielo, al que oso in-
vocar aquí, exceptuarme de esta ley común! ¡Bien dife-
rente es el cuidado que me devora y me perturba!
HIPÓLITO
Señora, no es el momento de que así os emocionéis.
Quizás vuestro esposo ve aún la luz del día; el cielo pue-
de acordar su retorno a nuestras lágrimas. Neptuno lo
protege: el dios tutelar no será invocado en vano por
mi padre.
FEDRA
Señor, nadie contempla dos veces la playa de los
muertos. Puesto que Teseo ha alcanzado sus sombrías
márgenes, en vano esperáis que un dios nos lo reintegre:
el avaro Aqueronte no abandona su presa. ¿Qué digo? Él
no está muerto, pues que respira en vos. Paréceme tener
siempre a mi esposo ante mis ojos. Lo veo, lo hablo; y mi
corazón Me extravío, señor, mi loco ardor a mi pesar
se revela.
HIPÓLlTO
Observo el prodigioso efecto de vuestro amor. Aun
muerto, Teseo está presente a vuestros ojos. ¿Continúa
vuestra alma encendida en amor por él?
FEDRA
Sí, príncipe, languidezco, ardo por Teseo. Yo lo amo,
no tal como lo han visto los infiernos, versátil adorador
de mil mujeres que va a deshonrar el tálamo del dios de
FEDRA

lOS muertos, sino fiel, orgulloso y hasta un poco feroz,


joven, encantador, llevándose tras de sí los corazones,
tal como describen a nuestros Dioses o como a vos os veo.
Tenía vuestro porte, vuestro lenguaje, vuestros ojos, ese
noble pudor coloreaba su frente, cuando atravesó las olas
de nuestra Creta, digno objeto del amor de las hijas de
Minos. ¿Qué hacíais vos entonces? ¿Por qué reunió él, sin
Hipólito, a la flor de los héroes de Grecia? ¿Por qué no
pudisteis vos, demasiado joven aún, entrar en el navío
que lo condujo a nuestras costas? A vuestras manos hu-
biera perecido el monstruo de Creta a pesar de todos los
rodeos de su vasta guarida. Para aclarar su inextricable
confusión, mi hermana hubiera armado vuestra diestra con
el hilo fatídico. Pero no, yo me hubiera adelantado a su
proyecto : el amor me hubiera inspirado antes esa idea.
Yo, príncipe, yo hubiera sido la que con su eficaz concur-
so os hubiera enseñado las vueltas del Laberinto. ¡Cuán-
tas preocupaciones me hubiera costado esa cabeza encan-
tadora! Un hilo no hubiera tranquilizado lo suficiente a
vuestra amante. Compañera del peligro que debíais bus-
car, hubiera querido marchar delante de vos yo misma;
y, descendiendo con vos al Laberinto, Fedra se hubiera
perdido con vos o con vos triunfado.
HIPÓ LITO
¡Dioses! ¿Qué es lo que oigo? Señora, ¿olvidáis vos
que Teseo es mi padre y vuestro esposo?
FEDRA
¿y por qué suponéis, príncipe, que pierdo la memoria
de ello? ¿Habría perdido todo cuidado de mi fama?
HIPÓLITO
Perdonad, señora. Confieso, sonrojándome, que erró-
neamente acusé vuestras inocentes razones. Mi vergüen-
za no puede ya sostener vuestra mirada y voy a . . .
FEDRA
Ah, cruel, demasiado m e entendiste. Te he dlcho lo
suficiente para que no te equivocaras. ¡Y bien! Conoce,
pues, a Fedra y sus furores . Amo. Pero no pienses que
mientras te amo me apruebo a mí misma como inocente
a mis propios ojos, ni que mi cobarde complacencia haya
RAUINE 48

nutrido el veneno de este loco amor que perturba mi áni-


mo. .manco infortunado de las venganzas celestes, me
aborrezco más aún de lo que tú me detestas. Los Dioses
, me son testigos, esos Dioses que han encendido la sangre
en mi seno con fatídica llama; esos Dioses que se han
cubierto de cruel gloria extraviando el corazón de una---
débil mortal. Revive tú mismo el pasado en tu alma. Po·
ca me fué el huir t e, cruel, llegué a desterrarte; quise pa-
recerte odiosa, inhumana; para mejor resistirte procuré
tu odio. ¿De qué me sirvieron tan inútiles agiLaciones?
Si tú me odiabas más, no te amaba yo menos. Nuevos en-
cantos te prestaban aún tus desgracias. Languidecí, me
desequé en mis ardores y en mis llantos. Te bastarían
los ojos para persuadirte, si tus ojos pudieran contemplar-
me un momento. ¿Qué digo? ¿Esta confesión que acabo
de hacerte, esta confesión vergonzosa, la crees volunta-
ria? Temblando por un hijo a quien no osaba traicionar,
venía a suplicarte que no le odiaras. ¡Débiles propósitos
para un corazón demasiado lleno de lo que ama! ¡Ay! no
he podido hablarte más que de ti mismo. Véngate, castí-
game por tan odioso amor. Digno hijo del héroe que te dió
la vida, libra al universo de un monstruo que te exaspera.
¡La viuda de Teseo osa amar a Hipólito! Créeme, este ho-
rrible monstruo no debe escaparte; he aquí mi corazón,
Aquí debe herir tu mano. Impaciente ya por expiar su
culpa, siento que se adelanta al encuentro de su brazo.
Hiere. O si lo crees indigno de tus golpes, si tu odio me
envidia tan dulce suplicio, si tu mano se mancharía con
sangre demasiado vil, a falta de tu brazo préstame tu es-
pada. Dáme.
ENaNA
¿Qué hacéis, señora? ¡Justos Dioses! Pero se acercan.
Evitad odiosos testigos; venid, entrad, huid una vergüen-
za segura.

ESCENA SEXTA
Hip6lito, Terámenes

TERÁMENES
¿Es Fedra la que huye, o, mejor, la que se llevan?
¿Por qué, señor, por qué esas muestras de angustia? Os
veo sin espada, desconcertado, pálido.
49 FEDRA

HIPÓLITO
Huyamos, Terámenes. Mi sorpresa es enorme. No
puedo mirarme sin horror a mí mismo. Fedra . . . Pero no.
¡Dioses, que en profundo olvido permanezca amortajado
tan horrible secreto!
TERÁMENES
Si queréis partir, lista está la vela. Pero Atenas se ha
declarado ya, señor. Sus jefes han recogido los votos de
todas las tribus. Vuestro hermano gana y Fedra le sigue.
HIPÓ LITO
¿Fedra?
TERÁMENES
Un heraldo encargado de manifestar la voluntad de
Atenas acaba de entregarle las riendas del Estado. Su hi-
jo es rey, señor.
HIPÓLITO
Dioses, que la conocéis, ¿es su virtud, acaso, lo que
recompensáis?
TERÁMENES
Sin embargo, un sordo rumor afirma que el Rey vive.
Se pretende que ha aparecido Teseo en el Epiro. Pero yo,
señor, que lo he buscado allí, sé demasiado bien .
HIPÓLITO
No importa, oigámoslo todo y n ada descuidemos .
Examinemos ese rumor remontándonos a su fuente . Si
no merece interrumpir mi marcha, partamos, y a cual-
quier precio pongamos el cetro en manos dignas de lle-
varlo.
A e T o TER e E R o

ESCENA PRIMERA
Fedra, Enona

FEDRA
¡Ah! ¡Llévense lejos los honores que me envían!
¿Puedes desear que me vean, importuna? ¿Con qué vie-
nes a halagar mi desolado espíritu? Ocúltame, más bien:
por demás he hablado. Osaron esparcirse fuera mis furo-
res. y he pronunciado lo que jamás debió ser oído. ¡Cielos!
¡Cómo me escuchaba! ¡Con cuántos rodeos eludió largo
tiempo mis palabras, el insensible! ¡Cómo anhelaba una
pronta retirada! ¡Y cómo redobló mi vergüenza su rubor!
¿Por qué estorbaste mi funesto designio? ¡Ay! ¿Palideció
por mí cuando su espada iba a buscar mi seno? ¿Me la
arrancó? Bastó que mi mano la tocara una sola vez para
que se volviera horrible a sus ojos inhumanos; profana-
ría ya sus manos ese desdichado acero.
ENONA
Así, pensando sólo en lamentar vuestras desgracias,
nutrís un fuego que debería extinguirse. ¿No sería me-
jor, como digna descendiente de Minos, buscar vuestro re-
poso en más nobles afanes, contra aquel ingrato recurrir
a la fuga, reinar y asumir la dirección del Estado?
FEDRA
¡Yo reinar! ¡Yo regir un Estado con mi ley, cuando mi
débil razón no reina ya sobre mí! ¡Cuando he abandona-
do el imperio de mis sentidos! ¡Cuando respiro apenas
hajo un vergonzoso yugo! ¡Cuando me muero!
ENONA
Huid.
RAClNE 52

FEDRA
No puedo dejarlo.
ENONA
Osasteis desterrarlo y no osáis huirlo.
FEDRA
Ya no es tiempo. Él conoce mis insensatos ardores.
Traspuestos han sido los límites del pudo!' austero. A los
ojos de mi vencedor confesé mi vergüenza, y la esperanza
se deslizó en mi corazón, a despecho ' mío. Tú misma, re-
animando mis desfallecidas fuerzas y mi alma, errante ya
sobre mis labios, has sabido revivir me con tus aduladores
consejos. Tú me has hecho entrever que podía amarlo .
ENONA
Ay, inocente o culpable de vuestras desdichas, ¿de
qué no hubiera sido capaz por salvaros? Pero si alguna
vez la ofensa irritó vuestro espíritu ¿podéis olvidar los
desprecios de ese furioso? ¡Con qué ojos crueles os dejÓ
su obstinado rigor poco menos que prosternada a sus pies!
¡Qué odioso lo volvía su feroz orgullo! ¡Ah! ¿por qué no
tenía mis ojos Fedra en ese instante?
FEDRA
Enona, él puede abandonar ese orgullo que te hiere.
Tiene la rudeza de los bosques en que fué criado. Endu-
recido por costumbres salvajes, Hipólito oye hablar de
amor por primera vez. Acaso la sorpresa ha provocado su
silencio, y acaso nuestras quejas son violentas por demás.
ENONA
Pensad que una bárbara lo ha llevado en su seno.
FEDRA
Ella amó, sin embargo, aunque fuera escita y bárbara.
ENONA
Él tiene un odio fatal contra todo nuestro sexo.
FEDRA
Así no habré de temer rivales. Pasó la época de tus
consejos, Enona. Sirve a mi furor y no a. mi razón. Él opo-
ne al amor un corazón inaccesible: busquemos el punto
53 FEDRA

débil para atacarlo. Parece que lo emocionan las delicias


del poder; Atenas lo atraía sin que pudiera ocultarlo; ha·
cia ella dirigían la proa sus navíos, y ya la vela flotaba
abandonada al viento. Enona, vé a hablar .en mi nombre
a ese ambicioso joven; haz brillar a sus ojos la diadema.
Que descanse sobre su frente la sacra corona; yo no quiero
otro honor que el de ligarlo a mí. Cedámosle ese poder
que soy inútil para conservar. Él instruirá a mi hijo en
el arte del gobierno; quizás consienta en servirle de pa-
dre. Yo dejo en su poder al hijo y a la madre. En fin, en-
saya cualquier medio para que ceda: tus palabras serán
mejor acogidas que las mías. Urge, llora, gime; pínta-
le a Fedra moribunda; no te ruborices de tomar una voz
suplicante. Te aprobaré en todo; s610 en ti espero. Vé,
aguardo tu vuelta para disponer de mí.

ESCENA SEGUNDA
Fedra, sola

FEDRA
Oh tú, implacable Venus, que ves la vergüenza en la
que he caído, ¿estoy bastante humillada? Ya no podrías
llevar más lejos tu crueldad. Tu triunfo es perfecto; to-
dos tus dardos han dado en el blanco. Cruel, si quieres
nuevas glorias, ataca a un enemigo que te sea más rebel-
de que yo-. Hipólito te huye; desafiando tu enojo, jamás
ha doblado la rodilla en tus altares. Tu nombre parece
ofender sus soberbios oídos. Véngate, diosa: iguales son
nuestras querellas. Que él ame ... Pero ¿vuelves ya so-
bre tus pasos, Enona? Me detestan, no te escuchan.

ESCENA TERCERA
Fedro., Enana

ENONA
Señora, hay que ahogar todo pensamiento de ese vano
amor. Recordad vuestra pasada virtud : el Rey a quien
se creyó muerto va a presentarse a vuestra vista; Teseo
ha llegado, Teseo está aquí. El pueblo corre y se preci-
RACINE 54

pita a verlo. Salí a cumplir vuestra orden y buscaba a Hi-


pólito, cuando mil gritos subiendo hasta el cielo.
FEDRA
Mi esposo vive; es suficiente, Enana. He hecho la in-
digna confesión de un amor que lo ultraja; y vive: no ne-
cesito saber más.
ENaNA
¿Cómo?
FEDRA
Te lo predije; mas tú no lo has querido. Sobre mis
justos remordimientos prevalecieron tus lágrimas. Esta
mañana moría yo digna; seguí tus consejos, y muero des-
honrada.
ENaNA
¿Morís, vos?
FEDRA
¡Justo cielo! ¿Qué he hecho hoy? Mi esposo va a lle-
gar y con él su hijo. Veré al testigo de mi adúltero amor
observar con qué cara oso abordar a su padre, pesado el
corazón de los suspiros que no escuchó, los ojos húmedos
de las lágrimas que rechazó el ingrato. ¿Piensas tú que,
velando por el honor de Teseo, ha de ocultarle el ardor
que me abrasa? ¿Dejará traicionar a su padre y rey? ¿Po-
drá contener el horror que por mí siente? Callaría en va-
no. Conozco mis culpas, Enana, y no soy de esas atrevidas
mujeres que gozando de una tranquila paz en el crimen
han sabido forjarse una frente que no enrojece nunca.
Conózco mis furores y todos los recuerdo. Paréceme ya
que estos muros, que estas bóvedas, van a adquirir la pa-
labra, y, prontos a acusarme, esperan a mi esposo para
desengañarlo de mí. Muramos. Que la muerte me libere
de tantos horrores. ¿Es acaso una gran desdicha dejar
de vivir? La muerte no aterra al desdichado. Temo sólo
la fama que dejo tras de mí: ¡espantosa herencia para
mis tristes hijos! La sangre de Júpiter debe henchirlos
de orgullo; pero, por legítimo que sea el orgullo inspira-
do por tan bella estirpe, grave fardo es el crimen de una
madre. Tiemblo de que algún día se les eche en cara la
culpa de su madre con alguna frase ¡ay! demasiado cier-
ta. Tiemblo de que, oprimidos bajo ese odioso peso, no
osen nunca alzar sus ojos el uno ni la otra.
!j.) FEDRA.

ENONA
No lo dudo, y los compadezco a ambos; jamás hubo
temor más justificado que el vuestro. Pero ¿por qué ex-
ponerlos a tales afrentas? ¿Por qué vals a declarar con-
tra vos misma? Esto es hecho: se dirá que Fedra, dema-
siado culpable, huye el aspecto temible de su traicionado
esposo. Feliz será Hipólito de que, a expensas de vuestra
vida, vos misma apoyéis sus palabras, muriendo. ¿Qué
pOdré contestar yo a vuestro acusador? Fácilmente seré
por él confundida. Lo veré gozar de su horrible triunfo y
contar vuestra vergüenza a quien quiera oírla. i Ah,. pre-
fiero que las celestes llamas me devoren! Pero no me en-
gañéis: ¿lo amáis aún? ¿Con qué ojos miráis a ese atre-
vido príncipe?
FEDRA
Aparece a mis ojos como un espantable monstruo.
ENONA
i.Por qué entonces cederle íntegra la victoria? Vos le
teméis. Osad acusarle, la primera, del crimen con que hoy
puede agobiaros. ¿Quién os desmentirá? Todo habla en
contra suya: su espada, que felizmente quedó en vuestras
manos, vuestra turbación actual, vuestro pasado dolor, su
padre prevenido por vuestras voces desde hace largo
tiempo, y hasta su destierro obtenido por vos misma.
FEDRA
¿Que ose yo oprimir y calumniar la inocencia?
ENONA
Mi celo no necesita más que de vuestro silencio. Tan
temblorosa como vos, sufro algunos remordimientos, y
preferiría afrontar mil muertes, pero ya que os pierdo
sin ese triste recurso , vuestra vida tiene para mí un pre-
cio ante el cual todo se doblega. Hablaré. Teseo, irritado
por mis noticias, limitará su venganza al destierro de su
hijo. Aun castigando, señora, un padre siempre es pa-
dre: un ligero suplicio es suficiente para su cólera. Pero
aun cuando debiera ser derramada sangre inocente, ¿qué
no exige vuestro amenazado honor? Es un tesoro dema-
siado precioso para comprometerlo. Debéis someteros, se-
ñora, a la ley que os dicte: y para salvar nuestro honor
RAC'INE 56

en peligro, hay que inmolarlo todo, hasta la virtud. Ya


vienen; veo a Teseo.
FEDRA
¡Ah! yo veo a Hipólito; en sus ojos insolentes veo es-
crita mi pérdida. Haz lo que quieras, me abandono a ti.
Nada puedo por mí misma en la turbación en que me
debato.
ESCENA CUARTA
Teseo, Hip6lito, Fedra, Enona, Terámenes
TESEO
Señora, la fortuna cesa de oponerse a mis ansias; y
pone en vuestros brazos
FEDRA
Detenéos, Teseo, y no profanéis tan amables transpor-
tes. Yo no merezco ya esa dulce diligencia. Estáis ofendi-
do. La celosa fortuna no quiso perdonar a vuestra esposa
durante vuestra ausencia. Indigna de agradaros y de apro-
ximarme a vos, no debo pensar en adel!J.nte más que en
esconderme.
ESCENA QUINTA
Teseo, Hip6lito, Terámenes
TESEO
¿Qué extraña acogida es la que se hace a vuestro pa-
dre, hijo mío?
HIPÓLITO
Sólo Fedra puede explicar este misterio. Pero si mis
ardientes súplicas pueden conmoverme, permitidme, Reñor,
no volver a verla; aceptad que el tembloroso Hipólito des-
aparezca para siempre de los lugares que vuestra esposa
habite.
TESEO
¿Vos abandonarme, hijo mío?
HIPÓLlTO
Yo no la he buscado: fuisteis vos quien dirigisteis sus
pasos hacia estas playas. Al partir, sefíor, os dignasteis
51 FEDRA

dejar a la Reina y a Ariria en las costas de Trecene. Que-


dé encargado de cuidarlas yo mismo. ¿Pero qué deberes
pueden retenerme desde ahora? Bastante ya mi ociosa ju-
ventud ha mostrado en los bosques su destreza contra ene-
migos viles. ¿No podría yo, huyendo este indigno reposo,
teñir mis jabalinas con más gloriosa sangre? Vos no ha-
bíais alcanzado aún mi edad, y ya más de un ti ,ano, más
de un monstruo feroz, sentían el peso de vuestro brazo.
Ya, feliz perseguidor de la insolencia, h abíais limpiado las
costas de dos mares. Dejó de temer asechanzas el libre via-
jero; Hércules, confiado en el eco de vuestras hazañas, ya
descansaba de su trabajo en vos. Y yo, hijo desconocido de
tan glorioso padre, estoy lejos todavía hasta de las huellas
maternas. Permitid que ose por fin utilizar mi valor
Permitid que, si algún monstruo pudo escaparos, traiga
yo a vuestros pies sus honrosos despojos, o que la impere-
cedera memoria de una hermosa muerte, eternizando días
tan noblemente acabados, pruebe que era yo vuestro hijo
ante el mundo entero.
TESEO
¿Qué veo? ¿Qué horror, esparcido en estos lugares,
hace huir desatinada a mi familia ante mi presencia? Si
retorno tan temido y tan poco deseado, ¿para qué me sa-
caste de mi prisión, oh cielo? Yo no tenía más que un ami-
go. Su imprudente déseo iba a raptar la esposa del tirano
del Epiro; serví a mi pesar sus amorosos planes; pero lél'
suerte, irritada, nos cegó a ambos. Sorprendióme el tirano
indefenso y sin armas. He visto a Píritoo, triste objeto de
mi llanto, entregado por ese bárbaro a monstruos crueles
que nutría con sangre de los desgraciados hombres. A mí
mismo me encerró en cavernas oscuras, profundos lugares
cercanos al imperio dI:' las sombras. Por fin , después de seis
meses, me miraron los Dioses: pude engañar los ojos de
mis guardianes, libré a la naturaleza de un pérfido enemi-
go, y él mismo a sus monstruos sirvió de pasto . Pero cuan-
do pienso aproximarme con transporte a todo cuant.o los
Dioses me dejaron de más querido ¿qué digo ? cuando mi
alma, devuelta a 3í misma, viene a saciarse en tan cara
contemplación, no hallo por toda acogida más que estre-
mecimientos, todo huye, todo se rehusa a mi abrazo. Y
yo mismo, experimentando el terror que provoco, quisiera
estar aún en las prisiones del Epiro. Hablad , Fedra se
queja de que he sido ultrajado. ¿Quién me traicionó? ¿Por
RACINE 58

qué no he sido vengado? La Grecia, a quien mi brazo


sirvió tantas veces, ¿élcordó algún asilo al criminal? No me
respondéis. ¿Está mi hijo, mi propio hijo, de acuerdo con
mis contrarios? Entremos. Esto es prolongar demasiado
una duda que me agobia. Conozcamos a la vez al crimen y
al culpable. Que Fedra explique, en fin, la turbación en
que la ven.

ESCENA SEXTA
Hip6lito, Terámenes

HIPÓLITO
¿A qué tendía ese discurso que me heló de espanto?
Fedra, presa siempre de su extremo furor, ¿quiere acu-
sarse y perderse a sí misma? ¡Dioses! ¿Que dirá el Rey?
¡Que funesto veneno ha esparcido el amor en toda su casa!
<\. mí mismo, ardiendo en un fuego que su odio reprueba,
¡cómo me vió antes y cómo me recobra! Negros presen·
timientos vienen a espantarme. Pero, en fin, nada tiene que
temer la inocencia. Vamos, busquemos por medio de qué
feliz arbitrio podré conmover la ternura de mi padre, pa-
ra confesarle un amor que él puede querer perturbar, pe·
ro que su poder entero no alcanzaría a destruir.
A e T o e u A R T o

ESCENA PRIMERA
Teseo, Enona

TESEO
¡Ah! ¿Qué es lo que oigo? Ese traidor, ese temerario,
¿había de preparar tal insulto al honor de su padre?
¡Destino, con qué rigor me persigues! No sé adónde voy
ni dónde estoy. ¡Oh ternura, oh bondad mal recompensa·
da! ¡Audaz proyecto! ¡ Idea detestable! Para alcanzar el
objetivo de sus negros amores, el insolente recurrió al
auxilio de la fuerza. He reconocido el acero, instrumento
de su rabia, ese acero con que lo armé para más noble uso.
¡.Todos los lazos de la sangre no han podido retenerlo? ¿Y
Fedra difería su castigo? ¿Protegía su silencio al culpable?
ENaNA
Fedra protegía más bien a un padre desdichado.
A yergonzada de los designios del furioso amante, y del
fuego criminal que ardía en sus o,; os, Fedra moría, señor,
y su mano matadora extinguía la inocente luz de su mira-
da, La vi alzar el brazo, corrí a socorrerla. Yo sola he sa-
bido conservarla a vuestro amor; y lamentando a la vez
su emoción y vuestros temores, he servido, a mi pesar,
de intérprete a sus lágrimas.
TESEO
¡Pérfido! No h a podido evitar el palidecer. Lo he vis-
to estremecerse de temor al abordarme, y quedé atónito
de su escasa alegría, Sus fríos abrazos helaron mi ternura.
Pero ese culpable amor que lo devora ¿se había manifes-
tado ya en Atenas?
RACINE 60

ENONA
Señor, acordáos de las quejas de la Reina. Un crimi·
nal amor era la causa de su odio.
TESEO
¿Y ese amor ha recomenzado en Trecene?
ENONA
Señor, os he dicho cuanto ha ocurrido. Descuidamos
demasiado a la Reina, entregada a su' dolor mortal. Pero
mitid . que os deje y acuda junto a ella.

ESCENA SEGUNDA
Teseo, Hip6lito
TESEO
¡Ah! ¡Aquí está, oh Dioses! ¿Qué ojos no se hubieran
engañado como los míos ante esa noble presencia? ¿Debe
brillar el sacro carácter de la virtud sobre la frente de un
profanador adúltero? ¿No debería reconocerse, por segu-
ros signos, el pérfido corazón de los hombres?
HIPÓLITO
Señor, ¿puedo preguntaros qué funesta nube ha po-
dido perturbar vue:;tro augusto semblante? ¿No osáis
confiar ese secreto a mi fidelidad?
TESEO
P érfido, ¿y osas comparecer ante mí? Monstruo a
quien por demasiado tiempo perdonó el rayo, resto im-
puro de los bandidos de que purgué la tierra, ¿después
de haber llegado hasta el lecho de tu padre con el furor
de los transportes de un amor horrendo osas mostrar tu
enemiga cabeza, te presentas en los lugares impregnados
de tu infamia, en vez de ir a buscar, bajo desconocidas
miradas, países adonde no h aya llegado aún mi nombre?
Huye, traidor. No vengas a desafiar mi odio. y a tentar un
enojo que retengo apenas. Me basta con el eterno opro-
bio de h aber podido engendrar tal hijo, sin que además
tu muerte, vergonzosa para mi recuerdo, venga a m ::l.n-
char la gloria de mis nobles actos. Huye; y si no quier es
61 FEDRA

que un inmediato castigo te agregue a los miserables que


castigó esta mano, cuídate de que jamás el astro que nos
ilumina te vea asentar en este SltiO un pie temerano. du-
ye, te digo; y apresurando tus pasos sin retorno, libra a
todos mis Estados de tu horrible presencia. Y tú, Nep-
tuno, tú, si mi valor limpió antaño tus riberas de infa-
mes asesinos, acuérdate de que como premio a mis feli-
ces trabajos prometiste realizar el primero de mis de-
seos. Durante los largos rigores de una cruel prisión yo
no imploré tu inmortal poderío. Avaro del socorro que de
ti espero, mis ansias te han reservado para menester
más grave. Hoy te imploro. Venga a un padre desgracia-
do. Abandono este traidor a tu íntegra cólera; ahoga en
su sangre sus descarados deseos: Teseo reconocerá tu
bondad en tus furores.
HIPÓLITO
¡Fedra acusa a Hipólito de un criminal amor! Tal
exceso de horror me sobrecoge el ánimo; tantos golpes
imprevistos me aplastan a la vez, que me quitan el habla
y ahogan mi voz.
TESEO
Traidor, pretendías que l<'edra amortajara tu insolen-
cia brutal en un cobarde silencio. Al huir, era preciso no
abandonar en sus ruanos el acero que ayuda a condenarte;
o mejor, era preciso, colmando tu infamia, arrebatarle
de un mismo gOlpe el habla y la vida.
HIPÓ LITO
Justamente irritado por mentira tan negra, debería
hacer hablar aquí la verdad, señor; pero suprimo un se-
creto que os hiere. Aprobad el respeto que me cierra la
boca: y sin querer aumentar vos mismo vuestros pesares,
pensad en qUién soy y examinad mi vida. Algunos crí-
menes preceden siempre a los grandes crímenes. Quien
pudo franquear las fronteras legítimas puede, en fin, vio-
lar los derechos más sagrados. El crimen tiene su escala,
como la virtud, y jamás se ha visto a la tímida inocencia
pasar de súbito al ú]timo desenfreno. UIi solo día no con-
vierte a un virtuoso mortal en un cobarde incestuoso, en
un pérfido asesino. Criado en el seno de una casta he-
roína, no he desmentido el origen de mi sangre. Piteo,
reputado como sabio entre todos los hombres, se dignó
también instruirme al salir de sus manos. No quiero pin-
RACIN.E G :~

tarme con favor excesivo; pero si alguna virtud me ha


tocado en suerte, señor, creo sobre todo haber hecho re-
saltar el odio de las maldades que osan imputarme. Por
ello es Hipólito conocido en Grecia. He llevado la virtud
hasta la rudeza. Sabido es el inflexible rigor de mis en-
fados. No es más puro el día que el fondo de mi corazón.
y se pretende que Hipólito, presa de un impío fuego .
TESEO
¡Sí, cobarde! es ese mismo orgullo el que te condena.
Comprendo el odioso origen de tus frialdades: Fedra era
la única que encantaba tus impúdicos ojos; y tu alma,
indiferente a todo otro objeto, se negaba a arder con ino-
cente llama.
HIPÓLITO
No, padre mío, este cOl'azó:l, no puedo ya ocultároslo,
ha consentido en arder en un casto amor. Confieso a vues-
tros pies mi verdadera ofensa: yo amo, y amo, cierto es,
a pesar de vuestras órdenes. Aricia tiene esclavizados a su
ley mis anhelos. Vencido fué vuestro hijo por la hija de
Palante. La adoro, y mi alma, rebelde a vuestras prohibi-
ciones, no puede suspirar ni arder más que por ella.
TESEO
¿Tú la amas? ¡Cielo! Pero no, el artificio es grosero.
Te finges criminal para justificarte.
HIPÓLITO
Señor, hace seis meses que la huyo y la amo. Tem-
blando venía a confesároslo a vos mismo. ¿Y qué? ¿Na-
da puede sacaros de vuestro error? ¿Con qué terrible ju-
ramento hay que asegurároslo? Que la tierra, y el cielo,
y toda la naturaleza . .
TESEO
Siempre han recurrido al perjurio los malvados. Cesa,
cesa, y ahórrame una importuna plática, si no tiene otros
recursos tu falsa virtud.
HIPÓ LITO
Os parece falsa y llena de artificios. Fedra, en el fon-
do de su corazón, me hace mayor justicia.
TESEO
¡Ah, cómo excita mi enojo tu imprudencia!
(i'F:DRA

HIPÓLITO
¿Qué plazo y qué lugar prescribis a mi destierro?
TESEO
Aunque estuvieras más allá de las columnas de Hér-
cules, me creeria aún demasiado próximo a un miserable.
HIPÓLITO
Cargado con el espantoso crimen de que me Rospe-
cháis reo, ¿qué amigos me compadecerán si vos me aban-
donáis?
TESEO
Vé a buscar amigos cuya funesta estimación honre
el adulterio y aplauda el incesto, traidores, ingratos sin
honor ni ley, dignos de proteger a un malvado como tú.
HIPÓ LITO
¿Me tratáis siempre de incestuoso y de adúltero? Me
callo. Sin embargo, señor, Fedra nació de una madre,
Fedra pertenece a una estirpe, vos lo sabéis demasiado
bien, más colmada que la mía de tales horrores.
TESEO
¿Qué? ¿Tu rabia pIerde tuuo recato a mis ojos? Por
última vez: apártate de mi vista; sal, traidor. No esperes
que un padre enfurecido te haga arrancar oprobiosamen-
te de estos paraje::;.

ESCENA TERCERA
Teseo (solo)
TRSEO
Miserable, corres a tu infalible pérdida. Jurando por
el río terrible para los mismos Dioses, Neptuno me dió
su palabra y va a cumplirla. Te sigue un dios vengador
a quien no puedes huir. Yo te amaba ; y siento que, pese
a tu ofensa, mis entrañas se conmueven de antemano por
ti. Pero con exceso me has obligado a condenarte. ¿Hubo
nunca padre más ultrajado? Justos Dioses, que véis el
dolor que me agobia, ¿pude yo engendrar hijo tan cul-
pable?
RACINE 64

ESCENA CUARTA
Fedra, Teseo
FEDRA
Señor, vengo a vos, llena de justo espanto. Llegó
hasta mí vuestra voz temible. Perdonad a vuestra raza, si
aún es tiempo. Temo que a la amenaza haya seguido un
pronto desenlace. Respetad vuestra sangre, oso suplicá-
roslo. Salvadme del horror de oírla gemir; no me prepa-
réis el imperecedero dolor de haberla hecho derramar por
las manos paternas.
TESEO
No, señora, mi mano no se ha mojado en mi sangre;
pero no por ello me escapará el ingrato. Una mano inmor-
tal se encarga de perderlo. Neptuno me lo debe y que-
daréis vengada.
FEDRA
¡Neptuno os lo debe! ¡Qué! Vuestros irritados votos ...
TESEO
¡Qué! ¿Teméis ya que sean escuchados? Uníos más
bien a mis legítimos ruegos. Recordadme sus crímenes
en toda su n egrura. Exaltad mis transportes demasiado
lentos, demasiado retenidos. Todavía no conocéis todos
sus crímenes: su furor se expande en injurias contra vos:
vuestra boca, según él, está llena de imposturas; sostiene
que Aricia es dueña de su corazón y de su fe, que la ama.
FEDRA
¿Cómo, señor?
TESEO
Lo ha afirmado ante mí. Pero sé rechazar un frívolo
artificio. Esperemos en la rápida justicia de Neptuno. Yo
mismo voy ahora al pie de sus aras, para apremiarlo a
que cumpla sus juramentos inmortales.
65 FEDRA

ESCENA QUINTA
Fedra (sola)

FEDRA
Se va. ¿Qué nueva hirió mi oído? ¿Qué fuego mal
ahogado en mi corazón despierta? ¡Qué rayo, oh cielos,
y qué infausto anuncio! Yo volaba íntegramente en so·
corro de su hijo, y, arrancándome a los brazos de la es·
pantada Enona, cedía al remordimiento que me tortura.
¿Quién sabe hasta dónde me hubiera llevado ese arre-
pentimiento? Quizás hubiera consentido en acusarme ;
quizás, a no faltarme la voz, la espantosa verdad se me
hubiera escapado. ¡Hipólito es sensible, y nada siente
por mí! ¡Aricia es duelÍ.a de su corazón! ¡Aricia tiene su
fe! ¡Ah, Dioses! Cuando el ingrato se armaba inexorable-
mente contra mis anhelos de tan fieras miradas, de as-
pecto tan temible, pensé que su corazón, siempre cerrado
al amor, estuviera igualmente armado contra todo mi
sexo. Otra, sin embargo, ha doblegado su audacia; otra
ha encontrado gracia a sus crueles ojos. Quizás tiene un
corazón fácil de enternecer y yo soy la única a quien
no soporta. ¿Y me echaré encima el cuidado de defen-
derlo?
ESCENA SEXTA
FedTa , Enana

FEDRA
Querida Enona, ¿sabes de lo que acabo de enterarme?
ENONA
No; pero, la v·~rdad, vengo temblando. Palidezco ante
el designio que os h.izo alejaros: temo un furor fatal para
vos misma.
FEDRA
¿Quien lo creyera, Enona? Tenía una rival.
ENONA
¿Cómo?
FEDRA
Hipólito ama, y no lo sospeché siquiera. Ese feroz e
indomable enemigo a quien el respeto ofendía y a quien
RACINE 66

importun aba la queja, ese tigre a quien nunca pude abor-


dar sin miedo, acepta un vencedor, sumiso y domestica-
do : Aricia encontr6 el camino de su corazón.
ENONA
¿Arici a?
F EDRA
¡Ah , dolor aún no probado! ¡Para qué nuevo tormen-
to fuí reser vada ! Todo lo que he sufrido, mi temor, mis
transportes, el furor de mi pasión, el .horror de mis re-
mordimientos, y la insoportable injuria de un cruel re-
chazo, no er an más que débiles ensayos del tormento que
me destroza. ¡Se aman! ¿Con qué hechizo han engañado
mis oj os? ¿Cómo se vieron? ¿Desde cuándo? ¿En qué si-
tios? Tú lo sabías. ¿Por qué me dejaste engañarme? ¿No po-
días noticiarme de su ardor furtivo? ¿Se les ha visto ha-
blar se, buscarse a menudo? ¿Iban a esconderse en el
fo ndo de los bosques? ¡Ay ! se veían con todo derecho. El
cielo aprobaba la inocencia de sus suspiros; sin remordi-
mientos se entregaban a su inclinación amorosa; todos los
días se alzaban claros y serenos para ellos. Y yo, triste
desecho de la n aturaleza toda, me ocultaba del día, huía
la luz, la muer te era el único dios que osaba implorar.
Aguardaba el momer.to en que expirara; nutriéndome de
hiel, abrevada en llanto, vigilada demasiado de cerca
h asta en mi desdicha , no me atrevía a ahogarme a gusto
en mis lágrimas: saboreaba temblando ese placer funes-
to ; disfrazando mis angustias bajo mi serena frente ,
me era preciso a menudo pr ivar me hast a de mi llanto.
ENONA
¿Qu é provecho obtendrán de sus vanos amores? Ya
no se verán más.
FEDRA
Pero se amarán siempre. En el mismo momento en
que h ablo ¡ah! ¡mortal idea! desafían el fu ror de una
amante insen sata. Pese al destierro que va a separarlos,
se hacen mil juramentos de no abandonarse. No, no pue-
do soportar un a dicha que me insulta, Enona. Ten pie-
dad de mi celosa r abia. Hay que perder a Aricia. Hay que
r eav ivar el enojo de mi esposo contra su odiada sangre.
Que no se limite a ligeras penas: sobrepasa al de los her-
manos el crimen de la hermana . Quiero suplicarle en mis
67 FEDRA

celosos transportes. Pero ¿qué hago? ¿Dónde se extravía


mi razón? ¡Yo celosa! ¡Y es a Teseo a quien suplico! ¡Mi
esposo está vivo y aún ardo! ¿Por quién? ¿Cuál es el co-
razón que mis deseos pretenden? Cada palabra me hace
erizar los cabellos. Desde hoy mis crímenes colman toda
medida. Exhalo a la vez incesto e impostura. Mis
homicidas manos, prestas a vengarme, arden por hundir-
se en la sangre inocente. ¡Desgraciada! ¡y vivo! ¿Y soporto
la luz de ese sagrado Sol de quien desciendo? Mi abuelo
es el padre y señor de los Dioses: el cielo, todo el univer-
so, llenos están de mis ascendientes. ¿Dónde ocultarme?
Huyamos a la noche infernal. ¿Pero qué digo? Mi padre
rige allí la fatídica urna; dicen que la suerte la ha pues-
to en sus severas manos : Minos juzga en los infiernos a
los pálidos hombr.=s. ¡ Ah, cómo se estremecerá su espan-
tada sombra cuando vea a su hija presentarse a sus' ojos,
constreñida a confesar tantas ruindades diversas, y crí-
menes desconocidos acaso en los infiernos! ¿Qué dirás tú,
padre mío, ante ese horrible espectáculo? Creo ver cómo
cae de tu mano la terrible urna; creo verte, buscando un
nuevo suplicio, convertirte en el verdugo de tu propia
sangre. Perdona. Un dios cruel ha perdido a los tuyos;
reconoce su venganza en el furor de tu hija. ¡Ay! del cri-
men atroz cuya vergüenza me acosa, jamás mi triste co-
razón recogió el fruto. Perseguida por la desgracia hasta
el postrer suspiro, rindo mi penosa vida entre tormentos .
ENONA
Oh, desechad, señora, terror tan injustificado. Mirad
vuestro excusable error con otros ojos. Vos amáis; y no
es posible vencer al propio destino. Fuisteis arrastrada
por un fatal sortilegio. ¿Acaso es esto prodigio inaudito
entre nosotros? ¿El amor no ha triunfado aún más que
sobre vos? Mortal, sufristeis la suerte de los mortales. De-
masiado natural es la debilidad de los hombres. Os que-
jáis de un yugo impuesto desde hace largo tiempo: los
Dioses, los mismos Dioses, habitantes del Olimpo, que
espantan los crímenes con ostentación tan tremenda , han
ardido alguna vez con ilegítimos fuegos .
FEDRA
¿Qué oigo? ¿Qué consejos se atreven a darme? ¿Así,
quieres, pues, envenenarme hasta lo último, desdichada?
RACINE 68

Mira cómo me has perdido. Cuando yo huía, fuiste tú


quien me entregaste. Tus súplicas me hicieron olvidar
mi deber. Evitaba a Hipólito, y tú lo pusiste ante mi vis-
ta. ¿De qué te encargabas? ¿Por qué tu impía boca osó,
acusándolo, ennegrecer su vida? Quizás morirá por ello, y
quizás fué concedido ya el sacrílego ruego ele un padre
insensato. No te escucho más. Véte, monstruo execrable:
vé, déjame el cuidado de mi deplorable suerte. ¡Pueda
pagarte dignamente el cielo, y pueda tu suplicio aterrar
por siempre a cuantos como tú, con mañas cobardes, fo-
mentan las flaqUezas de los desdichados príncipes, los
empujan por la pendiente donde resbala su corazón, y
osan allanarles el camino del crimen, aduladores detesta-
bles: que son el más funesto presente que la cólera de los
cielos haya podido hacer a los reyes!
ENaNA (sola)
¡Ah, Dioses! Por servirla lo he hecho todo, lodo lo
he abandonado; ¿y éste es el premio que recibo? Bien
me lo merezco.
A e T o Q u N T o

ESCENA PRIMERA
Hip6lito, Aricia

ARICIA
¿Cómo? ¿Podéis ca.1laros en tan extremo peligro?
¿Dejáis en el error a un padre que os ama? Cruel, si des-
preciando el poder dE' mis lágrimas aceptáis sin pena no
volver a verme, partid, separáos de la triste Aricia; pero,
al partir, asegurad Vl,;estra vida, al menos. Defended vues-
tro honor de un vergonzoso reproche y forzad a vuestro
padre a revocar sus votos. Aún es tiempo. ¿Por qué, por
qué capricho dejáis el campo libre a vuestra acusadora?
Hablad claro a Teseo.
HIPÓLlTO
¡Ah! ¡qué no le habré dicho! ¿Hubiera debido poner
en claro el oprobio de su lecho? Haciéndole un relato
demasiado sincero ¿debía cubrir con indigno rubor la
frente de un padre? Vos sola habéis penetrado este mis-
terio odioso. Para confiarse, mi corazón sólo os tiene a
vos y a los Dioses. Ved si os amo, que no he podido ocul-
taros cuanto quería yo ocultarme a mí mismo. Pero pen-
sad bajo qué secreto os lo he revelado . Si es posible, ol-
vidad que os hablé, señora, y jamás tan pura boca se abra
para referir esta horrible aventura. Osemos confiar en la
equidad de los Dioses ; ellos están demasiado interesados
en justificarme; y Fedra, castigada por su crimen tarde o
temprano, no pod~-á evitar tan justa ignominia. Es el
único respeto que dE; vos exijo. Permito todo lo demás
a mi libre enojo. Salid de la esclavitud a que estáis redu-
cida; atrevéos a seguirme, atrevéos a acompañar mi fu-
ga; arrancáos a un lugar funesto y profanado, donde la
virtud respira aires ponzoñosos; para ocultar vuestra in-
RACINE 70

mediata huída, aprovecháos de la confusión que aquí


produce mi desgracia. Yo puedo aseguraros la manera de
huir. No tenéis aquí otros guardias que los míos; abraza-
rán nuestro partido poderosos defensores; Argos nos tien-
de los brazos y Esparta nos llama: llevemos a nuestros
amigos comunes nuestras justificadas protestas; no so-
portemos que Fedra, reuniendo nuestros despojos, nos
arroje al uno y a la otra del trono paterno y prometa a
su hijo la usurpación hecha a ambos. Buena es la oca-
sión y hay que aprovecharla. ¿Qué . temor os retiene?
¿Parecéis vacilar? Sólo vuestro interés me inspira esta
audacia. ¿Por qué ese aire helado cuando yo soy todo
fuego? ¿Teméis unir vuestros pasos a los de un deste-
rrado?
ARICIA
¡Ay,' señor! ¡Qué dulce me sería tal destierro! Olvida-
da del resto de los mortales ¡en qué arrobamiento viviría
ligada a vuestra suerte! Pero no estando unidos por aquel
dulce lazo ¿puedo con honor huir en vuestra compañía?
Sé que puedo libertarme de las manos de vuestro padre
sin faltar al honor más severo: esto no es escapar del
seno de los míos; permitida es la fuga a quien huye de
sus tiranos. Pero vos me amáis, señor; y mi modestia alar-
mada
HIPÓLITO
No, no, tengo demasiado interés en vuestra reputación.
Me trae ante vos un designio más noble: huid de mis ene-
migos siguiendo a vuestro esposo. Libertados por nues-
tras desdichas, ya que lo ordena el cielo, la entrega de
nuestra fe no depende de nadie. No siempre el himeneo
está cercado de antorchas. A las puertas de Trecene yen-
tre aquellas tumbas, antiguos sepulcros de los príncipes de
mi raza, existe un sagrado templo, terrible a los perjuros.
Allí los mortales no osan jurar en vano; el pérfido recibe
en él un inmediato castigo; y con el temor de encontrar
una muerte inevitable, la mentira no conoce más temible
freno. Allí, si me creéis, iremos a confirmar el juramento
solemne de un imperecedero amor; tomaremos por testi-
go al dios que allí se adora, rogándole ambos que nos
sirva de padre. Yo invocaré a los más sacros Dioses, la
casta Diana y la augusta Juno, y todos los Dioses, en fin,
testigos de nuestra ternura, garantizarán la fe de mis
santas promesas.
71 FEDRA

ARICIA
Viene el Rey. Príncipe, huid, partid en seguida. Yo
permaneceré aquí un momento para ocultar mi marcha.
Id, y dejadme algún guía fiel que conduzca hasta vos
mis tímidos pasos.
ESCENA SEGUNDA
Teseo, ATicia, Ismena
TESEO
¡Dioses! ¡Esclareced mi turbación, y dignáos mos-
trar a mis ojos la verdad que busco en este sitio!
ARICIA
Piensa en todo, querida Ismena, y apróntate para la
fuga.

ESCENA TERCERA
Teseo, Aricia
TESEO
¡Señora, cambiáis de color y parecéis desconcertaaa!
¿Qué hacía Hipólito en este sitio?
ARICIA
Señor, me daba un adiós eterno.
TESEO
Vuestros ojos han sabido domar ese corazón rebelde
y sus primeros suspiros son vuestra feliz hazaña.
ARICIA
Señor, no puedo negaros la verdad: él no ha here·
dado vuestro injusto odio, ni me trataba como a una
criminal.
TESEO
Comprendo : os juraba un eterno amor. Pero no con·
fiéis en ese corazón inconstante, porque lo mismo que a
vos les juraba a otras.
ARICIA
¿Él, señor?
HACINE 72

TESEO
Debierais volverlo menos versátil: ¿cómo soportabais
ese horrible reparto?
ARICIA
¿y cómo soportáis vos que con horribles palabras
osen enturbiar el curso de tan hermosa vida? ¿Conocéis
tan poco su corazón'? ¿Tan mal discernís el crimen y la
inocencia? ¿Es posible que sólo para vuestros ojos oculte
una odiosa nube su virtud, que para todos los ojos brilla?
Ah, basta ya de entregarlo a pérfidas lenguas. Detenéos:
arrepentíos de vuestros votos homicidas; temed, señor,
temed que el cielo riguroso os odie tanto, que escuche
vuestras súplicas. A menudo acepta encolerizado nuestras
víctimas; sus presentes son a menudo la pena de nuestros
crímenes.
TESEO
No, en vano queréis disculpar su crimen: vuestro
amor os ciega en favor del ingrato. Pero yo creo en testi-
monios ciertos, irrecusables: yo he visto, he visto correr
lágrimas verdaderas.
ARICIA
Tened cuidado, señor. Vuestras invencibles manos
han libertado a los hombres de monstruos sin cuento; pe-
ro no todos han sido exterminados, y vos dejáis vivir
uno Señor, vUestro hijo me prohibe continuar. Cono-
cedora del respeto que quiere guardaros, lo afligiría de-
masiado si osara seguir. Imito su pudor y huyo de vues-
tra presencia para r.o verme forzada a violar mi secreto.

ESCENA CUARTA
TESEO (solo)
¿Cuál es, pues, su pensamiento? ¿Y qué ocultan razo-
nes comenzadas tantas veces y siempre interrumpidas?
¿Quieren desconcertarme con ficciones vanas? ¿Están de
acuerdo ambos para hundirme en cavilaciones? Pero yo
mismo, pese a mi rigor severo, ¿qué plañidera voz escu-
cho en el fondo de mi corazón? Una secreta piedad me
ensombrece y me aflige. Interroguemos por segunda vez a
Enona. Quiero estar mejor informado de todo el crimen.
Guardias, que salga Enona y que venga sola a mi pre-
sencia.
73 FEDRA

ESCENA QUINTA
Teseo, Pánope
PÁNOPE
Señor, ignoro el proyecto que medita la Reina, pero
todo lo temo del transporte que la sacude. Una mortal
desesperación se pinta en su semblante; su tez muestra
ya el color de la ml:erte. Arrojada ignominiosamente de
su presencia, Enona se ha lanzado al profundo mar: Na-
die sabe de qué provino esa determinación furiosa, y las
olas la arrebataron a nuestros ojos para siempre.
TESEO
¿Qué oigo?
PÁNOPE
Su muerte no ha calmado a la Reina; parece crecer
la turbación en su vacilante espíritu. Por momentos, para
entretener sus secre-tos dolores, toma a sus hijos y los
baña en lágrimas, pero de pronto, renunciando al amor
materno, su mano los rechaza con horror lejos de sí. Di-
rige al azar sus pasos indecisos; no nos reconocen ya sus
ojos extraviados. Tres veces ha escrito, pero, cambiando
de idea, ha roto tres veces la carta empezada. DignáoR
verla, señor; dignáos acudir en su socorro.
TESEO
¡Cielos! ¿Enona ha muerto y Fedra quiere morir?
Que se llame a mi hijo, ¡que venga a defenderse! Que
venga a hablarme, e5toy pronto a oírlo. Neptuno, no apre-
sures tus funestos favores ; prefiero no ser escuchado nun-
ca. Quizás he creído demasiado a testigos poco veraces,
y demasiado pronto levanté hacia ti mis manos crueles.
¡Ah, qué desesperación seguirá a mis ruegos!

ESCENA SEXTA
Teseo, Terámenes
TESEO
¿Eres tú, Terámenes? ¿Qué has hecho de mi hijo? Te
lo he confiado desde la edad más tierna. Pero ¿de qué
RACINE

provienen las lágrimas que te veo derramar? ¿Qué hace


mi hijo?
TERÁMENES
¡Oh cuidados tardíos y superfluos! ¡Inútil ternura!
¡Hipólito no existe ya!
TESEO
¡Dioses!
TERÁMENES
He visto perecer al más amable de los mortales, y
también señor, me atrevo a decíroslo, ' al menos culpable.
TESEO
¿Mi hijo ya no existe? ¿Cómo? ¿Cuándo yo le tiendo
los brazos, los Dioses impacientes han apresurado su muer-
te? ¿Qué golpe me lo arrebató? ¿Qué súbito rayo?
TERÁMENES
Acabábamos de salir de las puertas de Trecene; él
iba en su carro : afligida, su guardia imitaba su silencio
agrupada en torno; seguía él el camino de Micenas, ab-
sorto en sus pensamientos; y su mano dejaba sueltas las
riendas. Sus soberbios corceles, que otras veces vimos
obedecer su voz con ardor tan noble, baja la testa aho-
ra y opaca la mirada, parecían conformarse a su decaído
ánimo. En ese momento, un espantoso grito, salido del
fondo de las olas, turbó la calma del ambiente ; y del fon-
do de la tierra una voz estentórea respondió gimiendo al
t emible grito. La sangre se nos heló en el corazón, mien-
tras se erizaba la crin de los atentos corceles. Entre tanto,
sobre el dorso de la líquida llanura, se eleva a grandes
borbotones una húmeda montaña ; aproxímase la onda ,
se quiebra y vomita a nuestros ojos, entre torrentes de
espuma, un mon struo enfurecido. Armada está su ancha
frente de amenazantes cuernos; revestido su cuerpo de
escamas amarillentas; toro indomable, dragón impetuoso,
encórvase su grupa en tortuosos repliegues. A sus largos
mugidos tiembla la ribera. Mira el cielo con horror tan
salvaje monstruo; conmuévese la tierra, el aire se infec-
ta , la ola que lo trajo retrocede espantada. Todo huye;
sin armarnos de inútil valor, buscamos asilo en el cer-
cano templo. Sólo Hipólito, digno hijo de Un héroe ,
detiene sus caballos, coge la jabalina, afronta al monstruo,
y, lanzando el dardo con mano segura, le abre en el cos-
75 FEOHA

tado una ancha herida. Entre saltos de rabia y de dolor,


el monstruo viene a caer mugiendo al pie de los caballos,
se enrosca, y les presenta las inflamadas fauces, cubrién-
dolos de fuego , de humo y de sangre. El terror los enlo-
quece; sordos ahora, no reconocen ya ni la voz ni la brida.
En esfuerzos impotentes consúmese su amo; ellos enro-
jecen el freno con ensangrentada espuma. Cuentan que
hasta se vió, en ese espantoso desorden, un dios r¡ue agui-
joneaba sus flancos polvorientos. El t error los precipita
contra las rocas; chillan y se rompen los ej es. El intrépi-
do Hipólito ve volar en pedazos su carro deshecho; y él
mismo cae enredado en las riendas. Perdonad mi dolor .
Esa cruel imagen será para mí fuente eterna de llanto.
Yo he visto, señor, he visto a vuestro desgraciado hijo
arrastrado por los caballos que su mano h abía nutrido.
Quiere llamarlos y su voz los espanta; corren. Bien pron-
to no es más que 'lna llaga todo su cuerpo. La llanura re-
suena con nuestros dolorosos clamores. Modérase por fin
su impetuoso arrebato: se detienen no le.íos de esas an-
tiguas tumbas donde du ermen las reliquias frías de SUR
reales abuelos. Corro alH suspirando; su gu ardia me si-
gue. Nos guía el rastro de su generosa sangre : tintas en
en ella están las rocas; las húmedas zarzaR mueRtran los
ensangrentados despojos de sus cabellos. Llego, lo llamo,
y, tendiéndome la mano, ahre sus oios. moriIJundos, flue
vuelve a cerrar al instante. "El cielo me arranca , dijo,
una vida inocente. Protege, después que yo mu era. a la
tl'Íste Aricia. Caro amigo, si algún día mi p<ldr e. desen-
gañado, lamenta la desgracia de un hi.ío acusarlo fal sa-
mente, para apaciguar mi sangre y mi plañidera somhra
díle que trate con dulzura a su cautiva; que le devuel-
va" ... Expirando el héroe a esta pal ahra , no dejó entre
mis brazos más que un desfigurado cuerpo, triste deRpojo
de la cól era de los Dioses, qu e desconocerían h asta los
mi smos ojos de su padre.
TESEO
¡Oh hiio mío' ¡Cara esperanza que yo mi smo me he
arrebatado! ¡Inexorables Dioses, demasiado me servisteis!
¡Qué remordimientos mortales esperan a mi vid a!
TERÁMENES
Llegó entonces la tímida Aricia. Venía, señor, hu-
yendo de vuestra cólera, a aceptarle por esposo a la faz
HA CINE 70

de los Dioses. Se aproxima: ve la hierba humeante y roja ;


ve (¡ qué espectáculo para los ojos de una enamorada!)
a ,Hipólito yacente, informe y blanco. Durante algún tiem-
po quiere dudar de su desgracia; no reconocIendo ya al
héroe que adora, ve a Hipólito y pregunta aún por él.
Pero demasiado segura al fin de que está ante sus ojos,
acusa a los Dioses con una triste mirada; y fría, gimiendo ,
sin sentido, cae desmayada a los pies de su amante. Junto
a ella está Ismena; Ismena, que, bañada en llanto, la hace
volver a la vida o mejor a su desventura. Y yo he venido,
detestando la luz del día, a trasmitiros la postrera volun-
tad de un héroe, y a cumplir, señor, el desdichado encar-
go que su corazón expirante depositó en mí. Pero veo que
se acerca su mortal enemiga.

ESCENA SÉPTIMA
Teseo , F edra, Terám enes , Pánop e, Guardias.

TESEO
¡Y bien! Vos triunfáis, mi hijo ya no existe. ¡Ah,
cuánto debo temer! ¡Y qué cruel sospecha, absolviéndolo
en mi corazón, con justicia me alarma! Pero, señora, ha
muerto, recibid vuestra víctima: gozad de su pérdida, le-
gítima o injusta, Consiento en que mis ojos se hayan en-
gañado siempre. Lo creo criminal, puesto que sois vos
quien lo acusa. Su muerte ofrece motivo suficiente a mis
lágrimas, sin que vaya a buscar revelaciones odiosas, que,
no pudiendo devolverlo a mi justificado dolor, qUizás no
harían más que acrecentar mi dE'sdicha. Dejadme, lejos
de vos y lejos de estas riberas, huir la en sangrentada
visión de mi hijo destrozado , Confuso, perseguido por un
remordimiento mortal , querría desterrarme del universo.
Todo parece levantarse contra mi injusticia. Hasta la
gloria de mi nombre aumenta mi suplicio. Me ocultaría
mejor siendo men0S conocido de los hombres. Odio hasta
los privilegios con que me honran los Dioses, y me reti-
raré a llorar sus mortíferos favores, sin fati garlos más
con plegarias inútiles. Cualquier cosa que por mí hicie-
ran, su funesta bondad no podría pagarme lo que me
han quitado.
77 FEDRA

FEDRA
No, Teseo, hay que romper un injusto silencio: hay
que devolver la inocencia a vuestro hijo. Él no era cul-
pable.
TESEO
¡Ah! ¡Padre, infortunado! ¡Y lo condené fiado en vos!
Cruel, pensáis que eso basta a excusaros ..
FEDRA
Los momentos me son preciosos; escuchadme, Teseo.
FuÍ yo quien sobre ese hijo, casto y respetuoso, osé arro-
jar incestuosas e impías miradas. El ciélo puso en mi co-
razón una pasión fun esta, y la detestable Enona hizo lo de-
más. Temió ella que Hipólito, conociendo mis furores,
descubriera un fu ~go que lo horrorizaba, y, abusando de
mi debilidad extrema, se apresuró la pérfida a acusarlo
a él mismo ante vos. Se ha castigado ya, y, huyendo de
mi enojo, ha buscado en las olas un suplicio demasiado
suave. El hierro hubiera cortado ya mi suerte, pero yo
dejaba gemir a la sospechada virtud, y he querido, expo-
niendo ante vos mis remordimientos, descender a la muer-
te por más largo camino. He tomado y he hecho correr
en mis venas ardientes un veneno que de Atenas trajo
Medea. Llegando :la a mi corazón, en mi corazón mori-
bundo pone ese veneno un frío desconocido; ya sólo a
través de una nube veo el cielo y el esposo a quien mi
presencia ultraja ; y la muerte, sustrayendo la claridad a
mis ojos, devuelve su pureza a la luz del día C1ue man-
chaban.
PÁNOPE
¡Se muere, señor!
TESEO
¡Así pudiera morir con ella el recuerdo de acción tan
infame! Demasiado convencido ¡ay! de mi error, vamos a
mezclar nuestras lágrimas con la sangre de mi desdichado
hijo. Vamos a abrazar lo que queda de ese hijo amado, a
expiar el furor de un voto que detesto. Rindámosle los
honores que tanto mereció; y, para apaciguar mejor sus
irritados manes, que su amante, a pesar de las tramas de
una familia injusta, ocupe desde hoy junto a mi lugar
de hija.
ANDRÓMACA
PERSONAJES

ANDRÓMACA, viuda de Héctor, cautiva de Pirro.


PIRRO, hijo de Aquiles, Tey del Epiro.
ORESTES, hijo de Agamenón.
HERMÍONE, hija d.e Helena, pTometida de Pirro.
PiLADES, amigo de OTestes.
CLEONA, confidente de HeTniíone.
CEFISA, confidente de Andrómaca.
FÉNIX, ayo de Aquües y luego de Pirro.
Séquito de Orestes

La acción es en Butroto, ciudad del Epiro,


en una sala del palacio de Pirro
A e T o PRIMERO

ESCENA PRIMERA
Ores tes, Pílades
ORESTES
Sí, pues que recupero tan fiel amigo, va a tener nue-
va faz mi fortuna; y ya parece haberse endulzado su
enojo, cuando se cuida de reunirnos aquí. ¿Quién hubiera
dicho que una ribera tan funesta para mis ansias haría
aparecer súbitamente a Pílades ante los ojos de Orestes?
¿Que, después de más de seis meses de haberte perdido,
en la corte de Pirro me serías devuelto?
PÍLADES
Doy gracias al cielo, que deteniéndome sin cesar pa-
recía haberme cerrado el camino de Grecia, desde el día
fatal en que el furor de las olas, casi a la vista del Epiro,
apartó nuestros bajeles. ¡Cuántos temores he sufrido en
este destierro! ¡Cuántas lágrimas he derramado sobre
vuestras desventuras, temiendo siempre para vos algún
nuevo peligro que mi triste amistad no pOdía compartir!
Temblaba sobre todo ante esa melancolía en que durante
tanto tiempo he visto amortajada a vuestra alma. Temía
que el cielo, como cruel socorro, os ofreciera la muerte
que siempre buscáis. Pero os veo, señor; y, me atreveré
a decirlo, os conduce al Epiro destino más dichoso: el
pomposo cortejo que sigue aquí vuestros pasos no es
el de un desdichado que busca la muerte.
ORESTES
¡Ay! ¿Quién puede conocer el destino que me guía?
El amor me ha hecho buscar aquí a una ingrata. Pero
¿quién sabe lo que ha de disponer sobre mi fortuna, ni si
he venido aquí a buscar la vida o la muerte?
RACINE 84

PÍLADES
¡Cómo! ¿Vuestra alma, sujeta como esclava al amor,
abdica en él el cuidado de vuestra vida? ¿Por qué sortile-
gios, olvidando tantos tormentos sufridos, podéis con-
sentir en volver a sus prisiones? ¿Pensáis que Hermíone,
inexorable en Esparta, os prepara en el Epiro más fa-
vorable suerte? Avergonzado de haber nutrido tantos es-
tériles anhelos, la aborrecisteis; en fin, no me hablabais
más de ello. Y me engañabais, señor.
ORESTES
Me engañaba a mí mismo. Amigo, no abrumes a un
desgraciado que te quiere. ¿Te he ocultado alguna vez
mi corazón y mis deseos? Tú viste nacer mi pasión y mis
primeros suspiros. En fin, cuando Menelao dispuso de su
hija en favor de Pirro, vengador de su raza, viste mi deses-
peración; y me has visto, desde entonces, arrastrar de
un mar a otro mi esclavitud y mis tristezas. En ese esta-
do funesto, te vi, a pesar mío, pronto a seguir dondequie-
ra al lamentable Orestes, interrumpiendo siempre el cur-
so de mi furor y salvándome todos los días de mí mismo.
Pero cuando recordaba que entre tantas agitaciones Her-
míone prodigaba a Pirro todos sus encantos, tú sabes que
mi corazón, lleno de ira, quería olvidándola castigar to-
dos sus desprecios. Hice creer y creí segura mi victoria;
tomé todos mis transportes por transportes de odio; mal-
diciendo sus rigores, rebajando sus atractivos, desafié
sus ojos a que volvieran a turbarme jamás. Así es cómo
creí ahogar mi ternura. En esa engañadora calma llegué
a Grecia, y encontré reunidos a sus príncipes, a quienes
un gran peligro parecía haber perturbado. Corrí a ellos.
Pensé que la guerra y la gloria llenarían mi mente de
más importantes cuidados; que mis sentidos recobrarían
su vigor primero, y el amor acabaría por salir de mi co-
razón. Pero admira tú conmigo la suerte, cuya persecu-
ción me hace correr entonces a la trampa que quería evi-
tar. Oigo en todas partes que se amenaza a Pirro; toda la
Grecia estalla en confusos murmullos; se quejan de que,
olvidando sus promesas y su sangre, cría en su corte al
enemigo de Grecia, Astiánax, joven y desgraciado hijo
de Héctor, resto de tantos reyes sepultados bajo las rui-
nas de Troya. Me entero de que, para salvar su infancia
del suplicio, Andrómaca engañó al ingenioso Ulises, mien-
85 ANDROMACA

tras otro niño, arrancado de sus brazos, bajo el nom-


bre de su hijo, era conducido a la muerte. Se dice que,
poco sensible a los encantos de Hermíone, a otra ofrece
mi rival su corazón y su corona; Menelao, sin creerlo, pa-
rece afligido, y se queja de un himeneo tan largo tiempo
postergado. Entre los sinsabores en que se ahoga su al-
ma, se eleva en la mía un júbilo secreto: yo triunfo; y
sin embargo me jacto de que sólo la venganza excita este
transporte. Pero la ingrata recobró bien pronto su puesto
en mi corazón: reconocí la huella de mis mal extinguidos
fuegos; sentí que mi odio iba a terminar su curso, o más
bien sentí que siempre la amaba. Entonces solicito con
diligencia el sufragio de todos los griegos. Me envían
hacia Pirro: emprendo este viaje. vengo a ver si se puede
arrancar de sus brazos a ese niño cuya vida alarma a
tantas naciones: ¡feliz de mí si pudiera, en medio del
ardor aue me oprime, arrebatarle mi princesa en lugar
de Astiánax! Porque en fin , no esperes que mis redobla-
dos fuegos puedan retroceder ni ante los mayores peligros.
Puesto que mi resistencia es vana tras tantos esfuerzos,
me entrego ciegamente al destino que me gobierna. Yo
amo: vengo a busc:lr a Hermíone en estos parajes, a ven-
cerla. a raptarla o a morir ante sus ojo~. Tú que conoces
a Pirro ¿qué piensas que hará? Díme lo que pasa en su
corte, en su corazón. ¿Lo tiene esclavizado mi Hermíone?
¿Me devolverá, Pílades, el bien que me quitó?
PÍLADES
Os engañaría, señor, si osara prometeros que querrá
devolverla a vuestras manos: aunque no parezca halaga-
do de su conquista. Su pasión se ha vuelto hacia la viuda
de Héctor; la ama. Pero, en fin , esta inhumana viuda hasta
hoy no ha pagado su amor más que con odio; y cada día
se le ve aún tentarlo todo para doblegar a su cautiva o
para espantarla. Amenaza la vida de su hijo, que le
mantiene oculto, y la hace derramar lágrimas, que inme-
diatamente enjuga. Hermíone misma ha visto volver más
de cien veces hacia ella a este amante irritado, y , ofre-
ciéndole el homenaje de sus turbios deseos, suspirar a
sus pies menos de amor aue de rabia. Así, no esperéis
que hoy por hoy se os pueda responder de un corazón tan
poco dueño de sí: en tan extremo desorden, puede, señor.
puede desposarse con lo que odia y castigar 10 que ama .
RACINE 86

ORESTES
Pero dime: ¿con qué ojos puede ver Hermíone su hi-
meneo diferido y bin poder sus encantos?
PÍLADES
Hermione, señor, al menos en apariencia, parece des-
deñar la inconstancia de su amante, y cree que, demasiado
feliz de doblegar su rigor, él vendrá a apremiarla para
que recobre su corazón. Pero yo la he visto confiarme sus
lágrimas. Llora en secreto el desprecio de sus encantos.
Siempre pronta a partir, y quedándose siempre, en oca-
siones llama a Orestes en su socorro.
ORESTES
¡Ah! si lo creyera, Pílades, iría en seguida a arrojarme ...
PÍLADES
Señor, cumplid vuestra embajada. Esperáis al Rey.
Hablad y mostradle a todos los griegos conjurados contra
el hijo de Héctor. Lejos de entregarles al hijo de su ama-
da, tal odio no hará más que excitar su ternura. Mientras
más se les quiera separar, más se les va a unir. Insistid:
pedidlo todo, a fin de no obtener nada. Ya viene.
ORESTES
Bien; vé, pues, a preparar a la cruel, para que vuelva
a ver a un amante que sólo por ella viene.

ESCENA SEGUNDA
Pirro, Ores tes, Fénix
ORESTES
Antes de que todos los griegos os hablen por mi voz,
permitid, señor, que ose aquí felicitarme de su elección
y que muestre algún júbilo a vuestros ojos al contemplar
al hijo de Aquiles y al vencedor de Troya. Sí, admiramos
vuestros hechos tanto como sus hazañas: bajo sus gol-
pes cayó Héctor y bajo los vuestros Troya; mostrasteis
con feliz audacia que sólo el hijo de Aquiles podía ocupar
su puesto. Pero la Grecia os ve con dolor hacer lo que
él no hubiera hecho, reparar la desgracia de la troyana
87 ANDROMACA

sangre, y, dejándoos conmover por una piedad infausta,


mantener el resto de tan larga guerra. ¿Ya no os acor-
dáis, señor, de lo que fué Héctor? Nuestros pueblos debi-
litados lo recuerdan todavía. Su solo nombre hace estre-
mecerse a nuestros huérfanos y a nuestras viudas; y en
toda la Grecia no hay familia que no pida cuenta, a ese
desdichado hijo, del padre o el esposo que Héctor les arre-
bató. ¿Y quién sabe lo que su hijo puede emprender un
día? Acaso lo veremos descender en nuestros puertos, tal
como se vió a su padre incendiar nuestros navíos y con
la antorcha en la mano seguirlos sobre las aguas. ¿Señor,
me atreveré a deciros lo que pienso? Temed vos mismo
que como recompensa de vuestras bondades esa serpiente
criada en vuestro seno no os castigue un día por haberla
conservado. En fin, satisfaced el deseo de todos los grie-
gos, asegurad su venganza, asegurad vuestra propia vida;
acabad con un enemigo tanto más peligroso cuanto que
sobre vos se ensayará para combatir contra ellos.
PIRRO
Demasiado se inquieta por mí la Grecia. La creí agi-
tada, señor, por más importantes cuidados; y había ima-
ginado más grandeza en sus proyectos, basándome en el
nombre de su embajador. ¿Quién creyera, en efecto, que
merecería el empeño del hijo de Agamenón semejante
empresa? ¿Que un pueblo entero, tantas veces triunfante,
se dignara conspirar para la muerte de un niño? ¿Pero
a quién se pretende que lo sacrifique? ¿Tiene la Grecia
algún derecho aún sobre su vida? ¿Y soy el único de los
griegos a quien no está permitido disponer de un cautivo
que me concedió la suerte? Señor, cuando al pie de
los humeantes muros de Troya los ensangrentados vence-
dores dividieron su presa, la suerte, cuyos decretos fueron
entonces obedecidos, hizo caer en mis manos a Andrómaca
y su infante; Hécuba terminó sus desgracias junto a Uli-
ses; hasta Argos siguió Casandra a vuestro padre: ¿extendí
yo mis derechos sobre ellos o sobre sus cautivos? ¿Dis-
puse del fruto de sus hazañas? Se teme que acaso renazca
Troya un día con Héctor; su hijo puede arrebatarme la
luz del día que le otorgo. Señor, tanta prudencia importa
cuidados excesivos: no sé prever las desgracias desde tan
lejos. Pienso en lo que fué antaño esa ciudad, tan soherbia
en murallas, tan fértil en héroes, dueña del Asia; y con-
RA CI NE 88

templo, en fin, cuál fué la suerte de Troya y cuál es su


destino. No miro más que torres que cubrió la ceniza, un
río tinto en sangre, desiertos campos, un niño entre hie·
rros ; y no puedo imaginar que Troya aspire a vengarse
en tal estado. ¡Ah! si la pérdida del hijo de Héctor está
jurada, ¿por qué la hemos diferido un año entero'! ¿No
pudo inmolársele en el seno de Príamo? Hubiera debi.do
sepultársele en la ruina de Troya, entre tantos muertos.
Todo era justo entonces: la vejez y la infancia buscaban en
vano su defensa en su debi.lidad; más crueles que nosotros,
la noche y la victoria nos excitaban al crimen y cubrían
nuestros golpes. Demasiado severa fué mi ira para los
vencidofl. ¿Pero que sobreviva mi crueldad a mi cólera?
¿Que, pese a la piedad que se apodera de mí, me bañe yo
en la sangre de un niño? No, señor. Busquen los griegos
alguna otra presa; persigan en otra parte lo que queda
de Troya: acabado está el curso de mis odios; lo que se
salvó de Troya lo salvará el Epiro.

ORESTES
Señor, demasiado sabéis con qué artificio un falso
Astiánax fué ofrecido a la muerte Que sólo debía padecer
el hijo de Héctor. No es a los troyanos sino a Héctor a
quien se persigue. Sí, los griegos persiguen al padre en
el hijo ; con demasiada sangre compró su cólera, y ella
sólo puede expirar con su flangre. Acaso los atraiga has-
ta el Epiro. Evitadlo.
PIRRO
No, no. Consiento en ello alegremente: busquen en
el Epiro una segunda Troya; que confundan sus odios y
no distingan ya entre la sangre qu~ los hizo vencer y la
de los vencidos. No será ésta la primera injusticia con
que haya pagado Grecia los servicios de Aquiles. Héctor
se aprovechó de ello, señor; y bien pOdría su hijo aprove-
charse también a su. turno.

ORESTES
¿Así, pues, la Grecia tiene en vos un hijo rebelde?

PIRRO
?Acaso he vencido para depender de ella?
89 ANDROMACA

ORESTES
Señor, Hermíol1-= detendrá vuestros golpes: sus ojos
se interpondrán entrE' su padre y vos.
PIRRO
Señor, Hermíone puede serme siempre cara; puedo
amarla sin ser por ello escla.vo de su padre; y acaso sepa
yo algún día acordar las exigencias de mi grandeza y de
mi amor. Mientras tanto, podéis ver a la hija de Helena:
conozco el estrecho lazo de sangre que os une. Después
de esto, señor, no 0S detendré más, y pcdréis anunciar mi
negativa a los griegos.

ESCENA TERCERA
Pirro, Fénix

FÉNIX
¡Así es que lo enviáis a los pies de su señora!
PIRRO
Se dice que largo tiempo amó a la princesa.
FÉNIX
Pero, señor, ¿y si esa pasión vuelve a encenderse? ¿Si
él le devolviera su corazón y se hiciera amar?
PIRRO
¡Ah, Fénix! que se amen: consiento en ello. Que mar-
chen. Que retornen a Esparta prendados uno del otro.
Para ambos están francos todos nuestros puertos. ¡Cuán-
tos enojos y violencias me evitarían!
FÉNIX
Señor ..
PIRRO
En otro momento te abriré mi alma: Andrómaca se
acerca.
RACINE 90

ESCENA CUARTA
Pi1'ro, Andr6maca, Cefisa

PIRRO
¿Me buscabais, SE:fíora? ¿Me estará permitida tan dul-
ce esperanza?
ANDRÓMACA
Me dirigía al lugar en que se guarda a mi hijo. Puesto
que permitís que una vez por día vea yo al único bien
que me resta de Héctor y de Troya, iba, señor, a llorar
con él un momento: hoy no lo he abrazado aún.
PIRRO
¡Ah, señora! Los griegos, si he de creer a sus temores,
os darán bien pronto otros motivos de lágrimas.
ANDRÓMACA
¿y qué miedo es éste que hiere sus corazones, sefíor?
¿Os escapó acaso algún troyano?
PIRRO
Aún no se ha extinguido su odio hacia Héctor. Temen a
su hijo.
ANDRÓMACA
¡Digno objeto de sus temores! Un desgraciado mno
que no sabe todav.Ía que Pirro es su amo y que es hijo
de Héctor.
PIRRO
Por ser quien es, todos los griegos exigen que perezca.
El hijo de Agamenón vIene a apresurar su suplicio.
ANDRÓMACA
¿Y vos pronunciaréis tan cruel sentencia? ¿Es mi in-
terés el que lo vuelve criminal? ¡Ay! no se teme que ven-
gue un día a su padre; témese que llegue a enjugar las
lágrimas de su madre. Él me hubiera servido de padre
y de esposo; pero preciso es que todo lo pierda, y todo
bajo vuestros golpes.
PIRRO
Sefíora, mi negativa se adelantó a vuestro llanto. Todos
los griegos me han amenazado ya con sus armas; pero
91 ANDROMACA

aunque debieran, trasponiendo los mares, exigir a vuestro


hijo con mil bajeles; aunque costara tanta sangre como
hizo derramar Helena; aunque dentro de diez años debie-
ra yo ver mi palacio reducido a cenizas, no vacilo, vuelo
en su socorro: defenderé su vida a expensas de la mía
propia. Pero entre esos peligros a que corro por agradaros
¿me rehusaréis una mirada menos severa? Odiado por los
griegos todos, por todos urgido, ¿tendré que combatir aún
contra vuestras crueldades? Os ofrezco mi brazo. ¿Puedo
esperar que aceptaréis también mi corazón que os adora?
Al combatir por vos, ¿me estará permitido no contaros
entre mis enemigos?
ANDRÓMACA
¿Qué hacéis, señor, y qué dirá la Grecia? ¿Debe tan
gran corazón mostrar debilidad tanta? ¿Queréis que un
designio tan noble, tan generoso, pase como transporte
de un espíritu enamorado? ¿Podéis anhelar que os ame
Andrómaca cautiva, siempre triste, a sí misma importu-
na? ¿Qué encantos tienen para vos los ojos infortunados
que condenasteis a llanto eterno? No, no, respetar la des-
gracia de un enemigo, salvar a los desdichados, devolver
un hijo a su madre, combatir por él contra el rigor de
cien pueblos, sin hacerme pagar su salud con mi corazón,
darle un asilo a pesar mío, si es necesario: he ahí, señor,
actos dignos del hijo de Aquiles .
PIRRO
¡Y qué! ¿No acabó aún el curso de vuestra ira? ¿Se
puede odiar sin tregua? ¿Y se castiga siempre? Sin duda,
muchos me deben sus desgracias; y cien veces la Frigia
vió mi mano roja de vuestra sangre. Pero ¡qué bien se
han vengado en mí vuestros ojos! ¡Y qué caras me han
vendido las lágrimas que vertieron! ¡De cuántos remor,
dimientos me han hecho víctima! Sufro yo mismo todos
los males que cometí ante Troya. Vencido, cargado de
hierros, consumido de penas, quemado por más incendios
que cuantos provoqué, tantos cuidados, tantas lágrimas,
tantos inquietos ardores ... ¡ay! ¿he sido nunca tan cruel
como vos? ... Pero, en fin, basta de castigarnos alterna-
tivamente: deberían unirnos nuestras enemistades comu-
nes. Señora, decidme solamente que puedo esperar, y os
devuelvo a vuestro hijo, le sirvo de padre ; yo mismo le
enseñaré que vengue a los troyanos; iré a castigar a los
RACINE 92

griegos por vuestros males y los míos. Animado por una


mirada, puedo emprender cualquier cosa: aún puede re-
surgir vuestra Ilión de sus cenizas; en menos tiempo del
que los griegos pusieron en tomarla, puedo coronar a
vuestro hijo en sus restaurados muros.
ANDRÓMACA
Señor, poco nos emocionan tantas grandezas; todas se
las prometí mientras vivió su padre. No, no esperéis vol-
ver a vernos ya, sagrados muros que no pudo conservar
mi Héctor. Señor: más pequeños favores pretenden los
desdichados; es el destierro lo que os piden mis lágrimas.
Permitid que lejos de los griegos, y hasta lejos de vos,
vaya a ocultar a mi hijo y llorar a mi esposo. Vuestro
amor enciende contra nosotros demasiados odios: retor-
nad, retornad a ·la hija de Helena.
PIRRO
¿Lo puedo acaso, señora? ¡Ah! ¡cómo me torturáis! ¿Có-
mo devolverle un corazón que vos retenéis? Sé que le
prometieron imperio sobre mis ansias; sé que para reinar
vino ella al Epiro; plugo a la suerte traeros aquí a la una
y a la otra. A vos, para llevar cadenas; a ella, para darlas.
Sin embargo ¿me he preocupado siquiera de agradar le?
¿Y no se diría, por el contrario, al ver omnipotentes vues-
tros encantos y desdeñados los suyos, que ella es aquí la
cautiva y vos la reina? ¡Ah, si uno solo de los suspiros
que os envía mi corazón escapara hacia ella, cuánto jú-
bilo le llevaría!
ANDRÓMACA
¿Y por qué habían de ser rechazados vuestros suspiros?
¿Olvidaría ella vuestros servicios pasados? ¿Héctor o Tro-
ya sublevarían contra vos su alma? ¿Debe a las cenizas
de un esposo su fidelidad? ¡Y qué esposo, además! ¡Ah,
cruel recuerdo! Su sola muerte hizo a vuestro padre in-
mortal. Debe a la sangre de Héctor todo el brillo de sus
armas, y ambos sois conocidos no más que, por mi llanto.
PffiRO
Y bien, señora, y bien, hay que obedeceros: hay que
olvidaros, o más bien odiaros. Sí, mis deseos han llevado
su violencia demasiado lejos para no detenerse más que
en la indiferencia. Pensadlo bien: en adelante, es preciso
9.1 ANDROMACA

que mi corazón odie con furor, si no ama ya con trans-


porte. En mi justa cólera nada perdonaré: el hijo me res-
ponderá de los desprecios de la madre; la Grecia 16 exige,
y yo no pretendo fundar siempre mi gloria en la salva-
ción de los ingratos.
ANDRÓMACA
¡Ay! Morirá, pues. No tiene más escudo que las lágri-
mas de su madre y su inocencia. Y después de todo, en el
estado en que me encuentro, quizás adelantará su muerte
el fin de mis pesares. Por él prolongaba yo mi vida y mi
desgracia; pero, siguiendo sus pasos, iré por fin a reunirme
con su padre. Así, señor, reunidos los tres por vuestros
cuidados, os .
PIRRO
Id, señora, id a ver a vuestro hijo. Quizás, al verlo,
vuestro amor, más temeroso, no tomará siempre la cólera
como guía. Iré a reunirme con vos para conocer nuestro
común destino. Al abrazarlo, pensad en su salvación,
señora.
A e T o SEGUNDO

ESCENA PRIMERA
Herrníone, Cleona
HERMÍONE
Haré lo que quieres. Consiento en que me vea: de bue-
na voluntad voy a acordarle este gozo. Bien pronto Pí-
lades conducirá aquí sus pasos; pero, si procediera yo
como pienso, no lo vería.
CLEONA
¿Y qué es lo que su vista tiene para vos de funesto?
¿No es siempre, señora, el mismo Ores tes, de quien ha-
béis anhelado cien veces el retorno, y de quien echabais
de menos la constancia y el amor?
HERMÍONE
Es ese amor, pagado con demasiada ingratitud, lo que
me hace tan ardua su presencia en estos parajes. ¡Qué
vergüenza para mí y qué triunfo para él contemplar su
desazón igualada por mi infortunio! ¿Es ésta, dirá, aque-
lla fiera Hermíone.? Ella me desdeñaba y otro la abando-
na. La ingrata que tan alto precio ponía a su corazón
¿aprende, pues, a su turno a sufrir desvíos? ¡Ah, Dioses!
CLEONA
¡Ah, desprendéos de esos indignos temores! Demasiado
bien sintió la fuerza de vuestros encantos. ¿Creéis que
venga a insultaros un amante? Él os restituye un corazón
que no pudo quitaros. Pero no me decís lo que os comunica
vuestro padre.
HERMÍONE
Si Pirro persevera en sus dilaciones y no quiere con-
sentir en la muerte del troyano , me ordena mi padre par-
tir con los griegos.
RACINE 96

CLEONA
¡Y bien, y bien, señora! Escuchad, pues, a Ores tes. Pi·
rro ha empezado, haced lo demás, al menos. Para hacerlo
bien tendríais que prevenírselo. ¿No me habéis dicho que
lo odiabais?
HERMÍONE
¡Que si lo odio, Cleona! Va en ello mi buen nombre,
después de tantos favores que ha olvidado. ¡Él, que me
traicionó siéndome tan querido! Ah, demasiado lo amé
para que no lo odie.
CLEONA
Huidle, pues, señora; y ya que tanto se os ama ...
HERMÍONE
Ah, deja tiempo para que crezca aún mi furor; déjame
fortalecerme contra mi enemigo: con horror quiero sepa·
rarme de él , Cleona. ¡Demasiado bien trabajará el infiel
para ello!
CLEONA
¡Cómo! ¿Esperáis todavía alguna nueva injuria? Amar
a una cautiva y amarla a vuestros propios ojos ¿todo eso
no ha podido hacéroslo aborrecible? ¿Qué más podría ha-
cer después de lo que ha hecho? Ya os hubiera desagrada-
do, si pudiera él desagradaros.
HERMÍONE
¿Por qué quieres irritar mis pesares, cruel? Temo com-
prender lo que pasa en mi alma. Y tú, procura no creer
nada de lo que veas; cree que yo no amo ya; elogia mi
victoria; cree a mi corazón endurecido por el despecho, y,
si es posible ¡ay! házmelo creer también. Tú quieres que
le huya: ¡y bien! nada me detiene; vamos. No envidiemos
más su indigna conquista; que su cautiva lo doblegue ba-
jo su dominio. Huyamos ¡Pero si el ingrato volviera
a su deber! ¡Si reencontrara la fe algún sitio en su cora-
zón! ¡Si viniera a demandarme gracia a mis pies! ¡Amor,
si pUdieras tu someterlo a mis leyes! ¡Si él quisiera! ... pero
el ingrato no quiere más que ultrajarme ; quedémonos,
sin embargo, para perturbar su suerte; gocemos del placer
de serIe importuna; o forzándolo a romper tan solemne
nudo, volvámoslo criminal a los ojos todos de los griegos.
Atraje la cólera de ellos sobre el hijo; quiero que vengan
97 ANDROMACA

también a exigirle la madre. Devolvámosle los tormentos


que ella me inflige: que lo pierda, o que perezca a sus
manos.
CLEONA
¿Pensáis que ojos siempre abiertos a las lágrimas se
complacen en turbar el poder de vuestros encantos y que
un corazón abrumado por tantos disgustos haya solicitado
los suspiros de su perseguidor? Ved si parece aliviada
su pena: ¿por qué entonces los pesares en que está huno
dida su alma? ¿por qué, contra un amante que agrada,
tanta fiereza?
HERMfoNE
¡Ay, demasiado lo escuché, para mi desgracia! No afec-
té nunca el misterio del callar: creía poder sin peligro ser
sincera; sin armar mis ojos de rigor ni un momento,
para hablarle no consulté mas que mi corazón. ¿Y quién
no se habría confiado, como yo, bajo la fe de un amor
jurado tan santamente? ¿Me miraba él con los mismos
ojos que ahora? Tú te acuerdas aún; todo conspiraba a su
favor: mi familia vengada, los griegos en júbilo, nuestros
bajeles cargados de los despojos de Troya, las hazañas
de su padre palideciendo ante las suyas, su amor, que creía
yo más ardiente que el mío, mi corazón, tú misma, en fin
deslumbrada por su gloria, todos me traicionasteis antes
de que él me traicionara. Pero es demasiado, Cleona, y
sea quien sea Pirro, Hermíone es sensible , y virtudes
tiene Orestes. Al menos sabe amar, hasta sin que se le
ame; y acaso sepa hacerse amar también. Vamos: que
venga por fin.
CLEONA
Aquí está, señora.
H ERMÍONE
Ah, no lo creía tan cerca.

ESCENA SEGUNDA
Hermíone, Ores tes, Cleona

HERMfoNE
¿Creeré, señor, que un resto de ternura os hace buscar
aquí a esta triste princesa? ¿O no debo atribuir más que
a vuestra Obligación la prisa feliz que os conduce a verme?
RACINE 98

ORESTES
Tal es la funesta ceguera de mi amor. Vos sabéis, se·
ñora, que el destino de Orestes es venir sin tregua a ado-
rar vuestros encantos y jurar siempre que no ha de volver
jamás. bé que reabnrán mis hendas vuestras miradas,
que cuantos pasos doy hacia vos son otros tantos perju·
nos: lo sé y me avergüenzo de ello. Pero juro pur lOS
Dioses, testigos del furor de mi última despedida, que
he corrido él todas partes donde mi pérdida segura desata-
ra mis juramentos y acabara mi pena'. He mendigado la
muerte entre pueblos crueles que sólo apaciguan a sus
dioses con sangre humana: me cerraron su templo, yesos
bárbaros pueblos se volvieron avaros de mi prodigada
sangre. En fin, vengo a vos, me veo reducido a buscar en
vuestros ojos la muerte que me huye. Sólo su indiferen-
cia espera mi desesperación: no tienen más que prohibir-
me un resto de esperanza; para adelantar la muerte, hacia
la que corro, sólo tienen que decirme una vez más lo que
me han dicho siempre. Ésta es la única preocupación que
desde hace un año me anima. A vos os corresponde, seño-
ra, apoderaros de una víctima que los escitas hubieran
robaao a vuestros golpes, si los hubiera encontrado tan
crueles como vos.
H ERMÍONE
Dejad, señor, dejad ese lenguaje funesto. La Grecia os
compromete a más premiosos cuidados, ¿Qué habláis del
escita y de mis crueldades? Pensad en todos esos reyes
a quienes representáis. ¿Ha de depender de un transporte
su venganza"! ¿Acaso se os exige la sangre de Orestes?
Desembarazáos de las diligencias que os encargaron.
ORESTES
Ya me ha desembarazado bastante de ellas la negativa
de Pirro. Me despide, señora, y cualquier otra amenaza lo
hace abrazar la defensa del hijo de Héctor.
lIERMÍONE
¡El infiel!
ORESTES
Así, pues, presto a dejarlo, vengo a consultaros sobre
mi propio destino. Y ya me parece escuchar la respuesta
que en secreto pronuncia contra mí vuestro odio.
99 ANDROMACA

ll:ERMÍONE
¿Cómo? ¿Siempre injusto, os quejaréis siempre de mi
enemistad en vuestras tristes palabras? ¿Qué rigor es éste
tantas veces invocado? Vine al Epiro, donde estoy rele-
gada: así lo ordenó mi padre. ¿Pero qUién sabe si desde
entonces no he compartido en secreto vuestros pesares?
¿Pensáis haber sido el único en vuestros temores? ¿O
que el Epiro no ha visto nunca correr mi llanto? En fin
¿quién os dice que a pesar de mi deber no haya anhelado
alguna vez vuestra presencia?
ORESTES
¡Anhelado mi presencia! ¡Ah! princesa divina ... Pero,
por favor, ¿es a mí a quien tales razones se dirigen?
Abrid los ojos: pensad que ante vos está Orestes, Orestes,
durante tan largo tiempo objeto de vuestra cólera.
HERMÍONE
Sí, vos, cuyo amor, naciendo con mis encantos, os ense-
no antes que nadie al poder de sus armas; vos, a quien
me obligan a estimar mil virtudes; vos a quien he com-
padecido, en fin, a quien querría amar.
ORESTES
Os comprendo. Tal es mi funesta suerte. Pai'a Pirro es
el corazón y para Orestes las promesas.
HERMÍONE
Ah, no anheléis el destino de Pirro: os odiaría de-
masiado.
ORESTES
Me amaríais más. ¡Ah, con qué distintos ojos me ve-
ríais! Vos queréis amarme y yo no puedo agradaros; y
como sólo el amor se hace obedecer, queriendo odiarme,
seflora, me amaríais. ¡Oh Dioses! ¡Tantos respetos, una
amistad tan tierna, qué de razones en mi favor si pudie-
rais oírme! Vos sois la única que defendéis a Pirro, acaso
a pesar vuestro, a pesar suyo, sin duda. Porque en fin,
él os odia; su alma, presa de otra, no tiene ya ...
HERMÍONE
¿Quién os ha dicho, señor, que me desprecia? ¿Os lo
indicaron sus razones, sus miradas? ¿Juzgáis que mi vis-
RACI NE 100

ta inspira desprecios, que enciende en el corazón tan pa·


sajeras pasiones? Quizás otros ojos me sean más favora·
bies.
ORESTES
Continuad: bien está que me insultéis así. ¿Soy yo en·
tonces aquí quien os desprecia, cruel? ¿Vuestros ojos no
han probado bastante mi constancia? ¿Soy yo, pues, un
testigo de su escasa fuerza? ¿Yo los he despreciado'! ¡Ah,
bien querrían ellos que mi rival despreciara su poder
como yo!
HERMÍONE
¿Qué me importan su odio o su ternura, señor? Id a
armar contra un rebelde a toda la Grecia; informadle del
precio de su rebeldía; que se haga una segunda Ilión del
Epiro. Id. Después de esto ¿diréis que le amo?
ORESTES
Haced más, señora, venid vos misma. ¿Queréis perma·
necer como rehén en estos parajes? Venid, para que ha·
bien vuestros ojos a todos los corazones. Hagamos un
ataque común con nuestro odio.
HERMÍONE
Pero, señor, ¿y si mientras tanto se desposa con An·
drómaca?
ORESTES
¡Oh, señora!
HERMÍONE
¡Pensad qué vergüenza para nosotros si se convirtiese
en esposo de una frigia!
ORESTES
¿y vos le odiáis? Confesadlo, señora; el amor no es fue·
go que se encierre en el alma: todo nos traiciona, la voz,
los ojos, el silencio; y los fuegos mal cubiertos estallan
con mayor fuerza.
HERMÍONE
Bien lo veo, señor, vuestra alma, prevenida, derrama
sobre mis razones el veneno que la mata, busca siempre
en mis palabras algún rodeo, y cree que en mi es un es·
fuerzo de amor el odio. Debo explicarme, pues, y vos
obraréis en consecuencia. Sabéis que mi deber me condujo
a estos parajes; el deber me retiene, y no puedo dejarlos
101 ANDROMACA

sin que me hagan salir de ellos mi padre o Pirro. Id a


hacerle entender, de parte de mi padre, que el enemigo
de los griegos no puede ser su yerno: hacedle decidir
entre la troyana y yo; que piense a cuál de las dos quiere
devolver o retener; en fin, que me despida o que os la en·
tregue. Adiós. Si él consiente en ello, pronta estoy a se·
guiros.
ESCENA TERCERA
Orestes (solo)
ORESTES
Si, sí, me seguiréis, no tengáis la menor duda : os res·
pondo ya de su consentimiento. No temo en absoluto que
Pirro la retenga: nada ve fuera de su amada troyana;
toda otra cosa lo hiere, y acaso ahora no espera para ale-
jarla de sí más que un pretexto. No tenemos sino que
hablar: esto es hecho. ¡Qué dicha arrebatar al Epiro tan
hermosa presa! Que salve cuanto queda de Héctor y de Tro-
ya; que guarde su hijo, su viuda, y aUn otras mil más;
bástame que Hermíone, recuperada, pierda para siempre
de vista tu príncipe y tus costas, Epiro. Pero una feliz
casualidad lo conduce a este sitio. Hablemos. ¡Amor, cie-
rra sus ojos a tantas gracias!

ESCENA CUARTA
Pirro, Orestes, Fénix
PffiRO
Os buscaba, señor. Confieso que algo de violencia
me hizo combatir el poder de vuestras razones; y desde
que os dejé reconocí su equidad y comprendí su fuerza.
Pensé como vos en que me convertía en enemigo de
Grecia, de mi padre, en una palabra, de mi mismo; que re·
sucitaba Troya y volvía imperfecto cuanto hizo Aquiles
y cuanto yo hice. No condeno ya tan legítima cóllOlra, y
se os va a entregar vuestra víctima, señor.
ORESTES
Señor, por esa prudente y rigurosa medida compráis
la paz con la sangre de un desdichado.
RACINE 102

PIRRO
Sí. Pero más aún quiero asegurarla, señor: prenda
es Hermíone de una eterna paz; me desposo con ella.
Parecería que tan dulce espectáculo no esperaba más que
un testigo como vos en estos parajes. Representáis aquí
a su padre y a los griegos todos, puesto que en vos ve
Menelao a su hermano redivivo. Veámosla, pues Id .
Decidle que mañana espero la paz y su corazón de vues-
tras manos.
ORESTES
¡Ah, Dioses!
ESCENA QUINTA
Pirro, Fénix

PIRRO
¿Y bien, Fénix, es el amor quien manda? ¿Tus ojos
rehusan aún reconocerme?
FÉNIX
Ah, os reconozco; y esa justa ira os devuelve, señor,
a vos mismo, así como a todos los griegos. Ya no existe el
juguete de una servil pasión: existe Pirro, el hijo y ri-
val de Aquiles, a quien por fin la gloria atrae bajo su
ley, y que por segunda vez triunfa de Troya.
PIRRO
Dí más bien que hoy comienza mi victoria. Gozo de
mi gloria sólo desde este día. Y mi corazón, tan orgullo-
so como lo viste sujeto, cree haber derrotado en el amor
mil enemigos. Considera, Fénix, las perturbaciones que
evito, qué turba de males trae el amor como séqUito, qué
de amigos iba a sacrificar, qué de deberes, cuántos peli-
gros ... Una mirada me hubiera hecho olvidarlo todo. En
masa caían sobre el rebelde los conjurados griegos. Yo
me complada en perderme por ella.
FÉNIX
Sí, bendigo, señor, la feliz crueldad que os vuelve
PIRRO
Tú viste cómo me trató. Pensaba yo, viendo alarmada
su ternura, que sin defensa me la devolvería su hijo.
103 ANDROMACA

y fuí a ver el resultado de sus abrazos: no encontré más


que lágrimas mezcladas a transportes. La amargó su des-
gracia, y, cada vez más terrible, cien veces salió de su boca
el nombre de Héctor. En vano le aseguraba yo mi socorro
para su hijo: "Es Héctor, decía, abrazándolo siempre;
éstos sus ojos, su boca, y ya su audacia: es él mismo, eres
tú a quien abrazo, amado lSpOSO" . ¡.Qué es lo que piensa?
¿Espera ahora que le deje un hijo para alimentar su
amor?
FÉNIX
Sin duda. Tal es el premio que la ingrata os reser·
vaba. Pero dejadla, señor.
PIRRO
Veo con qué se lisonjea. Su belleza la tranquiliza, y
a pesar de mi cólera, la orgullosa espera aún verme a
sus plantas. La veré a las mías, Fénix, con serenos ojos.
Hijo soy de Aquiles , y eJIa es viuda de Héctor : demasia-
do odio separa a Andrómaca y a Pirro.
FÉNIX
Comenzad, pues, señor, a no hablarme más de ello.
Id a ver a Hermíone; y, contento de agradarle, olvidad
a sus pies hasta vuestra cólera. Venid vos mismo a pre-
pararla para este himeneo. ¿Se puede acaso confiar en un
rival? Demasiado la ama.
PIRRO
¿Crees tú que' si me desposo con ella, Andrómaca se
sentirá celosa, en el fondo?
FÉNIX
¡Cómo' ¿Andrómaca ocupa siempre vuestro espíritu?
¿Qué os importa ¡oh Dioses! su despecho o su dicha?
¿Qué hechizo os atrae hacia ella a pesar vuestro?
PIRRO
No, no le he dicho todo cuanto hay que decirle: sólo
a medias se ha mostrado a sus ojos mi cólera; ignora
ella hasta qué punto soy su enemigo. Volvamos allá.
Quiero desafiarla en su presencia y dar libre curso a mi
odio. Vén a ver humillados sus encantos. Vamos, Fénix.
RA C'INE 104

FÉNIX
Id, señor, id a echaros a sus pies, y, jurándole que
vuestra alma la adora, animadla aún para nuevos des-
precios_
PIRRO
Bien lo veo, crees que, pronto a excusarla, mi cora-
zón corre junto a ella tratando de que se apacigüe.
FÉNIX
Amáis : eso basta.
PIRRO
¿Amarla yo? ¿A una ingrata que me odia más cuanto
más mi amor la acaricia? Sin parientes, sin amigos, sin
más esperanza que yo, puedo perder a su hijo; quizás debo
hacerlo. Extranjera ... ¿qué digo? esclava en el Epiro, le
doy su hijo, mi alma, mi imperio; ¿y no puedo ganar en
ese corazón pérfido otro puesto que el de perseguidor?
No, no, lo he jurado, mi venganza es segura: hay que
justificar de una vez por todas su odio. Abandono a su
hijo. ¡Qué de lágrimas correrán! ¡Con qué nombres me
va a llamar su dolor! ¡Qué espectáculo se dispone hoy
para ella! Morirá, Fénix, y yo seré el causante de su
muerte. Es hundirle un puñal en el seno con mi propia
mano.
FÉNIX
¿Y por qué entonces divulgar vuestro proyecto? ¿Có-
mo no consultasteis previamente vuestra flaqueza?
PIRRO
Te comprendo. Pero perdona un resto de ternura .
¿Temes tú un combate tan débil para mi cólera? Es el
último reflejo de un amor que se extingue. Vamos. Me
abandono a tus consejos, Fénix. ¿Hay que entregar a su
hijo? ¿Hay que ver a Hermíone?
FÉNIX
Sí, señor, vedla, y con sumisos juramentos protes-
tadle ...
PIRRO
Hagamos todo cuanto prometí.
A e T o TER e E R o

ESCENA PRIMERA
QTes tes, P ílades

PÍLADES
Señor, moderad este furor extremado: No os reconoz-
co ya; no sois ya el mismo. Permitid ...
ORESTES
No, Pílades, tus consejos no son ya oportunos; cansa-
do estoy de oír a la razón. Demasiado tiempo arrastré mi
vida y mi suplicio: preciso es que la rapte o bien que
perezca. Lo he decidido y quiero realizarlo. Sí, lo quiero.
PÍLADES
y bien, hay que raptarla; consiento en ello. Pero con-
siderad dónde estáis, entre tanto. ¿Qué pensarán de vos
ante vuestro comportamiento? Disimulad: calmad ese in-
quieto transporte; ordenad a vuestros ojos que guarden
su secreto. Estos guardias, esta corte, el aire que nos
rodea, todo depende de Pirro, y, más que todo, Hermíone.
Ocultad sobre todo a sus ojos vuestra ira. ¡Oh Dioses!
¿por qué la buscabais en ese estado?
ORESTES
¿Qué sé yo? ¿Era acaso dueño de mí mismo? Arrastrá-
bame el furor y quizás iba a amenazar a la ingrata y a
su amante a la vez.
PÍLADES
¿Y cuál era el fruto de ese arrebato?
ORESTES
¿Y qué alma, díme, no se perdería bajo el golpe que
acaba de confundir mi razón? Él dice que mañana se
RACINE 106

desposa con Hermíone; y para honrarme, de mi mano


qwiere recibirla. Ah, mejor esta mano en la sangre del
bárbaro ...
P!LADES
Vos lo acusáis, señor, por su extraño destino. Y mien-
tras tanto, atormentado por sus propios designios, él
es acaso tan digno de compasión como vos.
ORESTES
No, no: lo conozco, mi desesperación lo lisonjea; sin
mí, sin mi amor, desdeñaba a la ingrata; hasta ahora no
habían podido emocionarlo sus encantos: no la toma el
cruel más que para arrancármela. ¡Ah, Dioses! Estaba
hecho: alcanzada Hermíone, iba a alejarla para siempre
de su vista. Vacilante entre el amor y el despecho, su
corazón no esperaba más que un rechazo para entre-
gárseme; sus ojos se abrían, Pílades; ella escuchaba a
Orestes, le hablaba, lo compadecía. Una palabra hubiera
hecho lo demás.
PÍLADES
¡Lo creéis!
ORESTES
¿Y qué? Su enojo, inflamado contra el ingrato ...
PiLADES
Nunca fué más amado. ¿Pensáis que, aun cuando
Pirro os la hubiera concedido, no la hubiera detenido
cualquier inmediato pretexto? ¿Me creeréis? Cansado de
sus engañadores hechizos, en lugar de raptar la, huid de
ella para siempre. ¡Cómo! vuestro amor quiere cargarse
con una furia que os deteste, y que, lamentando toda la
vida un himeneo que estuvo pronto a realizarse, quiera ...
ORESTES
Por eso quiero raptarla. Todo le SOnrelrIa, Pílades ;
y yo, como premio, ¿no me 'llevaré más que una rabia
inútil? ¿Me marcharé lejos de ella a tratar aún de olvi-
darla? No, no, quiero asociarla a mis tormentos. Es dema-
siado gemir solo. Cansado estoy de que se me compadezca,
y pretendo que ahora me tema la inhumana, y que
sus ojos crueles, condenados a las lágrimas, me retri-
buyan todo lo que los he injuriado.
107 ANDROMACA

PÍLADES
Éste es, pues, el éxito de vuestra embajada: i Ores tes
raptor!
ORESTES
¿Y qué importa, Pílades? ¿Cuando nuestros reinos
vengados gocen de mi diligencia, gozará menos la ingrata
de mis lágrimas? ¿Y de qué me servirá que la Grecia
me admire, si sayal mismo tiempo la irrisión del Epi-
ro? ¿Qué quieres? Si es preciso que nada te oculte, te con-
fieso que mi inocencia comienza a pesarme_ Yo no sé qué
injusto poder ha perseguido en todo tiempo a la inocen-
cia dejando en paz al crimen_ A cualquier parte que vuel-
va los ojos, no veo sobre mí más que desgracias a que los
Dioses condenan_ Justifiquemos su odio, merezcamos su
ira, y que preceda a la pena el fruto del crimen_ ¡, Pero
tú, por qué error quieres siempre desviar hacia ti una
cólera que sólo a mí me busca? Mi amistad te abruma
demasiado y desde hace demasiado tiempo: apártate de
un desdichado, abandona a un culpable_ Créeme, querido
Pílades, tu piedad te engaña _ Deja para mí los peligros
cuyo resultado sólo a mí concierne, y lleva a los griegos
ese infante que me abandona Pirro_ Véte.
PíLADES
Vamos, señor, raptemos a Hermíone, que un gran
corazón se abre paso a través del peligro. ¿Qué no pue-
de la amistad, por el amor conducida? Vamos a animar
el coraje de todos vuestros griegos. Prontos están nues-
tros navíos, y el viento nos llama. Conozco todos los os-
curos rodeos de este palacio; veis que el mar viene a
batir sus muros; esta noche, un secreto pasadizo condu-
cirá sin trabajo vuestra presa hasta vuestra nave.
ORESTES
Caro amigo, abuso de tu amistad excesiva. Pero per-
dona, en gracia a los males que sólo tú compadeces ; ex-
cusa a un desventurado que pierde cuanto ama, a quien
todo el mundo odia y que se odia a sí mismo. Que no pue-
da yo a mi vez, con mejor fortuna ...
P!LADES
Disimulad, señor : es todo cuanto quiero. Guardáos de
que vuestro designio se manifieste antes del golpe: olvi-
RACINE 108

dad hasta entonces que Hermione es ingrata; olvidad .


vuestro amor. Pero ella se acerca, la veo.
ORESTES
Véte. Respóndeme de ella y yo respondo de mi.
, ,!~

ESCENA SEGUNDA-
Hermíone, Orestes, Cleona
ORESTES
¡Y bien! mis empeños os devuelven vuestra conquis-
ta. Señora, he visto a Pirro, y vuestro himeneo se apresta.
HERMioNE
Eso dicen; y además acaban de asegurarme que no
me buscabais más que para prepararme a ello.
ORESTES
¿Y no os negaríais a creer a vuestros ojos?
HERMioNE
¿Quién hubiera creído que Pirro no sería infiel? ¿Que
su pasión tardaría tanto en manifestarse, que volvería a
mí cuando iba yo a dejarlo? Quiero creer, como vos, que
teme a la Grecia, que antes sigue su interés que su ternura,
que mis ojos tenían poder más absoluto sobre vuestra
alma.
ORESTES
No, señora: él os ama, no lo dudo ya. ¿Acaso no ha-
cen cuanto quieren vuestros ojos? Y vos no queríais sin
duda desagradar le.
HERMioNE
¿Pero qué puedo yo, señor? Prometieron mi fe. ¿Pue-
do arrebatarle un bien que otros le otorgaron? No rige
el amor la suerte de una princesa: sólo se nos permite la
gloria de obedecer. Yo partía, sin embargo; y bien pudis-
teis advertir cómo abandonaba mi deber por vos.
ORESTES
Ah, bien sabéis vos, cruel... Pero, señora, cualquiera
puede a su gusto disponer de su alma. La vuestra os per-
109 ANDROMACA

tenecía. Y yo esperaba; pero, en fin, habéis podido entre·


garla sin hurtarme. Menos os acuso a vos que a la foro
tuna. ¿Y por qué cansaros con fastidiosas quejas? Lo
confieso, es vuestro deber, como lo es el mío evitaros tan
triste plática.

ESCENA TERCERA
Herrníone, Cleona

HERMÍONE
¿Esperabas tú, Cleona, tan discreto enojo?
CLEONA
El dolor que calla es funesto como ninguno. Lo
compadezco, y tanto más cuanto que, artífice de sus pe-
nas, de él mismo ha partido el golpe que lo pierde. Cal·
culad desde cuándo se prepara vuestro himeneo: habló
él, señora, y se define Pirro.
HERMioNE
¿Tú crees que Pirro teme? ¿Y además, qué teme?
¿Pueblos que han huído diez años ante Héctor, que espan-
tados de la ausencia de Aquiles buscaron asilo cien veces
en sus incendiadas naves, y a los que, sin el apoyo de su
hijo, vedamos aún reclamar a Helena a los Troyanos im-
punes? No, Cleona, él no es su propio enemigo; él quiere
cuanto hace; si se desposa conmigo es que me ama. Pero
que Ores tes me impute a gusto sus dolores: ¿no hemos
de platicar sino acerca de sus lágrimas? Pirro vuelve a
nos. Y bien, Cleona querida, ¿concibes tú los transportes
de la feliz Hermíone? ¿Sabes quién es Pirro? ¿Te has
hecho contar el -número de las hazañas ... ? Pero i quién las
contaría! Intrépido, siempre seguido por el triunfo, en-
cantador, fiel en fin, nada falta a su gloria. Piensa ...
CLEONA
Disimulad. Vuestra rival viene, llorosa, a arrojar sin
duda a vuestros pies sus dolores. '
HERMioNE
¡Dioses! ¿No podré abandonar al júbilo mi alma? Sal-
gamos. ¿Qué vaya decirle?
HACINE 110

ESCENA CUARTA
Andrómaca, Hermíone, Cleona, Cefisa
ANDRÓMACA
¿Por qué huís, señora? ¿No es bastante dulce para
vuestros ojos el espectáculo de la viuda de Héctor lloran-
do a vuestros pies? No vengo aquí a envidiaros con celosas
lágrimas un corazón que se rinde a vuestros encantos.
Yo vi traspasar ¡ay! por una mano cruel el único a quien
pretendían dirigirse mis miradas. Héctor encendió en otro
tiempo mi pasión; y con él se encerró en la tumba. Pero me
queda un hijo. Algún día sabréis, señora, hasta dónde
llega nuestro amor por un hijo; pero no sabréis, así lo
deseo al menos, la mortal turbación que nos produce su
amor, cuando, de tantos bienes como podían halagarnos,
es el único que nos queda y el que nos quieren quitar.
¡Ay! Cuando hartos de diez años de miseria amenazaban
a vuestra madre los encolerizados troyanos, yo supe pro-
curarle el apoyo de mi Héctor. Y lo que pude· con él, vos
lo podéis con Pirro. ¿Qué temen de un niño que sobre-
vive a su pérdida? Dejadme ocultarlo en alguna desierta
isla. Podréis vigilar la educación que le dé su madre, pues
conmigo mi hijo sólo aprenderá a llorar.
HERMÍONE
Comprendo vuestros dolores. Pero un austero deber
me ordena callar cuando mi padre ha hablado. Es él quien
ha puesto en acción la cólera de Pirro. ¿Y si hay que ha-
cer ceder a Pirro, quién mejor que vos lo puede? Largo
tiempo en verdad han reinado sobre su alma vuestros
ojos. Haced que se pronuncie, señora: yo suscribiré a ello.

ESCENA QUINTA
Andrómaca, Cefisa
ANDRÓMACA
¡Qué desprecio une la cruel a sus negativas!
CEFISA
Yo seguiría sus consejos y vería a Pirro. Una mira-
da confundiría a Hermíone y a Grecia. Pero él mismo os
busca.
111 ANDROMACA

ESCENA SEXTA
Pirro, Andr6maca, Fénix, Cefisa

PIRRO (a Fénix)
¿Dónde está, pues, la princesa? ¿No me habías dicho
que se encontraba aquí?
FÉNIX
Tal creía.
ANDRÓMACA (a Cefisa)
Tú ves el poder de mis ojos.
PIRRO
¿Qué dices, Fénix?
ANDRÓMACA
¡Ay! Todo me abandona.
FÉNIX
Vamos, señor, marchemos al encue!ltro de Hermíone.
CEFISA
¿Qué esperáis? Romped ese obstinado silencio.
ANDRÓMACA
Les ha prometido la vida de mi hijo.
CEFISA
No lo ha entregado.
ANDRÓMACA
No, no, su muerte está decidida, por mucho que yo
llore.
PIRRO
¿Se digna al menos volver hacia aquí los ojos? ¡Qué
orgullo!
ANDRÓMACA
No hago más que irritarlo aún. Salgamos.
PIRRO
Vamos a entregar a los griegos el hijo de Héctor.
HACINE 112

ANDRÓMACA
¡Ah, señor, detenéos! ¿Qué pretendéis hacer? Si les
entregáis el hijo, entregadles también la madre. ¡Tan gran-
de afecto me prometían hace poco vuestros juramentos!
¡Dioses! ¿No podré conmover vuestra piedad al menos?
¿Me habéis condenado sin esperanza de perdón?
PIRRO
Fénix os lo dirá; he dado mi palabra.
ANDRÓMACA
¡VOS que desafiabais por mí tantos peligros diversos!
PIRRO
Estaba ciego entonces; pero ya abrí los ojos. Su gra-
cia podía ser acordada a vuestros deseos, pero ni siquie-
ra me la habéis pedido. Esto es hecho.
ANDRÓMACA
Ah, señor, demasiado bien oísteis suspiros que temían
verse rechazados. Perdonad al esplendor de una fortuna
ilustre este resto de orgullo que teme ser importuno. No
lo ignoráis: sin vos, jamás Andrómaca hubiera besado
los pies de un amo.
PIRRO
No, vos me odiáis; y en el fondo del alma, teméis
deber ninguna cosa a mi pasión. Hasta ese hijo, ese hijo
objeto de tanta ternura, lo amaríais menos si yo lo hu-
biera salvado. El odio, el desprecio, todo se junta contra
mí; me odiáis más que todos los griegos reunidos; go-
zad, pues, a vuestro sabor de tan noble encono. Vamos,
Fénix.
ANDRÓMACA
Vamos a reunirnos con mi esposo.
CEFISA
Señora ...
ANDRÓMACA
¿Y qué más quieres que le diga? ¿Crees tú que ignora
todos mis males, siendo el autor de ellos? Señor, ved el
estado a que me reducís. He visto a mi padre muerto,
incendiadas nuestras murallas; he visto tronchar los
días de mi familia entera, y a mi esposo desangrándose,
arrastrando en el polvo; sólo quedó conmigo su hijo, re-
113 A N DRO:v.tA l '.\

servado para la esclavitud. ¿Pero qué no puede un hi-


jo? RespIro, soy esclava. Re hecho más: me he consolado
alguna vez agradecIendo que aquí mejor que en otra parte
me numera aesterraUo la suerte; que, fellz en medlO ae su
desgracIa, y ya que debía caer en servidumbre, bajo vues-
tro pouer cayera el hijo de tantos reyes_ Creí que su
prIslOn acabaría por convertirse para él en un asilo. An-
taño el sumiso Príamo respetauo fué por Aquiles: yo
esperaba mayor bondad aún de su hijo. Perdona mi cre-
dulidad, querido .Héctor. No pude sospechar la voluntad
del CrImen en tu enemigo; magnánimo lo creí, a mi pesar.
¡Ah! ¡8i lo fuera al menos lo bastante para dejarnos la
tumba que mi recuerdo erigió a tus despojos; si, acabando
allí su odio y nuestras desgracias, no separase tan caros
despojos!
PIRRO
Vé a esperarme, Fénix.

ESCENA SÉPTIMA
Pirro, Andr6maca, Cefisa

PIRRO
Quedáos, señora. Se os puede devolver aún ese hijo
a quien lloráis. Sí, siento a mi pesar que al excitar vues-
tro llanto no hago más que daros armas contra mí. Creía
traer más odio a este sitio. Pero al menos, señora, volved
hacia mí los ojos. Ved si mis miradas son las de un se-
vero juez, si son las de un enemigo deseoso de dañaros.
¿Por qué me obligáis a traicionaros vos misma? En nom-
bre de vuestro hijo, cesad de odiarme. Soy yo, en fin,
quien os invita a salvarlo. ¿Es preciso que mis suspiros
os demanden su vida? ¿Es preciso que me eche a vues-
tros pies en favor suyo? Por última vez, salvadlo, salváos.
Sé de qué juramentos quebranto por vos las cadenas.
Cuántos odios voy a hacer estallar sobre mí. Devolveré
a Hermíone, colocando sobre su frente, en lugar de mi
corona, una irremediable ofensa. Os conduciré al templo
donde se aprestan sus desposorios: os ceñiré con la dia-
dema preparada para sus sienes. Pero, señora, no es
éste ya un ofrecimiento que pueda desdeñarse : os lo di-
go, hay que reinar o perecer. Desesperado por un año de
RAGINE 114

ingratitud, mi corazón no puede sufrir ya la incertidum-


bre de su suerte. Demasiado tiempo he temido, gemido
y amenazado. Moriré si os pierdo, pero moriría también
si esperara. Pensadlo: os dejo; volveré a buscaros para
conduciros al templo donde ha de esperarme vuestro hijo;
alli me veréis, sumiso o enfurecido, coronaros, señora,
o perderlo a vuestros ojos.

ESCENA OCTAVA
Andrómaca, Cefisa

CEFISA
Os predije que, pese a la Grecia, seríais aún dueña de
vuestro destino.
ANDRÓMACA
¡Ay! ¡Qué resultado sigue a tus discursos! No me
faltaba más que condenar a mi hijo.
CEFISA
Señora, demasiado fiel habéis sido a vuestro esposo:
podría volveros criminal tal exceso de virtud. Él mismo
induciría vuestra alma a la dulzura.
ANDRÓMACA
¿Qué? ¿Le daría yo a Pirro como sucesor?
CEFISA
Así lo quiere su hijo, que os arrebatan los griegos.
Después de todo, señora, ¿pensáis que se avergüenzan sus
manes ? ¿Que despreciaría él a un rey victorioso que os
reincorpora al rango de vuestros abuelos, que pisotea por
vos a vuestros enfurecidos vencedores, que no recuerda
ya que Aquiles era su padre, que desmiente sus hazañas
y las vuelve inútiles?
ANDRÓMACA
Porque él no lo recuerde ya ¿debo yo olvidarlo? ¿De-
bo olvidar a Héctor privado de funerales y deshonrosa-
mente arrastrado en torno de nuestras murallas? ¿Debo
olvidar a su padre, abatido a mis propios pies, ensangren-
tando el altar que tenía abrazado? Piensa, piensa, Cefisa,
en esa noche cruel, que fué para todo un pueblo la noche
115 ANDROMACA

eterna. Figúrate a Pirro, los ojos chispeantes, penetrando


entre .e l resplandor de nuestros incendiados palacios,
abriéndose camino entre mis hermanos muertos, animando
a la carnicería, todo cubierto de sangre. Piensa en el cla-
mor de los vencedores, piensa en el clamor de los mori-
bundos, ahogados por las llamas, expirantes bajo el hierro.
Imagínate a Andrómaca, extraviada entre esos horrores:
así es como Pirro se ofreció a mi vista; ésas son las ha-
zañas con que supo coronarse; en fin, ése es el esposo
que me propones. No, yo no seré cómplice de sus críme-
nes; que nos tome, si quiere, como postreras víctimas.
Agradecidos le quedarían todos mis resentimientos.
CEFISA
¡Y bien! vamos, pues, a ver morir a vuestro hijo: no
se espera más que a vos. ¡OS estremecéis, señora!
ANDRÓMACA
¡Ah, con qué recuerdo acabas de herir mi alma!
¿Cómo? ¡Iré también a ver morir ese hijo, imagen de
Héctor y única dicha mía! ¡Ese hijo que me dejó como
prenda de su pasión! ¡Ay! me acuerdo de que el día en
que su coraje le hizo buscar a Aquiles, o más bien a la
muerte, pidió a su hijo y lo tomó entre sus brazos: "Cara
esposa, dijo enjugando mis lágrimas, ignoro qué porve-
nir reserva a mis armas la suerte; como prenda de mi
fe te dejo a mi hijo: si me pierde, deseo que me recupere
en ti. Si te es cara la memoria de un feliz himeneo, mues-
tra al hijo hasta qué punto amaste al padre". ¿Y puedo
ver derramar sangre tan preciosa? ¿Y dejo perecer con
él a todos sus abuelos? ¡Bárbaro rey! ¿debe arrastrarlo
mi crimen? ¿Si yo te odio, es culpable él de mi odio? ¿Te
reprochó acaso la muerte de todos los suyos? ¿Se quejó
a tus ojos de los males que aún no siente? Pero mientras
tanto, hijo mio, mueres si yo no detengo el hierro que
ese cruel tiene alzado sobre tu cabeza. Puedo apartarlo
¿y vaya ofrecerte a él? No, tú no morirás, no puedo su-
frirlo. Vamos a buscar a Pirro. Pero no, vé a buscarlo
por mi, cara Cefisa.
CEFISA
¿Qué debo decirle?
ANDRÓMACA
Dile que el amor de mi hijo es bastante fuerte ... ¿Crees
RAC'INE 1 Hi

tú. que se haya jurado hacerlo perecer? ¿Puede el amor


llevar tan lejos su barbarie?
CEFISA
Bien pronto volverá enfurecido, señora.
ANDRÓMACA
¡Y bien! Vé a asegurarle ...
CEF ISA
¿Qué? ¿Vuestra fe?
ANDRÓMACA
¡Ay! ¿Es mía acaso para prometerla? ¡Oh cenizas de
un esposo! ¡Oh troyanos! ¡Oh padre mío! ¡Oh hijo, qué
caros .cuestan tus días a tu madre! Vamos.
CEFISA
¿Adónde, pues, señora? ¿Y qué resolvéis?
ANDRÓMACA
Vamos a consultar a mi esposo en su tumba.
A e T o e u A R T o

ESCENA PRIMERA
Andrómaca, Cefisa

CEFISA
¡Ah, no lo dudo! Es vuestro esposo, es Héctor, seño-
ra, quien produce tal milagro en vuestra alma. Él quiere
que Troya pueda de nuevo levantarse, con ese venturoso
hijo que os hace conservar. Pirro os lo prometió. Acabáis
de oírlo, señora: · no esperaba más que una palabra para
devolvéroslo. Creed en sus transportes: padre, cetro, alia-
dos, todo lo pone a vuestros pies a cambio de vuestro co-
razón. Os hace su soberana y la de todo su pueblo. ¿Es
éste el vencedor digno de tanto odio? Lleno ya de una
noble ira contra todos los griegos, tanto como a vos le
preocupa el cuidado de vuestro hijo : se adelanta al aten-
tado de sus furores, le deja su propia guardia; y , para no
exponerlo, él mismo se expone. Pero habéis dado vuestra
palabra, y todo se apresta en el templo.
ANDRÓMACA
sr, me encontraré allf. Pero vamos a ver a mi hijo .
CEPISA
¿Quién os apremia , señora? Basta con que su presen-
cia no esté prohibida a vuestros ojos en adelante. Bien
pronto pOdréis prodigarle vuestro cariño. y no se llevará
ya la cuenta de vuestros besos. ¡Qué placer educar un
niño a quien se ve crecer, no ya como un esclavo criado
por su duefio, sino para ver renacer en él a tantos reyes'
ANDRÓMACA
Vamos a verlo por última vez, Cefisa.
RACINE 118

CEFISA
¿Qué decís? ¡Oh Dioses!
ANDRÓMACA
¡Oh mi cara Cefisa! No será contigo con quien dis-
frace yo mi corazón. En la desgracia se reveló tu fideli-
dad a mis ojos; pero creía a mi vez que me conocieras
mejor. ¿Cómo, pues? ¿Has pensado que Andrómaca, in-
fiel, puede traicionar a un esposo que creyó revivir en
ella? ¿Y que, despertando el dolor de tantos muertos, el
cuidado de mi reposo me haga olvidar el suyo? ¡.Sería
ése el ardor tantas veces prometido a sus cenizas? Mas
perecía su hijo: preciso fué defenderlo. Pirro le declara
su apoyo al desposarme; eso basta: de grado descansaré
en él. Conozco a Pirro. Violento, pero sincero, hará más
aún de lo que prometió, Cefisa. Descanso también en la
cólera de los griegos : su odio dará un padre al hijo de Héc-
toro Puesto que debo sacrificarme, voy a asegurar a Pirro
el resto de mi vida; al recibir su fe ante los altares, voy
a unirlo a mi hijo con inmortales lazos. Pero en segui-
da mi mano, sólo a mí funesta , abreviará el resto de una
vida infiel, y salvando mi virtud entregará cuanto debo
a Pirro, a mi hijo, a mi esposo , a mí misma. He aquí la
inocente estratagema de mi amor; he aquí lo que mi es-
poso mismo me ha ordenado. Sola iré a reunirme con
Héctor y mis abuelos. A ti te tocará, Cefisa, cerrar mis ojos.
CEFISA
¡Ah! no pretendáis que pueda sobrevivir ...
ANDRÓMACA
No, no, Cefisa, te prohibo seguirme. A tus cuidados
confío mi único tesoro: si vivías para mí, vive para el
hijo de Héctor. Sola depositaria de la esperanza de los
troyanos, piensa a cuántos reyes te haces necesaria. Vela
junto a Pirro; hazle cumplir su palabra: si es preciso,
consiento en que de mí le hables. Hazle valer el himeneo
a que me he sometido; díle que me prometí a él antes de
mi muerte, que deben borrarse sus resentimientos, que
demasiado lo estimé cuando le dejé mi hijo. Haz conocer
a mi hijo los héroes de su raza; y en lo que puedas, con-
dúcelo sobre sus pasos. Dile por qué hazañas resplande-
cieron sus nombres, y lo que hicieron más bien que lo que
11 9 ANDRO}[ACA

fueron; háblale todos los días de las virtudes de su pa-


dre, y alguna vez háblale también de su madre. Pero que
no piense en vengarnos, Cefisa: le dejamos un dueño, él
debe atraérselo. Que guarde de sus abuelos discreta me-
moria: es de la sangre de Héctor, pero es su sobra; y por
ese resto, en fin, yo misma, en un solo día, he sacrificado
mi sangre, mi amor y mi odio.
CEFISA
¡Ay!
ANDRÓMACA
No me sigas, si tu atemorizado corazón prevé que no
podrá dominar sus lágrimas. Ya vienen. Oculta tu llanto,
Cefisa; y recuerda que de tu fidelidad depende la suerte
de Andrómaca. Es Hermíone. Vámonos, huyamos de su
violencia.

ESCENA SEGUNDA
H ermíone, Cleona

CLEONA
No, no me canso de maravillarme de tal silencio. ¿Os
calláis, señora, y ese cruel desprecio no ha perturbado
ni con mínima agitación vuestro espíritu? ¿Sostenéis en
paz tan rudo ataque . vos que os estremecíais al solo nom-
bre de Andrómaca? ¿Vos que no podíais soportar sin
desesperación que Pirro quisiera honrarla con una mira-
da? ¡Él se desposa con ella; le da con su diadema la fe que
acabáis de recibir vos misma. y vuestra boca, muda para
semejantes sinsabores, no se dÚ;ma abrirse para la queja!
¡Ah, señora! ¡Cómo t emo tan funesta calma! Y cuánto
mejor sería ...
HERMíONE
¿Has hecho venir a Orestes?
CLEONA
Viene, señora, viene ; y veréis bien pronto cómo se
echa a vuestros pies, presto a serviros siempre sin espe-
ranza de pago: d e ma~iado ciertos están vuestros ojos
de agradarle. Pero ya llega.
RACINE 120

ESCENA TERCERA
Orestes, Hermíone, Cleona
ORESTES
¡Ah, señora! ¿Es cierto que, por una vez, Orestes
obedece a vuestra voluntad al buscaros? ¿No me han ha-
lagado con falsas esperanzas? ¿Habéis deseado en efecto
mi presencia? ¿Creeré que por fin desarmados vuestros
ojos quieren ... ?
HERMíONE
Quiero saber si me amáis, señor.
ORESTES
¿Si os amo? ¡Oh Dios! ¿Mis Juramentos, mis perju-
rios, mi fuga, mi retorno, mis injurias, mis respetos, mi
desesperación, mis ojos siempre anegados en lágrimas,
qué testimonios creeréis si no creéis en éstos?
HERMíONE
Todo lo creo. Vengadme.
ORESTES
¡Y bien! Vamos, señora: prendamos una vez más
fuego a la Grecia; tomemos, como lo indican mi brazo y
vuestro nombre, vos el lugar de Helena y yo el de Agame-
nón. Renovemos en este país las desgracias de Troya;
que se hable de nosotros como de nuestros padres. Parta-
mos, estoy pronto.
HERMíONE
No, señor, quedémonos: yo no quiero llevar tan lejos
tales afrentas. ¿Cómo? ¿Coronando la insolencia de mis
enemigos, iré a esperar fuera de aquí una lenta vengan-
za? ¿Y me remitiré a la suerte de la guerra que quizás no
me vengue al cabo? Quiero que a mi partida llore todo
el Epiro. Si me habéis de vengar, vengadme en una
hora. Para mí, negativas son vuestros retardos. Corred
al templo. Hay que inmolar ...
ORESTES
¿A quién?
HERMtONE
A Pirro.
121 ANDROMACA

ORESTES
¿A Pirro, señora?
HERMÍONE
¿Cómo? ¿Vuestro odio vacila? Ah, corred, y temed
que yo os detenga. No aleguéis derechos que quiero olvidar;
no es a vos a quien corresponde el justificarle.
ORESTES
¿Yo, excusarle? Ah, señora, vuestros favores han ·gra-
bado demasiado hondo en mi alma sus crímenes. Ven-
guémonos, consiento en ello, pero de otra manera. Seamos
sus enemigos, no sus asesinos. Hagamos de su ruina una
justificada conquista. ¿Cómo? ¡.Por respuesta llevaré a
los griegos su cabeza? ¿Y habré tomado sobre mí la re-
presentación de todos para librarme de ella con un ase-
sinato? En nombre de los Dioses, esperad que se explique
la Grecia, y que muera él cargado del odio' público. Recor-
dad que reina, y que una frente coronada ...
HERMfoNE
¿No os basta que yo 10 haya condenado? ¡.No os basta
que mi honor ofendido exija una víctima a mí sola enca-
minada; que Hermíone sea la presa que un tirano oprime;
que le odie, en fin, señor, que le haya amado? No lo
oculto: supo agradarme el ingrato, y sea que así 10 or-
denara mi amor o mi padre, no importa: pero en fin, es-
coged lo que os parezca. A pesar de mis deseos vergon-
zosamente engañados, a pesar del justo horror que me
produce su crimen, mientras él viva, temed, señor, que
le perdone. Dudad hasta su muerte de tan incierta có-
lera: si hoy no muere, puedo amarlo mañana.
ORESTES
¡Y bien! Hay que perderlo para impedir su perdón;
hay que ... ¡.Pero qué puedo hacer yo entre tanto? ¡.Cómo
puedo servir tan rápidamente a vuestro enojo? ¿Qué ca-
mino conducirá hasta él mis golpes? Apenas llegado al
Eniro, queréis ya derribar un imperio por mi mano; que-
réis que muera un rey, y para su castigo no me dais más
que un día. una hora, un momento. ¡Baio las miradas de
todo su pueblo debo atacarlo! No me defiendo más, de-
jadme conducir al altar mi víctima; s6lo quiero ir a reco-
nocer el lugar donde debo inmolarlo. Esta noche os sirvo,
Iy ataco esta noche.
RACINE

HERMfoNE
Pero entre tanto se casa hoy con Andrómaca. El tro·
no está ya erigido en el templo; confirmada está mi ver-
güenza y realizado su crimen. ¿En fin, qué esperáis? Él
os ofrece su cabeza: marcha a esa fiesta sin defensa, sin
guardias; los dispuso todos en torno al hijo de Héctor; se
abandona al brazo que quiera vengarme. ¿Queréis vos
cuidar de su vida a despecho suyo? Armad, con vuestros
griegos, a cuantos me han seguido; sublevad a vuestros
amigos: los míos son vuestros. Él me traiciona, os engaña
y nos desprecia a todos. Pero ¡qué! Si ya es igual al mío
su odio: con repugnancia perdonan al esposo de una tro-
yana. Hablad: mi enemigo no puede escapar; o mejor,
sólo hay que dejarlos herir. Guiad o seguid furor tan no-
ble, y regresad cubierto por la sangre del infiel: id; es-
táis seguro de mi corazón, en ese caso.
ORESTES
Pero, señora, considerad ...
HERMíONE
¡Ah, señor, es demasiado! Tantos razonamientos ofen-
den mi cólera. He querido daros los medios de agradarme,
dejar contento a Orestes; pero bien veo por fin que quie-
re quejarse siempre sin merecer nada. Partid, id a jac-
taros de vuestra constancia dondequiera, y dejadme aquí
el cuidado de mi venganza. Confuso está mi ánimo por
mis cobardes favores, y ya soporta demasiados rechazos
en un día. Sola me voy al templo donde su himeneo se
apresta, donde vos no osáis llegar para merecer mi con-
ouista. Sabré allí aproximarme a mi enemigo: traspasa-
ré el corazón que no pude conmover; y luego mis ensan-
g-rentadas manos, vueltas contra mí misma, unirán, a
despecho de él. nuestros destinos . Y aun cuando es tan
inllrato, más dulce me será morir con él que vivir con
vos.
ORESTES
No, señora: yo os privaré de ese funesto placer. Sólo
morirá a manos de Orestes. Os inmolaré vup<:tros enemi-
gos, y agradeceréis mis esfuerzos, si lo queréis así.
HERMÍONE
Id. Dejadme la dirección de vuestra suerte, y que
vuestros bajeles estén prontos para nuestra fuga.
123 ANDROMACA

ESCENA CUARTA
Hermíone, Cleona

CLEONA
Os perdéis, señora; y debéis pensar ...
HERMíONE
Que me, pierda o no, pienso en vengarme. Y a pesar
de lo que me ha prometido, todavía no sé si debo para
ello fiarme de alguien que no sea yo misma. Pirro no es
tan culpable a sus ojos como a los míos, y mis golpes
serían mucho más firmes que los suyos. ¡Qué placer, ven-
gar yo misma mi injuria, y, para acrecer su pena y mis
goces, ocultar mi rival a sus moribundas miradas! ¡Ah,
si al menos al castigar Orestes su crimen le dejara el
sentimiento de morir como mi víctima! Vé a buscarlo:
díle que haga saber al ingrato que él lo inmola a mi odio,
y no al Estado. Corre, querida Cleona. Mi venganza es
inútil si al morir ignora él que soy yo quien lo mata.
CLEONA
OS obedeceré. Pero ¿qué es lo que veo ? ¡Oh Dios
mío! ¿Quién lo creyera, señora? ¡Es el Rey!
HERMíONE
Ah, corre junto a Ores tes, mi Cleona; díle que no em-
prenda nada sin volver a ver a Hermíone.

ESCENA QUINTA
Pirro, Hermíone, Fénix

PIRRO
No me esperabais, señora; bien veo que mi llegada
aquí perturba vuestra plática. No vengo, armado de ar-
tificio indigno, a cubrir con un velo de equidad mi in-
justicia: basta que en voz baja me condene mi corazón;
y sostendría mal lo que no creo. Me desposo con una
troyana. Sí, señora, y confieso que os había prometido
la fe que le otorgo. Otro os diría que nuestros padres,
en los campos t.royanos, forjaron nuestros vínculos sin
tenernos en cuenta, y que sin consultar ni mi elección
RACINE 124

nf la vuestra fuimos sin amor prometidos el uno al otro;


pero para mí sobra con haberlo aceptado. Os prometieron
mi corazón mis embajadores; y lejos de desautorizarlos,
suscribí a ello. Os vi llegar en su compañía al Epiro; y
aunque el triunfante resplandor de otros ojos hubiera ya
anulado el poder de los vuestros, no me detuve ante ese
nuevo ardor: quise obstinarme en seros fiel, os recibí
como reina, y hasta hoy he creído que mis juramentos
podrían reemplazar al amor. Pero este amor vence, y por
un funesto golpe Andrómaca me arranca un corazón que
detesta. Arrastrados el uno por el otro, corremos al al-
tar a jurarnos, a pesar nuestro, un inmortal amor. Des-
pués de esto, señora, prorrumpid en invectivas contra un
traidor que lo es con pena, y que quiere serlo, sin em-
bargo. En cuanto a mí, lejos de contener tan .i usta cóle-
ra, creo que me aliviará acaso tanto como a vos. Prodi-
gadme todas las injurias destinadas a los perjuros; vues-
tro silencio temo, no vuestros insultos; puesto que mi
corazón, levantando mil secretos testimonios, me dirá
tanto más cuanto menos me digáis vos.

HERMfoNE
Señor, me place ver que al menos os hacéis justicia
con esta confesión despojada de toda astucia; y que que-
riendo romper de buen grado nudo tan solemne, os aban-
donáis como criminal al crimen. Después de todo ¡.es jus-
to que un conquistador se rebaje a la ley servil de cum-
nlir su promesa? No, no, tenía con aué tentaros la perfi-
dia, y no me buscáis más que para jactaros de ello. ¿Có-
mo? ¿Sin que os retengan juramentos ni deberes, buscar
a una griega, siendo de una troyana el amante? ¡.Dejar-
me, volverme a tomar y volver aún de la h ija de Helena
a la viuda de Héctor? ¿Coronar alternativamente a la
princesa y a la esclava, inmolar Troya a los griegos y
Grecia al hijo de Héctor? De un corazón siempre dueño
de sí parte todo esto, de un héroe que no es el esclavo de
su palabra. Para complacer a vuestra esposa. tendréis que
prodigar quizá los dulces nombres de traidor y perjuro.
Venís a observar la palidez de mi frente para ir entre sus
brazos a reíros de mi dolor. Queréis que me vean llorosa
tras su carro; pero , señor, sería demasiado júbilo en un
sólo día: y sin buscar en ot.r.:l. n:1rte tftll10s nrest::ldos. ; nn
os bast a ·con los que tenéis? El abatido valor del viejo
12:3 A NDIW :"IAC.\.

padre de Héctor, expirando a la vista y a los pies de su


familia, mientras que vuestro brazo hundido en su seno
busca un resto de la sangre que ia edad heló; Troya in-
cendiada, sumergida en rios de sangre; Polixena degollada
por vuestra propia mano a los ojos de los griegos indig-
nados contra vos: ¿qué pOdrían rehusar a tan generosos
golpes?
PIRRO
Señora, demasiado sé a qué excesos de rabia animó
la venganza de Helena mi coraje: a vos podría quejarme
de la sangre vertida; pero en fin, consiento en olvidar lo
pasado. Doy gracias al cielo de que vuestra indiferencia me
haga conocer lo inocente de mis venturosos suspiros. Bien
lo veo; mi corazón, demasiado pronto a atormentarse, debió
examinarse mejor y mejor conoceros. Mis remordimientos
os hacían una mortal injuria: para creerse infiel es preciso
creerse amado. Vos no pretendíais detenerme en vuestras
cadenas: temía traicionaros y acaso os favorezco. Nuestros
corazones no estaban hechos para depender el uno del
otro; yo cumplía con mi deber, y cedíais vos al vuestro.
Nada, en verdad, os obligaba a amarme.
HERMÍONE
¿Que yo no te he amado, cruel? ¿Y qué es lo que he
hecho, entonces? He desdeñado por ti las ofertas de todos
nuestros príncipes; te he buscado yo misma en el fondo
de tus provincias; estoy aquí aún, a pesar de tus infide·
lidades, y a pesar de todos mis griegos, avergonzados de
mi mansedumbre. Yo les he ordenado que disimularan mi
ofensa; esperaba en secreto la vuelta de un perjuro; creí
que tarde o temprano, obediente a tu deber, me de volverías
un corazón que me adeudas. ¿Si te amé inconstante, qué
hubiera hecho siendo tú fiel ? Hasta en este momento,
cuando tu boca cruel viene a anunciarme tranquilamente
la muerte, dudo, ingrato, dudo si no te amo todavía. Pero
si es preciso, señor, si el encolerizado cielo reserva a otros
ojos la gloria de agradaros, acabad vuestro matrimonio,
consiento en ello. Pero al menos no obliguéis a mis ojos
a ser testigos. Os hablo acaso por la última vez : diferidlo
por un día; mañana haréis vuestra voluntad. ¿No respon·
déis? Lo veo, pérfido: ¡cuentas los minutos que pierdes con·
migo! Impaciente de volver a tu troyana, tu corazón sólo
a disgusto soporta otra plática. La buscas con los ojos, le
HACINE 126

hablas mentalmente. No te retengas ya, márchate de aquí:


vé a jurarle la fe que me juraste, vé a profanar la sacra
majestad de los Dioses. Esos Dioses, esos justicieros Dio-
ses, no habrán olvidado que te ligaron a mí los mismos ju·
ramentos. Vé, corre, lleva el corazón que me abandona
al pie de los altares. Pero tiembla de encontrar también
alli a Hermíone.
ESCENA SEXTA
Pirro, Fénix

FÉNIX
Ya lo oís, señor. Guardáos de descuidar a una amante
enfurecida que trata de vengarse. Demasiados apoyos tie-
ne en este sitio: la querella de los griegos ligada está a la
suya; Orestes la ama todavía; y quizás a ese precio ...
PIRRO
Andrómaca me espera. Fénix, cuida de su hijo.
A e T o Q u 1 N T o

ESCENA PRIMERA
Hermíone (sola)

HERMÍONE
¿Dónde estoy? ¿Qué he hecho? ¿Qué debo hacer
aún? ¿Qué transporte me posee? ¿Qué pesar me devo-
ra? Errante y sin rumbo corro en este palacio_ ¡Ah, no
podré saber si amo o si odio! ¡Cruel! ¡Con qué ojos me ha
despedido! Sin piedad, sin dolor fingido, siquiera. ¿Lo vi
acaso turbarse y compadecerme un minuto? ¿Conseguí
arrancarle un solo gemido? Mudo ante mis suspiros, tran-
quilo ante mis temores, ¿aparentaba siquiera tomar parte
en mi llanto? ¿Y lo lamento aún? ¿Para colmo de angustia
mi corazón, mi cobarde corazón, por él se interesa? ¿Tiem-
blo al solo pensamiento del golpe que le amenaza? ¿Y pres-
ta a vengarme le otorgo ya mi perdón? No, no revoquemos
la sentencia de mi cólera. ¡Que perezca! De todos modos
para nos ya no existe. Triunfa el pérfido y ríe de mi rabia:
piensa ver disipada en lágrimas esta tormenta; cree que
siempre débil y con incierto corazón atajaré con una ma-
no los golpes de la otra. Juzga aún de mí por mis pasados
favores. Pero tal vez el pérfido tenga muy otros pensamien-
tos. Triunfando en el templo, no le importa si ansían fue-
ra su vida o su muerte. Me deja el ingrato esta perplejidad
funesta. No, no, un momento todavía: dejemos actuar a
Orestes. Que muera, pues al fin debió preverlo y me
ha forzado él mismo a desearlo. ¿A desearlo? ¿Y qué?
¿Soy yo, pues, quien la ordena? ¿Será su muerte el resulta-
do del amor de Hermíone? ¿Así pues, no he atravesado
mares y naciones sino para venir de tan lejos a preparar
la muerte de este príncipe, de quien mi corazón en otro
tiempo se complacía en hacerse referir las hazañas, a quien
1~8

yo misma secretamente me destiné antes de que ¡;e hu·


biera concertado tan fatal desposorio? ¿Asesinarlo, per·
derlo? Ah, antes de que expire ...

ESCENA SEGUNDA
Hermíone, Cleona

HERMioNE
¡Ah, qué he hecho, Cleona! ¿Y qué vienes a decirme?
¿Qué hace Pirro?
CLEONA
En el colmo de su ventura, es el más orgulloso y el
más enamorado de los mortales. Con aire de conquistador
10 he visto conducir su nueva conquista hacia el templo
donde se aprestan sus desposorios, y, con ojos en que bri-
llaban su esperanza y su dicha, embriagarse al marchar
con el placer de verla. A través de mil grItos de júbilo, An-
drómaca lleva hasta los altares el recuerdo de Troya: siem-
pre incapaz de amor y de odio, parece obedecer sin re·
pugnancla ni alegria.
HERMioNE
¿Y el ingrato? ¿Llevó hasta el extremo su ultraje? ¿Pe·
ro observaste bien su rostro, Cleona? ¿Saborea tranquilos y
perfectos placeres? ¿No ha desviado los ojos hacia el pala·
cio? ¿Dime, no te has presentado a su vista? ¿Enrojeció el
ingrato al reconocerte? ¿Confesaba con su turbación su
infidelidad? ¿Ha sostenido hasta el fin su fiereza?
CLEONA
Señora, él no ve nada. Parece que su fama y su propio
interés hubieran salido con vos de su memoria. Sin pensar
si le siguen enemigos o súbditos, persigue sólo sus amoro-
sos proyectos. Ha dispuesto su guardia en torno al hijo de
Héctor, y cree que es el único a quien amenaza el peligro.
Responde de él el propio Fénix, que expresamente lo
condujO a un fuerte alejado del palacio y del templo. Ésa
es la única preocupación que le queda en medio de sus
transportes.
HERMloNE
i Pérfido! Morirá . ¿Pero qué te ha dicho Orestes?
129 ANDROMAC)..

CLEONA
Orestes ha entrado en el templo eon sus griegos.
HERMÍONE
¡Y bien! ¿No se prepara a vengarme?
CLEONA
No lo sé.
HERMÍONE
¿No lo sabes? ¡Cómo! ¿Orestes también, me traiciona
Orestes?
CLEONA
Orestes os adora. Pero su espíritu, combatido por mil
remordimientos, escucha tan pronto a su amor, tan pronto
a su virtud. Respeta en Pirro el honor de la diadema; res-
peta en Pirro a Aquiles ya Pirro mismo; teme a la Grecia,
teme al enfurecido universo, pero según dice se teme a sí
mismo más que a todos. Querría, como vencedor, aporta-
ros su cabeza; el solo nombre de asesino lo detiene y lo
espanta. En fin, ha entrado sin saber, en el fondo de su
alma, si habrá de salir espectador o culpable.
HERMÍONE
No, no, los verá triunfar sin inconvenientes: se guarda-
rá bien de turbar ese espectáculo. Sé qué remordimientos
hieren su corazón: teme a la muerte el cobarde, yeso es
cuanto teme. ¿Cómo ? ¿Sin formular una sola súplica armó
mi madre en su favor a la Grecia entera? ¿En diez años
de combates, sus ojos vieron perecer por su querella veinte
reyes a quienes no conocía? Y yo, yo no pretendo más que
la muerte de un perjuro; encargo a un amante vengar
mi ofensa, puede conquistarme, sin peligro, a ese precio;
me entrego yo misma, ¿y no puedo vengarme? Vamos: sola
yo he de hacerme justicia. Que retumbe el templo con do-
lorosos gritos: perturbemos la ceremonia de su fatal des-
posorio, y que no estén unidos, si es posible, más que un
instante. No escogeré, en medio de mi extravío terrible :
todo me será Pirro, aunque sea el mismo Or estes. Moriré;
pero mi muerte me vengará al menos. Y no moriré sola,
que alguien me seguirá.
RACINE 130

ESCENA TERCERA
Ores tes, Hermíone, Cleona
ORESTES
Esto es hecho, señora y estáis servida: Pirro rinde en
el altar su infiel existencia. .
HERMíONE
¿Ha muerto?
ORESTES
Muere; y nuestros irritados griegos han lavado sus
infidelldades en su sangre. Os lo prometí, y aunque mi ca·
razón se formaba de esta conjura una funes ta imagen, corrí
hacia el templo donde nuestros griegos dispersos se habían
deslizado hasta el altar entre la turba. Reconocióme Pirro,
pero, sin mudar de color, parecía que mi presencia excita-
ra su audacia, que todos los griegos, desafiados en su em-
bajador, hubieran debido realizar el esplendor de su hi-
meneo. En fin, tomando con transporte la diadema, la posó
él mismo sobre la frente de Andrómaca. "Os entrego,
dijo, mi fe y mi corona: Andrómaca, reinad sobre mí y
sobre el Epiro. Consagro a vuestro hijo paternal afecto ;
atestigüen los Dioses que así lo juro a su madre. Reconoz-
co como mis enemigos a los suyos, y lo reconozco como
rey de los troyanos". A estas palabras, que atraían los su-
fragios del pueblo, respondieron nuestros griegos con un
grito de rabia; cercado se vió el infiel por todas partes y
yo no pude encontrar lugar por donde herir. Todos se
disputaban la gloria de abatirlo. Lo he visto debatirse por
un tiempo entre sus manos, y, todo ensangrentado, querer
sustraerse a sus golpes; pero al fin fué a caer junto al ara.
Yo atravesé el tropel del espantado pueblo para venir a
raptar de este paraje a mi princesa, y volver al puerto
donde, cubiertos de la sangre que os prometí, llegarán bien
pronto nuestros amigos.
HERMíONE
i Qué es lo que han hecho!
ORESTES
Perdonad su impaciencia: han traicionado vuestra ven-
ganza, bien lo veo. Vos queríais que mi mano diera los pri-
131 ANDROMACA

meros golpes, que él sintiera al morir que por vos expira-


ba; pero fué mi ardor lo que les sirvió de incentivo: por
vos sola los arrastré al templo, señora; y con justicia po-
déis alabaros de una muerte que sus brazos no han hecho
más que ejecutar. Vos sola habéis impulsado los golpes ...
HER M ÍONE
Cállate, pérfido, y a nadie más que a ti imputes tu ' co-
barde parricidio. Vé a hacer admirar tu furor entre los
griegos: vé, yo lo desapruebo y tú me horrorizas. ¿Qué has
hecho, bárbaro? ¿Con qué furia has tronchado el curso de
tan hermosa vida? ¿Pudisteis inmolarlo hoy, cruele.;:;, sin
que vuestra sangre por él se levantara? Pero habla: ¿quién
te hizo árbitro de su suerte? ¿Por qué asesinarlo? ¿Qué
había hecho? ¿A qué título? ¿Quién te lo dijo?
ORESTES
¡Oh Dioses! ¡Cómo! ¿No me habéis vos misma, aquí,
ordenado su muert e hace un instante?
HERMÍONE
¡Ah! ¿Había que escuch ar a una insensata enamorada?
¿No debiste leer en el fondo de mi pensamiento? ¿Y no
viste, en mis arrebatos, que mi corazón en todo momento
desmentía mi boca? Aun cuando yo lo hubiera querido ¿de-
biste aprobarlo ? ¿No hubieras debido hacértelo repetir cien
veces? ¿Venirme a consultar tú mismo antes del golpe
y volver aún, o, más bien, evitarme? ¿Por qué no me
dejaste el cuidado de mi venganza? ¿Quién te trajo a
estos sitios donde se huye de tu presencia? Ése es el detes-
table fruto de tu amor: me aportabas, cruel, la desgra-
cia que te persigue. Fatal a ambos, fué tu embajada la
que lo hizo, para su daño, inclinarse hacia mi rival. Ve-
ríamosle aún repartirnos sus atenciones; él me amaría
acaso, lo fingiría al menos. Adiós. Puedes partir. Yo me
quedo con el Epiro : renuncio a la Grecia, a E sparta, a su
imperio, a toda mi familia; y me basta, traidor, que ella
haya producido un monstruo como tú.
RACINE 132

ESCENA CUARTA
OTestes (solo)

ORESTES
¿Qué veo? ¿Es ésta Hermíone? ¿Y qué acabo de oír?
¿Para quién corre la sangre que acabo de derramar? Si
he de creerla, soy un traidor, un asesino. ¿Es Pirro quien
ha muerto, y, en fin , soy yo Orestes? ¿Cómo? Ahogo en
mi alma la razón que me ilumina; asesino con repugnan-
cia a un rey a quien reverendo; violo en un solo día el
derecho de los monarcas, el de los embajadores, todos los
derechos humanos, hasta el de los altares, donde mi furor
lo sitia: llego a ser parricida, asesino, sacrílego. ¿Por
quién? ¡Por una ingrata a quien le prometo que no me
verá más si él no muere, y cuya rabia adopto! ¡Y cuando
la he satisfecho, ella me reclama su sangre y su vida!
¡Ella lo ama! ¡Y yo soy un monstruo furioso! ¡La veo
alejarse de mis ojos para siempre! ¡Y al huir, la ingrata
me deja en pago todos los nombres odiosos que me eché
encima por agradarle!

ESCENA QUINTA
Ores tes, Pílades, soldados de Orestes

PÍLADES
Hay que partir, señor. Salgamos de este palacio, o bien
resolvámonos a no salir más de él. Nuestros griegos defen-
derán la puerta por algún tiempo. Reunido, nos persigue
a mano armada el pueblo todo. Sometido está todo aquí
a las órdenes de Andrómaca; la tratan como a reina y
nosotros somos enemigos. Andrómaca misma, tan rebelde
a Pirro, le rinde todos los deberes de una fiel viuda, or-
dena que se le vengue, y acaso quiere vengar todavía en
nosotros a Troya y a su primer esposo. Vámonos. No es-
peremos que se nos cerque: se nos unirán nuestros grie-
gos; y mientras Hermíone mantiene aún al pueblO de-
tenido en torno de ella, salgamos seguros por nuestro
camino.
ORESTES
No, no, amigos, es a Hermíone a quien quiero seguir.
]33 ANDROMACA

No puedo sobrevivir a su postrer sentencia. Partid: yo


cometí el crimen y yo debo expiarlo.
PiLADES
¿Hermíone, señor? Es preciso olvidarla. ¿Cómo? ¿Siem-
pre instrumento y objeto de su ira, buscáis algún nuevo
ultraje entre los muertos? ¿Y tenéis que morir vos por-
que ella muera?
ORESTES
¿Ella muere? ¡Dioses! ¿Qué es lo que oigo?
PiLADES
¿Cómo? ¿Lo ignoráis? Al volver aquí la hemos encon-
trado corriendo hacia el templo, extraviada, inquieta. En-
contró a Pirro en brazos de soldados a quienes su sangre
excitaba a vengar su muerte, y sin duda con esta visión
se desvaneció su rabia. Porque desde lo alto de la puerta
la vimos por fin, con un puñal en la mano, inclinarse so-
bre Pirro, alzar los ojos al cielo, herirse y caer.
ORESTES
¡Gracias a los Dioses, mi desventura supera a mi espe-
ranza! ¡Sí, te alabo por tu perseverancia, oh cielo! A la ta-
rea de castigarme dedicado sin tregua, me has hecho lle-
gar al colmo de mis dolores. Tu odio se ha complacido en
crear mi desgracia; nací para servir de ejemplo a tu có-
lera, para ser el acabado modelo del infortunio. ¡Y bien!
Muero contento, cumplida está mi suerte. ¿Dónde están
esos dos amantes? Para coronar mi dicha es preciso que
en mi sangre y en la suya me ahogue: quiero contem-
plarlos al morir, al uno y a la otra. Reunamos tres cora-
zones que no pudieron acordarse. Pero ¿qué espesa no-
che súbitamente me cerca? ¿Por qué lado salir? ¿Por qué
me estremezco? ¿Qué horror me arrebata? Gracias al
cielo alcanzo a ver ... ¡Dioses! ¡Qué ríos de sangre corren
en torno mío!
PiLADES
¡Ah, señor!
ORESTES
¡Cómo, Pirro! ¿te encuentro todavía? ¿Hallaré en to-
das partes un rival que aborrezco? ¿Cómo te salvaste,
traspasado por tantos golpes? Toma, toma, éste es el
golpe que te reservé. ¿Pero qué veo? ¿Hermíone lo abra-
RACIN'E 134

za a mis ojos? ¿Viene a arrancarlo al golpe que lo ame-


naza? ¡Dioses! ¡Qué espantosas miradas me dirige! ¿Qué
demonios, qué serpientes arrastra en pos de sí? ¡Y bien!
¿Están prontas vuestras manos, hijas del infierno? ¿Para
quién son esas sierpes que silban sobre vuestras cabezas?
¿A quién destináis el apresto que os sigue? ¿Venís a
conducirme a la eterna noche? Venid, se abandona Ores-
tes a vuestros furores. Pero no, retiráos, dejad hacer a
Hermíone: la ingrata sabrá mejor que vosotros desgarrar-
me; le llevo mi corazón para que lo devore.
P!LADES
Pierde el sentido. Amigos, nos apremia el tiempo:
aprovechemos los instantes que nos ofrece su transporte,
Llevémosle. Impotentes serían nuestros esfuerzos, si con
la conciencia aquí recobrara su delirio.
BRITÁNICO
PERSONAJES

NERÓN, emperador, hijo de Agripina.


BRITÁNICO, hijo del emperador Claudio.
ACRIPINA, viuda de Domicio Enobarbo, padre de Nerón, y, en segun·
das nupcias, viuda del emperador Claudio.
JUNIA, amante de Británico.
BURRUS, ayo de Nerón.
NARCISO, ayo de Británico.
ALBINA, confidente de Agripina.
Guardias.

La escena es en Roma, en una cámara del palacio de Nerón


A e T o PRIMERO

ESCENA PRIMERA
Agripina, Albina

ALBINA
¿C6mo? Mientras Ner6n se abandona al sueño ¿ne-
cesitáis venir a esperar que despierte? ¿Errando en el
palacio, sin escolta y sin séquito, debe la madre de César
velar sola a su puerta? Señora, volved a vuestras ha-
bitaciones.
AGRIPINA
Albina, no hay que alejarse un momento. Quiero es-
perarle aquí. Los disgustos que me causa me ocupa-
rán con exceso el tiempo que él repose. Con exceso se
ve confirmado cl1:anto predije: Ner6n se ha declarado
contra Británico; el impaciente Nerón cesa de conte-
nerse; quiere hacerse temer, cansado de hacerse amar.
Británico le estorba, Albina: y cada día siento que yo
misma me vuelvo importuna a mi vez.
ALBINA
¿Cómo? ¿Vos, a quien Nerón debe la luz del día,
que desde tan lejos lo llamasteis al imperio? ¿Vos, que
desheredando al hijo de Claudio nombrasteis César al
feliz Domicio? Todo le habla en favor de Agripina, seño-
ra: él os debe su amor.
AGRIPINA
Me lo debe, Albina; si es generoso, todo le prescribe
esa ley, pero todo le habla contra mí si es ingrato.
RACINE 140

ALBINA
i Si es ingrato, señora! i Ah, toda su conducta de-
muestra un alma bien instruída de sus deberes! ¿En
tres años íntegros. qué ha dicho, qué ha hecho, que no
prometa un emperador perfecto a Roma? Desde hace dos
años Roma, cuidadosamente gobernada, cree haber vuel-
to al tiempo de los cónsules. Él la gobierna como un.. pa·
dre. En fin, Nerón, al nacer, tiene todas las virtudes de
Augusto cuando envejecía.
AGRIPINA
No, no, mi interés no me vuelve injusta : ciertamente,
él comienza por donde Augusto acabó; pero temo que si
el porvenir destruye al pasado, acabe como comenzó
Augusto. En vano se disfraza; leo sobre su rostro el
triste y salvaje humor de los fieros Domicios. Y con el
orgullo que recogió de esa sangre, mezcla la altanería
de los Nerones, que bebió en mi seno. Siempre tiene feli-
ces primicias la tiranía: Cayo hizo durante un tiempo
las delicias de Roma; pero, volviéndose furor su fingida
bondad, las delicias de Roma se convirtieron en horro-
res. ¿Qué me importa después de todo que Nerón, más
fiel, sea un día modelo de una larga virtud? ¿Puse en
sus manos el timón del Estado para que a gusto del Se-
nado y del pueblo lo condujera? Ah, que sea el padre
de la patria, si así lo quiere; pero que piense un poco
más que Agripina es su madre. ¿Qué nombre, entre
tanto, podemos dar al atentado que el día acaba de reve-
larnos? Sabe, porque no puede serIe ignorado su mutuo
amor, que Junia es adorada por Británico; y este mismo
Nerón, a quien guía la virtud, hace raptar a Junia en
medio de la noche. ¿Qué es lo que quiere? ¿Es odio o es
amor lo que lo inspira? ¿Busca solamente el placer de
dañarlos? ¿O mejor, es que su malignidad castiga en
ellos el apoyo que yo les presté?
ALBINA
¿Vos su apoyo, señora?
AGRIPINA
Deténte, cara Albina. Sé que he sido yo sola quien los
arruinó; que del trono adonde hubiera debido hacerlo
subir su sangre, Británico se ha visto precipitado por
141 BRITANICO

mí. Alejado, por mí únicamente, del himeneo de Octavia,


abandonó la vida el hermano de Junia, Silano, en quien
había puesto los ojos Claudio, y que contaba a Augusto
entre sus abuelos. Nerón gozó de todo; y yo, como re·
compensa, debo entre ellos y él equilibrar la balanza, a
fin de que algún día, por la misma ley, Británico la
equilibre entre mi hijo y yo.
ALBINA
¡Qué designio!
AGRIPINA
Me aseguro un puerto en la tormenta. Nerón se me
escapará si no lo detiene ese freno .
ALBINA
¿Pero a qué tantas pj:ecauciones superfluas contra
un hijo?
AGRIPINA
Si él dejara de temerme, bien pronto lo temería yo .
ALBINA
Quizá os alarma un p<lvor injusto. Pero si Nerón
no es ya para vos lo que debiera ser, al menos su mudan-
za no ha llegado hasta nosotros, y es ello un secreto
entre vos y César. Ningún nuevo título discierne Roma
a Nerón que él no otorgue a su madre al recibirlo. Su
pródiga amistad nada se reserva. Vuestro nombre es
tan santo como el suyo en Roma. Apenas se habla de
la triste Octavia. Augusto, vuestro abuelo, honró menos
a Livia. Nerón ha sido el primero en permitir que de-
lante de su madre se llevaran los haces coronados de
laurel. ¿Qué más queréis de su agradecimiento?
AGRIPINA
Un poco menos de r espeto y algo más de confianza.
Todos estos presentes irritan mi despecho, Albina: veo
crecer mis honores y decaer mi crédito. No, no, existe ya
aquel tiempo en que Nerón, joven todavía, me enviaba
las ofrendas de una corte que lo adora, cuando descan-
saba en mí del peso del Estado, cuando mi orden reunía
al Senado en palacio, y detrás de un velo, presente e in-
visible, yo era el alma todopoderosa de ese gran cuerpo.
Mal seguro entonces de la voluntad de Roma, Nerón
RACINE 142

no se había embriagado con su grandeza. Hiere aún mi


recuerdo aquel día, aquel triste día, en que Nerón quedó
deslumbrado de su propia gloria, cuando los embajado-
res de tantos reyes vinieron a rendirle homenaje en
nombre del universo. Iba yo a ocupar mi sitio con él
en su trono, pero ignoro qué consejo preparó mi des-
gracia: sea como fuere, tan pronto como me vió, Nerón
dejó aparecer su despecho en su semblante. Hasta mi
corazón concibió de ello un mal augurio. El ingrato, co-
loreando de falso respeto su ofensa, Se levantó por ade-
lantado, y, corriendo a abrazarme, me apartó del trono
adonde iba yo a subir. Desde ese día fatal, el poder de
Agripina avanza diariamente, a grandes pasos, hacia su
remate. Sólo me queda su sombra, y ya no se invocan
más que el nombre de Séneca y el apoyo de Burrus.
ALBINA
Ah, si vuestra alma está poseída de esa sospecha,
¿por qué alimentáis el veneno que os mata? Dignáos al
menos explicaros con César.
AGRIPINA
César no me ve ya sin testigos, Albina. Me da audien-
cia en público, y a mi hora. Dictada es su contestación
y hasta su silencio. Veo a dos celadores, amos suyos así
como míos, presidir uno u otro todas nuestras entrevis-
tas. Pero yo lo perseguiré tanto más cuanto más me
huya. Preciso es, Albina, que me aproveche yo de su des-
orden. Oigo ruido; abren. Vamos a pedirle súbitamente
cuenta de ese rapto. Si es posible, sorprendamos los se-
cretos de su alma. ¿Pero cómo? ¿Sale ya Burrus de sus
habitaciones?

ESCENA SEGUNDA
Agripina, Burrus, Albina

BURRUS
Señora, iba a informaros, en nombre del Emperador,
de una orden que al principio ha podido alarmaros, pero
que no es más que el afecto de una discreta conducta,
de la cual quiere César que estéis instruida.
143 BRITANICO

AGRIPINA
Entremos, ya que así lo quiere: él me informará
mejor de ella.
BURRUS
César por algún tiempo se ha sustraído a nuestros
ojos; ya, por una puerta menos conocida del público,
ambos cónsules os lo habían prevenido, señora. Pero per-
mitid que vuelva expresamente ...
AGRIPINA
No, yo no perturbo sus augustos secretos. MienÜ·as
tanto ¿queréis que, con menos etiqueta, por una vez ha-
blemos ambos sin fingimiento?
BURRUS
Burrus tuvo siempre extremado horror por la men-
tira.
AGRIPINA
¿Pretendéis ocultarme el Emperador por largo tiem-
po? ¿No lo veré ya sino a título de importuna? ¿He alzado,
pues, tan alta vuestra suerte para poner una barrera
entre mi hijo y yo? ¿No osáis dejarlo un momento con-
sigo mismo ? ¿Entre Séneca y vos os disputáis la gloria
de qUién me borrará más pronto de su recuerdo? ¿Os lo
confié para que hicierais de él un ingrato? ¿Para que
fuerais los dueños del Estado bajo su nombre? ¡En ver-
dad, mientras más medito, menos puedo concebir que
oséis considerarme como vuestra criatura, vos, cuya
ambición pude dejar envejecer entre los honores oscuros
de alguna legión, a mí, que he sucedido en el trono a
mis ascendientes, hija, mujer, hermana y madre de
vuestros señores! ¿Qué pretendéis, pues? ¿Pensáis que
mi voz haya creado un emperador para imponerme tres?
Nerón ya no es un niño; ¿no ha llegado el tiempo de
que reine? ¿Hasta cuándo queréis que el Emperador os
tema? ¿Nada podrá ver sino a través de vuestros ojos?
En fin ¿no tiene a sus abuelos para encaminarse? Que
escoja, si lo quiere, entre Augusto o Tiberio; que imite,
si puede, a mi padre Germánico. Yo no oso colocarme
entre tantos héroes; pero hay virtudes que puedo seña-
larle. Puedo enseñarle al menos acerca de la distancia
que su confianza ha de dejar entre un súbdito y él.
RACINE 144

BURRUS
No me había encargado t:"!n esta ocasión más que de ex-
cusar un solo acto del César; pero, puesto que sin que-
rer que lo justifique me hacéis garante del resto de su
vida, os responderé, señora, con la franqueza de un sol-
dado que no sabe disfrazar la verdad_ Vos me confiasteis
la juventud de César, lo confieso, y debo continuamente
recordarlo. ¿Pero os hice juramento de traicionarlo, de
hacer de él un emperador que sólo supiera obedecer? No.
y no es a vos ya a quien debo responder de ello. No se
trata ya de vuestro hijo sino del dueño del mundo. Debo
cuenta de él, señora, al Imperio Romano, que cree ver
en mis manos su salud o su pérdida. Ah, si era preciso
instruirle en la ignorancia ¿no había más que Séneca o
yo que lo sedujéramos? ¿Por qué alejar del gobierno a
los aduladores? ¿Había que buscar corruptores en el
destierro? Fértil en esclavos, la corte de Claudio hubiera
presentado mil por cada dos que se buscaran, todos anhe-
lando el honor de envilecerlo: lo hubieran hecho enve-
jecer en una larga infancia. ¿De qué os quejáis, vos, se-
ñora? Se os reverencia. Se jura, lo mismo que por el
César, por su madre. Cierto es que el Emperador no vie-
ne ya todos los días a poner el Imperio a vuestros pies
y a engrosar vuestra corte. Pero ¿debe hacerlo, señora?
¿y su agradecimiento no puede manifestarse más que
con su dependencia? Siempre humilde, siempre el tímido
Nerón, ¿no osa ser Augusto y César más que de nombre?
¿Os lo diré por fin? Roma lo justifica. Roma, tan largo
tiempo esclavizada a tres libertos, respirando apenas bajo
el yugo que soportó, cuenta su libertad desde el reinado
de Nerón. ¿Qué digo? La' virtud misma parece renacer.
No es ya todo el Imperio botín de un amo. Nombra el
pueblo sus magistrados en el Campo de Marte; bajo la
fe del soldado nombra César los jefes; Tráseas en el
senado, Corbulón en el ejército, son inocentes todavía,
pese a su fama; los desiertos, antaño poblados de sena-
dores, no están habitados ya sino por quienes los de-
lataban. ¿Qué importa que César continúe creyéndo-
nos, mientras nuestros consejos no tiendan más que a su
gloria; mientras, en el curso de un floreciente reina-
do, sea siempre libre Roma y omnipotente César? Pero
Nerón, señora, se basta para dirigirse. Yo obedezco, sin
pretender el honor de instruirle. Sin duda, no tiene más
145 BRITANICO

que imitar a sus abuelos; para hacer el bien, le basta a


~erón con asemejárseles: ¡feliz si sus virtudes, encade-
nadas una con otra, vuelven todos los años a traernos sus
años primeros!
AGRIPINA
Así, no osando fiaros del porvenir, creéis que Nerón
va a extraviarse sin vuestro concurso_ Pero explicadnos
vos, que, contento hasta aquí de vuestra obra, acabáis de
darnos testimonio de sus virtudes, por qué, convertido
en raptor, Nerón hace arrebatar la hermana de Silano_
¿No tenía sino que manchar con esta vergüenza la sangre
de mis abuelos, que brilla en Junia? ¿De qué la acusa?
¿y por qué atentado ha llegado a ser criminal en un
solo día? ¿Ella, que, educada hasta ahora sin orgullo, no
hubiera visto a Nerón si él no la hubiera raptado, y que
hasta hubiera contado entre sus favores la feliz libertad
de no verle nunca?
BURRUS
Sé que no se sospecha de ella ningún crimen; pero
hasta este momento César no la ha condenado, seflOra.
Ninguna cosa hiere aquí sus ojos: está en un palacio
lleno de la memoria de sus abuelOS. Vos sabéis que los
derechos que ella representa pueden hacer de su esposo
un príncipe rebelde; que la sangre de César no debe
aliarse más que con aquellos a quienes César quiera con-
fiarla; y vos misma confesaréis que no sería justo que,
sin él, se dispusiera de la descendiente de Augusto.
AGRIPINA
Os entiendo: Nerón me advierte por vuestra voz que
en vano se apoya en mi elección Británico. En vano, a
fin de apartar sus ojos de su desgracia, he halagado su
amor con los desposorios que aguarda: para confusión mía,
Nerón quiere demostrar que Agripina promete más de
lo que puede. Roma se preocupa demasiado de mi pre-
dominio: él quiere que se desengañe con esta afrenta
y que aprenda aterrorizado el universo a no confundir
ya a mi hijo con el Emperador. Puede hacerlo. Sin embar-
go, me atrevo aún a decirle que antes de dar el golpe pro-
cure afirmar su imperio, y que, al reducirme a la nece-
sidad de ensayar contra él mi débil autoridad, expone
la suya, porque en la balanza mi nombre tendrá acaso
más peso del que se imagina.
RAClNE 146

BURRUS
¿Cómo, señora? ¿Siempre desconfiando de su res-
peto? ¿No puede dar un paso que no os sea sospechoso?
¿Os cree el Emperador del partido de Junia? ¿Os cree
aliada con Británico? ¿Cómo? ¿Os convertís en apoyo de
sus enemigos, para encontrar un pretexto y quejaros de
él? Sobre la menor palabra que se os repita ¿estaréis
siempre pronta a dividir el Imperio? ¿Os temeréis sin tre-
gua, y vuestros abrazos no ocurrirán sino entre explica-
ciones? Ah, dejad la triste diligencia del censor; adoptad
la indulgencia de una madre afectuosa; tolerad, sin
hacerlas resaltar, algunas frialdades, y no advirtáis de
ello a la corte para que os abandone_
AGRIPINA
¿y quién se honraría con el apoyo de Agripina cuan-
do Nerón mismo anuncia mi ruina? ¿Cuando parece des-
terrarme de su presencia? ¿Cuando Burrus osa retener-
me a su puerta?
BURRUS
Señora, bien veo que ha llegado el momento d~ ca-
llarme, y que mi franqueza comienza a desagradaros. In-
justo es el dolor, y todas las razones que no lo haiaguen
agrían sus sospechas Aquí está Británico: le dejo mi
sitio. Os dejo escuchar y lamentar su desgracia, y qui-
zás, señora, acusar la diligencia de aquellos a quienes
menos consultó el Emperador.

ESCENA TERCERA
Agripina, Británico, Narciso, Albina

AGRIPINA
¡Ah! ¿adónde corréis, príncipe? ¿Qué inquieto ardor
os arroja ciegamente entre vuestros enemigos? ¿Qué ve-
nís a buscar?
BRITÁNICO
¿Lo que busco? ¡Ah, Dioses! En este lugar, señora,
se halla cuanto he perdido. Rodeada de mil terribles sol-
dados, Junia se ha visto arrastrar a este palacio. ¡Ay!
¿Qué espanto habrá dominado su tímido espíritu ante
espectáculo tan insólito? En fin , me la raptan. Una ley
147 BRITANICO

por demás severa va a separar dos corazones que su


desgracia unía. Sin duda no se quiere que, al mezclar
nuestros dolores, nos ayudemos el uno al otro a sopor·
tarlos.
AGRIPINA
Basta. Siento tanto como vos vuestros agravios: mis
quejas han precedido ya a vuestros murmullos; pero no
pretendo que una impotente cólera me desligue de mi
palabra y la dé por cumplida. No me explico. Si queréis
oírme, seguidme a casa de Palas, donde voy a esperaros.

ESCENA CUARTA
Británico, Narciso

BRITÁNICO
¿He de creerle, Narciso'? ¿Y debo, bajo su palabra,
tomarla como árbitro entre su hijo y yo? ¿Qué dices ? ¿No
es esta misma Agripina la que para mi desgracia se desposó
en otro tiempo con mi padre, y quien, si he de creerte, pre-
cipitó el curso de sus últimos años, demasiado lentos
para sus designios?
NARCISO
No importa. Como vos, ella se siente ultrajada; se ha
comprometido a devolveros a Junia: unid vuestros pesa-
res; ligad vuestros intereses. En vano resuena con vues-
tros lamentos este palacio: mientras se os vea aquí con
suplicante voz sembrar la queja en vez del espanto, mien-
tras vuestros resentimientos se pierdan en palabras, no
hay que dudarlo, os quejaréis eternamente.
BRITÁNICO
Ah, Narciso, tú sabes si pretendo aún hacer largo
hábito de la servidumbre; tú sabes cómo, espantado de
mi caída, renuncié al Imperio, para el cual estaba desti-
nado. Pero además estoy solo. Los amigos de mi padre
son otros tantos desconocidos a quienes paraliza mi des-
gracia; y mi propia juventud aparta lejos de mí a todos
los que me guardan fidelidad en su corazón. En cuanto a
mí, desde hace un año, desde que un poco de experiencia
me ha dado el conocimiento de mi triste suerte, ¿qué veo
a mi alrededor sino amigos vendidos que son testigos
RACINE 148

constantes de todos mis pasos, y que, escogidos por Nerón


para ese comercio infame, trafican con él los secretos de
mi ánimo? Sea quien sea, Narciso, me venden diaria-
Il).ente: él prevé mis proyectos, oye mis palabras, sabe
como tú lo que pasa en mi corazón_ Narciso, ¿qué piensas
de ello?
NARCISO
Ah, qué alma tan baja pudo ... A vos os corresponde
escoger discretos confidentes, y no prodigar vuestros se-
cretos, señor_
BRITÁNICO
Dices bien, Narciso. Pero esta des'confianza es siem-
pre la postrer sabiduría de un gran espíritu; se le engaña
durante largo tiempo. Pero en fin, te creo, o más bien,
hago voto de no creerte sino a ti. Recuerdo que mi padre
me aseguró tu celo. De todos sus libertos, tú eres el único
siempre fiel para mí; tus ojos, incesantemente fijos
sobre mi conducta, me han salvado hasta ahora de mu-
chos encubiertos escollos. Vé, pues, a ver si el rumor de
esta nueva tormenta ha excitado el valor de nuestros
amigos. Examina sus ojos, observa sus palabras; mira si
puedo esperar de ellos un fiel socorro. Sobre todo, inves-
tiga con habilidad en este palacio acerca del cuidado con
que Nerón hace guardar a la princesa. Averigua si sus
bellos ojos están libres de peligro, y si aún me es permi-
tido visitarla. Entre tanto yo iré a reunirme con la ma-
dre de Nerón, en casa de Palas, liberto como tú de mi
padre. Voy a verla, a estimularla, a seguirla, y, si es
posible, a comprometerme bajo su nombre más de lo
que se imagina.
A e T o SEGUNDO

ESCENA PRIMERA
Ner6n, Burrus, Narciso, Guardias

NERÓN
No lo dudéis, Burrus : a pesar de sus injusticias, es
mi madre y quiero ignorar sus caprichos. Pero no pre-
tendo ya ignorar ni sufrir al insolente ministro que osa
alimentarlos. Palas envenena a mi madre con sus con-
sejos y seduce diariamente a mi hermano Británico. Sólo
a él escuchan, y quien siguiera sus pasos, en casa de
Palas los encontraría quizás reunidos. Es demasiado. Pre-
ciso es que lo aparte de ambos. Por última vez, que se
aleje, que se marche: lo quiero y lo ordeno; que el fin
del día no lo encuentre ya en Roma ni en mi corte. Id:
interesa esta orden a la salud del Imperio. Vos, Narciso,
acercáos. Y marcháos, vosotros.

ESCENA SEGUNDA
Ner6n, Narciso

NARCISO
Señor, gracias a los Dioses, Junia en vuestro poder
os asegura hoy al resto de los Romanos. Despojados de
su vana esperanza, vuestros enemigos han ido a llorar
su impotencia a casa de Palas. ¡.Pero qué veo? Inquieto,
estupefacto, vos mismo parecéis más consternado que
Británico. ¡. Q.ué presagia a mis ojos esta oscura tristeza
y tan sombrías miradas errando a la ventura? Todo os
sonríe : la fortuna se pliega a vuestros deseos.
NERÓN
Esto es hecho, Narciso ; Nerón está enamorado.
RACINE 150

NARCISO
¿Vos?
NERÓN
Desde hace un instante, pero para toda la vida. Amo
¿qué digo amar? idolatro a Junia.
NARCISO
¿VOS la amáis?
NERÓN
Excitado por un curioso deseo, esta noche la vi lle-
gar aquf, triste alzando al cielo sus ojos húmedos de
llanto, que brillaban entre las antorchas y las armas: be-
lla sin adornos, con el simple atavío de una belleza a quien
acaban de arrancar al sueño. ¿Qué quieres? Yo no sé si
esa negligencia, las sombras, las antorchas, los gritos, el
silencio, y el feroz aspecto de sus fieros raptores realza-
ban la timida dulzura de sus pupilas. Sea como fuere,
encantado de visión tan bella, quise hablarle y se me
extinguió la voz: inmóvil, posefdo de hondo estupor, la
dejé pasar a sus habitaciones. Yo entré a las mías. Y fué
allf donde, solitario, quise distraerme en vano de su
imagen: crefa hablarle, por demás presente a mis ojos;
amé hasta las lágrimas que le hice derramar yo mismo.
Por momentos, aunque tarde, le demandaba perdón; re-
curría a los suspiros y. hasta a las amenazas. Asf es cómo,
ocupado en mi nuevo amor, mis ojos esperaron el dfa sin
cerrarse. Pero acaso me he forjado yo una imagen dema-
siado bella: con demasiado prestigio se me apareció. ¿Qué
dices tú, Narciso?
NARCISO
¿Cómo, señor? ¿Es crefble que haya pOdido ella ocul-
tarse a Nerón tan largo tiempo?
NERÓN
Bien lo sabes, Narciso ; sea que su cólera me imputa-
ra la desgracia que le arrebató a su hermano, sea que su
corazón, celoso de su orgullo austero, celara a nuestros
ojos su beldad naciente, fiel a su dolor, y encerrada
en la sombra, ella se sustrafa hasta a su renombre. Y es
la perseverancia de esta virtud, tan nueva en la corte, la
que irrita mi amor. ¿Cómo, Narciso? Mientras que no
hay romana a quien no honre y halague mi amor, cuando
todas, desde que osan fiarse de sus miradas, vienen a en-
151 BRITANICO

sayarlas en el corazón de César, sola en su palacio la


modesta Junia mira como una ignominia esos honores,
huye, y no se digna siquiera informarse de si César es
amable o de si sabe amar. Díme; ¿la ama Británico?
NARCISO
¿Cómo, señor? ¡Si la ama!
NERÓN
Tan joven todavía ¿se conoce a sí mismo? ¿Conoce
el veneno de una mirada hechicera?
NARCISO
Señor, el amor jamás espera a la razón. No lo dudéis,
la ama. Instruídos por tantos encantos, sus ojos se han
hecho ya a la compañía de las lágrimas. Sabe acomodarse
a sus menores deseos, y acaso sabe ya persuadir.
NERÓN
¿Qué dices? ¿Tendrá algún imperio sobre su corazón?
NARCISO
Señor, no lo sé; pero lo que puedo deciros es que lo
he visto en ocasiones arrancarse de aquí, lleno el corazón
de ira que ocultaba a vuestros ojos, llorando la ingratitud
de una corte que lo rechaza, harto de vuestra grandeza
y de su servidumbre, flotante entre el temor y la impa-
ciencia: iba a ver a Junia y regresaba contento.
NERÓN
Tanto más desdichado será si ha sabido agradarle,
Narciso; debe más bien desear su cólera. Nerón no se
sentirá celoso impunemente.
NARCISO
¿Vos? ¿Y de qué os inquietáis vos, señor? .Tunia ha
pOdido gustarle y compartir sus penas: ella no ha visto
correr más lágrimas que las suyas. Pero, señor, ahora
que sus o.ios advertidos, mirando más de cerca el esplen-
dor con que brilláis, vean a vuestro alrededor los reyes
sin diadema, desconocidos entre la turba, y hasta su
propio amante, pendientes de vuestros ojos , honrarse con
una mirada que habréis dejado caer por azar sobre ellos;
cuanao os vea descender suspirando de ese pedestal de
RACINE 152

gloria para confesarle su triunfo: no lo dudéis, señor, si


ordenáis que os ame ese corazón ya rendido, seréis amado.
NERÓN
¡A cuántos disgustos debo aprestarme! ¡A cuántas
molestias!
NARCISO
¿Cómo, pues? ¿Qué os detiene, señor?
NERÓN
Todo: Octavia, Agripina, Burrus, Séneca, Roma ente-
ra, y tres años de viTtudes. No es que un resto de ternu-
ra por Octavia me ligue aún a su himeneo compadeciendo
su juventud. Fatigados desde hace algún tiempo de sus
asiduid¡¡des, rara v ez mis ojos se dignan ser testigos de
sus lágrimas: ¡demasiado feliz sería si bien pronto la gra-
cia de un divorcio me aliviara de un yugo que se me
impuso por la fuerza! El cielo mismo parece secretamente
condenarla : desde hace cuatro años, y a pesar de que
los importuna con sus ruegos. los Dioses no han mostrado
que se conmuevan ante sus virtudes: con ningún presente
honran su tálamo, Narciso; vanamente reclama el Impe-
rio un heredero.
NARCISO
¿Y qué esperáis para repudiarla, señor? El Imperio,
vuestro corazón, todo condena a Octavia. Augusto, vues-
tro abuelo, su spiraba por Livia: y ambos se unieron tras
doble divorcio. Vos debéis ese feliz divorcio al Imperio.
Tiberio, a auien el himeneo colocó en su familia , osó muy
bien repudiar a la hija ante sus propios ojos. Sólo vos,
contrario hasta ahora a vuestros deseos, no os atrevéis
a asegurar con el divorcio vuestro gusto.
NERÓN
¿Acaso no conoces a la implacable Agripina? Mi in-
quieto amor se la imagina ya trayéndome a Octavia y
atestiguando con encendidos oios los santos derechos de
un lazo que ella anudó. Lanzará a mi corazón más rudos
ataaues: me hará largo relato de mis ingratitudes. ¿Con
qué cara sostener tan enojosa entrevista?
NARCISO
¡.Señor, no sois vos vuestro dueño y el suyo? ¿Os ve·
153 BRITANICO

remos temblar siempre bajo su tutela? Vivid, reinad para


vos: ¡basta ya de reinar para ella! ¿Teméis? Pero, señor,
vos no la teméis: acabáis de desterrar al soberbio Palas,
a Palas, cuya audacia sabéis alentada por ella.
NERÓN
Lejos de su vista, ordeno, amenazo, escucho vuestros
consejos, oso aprobarlos; me excito en su contra y trato
de desafiarla. Pero (y te muestro aquí mi alma desnuda)
tan pronto como mi desgracia me lleva ante sus ojos, sea
que no me atrevo aún a desmentir el poder de esos ojos
en que he leído mi deber tanto tiempo, sea que mi me-
moria, fiel a tantos beneficios, le somete secretamente
todo cuanto por ella tengo, en fin, de nada me sirven
mis esfuerzos: tiembla ante el suyo mi genio atónito. Y
para' libertame de esta dependencia la huyo por todas
partes, hasta la ofendo, y provoco de tanto en tanto su eno-
jo, a fin de que me evite tanto como la huyo. Pero te de-
tengo demasiado. Retírate, Narciso: podría Britániéo acu-
sarte de falso.
NARCISO
No, no: Británico se abandona a mi fidelidad . Él cree,
señor, que os veo por orden suya, que me informo aquí
de todo cuanto le importa, y quiere enterarse por mi
boca de vuestros secretos. Impaciente ante todo por vol·
ver a ver a su amor, espera de mi diligencia ese fiel
socorro.
NERÓN
Consiento en ello, llévale tan dulce nueva: la verá.
NARCISO
Desterradle lejos de ella, señor.
NERÓN
Tengo mis razones, Narciso, y puedes comprender
que le venderé caro el placer de verla. Mientras tanto,
alábale tu feliz estratagema: díle que se me engaña a
mí mismo en su favor , que la ve sin mi orden . Abren: es
ella, vé a buscar a tu señor y tráelo aquí.
RACINE 154

ESCENA TERCERA
Ner6n, Junía

NERÓN
Os turbáis, señora, y cambiáis de cara. ¿Leéis algún
triste presagio en mis ojos?
JUNIA
Señor, no puedo disfrazar mi yerro: no venía a ver
al Emperador, sino a Octavia.
NERÓN
Bien 10 sé, señora, y no puedo enterarme sin envidia
de vuestras bondades con la feliz Octavia.
JUNIA
¿Vos, señor?
NERÓN
¿Pensáis, señora, que sólo Octavia tiene aquí ojos
para conoceros?
JUNIA
¿Y a quién, señor, sino a ella, queréis que implore?
¿A quién interrogaré sobre un crimen que ignoro? Vos
lo conocéis, señor, puesto que lo castigáis. Por favor, ha·
cedme saber, señor, mis atentados.
NERÓN
¿Cómo, señora? ¿Es acaso pequeña culpa haberme
ocultado tanto tiempo vuestra presencia? Esos tesoros
con que el cielo quiso embelleceros ¿los recibisteis para
amortajarlos? ¿Verá sin alarma el feliz Británico crecer
su amor y vuestros encantos lejos de nuestros ojos? ¿Por
qué excluirme hasta hoy de esa gloria? ¿Me habéis rele-
gado, sin piedad, en mi corte? Dicen más: vos permitís,
sin ofenderos, que él ose explicaros su pensamiento, se-
ñora. Porque no puedo creer que sin consultarme haya
querido halagarlo la severa Junia, ni que haya consentido
en amar y ser amada sin que yo esté informado de ello
más que por la voz pública.
JUNIA
Señor, no os negaré que sus suspiros se han dignado
155 BRITANICO

alguna vez explicarme su anhelo. Él no ha apartado sus


miradas de una doncella que es cuanto sobrevive de los
despojos de una ilustre familia. Quizás se acuerda de que,
en tiempos más felices, su padre me escogió como objeto
de sus promesas. Me ama; obedece al Emperador su pa-
dre, y también, oso decíroslo, a vuestra madre. Vuestros
deseos van siempre tan de acuerdo con los suyos - . .
NERÓN
Señora, mi madre tiene sus proyectos y yo tengo los
míos. No hablemos más aquí de Agripina y de Claudio:
yo no me determino por sus decisiones. Soy yo solamen-
te quien ha de responderos, señora; quiero elegiros esposo
por mi propia mano.
JUNIA
Ah, señor, ¿no pensáis que cualquier otra alianza
avergonzará a los Césares mis abuelos?
NERÓN
No, señora, el esposo de que os hablo puede sin ver-
güenza reunir los suyos a vuestros abuelos : podéis acepo
tar su pasión sin sonrojaros.
JUNIA
¿Y qUién es ese esposo, señor?
NERÓN
Yo, señora.
JUNIA
¿Vos?
NERÓN
Pronunciaría otro nombre, señora, si conociera algu-
no por encima del de Nerón. Sí, para hacer una elección
que pudierais aprobar, he recorrido con mis miradas la
corte, Roma y el Imperio. Mientras más buscaba y más
busco, señora, a qué manos debo confiar ese tesoro, más
me convenzo de que César, el único digno de placeros, de·
be ser únicamente tan feliz depositario, y que no puede
confiaros dignamente sino a la mano a que Roma ha en-
comendado el imperio de los hombres. Consultad vos mis·
ma vuestros primeros años. Destinábalos Claudio a su
hijo ; pero era en tiempos en que creía designarlo alguna
vez heredero de todo el Imperio. Pronunciáronse los Dio-
RACINE 156

ses. Lejos de contradecirlos, a vos os toca poneros del


lado del Imperio. Pero en vano me habrían honrado con
tal presente, si vuestro corazón debiera permanecer apar-
te; si tantas preocupaciones no se endulzaran con vues-
trós encantos; si mientras yo consagro a velar y a gober-
nar días siempre dignos de compasión y siempre envidia-
dos, no voy a respirar alguna vez a vuestras plantas. Que
no se presente Octavia como obstáculo a vuestros ojos: Ro-
ma os concede sus votos lo mismo que yo, repudia a Octa-
via, y me hace desatar un lazo que el cielo no quiere apro-
bar. Pensad en ello, señora, y pesad en vuestro ánimo esta
elección digna de las preocupaciones dé un príncipe que
os ama, digna de vuestros bellos ojos, demasiado tiempo
cautivos, y digna del universo a quien os debéis.
JUNIA
Señor, con toda razón estoy estupefacta. En el curso
del mismo día me veo traída como una criminal a este
sitio, y cuando aterrada comparezco ante vuestros ojos,
cuando apenas me fío de mi inocencia, vos me ofrecéis
bruscamente el lugar de Octavia. Me atrevo a decir, sin
embargo, que no he merecido ni tanta indignidad ni tal ex-
ceso de honor. i.Y vos, señor, podéis desear que una don-
cella que vió extinguirse su familia casi al nacer, que
nutriendo su dolor en la oscuridad se hizo una virtud
conforme a su desgracia, pase súbitamente de esa profun-
da noche a un puesto que la exhibe a los o.ios de todo el
mundo, cuyo resplandor no he podido resistir ni siquiera
de lejos y cuya majestad pertenece a otra?
NERÓN
Ya os he dicho que la repudio. Tened menos temor
o menos modestia. No acuséis aquí mi elección de ence-
guecimiento; os respondo de vos: consentid tan sólo. Ha-
ced memoria de la sangre de donde venís; y no prefiráis,
a la sólida gloria de los honores con que César pretende
revestiros, la gloria de un rechazo sujeto al arrepenti-
miento.
JUNIA
Señor, el cielo conoce el fondo de mi conciencia. Yo
no me jacto de una gloria insensata: sé medir la grandeza
de vuestros presentes; pero mientras más esplendor irra-
157 BRITANICO

diara sobre mí ese puesto, más me avergonzaría y


pondría en claro el crimen de haber despojado de él a su
dueña.
NERÓN
Eso es tomar demasiado en cuenta sus intereses, se-
ñora; no puede ir más lejos la amistad. Pero no nos ilu-
sionemos; abandonemos los enigmas. Mucho menos os
preocupa aquí la hermana que el hermano; y por Bri-
tánico ...
JUNIA
Supo conmoverme, señor; no he pretendido ocultarlo.
Poco discreta es sin duda esta sinceridad; pero siempre
es mi boca la intérprete de mi corazón. Ausente de la
corte, no pude pensar, señor, que debiera ejercitarme en
el arte de fingir. Amo a Británico. Le fuí destinada cuan-
do el Imperio debía seguir a sus bodas. Pero esas mismas
desgracias que de él lo apartaron, sus honores abolidos,
su palacio desierto, la fuga de una corte que su caída des-
terró, son otros tantos lazos que retienen a Junia. Todo
lo que veis conspira en favor de vuestros deseos; vuestros
días siempre plácidos transcurren entre placeres cuya
inagotable fuente es el imperio; o si algún pesar inte-
rrumpe su curso, todo el universo, empeñado en mante-
nerlos, se apresura a borrarlo de vuestra memoria. Bri-
tánico está solo. Cualquiera que sea el disgusto que lo
oprime, a nadie ve sino a mí que se inquiete por su suerte,
y por único placer, señor, tiene algunas lágrimas que le
hacen de vez en cuando olvidar sus desventuras.
NERÓN
y son esos placeres y esas lágrimas que envidio, lo
que cualquier otro habría de pagarme con su vida. Pero
reservo a ese príncipe tratamiento más dulce. Bien pronto
comparecerá ante vos, señora.
JUNIA
¡Ah, señor! Siempre me tranquilizaron vuestras vir-
tudes.
NERÓN
Podria prohibirle la entrada de este sitio; pero quiero
prevenir, señora, el peligro en que su resentimiento po-
dría arrojarlo. No quiero perderlo. Vale más que él mismo
escuche su sentencia de la boca que ama. Si sus días os
RACINE 158

son caros, alejadlo de vos sin que tenga ningún indicio


para creerme celoso. Tomad a vuestro cargo la ofensa de
su destierro; y sea con vuestras palabras, sea con vues-
tr;o silencio, o al menos con vuestra frialdad, hacedle com-
prender que debe dirigir a otra parte sus anhelos y su
esperanza.
JUNIA
¡Yo! ¡Que yo pronuncie contra él sentencia tan dura!
Mil veces mi boca le juró lo contrario. Aun cuando pu-
diera traicionarme hasta ese extremo, mis ojos le prohi-
birían, señor, obedecerme.
NERÓN
Señora, os estaré viendo, oculto cerca de este sitio.
Encerrad vuestro amor en el fondo de vuestra alma. No
tendréis para mi secretos lenguajes: comprenderé las mi-
radas que creáis mudas; y su pérdida será el pago infa-
lible de un gesto o de un suspiro que para agradarle se
os escapen.
JUNIA
¡Ay! Si me atrevo aún a formular algún ruego, ¡per-
mitid, señor, que jamás lo vea!

ESCENA CUARTA
Nerón, Junia, Narciso

NARCISO
Señor, Británico pregunta por la princesa: ya se apro-
xima.
NERÓN
Que venga.
JUNIA
¡Ah, señor!
NERÓN
Os dejo. Su suerte depende de vos más que de mi.
Al verlo, señora, pensad que os veo.
159 BRITANICO

ESCENA QUINTA
Junia, Narciso.

Ah, querido Narciso, corre ante tu amo; díle.. Estoy


perdida, ya comparece.

ESCENA SEXTA
Junia, Británico, Narciso

BRITÁNICO
Señora, ¿qué felicidad me aproxima a vos? ¿Cómo?
¿Puedo, pues, gozar de entrevista tan dulce? Pero en
medio de este placer ¿qué pesar me devora? ¡Ay! ¿Puedo
esperar volveros a ver aún? ¿He de robar con mil subter-
fugios una dicha que diariamente me acordaban vuestros
ojos? ¡Qué noche! ¡Qué despertar! Vuestras lágrimas, vues-
tra presencia, ¿no desarmaron la insolencia de estos malva-
dos? ¿Qué hacía vuestro amante? ¿Qué envidioso demonio
me rehusó el honor de morir ante vuestra vista? ¡Ay!
¿en medio del pavor de que estabais herida, me dirigisteis
secretamente algún lamento? ¿Os dignasteis recordarme,
princesa mía? ¿Pensasteis en los dolores que ibais a ca s-
tarme? ¿Nada me decís? ¡Qué acogida! ¡Qué hielo! ¿Es
así como vuestros ojos consuelan mi desgracia? Hablad.
Estamos solos. Mientras que os hablo, nuestro enemigo,
engañado, está ocupado lejos de aquí. Aprovechemos los
momentos de esta feliz ausencia.
JUNIA
Os encontráis en lugares totalmente dominados por
su poderío. Las paredes mismas, señor, pueden tener ojos;
el Emperador nunca está ausente de aquí.
BRITÁNICO
¿Y desde cuándo sois tan medrosa, señora? ¿Cómo?
¿Ya soporta vuestro amor que se le cautive? ¿En qué se
ha convertido ese corazón, que me juraba hacer envidiar
a Nerón mismo nuestros amores? Pero desterrad, señora,
un temor inútil. La fidelidad no se ha extinguido aún en
todos los corazones; todos parecen aprobar con los ojos
RAcnrE 160

mi ira; la madre de Nerón se declara por nosotros. Hasta


Roma, ofendida por su conducta . ..
JUNIA
Ah, señor, habláis contra vuestro pensamiento. Vos
mismo me habéis confesado mil veces que Roma a una
sola voz le alababa; siempre rendíais algún homenaje a
su virtud. Sin duda el dolor os dicta ese lenguaje.
BRITÁNICO
Debo confesar que me sorprenden tales razones. No
os busqué para oíros alabarlo. ¿Cómo? ¿Apenas robo un
momento favorable para confiaros el dolor que me agobia,
y ese momento tan precioso, señora, se perderá alabando
al enemigo que me oprimE:? ¿Quién os vuelve tan contra-
ria a vos mismo en un solo día? ¿Cómo? ¿Hasta vuestras
miradas me ordenan que me calle? ¿Qué veo? ¿Teméis en-
contrar mis ojos? ¿Os gustará Nerón? ¿Os seré odioso?
Ah, si lo creyera En nombre de los Dioses, señora, ex-
plicad la turbación en que arrojáis mi alma. Hablad. ¿No
estoy ya en vuestro pensamiento?
JUNIA
Retiráos, señor, el Emperador se acerca.
BRITÁNICO
Narciso, ¿en quién puedo confiar después de este
golpe?

ESCENA SÉPTIMA
Ner6n, Junia, Narciso

NERÓN
Señora .. .
JUNIA
No, señor, nada puedo oír. Estáis obedecido. Dejad
correr, al menos, lágrimas de que sus ojos no serán tes-
tigos.
161 BRIT~~ICO

ESCENA OCTAVA
Nerón, Narciso .
NERÓN
¡Y bien, Narciso! Tú ves la violencia de su mutuo
amor: ella se ha manifestado hasta en su silencio. Ama
a mi rival, no puedo ignorarlo; pero en desesperarlo con-
sistirá mi gozo. Me fabrico una imagen encantadora de su
pena, y lo he visto dudar del corazón de su amante. La
sigo. Mi rival te espera para desahogarse. Vé, corre a ator-
mentarlo con nuevas sospechas; y, mientras a mi vista
se le llora y se le adora, hazle pagar bien cara esa felici-
dad que no imagina.
NARCISO (solo)
Narciso, por segunda vez la fortuna te llama: ¿que-
rrías resistirte a su voz? Sigamos hasta el fin sus favora-
bles órdenes; perdamos a los miserables, para hacernos
felices.
A e T o TER e E R o

ESCENA PRIMERA
Ner6n, Burrus.

BURRUS
Señor, Palas obedecerá.
NERÓN
¿Y con qué ojos ha visto mi madre confundido su
orgullo?
BURRUS
No dudéis, señor, de que la haya herido este golpe, de
que bien pronto su dolor estalle en reproches. Desde hace
largo tiempo han empezado a manifestarse sus arranques.
¡Así puedan limitarse a gritos inútiles!
NERÓN
¿Cómo? ¿De qué designio la creéis capaz?
BURRUS
Señor, Agripina siempre es temible. Roma y todos
vuestros soldados reverencian a sus abuelos; presente
está siempre a sus ojos Germánico, su padre. Ella conoce
su poder; y vos conocéis su coraje; y lo que me la hace
temer más todavía es que vos mismo atizáis su cólera y
le dais armas contra vos.
NERÓ N
¿Yo, Burrus?
BURRUS
Señor, ese amor que os domina
NERÓN
Os entiendo, Burrus: no tiene remedio el mal. Mi co-
RACINE 164

razón se ha dicho a sí mismo más que cuanto vos podríais


decirme. Preciso es que ame, al fin.
BURRUS
VOS os lo figuráis, señor; y satisfecho de un poco de
resistencia, teméis un mal que es débil en sus orígenes. Pe-
ro si vuestro corazón, firme en su deber, no quisiera enten-
derse con su enemigo; si recordarais la gloria de vuestros
primeros años; si os dignarais, señor, hacer memoria de
las virtudes de Octavia, no merecedoras de tal pago, y de
su casto amor, vencedor de vuestros desdenes; sobre todo
si, evitando la presencia de Junia, condenarais vuestros
ojos a algunos días de ausencia, creedme, sea cual sea el
amor que parece encantaros, no se ama, señor, si no se
quiere amar.
NERÓN
Os creería, Burrus, si hu,Aera que sostener la gloria
de nuestras armas entre temibles asaltos, o cuando más
tranquilamente, entre los senadores, fuera preciso deci-
dir sobre el destino del Estado; descansaría yo en vues-
tra experiencia. Pero creedme, ciencia distinta es el amor,
Burrus; y me sentiría violento rebajando hasta ella vues-
tra severidad. Adiós. Sufro demasiado lejos de Junia.

ESCENA SEGUNDA
Burrus (solo)

BURRUS
Nerón manifiesta finalmente su carácter, Burrus. Esa
ferocidad que tú creíste doblegar, pronta está a emanci-
parse de tus débiles lazos. ¡Quién sabe en qué excesos va
a desbordarse! ¡Oh Dioses! ¿qué consejos seguiré en tal
mala ventura? Séneca, cuya diligencia debería tranquili-
zarme, ocupado lejos de Roma ignora este peligro. ¿Pero
qué? Si excitando la ternura de Agripina pudiera Aquí
viene : me la trae mi fortuna.
165 BRITANICO

ESCENA TERCERA
Ag1'i pina, Burrus, Albina.

AGRJPINA
¡Y bien, Burrus! ¿Me engañaba yo en mis sospechas?
En cuanto a vos ¡OS señaláis con ilustres lecciones! Se
destierra a Palas, cuyo crimen es quizás haber elevado
a vuestro amo al Imperio. Demasiado bien lo sabéis. Sin
sus consejos, jamás Claudio, a quien él gobernaba, hubiera
adoptado a mi hijo. ¿Qué digo? Dan una rival a su esposa;
emancipan a Nerón de la fe conyugal. ¡Digna ocupación
para un ministro enemigo de los aduladores, escogido co-
mo freno a sus primeros impulsos, el halagarlos por sí
mismo y alimentar en su alma el olvido de su mujer y
el desprecio de su madre!
BURRUS
Hasta aquí, señora, me acusáis con prontitud excesi-
va. Nada ha hecho el Emperador que no pueda excusarse.
No imputéis sino a Palas un necesario destierro, pues su
orgullo reclamaba tal recompensa desde hace largo tiem-
po; y el Emperador no ha hecho más que cumplir a pesar
suyo lo que toda la corte secretamente pedía. Lo demás
es una desgracia que tiene remedio : posible es detener la
fuente del llanto de Octavia. Pero calmad vuestros trans-
portes. Por más dulce camino podréis bien pronto devol-
verle a su esposo: volveríanlo más feroz las amenazas o
los gritos.
AGRIPINA
¡Ah, en vano se esfuerzan en cerrarme la boca! Veo
que mi silencio irrita vuestros desdenes ; y es demasiado
respetar la obra de mis manos. Palas no se lleva consigo
todo el poder de Agripina : el cielo me deja el suficiente
para vengarme. El hijo de Claudio comienza a sufrir por
crímenes de que no obtuve más que el arrepentimiento.
No lo dudéis, iré a mostrarlo al ejército, a lamentar ante
los soldados su oprimida infancia y a hacerles expiar su
error a ejemplo mío. Se verá de un lado al hijo de un
emperador reclamando la fidelidad jurada a su familia,
y se escuchará a la hija de Germánico; del otro se verá
al hijo de Enobarbo, apoyado por Séneca y el tribuno
RACINE 166

Burrus, quienes, por mí misma llamados del destierro,


COmparten con él ante mis ojos la autoridad suprema.
Quiero que se sepan nuestros comunes crímenes, que se
conozcan los caminos por donde lo conduje. Para tornar
odiosos su poderío y el vuestro, confirmaré los más in·
juriosos rumores: lo confesaré todo, destierros, asesinatos,
hasta el veneno ...
BURRUS
No os creerán, señora. Sabrán rec4sar la injusta es-
tratagema de un irritado testigo que a sí mismo se acusa.
En cuanto a mí, que fuí el primero en secundar vuestros
designios, que hasta hice jurar al ejército en sus manos,
no me arrepiento de mis sinceros fervores . Señora, éste
es un hijo que sucede a su padte. Al adoptar a Nerón,
Claudio por elección propia alteró los derechos de su hijo
y del vuestro. Roma pudo elegirlo. De tal modo, sin ser
injusta, escogió a Tiberio, a quien Augusto adoptó; y el
joven Agripa, nacido de su sangre, se vió excluído del
puesto que pretendió en vano. Establecido sobre tales ba-
ses, su poder no puede hoy ser debilitado ni por vos mis-
ma; y si él me escucha todavía, señora, bien pronto su
bondad os hará perder todo interés en hacerlo. He co-
menzado, y proseguiré mi obra.

ESCENA CUARTA
Agripina, Albina

ALBINA
¡Señora, a qué arrebatos os arrastra el dolor! ¡Así
pueda el Emperador ignorarlos!
AGRIPINA
¡Ah, así pueda aparecer él mismo a mis ojos!
ALRINA
Señora, en nombre de los Dioses, ocultad vuestra
cólera. ¿Cómo? ¿Por los intereses de la hermana o del
hermano, habréis de sacrificar el reposo de vuestra vida?
¡.Constreñiréis a César hasta en sus amores?
AGRIPINA
¿Cómo? ¿Entonces tú no ves hasta dónde se me de-
167 BRITANICO

prime, Albina? Es a mí a quien se me da una rival. Si no


rompo este funesto lazo, bien pronto mi sitio estará ccupa-
do y no seré ya nadie. Honrada hasta hoy Octavia con un
vano titulo, e inútil a la corte, era por ella ignorada. El
favor y los honores, sólo por mí otorgados, me atraían los
interesados homenajes de los mortales. Otra ha conquis-
tado la ternura de César: ella tendrá el poder de dueña
y esposa. El fruto de tantas intrigas, la pompa de los Cé-
sares, todo se volverá precio de una sola de sus miradas.
¿Qué digo? Se me huye y ya abandonada Ah, no pue-
do soportar ni el pensamiento, Albina. Aun cuando debie-
ra apresurar el inevitable fallo del cielo, Nerón, el ingrato
Nerón . Pero aquí está su rival.

ESCENA QUINTA
Británico, Agripina, Narciso , Albina

BRITÁNICO
Señora, nuestros enemigos comunes no son invenci-
bles; encuentran sensibles corazones nuestras desgracias.
Mis amigos y los vuestros, tan ocultos mientras perdía-
mos el tiempo en vanas lamentaciones, animados por el
enojo que enciende la injusticia vienen a confiar su dolor
a Narciso. Nerón no es todavía tranquilo poseedor de la
ingrata a quien ama en detrimento de mi hermana. Si
siempre sois sensible a sus ofensas, se puede reducir a su
deber al perjuro. Por nosotros se interesa medio senado:
Sila, Pisón, Plauto.
AGRIPINA
Príncipe, ¿qué decís? ¡Sila, Pisón, Plauto! ¡Los jefes
de la nobleza!
BRITÁNICO
Señora, bien veo que estas razones os hieren, y que
vuestro enojo, temblando y vacilante, teme ya obtener
cuanto ha querido. No, demasiado bien preparasteis mi
caída: no temáis en mi favor la audacia de ningún amigo.
Ya no me quedan ; vuestras prudentísimas diligencias, a
todos los han apartado o seducido desde hace largo tiempo.
AGRIPINA
Señor, dad menos crédito a vuestras sospechas: nues-
tra salvación depende de nuestro acuerdo. He prometido y
RACINE 168

basta. Pese a vuestros enemigos, nada revoco de cuanto


prometí. En vano huye el culpable Nerón de mi cólera:
tendrá que oír a su madre, tarde o temprano. Ensayaré
alternativamente la fuerza y la dulzura; o yo misma, con-
duciendo conmigo a vuestra hermana, iré por todas partes
a sembrar mis alarmas y mis temores, y a agrupar a todos
los corazones en el partido de sus lágrimas. Adios. Sitiaré
a Nerón por todos lados. Vos, si queréis creerme, evitad
su presencia.

ESCENA SEXTA
Británico, Narciso
BRITÁNICO
¿No me has halagado con falsas espl:!ranzas, Narciso?
¿Puedo fundar alguna seguridad en tu relato?
NARCISO
Sí. Pero, señor, no es en este sitio donde hay que re-
velar ese misterio a vuestros ojos. Salgamos. ¿Qué es-
peráis?
BRITÁNICO
¿Qué espero, Narciso? ¡Ay!
NARCISO
Explicáos.
BRITÁNICO
Si por medio de tus argucias pudiera volver a ver ...
NARCISO
¿A quién?
BRITÁNICO
Me ruborizo. Pero en fin, esperaría mi suerte con
corazón más tranquilo.
NARCISO
¿La creéis fiel después de todas mis razones?
BRITÁNICO
No, Narciso: la creo ingrata, criminal, digna de mi
ira; pero siento, a mi pesar, que no lo creo tanto como
debiera. Mi obstinado corazón, en su extravío, le presta
razones,la excusa, la idolatra. Querría vencer, al fin, mi
169 BRITANICO

incredulidad: querría con tranquilidad aborrecerla. Por-


que ¿quién puede creer que un corazón, al parecer tan
noble, enemigo de una corte infiel desde la infancia,
renuncie a tanta gloria y desde el primer día trame una
perfidia inaudita en la corte?
NARCISO
¿Y quién sabe si la ingrata no ha meditado en su
largo retiro la derrota del Emperador? Por demás segura
de que no podían ocultarse sus ojos, quizás huía para
hacerse buscar, para excitar a Nerón con la difícil gloria
de vencer un orgullo hasta entonces invencible.
BRITÁNICO
¿Entonces, no puedo verla?
NARCISO
Señor, en este momento recibe los homenajes de su
nuevo amante.
BRITÁNICO
¡Y bien! Vamos, Narciso. ¿Pero qué veo? Es ella.
NARCISO
¡Ah, Dioses! Llevemos esta nueva al Emperador.

ESCENA SEPTIMA
BTítáníco, Junía

JUNIA
Retiráos, señor; huid de una ira que contra vos en-
ciende mi constancia. Irritado está Nerón. Me he escapa-
do mientras su madre se ocupa en detenerlo. Adiós. Reser-
váos, sin herir mi amor, para el placer de verme justificar
algún día. Presente está sin cesar en mi alma vuestra
imagen y nada puede desterrarla de ella.
BRITÁNICO
Os comprendo, señora. Queréis que mi fuga asegure
vuestros deseos, que os deje libre el campo para vuestros
nuevos suspiros. Sin duda, al verme, un pudor secreto
no os deja gozar de una dicha tranquila. ¡Y bien! Hay
que partir.
RACINE 170

JUNIA
, Señor, sin imputarme
BRITÁNICO
Ah, debíais al menos discutir más tiempo. Yo no me
quejo de que un afecto común se coloque junto al par-
tido que la fortuna halaga; que el esplendor del Impe-
rio haya podido deslumbraros; que queráis gozar de él a
expensas de mi hermana; p ero que, interesada como cual-
quier otra en esas grandezas, hayáis podido parecerme
desengañada de ellas tan largo tiempo: no, lo confieso aún,
era la única desgracia para la que mi triste corazón no
estaba preparado. He visto elevarse la usurpación sobre
mi ruina: he visto al cielo cómplice de mis perseguidores,
y tantas catástrofes no habían podido agotar su ira: fal-
tábame, señora, ser olvidado por vos.
JUNIA
En tiempos más felices, mi justa impaciencia os haría
arrepentir de vuestra desconfianza. Pero Nerón os acecha,
señor: y en peligro tan premioso asáltanme cuidados peo-
res que el de afligiros. Id, tranquilizáos y cesad en vues-
tros reproches: Nerón os escuchaba y me ordenó que
fingiera .
BRITÁNICO
¿Cómo? Ese perverso
JUNIA
Testigo de nuestra entrevista, con severo semblante
examinaba el mío, pronto a hacer estallar su venganza
ante cualquier gesto que delatara nuestro acuerdo.
BRITÁNICO
¡Nerón nos escuchaba, señora! Pero vuestros ojos
¡ay! hubieran podido fingir y no engañarme. Hubieran
podido nombrar me al autor de ese insulto. ¿Mudo es el
amor, o no tiene más que un lenguaje? ¡De qué angustias
podía preservarme una mirada! Era preciso
JUNIA
Era preciso callarme y salvaros. ¡Cuántas veces ¡ay!,
pues que hay que decíroslo, mi corazón iba a informaros
de su desconcierto! ¡De cuántos suspiros he interrumpido
171 BRITANICO

el curso, evitando vuestros ojos que siempre buscaba!


¡Qué tormento callarse viendo a quien ¡;;e ama! ¡Oírlo ge-
mir, afligirlo por sí misma cuando con una mirada podría
consolársele! ¡Pero cuántas lágrimas hubiera hecho correr
esa mirada! Ah, turbada, inquieta con ese recuerdo, nun-
ca me parecía disimular bastante. Temía la palidez de mi
aterrada frente; parecfanme mis ojos demasiado colma-
dos de mi dolor'. Creía sin cesar que el encolerizado Nerón
venía a reprocharme mi excesivo cuidado de agradaros;
temía a mi amor, en vano comprimido; en fin, hubiera
querido no haber amado nunca. ¡Ay, señor! Por suerte
para él y para nosotros, demasiado conoce mi corazón y
el vuestro. Una vez más, idos, ocultáos de sus ojos: en
ocasión más oportuna mi amor os lo aclarará todo. Ten-
dría que daros cuenta de otros mil secretos.
BRITÁNICO
Ah, me basta con lo que sé: demasiado he oído, mi
dicha, mi crimen, vuestras bondades, señora. i.Sabéis todo
lo que rechazáis por mí? i.Cuándo podré expiar a vuestros
pies mis reproches? (Se arroja a los pies de Junía).
JUNIA
¿Qué hacéis? ¡Ay! Vuestro rival se aproxima.

ESCENA OCTAVA
Ner6n, Británico, Junía
NERÓN
Continuad, príncipe, tan encantadores transportes.
Señora, concibo vuestras bondades por sus agradecimien-
tos: acabo de sorprenderle a vuestros pies. Pero me debe
también a mí alguna gratitud; este lugar lo favorece, y os
retengo en él para facilitarle tan dulce entrevista.
BRITÁNICO
Yo puedo poner a sus pies mi dolor o mi dicha donde·
quiera que su bondad me permita verla; y el aspecto de
este sitio, en que la retenéis, nada tiene que deba asom-
brar mis ojos.
NERÓN
¿Ni que os muestre u os advierta que hay que res-
petarme y obedecerme?
RACINE li~

BRITÁNICO
, No nos ha visto educar, al uno y al otro, ni a vos para
desafiarme ni a mí para obedeceros; y no se imaginaba,
cuando nos vió nacer, que Domicio me hablaría alguna
vez como dueño.
NERÓN
Así transforma el destino nuestros anhelos: yo obe-
decía entonces y ahora sois vos quien obedece. Si aún no
habéis aprendido a dejaros guiar, sois joven aún y se os
puede instruir en ello.
BRITÁNICO
¿Y quién habrá de instruirme?
NERÓN
Roma, todo el Imperio a la vez.
BRITÁNICO
¿Incluye Roma en el número de vuestros derechos
cuanto de cruel tienen la injusticia y la fuerza, los enve-
nenamientos, el rapto y el divorcio?
NERÓN
Roma no dirige sus curiosas miradas hasta los secre-
tos que recato a sus ojos. Imitad su respeto.
BRITÁNICO
Sabemos lo que piensa Roma.
NERÓN
Al menos se calla; imitad su silencio.
BRITÁNICO
Nerón comienza ya a no contenerse.
NERÓN
N erón comienza a cansarse de vuestros discursos.
BRITÁNICO
¡Todos han de bendecir la dicha de su reinado!
NERÓN
Felices o desdichados, basta con que se me tema.
:173 BRITANICO

BRITÁNICO
Mal conozco a Junia, o tales sentimientos no han de
merecer sus aplausos.
NERÓN
Si ignoro el secreto de agradarle, al menos conozco
el arte de castigar a un rival temerario.
BRITÁNICO
En cuanto a mí, sean cuales fueren los peligros que
me agobien, sólo puede hacerme temblar su enemistad.
NERÓN
Deseadla: es todo cuanto puedo deciros.
BRITÁNICO
La dicha de agradarle es la única a que aspiro.
NERÓN
Ella os lo prometió, le agradaréis siempre.
BRITÁNICO
Al menos yo no espío sus pláticas. La dejo explicarse
sobre cuanto me concierne, y no me escondo para cerrar-
le la boca.
NERÓN
Os entiendo. Y bien, ¡guardias!
JUNIA
¿Qué hacéis? Es vuestro hermano. ¡Ay! Es un aman-
te celoso, señor, y mil desgracias persiguen su vida. ¡Ah!
¿puede excitar vuestra envidia su suerte? Permitid que,
reanudando los lazos de vuestros corazones, me oculte a
vuestros ojos y me sustraiga a los suyos. Mi fuga deten-
drá vuestras fatales discordias; señor, iré a sumarme al
número de las Vestales. No le disputéis ya mis infortuna·
dos favores: permitid que solamente a los Dioses impar·
tune con ellos.
NERÓN
Tal empeño, señora, es repentino y extraño. Guardias,
llevad la a sus habitaciones y retened a Británico en
las de su hermana.
BRITÁNICO
Es así como disputa Nerón los corazones.
RACINE 174

JUNIA
Cedamos a esta tormenta sin irritarlo, príncipe.
NERÓN
Guardias, obedeced sin demora.

ESCENA NOVENA
N er6n, Burrus
BURRUS
¡Cielos! ¿Qué veo?
NERÓN (sin ver a Burrus)
Así se redoblan sus ardores. Reconozco la mano que
los ha reunido. Agripina no se ha presentado a mi vista,
ni se ha demorado tan largo tiempo en sus razones más
que para poner en juego este resorte odioso. Que se ave-
rigüe si mi madre se encuentra aún aquí. Burrus, quiero
que se la retenga en este palacio, y que, en vez de su
guardia, se le dé la mía.
BURRUS
¿Cómo, señor? ¿Sin oírla? ¿A una madre?
NERÓN
Detenéos: ignoro qué proyecto meditáis, Burrus; pe-
ro desde hace algunos días, todo cuanto deseo encuentra
en vos un censor pronto a contradecirme. Respondedme
de ella, os digo; porque si os rehusáis, otros me respon-
derán de ella y de Burrus.
A e T o e u A' R T o

ESCENA PRIMERA
Agripina, Burrus

BURRUS
Sí, señora, podréis defenderos a vuestro sabor: César
mismo consiente en oíros aquí. Si su orden os ha hecho
retener en palacio, ha sido quizás con el propósito de
sostener esta entrevista. Sea como sea, si me atrevo a ex-
plicar mi pensamiento, no os acordéis de que os ha-
ya ofendido: preparáos más bien a t enderle los brazos;
defendéos, señora, pero no lo acuséis. Ya lo veis, a él so-
lamente obedece la corte. Aunque sea vuestro hijo y
hasta vuestra obra, es vuestro emperador. Como nosotros,
estáis sujeta a ese poder que de vos ha recibido. Según
que os amenace o que os acaricie, la corte se aparta de
vos o se precipita en torno vuestro. Al buscar vuestro
favor, es su favor el que buscan. Pero aquí está el em-
perador.
AGRIPINA
Que me dejen sola con él.

ESCENA SEGUNDA
Agripina, N er6n

AGRIPINA
(Sentándose) Aproximáos y sentáos, Nerón. Quieren
que desvanezca vuestras sospechas. Ignoro de qué crimen
ha podido acusárseme, pero os pondré al corriente de
cuantos cometí. Vos reináis, y sabéis cuánta distancia
puso vuestro nacimiento entre el Imperio y vos. Sin mí,
RACINE 176

hasta los derechos de mis abuelos, consagrados por Roma,


eran escalones inútiles. Cuando la madre de Británico fué
cóndenada, permitiéndose así que se disputara el hime-
neo de Claudio, entre tantas bellezas que solicitaban su
elección, que mendigaban los votos de sus libertos, yo
anhelé su mano con el único pensamiento de dejaros el
trono en que se me colocaría. Pisoteé mi orgullo, fuí a
rogar a Palas. Acariciado diariamente en mis brazos, su
amo bebió insensiblemente en los ojos de su sobrina el
amor a que yo quería llevar su ternura. Pero el lazo de
sangre que a ambos nos unía apartaba a Claudio de un
incestuoso lecho. No se atrevía a desposarse con la hija
de su hermano. Se sedujo al Senado : una ley menos se-
vera puso en mi lecho a Claudio y a Roma a mis plantas.
E so era mucho para mí pero nada para vos. Conmigo os
hice entrar en su familia : dándoos su hija os convertí. en
su yerno. Abandonado se vió Silano, que la amaba, y
marcó con su sangre ese infausto día. Pero aún era poco.
¿Hubierais podido imaginar que un día llegara Claudio a
preferir su yerno a su hijo? Volví a implorar el socorro
de Palas : vencido por sus argumentos os adoptó Claudio;
os llamó Nerón, y bien pronto quiso haceros partícipe
con él mismo del poder supremo. Fué entonces cuando,
r ecordando el pasado, todos comprendieron mi designio,
tan avanzado ya; y la futura desgracia de Británico excitó
la murmuración de los amigos de su padre. Mis promesas
deslumbraron los ojos de algunos; el destierro me libró de
los más sediciosos; Claudio mismo, harto de mis eternas
quej as, alejó de su hijo a todos aquellos cuyo celo, de
largo tiempo atrás comprometido a seguir su suerte, hu-
bier a podido reabrirle el camino del trono. Hice más: es-
cogí yo misma entre mi séquito aquellos a quienes quería
que se confiara su dirección; por el contrario, tuve el
cuidado de elegiros ayos que Roma honraba con su respe-
to. Fuí sorda a la intriga y sólo escuché el renombre. Lla-
m é del destierro y saqué del ejército a esos mismos Sé·
neca y Burrus que después ... Entonces Roma estimaba sus
virtudes. Al mismo tiempo, agotando las riquezas de
Claudio, mi. mano las esparcía generosamente en vuestro
nombre. Los espectáculos, las dádivas, cebos invencibles,
os atraían el corazón del pueblo y los soldados, quienes,
recordando además su antiguo afecto, favorecían en vos a
mi padre Germánico. Mientras tanto inclinábase Claudio
177 BRITANIOO

hacia su fin, y sus ojos, largo tiempo cerrados, se abrieron


finalmente : reconoció su error. Lleno de temor por él,
dejó escapar algunas quejas en favor de su hijo; quiso
reunir a sus amIgos, pero era demasiado tarde. Todo me
obedecía: sus guardias, su palacio, su lecho. Dejé que se
consumiera sin fruto su ternura, y me convertí en dueña
de su postrer suspiro. Aliviando en apariencia sus dolo-
res, mis cuidados, mientras agonizaba, le ocultaron las
lágrimas de su hijo. Murió. Corrían sobre mí mil vergon-
zosos rumores. Detuve la noticia de su demasiado rápida
muerte, y mientras Burrus iba secretamente a exigir el
juramento del ejército en vuestras manos, mientras vos,
conducido bajo mis auspicios, marchabais al campamen-
to, humeaban de sacrificIOs los altares de Roma; t:!xcitado
el pueblo por mis engañosas órdenes, rogaba por la salud
del príncipe ya muerto. En fin, habiendo la completa
obedIencia de las legiones afirmado el pOderío de vuestro
imperio, se vió a Claudio; y el pueblo, atónito ante su
destino, conoció al mismo tiempo vuestro reinado y su
muerte. Tal es la sincera confesión que quería hact:!ros :
ésos, todos mis crímenes. Y ved su recompensa. Apenas
gozasteis del fruto de tantos trabajos, y después de afec-
tar reconocimiento durante seis meses, cansado de un
respeto que os molestaba tal vez, habéis fingido ya no
conocerme. He visto a Séneca y a Burrus excitar vuestras
sospechas, trazaros lecciones de infidelidad, radiantes al
verse vencidos en su propia ciencia. He visto favorecidos
con vuestra intimidad a Otón y Seneción, jóvenes vo-
luptuosos, respetuosos aduladores de todos vuestros pla-
ceres; y cuando os he pedido razón de tantas injurias,
excitada mi indignación por vuestros desprecios, con nue-
vas afrentas me respondisteis, único recurso del ingrato
a quien se confunde. Ahora prometo Junia a vuestro her-
mano; regocíjanse ambos de la elección de vuestra ma-
dre: ¿y qué hacéis vos? Arrebatada a la corte, Junia llega
a ser en una noche objeto de vuestros amores; veo a Oc-
tavia fuera de vuestro corazón, pronta a salir del lecho
en que la coloqué; veo desterrado a Palas, arrestado a
vuestro hermano; has.ta contra mi propia libertad aten-
táis al fin: Burrus osa poner en mí sus manos atrevidas.
y cuando, convicto de tantas perfidias, no debíais verme
sino para purgar las, sois vos quien me ordena justifi-
carme.
RAClNE 178

NERÓN

Yo me acuerdo siempre de que os debo el Imperio, y


sin fatigaros, señora, con el trabajo de repetirlo, vuestra
bondad podría descansar tranquila en mi fidelidad. Por
lo demás, esas sospechas, esas quejas continuas, han he·
cho creer a cuantos las escuchan que antes, bajo mi nomo
bre (me atrevo a decíroslo entre nosotros), no habíais tra-
bajado más que para vos. "Tantos honores, decían, y tan-
tas deferencias, ¿son poca recompensa · de sus beneficios?
¿Qué crimen ha cometido, pues, ese hijo tan acusado?
¿Acaso lo coronó para que obedeciera? ¿No será más que
el depositario de su poder?" Y no es que no fuera para
mí un placer, señora, el cederos ese poder que parecían
reclamar vuestros clamores, puesto que hasta entonces
había podido satisfaceros; pero Roma quiere un dueño y
no una dueña. Vos oísteis los murmullos que mi debilidad
provocaba: todos los días el Senado y el pueblo, irritados de
oírse dictar por mi voz vuestra voluntad, publicaban que
Claudio, al morir, me había dejado, con su poder, su obe-
diencia. Cien veces habéis visto a nuestros soldados, furio-
sos, llevar las águilas delante de vos murmurando, aver-
gonzados de rebajar con este uso indigno a los héroes cu-
ya imagen muestran ellas todavía. Cualquier otra se
hubiera rendido a sus palabras, pero vos, si no reináis, os
lamentáis siempre. Aliada con Británico en contra mía, lo
fortificáis con el partido de Junia; la mano de Palas trama
todas esas conjuraciones; y cuando, a mi pesar, aseguro
mi reposo, se os ve encendida de cólera y de odio. Que-
réis presentar a mi rival ante el ejército. Hasta el cam-
pamento han corrido ya esos rumores.
AGRIPINA
¿Yo, hacerle emperador? ¿Y lo habéis creído, ingrato?
¿Cuál sería mi propósito? ¿Qué podría pretender? ¿Qué
honores, qué rango hubiera podido esperar en su corte?
Ah, si vuestro imperio no me evita disgustos, si mis acu·
sadores observan todos mis pasos, si persiguen a la ma-
dre de su emperador, ¿qué haría yo en medio de una corte
extraña? Me reprocharían, no quejas impotentes, ni pro-
yectos ahogados al nacer, sino crímenes cometidos en fa-
vor vuestro, ante vuestros ojos : de ellos estaría demasiado
convicta. Vos no me engañáis, veo todos vuestros rodeos :
sois un ingrato y lo fuisteis siempre. Mis cuidados y mis
179 BRITANICO

ternuras no os arrancaron desde vuestros primeros años


más que caricias fingidas. Nada pudo venceros; vuestra
dureza hubiera debido detener el curso de mis bondades.
¡Qué desgraciada soy! ¡Y por qué desdicha deben hacerme
importuna todos mis cuidados! No tengo más que un
hijo. Oh cielo, que hoy me escuchas, ¿te he dirigido al-
gún ruego que no fuese por él? Remordimientos, temor,
peligros, nada me retuvo; vencí sus desprecios; aparté
mi vista de los infortunios que desde entonces me fueron
anunciados; he hecho, cuanto he podido: reináis, y es bas-
tante. Con la libertad, que me habéis quitado, si la de-
seáis, tomad también mi vida. ¡Con tal de que el pueblo,
irritado por mi muerte, no os arrebate lo que tanto me
costó!
NERÓN
¡Y bien! Pronunciáos, pues. ¿Qué queréis que se haga?
AGRIPINA
Que se castigue la audacia de mis acusadores, que
se calme el enojo de Británico, que Junia pueda elegir
su esposo según su voluntad, que ambos queden libres
y que Palas permanezca aquí; que vos me permitáis ve-
ros a toda hora (percibiendo a Burrus en el fondo del
teatro), y en fin, que este mismo Burrus, que viene a es-
cucharnos, no ose ya detenerme a vuestra puerta.
NERÓN
Bien, señora, quiero que, en adelante, mi reconoci-
miento grabe vuestro poder en los corazones; y bendigo
ya este enfriamiento feliz que va a reanimar el ardor de
nuestro afecto. Haya hecho Palas lo que sea, basta,
ya lo olvido; me reconcilio con Británico; y en cuanto a
ese amor que nos ha dividido, os hago nuestro árbitro y
seréis vos quien nos juzgue. Id, pues, y anunciad a mi
hermano esta alegría. Guardias, que se obedezcan las
órdenes de mi madre.
HACINE 180

ESCENA TERCERA
N er6n, Burrus

BURRUS
Señor, ¡qué encantadores espectáculos van a ofrecer
a mis ojos estos abrazos y esta paz! Vos sabéis si alguna
vez le fué contrario mi consejo, si quise yo distraeros de
su amistad y si merecí esa injusta cólera.
NERÓN
No os halago, me quejé de vos, Burrus: os creí a los
dos en inteligencia; pero os devuelve mi confianza su ene-
mistad. Ella se apresura demasiado a triunfar, Burrus.
Abrazo a mi rival, pero es para ahogarlo.
BURRUS
¿Cómo, señor?
NERÓN
Es demasiado ; preciso es que su muerte me libre
para siempre de los furores de Agripina. Mientras él
respire, no vivo yo sino a medias. Ella me ha acosado
con ese nombre enemigo; y no estoy dispuesto a que su
culpable audacia le prometa por segunda vez mi lugar.
BURRUS
¿Va a llorar, pues, bien pronto a Británico?
NERÓN
Habré dejado de temerle antes de que acabe el día.
BURRUS
. ¿Y qué es lo que os inspira el deseo de esa trama?
NERÓN
Mi vida, mi amor, mi seguridad, mi gloria.
BURRUS
No, señor, por mucho que digáis, jamás fué conce-
bido en vuestro seno tan horrible designio.
NERÓN
¡Burrus!
181 BRITANICO

BURRUS
¡Oh cielos! ¿Puedo saberlo de vuestra boca? ¿Vos
mismo pudisteis oírlo sin estremeceros? ¿Pensáis en qué
sangre vais a bañaros? ¿Se cansó Nerón de reinar en to-
dos los corazones? ¿Qué se dirá de vos? ¿Cuál es vuestra
idea?
NERÓN
¡Cómo! ¿Encadenado a mi pasada gloria, tendré siem-
pre ante los ojos no sé qué amor, que el azar nos da y
nos quita en un solo día? Sometido a todos, contrariando
mis impulsos, ¿soy vuestro emperador sólo para com-
placeros?
BURRUS
¿Y no basta, señor, para vuestros deseos, que el bien-
estar público sea obra de vuestros beneficios? A vos os
toca elegir, aún sois dueño de hacerlo. Podéis ser siem-
pre virtuoso como hasta aquí: trazado está el camino, na-
da os retiene ya; no tenéis sino que caminar de virtud
en virtud. Pero si seguís el consejo de vuestros adulado-
res, necesitaréis correr de crimen en crimen, señor, sos-
teniendo con nuevas crueldades vuestros rigores y lavando
en la sangre vuestros ensangrentados brazos. Británico,
al morir, excitará el fervor de sus amigos, siempre pres-
tos a defender su causa. Estos vengadores encontrarán
nuevos defensores, que aun después de muertos tendrán
quien los suceda; vais a provocar un incendio que no
podrá extinguirse. Temido de todo el universo, deberéis
temerlo todo, castigar siempre, siempre temblar por vues-
tros proyectos, y contar como enemigos vuestros a todos
vuestros súbditos. Ah, la feliz experiencia de vuestros
primeros años ¡.os hace odiar vuestra inocencia, señor?
¡.Pensáis en la felicidad que era su sello? ¡En qué reposo
los habéis visto transcurrir, oh cielos! Qué placer pensar
y deciros a vos mismo: "En este instante, se me ama y
se me hendice dondequiera ; el pueblo no se intimida ante
mi nombre; el cielo no escucha mi nombre entre gemidos;
no huyen mi rostro con enemistad sombría; dondequiera
veo volar los corazones a mi paso". Tales eran vuestros
placeres. ¡Qué cambio, oh Dioses! Preciosa os era la sangre
más abyecta. Recuerdo que, un día Que el Senado os apre-
miaba justamente para que firmarais la muerte de un cul-
pable, vos os resististeis a su severidad, señor: acusábase
RACINE 182

vuestro corazón de crueldad excesiva; y lamentando las


d~sazones inherentes al Imperio, "Querría, dijisteis, no sa-
ber escribir". No, o me escucharéis o bien mi muerte me
evitará la vista y el dolor de esa desgracia. No se me ha
de ver sobrevivir a vuestra gloria. Si habéis de cometer
acción tan negra (se arroja a sus pies), listo estoy, señor:
antes de partir, haced traspasar este corazón que no puede
consentir en ello: llamad a los perversos que os lo ins-
piraron : que vengan a ensayar sus manos mal seguras.
Pero veo que mis lágrimas conmueveri a mi emperador;
veo que se estremece ante esos furores su virtud. No
perdáis tiempo, nombrad a los pérfidos que se atrevie-
ron a daros parricidas consejos. Llamad a vuestro her-
mano, y entre sus brazos, olvidad ...
NERÓN
¡Ah, qué es lo que pedís!
llURRUS
No, señor, él no os odia; lo traicionan: conozco su
inocencia; respondo por él ante vos de su docilidad. Corro
allí. Voy apresurar tan dulce entrevista.
NERÓN
Que me espere con vos en mis habitaciones.

ESCENA CUARTA
Ner6n , Narciso
NARCISO
Señor, lo he previsto todo para tan justificada muerte.
Pronto está el veneno. La famosa Locusta ha redoblado
para mí sus oficiosos cuidados : hizo expirar un esclavo
ante mis ojos; y para cortar una vida, el hierro es menos
pronto que el nuevo veneno que me confía su mano.
NERÓN
Basta, Narciso; reconozco esa diligencia, pero no
deseo que vayáis más lejos.
NARCISO
¡Cómo! vuestro odio por Británico, debilitado, me
prohibe ...
183 BRITANICO

NERÓN
Sí, Narciso, nos reconcilian.
NARCISO
Me guardaré bien de apartaros, señor; pero él acaba
de verse aprisionar: esta ofensa se conservará largo tiem·
po viva en su corazón. Y como no hay secretos que el
tiempo no descubra, sabrá que mi mano debía presentarle
un veneno preparado por vuestra orden. i Distráiganlo
los Dioses de tal designio! Pero acaso él hará lo que vos
no os atrevéis a hacer.
NERÓN
Responden de su corazón; y yo venceré el mío.
NARCISO
¿Y el lazo son las bodas de Junia? ¿Le hacéis también
ese sacrificio, señor?
NERÓN
Esto es ya exceso de celo. Ah, Narciso, sea como sea,
no lo cuento ya entre mis enemigos.
NARCISO
Señor, bien lo descontaba Agripina; ha re adquirido so·
bre vos su absoluto imperio.
NERÓN
¿Cómo, pues? ¿Qué es lo que ha dicho? ¿Y qué que·
réis decir?
NARCISO
Se ha jactado de ello públicamente.
NERÓN
¿De qué?
NARCISO
De que le bastaba con veros un momento, y todo ese
gran escándalo, esa funesta cólera, serían reemplazados
por un modesto silencio; de que vos mismo seríais el pri-
mero en firmar la paz, feliz de que su bondad se dignara
olvidarlo todo.
NERÓN
Pero díme, Narciso: ¿qué quieres que haga? Demasia-
da inclinación tengo a castigar su audacia; y si cedo a
RACINE 184

mi arrebato, a ese indiscreto triunfo seguirá bien pronto un


duelo eterno. ¿Pero qué no habria de decir todo el mundo?
¿Quieres tú que me lance por el camino de los tiranos, y
que, borrando tantos honrosos titulo s, Roma me deje por
todo nombre el de envenenador? Dará a mi venganza el
dictado de parricidio.
NARCISO
¿.Y vos tomáis sus caprichos por guia, señor? ¿Presu-
miréis que se han de callar siempre? ¿Sois vos quien debe
dar oidos a sus palabras? ¡.Perdéis la memoria de vues-
tros propios deseos? ¿Y seréis vos el único a quien no os
atreváis a escuchar? Pero, señor, vos no conocéis a los
romanos. No, no se retienen en sus palabras. Tanta pre-
caución debilita vuestro reinado : creerán merecer que
se les tema, en efecto. Desde hace mucho tiempo estári
hechos al yugo, y adoran la mano que los tiene sujetos.
Siempre los veréis llenos de ardor por complaceros. Fa-
tigó a Tiberio su dispuesta servidumbre. Yo mismo, re-
vestido de un poder prestado, que recibi de Claudio, junto
con la libertad, en el curso de mi pasado esplendor he
tentado cien veces su paciencia y nunca consegui agotar-
la. ¿Teméis la mancha de un envenenamiento? Abandonad
a la hermana, matad al hermano: prodigando victimas en
sus altares, serán criminales para Roma aunque fueran
inocentes, y veréis incluir los dias en que nacieron el
hermano y la hermana en la lista de los dias nefastos.
NERÓN
Narciso, una vez más, no puedo intentarlo. Preci-
so me fué rendirme, he dado a Burrus mi palabra, y
no quiero, faltando a ella, dar a su virtud nuevas armas
contra mL Opuse un inútil valor a sus razones; no lo
escucho con corazón tranquilo.
NARCISO
Señor, Burrus no piensa todo lo que dice: su diestra
virtud aprovecha su crédito; o más bien, todos ellos no
tienen más que una sola idea: su poder quedaria abati-
do por ese golpe; entonces vos seriais libre, señor; yesos
orgullosos maestros se doblegarian ante vos como nosotros.
¿Cómo, pues? ¿Ignoráis todo lo que se atreven a decir?
"Nerón - si ha de creérseles - no nació para el imperio:
no dice ni hace más que lo que se le prescribe: Burrus
185 BRITANICO

dirige su corazón, Séneca su inteligencia. Por única ambi-


ción, y como singular virtud, sobresale en guiar un carro
en las carreras, en disputar premios indignos de sus ma-
nos, en darse a si mismo en espectáculos a los romanos,
en ir al teatro a prodigar su voz, y en recitar cantos que
desea ver locamente admirados, mientras que de minuto
en minuto los soldados van a arrancar aplausos para él".
Ah, ¿no queréis obligarlos a callarse?
NERÓN
Vén, Narciso. Veamos lo que debemos hacer.
A e T o Q u 1 N T o

ESCENA PRIMERA
Británico, Junia

BRITÁNICO
Sí, señora, ¿quién hubiera podido imaginarlo? Nerón
en sus habitaciones me espera para abrazarme. Ha he-
cho iñvitar allí a la juventud de su corte; quiere que la
alegría y la pompa de un festín confirmen a sus ojos la
fe de nuestros juramentos y aviven el calor de nuestros
abrazos; él apaga su amor, fuente de tantos odios; y os
hace a vos árbitro soberano de mi suerte. En cuanto a
mí, aunque me encuentro desterrado del puesto de mis
abuelos, aunque se adorna él a mi propia vista con sus
despojos, desde que ha dejado de ser contrario a mi amor,
pareciendo cederme la gloria de agradaros, confesaré que
mi corazón le perdona en secreto y le abandona de me-
jor gana la restante. ¡.Cómo? ¿No viviré ya separado de
vuestros encantos? ¡.Cómo? ¿Puedo ver sin temor en este
instante esos ojos que no conmovieron ni el terror ni
los suspiros y que me sacrificaron el Emperador y el
Imperio? ¡Ah, señora! ¿Pero cómo? ¿Qué nuevo temor
contiene vuestra dicha en medio de mis transportes? ¿Por
qué, al escucharme, vuestros ojos, vuestros tristes ojos,
se vuelven hacia el cielo con largas miradas? ¿Qué es lo
que teméis?
JU NI A
Yo misma lo ignoro; pero temo.
BRITÁNICO
¿Me amáis?
JUNIA
¡Ay, si os amo!
RACINE 188

BRITÁNICO
Nerón ya no turba nuestra dicha.
JUNIA
¿Pero me respondéis de su sinceridad?
BRITÁNICO
¿Cómo? ¿Sospecháis en él un odio encubierto?
JUNIA
Hace muy poco, Nerón me amaba y juraba vuestra
pérdida; ahora, me huye y os busca: ¿tan gran mudanza
puede ser, señor, la obra de un momento?
BRITÁNICO
Señora, es la obra de una jugada de Agripina; creyó
que mi pérdida traería su caída. Nuestros mayores
enemigos han combatido por nosotros, gracias a las pre-
venciones de su celoso espíritu. Me fío de los transportes
que me ha hecho presenciar; me fío de Burrus; le creo
hasta a su amo; creo que, incapaz de traicionar, como yo,
odia él! cara descubierta, o deja de odiar.
JUNIA
Señor, no juzguéis de su corazón por el vuestro; mar-
cháis uno y otro con diferentes pasos. No conozco a Nerón
y a la corte más que desde hace un día; pero, ay, si oso
decirlo, en esta corte, qué lejos está lo que se dice de lo
que se piensa. ¡Qué poco de acuerdo van el corazón y la
boca! ¡Con qué alegría se traiciona aquí la propia palabra!
¡Qué morada extranjera es para mí y para vos!
BRITÁNICO
Pero sea su amistad verdadera o fingida, si vos te-
méis a Nerón, ¿acaso está él mismo exento de temores?
No, no, él no va a levantar en su contra al pueblo y al
Senado con un cobarde crimen. ¿Qué digo? Reconoce su
reciente injusticia. Evidentes han sido sus remordimientos
hasta a los ojos de Narciso. Ah, si él os hubiera dicho,
princesa mía, hasta qué punto...
JUNIA
Pero, señor, ¿no os traiciona Narciso?
189 BRITANICO

BRITÁNICO
¿Y por qué queréis que mi corazón le desconfíe?
JUNIA
¡Qué sé yo, señor! Va en ello vuestra vida. Todo me
es sospechoso: temo que todo esté vendido; temo a Ne-
rón, temo a la desgracia que me acompaña. Dominada a
pesar mío por negro presentimiento, con pena os dejo
alejaros de mi presencia. ¡Ay, si esta paz en que desean·
sáis ocultara trampas contra vuestra vida; si Nerón, irri-
tado por nuestro acuerdo, hubiera escogido la noche para
esconder su venganza! ¡Si preparara el golpe mientras os
estoy mirando! ¡Y si estuviera yo hablándoos por última
vez! ¡Ah, príncipe!
BRITÁ NICO
¡VOS lloráis! ¡Ah, mi cara princesa! ¿Hasta ese punto
se interesa por mí vuestro corazón? ¿Cómo, señora? ¡En un
día en que, colmado de grandeza, Nerón cree deslumbrar
con su esplendor vuestros ojos, en lugares donde todos le
reverencian y me huyen, preferís mi desgracia a las pom-
pas de su corte! ¿Cómo? ¿En el mismo día y en este mis-
mo sitio, rehusar un imperio y llorar ante mis ojos? Pero
detened, señora, tan preciosas lágrimas: mi regreso disi-
pará bien pronto vuestros temores. Volvería me sospechoso
más larga demora: adiós. Voy, con el corazón colmado de
amor, a no ver ni oír más que a mi bella princesa en me-
dio de los transportes de una ciega juventud. Adiós.
JUNIA
Príncipe ...
BRITÁNICO
Debo partir, me esperan, señora.
JUNIA
Pero al menos esperad que vengan a llamaros.

ESCENA SEGUNDA
Agripina, Británico, Junia

AGRIPINA
¿En qué os demoráis, príncipe? Nerón, impaciente, se
queja de vuestra ausencia. La alegria y el placer de los
RACINE 190

convidados esperan, para manifestarse, que os abracéis.


No hagáis que se prolongue tan justo deseo. Id. Y nosotros,
señora, vamos a ver a Octavia.
BRITÁNICO
Id, hermosa Junia, y con regocijado espíritu apresu-
ráos a abrazar a mi hermana que os espera. En cuanto
pueda seguiré vuestros pasos, señora, e iré a daros gra-
cias por vuestros favores.

ESCENA TERCERA
Agripína, Junía

AGRIPINA
O me engaño, señora, o durante la despedida algunas
lágrimas oscurecieron vuestros ojos. ¿Puedo saber qué
inquietud ha formado esa nube? ¿Dudáis de una paz que
es obra mía?
JUNIA
¿Puedo acaso tranquilizar mi agitado espíritu después
de todos los disgustos que me cuesta esta jornada? Ay,
apenas concibo aún este milagro. A pesar de todo, temo
algún obstáculo a vuestras bondades. Señora, frecuente
es en la corte la mudanza, y el amor va siempre acom-
pañado de temores.
AGRIPINA
Hablé y bastó, todo cambió de aspecto: mis cuidados
no dejan espacio para vuestras sospechas. Respondo de
una paz que se juró en mis manos: Nerón me ha dado
de ella pruebas por demás seguras. ¡Ah, si hubierais vis-
to con cuántas caricias me renovó la fe de sus promesas!
¡Con qué abrazos me ha estado deteniendo! Sus brazos
se resi.stían a dejarme en nuestros adioses; brillando so-
bre su frente, su fácil bondad descendió hasta los meno-
res secretos. Se expresaba como hijo que libremente
viene en el seno de su madre a olvidar su orgullo. Pero
recobrando bien pronto un rostro severo, tal como un
emperador que consulta a su madre, su confidencia augus-
ta puso entre mis manos secretos de que pende el destino
de los hombres. No, preciso es confesarlo aquí en honor
suyo, no encierra su corazón negra malicia; sólo nuestros
191 BRITANICO

enemigos, alterando su bondad, abusaban de su debilidad


en contra nuestra. Pero en fin, su poderío declina a su
vez ; nuevamente reconocerá Roma a Agripina: ya se
adora el anuncio de mi favor. Mientras tanto, no espere-
mos la noche en este sitio. Pasemos a las habitaciones de
Octavia y consagrémosle lo que falta de un día tan feliz
cuanto se le creyó funesto. ¿Pero qué es lo que oigo?
¿Qué confuso tumulto? ¿Qué harán?
JU NIA
¡Oh, cielos, salvad a Británico!

ESCENA CUARTA
AgTipina, Junia, Burrus

AGRIP'I NA
¿Burrus, adónde corréis? Detenéos. Qué quiere decir ...
BURRUS
Señora, esto es hecho, Británico expira.
JUNIA
¡Ah, mi príncipe!
AGRIPINA
¿Expira?
BURRUS
O mejor, señora, ha muerto.
JUNIA
Perdonad, señora, este arrebato. Voy a socorrerlo, si
puedo, o a seguirlo.
ESCENA QUINTA
Agripina, Burrus

AGRIPINA
¡Burrus, qué atentado!
BU RRUS
No podré sobrevivirle, señora; hay que separarse de
la corte y del Emperador.
RAClNE 192

AGRIPINA
¿Qué? ¿No ha tenido horror de la sangre de su her-
mano?
BURRUS
Su designio fué conducido con más misterio. Apenas
el Emperador vió venir a su hermano, se levanta, lo
abraza, callamos, y de pronto, César el primero alza una
copa en la mano : "Para acabar este día bajo mejores aus-
picios, mi mano esparce las primicias · de esta copa, dijo;
Dioses, a quienes invoco en este transporte, venid a fa-
vorecer nuestra reconciliación". Por los mismos juramen-
tos lígase Británico; la copa en sus manos la llena Narciso;
pero apenas se posan sus labios en el borde, el hierro no
produce tan fulminantes efectos, señora: la luz se oculta
a sus ojos y cae sobre el lecho sin calor y sin vida. Ima-
ginad cómo espanta tal golpe a todos los espíritus: la
mitad se aterra y sale entre clamores; pero los que tienen
más hábito de la corte componen su rostro según los ojos
del César. Él, mientras tanto, permanece reclinado sobre
su lecho, sin parecer asombrarse de nada: "Este mal
cuya violencia teméis, dice, lo ha atacado a menudo du-
rante su infancia sin dañarlo". Narciso quiere afectar en
vano cierta desazón, pero a su pesar se manifiesta su
pérfido gozo. En cuanto a mí, aunque deba castigar el
Emperador mi atrevimiento, atravesé el tumulto de una
corte odiosa, y agobiado por este crimen, iba a llorar a
Británico, al Estado y a César.
AGRIPINA
Aquí viene. Veréis si soy yo quien lo inspira.

ESCENA SEXTA
Agripina, Nerón, Burrus, Narciso

NERÓN (viendo a Agripina)


¡Dioses!
AGRIPINA
Detenéos, Nerón: tengo que deciros dos palabras.
Británico ha muerto y comprendo bajo qué golpes; conoz-
co al asesino.
193 BRITANICO

NERÓN
¿Y quién es, señora?
AGRIPINA
Vos.
NERÓN
¡Yo! Ésas son las sospechas de que sois capaz. No hay
desgracia de que no sea yo el culpable; y si se hiciera
caso de vuestras razones, mi mano habría cortado los
días del mismo Claudio. Señora, su hijo os era caro: pue-
de. su muerte impresionaros; pero yo no puedo responder
de los golpes del destino.
AGRIPINA
No, no. Británico ha muerto envenenado: Narciso ha
dado el golpe y vos lo ordenasteis.
NEl¡ÓN
¿Pero quién puede soportaros tal lenguaje, señora?
NARCISO
Eh, señor, ¿tanto os ultraja esa sospecha? Señora,
Británico tuvo secretos designios que os hubieran costado
más justificadas quejas. Aspiraba a algo más que a la
mano de Junia; él os hubiera castigado de vuestras pro-
pias bondades. Os engañaba a vos misma ; y su ofendido
corazón pretendía recordar tarde o temprano el pasado.
Sea, pues, que la suerte os haya servido a vuestro pesar,
sea que, instruído de las conspiraciones que amenazaban
su vida, César haya descansado en mi fidelidad , dejad los
llantos, señora, para vuestros enemigos. Que ellos colo-
quen esta desgracia entre las más siniestras, pero vos ...
AGRIPINA
Prosigue con tales ministros, Nerón. Vas a hacerte
señalar con hechos gloriosos. Prosigue. No has dado este
paso para retroceder. Por la sangre fraterna ha comen·
zado tu mano, y preveo que hasta tu madre llegarán tus
golpes. Sé que me odias en el fondo de tu corazón; que-
rrás liberarte del yugo de mis beneficios. Pero quiero que
mi muerte misma te sea inútil. No creas que al morir te
deje tranquilo. Roma, este cielo, la vida que de mí reci-
biste, todo, en todo momento, me ofrecerá a tus ojos. Co-
mo otras tantas furias te perseguirán los remordimientos;
RACINE 194

creerás calmarlos por nuevas barbaries; tu furor, exci-


tándose a sí mismo en su curso con sangre siempre nueva,
marcará tus días. Pero confío en que el cielo, harto por
fin de tus crímenes, a tantas otras víctimas agregará tu
pérdida; que tras haberte manchado con su sangre y la
mía, te verás forzado a verter la tuya; y en las futuras
razas, tu nombre a los peores tiranos parecerá cruel in-
juria. Esto es lo que mi corazón te presagia. Adiós: pue-
des marcharte.
NERÓN
Sígueme, Narciso.

ESCENA SEPTIMA
Agripina, Burrus

AGRIPINA
¡Ah, cielos! ¡Cuánta era la injusticia de mis sospe-
chas! ¡Condenaba a Burrus para escuchar a Narciso! ¿Vis-
teis, Burrus, qué furiosas miradas me lanzó al dejarme
Nerón como despedida? Esto es hecho: nada tiene ya
que detenga el perverso. Va a caer sobre mi cabeza
el golpe que me predijeron y os agobiará a vos también
a vuestra hora.
BURRUS
Ah, en cuanto a mí, señora, he vivido un día de más.
¡Pluguiera al cielo que, dichosamente cruel, su mano hu-
biera hecho sobre mí el ensayo de sus nuevos furores!
Que no me hubiera ofrecido, con este desgraciado crimen,
una prueba demasiado cierta de las desgracias del Estado.
No es sólo su crimen lo que me desespera: pudieron sus
celos armarlo contra su hermano; pero lo que explica mi
angustia, señora, si debo decíroslo, es que Nerón lo ha
visto morir sin cambiar de color. Sus ojos indiferentes
tienen ya la impasibilidad de un tirano endurecido en el
crimen desde la infancia. Que acabe, señora, haciendo
perecer a un importuno ministro que no puede soportarlo.
Ay, lejos de querer evitar su cólera, la más rápida muer-
te sería la mejor para mí.
195 BRITANICO

ESCENA OCTAVA
Agripina, Burrus, Albina

ALBINA
Ah, señora; ah, señor, acudid al Emperador: venid a
salvar al César de sus propios furores. Se ve separado de
Junia para siempre.
AGRIPINA
¿Cómo? ¿La propia Junia ha puesto término a su
vida?
ALllINA
Señora, para agobiar a César con un pesar eterno,
ella, sin morir, ha muerto para él. Sabéis cómo se escapó
de aquí: fingió pasar a las habitaciones de la triste Oc-
tavia, pero bien pronto, tomando apartados caminos, por
donde siguieron mis ojos sus pasos veloces, sale enloque-
cida de las puertas del palacio. Vió antes que nada la
estatua de Augusto; y mojando con lágrimas el mármol
de sus pies, que tenía ligados con sus suplicantes brazos :
"Príncipe, dijo, por estas plantas que beso, protege en
este momento lo que queda de tu raza. Acaba Roma de
ver inmolar en tu palacio al único de tus descendientes que
hubiera podido asemejársete. Quieren que sea perjura
con él después de su muerte; mas para conservarle, prín-
cipe, mi fe siempre pura, me consagro a estos Dioses in-
mortales cuyos altares te hizo compartir tu virtud". Mien-
tras tanto el pueblo, a quien asombra este espectáculo,
vuela de todas partes, se aprieta, la rodea, se enternece
con sus lágrimas : y compadeciendo sus desgracias la toma
bajo su protección por voz unánime. La llevan al templo
donde desde hace tanto tiempo nuestras vírgenes desti-
nadas al culto de los altares guardan fielmente el precioso
depósito del fuego siempre encendido que arde por nues-
tros dioses. César los ve partir sin osar impedirlo ; pero
Narciso, más audaz, por complacerlo se apresura a inten-
tarlo. Vuela hacia Junia, y, sin espantarse, comienza a
detenerla con profanas manos. Con mil golpes mortales
es castigada su audacia; su sangre infiel cayó con ímpetu
sobre Junia. César, aturdido por tantos hechos juntos, la
deja entre las manos que la ampararon. Y regresa. Todos
huyen su feroz silencio ; sólo sale de su boca el nombre
RA CI N E 196

de Junia. Marcha sin rumbo; sus ojos mal seguros no osan


levantar al cielo sus ausentes miradas; y se teme, si la
noche unida a la soledad viene a agriar la inquietud de
s u desesperación, si vos lo abandonáis más tiempo sin
socorro, que su dolor llegue a atentar bien pronto contra
su vida. El tiempo apremia: corred, señora, bastada un
capricho para que se perdiera.
AGRIPINA
Se haría justicia. Pero vamos, Burrus, a ver hasta
dónde llegan sus desvaríos. Veamos qué mudanza pro-
ducirán sus remordimientos, y si en adelante querrá se·
guir otras normas.
DURRUS
¡Plugui€ra a los Dioses que fuera éste el último de
sus crímenes!
E S TER
PERSONAJES

ASUERO, rey de Persia.


ESTER, reina de Persia.
MARDOQUEO, tío de Ester.
AMÁN, favorito de Asuero.
ZARES, esposa de Amán.

HIDASPES,funcionario del palacio interior de Asuero.


ASAF,otro oficial de Asuero.
EUSA, confidente de Ester.
TAMAR, israelvta del séquito de Ester.
GUARDIAS DEL REY ASUERO.
CORO DE DONCELLAS ISRAELITAS.

La escena es en Susa, en el palacio de Asuero


A e T o P R M E R o

El teatro repTesenta la cámara de Ester.

ESCENA PRIMERA
Ester, Elisa

ES TER
¿Eres tú, cara Elisa? ¡Oh, día tres veces dichoso! ¡Ben-
dito sea el cielo que te devuelve a mis brazos, a ti que,
descendiente como yo de Benjamín, fuiste de mis pri-
meros años la compañera asidua, y sufriendo la opresión
del mismo yugo me ayudabas a llorar sobre las des-
gracias de Sión! ¡Tiempo tan caro todavía a mi recuerdo!
Pero ¿ignorabas tú la gloria de tu Ester? ¿Qué comarca,
qué desierto han podido ocultarme durante más de seis
meses en que te he hecho buscar?
ELISA
Desconsolada por el rumor de vuestra muerte, vivía
separada del resto de los hombres, sin esperar más que
el fin de mis tristes días, cuando de pronto, señora,
díjome un divino profeta: "Lloras demasiado tiempo
a una muerta que te engaña; levántate, toma el camino
de Susa: allí verás la pompa y los honores de Ester, y
sentado en el trono al objeto de tus lágrimas. ¡Oh Sión,
agregó, tranquiliza a tus tribus alarmadas: aproxímase
el día en que el Dios de los ejércitos hará resplandecer
el apoyo de su brazo potente; el clamor de su pueblo ha
subido hasta él". Así dijo: y yo corro penetrada de
horror y de dicha. Pude franquear las puertas de este
palacio. ¡Oh espectáculo! ¡Oh triunfo admirable para mis
ojos! ¡Digno, en efecto, del brazó que salvó a nuestros
RACINE 202

abuelos! j El terrible Asuero corona a su cautiva; a los


pies de una judía vive el soberbio persa! ¿Por qué se-
~retos resortes, por qué encadenamientos condujo el cielo
tan gran victoria?
ESTER
Te han contado quizás la famosa desgracia de la alta-
nera Vasti, cuyo lugar ocupo, cuando el rey, inflamado de
rencor contra ella, la arrojó de su trono, así como de su
tálamo. Mas no pudo desterrar tan fácilmente su re-
cuerdo. Vasti reinó largo tiempo sobre su alma ofen-
dida. Había que buscar, pues, en sus "n umerosos Estados
algún nuevo objeto que de ella lo apar tara. Corrieron
sus esclavos de la India al Helesponto: comparecieron
en Sus a las hijas del Egipto; aun las del Parto y las del
indómito Escita se disputaron allí el cetro ofrecido a la
belleza. Se me educaba entonces, solitaria y oculta, bajo
los ojos vigilantes del sabio Mardoqueo: tú sabes cuánto
debo a su feliz apoyo. La muerte me había robado
a los autores de mis días, pero él, viendo en mí a la
hija de su hermano, me sirvió, cara Elisa, de padre y
de madre. Agitado día y noche por la triste situación de
los judíos, me sacó de la oscuridad de mi retiro; y
depositando su liberación en mis débiles manos, me hizo
aceptar la esperanza de un imperio. Temblorosa, obedecí
sus secretos designios: vine aquí pero ocultaba mi país
y mi raza. ¿Quién podría contarte ias cábalas anudadas
entre tanto en estos sitios por ese pueblo de rivales que
tan gran premio se disputaban, y que esperaban, todas,
su fallo de los ojos de Asuero? Todas tenían su intriga
y poderosos sufragios : una hacía valer las ventajas de
su aristocrática sangre; otra, para adornarse con sober·
bios atavíos requería el concurso de las manos más
diestras; y yo, por todo artificio y por toda intriga, ofre-
cía al cielo el sacrifi cio de mis lágrimas.
Por fin , me comunicaron la orden de Asuero. Compa-
recí, Elisa, ante ese fiero monarca. Dios tiene el corazón
de los reyes entre sus manos poderosas; él hace que
todo prospere para las almas inocentes, mientras que
frustra en sus proyectos al orgulloso: el rey pareció
herido por mis débiles encantos; me observó largo rato
en sombrío silencio, y durante ese tiempo el cielo, que
hizo inclinar la balanza en favor mío, debió sin duda
de influir sobre su corazón. En fin, mirándome con ojos
203 ESTER

en que reinaba la dulzura, me dijo: Sed reina; y desde


ese mismo momento posó la diadema sobre mi frente
con sus propias manos. Para que lucieran mejor su amor
y su dicha, colmó de presentes a todos los grandes de
la corte; y hasta en las más lejanas provincias sus be-
neficios invitaron al pueblo a las bodas de sus príncipes.
¡Ay, cuáles fueron mis pesares y mi secreta vergüen-
za durante esos días de júbilo y de festines! ¡Ester, me
decía yo, Ester se sienta en la púrpura, la mitad de la
tierra está sometida a su cetro, y la hierba cubre los
muros de Jerusalén! ¡Sión, guarida espantosa de rep-
tiles impuros, ve dispersas las piedras de su santo tem-
plo, y las fiestas del Dios de Israel han cesado!
ELISA
¿No habéis confiado al rey vuestras tristezas?
ESTER
Hasta este momento el rey ignora quién soy yo: aquel
por quien rige el cielo mi destino mantiene mi lengua en-
cadenada acerca de este secreto.
ELISA
¿Mardoqueo? ¡Cómo! ¿Puede aproximarse a estos si-
tios?
ESTER
SU amistad por mí le vuelve ingenioso. Ausente lo con-
sulto, y sus sabias respuestas encuentran mil caminos
para alcanzarme: un padre cuida menos de la salud de
su hijo. Ya, por sus secretos avisos, hasta he descu-
bierto al rey las sanguinarias intrigas que tramaban contra
él dos ingratos servidores. Mientras tanto, mi amor por
nuestro pueblo ha llenado este palacio de hijas de Sión,
jóvenes y tiernas flores azotadas por la suerte, tras-
plantadas como yo bajo un cielo extranjero. En un lugar
a salvo de testigos profanos, aplico a educarlas mis cuida-
dos y mi estudio; y es allí donde, huyendo el orgullo de
la diadema, cansada de vanos honores, y buscándome a
mí misma, vengo a postrarme a los pies del Eterno y a
saborear el placer de que me olviden. Pero escondo su
linaje a todos los persas. Hay que llamarlas. Venid, venid,
hijas mías, antes compañeras de mi cautividad, joven
descendencia . del antiguo Jacob.
RACINE 20-1

ESCENA SEGUNDA
Este1', Elisa, el Coro.

UNA ISRAELITA (cantando detrás del escenario).


¿Qué voz nos llama, h€rmana mía?
OTRA
Reconozco su dulce melodía:
es la reina.
AMBAS
Corramos, hermana, obedezcamos.
La reina nos concita:
vamos, en torno de ella todas démonos cita.
TODO EL CORO (entrando en escena por muchas puertas
distintas) .
La reina nos concita:
vamos, en torno de ella todas démonos cita.
ELISA
¡Cielos! ¡Qué numeroso enjambre de inocentes belle·
zas sale por todos lados y se ofrece en turba a mis ojos!
¡Qué amable pudor se pinta en sus rostros! Prosperad,
cara esperanza de un pueblo santo. ¡Puedan subir hasta
el cielo vuestros inocentes suspiros como el aroma de
un incienso agradable! ¡Que Dios arroje sobre vosotros
miradas pacíficas!
ESTER
Hijas mías, cantadnos alguno de aquellos cánticos en
los que vuestras voces tan a menudo se mezclan a mis
lágrimas celebrando las desdichas de la triste Sión.
UNA ISRAELITA (canta sola).
Lamentable Sión, ¿qué has hecho de tu gloria?
Tu grandeza admiraba el universo entero:
ya no eres más que polvo; de tu esplendor primero
ya no nos queda más que la triste memoria.
Sión, hasta los cielos una vez ensalzada
ahora hasta los infiernos rebajada,
mi mudez sea eterna,
205 ESTER

si en mis cantos tu angustia reflejada


hasta el suspiro último mi alma no gobierna!
TODO EL CORO
¡Campos junto al Jordán, amados de los cielos!
¡Sagrados montes, fértiles collados,
por cien milagros señalados!
¿De aquel dulce país de los abuelos
estaremos por siempre desterrados?
UNA ISRAELITA (sola) .
¿Cuándo veré ¡oh Sión! tus muros levantar,
y de tus altas torres la magnífica testa?
¿Cuándo veré de todos los lugares llegar
tus pueblos, y, cantando, acudir a tu fiesta?
TODO EL CORO
¡Campos junto al Jordán, amados de los cielos!
¡Sagrados montes, fértiles collados,
por cien milagros señalados!
¿De aquel dulce país de los abuelos
estaremos por siempre desterrados?

ESCENA TERCERA
Ester, Mardoqueo, Elisa, el Coro

ESTER
¿Qué profano en este sitio osa avanzar hacia nosotros?
¿Qué miro? ¡Mardoqueo! ¿Oh padre mío, sois vos? ¿Aca-
so un ángel del Señor guió vuestros pasos y ocultó
vuestro arribo bajo sus santas alas? ¿Pero por qué ese
aire sombrío, y ese cilicio espantoso, y esa ceniza que
cubre vuestros cabellos? ¿Qué nos anunciáis?
MARDOQUEO
¡Oh reina infortunada! ¡Bárbaro destino de un pueblo
inocente! Leed, leed este decreto cruel, detestable . ..
¡Estamos perdidos! ¡Y se acabó Israel!
ESTER
¡Santos Cielos! La sangre se ·me hiela en las venas.
RACINE 206

MARDOQUEO
Se exterminará la raza de los judíos. Hemos sido en-
tregados al sanguinario Amán; listos están ya espadas y
cuchillos; toda la nación ha sido proscrita de un solo
golpe. Amán, el impío Amán, raza del amalecita, ha
echado mano de toda su influencia para este funesto
golpe; y el rey, demasiado crédulo, firmó el edicto. Pre-
venido contra nosotros por esa impura boca, nos cree
aborrecidos de la naturaleza entera. Dadas están las
órdenes, y elegido, en todos sus Estados, el día fatal
para tantos crímenes. ¡Cielos, alumbraréis tan horrible
carnicería! El hierro ignorará la edad y el sexo; todo
ha de servir de presa a tigres y a buitres; y sólo diez
días nos separan de tan tr,e mendo día!
ESTER
Oh Dios, tú que ves tramarse designios tan funestos,
¿has abandonado ya a los restos de Jacob?
UNA DE LAS ISRAELITAS MÁS JÓVENES
¡Oh Cielo! Si tú no nos defiendes ¿quién nos defen-
derá?
MARDOQUEO
Ester, dejad las lágrimas a estas criaturas. En vos
reside toda la esperanza de vuestros desgraciados her-
manos; hay que socorrerlos; pero 10S minutos son pre-
ciosos; el tiempo vuela y bien pronto traerá el día en
que el nombre de los judíos debe perecer sin remedio.
Abrasada por el fuego de tantos sacros profetas, id, atre-
véos a declarar al rey quién sois.
ESTER
¡Ay! ¿Ignoráis acaso qué severas leyes ocultan aquí
los reyes a los tímidos mortales? Su terrible majestad
finge volverse invisible para sus súbditos en el fondo de
sus palacios; y la muerte es el castigo de cualquier audaz
que sin ser llamado se presente a sus ojos, si en el ins-
tante mismo el rey, para salvar al culpable, no le da
a besar su temible cetro. Nada pone al abrigo de esta
orden fatal, ni rango, ni sexo, e igual para todos es el
crimen. Yo misma, sentada a su lado y en su trono, estoy
sometida a esta ley como cualquiera. Preciso es, para
que le hable, no que me haya anunciado, sino que él me
busque, o que me haga llamar al menos.
207 ESTER

MARIlOQUEO
¡Cómo! ¡Cuando veis perecer a vuestra patria, Ester,
tenéis en algo vuestra vida! ¡Habla Dios, y teméis el
enojo de un mortal! ¿Qué digo? ¿Os pertenece vuestra
vida, Ester? ¿No pertenece a l~ sangre de que habéis
brotado? ¿No pertenece a Dios, de quien la habéis reci-
bido ? ¿Y quién sabe si cuando al trono condujo vuestros
pasos no os guardaba para salvar a su pueblo? Pensadlo
bien: ese Dios no os ha escogido para ser vano espec-
táculo a los pueblos del Asia, ni para encantar los ojos
de los profanos mortales : reserva sus santos para fun-
ción más noble. Inmolarse por su nombre y por su he-
rencia, ése es el verdadero destino de un hijo de Israel;
¡demasiado feliz sois al arriesgar por él vuestros días!
¿Y qué necesidad tiene su brazo de nuestros socorros?
¿Qué pueden contra él todos los reyes de la tierra? En
vano se unirían para combatirlo : no tiene más que mos-
trarse para disipar su alianza; habla, y los vuelve al
polvo. Al sonido solo de su voz huye la mar, el cielo
tiembla; como si nada fuera ve el universo entero; y los
débiles mortales, vanos juguetes de la muerte, son ante
sus ojos como si no existieran. Si ha permitido la crimi-
nal audacia de Amán, es sin duda porque quería probar
vuestro celo. Es él quien, excitándome para que osara
buscaros, se ha dignado marchar delante de mí, cara
Ester; y si está escrito que su voz hiera vuestros oídos
en vano, no por eso dejaremos de asistir a la revelación
de sus prodigios. Él puede confundir a Amán, puede
romper nuestras cadenas por medio de la mano más dé-
bil que haya en el universo; y vos, que no habréis queri ..
do aceptar esa merced, pereceréis acaso con toda vues-
tra raza.
ESTER
Id : que todos los judíos esparcidos en Susa, orando
con vos asiduamente noche y día, me presten el saluda-
ble socorro de sus plegarias, y que durante estos tres
días guarden austero ayuno. Ya la sombría noche ha co-
menzado su vuelo : mañana, cuando el sol vuelva a en-
cender el día, contenta de perecer, si es preciso que yo
perezca, iré a ofrecerme en sacrificio por mi país. Ale-
jáos un momento.
(El coro se r eti ra hacia el fúndo del escenari o)
RACINE 208

ESCENA CUARTA
Ester, Elisa, el Coro
ESTER
¡Oh mi soberano rey, aquí me tienes, temblorosa y
sola ante ti! Mil veces díjome mi padre en mi infancia
que con nosotros juraste una santa alianza cuando, pa-
,ra hacerte un pueblo grato a tus ojos, plúgole a tu amor
escoger a nuestros abuelos: hasta les prometiste por tu
boca sagrada una posteridad eterna. ¡Ay! Este ~.ueblo
ingrato despreció tu ley; violó su fe la nación amada:
repudió a su esposo y a su padre para entregar a otros
dioses un honor adúltero; y ahora sirve bajo un amo
extranjero, Pero aún es poco el que sea esclava, quieren
degollarla: insultando nuestras lágrimas, nuestros sober-
bios vencedores atribuyen a sus dioses sus belicosos
éxitos, y quieren hoy que bajo un mismo golpe mortal
queden abolidos tu altar, tu pueblo y tu nombre. Así,
pues, tras de tantos milagros, ¿podría un pérfidO aniqui-
lar la fe de tus oráculos, y arrebatar a los mortales el
más caro de tus dones, el santo que prometiste y que
esperamos? No, no, no permitas que estos puehlos fe-
roces, ebrios de nuestra sangre. cierren las únicas bocas
' que en todo el universo celebran tus beneficios; confunde
a todos esos dioses que no existieron jamás,
En cuanto a mí, a quien retienes entre estos infieles,
sabes cómo odio sus criminales fiestas, y sabes que con-
sidero como profanaciones su mesa, sus libaciones y sus
festines; que aun esta pompa a que estoy condenada, esta
diadema con que debo aparecer ornada en los solemnes
días dedicados al orgullo, sola y en secreto la aplasto
bajo mis pies; sabes que a estos vanos ornamentos pre-
fiero la ceniza y sólo me placen las lágrimas que me
ves derramar. Esperaba el momento señalado por tu
fallo para osar defender los intereses de tu pueblo. Ese
momento ha llegado: mi rápida obediencia va a afrontar
la presencia de un rey temible, Eres tú quien me mueve:
acompaña mis pasos ante ese fiero león que te desconoce ;
ordena que su enojo se apacigüe al verme, y presta a
mis discursos un encanto que lo seduzca; sometidos es-
tán a ti los vientos, las tormentas y los cielos: vuelve
por fin su furor contra nuestros enemigos.
209 ESTEll

ESCENA QUINTA
(Toda esta escena es cantada)
El Coro
UNA I¡;RAELITA (sola)
Mis fieles compañeras, gimamos y lloremos,
demos a nuestras lágrimas salida;
a las santas montañas los ojos levantemos
de donde la inocencia ha de ser socorrida.
¡Oh mortales temores!
Todo Israel perece. Llorad, ojos ansiosos :
no hubo jamás debajo de los cielos piadosos
tan gran motivo de dolores.
TODO EL CORO
¡Oh mortales temores!
OTRA ISRAELITA
¿No era bastante acaso que un vencedor odio&o
de la augusta Sión tronchara los primores
y arrastrara a sus hijos cautivos sin reposo?
TODO EL CORO
¡Oh mortales temores!
LA MISMA ISRAELITA
Corderos indefensos entre lobos furiosos ,
nuestras únicas armas son aquestos clamores.
TODO EL CORO
¡Oh mortales temores!
UNA ISRAELITA
Arranquemos, rompamos los vanos ornamentos
que adornan nuestra testa.
OTRA ISRAELITA
Revistámonos de paramentos
conformes a la horrible fiesta
que el impío Amán nos apresta.
TODO EL CORO
Arranquemos, rompamos los vanos ornamentos
que adornan nuestra testa.
RAUINE 210

UNA ISRAELITA (sola)


¡Qué asestnatos inhumanos!
A la vez se degüellan los niños, los ancianos,
las hermanas y hermanos,
y la hija, y la madre,
¡y el hijo entre los brazos de su padre!
¡Oh amontonados cuerpos! ¡Oh miembros sin
y privados de sepultura! [resguardo
¡Señor! Hoy de tus santos los restos dan hartura
al tigre y al leopardo.
UNA DE LAS ISRAELITAS MÁS JÓVENES
¡Ay! yo, tan joven todavía,
¿por qué delito pude mi dolor merecer?
Mi vida apenas ha comenzado su día:
como una flor he de caer
que en su primer aurora sonreía.
¡Ay! yo, tan joven todavía,
¿por qué delito pude mi dolor merecer?
OTRA
De las ofensas de otros víctimas desgraciadas,
¿de qué nos sirven ¡ay! estos superfluos llantos?
Pecaron nuestros padres, se fueron sin quebranto,
y cargamos la pena de sus culpas pasadas.
TODO EL CORO
El Dios a quien servimos es el Dios de la guerra:
no, no ha de permitir que en la tierra
sea el sin culpa degOllado.
UNA ISRAELITA (sola)
¡Cómo! ¿Y exclamaría la impiedad:
dónde está el Dios de cuya potestad
tanto y tan largo tiempo Israel se ha jactado?
OTRA
El Dios celoso, el Dios victorioso
temblad, oh, pueblos de la tierra,
el Dios celoso, el Dios victorioso,
es quien al cielo ordena inquietud o reposo:
no acata el trueno, el rayo, ni la guerra,
de vuestros dioses el imperio odioso.
2 11 ESTER

OTRA
Él derroca al hombre orgulloso.
OTRA
Toma al humilde a su cuidado.
TODO EL CORO
El Dios a quien servimos: es el Dios de la guerra:
no, no ha de permitir que en la tierra
sea el sin culpa degollado.
DOS ISRAELITAS
Oh Dios, a quien la gloria circunda,
Dios, a quien la luz inunda,
que vuelas en el ala de los vientos,
cuyo trono es por ángeles llevado.
OTRAS DOS MÁS JÓVENES
Dios, que por simples niños quieres ser alabado
y con los de los ángeles confundes sus acentos.
TODO EL cono
Tú ves nuestros peligros fieros:
a tu nombre dá la victoria;
no consientas, no, que tu gloria
trasmigre a dioses extranjeros.
UNA ISRAELITA (sola)
Ármate, vén para nos defender.
Desciende, como antaño te vió el mar descender;
que aprendan los malvados aquí
a temer tus enojos:
que sean como polvo y paja de rastrojos
que el viento dispersa ante sí.
TODO EL cono
Tú ves nuestros peligros fieros:
a tu nombre dá la victoria;
no consientas, no, que tu gloria
trasmigre a dioses extranjeros.
..A e T o SEGUNDO

El teatro representa la cámara donde está


el trono de Asuero

ESCENA PRIMERA
Amán, Hidaspes

AMÁN
¡Cómo! ¿Cuando apenas comienza a lucir el día osas
introducirme en tan temible lugar?
HIDASPES
Sabéis que se puede confiar en mí ; que estas pUE:'r-
tas, señor, sólo a mí me obedecen: venid. En cualquier
otro lugar podría oírsenos.
AMÁN
¿Cuál es, pues, el secreto que quieres hacerme co-
nocer?
HIDASPES
Señor, honrado mil veces por vuestros favores, re-
cuerdo siempre que os he jurado exponer a vuestros ojos,
con sinceros avisos, todo cuanto de misterioso encierra
este palacio. El rey parece devorado por negro disgusto:
esta noche lo ha herido algún sueño espantoso. Mientras
que todo yacía en apacible silencio, su voz se ha dejado
oír con un grito terrible. Corrí. El desorden reinaba en
sus palabras: se quejó de un peligro que amenazaba sus
días, habló de enemigos, de un feroz raptor : hasta sa-
lió de su boca el nombre de Ester. Y pasó toda la noche
entre esos horrores. En fin , harto de llamar un sueño
que le huye, y para apartar de sí tan fúnebres imágenes,
RAClNE 214

se ha hecho traer esos anales célebres donde los acon-


tecimientos de su reinado, cuidadosamente reunidos,
son inscritos cada día por manos fieles: en ellos se
conservan grabados el servicio y la ofensa, monumentos
eternos de amor y de venganza. El rey, a quien dejé más
calmado en su lecho, escucha con oído atento ese r elato.
AMÁN
¿De qué época de su vida ha escogido la historia?
HIDASPES
Revisa todos estos tiempos tan llenos de su gloria,
desde el famoso día en que el fallo de la suerte colocó
en el trono de Ciro al feliz Asuero.
AMÁN
Así pues, Hidaspes, ¿ese sueño ha surgido de su fan-
tasía?
HIDASPES
Entre todos los adivinos famosos en Caldea, ha he-
cho reunir los que mejor saben leer en los oscuros sue-
ños los decretos celestes ... Pero ¿qué turbación os agita
hoy a vos mismo? Vuestra alma, al escucharme, aparece
toda sobrecogida. ¿Tiene el feliz Amán secretos pesares?
AMÁN
¿Puedes preguntarlo, conociendo mi jerarquía? ¡Odia-
do, temido, envidiado, a menudo más miserable que todos
los desdichados a quienes agobia mi poder!
HIDASPES
¡Eh! ¿A quién miró nunca el cielo con más benignas
miradas? ¡Veis ante vos prosternado al universo!
AMÁN
¡El universo! Diariamente un hombre .. . un vil es-
clavo, me desdeña y me desafía con audaz semblante.
HIDASPES
¿Quién es ese enemigo del rey y del Estado?
AMÁN
¿Te es conocido el nombre de Mardoqueo?
215 ESTER

HIDASPES
¿Quién? ¿Ese jefe de una raza impía y abominable?
AMÁN
Sí, él mismo.
HIDASPES
¡Eh, señor! ¿Puede tan débil enemigo turbar la paz
de tan bella vida?
AMÁN
Jamás se inclinó ante mí, el insolente. En vano todos
reverencian de rodillas las gloriosas señales del favor
del más grande de los monarcas; cuando todos los persas,
poseídos de santo respeto, no osan levantar sus frentes
postradas en tierra, éL orgullosamente sentado, y la ca-
beza inmóvil, trata de servil impiedad tales honores, pre-
senta a mis miradas un sedicioso semblante, y no se digna
siquiera bajar los ojos. Asedia, sin embargo, la puerta
del palacio: a cualquier hora que entre o que salga, Ri-
daspes, me aflige y me persigue su odioso rostro; hasta
de noche lo ve mi turbado espíritu. Esta mañana quise
adelantarme a la luz: lo he encontrado, espantosamente
cubierto de polvo, vestido de harapos, palidísimo; pero,
bajo la ceniza, sus ojos conservaban el mismo orgullo. ¿De
dónde saca, querido amigo, esta audacia imprudente? Tú,
que ves cuanto ocurre en palacio, ¿crees que alguna voz
ose hablar por él? ¿En qué frágil caña ha puesto su apoyo?
HIDASPES
Señor, vos lo sabéis, su saludable aviso descubrió la
sanguinaria conspiración de Tares. El rey prometió enton-
ces recompensarlo, pero de algún tiempo a esta parte pa-
rece no pensar más en ello.
AMÁN
No, hay que desnudar la verdad ante sus ojos. Yo
supe corregir la injusticia de mi destino: traído tierno
infante a manos de los persas, gobierno el imperio don-
de fuí comprado; mis riquezas igualan la opulencia de
los reyes; rodeado de hijos sostenedores de mi poder,
no falta a mi frente más que la diadema real. Y sin em-
bargo (¡fatal enceguecimiento de los mortales!) la pasa-
jera dulzura de este montón de honores apenas deja
sobre mi corazón una ligera huella ; pero Mardoqueo sen-
RAClNE 216

tado a las puertas del palacio hunde mil flechas en este


corazón desgraciado ; y toda mi grandeza me resulta in·
sípida mientras ilumine el sol a ese maldito.
HIDASPES
Dentro de diez días quedaréis libertado de su pre-
sencia; la nación entera ha sido prometida a los buitres.
AMÁN
¡Ah! ¡Qué largo es ese tiempo para mi impaciencia!
Es él, me complazco en confiarte mi venganza, es él quien
al rehusar doblegarse ante mí los ha entregado al brazo
que va a fulminarlos. Era demasiado poco para mí se-
mejante víctima: demasiado débil, la venganza atrae un
segundo crimen. Cuando se osa irritar a un hombre como
Amán, nada es bastante para el estállido de su justo
furor. Se necesitan castigos ante los cuales se estremezca
el universo; que se tiemble comparando la ofensa con
el suplicio; que pueblos enteros sean ahogados en sangre.
Quiero que se diga un día a los aterrados siglos: "Exis-
tieron los judíos, existió una insolente raza; esparcidos
por todas partes, cubrían la faz de la tierra; uno sólo se
atrevió a incurrir en el enojo de Amán, e inmediata-
mente todos desaparecieron".
HIDASPES
Señor, ¿no será la voz de la sangre amalecita la que
secretamente os impulsa a perderlos?
AMÁN
Descendiente de esa desventurada sangre, ::;é que
debiera armarme contra ellos un eterno odio; sé que hi-
cieron con Amalee una carnicería indigna; que hasta los
míseros rebaños sufrieron su furia; que sólo fué salvado
un lamentable resto; pero, créeme, en el rango a que me
veo ascendido, mi alma, íntegramente tornada hacia mi
grandeza, poco se ocupa de los intereses de la sangre.
Mardoqueo es culpable: ¿qué más se necesita? Previne,
pues, contra ellos el espíritu de Asuero, inventé ficciones,
armé la calumnia, interesé su gloria: él tembló por su
vida. Los describí poderosos, ricos, sediciosos, su mismo
Dios enemigo de todos los demás dioses. " ¿Hasta cuándo
se soportará que este pueblo respire y que infecte vues·
217 ESTER

tro imperio con un culto profano? Extranjeros en la


Persia, opuestos a nuestras leyes, parecen separados del
resto de los hombres. No aspiran más que a perturbar
el reposo en que vivimos, y, detestados dondequiera,
detestan a todos los mortales. Prevenid, castigad sus in-
solentes tentativas; engrosad ya vuestras riquezas con
sus despojos"_ Dije, y me creyeron. En el mismo instante,
el rey puso el sello de su poder supremo entre mis ma-
nos. "Asegura, me dijo, el reposo de tu rey; vé, acaba
con esos miserables: su botín te pertenece". Así fué con-
denada toda la nación. De acuerdo con él reglamenté la
jornada mortífera. Pero, en fin, la diferida muerte de ese
traidor hace sufrir por demás a mi corazón, sediento de
su sangre_ Y no sé qué turbación envenena mi gozo.
¿Por qué tengo que verlo aún diez días?
HIDASPES
¿Y no podéis exterminarlo con una palabra? Decid
al rey que os lo entregue, señor.
AMÁN
Vengo a espiar el momento proplclO. Tú conoces,
como yo, a este inexorable príncipe. Terrible en sus
súbitos transportes, sabes cómo rompe a menudo todos
los resortes de nuestros designios. Pero mi temor se vuel-
ve demasiado sutil para atormentarme: Mardoqueo es un
alma demasiado vil a sus ojos.
HIDASPES
¿Qué esperáis? Id, y haced rápidamente que se le-
vante el vergonzoso instrumento de su muerte_
AMÁN
Oigo ruido ; me voy. Tú, si el rey me llama ...
HIDASPES
Basta.
RACINE 218

ESCENA SEGUNDA
Asuero, Hidaspes, Asaj, Séquito de As'uero
ASUERO
¿Así, pues, sin este fiel aviso, dos traidores hubíeran
asesinado al rey en su lecho? Dejadme, y que sólo Asaf
quede conmigo,
ESCENA TERCERA
Asuero, Asa!
ASUERO (sentado en su trono)
Lo confieso, casi no recordaba el ,a tentado parricida
de ese par de pérfidos; y por dos veces he palidecido
durante el terrible relato que acaba de revivir su imagen
en mi espíritu, Veo qué consecuencias tuvo su furor y
que perdieron la vida en el tormento; pero ese diligente
súbdito que con mirada tan sutil supo desenvolver el
hilo de su negra conjura, que me mostró las manos al·
zadas ya sobre mí, por quien la Persia fué conmigo sal-
vada, ¿qué honor, qué premio ha recibido por su fidelidad?
ASAF
Mucho se le prometió: y es todo cuanto sé.
ASUERO
¡Oh, más que condenable olvido de un servicio óp-
timo! ¡Efecto inevitable de los estorbos del trono! Rodea-
do de tumultuosos problemas, el príncipe se ve arrastrado
sin cesar hacia nuevas preocupaciones; el porvenir lo
inquieta y el presente lo hiere; pero más rápido que el
relámpago se nos escapa el pasado, y entre tantos como
se agitan a toda hora a nuestro alrededor, empeñados en
hacer valer su interesada diligencia, no se encuentra uno
que, movido de celo verdadero, vigile fielmente nuestra
gloria y nos haga recordar el olvidado mérito, demasia-
do ocupados todos en hablarnos de lo que hay que casti-
gar. ¡Ah! prefiero que la injuria escape a mi venganza
antes que tan raro beneficio a mi reconocimiento! ¡,Quién
querrfa en adelante exponerse por su rey? ¿Vive aún ese
mortal que mostró por mí tanto celo?
219 ESTER

ASAF
Él ve aún el astro que os ilumina.
ASUERO
¿Y no ha pedido ya su salario? ¿Qué remoto país lo
oculta a mi benevolencia?
ASAF
Sentado muy a menudo a las puertas del palacio, sin
quejarse ni de vos ni de su destino, arrastra, señor, su
vida infortunada.
ASUERO
Y tanto menos debo yo olvidar la virtud cuanto que
se olvida a sí misma. ¿Se llama, díme?
ASAF
El nombre que acabo de leeros es Mardoqueo.
ASUERO
¿Y su país?
ASAF
Señor, puesto que hay que decíroslo, es uno de esos
cautivos destinados a perecer, traídos al Eufrates desde
las riberas del Jordán.
ASUERO
¿Es judío, pues? ¡Oh Cielos, en el momento en que
la vida me iba a ser arrebatada por mis propios súbditos,
un judío vuelve inútiles con sus cuidados tales esfuerzos!
¡Un judío me preservó de la espada de los persas! Pero
sea quien sea, nada importa, puesto que me ha salvado.
¡A ver, alguien!
ESCENA CUARTA
AsueTO, Hidaspes, Asaf
HIDASPES
¿Señor?
ASUERO
Mira a la puerta por si algún grande de mi corte se
ofreciera a tus ojos.
HIDASPES
Amán se ha adelantado al día en vuestra puerta.
Mm ERO
Que entre. Quizás me Uuminen sus consejos.
RA CINE 220

ESCENA QUINTA
Asuero, Amán, Hidaspes, Asaf

ASUERO
Aproxímate, feliz apoyo del trono de tu señor, almn
de mis consejos, tú, el único que tantas veces aliviaste
el peso del cetro en mi mano. Un secreto reproche roe
mi alma. Sé bien' cuán puro es el celo en que ardes: ja·
más entró la mentira en tus discursos, y mi solo interés
es el objetivo tras que corres. Díme, pues: ¿qué debe
hacer un príncipe magnánimo que quiere colmar de ho-
nores a un súbdito a quien estima? ¿Con qué gaje res-
plandeciente, digno de un gran rey, puedo recompensar
la fe y el mérito? No pongas a mi reconocimiento límite
alguno. Mide tus consejos con la medida de mi vasto
poder.
AMÁN (en voz muy baja)
Amán, vas a pronunciarte acerca de ti mismo; ¿y
a quién sino a ti podría recompensarse?
ASUERO
¿Qué piensas tú?
AMÁN
Busco, señor, considero la conducta y las costumbres
de los monarcas persas: pero en vano los evoco a todos
en mi memoria. ¿Qué son a vuestro lado para que os
guiéis por ellos? Vuestro reinado debe servir de modelo a
la posteridad. Queréis recompensar el celo de uno de vues-
tros súbditos: sólo el honor puede halagar a un generoso
espíritu. Querría, pues, señor, que ese feliz mortal, re-
vestido de la púrpura como vos mismo, y con la frente
ceñida por la sacra diadema, fuera hoy llevado por Susa,
en uno de vuestros corceles pomposamente adornado,
ante los ojos de todos vuestros súbditos; que para colmo
de gloria y de magnificencia, un señor eminente en ri-
queza y en poderío, en fin, el primero después de vos en
el imperio, guiara su soberbio corcel por la brida; y al
marchar, cubierto él mismo con magníficas ropas, grita-
ra alto en las plazas públicas: "Prosternáos, mortales:
es así como el rey corona la fe y honra al mérito".
221 8STER

ASUERO
Veo que te inspira la discreción misma. Tu senti-
miento conspira con mi voluntad. Vé, no pierdas tiempo:
quiero que lo que me has sugerido se ejecute punto por
punto. No continuará ya la virtud oculta en el olvido.
A las puertas de palacio encontrarás al judío Mardoqueo:
es a él a quien quiero honrar; ordena su triunfo y mar-
cha precediéndolo; que tu voz haga resonar su nombre
por Susa, y haz que a su aparición se doblen todas las
rodillas. Salid todos.
AMÁN
¡Dioses!

ESCENA SEXTA
Asuero (solo)

ASUERO
Inaudito es el premio, sin duda: jamás súbdito al-
guno gozó de semejante honor; pero mientras más gran-
de y gloriosa es la recompensa, más odiosa aún es la raz3.
de ese judío, mejor aseguro mi vida, y con esplendor de-
muestro cuánto teme Asuero el ser ingrato. Verán al
inocente separado del culpable, y no por ello dejaré de
acabar con tan abominable pueblo; sus crímenes ...

ESCENA SÉPTIMA
Asuero, Ester, Elisa, Tam ar, parte del Coro.

(Ester entra apoyándose en Elisa; cuatro israelitas lle-


van su manto)

ASUERO
¡Sin mi orden dirigen aquí sus pasos! ¿Quién es el
audaz que viene a buscar la muerte? Guardias... ¿Sois
vos, Ester? ¡Cómo! ¿Sin ser esperada?
ESTER
Hijas mías, sostened a vuestra enloquecida reina :
yo muero. (Cae desvanecida )
RAUl NB 222

ASUERO
¡Dioses poderosos; qué extraña palidez borra súbita-
mente sus colores! Ester, ¿qué teméis? ¿No soy vuestro
hermano? ¿Acaso reza con vos orden tan severa? Vivid:
el cetro de oro que os tiende mi mano es para vos pren-
da segura de mi clemencia.
ESTER
¿Qué saludable voz ordena que yo viva y vuelve a
llamar a mi seno esta alma que huye?
ASUERO
¿No conocéis la voz de vuestro espos0? Una vez más,
vivid y reponéos.
E S'l'ER
Señor, jamás contemplé sin temor la majestad au-
gusta de vuestra frente; juzgad el terror que esta frente
irritada contra mi ha de haber provocado en mi alma
conmovida: en ese sagrado trono que el rayo circunda,
he creído veros presto a reducirme a polvo. ¡Ay! ¿qu~
audaz corazón hubiera sostenido sin estremecerse los re-
lámpagos que partían de vuestros ojos? Así centellea Ji!
cólera del dios vivo ...
ASU ERO
¡Oh sol! ¡Oh antorcha de lumbre imperecedera! Yo
mismo me turbo; no puedo contemplar sin estremecerm~
su pena y su extravío. Calmáos, reina, calmad el terror
que os oprime. Soberana dueña del corazón de Asuero,
experimentad sólo su amistad ardiente. ¿Hay que daros
la mitad de mis Estados?
ESTER
¡Oh! ¿Es posible que un rey temido por la tierra en·
tera y ante quien todo cede y besa el polvo, arroje sobre
su esclava una mirada tan serena y me ofrezca sobre su
corazón poder soberano?
ASUERO
Creedme, querida Ester, este cetro, este imperio, este
profundo respeto inspirado por el terror, mezclan poca
dulzura a su pomposo brillo y fatigan muy a menudo a
su triste dueño. Sólo en vos encuentro no sé qué gracia
que me encanta siempre sin cansarme jamás. ¡Dulce y
poderoso atractivo de la virtud amable! Todo respira en
2~3 ESTER

Ester la paz y la inocencia. Ella aparta las sombras del


pesar más negro, y convierte en serenos mis más oscuros
días: ¿qué digo? sentado junto a vos en este trono temo
menos el enojo de los enemigos astros, y creo que vues-
tra frente otorga a mi diadema un esplendor que la ha-
ce respetable a los dioses mismos. Atrevéos, pues, a res-
ponderme, y no me ocultéis el grave motivo que con-
dujo aquí vuestros pasos. ¿Qué interés, qué cuidados
os agitan y os oprimen? Veo que al escucharme vuestros
ojos se dirigen al cielo. Hablad : el éxito de vuestros deseos
es seguro si tal éxito depende de una mano mortal.
ESTER
¡Oh bondad que me tranquiliza tanto como me honra!
Un apremiante interés exige que os implore: espero mi
felicidad o mi desgracia, y todo depende, señor, de vUeS-
tra voluntad. Una palabra de vuestra boca, poniendo
término a mis dolores, puede convertir a Ester en la más
feliz de todas las reinas.
ASUERO
¡Ah! ¡Cómo inflamáis el deseo de mi curiosidad!
ESTER
Señor, si hallé gracia a vuestros ojos, si alguna vez
fuisteis favorable a mis deseos, permitid ante todo qu'Z
hoy pueda Ester sentar a su mesa a su soberano, señor,
y que Amán sea admitido a honor tan excelso. Ante él
osaré romper este gran silencio, pues para explicarme
me es necesaria su presencia.
AS UERO
¡En qué inquietud me arrojáis, Ester! Hágase, sin
embargo, vuestro deseo. (A los de su séquito) Vosotros,
que se busque a Amán; y que se le anuncie que, invitado
al palacio de la reina, cuide de presentarse allí.

ESCENA OCTAVA
Asuero, Ester, Elisa, Tamar, Hidaspes, parte del Coro.
HIDASPES
Señor, los sabios caldeos, llamados por vuestra or-
den, reunidos están en esa cámara.
RACINE 224

ASUERO
Princesa, un extraño sueño ocupa mi mente: vos
misma estáis interesada en su interpretación. Venid, e¡:;-
cuchad sus discursos tras un velo, y prestadme el socorro
de vuestras propias luces. Temo, por vos y por mí, la
perfidia de algún enemigo.
ESTER
Sígueme, Tamar. Y vosotros, joven y tímida bandada,
sin temer aquí las miradas de una profana corte, esperad
mi regreso al abrigo de este trono.

ESCENA NOVENA
Elisa, parte del Coro.
(Esta escena es en parte cantada y en parte declamada)

ELISA
Hermanas: ¿qué decís de nuestro estado?
Ester o Amán: ¿cuál de los dos ha de vencer?
¿Serán obras del hombre o de Dios alabado
las que van a prevalecer?
Habéis visto qué cólera altanera
encendía del rey la mirada severa.
UNA DE LAS ISRAELITAS
Del rayo de sus ojos mi vista ha padecido.
OTRA
Su voz me ha parecido un espantoso trueno.
ELISA
¿Cómo ese enojo pleno
en un momento se ha desvanecido?
UNA DE LAS ISRAELITAS (canta)
Un instante ha cambiado tal coraje inflexible;
el rugiente león es cordero apacible.
Dios, nuestro Dios sin duda vertió en su corazón
este espíritu de conciliación.
225 ESTER

EL CORO
Dios, nuestro Dios sin duda vertió en su corazón
este espíritu de conciliación.
LA MISMA ISRAELITA (canta)
Como un dócil arroyo
obedece a la mano que su curso desvía,
y, de sus aguas al darle el apoyo,
hace fértil el campo y le presta alegría,
Dios, de nuestros destinos árbitro soberano,
de los reyes el alma está en tu mano.
ELISA
¡Ah! ¡Cómo temo, hermanas, los funestos nublados
que de ese príncipe los ojos oscurecen!
¡El culto de sus dioses los mantiene cegados'
UNA ISRAELITA
En sus labios tan sólo sus nombres aparecen.
OTRA
A los fuegos sin alma que en lo alto resplandecen
rinde profanos homenajes.
OTRA
El palacio está lleno de sus duros visajes.
EL CORO (canta)
¡Desgraciado! ¡al Señor negáis de los humanos,
para adorar la obra de vuestras manos!
UNA ISRAELITA (canta)
Dios de Israel, disipa por fin esta congoja;
¿de tus santos las quejas cuándo habrás escuchado?
¿Cuándo el velo será arrancado
que sobre el universo tan negra noche arroja?
Dios de Israel, disipa por fin esta congoja:
¿hasta cuándo estarás velado?
UNA DE LAS ISRAELITAS MÁS JÓVENES
Hablemos bajo, hermanas. ¡Cielos! ¡si nos oyera
algún infiel y luego nos fuera a denunciar!
RACI NE 226

ELISA
¡Cómo, hija de Abraham! ¿mortal temor pudiera
ya haceros vacilar?
¡Eh! ¿Y si el impío Amán en su puño ominoso
luciendo a vuestros ojos una espada desnuda,
a blasfemar el nombre del Todopoderoso
forzar quisiera vuestra boca muda?

OTRA ISRAELITA
Acaso el mismo Asuero con crueldad inhumana,
si nuestras dos rodillas no doblamos mañana
ante un ídolo inerte,
ordenará que se nos dé la muerte.
¿Qué escogeríais vos, querida hermana?
LA JOVEN ISRAELITA
¡Yo! ¿traicionar pudiera al Dios a que me acojo?
¿Un Dios sin fuerza y sin virtud adoraría,
inanimado tronco, de los vientos despojo,
que ni a sí mismo se salvaría?
EL CORO (canta)
Impotentes y sordos dioses, los que os imploran
nunca serán oídos.
¡Que los demonios, junto con los que les adoran ,
queden por siempre destruídos y vencidos!

UNA ISRAELITA (canta)


Que mi boca y mi pecho y que todo mi ser,
al Dios que me animó le rindan pleitesía.
Por lo que he de llorar y lo que he de temer,
en sus bondades mi alma se confía.
¡Aun con mi propia muerte la glorificaría!
Que mi boca y mi pecho y que todo mi ser
a l Dios que me animó le rindan pleitesía.
ELISA
La gloria del impío jamás admiraría.
OTRA ISRAELITA
Que otro envidie la dicha del malo y su alegría.
22 i I~ STER

ELISA
Todos sus días brillan confundidos,
el oro resplandece en sus vestidos;
sin limite es su orgullo, igual a su riqueza;
nunca el aire turbó con sus gemidos,
lo aduermen y despiertan musicales sonidos;
nada su corazón en la pereza.
OTRA ISRAELITA
Para corona de prosperidad,
espera revivir en su posteridad;
y de hijos a su mesa una riente tropa
con él beber parece la dicha a plena copa.
(Todo el re sto es cantado)

EL CORO
¡!<'eliz, dicen, el pueblo floreciente
sobre quien esos bienes ruedan en abundancia!
¡Más feliz todavía 'el pueblo que, inocente,
en el Dios de los cielos ha puesto su confianza!
UNA ISRAELITA (sola)
¿Sus frívolos deseos para satisfacer,
el insensato todo vanamente procura?
Encuentra la amargura
. en medio del placer.
OTRA (sola)
La dicha del impío está siempre agitada;
él vaga a la ventura de su propia inconsciencia.
No, la felicidad no debe ser buscada
más que en la paz de la inocencia.
LA MISMA (con otra)
¡Oh dulce paz!
¡Oh lumbre inacabada!
¡Belleza siempre renovada!
¡Feliz el corazón amante de tu faz!
¡Oh dulce paz!
¡Oh lumbre inacabada!
¡Feliz el corazón de que no huyes jamás'
RACINE 228

EL CORO
¡Oh dulce paz!
¡Oh lumbre inacabada!
¡Belleza siempre renovada!
¡Oh dulce paz!
¡Feliz el corazón de que no huyes jamás!
LA MISMA (sola)
No hay paz para el impío: la busca y ella vuela ;
y en su pecho la calma refugio no consigue:
fuera, la espada la persigue;
dentro, el remordimiento la hiela .
OTRA
La gloria de los malos en un instante muere
y la espantosa tumba por siempre los devora.
Mas no ha de ser así para aquel que en Ti espere;
renacerá, Dios mío, más bello que la aurora .
EL CORO
¡Oh dulce paz!
¡Feliz el corazón del que no huyes jamás!
EUSA (sin cantar)
Hermanas mías, oigo ruido en la contigua estancia.
Nos llaman: vamos a reunirnos con nuestra reina.
A e T o TER e E R o

El teatro representa los jardines de Ester y uno de los


ext¡'emos del sal6n donde se realiza el festín.

ESCENA PRIMERA
Amán, Zares
ZARES
He aquí, pues, el soberbio jardín de Ester, y ese pomo
poso salón, asiento del banquete. Mas escuchad los con-
sejos de una esposa alarmada, mientras permanece aún
cerrada la puerta. En nombre del sagrado vínculo que
con vos me liga, disimulad, señor, tan ciego enojo; acla-
rad esa frente donde se pinta la tristeza : los reyes temen
más que nada la queja y el reproche. único invitado por
la reina entre todos los grandes, saboread también, pues,
esta felicidad. Si os agrió el mal, que la merced os emo-
cione. Cien veces lo he escuchado de vuestra propia boca:
quien no sepa devorar una afrenta, ni con falsas apa-
riencias disfrazar el rostro, que huya, que se aparte lejos
de la presencia de los reyes. Hay contratiempos que debe
soportar el hombre discreto: a menudo un ultraje sufrido
con prudencia ha servido de escalón para los más altos
honores.
AMÁN
¡Oh dolor! ¡Oh espantoso suplicio del pensamiento!
¡Oh vergüenza que jamás podrá borrarse! Un execra-
ble judío, oprobio de los hombres, se ha visto revestido
de la púrpura por mis propias manos! Era poco que hu-
biera logrado vencerme; a su gloria ¡desgraciado de
mí! hube de servir de heraldo. ¡Traidor! Insultaba mi
vergüenza; y el pueblo mismo, observando con irrisión
HACIt\E

el rubor que cubría mi rostro, lo tomaba como presagio


seguro de mi caída. ¡Rey cruel! ¡He aquí los juegos en
que te places! Sólo me has prodigado tus pérfidas merce-
des para hacerme sentir mejor tu tiranía y aplastarme
por fin bajo una ignominia mayor.
ZARES
¿Por qué juzgar tan mal de sus intenciones? Ha
creído recompensar una buena acción. Por el contrario,
señor, ¿no habría que extrañarse de que haya diferido
tan largo espacio su premio? Además, todo lo hizo por
consejo vuestro. Vos mismo dictasteis todo ese triste apa·
rato: sois el primero después de él en el imperio. ¿Sabe
acaso todo el horror que ese jUdío os inspira?
AMÁN
i Sabe que me lo debe todo, y que por su grandeza
he pisoteado remordimientos, pudor, temores; que ejer-
ciendo el poder con corazón de bronce he silenciado las
leyes y hecho gemir la inocencia; que, desafiando por
él la aversión de los persas, he deseado, he buscado sus
maldiciones: y como premio a mi vida expuesta a tantos
odios, el bárbaro me expone hoya la común risotada!
ZARES
Solos estamos, señor. ¿De qué sirve engañarse? Ese
celo que por él encendisteis, ese cuidado de inmolarlo todo
al poder supremo, entre nosotros, ¿tenían otro objeto
fuera de vos mismo? Sin ir más lejos, todos esos judíos
desolados ¿no es a vos mismo únicamente a quien los
inmoláis? Y no teméis que algún consejo funesto.. . En
fin, la corte nos odia, el pueblo nos detesta. Hasta ese
judío, lo confieso a mi pesar, ese judío colmado de hono·
res, me atemoriza. A menudo encadenadas corren unas
con otras las desgracias, y su raza siempre fué fatal a
la vuestra. Pensad en aprovecharos de ese pequeño ul-
traje. Acaso se apresta a dejaros la fortuna, y su incons·
tancia puede dar lugar a los más terribles excesos: antes
de que se canse prevenid su capricho. ¿Hacia qué cima
tendéis aún? Me estremezco cuando veo los profundos
abismos que se abren ante mis ojos: en adelante, la caída
no puede ser más que horrible. Atrevéos a buscar en otra
parte más apacihle destino: volved al Helesponto y su s
231 ESTER

alejadas costas donde vuestros errantes abuelos fueron


antaño arrojados, cuando la venganza de los judíos en·
cendida contra ellos expulsó a todo Amalee de la triste
Idumea. Sustraéos por fin a las emboscadas de la suerte.
Nos precederán nuestros más ricos tesoros: podéis de·
jarme la dirección de la partida, yo aseguraré ante todo
la huída de vuestros hijos; y entretanto, no tengáis más
preocupación que la de disimular. Contenta me veréis
volar tras de vuestros pasos : el más terrible y tempes·
tuoso mar nos ofrece seguridad mayor que esta engaña·
dora corte. Pero veo que alguien se dirige rápidamente
hacia vos : es Hidaspes.

ESCENA SEGUNDA
Amán, Zares, Hidaspes

l-lIDASPES (a Amán)
Señor, he corrido a buscaros. Vuestra ausencia en
aquellos sitios suspende toda alegría; y Asuero me en·
vía para que allí os conduzca.
AMÁN
¿Y Mardoqueo? ¿Asiste también a l banquete?
HIDASPES
¡Cómo! ¿Recordáis ese disgusto hasta en la mesa de
Ester? ¿Siempre os desespera la imagen de ese judío"
Dejadlo envanecerse de un frívolo triunfo. ¿Cr ee que va
a evitar el rigor de Asuero? ¿No sois vos el dueño de su
oído y de su corazón? Se ha premiado el celo y se caso
tigará el crimen : sólo os han ornado, señor, vuestra vÍC-
tima. Yo me engaño, o vuestros deseos, secundados por
E ster, obtendrán m ás aún de lo qu e demandaríais .
AMÁN
¿Creeré en la dic ha que tu hoca me anuncia ?
HIDAS PES
Yo oí la respuesta de los sabios adivinos: dicen que
la mano de un pérfido extranjero está pronta a mancharse
en la sangre de la r eina: y e l rey, que no sabe dónde
232

~ncontrar al culpable. imputa solamente a los judíos este


detestable proyecto.
AMÁN
Sí. son monstruos furiosos, querido amigo: y el más
temible es su atrevido jefe. La tierra los soporta con ho-
rror desde hace largo tiempo. y nunca nos apresurare-
mos bastante a libertar de ellos a la naturaleza. ¡Ah! por
fin respiro. Adiós, querida Zares.
HIDASPES
Las compañeras de Ester se adelantan hacia aqui.
Sin duda su concierto va a dar comienzo a la fiesta. En-
trad y recibid el honor que se os prepara.

ESCENA TERCERA
Elisa, el Coro
(Esto se recita sin canto)
UNA DE LAS ISRAELITAS
Es Amán.
OTRA
E s él mismo, y me estremezco, hermana.
LA PRIMERA
Mi corazón en lo hondo de mi pecho se aterra.
LA OTRA
Es de Israel la mano enemiga y tirana.
LA PRIMERA
Es el que conturba la tierra.
ELISA
¿Sin conocerle al punto puede vérsele acaso?
El desdén y el orgullo se pintan en su frente.
UNA ISRAELITA
En sus ojos se lee su furor insolente.
OTRA
Creo ver a la muerte marchar tras de su paso.
233 ESTER

. UNA DE LAS MÁS JÓVENES


Yo no sé si ese tigre reconoció su presa:
pero al mirarlo, hermanas mias, me ha parecido
que habla en sus pupilas una alegre fiereza
y aún mi corazón se agita estremecido.
ELISA
¡Cuál con el nuevo honor su audacia va a crecer!
Lo veo, hermanas, veo su gesto descarado:
el insolente cerca del rey ya se ha sentado
a la mesa de Ester.
UNA DE LAS ISRAELITAS
Decid, oh servidores del banquete, ¿qué vino ,
qué manjares le preparáis a ese aSE'sino?
OTRA
Del huérfano la sangre.
UNA TERCERA
El llanto del proscrito.
LA SEGUNDA
Tal es su manjar favorito.
LA TERCERA
Tal es su predilecto vino.
ELISA
Hermanas, acallad del dolor la fiereza .
Cantemos, cual lo ordenan. Puedan nuestras canciones
del corazón de Asuero endulzar la rudeza,
como antaño David con sus profundos sones,
calmó de un rey celoso la salvaje tristeza .
(Todo el resto de este tro zo es cantado)
UNA ISRAELITA
El pueblo es bien dichoso
cuando un rey generoso,
temido en todo el mundo, quiere aún que se le ame.
¡Dichoso el pueblo sea! ¡Feliz el rey se llame!
R-\.CINE 234

TODO EL CORO
¡Oh reposo! ¡Oh tranquilidad!
¡Oh de perfecta dicha seguridad eterna,
si la suprema autoridad
en sus consejos tiene y con ellas gobierna
a la justicia y la verdad!
(Estas cuatro estancias las cantan alternativamente una
sola voz y todo el coro)
UNA ISRAELITA
Reyes, la calumnia arrojad:
sus criminales atentados
de los apacibles Estados
turban la feliz equidad.
Su rabia, de sangre sedienta,
persigue siempre al inocente.
Reyes, proteged al ausente
contra su lengua turbulenta.
De este monstruo y de su furor
temed la fingida bonanza;
en su corazón hay venganza,
aunque en su boca muestre amor.
El fraude, sutil como el viento,
flores siembra en su huella fina ;
pero tras sus pasos camina
inútil arrepentimiento.
UNA ISRAELITA (sola)
De un soplo el aquilón aparta los nublados,
y el rayo y la tormenta aleja de los prados.
Un rey sabio, enemigo de mentirosa lengua,
al impostor con una mirada hunde en su mengua.
OTRA
Yo admiro a un rey victorIoso,
por su valor triunfante en enemigo suelo.
Pero un rey sabio, que odia la injusticia,
y que impide que el rico imperIOso
doblegue el pobre al yugo brutal de su codicia,
es el mejor presente del cielo.
OTRA
En su defensa espera la desvalida viuda.
235 ESTER

OTRA
Como en un padre en él el huérfano se escuda.
TODAS JUNTAS
Y del justo las lágrimas que le implora n ansiosas.
ante sus ojos son preciosas.
UNA ISRAELITA (sola)
Rey poderoso, aparta, aparta de tu oído
cualquier consejo bárbaro que te venga a mentir.
OTRA
Tiempo es de que levantes el párpado caído:
en la sangre inocente tu mano se va a hundi r
mientras estás dormido.
Rey poderoso, aparta, aparta de tu oído
todo consejo que te venga a mentir.
OTRA
¡Así bajo tu ley tiemble la tierra entera'
¡Así por siempre pueda contra tus en emigos
de tu valor el eco servirte de barrera!
Si te atacan, los hundan inmediatos castigos.
¡Que el vigor de tu brazo los envuelva;
que el terror de tu nombre los disuelva;
que su ejército innúmero sea ante tus soldados
como de niños hueste no temida;
y si por un camino entrara en tus Estados.
que por mil emprenda la huída!

ESCENA CUARTA
Asue1'0, Este?", Amán , Elisa , el Cor o

ASUERO (a E steT)
Sí, vuestras menoreR palabras tienen gracias se·
cretas: a todo lo que hacéis el noble pudor otorga un
precio de que carecen la púrpura y el oro. ¿Qué comarca
encerró tan rara joya? ¿De qué virtuoso seno nacisteis,
y qué discreta mano educó vuestra infancia? Pero ante
todo, rlecid lo que demandáis: os serán acordados, Ester,
RACINE 236

todos vuestros deseos; aunque hubierais de pedir, como


ya lo he dicho y quiero repetirlo, la mitad de este pode-
roso imperio.
ESTER
No me extravío en tan vastos deseos. Pero puesto
que debo explicar finalmente mis suspiros, puesto que
mi rey mismo me invita a hablar (Se arroja a los pies
del rey), oso' imploraros por mi propia vida y por 10s tris-
tes días de un pueblo sin ventura que habéis condenado
a perecer conmigo.
ASUERO (levantándola)
loA perecer? ¿Vos? ¿Qué pueblo? ¿Y qué misterio es
éste?
AMÁN (muy bajo)
Tiemblo.
ESTER
Ester, señor, tuvo por padre a un judío: y conocéis
el rigor de vuestras sangrientas órdenes.
AMÁN (aparte)
¡Ah dioses!
ASUERO
¡Ah! ¡Con qué golpe me atravesáis el corazón! ¿Vos
la hija de un judío? ¡Y qué! todo cuanto amo, esta Ester,
la inocencia y la discreción mismas, a la que yo creía
el más caro amor del cielo. ¿habría abrevado sus días
en tan impura fuente? ¡Desgraciado!
ESTER
Señor, podéis rechazar mi súplica: pero os pido al
menos que como última gracia me escuchéis hablar has-
ta el fin , y que sobre todo no ose Amán interrumpirme.
ASUERO
Hablad.
ESTER
j OhDios, confunde a la audacia y a la impostura!
Esos judíos de quienes queréis librar a la naturaleza, a
los que creéis, señor, el desecho humano, eran antes
soberanos de una rica comarca, y mientras no adoraron
más Dios que el de sus padres, bendito vieron el curso
237 ESTER

de sus destinos prósperos. Ese Dios, dueño absoluto del


cielo y de la tierra, no es tal como el error a vuestros
ojos lo pinta: su nombre es el Eterno, el mundo es su
obra; Él oye los suspiros de humilde a quien se afrenta,
con iguales leyes juzga a todos los mortales, y desde lo
alto de su trono interroga a los reyes. La caída espanta-
ble de los más firmes Estados, si lo quiere, no es más que
un juego para su mano temible. Los judíos osaron diri-
girse a todos los dioses, y en un solo día, reyes y pueblo
fueron dispersados: su triste servidumbre bajo los asi-
rios fué el justo premio de su ingratitud.
Pero para castigar también a su vez a nuestros
amos, Dios escogió a Ciro antes de que hubiera visto la
luz, lo llamó por su nombre, lo prometió a la tierra, lo
hizo nacer, y súbitamente lo armó de su trueno, quebró
las orgullosas murallas y las broncíneas puertas, puso en
su mano el despojo de los soberbios reyes, y vengó sobre
ellos la injuria de su templo: Babilonia pagó con usura
nuestras lágrimas. Vencedor gracias a él, Ciro proclamó
sus mercedes, miró nuestro templo con mirada de paz,
devolviéndonos nuestras leyes y nuestras divinas fiestas ;
ya se levantaba el templo de sus escombros. Pero su hijo,
heredero insensato de tan sabio rey, interrumpió la obra
comenzada y fué sordo a nuestros dolores: Dios rechazó
su raza, lo arrojó a él mismo y os puso en su lugar.
¡Qué no esperábamos de rey tan generoso ! Dios, de-
cíamos, mira con piedad a su desgraciado pueblo: reina
un soberano amigo de la inocencia. Alabábase dondequie-
ra la clemencia del nuevo príncipe: los judíos prorrum-
pieron por todas partes en gritos de alegría. ¡Cielos! ¿Se
verá siempre rodeado de crueles espíritus el oído de los
más dulces príncipes, y envenenada la fuente del bienes-
tar público? Un bárbaro engendrado en el fondo de la
Tracia vino a contagiar con su crueldad estas regiones;
un ministro enemigo de vuestra propia gloria ...

AMÁN
¡De vuestra gloria! ¿Yo? ¡Cielos! ¿Podréis creerlo?
Yo, que no tengo otro objeto ni otro dios .. .

ASUERO
¡Calla! ¿Osas hablar sin orden de tu rey?
RAClNE 238

ESTER
Se declara ante vos nuestro cruel enemigo: es él, es
ese ministro infiel y bárbaro, quien, revestido a vuestros
ojos de un engañoso celo, armó vuestra virtud contra
nuestra inocencia. ¡Y quién otro ¡gran Dios! sino un
escita implacable hubiera dictado la espantosa orden de
tantos crímenes! Se llenará de asesinatos al asombrado
universo: se verá, bajo el nombre del más justo de los
príncipes, desolar vuestras provincias un extranjero pér·
fido; y en este palacio mismo, como presa para su enojo,
subir hasta vos la sangre de vuestros súbditos.
¿Y qué reprocha a los jUdíos su envenenado odio?
¿Qué guerra intestina hemos encendido? ¿Se les ha visto
marchar entre vuestros contrarios? ¿Hubo jamás esclavo·s
más sumisos al yugo? Adorando en sus hierros al Dios
que los castiga, mientras que vuestra mano, pesando sobre
sus espaldas, los entregaba sin socorro a sus perseguido·
res, ellos conjuraban a ese Dios para que velara sobre
vuestros días, para que rompiera las criminales tramas de
los malvados, bajo la sombra de sus alas aun en vuestro
mismo trono. No lo dudéis, señor, él ha sido vuestro apoyo:
él únicamente puso a vuestros pies al indo y al parto,
dispersó ante vos los innumerables escitas, y encerró los
mares en vuestros vastos limites; él únicamente descu-
brió a los ojos de un judío el plan de dos traidores pron-
to a atravesaros el pecho. ¡Ay! antaño este judío me
adoptó por hija.
ASUERO
¿Mardoqueo?
ESTER
El único que restaba de nuestra familia. Mi padre era
su hermano. Desciende como yo de la sangre infortuna-
da de nuestro primer rey. Lleno de justo horror por un
amalecita, raza que nuestro Dios ha maldecido de su pro-
pia boca, no pudo doblar las rodillas ante Amán, ni ren-
dirle un honor que sólo a vos cree debido. De ahí, señor,
ese odio contra los judíos y contra Mardoqueo, oculto
con otros nombres. En vano Mardoqueo se ve ornado
por vuestras mercedes: a la puerta de Amán está pre-
parado ya el instrumento execrable de una infame muer-
te; dentro de una hora a más tardar, ese venerable an-
ciano, por su orden arrancado de las puertas de palacio,
debe ir arrastrado allí, cubierto aún de vuestra púrpura.
239 ESTER

ASUERo.
¡Qué luz mezclada de horror viene a espantar mi al-
ma! Toda mi sangre se inflama de vergüenza y de cólera.
He sido, pues, el juguete ... ¡Cielo, dígnate iluminarme!
Tratemos de respirar un momento sin testigos. Llamad
a Mardoqueo: hay que oírlo también .
(El rey se aleja)
UNA ISRAELITA
¡Verdad a quien imploro, acaba de. mostrarte!

ESCENA QUINTA
Ester, Amán, Elisa, el Coro

AMÁN (a Ester)
De justo estupor permanezco herido. Los enemigos de
los judíos me han traicionado, me engañaron: pongo por
testigo a la suprema potencia del cielo de que al perderlos
creía aseguraros a vos misma. Princesa, emplead en su
favor mi crédito: como veis, el rey fluctúa todavía, vacilan-
te. Yo. sé por qué reso.rtes se le impulsa o se le detiene, y
pro.voco, según .me place, la calma o la tormenta. Ya los
intereses de los judíos son sagrados para mí. Hablad:
vuestros enemigos, asesinados al instante, víctimas de la
fidelidad que os jura mi boca, de mi fatal error han de
reparar la injuria. ¿Qué sangre pedís?
ESTER
Véte, déjame, traidor. Nada esperan los .iudíos de un
malvado como tú. ¡Miserable, el Dios vengador de la ino-
cencia, pronta para juzgarte tiene ya su balanza! Bien
pronto se te anunciará su justo fallo . Tiembla: tu día
se aproxima y ha pasado tu reino.
AMÁN
Sí, lo confieso, ese Dios es un Dios temible . ¿Pero
quiereacaso que se conserve un implacable odio? Esto es
hecho: mi orgullo se ve forzado a doblegarse; reducido
está a la súplica el inexorable Amán. (Se arroja a sus
pies) Por la salud de los judíos, por estos pies que abra-
RAcrm-; 240

zo, por ese sabio anciano que es el honor de vuestra raza,


dignáos apaciguar el enojo de un r ey t errible: salvad a
Amán, que tiembla a vuestras sacras rodillas.

ESCENA SEXT~

Asuero, Ester, Amán, Eli sa, el Coro, Guardias

ASUERO
¡Cómo! ¿El traidor pone sobre vos sus audaces ma-
nos? Ah, leo sus perfidias en sus confundidos ojos, y su
turbación, reforzando la fe de vuestros discursos, me
recuerda toda la serie de sus crímenes. Que al instante se
le arranque el alma a ese monstruo; y que ante su puer-
ta, en lugar de Mardoqueo, apaciguando tierra y cielo
con su muerte, sacie los ojos de mis pueblos vengados.
(Sale Amán ll evado por los guardias)

ESCENA SÉPTIMA
Asuero, Ester, Mardoqueo, Eli sa, el Coro

ASUERO (continúa, di rigiéndose a Mardoqueo)


Mortal amado del cielo, salud y dicha mía, tu rey no
es ya presa del consejo de los malvados; mis ojos se han
abierto, confundido está el crimen: véna brillar junto
a mí en el puesto que te es debido. Te otorgo los bienes
y el poderío de Amán: posee tú justamente su injusta
opulencia. Yo quebranto el funesto yugo con que los ju-
díos se inclinan; les entrego la sangre de todos sus ene-
migos, quiero que se les honre al igual que a los persas,
y que todo tiemble al nombre del Dios que Ester adora.
Reconstruíd su t emplo y poblad vuestras ciudades; que
vuestros felices hijos, en sus días solemnes, consagren
la gloria y el triunfo de este día y que mi nombre viva
por siempre en su memoria.
241

ESCENA OCTAVA
AsueTo, EsteT, MaTdoqueo, Asa!, Elisa, ei Coro
ASUERO
¿Qué quieres Asaf?
ASAF
Señor, el traidor ha expirado, despedazado a medias
por el pueblo enfurecido. Arrastran y van a ofrecer en fu-
nesto espectáculo, los miserables despojos de su ensan-
grentado cuerpo.
MARDOQUEO
¡Rey, que por siempre el cielo proteja vuestros días'
El peligro de los judíos apremia y reclama un rápido
socorro.
ASUERO
Sí, te comprendo. Vamos a revocar, con órdenes con-
trarias, las sanguinarias órdenes de un malvado.
ESTER
¡Oh Dios, por qué rutas desconocidas a los mortales
conduce tu sabiduría sus designios eternos!

ESCENA NOVENA
El C01·0

TODO EL CORO
Dios hace triunfar la inocencia :
¡alabemos su omnipotencia!
UNA ISRAELITA
Él vió contra nosotros los malvados crecer
y nuestra sangre pronta a correr.
Como agua por la tierra la iban a esparcir :
de lo alto del cielo su voz se dejó oír;
el hombre soberbio es derribado,
sus propias flechas lo han atravesado.
OTRA
Al implo yo he visto adorado en la tierra ;
y , semejante al cedro, ocultaba en el cielo
RAC1NE 242

su frente imperIosa;
parece el trueno mismo que libera o encierra,
pisa a sus enemigos cafdos en el suelo:
no hice más que pasar, y ya estaba en la fosa.
OTRA
De los reyes se puede sorprender la justicia.
Son incapaces de engañar;
les es difícil escapar
a las trampas de la malicia.
Un noble corazón en otro no presiente
la bajeza y codicia
que en sí mismo no siente.
OTRA
¿Cómo la tormenta ha calmado?
OTRA
¿Qué mano saludable ha vencido el nublado?
TODO EL CORO
La dulce Ester este prodigio ha realizado.
UNA ISRAELITA (sola)
Por el amor de Dios su pecho arde abrasado.
Al riesgo de una muerte funesta
su celo ardiente se ha arrojado:
ella habló; el cielo ha hecho lo que resta.
DOS ISRAELITAS
De las hijas de Persia Ester sola ha triunfado:
cielo y naturaleza de dones la han ornado.
UNA DE ELLAS
De sus dos ojos fluyen encantos inocentes.
¿Tanto esplendor acaso fué nunca coronado?
LA OTRA
Los encantos de su alma son aún más potentes.
¿Tanto mérito acaso fué nunca coronado?
LAS DOS (juntas)
De las hijas de Persia Ester sola ha triunfado:
cielo y naturaleza de dones la han ornado.
~43 ESTER

UNA SOLA
Tu Dios no está ya irritado:
alégrate, Sión, sal del sendero
de tu dolor; despójate del ropaje enlutado,
recobra tu esplendor primero.
Las vías de Sión por fin puedes pisar :
¡los hierros quebrantar!
Oh tribus cautivas:
gentes fugitivas,
trasponed los montes y el mar;
de todo el vasto universo veníos a agrupar .
TODO El. COitO
¡Los hierros quebrar'
Oh tribus cautivas;
gentes fugitivas,
trasponed los montes y el mar ;
de todo el vasto universo veníos a agrupar.
UNA ISRAELITA ( sola )
Volveré a ver esos campos queridos.
OTRA
Iré a llorar en su tumba a mis padres perdidos.
TODO EL CORO
Trasponed los montes y el mar ;
de todo el vasto universo veníos a agrupar .
UN A ISRAELITA (sola)
Los pórticos soberbios con júbilo levanto
del templo donde Dios quiere ser adorado ;
que del oro más puro sea el altar omado,
y del monte a los senos el mármol arrancado.
Oh Líbano, despójate ya de tus cedros santos;
sacerdotes sagrados, preparad vuestros cantos.
OTRA
Dios desciende y habita de nuevo entre nosotros:
estremécete, tierra , de alegría y de espanto.
¡Cielos, ante su porte santo,
inclináos vosotros!
.HACINE 244

OTRA
¡Qué süave es su yugo! ¡Qué bueno es el Señor !
¡Feliz quien desde niño conoció su dulzor!
Jóvenes, acudid a ese dueño adorable:
en los bienes mayores nada hay comparable
al río de placeres que él vierte con su amor.
¡Qué süave es su yugo! ¡Qué bueno es el Señor!
¡Feliz quien desde niño conoció su dulzor!
OTRA
Se apacigua y perdona;
del ingrato que lo abandona
la vuelta aguarda sin rencor;
hasta excusa nuestra locura;
Buscarnos él mismo procura.
por el hijo de su dolor
la madre tiene menos ternura.
¡Ah! ¡Quién con él pudiera compartir el amor!
TRES ISRAELITAS
Él nos hace alcanzar una ilustre victoria.
UNA DE LAS TRES
Él nos ha revelado su gloria.
LAS TRES (juntas)
¡Ah! ¿Quién con él pudiera compartir nuestro amor~

TODO EL CORO
SU nombre bendecid y su nombre alabad;
que se celebren sus acciones
más allá de tiempos y de naciones,
más allá de la Eternidad.
INDICE

l';í¡;.

IntroducciólI, por P . H. U . ..

Feara .. " .. 23

Andrómaca 79

Británico .. 135

E~ l er . .•... 197
ESTA EDICIÓN DE
FEDRA
VOLUMEN VIGÉSIMOPRIMERO DE
LAS CIEN OBRAS MAESTRAS
D E LA LIT E R A T U R A
Y DEL PENSAMIENTO
UNIVERSAL,

SE ACABÓ DE IMPRIMIR
EL 1Q DE DICIEMBRE DE 19 J9
EN LA
IMPRENTA LÓPEZ,
¡'ERÚ 666,
BUENOS AIRES

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