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Fabián Alejandro Campagne
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Homo Catholicus.
Homo Superstitiosus.
El discurso antisupersticioso
en la España de los
siglos XV a XVIII

Universidad
de Buenos Aires www.minoydavila.com.ar
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Cuidado de edición y diseño de portada:
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Gerardo Miño (jinetepardo@hotmail.com)

© Miño y Dávila srl


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Prohibida su reproducción total o parcial,


incluyendo fotocopia,
sin la autorización expresa de los editores.

Depósito legal:

Primera edición: febrero 2002

ISBN:

Impreso en Madrid, España


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Índice general c u -tr a c k

11 PALABRAS PRELIMINARES, POR JOSÉ EMILIO BURUCÚA.

17 AGRADECIMIENTOS.

21 PREFACIO.
34 Notas del prefacio

37 CAPÍTULO PRIMERO:
EL MODELO CRISTIANO DE SUPERSTICIÓN.

38 1. El modelo clásico de superstición.


53 2. El modelo cristiano de superstición.
100 3. El modelo científico-racionalista de superstición.
115 Notas del capítulo 1.

135 CAPÍTULO SEGUNDO:


PENSAR LA SUPERSTICIÓN.
135 1. El mágico poder de las palabras.
139 2. El hombre rebelde: homo superstitiosus o el anti-Job.
155 3. Homo superstitiosus, Homo catholicus:
el otro-entre-nosotros.
172 4. A modo de conclusión: el otro-en-nosotros o el
estallido del espejo.
177 Notas al capítulo 2.

191 CAPÍTULO TERCERO:


CATÁLOGOS DE SUPERSTICIONES.
191 1. La trampa del discurso.
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c u -tr a c k195 2. Los secretos del palimpsesto: estereotipo y realidad. . d o c u - t r a c k . c
204 3. Prácticas reprobadas, creencias ilícitas.
221 4. “De los remedios lícitos y católicos”, catálogos de
supersticiones.
225 Notas al capítulo 3.

231 CAPÍTULO CUARTO:


POLÉMICA EN EL SENO DEL DISCURSO ANTISUPERSITICIOSO.

231 1. Los atractivos de la ambigüedad.


234 2. El rosario del soldado.
241 3. La lucha por el sentido.
246 4. Polémica en el seno del discurso antisupersticioso.
284 Notas del capítulo 4.

293 CAPÍTULO QUINTO:


EL SUJETO DEL DISCURSO ANTISUPERSTICIOSO.

293 1. El artificio de la retórica.


295 2. La doble ficción del discurso antisupersticioso.
300 3. Mayores y menores del pueblo de Dios.
323 Notas del capítulo 5.

331 CAPÍTULO SEXTO:


LOS AGENTES DE LA LUCHA CONTRA LA SUPERSTICIÓN.

331 1. Reyes y filósofos.


334 2. Poder micro, poder macro.
339 3. “Según el parecer del discreto confesor”.
343 4. El médico profesional como agente de la lucha
contra la superstición.
382 Apéndice del capítulo 6.
383 Notas del capítulo 6.

397 CAPÍTULO SÉPTIMO:


LOS MECANISMOS DE ACULTURACIÓN EN EL DISCURSO
ANTISUPERSTICIOSO.

397 1. El estruendo del combate.


403 2. La pedagogía del miedo: los mecanismos rígidos de
la aculturación.
409 3. El reemplazo de las prácticas y creencias supersti-
ciosas.
429 4. La naturalización de las supersticiones.
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c u -tr a c k443 5. La clericalización del mundo sobrenatural. .d o
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451 Notas del capítulo 7.

461 CAPÍTULO OCTAVO:


EL VUELO DE LAS BRUJAS:
EL DISCURSO ANTISUPERSTICIOSO EN LA ENCRUCIJADA.

461 1. La caza de brujas en la Europa moderna.


469 2. La Inquisición Española y el vuelo de las brujas.
477 3. El vuelo nocturno en la literatura antisupersticiosa
española.
531 Apéndice al capítulo 8.
547 Notas del capítulo 8.

559 CAPÍTULO NOVENO:


EN LOS MÁRGENES DEL DISCURSO ANTISUPERSTICIOSO:
EL SENTIDO DE LO IMPOSIBLE.

559 1. Las brujas de Bodin.


562 2. El unicornio de Marco Polo.
566 3. El triple orden de causalidades del cosmos cristiano
tradicional.
577 4. El sentido de lo imposible de los
hombres-que-creían-en-brujas.
600 5. La respuesta al desafío: el moderno sentido cristiano
de lo imposible.
609 6. A modo de conclusión.
610 Notas del capítulo 9.

623 CONCLUSIONES
632 Notas del capítulo 9.

637 FUENTES Y BIBLIOGRAFÍA


637 1. Fuentes primarias (ediciones anteriores a 1900).
640 2. Fuentes primarias (ediciones modernas).
645 3. Fuentes secundarias (libros y artículos).
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Índice de cuadros c u -tr a c k

32 CUADRO PREFACIO

67 CUADRO 1.1:
Clasificacíon de las supersticiones, según la Summa
Theologica de Santo Tomás de Aquino

74 CUADRO 1.2:
Pactos tácito y expreso con los demonios (Francisco
Suárez, De religione, Coimbra, 1608-1609, liber II,
tractatus tertius: “De superstitione et variis modis eius”).

76 CUADRO 1.3:
Clasificación de las supersticiones según De religione
de Francisco Suárez (liber II, tractatus tertius: “De
superstitione et variis modis eius”)

87 CUADRO 1.4:
Indicios para distinguir los efectos mágicos convenidos
mediante pacto diabólico, de los efectos naturales,
milagrosos y artificiales, (Martín del Río,
Disquisitionum magicarum, Lovaina, 1599-1600, liber
secundus, quaestio V).

100 CUADRO 1.5:


Clasificación de las supersticiones de acuerdo con el
Dictionnaire de Théologie Catholique, París, 1941.
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c u -tr a c k206 CUADRO 3.1: .d o
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Tipos de adivinación supersticiosa (sucesos futuros


contingentes), según el Tratado de la verdadera y
falsa prophecia, de don Juan de Horozco y Covarru-
bias (Segovia, 1588).

211 CUADRO 3.2:


Prácticas y creencias supersticiosas realmente existen-
tes (descriptas in abstracto), recogidas por la Reproba-
cion de las supersticiones y hechizerias, de Pedro
Ciruelo (Alcalá de Henares, 1530).

219 CUADRO 3.3:


Prácticas y creencias supersticiosas reprobadas por el
Tractatus exquisitissimus de superstitionibus, de
Martin de Arlés dictum de Andosilla (Lugduni, 1510)

223 CUADRO 3.4:


Prácticas y creencias lícitas según los tratados antisu-
persticiosos de Fray Francisco Castañega, Martín de
Azpilcueta y Juan de Horozco y Covarrubias.

266 CUADRO 4.1:


La polémica sobre los saludadores c.1530-c.1740.

283 CUADRO 4.2:


La polémica sobre la taumaturgia real, 1529-1742.

358 CUADRO 6.1:


Estructura del Hexameron theologal sobre el regimien-
to medicinal contra la pestilencia, de Pedro Ciruelo
(Alcalá de Henares, 1519; edición original c. 1507)

362 CUADRO 6.2:


Diez reglas medicinales emparejadas con diez reglas
morales, según el Hexameron theologal sobre el
regimiento medicinal contra la pestilencia, de Pedro
Ciruelo (Alcalá de Henares, 1519; edición original c.
1507).

380 CUADRO 6.3:


Las críticas a la medicina profesional según el Teatro
Crítico Universal, de Benito Jerónimo Feijóo.
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c u -tr a c k428 CUADRO 7: .d o
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Rituales lícitos de reemplazo del catolicismo barroco

539 CUADRO 8.1:


La polémica sobre el vuelo de las brujas (1312-1784)

545 CUADRO 8.2:


El continuum demonológico

590 CUADRO 9:
Efectos posibles e imposibles para el demonio, según
el Adversus fallaces et superstitiosas artes de Benito
Perer (Ingolstadt, 1591).
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Palabras preliminares c u -tr a c k

Un trabajo histórico sólido y exhuastivo, vale decir, fundado en


todas las fuentes disponibles y en la bibliografía escrita sobre el
tema de la superstición durante el último medio siglo, una cons-
trucción intelectual apoyada en un andamiaje teórico complejo
a la par de límpido y adecuado tanto a las hipótesis expuestas
en el punto de partida cuanto a la documentación utilizada, un
relato argumentativo que entreteje con destreza los datos y las
interpretaciones al mismo tiempo que respeta los pasos y los en-
cadenamientos de la lógica aplicada a las ciencias sociales, un
libro bellamente escrito, todo esto es el volumen que hoy se com-
place en presentar la colección de historia moderna editada por la
casa Miño y Dávila en Madrid y en Buenos Aires. Sus destinata-
rios principales son el público académico y, por supuesto, los lec-
tores de habla hispana interesados en la historia cultural o en la
antropología de las religiones. Se trata de un producto ciertamen-
te excepcional para los medios universitarios argentinos, donde
suelen escasear investigaciones sistemáticas y novedosas, como la
que ha dado lugar a este texto, que se ocupen de temas de histo-
ria europea anterior al año 1800 y llamen la atención de los cole-
gas del Viejo Mundo o de los Estados Unidos.
Aparte de la obra desplegada por el célebre exiliado español,
don Claudio Sánchez Albornoz, al frente del Instituto de Histo-
ria de España que él mismo fundó en la Universidad de Buenos
Aires, y por sus discípulas directas –María del Carmen Carlé,
Hilda Grassotti, María Estela González de Fauve–, me animaría
a recordar los nombres de Alberto Freixas, José Luis Romero,
Roger y Elisabeth Labrousse (otros dos exiliados), Nilda Gugliel-
mi y Angel Castellan, entre los historiadores de los años 50 al 80
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c u -tr a c kque cultivaron creativamente la historiografía europea en nues-. d o c u - t r a c k . c
tro país. Mencionaría luego a la generación intermedia de profe-
sores como Carlos Astarita en La Plata y Buenos Aires, Carlos
Calderón en el Comahue y en Tandil, Marta Madero en San Mi-
guel y Buenos Aires, Miguel de Asúa en San Martín, Guillermo
Boido y Marcelo Levinas en Buenos Aires, María Inés Carzolio
en Rosario, María Estela Lépori-Pithod en Mendoza, Judith
Casali-Babot y Enriqueta Bezián-Busquets en Tucumán, Hugo
Zurutuza en Buenos Aires, pues todos ellos se doctoraron, en la
Argentina o en el extranjero, con tesis importantes sobre temas
históricos europeos de las épocas tardo-antigua, medieval o mo-
derna clásica, que abarcan desde aspectos económicos y sociales
hasta cuestiones científicas, culturales, ideológicas y religiosas en
las civilizaciones europeas anteriores al 1800 (Omito, recuérdese,
los trabajos e investigaciones relativos a la historia mundial de los
siglos XIX y XX, campo en el cual destaco la labor de Cristián
Buchrucker, Marcelo Montserrat, Darío Roldán, María Victoria
Grillo, Jorge Saborido y Andrés Reggiani. Agrego, sin embargo,
al grupo de docentes que llamé “intermedios”, hoy muy activos
en la formación de discípulos y en la publicación académica, a
una colega uruguaya, Diana Bianchi, profesora en la Universidad
de la República de Montevideo, quien se doctoró en Buenos Ai-
res con una tesis estupenda acerca de la Ilustración española, sus
ideas y sus prácticas alrededor de la pobreza).
Pues bien, este libro de Fabián Campagne es quizás el primer
ejemplo del ingreso decidido de una generación novísima de his-
toriadores argentinos (todos ellos menores de 40 años) ocupados
en temas europeos, descollantes por la seriedad de su labor, por
el grado de actualización de su saber, por la originalidad de sus
temas y planteos, por la excelencia de su estilo de escritura. Gra-
cias a ellos –y Campagne resulta en tal sentido un pionero–, po-
demos esperar que la historiografía producida en la Argentina
haya consolidado definitivamente su actividad en el campo de los
estudios europeos y pase a ser vista con interés por la comunidad
universitaria internacional1. Pero pasemos a nuestro volumen
Homo catholicus, homo superstitiosus. El discurso antisupers-

1 Permítaseme no intentar la confección de ninguna lista de los investigado-


res bisoños, porque la nómina sería muy larga e injusta, ya que de seguro
se me escaparían varias personas importantes. Yo diría simplemente que
uno de los propósitos principales de esta colección de historia moderna es
el dar a conocer algunas realizaciones de aquellos jóvenes y así comenzamos
a hacerlo con la publicación de Homo catholicus, Homo superstitiosus.
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c u -tr a c kticioso en la España de los siglos XV a XVIII, del que realzare-. d o c u - t r a c k . c
mos apenas dos características a nuestro juicio notables, pues la
lectura amena del libro exhibe per se la claridad y la densidad de
una narración apasionante que despliega, como en espiral arbo-
rescente, no sólo los problemas ideológicos y conceptuales sus-
citados en el seno del dogma católico y de su teología por la per-
sistencia de las supersticiones sino, aunque el título escueto de
la obra soslaye tal amplitud, las prácticas pastorales y médicas
que el clero y los letrados imaginaron o ejercieron en su largo
combate contra aquellas creencias íntimas, tenidas por falsas se-
gún las perspectivas del catolicismo.
Nuestra primera observación se refiere, precisamente, a la
historicidad, i.e., a los cambios constantes, ora pronunciados, ora
sutiles, de los propios conceptos acerca de qué debía y de qué no
debía considerarse supersticioso a lo largo de un milenio y me-
dio, desde los primeros tiempos del cristianismo hasta la época
de la respuesta de la Iglesia romana al desafío de los protestan-
tes. A dicha historicidad Fabián vuelve una y otra vez, al punto
de no exagerar si decimos que él la ha redescubierto, en contra
de nuestro automatismo frecuente de atribuir una inercia incon-
movible al núcleo del dogma cristiano. Por eso, con el fin de
desenvolver mejor las alternativas del eje temporal de su objeto
de análisis, Campagne se remonta bastante más allá del período
de su interés (la modernidad temprana) y comienza por buscar,
desde San Agustín hasta la escolástica, las definiciones de los
“modelos de superstición”, es decir, de las constelaciones nítidas
de ideas y argumentos que se sucedieron en la historia eclesiás-
tica medieval para ordenar, clasificar creencias y costumbres y
marcar las fronteras entre ortodoxias y supersticiones. La herra-
mienta del «modelo», por supuesto, alcanza la máxima eficacia
científica y demuestra su plasticidad a la hora de describir, con
una riqueza inédita de detalles, los avatares del debate antisupers-
ticioso en la España de los primeros tiempos modernos. Algo
fundamental reside también en el hecho de que el relato de
Campagne, organizado por la secuencia, el encadenamiento y la
derivación histórica de los “modelos”, revela la pertinencia rela-
tiva y los límites de otras categorías de uso corriente en la his-
toriografía intelectual, por ejemplo, el concepto de aculturación,
la dialéctica culturas populares-culturas de élite, o bien la rela-
ción entre los sujetos y los actores de discursos y prácticas.
El segundo punto que quisiéramos subrayar nos remite al úl-
timo capítulo del libro. Allí Fabián articula los modelos sucesi-
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c u -tr a c kvos de superstición con una nueva línea evolutiva, el devenir de. d o c u - t r a c k . c
lo que Lucien Febvre llamó el “sentido de lo imposible”, o sea
la demarcación de cosas y hechos que los hombres de una cultura
y de una época determinadas juzgan imposibles de ser y suceder2.
En varios trabajos famosos, Febvre sugirió que un genuino y bien
delimitado “sentido de lo imposible” sólo se habría alcanzado en
la civilización europea a partir de la revolución científica y filo-
sófica del siglo XVII. Campagne ha contribuido a demostrar que,
tal como existieron varios modelos de superstición, asimismo
hubo ámbitos distintos y claramente definidos de lo que tuvieron
por imposible, en los planos del ser y del hacer, los diferentes
sistemas intelectuales establecidos sobre la religión, la teología
y las ciencias, enseñados y compartidos por la mayoría de los
europeos cuyas vidas impregnó y dominó el cristianismo duran-
te más de mil quinientos años. Pero lo que más entusiasma, tal
vez, de la teoría histórica de nuestro autor es el habernos desve-
lado un fenómeno imprevisto, a saber: la querella antisupersticio-
sa sostenida por los intelectuales españoles de los siglos XV al
XVIII –esos letrados a quienes una historiografía canónica de las
ideas persiste en presentar como pensadores reaccionarios o, a lo
sumo, siempre incompletos en materia de coherencia lógica, bo-
yantes atrasados en el mainstream del racionalismo y de la ilus-
tración occidentales–, aquella polémica habría escrito, por el con-
trario, uno de los capítulos más vitales y más centrales en el pro-
ceso general de la afirmación y el desenvolvimiento de la razón
científica y social de la modernidad plena.
La obra de Fabián Campagne representa la culminación, pro-
visoria como exige el progreso de la ciencia, de los esfuerzos de
varias generaciones de historiadores argentinos. No temo exce-
derme si insisto en que estamos ante un hito de nuestra historio-
grafía sobre temas europeos, un mojón que construyó el empe-
ño ejemplar de Fabián, asentado por encima de la tenacidad de
algunos maestros quienes, en el último medio siglo, echaron los
cimientos de una reflexión sistemática acerca del pasado de Eu-
ropa en nuestro Finisterrae.

José Emilio Burucúa


Buenos Aires, diciembre de 2001

2 Lucien FEBVRE, El problema de la incredulidad en el siglo XVI. La


religión de Rabelais, México, UTEHA, 1967; «Aux origines de l’esprit
moderne: Libertinisme, naturalisme, mécanisme», en Au coeur religieux
du XVIe. siécle, París, EHESS, 1983, pp. 447-475.
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c u -tr a c k “Nunca mas floreciente la viña que Dios. d o c u - t r a c k . c
planto de su mano, y secundo con el riego
de su sangre, se vio en España, que en es-
tos nuestros siglos dorados en la Fe (...).
Entre tanto seguro solo le queda, a nuestra
viña hermosa, a nuestra Iglesia santa, vn
enemigo chiquito, y malicioso, que aunque
de cuerpo breue, con su grande astucia la
destruye, royendo con silencio”.

Gaspar Navarro,
Tribunal de supersticion ladina.
Explorador del saber, astucia,
y poder del Demonio (Huesca, 1631).
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c u -tr a c k A mis padres .d o
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Agradecimientos c u -tr a c k

Loci communes académicos por excelencia, los agradecimientos


son, sin embargo, una obligación. Más aun, una flagrante nece-
sidad. No resulta difícil comprender que la presente haya sido la
última página en escribirse: desde la perspectiva del final del
camino, se percibe mejor cuántos esfuerzos, cuántos anhelos se
han unido a los esfuerzos y anhelos propios del autor. En este
caso, pues, el communis locus es el lugar de la justicia.
La investigación que ahora presentamos en forma de libro es
una versión revisada y corregida de una tesis doctoral defendida
en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos
Aires, en el mes de diciembre de 1999.
Deseo en primer lugar expresar mi gratitud para quien fuera
mi director de tesis, José Emilio Burucúa. Docente apasionado
y generoso, su espíritu erudito y su capacidad de reflexión han
sido un apoyo y una guía permanentes durante el largo proceso
de investigación y redacción de la disertación doctoral. Gracias
a él reparé por vez primera, allá por mayo de 1991, en las diver-
sas ediciones del Tratado de reprobación de supersticiones de Pe-
dro Ciruelo, existentes en nuestra Biblioteca Nacional de Buenos
Aires. Ahora, en abril del año 2000, creo poder afirmar que aquel
primer contacto con la literatura antisupersticiosa española ha
dado finalmente sus frutos.
Quiero agradecer a colegas que tuvieron la deferencia de leer
y escuchar, en circunstancias diversas y variadas, distintos bos-
quejos preliminares de algunos de los capítulos. Sus sugerencias
han sido, con frecuencia, un toque de atención que valoro plena-
mente. Deseo mencionar, particularmente, a Bartolomé
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c u -tr a c kBennassar, Jaime Contreras, Roger Chartier, Carlos Astarita,. d o c u - t r a c k . c
Marta Madero, Adeline Rucquoi, Josep Comelles, Jon
Arrizabalaga, José Andrés-Gallego, Silvia Magnavaca, María del
Carmen Carlé, María Estela Lépori de Pithod, Miguel Guérin,
Lilia Ana Bertoni, Isabel Las Heras, Melchora Romanos y Ma-
ría Teresa Herrera. Agradezco también las interesantes sugeren-
cias de los árbitros anónimos de las revistas Dynamis (Universi-
dad de Granada), Bulletin Hispanique (Universidad de Burdeos),
Hispania Sacra (CSIC-Madrid), Cuadernos de Historia de Es-
paña (Universidad de Buenos Aires), Anales de Historia Antigua
y Medieval (Universidad de Buenos Aires), Mora (Universidad
de Buenos Aires). En todas estas publicaciones fueron presenta-
das versiones preliminares de algunos de los capítulos de la te-
sis doctoral.
Diversos amigos han realizado aportes que me resultan, a la
distancia, invalorables. Enumerar es siempre injusto, pero no
puedo dejar de mencionar a Fernanda Gil Lozano, María del
Rosario Macri, Andrea Bau, Elsa Rodríguez, Walter Delrío, So-
ledad Justo, Rogelio Paredes, Pablo Ubierna, Alejandro Morin,
Diego Santos, Gabriela Canavese, Julián Gallego, Andrea
Arismendi, Paola Miceli, Mariano Rodríguez Otero. El profesor
Julio Rodríguez ha facilitado enormemente las engorrosas tareas
de organización e impresión del manuscrito final. La profesora
Elsa Fernández†, a cargo de la biblioteca del Instituto de Histo-
ria de España de la Facultad de Filosofía y Letras (Universidad
de Buenos Aires), detectó cuanto artículo, viejo o nuevo, relacio-
nado con mis temas, circulaba por aquel locus amoenus, ubica-
do en el corazón del alienante microcentro porteño.
Siguen ahora las instituciones. Este trabajo sencillamente no
hubiera sido posible sin la eficiente y solícita colaboración del
Servicio de Reprografía de la Biblioteca Nacional, de Madrid:
gracias a sus esfuerzos, la enorme distancia que separa Buenos
Aires de la capital española pareció reducirse a la nada. Tampo-
co hubiera sido posible un emprendimiento de largo aliento como
el presente, sin el apoyo económico de la Secretaría de Ciencia
y Técnica de la Universidad de Buenos Aires, la cual me facili-
tara sendas becas de iniciación y perfeccionamiento en la inves-
tigación, que permitieron que me aproximara a la dedicación ex-
clusiva que demanda el trabajo académico profesional. No quiero
olvidarme del Instituto de Historia de España “Dr. Claudio
Sánchez Albornoz”, alma mater, lugar de trabajo, lugar de refu-
gio, y muy en especial de su directora, María Estela González de
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c u -tr a c kFauve; ni de la Cátedra de Historia Moderna de la Universidad. d o c u - t r a c k . c
de Buenos Aires, alma parens, en cuyo seno ejerzo la docencia
universitaria desde 1992. Fueron de enorme utilidad la Biblioteca
Nacional (Buenos Aires), las bibliotecas del Seminario Metropo-
litano de la Facultad de Filosofía y Letras (UBA), de la Facultad
de Medicina de la Universidad Complutense de Madrid, de la
Universidad de Salamanca, de la Academia Nacional de la His-
toria (Argentina) del Museo Etnográfico (Universidad de Buenos
Aires).
Por último, los afectos. La familia es quien acompaña con el
aliento permanente, con el silencio cómplice, con la presencia
constante, con la tolerancia ante distracciones y malhumores que
indefectiblemente genera el trabajo intelectual intensivo. Quie-
ro agradecer particularmente a mis padres, pues juntos hemos
aprendido que no importa el sendero elegido, si se recorre con
pasión, con paciencia, con sabiduría, con fe, con esperanza.

Buenos Aires, 1º de abril de 2000


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Prefacio c u -tr a c k

El objeto de estudio de la investigación que aquí presentamos


es el discurso antisupersticioso español de los siglos XV a XVIII.
Entre la aparición de los tratados del obispo Lope de Barrientos
–escritos con toda probabilidad en las décadas de 1430 y 1440–
y los varios tomos de los influyentes discursos de Benito Jeró-
nimo Feijóo –publicados entre 1730 y 1760–, los teólogos espa-
ñoles produjeron un número inusitadamente elevado de manua-
les de reprobación de supersticiones.
Nuestra propuesta no remite tanto al análisis del discurso,
sino al estudio histórico de una forma discursiva específica de
enorme coherencia y destacada continuidad a lo largo del tiempo.
A principios de la década de 1980, Hayden White notaba que
la palabra discurso se había convertido en el término que con
mayor frecuencia se hallaba en el léxico de la nueva generación
de investigadores de la historia intelectual1. Es probable que el
presente ensayo justifique una vez más la afirmación del histo-
riador norteamericano: si pusiéramos a trabajar un ordenador
sobre los siguientes nueve capítulos, la palabra discurso obten-
dría sin dudas el mayor número de citas (tal vez, sólo por deba-
jo del término superstición).
Sin embargo, los avatares y polémicas recientes en torno a lo
que se ha dado en llamar el giro lingüístico –en el seno de las
ciencias humanas en general, en el seno de la historia intelectual
en particular– nos obliga a transformar este prefacio en un peque-
ño ensayo de profesión de fe2. El hecho de que hayamos conver-
tido un corpus de discursos antisupersticiosos en objeto central
del presente estudio, no supone en ningún caso la adhesión a pro-
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c u -tr a c kpuestas teóricas que proponen la difuminación de las fronteras. d o c u - t r a c k . c
que separan las prácticas discursivas de las prácticas no-discur-
sivas. No supone tampoco la identificación entre discurso y rea-
lidad, propuesta por diversos teóricos recientes, para quienes los
objetos no deben considerarse como algo externo al ámbito del
discurso que pretende aproximarse a ellos, sino como algo total-
mente interno a estos discursos, como algo constituido cabalmen-
te por ellos. Aunque estos pensadores no lo digan, Terry Eagleton
sugiere que esta negación de la epistemología clásica –que supo-
ne cierta concordancia o correspondencia entre nuestros concep-
tos y la forma de ser del mundo– es impecablemente nietzscheana:
la realidad misma, caos inefable sin ningún orden determinado,
sería sólo una “x” inexpresable antes de que llegásemos a cons-
tituirla mediante nuestros discursos. Nuestro lenguaje no refle-
jaría la realidad sino que le otorgaría significado, le daría forma
conceptual 3. Con la publicación en 1985 de Hegemony and
Socialist Strategy, de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, llegaba
a su apogeo lo que Perry Anderson denominara la inflación del
discurso en el pensamiento post-estructuralista4. En una desvia-
ción herética de su mentor intelectual, Michel Foucault, Laclau
y Mouffe parecen negar toda validez a la distinción entre prácti-
cas discursivas y no discursivas, en razón de que las prácticas
están siempre estructuradas de acuerdo con algún discurso5. La
categoría de discurso se infla hasta el punto de imperializar el
mundo entero, borrando la distinción entre pensamiento y reali-
dad material6.
Sin embargo, una práctica puede estar organizada como un
discurso, pero continuar siendo de hecho una práctica antes que
un discurso. Las prácticas sociales y las producciones discursi-
vas se sustentan sobre lógicas irreductibles y claramente diferen-
ciadas. No es necesario homogeneizar la realidad de manera tal
que un discurso teológico y el rezo del rosario deban subsumir-
se bajo el mismo rótulo. Aun cuando resulta innegable la cons-
trucción discursiva del mundo social, queda siempre pendiente la
cara no visible de dicho proceso: la construcción social de los dis-
cursos7.
Ahora bien, establecer la distinción entre prácticas sociales y
prácticas discursivas no implica considerar que sólo las primeras
pertenecen al mundo de lo real. Si la identificación entre discurso
y realidad resulta excesiva, también lo es la identificación exclu-
siva de lo social con las prácticas no-discursivas. Una afirmación
semejante implicaría hacerse una idea muy estrecha de las dimen-
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c u -tr a c ksiones de lo real8. Los discursos son fragmentos de realidad con. d o c u - t r a c k . c
el mismo derecho que las prácticas no-discursivas y que el resto
de la realidad material. No existen motivos valederos por los
cuales un historiador deba justificarse por el hecho de convertir
un discurso en objeto de análisis específico. Los historiadores de
las prácticas sociales no son por ello más historiadores que los
estudiosos de las producciones discursivas, sus trabajos no po-
seen necesariamente mayor encarnación histórica.
Los discursos generan o inhiben prácticas sociales, reprodu-
cen la dominación y desalientan el ejercicio de la crítica, derrum-
ban las viejas legitimidades y justifican la rebelión, contribuyen
a otorgar sentido al mundo que habitamos, fundamentan la inmo-
vilidad pero también permiten vislumbrar las posibilidades de
cambio. La ideología, en tanto discurso que distorsiona, no sólo
enmascara intereses de clase: puede también producir activamen-
te prácticas y políticas que constituyen la realidad social9. Las
representaciones non son sólo producto sino productoras de prác-
ticas específicas10. No existe una dimensión excluyente de lo real,
que sería alcanzada a condición de hablar de ciertas entidades
más reales que otras. El principio implícito de que la única rea-
lidad a cuya comprensión deberían aspirar los investigadores es
la sociedad misma, necesita ser cuestionado. Un razonamiento,
una manera de pensar, un programa, una técnica, un conjunto de
esfuerzos racionales y coordinados, objetivos definidos e instru-
mentos para alcanzarlos, todo ello es real, aun cuando estos fe-
nómenos de manifestación predominante discursiva no pretendan
ser la realidad misma ni la sociedad toda11. Se anula de esta ma-
nera la división, considerada largo tiempo como fundadora de la
práctica del historiador, entre por un lado, lo vivido, las institu-
ciones, las relaciones de dominación y, por otro los textos, las
representaciones, las construcciones intelectuales. Lo real no pesa
más de un lado que del otro12.
Por otra parte, el estudio de los discursos posee, de hecho, una
importancia fundamental para la comprensión profunda del fenó-
meno de las supersticiones. El concepto de superstición no po-
see carácter reflexivo. A lo largo de la historia, nadie lo ha utili-
zado espontáneamente para calificar sus propias creencias. El
término fue siempre empleado para descalificar las prácticas de
otros grupos, de otros individuos. Por lo tanto, la noción de su-
perstición no existe más allá del discurso que la crea al nombrar-
la. De allí, la importancia que el estudio de estos discursos ad-
quiere para la comprensión de las prácticas sociales y para el
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c u -tr a c kanálisis del proceso cotidiano de construcción de sistemas ideo-. d o c u - t r a c k . c
lógicos hegemónicos.
Una vez establecida por derecho propio la legitimidad y re-
levancia del estudio de los discursos como fragmentos de lo real,
resulta inevitable reflexionar brevemente sobre la misma catego-
ría. La aceptación del término discurso, como núcleo organiza-
dor de la conceptualización y práctica de la historia intelectual,
no significa que los especialistas hayan logrado un acuerdo so-
bre el sentido primigenio del concepto13. En una clásica colección
de ensayos editada en 1982 por Dominick LaCapra y Steven
Kaplan, pueden hallarse significados diversos. Mark Poster sin-
tetiza el sentido foucaultiano de discurso14: realidades arqueoló-
gicamente recuperables, sistemas de afirmaciones objetivamen-
te descriptibles, relacionados entre sí de acuerdo con reglas y
procedimientos que rigurosamente determinan lo que puede ser
dicho, tanto como la manera en que puede ser dicho. Así conce-
bidos, los discursos son estructuras estáticas, en el sentido de que
los cambios sólo pueden ocurrir como transformaciones internas
en el seno de las reglas que los definen. Estos cambios son tam-
bién pensados como fenómenos discontinuos e inconmensura-
bles, en el sentido de que los discursos constituyen mundos
autodefinidos, cuyas relaciones con otros mundos sólo pueden
darse en términos de exclusión, resistencia, dominación. Accio-
nes o actuaciones individuales en el seno de un discurso, siem-
pre son entonces instancias o manifestaciones de sus regularida-
des ordenadoras. Los discursos son percibidos como íntimamente
ligados a instituciones o prácticas sociales determinadas, confor-
mando estructuras de dominación o sistemas de poder. Pueden
entonces ser descriptos como impersonales, anónimos, sistemas
objetivos de reglas que, en un sentido práctico y activo, contri-
buyen a construir el mundo de la experiencia15.
En la misma colección de ensayos, Keith Baker utiliza una
noción de discurso que presenta matices en relación con la pro-
puesta anterior. Aun cuando los discursos pueden considerarse
como dominios de significado y acción social constituidos por
separado –en los cuales el ámbito público, sus jerarquías políti-
cas, sus estructuras legales, sus categorías sociales y sus actores
relevantes se construyen de acuerdo con variadas reglas y lógi-
cas internas–, no son en ningún caso realidades insulares aisla-
das unas de otras. Desde esta perspectiva, los discursos son di-
námicos antes que estáticos, sufren cambios y elaboraciones
constantes como consecuencia de la actividad de los agentes in-
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c u -tr a c kdividuales. Están abiertos al impacto de nuevas experiencias, y. d o c u - t r a c k . c
son capaces de responder a los desafíos de otros discursos. La ac-
tividad de los agentes individuales posee un carácter transforma-
dor esencial en esta concepción heterogénea e interactiva de los
discursos, en tanto realidades abiertas en estado constante de
cambio dinámico16.
Aun cuando no nos hemos planteado de manera explícita la
resolución de las contradicciones aparentes que separan a estos
planteos teóricos, el discurso antisupersticioso español tempra-
no-moderno aporta, según momentos específicos, elementos para
justificar ambas posturas. En tanto subgénero del discurso teo-
lógico, los manuales de reprobación de supersticiones parecen
adaptarse mejor a una concepción estática del término. Sin em-
bargo, el lento pero constante derrumbe del cristianismo como
visión hegemónica del mundo durante el transcurso de la moder-
nidad clásica europea, obligó a los reprobadores de supersticio-
nes a elaborar respuestas a desafíos cada vez más audaces y re-
vulsivos. Desde fines del siglo XVI, la actividad de los autores
en tanto agentes individuales comenzó a cobrar una importancia
inusitada. En el siglo XVIII, el benedictino Benito Jerónimo
Feijóo representa ya un discurso abierto capaz de responder a los
desafíos de otros discursos. No obstante, los límites concretos del
espíritu de renovación en el seno del pensamiento cristiano se
hicieron sentir de una u otra manera. La inédita apertura del dis-
curso antisupersticioso en el Siglo de las Luces no pudo derrum-
bar ciertos núcleos irreductibles de la visión del mundo cristia-
na tradicional. En esta circunstancia extrema, el discurso antisu-
persticioso puso en boca de Feijóo las palabras correctas. En si-
tuaciones límite, el discurso volvía a funcionar como entidad
cerrada que supervisaba lo que podía ser expresado y lo que nun-
ca podría aceptarse, como unidad anónima, impersonal, en cuyo
seno el margen de acción de los actores individuales se veía irre-
mediablemente constreñido.

Nuestra aproximación al análisis del discurso antisupersticio-


so español adopta, como punto de partida, una asumida perspec-
tiva cuasi-etnográfica. La primera sensación que en el lector mo-
derno produce la lectura de los tratados de reprobación de Pedro
Ciruelo, Martín de Castañega, Juan de Horozco y Covarrubias,
Martín del Río o Gaspar Navarro, es la de una absoluta e irrepa-
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c u -tr a c krable arbitrariedad. El historiador se encuentra a cada paso con. d o c u - t r a c k . c
aquellas ausencias de sentido que, como quiere Michel de
Certeau, abren constantemente brechas en el tiempo17. El mismo
teólogo que rechaza la eficacia de los amuletos18 sostiene que en
ocasiones las brujas vuelan realmente al aquelarre19. El mismo
tratadista que considera que, en la mayoría de los casos, las po-
sesiones diabólicas no son sino enfermedades mentales que los
médicos de su tiempo no son capaces de curar20, recomienda be-
ber el agua del lavatorio de las llagas de la imagen de San Fran-
cisco de Asís, como protección contra maleficios y todo género
de enfermedades21. El mismo reprobador que prohíbe a los párro-
cos rurales conjurar las nubes de tormenta, puesto que conside-
ra falsa la creencia que sostiene que los demonios provocan las
tempestades22, sugiere colocar en las esquinas del lecho de los
enfermos montones de mirra e incienso benditos, para alejar el
riesgo de hechicerías futuras23.
Resulta entonces obvio que la oscuridad de estos razonamien-
tos es simplemente la manera en la que muchos hombres de los
siglos XVI y XVII pensaban cotidianamente24. Por este motivo,
nuestra aproximación al análisis del discurso antisupersticioso es-
pañol requería de una perspectiva etnográfica, en tanto el etnó-
grafo se concentra en las diferencias, en los quiebres, en las
disyunciones entre mundos diferentes, hiatos a los que el antro-
pólogo debe proporcionar una explicación que contribuya a re-
ducirlos o eliminarlos25. El desafío consistía, entonces, en anali-
zar la objetivación de las objetividades, hacer la historia de aque-
llos elementos que la cultura temprano-moderna consideraba
obvios, pero que hace tiempo han dejado de serlo para nosotros.
Era necesario hacer visible lo que para aquella cultura resultaba
invisible, por ser demasiado conocido, demasiado superficial, de-
masiado normal desde la perspectiva de su visión del mundo26.
La ideología crea ilusiones, que no pueden comprenderse si
no es con referencia al principio de realidad que están eludien-
do; pero también es necesario tomar al pie de la letra la lógica
aparente de un funcionamiento simbólico para dar cuenta de la
coherencia de sus producciones27. No se trata tanto de neutrali-
zar los discursos antisupersticiosos, para buscar en ellos, disimu-
lados, otros meta-discursos que los autores estarían queriendo ex-
presar en lugar del contenido evidente28. Una perspectiva realis-
ta radical convierte a los protagonistas de discursos que nos son
ajenos en individuos irremediablemente cínicos: “no pueden
creer en esas cosas, tienen que estar fingiendo”29. Si por tomar de-
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c u -tr a c kmasiado en serio los discursos indígenas se corre el riesgo de. d o c u - t r a c k . c
considerar a la verdad oficial como norma de la práctica, por des-
confiar demasiado de ellos se corre el riesgo de subestimar la efi-
cacia concreta de lo hegemónico30, de subestimar la coherencia
específica de visiones del mundo alternativas al cartesianismo,
del cual todos somos actualmente más o menos prisioneros.
Nuestra intención fue, entonces, considerar a los tratados es-
pañoles de reprobación de supersticiones como ventanas a través
de las cuales es posible percibir todo el saber de una época, como
jirones de una visión del mundo compleja y coherente, a la cual
el triunfo de las revoluciones intelectuales de los siglos XVII y
XVIII desterró para siempre del olimpo oficial de los pensamien-
tos legítimos. Sus reclamos de verdad debían ser tratados de
manera idéntica a como lo serían las afirmaciones de paradigmas
prestigiosos y triunfantes. No resulta ya legítimo catalogar como
patológica toda visión del mundo que se aparta de los principios
del paradigma cosmológico matemático-mecanicista, que se apar-
ta del pensamiento considerado normal31.
En definitiva, no se trata tanto de explicar el triunfo del ra-
cionalismo sobre el pensamiento mágico, sino las condiciones
que permitieron que las cosmologías derrotadas fueran descali-
ficadas mediante términos semejantes –superstición, pensamiento
mágico, creencia vulgar– luego de la consolidación definitiva de
la ciencia moderna32.

Cada uno de los nueve capítulos que desarrollamos a conti-


nuación, analiza algunos de los problemas claves que encierra la
comprensión de la lógica y coherencia internas del discurso an-
tisupersticioso español de los siglos XV a XVIII.
La secuencia de capítulos encierra una determinada conexión
temática, de tal manera que las páginas finales de cada uno de
ellos plantea los problemas que se pretenden resolver en el capí-
tulo siguiente. No obstante, existe también una conexión de or-
den lógico entre los distintos apartados, que admitiría una alte-
ración del ordenamiento inicial propuesto. Así, el primero y el úl-
timo de los capítulos pueden leerse uno a continuación del otro,
sin demasiadas dificultades. No se trata, en realidad, más que de
un único capítulo, cuyas dos partes fueron ubicadas en los extre-
mos del libro por requerimientos internos de la lógica de argu-
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c u -tr a c kmentación y presentación de los temas. En los capítulos prime-. d o c u - t r a c k . c
ro y noveno, se encuentran las claves propuestas para intentar ac-
ceder a un nivel profundo de comprensión de la cosmología que
sustentaba la visión del mundo cristiana tradicional, que a su vez
sustentaba, en definitiva, la visión del mundo de los reprobado-
res españoles de supersticiones.
El capítulo primero se centra en la descripción del modelo
cristiano de superstición, propuesto por San Agustín, modifica-
do por Santo Tomás de Aquino, del cual el discurso antisupers-
ticioso español no es sino una de sus expresiones más acabadas.
La cuestión clave consiste en descubrir las razones por las cua-
les la superstición constituye un pecado desde la perspectiva de
la religión cristiana. La explicación central girará en torno de la
arbitraria unificación agustiniana de prácticas cultuales y prácti-
cas no cultuales bajo el mismo rótulo de superstitio, sustentada
en la peculiar teoría de los signos elaborada por el Santo de
Hipona. Estas circunstancias darán pie a la profundización esco-
lástica de las nociones de pacto expreso y pacto tácito con los
demonios. Para descubrir con mayor eficacia las especificidades
de la utilización de la noción de superstitio por parte del pensa-
miento teológico, se contrapone el modelo cristiano de supersti-
ción con los modelos que lo antecedieron y sucedieron: el mo-
delo clásico y el modelo científico racionalista, respectivamen-
te. En el seno del modelo cristiano se señala la existencia simul-
tánea de una definición teológico-filosófica, una definición éti-
co-moral, y una definición instrumental de superstición.
El capítulo segundo pretende avanzar más allá de los proble-
mas planteados en el primer apartado. Si en éste se intentan de-
linear las razones por las cuales el modelo cristiano de supersti-
ción consideraba a estas prácticas y creencias como un grave
pecado contra el primer mandamiento del Decálogo, queda pen-
diente aún la identificación de los motivos por los cuales el pen-
samiento teológico debió elaborar un discurso antisupersticioso.
Se trata de discernir las causas profundas que provocaron que la
noción clásica de superstitio no cayera en el olvido; sino que, por
el contrario, se construyese en torno a ella un modelo de supers-
tición específicamente cristiano.
El capítulo tercero adquiere un aspecto explícitamente des-
criptivo. Se intenta desplegar fenoménicamente una muestra aca-
bada del espectro de prácticas y creencias supersticiosas efecti-
vamente reprobadas por los tratados españoles, entre los siglos
XV y XVIII. Se plantean también algunas hipótesis sobre la uti-
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c u -tr a c klidad de estos manuales teológicos para acceder a prácticas y. d o c u - t r a c k . c
creencias realmente existentes en el territorio peninsular, duran-
te la temprana modernidad. Para remarcar la irreductible especi-
ficidad del modelo cristiano de superstición, se reproducen tam-
bién las prácticas y creencias lícitas incentivadas por los repro-
badores españoles del período, la mayoría de las cuales serían
también consideradas supersticiosas desde la perspectiva del
modelo científico-racionalista moderno.
El capítulo cuarto se centra en las grandes dificultades que
podía encontrar el modelo cristiano de superstición cada vez que
intentaba determinar el carácter lícito o supersticioso de una prác-
tica o creencia concreta. La relativa sencillez de los postulados
teóricos, sustentados en un triple orden de causalidades –sobre-
natural, preternatural, natural–, devenía en interminables polémi-
cas a la hora de fundamentar la ilicitud de algún ritual específi-
co. El modelo cristiano de superstición podía entonces resultar in-
capaz de resolver las contradicciones inherentes a su peculiar vi-
sión del mundo. Para la descripción de las polémicas en el seno
del discurso antisupersticioso español se eligieron dos ejemplos
paradigmáticos: las prácticas sanadoras de los saludadores y de
los reyes taumaturgos.
El capítulo quinto se dedica al análisis de los sujetos del dis-
curso antisupersticioso. Contradiciendo aquellos preconceptos
que parten de la identificación entre supersticiones y cultura po-
pular, la lectura de los textos españoles temprano-modernos de-
muestra con claridad que los clivajes que ordenaban la visión del
mundo de los reprobadores se organizaban según principios di-
ferentes. El discurso antisupersticioso reconocía la existencia de
un clivaje esencial, que separaba a los únicos productores legí-
timos de verdad –la comunidad de teólogos– del resto del pue-
blo cristiano. Desde esta perspectiva, aun los reyes, prelados, ma-
gistrados, juristas, podían convertirse en potenciales homines
superstitiosi si rehusaban acatar los fundamentos del modelo
generado por los doctores perfectos, por la élite de teólogos.
El capítulo sexto aborda el problema de los agentes de la lu-
cha antisupersticiosa. Se plantea la peculiar afinidad de los pro-
cesos de extirpación de supersticiones con la conformación de
micro-poderes y redes capilares de vigilancia y coerción. Se ana-
liza, en particular, las funciones que los reprobadores de supers-
ticiones otorgaban a los médicos profesionales, cuya relación con
los sacerdotes cristianos oscilaba entre extremos de colaboración
estrecha y rivalidad declarada.
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c u -tr a c k El capítulo séptimo se centra en el análisis de los diferentes. d o c u - t r a c k . c
mecanismos de aculturación propuestos por el discurso antisu-
persticioso español temprano-moderno. El objetivo de los repro-
badores de supersticiones no era sólo la extirpación de prácticas
y creencias, sino la creación de nuevos habitus, la incorporación
de nuevas prácticas, la adopción de nuevos valores, la internali-
zación de nuevos impulsos. Junto con los mecanismos represivos
de la aculturación –satanización, atemorización– se analizan me-
canismos más flexibles –como la técnica del reemplazo y la na-
turalización de las supersticiones–. Finalmente, el discurso anti-
supersticioso español refleja también las exigencias de desacra-
lización del mundo y clericalización de las relaciones con el or-
den sobrenatural, características del catolicismo post-tridentino.
El capítulo octavo analiza las interminables polémicas que se
dieron, en el seno del discurso antisupersticioso español, respecto
del carácter real o ilusorio de los actos que la demonología mo-
derna atribuía a las brujas. Aun cuando la profunda demonización
del concepto cristiano de superstitio lo convertía en una lítote del
sabbat de las brujas, el escepticismo reinante entre los inquisido-
res del Santo Oficio colocó a los reprobadores de supersticiones
en una encrucijada de difícil resolución.
El capítulo noveno pretende acceder al peculiar sentido-de-
lo-imposible que subyace al modelo cristiano de superstición.
Frente a las tesis tradicionales, que sostienen la inexistencia de
un sentido de lo imposible anterior al triunfo de la revolución
científica, el análisis del discurso antisupersticioso español per-
mite descubrir la existencia de un triple sentido de lo imposible
en el seno del pensamiento cristiano tradicional. Cada uno de los
tres órdenes de causalidades que sustentaba esta peculiar cosmo-
logía –natural, sobrenatural, preternatural– poseía un claro um-
bral de posibilidades, tanto como una gama específica de impo-
sibilidades. Se analiza finalmente el surgimiento de un moderno
sentido cristiano de lo imposible, esbozado a comienzos del si-
glo XVII por los críticos del estereotipo del sabbat, y profundi-
zado en el siglo XVIII por autores como Benito Jerónimo Feijóo.

Como ocurre a menudo en la historia cultural, resulta poco


menos que imposible evitar olvidos, omisiones o incluso arbitra-
riedades, cada vez que se debe conformar un corpus de fuentes
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c u -tr a c krelevantes para el desarrollo de una investigación particular. El. d o c u - t r a c k . c
objetivo del presente ensayo requería la conformación de una
muestra de literatura antisupersticiosa suficientemente amplia
como para justificar plenamente la relevancia de las hipótesis
planteadas. No obstante, en ningún caso requería una recopila-
ción exhaustiva de los discursos antisupersticiosos producidos en
territorio peninsular a lo largo de los trescientos años que sepa-
ran las primeras décadas de los siglos XV y XVIII. Nuestra in-
tención no ha sido la realización de una historia específica del
discurso antisupersticioso español temprano moderno, sino una
propuesta de análisis profundo de sus componentes esenciales, un
estudio de la lógica intrínseca que otorgaba coherencia a un uni-
verso que ha dejado ya de pertenecernos.
Sin embargo, creemos que el corpus antisupersticioso que
hemos finalmente conformado logra dar cuenta de los hitos más
relevantes de la producción teológica española durante los siglos
de la modernidad temprana. Aun cuando se han utilizado algu-
nos catecismos medievales del siglo XIV, hemos establecido el
inicio formal del género temprano-moderno con los tres tratados
escritos por Lope de Barrientos, en las décadas de 1430 y 1440.
De la misma manera, aun cuando se hayan eventualmente con-
sultado algunos tratadistas contemporáneos o posteriores a
Feijóo, la producción monumental del benedictino cierra for-
malmente el espectro de fuentes utilizado para la presente in-
vestigación.
Hemos preferido obviar aquellos aspectos de la producción
específica de los discursos que no poseían relevancia para la
mejor comprensión del contenido de los mismos. Por la misma
extensión del corpus documental utilizado, hubiera resultado im-
posible describir biográficamente los aspectos vitales e intelec-
tuales más destacados de los reprobadores de supersticiones in-
volucrados. Sólo hemos recurrido a dicha clase de información
cada vez que las condiciones concretas de producción se relacio-
naban de manera directa con alguna peculiaridad del tratado en
cuestión.
Como hubiera resultado monótono y redundante reproducir
los datos de año y lugar de edición cada vez que los manuales
antisupersticiosos son mencionados en el texto, los lectores pue-
den hallar en el siguiente cuadro la información esencial para si-
tuar rápidamente en términos cronológicos y espaciales cada uno
de los manuales aludidos.
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c u -tr a c kCuadro prefacio .d o
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AUTOR TÍTULO RESUMIDO33 EDICIÓN EDICIÓN


PRINCIPE UTILIZADA

Martín Libro de las confesiones Manuscrito, Edición


Pérez León moderna34
(c.1312-1317)

Pedro Catecismo Manuscrito, Edición


de Cuéllar Segovia moderna
(c.1325)
Anónimo Directorio para la visita Manuscrito Edición
pastoral de un arcediano Pamplona moderna
(c.1350)
Frances Llibre de les dones Manuscrito, Edición
Eiximenis (c.1390) moderna
San Vicente Sermones de la campaña Manuscritos, Edición
Ferrer castellana (1411-1412) (c.1411-1412) moderna
Lope de Tractado de caso y fortuna Manuscrito, Edición
Barrientos (c.1440) moderna
Lope de Tractado dormir y despertar y Manuscrito, Edición
Barrientos del soñar (c.1440) moderna
Lope de Tractado de la divinaça e sus Manuscrito, Edición
Barrientos espeçies, que son las espeçies (c.1440) moderna
de la arte magica
Martín de Arlés Tractatus exquisitissimus de Lyon, 1510 Lyon,
o Andosilla superstitionibus (redacción 1510
probable
último tercio
s. XV)
Pedro Arte de bien Confesar Zaragoza, Sevilla,
Ciruelo 1501 1548
Fray Martín Tratado de las supersticiones Logroño, Edición
de Castañega y hechizerias 1529 moderna
Pedro Reprobación de las supersti- Alcalá Medina
Ciruelo ciones y hechizerias de Henares, del Campo,
1530 1551
Francisco De arte mágica (en Releccio- Lyon, 1557 Edición
de Vitoria nes Teológicas) (pronunciada moderna
1540)
Alfonso De iusta haereticorum punitione Salamanca, Salamanca,
de Castro 1547 1547

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Fray Andrés Tratado de hechicerias y Manuscrito Edición
de Olmos sortilegios en náhuatl, moderna
Huaytlapan
(c.1553)
Martín de Manual de confessores y Zaragoza, Zaragoza,
Azpilcueta penitentes 1555 1555
Navarro
Antonio de Jardin de Flores Curiosas Salamanca, Edición
Torquemada 1570 moderna
Juan de Tratado de la verdadera y Segovia, Segovia,
Horozco falsa prophecia 1588 1588
y Covarrubias
Benito Adversus fallaces et Ingolstadt, Lyon,
Perer supersticiosas artes 1591 1603
Martín Disiquisitionum Magicarum Lovaina, Lovaina,
del Río 1599-1600 1599-1600
Francisco De superstitione et variis modis Coimbra, Edición
Suárez eius (liber II, tractatus tertius de 1608-1609 moderna
De religione)
Pedro de Discurso acerca de los Manuscrito, Edición
Valencia cuentos de las brujas y cosas 1611 moderna
tocantes a magia
Alonso de Memoriales Manuscritos, Edición
Salazar y Frías 1612-1614 moderna
Francisco Defensa a favor de los libros Madrid, Madrid,
Torreblanca catolicos de magia 1615 1615
Villalpando
Anónimo Advertencias contra los libros Manuscrito, Madrid,
de la Magia de Don Francisco (c.1613-1614) 1615
Torreblanca
Francisco Epitomes delictorum in quibus Sevilla, Sevilla,
Torreblanca aperta vel oculta invocatio 1618 1618
Villalpando daemonis intervenit
Pedro Prólogo primero y adiciones Barcelona, Barcelona,
Antonio al Tratado en el qual se 1628 1628
Ifreu reprueban todas las supersti-
ciones... de Pedro Ciruelo
Pedro Defensa del Canon Episcopi Barcelona, Barcelona,
Antonio 26 quaestio 5 1628 1628
Ifreu
Gaspar Tribunal de supersticion ladina Huesca, Huesca,
Navarro 1631 1631

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Juan Curiosa Filosofía y Tesoro de Madrid, Sevilla,
Eusebio Maravillas de la Naturaleza 1630 1686
Nieremberg
Juan Oculta Filosofía. De la Madrid, Sevilla,
Eusebio simpatia y antipatia de las 1638 1686
Nieremberg cosas
Francisco Patrocinio de angeles y Monasterio Monaste-
de Blasco combate de demonios de San Juan rio de San
Lanuza de la Peña, Juan de la
1652 Peña, 1652
Gaspar Tribunal Magicum Lyon, Lyon,
Caldera de 1658 1658
Heredia
Antonio de El ente dilucidado Madrid, Madrid,
Fuentelapeña 1676 1676
Benito Practica de Exorcistas y Barcelona, Barcelona,
Remigio ministros de la Iglesia 1688 1688
Noydens
Benito Teatro Crítico Universal Madrid, Madrid,
Jerónimo 1726-1740 1777-1778
Feijóo (9 vv.)
Benito Cartas eruditas y curiosas Madrid, Madrid,
Jerónimo 1742-1760 1777
Feijóo (5 vv.)
Pedro de “Doctrina II. Del comercio Logroño, Logroño,
Calatayud de las brujas con el demonio 1754 1754
y de sus maleficios”
(en tomo III de Opúsculos
y doctrinas prácticas)
Fray Elías Phisica Generalis nostri Apuntes Edición
del Carmen philosophici cursus castellanos de moderna
(libro III, sección XI) las lecciones
en latín, 1784

Notas al Prefacio

1 Cfr. White, Hayden: “Method and Ideology in Intellectual History: The


Case of Henry Adams”, en LaCapra, Dominick and Kaplan, Steven L.
(eds.): Modern European Intellectual History: Reappraisals and New
Perspectives, Ithaca and London, Cornell University Press, 1982, p. 280.
2 Una síntesis y puesta al día de las discusiones e intercambios de ideas
puede consultarse en Palti, Elías: Giro Lingúístico e historia intelectual,
Universidad Nacional de Quilmes, 1998, pp. 19-167.
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c u -tr a c k3. c Cfr. Eagleton, Terry: Ideología. Una introducción, Barcelona, Paidós,.d o
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1997, p. 255.
4 Cfr. Laclau, Ernesto y Mouffe, Chantal: Hegemony and Socialist Strategy:
Towards a Radical Democratic Politics, Londres, Verso Books, 1985.
5 Cfr. Eagleton, Terry: op. cit., p. 273.
6 Ibid., p. 274.
7 Cfr. Chartier, Roger: Escribir las prácticas. Foucault, de Certeau, Marin,
Buenos Aires, Manantial, 1996, p. 8.
8 Ibid., p. 31.
9 Cfr. Tambiah, Stanley Jeyaraja: Magic, science, religion, and the scope
of rationality, Cambridge University Press, 1996 (1990), p. 2.
10 Cfr. Greenblatt, Stephen: Marvellous possessions. The Wonder of the
New World, Oxford, Clarendon Press, 1991, p. 6.
11 Cfr, Foucault, Michel: “La poussière et le nuage”, en Dits et écrits, edi-
ción establecida bajo la dirección de Daniel Defert y François Ewald,
Paris, Gallimard, 1994, tomo IV, 1980-1988, p. 15.
12 Cfr. Chartier, Roger: op. cit., p. 32.
13 Cfr. Toews, John E.: “Intellectual History after the Linguistic Turn: The
Autonomy of Meaning and the Irreducibility of Experience”, The
American Historical Review, 92, 4, octubre 1987, p. 890.
14 Cfr. Poster, Mark: “The Future According to Foucault: The Archeology
of Knowledge and Intellectual History”, en LaCapra, Dominick y
Kaplan, Steven: op. cit., pp. 150-154.
15 Cfr. Toews, John E.: op. cit., pp. 890-891.
16 Cfr. Baker, Keith Michael: “On the Problem of the Ideological Origins of
the French Revolution”, en LaCapra, Dominick y Kaplan, Steven: op.
cit., pp. 200-203.
17 Cfr. de Certeau, Michel: La escritura de la historia, México, Universi-
dad Iberoaméricana, 1994, p. 213.
18 Cfr. Ciruelo, Pedro: Reprobación de las supersticiones y hechizerias.
Libro muy util y necessario a todos los buenos christianos, Medina del
Campo, 1551, tercera parte, capítulo cuarto.
19 Ibid., segunda parte, capítulo primero.
20 Cfr. Castañega, Fray Martín de: Tratado de las supersticiones y hechice-
rías, edición con estudio preliminar y notas por Fabián Alejandro
Campagne, Colección de libros raros, olvidados y curiosos, Buenos Ai-
res, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires, 1997,
p. 193.
21 Ibid., pp. 132 y 180.
22 Cfr. Noydens, Benito Remigio: Practica de exorcistas y ministros de la
Iglesia. En que con mucha erudicion, se trata de la instrucción de los
Exorcismos para lançar, y ahuyentar los demonios..., Barcelona, 1688,
pp. 108-109; 395-397.
23 Ibid, p. 93.
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24 Cfr. Weeks, Andrew: Paracelsus. Speculative Theory and the Crisis of.d o .c
c u -tr a c k c u -tr a c k
the Early Reformation, Albany, State University of Ney York Press,
1997, p. 190.
25 Cfr. Agar, Michael: “Hacia un lenguaje etnográfico”, en Geertz, Clifford;
Clifford, James y otros: El surgimiento de la antropología post-moder-
na, Barcelona, Gedisa, 1992, p. 123.
26 Cfr. Teran, Oscar: “Presentación de Foucault”, en Foucault, Michel, El
discurso del poder, México, Folios Ediciones, 1983, pp. 12 y 16.
27 Cfr. Grignon, Claude y Passeron, Jean-Claude: Lo culto y lo popular.
Miserabilismo y populismo en sociología y en literatura, Buenos Aires,
Nueva Visión, 1991, p. 20.
28 Cfr. Houdard, Sophie : Les sciences du diable. Quatre discours sur la
sorcellerie (15e-17e siècle), Paris, Éditions du Cerf, 1992, p. 24.
29 Cfr. Clark, Stuart : Thinking with Demons. The Idea of Witchcraft in
Early Modern Europe, Oxford, Clarendon Press, 1997, pp. 4-5.
30 Cfr. Bourdieu, Pierre: El sentido práctico, Madrid, Taurus, 1991 (1980),
p. 282.
31 Un ejemplo de esta concepción perimida se halla en Lévi-Strauss, Claude:
“El hechicero y su magia”, en Antropología Estructural, Barcelona,
Paidós, 1992 (1958), p. 207.
32 Cfr. Curry, Patrick: Prophecy and Power. Astrology in Early Modern
England, Cambridge, Polity Press, 1989.
33 Los títulos completos se reproducen en la sección Bibliografía.
34 Las referencias bibliográficas completas de las ediciones modernas pue-
den consultarse en la sección Bibliografía.
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Capítulo I c u -tr a c k

El modelo cristiano de superstición

La palabra superstición posee una larga historia. Desde sus re-


motos orígenes latinos, el término superstitio ha llegado hasta
los principales idiomas occidentales casi sin transformaciones.
No obstante, la continuidad oculta un equívoco: pocas palabras
han variado tanto su contenido a lo largo del tiempo, a pesar del
aparente carácter inalterable del continente. Si la superstición es
una construcción ideológica, este argumento lingüístico aporta
una de las mayores comprobaciones para la aceptación de esta
hipótesis.
Es posible distinguir tres grandes modelos de superstición, a
lo largo de la extensa historia de la palabra en el seno de la cul-
tura occidental:
• en primer lugar, un modelo clásico, surgido en el ámbito de
la cultura greco-latina, considerado al margen de cualquier
influencia del cristianismo.
• en segundo lugar, el modelo cristiano de superstición, dis-
cutido por los Padres de la Iglesia, cristalizado en sus com-
ponentes fundamentales por Agustín de Hipona en el siglo
V, refundado por la escolástica de Tomás de Aquino en el
siglo XIII, y sintetizado de manera definitiva por el jesuita
Francisco Suárez en el siglo XVII.
• en tercer lugar, un modelo científico-racionalista, afianzado
a partir de la segunda mitad del siglo XVII con el triunfo de
la revolución científica, difundido posteriormente por el ilu-
minismo ilustrado del siglo XVIII y por el cientificismo
positivista del siglo XIX.
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c u -tr a c k Esta división tripartita resulta en gran medida esquemática. El. d o c u - t r a c k . c
modelo clásico no es más que una metáfora para recubrir un con-
glomerado de significados contradictorios y opuestos. En el in-
terior del modelo cristiano no han dejado de producirse polémi-
cas constantes. La diversidad cultural que caracteriza al siglo XX
ha debilitado muchos de los elementos sobre los que se susten-
taba la construcción científico-racionalista del modelo de supers-
tición. No obstante, existen supuestos básicos que recorren el
interior de estos tres modelos, constituyendo denominadores
mínimos comunes que resultan, en definitiva, más contundentes
que las muchas diferencias que los mismos ocultan. Esta división
tripartita posee, finalmente, un carácter didáctico intrínseco que
permite un mejor acercamiento a procesos culturales de larguí-
sima duración. Al mismo tiempo, facilita la perspectiva compa-
rativa, una de las herramientas claves de la historia intelectual y
cultural.
El modelo cristiano de superstición, el segundo de los antes
mencionados, constituye el tema central del presente ensayo: el
discurso antisupersticioso español de los siglos XV a XVIII no
fue sino una de las más claras y completas manifestaciones his-
tóricas del modelo cristiano. Pero las características propias de
la concepción cristiana de superstición resaltan con mayor clari-
dad si las analizamos a la luz de los modelos que la precedieron
y la sucedieron.

1. El modelo clásico de superstición

a) La deisidaimonía de los griegos

Superstitio es una palabra latina. ¿Poseía la lengua griega un


concepto semejante? La respuesta no resulta sencilla. Tradicio-
nalmente, el término griego deisidaimonía fue considerado el
mejor equivalente de superstitio. La equiparación de ambos tér-
minos fue ya una decisión de los intelectuales mismos de la An-
tigüedad. En la Vulgata, Jerónimo traduce superstitio cada vez
que se encuentra con el mencionado vocablo griego.
Deisidaimonía deriva de deisidaímon, “quien teme a los
daímones”. Los especialistas concuerdan en que inicialmente el
término debió poseer un carácter neutro, indicando sólo temor o
respeto a entidades superiores, sin connotaciones negativas1.
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y CAPÍTULO I: EL MODELO CRISTIANO DE SUPERSTICIÓN

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c u -tr a c kHomero, por ejemplo, no utiliza la palabra deisidaimonía, pero. d o c u - t r a c k . c
sí en cambio emplea indistintamente las expresiones theoús
dediénai y theoús aidéisthai, en la primera de las cuales encon-
tramos la misma raíz que en deisidaimonía (la raíz del verbo
deído, “temer”), y en la otra el verbo aidéomai, “respetar, sentir
respeto por o ante alguien”2. Sólo más tarde debió la palabra ad-
quirir un significado negativo, que encontramos plenamente de-
sarrollado en conocidos fragmentos de Teofrasto, Plutarco o
Luciano. Benveniste sostiene que esta noción no pudo nacer sino
en una civilización y en una época en las cuales el espíritu huma-
no pudo tomar suficiente distancia en relación con los ritos reli-
giosos, como para apreciar las formas normales y las formas exa-
geradas de la creencia y del culto3.
En los siglos V y IV a.C. hallamos críticas al exceso de te-
mor respecto de las divinidades, a la creencia de que los dioses
eran los responsables principales de los males sufridos por los
hombres. Pero no se utilizaba aún la palabra deisidaimonía para
describir esta actitud. Un primer ejemplo lo constituye uno de los
más célebres tratados del corpus hipocrático, dedicado a la epi-
lepsia: Perì hierês nósou (Sobre la enfermedad sagrada). Se tra-
ta de un texto extraordinario. Es el primero en la historia de la
cultura occidental en el cual se rechaza, explícitamente, una etio-
logía sobrenatural para explicar el origen de esta enfermedad,
proponiéndose en cambio una interpretación naturalista de la
dolencia4. El autor hipocrático se resiste a creer que los dioses
envíen enfermedades a los hombres: “No creo yo, sin embargo,
que el cuerpo de un hombre sea mancillado por la divinidad;
...por el contrario, incluso si resulta manchado o dañado en algo,
es la divinidad la que puede purificarlo o santificarlo, más que
mancharlo con impurezas”5.
Hallamos un segundo ejemplo de esta actitud crítica respec-
to del excesivo temor a los dioses en un célebre pasaje del libro
segundo de La República. El sentido es el mismo que el descripto
para el texto hipocrático. Platón reprueba la tendencia a culpabi-
lizar a los dioses por las desgracias que sufren los hombres. Cri-
tica también la creencia de que tales males se originaban en fal-
tas y pecados rituales insignificantes, que sólo existían en la ima-
ginación de hombres débiles y temerosos. Esta actitud sólo logra-
ba abrir las puertas a quienes medraban proponiendo todo tipo de
purificaciones para aplacar a la divinidad ofendida6 . Pero tampo-
co en este párrafo utiliza Platón la palabra deisidaimonía: “en
todo ello no hay nada más asombroso que lo que se cuenta de los
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c u -tr a c kdioses y la virtud; por ejemplo, cómo los dioses han destinado ca-. d o c u - t r a c k . c
lamidades y vida miserable a muchos hombres buenos (...). Por
su parte los charlatanes y adivinos van llamando a las puertas de
los ricos y les convencen de que han recibido de los dioses po-
der para borrar, por medio de sacrificios o conjuros, cualquier
falta que haya cometido alguno de ellos o de sus antepasados”7.
Debemos recurrir a fuentes posteriores para hallar la utiliza-
ción del término deisidaimonía con sentido peyorativo. ¿Pero
cuál es, en definitiva, este carácter malo sensu que adquirió la
palabra? El breve fragmento que Teofrasto (hacia 372-287 a.C.)
le dedica al tema, en sus Caracteres morales, nos exime de ma-
yores análisis:
“La superstición (deisidaimonía) parece, sin duda, ser miedo
de los genios o númenes subalternos. El supersticioso (deisi-
daímon), pues, es tal: lavándose las manos, y rociando todo
con agua lustral o bendita, sale del templo llevando en la
boca unas hojas de laurel, y todo el día se pasea sin dejarlas.
Si ve que una comadreja atraviesa el camino que él lleva, no
lo pasará hasta que otro pase primero o tire tres piedras so-
bre el camino. Si ve en su casa una culebra, levantará allí
mismo una capilla. Arrimándose a las piedras ungidas o ben-
ditas que están en las encrucijadas, derrama sobre ellas acei-
te que lleva en redomitas, y para retirarse ha de hincarse de
rodillas y adorarlas. Si un ratón casualmente roe el costal
donde tiene la harina, va a ver al agorero o adivino, y le pre-
gunta qué es lo que debe hacer. Si acaso le responde que lo
dé al costalero para que lo remiende, no se conforma con
esto, sino que, mirándole con aversión, se deshace de él.
Purifica su casa con frecuencia; no se acerca a los sepul-
cros; no concurre a entierros; no visita paridas. Cuando tie-
ne algún sueño, va de casa en casa de los que los interpre-
tan, de los adivinos y de los agoreros, a preguntarles a qué
dios o a qué diosa debe hacer sus votos y oraciones. El que
ansioso de ser ordenado en los misterios va a visitar todos
los meses a los sacerdotes de Orfeo con su mujer, y si ésta no
está desocupada, va con el ama y con sus niños. Para salir
de una encrucijada se lava la cabeza, y llamando a las
sacerdotisas les pide lo purifiquen aplicándole, o una cebolla
albarrana, o un cachorrillo. Si ve un loco o epiléptico, se
espeluza de miedo y se escupe en el seno”8.
Los rasgos negativos de la personalidad del deisidaímon han
quedado develados: se trata de un individuo enfermo de temor,
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c u -tr a c kobsesionado por el miedo a infringir omnipresentes tabúes con-. d o c u - t r a c k . c
taminantes, acechado por fuerzas superiores que se complacen en
castigar a los hombres por el descuido de una serie de ritos infi-
nitos, en un estático tiempo mítico de eterno retorno9.
El complejo retrato psicológico que conlleva la descripción
de la deisidaimonía continuará desarrollándose. Menandro, dis-
cípulo de Teofrasto, escribe una comedia de la cual sólo conser-
vamos el título, Deisidaímon, pero que hace pensar en la pintu-
ra de un carácter, en la tradición de su maestro10. Pero quienes
mejor han profundizado la descripción de esta personalidad pa-
tológica en el ámbito cultural griego han sido Plutarco (46-120
d.C.) y Luciano de Samosata (121-181 d.C.). Plutarco escribe
Perì deisidaimonías. Mucho se han discutido las fuentes proba-
bles de esta obra, el único tratado extenso sobre el tema que se
conserva en griego. Se ha propuesto como principal inspiración
a Bión de Borístenes, posible autor de un libro sobre la supers-
tición y el ateísmo, que habría sido utilizado no sólo por Plutarco,
sino por Séneca y Antípatro. Teofrasto y Menandro habrían sido,
a su vez, las fuentes de Bión11.
Lo cierto es que Plutarco escribe un texto extraordinario por
su fineza psicológica. La deisidaimonía no es el único tema del
tratado. Junto con este concepto, Plutarco trata otros dos fenóme-
nos a los que considera íntimamente relacionados con aquél: el
ateísmo y la religión. Con ellos construye un continuo de remi-
niscencias aristotélicas, que tendrá una extraordinaria fortuna,
hasta alcanzar carácter definitivo en la Summa Theologica de
Tomás de Aquino: “algunos, al huir de la superstición, van a caer
en un ateísmo cruel y obstinado, saltando por encima de la pie-
dad que se encuentra situada en medio”12. No obstante, la dife-
rencia entre Plutarco y los pensadores cristianos posteriores, es
el hecho de que para el autor de las Vidas Paralelas la impiedad
y sus consecuencias son menos terribles que los males que aca-
rrea el desordenado temor a los dioses. La deisidaimonía es una
creencia que produce un miedo que humilla, que desalienta al
hombre que cree que los dioses existen pero que son seres adver-
sos y funestos. Produce un efecto paralizante: si la pérdida de
bienes materiales, si la muerte de los seres amados, si los fraca-
sos amorosos son azotes de la divinidad, no queda un ápice de es-
peranza. Sólo resta aceptar la derrota, la huida, la desesperanza.
El deisidaímon rechaza a los que intentan ayudarlo13. El ateísmo
es un razonamiento falso, pero la deisidaimonía es una emoción
nacida de un razonamiento falso14. El ateo no cree que los dio-
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c u -tr a c kses existan, pero el deisidaímon piensa que son temibles, tiráni-. d o c u - t r a c k . c
cos, irascibles; no acepta que la bondad, la magnanimidad, la
benevolencia, sean propias de la naturaleza divina. Supone, de
hecho, que el bien es malo15. Si ocurre un mal muy pequeño,
quien se ve afectado por este temor desordenado no acusa a otros
hombres, a la casualidad, a la fortuna, a sí mismo: acusa a una
divinidad que persigue su ruina. El retrato que describe Plutarco
alcanza ribetes patéticos. El deisidaímon no halla escapatoria
posible: “el que no navega no teme al mar, ni el que no presta
servicio militar teme a la guerra, ni a los bandidos el que no sale
de su casa (...) ; pero el que teme a los dioses teme a todas las co-
sas, a la tierra, al mar, al aire, al cielo, a la oscuridad, a la luz, al
rumor, al silencio”16. Para colmo del horror, ni aun el sueño pro-
duce solaz, pues suscita imágenes escalofriantes, apariciones,
castigos. Luego, a diferencia del común de las personas, estos
hombres no encuentran alivio al despertar. Si la mayoría se bur-
la de sus propias pesadillas, el deisidaímon acude presto a los
intérpretes y agoreros, para descubrir cuanto antes el significa-
do ominoso que esconde su sueño17.
Philopseudes, traducido habitualmente como El aficionado a
la mentira, es uno de los diálogos de Luciano de Samosata que
mejor refleja la deisidaimonía. Tiquíades narra a su amigo
Filocles una conversación que había presenciado recientemente.
En la casa de Eucrates, un grupo de individuos dedicaban la ve-
lada a narrar horrendas historias de oráculos, profecías y posesio-
nes. Tiquíades no logra convencer a los contertulios de la false-
dad de dichas narraciones, a las que califica como deisidaimonía.
Las conclusiones del diálogo son en extremo sugestivas:
“Filocles— ...Pues, sin lugar a dudas, parece que en casa de
Eucrates has sido mordido por muchas patrañas, y me has
traspasado a mí la mordedura; hasta ese punto me has llenado
de duendes el alma.
Tiquíades— En fin; ánimo, amigo. Tenemos como fármaco
protector ante tales patrañas la verdad y el razonamiento co-
rrecto. Si hacemos uso correcto de él, no hay cuidado de que
nos veamos perturbados por historietas baladíes y banales”18.

El temor obsesivo es la característica de la deisidaimonía.


Aun el incrédulo Tiquíades se vio afectado por el estado emocio-
nal que contagió a Filocles, también escéptico. El temor enfermi-
zo es como la mordedura de un animal ponzoñoso.
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c u -tr a c k Resultan también interesantes los fragmentos de la Vulgata,. d o c u - t r a c k . c
en los cuales San Jerónimo recurre a la palabra latina superstitio
para traducir el término griego deisidaimonía. Hallamos un ejem-
plo en el discurso de Pablo de Tarso ante el Areópago. El autor
de los Hechos de los Apóstoles utiliza la palabra griega que ve-
nimos analizando para describir la meticulosa piedad de los
atenienses19. Pablo había hallado, entre los muchos monumentos
religiosos de la ciudad, un altar erigido en honor del dios desco-
nocido. El elemento característico del concepto continúa siendo
el miedo que provocan las deidades. El temor de incurrir en la ira
de alguna divinidad olvidada no difiere en demasía de la actitud
de los individuos descriptos por Teofrasto y Plutarco. Pero lo
curioso es que en el discurso del Apóstol existe un cierto grado
de admiración por el piadoso respeto de los atenienses20. ¿Esta-
mos en presencia del sentido neutro del término deisidaimonía,
aquél referido al respeto y veneración que, al margen de todo
exceso, merecían las manifestaciones de lo sagrado, aquel sen-
tido que se haya prácticamente ausente en los textos clásicos de
la cultura griega?21 .
Como acabamos de ver, es posible detectar una cierta unidad
semántica que subyace al término griego deisidaimonía. La eti-
mología del término revela una actitud neutra de respeto y reve-
rencia a los dioses. Pero el término adquirirá un sentido negati-
vo: el deisidaímon es aquel individuo que siente un temor pato-
lógico a incurrir en la ira de los dioses. Tal como se refleja en
textos hipocráticos o en La República platónica, la actitud exis-
tió antes de que se utilizara la palabra. Pero a partir de Teofrasto,
la descripción del desordenado temor a los dioses adquirió ma-
yores complejidades, hasta alcanzar la sutil descripción psicoló-
gica de Plutarco y la sátira mordaz de Luciano de Samosata. Al-
gunos fragmentos del Nuevo Testamento cristiano, como el dis-
curso de Pablo a los atenienses reproducido en Hechos de los
Apóstoles, revela que el término podía aún utilizarse en un sen-
tido neutro, aunque son muchos más los fragmentos que se con-
servan en los que prima el sentido malo sensu.

b) La superstitio de los romanos

No es sencillo encontrar para el término latino superstitio una


unidad de sentido similar a la descripta para la palabra griega que,
tradicionalmente, ha sido considerada como su equivalente más
aproximado.
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c u -tr a c k En fuentes tempranas, como en las comedias de Plauto, se. d o c u - t r a c k . c
utiliza el adjetivo superstitiosus como sinónimo de adivino, pro-
feta22. Este sentido desaparece prácticamente en los textos pos-
teriores23.
Hallamos también, aunque en muy pocas ocasiones, ejemplos
en los que el sustantivo superstitio adquiere un sentido positivo,
referido bien a un objeto que objetivamente inspira terror, o in-
cluso como sinónimo de religión, de rito religioso24.
Pero por cada texto en los que la acepción parece ser positi-
va, es factible citar muchos fragmentos en los que la palabra re-
fleja un sentido claramente peyorativo. Pero tampoco en este caso
es dable unificar claramente todos los sentidos existentes. Vea-
mos tan sólo algunos de ellos. Para Séneca la superstición es una
falta intelectual, y al igual que en muchos textos griegos, la re-
laciona con una patología25. Para Horacio, epicúreo y escéptico,
la superstitio es en esencia vana, y no ahorra sarcasmos contra
aquellos que creen en la astrología, prestan atención a los presa-
gios funestos antes de partir de viaje, o contra aquella madre que
promete sumergir a su hijo en agua helada, si Júpiter logra devol-
verle la salud perdida 26. Virgilio, en una famosa cita de La
Eneida, otorga a la palabra superstitio un sentido que tendrá enor-
me fortuna: la superstición es toda forma de rendir culto a las di-
vinidades que se aparta de las tradiciones y costumbres estable-
cidas. Afirma el poeta en el libro VIII: “Luego de que hubieron
saciado el hambre, hablóles en estos términos el rey Evandro:
«Estas sacras ceremonias, este solemne festín, ese altar dedica-
do a una divinidad tan poderosa, no nos los impone una vana su-
perstición, ignorante de las antiguas tradiciones religiosas; liber-
tados de un horrendo peligro, ¡oh huésped troyano! dedicamos
esta fiesta a renovar y a honrar la memoria de un gran beneficio
recibido»”27.
Un tercer sentido, en parte relacionado con el anterior, es
aquel que relaciona la superstitio con los cultos extranjeros, bár-
baros. En los Annales, Tácito considera a los ritos egipcios y ju-
díos como supersticiones, y a los libertos que los practicaban
como inficionados por ellas (“ea superstitione infecta”)28. En otra
ocasión volverá a considerar a las creencias extranjeras como
“externales superstitiones”29. Suetonio, en la biografía que en
Los doce Césares dedica a Tiberio, también considera como su-
persticiones a los ritos de egipcios y judíos30. El gramático Festo
parece sostener ideas similares31.
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c u -tr a c k Otros sentidos del término superstitio recogen la significación. d o c u - t r a c k . c
del término griego deisidaimonía. Máximo de Tyro afirmará que
el hombre religioso es amigo de los dioses, mientras que el su-
persticioso es su adulador32.
En relación con la obra de Lucrecio hallamos otro extraño
ejemplo de los distintos sentidos que podía adquirir el término
superstitio. Según Servio Gramático, autor de un conocido co-
mentario de las obras de Virgilio, Lucrecio habría definido la
superstitio de la siguiente manera: “...secundum Lucretium
superstitio est superstantium rerum, id est caelestium et
divinarum, quae super nos stant, inanis et superfluus timor”33.
Pero lo extraño es que, en el fragmento de De rerum natura al que
hace referencia Servio, no se utiliza en ningún momento la pa-
labra superstitio, como el comentarista parece sugerir:
“La existencia humana yacía manifiesta y afrentosamente so-
bre la tierra oprimida por agobiante religión, que mostraba
su rostro desde las regiones celestes sobreponiéndose con
horrible aspecto a los mortales, cuando por primera vez se
atrevió a levantar sus ojos mortales contra ésta y a contra-
rrestarla el primero un varón griego a quien el renombre de
los dioses no amedrentó, ni el rayo, ni el cielo con amenaza-
dor retumbo (...). Y pues que arrojada a sus pies la religión
es a su turno pisoteada, hasta el cielo nos alza la victoria”34.
Es dable afirmar que este fragmento de De rerum natura
aventaja en audacia a cuantos textos hemos comentado hasta el
momento. Lucrecio decide dar un paso más allá del clásico con-
cepto griego de deisadaimonía. Las terribles consecuencias pa-
ralizantes que el temor desmedido provoca en los hombres son
adjudicadas en este fragmento a la religión misma (“oppresa
gravi sub religione”) y no a la superstitio, entendida como des-
viación de la piedad verdadera. La última frase sugiere que
Lucrecio rechazaba la noción neutra que podía adquirir el término
deisidaimonía, una religión que venerase respetuosamente a los
dioses celestes, sin mostrar por ellos desmedido temor. Servio
Gramático, pues, atribuye al termino superstitio lo que Lucrecio
parece querer referir a la religio. La definición del comentarista
de Virgilio dice más sobre lo que Servio pensaba acerca del tér-
mino superstitio –en su caso, concebido como una variante de la
noción griega de deisidaimonía (“inanis et superfluus timor”)–
, que sobre la opinión de Lucrecio al respecto.
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c u -tr a c k Existe un último ejemplo curioso en relación con los signi-. d o c u - t r a c k . c
ficados del término superstitio. Se trata, en este caso, de un si-
lencio, de una ausencia. Me refiero al célebre comienzo del libro
XXVIII de la Naturalis Historia de Plinio –una de las obras clá-
sicas más difundidas durante el medioevo y la modernidad tem-
prana35–. Con frecuencia, los capítulos III a V del libro XXVIII,
fueron considerados como textos claves para la comprensión del
concepto latino de superstición. No obstante, esta afirmación es
producto de un anacronismo36. Plinio se abstiene de emplear la
palabra superstitio en estos fragmentos, aun cuando podría
haberlo hecho de acuerdo con los sentidos que el término poseía
en la época –particularmente en el capítulo V–. De hecho, el autor
conoce la palabra y recurre a ella en otros capítulos de esta obra
monumental37. Plinio dedica el libro XVIII a las medicinas y re-
medios que el hombre puede obtener de los animales. En los ca-
pítulos III y IV realiza una reflexión sobre los poderes de la pa-
labra humana. Eventualmente, la reflexión alcanza fenómenos
más profundos, como la eficacia real de las oraciones y plegarias.
En el libro V, finalmente, reproduce un conjunto de creencias que
nos recuerdan al obsesionado deisidaímon de Teofrasto, Plutarco
y Luciano. Si se habla de un incendio durante la comida, enton-
ces se derrama agua sobre la mesa para evitar desgracias; si sien-
ten sus orejas calientes, muchos piensan que en algún sitio se está
hablando de ellos; otros creen que los números impares tienen
mayor virtud que los números pares; algunos sostienen que, para
evitar malos presagios, se debe saludar a quien estornuda. Las
costumbres que Plinio recoge corresponden con exactitud a la
deisidaimonía griega: “Estas prácticas han sido establecidas por
aquellos que creen que los dioses están presentes en todos los
asuntos y en todo momento, y que por estos actos de piedad los
dejamos contentos, a pesar de nuestros vicios”38. ¿Por qué no
recurre Plinio el término superstitio, en un contexto que justifi-
caría ampliamente su utilización? ¿Es ésta una ausencia delibe-
rada? En cualquier caso, esta circunstancia nos recuerda que el
uso de las palabras, instrumentos ideológicos por antonomasia,
no resulta nunca inocente. Lo es menos aun en el caso de voca-
blos como deisidaimonía o superstitio, que tienen por objeto des-
calificar prácticas y creencias concretas. Aquí reside la clave para
hallar algunas respuestas a los silencios de Plinio. A pesar de su
aparente ironía, el discurso es siempre ambiguo respecto de la
aceptación o rechazo de las creencias que divulga. La negativa a
utilizar la palabra superstitio tal vez se deba al hecho de que
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.d o
c u -tr a c kPlinio no desea descalificar las prácticas que describe. Estas. d o c u - t r a c k . c
creencias son aceptadas ampliamente en todos los estratos de la
sociedad romana, y Plinio apela a la sinceridad de sus lectores
para que no contradigan esta verdad evidente: “para confirmar lo
que acabo de decir, quiero apelar al sentimiento íntimo de cada
uno”39. Las preguntas que inician el desarrollo del capítulo uti-
lizan, por otra parte, la primera persona del plural: “¿Por qué
nosotros...?” Finalmente, Plinio termina el fragmento evitando de
manera explícita una definición taxativa sobre la eficacia real de
estas prácticas: “Existen contra el granizo, contra todo género de
enfermedades, contra los incendios, ciertos encantamientos, al-
gunos de los cuales han sido comprobados. Pero, entre tanta di-
versidad de opiniones, no me atrevo a darlas a conocer, y como
consecuencia de esto, dejo que cada uno opine lo que quiera”40.
En definitiva, el autor de la Naturalis Historia no utiliza la pa-
labra superstitio porque no parece compartir la actitud que con-
lleva el empleo del vocablo: descalificación, crítica, rechazo,
reprobación.

A pesar de esta abundancia de acepciones, ¿es posible alcan-


zar una síntesis que permita aprehender el sentido profundo del
término latino superstitio? La obra de Cicerón es el ámbito adecua-
do para alcanzar este objetivo. No se trata de una decisión arbitra-
ria. En dos de sus diálogos, De natura deorum y De divinatione,
Cicerón concentra la mayor cantidad de citas extensas y comple-
jas de la palabra superstitio en todo el corpus de literatura lati-
na. La influencia y difusión que la producción ciceroniana alcan-
zó durante la Edad Media y el Renacimiento constituyen un se-
gundo argumento a favor de la elección de nuestro autor como pa-
radigma de los significados profundos del término.
Las obras de Cicerón a las que hacemos referencia son dos
diálogos. Éste no es un detalle menor. El diálogo como forma
literaria permite alcanzar niveles de ambigüedad y un desarrollo
de matices, fuera del alcance de otros géneros. Los escritores del
Renacimiento y del Barroco, obligados por un contexto de into-
lerancia absoluta, supieron aprovechar estas ventajas41. En defi-
nitiva, no todas las definiciones de superstitio que hallamos en
los diálogos son asumidas como propias por el autor42.
En De natura deorum, tres personajes discuten sobre la inter-
vención real de las divinidades en el mundo de los hombres:
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c u -tr a c kVelleio, exponente del epicureísmo; Lucilio Balbo, representante. d o c u - t r a c k . c
del estoicismo; Cotta, tradicionalmente considerado como alter
ego de Cicerón, defensor moderado de los principios platónicos
de la Nueva Academia de Carnéades. En De divinatione, en cam-
bio, la conversación se desarrolla entre Cicerón y su hermano
Quinto. La relación entre ambas obras es explícita: Quinto, ahora
representante del estoicismo, no ha quedado conforme con alguno
de los argumentos desarrollados por Cotta/Cicerón en el De
natura deorum. Esta es la excusa que permite iniciar un nuevo
intercambio de ideas.
En De natura deorum los tres protagonistas utilizan la pala-
bra superstitio para calificar con ella las opiniones de los otros
dos. En pocas obras de la antigüedad latina se pone de manifiesto
con tal claridad el carácter de construcción ideológica propio del
concepto de superstición. El término aparece aquí claramente
como arma en la lucha por la imposición de diferentes visiones
del mundo. En el segundo de los diálogos el vocablo es muy poco
utilizado por Quinto, pero en cambio es ampliamente empleado
por Cicerón. Por lo tanto, resulta lícito unificar las opiniones de
Cotta y Cicerón, y las de Lucilio Balbo con las de Quinto, her-
mano del autor. Contamos finalmente con tres utilizaciones di-
ferentes del concepto: Velleio, Lucilio Balbo/Quinto y Cotta/
Cicerón.
Velleio, el epicúreo, representa la acepción de superstitio que
más se aproxima a la noción griega de deisidaimonía. Supersti-
ción es temer a los dioses en lugar de rendirles culto piadoso. Se
diferencia de la posición más radical de Lucrecio, por el hecho
de que defiende la obligación moral de rendir culto a las natura-
lezas superiores:
“Si no buscamos nada más que la piedad en el culto de los
dioses y el vernos libres de supersticiones, lo dicho sería su-
ficiente; porque la preeminente naturaleza de los dioses, al
ser eterna y felicísima, recibiría el piadoso culto de los hom-
bres –pues lo que está por encima impone la reverencia que
se le debe–; y asimismo quedaría eliminado todo temor del
poder divino o la ira divina –pues se entiende que la ira y el
favoritismo están por igual excluidos de una naturaleza que
es a la vez bienaventurada e inmortal, y que una vez elimina-
das estas cosas, no nos sentimos amenazados por ningún te-
mor respecto a los poderes de lo alto”43.
Este epicureísmo moderado no deja de resultar inconsisten-
te. ¿Por qué unas divinidades eternamente beatas, que no poseen
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c u -tr a c kinterés por el mundo de los hombres, continúan mereciendo el. d o c u - t r a c k . c
ejercicio de un culto piadoso?
Lucilio Balbo, el estoico, utiliza también como arma en la po-
lémica la palabra superstitio. Los dioses no se hallan ociosos,
como quiere su interlocutor epicúreo. Pero tampoco llevan a cabo
sus actividades con el trabajo fatigoso y molesto, característico
de la excesiva antropomorfización propia de la mitología popu-
lar. No es el temor irracional a los dioses lo que constituye la
actitud supersticiosa, como quería la postura anterior, sino los
excesos de las fábulas vulgares sobre las hazañas de dioses y
héroes:
“¿Veis, pues, como de una válida y verdadera filosofía de la
naturaleza se ha llegado por evolución a esos dioses fantás-
ticos y ficticios? La perversión ha sido la fuente de creencias
falsas, crasos errores y supersticiones apenas por encima del
nivel de los cuentos de viejas. Sabemos a qué se parecen los
dioses, qué edad tienen, conocemos sus vestiduras y sus dis-
tintivos y también sus genealogías (...). Aparecen en escena
incluso con sus ánimos turbados... Estas leyendas y estas
creencias están llenas de necedad; y están llenas de insensate-
ces y absurdos de todas clases”.
“Pero aún rechazando estos mitos con desprecio, podremos,
sin embargo, comprender la personalidad y la naturaleza de
las divinidades que llenan la naturaleza de los diversos ele-
mentos, Ceres llenando la tierra, Neptuno el mar (...); y es
deber nuestro reverenciar y venerar a estos dioses bajo los
nombres que el uso les ha conferido. Pero el mejor modo y
también el más puro, el más santo y el más piadoso modo de
dar culto a los dioses es siempre venerarlos con pureza, sin-
ceridad e inocencia, tanto de pensamiento como de pala-
bras. Pues la religión ha sido distinguida de la superstición
no solamente por los filósofos sino también por nuestros
antepasados”44.
En tercer lugar, arribamos a la concepción de superstitio uti-
lizada por Cotta/Cicerón. En De natura deorum, Cotta esgrime
argumentos contra el epicúreo y el estoico. En ambos casos, la
herramienta en la polémica vuelve a ser la palabra superstitio.
Respecto de Velleio, seguidor de Epicuro, Cotta/Cicerón le repro-
cha que su postura en contra de la intervención de las divinida-
des en el mundo de los hombres no sólo abolirá la superstición:
herirá de muerte a la misma religión. Cotta/Cicerón coincide con
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c u -tr a c ksu interlocutor: la superstición implica un temor infundado a los. d o c u - t r a c k . c
dioses45. Pero a continuación, devela la contradicción que afec-
ta al argumento del epicúreo: aunque éste sostiene que el hom-
bre tiene el deber de venerar a los dioses, su concepción de la
naturaleza divina conlleva en términos lógicos la inutilidad de la
religión. Lucrecio, con menores reticencias, parecía afirmarlo ya
en el párrafo que comentamos con anterioridad.
Pero es más interesante la crítica respecto de Lucilio Balbo,
el estoico. Si éste último calificó como supersticiones a las fábu-
las de la mitología popular, en iguales términos puede describirse
la infinita multiplicación del número de dioses que impulsan los
estoicos, quienes hacen de cada estrella, de cada río, de cada
fuente, una divinidad:
“De hecho, cuando reflexione sobre las afirmaciones de los
estoicos, no puede menospreciar la estupidez de las gentes
vulgares e ignorantes. Entre las gentes ignorantes se encuen-
tran supersticiones, como el culto sirio de un cierto pez, y la
deificación egipcia de casi todas las especies animales; por
su parte, en Grecia se rinde culto a numerosos seres huma-
nos divinizados”.
“Estas pues son supersticiones de los ignorantes, y ¿cuáles
son las vuestras, las de los filósofos? ¿En qué son mejores
vuestros dogmas? Omito todos los demás que son verdadera-
mente notables. Admitamos tan sólo que el mundo sea dios
(...). ¿Por qué pues, hemos de añadir también a él otros dio-
ses y numerosos?; ¡y qué grande es la muchedumbre de és-
tos! A mí, al menos, me parecen ser realmente muy numero-
sos; pues vosotros contáis entre los dioses a todas y cada una
de las estrellas...”.
“Por otra parte, si el nombre de Ceres procede de que ella
da fruto, como dijiste, la tierra misma es una diosa (...). Pero
si lo es la tierra, también lo será el mar, que tú identificaste
con Neptuno; y por consiguiente también los ríos y las fuen-
tes (...). Por consiguiente, o bien este proceso resultará infini-
to, o bien no admitiremos nada de todo eso; esta ilimitada
pretensión de superstición no será admitida”46.
Finalmente en De divinatione, despojado ahora de la másca-
ra de Cotta, Cicerón otorga a la palabra superstitio una última
acepción, que podemos sumar a las opiniones sostenidas por su
alter ego en el diálogo anterior. Si los personajes de De natura
deorum discutían sobre la naturaleza de los dioses, en De
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c u -tr a c kdivinatione aflora con fuerza el problema del hado. Aquí, los te-. d o c u - t r a c k . c
mas de ambos diálogos se encadenan: si los epicúreos tienden a
negar la intervención de los dioses celestes en el mundo, los es-
toicos tienden a exagerar su presencia. La superstitio adquiere un
nuevo sentido en este contexto: superstición es también atribuir a
los dioses fenómenos que no son sino producto de la naturaleza,
de la casualidad, o del libre accionar de los hombres; superstitio
es también, una incorrecta comprensión del orden de causalida-
des que rige el espectro posible de acontecimientos humanos y
naturales. Como veremos en el próximo apartado, nunca antes el
modelo clásico se acercó tanto al modelo cristiano de supersti-
ción, como en esta última acepción ciceroniana:
“En el templo de Hércules resonaron las armas par los lace-
demonios, y en Tebas las puertas cerradas de ese mismo Dios
se abrieron súbitamente, y los escudos que habían estado fi-
jos en lo alto fueron hallados en el suelo. Dado que nada de
esas cosas pudieron ocurrir sin algún movimiento, ¿razón
hay para que digamos que sucedieron por voluntad de los
dioses, más bien que por casualidad?”
“Por otra parte, aquello que dijiste: que al mismo tiempo que
las estrellas áureas de Cástor y Pólux puestas en Delfos, ha-
bían caído y no habían sido encontradas en ninguna parte,
parece un hecho de ladrones más que de dioses”.
“¿Qué tiene, pues, de extraño que en los auspicios y en toda
la adivinación los ánimos débiles acepten estas cosas supers-
ticiosas y no puedan discernir la verdad?”
“¿...no es necesario confesar que parte de estas cosas fue
aceptada por error, parte por superstición, y muchas por en-
gaño? (...). En efecto, si observamos estas cosas, ¿cuándo
podrás estar con el ánimo quieto y libre, de manera que para
realizar tus asuntos tengas como guía, no la superstición,
sino la razón?”47.
Cicerón había adelantado estos argumentos en los últimos
párrafos de su diálogo anterior. En De natura deorum Cotta le
cuestionaba a Balbo –quien compartía la visión del mundo del
hermano de Cicerón–, el hecho de que creyera que todos los fe-
nómenos que tenían trayectorias fijas regulares debían ser atribui-
dos a un dios antes que a la naturaleza. Si se afirmara que todos
los sucesos que mantienen una regularidad periódica constante
tienen su origen en la intervención de los dioses, deberíamos tam-
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c u -tr a c kbién considerar que son divinas las fiebres tercianas y quartanas:. d o c u - t r a c k . c
“todos los fenómenos de esta clase exigen una explicación racio-
nal, y en nuestra incapacidad para dar esta explicación, os refu-
giáis en un dios como en lugar sagrado”48. Cicerón termina De
Divinatione con el mismo reparo que había dirigido a las postu-
ras del epicúreo Velleio en el diálogo anterior: “Y por cierto,
pues, quiero que esto se entienda bien: con eliminar la supersti-
ción no se elimina la religión”49. En este diálogo, Cicerón rela-
ciona la superstición con una falsa comprensión del orden de
causalidades existentes en el mundo. De esta manera, ha ligado
la religión con una comprensión correcta de los fenómenos na-
turales: “Por lo cual, así como debe inclusive propagarse la reli-
gión que está unida al conocimiento de la naturaleza, así deben
ser arrancadas las raíces de la superstición”.

A diferencia de las breves y contradictorias citas presentes en


el corpus de la literatura latina, la extensa reflexión que realiza
Cicerón nos ha permitido alcanzar una síntesis del conjunto de
sentidos que la cultura clásica otorgaba al término.
La superstitio es para Cicerón una falta eminentemente inte-
lectual. Superstitio es temor infundado a los dioses. Es también
la multiplicación de fábulas pintorescas sobre las hazañas de
héroes y dioses. Hasta aquí, Cotta/Cicerón concuerda con las
posturas de sus interlocutores. Pero cuando habla a título perso-
nal, Cicerón agrega nuevos significados. Superstitio es la tenden-
cia a multiplicar hasta el infinito el número de divinidades, has-
ta relacionarlas con las más ínfimas manifestaciones del mundo
natural. Por último, superstitio es una comprensión errada del
orden de causalidades existentes en el universo: adjudicar a los
dioses fenómenos que pueden explicarse por la intervención hu-
mana, la casualidad o las fuerzas de la naturaleza. En todos los
casos, la ignorancia es la principal responsable de la conducta
supersticiosa. En Cicerón hallamos también rasgos de una utili-
zación del término superstitio presente en otros autores latinos:
su relación con los cultos extranjeros. En las creencias religiosas
de egipcios, sirios y griegos, Tulio encuentra ejemplos que ilus-
tran las diferentes acepciones del término superstitio desarrolla-
das en sus diálogos. Finalmente, recalca en todo momento que la
lucha contra la superstitio no debilita a la religión: la fortalece.
Al igual que la deisidaimonía de los griegos, el concepto de
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.d o
c u -tr a c ksuperstitio termina conformando un continuo con la religión y. d o c u - t r a c k . c
con la impiedad. Existe una media virtuosa que nos obliga a re-
verenciar piadosamente a los dioses. Si para Virgilio, en la céle-
bre cita del libro VIII de la Eneida, la tradición era la principal
guardiana que evitaba que los hombres cayeran en la superstición,
para Cicerón es la razón la que evita que nos apartemos del vir-
tuoso justo medio que ocupa la religión:
“...en todas las cuestiones es torpe la temeridad y el error de
asentir; por otra parte lo es especialmente en este tópico en
el que tiene que juzgarse cuánto crédito debemos dar a los
auspicios, a los ritos sagrados, y a las prácticas religiosas.
En efecto, existe el peligro de que nos envolvamos o en un
crimen impío si las desatendemos, o en una superstición de
anciana si las aceptamos”50.

2. El modelo cristiano de superstición


a) La definición teológico-filosófica

El pensamiento cristiano no dejó caer en el olvido la palabra


superstitio: por el contrario, pasó a formar parte habitual del
vocabulario de la nueva religión. No obstante, el modelo de su-
perstición cristiano diferirá radicalmente de los usos y sentidos
clásicos del término.
Como en muchos otros campos doctrinales, correspondió a
Agustín de Hipona sentar las bases del modelo cristiano de su-
perstición. Pese a las correcciones y agregados que se produje-
ron en los siglos siguientes, los aspectos centrales del modelo
agustiniano perdurarán hasta el presente.
Contra todas las tendencias precedentes, la principal contri-
bución de San Agustín consistió en unificar bajo un único térmi-
no, superstitio, prácticas de orden cultual con otros excesos y
prácticas no cultuales. El primer grupo se refiere a abusos y des-
viaciones cometidos durante el proceso ritual, durante el acto de
adoración de la divinidad. Por su parte, las prácticas no cultuales
–creencia en amuletos, en maleficios, en horóscopos, en agüeros–
, no guardan relación inmediata con la adoración divina; en mu-
chos casos, se trata de costumbres y prácticas que no hacen si-
quiera referencia a ninguna manifestación sobrenatural.
El término latino superstitio, como lo empleaba Cicerón en
sus diferentes acepciones, hacía referencia de manera explícita a
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c u -tr a c klos dioses y al culto. En el ámbito de la cultura griega esta dife-. d o c u - t r a c k . c
rencia conceptual entre prácticas cultuales y no cultuales logró
mantenerse por razones lingüísticas. San Pablo utilizaba palabras
diversas cuando deseaba referirse a fenómenos esencialmente dis-
tintos. Cuando describía excesos relacionados directamente con
el culto, utilizaba la palabra deisidaimonía51; la empleó para ca-
lificar, por ejemplo, la erección de un altar al dios desconocido
en Atenas. Pero cuando deseaba calificar prácticas vanas, capri-
chosas, excesivamente formales y exteriores, sin relación direc-
ta con ningún acto litúrgico, utilizaba el término ethelothrëskia52.
Los Padres Griegos conservaron esta tradición. Para Clemente de
Alejandría, deisidaimonía calificaba la idolatría tradicional. Por el
contrario, ethelothrëskia era utilizado por los Padres para estigma-
tizar el carácter caprichoso y vano de prácticas no cultuales53.
Los Padres Latinos conservaron inicialmente esta distinción,
y utilizaron la palabra superstitio para describir excesos relacio-
nados con el culto y con la práctica religiosa, ya las antiguas re-
ligiones paganas, ya las desviaciones en el seno de los nuevos
conversos cristianos. Ningún otro autor anterior a San Agustín
dedicó tanto espacio a reflexionar de manera explícita sobre el
significado del término latino superstitio como Lactancio. Para
el autor de las Divinarum Institutionum, la religión es el culto del
dios verdadero; la superstición, el culto de los dioses falsos:
“Pero dado que nos hemos dado cuenta de que los dioses
antiguos han sido consagrados luego de su muerte, los su-
persticiosos son entonces aquellos que honran a dioses nu-
merosos y falsos, mientras que nosotros los religiosos, somos
aquellos que dirigimos nuestras oraciones al Dios único y
verdadero”54.
Lactancio rechaza con énfasis el modelo clásico de supersti-
ción tal como aparecía descripto en De natura deorum, obra a la
que cita55. La principal crítica que Lactancio dirige a Cicerón, se
refiere al hecho de que éste sitúa a la superstitio y a la religio en
el plano de la adoración de los mismos dioses: “Porque si la re-
ligión y la superstición se aplican al culto de los mismos dioses,
la diferencia sería mínima o mejor nula”56. Qué razón pueden
darme, se interroga Lactancio, para afirmar que si se ruega por
la salud de un niño una única vez se actúa religiosamente; en tan-
to que si se repite la misma acción en diez oportunidades se ac-
túa supersticiosamente. Si está bien hacerlo una vez, ¡cuánto
mejor será hacerlo muchas! Por el contrario, si rezar y ofrecer sa-
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c u -tr a c kcrificios diariamente es reprensible, hacerlo una sola vez también. d o c u - t r a c k . c
debe serlo. Lactancio parece sugerir, pues, que no es posible co-
meter excesos en el acto de rendir culto a la divinidad. El error
de los paganos consistió en su incapacidad para diferenciar a los
dioses falsos del Dios verdadero. Por esta razón, para Lactancio,
el modelo clásico de superstición se hallaba insanablemente vi-
ciado: “Lo importante es aquello que adoramos, y no la manera
en la que se adora o se dirigen las plegarias”57. Las distinciones
ciceronianas entre las maneras correctas y supersticiosas de ve-
nerar a los dioses, son nulas de toda nulidad, desde el momento
en que se refieren a divinidades falsas, inexistentes. Quienes ve-
neraban a los ídolos paganos de acuerdo con las moderadas su-
gerencias del orador romano, no eran homines religiosi, como po-
dían ellos mismos suponer: sino que eran tan supersticiosos como
los individuos fabuladores, pusilánimes e ignorantes, a los que
Tulio reprendía.
El modelo cristiano de superstición propuesto por Lactancio
tuvo escasa fortuna. Agustín de Hipona rechazará varias de sus
afirmaciones. En primer lugar, el santo ataca la identificación de
la superstitio únicamente con el culto de los dioses falsos de la
gentilidad. En segundo lugar, Agustín no acepta que las supers-
ticiones se refieran únicamente a prácticas explícitamente
cultuales. En tercer lugar, cree que es posible pecar por exceso
en el ejercicio del culto del Dios verdadero. Finalmente, Agustín
rechaza la afirmación de que lo importante era el ser al que se
adoraba y no las formas externas del culto. Corregido en profun-
didad por Agustín de Hipona, el modelo de Lactancio caerá en
el olvido. Ha quedado sólo como emergente de una manera dis-
tinta de concebir el culto cristiano y su relación con otros credos.
Su triunfo hubiera significado una concepción de la liturgia ra-
dicalmente diferente de aquella que finalmente terminaría impo-
niéndose. El demonio, por su parte, no había penetrado aún con
fuerza en el discurso antisupersticioso del cristianismo. Agustín
de Hipona fue el encargado de reparar este olvido.

San Agustín engloba bajo el viejo término superstitio un con-


junto de fenómenos que la tradición anterior había mantenido
separados58. En un fragmento célebre de De doctrina christiana,
reproducido muchas veces durante el medioevo, Agustín define
explícitamente el significado de la palabra superstición:
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c u -tr a c k “Es superstición todo aquello que los hombres han instituido .d o
c u -tr a c k

para hacer y adorar a los ídolos, o para dar culto a una


criatura o parte de ella, como si fuera Dios”59.
Hasta aquí, San Agustín identifica la superstitio con la
idolatria. No se aparta del uso que los padres griegos daban al
término deisidaimonía. Tampoco contradice la definición de
Lactancio. Ahonda también el abismo que separa la concepción
cristiana del modelo clásico ciceroniano. Pero la definición agus-
tiniana de superstitio no termina aquí. Otros tres conjuntos de
prácticas y creencias se suman a la idolatría, para completar el
sentido del término. En primer lugar:
“...las consultas y pactos de adivinación que [los hombres]
decretaron y convinieron con los demonios, como son los
asuntos de las artes mágicas, las cuales suelen más bien los
poetas conmemorar que enseñar. A esta clase pertenecen los
libros de los adivinos y agoreros llenos de vanidad desenfre-
nada”.
“Asimismo pertenecen también a este género todos los ven-
dajes y remedios que condena la ciencia médica, ya consis-
tan en ciertas cantinelas o en ciertos signos que llaman ca-
racteres, o en colgarse o atarse algún objeto o también en
acomodarse de algún modo otras cosas no para la salud del
cuerpo sino para ciertos simbolismos ocultos o manifiestos,
las que con un nombre más dulce llaman físicas, de suerte
que parezca que no implican superstición alguna, sino que
son saludables por su naturaleza, como son los zarcillos co-
locados en la parte superior de ambas orejas, o los anillos de
huesos de avestruz puestos en los dedos, o el decirle a uno
que tiene hipo, que se agarre con la mano derecha el pulgar
de la mano izquierda”.
“A estas supersticiones hay que añadir mil vanísimas obser-
vaciones; por ejemplo, si algún miembro casquea, si entre
dos amigos que pasean juntos se interpone una piedra, o un
perro, o un niño; en este caso es más tolerable que pisen la
piedra a quien miran como destructora de su amistad, que el
que den una bofetada a un niño inocente que pasó por inter-
medio de los que paseaban (...). De la misma clase son aque-
llas prácticas, de pisar el umbral cuando se pasa por delante
de la propia casa; volver a la cama si alguno estornudó
mientras se calzaba; de regresar a la casa si se tropieza ca-
minando; de temer más por la sospecha de que sobrevenga
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c u -tr a c k un mal, cuando los ratones roen los vestidos, que sentir me- .d o
c u -tr a c k

nor el presente daño”60.


Nuestra familiaridad con la palabra superstición, que forma
parte del bagaje de sentidos comunes del hombre moderno, puede
impedirnos reconocer, tal vez, la absoluta arbitrariedad que se
esconde detrás de esta operación ideológica agustiniana. Por pri-
mera vez, se unifican bajo un mismo término prácticas disímiles,
que no poseen verdaderos elementos comunes: la idolatría, la adi-
vinación, los amuletos medicinales, y las vanas observancias. La
diferencia básica estriba en el carácter explícitamente cultual de
la idolatría, del que carecen las otras tres. No puede desconocerse
que estas prácticas –la adivinación en particular– se han desarro-
llado a menudo en contextos cultuales y litúrgicos. Pero esta cir-
cunstancia no implica que exista en la adivinación, en los
amuletos, en las vanas observancias, alguna característica intrín-
secamente ligada al culto. Si alguna manifestación sagrada apa-
rece mezclada con estas prácticas, el objetivo que se persigue en
todo momento es la obtención de beneficios concretos, y no la
adoración o veneración de la potencia invocada.
¿Cuál fue el mecanismo ideológico que permitió a San
Agustín unificar, bajo el rótulo común de superstición, prácticas
tan disímiles? En los párrafos seleccionados hallamos dos con-
ceptos claves: la noción de vanitas 61 (“sed quasi licentiore
vanitate”) y la noción de pacto con el demonio (“pacta quaedam
significationum cum daemonibus”).
Existe un único denominador común que permite unificar es-
tos cuatro conjuntos de prácticas y creencias: todas son vanas, en
el sentido de que no pueden producir los efectos que de ellas se
esperan. Ni la adoración de los falsos dioses, ni las prácticas
adivinatorias, ni los amuletos medicinales, ni las vanas observan-
cias pueden tener efecto alguno. Son creencias huecas, inútiles,
inconsistentes. En otro fragmento célebre del libro XXIX de De
doctrina christiana, San Agustín desarrolla este razonamiento:
“Una cosa es decir «si bebes la infusión de esta hierba ma-
chacada no te dolerá el vientre», y otra distinta decir «si te
cuelgas al cuello esta hierba no te dolerá el vientre». En el
primer caso se aprueba el zumo saludable de la hierba, en el
segundo se condena la significación supersticiosa. Es cierto
que cuando no hay encantos, invocaciones y caracteres, no
pocas veces es dudoso si las cosas que se atan o de cualquier
manera se aplican al cuerpo para sanarle, obran o en virtud
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c u -tr a c k de su naturaleza, y en tal caso pueden aplicarse libremente; .d o
c u -tr a c k

o proviene aquel efecto de alguna ligadura significativa, lo


cual con tanto más cuidado ha de evitarlo el cristiano, cuan-
to más eficaz y provechoso aparece el remedio. Cuando se
halla oculta la causa de la virtud, lo interesante es la inten-
ción con la que cada cual lo usa, pero sólo si se trata de la
salud y del buen estado de los cuerpos, ya sea con respecto a
la medicina o a la agricultura”62.
El obispo de Hipona utiliza el ejemplo de los amuletos me-
dicinales. Cuando se encuentra oculta la causa de la virtud, el he-
cho relevante pasa a ser la intención con la cual se recurre al
amuleto. Pero, en los casos en los que no se puede aducir igno-
rancia, o en aquellos en los que el carácter vano de las prácticas
es demasiado evidente, ¿de quién pueden esperarse los efectos
deseados, si los mismos no puede ser producidos por la natura-
leza (“ut naturae valeat”), ni fue aquella práctica instituida por
Dios (“quae non sunt divinitus ad dilectionem Dei et proximi
tanquam publice constituta”)63? Agustín no deja lugar a dudas.
Es al demonio a quien dirigen sus esperanzas quienes llevan a
cabo prácticas y creencias que el teólogo cristiano califica, de
aquí en más, como vana superstitio: “en todas estas creencias se
ha de temer y evitar la sociedad con los demonios que con su
príncipe el diablo no intentan otra cosa más que obstruirnos y cer-
canos el paso”64. ¿Por qué afirma el santo que detrás de estas
prácticas vanas se esconde un pacto con los demonios (“societas
daemonum”)? Porque si las superstitiones son vanas en cuanto
a su capacidad para producir efectos reales –derivados de la na-
turaleza o de la intervención divina–, no queda otra alternativa
que esperar que los mismos se produzcan por intervención de los
demonios cum principe suo diabolo. En consecuencia, el conjun-
to de imágenes, símbolos y caracteres utilizados en dichas prác-
ticas debe ser considerado como los signos con los cuales los
homines superstitiosi entran en contacto con las fuerzas del mal.
La noción de pacto con el demonio, destinada a cumplir hasta
fines del siglo XVII un papel central en las persecuciones religio-
sas de la Europa Occidental y de la América colonial, se susten-
tará sobre esta extraordinaria teoría de los signos agustiniana. Al-
gunos autores han afirmado que el origen de la misma se relacio-
na con las peculiaridades de la magia helenística alejandrina. Los
efectos que pretendían obtenerse con las tabletas, amuletos y
papiros mágicos, que han sido hallados en cantidades sorprenden-
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c u -tr a c ktes en el Mediterráneo oriental, dependían siempre de su capaci-. d o c u - t r a c k . c
dad para constreñir a alguna fuerza espiritual superior. Demonios
y dioses intermedios, las almas de los muertos, las divinidades del
panteón mayor, hasta el omnipotente Dios del judaísmo, eran
conminados por los encantamientos alejandrinos para obtener,
por su intermedio, la consumación de sus objetivos de vengan-
za, de sus deseos amatorios, o de las maldiciones dirigidas con-
tra sus enemigos65.
Para San Agustín un signo es una cosa que, además de su
manifestación sensible, sugiere por su naturaleza otra idea dife-
rente. Si vemos humo, suponemos que hallaremos fuego cerca;
por el sonido de una trompeta, deducimos si el ejército ha deci-
dido avanzar o retirarse; una huella nos indica que un animal ha
pasado recientemente por el lugar. Entre todas las instituciones
humanas, algunas han sido instituidas por Dios, otras lo han sido
por los hombres. Estas últimas se sustentan en signos convencio-
nales, pactados entre individuos que conforman grupos humanos
organizados: “la figura de la letra X (...) tiene un valor entre los
griegos y otro distinto entre los latinos, no por su naturaleza, sino
por el querer y consentimiento de los que le asignaron un signi-
ficado”66. Por lo tanto, si un individuo que conoce ambas lenguas
quiere comunicarse con un griego, no usará esta letra con la mis-
ma significación que le otorgaría si deseara escribir una carta a
un lector latino. Algunas de estas instituciones humanas susten-
tadas sobre signos convencionales son útiles y necesarias, otras
son superfluas, otras son supersticiosas. Entre las útiles y nece-
sarias, hallamos el vestido y los adornos corporales, que permi-
ten distinguir las dignidades y el sexo de las personas; también
el alfabeto, los sistemas de pesos y medidas, los signos moneta-
rios. Entre las instituciones superfluas, el ascetismo agustiniano
ubica a las manifestaciones artísticas: la pintura, la escultura, el
teatro, las fábulas literarias67.
Ya hemos mencionado, por otra parte, las instituciones huma-
nas supersticiosas. La diferencia entre éstas y las anteriores ra-
dica en el hecho de que, mientras las instituciones útiles y las
superfluas se sustentan en signos artificiales establecidos por con-
vención de los hombres entre sí, las instituciones supersticiosas
se basan en signos artificiales estipulados entre los hombres y los
demonios:
“Todos estos signos valen tanto en cuanto que por soberbia
de las almas han sido convenidos con los demonios forman-
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c u -tr a c k do como cierta lengua común para entenderse. Todos ellos .d o
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están llenos de curiosidad pestilente (...). Porque no se obser-


varon porque tuvieran algún valor, sino que observándolos y
simbolizándolos se hizo que adquirieran valor; y por esto a
distintas gentes se muestran diferentes conforme sean los
pensamientos y opiniones de cada sujeto. Porque aquellos es-
píritus que sólo quieren engañar, a cada uno le proporcio-
nan las cosas conforme a las sospechas y convenios en que le
ven enredado (...). Luego, así como todas estas significacio-
nes [humanas]68 mueven los ánimos conforme al convenio de
la sociedad de cada uno, y por ser diverso el convenio mue-
ven con diversidad, y además no convinieron los hombres en
sus significados porque ya eran aptas para significar, sino
que lo fueron por convenio, así también aquellos signos, con
los que se adquiere la perniciosa sociedad con los demonios,
no tienen más valor que el que según las vanas observancias
les atribuye cada uno. Esto lo demuestra hasta la saciedad el
rito de los agoreros, los cuales antes de observar los signos y
después de haberlos observado procuran no ver el vuelo de
las aves ni oír sus voces, porque estos signos no tienen valor
alguno si no se añade el consentimiento del observador”69.
En este último párrafo, Agustín ha sintetizado las bases del
nuevo modelo cristiano de superstición. Las diferencias con el
modelo clásico no residen tan sólo en el hecho, de por sí nove-
doso, del agrupamiento de prácticas cultuales y no cultuales bajo
un mismo rótulo; ni en la noción de pacto con los demonios,
como mecanismo capaz de sustentar la condena de las prácticas
supersticiosas70. Más relevantes aun son otras dos afirmaciones,
que desarrollan con audacia la vieja noción latina de superstitio
hasta extremos que jamás hubieran sido pensables en el mundo
antiguo. En primer lugar, la sugerencia de que por su carácter
mismo de pacto cum daemonibus, sustentado en signa conven-
cionales, las prácticas intrínsecamente vanae pueden, pese a todo,
producir efectos reales. Estos efectos no son producto de una
causalidad real legítima. No se producen por efecto de las leyes
naturales, ni por voluntad de la divinidad cristiana, sino por in-
tervención de aquellos a los que el homo superstitiosus apela en
ultima instancia (“Illi enim spiritus qui decipere volunt, talia
procurant”)71: se llevan a cabo por mediación de los espíritus ma-
lignos, que concurren cada vez que observan los signos conve-
nidos entre ellos y los hombres supersticiosos, para producir un
efecto pactado con anterioridad –el conocimiento de hechos fu-
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c u -tr a c kturos, la curación de enfermedades, la obtención de riquezas, la. d o c u - t r a c k . c
protección ante el peligro, la generación a distancia de daños en
la vida y propiedad de terceros:
“De aquí proviene que, por un cierto y oculto juicio de Dios,
los hombres ambiciosos de semejantes perversidades sean
entregados, según lo merecen sus apetitos, a la burla y enga-
ño de los ángeles prevaricadores, que los escarnecen y enga-
ñan (...). Por eso sucede que en estos géneros perversos y su-
persticiosos de adivinaciones digan muchas cosas pasadas y
futuras que acontecen en la forma en que se dicen; y como
observando ellos que muchas cosas se cumplen conforme a
sus observaciones, con ellos se vuelven cada vez más curio-
sos, y se enredan más y más en los infinitos lazos del error
más pernicioso”72.
Agustín establece aquí algunas diferencias con la magia
helenística. Los demonios no pueden ser nunca constreñidos por
los signos supersticiosos: actúan voluntariamente, permisión di-
vina mediante, como consecuencia de los pactos y convenios
establecidos con los hombres. El permiso de la divinidad se con-
vierte en un requisito indispensable para que los demonios pue-
dan provocar los efectos que las prácticas supersticiosas no tenían
capacidad propia para producir. Esta era la manera por la cual el
airado Dios cristiano castigaba a los homines superstitiosi: “et sese
magis magisque inserant multiplicibus laqueis perniciosissimi
erroris”73. En síntesis, para el modelo agustiniano de superstición
las prácticas supersticiosas (idolatría, vanas observancias,
amuletos medicinales, adivinación) no se sustentaban sobre un
sistema de causas, sino sobre un sistema de signos: los mismos
no poseían una función causal, sino una función semántica74.
La segunda afirmación que establece una inconmensurable
distancia entre los modelos ciceroniano y agustiniano de
superstitio, es aquella que califica al homo superstitiosus como
criatura soberbia (“Quae omnia tantum valent, quantum
praesumptione animorum”). Para el modelo clásico, el hombre
supersticioso es en esencia temeroso, pusilánime; también es un
individuo ignorante: la superstitio no es sino una consecuencia
lógica de sus falencias intelectuales. Pero para San Agustín, la
superstición es un desafío a la divinidad, a los límites reales que
le han sido impuestos al hombre en la Tierra. Pretender traspa-
sarlos, recurriendo al enemigo supremo de Dios, recurriendo al
demonio, es en definitiva un pecado de soberbia, es en definiti-
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c u -tr a c kva un acto de rebelión. El orgullo se encuentra en la base del mo-. d o c u - t r a c k . c
delo cristiano de superstición. Desarrollaremos con mayor exten-
sión esta problemática en el capítulo II.
San Agustín se aparta también de manera fundamental del
modelo de superstición alternativo de Lactancio. En primer lu-
gar, por la unificación de prácticas cultuales y no cultuales. En
segundo lugar, por la utilización de la demonización como me-
canismo básico de descalificación. De hecho, en la epístola ad
Deogratias, Agustín altera intencionalmente el segundo término
de la definición de Lactancio. Donde éste había afirmado “haec
cum exhibentur Deo, vera religio est; cum autem falsis, noxia
superstitio”, el santo de Hipona escribe “cum autem daemonibus,
superstitio”75. Se ha querido ver en el Salmo 95 una de las jus-
tificaciones bíblicas más sólidas para la asimilación de los dio-
ses paganos con los demonios76. Por último, el modelo agustinia-
no rechaza la postura de Lactancio, quien negaba que pudieran
cometerse excesos en el ejercicio del culto del dios verdadero. De
haber triunfado el modelo del autor de las Divinarum Institutionum,
los paganos hubieran sido los únicos supersticiosos. Pero el ven-
cedor fue el modelo agustiniano: en el futuro, el cristiano bauti-
zado, el homo catholicus, pudo también convertirse en homo
superstitiosus.

Tras la muerte de Agustín de Hipona, no se produjeron en la


Antigüedad tardía nuevas reflexiones de importancia sobre el
fenómeno de la superstición. Debemos aguardar hasta el Alto
Medioevo para encontrar una producción abundante sobre el
tema. Se trata de un grupo de textos breves, surgidos en gran
medida por la necesidad de combatir los resabios de paganismo
que persistían entre las poblaciones del norte europeo, superficial
o recientemente cristianizadas. Si para el año 800 gran parte de
Europa se hallaba nominalmente bautizada, una minoría ilustra-
da de prelados y grandes dignatarios intentó crear una sociedad
genuinamente cristiana77. Entre estos textos hallamos cánones
conciliares y legislación eclesiástica; también tratados específi-
cos, que responden a necesidades coyunturales y a pedidos con-
cretos. Cabe mencionar al De correctione rusticorum, de Martín
de Braga (c.572); el Indiculus Superstitionum, incluido en una
copia de los cánones del Concilio de Leptinnes (c.743); el De
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c u -tr a c kSingulis Libris Canonicis Scarapsus, de Pirmin, monje de. d o c u - t r a c k . c
Reichenau (m. c.754); el De Grandine et Tonitruis y la Epistola
de Judaicis superstitionibus, ambas de Agobardo, arzobispo de
Lyon (m.840); el De Magicis Artibus de Rabanus Maurus (m.
856); el célebre De Divortio Lotharii et Tetbergae, del arzobispo
Hincmaro de Reims (m. 881); el De Ecclesiasticis Disciplinis, de
Regino de Prüm (c.906); los célebres libros X y XIX del Decretum
de Burcardo de Worms (c.1008-1012) –particularmente el segun-
do de ellos, conocido tradicionalmente como Corrector–.
Los autores de estos textos son en general obispos y monjes,
predicadores imbuidos de una especial preocupación por la tarea
pastoral. Pero en ningún caso estos tratados llevan adelante una
reflexión teológica global sobre el problema de la superstición,
como en su momento hicieran Lactancio o San Agustín. Muchas
de estas obras consisten, de hecho, en extensas listas de las prác-
ticas concretas que cada autor deseaba reprobar. En el caso de los
penitenciales y correctores, se incluían las penas que correspon-
día aplicar78. Abundan también en este período los textos lega-
les y las capitulares laicas: el estado, en particular los funciona-
rios merovingios y la dinastía carolingia, apoyaron la lucha contra
las supersticiones de origen pagano79.
Una importante característica de los textos alto-medievales
los diferencia del modelo agustiniano de superstición. La teoría
de los signos y la noción de pacto con los demonios implicaba
que las prácticas supersticiosas podían eventualmente producir
efectos reales. Éstos no eran consecuencia de una causalidad
natural o divina, sino de la intervención de los espíritus malig-
nos. Los reprobadores de supersticiones alto-medievales, en cam-
bio, parecen más cercanos en este aspecto al modelo clásico de
superstición que a la construcción agustiniana. En muchos frag-
mentos, los prelados y pastores del alto medioevo se muestran
escépticos respecto de la capacidad de producir efectos reales que
se arrogaban las prácticas supersticiosas. No abandonan, sin
embargo, la demonización como herramienta básica de descali-
ficación. Pero el papel de los demonios es aquí diferente: en el
modelo agustiniano, los ángeles caídos pueden producir los efec-
tos predicados; en los textos alto-medievales, el demonio es tan
sólo responsable de inducir a la aceptación de las prácticas y
creencias vanas. Pero éstas no pueden jamás producir los efec-
tos que pretenden. Estos autores escriben aún en un contexto en
el cual la presencia de genuinos resabios del paganismo clásico
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c u -tr a c ky. c germano continuaba viva en el campo europeo. Los obispos y. d o c u - t r a c k . c
pastores necesitaban convencer con contundencia a enormes ma-
sas de población de la absoluta impotencia de las antiguas dei-
dades, de su incapacidad para producir efecto alguno, de su va-
nidad, de su inexistencia. Sostener, como quería Agustín, que las
prácticas ligadas a las antiguas divinidades podían provocar re-
sultados concretos, aun cuando éstos se adjudicaran al demonio,
podía resultar contraproducente para la exitosa expansión del
cristianismo. Los pastores alto-medievales recurren, pues, a una
variante de demonización diferente de la propuesta por Agustín
en la primera mitad del siglo V, en el norte de África80.
Uno de los ejemplos más claros de esta postura alto-medie-
val es el célebre Canon Episcopi. Aunque durante mucho tiem-
po fue falsamente atribuido a un concilio de Ancyra del año 314,
en realidad no es posible hallar el fragmento en ninguna colec-
ción anterior al siglo IX81. El fragmento, cuya versión más anti-
gua aparece en un tratado de Regino de Prüm, reprueba con én-
fasis la creencia de ciertas mujeres que, en determinadas épocas
del año, afirmaban participar en espíritu en cabalgatas nocturnas
presididas por extrañas figuras femeninas. La respuesta del tex-
to es contundente: esas procesiones ocurren en sueños. El demo-
nio sólo puede actuar en las mente de aquellas mujeres, a las que
logra seducir mediante ilusiones. Estos engaños son los únicos
efectos reales que los malos espíritus pueden provocar. Afirma
el texto del Canon: “quaedam sceleratae mulieres, retro post
Satanam conversae, daemonum illusionibus et phantasmatibus
seductae, credunt se ac profitentur nocturnis horis cum Diana
(...) equitare”82. El pecado aquí consiste en creer en la realidad
de las cabalgatas, negando su carácter ilusorio.
Existen otros ejemplos de este peculiar escepticismo de los
reprobadores alto-medievales. Pirmin, monje de Reichenau (m.
c. 754), sostiene en De Singulis Libris Canonicis Scarapsus que
los fieles cristianos no deben creer que los encantamientos dia-
bólicos pueden producir en ellos algún efecto: “nullus carminum
diabolicum credire, nec super se mittere non presumat”. Los
amuletos medicinales, como aquellos simulacros de miembros hu-
manos confeccionados en madera, tampoco pueden provocar jamás
ninguna cura: “quia nulla sanitate vobis possunt praestare”83.
Cuando junto con Santo Tomás la teología retome la reflexión
global sobre el tema de la superstitio, abandonando los catálogos
de superstitiones específicas, el énfasis en la figura del pacto con
el demonio restablecerá la teoría agustiniana: las prácticas supers-
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c u -tr a c kticiosas, gracias a la intervención de los malos espíritus, pueden. d o c u - t r a c k . c
producir eventualmente efectos reales. Hasta mediados del siglo
XVII, la variante realista de demonización reemplazará definiti-
vamente a la versión escéptica.
En la primera mitad del siglo XII, canonistas como Ivo de
Chartres y Graciano se apartan de las exhaustivas listas de
superstitiones específicas, propias de los textos alto-medievales,
y restauran las reflexiones globales que caracterizaban la produc-
ción de los Padres de la Iglesia84. Preparan así el camino para las
reflexiones de Santo Tomás de Aquino, las que conformarán el
aporte más relevante al modelo cristiano de superstición desde la
formulación original agustiniana.

Tomás de Aquino no se aparta sustancialmente de la propues-


ta de Agustín. En primer lugar, se propone complementar la de-
finición patrística con algunos matices diferentes, de matriz
aristotélica. En segundo lugar, buscará construir una más sólida
clasificación de los diferentes tipos de superstición. Finalmente,
intentará superar algunas de las más severas inconsistencias del
modelo agustiniano.
La definición que propone el Aquinate vuelve a situar a la
superstitio en el marco de los vicios opuestos a la religión. La
relaciona así con la impiedad y la irreligiosidad, como habían
hecho el De natura deorum ciceroniano y el Perì deisidaimonías
de Plutarco. Para Tomás, algunos de los vicios opuestos a la re-
ligión convienen con ella, en cuanto ofrecen también actos de cul-
to divino; otros, desprecian todas aquellas cosas que se refieren
al culto de Dios: “los primeros constituyen la superstición, los
segundos la irreligiosidad”85. La religión es el justo medio, al que
la superstitio se opone por exceso:
“...la virtud moral tiene su razón de ser en un justo medio.
De ahí que se le oponga el vicio o pecado de dos maneras:
por exceso y por defecto (...). En consecuencia, la supersti-
ción se opone por exceso a la virtud de la religión, no por
ofrecer a Dios un culto más digno que la verdadera religión,
sino porque da tal culto a quien no debe o del modo en que
no se debe”86.
La definición tomista de la noción de superstitio reafirma el
rechazo de la interpretación de Lactancio, para quien era impo-
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c u -tr a c ksible cometer excesos en la adoración del Dios verdadero. Pero,. d o c u - t r a c k . c
en un deslizamiento que no hubiera dejado de sorprender al obis-
po de Hipona, Tomás elige un contexto diferente para tratar el
problema de las supersticiones: ya no son éstas ejemplo extremo
de las instituciones humanas perniciosas, sino un fenómeno que
debe comprenderse en relación con la religión y con la irreli-
gión87.
Tomás de Aquino profundiza también la clasificación de los
tipos de superstición. Mantiene la conjunción agustiniana de
prácticas cultuales y no cultuales. De esta manera, rescata el com-
ponente fundamental del modelo patrístico. Pero al haber afirma-
do que los vicios que se oponen a la religión consisten en el ex-
ceso del justo medio, el teólogo dominico se vio obligado a am-
pliar el espectro de supersticiones cultuales, hasta incluir un nue-
vo grupo de prácticas no mencionadas por el obispo de Hipona:
las supersticiones que ofrecen culto indebido al verdadero Dios
(“de superstitione indebiti cultus veri Dei”). La primera gran di-
visión de las supersticiones pasa a ser ahora aquella que opone
el culto ofrecido al Dios verdadero de manera inadecuada con el
culto ofrecido a quien no se debe, es decir a cualquier criatura
(“vel ei cui non debet exhiberi, scilicet cuicumque creaturae”).
La primera categoría se divide en superstición perniciosa y su-
perstición superflua. Por su parte, en el segundo grupo hallamos
el conjunto de las supersticiones mencionadas por San Agustín:
en primer lugar la idolatria, que implica el ofrecimiento indebi-
do a una criatura de la reverencia que es propia de Dios (“quae
divinam reverentiam indebite exhibet creaturae”); en segundo
lugar, la superstitio divinativa, que no intenta recibir alguna en-
señanza de Dios sino de la consulta a los demonios (“quae
daemones consulit per aliqua pacta cum eis inita”); en tercer
lugar, ciertas observancias –quarundae observationes–, aquellas
prácticas por las que los hombres pretenden dirigir su vida con-
forme a reglas no instituidas por Dios (“ordinatur divinus cultus
ad quandam directionem humanorum actuum secundum instituta
Dei... ad hoc pertinet superstitio quarundam observationum”).
Las cuatro categorías agustinianas –la idolatría, la adivinación,
los amuletos medicinales, las falsas observancias– quedan inclui-
das en este grupo mayor de supersticiones que ofrecen culto di-
vino a quien no corresponde88.
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c u -tr a c kCuadro 1.1: .d o
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Clasificación de las supersticiones, según la Summa


Theologica de Santo Tomás de Aquino

La significación del culto


está en desacuerdo con la
realidad significada
Superstición
Superstición que perniciosa
ofrece culto La falsedad del culto exterior
indebido al Dios procede de las personas que
verdadero lo ofrecen

Superstición
superflua

Manifestar a IDOLATRÍA
Dios la Ofrecer indebidamente a una
reverencia criatura una reverencia propia
Superstición que debida de Dios
ofrece culto a Recibir de ADIVINACIÓN SUPERSTICIOSA
quien no se debe, Dios alguna Consultar a los demonios
es decir, a enseñanza mediante pactos tácitos o
cualquier criatura
expresos
(según los Dirigir la
distintos vida del SUPERSTICIÓN DE CIERTAS
fines del hombre OBSERVANCIAS
culto divino) conforme a Dirigir la vida conforme a
ciertas reglas ciertas reglas instituidas por
instituidas los demonios
por Dios

Es en los intentos por resolver sus mayores inconsistencias


donde Santo Tomás profundiza la noción agustiniana. En parti-
cular, el dominico no podía dejar de percibir la arbitrariedad de
la operación ideológica que había agrupado, bajo un mismo con-
cepto, prácticas cultuales y prácticas no cultuales. Agustín había
intentado resolver estas contradicciones utilizando su teoría de
los signos y la noción de pacto con los demonios. La clave para
avanzar en esta dirección se hallaba en la principal característi-
ca de las supersticiones no cultuales: la desproporción existente
entre los efectos esperados y los medios utilizados: ¿de quien
cabría esperar efectos vanos sino del demonio? Si los ídolos pa-
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c u -tr a c kganos eran en realidad demonios, el culto de los mismos supo-. d o c u - t r a c k . c
nía a la vez una práctica vana, y también un acto de adoración a
quien no correspondía. Como las prácticas no cultuales eran tam-
bién creencias vanas, que se sustentaban en pactos con los demo-
nios basados en signos convencionales, Agustín creyó poder re-
lacionar este conjunto de creencias con la idolatría.
La propuesta de Santo Tomás consistirá, entonces, en profun-
dizar y complejizar la noción de pacto con el demonio, pieza cla-
ve de la unificación agustiniana de las prácticas cultuales y no
cultuales. Si la teoría de los signos pudo tener su inspiración en
la magia helenística, la noción de pacto con el demonio puede
hallar sus fundamentos más antiguos en dos fragmentos bíbli-
cos89: en un breve texto del Libro del profeta Isaías90, y en la
escena de la tentación de Cristo narrada en el Evangelio según
San Mateo91. El concepto fue formulado de manera inequívoca
por autores como Lactancio y San Agustín. Adquirió difusión
popular gracias a la leyenda griega de Teófilo, surgida aparente-
mente en el siglo VI en el Mediterráneo oriental, y divulgada por
Occidente en las centurias posteriores92, hasta alcanzar importan-
tes expresiones literarias y artísticas93.
Pero desde el punto de vista teológico, la noción agustiniana
de pacto será retomada por Isidoro de Sevilla en el capítulo de sus
Etymologiae dedicado a los magi. En él, el obispo español repro-
duce el razonamiento que San Agustín había llevado adelante en
el capítulo XX de De doctrina christiana 94. El fragmento
isidoriano será plagiado, en ocasiones palabra por palabra, por
muchos de los textos antisupersticiosos alto-medievales antes
mencionados (Rabanus Maurus, Burcardo de Worms, Hincmaro
de Reims)95. Finalmente, la noción de pacto se establece en el
derecho canónico gracias a Graciano96, quien en la causa XXVI
de la segunda parte del Decreto cita textualmente largos fragmen-
tos de los capítulos 19 a 21 de De doctrina christiana97. Sin em-
bargo, ni Graciano ni Pedro Lombardo formularon en términos
teológicos la doctrina del pacto expreso con el demonio –que
venía teniendo, sin embargo, amplia difusión popular en las ma-
nifestaciones folklóricas y literarias, como la mencionada histo-
ria de Teófilo–. La formulación teológica del pacto expreso es-
taría reservada a Alberto Magno. Cuando en su comentario a las
Sententiae de Pedro Lombardo, San Alberto mencione el texto
agustiniano De diversis quaestionibus, caracterizará a los prodi-
gios mágicos como producto de pactos privados entre hombres
y demonios98. No fue casual, entonces, que un discípulo de San
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c u -tr a c kAlberto fijara definitivamente la doctrina del pacto, al desarro-. d o c u - t r a c k . c
llarla en varias quaestiones de la Summa Theologica, la obra más
exhaustiva y sistemática producida hasta entonces por el pensa-
miento teológico cristiano.
Sin embargo, la originalidad de la propuesta de Santo Tomás
residió en trascender la categoría de pacto expreso con el demo-
nio para crear una nueva noción: el pacto tácito, secreto, implí-
cito. De esta manera, la demonización de las prácticas no cultu-
rales desarrollada por Agustín pudo adquirir mayor consistencia
teológica, y superar definitivamente la arbitrariedad de la formu-
lación original. El pacto expreso es aquel en el cual se implora
explícitamente la colaboración del demonio, aquel en el cual los
hombres invocan la presencia de los espíritus malignos para in-
terrogarlos y solicitar de ellos algún beneficio concreto. El pac-
to tácito, en cambio, es aquel por el cual los hombres no poseen
intención expresa de invocar la ayuda de los ángeles caídos, pero
llevan adelante prácticas que pueden impulsar a los demonios a
intervenir secretamente: éstas son las supersticiones no cultuales,
precisamente aquellas prácticas vanas, desprovistas de toda cau-
salidad natural y sobrenatural, y que por lo tanto sólo pueden
producir efectos mediante la intervención de los malos espíritus.
No es casualidad que, entre todas las prácticas supersticiosas,
Santo Tomás elija la adivinación como el mejor ejemplo para de-
sarrollar la noción de pacto tácito, pues aquella procura una
vanísima indagación: “...querer descubrir los sucesos futuros
cuando nos es completamente imposible”99. Por lo tanto, “la adi-
vinación proviene siempre de la acción de los demonios, bien
porque se les invoca expresamente (...) o porque ellos mismos se
entrometen en esas inútiles inquisiciones para envolver en vani-
dad los espíritus”100. Recurrir por lo tanto a una práctica que no
puede producir los efectos que predica, implicará siempre, de
aquí en más, una connivencia tácita con el demonio; pues otor-
ga a los espíritus malignos una oportunidad inmejorable para
entrometerse, produciendo los efectos buscados, y difundiendo
así aun más la confusión, el pecado y la soberbia entre las almas
supersticiosas.
Resulta curioso que la construcción de esta noción de pacto
tácito, a la que Tomás de Aquino debió recurrir para salvar defi-
nitivamente la arbitraria unificación de la idolatría con las prác-
ticas no cultuales, terminara finalmente eliminando uno de los po-
cos recaudos morales que el modelo agustiniano había insinua-
do. En efecto, el Padre de la Iglesia sostenía que, cada vez que
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c u -tr a c kse hallaba oculta la causa de la virtud de un amuleto, lo impor-. d o c u - t r a c k . c
tante era la intención con la cual se recurría al mismo. Pero, a la
luz del concepto de pacto tácito, esta salvedad resultaba ahora
inapropiada101. Aun cuando el Doctor Angélico reconocía que era
mucho más grave invocar directamente a los demonios que prac-
ticar ciertos rituales en los que podían verse tentados a interve-
nir102, la utilización de prácticas vanas implicaba siempre, inde-
fectiblemente, una connivencia con el demonio, al margen de la
intención particular de las personas. La necesidad de limar las
inconsistencias del modelo agustiniano provocaron finalmente
una demonización absoluta de la noción de superstición, en la
cual no quedaron ya escapatorias ni atenuantes morales de nin-
guna clase. La idolatría y las prácticas no cultuales –la adivina-
ción, las vanas observancias, los amuletos medicinales– remiten
al mismo pecado de superstitio, porque todas ellas implican pacto
con el demonio.
La Summa Theologica distingue con claridad las formas de
adivinación que recurren al pacto expreso, de aquellas que impli-
can pacto tácito. Cuando se invocaba a los demonios para que se
presentasen adoptando formas ilusorias o se aparecieran en sue-
ños, cuando se intentaba invocar a los muertos –como hizo Saúl
con el profeta Samuel–, o cuando el mundo clásico recurría a las
pitonisas délficas, en todos estos casos se buscaba expresamen-
te la colaboración del demonio. Pero cuando se recurría a la as-
trología, a la interpretación de augurios y presagios, o al análi-
sis de las rayas de la mano, estas prácticas conformaban pacto
tácito: su propia vanidad hacía propicia la intervención de los
malos espíritus, quienes podían producir los efectos para mayor
confusión del homo superstitiosus:
“Decíamos antes que toda adivinación hace uso, para cono-
cer los futuros eventos, del consejo y ayuda de los demonios.
Esto a veces se implora expresamente; pero otras veces, y sin
intención alguna del hombre, los mismos demonios intervie-
nen secretamente y anuncian ciertos sucesos futuros, que
ellos conocen (...)”103.
La noción de pacto tácito adquirirá un desarrollo notable en
los siglos posteriores. Cuando Jean Gerson, uno de los más in-
fluyentes teólogos del Medioevo tardío, dio a conocer su De
erroribus circa artem magicam (1402), la noción de pacto implí-
cito había adquirido un desarrollo pleno: cualquier forma de aso-
ciación con los demonios constituía pacto 104. Este tratado de
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c u -tr a c kGerson fue uno de los referentes teológicos fundamentales utili-. d o c u - t r a c k . c
zados en la construcción del estereotipo satanizado de la bruja,
que en aquellas primeras décadas del siglo XV comenzaba a sus-
tentar las primeras cazas masivas105.
La noción de pacto tácito se convertirá en una de las piezas
claves del discurso antisupersticioso español de los siglos XV a
XVIII. En el Manual de confessores y penitentes (Zaragoza,
1555), Martín de Azpilcueta afirma que existe una manera expre-
sa de convocar al demonio, y otra tácita o callada:
“La expressa es, la con que expressamente se inuoca, o lla-
ma el demonio, o se haze algo, sabiendo que por obra suya
se ha de hazer (...). La tacita, o callada inuocacion del demo-
nio se haze quando alguno se entremete a hazer algo por
causas, que ni por su virtud natural, ni por ordenança
diuina, ni eclesiastica lo pueden obrar, o mezcla estas como
necesarias a las que lo pueden obrar...”106.
Entre 1599 y 1600, el teólogo español Martín del Río publi-
ca en Lovaina los seis libros de las Disquisitionum magicarum,
sin dudas la más extensa y exhaustiva reflexión sobre el proble-
ma de la magia jamás producida por el pensamiento cristiano. La
noción de pacto tácito alcanza en esta obra un desarrollo pleno.
En el libro II de las Disquisitionum, Del Río propone la siguiente
definición: “Et intendimus esse pactum implicitum in omni
obseruatione superstitiosa, cuius effectos non debet a Deo vel
natura rationabiliter exspectari”107. La identificación entre la
definición de pacto tácito y la definición de supersticiones no
cultuales confirma una vez más que dicho concepto fue una cons-
trucción pensada, específicamente, para mejor combatir aquéllas.
En la misma quaestio, Del Río desarrolla aún más la noción de
pacto implícito. Describe distintos tipos de pacto tácito, y precisa
la responsabilidad efectiva que cabría a quienes caen en dicha
falta:
“Pactum tacitum duplex est. Primum, quando quis sciens ac
volens superstitiosis utitur signis, quibus uti solent magi;
quae quidem ex libris aut sermonibus eorum vel aliorum
acceperit... Mortale est crimen, nec enim vllo modo licet
scienter ullam directe vel indirecte cum prauis spiritibus
societatem inire. Si quis autem remedium aliquod naturale ex
magorum libris vel sermonibus accepisser, & ab omni pacto
foret alienus, ille licete tali remedio vteretur.
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c u -tr a c k Secundum pacti taciti genus est, quando quis ignorans utitur .d o
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magicis signis, quia nescit esse mala & a daemone instituta;


quod illis solec accidere, qui bona fide libros legunt supers-
titiosos, putantes eos esse probatorum philosophorum aut
medicorum; item iis qui accipiunt ea ab hominibus, vulgo
habitis bonis & fidelibus. Hoc in idiotis vel nullum vel leuis-
simum est peccatum, si duae conditiones accedant. Prima est,
si ignorantia sit probabilis (...). Secunda conditio est, vt
ignorans ista, paratus sit, quando admonitus fuerit,
huiusmodi superstitiones relinquere”108.
Del Río resume la esencia del pacto implícito: éste existe aun
cuando una persona emplea signos supersticiosos sin darse cuen-
ta, por no saber que son malos e inventados por el demonio.
Únicamente no existiría pecado, o sería sólo falta venial, en aque-
llas personas sencillas a quienes justifica su ignorancia, si una vez
advertidas abandonaran rápidamente la práctica cuestionada.
En su Tratado de las supersticiones y hechizerias (Logroño,
1529), el franciscano Martín de Castañega exacerbará una de las
consecuencias lógicas del pacto tácito. Cuando se recurre a su-
persticiones, el demonio siempre responde con el efecto desea-
do, las prácticas supersticiosas siempre son eficaces:
“...cuando con supersticiones y cosas sospechosas, e invoca-
ciones no acostumbradas en la iglesia, alcanzamos ligera-
mente lo que pedimos (...) fuera de todo curso natural, aque-
llo no viene de la mano piadosa de Dios, salvo del demonio
(...); porque el demonio (...) siempre responde con la obra y
efecto de lo que le piden cuando le llaman, si tiene para ello
licencia; y, como muchas veces está dicho, no se la niega
Dios, (...) que muchas [más] cosas niega Dios con misericor-
dia que concede con ira”109.
En el siglo XVI, el abandono del escepticismo alto-medieval
es ya total. La característica más original del modelo cristiano de
superstición –la creencia en la eficacia real de las prácticas que
se reprueban– alcanza entonces su máximo desarrollo.

La Summa Theologica establece de manera definitiva, sobre


la base del pensamiento agustiniano, las características esencia-
les de la definición teológico-filosófica del modelo cristiano de
superstición. El último gran texto que el pensamiento cristiano
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c u -tr a c ktradicional dedicará al tema será el tratado De superstitione, del. d o c u - t r a c k . c
jesuita español Francisco Suárez, incluido en su monumental De
virtute et statu religionis, también conocida como De religione
(Coimbra, 1608)110. La obra de Suárez constituye el canto de cis-
ne de la escolástica cristiana. El conjunto de su obra conforma
una verdadera summa theologica barroca, un esfuerzo equivalen-
te al realizado por el Aquinate en el siglo XIII.
En la obra de Suárez, la definición teológico-filosófica de
superstición ha alcanzado su madurez. De acuerdo con la doctrina
tomista, el jesuita afirma: “Superstitio vitium est religioni Dei
contrarium”; al tiempo que agrega que la desviación del medio
virtuoso no es por defecto sino por exceso: “observandum est,
quod superstitio excessum quemdam importat, quia juxta
communem usum nimium Dei cultum significat”111.
La distinción entre pacto expreso y pacto tácito desempeña un
papel central en las argumentaciones de Suárez. Existen “vari
modi petendi a daemone per expressam communicationem”: los
demonios pueden hablar sin dejarse ver de ninguna manera, pue-
den dejarse ver adoptando forma humana, pueden introducirse en
los cuerpos de los muertos, en animales, o en estatuas e imáge-
nes inanimadas; finalmente, pueden instruir a quienes han con-
venido con ellos pactos expresos, a través de la utilización de sig-
nos sensibles: es el caso de los augurios, de la aruspicina, de la
geomancia y de otras formas similares de adivinación112. Al igual
que en el caso del pacto expreso, “variae distinguantur species
huius divinationis per pactum implicitum”: la astrología, la qui-
romancia, la adivinación por los sueños, la fisiognomía, la espa-
tulomancia, las suertes, los augurios y auspicios en sentido lato113.
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c u -tr a c kCuadro 1.2: .d o
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Pactos tácito y expreso con los demonios (Francisco Suárez,


De religione, Coimbra, 1608-1609, liber II, tractatus tertius:
“De superstitione et variis modis eius”).

Modos de comunicación con Modos de comuncación con los


los demonios mediante pacto demonios mediante pacto tácito.
expreso (“vari modi petendi a (“variae distinguantur species
daemone per expressam huius divinationis per pactum
communicationem”) implicitum”)

~ Por expreso diálogo pero sin Estas especies convienen en


mostrarse; sólo mediante au- materia con los modos de
dición. comunicación mediante pacto
~ Los demonios se muestran explícito.
con apariencia humana y
mantienen diálogo.
~ Augurios (en sentido lato).
~ Los demonios penetran y
~ Sortilegios.
animan los cuerpos de los
~ Astrología judiciaria o
muertos, y hablan a través
genethliaca.
de ellos.
~ Insomnium (adivinación
~ Los demonios hablan por
mediante sueños).
intermedio de animales.
~ Auspicios, presagios o
~ Los demonios hablan
augurios estrictamente
introduciéndose en imáge-
hablando.
nes o estatuas inanimadas,
~ Quiromancia.
confeccionadas por arte
~ Metoposcopia.
humano.
~ Espatulomancia u
~ Los demonios instruyen a
hotomancia.
los hombres mediante
~ Fisiognomía.
signos sensibles:
- Aruspicina.
- Adivinación por sueños.
- Prestigios o engaños.
- Sortilegios.
- Mediante figuras confec-
cionadas con diversos
elementos: geomancias,
hidromancia, aeromancia,
piromancia.
- Augurios, auspicios,
presagios.
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c u -tr a c k Pero, el campo en el que Suárez propone más innovaciones. d o c u - t r a c k . c
es en la clasificación de los diferentes tipos de superstición. El
jesuita mantiene la división básica de Santo Tomás: “superstitio
in cultu veri Dei” y “superstitio in cultu falsi Dei”114. Al igual
que el Doctor Angélico, la primera de las especies es dividida en
superstitio perniciosa y superstitio superflua115. La superstición
perniciosa, que la teología actual denomina culto falso116, supo-
ne el ejercicio del culto del Dios cristiano recurriendo a ceremo-
nias no instituidas por la divinidad, ni establecidas por la jerar-
quía de la Iglesia, ni aceptadas por la tradición. Un ejemplo tra-
dicional sería la utilización de ceremonias judaicas para rendir
culto al Dios trinitario del cristianismo. La predicación de falsos
milagros, la difusión de falsas reliquias, la comisión de todo tipo
de excesos en el culto a los santos, la utilización de oraciones no
autorizadas, son ejemplos clásicos de culto falso o superstitio
perniciosa. La superstitio superflua es, en cambio, toda prácti-
ca contraria al culto en espíritu. Caen en ella quienes prestan ex-
cesiva atención al carácter formal y externo de las ceremonias; o
bien, quienes respetan en apariencia las formas legítimas del cul-
to, pero el ánimo con el que participan en las mismas no tiene
como objetivo último la mayor gloria divina, ni pretende some-
terse plenamente a Dios en cuerpo y alma117.
En lo que respecta a la superstición en el culto a falsos dio-
ses (“superstitio in cultu falsi Dei”), Suárez se aparta del
Aquinate al denominar genéricamente idolatria a la totalidad de
este conjunto de prácticas; el dominico denominaba de tal manera
tan sólo a la primera de sus especies118. En cierta medida, al ca-
talogarlas genéricamente como idolatría, Suárez termina de jus-
tificar de manera definitiva la decisión agustiniana de juntar prác-
ticas cultuales y no cultuales bajo el mismo rótulo: todas ellas
implican la adoración de una entidad que no es el Dios Uno y
Trino del cristianismo. Este grupo de superstitiones in cultu falsi
Dei se divide a su vez en tres categorías. Las dos primeras no
revisten novedad respecto de las clasificaciones de Agustín y
Santo Tomás: son la idolatria expressa y la superstitio divinativa.
La tercera de las categorías, las observaciones vanas, es en cam-
bio sutilmente modificada por el jesuita barroco, pues decide asi-
milarlas a la magia: vana observantia, nos magiam apellabimus.
En otro lugar, Suárez se refiere a estas vanas observancias con el
nombre de magica superstitio. El autor realiza así un uso pecu-
liar y novedoso del término magia. Restringe notablemente los
alcances del término, curiosamente al mismo tiempo que su com-
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c u -tr a c kpañero de orden, Martín del Río, utiliza en sus Disquisitionum. d o c u - t r a c k . c
magicarum la palabra magia en un sentido extremadamente am-
plio. Ni San Agustín ni Santo Tomás habían asimilado las vanas
observancias a la magia, definida por Suárez como aquellas prác-
ticas “ordinatur ad faciendum praeternaturalem affectionem ul-
tra humanas vires et non virtute Dei sed daemonis”119.

Cuadro 1.3:
Clasificación de las supersticiones según De religione de
Francisco Suárez (liber II, tractatus tertius: “De superstitione et
variis modis eius”).

Superstición
Superstición en perniciosa
el culto del
Dios verdadero Superstición
superflua

Idolatría
expresa
Por comunicación
expresa con los
Adivinación/ demonios
superstición
Por comunicación
divinativa
Idolatría tácita e implícita
Idolatría con los demonios
tácita
Por comunicación
Vana expresa con los
observancia/ demonios
magia/
superstición Por comunicación
mágica tácita e implícita
con los demonios

La obra conjunta de Agustín de Hipona, Tomás de Aquino y


Francisco Suárez, llevó adelante la construcción de la definición
teológico-filosófica de superstición. Entendida como un vicio por
exceso contra la religión verdadera, fue finalmente dividida en
dos grandes especies, según se realizara en el culto del Dios ver-
dadero o en el culto de dioses falsos. La segunda de estas cate-
gorías incluye prácticas cultuales –como la idolatría–, y prácti-
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c u -tr a c kcas no cultuales –como la adivinación y las vanas observancias–.. d o c u - t r a c k . c
Estas últimas, en su carácter de prácticas vanas alejadas de todo
orden causal natural y divino, en su carácter de instituciones hu-
manas perniciosas, apelan al demonio, con quien establecen pac-
tos expresos y tácitos mediante un peculiar sistema de signos.
No obstante, la definición teológico-filosófica no agota la
reflexión del pensamiento cristiano tradicional respecto del con-
cepto de superstitio. Los siglos finales del medioevo fueron tes-
tigos de la construcción de una definición ético-moral de supers-
tición, que complementa la más compleja definición teológico-
filosófica que le servía de sustento.

b) La definición ético-moral de superstición.

Esta nueva definición de superstición no tuvo como objetivo


sentar las bases doctrinales del concepto, como pretendía la de-
finición teológica. El sentido de la definición ético-moral se ha-
llaba en la necesidad de situar a la superstitio en relación con la
totalidad del conjunto de faltas y pecados combatidos por el cris-
tianismo.
Los fundamentos de esta nueva definición se sustentan en la
operación ideológica que John Bossy describiera como un ejer-
cicio de aritmética moral: el reemplazo de un sistema moral sus-
tentado sobre los siete pecados capitales, por otro sustentado
sobre los mandamientos del Decálogo120. El sistema moral tradi-
cional, enseñado a lo largo del Medioevo, se basaba en el esque-
ma de los siete pecados capitales. Éstos podían describirse como
la contrapartida negativa del doble mandamiento de Cristo: amar
a Dios y amar al prójimo. El sistema permitía caracterizar como
no cristianas a un conjunto amplio de pasiones violentas, al tiem-
po que resumía por entero una visión del mundo en sólo siete ca-
tegorías. Pero el modelo de los siete pecados poseía algunas des-
ventajas. Ponía escaso acento en las obligaciones para con la pro-
pia divinidad. Y por otra parte, no poseía ninguna autoridad
escrituraria.
Por estas razones, la mayor parte de los teólogos escolásticos
del siglo XIII comenzaron a reconstruir el tratamiento de la éti-
ca cristiana en torno a los Diez Mandamientos. Esta catequesis
del Decálogo tuvo, de acuerdo con John Bossy, consecuencias re-
volucionarias. De aquí en más, los pecados pudieron definirse
con mayor precisión, fue más sencillo establecer jerarquías según
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c u -tr a c kla gravedad relativa de las faltas. Cada vez que los nuevos cate-. d o c u - t r a c k . c
cismos iniciaban la exposición de la doctrina cristiana, comen-
zaban exponiendo el sentido del primer mandamiento, para con-
tinuar luego con los siguientes. Luego de la explicación de cada
uno de ellos, se exponían los pecados específicamente opuestos
al mandamiento del que se trataba. En esta nueva aritmética
moral, los pecados más graves pasaron a ser automáticamente
aquellos que se oponían al más perfecto de los mandamientos, al
primero del Decálogo: “No tendrás otros dioses frente a mí”, se-
gún el texto del Éxodo121; “Amarás a Dios ante todas las cosas”,
de acuerdo con la reformulación evangélica 122. Dado que la
milenaria tradición anterior había demonizado de manera abso-
luta a las religiones paganas, convirtiendo a los ídolos en demo-
nios, la interpretación correcta del primer mandamiento no dejaba
demasiado lugar a dudas. Todos los pecados que suponían una re-
lación explícita o implícita con el demonio, debían ser conside-
rados como faltas contra el más perfecto de los mandamientos:
pasaban a convertirse, en consecuencia, en uno de los más gra-
ves pecados que un cristiano podía cometer contra su Dios. El
diablo, que en la tradición anterior de los siete pecados capitales
podía ser visto como una inversión de Cristo, enseñando a odiar
en lugar de a amar, en el nuevo modelo del Decálogo pasó a des-
empeñar el papel de adversario de Dios Padre, de la celosa divi-
nidad veterotestamentaria123. Las supersticiones y sus diferentes
variantes –culto falso contra el Dios verdadero, idolatría, adivi-
nación, falsas observancias– pasaron a integrar el grupo de los
más abominables pecados que ofendían la majestad de Dios, muy
próximas a la más horrenda de las faltas: la apostasía.
La literatura antisupersticiosa española de los siglos XV a
XVIII adopta esta nueva definición ético-moral de superstición,
que la convierte en una falta de inusitada gravedad. El Catecis-
mo de Pedro de Cuéllar (1325), tras afirmar que “el primer man-
damiento es que avrás los Dios agenos ante mi” (sic), señala a
continuación las prácticas prohibidas por este mandamiento. És-
tas no son sino un catálogo de supersticiones: “los entendimien-
tos en los agüeros e sortilegios e las invocaçiones de los diablos
(...). Que algunos catan por los doze signos del çielo las costum-
bres e los fechos de los omnes e lo que les ha de venir”124.
El teólogo renacentista Pedro Ciruelo reproduce en su Repro-
bación de las supersticiones y hechizerias (Alcalá de Henares,
1530) –el más famoso de los tratados antisupersticiosos españo-
les–, esta definición ético-moral de superstición. Para Ciruelo, los
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c u -tr a c kmandamientos no son todos iguales ni obligan de igual manera;. d o c u - t r a c k . c
los más perfectos son de mayor obligación que los menores.
Existen dos reglas para reconocer la mayor importancia de un
mandamiento sobre otro: “la primera es por la orden en que ellos
van escriptos que los que se ponen primero son los mas princi-
pales (...). La otra manera es por las virtudes de que los manda-
mientos hablan, y por los vicios y pecados que viedan”125. De la
aplicación de ambos principios se deduce que el primer manda-
miento es el más perfecto de todos: no sólo se encuentra en el
primer lugar de la lista; sino que la virtud por él defendida es la
más encomiable de todas, la virtud de religión: “y por consi-
guiente el pecado que contra esta virtud se comete es el mayor
de los vicios morales, que es quebrantar el voto que se hizo en
el baptismo delante de dios y de la yglesia catholica. Estos son
los pecados de las supersticiones y hechizerias de que principal-
mente habla este libro”126.
Esta nueva definición ético-moral de superstición completa
plenamente el sentido de la definición teológico-filosófica. Ésta
había establecido la presencia de pactos tácitos o implícitos con
el demonio, aun en las más aparentemente inofensivas prácticas
supersticiosas. Ahora, la ética de los Diez Mandamientos ubica
a estos pecados en el más extremo lugar de gravedad. La combi-
nación del pacto tácito con la catequesis del Decálogo provocó
un agravamiento de la falta moral que implicaba el pecado de
superstitio como nunca antes la teología había podido establecer.
En la Reprobación de las supersticiones y hechizerias de Pedro
Ciruelo se refleja este nuevo componente del modelo cristiano de
superstición:
“ya esta dicho (...) que qualquiera hombre que tiene pacto o
concierto de amistad con el diablo peca grandissimamente,
porque quebranta el primero mandamiento. Y peca contra
dios por pecado de traycion, y es crimen de lesa magestatis,
viene tambien contra el voto de religion que hizo en el bau-
tismo, y es christiano apostata y ydolatra, que haze seruicio
al diablo enemigo de Dios”127.
Las nuevas definiciones ético-morales trascienden las afirma-
ciones de la definición teológico-filosófica de superstición. La
portación de un amuleto, inocuo en apariencia, ya no implica tan
sólo pacto implícito o un sistema de signos para la comunicación
con los demonios. Supone también una impresionante lista de
faltas capitales contra la divinidad: quebrantamiento del primer
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c u -tr a c kmandamiento, traición, crimen de lesa majestad, pecado contra. d o c u - t r a c k . c
el bautismo, contra la virtud de religión, apostasía, idolatría y
servicio al peor enemigo de Dios. La nueva definición ético-
moral de superstición había cumplido con su cometido.
El agravamiento de la falta moral que implicaba el pecado de
superstición se relaciona también con otra transformación teoló-
gica, ocurrida aproximadamente en la misma época: el acerca-
miento entre superstición y herejía. Como consecuencia, el pe-
cado de superstición admitió de allí en más la intervención del
inquisidor. La demonización absoluta de la superstitio, y en par-
ticular la novedad que implicaba el pacto tácito, facilitaron la
asimilación con la herejía. El Directorium inquisitorum del ca-
talán Nicolau Eimeric, escrito en Aviñon hacia 1376, no tuvo di-
ficultades para justificar teológicamente este deslizamiento. En
la segunda mitad del siglo XVI, la sede romana advirtió que ha-
bía llegado la hora de ordenar la institución inquisitorial, y en-
cargó al canonista español Francisco Peña la reedición del viejo
Directorium del siglo XIV. En 1578 Peña publicó, entonces, una
versión glosada y aumentada del tratado de Eimeric, que pasó a
convertirse en texto oficial de la Iglesia católica. De acuerdo con
el inquisidor catalán, si los sortilegios se realizan mediante invo-
cación expresa del demonio que implique culto de latría o culto
de dulía, el adivino o el mago no serán tratados como tales, sino
como herejes. Pero más importantes son las definiciones respecto
de aquellas prácticas cuya índole látrica o dúlica no fuera eviden-
te, es decir, respecto de las supersticiones no cultuales. El modelo
cristiano de superstición había alcanzado un desarrollo tal, en el
último cuarto del siglo XIV, que facilitaba la tarea de Eimeric: el
que invocaba demonios empleando prácticas cuya índole látrica
o dúlica no fuera evidente sería, no obstante, considerado here-
je y tratado como tal. En la Escritura, invocar tiene siempre sen-
tido de latría: no se pude invocar al diablo y rendir culto a Dios.
El inquisidor debía examinar con suma atención el objeto de este
tercer tipo de invocación, pues si el invocador esperaba algo del
diablo que sobrepasase las perfecciones propias de la naturaleza
del invocado (conocer el futuro, resucitar muertos, prolongar la
vida, forzar el libre arbitrio), confesaba con ello su herejía, ya que
convertía al diablo en divinidad. La invocación implicaba siem-
pre culto de latría y, de acuerdo con la noción de pacto tácito, la
superstición implicaba siempre invocación: las conclusiones de
esta ecuación teológica no eran muy difíciles de extraer128. Fran-
cisco Peña atenúa un tanto estas afirmaciones, pero mantiene in-
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c u -tr a c ktacta la idea principal: el sortilegio es con toda evidencia heréti-. d o c u - t r a c k . c
co cuando comporta la invocación del diablo129. La consideración
en estos términos de las simples supersticiones violentaba sin du-
das la definición originaria de herejía, entendida como falta in-
telectual que suponía la defensa consciente y pertinaz de una in-
terpretación contraria a los dogmas de fe: “haeresis est sententia
humano sensu electa, scripturae sacrae contraria, palam edocta,
pertinaciter defensa”130.
En la práctica, la Inquisición española debió enfrentar resis-
tencias cuando intentó imponer la jurisdicción inquisitorial en los
casos de superstición. Todavía en 1568, al ocuparse de la visita
realizada a Barcelona por de Soto Salazar, la Suprema reprueba
al inquisidor Mexía por haber impuesto una multa a una mujer
que había realizado encantamientos y curaciones mágicas: tales
casos, dice, no corresponden a la Inquisición sino al tribunal
episcopal131. No obstante, este criterio nunca fue mayoritario.
Aun cuando no constituyeron una proporción elevada de los pro-
cesos incoados, el Santo Oficio peninsular persiguió en todo el
Imperio las supersticiones y las hechicerías, cuya firme sospecha
de herejía se hallaba claramente demostrada en los manuales
inquisitoriales132.

c) La definición instrumental de superstición.

La construcción de las definiciones teológico-filosófica y éti-


co-moral caracterizó a la superstitio como un pecado severo. En
consecuencia, las supersticiones debían ser reprobadas y comba-
tidas. Era necesario, entonces, contar con una tercera definición
instrumental, orientada en un sentido práctico: la extirpación de
las prácticas y creencias supersticiosas.
Esta definición instrumental no era necesaria en lo que res-
pecta a ciertos tipos de superstición. Determinar conductas
idolátricas no resultaba en exceso complejo. Tampoco lo era la
identificación de excesos supersticiosos cometidos en el culto del
Dios verdadero. Mayores problemas implicaban las supersticio-
nes no cultuales, el último gran subgrupo de prácticas y creencias
vanas. El carácter vano de estos actos hacía extremadamente di-
fícil su identificación en la práctica. ¿Cómo determinar con cer-
teza que un efecto no podía producirse por ninguna causa natu-
ral o sobrenatural? ¿Cómo afirmar con certeza que era al demo-
nio a quien se apelaba para que produjera los resultados desea-
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c u -tr a c kdos, imposibles de alcanzar de otra manera? La definición instru-. d o c u - t r a c k . c
mental de superstición debió construirse, entonces, para ser apli-
cada específicamente a un grupo particular de la categoría mayor
de superstitio: las supersticiones no cultuales. Una vez más, al
igual que en el caso del pacto tácito, la arbitraria operación ideo-
lógica agustiniana obligaba a la teología a diseñar herramientas
que resolvieran contradicciones y ambigüedades.
La definición instrumental de superstición ocupó un lugar
central en los tratados de reprobación de supersticiones de la mo-
dernidad clásica europea, y en el género antisupersticioso espa-
ñol en particular. Estos tratados reflejaron el deslizamiento de la
reflexión sobre la superstitio a la reprobación de superstitiones.
No era la primera vez que se producían estas oscilaciones. Los
tratados alto-medievales, extensas listas de prácticas y creencias
concretas, habían provocado un fenómeno similar en relación con
los abordajes abstractos de la patrística. La escolástica había
retomado la definición general del concepto cristiano, abando-
nando la visión coyuntural de los autores anteriores. Se ha dicho
que los siglos de la modernidad temprana presenciaron un nue-
vo abandono de la reflexión abstracta –el extenso tratado de Fran-
cisco Suárez es una excepción que parece confirmar una regla–,
y un nuevo pasaje de la superstición a las supersticiones133. El
desarrollo extraordinario que el género de reprobación de supers-
ticiones español tuvo entre los siglos XV y XVIII, no hace más
que confirmar esta hipótesis.
Pero estos manuales antisupersticiosos de la modernidad clá-
sica ya no enfrentan resabios vivos de idolatría pagana, fenómeno
con el cual convivían los obispos, abades y predicadores de los
últimos siglos del primer milenio cristiano134. La variedad de su-
persticiones que estos manuales antisupersticiosos modernos
buscaban reprobar, son ya en definitiva las supersticiones no
cultuales, adivinación y falsas observancias. Por este motivo, la
definición instrumental ocupó un lugar de privilegio en esta li-
teratura teológica de los siglos XV a XVIII: a diferencia de las
idolatrías, más sencillas de individualizar, el carácter supersticio-
so de las prácticas vanas resultaba mucho más difícil de identi-
ficar. Toda una superposición de causalidades diferentes debía ser
evaluada, antes de poder afirmar con certeza que una práctica o
creencia era supersticiosa.
La definición instrumental de superstición no supone una
anulación o un reemplazo de las definiciones teológico-filosófi-
co y ético-moral. Facilita tan sólo las campañas de reprobación
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c u -tr a c kde supersticiones, cuyo carácter pecaminoso había justificado la. d o c u - t r a c k . c
definición teológica, cuya gravedad había establecido la defini-
ción ético-moral. En este sentido, esta tercera definición consti-
tuye esencialmente una regla de aplicación concreta antes que una
definición en sentido estricto.
La definición instrumental aparece esbozada en el capítulo
XXIX del libro II de De doctrina christiana, de San Agustín, y
en la quaestio 96 de la secunda secundae de la Summa tomista.
Refiriéndose a los amuletos medicinales, sostenía Agustín: “Una
cosa es decir si bebes la infusión de esta hierba machacada no te
dolerá el vientre, y otra distinta decir si te cuelgas al cuello esta
hierba no te dolerá el vientre”135. Las soluciones de Tomás de
Aquino adoptaban también la forma de reglas concretas: “No es
supersticioso ni ilícito utilizar las fuerzas naturales para produ-
cir un efecto que se supone estar dentro de los límites de su po-
tencia. Lo es sin embargo, agregar a ello inscripciones, fórmulas
y otras prácticas, sabiendo que carecen de toda eficacia natural”136.
Pero el establecimiento de una regla o definición instrumen-
tal más elaborada exigía un mayor desarrollo del sistema de cau-
salidades que sustentaba la visión del mundo cristiana tradicio-
nal. Para el siglo XVII, el pensamiento cristiano pudo finalmente
elaborar una distinción clara entre los órdenes natural, sobrena-
tural, y un tercer orden –aquel que resultaba clave para el modelo
agustiniano de superstición–: el orden preternatural. Con este
último término se calificaron las acciones de ángeles y demonios.
En tanto seres creados, estos espíritus puros pertenecían al orden
natural. Pero se hallaban a distancia infinita del orden sobrena-
tural, propio de la divinidad. Al mismo tiempo, los poderes na-
turales de los espíritus puros superaban in extenso a los poderes
de la naturaleza humana. La categoría de preternatural vino así
a describir este orden de causalidades angélico, natural y prodi-
gioso al mismo tiempo, aunque nunca sobrenatural. La exposi-
ción de este complejísimo sistema de causalidades superpuestas
resultaba esencial para el establecimiento de una clara definición-
regla-instrumental de superstición.
Aunque desarrollaremos la evolución de este sistema de cau-
salidades en el capítulo nueve, podemos afirmar aquí que la cons-
trucción del mismo fue producto de un proceso lento y progre-
sivo. En gran medida debió elaborarse en contra de algunas pe-
culiares concepciones agustinianas137. En varios fragmentos cé-
lebres del capítulo XXI de De civitate Dei, San Agustín había
relativizado la distinción entre los órdenes natural y sobrenatu-
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c u -tr a c kral, difuminando en particular la noción de milagro. ¿Cómo van. d o c u - t r a c k . c
a ser contrarios a la naturaleza los efectos que produce la volun-
tad de Dios, siendo voluntad de tal Creador la naturaleza de cada
cosa creada? Para el Padre de la Iglesia, el único milagro verda-
dero era la creación del mundo. El resto de los portentos no eran
contrarios a la naturaleza, sino a nuestro conocimiento de la na-
turaleza138. Esta postura agustiniana reapareció con frecuencia a
lo largo de los siglos siguientes, en particular en relación con el
fenómeno de las monstruosidades y de los portentos139. Pero la
tendencia posterior de la teología buscó separar con nitidez am-
bos órdenes. Ya en el siglo XI, San Anselmo se aparta con énfa-
sis de la postura agustiniana en el bello tratado De conceptu
virginali et de originali peccato140. Cuando Pedro Ciruelo escri-
be en las primeras décadas del siglo XVI su manual de reproba-
ción de supersticiones, ya puede reproducir con precisión un tri-
ple orden de causalidades: el orden de lo sobrenatural, de la gra-
cia y del milagro; el orden de la naturaleza; y el orden de los án-
geles buenos y malos141. Este último se halla próximo del orden
natural, pues los espíritus puros son seres creados, como los hom-
bres y los animales; pero al mismo tiempo, posee un carácter ex-
traordinario, observado desde la perspectiva de las fuerzas ordina-
rias del mundo natural. A principios del siglo siguiente, los jesui-
tas Martín del Río y Francisco Suárez logran hallar, inspirándose
en Santo Tomás, un nombre apropiado para describir a este tercer
orden intermedio de causalidades: el orden de lo preternatural142.
Una vez alcanzado este estado de desarrollo del pensamien-
to teológico, la definición instrumental de superstición pudo
construirse con gran precisión143. Existen muchas variantes de
esta regla práctica construida para detectar con mayor facilidad
las supersticiones no cultuales. Pedro Ciruelo, en su Reprobación
de las supersticiones y hechizerias (1530), la expresa de la si-
guiente manera:
“es esta la regla: que toda hobra que el hombre haze para
auer algun bien: para escuzar alg<un> mal, si las q<ue>
alli pone, y las palabras que alli dize no tienen virtud natural
ni sobre natural para hazer aquel effecto, aquella operación
es vana y supersticiosa y diabolica, y si viene a effecto es por
secreta operación del Diablo (...). Luego el hombre que para
algun effecto pone cosas, o dize palabras que ning<u>na
virtud tiene<n> pa<ra> lo hazer claramente el obra en
vano. E si la obra es vana es sup<e>rsticio<n>”144.
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c u -tr a c k En una de sus Relectiones theologicae, difundida con el título. d o c u - t r a c k . c
de De magia o De arte magica (Lyon, 1557; pronunciada c.
1540), el destacado teólogo Francisco de Vitoria se extiende con
mayor detalle y sutileza en el razonamiento de la regla. Alguna
magia puede llamarse natural y está libre de la intervención y
concurso de toda sustancia espiritual (“et sine commercio et
concursu alicuius substantiae spiritualis”)145. No puede dudarse
que, además de esta magia natural, existe otro arte mágico que no
procede de las causas naturales, sino que se apoya en cierto po-
der y virtud inmaterial y de la cual se sirve (“sed potestate aliqua
et virtute inmateriali et separata nititur et utitur”)146. Luego, el
dominico se pregunta si el autor de las obras que no proceden de
las causas naturales es el demonio malo, o más bien han de atri-
buirse a los ángeles o a Dios todopoderoso (“An auctor [...] sint
malus daemon, [...] sint potius in bonos angelos, vel in ipsum
Deum”)147. En este último interrogante planteado por Vitoria, se
sintetiza en su totalidad el complejo sistema de causas del pen-
samiento cristiano tradicional. La respuesta negativa a cada una
de las posibilidades –naturaleza, demonios, ángeles, Dios– im-
plica la imposibilidad absoluta. El teólogo soluciona el dilema por
etapas: en primer lugar, asegura que los “magi nihil operantur aut
potestate divina, aut potestate angelica”148. En una quaestio ante-
rior se había descartado ya la causalidad natural. Sólo restaba una
alternativa que permitiera explicar los efectos que las prácticas
vanas podían producir: “operationes magorum supra facultatem
naturalem malorum daemonum potestate et virtute fiunt”149.
Medio siglo después de la lección teológica de Francisco de
Vitoria, la gran summa adversus magiam del jesuita Del Río evita
el detallado razonamiento del dominico, pero desarrolla con am-
plitud una extensa casuística. La regla abstracta es enunciada sin
apartarse de la tradición anterior: “ubi nec miraculi nec naturae
vis, nec artificii sollertia invenitur, pactum intercedit”. Pero a
continuación, por primera vez Del Río reconoce que se trata de
una regla oscura, difícil, que necesita extensos comentarios (“sed
hoc nimis obscure ac breuiter dictum, consueuere Theologi latius
explicare”)150. En primer lugar, son cosa de magia demoníaca las
obras que superan la capacidad natural. Esto se da cuando cabe
concluir positivamente que el objeto aplicado carece de fuerza
suficiente a tal efecto, sin que por otra parte ocurra motivo razo-
nable para atribuir el efecto a Dios o a los ángeles buenos (“nec
etiam rationabilis causa suppetit, cur Deo vel angelis bonis
effectus ascribatur”)151. En segundo lugar, los teólogos opinan
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c u -tr a c kque la magia demoníaca adolece de otros tres vicios. En primer. d o c u - t r a c k . c
término, si se emplean palabras desconocidas, falsas apócrifas,
absurdas, incoherentes (“verba ignota, falsa, apocrypha, absur-
da, nihil cohaerentia”)152; o bien sagradas, pero mal utilizadas;
o si se pronuncian ciertos nombres divinos de significación des-
conocida, o nombres de ángeles desconocidos por la Iglesia. Lo
mismo ocurre si se emplean determinados caracteres o figuras,
salvo la señal de la cruz, o la misma cruz orientada y trazada de
modo inconveniente, o puesta en sitio indebido, o superfluamente
repetida en ciertos lugares y en determinado número. El segun-
do vicio de que adolecen las supersticiones demoníacas ocurre
cuando se atribuye la eficacia de la acción a determinados ritos
y a ciertas observaciones peculiares, haciéndolos en días y horas
determinados. El tercer vicio sucede cuando se pone el énfasis en
otras observancias claramente superfluas e indiferentes, por ejem-
plo, que para expulsar demonios se haga raer el pelo o haya que
vestirse de tela nunca lavada, se actúe con un pie descalzo, sin
cinturón, y cosas por el estilo. Cuando se dice que todo esto es
menester para el resultado, con razón éste se hace más sospecho-
so: “quando dicitur his omnibus, vel aliquo istorum opus esse ad
affectionem, res merito plusquam suspecta est”153. Más aun si
concurren dos circunstancias: que se crea que la cosa no es propor-
cionada al efecto a producir, ni se emplee con base en legítima
autoridad (“quod credatur res non esse proportionata ad effectum
producendum; nec adhibeatur ex legitima auctoritate”)154; esto es,
cuando el que estableció o prescribió tal cosa como señal para tal
efecto no podía suplir la falta de la naturaleza, como hace Dios
en los sacramentos, y la Iglesia en los sacramentales. Y en segun-
do lugar, que el mismo efecto no pueda provenir sino de causa
dotada de intelecto (“quando ipse effectus non potest prouenire
nisi a causa intellectu praedita”), y que la circunstancia reque-
rida sea de tal naturaleza que parezca inadecuada o insólita para
mover a Dios o a los ángeles para que produzcan el efecto (“&
circumstantia requisita euis generis est, vt non videatur idonea
vel non solita mouere Deum vel angelos ad effectum
producendum”)155; por ejemplo, si pidiendo a una estatua res-
puesta sobre cosas ocultas, se emplean amenazas o plegarias ab-
surdas. Por el contrario, cuando tales efectos maravillosos los
consigue cualquiera y cada vez que se lo propone, sin más cere-
monias ni observaciones superfluas, juzgamos con razón que el
efecto es natural.
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c u -tr a c kCuadro 1.4: .d o
c u -tr a c k

Indicios para distinguir los efectos mágicos convenidos


mediante pacto diabólico, de los efectos naturales, milagrosos
y artificiales (Martín del Río, Disquisitionum magicarum,
Lovaina, 1599-1600, liber secundus, quaestio V).
Cuando no interviene fuerza milagrosa o natural, ni habilidad artificial, es
que media un pacto

1 Son efecto de puede determinarse que el objeto aplicado


magia demo- carece de fuerza suficiente a tal efecto
Esto se da
níaca las obras
cuando
que superan la sin que por otra parte ocurra motivo
capacidad razonable para atribuir el efecto a Dios
natural o a ángeles buenos
Se emplean:
• palabras desconocidas, absurdas, incoherentes
• palabras sagradas, con sentido extraño al que fueron
ordenadas
• nombres divinos de significación desconocida
• nombres de ángeles desconocidos por la Iglesia
• caracteres o figuras, salvo la señal de la cruz, o la
cruz puesta en lugar inadecuado, repetida superflua-
mente en ciertos lugares y en cierto número
2 Los teólogos
Se atribuye la eficacia de la acción a determinados
opinan que
ritos u observancias fijados a tal efecto:
la magia
• haciéndola en días u horas determinadas
demoníaca
• en cierta posición astral
adolece de
• con determinado número de cruces o velas
tres vicios
• en determinada postura corporal
• en tal papel, de tal color y con tal figura

que se crea que la cosa no es proporcio-


Se pone el nada al efecto a producir, ni se emplee
énfasis en con base en legítima autoridad**
observancias que el mismo efecto no pueda provenir
superfluas*, sino de causa dotada de intelecto, al tiem-
máxime si po que la circunstancia requerida parezca
concurren: inadecuada para mover a Dios o a los
ángeles buenos a producir tal efecto***
Cuando tales efectos maravillosos los consigue cualquiera y cada vez que
se pone a ello, sin más ceremonias ni observaciones, juzgamos con razón
que el efecto es natural. Aquí hay que evitar dos extremos:
que condenemos temerariamente, pues que en esta investigación, con
son muchas las cosas cuya naturaleza prisa temeraria, juzguemos
excede y engaña a nuestra ciencia naurales todos los efectos

Lo artificial se distingue fácilmente, si se hace demostración del arte en pri-


vado, o bien al magistrado o al confesor
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c u -tr a c k
*. cque para expulsar demonios haya que raerse el pelo, vestirse con tela nunca lavada, .d o
c u -tr a c k
.c
actuar con un pie descalzo, sin cinturon, etc.
** cuando quien estableció tal señal para dicho efecto no podia suplir la falta de la na-
turaleza como hace Dios en los sacramentos y la iglesia en los sacramentales
*** si pidiendo a una estatua respuesta sobre cosas ocultas, emplea amenazas o plega-
rias absurdas

Cincuenta años más tarde, el fraile benedictino Francisco de


Blasco Lanuza presenta en su monumental Patrocinio de angeles
y combate de demonios (Monasterio de San Juan de la Peña,
1652) una versión simplificada de la casuística desplegada por
Martín del Río, aplicada a un caso concreto, las medicinas su-
persticiosas:
“¿Pero como se conocera, que en el remedio, que se aplica
ay, o no ay inuocacion, o pacto secreto del demonio? Doy
ahora dos señales con breuedad. Vna es, quando se haze al-
guna diligencia, con fin de alca<n>çar algun bien, o de
euitar algun mal; y para ello se aplican algunos medios, o
remedios, que ni tienen virtud natural, ni sobrenatural para
causar el efecto pretendido, se ha de atribuyr al demonio.
Porque tales medicamentos, no se traen como causas, pues
no tienen virtud para obrar tales efectos, luego aplicanse
como señales; no son diuinos, porque no son Sacramentos, ni
Sacramentales, con los quales assiste la virtud diuina; luego
son señales vanas de pacto secreto con el demonio. Vna de
tres cosas ha de concurrir en qualquier efecto: o natura, que
tenga virtud propia, para produzirlo: O sobrenatural, que es
Dios, y sus Ministros apadrinados de su brazo: O preternatu-
ral, que ha de ser, por virtud de Angeles, o demonios. Si en
algun caso hallamos, que la cosa natural, que se junta a la
enfermedad, no tiene virtud natural para dar la salud; ni esse
beneficio se espera de Dios, porque no se pide por oraciones
santas, no por medios de sacrificios, o exorçismos; ni la au-
toridad de la Iglesia, ni la Sagrada Escritura nos lo dize; ni
tampoco se promete el buen sucesso de algun Santo, porque
no se inuoca, como es conueniente; ni se libre en la diligen-
cia de los Angeles, porque son medios vanos, y impertinentes,
los que se aplican, y nunca salen ellos a tales embelecos, ni
pueden cooperar en tales obras; es euidente que tiene mano
en ellas el demonio. (...) Otra señal es quando la materia que
se aplica tiene virtud natural para causar el efecto; pero le
juntan condiciones vanas, y circunstancias sin proposito,
como si fuessen necessarias”156.
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.d o
c u -tr a c k Con extraordinario poder de síntesis, Blasco Lanuza resume. d o c u - t r a c k . c
en un sólo párrafo más de mil años de pensamiento cristiano so-
bre el tema de las supersticiones; y agrega, por si quedaran du-
das de la justeza de su exposición: “esta regla es de San Agustín,
y de Santo Thomas, de todos aprouada”157.
En los siglos de la modernidad temprana, la definición instru-
mental del modelo cristiano de superstición puede hallarse cada
vez que algún concilio, sínodo o prelado, impulsaba la lucha con-
tra las supersticiones. En 1607 el Concilio de Malinas afirmaba
que era supersticioso esperar un efecto de alguna cosa, cuando
dicho efecto no podía producirse por causas naturales, por insti-
tución divina, o por ordenación de la Iglesia158. En el Traité de
superstitions (París, 1679), un tardío pero muy difundido manual
antisupersticioso francés escrito por el abate Jean-Baptiste Thiers,
se recogía la misma afirmación: “une chose est superstitieuse,
lorsque les effets qu´elle produit ne peuvent pas être attribués à la
nature et qu´elle n´a pas été instituée ni de Dieu, ni immédiatement
de l´Eglise, pour les produire”159. En 1698, las Constituciones
Sinodales del Arzobispado de Zaragoza no habían variado en
nada la milenaria doctrina, condenando “la aplicación de algunos
medios proporcionados, aplicados con algunas palabras o seña-
les para conocer las cosas ausentes u ocultas, descubrir los vo-
tos y los tesoros escondidos y los otros medios improporcionados
por los cuales no se pueden saber las cosas ocultas sin pacto im-
plícito o explícito con el demonio”160.

¿Cómo funcionaba la definición instrumental abstracta cuan-


do debía aplicarse a prácticas y creencias supersticiosas especí-
ficas? Un recorrido por el conjunto de la literatura antisupersti-
ciosa española de los siglos XV a XVIII nos permite acceder a
una innumerable cantidad de estudios de caso. Vamos a centrar-
nos en aquellas prácticas cuyas características inequívocamente
supersticiosas imponían una unanimidad de criterio. En un capí-
tulo posterior se analizarán las polémicas en el seno del discur-
so antisupersticioso, referidas a prácticas y creencias de dudoso
carácter supersticioso.
En fecha indeterminada, entre la cuarta y la quinta década del
siglo XV161, el obispo de Cuenca Lope de Barrientos escribe un
Tractado de la divinança e sus espeçies, que son las espeçies de
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c u -tr a c kla arte magica. Los tratados de Barrientos inician el género de. d o c u - t r a c k . c
reprobación de supersticiones en España. En este Tractado de la
divinança, el obispo castellano aplica la definición instrumental
de superstición a los libros de magia ceremonial, entre ellos, a la
célebre Clavícula de Salomón:
“E lo que dicho avemos d´este libro Raziel, que es sin funda-
mento e de ninguna eficaçia, esto mesmo dezimos de todos
los otros libros e tractados de la arte mágica, así de los Li-
bros de los experimentos commo del libro que se llama Cla-
vícula de Salomon, como del libro que se llama Del arte no-
toria, ca pues el dicho libro Raziel, segunt ellos afirman, es
de mayor eficaçia que todos los otros, por quando segund
ellos dizen es fundado sobre razones naturales; e aqueste es
de ninguna eficaçia por las razones susodichas, mucho de
menos eficaçia serán todos los otros que no tienen fundamen-
to alguno sobre razón natural e menos sobre razón
theologal, por tanto non es de creer que los unos libros nin
los otros proçediesen del ángel bueno, segund ellos afirman,
salvo de doctrina de los spiritus malignos e de onbres perver-
sos”162.
El Tractatus exquisitissimus de superstitionibus, del archidiá-
cono pamplonés Martín de Arlés, dictum de Andosilla, constituye
la segunda gran contribución al género español de reprobación de
supersticiones. Escrito con probabilidad en las últimas décadas
del siglo XV, fue publicado sin embargo en Lyon en 1510, alcan-
zando una amplia difusión posterior163. Martín de Arlés reprue-
ba las observaciones que se llevaban a cabo durante las fiestas de
San Vicente y de la conversión de San Pablo: según amaneciera
el día –soleado, nublado, ventoso–, se esperaba que las cosechas
produjeran determinados resultados durante el año siguiente,
esterilidad o abundancia en frutos y animales. Así, “clara dies
pauli multas segetes notat anni”164. Estas creencias son falsas: no
existen razones astronómicas, naturales ni teológicas que las sus-
tenten: “ex quibus omnibus concluditur quod obseruatio dierum
ad faciendum aliquem effectum qui rationabiliter expectari non
potest a deo miraculose operante nec a causis naturalibus debet
apud christianos haberi superstitiosa et suspecta de secreto pac-
to implicito vel explicito cum demonibus”165. Los hombres su-
persticiosos interpretaban incorrectamente el sistema cristiano de
causas: en caso de producirse catástrofes climatológicas, éstas
“non accidit a dispositione quorundam dierum”; sino que la res-
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c u -tr a c kponsabilidad correspondía a la naturaleza o, mejor aun, a la vo-. d o c u - t r a c k . c
luntad divina: “sed a dispositione nature et potius a voluntate
diuina effective vel permissiue”166.
En los capítulos de su De iusta haereticorum punitione (Sa-
lamanca, 1547), dedicados a reprobar las prácticas supersticiosas,
Alfonso de Castro aplica con cuidado la regla instrumental a las
predicciones astrológicas de acontecimientos futuros contingen-
tes. La adivinación se define como “enunciatio eorum, quorum
notitia per naturam haberi non potest, neque a Deo reuelata
est”167. Los hechos son presentes, pasados o futuros. Los suce-
sos pasados y presentes pueden conocerse por vía natural, por-
que “praesentia possunt videri, praeterita quia aliquando
fuerunt praesentia, aliquando visa sunt”. Los acontecimientos
futuros (“futura”), en cambio, no pueden conocerse porque no
pueden ser observados, y “nihil certum de illis haberi potest”.
En consecuencia, la adivinación suele ser considerada siempre en
relación con los hechos futuros, “quia illa sunt quae ex se per
naturam cognosci non possunt”168, y sólo se hallan, por tanto, al
alcance de la divinidad. Aplicando la regla a las adivinaciones
astrológicas, algunos efectos futuros pueden predecirse a partir
del conocimiento de sus causas naturales; de esta manera los as-
trólogos pueden “praecognoscere, & predicere solent aequinoctia,
solstitia, eclypses solis, & lunae”169. Estas predicciones no son
consideradas adivinación, porque no usurpan aquello que es pro-
piamente un atributo divino. Otras causas producen sus efectos
“non ex necessitate, & semper, sed raro contingit eas a suorum
effectuum productione deficere”. Por el conocimiento de estas
causas pueden los hombres predecir efectos futuros, pero “non
quidem cum certitudine: sed per quandam coniecturam”. De esta
manera incierta predicen los astrólogos lluvias, sequías, terremo-
tos, fertilidad o esterilidad de la tierra; y los médicos anuncian la
posibilidad de muerte o la recuperación de los enfermos, “in
quibus rebus aliquando praedicunt vera, aliquando falluntur”.
Estas predicciones tampoco pueden considerarse adivinación,
porque no exceden los límites naturales. Pero existen otras cau-
sas que carecen de toda necesidad para producir siempre o con
frecuencia ciertos efectos, “sed dubiae semper ex se sunt”170.
Tales causas son denominadas libres, como son los hombres y los
ángeles, y no pueden jamás ser conocidas con certeza, salvo por
la divinidad: “si quis vero huiusmodo futura contingentia, quae
a causis liberis dependent, Deo reuelate praecognouerit, aut
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c u -tr a c kpraedixerit, non dicet diuinator: quia non ex se, & per se talem. d o c u - t r a c k . c
habet notitiam, sed a Deo: et ita ipse non usurpat sibi divinum
aliquid”171. Quienes pretenden acceder, no obstante, al conoci-
miento de los hechos futuros contingentes, a pesar de la imposi-
bilidad natural, y sin contar con la asistencia profética de la di-
vinidad, deben ser considerados como adivinos supersticiosos.
En el Tratado de las supersticiones y hechicerías (Logroño,
1529), el franciscano Martín de Castañega utiliza la regla instru-
mental antisupersticiosa para criticar con sutileza e ironía una
práctica en la cual no cree: el poder del tacto real de los monar-
cas franceses, al cual se atribuía virtud sanadora contra los lam-
parones y escrófulas172:
“He tenido ocasión de dudar e inquirir qué tal sea la virtud
que los reyes de Francia muestran tener en curar los lampa-
rones: porque aquella virtud seria natural o sobrenatural: no
puede ser natural, porque las influencias celestiales natura-
les, y las complexiones corporales reinan, influyen y hacen su
operación en los cuerpos naturales, y no en las dignidades ni
en las cosas artificiales. Y así, si el Rey de Francia no tenía
tal virtud natural antes que fuese rey, no es posible que la
tenga después, sólo porque le hayan alzado por rey; porque,
como está dicho, no por la dignidad, salvo por la complexión
corporal, sobre la cual tienen virtud y favorecen las influen-
cias de los cuerpos y constellaciones celestiales, podria tener
el hombre virtud de sanar algunas enfermedades, o pasiones
con la saliva, o con el aliento o tacto, y no subitamente, salvo
por sucesion de tiempo, como obran las medicinas y reme-
dios naturales (...). Ni parece ser aquella virtud sobrenatural,
porque según la manera de hablar que los teólogos tienen,
Dios no hace miraglos, ni da tal gracia a los hombres porque
sean reyes o tengan tales titulos o dignidades, salvo por los
meritos de la persona, en testimonio de su santidad, (...) o en
testimonio de la verdad católica, aun cuando fuese malo y
pecador el predicador (...). Ni tal gracia y virtud de hacer
miraglos se puede heredar con la dignidad y ceptro real”173.
La conclusión contundente de la aplicación de la regla, en
cualquier otro caso, hubiera confirmado el carácter supersticio-
so de la práctica cuestionada. Pero el franciscano Castañega no
se atreve a alcanzar semejante conclusión, en particular en una
práctica sustentada por gran parte del clero y la jerarquía france-
sa. La misma contaba además con defensores dentro de España,
que sostenían la realidad del poder taumatúrgico del rey castella-
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c u -tr a c kno para sanar posesos: “ni por eso a los que van a él por la salud. d o c u - t r a c k . c
condeno, porque no van a él como a hechicero”. Pero Castañe-
ga no puede dejar de afirmar que no logra hallar razones natura-
les o sobrenaturales para justificar la realidad de tal don heredi-
tario de sanidad ligado a una dignidad terrenal específica. El frai-
le recurre por lo tanto a la ironía: “mas pues entre tantos varo-
nes dotos este caso se disimula, y tanto es en publico loada esta
gracia, quise mover esta duda con deseo de ser alumbrado en
esta materia de los que más saben y entienden; si acerca desto
algunos secretos particulares saben, allende de las reglas gene-
rales que pongo...”174. Esta sorprendente denuncia, que descubre
una utilización política y arbitraria del modelo cristiano de su-
perstición, constituye un hecho único en toda la literatura anti-
supersticiosa española de los siglos modernos.
No sólo las predicciones astrológicas no logran pasar la prue-
ba de la definición instrumental del modelo cristiano de supers-
tición. La práctica de construir amuletos capaces de atraer y ma-
nipular las influencias astrales, que el renacer del neoplatonismo
en la Florencia del siglo XV difundió con éxito por toda Euro-
pa175, también constituye una conducta supersticiosa. El jesuita
catalán Benito Perer se dedica a reprobarlos en su Adversus
fallaces et superstitiosas artes (Ingolstadt, 1591):
“Astronomicam appelant, quae certas quasdam imagines &
figuras, annullos, sigilla, statuas & alia quaedam horum
similia fabricantur, in quibus, eius cultores & defensores
affirmant, coelestium corporum virtutes & influxus recipi,
receptosque miros effectus praestare. Sed haec vana sunt, nec
modo a christiana veritate & pietate, sed etiam a philosophia
ratione & disciplina longe remota. Virtus enim colestis per se
universalis est indeterminata ad hunc vel alium quemlibet
effectum producendum, determinatur autem per causas natu-
rales particulares. Illa autem imagines & figurae astronomi-
cae, non sunt causae naturales, nec habent vim, aut efficiendi
quippiam, aut praeparandi materiam ad hunc vel illum
effectum recipiendum”176.
Estos amuletos no pueden producir ningún efecto, y si no obs-
tante, alguna eficacia se obtuviera de su utilización, “is non earum
imaginum aut syderum potentia, sed occulta daemonum opera,
quo eiusmodi fraudibus mortales circumueniant, proficiscitur”177.
Mientras que el triple sistema cristiano de causalidades se consti-
tuía en el fundamento de la detección instrumental de supersticio-
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c u -tr a c knes, el pacto tácito ideado por Tomás de Aquino continuaba sien-. d o c u - t r a c k . c
do el principio más sólido para la condenación de las supersticio-
nes no cultuales en términos teológico-filosóficos.
En el monumental Epitomes delictorum in quibus aperta vel
oculta inuocatio daemonis interuenit (Sevilla, 1618), del licen-
ciado cordobés Francisco Torreblanca Villalpando, se condenan
algunas supersticiones no cultuales que pueden clasificarse, al
mismo tiempo, como abusos “in cultu veri Dei”. Se trata de al-
gunas misas apócrifas, cuya celebración traería a los participan-
tes determinados beneficios –el conocimiento de eventos futuros,
la certeza del momento de la propia muerte, etc.–. Estas prácti-
cas no resisten el análisis de la definición instrumental de supers-
tición:
“Item, & Missae quas appellant, del treyntenario reuelado, &
alio nomine Missas del Conde damnatae sunt, ut superstitiosae
(...). Similiter, & Missae, quae dicuntur de la Emperatriz, de la
anima sola, & aliae in quibus varia euenta policentur, &
cognitionem futurorum, & horae mortis renunciationem, quia
cum haec nullomodo miraculo tribuantur, quia nil Deus tale
promissit, nec causa naturalis, nec artificialis subest: de neces-
sario pacto cu<m> daemone est tribuendum”178.
Pocos reprobadores de supersticiones utilizaron tanto la de-
finición instrumental de superstición como lo hiciera Gaspar
Navarro en su Tribunal de Superstición Ladina (Huesca, 1631).
Un ejemplo paradigmático es la condena de los ensalmadores,
especialistas populares que recurriendo tan sólo a palabras y ora-
ciones pretendían sanar enfermedades –en particular llagas, gol-
pes y hematomas–. Todos los filósofos y teólogos afirmaban que
en las palabras que dicen los hombres “no ay virtud natural al-
guna: porque la substancia dellas es vn poco de ayre, que el hom-
bre echa de su boca; lo qual no es medicina natural para sanar
alguna enfermedad”179. Es fácil también demostrar que el su-
puesto poder de las palabras de los ensalmadores “no venga por
virtud sobrenatural, y milagro: porque Dios no haze milagros a
cada hora, ni en cada cosa que a los hombres se les antoja...”.
Pero el ensalmador sana a todas horas, y a todos cuantos a él asis-
ten, “como quien tiene tienda abierta para todos aquellos que
quieren venir”180. Y también, porque la Iglesia Católica enseña
que las únicas palabras que poseen virtud sobrenatural son las de
los sacramentos: “Ego te baptizo. Ego te absolvo. Et hoc est cor-
pus meum (...). Y de otras palabras no sabe la Iglesia que ten-
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c u -tr a c kgan virtud sobrenatural (...). Pues si la Iglesia de Dios no lo. d o c u - t r a c k . c
sabe, por que osara dezir el ensalmador que sabe que sus pala-
bras tienen virtud sobrenatural, para sanar fuera del curso na-
tural, por milagro”181. La curación por la palabra empleada por
los ensalmadores populares no ha pasado la prueba: su práctica
es supersticiosa.
La regla instrumental funcionaba también en los tratados de
filosofía natural, muchas de cuyas páginas se convertían de facto,
por las características propias de la temática, en discursos anti-
supersticiosos. El hecho demuestra una vez más que detrás del
complejo sistema de causalidades que sustentaba la reprobación
de supersticiones se ocultaba en realidad la entera visión del
mundo del pensamiento cristiano tradicional. El polígrafo jesuita
Juan Eusebio Nieremberg, profesor de historia natural en el Co-
legio Imperial de Madrid, discute en su Curiosa Filosofía y Te-
soro de las Maravillas de la Naturaleza (Madrid, 1630) la exis-
tencia de plantas con virtud natural para expulsar demonios. El
marco de la discusión lo constituye la historia del piadoso Tobías,
el israelita cegado por el demonio Asmodeo. Tobías fue curado
por un ungüento fabricado con las entrañas de un pez extraído del
Tigris, según precisa indicación del arcángel Rafael182. La apli-
cación del modelo cristiano es aquí compleja y sutil. En primer
lugar, “aquel corazón de pez de Tobias tuvo virtud natural y
fisica contra el espiritu malo”, pues “ay cosas sensibles por su
virtud natural contra todo demonio infestador de los hombres”.
Sin embargo, las hierbas o productos animales poseen eficacia
natural contra el demonio pero de manera indirecta. Ningún ele-
mento natural puede afectar de manera directa a los espíritus,
cuya naturaleza es superior a cualquier cosa creada sobre la tie-
rra: “no ay cosa sensible, que por virtud natural, y fisicamente
ahuyente un espiritu directa e inmediatamente”183. No obstante,
el demonio suele atormentar a los hombres aprovechando las
potencias y los órganos humanos. Alterando los mismos, puede
provocar enfermedades y afecciones de todo tipo. De igual ma-
nera, un individuo aquejado de melancolía por exceso de bilis
negra será más propenso a caer bajo el dominio del espíritu ma-
ligno. Por eso, algunas plantas o animales son capaces de ahuyen-
tar al demonio, no porque afectasen de manera directa al espíri-
tu atormentador, sino porque condicionan “de suyo las potencias
y órganos humanos, de que el demonio usa, fuera de la afrenta
que recibe con los humarazos”184. No son éstos, entonces, los que
alejan al demonio. En segundo lugar, no puede negarse de todas
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c u -tr a c kmaneras que en el caso del ungüento de pez que logró ahuyen-. d o c u - t r a c k . c
tar a Asmodeo, amén de las causas naturales indicadas, intervi-
niera potencia sobrenatural: “y no por esto queremos excluir, que
huvo tambien fuerça mayor, y sobrenatural, que principalmente
le lanço. Porque precedieron ayunos, y oraciones de Sara, la vir-
tud de Tobias, y los merecimientos del Viejo, como tambien en la
cura de su ceguera (...) tenia la hiel del pez, virtud natural para
aquel efecto”185. El jesuita madrileño lleva el sistema cristiano de
causalidades hasta sus mismos límites, cuando en último lugar
afirma, en parte contradiciendo todo su razonamiento anterior,
que también “ay cosas sensibles, que naturalmente, esto es sin
milagro, sujeten y ahuyenten los espíritus inmediatamente”. Para
explicar esta virtud-natural-inmediata-no-sobrenatural, Nieremberg
recurre al ejemplo de la cruz: “ya tambien sin nuevo milagro abo-
rrecen los malos espiritus a la Cruz, que no siempre sera menes-
ter de nuevo fuerça sobrenatural para ahuyentarlos; acontecerá
sin violencia milagrosa el huir de ella, por el aborrecimiento que
la tienen, como connaturalmente su presencia les ofende”186. A
partir del análisis exhaustivo del relato bíblico, Nieremberg pue-
de afirmar que existen ciertas hierbas o productos animales capa-
ces de ahuyentar demonios. Esta creencia no constituye supers-
tición.
Todavía en el siglo XVIII, el benedictino Benito Jerónimo
Feijóo utilizará recurrentemente la definición instrumental del
modelo cristiano de superstición para reprobar innumerable can-
tidad de creencias y prácticas vulgares que llenan los tomos de
su Theatro Critico Universal (Madrid, 9 volúmenes entre 1726
y 1740) y de sus Cartas eruditas y curiosas (Madrid, cinco vo-
lúmenes entre 1742 y 1760). En una de las cartas incluidas en el
tomo IV, Feijóo reprueba la creencia, por entonces reciente y
novedosa, en los vampiros y brucolacos187. Originada en el cen-
tro y en el este de Europa, la leyenda de los vampiros es reputa-
da por Feijóo como un hecho absolutamente imposible. Alcan-
za esta conclusión tras aplicar la regla práctica del milenario
modelo antisupersticioso cristiano. En primer lugar, la imposibi-
lidad natural: “Porque ¿quién no ve que en esos cuentos de Vam-
piros se envuelven tres imposibles? El primero, mantenerse el
Vampiro vivo en el sepulcro, no solo muchos días, sino muchos
meses. Segundo imposible, salir del sepulcro, sin apartar la loza
ni mover la tierra (...). Tercero, el regreso del vampiro al sepul-
cro, que tampoco puede ser sin penetración, por intervenir el
mismo estorvo”188. Queda el expediente de la causalidad sobre-
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c u -tr a c knatural, rechazado también por Feijóo: “por otra parte, preten-. d o c u - t r a c k . c
der que por verdadero milagro los Vampiros, o se conservan vi-
vos en los sepulcros, o muertos como los demas, resucitan, es una
extravagancia indigna de que aun se piense en ella”189. Con es-
tas dos razones hubiera bastado para que un reprobador de los si-
glos anteriores reputara sin más como superstitio la creencia en
vampiros. Pero detener aquí el razonamiento dejaba lugar para
una de las peculiaridades del modelo cristiano de superstición: si
ni Dios ni la naturaleza eran causa u origen de un fenómeno, éste
podría no obstante producirse por intervención del demonio, la
causalidad preternatural sobre la cual se sustentaba la demoniza-
ción de la totalidad del fenómeno supersticioso. Pero deseoso de
establecer la imposibilidad absoluta, el benedictino rechaza tam-
bién la intervención de los espíritus puros como origen causal de
la aparición de supuestos vampiros: “Si se dice que en estas tra-
vesuras de los Vampiros nada hay de realidad, sino que todo es
ilusión diabólica, no por eso se evitan grandes dificultades (...).
¿Como solo de sesenta años, o poco mas, a esta parte se ve este
raro phenómeno? ¿Como solamente en las Regiones arriba nom-
bradas y no en otras? ¿Cómo Dios, contra lo que constantemente
experimentamos de su benignísima providencia, da para esa
tyránica persecución de aquellas gentes tanta licencia al demo-
nio?”190. Aun rechazando la ilusión demoníaca como causa de la
aparición real de vampiros, Feijóo reproduce plenamente el mo-
delo cristiano de superstición, aceptando en su totalidad los tres
órdenes tradicionales de causalidades: el orden natural, el orden
sobrenatural, el orden preternatural. En otros casos, en cambio el
benedictino asumía la posibilidad de intervención diabólica, ca-
paz de producir un efecto que la práctica supersticiosa era inca-
paz de provocar por sí misma. Respecto de las predicciones as-
trológicas, Feijóo afirma:
“Ultimamente, pueden también tener alguna parte en estas
predicciones el demonio, el cual, si los futuros dependen pre-
cisamente de causas necesarias o naturales, puede con la
comprehensión de ellas antever los efectos. Pongo por ejem-
plo la ruina de una casa, porque penetra mejor que todos los
arquitectos del mundo el defecto de su contextura (...), y aquí
con bastante probabilidad puede, por consiguiente, avanzar
la muerte del dueño, si es por genio retirado a su habitación.
Aun en las mismas cosas que dependen del libre albedrío
puede lograr el demonio bastante acierto con la penetración
grande que tiene de inclinaciones, genios y fuerzas de los
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c u -tr a c k sujetos, y de lo que el mismo ha de concurrir al punto desti- .d o
c u -tr a c k

nado con sus sugestiones. Por esto son muchos, y entre ellos
San Agustín, de sentir, que algunos, que en el mundo suenan
profesar la judiciaria, no son dirigidos en sus predicciones
por las estrellas, sino por el oculto instinto de los espíritus
malos”191.
Luego de mil trescientos años, el modelo cristiano de supers-
tición no sólo no parecía haber sufrido mella, sino que se había
refinado y afianzado en sus aspectos más ambiguos y conflicti-
vos. Feijóo, paradigma de las luces ibéricas, repetía en este últi-
mo párrafo el mismo argumento utilizado en innumerables oca-
siones por el jesuita Del Río, quien en otros aspectos constituía,
por su credulidad excesiva, una víctima favorita de las burlas del
benedictino. Ambos reproducían no obstante, con énfasis diver-
sos, un modelo que Agustín de Hipona había creado muchos si-
glos antes.

d) Proyecciones actuales del modelo cristiano de


superstición.

A partir de la elaboración de una definición teológico–filosó-


fica que construye la noción de superstitio como pacto con el de-
monio, de una definición ético-moral que la sitúa entre los peca-
dos contra el más perfecto de los mandamientos, y de una defi-
nición-regla-instrumental basada en un triple orden de causalida-
des, que permitía detectar con cierta precisión el carácter supers-
ticioso de prácticas y creencias concretas, el pensamiento cristia-
no construyó un modelo de superstitio que, aun cuando utiliza-
ba la misma palabra, se apartó profundamente del modelo clási-
co anterior. La falta intelectual ciceroniana, producto del temor
excesivo y de la ignorancia, había dado lugar a un pecado de re-
belión, soberbia, traición y connivencia con el enemigo máximo
del Dios judeocristiano.
Este modelo cristiano, en sus grandes rasgos, continúa vigente
en la actualidad, formando parte de los lineamientos teológicos
generales del catolicismo romano. No obstante, una fuente auto-
rizada como el Dictionnaire de Théologie Catholique reconoce
que el reagrupamiento de prácticas tan diversas como la idolatría
y las prácticas no cultuales bajo el mismo rótulo de superstitio
no puede explicarse sino por causas históricas192. No existen ra-
zones doctrinales de peso que permitan afirmar lo contrario. La
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c u -tr a c karbitrariedad agustiniana en el origen impuso una inercia que. d o c u - t r a c k . c
obligó al pensamiento teológico posterior a revisar y refinar un
modelo que no se sustentaba sino en una decisión casi aleatoria.
Como consecuencia, se produjeron nuevos excesos. Pero aun
aceptando esta realidad, la teología católica actual continúa sos-
teniendo el modelo de superstitio con la arbitraria característica
esencial del modelo agustiniano: la superposición de prácticas
cultuales y no cultuales.
La clasificación de los tipos de superstición que propone P.
Séjourné en el mencionado Dictionnaire de Théologie Catholique,
refleja estas correcciones y esta toma de conciencia193. Tomando
como base la última gran clasificación de supersticiones, debida
a Francisco Suárez a comienzos del siglo XVII –la que a su vez
había corregido la clasificación de la Summa Theologica en el
siglo XIII–, P. Séjourné altera el criterio básico del jesuita. Las
superstitiones in cultu veri Dei y las superstitiones in cultu falsi
Dei no conforman ya las dos grandes divisiones esenciales, here-
dadas por la escolástica y sugeridas por San Agustín. Ahora, los
dos grandes subdivisiones son precisamente “les abus d´allure
cultuelle” y “ceux qui n´ont extérieurement rien d´allure
cultuelle”. El primer grupo se divide en otros dos conjuntos de
prácticas según el objeto formal de adoración: culto indebido al
dios verdadero –dividido a su vez en culto falso y culto super-
fluo–; y culto de falsos dioses o idolatría. Las supersticiones que
no poseen exteriormente ninguna apariencia de acto cultual, se di-
viden en tres categorías, de acuerdo con los fines posibles del culto
divino: la adivinación, que pretende “la connaissance des choses
futures cachées”; la magia, “désir désordonné de puissance sur la
nature”; y finalmente las vanas observancias, cuyo objetivo es
“procurer le bonheur ou éviter les malheurs qui menacent les
humaines”. A excepción de la toma de conciencia y el recono-
cimiento explícito de la arbitrariedad, el modelo agustiniano con-
tinúa vigente en sus aspectos fundamentales.
Un segundo cambio importante que se percibe en las defini-
ciones modernas del modelo cristiano de superstición reside en
la relativización de la noción escolástica de pacto tácito, secreto
o implícito con el demonio: “si l´on ne se rende pas compte de
faire crédit à une cause mystérieuse, c´est qu´on s´est forgé une
explication, déraisonnable sans doute, mais suffisante pour soi-
même: dans ce cas, il n´y a pas le moindre pacte même
implicite”194. En 1899 el Santo Oficio romano afirmó que, en
caso de duda sobre el origen de un determinado fenómeno, debe
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c u -tr a c ksostenerse que las causas que lo provocan no son sino causas na-. d o c u - t r a c k . c
195
turales .

Cuadro 1.5:
Clasificación de las supersticiones de acuerdo con el
Dictionnaire de Théologie Catholique, París, 1941.
CULTO FALSO
Según Culto indebido al
Abusos de su Dios verdadero CULTO
apariencia objeto SUPERFLUO
cultual formal
CULTO DE LOS FALSOS DIOSES O IDOLATRÍA

Abusos Conocimiento de cosas


ADIVINACIÓN
Según el que no futuras o escondidas
objeto poseen Según
material exterior- los fines Procurar la felicidad o
mente posibles evitar la desgracia que MAGIA
apariencia del culto amenaza a los hombres
cultual divino
Deseo desordenado de
VANAS
dominio sobre la
OBSERVANCIAS
naturaleza

3. El modelo científico-racionalista de
superstición
Surgido en el ámbito de la cultura clásica latina, convertido
con posterioridad en fundamento de un elaborado modelo cris-
tiano, la utilización ideológica del término superstitio no culmi-
nó con la crisis de la cosmología escolástica tradicional. La cien-
cia moderna y los racionalismos filosóficos, entendidos como co-
munidades humanas constructoras de nuevos criterios de verdad,
retomarán el viejo vocablo latino para utilizarlo, una vez más,
como herramienta de descalificación paradigmática de creencias
y prácticas concretas.
La descripción de la concepción científico-racionalista de su-
perstición trasciende con mucho los límites del presente estudio
–limitado a una manifestación histórica específica del modelo
cristiano, el discurso antisupersticioso español de la temprana
modernidad–. Resulta, no obstante, de enorme utilidad ensayar
una descripción somera de las principales diferencias que sepa-
ran la utilización ideológica del concepto de superstición en el
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c u -tr a c kpensamiento cristiano tradicional y en el pensamiento científico. d o c u - t r a c k . c
moderno. Si un breve análisis del modelo clásico se justificaba
por el hecho de constituir aquél el antecedente inmediato de la
nueva y exitosa construcción agustiniana, la reflexión sobre el
modelo científico-racionalista permitirá despejar aun mayores
equívocos. Este último modelo de superstición ha sido en gran
medida incorporado como uno de los lugares comunes caracte-
rísticos del hombre contemporáneo. Si nos referimos al modelo
científico-racionalista, nos referimos sin dudas a la noción de su-
perstición que es propia del promedio de la población occiden-
tal que ha alcanzado, al menos, el nivel medio en el sistema edu-
cativo formal. Es hacer, entonces, referencia al modelo de supers-
tición que reconocerán como propio muchos de los lectores de
este ensayo; es hacer referencia, en definitiva, a nosotros mismos.
Sostener la existencia de un modelo científico-racionalista de
superstición –si por él entendemos el grado de elaboración que
con anterioridad había alcanzado el modelo cristiano– resulta sin
dudas una afirmación abusiva. El pensamiento científico y filo-
sófico, surgido de las grandes revoluciones intelectuales de los
siglos XVII y XVIII, recurrió a usos y empleos estereotipados del
término, antes que a una construcción sistémica y coherente. Por
otra parte, el término superstición encontró pronto palabras que
amenazaron con desplazarlo del vocabulario técnico-científico de
las comunidades académicas. En algunos casos, los ideólogos del
nacionalismo romántico, o los representantes de disciplinas emer-
gentes como el folklore, englobaron muchas de las prácticas y
creencias tildadas como supersticiones bajo el rótulo menos des-
pectivo de cultura popular. Este concepto fue retomado con éxito
relativo por la historiografía del siglo XX196. En otros casos, la
antropología cultural y simbólica utilizará términos como magia,
pensamiento mágico, mentalidad primitiva, para reagrupar con
finalidad científica los mismos fenómenos antes descalificados
como supersticiosos197. Los médicos etnógrafos del siglo XIX,
por su parte, reemplazaron el concepto religioso o antropológico
de superstición por el de medicina popular, como consecuencia
de una estrategia de estabilización de los límites culturales del
modelo médico, luego del triunfo de la medicina anatómico-clí-
nica y de la teoría micróbica; la utilización del nuevo concepto
fue también producto de la búsqueda táctica de estabilización de
los límites precisos entre religión y biomedicina, y de la necesi-
dad específica de la medicalización de la sociedad campesina eu-
ropea198.
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c u -tr a c k A partir de algunos textos paradigmáticos, no obstante, es. d o c u - t r a c k . c
posible reconstruir aquellos usos y empleos estereotipados del
término superstición que conforman lo que hemos denominado
modelo científico-racionalista. La superstición es, desde esta
perspectiva, toda práctica o creencia que ignore, relativice o se
oponga conscientemente al funcionamiento del mundo físico real
propuesto por la ciencia moderna, y a su sistema de causalidad
genéricamente mecanicista. Como ha sostenido recientemente el
antropólogo Ariel Glucklich, “despite the fact that the hard
sciences, from physics to biology, have begun to shift toward a
more organic paradigm of the world, our commonsensical
perception is still steeped in the Newtonian and Cartesian world
machine metaphor that has prevailed for three hundred years”199.
En 1893, el fisiólogo y psicólogo alemán Wilhelm Wundt
(1832-1920) expresaba con gran precisión en un párrafo de su
Hypnotismus und Suggestion, los alcances del modelo científico-
racionalista:
“Los sabios (...) tienen buenas razones para no aventurarse
en el terreno de la fenomenología paranormal. Estas razones
se encuentran, según mi opinión, en los resultados de la in-
vestigación parapsicológica. Para hacerse una idea, bastará
leer una de las obras más minuciosas en este terreno, las in-
vestigaciones de Richet sobre la transmisión de pensamiento.
Supongamos que todas las experiencias descriptas en esta
obra hayan tenido un resultado positivo, al punto de obligar-
nos a admitir los actos mágicos a distancia, en los casos en
los que el autor mismo los juzga probables: ¿qué conclusión
deberíamos extraer? Evidentemente, que el mundo que nos
rodea se compone en realidad de dos mundos absolutamente
diferentes. Por un lado, el mundo de Copérnico, Newton,
Leibniz y Kant: es decir el universo regido por leyes inmuta-
bles, en el cual lo más pequeño como lo más grande se unen
en un todo armonioso. Por el otro lado, junto a este universo
grandioso que nos produce más asombro y admiración a
cada paso que damos, existiría un pequeño mundo, un mun-
do de magos y de médiums, que sería todo lo contrario del
primero, del universo sublime y grandioso; en este pequeño
mundo las leyes inmutables se encontrarían suspendidas en
beneficio de los más vulgares y a menudo histéricos indivi-
duos. La gravitación, la acción de la luz, las leyes de nuestra
organización psíquico-física, todo ello se vería comprometido
desde el momento en que deberían pasar por la cabeza de
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c u -tr a c k Madame Léonie, en El Havre, quien suele verse inmersa en .d o
c u -tr a c k

sueños magnéticos, ¡y no para predecir algún cataclismo


universal, sino simplemente para adivinar si no le ha ocurri-
do alguna pequeña desgracia al hijo de Richet en París!
Pero, suponiendo que todos estos absurdos y otros muchos
sean exactos, ¿admitiríamos que un naturalista y un psicólo-
go, libres de prejuicios y con libre albedrío, pudieran no dar
preferencia al universo grandioso en el cual el orden reposa
sobre leyes inmutables, para preferir este pequeño mundo de
las médiums histéricas?”200.
En algunos aspectos, el modelo científico-racionalista de su-
perstición retoma algunos de los postulados del modelo clásico.
La superstición es nuevamente una falta intelectual. Sin embar-
go, no se encuentran ya en él las referencias a la piedad y la re-
ligión, que servían como punto de referencia obligado de la re-
flexión ciceroniana. La secularización del nuevo modelo es total.
Respecto del modelo cristiano, la principal diferencia estri-
ba en el hecho de que para el modelo racional e iluminista la su-
perstición no es concebida como un pecado. Y, más fundamen-
tal aun, a pesar de la ironía que caracteriza el citado fragmento
de Wilhelm Wundt, el nuevo modelo no espera en ningún caso
que las creencias supersticiosas pudieran producir algún efecto
real.
Pero el elemento más audaz y característico del esquema cien-
tífico-racionalista es aquel por el cual el propio fenómeno religioso
comienza a ser asimilado con la superstición. En este aspecto, los
racionalismos filosóficos no hacen más que continuar una antigua
tradición. Los romanos caracterizaban como superstición a las re-
ligiones judía, siria y egipcia. El cristianismo caracterizará como
supersticiones a los ritos y ceremonias judaicos: un ejemplo cita-
do con frecuencia es la Epistola de Judaicis superstitionibus, es-
crita por el arzobispo Agobardo de Lyon hacia el 830 d.C.201.
Pero será la Reforma la que, en el siglo XVI, avanzará con
mayor énfasis por este camino. Los grandes teólogos protestan-
tes no dejaban dudas cuando calificaban como supersticiones
diabólicas a los ritos, ceremonias y sacramentos católicos roma-
nos. El calvinismo consideraba, inclusive, que los luteranos no
habían avanzado lo suficiente en la erradicación de las supersti-
ciones papistas. El culto calvinista eliminó todos los vestigios
católicos que aún podían perdurar en las celebraciones luteranas:
desaparecieron el altar mayor, las vestimentas clericales, las pin-
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c u -tr a c kturas y esculturas; las hostias fueron reemplazadas por el pan, que. d o c u - t r a c k . c
debía partirse y no consagrarse; y todo rastro de exorcismo fue
eliminado del rito del bautismo202. Muchas prácticas presentes en
textos pastorales alto-medievales –como el recitado del Credo y
el Pater Noster para la cura de enfermedades, recomendado por
Cesáreo de Arlés–, fueron consideradas en 1597 como indicio de
brujería en un tribunal inglés203. En 1607, los magistrados de
Estrasburgo, ciudad en la que el credo católico era tolerado, acu-
saron a las monjas de Santa Margarita y Santa Magdalena de re-
currir a prácticas mágicas de sanación: las religiosas habían en-
tregado pequeños sobres (Briefflin) y consagrado velas para ba-
jar la fiebre 204. Johan Weyer, en su polémica De Praestigiis
Daemonum (1563), mostraba tanta hostilidad contra los cazado-
res de brujas como contra la Iglesia romana, cuyas prácticas ca-
racterizaba como manifestaciones de la más perversa magia de-
moníaca205. Isabel de Inglaterra abandonó, por idénticos motivos,
las centenarias ceremonias de tacto real, que en Francia continua-
ron hasta las primeras décadas del siglo XIX206.
Los teólogos católicos respondieron adoptando, en ocasiones,
actitudes defensivas. El franciscano Martín de Castañega reali-
za en 1529 una asombrosa confesión; si no fuera por la gracia de
la fe, resultaba sencillo confundir los aspectos externos de los
ritos sacramentales con muchas de las supersticiones reprobadas
por la propia Iglesia romana. Castañega reconocía así la lógica
implícita en el razonamiento de los pastores de la Reforma:
“¿Qué diría quien no fuese católico y no tuviese fe del Sacramen-
to del Bautismo, de la Confirmación, Orden y Extremaunción,
sino que son unas supersticiones, con tantas cerimonias y uncio-
nes? Cosa de brujería parece el Sacramento de la Extremaunción,
cuando le untan al enfermo los ojos, las orejas, las narices, la
boca, las manos, los lomos y los pies. ¿Qué más se dice que ha-
cen los brujos para invocar y llamar al demonio?”207. Más de una
década después, el dominico Francisco de Vitoria ensaya en sus
Relecciones Teológicas una defensa, ya no contra el protestantis-
mo, sino contra aquellas corrientes filosóficas materialistas que
consideraban superstición la creencia en la existencia de espíri-
tus puros e inteligencias separadas: “conviene saber ante todo, si
existen los demonios. Porque algunos creen que los inventaron
la vanidad y superstición de los hombres (“hominum vanitas et
superstitio daemones invenerit”)208.
Pero durante el apogeo del contrarreformismo barroco, los
apologistas católicos decidieron invertir el razonamiento protes-
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c u -tr a c ktante: las nuevas iglesias separadas eran supersticiones diabóli-. d o c u - t r a c k . c
cas. En 1628 Pedro Iofreu, oidor de la Real Audiencia de Cata-
luña, en Barcelona, avanza plenamente en esta dirección. En sus
glosas al viejo manual antisupersticioso de Pedro Ciruelo –ree-
ditado en la ocasión un siglo después de su edición príncipe–,
Iofreu afirma respecto de la penetración del calvinismo en Fran-
cia: “despues que por nuestros pecados, se abrio en el [reino de
Francia] puerta a la heregia y supersticiones, y por la via de
gouierno, y desta falsa razon de estado, se permitio a los hereges
y supersticiosos predicar, y hazer los ejercicios de su falsa
religion”209. Poco después apostrofa el jurista catalán a “aque-
llos tres inmundos espiritus, Caluino, Luthero, y Anabatista, y
otros muchos vanos y supersticiosos”210. Olvidando que los mo-
narcas ingleses habían dejado caer en desuso las ceremonias del
tacto real, Francisco Torreblanca Villalpando afirmaba en su
Epitomes delictorum (1618) que aquéllas no podían tener ya nin-
gún poder sanador luego de producida el cisma anglicano. Si, de
todas maneras, continuaban produciéndose curaciones, debía tra-
tarse de fraudes, de la aplicación de medicinas naturales, o en
último caso –en una perfecta aplicación del modelo cristiano de
superstición– de pacto con el demonio: “Quod puto obtinuisse dum
in gremío fuerunt Ecclesiae, nam quae ipse de sua Elisabetha
Regina, ut caput vngat, vel fictitia, si non vere aegri, vel fieri
physica aliqua vi emplastorum, vel aliarum rerum latentium, aut
pacto tacito, vel expresso cum daemone, a quo nec haereticorum
genus, nec aliae quedam circunstantiae multum obludunt”211.
Martín del Río había sostenido también en las Disquisitionum
magicarum que no pueden producirse verdaderos milagros por
intermedio de los herejes, sino pactos con el demonio, es decir,
supersticiones: “nulla haeretici miracula fecerunt”212. De igual
manera interpretaba Remigio Noydens, en su Practica de Exor-
cistas y Ministros de la Iglesia (Barcelona, 1688), los arroba-
mientos y éxtasis anabaptistas: “tambien suele acontecer estar
algunos posseidos del demonio (...), que assi refieren de unos
hereges, que dexando la Fe Catolica, y abrazando la heregia de
los Anabautistas, beben a instancia de los ministros de tan mala
secta cierto brebage (...) e instantaneamente se les infunde un
espiritu, que los haze habiles para explicar las Sagradas Escri-
turas, para saber de memoria toda la Biblia, y para predicar al
pueblo (...). Empero en saliendo de sus errores, y tornandose
arrepentidos a la Fe Catolica, se les olvida todo: que tal maes-
tro tienen los que se desvian de la Iglesia”213.
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c u -tr a c k Con posterioridad Voltaire sugerirá, en su Dictionnaire Philo-. d o c u - t r a c k . c
sophique, que las acusaciones mutuas de superstición entre las
distintas confesiones cristianas –“aujourd´hui la moitié de
l´Europe croit que l´autre a été long-temps et est encore supersti-
tieuse”214 – ayudó en gran medida a la identificación entre supers-
tición y religión, que llevaron adelante los racionalismos filosó-
ficos de los siglos XVII y XVIII. Desde Baruch Spinoza hasta
Auguste Comte, un nuevo modelo científico-racionalista de su-
perstición asimilará ambos fenómenos, al menos aquellas varian-
tes de fenómenos religiosos que trascendían el deísmo, la religión
natural del filósofo a la que parecían adherir muchos de los gran-
des pensadores del período215.
En el extraordinario prólogo del Tractatus Theologico-
Politicus (1670), Spinoza describe a la superstitio de acuerdo con
la vieja noción griega de deisidaimonía: la superstición es temor
enfermizo, y como tal, todos los hombres son propensos a caer
en ella en momentos de debilidad. Las religiones históricas, aun
cuando su misión debía haber sido la superación del temor su-
persticioso, se aprovecharon de éste último para dominar mejor
a las masas aterrorizadas. Bajo pretexto de religión, el vulgo fue
fácilmente inducido a adorar a sus reyes como dioses. El gran se-
creto del régimen monárquico consiste en mantener engañados a
los hombres y en disfrazar, bajo el especioso nombre de religión,
el miedo con el que se los quiere controlar216. Aun cuando Spi-
noza sugiere que existe una forma no supersticiosa de religión,
las religiones históricas no han sido sino una variante institucio-
nalizada de la superstición: la utilizaron instrumentalmente, cuan-
do en realidad deberían haberla sublimado217. En el capítulo
XVIII del Tractatus, dedicado a las enseñanzas del Estado he-
breo, Spinoza afirma que, una vez que los pontífices tuvieron au-
toridad para legislar y resolver sobre asuntos de Estado, comen-
zaron a buscar su propia gloria; así, decretaron diariamente va-
riantes nuevas sobre ceremonias, doctrina y moral, pretendiendo
que todo ello fuera sagrado y de tanta autoridad como las leyes
de Moisés. Como consecuencia, la religión degeneró en una su-
perstición fatal, corrompiéndose el verdadero sentido de las le-
yes218. La verdadera ley divina, afirmaba Spinoza, está grabada
en los corazones. En nada afecta a la religión verdadera afirmar
que la Escritura ha sido mutilada y corrompida. Spinoza mani-
fiesta su temor de que sus adversarios conviertan la religión en
superstición y comiencen incluso a adorar simulacros e imáge-
nes, es decir el papel y la tinta, en vez de la palabra de Dios219.
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c u -tr a c kEn lo que respecta al Cristianismo –una fe esencialmente inte-. d o c u - t r a c k . c
rior–, no ha quedado de la antigua religión más que el culto ex-
terno, con el cual el vulgo adula a Dios en lugar de adorarlo; su
fe se ha reducido a poco más que credulidad y prejuicios220. Las
supersticiones son ficciones que menguan el esplendor de la ver-
dadera religión. En síntesis, la religión y la superstición son dos
realidades diferentes, pero a lo largo de la historia humana no
constituyeron sino un mismo y único fenómeno.
En el siglo XVIII, los pensadores de la Ilustración lucharon
contra todos los dogmas –cristianos o paganos–, que en relación
con la religión natural del filósofo, no diferían demasiado exter-
namente de las supersticiones reprobadas en el seno del propio
cristianismo221. El artículo “Superstition”, en el Dictionnaire
Philosophique de Voltaire (1764), evita identificar explícitamente
a la religión católica con la superstición. Pero su prudencia no
puede engañar ni al más cándido lector: todo el artículo se redu-
ce a ridiculizar diversos aspectos del culto de los santos y de la
Virgen. Luego de transcribir el improbable relato de una aparición
de Cristo, ocurrida en 1771 en la Baja Bretaña, Voltaire ironiza:
“tout le contenu en ce récit a été approuvé par monseigneur
l’évêque”222. También, en el primer párrafo del artículo, el autor
afirma: “nous ne sommes plus superstitieux; la réforme du
seizième siècle nos a rendus plus prudents; les protestants nous
ont appris à vivre”223. A lo largo del texto, Voltaire avanza en
definiciones más precisas, explicitando su noción de religión
natural: “presque tout ce qui va au-delà de l´adoration d´un Être
suprême, et de la soumission du coeur à ses ordres, est supersti-
tion”224. Para agregar, casi a continuación, que la secta que pa-
rece menos atacada por esta enfermedad del espíritu, “est celle
qui a le moins de rites”225. La superstición, nacida en el paganis-
mo, adoptada por el judaísmo, infectó a la Iglesia cristiana des-
de los primeros tiempos. Voltaire resume una de las grandes di-
ferencias entre el modelo cristiano y el modelo científico racio-
nalista de superstición: “tous les Pères de l´Eglise, sans exception,
crurent au pouvoir de la magie; l´Eglise condamna toujours la
magie, mais elle y crut toujours”226. Para el modelo científico-
racionalista, el modelo cristiano de superstición es supersticioso.
El filósofo iluminista desafía al lector a descubrir un solo filóso-
fo, de Zoroastro a Locke, que hubiera jamás incitado a la sedi-
ción, que se hubiera jamás visto involucrado en un atentado con-
tra la vida de su rey, que hubiese nunca perturbado a la sociedad.
La conclusión es contundente: “peut-être ces pauvres philosophes
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c u -tr a c kne sont-ils pas assez dévots à la sainte Vierge; mais ils le sont à. d o c u - t r a c k . c
Dieu, à la raison, à l’humanité”227.
Las operaciones ideológicas de l´Encyclopédie son aun más
audaces, a causa de las complejas estrategias textuales que bus-
can favorecer diferentes niveles de lectura e interpretación228. La
definición de superstición no se aparta de la concepción ilustra-
da del fenómeno: la superstición se identifica sin más con la re-
ligión falsa, aquélla que se aparta de la adoración racional del Ser
Supremo229. Afirma el redactor del Dictionnaire des Sciences et
des Arts que superstición es “culte de religion, faux, mal dirigé,
pleine de vaines terreurs, contraire a la raison et aux saines idées
qu´on doit avoir de l’Être Suprême”230. Pero es en el artículo
“Magie” donde la identificación entre la superstición y las reli-
giones históricas –el cristianismo en particular– es aun más con-
tundente, por el hecho mismo de ocultarse con habilidad bajo la
superficie significante del texto. Luego de la definición general
de magia –“science ou art occulte qui apprend à faire des choses
qui paroissent au-dessus du pouvoir humain”–, el autor ensaya
una tipología. La primera clase de magia que describe es la
“magie divine”. Pero bajo este apartado no se describe la magia
ceremonial renacentista, aquella ensalzada por Enrique Cornelio
Agripa por su capacidad para la invocación de ángeles, arcánge-
les, y aun de la misma divinidad, combinando elementos de la
cábala y del neoplatonismo231. Bajo el rótulo de “magie divine”
el redactor describe el milagro, el profetismo, los sacramentos;
describe en definitiva al cristianismo:
“La magie divine n’est autre chose, que cette connaissance
particuliere des plans, des vûes de la souveraine sagesse, que
Dieu dans sa grace revelle aux saints hommes animés de son
esprit, ce pouvoir surnaturel qu’il leur accorde de prédire
l’avenir, de faire des miracles, et de lire, pour ainsi dire,
dans le coeur de ceux à qui ils ont à faire. Il fut de tels dons,
nous devons le croire; si même la Philosophie ne s’en fait
aucune idée juste, éclairée par la foi, elle les revere dans le
silence. Mais en est-il encore? Je ne sais, et je crois qu’il est
permis d’en douter. Il ne dépend pas de nous d’acquérir cette
desirable magie; elle ne vient ni du courant ni du voulant;
c’est un don de Dieu”232.
El intertexto de este fragmento es extraordinario. En primer
lugar, califica a los aspectos sobrenaturales del cristianismo como
magie, en el contexto de un artículo en el cual la magia es pre-
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c u -tr a c kcisamente desacreditada y devaluada en términos simbólicos.. d o c u - t r a c k . c
Pero en segundo lugar, duda de que dichos efectos continuaran
produciéndose en su época (“mais en est-il encore? Je ne sais,
et je crois qu’il est permis d’en douter”); la consecuencia es en-
tonces obvia: ¿qué ocurre con los sacramentos de la Iglesia ca-
tólica, efusiones cotidianas de la gracia sobrenatural? Pese a las
innumerables muestras de veneración, este breve fragmento de
l´Encyclopédie es uno de los más audaces ataques contra el Cris-
tianismo producidos hasta aquel momento, una de las más suti-
les identificaciones entre religión y superstición.
En el ensayo On miracles, que integra la edición de 1748 de
los Enquiries concerning human understanding de David Hume,
la palabra “superstition” aparece tan sólo a principios del texto,
pero alcanza para dar tono a la totalidad del breve tratado. El fi-
lósofo escocés comienza el ensayo haciendo mención de un libro
reciente, en el cual un teólogo anglicano había refutado la teoría
de la presencia real de Cristo en la eucaristía. Este dogma es con-
siderado por Hume como una superstición: “nothing is so
convenient as a decisive argument of this kind, which must at
least silence the most arrogant bigotry and superstition”233. In-
centivado por este ensayo contrario a la transubstanciación,
Hume confiesa haberse sentido impulsado para buscar “an
argument of a like nature”, que refutara la realidad de los mila-
gros. Esta última creencia es desacreditada, por segunda vez en
el párrafo, con la utilización del mismo término “superstition”:
“an argument (...) which will be an everlasting check to all kinds
of superstitious delusion, and will be useful as long as the world
endures. For so long, I presume, will the accounts of miracles
and prodigies be found in all history”234. Si la consideración de
la eucaristía católica como fenómeno supersticioso afectaba di-
rectamente a la Iglesia romana, la utilización de igual término
para reprobar los milagros atacaba los fundamentos mismos del
cristianismo en su totalidad. Aun cuando pudieran desestimarse
todos los milagros evangélicos, perduraría siempre la necesidad
de sostener la realidad de la Resurrección. En este contexto co-
bra sentido la ironía del célebre párrafo final del ensayo. No sólo
la creencia en milagros –a la que Hume había considerado como
“superstitious delusion”– es consustancial a la religión cristia-
na; sino que además, no se puede en el presente creer en dicha
religión sin obra de un nuevo milagro. Sólo así puede Hume ex-
plicar la aceptación de dogmas que contradicen toda razón y sen-
tido común: “whoever is moved by faith to assent to it [the
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c u -tr a c kChristian Faith], is conscious of a continued miracle in his own. d o c u - t r a c k . c
person, which subverts all the principles of this understanding,
and gives him a determination to believe what is most contrary
to custom and experience”235.
En The Natural History of Religion (1756), David Hume
identifica religión con superstición de manera más frontal e in-
equívoca. Sus ataques al catolicismo se veían beneficiados por la
falta de restricciones, que afectaban en cambio a los pensadores
del continente. El sacramento de la eucaristía es, para Hume, una
de las creencias más absurdas en toda la historia de las religio-
nes. Averroes, quien según el filósofo escocés conocía detallada-
mente todas las supersticiones egipcias, había declarado que de
todas las religiones, la más absurda y disparatada es aquella cu-
yos fieles se devoran a su deidad: en todo el paganismo no era
posible hallar un dogma que se prestara más al ridículo que la
presencia real236. Tales son las doctrinas de nuestros hermanos
católicos, continúa Hume, pero estamos tan acostumbrados a
ellas que nunca nos llaman la atención; en el futuro, probable-
mente, será difícil convencer a ciertos pueblos de que un hom-
bre, criatura de dos piernas, pudiera haber abrazado alguna vez
tales principios237. El filósofo escocés parece sugerir, no obstante,
que existe una concepción no supersticiosa de la religión. Mu-
chos monoteístas, aun los más fervorosos y sutiles, han negado
la existencia de una providencia particular y han sostenido que
la soberana Inteligencia o primer principio de todas las cosas,
habiendo establecido las leyes generales por las cuales había de
regirse la naturaleza, les concedió luego un libre e ininterrumpi-
do curso sin perturbar, en cada caso, con particulares decisiones,
el orden prefijado de los acontecimientos. De la bella armonía y
del estricto cumplimiento de las reglas establecidas, extraen el ar-
gumento principal del monoteísmo. De acuerdo con Francis Ba-
con, Hume afirma que la poca filosofía hace a los hombres ateos;
mucha filosofía, en cambio, los reconcilia con la religión: a tra-
vés de una sabia reflexión, los hombres racionales llegan a com-
prender que, en la regularidad y uniformidad de la naturaleza, se
encuentra la prueba más acabada de la existencia de un designio
y de una inteligencia supremas. De tal manera, logran fundar su
creencia sobre bases firmes y permanentes238. Pero Hume se
muestra escéptico: esta religión natural no se encuentra al alcance
de la mayoría de los hombres. Mientras éstos se limitan a la no-
ción de un ser supremo, creador del universo, coinciden por azar
con los principios de la razón y de la verdadera filosofía, aun
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c u -tr a c kcuando sean llevados a este concepto no por la razón, de la que. d o c u - t r a c k . c
son en gran medida incapaces, sino por el temor de las más vul-
gares supersticiones239. Donde el monoteísmo constituye el prin-
cipio fundamental de una religión popular, dicho dogma resulta
tan conforme con la firme razón que la filosofía puede incorpo-
rarse a tal sistema teológico. Pero la filosofía se encontrará pronto
en despareja unión con su nueva aliada. En vez de regular cada
principio, se corrompe cada vez más para servir los propósitos de
la superstición240. Aun en el caso de que esta noción de una su-
prema deidad se hallase firmemente arraigada, aun cuando debe-
ría oscurecer a todos los demás cultos y abatir todos los objetos
de reverencia, si el pueblo ha conservado la creencia en una di-
vinidad tutelar subordinada –santo o ángel–, sus invocaciones
resurgen paulatinamente, y usurpan la adoración debida al dios
supremo241. Si Spinoza afirmaba que durante la mayor parte del
pasado humano la superstición y la religión se habían confundi-
do en una misma realidad, Hume parece dudar de que en el fu-
turo ambos fenómenos lleguasen alguna vez a diferenciarse de
manera definitiva.
El Discours sur l´esprit positif de Auguste Comte (1844)
permite culminar esta breve selección de ejemplos de los usos
estereotipados del concepto de superstición en el modelo cientí-
fico-racionalista. En la visión positivista, la incompatibilidad en-
tre ciencia y religión es absoluta. Para Comte existe una oposi-
ción radical entre los dos órdenes de concepciones, en los que los
mismos fenómenos son atribuidos ya a voluntades directrices, ya
a leyes invariables. La irregular movilidad, naturalmente inheren-
te a toda idea de voluntad, no puede en modo alguno avenirse con
la constancia de las relaciones causales reales. Por eso, a medi-
da que se han descubierto las leyes físicas, el imperio de las vo-
luntades sobrenaturales ha quedado cada vez más restringido242.
Comte no teme arribar a una conclusión contundente: en el es-
tado presente de la razón humana, se puede asegurar que el ré-
gimen monoteísta, favorable durante mucho tiempo al impulso
primitivo de los conocimientos reales, dificulta profundamente la
marcha sistemática que dichos conocimientos deben tomar en lo
sucesivo. En particular, impide que la idea de invariabilidad de
las leyes físicas adquiera su indispensable plenitud filosófica. La
posibilidad de una súbita perturbación arbitraria de la economía
natural es siempre un supuesto básico inseparable de toda teolo-
gía: a no ser por este obstáculo, que sólo puede desaparecer con
el completo abandono del espíritu teológico, el espectáculo co-
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c u -tr a c ktidiano del orden real de la naturaleza habría determinado ya una. d o c u - t r a c k . c
universal adhesión al principio fundamental de la filosofía posi-
tiva243.

Esta selección de autores no agota la variedad de textos fun-


damentales del modelo científico-racionalista de superstición244.
El Dictionnaire historique et critique de Pierre Bayle (1697), o
l´Histoire des oracles, de Bernard de Fontenelle (1686), son tam-
bién algunos textos claves, entre muchos otros245.
Estos usos modernos del concepto de superstición han pasa-
do a formar parte del sentido común cotidiano del hombre con-
temporáneo. Se han convertido, también, en supuesto implícito
de muchos discursos científico-académicos de los siglos XIX y
XX. La antropología evolucionista hizo de la identificación en-
tre superstición y religión una de sus herramientas conceptuales
fundamentales. Sir Edward Tylor no ocultaba las raíces ideoló-
gicas de su particular visión del mundo: su educación en el seno
del no conformismo cuáquero, provocaba en él una aversión a los
rituales religiosos del tipo presente en el anglicanismo y en el ca-
tolicismo246. Por su parte, Sir James Frazer explica en La rama
dorada (1890) su peculiar concepción de la transición de la ma-
gia a la religión: los intentos de la primera por dominar a la na-
turaleza basándose en una concepción errónea de las leyes que la
rigen –simpatía, contacto, semejanza–, obligaron al hombre a re-
troceder de su orgullosa posición al reconocimiento de su impo-
tencia. De este modo, comenzando con la aceptación de la exis-
tencia de seres superiores, el antiguo libre comportamiento del
hombre dio paso a la más abyecta postración. El antropólogo
inglés parece sugerir, incluso, que el fenómeno religioso consti-
tuye un claro retroceso respecto del estadio mágico anterior. En
el pensamiento de Frazer, la noción de religión guarda clara se-
mejanzas con las concepciones que desarrolla Hume en The Na-
tural History of Religion: “Pero este profundo sentido religioso,
esta sumisión más perfecta a la divina voluntad, sólo afecta a
aquellas inteligencias superiores que tienen suficiente amplitud
de visión para comprender la inmensidad del universo y la peque-
ñez del hombre; las mentes chicas no pueden lograr ideas gran-
des: tales mentes se elevan difícilmente a la religión. Ellas son
arrastradas por sus superiores en conformidad externa con los
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c u -tr a c kpreceptos, mas en su corazón siguen adheridas a sus viejas su-. d o c u - t r a c k . c
persticiones mágicas, que aunque despreciadas y prohibidas, no
pueden ser desarraigadas por la religión mientras estén radicadas
en lo profundo del entramado y constitución de la gran mayoría
del género humano”247.
Aun cuando en Esquisse d´une théorie générale de la magie
(1902-1903) Marcel Mauss y Henri Hubert critican con severi-
dad las teorías de Frazer, no se apartan de la fuerte tendencia a
identificar, en este caso, magia y religión. El concepto de mana,
aunque inicialmente pensado para la mejor comprensión del fe-
nómeno de lo sagrado, termina siendo una categoría más am-
plia248: la noción de mana permite también describir al pensa-
miento mágico, en tanto magia y religión provienen de un mis-
mo tronco común: “à vrai dire, la notion de mana ne nous a pas
paru plus magique que religieuse (...). Nous nous réservons
d’ailleurs de démontrer autre part que l´une et l’autre viennent
d’une source commune. Et, si nous avons fait voir par l’etude de
ces faits que la magie est sortie d´états affectifs sociaux, il ne
nous déplait pas d’avoir consolidé, du même coup, l’hypothèse
que nous avions dejá faite pour la religion”249.
Todavía en una obra clásica de la historiografía reciente,
Religion and the decline of magic del historiador británico Keith
Thomas (1971), se reproducen los mismos supuestos. En el caso
de Thomas es clara su identificación con la aversión que el pro-
testantismo siente por las ceremonias y sacramentos católicos
romanos. Para el autor, la Iglesia medieval, con sus ceremonias
vistosas –particularmente la consagración eucarística–, contribu-
yó a la confusión entre magia y religión que las iglesias reforma-
das debieron corregir en el siglo XVI250. Los supuestos ideoló-
gicos del historiador inglés, una combinación del modelo cien-
tífico-racionalista con la teología protestante, lo obligaron a co-
meter algunos severos anacronismos. En efecto, la escolástica
medieval había diferenciado in extenso las nociones de magia, su-
perstición y religión. Si existían dos fenómenos que la teología
medieval había definido con claridad, desde San Agustín en ade-
lante, eran estos conceptos. Al margen de que las diferencias fue-
ran en exceso sutiles para la mayoría de la población europea, in-
cluyendo a la élite laica semi-alfabetizada, en ningún caso pue-
de sostenerse que la Iglesia medieval confundía estos fenómenos.
En realidad, las afirmaciones de Keith Thomas nos permiten sa-
ber más acerca de sus propias concepciones sobre la superstición,
la magia y la religión, que sobre la opinión que al respecto ha-
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c u -tr a c kbían elaborado los teólogos medievales. Si para un intelectual del. d o c u - t r a c k . c
siglo XX pueden existir escasas diferencias entre el culto a los
santos y la portación de amuletos, para el pensamiento cristiano
tradicional existía un abismo entre ambas. Y es esta distancia la
que debe contar; y no la proximidad que, intuitivamente, creen
percibir los historiadores actuales. En su crítica al modelo de
Thomas, Hildred Geertz sostuvo que el autor, cuando acepta y
reproduce acríticamente las categorías de los propios actores in-
volucrados, toma parte del mismo proceso cultural que está es-
tudiando. No se trata tanto de explicar la declinación de la ma-
gia en la Inglaterra protestante, cuanto de analizar las razones del
surgimiento del término magia como herramienta para la desca-
lificación de prácticas y creencias251, entre ellas las ceremonias
que la Iglesia medieval y el catolicismo romano supieron siem-
pre diferenciar, en su propia visión del mundo, de la superstición
y de lo que ellos denominaban magia.
En un estudio colectivo sobre la superstición urbana a fina-
les del siglo XX, publicado en 1993 por un equipo de psicólogos
españoles bajo la dirección de Marino Pérez Álvarez, el modelo
científico-racionalista de superstición vuelve a emerger con gran
claridad. La creencia en el demonio y en las posesiones diabóli-
cas, la aceptación de los milagros, las apariciones de la Virgen,
las rogativas aldeanas para impetrar lluvia, conforman el fenóme-
no supersticioso junto con la creencia en la astrología, el espiri-
tismo, el tarot, el mal de ojo y el martes 13252. Pérez Álvarez sos-
tiene: “un científico en cuanto tal no puede ser supersticioso. De
hecho, los milagros nunca ocurren en el laboratorio”253.
Probablemente, la enorme mayoría del público lector del li-
bro de Marino Pérez Álvarez y de su equipo de psicólogos com-
partan esta última afirmación. El modelo científico-racionalista
de superstición es, en definitiva, nuestro modelo. Es aquél que las
comunidades científicas y académicas han venido difundiendo y
reproduciendo, en sus aulas y laboratorios, durante los últimos
trescientos años. No estamos aquí criticando la identificación con
este modelo, ni tampoco su aceptación por parte de profesiona-
les, investigadores y alumnos universitarios. Tan sólo debemos
insistir, para evitar equívocos y anacronismos, en la necesidad de
una toma de conciencia: el modelo científico-racionalista de su-
perstición no es sino uno, entre muchos modelos de superstición
construidos a lo largo de la historia, desde el momento mismo de
la invención de la palabra superstitio hace más de dos milenios.
Deberíamos aceptar, en definitiva, que las palabras tienen su his-
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c u -tr a c ktoria, y que toda cosmología es también una determinada com-. d o c u - t r a c k . c
binación de palabras y conceptos. Nuestra visión del mundo no
es la excepción a la regla.

Notas al Capítulo I
1 Cfr. Benveniste, E.: Le Vocabulaire des institutions indo-européennes,
2, Paris, Le Seuil, 1969, pp. 272-273.
2 Morales Otal, Concepción y García López, José: “Introducción a Sobre
la Superstición”, en Plutarco, Obras morales y de costumbres (Moralia),
II, Barcelona, Gredos, 1986, p. 283, n. 1.
3 Benveniste, E.: op. cit., p. 273.
4 Cfr. Lloyd, G. E. R.: Magic, reason and experience. Studies in the Origin
and Development of Greek Science, Cambridge University Press, 1979
(Cito por la edición francesa publicada por Flammarion, 1990, pp. 30-44).
5 “Sobre la enfermedad sagrada”, párrafo 4, en Tratados Hipocráticos I,
introducción, traducciones y notas por Carlos García Gual y colaborado-
res, Madrid, Gredos, 1990, p. 404.
6 Sobre este polémico párrafo de La República platónica puede consultarse
la clásica interpretación de E. R. Dodds, Los griegos y lo irracional,
Madrid, Alianza, 1994 (primera edición castellana en 1960; edición ori-
ginal inglesa en 1951), pp. 208-211. Una interpretación más actual se
encuentra en André Bernand, Sorciers grecs, Paris, Fayard, 1991, p. 216.
7 Platón, La República, traducción de José Manuel Pabón y Manuel Fernán-
dez-Galiano, Barcelona, Altaya, 1993, II 364b y 364c, p. 70.
8 Teofrasto, “De la superstición”, en Caracteres morales, XVI, Buenos Ai-
res-México, Espasa Calpe, 1960, pp. 51-52.
9 Cfr. Eliade, Mircea: El mito del eterno retorno. Arquetipos y repetición,
Madrid, Alianza, 1982 (1951), capítulo 1; Gauchet, Marcel: The disen-
chantment of the world. A Political History of Religion, Princeton (NJ),
Princeton University Press, 1997, pp. 23-32, (edición francesa original
editada por Gallimard, 1985).
10 Caro Baroja, Julio: De la superstición al ateísmo (Meditaciones antro-
pológicas), Madrid, Taurus, 1974, p. 156.
11 Morales Otal, Concepción y García López, José: op. cit., p. 287.
12 Plutarco, op. cit., 171E, p. 320.
13 Ibid., 168E, p. 306.
14 Ibid., 165B, p. 291.
15 Ibid., 167D y 167E, pp. 301-302.
16 Ibid., 165D, p. 292.
17 Ibid., 165F, p. 293.
18 Luciano de Samosata, “El aficionado a la mentira o el incrédulo”, párra-
fo 40, en Obras II, traducción y notas por José Luis Navarro González,
Madrid, Gredos, 1988, p. 225. El resaltado es mío.
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19 Hechos de los Apóstoles XVII, 22. .d o .c
c u -tr a c k c u -tr a c k

20 Cfr. Séjourné, P.: “Superstition”, en Dictionnaire de Théologie Catholique,


Paris, Librairie Letouzey et Ané, 1941, tome quatorzième, c. 2765.
21 San Jerónimo no repara en estos matices, en un contexto de fuerte demo-
nización del paganismo, y traduce el término griego original por “quasi
superstitiores”. De esta manera el sentido inicial, que caracterizaba a los
atenienses como uno de los pueblos que más respeto y veneración ofre-
cían a los dioses, en la traducción latina se transformó en la frase: “Ate-
nienses, en todo veo que sois los más supersticiosos”. Las versiones
modernas del Nuevo Testamento en lengua romance han recuperado el
sentido original. En la traducción castellana de Ediciones Paulinas el
texto dice: “Atenienses, en todo veo que sois los más religiosos” (La
Santa Biblia, traducida de los textos originales en equipo bajo la direc-
ción del Dr. Evaristo Martín Nieto, Ediciones Paulinas, Madrid, 1980,
21ª edición). He aquí un reconocimiento más de que el término deisidai-
monía es utilizado en Hechos de los Apóstoles en una acepción neutra,
no connotada negativamente –uno de los pocos ejemplos que pueden
hallarse en la antigua literatura griega clásica– (Cfr. Schmitt, Jean Claude:
Historia de la superstición, Barcelona, Crítica, 1992, p. 11).
22 Plauto, Curculio 3, 27 (superstitiosus quidem est; vera praedicat);
Amphitruo 1, 1, 167 (quid si ista aut superstitiosa aut hariola est). Cfr.
Lewis, Charlton T.: A Latin Dictionary, Oxford, Clarendon Press, 1989
(first edition 1879), p. 1809.
23 Un rastro de esta acepción se encuentra en De divinatione, de Cicerón
(1, 31, 66), en el que el autor cita unos versos que parecen corresponder
a una tragedia perdida, sea la Hécuba de Accio, sea el Alejandro, de
Ennio. En esta cita recogida por Cicerón, superstitiosus es nuevamente
utilizado como sinónimo de profético o adivino. Habla Casandra, diri-
giéndose a Hécuba: “mater, optima tu multo mulier melior mulierum,/
missa sum superstitiosis hariolationibus;/nam me Apollo fatis fandis
dementem invitam ciet./” (“Madre, óptima tú, de mujeres la mejor mujer
con mucho, a predicciones proféticas (superstitiosis hariolationibus) he
sido abandonada, pues Apolo me empuja, loca, renuente, a decir los
hados”). Cicerón, De la adivinación, introducción, traducción y notas de
Julio Pimental Álvarez, México, Universidad Nacional Autónoma de
México, 1988, p. 36.
24 Cfr. Virgilio, Eneida, I,XII, 817; Seneca, Epístolas, 95, 35 (Lewis,
Charlton: op. cit., p. 1809; Séjourné, P.: op. cit., c. 2765).
25 Seneca, Epístolas, 123, 16: “Superstitio error insanus est” (Lewis,
Charlton, op. cit., p. 1809).
26 Sobre el carácter esencialmente reprobador de supersticiones de la obra
de Horacio puede verse: Tupet, Anne-Marie: La magie dans la poésie
latine, Paris, Les Belles Lettres, 1976, pp. 327-329.
27 Eneida, Lib.VIII, 184-189: “Postquam exemta fames, et amor conpressus
edendi, rex Evandrus ait: non haec sollemnia nobis, has ex more dapes,
hanc tanti numinis aram vana superstitio veterumque ignara deorum
inposuit: saevis, hospes troiane, periclis servati facimus, meritosque
novamus honores”. (P. Vergilii Maronis, Opera omnia. Obras comple-
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.d o .c tas, texto latino-español, traducidas al castellano por don Eugenio de .d o .c
c u -tr a c k c u -tr a c k
Ochoa, 2. ed., Paris-México, Ch. Bouret, 1877, pp. 480-481).
28 Annales II, 85.
29 Ibid., XI, 15.
30 Suetonio, “Tiberio Nerón”, 36, en Los doce Césares.
31 Para Festo, el supersticioso es el que rinde culto a los dioses extranjeros:
“Religiosi dicuntur, qui faciendarum praetermittendarumque rerum
divinarum secundum morem civitatis dilectum habent, nec se supersti-
tionibus implicant” (De verborum significatu cum Pauli epitome, edidit
W. M. Lindsay, Leipzig, 1913, p. 366).
32 Maximi Tyri dissertationes. Ex interpretatione Danielis Heinsii. Recensuit
et notulis illustravit Johannes Davisius, Coll. Regin. Apud Cantab.
Socius (Cambridge, 1703), pp. 44-45 (dis.IV). Citado por Caro Baroja,
Julio: op. cit., p. 156, n. 16.
33 Servii Grammatici qui feruntur in Vergilii Carmina commentarii,
recensverunt.Thilo, G. et Hagen,H, Leipzig, 1883, vol. II, Aeneidos
Librorum VI-XII, p. 226.
34 Liber primus, 62-79: “Humana ante oculos foede cum vita iaceret/in
terris oppressa gravi sub religione/quae caput a caeli regionibus
ostendebat/ horribili super aspectu mortalibus instants,/primum graius
homo mortalis tollere contra/est oculos ausus primusque obsitere con-
tra, / quem neque fama deum nec fulmina nec minitanti / murmure
compressit caelum (...). quare religio pedibus subiecta vicissim /
opteritur, nos exaequat victoria caelo”. (Tito Lucrecio Caro, De la
naturaleza de las cosas, edición bilingüe, Obras completas de Lisandro
Alvarado, vol.VI, Caracas, Ministerio de Educación, 1958, p. 287).
35 Sobre Plinio puede consultarse French, Roger (ed.): Science in the Early
Roman Empire: Pliny the Elder, his sources and his influence”, New
York, Barnes and Noble, 1996, passim; Lenoble, Robert: “L´Histoire
naturelle de Pline”, en Esquisse d´une histoire de l´idée de nature, Paris,
Albin Michel, 1969, pp. 137-213; Nauert Jr, Charles G.: “Humanists,
Scientists, and Pliny: Changing Approaches to a Classical Author”, en
The American Historical Review, 84, 1, february 1979, pp. 72-85.
Ceard, Jean: La nature et les prodiges. L´insolite au XVIe siècle,
Genève, Droz, 1996 (1977), pp. 12-20.
36 El historiador italiano Franco Cardini es un ejemplo de lo que afirma-
mos, cuando considera a los textos de Teofrasto y de Plinio como equi-
valentes para la comprensión del fenómeno de la superstición en la An-
tigüedad. Cfr. Magia, brujería y superstición en el Occidente Medieval,
Barcelona, Península, 1982, p. 274.
37 Cfr. Naturalis Historia, VII, 5.
38 “Haec instituere illi, qui omnibus negotiis horisque interesse credebant
deos: et ideo placatos etiam vitiis nostris reliquerunt” (Histoire
Naturelle de Pline, avec la traduction en français, par M. E. Littré, tome
second, Paris, chez Firmin Didot, l855, p. 254).
39 “Libet hanc partem singulorum quoque conscientia coarguere” (Ibid, p.
253).
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40 “Carmina quaedam exstant contra grandines, contraque morborum ge- .d o .c
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nera, contraque ambusta, quaedam atiam experta: sed prodendo obstat
ingens verecundia in tanta animorum varietate. Quapropter de his, ut
libitum cuique fuerit, opinetu” (Ibid, p. 254).
41 El Cymbalum Mundi (1537) de Bonaventure des Periers, o el Dialogo
sopra i due massimi sistemi del mondo (1632) de Galileo Galilei son dos
buenos ejemplos, entre muchos. Algunas reflexiones al respecto pueden
hallarse en Blair, Ann: The Theater of Nature. Jean Bodin and Renaissance
Science, Princeton (NJ), Princeton University Press, 1997, pp. 50-65;
Biagioli, Mario: Galileo Courtier. The Practice of Science in the Culture
of Absolutism, Chicago University Press, 1993, pp. 240-241; Wooton,
David: “New Histories of Atheism”, en Hunter, Michael and Wooton,
David (eds.), Atheism from the Reformation to the Enlightment, Oxford,
Clarendon Press, 1992, pp. 13-54. Sobre la importancia del diálogo en la
literatura renacentista puede verse Snyder, Jon R.: Writing the Scene of
Speaking: Theories of Dialogue in the Late Italian Renaissance, Stanford
(Cal.), Stanford University Press, 1989; Wilson, Kenneth J.: Incomplete
Fictions: The Formation of English Renaissance Dialogue, Washington
D.C., Catholic University of America Press, 1985.
42 Sobre el pensamiento religioso de Cicerón puede consultarse el ensayo
reciente de José Guillén Cabañero: Teología de Cicerón, Universidad
Pontificia de Salamanca, 1999, capítulos VI a IX y XI. Lamentablemen-
te, la obra fue editada cuando la redacción de este libro estaba ya muy
avanzada, por lo que lamento no haber podido utilizarla con mayor pro-
fundidad.
43 Ciceron, De natura deorum, I, 17, 45 (el destacado es mío): “Si nihil aliud
quaereremus, nisi ut Deos pie coleremus, et ut superstitione liberaremur,
satis erat dictum. Nam et praestans Deorum natura, hominum pietate
coleretur, cum et aeterna esset, et beatissima; habet enim venerationem
justam quidquid excellit. Et metus omnis a vi atque ira Deorum pulsus
esset: intelligitur enim, a beata immortalique natura et iram, et gratiam
segregari: quibus remotis, nullos a Superis impendere metus” (Oeuvres
complètes de Cicéron, avec la traduction en français, publiées sous la
direction de M. Nisard, tome quatrième, Paris, Firmin-Didot, 1881, p.
90). La traducción castellana fue extraída de Marco Tulio Cicerón, Sobre
la naturaleza de los dioses, traducción de Francisco de P.Samaranch,
Madrid, Sarpe, 1984, p. 53.
44 Ibid, II, 28, 71 (el destacado es mío): “Videtisne igitur, ut a physicis rebus,
bene atque utiliter inventis, tracta ratio sit ad commentitios, et fictos
Deos? Quae res genuit falsas opiniones, erroresque turbulentos, et
superstitiones paene aniles. Et formae enim nobis Deorum, et aetates, et
vestitus, ornatusque noti sunt: genera praeterea, conjugia, cognationes,
omniaque traducta ad similitudinem imbecillitatis humanae. Nam et
perturbatis animis inducuntur: accipimus enim Deorum cupiditates,
aegritudines, iracundias... Haec et dicuntur, et creduntur stultissime, et
plena sunt futilitatis summaeque levitatis”. II, 28, 72 (el destacado es
mío): “Sed tamen, his fabulis spretis, ac repudiatis, Deus pertinens per
naturam euisque rei, per terras Ceres, per maria Neptunus, alii per alia,
poterunt intelligi: qui, qualesque sunt, quoque eos nomine consuetudo
nuncupaverit, quos Deos et venerari, et colere debemus. Cultus autem
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.d o .c Deorum est optimus, idemque castissimus, atque sanctissimus, .d o .c
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plenissimusque pietatis, ut eos semper pura, integra, incorrupta et mente,
et voce veneremur. Non enim philosophi solum, verum etiam majores
nostri superstitionem a religione separaverunt”. (Oeuvres complètes...,
op. cit., pp. 123-124). La traducción castellana fue extraída de Marco
Tulio Cicerón: op. cit., pp. 148-149.
45 Ibid., I, 42, 117: “Horum enim sententiae omnium, non modo supersti-
tionem tollunt, in qua inest timor inanis Deorum: sed etiam religionem,
quae Deorum cultu pio continetur” (Oeuvres complètes..., op. cit., p.
106). La traducción castellana fue extraída de Marco Tulio Cicerón, op.
cit., p. 95.
46 Ibid., III,15,39 (el destacado es mío): “Nec vero vulgi, atque imperitorum
inscitiam despicere possum, cum ea considero, quae dicuntur a Stoicis.
Sunt enim illa imperitorum. Piscem Syri venerantur: omne fere genus
bestiarum Aegypti consecraverunt. Jam vero in Graecia multos habent ex
hominibus Deos”. III, 16, 40 (el destacado es mío): “Haec igitur indocti.
Quid vos philosophi? qui meliora? Omitto illa: sunt enim preclara. Sit
sane Deus ipse mundus. Hoc credo illud esse... Quare igitur plures
adjungimus Deos? Quanta autem est eorum multitudo? Mihi quidem
sane multi videntur: singular enim stellas numeras Deos...”. III,20,52 (el
destacado es mío): “Jam si est Ceres a gerendo, (ita enim dicebas) terra
ipsa Dea est, et ita habetur... Si terra: mare etiam; quem Neptunum esse
dicebas? Ergo et flumina et fontes... Ergo hoc aut in immensum serpet,
aut nihil horum recipiemus, nec illa infinita ratio superstitionis
probabitur. Nihil ergo horum probandum est. (Oeuvres complètes..., op.
cit., pp. 154 y 157). La traducción castellana fue extraída de Marco
Tulio Cicerón, op. cit., pp. 236-237, 245).
47 Cicerón, De Divinatione, II, 31, 67: “At Lacedaimoniis in Herculis fano
arma sonuerunt, eiusdemque dei Thebis valvae clausae subito se
aperuerunt, eaque scuta, quae fuerant sublime fixa, sunt humi inventa.
Horum cum fieri nihil potuerit sine aliquo motu, quid est, cur divinitus
ea potius quam casu facta esse dicamus?”. II, 32, 68: “Nam quod
eodem tempore stellas aureas Castoris et Pollucis Delphis positas
decidisse, neque eas usquam repertas esse dixisti, -furum id magis
factum quam deorum videtur”. II, 39, 81: “Quid mirum igitur, si in
auspiciis et in omni divinatione imbecilli animi superstitiosa ista
concipiant, verum dispicere non possint?”. II, 40, 83: “...non necesse est
fateri partim horum errore susceptum esse, partim superstitione, multa
fallendo?... Quando enim ista observans quieto et libero animo esse
poteris, ut ad rem gerendam non superstitionem habeas, sed rationem
ducem?” (Cicerón, De la adivinación..., op. cit., pp. 106, 113-114). El
destacado es mío
48 Cicerón, De natura deorum, III, 10, 25: “Sed omnium talium rerum
ratio reddenda est. Quod vos cum facere non potestis, tanquam in aram,
confugitis ad Deum” (Oeuvres complètes..., op. cit., p. 151). La traduc-
ción castellana fue extraída de Marco Tulio Cicerón: op. cit., p. 227.
49 Cicerón, De Divinatione, II, 72, 148: “Nec vero –id enim diligenter
intellegi volo– superstitione tollenda religio tollitur”.
II, 52, 149: “Quam ob rem, ut religio propaganda etiam est, quae est
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.d o .c iuncta cum cognitione naturae, sic superstitionis stirpes omnes eiiciendae” .d o .c
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(Cicerón, De la adivinación..., op. cit., p. 148).
50 Ibid., I, 4, 7: “Nam cum omnibus in rebus temeritas in assentiendo errorque
turpis est, tum in eo loco maxime in quo iudicandum est quantum auspiciis
rebusque divinis religionique tribuamos; est enim periculum, ne aut
neglectis iis impia fraude aut susceptis anili superstitione obligemur”
(Cicerón, De la adivinación..., op. cit., p. 5). La bastardilla es mía.
51 Hechos de los Apóstoles, XVII, 22; XXV, 19.
52 Carta a los Colosenses, II, 21-23: “No tomes, no gustes, no toques. ¿No
son cosas que llegan a destruirse por el uso, conforme a las ordenanzas e
instrucciones de los hombres? Las cuales implican presunción de sabidu-
ría por lo que mira a la falsa piedad, humildad, y abandono del cuerpo;
ni son de mérito alguno, porque sólo tienden al placer de la carne” (La
Santa Biblia...op. cit.).
53 Cfr. Séjourné, P.: Dictionnaire de Théologie Catholique..., op. cit., c.
2765).
54 Lactancio, Divinarum Institutionum libri VII: IV, XXVIII, 16: “Sed cum
veteres quoque deos inueniamus eodem modo consacratos esse post
obitum, superstitiosi ergo qui multos ac falsos deos colunt, nos autem
religiosi, qui uni et vero Deo supplicamus” (Lactance, Institutions
Divines, Livre IV, introducción, texte critique, traduction, notes et index
par Pierre Monat, Paris, Les Éditions du Cerf, 1992, pp. 236-237).
55 De natura deorum, II, 28, 71.
56 Lactancio, op. cit., IV, XXVIII, 6: “Nam si in isdem diis colendis et
superstitio et religio versatur, exigua vel potius nulla distantia est”
(Lactance, Institutions Divines..., op. cit., p. 233).
57 Ibid., IV, XVIII, 11: “Et omnino quid colas interest, non quemadmodum
colas aut quid precere” (Lactance, op. cit., p. 234-235).
58 Cfr. Séjourné, P.: Dictionnaire de Théologie Catholoquie..., op. cit., cc.
2766, 2768-2769, 2809.
59 San Agustín, De doctrina christiana, II, 20, 30: “Superstitiosum est
quidquid institutum est ab hominibus ad facienda et colenda idola
pertinens, vel ad colendam sicuti Deum creaturam partemve ullam
creaturae” (De doctrina christiana, en Obras de San Agustín, edición
bilingüe, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1965, pp. 150-
151).
60 Ibid., II, 20, 30: “vel ad consultationes et pacta quaedam significationum
cum daemonibus placita atque foederatam, qualia sunt molimina
magicarum artium, quae quidem commemorare potius quam docere
assolent poetae. Ex quo genere sunt, sed quasi licentiore vanitate,
aruspicum at augurum libri. Ad hoc genus pertinet omnes etiam ligaturae
atque remedia, quae medicorum quoque disciplina condemnat, sive in
praecantationibus, sive in quibusdam notis quos characteres vocantm,
sive in quibusque rebus suspendendis atque illigandis, vel etiam aptandis
quodammodo, non ad temperationem corporum, sed ad quasdam
significationes aut occultas, aut etiam manifestas; quae mitiore nomine
physica vocant, ut quasi non superstitione implicare, sed natura prodesse
videantur: sicut inaures in summo aurium singularum, aut de struthionum
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.d o .c ossibus ansulae in digitis, aut cum tibi dicitur singultienti ut dextera .d o .c
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manu sinistrum pollicem teneas”. II, 20, 31: “His adiuguntur millia
inanissimarum observationum, si membrum aliquod salierit, si iunctim
ambulantibus amicis lapis, aut canis, aut puer medius intervenerit:
atque illud quod lapidem calcant, tanquam diremptorem amicitiae,
minus molestum est, quam quod inno-centem puerum colapho percutiunt,
si pariter ambulantibus intercurrit... Hinc sunt etiam illa, limen calcare
cum ante domum suam transit; redire ad lectum, si quis dum se calceat
sternutaverit; redire domum, si procedens offenderit; cum vestis a
soricibus roditur, plus tremere suspicione futuri mali, quam praesens
damnum dolere” (De doctrina christiana..., op. cit., pp. 151-153).
61 Entendida como vana apariencia, mentira, opinión engañosa, como algo
irreal, infundado.
62 De doctrina christiana II, XXIX, 45: “Aliud est enim dicere, Tritam istam
herbam si biberis, venter non dolebit; et aliud est dicere, Istam herbam
collo si suspenderis, venter non dolebit. Ibi enim probatur contemperatio
salubris, hic significatio superstitiosa damnatur. Quanquam ubi praecan-
tationes, et invocationes, et characteres non sunt, plerumque dubium est
utrum res quae alligatur, aut quoquo modo adiugintur sanando corpori,
ut naturae valeat, quod libere adhibendum est, an significativa quadam
obligatione proveniat, quod tanto prudentius oportet cavere christianum,
quanto efficacius prodesse videbitur. Sed ubi latet qua causa quid valeat,
quo animo quisque utatur interest, duntaxat in sanandis vel temperandis
corporibus, sive in medicina, sive in agricultura” (De doctrina christiana...,
op. cit., p. 168-169).
63 Ibid., II, 24, 36, p. 159.
64 Ibid., II, 24, 36: “In omnibus ergo istis doctrinis societas daemonum
formidanda atque vitanda est, qui nihil cum principe suo diabolo, nisi
reditum nostrum claudere atque obserare conantur” (p. 159).
65 Cfr.; Daxelmüller, Christoph: Zauberpraktiken, Artemis & Winkler
Verlag, Zürich, 1993 (cito de acuerdo con la edición castellana: Historia
social de la magia, Herder, Barcelona, 1997, pp. 52-53); Bernand,
André: op.cit., prefacio y primera parte.
66 De doctrina christiana II, 25, 37: “Sicut enim, verbi gratia, una figura
litterae X, quae decussatim notatur, aliud apud Graecos, aliud apud
Latinos valet, non natura, sed placito et consensione significandi” (pp.
160-161).
67 Ibid., II, 25, 39 (p. 163).
68 Se refiere a los alfabetos griego y latino.
69 De doctrina christiana, II, 25, 37: “Quae omnia tantum valent, quantum
praesumptione animorum quasi communi quadam lingua cum daemonibus
foederata sunt. Quae tamen plena sunt omnia pestiferae curiositatis
(...). Non enim quia valebant, animadversa sunt; sed animadvertendo
atque signando factum est ut valerent. Et ideo diversis diverse
proveniunt secundum cogitationes et praesumptiones suas. Illi enim
spiritus qui decipere volunt, talia procurant cuique, qualibus eum
irretitum per suspiciones et consensiones eius vident (...). Sicut ergo
hae omnes significationes pro suae cuisque societatis consensione
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.d o .c animos movent, et quia diversa consensio est, diverse movent; nec ideo .d o .c
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consenserunt in eas homines, quia iam valebant ad significationem, sed
ideo valent, quia consenserunt in eas: sic etiam illa signa, quibus
perniciosa daemonum societas comparatur, pro cuiusque observa-
tionibus valent. Quod manifestissime ostendit ritus augurum, qui et
antequam observent, et posteaquam observata signa tenuerint, id agunt
ne videant volatus, aut audiant voces avium; quia nulla ista signa sunt
nisi consensus observantis accedat” (p. 159-160). El destacado del texto
castellano es mío.
70 Cfr. Bethencourt, Francisco: “Un univers saturé de magie: l´Europe
méridionale”, en Muchembled, Robert (dir.): Magie et Sorcellerie en
Europe du Moyen Age à nous jours, Paris, Armand Colin, 1994, p. 172.
71 “Porque aquellos espíritus que sólo quieren engañar, a cada uno le pro-
porcionan las cosas conforme a las sospechas y convenios en que le ven
enredado” (De doctrina christiana, II, 25, 37).
72 De doctrina christiana, II, 23, 35: “Hinc enim fit ut occulto quodam
iudicio divino, cupidi malarum rerum homines tradantur illudendi et
decipiendi pro meritis voluntatum suarum, illudentibus eos atque
decipientibus praevaricatoribus angelis (...). Quibus illusionibus et
deceptionibus evenit, ut istis superstitiosis et perniciosis divinationum
generibus multa praeterita et futura dicantur, nec aliter accidant quam
dicuntur; multaque observantibus secundum observationes suas eveniant,
quibus implicati curiosiores fiant, et sese magis magisque inserant
multiplicibus laqueis perniciosissimi erroris” (p. 156-157).
73 “...se enredan más y más en los infinitos lazos del error más pernicio-
so” (Ibid., p. 157).
74 Cfr. Daxelmüller, Christoph: op. cit., p. 134; Séjourné, P.: Dictionnaire
de Théologie Catholique..., op. cit., cc. 2795, 2797, 2820.
75 Epist., CII, ad Deogratias, q. III, n. 18, P. L., t. XXXIII, col. 377.
76 Si bien el texto hebreo masorético dice: “todos los dioses gentiles son
falsos” (èlilîm), la versión griega de los LXX y la versión latina de La
Vulgata difundieron una traducción diferente del texto: “todos los dioses
gentiles son demonios”. Resulta curioso que una de las más prestigiosas
traducciones castellanas actuales de la Biblia ha vuelto al sentido original
del verso del salmista –“pues nada son todos los dioses de las gentes”–
rechazando la demonización que sustentaba la interpretación de los LXII y
de la Vulgata (Cfr. Moya, Jesús: “Introducción” a Martín del Río, La
magia Demoníaca (libro II de las Disquisiciones Mágicas), Madrid,
Hiperión, 1991, p. 52, n. 27).
77 Cfr. Vauchez, André: “The Laity in the Feudal Church”, en The Laity in
the Middle Ages. Religious beliefs and devotional practices, Notre
Dame and London, University of Notre Dame Press, 1993, p. 39 (edición
francesa original por Les Editions du Cerf, Paris, 1987).
78 Respecto de estos textos y del período alto-medieval pueden verse Flint,
Valerie: The Rise of Magic in Early Medieval Europe, Princeton (NJ),
Princeton University Press, 1991, capítulo 4, pp. 59-84; Schmitt, Jean-
Claude: Historia de la superstición, Barcelona, Crítica, 1992, capítulo 2,
pp. 27-46; Giordano, Oronzo: Religiosidad popular en la Alta Edad
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.d o .c Media, Madrid, Gredos, 1983, passim; Le Goff, Jacques: “Cultura cleri- .d o .c
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cal y tradiciones folklóricas en la civilización merovingia”, en Bergeron,
Louis (ed.), Niveles de cultura y grupos sociales, México, Siglo XXI,
1977 (1967), pp. 20-33.
79 Cfr. Lecouteux, Claude: Au-delà du merveilleux. Des croyances au Moyen
Âge, Paris, Presses de l´Université de Paris-Sorbonne, 1995, p. 61.
80 En algunas ocasiones San Agustín defiende el carácter ilusorio de las
prácticas supersticiosas, en particular en lo referido al célebre fragmento
en el cual la pitonisa de Endor invoca al fallecido profeta Samuel por pe-
dido del rey Saúl (I Sam 28, 8-25). Agustín sostuvo en Ad Simplicianum
que la figura aparecida no podía ser en ningún caso el alma de Samuel,
sino que debía tratarse de una imagen adoptada por el propio demonio, o
bien una ilusión creada por él mismo, siempre con permiso expreso de la
divinidad, airada a causa del comportamiento impío del rey (Cfr. Flint,
Valerie: The rise of magic..., op. cit., pp. 18-19). Saúl había caído presa
de un engaño, de una ilusión del demonio. Pero esta postura del obispo
de Hipona respecto de un tema específico no debe confundirse con la
postura general sostenida por Agustín respecto del fenómeno de la
superstitio. Al negar la posibilidad de la nigromante de invocar efectiva-
mente las almas de los demonios, Agustín tan sólo ponía límites a los
poderes del demonio, que en última instancia no era sino criatura de
Dios, situada a infinita distancia de los atributos divinos. El análisis de
su modelo de superstición permite afirmar que Agustín creía efectiva-
mente en la posibilidad de que, dentro del margen propio de sus poderes,
y contando con el permiso divino, los demonios pudieran producir efec-
tos concretos sobre el mundo material. Creo que Valerie Flint, en un li-
bro reciente, comete un exceso al identificar la postura de Agustín res-
pecto de la nigromante de Endor, con la postura global del Santo respec-
to de la posibilidad de que las prácticas supersticiosas, y en definitiva el
demonio, pudieran producir efectos reales sobre el mundo material (Cfr.
ibid., p. 54-57). Para un ejemplo de las polémicas que este debatido frag-
mento bíblico podía provocar, aún en los siglos modernos, puede verse
Laplanche, François: “Dieu ou diable? Nécromancie et théologie de
Calvin à dom Calmet”, en Les signes de Dieu aux XVIe et XVIIe siècles,
Actes du colloque organisé par le Centre de Recherches sur la Réforme et
la Contre-Réforme, Association des Publications de la Faculté des Lettres et
Sciences Humanines de Clermont-Ferrand, 1993, pp. 57-63.
81 El estudio sobre las diferentes versiones de este texto realizado por Jeffrey
Burton Russell es casi definitivo (Cfr. Witchcraft in the Middle Ages,
Ithaca and London, Cornell University Press, 1972, appendix, pp. 291-
293).
82 Reginonis Prumiensis Abbatis: De ecclesiasticis disciplinis et religione
christiana, II. CCCLXIV, en Migne, PL 132, 352.
83 Sancti Pirmini Aabbati: De Singulis Libris Canonicis Scarapsus, en
Migne, PL 89, 1041.
84 Cfr. Peters, Edward: The Magician, the Witch and the Law, Philadelphia
(Pa), University of Pennsylvania Press, 1978, pp. 74 y 148.
85 Santo Tomás de Aquino, Summa Theologica, 2-2 p. 92, a.1: “Primum
autem horum pertinet ad superstitionem; secundum ad irreligiositatem”
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.d o .c (Suma Teológica de Santo Tomás de Aquino, texto latino de la edición .d o .c
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crítica Leonina, traducción y anotaciones por una comisión de Padres
Dominicos, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1947, p. 222).
86 Ibid.: “...virtus moralis in medio consistit. Et ideo duplex vitium
virtuti morali opponitur: unum quidem secundum excessum; aliud
autem secundum defectum (...). Sic igitur superstitio est vitium religioni
oppositum secundum excessum, non quia plus exhibeant in cultum
divinum quam vera religio: sed quia exhibet cultum divinum vel cui
non debet, vel eo modo quo non debet” (p. 224).
87 Cfr. Daxelmüller, Christoph: op. cit., p. 132; Séjourné, P.: Dictionnaire
de Théologie Catholique..., op. cit., cc. 2766.
88 Toda la clasificación tomista de las superstitiones se desarrolla en el ar-
tículo 2 de la quaestio 92 de la célebre secunda secundae: “Utrum sint
diversae superstitionis species” (Santo Tomas de Aquino, op. cit., pp.
225-227).
89 Cfr. Flores Arroyuelo, Francisco: El diablo en España, Madrid, Alianza,
1985, p. 60.
90 Isaías, XXVIII, 15: “Decís vosotros: Hemos firmado una alianza con la
muerte, con el Seol hemos hecho un pacto” (La Santa Biblia, traducida
de los textos originales..., op. cit.).
91 Mt, IV, 9: “y le dijo: Te daré todo esto, si postrándote me adoras” (Ibid.).
92 Cfr. Russell, Jeffrey Burton: Lucifer. The Devil in the Middle Ages,
Ithaca and London, Cornell University Press, 1992 (1984), pp. 80-84;
Butler, E. M.: El mito del mago, Cambridge University Press, 1997, pp.
126-130 (edición inglesa original 1948); Cardini, Franco: op. cit., p.
180.
93 La expresión literaria más famosa de la leyenda de Teófilo de Adana fue el
misterio dramático de Rutebeuf, en el siglo XIII (Cfr. Dahan, G: “Salatin,
du miracle de Théophile de Rutebeuf”, Le Moyen Age, LXXXIII, 1977,
pp. 445-468).
94 Isidoro de Sevilla, Etymologiae, 8, IX, 31.
95 Cfr. Thorndike, Lynn: A History of Magic and Experimental Science
during the first thirteen centuries of our era, New York, The MacMillan
Company, 1923, vol. 1, p. 631.
96 Cfr. Russell, Jeffrey Burton: Witchcraft..., op. cit., p. 57.
97 Decreti, secunda pars, causa XXVI, quest.II, c.VI: “Illud, quod est
secundum institutiones hominum, partim supersticiosum est, partim non est
supersticiosum. Supersticiosum est quidquid institutum est ab hominibus ad
facienda ydola et colenda pertinens, uel ad colendam sicut Deum
creaturam (...) uel ad consultationes et pacta quedam significationum cum
demonibus placita atque federata...” (Corpus Iuris Canonici, Graz,
Akademische Druck- U.Verlagsanstalt, 1959, cc. 1021-1022).
98 San Alberto Magno, Comentario a las Sentencias, sobre el liber II,
dist.VII, art X (citado por Daxelmüller, Christoph: op. cit., p. 131).
99 Santo Tomás de Aquino, Summa Theologica, 2-2 q. 95, a. 2: “Vana
autem inquisitio futurum est quando aliquis futurum praenoscere tentat
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.d o .c unde praenosci non potest” (Suma Teológica de Santo Tomás de .d o .c
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Aquino... p. 255).
100 Ibid.: “Omnis autem divinatio ex operatione daemonum provenit: vel
quia expresso daemones invocantur ad futura manifestanda; vel quia
daemones se ingerunt vanis inquisitionibus futurorum, ut mentes
hominum implicent vanitate” (p. 255).
101 San Agustín, De doctrina christiana, II, 29, 45: “Sed ubi latet qua cau-
sa quid valeat, quo animo quisque utatur interest...” (op. cit., p. 169).
102 Santo Tomás de Aquino, Summa Theologica, 2-2 q. 95, a. 3: “Multo
enim gravius est daemones invocare quam aliqua facere quibus dignum
sit ut se daemones ingerant” (p. 260).
103 Ibid., 2-2 q. 95, a. 3: “omnis divinatio utitur ad praecognitionem futuri
eventus aliquo daemonum consilio et auxilio. Quod quidem vel expresse
imploratur: vel praeter petitionem hominis, se occulte daemon ingerit
ad praenuntiandum quaedam futura quae hominibus sunt ignota, eis
autem cognita...” (p. 257).
104 Cfr. Peters, Edward: op. cit., p. 145.
105 Cfr. Monter, William: Witchcraft in France and Switzerland. The Bor-
derlands during the Reformation, Ithaca and London, Cornell Univer-
sity Press, 1976, capítulo 1, pp. 17-41; Behringer, Wolfgang: Witchcraft
persecutions in Bavaria. Popular magic, religious zealotry and reason
of state in early modern Europe, Cambridge University Press, 1997, pp.
65-78; Russell, Jeffrey Burton: Witchcraft..., op. cit., capítulos 8 y 9.
106 Azpilcueta, Martín de: Manval de confessores y penitentes, que clara y
breuemente contiene la vniuersal, y particular decision de casi todas las
dudas, que en las confessiones suelen ocorrer de los pecados, absolucio-
nes, restituciones, censuras, & irregularidades, Çaragoça, 1555, p. 49.
107 Del Río, Martín: Disquisitionum magicarum libri sex, tomus primus,
Lovanii, 1599, libri II, quaestio IV, p. 109.
108 Ibid., pp. 114-115.
109 Castañega, Fray Martín de: Tratado de las supersticiones y hechicerías,
edición con estudio preliminar y notas por Fabián Campagne, Colección
de libros raros, olvidados y curiosos, Buenos Aires, Facultad de Filosofía
y Letras, Universidad de Buenos Aires, 1997, pp. 161 (El destacado es
mío).
110 Este tratado de Francisco Suárez constituye, junto con las obras de San
Agustín y Santo Tomás analizadas en las páginas anteriores, los aportes
más importantes al tema de la superstitio realizados en 1500 años de
pensamiento cristiano. De hecho, estos tres autores constituyen la base
del artículo “Superstition” del Dictionnaire de Théologie Catholique
(op. cit.); he consultado la edición de 1941.
111 Suárez S. J., Francisco: “De religione”, en Opera Omnia, Paris, 1859,
tomus decimus tertius, p. 467.
112 Ibid., pp. 503-504.
113 Ibid., pp. 513.
114 Ibid., p. 468.
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115 Sigo el razonamiento que Francisco Suárez realiza en el capítulo II: Ibid.,.d o .c
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pp. 473-480.
116 Séjourné, P.: Dictionnaire de Théologie Catholique..., op. cit., c. 2771.
117 La interpretación de la teología actual al respecto puede verse en Ibid.,
cc. 2771-2788.
118 Suárez S. J., op. cit., p. 468.
119 Ibid., pp. 499 y 559.
120 Para lo que sigue ver Bossy, John: “Moral Arithmetic: Seven Sins into Ten
Commandments”, in Leites, Edmund (ed.): Conscience and Casuistry in
Early Modern Europe, Cambridge University Press, 1988, pp. 215-230.
121 Ex., 20, 3-6.
122 Evangelio según san Lucas 10, 25-27.
123 Algunas críticas a la interpretación de Bossy pueden verse en Cervantes,
Fernando: The Devil in the New World. The Impact of Diabolism in New
Spain, New Haven and London, Yale University Press, 1994, pp. 20 y ss.
124 Martín, José-Luis y Linage Conde, Antonio: Religión y sociedad medie-
val. El Catecismo de Pedro de Cuéllar (1325), Salamanca, Junta de
Castilla y León, 1987, pp. 173-174.
125 Ciruelo, Pedro: Reprobación de las supersticiones y hechizerias. Libro
muy util y necessario a todos los buenos christianos, Medina del Cam-
po, 1551, fol. Vr.
126 Ibid., fol. Vv.
127 Ibid., fol. XIIr.
128 Eimeric, Nicolau–Peña, Francisco: El manual de los inquisidores, intro-
ducción, traducción del latín al francés, y notas de Luis Sala-Molins,
Barcelona, Muchnik, 1983, pp. 82-83.
129 Ibid., p. 80.
130 Chenu, M. D.: “Ortodoxia y herejía. El punto de vista del teólogo”, en Le
Goff, Jacques (comp.), Herejías y sociedades en la Europa preindustrial,
siglos XI-XVIII, Madrid, Siglo XXI, 1987 (1962), p. 2.
131 Cfr. Lea, Henry Charles: Historia de la Inquisición española, Madrid,
1983, tomo III, p. 574.
132 Cfr. Cirac Estopiñan, Sebastián: Los procesos de hechicerías en la In-
quisición de Castilla la Nueva (Tribunales de Toledo y Cuenca), Ma-
drid, CSIC, 1942, passim.; Caro Baroja, Julio: Vidas Mágicas e Inquisi-
ción, Madrid, Istmo, 1992 (1967), v. II, capítulos XII, XIII, XVI;
Contreras, Jaime: El Santo Oficio de la Inquisición de Galicia (poder,
sociedad y cultura), Madrid, Akal, 1982, pp. 685 y ss; Cordente Marti-
nez, Heliodoro: Brujería y hechicería en el obispado de Cuenca, Cuen-
ca, Diputación Provincial, 1990, capítulos 8-10; Dedieu, Jean-Pierre:
L’administration de la foi. L´Inquisition de Tolède (XVIe-XVIIIe
siècle), Madrid, Casa de Velázquez, 1989, pp. 317-320; Sánchez Orte-
ga, María Helena: La mujer y la sexualidad en el Antiguo Régimen. La
perspectiva inquisitorial, Madrid, Akal, 1992, pp. 132-152; Prohens
Perelló, Bartomeu: Caterina Floreta. Una bruixa del segle XVII, Palma
(Mallorca), Lleonard Muntaner, 1995, passim.
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133 Cfr. Sallmann, Jean-Michel: Chercheurs de trésors et jeteuses de sorts. La .d o .c
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quête du surnaturel à Naples au XVIe siècle, Paris, Aubier, 1986, p. 195.
134 Los extraños y célebres ejemplos de los benandanti friulanos, los táltosok
húngaros, las donne di fuori sicilianas, los caballeros de la noche bávaros,
aparentes supervivencias de inmemoriales prácticas chamánicas pre-indo-
europeas, no son sino excepciones a la regla. La propia sorpresa de los
inquisidores revela la distancia que los separaba de sus colegas de sete-
cientos años antes. Éstos últimos no hubieran manifestado desconcierto:
convivían cotidianamente con prácticas similares (Cfr. Ginzburg, Carlo, I
Benandanti. Stregoneria e culti agrari tra cinquecento e seicento, Turin,
Einaudi, 1966; Henningsen, Gustav, “The Ladies from Outside: An Archaic
Pattern of the Witches´ Sabbath”, en Ankarloo, Bengt and Henningesen,
Gustav (eds.): Early European Witchcraft. Centres and Peripheries,
Oxford, Clarendon Press, 1993, pp. 195-202; Klaniczay, Gabor:
“Shamanistic Elements in Central European Witchcraft”, en The Uses of
Supernatural Power : The Transformation of Popular Religions in Medie-
val and Early-Modern Europe, Princeton (NJ), Princeton University Press,
1990., pp. 129-150; Lecoutex, Claude, Fées, Sorcières et Loups-garous au
Moyen Age. Histoire du Double, Paris, Imago, 1992, p. 17; Behringer,
Wolfgang, Shaman of Oberstdorf : Conrad Stoeckhlin and the Phantoms
of the Night, Charlottesville, University Press of Virginia, 1998, pp. 92-93;
Pocs, Eva: Between the Living and the Dead : A Perspective on Witches
and Seers in the Early Modern Age, Budapest, Central European Univer-
sity Press, 1999, capítulo 7, pp. 121-164.
135 San Agustín: De doctrina christiana, II, 29, 45: “Aliud est enim dicere,
Tritam istam herbam si biberis, venter non dolebit; et aliud es dicere,
Istam herbam collo si suspenderis, venter non dolebit” (op. cit., p. 168).
136 Santo Tomás de Aquino: Summa Theologica 2-2 q. 96 a.2: “si simpliciter
adhibeantur res naturales ad aliquos effectus producendos ad quos
putantur naturalem habere virtutem, non est superstitiosum neque
illicitum. Si vero adiungantur vel characteres aliqui, vel aliqua nominam
vel aliae quaecumque variae observationes, quae manifestum est
naturaliter efficaciam non habere, erit superstitiosusm et illicitum” (op.
cit., p. 284).
137 Cfr. Ward, Benedicta: Miracles and the Medieval Mind, Philadelphia,
University of Pennsylvania Press, 1987, p. 3-4.
138 Cfr. San Agustín, De Civitate Dei, XXI, 8, 2, en Obras de San Agustín,
edición bilingüe preparada por el Padre José Morán, Madrid, Biblioteca
de Autores Cristianos, 1965, v. XVII, p. 633.
139 Cfr. Daston, Lorraine and Park, Katharine: Wonders and the Order of
Nature, 1150-1750, New York, Zone Books, 1998, capítulo III, pp. 109-134.
140 San Anselmo de Canterbury: De conceptu virginali et de originali
peccato, capitulo XI, en L´ouvre d´Anselme de Cantorbéry, sous la
direction de Michel Corbin, Paris, Les Éditions du Cerf, 1990, tome IV,
p. 162-165.
141 Cfr. Ciruelo, Pedro: op. cit., fol.XIIr.
142 Cfr. Suárez, Francisco: De Angelis, liber II, cap. XXIX, en R. P. Francisci
Suárez, Opera Omnia, Paris, 1856, tomo secundus, p. 281; Del Río,
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.d o .c Martín: Disquisitionum magicarum, libri I, cap. IIII, q. III, en op. cit.,.d o .c
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tomo I, pp. 52-53.
143 Lo que no quita que nunca la aplicación práctica de esta regla dejara de
ser extremadamente compleja y ambigua, como veremos en el capítulo IV.
144 Ciruelo, Pedro: op. cit., fol. Xv.
145 Vitoria, Francisco de: De magia, 1ª. parte, q. 3, n. 7, en Obras de Fran-
cisco de Vitoria. Relecciones Teológicas, edición crítica del texto latino,
versión española e introducción por Teófilo Urdanoz, Madrid, Biblioteca
de Autores Cristianos, 1960, p. 1241.
146 Ibid., 1ª parte, q. 3, n. 9 (p. 1244).
147 Ibid., 1ª parte, q. 4, n. 10 (p. 1246).
148 Ibid., 1ª parte, q. 4, n. 14 (p. 1255).
149 Ibid., 1ª parte, q. 4. n. 16 (p. 1257).
150 Del Río, Martín: Disquisitionum magicarum, libri II, q. 5 (en op. cit.,
tomus primus, p. 115).
151 Del Río reconoce que con frecuencia los sabios ignoran las causas de los
fenómenos, pues a menudo se nos escapan las fuerzas de los objetos na-
turales. En otros casos, no se ponen de acuerdo sobre si tal fenomeno es
naturalmente posible o no (cfr. Ibid., p. 115).
152 Ibid., p. 116.
153 Ibid., p. 116.
154 Ibid., p. 117.
155 Ibid., p. 117.
156 Blasco Lanuza, Fray Francisco de: Patrocinio de angeles y combate de de-
monios (...). Es una ilustración de los beneficios que hazen los Angeles de
la Guarda a los hombres. Y también de las astucias, y impugnaciones de
los demonios, Real Monasterio de San Juan de la Pela, 1652, pp. 534-535.
157 Ibid., p. 535.
158 Thomas, Keith: Religion and the decline of magic, London, Penguin,
1991 (1971), p. 55; Eamon, William: Science and the Secrets of Nature.
Books of Secrets in Medieval and Early Modern Culture, Princeton
(NJ), Princeton University Press, 1994, p. 205.
159 Citado por Belmont, Nicole: “Superstition et religion populaire dans les
sociétés occidentales”, en La fonction symbolique. Essais d´anthropologie,
réunis par Izard, Michel et Smith, Pierre, Paris, Gallimard, 1979, p. 59.
160 Constituciones Sinodales del Arzobispado de Zaragoza, Zaragoza, 1698,
libro III, título XII, p. 470 (las bastardillas son mías) (Citado por Tausiet,
María: Un proceso de brujería abierto en 1591 por al Arzobispo de Za-
ragoza –contra Catalina García, vecina de Pesarosa–, Zaragoza, Insti-
tuto Fernando el Católico –CSIC–, 1988, p. 14). El destacado es mío.
161 He trabajado la edición crítica publicada por Cuenca Muñoz, Paloma: El
Tractado de la Divinança de Lope de Barrientos. La magia medieval en
la visión de un obispo de Cuenca, Excmo. Ayuntamiento de Cuenca,
1994. El Tractado de la divinança conforma una tríada de obras, junto
con el Tractado de Caso y Fortuna y el Tractado del dormir et desper-
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.d o .c tar, et del soñar dedicadas por el obispo Barrientos a la reprobación de .d o .c
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supersticiones.
162 Ibid., p. 151.
163 A pesar de su brevedad y del carácter periférico del ámbito en el cual fue
producido, la obra de Arlés es citada en la gran summa de Martín del
Río, las Disquisitionum Magicarum.
164 Arlés, Martín de: Tractatus exquisitissimus de superstitionibus, Lugduni,
1510, fol. IXv. En la portada del libro se incluye un segundo título lige-
ramente diferente: Tractatus per celebris et ad maleficia superstitiones
tollendas oppido quam necessarius.
165 Ibid., fol. Xr.
166 Ibid., fol. Iiv.
167 Castro, Alfonso de: De iusta haereticorum punitione, Salamanca, 1547,
fol. 40v, 2ª c.
168 Ibid., fol. 40v, 2ª c.
169 Ibid., fol. 41r, 1ª c.
170 Ibid., fol. 41r, 2ª c.
171 Ibid., fol. 41v, 1ª c.
172 Marc Bloch le dedica al tema uno de los clásicos de la historiografía del
siglo XX: Los reyes taumaturgos, México, FCE, 1988, (1924).
173 Castañega, Fray Martín de: op. cit., pp. 107-108 (El destacado es mío).
174 Ibid., p.109.
175 Cfr. Walker, D. P.: Spiritual and demonic magic from Ficino to Campa-
nella, London, The Warburg Institute, University of London, 1958, capí-
tulos II y V; Yates, Frances: Giordano Bruno y la tradición hermética,
Barcelona, Ariel, 1983 (1964), capítulos I a IV; Granada, Miguel: Cos-
mología, religión y política en el Renacimiento. Ficino, Savonarola,
Pomponazzi, Maquiavelo, Barcelona, Anthropos, 1988, pp. 104-120;
157-189.
176 Pererii, Benedicti: Adversus fallaces et superstitiosas artes, id est, de
magia, de observatione somniorum, et de divinatione astrologica,
Lugduni, 1603, p. 52 (El destacado es mío).
177 Ibid., p. 53.
178 Torreblanca Villalpando, Francisco: Epitomes Delictorum in quibus
aperta, vel oculta invocatio daemonis interuenit Libri IIII, Sevilla, 1618,
fol. 68r. (El destacado de las palabras castellanas es del autor; el destaca-
do de las palabras latinas es mío).
179 Navarro, Gaspar: Tribvnal de Superstición Ladina. Explorador del sa-
ber, astucia, y poder del Demonio; en que se condena lo que suele co-
rrer por bueno en Hechizos, Agueros (...) y semejantes acciones vulga-
res, Huesca, 1631, fol. 84r.
180 Ibid., fol. 84v
181 Ibid., fol. 85r
182 Tobías, 6, 1-9; 11, 10-16,
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183 Nieremberg, Juan Eusebio: Curiosa Filosofia y Tesoro de las Maravillas .d o .c
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de la Naturaleza, en Obras Completas, Sevilla, 1686, f. 279v, 1ªc.
184 Ibid., fol. 279v, 2ªc.
185 Ibid., fol. 280r. 1ª c.
186 Ibid., fol. 280r, 2ªc.
187 Sobre la irrupción de la creencia en vampiros en el siglo XVIII véase
Klaniczay, Gabor: “The decline of witches and the Rise of Vampires
under the Eighteenth-Century Habsburg Monarchy”, en op. cit., pp. 168-
188; Lecouteux, Claude: Histoire des Vampires. Autopsie d´un mythe,
Paris, Imago, 1999, capítulos III y V; Senn, Harry A.: Were-wolf and
Vampire in Romania, East European Monographs, New York, Columbia
University Press, 1982, capítulos 1, 4-5.
188 Feijoo y Montenegro, Fr. Benito Geronymo: Cartas eruditas y curiosas,
en que por la mayor parte, se continúa el designio del Theatro Critico
Universal, impugnando, o reduciendo a dudosas, varias opiniones co-
munes, Madrid, 1774, t. IV, carta XX, p. 281.
189 Ibid., p. 282.
190 Ibid., 282.
191 Feijoo, “Astrología judiciaria y almanaques”, en Teatro Crítico Univer-
sal, Madrid, Espasa Calpe, 1958, v.III, p. 193. El destacado es mío.
192 Cfr. Séjourné, P.: Dictionnaire de Théologie Catholique..., op. cit., c.
2769.
193 Sigo en lo sucesivo a Ibid., cc. 2767-2770.
194 Ibid., c. 2821.
195 Ibid., c. 2822.
196 Cfr. Burke, Peter: “El descubrimiento de lo popular”, en Samuel,
Raphael (ed.), Historia popular y teoría socialista, México, Crítica,
1984, pp. 78-92; Bollème, Geneviève: “De la popularidad al pueblo”, en
El pueblo por escrito. Significados culturales de lo popular, México,
Grijalbo, 1990, pp. 27-52.
197 Cfr. Tambiah, Stanley Jeyaraja: Magic, science, religion, and the scope
of rationality, Cambridge University Press, 1996 (1990), cap. 1 (pp. 1-
15) y 5 (pp. 84-110). Este último capítulo se dedica especialmente a la
noción de mentalidad primitiva de Lucien Lévy-Bruhl.
198 Esta es la hipótesis del antropólogo e historiador de la medicina catalán
Josep Comelles: “Da superstizione a medicina popolare. La transizione
de un concetto religioso a un concetto medico”, Rivista della Società ita-
liana di antropologia medica, n. 1-2, ottobre 1996, pp. 57-87. Para una
visión ligeramente diferente puede verse Davis, Natalie Zemon: “Sabidu-
ría proverbial y errores populares”, en Sociedad y cultura en la Francia
Moderna, Barcelona, Crítica, 1993 (1984), pp. 225-264.
199 Glucklich, Ariel: The end of Magic, New York-Oxford, Oxford University
Press, 1997, p. 71.
200 Wundt, W.: Hypnotismus und Suggestion, 1893, p. 6 (citado por De
Martino, Ernesto: Le monde magique. Parapsychologie, ethnologie et
histoire, Verviers (Belgique), Marabout Universitè, 1971, p. 59. La tra-
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.d o .c ducción castellana es mía). La edición italiana original fue publicada en .d o .c
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Turín por Editore Boringhieri, en 1967.
201 Cfr. Schmitt, Jean-Claude: op. cit., pp. 13-14; Boureau, Alain: “La
guerre des récits: la crémation du Talmud (1240-1242)”, en L´événement
sans fin. Récit et christianisme au Moyen Age, Paris, Les Belles Lettres,
1993, p. 241.
202 Cfr. Po-Chia Hsia, Robert: Social discipline in the Reformation. Central
Europe 1550-1750, London and New York, Routledge, 1992, p. 27.
203 Cfr. Flint, Valerie J.: op. cit., p. 83, n. 71.
204 Cfr. Po-Chia Hsia: op. cit., p. 152.
205 Cfr. Peters, Edward: op. cit., p. 164; Baxter, Christopher: “Johann
Weyer´s De Praestigiis Daemonum: Unsystematic Psychopathology”, en
Anglo, Sidney (ed.), The damned art: essays in the literature of witchcraft,
London, Routledge and Kegan Paul, 1977, pp. 53-75.
206 Bloch, Marc: op. cit., pp. 353 y ss.
207 Castañega, Fray Martín de: op. cit., p.49.
208 Vitoria, Francisco de: op. cit., p. 1247.
209 Iofreu, Pedro: “Prologo Primero”, en Ciruelo, Pedro: Tratado en el qval
se reprvevan todas las supersticiones y hechizerias, Barcelona, 1628,
párrafo 15.
210 Ibid., párrafo 19.
211 Torreblanca Villalpando, Francisco: op. cit., fol. 157v.
212 Del Río, Martín: op. cit., tomus primus, p. 39.
213 Noydens, Benito Remigio: Practica de Exorcistas y Ministros de la Iglesia.
En que con mucha erudicion, y singular claridad, se trata de la instrucción
de los Exorcismos para lançar y ahuyentar los demonios, y curar espiri-
tualmente todo genero de maleficio, y hechizos, Barcelona, 1688, p. 18.
214 Voltaire, Dictionaire Philosophique, en Ouvres complètes de Voltaire,
tome huitième, Paris, 1853, p. 241.
215 “Les historiens ont souligné depuis longtemps déjà le passage du
singulier au pluriel dans l’emploi ordinaire de ce mot [superstition]
pendant cette période: les gens d´Englise, corporation à laquelle il
appartient à l’origine, parlent de plus en plus des superstitions, et non
de superstition. Toutefois, il faut aussi relever que lorsque la notion est
utilisée pour attaquer le christianisme, c’est de nouveau au singulier
qu’on la retrouve” [Dompnier, Bernard: “Les hommes d’Église et la
superstition entre XVIIe et XVIIIe siècles”, dans Dompnier, Bernard
(ed.), La Superstition à l’âge des Lumières, Paris, Honoré Champion
Éditeur, 1998, p. 13].
216 Cfr. Spinoza, Baruch: Tratado teológico-político, traducción, notas, intro-
ducción e índices por Atilano Domínguez, Madrid, Alianza, 1986, p. 64.
217 Ibid., p. 67.
218 Ibid., p. 383.
219 Ibid., pp. 287-288.
220 Ibid., p. 65.
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221 Cfr. Froeschlé-Chopard, Marie-Hélène: “Religion”, en Ferrone, Vincenzo .d o .c
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y Roche, Daniel (eds.), Diccionario histórico de la Ilustración, Madrid,
Alianza, 1998, p. 199.
222 Voltaire: op. cit., tome huitième, p. 238.
223 Ibid., p. 236.
224 Ibid., p. 240.
225 Ibid., p. 241.
226 Ibid., p. 240.
227 Ibid., p. 239.
228 Caben pocas dudas que muchos artículos de l´Encyclopedie autorizan a
aplicar plenamente los criterios que según David Wooton permitirían enca-
rar una lectura entre líneas (cfr. Wooton, David: “New Histories of
Atheism”, en Hunter, Michael and Wooton, David (eds.): Atheism from the
Reformation to the Enlightment, Oxford, Clarendon Press, 1992, p. 36).
229 Una interpretación, en algunos aspectos discutibles, sobre el tratamiento
que de estos temas hace la Enciclopedia, puede verse en Goulemont, Jean-
Marie: “Démons, merveilles et philosophie a l´age classique”, Annales. É.
S. C., 35e année, 6, novembre-décembre 1980, pp. 1223-1250.
230 Encyclopedie ou Dictionnaire raisonné des sciences, des arts et des
métiers, tome douzième, Neufchastel, 1766, artículo “Superstitions”.
231 Cfr. Yates, Frances: La Filosofía Oculta en la Época Isabelina, México,
FCE, 1982, cap. V, pp. 70-89; Walker, D. P.: op. cit., pp. 90-96.
232 Encyclopedie ou Dictionnaire raisonné des sciences..., op.cit., tome
neuvième, 1765, artículo “Magie”.
233 Hume, David: Enquiries concerning the human understanding and
concerning the principles of morals, Oxford, Clarendon Press, 1970, pp.
109.
234 Ibid., p. 110.
235 Ibid., p. 131.
236 Cfr. Hume, David: Historia Natural de la Religión, Buenos Aires,
Eudeba, 1966, pp. 96-97 (Traducción basada en la edición de H. E. Root
de The Natural History of Religion, London, Adam and Chrales Black,
1956).
237 Ibid., p. 98.
238 Ibid., pp. 74-75.
239 Ibid., p. 76.
240 Ibid., p. 94.
241 Ibid., p. 77.
242 Cfr. Comte, Auguste: Discurso sobre el espíritu positivo, traducción de
Consuelo Bergés, Madrid, Sarpe, 1984, p. 66.
243 Ibid., p. 70.
244 Cfr. Perol, Lucette: “La notion de superstition de Furetière au Dictionnaire
de Trévoux et à l´Encyclopédie”, dans Dompnier, Bernard (ed.): op. cit.,
pp. 67-92; Ehrard, Jean: “Montesquieu et la superstition”, ibid., pp. 139-
152; Delinière, Jean: “Aufklärung et sorcellerie”, ibid., pp. 123-138.
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245 Cfr. Whelan, Ruth: The Anatomy of superstition: a study of the historical.d o .c
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theory and practice of Pierre Bayle, Oxford, Voltaire Foundation Ltd.-
University of Oxford, 1989; Mc Kenna, Antony: “Pierre Bayle et la
superstition”, dans Dompnier, Bernard (ed.), op. cit., pp. 48-66; Sutton,
Geoffrey: Science for a polite society. Gender, culture, and the demons-
tration of Enlightment, Boulder (Colorado), Westview Press, 1995, capí-
tulos 5-7; Hazard, Paul: La crisis de la consciencia europea (1680-
1715), Madrid, Alianza, 1988 (edición original por Fayard en 1961), se-
gunda parte, capítulo 2.
246 Cfr. Tambiah, Stanley Jeyaraja: op. cit., p. 43; De Martino, Ernesto: op.
cit., pp. 199-201.
247 Frazer, Sir James: La rama dorada. Magia y religión, México, FCE,
1992 (1922 para la edición abreviada en un tomo), pp. 85-86.
248 Hubert, Henri et Mauss, Marcel: “Esquisse d´une théorie générale de la
magie”, L´année sociologique, septième année (1902-1903), Paris, 1904,
pp. 3, 18, 119-120.
249 Ibid., p. 138.
250 Cfr. Thomas, Keith: op. cit., pp. 36 y ss.
251 Cfr. Geertz, Hildred: “An Anthropology of Religion and Magic”, Journal
of Interdisciplinary History, v. 6, 1, summer 1975, pp. 71-89.
252 Cfr. Pérez Álvarez, Marino (comp.): La superstición en la ciudad, Ma-
drid, Siglo XXI, 1993, pp. XVI-XVIII, XX, 147, 149, 153, 155, 157,
160.
253 Ibid., p. 153.
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Capítulo II c u -tr a c k

Pensar la superstición

1. El mágico poder de las palabras


La superstición ha sido uno de los principios de clasificación
más utilizados a lo largo de la cultura occidental, un remanido
lugar común que sirve para clasificar1. Todo aquello que nos
permite distinguir las cosas que otros confunden, operar un jui-
cio crítico que separa, conforma principios básicos de jerarqui-
zación2. De hecho, las culturas no son sino máquinas de clasifi-
car. Para ello construyen formas culturales, cuyo objetivo es
discriminar individuos, colectivos, prácticas, creencias, conduc-
tas. La red lógica de oposiciones binarias, que el estructuralis-
mo levistraussiano veía como base inconsciente de todas las
formas culturales, no son sino combinaciones de modos racio-
nales de clasificación3. Los antropólogos han descubierto, estu-
diando sociedades segmentarias, que todo aquello que no puede
clasificarse claramente según criterios tradicionales, todo aque-
llo que cae dentro del espacio existente entre los límites clasifi-
catorios, es considerado por regla casi general como contami-
nante, como peligroso4. Para asegurarse su unidad y construir su
propia historia, el poder dominante en las sociedades jerarquiza-
das también trabaja mejor diferenciando y clasificando prácti-
cas5. Estas formas implican necesariamente una esfera exterior a
la propia subjetividad: los conceptos discriminantes nos clasifi-
can socialmente desbordando nuestra voluntad. No resulta habi-
tual que un individuo, en el ejercicio libre de su albedrío, cali-
fique sus propias prácticas como supersticiones; tampoco, que
se autocalifique espontáneamente como delincuente, pecador,
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c u -tr a c kpsicótico o deshonrado. Estos conceptos nodales –superstición,. d o c u - t r a c k . c
delito, pecado, deshonor, patología–, se imbrican así en el ori-
gen mismo del ejercicio de la dominación política e ideológica
en el occidente cristiano. La afirmación de que ciertos actos
conforman una acción legalmente punible6, de que ciertas prác-
ticas atentan contra la voluntad de la divinidad7, de que ciertas
conductas deben catalogarse como anormalidades patológicas8,
de que determinadas acciones han afectado ese capital simbóli-
co que los individuos denominan honra9, implican necesaria-
mente la existencia de posiciones de poder, entendidas éstas en
sus manifestaciones más extremas y visibles: los estados, las
iglesias, las universidades, las codificaciones legales, las comu-
nidades científicas. La verdad consistiría entonces en la volun-
tad de ordenar los fenómenos en categorías determinadas10.
Desde esta perspectiva, la verdad no es el conjunto de cosas
verdaderas que hay que descubrir o hacer aceptar, sino el con-
junto de reglas según las cuales se discrimina lo verdadero de lo
falso y se ligan a lo verdadero efectos políticos de poder11.
No existen supersticiones hasta que alguien utiliza el térmi-
no para denotar prácticas y creencias de otros. Las palabras con-
forman el material primordial de estas formas culturales discri-
minantes; los discursos constituyen su espacio natural. La pala-
bra es el fenómeno ideológico por excelencia. El poder ideoló-
gico no es sólo cuestión de significado, sino de otorgar una uti-
lidad de poder a ese significado; la ideología no es tanto un con-
junto particular de discursos, cuanto un conjunto particular de
efectos en el seno de los discursos12. El orden del discurso, en el
que habitan las palabras, resulta así dotado de eficacia: instaura
divisiones y dominaciones, es el instrumento de la violencia sim-
bólica, y por su fuerza hace ser lo que designa13. Cuando se tra-
ta del mundo social, decir con autoridad es también hacer, es con-
tribuir a existir. El decir, y particularmente el decir discursivo, se
expone a hacer existir en la realidad las clases lógicas construi-
das para dar razón de la distribución de las prácticas; en primer
lugar en el cerebro de los agentes, bajo formas de categorías de
percepción, de principios, de visión y división. Las palabras ha-
cen las cosas14. El poder de nominación, que al nombrar hace
existir, es una de las manifestaciones más típicas del poder sim-
bólico, por el cual los agentes sociales luchan15.
Resulta ingenuo suponer que este poder se halla repartido
igualitariamente en el mundo social. La clasificación social es
más que una transacción objetiva entre participantes en igualdad
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c u -tr a c kde condiciones; es una nominación que supone una distancia in-. d o c u - t r a c k . c
franqueable entre aquél que tiene el poder de nombrar, y el que
es nombrado16. La historia de la palabra superstición como ins-
trumento de la violencia simbólica enseña mucho al respecto. La
aparición de personas encargadas de decir cómo hay que ver el
mundo ha sido una constante de las comunidades humanas orga-
nizadas –desde el momento en que la división del trabajo desbor-
dó los límites de las primitivas bandas de cazadores-recolectores–.
Estos individuos, grupos, instituciones, son profesionales de una
forma de acción mágica, que por medio de palabras hacen ver y
creer, obteniendo efectos completamente reales, promoviendo
acciones17. Han luchado, y en muchas ocasiones triunfado, en el
combate por la imposición de los principios de visión y de divi-
sión, en el combate por el ejercicio legítimo del efecto de teoría18.
Que la superstición haya adquirido carácter de lugar común re-
vela los alcances posibles de estos triunfos perdurables. Revela
también la insanable desigualdad en la distribución del poder
social de nominación, en la distribución del efecto de teoría.
El discurso antisupersticioso de los teólogos cristianos, el
mágico poder de sus palabras, no sólo crea la cosa-superstición:
crea el sujeto-supersticioso, y lo convierte en objeto de análisis
y reflexión. El poder creador del discurso agustiniano dio vida a
un homo superstitiosus, que justificó así un extenso corpus de
decenas de tratados y manuales –entre ellos, la abundante litera-
tura antisupersticiosa española de la modernidad temprana–. La
desigual relación de fuerzas existente en la sociedad, permitió que
se formaran dominios de saber a partir de prácticas sociales19:
costumbres y creencias arraigadas devinieron superstitiones. Es
inevitable que la constitución de determinada voluntad de verdad
configure simultáneamente al sujeto de dichos saberes. Lejos de
estorbar el saber, el poder lo produce: allí reside su mayor forta-
leza20.
Pero la peculiaridad del sujeto homo superstitiosus cristiano
reside en que los enunciados del discurso antisupersticioso cons-
tituyen a individuos en sujetos que no remiten tanto a una sus-
tancia como una posición: ésta podía ser ocupada por individuos
diferentes, eventualmente por cualquier cristiano en alguna cir-
cunstancia concreta de su vida. En esta peculiar flexibilidad re-
sidió sin dudas la funcionalidad que esta construcción agustiniana
ofrecía al pensamiento cristiano tradicional. Por otra parte, el
poder produce discursos de verdad que conforman saberes. Es-
tos saberes constituyen espacios estratégicos donde el sujeto se
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c u -tr a c kconstituye en un proceso constante y permanente. En esta pecu-. d o c u - t r a c k . c
liar inestabilidad residió la principal debilidad del modelo agus-
tiniano de superstición –así como la flexibilidad constituía su
mayor fortaleza–: el homo superstitiosus, cuya construcción de-
pendía de un complejo sistema de causalidades superpuestas,
conformaba un claro ejemplo de sujeto en proceso permanente de
constitución. Esta inestabilidad dificultaba en la práctica, la iden-
tificación concreta de las conductas y creencias supersticiosas.
Las polémicas y las dificultades en la aplicación instrumental del
modelo, desarrolladas en el capítulo IV, constituyen la mejor de-
mostración al respecto.
La superstición como herramienta de poder ideológico se
sustenta en una última característica paradojal: la superstición no
existe sino por el discurso antisupersticioso que la nombra, por
el discurso antisupersticioso que toma la palabra para negarla.
Decir la palabra es hacer algo más que designarla: es acusar,
puesto que a la designación se añade una toma de posición, un
juicio que golpea. La paradoja es completa: la palabra crea una
realidad en el mismo acto por el cual le niega el derecho a exis-
tir. La superstición surge de un nombre que la hace ser para no
ser, le da la vida para negársela de inmediato. El sólo hecho de
decir la palabra instituye un lugar de enunciación. Es una pala-
bra que abre el discurso y lo autoriza como poder –poder de ne-
gación, poder de destrucción–; una palabra que instituye, por y
en el discurso, una diferenciación con respecto a una posición-
situación que es la del enunciador todopoderoso, gracias a un
saber que afirma y conquista, de frente al ignorante, de frente al
receptor21. Designar una práctica, creencia, conducta, individuo
como supersticioso, es declararlo tal en nombre de un poder que
depende de una institución racional –santa, pura, verdadera, bue-
na–. Es en ella y por ella –la comunidad de filósofos, la comu-
nidad de teólogos, la comunidad científica– que se realiza una se-
paración entre la razón –la santidad, la pureza, la verdad, el bien–
y su “resto”: un resto que este poder aspira a recuperar eliminán-
dolo22. Al decir de Michel de Certeau, la razón tiene su propio
tesoro escondido dentro del pueblo e inscripto en la historia23. El
discurso razonable en nombre del bien es siempre soberano de la
razón: no se evade, los azares de la historia no lo quiebran ni lo
interrumpen, nunca se suspende.
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c u -tr a c k2. El hombre rebelde: .d o
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homo superstitiosus o el anti-Job


En 1891, el cardenal inglés John Henry Newman sostuvo que
Cristo condenaba con frecuencia la falta de fe, la incredulidad;
por el contrario, nunca había repudiado abiertamente los excesos
de fe, la superstición. Para el Mesías, la credulidad no era sino
un pecado menor24.
¿Por qué la teología tuvo, entonces, necesidad de construir un
modelo cristiano de superstición? ¿Qué funcionalidad tuvo para
la nueva religión la noción de superstitio? No resulta difícil des-
cubrir las razones por las cuales la idolatría o los excesos en el
culto del Dios verdadero –que desafiaban en lo externo y en lo
interno el monopolio de la esfera de lo sagrado–, fueron estigma-
tizados por la Iglesia primitiva. Más complejas resultan las cau-
sas por las cuales el cristianismo decidió extirpar las supersticio-
nes no cultuales, las prácticas profanas que no guardaban relación
directa con el fenómeno religioso, con la adoración divina. ¿Por
qué los amuletos, los agüeros, los presagios, los números de la
suerte, se oponen al Dios Uno y Trino? ¿Por qué el cristianismo
se ocupó de prácticas cotidianas insignificantes, cuando tenía ma-
yores enemigos que enfrentar: el pagano, el hereje, el judío, el
apóstata, el incrédulo?
Ninguna cultura dominante incluye o agota verdaderamente
toda la práctica humana, toda la energía humana, toda la inten-
ción humana. Las áreas excluidas son consideradas, con frecuen-
cia, como el ámbito de lo personal, de lo privado25. Sin embar-
go, todavía pueden ser considerados como elementos de una he-
gemonía en potencia: una formación social y cultural que, para
ser efectiva, debe ampliarse, incluir, formar y ser formada a partir
del área total de experiencia vivida26. En efecto, las prácticas re-
putadas como supersticiones revelan la persistencia de un núcleo
duro de disposiciones, que contradicen la lógica última del cris-
tianismo allí donde éste aspira también a penetrar: en la vida
cotidiana de los hombres.
El cristianismo es un fenómeno total27. No admite la existen-
cia de esferas de la vida del hombre bautizado que puedan que-
dar fuera de su lógica. Desde los primeros tiempos, los Padres de
la Iglesia interpretaron que la nueva fe era por completo inclusi-
va: debía ramificarse hasta informar cada aspecto de la vida del
creyente. Se es cristiano hasta en las menores acciones, hasta en
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c u -tr a c klos gestos y actitudes más pequeñas, en cada uno de los momen-. d o c u - t r a c k . c
tos del día. Los teólogos justificaron esta concepción. La mayo-
ría de las virtudes –la temperancia, la castidad, la humildad–, im-
plican un acto único. Pero la virtud de la religión supone muchos
actos diversos. El objeto de la religión cristiana es rendir honor
al Dios único, por la simple razón de que es el primer principio
de la creación y del gobierno de las cosas. Igual carácter univer-
sal adquieren para el cristiano los alcances de su religión. Ésta no
implica tan sólo los actos del culto y del servicio de Dios –los
sacramentos, la oración, las penitencias, los votos–. Todos los
actos del hombre adquieren un sentido religioso último, aun cuan-
do no se realicen en el marco formal del culto divino. Ningún
acto de la vida del hombre cristiano puede implicar desobedien-
cia a la voluntad de Dios28.
La oficialización del cristianismo en el siglo IV permitió a la
jerarquía eclesiástica bregar finalmente por convertir en realidad
esta pretensión29; perseverancia totalizante que la Iglesia medie-
val jamás abandonó30. Pero las bases teológicas de esta concep-
ción –la religión entendida como fenómeno global–, se hallan ya
en los peculiares fundamentos de la cosmología judeo-cristiana.
Por oposición al resto de las religiones del Cercano Oriente y del
Mediterráneo, el monoteísmo produjo dos hechos revoluciona-
rios. En primer lugar, inició el proceso que Marcel Gauchet de-
nominara “le désenchantement du monde”: el vaciamiento del
cosmos de toda potencia sagrada. El supremo poder divino que-
dó confinado sólo en el ser de Dios; ninguna cosa u objeto pudo
compartir dicha potestad31. En segundo lugar, el judeo-cristianis-
mo produjo la aparición del dios personal, consecuencia de una
religión que exigía una conversión profunda del alma: es el
monoteísmo ético de los profetas, que el cristianismo llevó has-
ta sus últimas consecuencias32.
Aun cuando se trata de actos profanos, las supersticiones no
cultuales se oponen al ethos cristiano. El habitus supersticioso
contradice irreductiblemente la doctrina providencialista, contra-
dice la peculiar solución al problema de la persistencia del mal
en el mundo pergeñada por el judeo-cristianismo. Ante los ma-
les concretos del hombre, ante los problemas cotidianos de las
comunidades humanas organizadas –enfermedades, dolor físico,
limitaciones materiales, carencias afectivas–, la ideología cristia-
na propone dos soluciones posibles: por un lado, los remedios na-
turales, derivados de las virtudes y efectos propios del mundo
creado; por otro lado, el socorro divino, implorado con humildad
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c u -tr a c kmediante oraciones y prácticas devocionales. Si aun así no se. d o c u - t r a c k . c
obtienen los resultados previstos, los efectos buscados, al cristia-
no sólo resta la resignación: los males que lo aquejan son produc-
to de la voluntad de la divinidad. Los designios secretos de Dios
lograrán finalmente que el dolor y el sufrimiento redunden en la
salvación eterna del alma de hombre justo –del creyente piado-
so y paciente–.
La superstición es entonces, desde el punto de vista de la
cosmología cristiana, una rebelión en el ámbito concreto de la
vida cotidiana contra esta ascética solución al problema del mal en
el mundo. Desde la perspectiva del teólogo, el homo superstitiosus
no se conforma con los medios a su alcance en el ámbito de la
naturaleza creada, no se conforma con los ruegos y pedidos de
socorro divino. El supersticioso es aquél que no acepta con re-
signación los designios secretos de Dios. Según la visión del cris-
tianismo, recurre a prácticas sustentadas en un orden ilegítimo de
causalidades –un orden que no puede aspirar a producir efectos
naturales o sobrenaturales–. San Agustín halló aquí la brecha para
introducir la figura del demonio; radicalizó así la condena de las
supersticiones no cultuales. Pero las bases de la rebelión ya es-
taban echadas: al margen de la intervención efectiva del demo-
nio, la falta del homo superstitiosus consistía en su negación a
aceptar los límites naturales que Dios impuso al género humano.
A diferencia del modelo clásico, el supersticioso no es un hom-
bre temeroso e ignorante: es un hombre soberbio. Así lo califi-
ca San Agustín en De doctrina christiana: “todos estos signos
[supersticiosos] valen tanto en cuanto que por soberbia de las al-
mas («quantum praesumptione animorum»), han sido convenidos
con los demonios formando como cierta lengua común para en-
tenderse”33. La soberbia del homo superstitiosus consiste en pro-
poner una solución al problema del mal en la tierra diferente a la
propuesta por el providencialismo judeo-cristiano. En este sen-
tido, la lucha del cristianismo contra las supersticiones es un
combate plenamente ideológico. Por parte de los teólogos cristia-
nos, supone la toma de conciencia de que en este combate se ha-
llan en juego representaciones del mundo diferentes. El accionar
de los grupos enfrentados adopta entonces la forma, más o menos
explícita, de un intento de ordenamiento o reordenamiento del
mundo34.
Muchos textos bíblicos sustentan la interpretación providen-
cialista del mal en el mundo. En el Libro de Habacuc el profeta
se pregunta: “¿hasta cuándo, Yavé, pediré auxilio sin que tú es-
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c u -tr a c kcuches? (...). ¿ Por qué me haces ver la iniquidad y tú contem-. d o c u - t r a c k . c
plas la opresión?”35. La respuesta de Dios es un reclamo de pa-
ciencia: “si se tarda, espérala, pero llega a su término y no falla-
rá”36. El capítulo seis del Evangelio según San Mateo sienta las
bases del providencialismo en el Nuevo Testamento: “No os an-
gustiéis por vuestra vida, qué vais a comer; ni por vuestro cuer-
po, qué vais a vestir (...) Mirad las aves del cielo; no siembran,
ni siegan, ni recogen en graneros, y vuestro Padre celestial las ali-
menta. ¿No sois vosotros más que ellas? (...) No os inquietéis
pues, diciendo: ¿qué comeremos? o ¿qué beberemos? o ¿cómo
vestiremos? Por todas esas cosas se afanan los gentiles. Vuestro
Padre Celestial sabe que las necesitáis”37.
Pero el texto bíblico clave que resume la solución judeo-cris-
tiana al problema del mal es el Libro de Job. ¿Por qué sufre el
justo? La doctrina de los antepasados, la tradición, la experien-
cia son incapaces de responder. En términos humanos, la pregunta
queda siempre sin respuesta, el problema carece de solución. El
dolor cae dentro de los misteriosos planes de Dios y se adhiere al
hombre casi por su propia condición de criatura. Es preciso acep-
tarlo con resignación y paciencia, eventualmente amarlo, anonadar-
se ante la insondable voluntad de la divinidad.
No resulta casual que la bella historia de Job haya sido uno
de los textos bíblicos más citados por la literatura antisupersti-
ciosa española de la modernidad temprana. Tampoco resulta ar-
bitrario que los dos grandes constructores del modelo cristiano
de superstición –San Agustín, Santo Tomás de Aquino– hayan
escrito dos extensos comentarios al Libro de Job. El obispo de
Hipona afirma en el Adnotationum in Iob liber unus, que el hom-
bre debe ser como un niño que acepta la voluntad de Dios sin
desafiarla. De lo contrario, existe el peligro de que la soberbia lo
conduzca hacia la apostasía (“Initium enim superbiae hominis
apostatare a Deo”)38. ¿Descansa el que discute con el Señor?, se
pregunta Agustín. Puesto que no descansa el que discute con el
Todopoderoso, no hay que discutir con Él para descansar. El que
discute suele llevar la contraria, y el que lleva la contraria a Dios
no puede descansar, es decir, no halla descanso, a no ser que se
conforme sin la mínima contradicción con la voluntad de Dios
(“nisi in eius uoluntate sine ulla contradictione consentiat”). Así
pues, cuando en la discusión replica a Dios, no halla descanso.
De allí la expresión: ¡Oh hombre!, ¿quién eres tú para replicar a
Dios? (“O homo, tu quis es, qui respondeas Deo?”)39. Job deci-
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c u -tr a c kde callar, y Agustín interpreta esta actitud “como un extrañamien-. d o c u - t r a c k . c
to del alma hacia esas realidades externas que abocan en el aban-
dono de Dios y en la oposición a Él”40.
En su Expositio super Iob ad litteram, Santo Tomás de Aqui-
no insiste también sobre el tema de la soberbia. El príncipe de
todo pecado es el orgullo. Es el vicio más odiado por Dios, “por-
que el orgulloso se rebela contra Dios rehusando someterse a Él
humildemente” (“quia superbi quasi Deo rebellant dum ei
humiliter subdi non volunt”)41. El Aquinate califica con dureza
la actitud de aquellos que, creyéndose justos y santos, reniegan
de Dios en ocasión de las desgracias e infortunios de la vida. Job
acepta finalmente que Yavé podría haberle evitado la adversidad
que el diablo le provocara. Confiesa también que un cierto orgu-
llo le había agitado interiormente, y reconoce que dicha falta no
había pasado inadvertida para Dios. Job se dirige entonces a quie-
nes niegan la divina providencia, afirmando que es presunción e
insensatez sostener que los pensamientos del hombre escapan al
conocimiento de la divinidad42. La moraleja de Tomás de Aqui-
no es una apología de la paciencia43. Cuando en momentos de
dolor y sufrimiento el hombre agota todas sus fuerzas para reme-
diar la situación, a la vez que sus ruegos y oraciones no parecen
recibir respuesta, sólo resta la aceptación del misterioso designio
de Dios. Como Job no puso su esperanza en una prosperidad tem-
poral, sino en la obtención de la felicidad futura, el Señor le res-
tituyó su riqueza material aumentada. El Doctor Angélico repro-
duce un fragmento del Evangelio según San Mateo: “buscad el
reino de Dios y su justicia, y lo demás se os dará por añadidura”44.
Las supersticiones profanas, aun cuando carecieran en apa-
riencia de alguna relación directa con el culto divino, constituían
una verdadera rebelión cotidiana contra los secretos designios de
Dios, un desafío a su voluntad, un acto de soberbia. Estas prác-
ticas y creencias suponían la pretensión de alcanzar la solución
de los males del mundo –enfermedades, pobreza, peligros físicos,
carencias afectivas, catástrofes climáticas–, avanzando más allá
de las soluciones naturales y sobrenaturales permitidas por la
divinidad, recurriendo a prácticas vanas de las cuales no podía
esperarse, de acuerdo con el criterio cosmológico vigente, efec-
to alguno. La actitud supersticiosa, convertida así en sentido co-
mún cotidiano, conformaba un habitus anti-cristiano, una equi-
vocada voluntad de racionalizar la banal cotidianeidad de la des-
gracia45: el homo superstitiosus era un hombre rebelde, era un
anti-Job.
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c u -tr a c k Claro que las personas emplean los conceptos de experiencia. d o c u - t r a c k . c
próxima de modo espontáneo. Raramente toman conciencia de
que, después de todo, ciertos conceptos se ven implicados en los
actos más prosaicos de la vida cotidiana46. Las cosas de la lógi-
ca no son la lógica de las cosas47. En lugar de formular proposi-
ciones elaboradas, la gente piensa utilizando las cosas y todo lo
que su cultura le ofrece48. Los rasgos estilísticos del sentido co-
mún suelen ser la practicidad, la asistematicidad, la naturalidad,
la transparencia, la accesibilidad49. E. E. Evans Pritchard propor-
cionó un ejemplo conocido en su clásico estudio sobre la cultu-
ra azande: el recurso a la brujería permitía a los azande construir
una explicación causal verosímil que diera cuenta de las peque-
ñas desgracias cotidianas50.
Pero todo esto no significa que la rebelión contra la providen-
cia divina, implicada en las supersticiones profanas no cultuales,
escapara a la vista de los teólogos cristianos. El sentido común
no es lo que percibe espontáneamente una mente liberada de pro-
pensiones; es, más bien, lo que colige una mente llena de presun-
ciones51. El antropólogo Meyer Fortes ha caracterizado a estas
filosofías caseras como “ideology for daily living”52. Las reglas
explícitas y las normas expresas no son el único principio gene-
rador de prácticas. El habitus supone, en cambio, la regularidad
de las prácticas fundadas sobre las disposiciones53. En su aparente
carencia de intención de sentido reside la gravedad del habitus
superstitiosus a los ojos del teólogo cristiano. Supone un senti-
do del juego que permite producir prácticas sensatas y regladas:
el buen jugador sabe a cada instante lo que hay que hacer para
ganar. Este acostumbramiento provoca en el homo superstitiosus
una reacción inmediata cada vez que se enfrenta con las peque-
ñas adversidades y peligros de la vida diaria: pero esa reacción,
producto del encuentro entre un habitus y un campo, refleja una
disposición radicalmente contraria a la providencia divina, un
espacio íntimo de subjetividad que se resiste a aceptar el cristia-
nismo en plenitud, hasta sus últimas consecuencias. No se trata,
claro, de una ruptura radical: los desafíos cotidianos a la domi-
nación simbólica suelen ser puntos de resistencia móviles y tran-
sitorios54; pero revelan, a menudo, los límites objetivos de la
penetración hegemónica.
El objetivo del modelo cristiano de superstición es ambicio-
so: la cristianización del fuero íntimo, de las disposiciones pri-
marias, de las reacciones iniciales frente a las grandes carencias
o a las pequeñas adversidades del mundo cotidiano. La institu-
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c u -tr a c kción eclesiástica se propone la creación de una nueva subjetivi-. d o c u - t r a c k . c
dad, que instituya lo normal –prácticas y creencias cotidianas–
como desviaciones, como invenciones del demonio: se propone,
en definitiva, la construcción de un habitus catholicus, de una
manera genuinamente cristiana de mover las piezas del juego, de
la internalización de una manera legítima de reaccionar frente a
los límites que la naturaleza impone al hombre y a su voluntad,
de la asunción de predisposiciones favorables a la solución
providencialista de la persistencia del mal. En definitiva, el mo-
delo cristiano de superstición no pretende imponer a la masas tan
sólo una ortodoxia: pretende imponer fundamentalmente una
ortopraxis55. La Iglesia cristiana demanda así el monopolio de la
reproducción del habitus religioso56. La construcción de una he-
gemonía simbólica en estos términos implicaba una saturación de
la vida en su totalidad, a una profundidad tal que las presiones y
límites de lo que no es sino un sistema cultural, terminarían pa-
reciendo presiones y límites de la simple experiencia cotidiana,
del sentido común57.
El modelo cristiano de superstición relativiza uno de los su-
puestos básicos sobre el cual el modelo antropológico clásico
sustentaba la oposición entre magia y religión. La magia sería el
ámbito de lo privado, de las problemas personales, de los intere-
ses privados egoístas, de la satisfacción de las necesidades del
grupo primario. La religión sería el espacio de las necesidades
colectivas, de los intereses comunes del grupo ampliado; la ac-
tividad religiosa es aquella que contribuye a la reproducción del
sistema cósmico en su totalidad, a la trascendente sublimación de
los objetivos individuales58. El modelo cristiano de superstición
nos permite matizar los fundamentos de esta dicotomía. Tanto la
religión como la superstición buscan procurar los bienes indis-
pensables para la reproducción de la vida material, luchan por
satisfacer las mismas necesidades físicas concretas59. El discur-
so cristiano no se limita a reprobar prácticas y creencias: propo-
ne en todo momento una extensa nómina de alternativas de reem-
plazo. La Iglesia cristiana pone, al servicio de las necesidades
materiales, la superabundancia de instrumentos simbólicos con
los que cuenta para acceder de manera legítima a los favores de
la divinidad. Veremos en detalle el sistema de reemplazo de prác-
ticas supersticiosas por prácticas ortodoxas en el capítulo dedi-
cado a los mecanismos de la aculturación. El discurso antisupers-
ticioso cristiano no deja a los fieles librados a su suerte: las ela-
boradas ceremonias sacramentales, las variedades infinitas del
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c u -tr a c kculto a los santos, las reliquias, las rogativas y las peregrinacio-. d o c u - t r a c k . c
nes, los ayunos y las penitencias, conforman sólo una muestra de
los esfuerzos de la religión por desarrollar instancias destinadas
a satisfacer las necesidades inmediatas de las masas60. A diferen-
cia de la oposición entre necesidades falsas y verdaderas –que
para Marcuse caracterizaría a la máquina cultural del capitalis-
mo desarrollado–61, la operación hegemónica antisupersticiosa
que llevó adelante el cristianismo no tuvo como objetivo la im-
posición de necesidades nuevas, de necesidades falsas; sino la re-
solución de las necesidades materiales habituales, mediante me-
canismos que evitaran contradecir la sana doctrina cosmológica
de la providencia divina. Antes que la creación de necesidades
falsas que relegaran necesidades verdaderas, el modelo cristiano
de superstición pretendió modificar la escala de valores esencia-
les: la salvación eterna del alma es el bien máximo, la satisfac-
ción de las necesidades físicas es el bien subordinado. Pero no
por ello la religión descuidó la solución de las carencias y sufri-
mientos cotidianos; no por ello la religión abandonó el espacio
de la vida material a los sistemas simbólicos rivales, para así
concentrarse en la resolución de las más complejas necesidades
del cosmos.

La caracterización del homo superstitiosus como hombre re-


belde –individuo soberbio que discute con la divinidad, que no
acepta sus propios límites, que pierde la paciencia y desconfía de
la Providencia–, satura el discurso antisupersticioso español de
los siglos XV a XVIII. La razón profunda por la cual el cristia-
nismo emprendió un combate contra inofensivas prácticas no
cultuales, queda de manifiesto en innumerables fragmentos.
Entre enero de 1411 y abril de 1412, un enardecido San Vi-
cente Ferrer llevó a cabo una ambiciosa campaña misional en el
reino de Castilla. Muchos sermones conformaron verdaderos dis-
cursos de reprobación de supersticiones. En el elocuente vigési-
mo quinto sermón de la serie –Segundo sermón del Antechristo–
, predicado en Toledo el 7 de julio de 1411, el santo valenciano
caracteriza a los supersticiosos como traidores, cuyo pecado basta
para merecer la irrupción del Anticristo:
“¿E agora que fazemos nosotros? Si algunas joyas avemos
perdido, via a tomar consejo con el enemigo, que es el diablo,
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c u -tr a c k e con adevinos e con adevinas. ¡O, traidor! ¿Non te mienbras .d o
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el pleito omenage que feziste a nuestro Señor Ihesú Christo a


la puerta de la iglesia? E quando te han furtado alguna cosa,
¿ por qué vas al sortero contra el juramento e omenage que
feziste? E tu, omne labrador, quando tu bestia queda en el
monte, ¿a quien vas a encantar tu bestia? Al diablo. E voso-
tras, mis fijas, quando non podedes aver fijos de vuestro matri-
monio, ¿adonde ydes? Al adevino o adevina o escantador. ¡O,
traidoras personas! ¿Por que ydes a los enemigos de nuestro
Señor? Ve a Ihesu Christo e demandale lo que has menester.
E otrosí vosotras, mis fijas, ¿por que ydes a las adevinas
quando vuestro marido non vos quiere bien? Quando anda
Martyn Baston por casa, ydes a los adevinos e dezides: –‘Se-
ñor, mi marido me quiere mal; fazed que me quiera bien e yo
vos dare quanto quisierdes’. ¡O, maldichas! ¿Non sabedes el
omenage que avedes fecho? E, assi, sodes todos quantos
fazedes esto traidores.
Mas yd a nuestro Señor Dios e demandadle lo que ovierdes
menester e non consintades tales personas entre vosotros”62.
Pequeñas miserias de la vida material, grandes dramas coti-
dianos: un animal de tiro perdido en el monte, un objeto de va-
lor extraviado, una madre estéril, una crisis matrimonial. “Yd a
nuestro Señor e demandadle”, exige San Vicente. Dios, y el mun-
do natural con sus límites, son las únicas soluciones posibles. In-
tentar trascender estos límites es traición. En el contexto de las
luchas feudales que asolaron Aragón y Castilla en el otoño del
medioevo peninsular, Vicente Ferrer recurre a un símil que nin-
guno de sus oyentes podía dejar de comprender: “Ca, si en una
çibdat viniessen infieles para la tomar para el rey de moros e la
tomassen e la diessen al rrey de Granada, ¿e que faria el rey de
Castilla? Con razon toda la destroyria. Assi es la çibdat de la
christiandat, que tienen a los enemigos del rey. Los enemigos son
los adevinos; el rey es nuestro Señor Ihesu Christo”63.
El tratado antisupersticioso español más célebre del período,
la Reprobacion de las supersticiones y hechizerias de Pedro Ci-
ruelo (Alcalá de Henares, 1530), es aun más explícito. Ante la
enfermedad existen dos diligencias lícitas: si la voluntad de Dios
fuera conceder la sanidad, los médicos y los santos pueden pro-
porcionar el alivio deseado. Pero a continuación, Ciruelo repro-
duce el tipo de razonamiento del homo superstitiosus:
“...ya hemos hecho nuestras diligencias, que hemos ydo a
los medicos y cirujanos y hemos gastado tiempo y dinero
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c u -tr a c k con ellos, y en las medicinas, y nunca hemos hallado reme- .d o
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dio, antes auemos empeorado. Y con oraciones nos hemos


encomendado a dios y a los sanctos: haziendo dezir missas,
limosnas, ayunos, y obras sanctas, y nunca hemos auido sa-
nidad en nuestras necessidades, y veemos que con ensalmos y
nominas sanamos en pocos dias y a poca costa, pues por que
no sera licito que busquemos otros cualesquier remedios para
nuestros males, por doquiera que pudieremos auerlos”64.
Una vez hechas ambas diligencias –“la natural de los
medicos y la espiritual de las deuociones”–, si todavía no se pro-
duce la cura de su enfermedad “no deue mas porfiar con dios,
que seria dezir ‘Si tu no me quieres sanar, yr me he al diablo que
me sane’, que es palabra peligrosa y de hombres desesperados”.
Concluye Pedro Ciruelo: “el buen christiano deue guardarse de
alcançar los bienes de este mundo co<n> cargo de su concien-
cia y ofensa de dios (...) y antes deue perder los bienes deste mun-
do que pecar contra dios”65.
En el Hexameron theologal sobre el regimiento medicinal
contra la pestilencia (Alcalá de Henares, c.1507), dedicado a la
reflexión moral sobre la conducta cristiana en tiempos de epide-
mia, Pedro Ciruelo resume de manera descarnada los principios
básicos de la doctrina providencialista. El dolor humano es en
esencia misterio. Sólo una certeza queda al hombre: la divinidad
logrará que el sufrimiento redunde en infinitos bienes espiritua-
les para el justo, para el hombre que acepta la voluntad de Dios,
que no se rebela. Muy pocas tierras y personas se hallan exentas
de pecado en el mundo66. Pero nada escapa a los ojos de Dios. El
buen cristiano debe aceptar las adversidades como castigo de un
padre bueno que ama a sus hijos67, como medicina que el buen
médico proporciona a sus pacientes68. Por ello, Dios envía más
penas a los justos que a los pecadores69; a éstos, los deja vivir en
su placer, los desampara como médicos a enfermos incurables70.
“Quien es libre de açotes de dios”, afirma Ciruelo citando a San
Agustín, “esta despedido de la heredad de los hijos de dios”71.
Los sufrimientos terrenales evitan la condenación eterna: “en esto
nos muestra dios señalado amor, y nos haze mucha merced: que
quiere limpiarnos en este mundo con breue penitencia y saluda-
ble purgacion de nuestros pecados: porque no tengamos que pur-
gar en el otro mundo en las terribles penas del purgatorio”72. Por
ello, en las adversidades –la pestilencia representa la suma de
males posibles para la sociedad europea preindustrial– es facil
discernir al homo catholicus del hombre rebelde:
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c u -tr a c k “por esso es muy necesario en tiempo de pestilencia corre- .d o
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girse los hombres mas que en otros tiempos y apartarse de pe-


cados de blasfemia: y de renegar: y de hechizerias y de ague-
ros: y no curar de otras diligencias para salir de aquel trabajo
sino buen regimiento de comer y beuer: y discretamente usar
de licitas medicinas (...) y lo mas necesario es correr a dios
demandando misericordia con santas oraciones acostumbra-
das en la iglesia de dios: y no buscar nueuas cerimonias y su-
persticiones como hazen muchos en tales casos para librarse
de la pestilencia”73.
Por reverencia del Padre, que “le mandaua beuer aquella
beuida dela passion”, Cristo tomó sus sufrimientos con mucha
paciencia y devoción: “al reves hazen los que en los trabajos se
enojan demasiadamente y pierden la paciencia como el enfermo
frenetico desesperado”74. Las conclusiones son claras. Se equi-
vocan quienes tienen ciega y depravada afición por los bienes de
este mundo “pensando que son muy grandes bienes”75: “en todo
este mundo no hay bien que se yguale con la vida del alma que
es la virtud: y assi por ningun bien del mundo deue el hombre
dexar la virtud ni aun por escapar la vida del cuerpo76”.
Las menciones al santo Job aparecen con frecuencia en el
discurso antisupersticioso español. El franciscano Martín de
Castañega sostiene en su Tratado de las supersticiones y hechi-
zerias (Logroño, 1529):
“Si todas estas diligencias catolicas y devotas hechas, segun
que la flaqueza humana puede, tuviere Dios por bien de per-
mitir que sean castigados, hagan cuenta que quiere probar
su fe y paciencia, como hizo cuando permitio que aquella
tempestad y viento furioso derribara la casa donde estaban
todos los hijos e hijas de Job, y debajo los tomase y matase
(...). Y por eso no deben de perder la paciencia ni dejar las
maneras honestas, santas y devotas, para aplacar a Dios por
las livianas invenciones y vanas supersticiones”77.
El franciscano formula las razonas por las que “muchas ve-
ces no somos oidos de Dios, antes, a nuestro parecer, las menos
veces alcanzamos lo que pedimos”. Castañega proporciona seis
causas. En primer lugar, Dios no responde a nuestras peticiones
tan rápido como desearíamos “para probar y declarar nuestra
virtud y paciencia (...) como fue en Job”. En segundo lugar, Dios
no nos da lo que deseamos para inflamar nuestro deseo y perse-
verancia. En tercer lugar, la divinidad no nos otorga lo que pe-
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c u -tr a c kdimos, porque no lo hacemos en el tiempo conveniente; en mu-. d o c u - t r a c k . c
chos casos, Dios otorga lo solicitado más adelante. En cuarto lu-
gar, porque nuestra oración no siempre guarda los requisitos de
humildad, fervor y reverencia requeridos. En quinto lugar, pocas
veces somos oídos “porque las mas veces pedimos lo que no nos
conviene”. Por último, “porque no tenemos virtudes ni meritos
para que seamos oidos”78. Como pocas veces concurren todas
estas circunstancias en las oraciones, el buen cristiano debe acep-
tar con paciencia y recogimiento la voluntad de Dios. La pacien-
cia es, así, la virtud más alabada por los reprobadores de supers-
ticiones. En el párrafo final de su Tractatus de superstitionibus
(Lyon, 1510), Martín de Arlés exige al homo catholicus abando-
nar aquella “obstinatio diabolica contra diuina providentia quam
potius patienter expectemus sicut agricola expectat fructus terre
patienter”79.
En el Patrocinio de angeles y combate de demonios (Real
Monasterio de San Juan de la Peña, 1652), el benedictino Fran-
cisco de Blasco Lanuza recurre una vez a la sufrida figura
veterotestamentaria. Con sus supersticiones, el diablo “si da sa-
lud al cuerpo, que luego despues ha de llegar a ser hediondez en
la sepultura, quita la vida al alma, que es inmortal. No conside-
ras que el santo Iob, aunque persuadido del demonio, y de su
mujer, para que blasfemara de Dios, no quiso; y le ofrecían, que
con esso saldria de su pena. (...) Pero como Sabio, mas quiso
padecer tormentos intolerables, que faltar con Dios, que da pre-
míos eternos”80. ¿Eres tan frenético, interroga Blasco Lanuza,
que quieres la salud del cuerpo, perdiendo la del alma? La falta
de paciencia es la característica principal del anti-Job, del homo
superstitiosus: “es possible, que precia<n>dote de fiel sieruo, y
viuiendo con Fe de Christiano, apenas te sucede vna enfermedad,
quando ya dexas a Christo, y te vas corriendo a los demonios por
remedio”81. El autor resume la característica básica del modelo
agustiniano de superstición: en cualquier momento, el homo
catholicus puede devenir homo superstitiosus. Refleja también la
preocupación que provoca el habitus supersticioso, en tanto ten-
dencia mecánica no-cristiana, disposición inmediata rebelde con-
tra la providencia divina (“apenas te sucede vna enfermedad,
quando ya dexas a Christo”). En todas las acciones del hombre
supersticioso “ay resistencia, y contradiccion con la Fe de
Christo, que se dize Apostasia”82.
Nunca puede el hombre saber si las calamidades no son más
convenientes para la salvación de su alma que los beneficios so-
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c u -tr a c klicitados. En el Tribunal de superstición ladina (Huesca, 1631),. d o c u - t r a c k . c
Gaspar Navarro ilustra esta tesis con ejemplos muy directos, ex-
traídos de la Leyenda dorada. Un hombre fue a rogar al sepulcro
de Santo Thomas Becket (“deuoto del santo Thomo Canturiense”)
para recibir salud. Obtenida la gracia por intercesión del bien-
aventurado, el hombre reflexionó por un instante: “pusose a pen-
sar que, si le conuenia la enfermedad para su saluacion, para
que queria salud”. Finalmente, decidió volver al sepulcro, “y
rogó al Santo, que pidiesse a Dios nuestro Señor le diesse lo que
mas le conuenia para saluacion de su alma. Boluiole Dios la en-
fermedad, y assi viuio muy consolado con ella”83. El segundo
ejemplo que recoge Gaspar Navarro es aun más patético. Un
hombre privado de la vista deseó fervorosamente poder contem-
plar las reliquias de San Vedasto obispo. El día de la traslación
del cuerpo, recuperó milagrosamente la visión y pudo cumplir su
deseo: “y viendose con vista, boluio a orar, que si la vista no le
conuenia para el bien de su alma, que le boluiesse la ceguedad:
y hecha esta oracion, quedo ciego como antes lo estaua”84. Las
metáforas sutiles no son del agrado de Gaspar Navarro: “la en-
fermedad grave templa el alma; si eres hierro pierdes el orin; si
eres oro, quedas acrisolado”85. Mucho mejor es morir, que no
quedar sano y curado y vivir como consecuencia de hechicerías,
concluye el tratadista aragonés86.
El peor mal puede ser el bien más preciado, según los secre-
tos designios de Dios. En El ente dilucidado (Madrid, 1676), un
extraño tratado de filosofía natural que –al igual que las obras del
jesuita Juan Eusebio Nieremberg–, cumple por momentos la fun-
ción de discurso antisupersticioso, Antonio de Fuentelapeña afir-
ma que debemos hallar motivos de agradecimiento en las desgra-
cias que nos aquejan: “y conozcamos que las plagas, que Dios
nos embia de langostas, orugas, y de otros insectos, que destru-
yen los fructos, son un beneficio muy singular, pues a costa de
algunos bienes temporales, nos conserua sin lesion la salud, y la
vida (bien de mas alta gerarquia)”87. En un conocido manual para
exorcistas, Benito Remigio Noydens incluye un “modo de curar
espiritualmente a los animales enfermos por maleficio y hechi-
zos”; pero proporciona el siguiente consejo a los sacerdotes que
debían llevar adelante la ceremonia:
“y assi vemos, que muchas vezes los animales brutos suelen
por arte del demonio caer enfermos, de modo, que no se ha-
lle remedio natural para curarlos. Si bien es tan grande la
providencia de Dios, que se desplaya sobre sus criaturas (...).
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c u -tr a c k Y nuestra Madre la Iglesia Catolica ordena, que se les hagan .d o
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tambien sus exorcismos; y porque muchas vezes permite


nuestro Señor este trabajo, por los pecados del dueño del ga-
nado, les debe aconsejar el Exorcista, que pidan a Dios mi-
sericordia, y frequenten los sacramentos de la Iglesia, y con
humilde resignacion se conformen a la voluntad divina. No se
valgan de supersticiones, y de remedios que no estan ordena-
dos de Dios, y aprobados por la Iglesia”88.
¿Qué ocurre en aquellos casos en los que se ha obtenido sa-
nidad luego de la utilización de algún amuleto supersticioso? El
jesuita Francisco Suárez responde: se debe destruir el artificio
supersticioso aunque implique el retorno de la enfermedad. Si la
salud se mantiene una vez destruido el amuleto, no existe ya pro-
blema moral. El remedio es necesario contra el pecado, no con-
tra el efecto:
“Ut, verbi gratia, si alicui esset per magiam sanitas restituta,
non absolute et simpliciter, sed cum onere conservandi illam
tali vel remedio superstitioso, ut quotidie utento tali ceremo-
nia vana, vel deferendo tale amuletum daemoniacum, tunc
non licebit tale bonum ita retinere, sed oportebit potius
salutem perdere quam tali medio illam conservare. Si autem
sanitas semel esset comparata absolute sine tali dependentia,
licet per superstitiosum remedium, et cum pacto daemonis
etiam expresso obtenta esset, clarum est non esse propterea
abjiciendam, neque aliud remedium esse necessarium contra
talem effectum, sed solum contra peccatum”89.
A los reprobadores españoles de supersticiones les preocupa
el habitus no cristiano, la disposición casi inconsciente, la rebe-
lión contra la providencia que significa recurrir a prácticas su-
persticiosas para enfrentar los peligros y carencias de la vida
material. No es casual que los tratadistas se escandalicen ante al-
gunos refranes que revelaban el núcleo duro anti-providencial que
podía percibirse en las reacciones cotidianas más incorporadas.
Pedro Antonio Iofreu, oidor de la Audiencia de Cataluña, y co-
mentarista de Pedro Ciruelo, reprueba “aquel español y blasfemo
adagio: ‘hagase el milagro, y hagalo el diablo’, digno de estar
sepultado con las lenguas que lo dixeren en los abismos del infier-
no”90. El mismo peligro percibe Castañega en aquellos que no
creen en estas supersticiones, “mas alguna vez permiten y consien-
ten en ellas, diciendo: ‘valgan lo que valieren’, como para alcan-
zar sanidad corporal o alguna otra cosa que desean”91.
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Paul Ricoeur ha sugerido la necesidad de analizar conjunta-


mente las nociones de ideología y utopía, como dos actitudes de
desvío respecto de la realidad. Si la ideología es legitimación de
lo que es, la utopía actúa para destruir el orden dado. Si las ideo-
logías son negadas por sus autores, las utopías son asumidas por
los suyos. Si la ideología supone la identificación con el orden
de cosas dado, la utopía presenta la fantasía de otra sociedad
posible exteriorizada en “ningún lugar” –lo que a su vez confi-
gura uno de los más formidables repudios de lo que es–. La ima-
ginación utópica tendría entonces un papel constitutivo que ayuda
a los hombres a repensar la naturaleza de la vida social. Desde ese
“ningún lugar” puede echarse una mirada al exterior, a nuestra
realidad, que súbitamente parece extraña, que ya no puede dar-
se por descontada92.
Desde esta perspectiva, el discurso antisupersticioso cristia-
no ¿es ideología o utopía? Desde sus orígenes, el cristianismo
buscó convertir en realidad sus pretensiones de fenómeno total,
su rechazo a la existencia de esferas autónomas de realidad, la
religión coexistiendo con otros espacios vitales –la política, el
conocimiento científico, la vida cotidiana, la familia–, sin afec-
tarlos en demasía. La vida cristiana supone un fenómeno hege-
mónico total: la moral judeo-cristiana debe saturar cada aspecto
del amplio espectro vital que recorren los individuos y los gru-
pos humanos organizados.
La historia de la cultura occidental puede considerarse, enton-
ces, como una lucha constante contra estas pretensiones totalizan-
tes. El secularismo –la pretensión de reducir la religión al ámbi-
to de lo personal, de desterrarla del espacio público– puede con-
siderarse la derrota del cristianismo como fenómeno total. La
aparición de la burguesía como clase en Occidente aceleró en el
segundo milenio de nuestra era un proceso que en el primer
milenio pareció resolverse a favor del cristianismo. El proceso
que Le Goff denomina “la invención del Purgatorio” puede con-
siderarse, en este contexto, como un primer armisticio que anun-
cia la irremediable derrota final de uno de los contendientes93. Ya
para el siglo XVIII, con la consolidación y triunfo del espíritu
burgués, la derrota del cristianismo como fenómeno total es clara
y contundente. De acuerdo con la clásica interpretación de
Bernard Groethuysen, la conciencia de la burguesía francesa en
el siglo XVIII conquistó sus propios valores en lucha con los re-
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c u -tr a c kpresentantes de la visión del mundo de la Iglesia. El nuevo tipo. d o c u - t r a c k . c
de economía, que no podía desarrollarse dentro de las antiguas
formas de vida, viene a ser la representación de una especial ac-
titud ante el mundo, vivida siempre como opuesta a otras concep-
ciones de base religiosa. Para el surgimiento de esta ideología bur-
guesa autónoma –de esta moral laica, materialista, científica–, fue
de importancia decisiva la relación de la burguesía con la Igle-
sia. La vida ya no necesita de interpretaciones trascendentes para
tener un sentido. El burgués se siente en su casa en un mundo al
que deslinda de lo infinito94.
Este proceso es una de las características originales del mun-
do occidentalizado. El antropólogo Michael Agar relata un inci-
dente ocurrido en 1978 en el Congreso Internacional de Ciencias
Antropológicas y Etnográficas de Nueva Delhi. Los antropólogos
europeos y norteamericanos fueron criticados por sus colegas
hindúes por su tendencia a dividir las conductas en sagradas y
seculares. Para comprender la vida en una aldea india, afirmaban
en cambio los académicos locales, el etnógrafo debe comprender
inmediatamente que la religión es la esfera dominante en la ma-
yor parte de las situaciones de la vida cotidiana. Es la cultura
occidental la que conlleva una inercial tendencia a enfatizar las
diferencias entre conductas sagradas y seculares, distinción que
no posee carácter universal95.
El modelo antisupersticioso cristiano no fue sino un ejemplo
extremo de las pretensiones totalizantes del cristianismo. En al-
gunos aspectos, el discurso antisupersticioso fue la más ambicio-
sa de sus propuestas hegemónicas: la cristianización profunda de
la esfera de la vida cotidiana, la internalización de una manera
cristiana de reaccionar ante las dificultades y limitaciones de la
vida material. El historiador católico Gabriel Le Bras sostuvo que
el mundo no fue nunca genuinamente cristiano. El historiador ho-
landés Huizinga afirmó que la Iglesia luchó y predicó en vano
durante dos milenios96. Desde la perspectiva de la historia del
modelo cristiano de superstición, no podemos menos que coin-
cidir con ambos historiadores. Si la utopía, como quiere Ricoeur,
actúa para destruir el orden dado, si representa la fantasía de otra
sociedad posible exteriorizada en “ningún lugar”, si la mirada
dirigida desde ese “ningún lugar” no nos permite dar por descon-
tado ningún aspecto de la realidad, entonces el modelo cristiano
de superstición puede considerarse como una de las más ambi-
ciosas y profundas utopías producidas por el pensamiento cris-
tiano a lo largo de su historia.
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c u -tr a c k3. Homo superstitiosus, Homo catholicus: .d o
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el otro-entre-nosotros
Por su propia ambición, por su carácter cuasi-utópico, el
modelo cristiano de superstición parece destinado a un fracaso
irremediable. En toda época, los resultados concretos obtenidos
han sido limitados. Las pequeñas prácticas cotidianas que con-
forman el habitus superstitiosus han demostrado una enorme
capacidad de resistencia. Los reprobadores de supersticiones
debían recomenzar la tarea a cada momento. Los espacios gana-
dos en estos combates simbólicos eran siempre limitados y poco
duraderos.
Aun cuando la Inquisición española persiguió las supersticio-
nes sospechosas de herejía –en particular, aquellas que implica-
ban invocación explícita de demonios– el porcentaje de procesos
es extremadamente reducido. En la mayoría de los casos, las pe-
nas para los condenados eran leves97. Aun en los casos en los que
se hallaba involucrada la invocación expresa de demonios –bús-
queda de tesoros perdidos, conjuros amatorios, adivinación del
porvenir–, la lenidad de los castigos resulta asombrosa. Tan sólo
los reincidentes98, o grupos marginales como los gitanos99 y los
moriscos, podían enfrentar castigos más severos. La gravedad que
el pecado de superstición poseía en el discurso teológico –rebe-
lión contra la Providencia, quebrantamiento del primer manda-
miento, traición, crimen de lesa majestad, apostasía, idolatría, pacto
con el demonio– contrastaba en la práctica con la actitud de resig-
nación y abandono, con los esfuerzos aislados que caracterizaban
a las campañas antisupersticiosas encaradas por la Iglesia española.
¿Por qué sostener en el tiempo un modelo de superstición
destinado al fracaso? ¿Por qué los teólogos españoles produjeron
un extenso corpus de tratados antisupersticiosos en los siglos de
la modernidad clásica? La necesidad de repetir las mismas admo-
niciones, de reprobar las mismas prácticas, de anatematizar el
mismo habitus antiprovidencialista, de reproducir el mismo dis-
curso a lo largo de cuatro siglos, revela la escasez de resultados
concretos y renueva el interrogante inicial: ¿por qué la insisten-
cia en mantener un modelo de superstición que no cumplía los
objetivos que se planteaba? Se trata, en definitiva, de una variante
del interrogante planteado en el apartado anterior, respecto de la
funcionalidad que la noción de superstitio tuvo para el modelo
hegemónico cristiano.
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c u -tr a c k Algunos procesos político-ideológicos de la moderna socie-. d o c u - t r a c k . c
dad burguesa aportan indicios para pensar modelos cuyo mayor
éxito reside precisamente en su fracaso. Resulta lícito preguntarse
por la utilidad del sistema carcelario moderno, que no evita de-
litos ni reforma delincuentes. No obstante, la creación del delin-
cuente como sujeto patológico socialmente diferenciado posee
enormes ventajas ideológicas100. Separa al pueblo del delincuente
–a quien se muestra como enemigo de los pobres–101, y produce
una población marginalizada, utilizada para presionar sobre los
ilegalismos que la sociedad burguesa no está dispuesta a tole-
rar102. ¿Residió en su mismo fracaso el éxito del modelo cristia-
no de superstición?
En cualquier caso, la construcción del homo superstitiosus no
es sino un ejemplo más de la compleja galería de espejos defor-
mantes en que se encuentra atrapada la cultura occidental desde
sus mismos orígenes103. La otredad es siempre un tema de poder
antes que de esencias ontológicas104. Los discursos que constru-
yen al otro como sujeto son expresiones retóricas, en las cuales
las cuestiones de verdad o conocimiento sólo tienen una función
estrictamente subordinada105. No se trata de representaciones in-
teresadas en el conocimiento de lo extraño, sino en la capacidad
de acción sobre lo diferente. Esta operación ideológica no invo-
lucra tanto a la razón cuanto a la imaginación, que así se intro-
duce de manera predominante en discursos no ficcionales –en los
que habitualmente permanece debajo de la superficie–106.
Estas operaciones imaginativas, estos discursos de anti-socie-
dad, pueden rastrearse aún en sociedades primitivas107. De hecho,
las culturas parecen necesitar yuxtaponerse para afirmar aquello
que les es específico. Si tal es el caso, como quiere Wolfgang Iser,
la otredad es un medio para perfilar una cultura. Las culturas no
pueden existir, entonces, como entidades autosuficientes 108.
Como ha demostrado el ejemplo del nacionalismo decimonónico,
la formulación y desarrollo de una cultura propia puede y debe
avanzar a través de una relación intensa y deliberada con lo ex-
tranjero109. En términos lógicos, cada término de una oposición
completa el orden de las cosas, convierte a dicho orden en per-
fecto110: un signo o símbolo sólo adquiere significación cuando
se diferencia de algún otro signo o símbolo opuesto111. En defi-
nitiva, el discurso sobre el otro es una tentativa de saturar una
ideología desde el interior, de clausurarla sobre un punto de su-
tura –en este caso, la frontera otro/nosotros, amigo/enemigo– que
la remite a lo que en ella es ausencia, a lo que en ella falta112. La
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c u -tr a c kgran paradoja resulta ser, pues, que si las culturas necesitan. d o c u - t r a c k . c
yuxtaponerse, no pueden evitar al mismo tiempo la emergencia
del conflicto cada vez que dicha yuxtaposición ocurre113.
La galería de espejos signa los destinos de Occidente desde
sus orígenes114. Ante las dificultades para definir la especificidad
de su cultura, los griegos inventaron la contrafigura del bárbaro
para utilizarla como contraste. Homero no emplea un colectivo
para el conjunto de los pueblos que acudieron al sitio de Troya.
Está claro que la noción de griego se fue construyendo al mismo
tiempo que la noción de bárbaro115. Europa hereda las dificulta-
des de definición de la cultura griega. De hecho, para construir
el concepto de Europa a partir de unos orígenes mestizos, los
intelectuales del viejo mundo inventaron a los asiáticos, a los
africanos, a los americanos, atribuyéndoles una identidad colec-
tiva que los habitantes de dichos continentes nunca se habían
planteado116. Si bien suele decirse que la escuela escocesa inventó
la idea de progreso, Josep Fontana se pregunta si no habrán in-
ventado antes el atraso de los otros117. La cultura clásica no fue
la única responsable de la fascinación de la civilización occiden-
tal por los espejos. Las tribus de Israel conformaron su identidad
en lucha constante con los pueblos idólatras que rodeaban la Tie-
rra Prometida. En sus orígenes clásicos y judeo-cristianos se sus-
tenta, pues, una característica destacada de la cultura occidental:
la inmensa confianza en su propia centralidad118.
La invención del otro como espejo, a partir del cual definir
mejor la propia identidad, puede basarse en supuestos ideológicos
muy diversos. A lo largo de la historia han existido usos diferen-
tes del espejo119. En la obra de Heródoto, los griegos se descubren
a sí mismos en los otros, y a los otros en su propio ser. El histo-
riador griego habría logrado advertir en el nomadismo escita –
quintaesencia de la otredad para una cultura urbana–, el único rasgo
positivo de aquella civilización, la clave de su invencibilidad mi-
litar, una verdadera estrategia positiva. Heródoto logró no sólo
aprehender la lógica interna de una forma extraña de vida; sino que,
además, las costumbres escitas le proporcionaron una clave dife-
rente para la comprensión de uno de los acontecimientos cruciales
de la historia griega: el éxodo ateniense, que condujo finalmente
a la victoria naval de Salamina contra los persas120.
Reconocerse en el otro no es, sin embargo, el único uso po-
sible del espejo. La Historia Verdadera de la Conquista de la
Nueva España, de Bernal Díaz del Castillo, se estructura en gran
medida en torno a una distinción radical entre prácticas españo-
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c u -tr a c klas y prácticas aztecas. Sin embargo, las mismas eran en realidad. d o c u - t r a c k . c
perturbadoramente homólogas121. Por un momento, el cronista
español creyó verse confundido con el otro. Pero rápidamente,
Bernal Díaz lo transforma en un objeto extraño que debe ser des-
truido o dominado: la diferencia absoluta justificaba la posesión
absoluta122. La identificación momentánea dio paso al extraña-
miento total. Para el autor de la Historia Verdadera, la radical
otredad se establece a partir de los más íntimos paralelos, allí
donde Heródoto había hallado espacio para los secretos compar-
tidos y para las semejanzas íntimas –para reconocer al otro en no-
sotros y al nosotros en lo diferente–. En el discurso de Bernal
Díaz, la descripción interna del templo azteca es una versión des-
plazada del culto cristiano: templo, altar mayor, culto en torno a
la sangre, estatuas, símbolos como cruces. Tanto como las cere-
monias mexicanas, el culto católico y la liturgia de la misa se cen-
tra en un sacrificio expiatorio123. Existían dos caminos posibles
para explicar la semejanza perturbadora. Una visión optimista de
la historia de la salvación podía insistir sobre la milagrosa agu-
deza de la luz natural. Ella habría permitido a los nativos descu-
brir destellos de verdad sobrenatural antes aun de la recepción ex-
plícita del mensaje cristiano. Esta fue la reacción inicial de Fray
Toribio de Motolinía, cuando descubrió ceremonias indígenas
que guardaban semejanza con el bautismo. Una misteriosa inicia-
tiva de Dios había decidido preparar a los indios para la recep-
ción posterior del Evangelio124. Pero una visión pesimista de la
historia salvífica podía explicar las semejanzas a partir de la in-
tervención del demonio. Deseoso de hacerse adorar como Dios,
el demonio parodiaba en tierra de paganos las ceremonias de la
religión verdadera. Así interpretaba Martín del Río una noticia
curiosa reproducida en las Cartas Peruanas anuales de los mi-
sioneros jesuitas; el autor de las Disquisitionum magicarum
(Lovaina, 1599-1600) encuentra en un informe de 1591 una des-
cripción de las ceremonias en las que los hechiceros indígenas
manipulaban serpientes venenosas sin sufrir daño alguno. El
habitus catholicus del jesuita genera la reacción inmediata: se
trata sin dudas de una invención del demonio, tal vez para bur-
larse del milagro de San Pablo en la isla de Malta (“idem confirmat
quod legi in nostrorum hominum annuis litteris Peruanis datis
anno 1591, viperae innoxiam contrectationem in Magorum
Indicorum ludibriis, ad miraculum forte B. Pauli eleuandum a
daemone excogitatam”)125.
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c u -tr a c k El demonio, Simia Dei, profundizaba de esta manera el escar-. d o c u - t r a c k . c
nio y la ofensa contra la divinidad126. En el Tribunal de Supers-
tición Ladina, Gaspar Navarro sostiene que el demonio podía
evitar que los cadáveres de magos y hechiceros se corrompieran;
de esta manera parodiaba la milagrosa incorruptibilidad de los
cuerpos de los santos. Podía también alimentar en secreto a brujas
y hechiceros, asemejando el milagro verdadero por el que “Dios
milagrosamente sustenta sus santos sin mantenimiento, ni comi-
da, como lo hizo con santa Maria Egypciaca”127. Lucifer ha ins-
tituido sus propios “demonios de la guarda” (“tambien le da [a
la bruja] un Demonio para custodia, y guarda, y que jamás le
desampare”)128. Martín de Castañega advierte que, a semejanza
de los sacramentos católicos, los execramentos diabólicos tam-
bién se celebran con unciones: “asi contrahace a los Sacramen-
tos, como haciendo burla de ellos; (...) hace que la materia sea
de cosas sucias y aborrecibles, y que con dificultad se hallan;
todo lo contrario de la materia de los Sacramentos catolicos, que
es de cosas limpias, al uso humano necesarias, y que ligeramente
se hallan”129. En el Tratado de la verdadera y falsa prophecia
(Segovia, 1588), Juan de Horozco y Covarrubias afirmaba que el
demonio desea tener profetas en su Iglesia: “y viendo el demo-
nio que el dezir las cosas que estan por venir, es solo de Dios, y
que assi se conoce de todos, procuro que en su congregacion
huuiesse prophecia, para que se entendiesse auia diuinidad en
su poder, y con este aunque permitido ordeno prophetas fal-
sos”130. En los Secretos sagrados y naturales (Madrid, 1673), el
sacerdote Thomas de Murillo enseña que el demonio tiene sus
médicos: “porque como ve que esta medicina natural que usa-
mos es de tanta utilidad, procura de dar el otra por medio de sus
Medicos, y Medicas, Philosophos, y Doctores, Apostoles y Pro-
fetas falsos (...). Y como el demonio se llama simia Dei, mona de
Dios, procura contra hazer la divina virtud para que lo amen a
el, y assi les induce que tomen bebidas amatorias, las quales
ordinariamente son frigidissimas, y matan, porque son venenos,
como la Cicuta”131.
Si durante un tiempo la visión idealizada y la visión demo-
nizada del salvaje coexistieron, en el siglo XVI el sistema hege-
mónico impuso el segundo de los caminos posibles. No obstan-
te, siempre quedaban resquicios para pequeños ejercicios cotidia-
nos de contra-hegemonía. Una sirvienta inglesa, prisionera de los
algonquinos, afirmó luego de su liberación que no la había pasa-
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c u -tr a c kdo peor que cuando en su Inglaterra natal había servido en man-. d o c u - t r a c k . c
siones señoriales132.
El cristianismo utilizó muy pronto el mecanismo ideológico
del espejo. A diferencia del dios hebreo, que era esencialmente
un dios nacional a pesar de su carácter de divinidad única, el dios
universal del cristianismo requería enemigos de similar magni-
tud cósmica. Se ha atribuido a la teoría de los signos agustinia-
na el origen de la metáfora de la contra-iglesia: ¿los signa no son,
acaso, una versión invertida de los sacramentos cristianos?133.
Aun antes de la tercera década del siglo XV, en que los demonó-
logos comenzaron a construir el estereotipo satanizado del sabbat,
el poder laico utilizó políticamente la poderosa metáfora. Como
no podía atacar a la iglesia universal constituida, Felipe el Her-
moso creó con el Papa Bonifacio VIII y los templarios una igle-
sia invertida, a la que podía combatir sin contemplaciones134. Los
especialistas han puesto de manifiesto las construcciones parale-
las que sustentaban las historias de vida de santos y hechiceros135.
Las trayectorias vitales de los magos célebres conformaban ela-
boradas anti-hagiografías136. Santos y brujos corrían por igual una
carrera extraña al régimen de la aventura, en un tiempo mítico sin
matices, sin lucha interior, sin azar ni sorpresa, siempre iguales
a sí mismos137.
Los siglos XV y XVI trajeron como novedad la radicalización
de las oposiciones. Se ha atribuido al cisma protestante la respon-
sabilidad por este fenómeno. Pero lo cierto es que ya en la cen-
turia anterior la construcción de la otredad especular había adqui-
rido niveles de violencia inusitados. En 1460 el franciscano
Alonso de Espina publica el Fortalitium Fidei. El texto se divi-
de en cuatro libros. Cada uno de ellos describe la iniquidad de los
cuatro enemigos principales de la fe cristiana: los herejes, los
musulmanes, los judíos, los demonios138. Poco después, la auda-
cia de las operaciones imaginativas alcanzará límites inauditos.
No se buscó tan sólo demonizar a grupos realmente existentes:
se inventaron oposiciones radicales ficticias. De esta manera, para
hacer percibir los principios ideológicos básicos del sistema he-
gemónico predominante, se construyeron situaciones que no eran
del orden de lo socialmente posible, del orden de lo realmente
existente139. El sabbat de las brujas es el ejemplo más conocido140.
Pero no es el único. Estudios recientes parecen demostrar que el
Taki Onqoy no fue sino una sutil construcción progresiva de Cris-
tóbal de Albornoz, deseoso de escalar posiciones en la jerarquía
eclesiástica cuzqueña141. A similares conclusiones llega Jaime
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c u -tr a c kContreras respecto de las sinagogas de Murcia y de Lorca, cuya. d o c u - t r a c k . c
represión salvaje golpeó a la comunidad local a fines de la década
de 1550: todo el mundo creía que el Inquisidor Manrique “había
creado estos negocios”. ¿Qué mejor camino para ascender en el
Santo Oficio que descubrir y aniquilar una gigantesca red de
criptojudíos142? Los debates recientes en torno a los ranters, la
más extrema radicalización antinomista entre las sectas inglesas
del Interregno, sembraron la duda sobre el carácter real o ficti-
cio de este grupo extremo de no conformistas143. En la mayoría
de los casos, tampoco los ateos existían sino en la cabeza de quie-
nes los atacaban; el incrédulo impío reflejaba la necesidad del dis-
curso cristiano de crearse un enemigo polémico, contra el cual
definir su propia ortodoxia144. Finalmente, las descripciones de
sofisticadas anti-sociedades del hampa conformadas por mendigos
y vagabundos, debían más a la invención de los cronistas que a un
fenómeno realmente existente145.

El homo superstitiosus no fue sino un espejo más, una ficcio-


nalización atenuada de las muchas existentes en la intolerante
sociedad del medioevo tardío y de la modernidad clásica. Pero el
hombre supersticioso conformaba un espejo muy particular: se
trataba de un otro-entre-nosotros. De acuerdo con uno de los prin-
cipios básicos del modelo agustiniano, el homo catholicus podía
devenir homo superstitiosus. No se trataba de un sujeto estático,
irredimible, construido de una vez y para siempre –el hereje, el
judío, la bruja–. El homo catholicus y el homo superstitiosus con-
formaban posiciones, espacios, que podían ocupar los mismos
individuos de acuerdo con las circunstancias, como dos caras de
una misma moneda. El homo superstitiosus es a la vez un ser
próximo y diferente; un espejo deformante cercano, omnipresen-
te, ambiguo, que implicaba un nivel de presión permanente del
sistema hegemónico sobre los individuos. Como quiere Jean-
Pierre Dedieu, la riqueza del concepto de herejía radicaba preci-
samente en que, si era hereje aquel que se apartaba de las ense-
ñanzas de la Iglesia, todo cristiano se alejaba en algún momen-
to, más o menos, de dichas enseñanzas146. Como veremos en el
capítulo V, el discurso antisupersticioso suponía una separación
radical, un hiato insalvable entre quienes definían y juzgaban la
ortodoxia de las prácticas –la comunidad de teólogos–, y el res-
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c u -tr a c kto de la sociedad cristiana en su conjunto, desde el rey hasta el. d o c u - t r a c k . c
último de los vagabundos. Como ha ocurrido a menudo en el
pensamiento filosófico occidental, un tema reprimido, lateraliza-
do, desplazado, ejerce sin embargo una presión constante y ob-
sesiva desde el lugar en que permanece desterrado147. Se confir-
ma entonces una hipótesis frecuente de la sociología de la cultura:
una identidad nunca es dada, recibida o alcanzada; tan sólo se
sufre el proceso interminable, indefinidamente fantasmático de
la identificación148. En definitiva: la condena abstracta del homo
superstitiosus, repetida in aeternum, no hace sino proclamar la
fidelidad del resto de la comunidad de creyentes; como todo dis-
curso demonizado, el discurso antisupersticioso obligaba a ele-
gir de bando, no admitía neutralidades149. Es por ello que lo im-
portante no era tanto reprimir efectivamente, cuanto hacer saber
que se estaba encargado del poder de designar y reprimir150. El
homo superstitiosus estaba allí como sujeto en permanente pro-
ceso de constitución, como espejo perpetuo para los buenos cris-
tianos. Es un otro demonizado, pero es un otro cotidiano, fami-
liar, informal. Por ello, el aragonés Gaspar Navarro titulará su
manual Tribunal de superstición ladina:
“ es un enemigo chiquito, y malicioso, que aunque de cuerpo
breue, con su grande astucia la destruye, royendo con silen-
cio (...) que con la veneración que le deuo al sacro Texto, le
entiendo de los pecados de Superstición Ladina, que con mas-
cara de virtud, y religioso culto, engañan tantas almas, hasta
roer en la Religión, y Fe, sagacidad figurada en la çorra,
que sabe agazaparse, y coserse con el suelo, para burlar los
ojos mas solicitos”151.
Por ello, también, se pregunta Martín de Castañega “por qué
permite Dios que en el mundo haya judíos, moros, gentiles y he-
rejes”. El franciscano responde en su Tratado de las supersticio-
nes y hechicerías:
“E las razones que mas al proposito hacen son estas: la pri-
mera, para confirmar la fe de los flacos, porque muchos ay
que son catolicos en que no tienen error en su entendimiento,
mas no tienen arraigadas algunas verdades catolicas como
ellos desean, y los tales, viendo la confesion de los que han
sido engañados, y las illusiones del demonio, confirmanse en
la fe, y retornanse de tibios, fervientes. La segunda es por
manifestar la fe de los firmes y fundados en la fe; asi se lee
de Job, que fue tentado y maltratado del demonio. E como
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c u -tr a c k dice San Pablo: bien es que aya heregias, para que los firmes .d o
c u -tr a c k

y aprobados sean conocidos”152.


Al decir de Juan de Horozco y Covarrubias en su Tratado de
la verdadera y falsa prophecia (Segovia, 1588), “la luz se conoce
mejor, conocidas las tinieblas”153.
Para justificar la caracterización del homo superstitiosus
como un ser próximo y a la vez diferente, como un otro-entre-no-
sotros, el discurso antisupersticioso insertará su lucha en el tiem-
po largo de la historia de salvación. Para ello, relacionará explí-
citamente las supersticiones profanas con la idolatría. Hasta que
la encarnación del verbo divino inició la derrota definitiva del de-
monio, Satanás señoreó en el mundo con escasas limitaciones.
Para oponerse a los designios de Dios, para hacer realidad su
anhelo de recibir honores divinos, el demonio creó los falsos dio-
ses, los ídolos, las religiones vanas de la gentilidad. La expansión
del cristianismo redujo la idolatría a regiones apartadas del orbe.
El ángel caído decidió ofrecer entonces una resistencia última y
desesperada. En el seno de una sociedad de bautizados, inventó
las supersticiones no cultuales, su nueva arma en la lucha perpe-
tua contra la divinidad.
A consecuencia de su capacidad para producir meta-narracio-
nes, Alain Boureau caracterizó al cristianismo como un
“événement sans fin”. Una de las originalidades del cristianismo
reside en que se funda en un relato, antes que en preceptos. Los
preceptos, el dogma, los ritos, deben pasar por la interpretación
de un relato, el de la Encarnación: el hijo de Dios se hizo hom-
bre y habitó entre nosotros por un breve período. El verbo-encar-
nado enseñó mediante narraciones –las parábolas–, a su vez re-
cogidas por otras narraciones –los Evangelios–. Pero estos tex-
tos son breves, ambiguos, discordantes. Hasta el siglo XVI la
construcción del cristianismo pasó por la elaboración de nuevos
relatos capaces de desarrollar el mensaje incompleto, integrando
las preocupaciones del momento154. Pero la imperfección de cada
copia del relato original impedía la duplicación del gran evento
de la historia salvífica, condenando al cristianismo a una evoca-
ción sin fin de la elusiva narración inicial155.
Para justificar la construcción de la difusa otredad cotidiana
del homo superstitiosus, “la superstición ladina”, el discurso
antisupersticioso recurrió con frecuencia a estos relatos ausen-
tes156. Un ejemplo extraordinario se encuentra en el De correctione
rusticorum de Martín de Braga (c. 572). En su afán por desterrar
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c u -tr a c klas prácticas supersticiosas, el autor desarrolla una verdadera y. d o c u - t r a c k . c
compleja cosmología157. Comienza con la creación del universo
y con la caída de los ángeles malos: “& ille qui erat primus
Archangelus perdita luce gloriae, factus est tenebrosus &
horribilis Diabolus. Similiter & illi Angeli qui consentientes illi
cum ipso de Caelo projecti sunt, perdito splendore suo facti sunt
daemones”158. Luego del diluvio, los hombres se multiplicaron
con rapidez (“et cum coepisset multitudo subcrescens mundum
implere”). Al poco tiempo, se olvidaron de Dios y comenzaron a
adorar a las criaturas: “alii adorabant Solem, alii lumen vel stellas,
alii ignem, alii aquam profundi, vel fontes aquarum, credentes
haec omnia non a Deo esse facta ad usum hominum, se ipsa ex
se orta de sese”159. En este momento del relato de Martín de Bra-
ga, reaparece el demonio: “Tunc diabolus, vel ministri ipsius
daemones, qui de Caelo dejecti sunt, videntes ignaros homines,
dimisso Deo Creatore suo per creaturam servire coeperunt. Sed
illi in diversas formas ostendere se, & loqui cum eis”160. Los de-
monios aprovecharon las debilidades humanas: se aparecieron a
los hombres, les hablaron de diferentes maneras, para reforzar la
idolatría y utilizarla en su propio beneficio. Su mayor burla con-
sistió en convertir en dioses a hombres incestuosos, lujuriosos,
violentos, ladrones. Este fue el origen de Júpiter, Juno, Mercu-
rio, Minerva, Venus. Sin solución de continuidad, el discurso de
Martín de Braga pasa luego de la idolatría pagana a las supersti-
ciones no cultuales existentes en su época: la celebración de las
calendas y festividades paganas, la observación de agüeros y pre-
sagios, la adivinación del porvenir161. Viendo a los hombres en-
gañados por la idolatría y supersticiones diabólicas, la divinidad
decidió enviar a su Hijo a la tierra para destruir el reino del de-
monio. En su afán por extirpar pequeñas prácticas supersticiosas,
el obispo de Braga alteraba así, sustancialmente, el sentido ori-
ginal de la encarnación del verbo: “Pro quo etiam causa, dum
vidisset Deus miseros homines ita a diabolo, & ab Angelis eius
malis inludi, ut obliviscentes creatorem suum, pro Deo daemones
adorarent, missit filium suum, id est, Sapientiam, & Verborum
suum, ut illos ad cultum veri Dei de diaboli errore reduceret. Et
quia non poterat divinitas filii Dei ab hominibus videri, accepit
carnem humanam. Natus est filius Dei (...) foris autem visibilis
homo praedicavit hominibus, docuit illos, ut relictis idolis, &
malis operibus, de potestate diaboli exirent, ad cultum creatoris
sui revertentur”162. Cristo fue enviado para luchar contra las ido-
latrías y supersticiones. El meta-relato de Martín de Braga iden-
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c u -tr a c ktificaba su propia lucha pastoral con la mismísima gesta cósmi-. d o c u - t r a c k . c
ca del Verbo encarnado.
En el siglo VI, las idolatrías paganas y las supersticiones pro-
fanas constituían todavía en la práctica una misma categoría163.
Pero durante la modernidad clásica, los reprobadores de supers-
ticiones pudieron construir una nueva versión del “événement
sans fin”, un nuevo relato que diferenciara con mayor claridad
el otro-externo (el idólatra), del otro-interno (el supersticioso)164.
Pedro Ciruelo afirmaba, en su Reprobación de las supersticiones
y hechicerías, que Dios envió a su Hijo “para que combatiesse
con el diablo y lo echasse del mundo como a tirano y falso se-
ñor”165. Pero el demonio no se dio por vencido: si el cristianis-
mo arrinconó la idolatría, la superstición buscó minar la fortale-
za cristiana desde el interior. He aquí la nueva versión del meta-
relato:
“Mas aun por esta victoria que Iesu Christo tuuo contra el
diablo: el no se humuillo ni perdio su soberuia contra Dios:
ni su mala voluntad contra los hombres: antes perseuera
simpre en aquella eleuacion que tuuo al principio del mundo:
en querer ser como dios adorado y seruido de los hombres,
diziendo ‘quiero ser semejante al altissimo dios: por esso
despues que cesso en el mundo la ydolatria clara y manifiesta,
y magino y hallo otra manera de ydolatria cubierta y disimu-
lada en que los christianos le siruiessen y adorassen como a
dios. Esta manera es de las supersticiones y hechizerias: que
todas ellas son especies de ydolatria, aunque lleuen algun
color de sanctidad y honestidad: para que no se parezca lue-
go su engaño y maldad. Esta es luego la principal causa: por-
que el demonio hallo estas malditas hechizerias: que es por
ver si por engaños podria tomar a reynar en el mundo sobre
los hombres”166.
Esta interpretación de la historia de salvación, traslada la ges-
ta cósmica de los orígenes a la vida cotidiana de la república cris-
tiana. Tras el fracaso de la idolatría, el homo superstitiosus es el
nuevo agente del demonio, es su nueva quinta columna: el otro-
está-ahora-entre-nosotros, mucho más cerca de lo que imagina-
mos. No es necesario trasladarse ya a las Indias, al Japón, a las
lejanas tierras de los hiperbóreos.
Martín del Río reproduce el mismo relato en las primeras
páginas de las monumentales Disquisitionum magicarum libri
sex. Antes de la venida salvadora de Cristo, “idolatria totum pene
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c u -tr a c korbe occupabat”. ¿No había entonces por doquier una gran mul-. d o c u - t r a c k . c
titud de demonios que hablaban en estatuas y se dejaban ver en
forma de varones y mujeres? Desde que nació Jesús, la idolatría
persiste allí donde todavía no se ha anunciado el Evangelio. En
cambio, en las regiones que han recibido la fe de Cristo no im-
peran las idolatrías, sino las supersticiones mágicas y las herejías:
“quibus vero regionibus semel recepta Euangelii praedicatio
refrixit, vel variis errorum maculis obsoleuit, vel ab haeresibus
opressa penitus elanguit, ut in Africa & Asia inter Mahumeta-
nos; in Germania, Gallia & Brittania inter haereticos; in Italia
et aliis locis, inter Catholicos plane languidos, quos Polyticos
vocant, iisdem quoque in locis Magica superstitio nimis
inualuit”167.
Gaspar Navarro enriquece la meta-narración con algunos ele-
mentos curiosos. Con inusual franqueza, el autor reconoce en el
prólogo del Tribunal de Superstición Ladina, que la extremada
dureza de la represión contra moriscos, judaizantes y luteranos,
dejó a la España barroca sin enemigos interiores. La superstición
–astuta y ladina–, ha quedado como el último bastión interior del
Enemigo, como el último otro-entre-nosotros:
“Nunca mas floreciente la viña que Dios planto de su mano,
y secundo con el riego de su sangre, se vio en España, que
en estos nuestros siglos dorados en la Fe, sino muy ricos en
oro. No ya el morisco concibe, como si fuera jauali, vendi-
miar puede alguna parte della. Ni el Iudio desperdiciar raci-
mos mejores que aquellos de Engadi, como hambriento perro
insaturable. Porque nuestros Catholicos Reyes, zeladores de
la honra de Dios, desterrando los vnos, y los otros, aseguran
a la viña su lozania, su verdor, y fruto. No tampoco los here-
jes perfidos, maltratarla procuran como lobos. Que la doctri-
na solida de los Doctores de España, no dexando nacer He-
reje alguno, les escusa la muerte en la batalla. Entre tanto
seguro solo le queda, a nuestra viña hermosa, a nuestra Igle-
sia santa, un enemigo chiquito, y malicioso que aunque de
cuerpo breue, con su grande astucia la destrtuye, royendo en
silencio. Que con la veneracion que deuo al sacro Texto, le
entiendo de los pecados de Supersticion Ladina, que con
mascara de virtud, y religioso culto, engañan tantas al-
mas”168.
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c u -tr a c k La idolatría no es la única otredad absoluta con la que suele. d o c u - t r a c k . c
relacionarse al homo superstitiosus en los manuales de reproba-
ción de la modernidad temprana. Más sutil aun es la relación con
una de las últimas construcciones totalizantes ofrecidas por el
cristianismo: el sabbat, la conjura de las brujas maléficas. La
Contrarreforma barroca gustaba mirarse con deleite en el espejo
invertido de la blasfema asamblea nocturna. Desde fines del si-
glo XVI, el aquelarre se parece cada vez más a una misa paródica.
Autores como Henri Boguet o Pierre de Lancre utilizaban el
sabbat como un argumento más en la polémica anti-protestante:
la sola elección del sacrificio eucarístico como objeto de burla,
por parte del demonio, revela el carácter verdadero y sagrado de
los sacramentos católicos. Satanás no habría nunca elegido cere-
monias falsas para parodiar el culto del dios verdadero169. Los du-
ques de Baviera, baluartes de la Contrarreforma, escribieron con
su propia sangre cartas a la Virgen de Altötting –contrapartida de
los pactos de fidelidad al demonio sellados con la sangre de los
brujos–170.
Los homines superstitiosi no fueron entonces, tan sólo, los
sucesores interiores de la idolatría derrotada. Fueron también una
lítote del sabbat de las brujas, una versión atenuada de la más ra-
dical de las otredades interiores creadas por la cultura cristiana.
Como sostenía el franciscano Martín de Castañega, en su Tratado
de las Supersticiones y Hechizerias, dos grandes grupos de mi-
nistros conformaban la iglesia diabólica. Por un lado, quienes
signaban pactos expresos con el demonio: “con palabras claras
y formales, renegando de la fe, hacen nueva profesion al demo-
nio en su presencia, que les aparece en la forma y figura que el
quiere tomar”171. A este primer grupo de ministros diabólicos
pertenecían las brujas: “y estos (...) que por pacto expreso estan
al demonio consagrados, se llaman por vocablo familiar brujos
o jorguinos”172. El segundo grupo de fieles de la iglesia diabóli-
ca lo conformaban quienes sellaban pactos tácitos o implícitos
con el demonio. A esta estirpe pertenecían los hombres supers-
ticiosos: “y estos son los que tienen pacto oculto y secreto con
el demonio, porque en aquella creencia y confianza, que en ta-
les execramentos, cerimonias y supersticiones tienen, se encie-
rra la apostasía de la fe de Cristo”173. Brujas y supersticiosos in-
tegraban por igual la contra-iglesia diabólica. Ambos grupos eran
ministros del demonio.
La bruja es también un otro-entre-nosotros. Un terror apoca-
líptico se desprende de los tratados de demonología. El Malleus
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c u -tr a c kMaleficarum crea la imagen de un mundo totalmente infectado. d o c u - t r a c k . c
por las brujas de Satán174. Pierre de Lancre rebasa todos los lími-
tes. Ya no es posible creer ni a los propios sentidos. El demonio
fabrica simulacra, imágenes perfectas de los brujos y brujas, que
sirven como coartada cuando asisten al sabbat. Ni sus más cer-
canos familiares pueden reconocer el engaño diabólico. Cualquier
persona podría encontrarse en el sabbat, aun cuando sus relacio-
nes más cercanas creyeran verlos durmiendo en sus lechos175.
Pierre de Lancre invierte el razonamiento de los reprobadores de
supersticiones: los demonios, expulsados del Japón y de las In-
dias por los misioneros, fueron vistos retornando masivamente al
continente europeo176.
No existen aquí contradicciones con el discurso antisupers-
ticioso. Aunque por razones diferentes, brujas y homines supers-
titiosi atacan desde adentro, están en cualquier parte, reemplazan
a la idolatría derrotada, pueden esconderse detrás de cualquiera
de los homines catholici. Los exabruptos del discurso demono-
lógico no son sino un ejemplo extremo de una sensación pecu-
liar, típica del Renacimiento tardío y del primer barroco: Euro-
pa es una ciudad sitiada177. Los enemigos de la cristiandad abun-
dan por doquier. La polémica anticatólica difundió la sospecha
de que el propio pontífice romano era el Anticristo. La iconogra-
fía luterana representaba al demonio con la tiara papal178. El pro-
pio arzobispo de Toledo, Bartolomé Carranza, fue apresado por
la Inquisición española sospechado de herejía. Este hecho, y el
descubrimiento de los conventículos luteranos en Sevilla y Va-
lladolid, generó una psicosis colectiva en Castilla179. Con salva-
jes persecuciones de brujas como telón de fondo, hubo quien su-
girió que el emperador Rodolfo II era también un mago y hechi-
cero180. En este contexto, se comprende mejor la frase atribuida
a Felipe II: si su propio hijo fuera un hereje, el monarca sería el
primero en acercar la leña verde para la hoguera del suplicio. ¿Por
qué no podía ser luterano el heredero de la monarquía católica,
si el Papa, el Emperador, el Arzobispo de Toledo, habían sido
acusados de delitos aun más graves?
La caracterización del homo superstitiosus como una versión
moderada del otro interno, frente a la versión radicalizada repre-
sentada por la conspiración de las brujas, ayuda a comprender un
aspecto curioso del discurso antisupersticioso español de la mo-
dernidad temprana. En un contexto teológico escéptico, en una
comunidad de teólogos españoles que mayoritariamente no creen
en la realidad de los hechos atribuidos a las brujas, los reproba-
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c u -tr a c kdores de supersticiones se encuentran entre el grupo pequeño de. d o c u - t r a c k . c
tratadistas que defienden la realidad del aquelarre y de los vue-
los nocturnos. Pedro Ciruelo, Martín de Castañega, Martín del
Río, Francisco Torreblanca Villalpando, Gaspar Navarro, Fran-
cisco de Blasco Lanuza: todos ellos reprueban supersticiones y
defienden la realidad de la conspiración de las brujas.
Resulta ahora más sencillo explicar la peculiar estructura de
algunos tratados antisupersticiosos. Acostumbrados a analizar los
aspectos semánticos de los discursos, la historia intelectual ha ol-
vidado que, a menudo, la manera en la que el texto se arma con-
tribuye a la generación de sentido. Las consideraciones lexicales
y semánticas nos han hecho olvidar el interés que poseen la sin-
taxis y la forma181. Si bien es heurísticamente necesario alejarse
de la superficie, ello no debe conducirnos a ignorar ese aspecto
esencial del funcionamiento de los discursos182. El Tratado de las
supersticiones y hechicerías, del franciscano Martín de Castañe-
ga, es un ejemplo paradigmático de la utilización de la organiza-
ción interna de los discursos como mecanismo de generación de
significados. El manual antisupersticioso de Castañega posee
veinticuatro capítulos. Los mismos se suceden sin solución de
continuidad: no existen partes, libros, secciones, que impliquen
algún corte entre los mismos. Los primeros once capítulos son
una descripción detallada de la contra-iglesia diabólica. Si bien
el modelo de iglesia invertida es antiguo, la experiencia personal
de Castañega otorga a esta descripción algunas peculiaridades. El
franciscano habría trabajado para el Santo Oficio en la represión
de un brote brujeril ocurrido en Navarra en la segunda mitad de
la década de 1520183. La contra-iglesia que describe el Tratado en
sus primeros once capítulos es, en definitiva, un aquelarre
brujeril. El demonio desea ser adorado como Dios184. Por lo tanto,
“dos son las iglesias y congregaciones de este mundo: (...) la
iglesia diabolica es generalmente toda la infidelidad que esta
fuera de la iglesia catolica”185. Así como existen sacramentos en
la Iglesia Católica, existen execramentos en la Iglesia diabóli-
ca186. De acuerdo con Castañega, “los ministros destos execra-
mentos diabólicos son todos los que por pacto expreso u oculto
estan al demonio consagrados y dedicados”187. De estos minis-
tros hay más mujeres que hombres, “porque mas ligeramente son
engañadas por el demonio (...), porque son mas curiosas”188. Los
consagrados al demonio pueden andar por los aires189 y adoptar
diversas figuras190. En la Iglesia diabólica, “el demonio, que es
tirano y señor que de sus subditos hace burla y escarnio, no resta
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c u -tr a c ksalvo que le besen en la parte y lugar mas deshonesto del cuer-. d o c u - t r a c k . c
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po” . Los ministros del demonio le ofrecen como sacrificio ni-
ños pequeños192. La familiaridad con el demonio puede heredar-
se193. Satanás conoce carnalmente a sus seguidores: “con las
mujeres participa tomando cuerpo de varon, y con los hombres
tomando cuerpo de mujer (...), como los demonios suelen ser
incubos y sucubos”194. Luego de la descripción de la Iglesia dia-
bólica, para lo cual Castañega ha utilizado elementos clásicos del
sabbat brujeril –vuelos nocturnos, sacrificios de niños, el óscu-
lo infame, la cópula indiscriminada–, el franciscano inicia, sin
que medie ninguna advertencia, la descripción de las más comu-
nes supersticiones no cultuales. Del capítulo doce al veinte, se re-
prueba la creencia en los saludadores, en el tacto real, en el ao-
jamiento, en las nóminas, la utilización de maleficios, la excomu-
nión de langostas y alimañas, el conjuro de nubes y tempestades,
los exorcismos populares. La peculiar organización adoptada por
Castañega para su tratado, conforma un suave continuo que des-
liza al lector de la descripción de la contra-iglesia diabólica a las
inofensivas supersticiones profanas. El homo superstitiosus –
como las xorguinas y los brujos–, son dos formas de la solapa-
da otredad que anida en el seno de la comunidad de creyentes.
Castañega lo había sugerido con claridad cuando afirmaba que
“la iglesia diabolica es generalmente toda la infidelidad que esta
fuera de la iglesia catolica”. También, al asegurar que “los mi-
nistros destos execramentos diabólicos son todos los que por
pacto expreso u oculto están al demonio consagrados y dedica-
dos”, ya que las supersticiones implicaban siempre, desde el pun-
to de vista teológico, pacto tácito o expreso con los malos espí-
ritus. El homo superstitiosus es la versión moderada de la bruja,
otredad radical que no admite reconciliación posible con la Igle-
sia cristiana.
Lo afirmado para el tratado de Castañega puede extenderse a
los manuales de Pedro Ciruelo, Martín del Río y Gaspar Nava-
rro. Si bien la Reprobacion de supersticiones y hechizerias de
Ciruelo dedica un sólo capítulo a las “bruxas y xorguinas”, el
mismo es sugestivamente el primero de toda la serie. Luego si-
guen una extensa lista –más completa que la de Castañega– de
supersticiones profanas y no cultuales: amuletos, recetas popu-
lares, infinitas variantes de prácticas adivinatorias. La estructu-
ra del manual de Gaspar Navarro, el Tratado de supersticion la-
dina, resulta curiosa en extremo. Las primeras diecisiete dispu-
tas establecen con claridad los alcances del poder real del demo-
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c u -tr a c knio. Se incluyen indicaciones para descubrir los engaños e ilusio-. d o c u - t r a c k . c
nes de Satán. En la disputa dieciocho comienza la descripción de
“las especies de supersticiones diabolicas”195. Precisamente, la
disputa que sigue se titula: “contra la nigromancia de brujas y
brujos”196. Una vez más, la enumeración de prácticas y creencias
concretas se inicia con la descripción del sabbat brujeril, enrique-
cido en 1630 –un siglo después del tratado de Castañega– con los
detalles de la abundante literatura demonológica producida en el
siglo XVI. Sin ninguna otra indicación, los apartados veintidós
y veintitrés se dedican a reprobar prácticas realmente existentes:
las ligaduras que provocan impotencia197 y los remedios supers-
ticiosos198. De allí en más, la lista de creencias y costumbres re-
probadas continúa hasta finalizar el libro.
En lo que respecta a las Disquisitionum magicarum de Mar-
tín del Río, el extenso libro II –del total de seis con que cuenta
la obra–, dedicado a la magia demoníaca, es considerado por el
propio autor como la parte fundamental de toda la obra199. El li-
bro I se dedica a la magia natural, y los libros III y IV a los ma-
leficios y vanas observancias –es decir, a las supersticiones no
cultuales descriptas por los otros reprobadores–. Una vez más se
cumple el patrón: la extremista conspiración demoníaca de bru-
jas y brujos antecede a la descripción de las más anodinas supers-
ticiones profanas.
Las dos versiones del otro-entre-nosotros son dos variantes de
un mismo fenómeno. Sólo que el homo superstitiosus es una
lítote de la bruja sabática. Según Oswald Ducrot, el oyente sólo
busca una lítote cuando la utilización de un enunciado más fuerte
tiene algo de desplazado, de inconveniente, de reprensible200. En
el caso que nos ocupa, el problema del sabbat es su extremada
inestabilidad como construcción ideológica201. Sus debilidades
residen en la radicalidad de la descripción de la asamblea noctur-
na de las brujas. Cuanto más perfecta es la inversión de un orden,
menos creíble resulta202. La brujería fue, de hecho, el más extre-
mo ejemplo de inversión jamás pensado por la cultura occiden-
tal203. Las virtudes del homo superstitiosus como espejo inverti-
do, como un otro-entre-nosotros, como mecanismo permanente
de presión hegemónica desde el interior del sistema, resultan por
comparación evidentes. El modelo cristiano de superstición so-
brevivió mucho después de que se apagaran en Occidente las úl-
timas hogueras.
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c u -tr a c k4. A modo de conclusión: .d o
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el otro-en-nosotros o el estallido del espejo


Los reprobadores de supersticiones parecían regodearse con
la yuxtaposición de las más diversas otredades. De esta manera,
el catolicismo romano definía con mayor claridad su propia pu-
reza y ortodoxia. Para Martín de Castañega, los sacrificios de
niños en el aquelarre brujeril eran equivalentes a los sacrificios
humanos de los aztecas: “agora por sus ministros lo mesmo tra-
baja, como dicen que se hacen entre los idolatras de la Nueva
España, y donde esto publicamente no se puede hacer, como es
entre los cristianos, hace que los ministros (...) maten niños,
como hacen muchas parteras brujas, o chupen sangre huma-
na”204. Juan de Horozco y Covarrubias compara las fingidas me-
tamorfosis de los brujos con las transformaciones atribuidas a los
hiperbóreos y a los aborígenes americanos: “y de esta manera se
hazen las conuersiones que se fingen de las bruxas, y lo que se
usa entre algunos Indios, convirtiendose como ellos dizen en
zorras, y lo que cuenta Plinio de los que se conuertian en lobos
(...). Y tambien Olao Magno cuenta de aquellas gentes septen-
trionales semejantes historias”205. Martín del Río es particular-
mente propenso a estos juegos polisémicos. Como en una gale-
ría de espejos deformantes, cada imagen refuerza, potencia y con-
tribuye a generar la siguiente. Así, Mahoma fue hereje pero tam-
bién fue mago (“Machometus haeriticus fuit, sed & Magus”)206.
Las combinaciones son infinitas: husitas, luteranos, brujos
(“inuaserunt prius Bohaemiam Hussitae, postea Germaniam
Lutherani: illos quanta maleficorum vis fuerit subsecuta,
Sprengerus & Niderius docuerunt”)207; herejes, magos, ateos
(“quare omnem haeresim necesse est, nisi ad eam religionem
unde egressa est mature reuertatur, aut in magicas artes, aut in
extrema atheismi impietatem degenerare”)208; valdenses, brujos,
calvinistas (“quotquot in alpinas regiones vicinas heluetiis
incolunt, raras illic feminas maleficii expertes (...) quam quod in
hanc vsque horam valdensium reliquiae nefariae, illic, ut in
spelaeis, occultatae haeserunt (...). Nihil hanc pestem celerius &
uberius propagauit, quam dira caluinismi lues”)209. El modelo
especular es flexible. Del Río puede incluir con facilidad a los
líderes calvinistas de los Países Bajos: los célebres gueux arra-
saron todo a su paso como orugas en el luteranismo, calvinismo,
anabaptismo; al tiempo que en las regiones del norte pululaban
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c u -tr a c kbrujas, ateos y políticos, tantos que los católicos verdaderos re-. d o c u - t r a c k . c
sultaban imperceptibles (“vidimus olim florentes Belgae, Geusios
Caluinismo, Lutheranismo, & Anabaptismo erucarum instar
cuncta depascentes. Vidimus (...) varia locustarum sortiariarum
examina totum Septentrionem depopulantia. Videmus crescere
numerum atheorum siue polyticorum (...) & veri Catholici, ipsa
paucitate plane nulli queant videri”)210. Del Río atribuye a las
reuniones de los gueux calvinistas carácter orgiástico, como el
sabbat de las brujas (“nostrorum Geusiorum Orgiis simillima”)211;
y compara un párrafo de las Cartas Peruanas de los misioneros
jesuitas con un fragmento de la Demonolotría del cazador de bru-
jas Nicolás Remy: las ceremonias de los aborígenes andinos se
interpretaban a la luz de las prácticas brujeriles212. Musulmanes,
herejes, magos, brujos, valdenses, calvinistas, anabaptistas, ateos,
los gueux, los indios del Perú: cada uno de estos códigos son ex-
presiones alternativas de las mismas oposiciones binarias. Cada
uno de ellos es una transformación en potencia de cualquiera de
los otros213.
El homo superstitiosus no fue el único otro-entre-nosotros
que los teólogos católicos construyeron en la modernidad clási-
ca europea. La cultura de la taberna, de los juegos y blasfemias,
la cultura de la plaza pública y del carnaval, fueron demonizados
en igual medida por predicadores católicos y protestantes. Un
fragmento extraordinario del Patrocinio de angeles y combate de
demonios, de Francisco de Blasco Lanuza, construye un elabo-
rado paralelo entre la Iglesia de Cristo y la Iglesia de los jugado-
res, sacerdotes del demonio. Los juegos de azar conforman una
parodia invertida de la misa católica. Blasco Lanuza otorga la
palabra a Lucifer:
“Ordeno a todos los jugadores, por Sacerdotes míos, para
hazer ventaja en esto, a los que la Iglesia de Christo ordena;
pues los suyos, son varones, y pocos; los míos seran muchos,
viejos, jouenes, mugeres y niños, de tal modo que todos los
jugadores sean Sacerdotes del Demonio (...). Dispongo, dixo
Lucifer, que la Missa se diga con este orden. Su introyto
sera, cuando se combida, y induze al juego, exortando a que
se junten en el Altar del diablo, diziendo, vamos a jugar un
rato: volumus modicum ludere; & respondent, volumus. Y
responderan los compañeros, vamos de muy buena gana,
passaremos un rato de tiempo, con buen humor. Quiero, que
en lugar de Gloria in excelsis Deo, digan mis Sacerdotes ju-
gadores, quando pierden, maldiciones contra Dios, contra la
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c u -tr a c k Virgen, contra los Angeles, y Santos, blasfemando, con impa- .d o
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ciencias; estos seran los tonos de mi gloria. Quiero que en


lugar de Dominus vobiscum, digan mis Presbyteros; oxala
viuays con las bestias, en el nombre del diablo. Es mi volun-
tad, que en lugar de las Cruzes, que hazen los Sacerdotes de
Christo, sobre la Hostia, y el Caliz, los míos den puñadas a
los dados, y naypes, con rabia, por perder su dinero. Es de
mi gusto, que en lugar del Euangelio, que significa buena
embaxada, digan mis ministros, pierdo en nombre del diablo;
y que anuncien infelices suertes a sus compañeros. Quiero,
que en lugar de la Transustanciacion, en la cual se passa la
sustancia de pan, en cuerpo de Christo, se hagan transmuta-
ciones de los dineros, passandose de una a otra mano. De-
claro, que en lugar de la eleuacion que hazen del cuerpo de
Christo sus Sacerdotes, leuanten los míos los dados y
naypes”214.
Las semejanzas formales entre el sabbat y el carnaval fueron
advertidas con frecuencia por los especialistas215; también entre
el sabbat y el charivari216. Los mismos motivos, similares patterns
de inversión, informan ambos fenómenos217. Si el carnaval pare-
cía consistir en una inversión del modelo de los siete pecados
capitales –la gula, la lujuria, la ira desenfrenadas–, el sabbat con-
formaba una severa inversión del modelo de los diez mandamien-
tos –amarás y adorarás al demonio, harás el mal y dañarás al pró-
jimo–218. Durante mucho tiempo tolerados, los excesos de las
inversiones carnavalescas fueron demonizados por los ascetismos
puritanos y contrarreformistas219. En los siglos XVIII y XIX, la
taberna como iglesia del demonio, como baluarte de Satán, cons-
tituirá uno de los más frecuentes lugares comunes utilizados por
las campañas reformistas metodistas220.
La cultura renacentista y barroca construyó innumerables
otros-entre-nosotros como herramientas omnipresentes de control
social, como mecanismos internos de presión hegemónica –la
bruja, el homo superstitiosus, los blasfemos, los jugadores y be-
bedores, los fornicadores221, los bígamos222–. Sólo quedaba un
paso por dar: algunos creyeron poder encontrar el otro-EN-noso-
tros. Los místicos radicales avanzaron con audacia por este ca-
mino. El atormentado jesuita Jean-Joseph Surin es un ejemplo
extremo223. En 1634 se hizo cargo del convento de Ursulinas de
Loudun, en el que las posesiones diabólicas afectaban a diario a
las religiosas224. En 1636 regresó a Burdeos derrotado. Vivió los
últimos veinte años de su vida en virtual estado de insanidad.

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