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El paraguas de Malabo

Arturo Pérez Reverte – XL Semanal – 27 / 9 / 2.015.

Ayer, ordenando papeles y fotos viejas, encontré la de un diplomático español


en Guinea Ecuatorial con un paraguas multicolor, de ésos tipo arco iris,
caminando por una avenida bordeada de palmeras. No se le ve el rostro, pues
está de espaldas mientras marcha decidido, con la prestancia de un lord inglés,
balanceando en la mano derecha, con ademán elegante, el paraguas cerrado.
Se trata de un tipo alto, flaco y rubio, que en el momento en que le hice la
fotografía debía de rondar los treinta y cinco años. Es una foto pintoresca, y el
recuerdo que tengo de ella, como del personaje, es más pintoresco todavía. Al
encontrar su imagen me ha venido a la boca una sonrisa nostálgica, divertida,
pues recuerdo perfectamente el momento en que hice esa fotografía. También,
aunque el protagonista se encuentra de espaldas, retengo su rostro de
entonces: los ojos que me parece eran claros, el cabello pajizo corto y escaso,
la barba rubia. He olvidado su nombre y quizá hoy no lo reconocería por la
calle, pero el recuerdo que me dejó es magnífico. Aquella mañana lo fotografié
porque lo admiraba.

Cuando era reportero me relacioné poco con diplomáticos españoles. En los


lugares donde trabajaba, mi presencia era para ellos una preocupación; y su
injerencia, para mí, un engorro. Así que siempre mantuve las distancias. Sólo
con un par de ellos tuve auténtica amistad, como fue el caso de Diego de
Arístegui, a quien conocí en Nicaragua y al que luego mataron en el Líbano; o
aquel secretario de embajada con el que, también en el Líbano, me
emborrachaba en los puticlubs de allí mientras fuera caían cebollazos,
cantando: Beirut, Beirut, Beirut, / cristianos, palestinos, yo y tú. / Un
francotirador / pondrá fondo sonoro a nuestro amor. Etcétera. Pero éste de la
foto ni siquiera era mi amigo. Y sin embargo...

Ocurrió en Malabo, en 1981. Yo estaba haciendo un reportaje sobre Guinea


Ecuatorial. Aparqué mi Land Rover en la Cuesta de las Fiebres, bajé al puerto
e hice unas fotos, sabiendo que estaba prohibidísimo. Pero ése era mi oficio. Al
regreso, mala suerte, me pararon dos soldados de un puesto de control. Uno
era un sargento con muy mala leche, y cuando en África un militar tiene mala

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leche, y además lleva el casco al revés, tiene amarillo el blanco de los ojos y
huele a cerveza, la cosa puede ponerse jodida. Ahorrando detalles, al rato
pude largarme con veinte dólares menos y sin los carretes fotográficos. Debía
pasar por la embajada para otro asunto, así que allí, charlando con el
secretario, referí el incidente. Sin darle mayor importancia, pues que te quitaran
el carrete de fotos y no te dieran una paliza, en Guinea, era salir bien librado.
Rutina laboral.

Para mi sorpresa, el diplomático se lo tomó a pecho. ¿Te vieron hacer fotos?,


preguntó. Dije que no, que sólo vieron las cámaras y decidieron quedarse con
los carretes, por si acaso. Pues es intolerable, dijo. «Eres un periodista
acreditado ante el gobierno del presidente Obiang, con todo en regla». Le dije
que no tenía importancia, que las fotos no eran gran cosa, pero él insistió: «No
son tus fotos, sino el principio. La dignidad. Como diplomático, no puedo
consentir que traten así a un súbdito español». Y dicho eso, se ajustó el nudo
de la corbata, se puso la chaqueta -había casi 50º húmedos a la sombra-, cogió
un paraguas multicolor que tenía apoyado en la pared, dijo que lo acompañara
y nos metimos en su coche. Para qué es el paraguas, pregunté. Y la respuesta
no la he olvidado nunca: «Me conocen por este paraguas. Lo llevo siempre,
porque es seña fácil de identidad. Es como pasear el pabellón. La bandera».

Y así fue. Paseando la bandera, o sea, el paraguas, tan digno y grave como si
acudiera a una recepción en el palacio de Buckhingham, erguido, seguro de sí,
aquel secretario de embajada bajó del coche ante el control de los soldados
guineanos, y yendo hacia ellos con paso decidido y flema perfecta,
balanceándolo con elegancia al caminar, les soltó una larga parrafada en claro
y limpio español de Castilla. No sé lo que les dijo, porque me pidió que me
quedara en el coche; pero de vez en cuando se volvía y me señalaba con el
paraguas. Al rato vino y me entregó los carretes. «Lo de menos son tus fotos -
repitió-. Es la dignidad de mi país, que es el tuyo. La España a la que
represento». Y yo lo miré, admirado, con un respeto inmenso. La misma
admiración y el mismo respeto que vuelvo a sentir ahora, treinta y cuatro años
después, contemplando esa vieja fotografía. Un joven diplomático español
digno y audaz, caminando entre palmeras hacia unos soldados borrachos,
blandiendo con resolución un paraguas de colores.

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