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Título: La casa nuestra

Pseudónimo: Alazar 212

Tía Alicia era propensa a la paradoja, en ella cristalizó lo mejor de la familia.


Espontanea e inexperta, a mis padres les preocupaba su falta de compromiso con las
cosas serias de la vida y la importancia que le daba a algunas características de su propia
personalidad, “principios propios, nacidos de la revolución” solía decir. Tenía una
intrincada escala de valores. Tuvo algunos pretendientes y, aunque todos eran apuestos
y serios, esos noviazgos estaban siempre abocados al fracaso. Un áspero círculo de
incoherencias la rodeaba como protegiéndola de un mundo demasiado estable para ella.

Llevamos ya un tiempo viviendo en esta casa, en ella siempre huele a café, es un


amanecer constante que nos cuesta desperezar. No necesitamos más, la intimidad de
nuestro piso colma nuestras expectativas. Con un ligero ademán mi padre controla el
entorno: el aire es limpio, fresco, la luz del sol siempre está presente, cada cual ha hecho
un relato con su espacio personal, y juntos conforman la novela de la actualidad
familiar. “Hubo suerte con la compra”, decía siempre mi padre a aquellos que nos
visitaban.

Me he reflejado en el espejo del recibidor sin verme, mi madre me ha prohibido


mirarme en él. Sabía que ahí estaba, dos, tres, mil veces repetido, me podía escuchar en
él, incluso en los días de frio me he dado calor con su contacto. Pero mirarme, no, no,
mi madre no me deja. Por eso le he pedido a la tía Alicia que me mirase en el espejo,
pero ella solo tiene ojos para sus sueños.

-Cada uno es responsable de su mirada – me decía despistada – nunca le exijas a


alguien que mire donde no quiere.
- Pero tú siempre haces lo que otros te mandan. ¿Por qué hoy no?

- No siempre hago lo que quieren los demás.

- Casi siempre.

- No en lo que se refiere a las miradas y los olores, miro donde quiero y huelo lo que
deseo.

- ¿Y que deseas oler hoy?

Como cada mañana, tía Alicia ha revisado uno a uno los armarios de la cocina, ha
comprobado la colocación de todos los electrodomésticos y, en la medida de lo posible,
su perfecto funcionamiento. Esta pasión por la tecnología la heredó de sus padres y
estos de su equívoco viaje de novios. Nunca empezaba a desayunar hasta que los rayos
del sol no atravesasen el frutero, le gustaba la fruta recién bañada por el sol. Esto hacia
que en invierno el frutero escalase por las estanterías de la alacena, algo habitual en
nuestra casa, ya que, gracias a que sabíamos vivirla, casi todo estaba en movimiento.
Aquella mañana, excepcionalmente nublada, desayuné con cierta melancolía, he de
añadir que esos días mi tía no tomaba nada, aguardaba en la cocina con la esperanza que
las nubes se disipasen y si no era así salía de casa apesadumbrada. Nadie sabía dónde
iba, porque trabajar no trabajaba, pero cumplía un horario más o menos estricto en lo
que se refiere a las entradas y salidas de la casa, supongamos que quería reproducir una
vida obediente. Espejo, puerta, escaleras, portal, esa era la secuencia de cada mañana,
una secuencia sumisa que reproducía con cierta indiferencia, no con la indiferencia de
los que no tienen nada en la cabeza, sino con la indiferencia de los que no temen
desaparecer.

Empecé a escribir con la esperanza de que mis padres me subiesen la paga, pero un
buen día, y cuando más estaba escribiendo, esta dejó de llegar. Ahora escribo con la
esperanza que vuelva la conexión a casa. Así llamábamos al ADSL, a la fibra óptica, o a
cualquier otra forma de conectarnos a internet. La conexión es un fraude, lo sé, pero
hace que me sienta en todas partes; nunca he salido de mi ciudad, casi de mi barrio, por
eso la conexión a internet y la televisión son los ríos que atraviesan mi casa, por ellos
entran los extranjeros, incluyendo los novios de mi tía, por ellos, también, podemos salir
a explorar tiendas de ropa, a comprender el universo exterior y el encanto de las
profundidades marinas, con todos sus misterios incluidos. Si mi tía heredó del viaje de
novios de mis abuelos el fervor por la técnica, a mí me transmitieron un infinito amor
por el mar. Aprendí a comer mirando al mar, a las algas, me entraba hambre observar su
forma de flotar, deseaba ser un alga y experimentar una vida a caballo entre el sol y el
agua, sin arraigo, como nómada fluctuante.

Creo que ya va siendo el momento que os descubra algún que otro secreto: mis abuelos
no eran de aquí, ni siquiera llegaron a hablar bien nuestro idioma. Nacidos de
enardecidas familias Trotskistas, crecieron torpemente como dos atolondrados
petesburgueses; hasta que, por un error, un carguero se los llevó de su ciudad. Era uno
de esos que a mitad de la Guerra Civil Española llevaba niños provincianos a la
Republica de los Soviets, aquellos que, ufanos y felices, luego fueron perseguidos por
fascistas. En uno de ellos, ya vacío, fueron a jugar mis abuelos junto con otros niños de
su misma agrupación. Cuando el barco iba a zarpar todos lo abandonaron menos ellos
dos que, en un arrebato pueril, se prometieron amor eterno y decidieron que su viaje de
novios debía terminar en el Mediterráneo (en la infancia solo unos pocos tienen el honor
de ser culpables). Pero el asunto se complicó porque el carguero no volvió directamente
a Valencia, sino que tenía que pasar antes a cargar arroz en el Oriente. Así fue como mis
abuelos conocieron Japón, allí se enamoraron de la seda, de las algas, del mar y de la
tecnología. Una riqueza emocional que se trajeron a España y que poco a poco fue
tiñendo las esperanzas de todos sus descendientes.

Pero en esa mañana, copiosa y nublada, cuando acabé de desayunar mi tía me abrazó;
raramente lo hacía y menos aun antes de la puesta de sol. Después se marchó, como
todos los días, mirándose al espejo y, entonces sí, me miro a través suyo. Le dolía su
edad, no era una mujer insatisfecha, ni muchísimo menos, pero siempre hubo una
contradicción entre la edad de su cuerpo y la de su imaginación. Así que en aquel
abrazo creo que me dejaba parte de su cuerpo como blando testigo de la victoria de su
imaginación.

***

Un relato es un campo minado de intuiciones, así que todos sabéis ya que ella no volvió
esa tarde. Mi padre apenas lo notó, como responsable de los asuntos trascendentales de
la familia esas cosas escapaban a su apreciación. Pero a mi madre le llamaban las
amigas para ir a merendar, para jugar a las cartas o ir al cine y tenía siempre que
inventar alguna excusa para que no notasen que Alicia ya no las iba a acompañar.
Cuñadas, y de edades parecidas, no tenían casi nada en común más allá de un regustillo
morboso por el sufrimiento propio, tiempo de conciencia agotada para una, horas de
trabajo interior para la otra. Sin conocerse se acompañaban en su soledad, había como
una frecuencia melancólica que se escuchaba por las noches en la casa y que las hacia
resonar, como vidrios sueltos al paso de un camión vibraban al unísono sus inquietudes.

¿Por qué pasan estas cosas? Solo el tiempo es responsable de que las familias se
desmembren. El contacto diario, y no la sangre, compacta a las familias, las amalgama,
y en el mejor de los momentos las descuartiza.

La habitación de mi tía era la más soleada de la casa, así que silenciosamente la ocupé.
Pero no solo ocupé la habitación, tuve la sensación que ocupaba parte de su cuerpo,
quizá ese abrazo que me dio fue la huella de su cuerpo en la cama, o una forma de
trasladar a alguien unos deseos que ella no se atrevía a mostrar. Abrí el armario pero no
olía a nada, se llevó el olor de su ropa limpia, porque eso era lo que siempre quiso tener
fuera de casa: el olor de su armario recorriendo la ciudad.

Nadie quiere que le llegue el futuro estando solo, así que tendemos a desprendernos a
diario de algo valioso, de algo esencial, recorriendo a la inversa los principios de la
necesidad. Medias cubanas color caoba, zapatos negros de charol y botones, millones de
botones, su ejército de razas invisibles, como tía Alicia lo llamaba. ¡Qué imaginación!
Ni siquiera se llevó con ella los botones dorados, a los oficiales también los dejó,
abandonando a todos de una vez, tendría la libertad de echarse en brazos del primer
hombre que la mirase sin violencia, como miran los dibujos animados o los iconos
ortodoxos.

***

- No podemos esperar más, ya hemos superado el tiempo permitido – gritaba mi padre


desde la entrada.

- ¿Pero cuánto tiempo es el permitido para que uno abandone su casa? –contestaba a
sottovoce mi madre –. ¿Alicia, estás? –me preguntó.

Los policías fueron razonablemente amables ya que nos ayudaron a trasladar nuestros
fardos al parque de delante de casa. Era un desalojo temporal, según nos aseguraba mi
padre, una confusión del banco que tan pronto se aclarase nos permitiría volver a
nuestro hogar. Queríamos a nuestra casa, pero no estábamos lo suficientemente
apegados a ella como para dramatizar la despedida, además serian un par de días, en una
semana a lo sumo estaríamos de vuelta. Así que decidimos tomárnoslo como una
experiencia de desapego, el verano se acercaba y quizás esas calurosas noches que nos
esperaban se soportasen mejor al aire libre. Sabíamos que tanto el hecho de vivir en el
parque como la desaparición de tía Alicia eran algo temporal. Pero, cuánto importa el
presente del tiempo.

Aquí en el parque todo es cuestión de magnitudes sonoras: presión sonora, frecuencias


sonoras, el día a día se hace más cercano si lo interpretas así. Un parque es una
explosión de vida fascinante, me siento feliz de formar parte de ella, pero tan fascinante
como inconmensurable ¡hay demasiado que ver! Juegos, paseos, árboles creciendo, en
cada rincón del parque algo maravilloso está pasando: abrazos, confidencias, mentes en
blanco. ¡Demasiada felicidad! No pretendo entender lo que pasa a mí alrededor pero sí
disfrutarlo, y si quieres no perderte nada debes aprender a escuchar. Ahora que no
tenemos monitores para ver la tele o entrar en internet comprendemos los límites de la
visión, antes la vida nos entraba en casa por los cables, ahora es todo el cuerpo el que
debe apresar completamente lo que nos rodea. Hemos aprendido a escuchar la vida
sinfónicamente.

La tele y los ordenadores con el resto de los aparatos eléctricos se quedaron en un


contenedor, mi padre dice que no los echa de menos, que estaban en casa por tradición –
¡solo era tía Alicia la que los admiraba! – sin embargo a mí, que mantenía buenas
relaciones con ellos, sí que me gustaría recuperarlos, no es posible tener un verdadero
hogar sin electrodomésticos: “Ayudan a las esforzadas amas de casa en su día a día”,
cambian la temperatura de las cosas y, en ocasiones, hasta aniquilan el tiempo. Añoro
especialmente la regulación del ambiente. Es cierto que mi padre ha ubicado nuestra
casa provisional frente a un inmenso anuncio de Toshiba, nos da sombra en las horas
más calientes del día, y además, como el gran cartel nos exhorta, yo intento extraer el
confort de la propia energía del aire. Pero no es igual, recuerdo su silencio y lo
identifico con la ligera vibración de los insectos hilvanándose en el aire. Además, está la
imposibilidad de la desnudez, los días de calor, en casa, sola, me quitaba la ropa para
estar en contacto directo con el aire que, fresco y vibrante, me permitía ser consciente
de mi piel. Ahora y con tantos ojos alrededor no tengo ese poder. ¡Necesitaba ese
aparato del cartel! Uno no llega a entender bien una casa hasta que no la climatiza, con
el fuego, con las corrientes de aire, con el agua o el sol… pero, nosotros para eso
teníamos nuestro aparato de aerotermia recorriendo cada habitación. Es algo
desconcertante darse cuenta en un parque que sufres tanta dependencia de la técnica.

Aun así, esas carencias no hacen más que despertar otras posibilidades. En nuestros
ejercicios de desapego fuimos capaces de saltarnos algunas comidas, comer frio lo
caliente y caliente lo frio, recoger ropa de los contenedores, un ejercicio que nos daba
una cierta sensación de control. ¿Control? Sí, a nuestras espaldas se producen siempre
los acontecimientos más heroicos. Recorríamos marcha atrás la necesidad para que así
la autoridad de lo gratuito se apoderase de nuestras vidas.

Ahora colecciono piezas oxidadas porque vivo de lo que nadie puede dar. Cada cual
tiene su óxido aunque no lo sepa. Como aquella semana se dilató más de lo esperado,
mi colección de óxidos fue desmesuradamente grande, yo no quería tanto oxido pero no
lo podía re-tirar, algo que ha sido desechado no se puede re-desechar. Paradoja propia
de tía Alicia. Ahora caigo en que no sabéis donde está, eso es bueno, por ahora así debe
ser. Sus botones y parte de su cuerpo (como ya sabéis) estaban en mi poder. Combiné
los botones con las piezas oxidadas, para que hubiese algo de brillo dentro de tanta
herrumbre. Y es qué hay que estudiar muy bien cómo se ponen los botones, su brillo
salpica con ácido la ropa y si no se tiene cuidado la queman con su fulgor. Qué
desaforados resultan los trajes de húsares y dragones, sin embargo el abrigo de mi
madre... Así pues los botones también son necesarios para mi colección, nos hacen
recordar el esplendor perdido, un brillo al que han renunciado en aras a ser los testigos
de una tecnología que nunca se acaba de superar.

Después de un mes recogiendo piezas oxidadas, ropa, comida, de pasar calor y de


aprender a renunciar, las conversaciones entre mis padres y yo empezaron a hacerse
mucho más frecuentes. Mi padre hablaba poco pero siempre había algo inquietante y
profundo en sus palabras, nunca hablaba por hablar. Mi madre nos vigilaba con la voz,
esa melancolía que compartiera con tía Alicia parecía que se había transformado en un
vigor nocturno por tenernos controlados a mi padre y a mí, nos hablaba por las noches
hasta que caíamos dormidos y cuando no me conseguía dormir, su voz seguía presente
estirando las sabanas o mullendo el jergón. En esas noches también estaba con nosotros
a tía Alicia, protegiéndonos de nuestras flaquezas y aguardando el momento idóneo para
regresar, era fácil su vuelta ya que nunca se fue del todo, ya sabéis a que me refiero.
Entre los motores y los tilos yo había aprendido a oír a mi tía velarnos.

Las noches empezaron a ser más frías y necesitamos pedir más ropa, además, ya solo
comíamos frio lo frio, no había nada que calentar.

Solíamos guardar toda la propaganda que nos encontrábamos, era una buena manera de
iniciar una conversación:

– Atentos, atentos, plazas limitadas – decía mi padre leyendo una octavilla.

Los tres nos poníamos nerviosos, el ansia por no perder una de esas plazas por un
momento nos invadía, pero luego en la comodidad del hogar, nos dábamos cuenta que
aquel concierto o aquella exposición no eran lo suficientemente importantes como para
separarnos una vez más. Las lámparas se fundían, los electrodomésticos se estropeaban
en nuestra casa, más ahora que tía Alicia no los podía supervisar. Llegamos a tener una
seria preocupación por su mantenimiento. Las casas nos piden a veces más de lo que
nos dan, como las personas cuanto más viejas más exigentes. Ver las ventanas de
nuestro piso a lo lejos nos daba cierta tranquilidad, verlas detrás del anuncio de Toshiba,
todavía más.

La echábamos de menos más de lo que en un principio creímos. Por eso nuestras


conversaciones tenían que terminar siempre en ella. Como los buenos paseos las
conversaciones siempre acaban de regreso al hogar. Reconstruimos a la perfección cada
esquina de la casa, hablábamos de los momentos buenos y los no tan buenos que
habíamos pasado allí. La palabra se convirtió en el medio de habitarla, no era posible,
pero creímos que no necesitábamos más.

– Si no cierras la cortina, tu padre no podrá ver la televisión.

– No está viendo la televisión, está dormido – contestaba yo.

– Con más razón pues para cerrar la cortina. – Me preocupa que mi madre siempre
tenga razón.

En el verano, al atardecer, el sol se reflejaba en el edificio de cristal de detrás de nuestra


casa y penetraba hasta lo más profundo. Cuando mi padre no dormía veía la televisión,
pero si dormía yo prefería ver entrar el sol, en aquellas horas tía Alicia fumaba y el
humo se iluminaba por el sol. Humo retroiluminado, ronquidos, olor a café, mi madre
pendiente ¿Quién puede pedir más?

***

Esta es la historia de una utopía, así que ahora hay que arreglárselas para contar el final
sin que resulte muy trágico, ni demasiado sentido, ni frio y cerebral, quizá sea mejor no
contaros el final. Bueno sí ¡Qué responsabilidad! Allí estaba tía Alicia trayendo ropa
nueva mientras se protegía con una sombrilla del sol. Tres meses exactos de ausencia,
los necesarios para hacer un curso de costura, en nuestras ciudades proliferan las
escuelas de negocios a la misma velocidad que desaparecen las de enseñanza de corte y
confección.

Experta, activa y gozosa tía Alicia se incorporó a nuestras conversaciones. No se enfadó


por que hubiese ocupado su cuarto, pero sí me pidió que se lo devolviese. Nunca le dije
que me puse sus zapatos de charol. Con ella y gracias a su imaginación fue más
divertido reconstruir nuestro hogar. Ella era la única que sabía ubicar cada cosa en cada
cajón, los recorridos exactos del sol en otoño, la temperatura interior, con ella podíamos
oler a café con mayor intensidad. Mientras charlaba cosía: “Os estoy haciendo trajes
nuevos para una casa vieja, no sé si esto valdrá”. Estaba convencida que necesitábamos
ropa nueva para volver a ocupar físicamente nuestra casa, sin ella nada volvería a ser
igual.

Alicia se fue para recuperar su futuro, a la vuelta trajo un nuevo olor a la familia, su
olor. Pero como siempre pasa, su problema era un problema del tiempo, un presente,
una casa, una edad. ¿Con quién compartirlo cuando tus padres están muertos?
Confeccionar tejidos, tapizar muebles, encalar fachadas. Alicia quería hacer todo esto en
compañía, quería volver a nacer en una casa propia y compartida, quería regañarle a
alguien más que a sí misma, quería pelearse. Sin embargo esas cosas no son tan fáciles,
los ojos de los iconos no siempre son inocentes, hay deseos que es mejor que no se
cumplan. En otra ocasión.

Instruida, se echó en manos de su edad y se centró en la confección de nuestras vidas.


Charlando, pensando, protegiéndose de su personalidad, iba completando las épocas de
la casa que nosotros no supimos ubicar. Así fue como nuestro piso se fue
reconstruyendo, no con piedra en el mundo exterior, ni con imágenes en nuestro
interior, sino con la palabra, en el camino de la voz al oído, en las distancias en las que
nos reuníamos a charlar, en el espacio compartido. Cuando la casa estuvo perfectamente
perfilada ya no tuvimos necesidad de volver, mi padre dejó de ir al banco, y Alicia dudó
si dejaba de coser.

Alicia era la casa (como lo son mis abuelos, como lo son mis nietos) así que se
abandonó, no sin dolor, a su tiempo verdadero, acabó los trajes y con ellos nos vistió.
Los viejos uniformes, así los llamaba, quedaron atrás, ahora podíamos acercarnos a
nuestro edificio, ya casi vacío por culpa de los desahucios, y pasear por él. Llamábamos
a las puertas de nuestros antiguos vecinos y nos dejaban entrar, no había nadie pero nos
invitaban a entrar. Solo entonces entendimos que los pisos estaban a disposición de sus
habitantes, vibrando, intranquilos por la ausencia de sus inquilinos, inestables y
ausentes a la espera de sus únicos dueños. Accedimos al nuestro con camisas
estridentes, llamando la atención. Solo la ropa fue desobediente.

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