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Juan Rulfo

(México, 1918-1986)

No oyes ladrar a los perros


(El Llano en llamas, 1953)

—Tú que vas allá arriba, Ignacio, dime si no oyes alguna señal de algo o si ves alguna luz en alguna
parte.
—No se ve nada.
—Ya debemos estar cerca.
—Sí, pero no se oye nada.
—Mira bien.
—No se ve nada.
—Pobre de ti, Ignacio.
La sombra larga y negra de los hombres siguió moviéndose de arriba abajo, trepándose a las
piedras, disminuyendo y creciendo según avanzaba por la orilla del arroyo. Era una sola sombra,
tambaleante.
La luna venía saliendo de la tierra, como una llamarada redonda.
—Ya debemos estar llegando a ese pueblo, Ignacio. Tú que llevas las orejas de fuera, fíjate a
ver si no oyes ladrar los perros. Acuérdate que nos dijeron que Tonaya estaba detrasito del monte.
Y desde qué horas que hemos dejado el monte. Acuérdate, Ignacio.
—Sí, pero no veo rastro de nada.
—Me estoy cansando.
—Bájame.
El viejo se fue reculando hasta encontrarse con el paredón y se recargó allí, sin soltar la carga
de sus hombros. Aunque se le doblaban las piernas, no quería sentarse, porque después no
hubiera podido levantar el cuerpo de su hijo, al que allá atrás, horas antes, le habían ayudado a
echárselo a la espalda. Y así lo había traído desde entonces.
—¿Cómo te sientes?
—Mal.
Hablaba poco. Cada vez menos. En ratos parecía dormir. En ratos parecía tener frío.
Temblaba. Sabía cuándo le agarraba a su hijo el temblor por las sacudidas que le daba, y porque
los pies se le encajaban en los ijares como espuelas. Luego las manos del hijo, que traía trabadas
en su pescuezo, le zarandeaban la cabeza como si fuera una sonaja. Él apretaba los dientes para
no morderse la lengua y cuando acababa aquello le preguntaba:
—¿Te duele mucho?
—Algo —contestaba él.
Primero le había dicho: "Apéame aquí... Déjame aquí... Vete tú solo. Yo te alcanzaré mañana
o en cuanto me reponga un poco." Se lo había dicho como cincuenta veces. Ahora ni siquiera eso
decía. Allí estaba la luna. Enfrente de ellos. Una luna grande y colorada que les llenaba de luz los
ojos y que estiraba y oscurecía más su sombra sobre la tierra.
—No veo ya por dónde voy —decía él.
Pero nadie le contestaba.
E1 otro iba allá arriba, todo iluminado por la luna, con su cara descolorida, sin sangre,
reflejando una luz opaca. Y él acá abajo.
—¿Me oíste, Ignacio? Te digo que no veo bien.
Y el otro se quedaba callado.
Siguió caminando, a tropezones. Encogía el cuerpo y luego se enderezaba para volver a
tropezar de nuevo.
—Este no es ningún camino. Nos dijeron que detrás del cerro estaba Tonaya. Ya hemos
pasado el cerro. Y Tonaya no se ve, ni se oye ningún ruido que nos diga que está cerca. ¿Por qué
no quieres decirme qué ves, tú que vas allá arriba, Ignacio?
—Bájame, padre.
—¿Te sientes mal?
—Sí
—Te llevaré a Tonaya a como dé lugar. Allí encontraré quien te cuide. Dicen que allí hay un
doctor. Yo te llevaré con él. Te he traído cargando desde hace horas y no te dejaré tirado aquí para
que acaben contigo quienes sean.
Se tambaleó un poco. Dio dos o tres pasos de lado y volvió a enderezarse.
—Te llevaré a Tonaya.
—Bájame.
Su voz se hizo quedita, apenas murmurada:
—Quiero acostarme un rato.
—Duérmete allí arriba. Al cabo te llevo bien agarrado.
La luna iba subiendo, casi azul, sobre un cielo claro. La cara del viejo, mojada en sudor, se
llenó de luz. Escondió los ojos para no mirar de frente, ya que no podía agachar la cabeza
agarrotada entre las manos de su hijo.
—Todo esto que hago, no lo hago por usted. Lo hago por su difunta madre. Porque usted fue
su hijo. Por eso lo hago. Ella me reconvendría si yo lo hubiera dejado tirado allí, donde lo
encontré, y no lo hubiera recogido para llevarlo a que lo curen, como estoy haciéndolo. Es ella la
que me da ánimos, no usted. Comenzando porque a usted no le debo más que puras dificultades,
puras mortificaciones, puras vergüenzas.
Sudaba al hablar. Pero el viento de la noche le secaba el sudor. Y sobre el sudor seco, volvía a
sudar.
—Me derrengaré, pero llegaré con usted a Tonaya, para que le alivien esas heridas que le han
hecho. Y estoy seguro de que, en cuanto se sienta usted bien, volverá a sus malos pasos. Eso ya no
me importa. Con tal que se vaya lejos, donde yo no vuelva a saber de usted. Con tal de eso...
Porque para mí usted ya no es mi hijo. He maldecido la sangre que usted tiene de mí. La parte que
a mí me tocaba la he maldecido. He dicho: “¡Que se le pudra en los riñones la sangre que yo le di!”
Lo dije desde que supe que usted andaba trajinando por los caminos, viviendo del robo y matando
gente... Y gente buena. Y si no, allí esta mi compadre Tranquilino. El que lo bautizó a usted. El que
le dio su nombre. A él también le tocó la mala suerte de encontrarse con usted. Desde entonces
dije: “Ese no puede ser mi hijo.”
—Mira a ver si ya ves algo. O si oyes algo. Tú que puedes hacerlo desde allá arriba, porque yo
me siento sordo.
—No veo nada.
—Peor para ti, Ignacio.
—Tengo sed.
—¡Aguántate! Ya debemos estar cerca. Lo que pasa es que ya es muy noche y han de haber
apagado la luz en el pueblo. Pero al menos debías de oír si ladran los perros. Haz por oír.
—Dame agua.
—Aquí no hay agua. No hay más que piedras. Aguántate. Y aunque la hubiera, no te bajaría a
tomar agua. Nadie me ayudaría a subirte otra vez y yo solo no puedo.
—Tengo mucha sed y mucho sueño.
—Me acuerdo cuando naciste. Así eras entonces.
Despertabas con hambre y comías para volver a dormirte. Y tu madre te daba agua, porque ya
te habías acabado la leche de ella. No tenías llenadero. Y eras muy rabioso. Nunca pensé que con
el tiempo se te fuera a subir aquella rabia a la cabeza... Pero así fue. Tu madre, que descanse en
paz, quería que te criaras fuerte. Creía que cuando tú crecieras irías a ser su sostén. No te tuvo
más que a ti. El otro hijo que iba a tener la mató. Y tú la hubieras matado otra vez si ella estuviera
viva a estas alturas.
Sintió que el hombre aquel que llevaba sobre sus hombros dejó de apretar las rodillas y
comenzó a soltar los pies, balanceándolo de un lado para otro. Y le pareció que la cabeza; allá
arriba, se sacudía como si sollozara.
Sobre su cabello sintió que caían gruesas gotas, como de lágrimas.
—¿Lloras, Ignacio? Lo hace llorar a usted el recuerdo de su madre, ¿verdad? Pero nunca hizo
usted nada por ella. Nos pagó siempre mal. Parece que en lugar de cariño, le hubiéramos retacado
el cuerpo de maldad. ¿Y ya ve? Ahora lo han herido. ¿Qué pasó con sus amigos? Los mataron a
todos. Pero ellos no tenían a nadie. Ellos bien hubieran podido decir: “No tenemos a quién darle
nuestra lástima”. ¿Pero usted, Ignacio?

Allí estaba ya el pueblo. Vio brillar los tejados bajo la luz de la luna. Tuvo la impresión de que
lo aplastaba el peso de su hijo al sentir que las corvas se le doblaban en el último esfuerzo. Al
llegar al primer tejaván, se recostó sobre el pretil de la acera y soltó el cuerpo, flojo, como si lo
hubieran descoyuntado.
Destrabó difícilmente los dedos con que su hijo había venido sosteniéndose de su cuello y, al
quedar libre, oyó cómo por todas partes ladraban los perros.
—¿Y tú no los oías, Ignacio? —dijo—. No me ayudaste ni siquiera con esta esperanza.
Casa tomada
[Cuento - Texto completo.]

Julio Cortázar

Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a
la más ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el
abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.
Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían
vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y
a eso de las once yo le dejaba a Irene las últimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina.
Almorzábamos al mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos platos
sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y cómo nos
bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegábamos a creer que era ella la que no nos dejó
casarnos. Irene rechazó dos pretendientes sin mayor motivo, a mí se me murió María Esther antes
que llegáramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta años con la inexpresada idea de que el
nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía
asentada por nuestros bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos
primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos;
o mejor, nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.
Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba el resto
del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No sé por qué tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen
cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era así, tejía cosas
siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias para mí, mañanitas y chalecos para ella. A veces
tejía un chaleco y después lo destejía en un momento porque algo no le agradaba; era gracioso ver
en la canastilla el montón de lana encrespada resistiéndose a perder su forma de algunas horas. Los
sábados iba yo al centro a comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores y
nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las librerías
y preguntar vanamente si había novedades en literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso
a la Argentina.
Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo importancia. Me
pregunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un pullover está
terminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un día encontré el cajón de abajo de la cómoda de
alcanfor lleno de pañoletas blancas, verdes, lila. Estaban con naftalina, apiladas como en una
mercería; no tuve valor para preguntarle a Irene qué pensaba hacer con ellas. No necesitábamos
ganarnos la vida, todos los meses llegaba plata de los campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene
solamente la entretenía el tejido, mostraba una destreza maravillosa y a mí se me iban las horas
viéndole las manos como erizos plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo
donde se agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.
Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca y
tres dormitorios grandes quedaban en la parte más retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña.
Solamente un pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esa parte del ala delantera donde había
un baño, la cocina, nuestros dormitorios y el living central, al cual comunicaban los dormitorios y el
pasillo. Se entraba a la casa por un zaguán con mayólica, y la puerta cancel daba al living. De manera
que uno entraba por el zaguán, abría la cancel y pasaba al living; tenía a los lados las puertas de
nuestros dormitorios, y al frente el pasillo que conducía a la parte más retirada; avanzando por el
pasillo se franqueaba la puerta de roble y mas allá empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía
girar a la izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo más estrecho que llevaba a la
cocina y el baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía uno que la casa era muy grande; si no,
daba la impresión de un departamento de los que se edifican ahora, apenas para moverse; Irene y yo
vivíamos siempre en esta parte de la casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta de roble, salvo
para hacer la limpieza, pues es increíble cómo se junta tierra en los muebles. Buenos Aires será una
ciudad limpia, pero eso lo debe a sus habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire,
apenas sopla una ráfaga se palpa el polvo en los mármoles de las consolas y entre los rombos de las
carpetas de macramé; da trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el aire, un
momento después se deposita de nuevo en los muebles y los pianos.
Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene estaba tejiendo
en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner al fuego la pavita del
mate. Fui por el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y daba la vuelta al codo que
llevaba a la cocina cuando escuché algo en el comedor o en la biblioteca. El sonido venía impreciso y
sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación. También lo
oí, al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas
hasta la puerta. Me tiré contra la pared antes de que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando
el cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y además corrí el gran cerrojo para más
seguridad.
Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le dije a Irene:
-Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado parte del fondo.
Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.
-¿Estás seguro?
Asentí.
-Entonces -dijo recogiendo las agujas- tendremos que vivir en este lado.
Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en reanudar su labor. Me acuerdo que
me tejía un chaleco gris; a mí me gustaba ese chaleco.
Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte tomada muchas
cosas que queríamos. Mis libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban todos en la biblioteca.
Irene pensó en una botella de Hesperidina de muchos años. Con frecuencia (pero esto solamente
sucedió los primeros días) cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos mirábamos con tristeza.
-No está aquí.
Y era una cosa más de todo lo que habíamos perdido al otro lado de la casa.
Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aun levantándose tardísimo, a las
nueve y media por ejemplo, no daban las once y ya estábamos de brazos cruzados. Irene se
acostumbró a ir conmigo a la cocina y ayudarme a preparar el almuerzo. Lo pensamos bien, y se
decidió esto: mientras yo preparaba el almuerzo, Irene cocinaría platos para comer fríos de noche.
Nos alegramos porque siempre resultaba molesto tener que abandonar los dormitorios al atardecer y
ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio de Irene y las fuentes de comida
fiambre.
Irene estaba contenta porque le quedaba más tiempo para tejer. Yo andaba un poco perdido a causa
de los libros, pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar la colección de estampillas de papá,
y eso me sirvió para matar el tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en sus cosas, casi siempre
reunidos en el dormitorio de Irene que era más cómodo. A veces Irene decía:
-Fijate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?
Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadradito de papel para que viese el mérito
de algún sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a no pensar. Se
puede vivir sin pensar.
(Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba en seguida. Nunca pude habituarme a esa voz de
estatua o papagayo, voz que viene de los sueños y no de la garganta. Irene decía que mis sueños
consistían en grandes sacudones que a veces hacían caer el cobertor. Nuestros dormitorios tenían el
living de por medio, pero de noche se escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar,
toser, presentíamos el ademán que conduce a la llave del velador, los mutuos y frecuentes insomnios.
Aparte de eso todo estaba callado en la casa. De día eran los rumores domésticos, el roce metálico
de las agujas de tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum filatélico. La puerta de roble, creo haberlo
dicho, era maciza. En la cocina y el baño, que quedaban tocando la parte tomada, nos poníamos a
hablar en voz más alta o Irene cantaba canciones de cuna. En una cocina hay demasiados ruidos de
loza y vidrios para que otros sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces permitíamos allí el silencio,
pero cuando tornábamos a los dormitorios y al living, entonces la casa se ponía callada y a media luz,
hasta pisábamos despacio para no molestarnos. Yo creo que era por eso que de noche, cuando Irene
empezaba a soñar en alta voz, me desvelaba en seguida.)
Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y antes de acostarnos le dije
a Irene que iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde la puerta del dormitorio (ella tejía)
oí ruido en la cocina; tal vez en la cocina o tal vez en el baño porque el codo del pasillo apagaba el
sonido. A Irene le llamó la atención mi brusca manera de detenerme, y vino a mi lado sin decir palabra.
Nos quedamos escuchando los ruidos, notando claramente que eran de este lado de la puerta de
roble, en la cocina y el baño, o en el pasillo mismo donde empezaba el codo casi al lado nuestro.
No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la puerta cancel, sin
volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían más fuerte pero siempre sordos, a espaldas nuestras. Cerré
de un golpe la cancel y nos quedamos en el zaguán. Ahora no se oía nada.
-Han tomado esta parte -dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las hebras iban hasta la cancel
y se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían quedado del otro lado, soltó el tejido sin mirarlo.
-¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? -le pregunté inútilmente.
-No, nada.
Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi dormitorio. Ya era
tarde ahora.
Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi brazo la cintura de
Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos así a la calle. Antes de alejarnos tuve lástima, cerré
bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que a algún pobre diablo se le ocurriera
robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.
FIN

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