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24 de junio de 2016,

El Perú es un buen ejemplo de las tendencias de expansión minera ocurrida en las dos últimas décadas. Además, es un país en el cual la
minería juega un rol gravitante en su economía: como se puede apreciar en el siguiente cuadro, el Perú se ubica en lugares expectantes en el
ranking de producción de los principales productos mineros.

Son casi veinte años de expansión continua de la minería: en 1993, con la entrada en producción de la Minera Yanacocha -que se convirtió
desde hace dos décadas en la principal mina de oro de América Latina-, se inició formalmente una etapa de expansión productiva y de
inversiones a lo largo y ancho del territorio peruano.

Una serie de factores externos e internos estuvieron a la base de este proceso de expansión: necesidades de incremento de reservas de la
industria minera a nivel global, aumento de las cotizaciones de los principales metales, mercados financieros dispuestos a respaldar grandes
inversiones, reformas estructurales que, como en el caso del Perú, buscaron generar condiciones atractivas para los inversionistas; son algunos
de los factores que jugaron a favor del nuevo ciclo expansivo.

Lo cierto es que la minería en el Perú comenzó a crecer a tasas importantes: en la primera mitad de la década del 90, el Producto Bruto Interno
de la minería metálica se expandió a una tasa promedio de 7.1% y en la segunda mitad a una tasa de 9.1%. Los picos de expansión fueron
alcanzados el año 1993, 1994, 1997 y 1999, con tasas de crecimiento de dos dígitos: 10.9%, 15.2%, 10.8% y hasta 16%.

En este contexto de expansión, el peso de la minería en la economía peruana comenzó a ser cada vez más gravitante. Las cifras globales
muestran que la minería llegó a representar el 15% del Producto Bruto Interno el año 2005 y en la actualidad representa algo más del 12%. Al
mismo tiempo contribuye con algo más del 60% de las exportaciones peruanas y da cuenta del 21% del stock de Inversión Extranjera Directa.

El marco legal e institucional vinculado a la minería en el Perú

Precisamente, desde inicios de la década del 90 del siglo pasado se fue construyendo en el Perú un marco legal e institucional que tuvo como
objetivo crear condiciones extremadamente favorables para las inversiones en sectores como el minero. La liberalización de la economía y las
reformas estructurales fueron procesos que se desarrollaron en una multiplicidad de escenarios y por supuesto el entorno internacional también
jugó un rol determinante.

En este proceso, por ejemplo el papel y las condiciones del Banco Mundial (BM) en sus préstamos fueron factores determinantes: un
componente central en la reforma fue lo que el BM definió como los ajustes sectoriales. En el nuevo modelo y en la propuesta del ajuste sectorial
del BM, el potencial de crecimiento de la economía peruana, a mediano y largo plazo, descansaba sobre dos fundamentos: en primer lugar un
flujo de capitales privados incentivados por tasas de interés altas, ausencia de restricciones para las inversiones y para las transferencias de
sus ganancias al exterior. En segundo lugar, la modernización y el desarrollo de las exportaciones del sector primario: minería, pesquería,
petróleo y gas.

¿Cómo se fue armando el andamiaje para este proceso funcione? La Ley General de Minería [1] y la propia Constitución Política de 1993,
fueron el andamiaje principal de normas que le dio garantías y estabilidad jurídica y tributaria a las empresas extractivas. Al mismo tiempo,
fueron normados diferentes procedimientos relacionados con la minería, en particular todo lo relativo al régimen de concesiones. Todas estas
disposiciones, modificaron la Ley General de Minería precedente del año 1981 y fueron incorporadas el año 1992 en el Decreto Supremo Nº
014-92-EM.

Mientras que la minería aumentaba en importancia y eran priorizadas como actividades estratégicas en el Perú, los derechos de las poblaciones
rurales, sobre todo comunidades campesinas e indígenas, eran claramente afectados. Las modificaciones en la Ley de Tierras, la imposición
del proceso de servidumbre minera y otros reglamentos aprobados, buscaron favorecer las inversiones, al mismo tiempo que recortaban los
derechos de las comunidades.

Por otro lado, un marco de normas ambientales sumamente débil se consolidaba, caracterizado por la ausencia de un enfoque transectorial,
una precaria institucionalidad sin mayores recursos para liderar la gestión ambiental: sin mayores competencias, sin normas referidas a los
límites máximos permisibles de contaminación, pasivos ambientales mineros irresueltos y por supuesto con una total ausencia de adecuados
mecanismos de participación ciudadana, se ahondaban las asimetrías entre inversiones extractivas y la necesaria protección de los derechos
de las poblaciones.

Esta situación se mantuvo incluso con la posterior creación del Ministerio del Ambiente (MINAM), el año 2009.: la nueva autoridad ambiental
nació sin competencias en varios aspectos claves: la aprobación de los Estudios de Impacto Ambiental [3] y el tema del agua. Peor aún, en
lugar de ir logrando gradualmente mayor peso y gravitación en las decisiones de políticas públicas relevantes, el MINAM ha venido perdiendo
facultades desde su creación.

Por ejemplo, la aprobación de la ley 30230, el año 2014, limitó aún más las funciones del MINAM: el Organismo de Evaluación y Fiscalización
Ambiental (OEFA), creado en paralelo con el MINAM y adscrito a él, se ha visto limitado en sus funciones de evaluación, fiscalización y
eventualmente de sanción y en la actualidad se dedica sobre todo “a acciones prioritarias de educación y difusión de la normativa”.

Además, la ley 30230 (conocida en el Perú como el “paquetazo ambiental”) al buscar “mejorar y generar la confianza de los inversionistas”, le
quitó abiertamente facultades al Ministerio del Ambiente, por ejemplo, en materia de creación de áreas naturales protegidas, en el tema del
ordenamiento territorial, zonas ecológicamente económicas, límites máximos permisibles y estándares de calidad ambiental, que desde ahora
pasarán “a ser refrendados por el Presidente del Consejo de Ministros y con el voto del Consejo de Ministros”. Y en el caso de la evaluación de
los estudios de impacto ambiental, “se plantea establecer que las opiniones vinculantes y no vinculantes que requiera la entidad encargada de
la aprobación del Estudio de Impacto Ambiental, deberán emitirse en un plazo máximo de treinta (30) días hábiles; y si el funcionario encargado
no cumple, será considerada como falta grave “aplicable al régimen laboral al que pertenece”.

Por otro lado, los escasos mecanismos de participación ciudadana y consulta han sido también un tema de conflicto. Los mecanismos
existentes, leyes y reglamentos, siguen siendo sumamente restringidos y han terminado de configurar una caricatura de participación ciudadana
que presenta las siguientes limitaciones: (1) no existen mecanismos de participación ciudadana y acceso a la información en las fases de
entrega de concesiones ni antes de iniciar la etapa de exploración; (2) las poblaciones sólo son convocadas a audiencias informativas cuando
se va a aprobar el Estudio de Impacto Ambiental, es decir, antes de entrar a la fase de explotación y cuando casi todo ya está decidido; (3)
tampoco existe obligación alguna, por parte de la autoridad del Ministerio de Energía y Minas, de considerar los aportes que puedan haberse
formulado en las audiencias públicas.

Otro de los capítulos frustrados fue el de la ley de consulta para los pueblos indígenas. Luego de un importante trabajo de concertación, que
involucró a organizaciones indígenas, diferentes redes sociales y al propio Congreso de la República, se logró aprobar en el mes de agosto de
2011 la Ley de Consulta Previa para los Pueblos Indígenas al inicio del gobierno del presidente Humala. Sin embargo, el posterior reglamento
de la ley fue cuestionado por las principales organizaciones indígenas del país, señalando que afecta aspectos de la mencionada ley y que ha
terminado por desnaturalizarla.

Por otro lado, la campaña desatada por los gremios empresariales -sobre todo el minero-, contra la ley de consulta y en general contra cualquier
norma que implique mayores regulaciones sociales y ambientales, ha sido permanente. Los principales voceros de las empresas han buscado
que el gobierno retroceda, argumentando que este tipo de legislación “implica el riesgo de retrasar o detener el desarrollo del país”. Se ha
buscado contraponer los derechos de los pueblos indígenas con un supuesto interés nacional que en realidad es el interés de los inversionistas.
Este ha sido un argumento muy utilizado en las últimas décadas, cada vez que las comunidades han exigido ejercer el derecho a la consulta:
se dice “¿por qué poblaciones pequeñas tienen que decidir por proyectos que son de interés nacional?”.

El gran problema es que en un país como el Perú no se cuenta con políticas públicas que permitan presentar evidencias claras que tal o cual
proyecto responde al “interés de la Nación”. Precisamente, se debate sobre la necesidad de dotarnos de esos instrumentos y uno de ellos es
la consulta previa. La consulta, entre otras cosas, implica un diálogo intenso que ayudará a fortalecer las prácticas democráticas y la generación
de consensos. Uno de los lemas utilizados por las organizaciones de comunidades ha sido precisamente “a más consulta menos conflictos”.

Otra observación del Ejecutivo y de las propias empresas, cuestiona que las comunidades andinas sean pueblos indígenas. Además el Estado
peruano, según esta observación pretende reservarse la identificación de quiénes son los pueblos indígenas en contra de lo que señala
expresamente el propio Convenio 169 de la OIT. Este tipo de observaciones representan un peligroso retroceso que afectan las relaciones
entre el Estado peruano y los pueblos indígenas. La Coordinadora Nacional de Derechos Humanos del Perú ha señalado su rechazo a las
observaciones presentadas y espera que se implemente “una Ley de Consulta Previa que respete los derechos de los pueblos indígenas,
vigentes en la Constitución del Perú y en el Convenio 169 de la OIT”. En la actualidad el proceso se encuentra entrampado.

Algunas reflexiones finales sobre el marco legal e institucional vinculado a la actividad minera

Los conflictos sociales vinculados a la minería son una clara muestra que el andamiaje legal e institucional construido para la expansión y el
funcionamiento de la minería en las dos últimas décadas, está agotado. El funcionamiento del modelo extractivista minero viene afectando
derechos económicos, sociales, culturales y ambientales y produce una alta conflictividad. Esta es una tendencia de características globales y
no es algo que solamente ocurra en el Perú.
Pese a algunos intentos de reformas el modelo mantiene los pilares fundamentales. Un marco legal e institucional muy favorable para atraer
inversiones y que al mismo tiempo recorta derechos de las poblaciones vecinas. Pese a algunos intentos de reformas en el terreno ambiental
y social, los avances han sido tibios y en la actualidad vienen siendo desmontados.

Es el caso de la institucionalidad ambiental: el Ministerio del Ambiente, el Organismo del Evaluación y Fiscalización Ambiental, el Servicio
Nacional de Certificación Ambiental, entre otros organismos, siguen perdiendo facultades y se convierten en instancias cada vez más débiles.
Además y para beneplácito de las empresas extractivas, la gestión ambiental en el Perú sigue siendo profundamente sectorial: cada ministerio
es en realidad la autoridad ambiental de su respectivo sector.

En el terreno social y el derecho a la consulta y a la participación ciudadana, los avances no solamente han sido limitados sino que también se
perciben retrocesos: luego de la aprobación de la ley de consulta previa, libre e informada, en agosto de 2011, el balance es preocupante: hasta
el momento no se ha realizado una sola consulta en zonas de influencia de proyectos mineros. Además, una reciente investigación demuestra
que el gobierno peruano no quiere revelar la lista completa de comunidades y descubre que más del 60% de las comunidades inscritas en la
nómina se ubica en territorios quechua con derecho a la consulta previa. “En ese tiempo el Ministerio de Energía y Minas autorizó la operación
de 25 compañías mineras sin el citado proceso de diálogo”.

Lo cierto es que la situación de la minería y su funcionamiento en países como el Perú muestran problemas graves de gobernabilidad: los
actores económicos -empresas, inversionistas y los propios Estados- pretenden ir más allá de la capacidad que tiene la sociedad de controlar
y regular estas inversiones en función del bien común. Uno de los retos claves es precisamente recuperar gobernabilidad, sobre todo
gobernabilidad democrática y eso implica hablar de procesos de transiciones y la construcción de nuevos escenarios que permitan recuperar
equilibrios sociales, ambientales, económicos y también culturales.

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