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Introducción
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Esto es un curso abierto, open course u OCW (Open CourseWare). Como
quiera usted llamarlo, una de sus principales diferencias con respecto a
otros cursos abiertos o a la enseñanza presencial es que aquí no va a
conseguir un título. Por tanto, no podrá acreditar ante sus jefes, amigos o
familiares que tiene “conocimientos”, “habilidades” o “actitudes” propias de
esta materia.
Por otro lado, hay algunas cosas sobre las que debe ser advertido. La
Historia Económica no es una disciplina cerrada de la que ya se ha dicho
todo lo que había que decir (en realidad, creo que eso sólo se puede decir
de la Óptica). Por tanto, quiero que tenga bien claro que lo que sigue sólo
es una honesta interpretación personal; o eso creo… ¡honestamente!
Como puedo estar equivocado en muchas cosas, para mí es importante
que usted tenga una idea de mi forma de abordar no sólo los problemas
históricos, sino el conjunto de la realidad social. De ello se ocupa la última
parte de esta introducción; que también es la mayor y la menos importante
para usted.
El resto es una breve exposición de las partes de las que consta el curso,
el método que propongo para su estudio, el lugar que ocupa esta materia
en la Historia Económica, y el lugar que ocupa en la docencia de las
facultades de Economía de España. Seguramente ahora las dos primeras
cuestiones le serán más interesantes que las dos últimas.
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El cuarto tipo de materiales son varios test de autoevaluación que, ésta vez
sí, abarcan el conjunto del material escrito. Se trata de test convencionales
con cuatro opciones por pregunta, en los que he tratado de buscar un
equilibrio entre las preguntas fácticas y las que interrogan sobre procesos o
interpretaciones.
A excepción del resumen que introduce cada tema, a lo largo de los textos
tampoco encontrará esquemas de ningún tipo. En este caso la razón es
doble. Por un lado, creo que la verdadera utilidad de esos materiales se
obtiene cuando son elaborados por el propio estudiante. Si quiere, puede
ver el asunto de este modo: todos los temas tienen un ejercicio de
autoevaluación implícito denominado “Haga un resumen de lo que ha
leído”. Yo no debo decirle cómo hacerlo porque quien mejor los sabe es
usted. En esto, como en otras cosas, los docentes deberíamos tener
presente que más medios no necesariamente significa mejor aprendizaje.
Hay una segunda razón, incluso más importante que la anterior, para no
presentarle esos resúmenes. No quiero darles demasiada importancia.
Hacer un esquema, cualquier esquema, es algo parecido a construir una
estantería muy desordenada, con sus estantes, dentro de los cuáles
hacemos más estantes y vamos acumulando carpetas, con sus
subcarpetas y carpetillas y papeles. En fin, tratamos de organizar el
conocimiento de forma que cada papel esté ahí porque ocupa un lugar
dentro del conjunto. Pero a su vez cada papel condiciona la ubicación de
muchos otros papeles. Dicho de otro modo, no quiero que el tipo de
razonamiento que prime en esta asignatura sea la característica y nefasta
exposición de la “multitud” de factores. La historia no puede ser una
interminable relación de causas y consecuencias que adornan cada
fenómeno como las cabezas de una hidra. El verdadero pensamiento es
deductivo. Lo otro, el pensamiento acumulativo, se llama enciclopedia; y
cuando sirve a la preparación de un examen se resuelve con palabras
memotécnicas que se olvidan con la misma rapidez con que se
aprendieron.
Otra cosa que tampoco encontrará en este curso abierto son ejercicios de
autoevaluación distintos a esos test. Francamente, no me acaban de
gustar. Si formara parte de mis competencias evaluarles, y si tuviera la
posibilidad de contactar con ustedes, elegiría otro procedimiento. Por
ejemplo, podríamos quedar un día en la cafetería de esta facultad desde la
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que escribo para “cambiar impresiones”; café, tabaco e incluso coñac por
delante. Por supuesto, los gastos de esta “evaluación” correrían por cuenta
del examinando. Pero, desafortunadamente, las circunstancias aconsejan
un método más objetivo y distante. Por supuesto, los test tienen muchos
problemas; pero no más que otros métodos de evaluación tradicionales, y
son la única opción que permite al estudiante conocer inmediatamente su
progreso.
Bien, esto es todo lo que debe saber antes de empezar. Lo que sigue de
esta introducción es menos importante, de modo que puede pasar
directamente al siguiente capítulo. No obstante, si quiere saber algo más
de esta disciplina o del modo de pensar del autor de estas páginas, siga
leyendo
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La Historia Económica Preindustrial
Empezando por lo malo y lo local, la HEP cada vez ocupa menos espacio
en los planes de estudios de este país. Actualmente son muchas las
universidades en las que la enseñanza de la Historia Económica comienza
con la Revolución Industrial, como si todo lo que hubiese sucedido antes
careciese de importancia. Supongo que esta preferencia por la “actualidad”
está relacionada con el afán de los políticos (al fin, deudores de los
votantes) de procurar una educación universitaria orientada al mundo
laboral. Si éste es el caso, me temo que tanto la HEP como el conjunto de
la Historia Económica están condenadas a desaparecer. Da igual que
hablemos de la situación económica de hace 100, 1.000 o 10.000 años. En
tanto en cuanto la Historia sea Historia, las situaciones descritas en una
época nunca serán perfectamente extrapolables a otra; y mucho menos a
la época actual. Si hay un peligro que los pueblos modernos han conjurado
por completo es el de repetir su Historia (la afirmación original, autentico
modelo de “lapidarismo”, fue esculpida por Jorge Santayana, filosofo
español del siglo XIX; aunque también se le atribuye a Nicolás Avellaneda,
político y presidente de la República Argentina). Por supuesto, la Historia
nunca se repite; pero, además, en este veloz siglo que arranca de la
Guerra del 14 las comparaciones entre períodos separados por tan sólo
unas pocas décadas son complicadas. O, al menos, lo son si el objetivo
que se persigue es obtener un guarismo. En un mundo marcado por la
inmediatez la Historia Económica sólo es un relato inútil acerca de un
mundo irreal.
Como inútil e irreal (o las dos cosas) serían para el futuro egresado de las
facultades de Economía la inmensa mayor parte de lo que hoy estudia. En
el mundo de lo inmediato son inútiles y/o irreales la Estructura Económica,
el Análisis Económico, el Sistema Financiero, las Matemáticas de todo tipo,
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y una parte no pequeña de la Estadística, el Derecho y la Economía de la
Empresa. Consideremos una salida profesional típica, la banca. ¿Precisa
un empleado de una oficina, incluso su director, de los sofisticados
conocimientos de, digamos, las matemáticas actuariales? Desde la
experiencia que tengo de mis compañeros de promoción: no, en absoluto.
Otra cosa es que tener conocimientos de matemáticas actuariales suponga
un mérito adicional que marque la diferencia entre un buen y un excelente
profesional. Claro que esa diferencia también se puede derivar del dominio
de una lengua extranjera, una gran capacidad de trabajo, una conversación
fluida o una vasta cultura. Quizás, incluso del conocimiento de la Historia
Económica. En cualquier caso, nada de esto es realmente imprescindible
para ser un buen profesional de la banca.
No soy quien para cuestionar ese futuro quizás no tan lejano; sólo espero
no conocerlo. Por supuesto, tampoco tiene que ser peor que el actual: unas
facultades de Economía en las que no se imparte Economía no son una
contradicción mayor que unas universidades en las que se ha perdido
(¿existió alguna vez?) la noción de universitas. Fuera del ámbito personal,
nadie ni nada es realmente insustituible.
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Y es que los cambios políticos de los últimos 20 años han dado un nuevo
vigor a esta disciplina. El desmoronamiento del bloque soviético y la
emergencia de China y otras naciones asiáticas han desplazado las
inquietudes del gran público desde los problemas relacionados con la
guerra ideológica entre el capitalismo y el comunismo hacia asuntos más
candentes (e interesantes) como la lucha contra la pobreza (Amartya Sen,
Jeffrey Sachs, William Easterly) las consecuencias de la globalización
(George Soros, Joseph Stiglitz), el cambio climático (Bjørn Lomborg), o los
peligros del fundamentalismo religioso (Samuel Huntington).
Explicar los procesos que están detrás de esta conquista puede resultar
complicado o, más bien, farragoso. Pero la idea general es muy sencilla:
Europa en su conjunto (la civilización europea, Occidente, el Imperio
español, el británico o cómo queramos decirlo) había adelantado a las
civilizaciones rivales (Incas, Aztecas, Islam, India, China… etc.) en muchos
terrenos: tecnología militar, instituciones políticas, pensamiento científico,
etc. La palabra “adelantado” es problemática. Desde luego, no significa
mejor (aunque muchas personas, europeas o no, lo consideren así). Más
bien es algo como “moderno”, en el sentido de que una nación “adelantada”
está más cerca de la actual modernidad. En todo caso, el significado
siquiera intuitivo es fácilmente comprensible. Y es muy evidente que a
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finales del siglo XVIII una civilización estaba muy adelantada con respecto
a otras. Se había producido una “divergencia” entre el desarrollo
económico europeo y el del resto del mundo. Esto suscita muchas
preguntas: ¿Exactamente cuándo tuvo lugar esa separación? ¿En qué
sectores? ¿Por qué? ¿Fue Europa la que se “adelantó” o fueron los otros
los que se “atrasaron”? Todas estas preguntas forman el puzle denominado
“gran divergencia”; y constituyen, si no el grueso, sí la esencia de la HEP.
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Una interpretación muy personal de la Historia Económica
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En todo caso, los mecanismos mentales que empleo para construir mi
discurso no son exclusivos, ni mucho menos, de la HEP o de la Historia
Económica en general. Son los mismos que uso para analizar la realidad
que me rodea. Por eso mismo, su explicitación es más sencilla desde fuera
de esta disciplina, pues ahí se encuentran menos contaminados. Lo que
sigue en esta introducción es un intento, espero que no demasiado fallido,
de explicar esos mecanismos. Se trata de explicar mi particular cinturón
protector, mi núcleo duro y, en fin, mis prejuicios. La finalidad de este
esfuerzo es prevenir al lector sobre el tipo de equivocaciones en las que
incurriré; o, quizás más, justificar mis equivocaciones.
Hay cinco “ideas-fuerza” sobre las que construyo ese discurso: el rechazo a
cualquier forma de eurocentrismo, la necesidad de recurrir a nociones
éticas elementales, la aceptación de que hay muchos límites a las
explicaciones económicas, la convicción de que no existe una respuesta
completamente consistente, y el deseo de escribir como un ser humano
corriente. A continuación trataré de explicarlas
Eurocentrismo
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que sucede en Occidente que en el resto del planeta. La principal crítica
que se puede hacer a este modo de escribir la Historia se reduce a una
sola palabra: mundial. No se puede definir como tal a lo que no lo es.
No obstante, desde finales del siglo XIX, y lentamente, fue abriéndose paso
una segunda forma de eurocentrismo. Como el anterior, el método esencial
consistía en explicar la Historia del mundo desde una perspectiva
teleológica y europeísta. La diferencia estribaba en el tono. El colonialismo
habría tenido una influencia decisiva en la evolución del resto de las
civilizaciones, pero una influencia negativa. La pobreza de los países de lo
que posteriormente vino a llamarse “Tercer Mundo” era una consecuencia
de la llegada de los europeos y de la transformación de sus estructuras
políticas y económicas al servicio de Occidente. Esta visión de la historia
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mundial podría denominarse, desde una perspectiva europea,
“euromasoquismo”.
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Tintín viajaba. Y precisamente en ningún otro sitio como en el Congo belga
los colonialistas europeos cometieron tantos crímenes. Como es lógico,
aquel genocidio llegó a la opinión pública (en primer lugar, gracias a la
labor de Eduard Dené Morel), no sólo de Bélgica sino de Gran Bretaña y
del resto de Europa. El principal instigador de aquello, el propio rey
Leopoldo II, no pasaría a la historia por la colosal fortuna que amasó, sino
por la sangre derramada en obtenerla. Ese otro Congo fue el que inspiró El
corazón de las tinieblas de Josef Conrad (que a su vez inspiró el
Apocalipsys Now de Coppola). He aquí un breve extracto:
A la derecha oí sonar un cuerno y vi correr a un grupo de negros. Una pesada
y sorda detonación hizo estremecerse la tierra, una bocanada de humo salió
de la roca; eso fue todo. Ningún cambio se advirtió en la superficie de la roca.
Estaban construyendo un ferrocarril. Aquella roca no estaba en su camino; sin
embargo aquella voladura sin objeto era el único trabajo que se llevaba a
cabo.
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Morían lentamente... eso estaba claro. No eran enemigos, no eran criminales,
no eran nada terrenal, sólo sombras negras de enfermedad y agotamiento,
que yacían confusamente en la tiniebla verdosa. Traídos de todos los lugares
del interior, contratados legalmente, perdidos en aquel ambiente extraño,
alimentados con una comida que no les resultaba familiar, enfermaban, se
volvían inútiles, y entonces obtenían permiso para arrastrarse y descansar
allí. Aquellas formas moribundas eran libres como el aire, tan tenues casi
como él. Comencé a distinguir el brillo de los ojos bajo los árboles. Después,
bajando la vista, vi una cara cerca de mis manos. Los huesos negros
reposaban extendidos a lo largo, con un hombro apoyado en el árbol, y los
párpados se levantaron lentamente, los ojos sumidos me miraron, enormes y
vacuos, una especie de llama blanca y ciega en las profundidades de las
órbitas. Aquel hombre era joven al parecer, casi un muchacho, aunque como
sabéis con ellos es difícil calcular la edad. Lo único que se me ocurrió fue
ofrecerle una de las galletas del vapor del buen sueco que llevaba en el
bolsillo. Los dedos se cerraron lentamente sobre ella y la retuvieron; no hubo
otro movimiento ni otra mirada. Llevaba un trozo de estambre blanco atado
alrededor del cuello. ¿Por qué? ¿Dónde lo había podido obtener? ¿Era una
insignia, un adorno, un amuleto, un acto propiciatorio? ¿Había alguna idea
relacionada con él? Aquel trozo de hilo blanco llegado de más allá de los
mares resultaba de lo más extraño en su cuello.
Junto al mismo árbol estaban sentados otros dos haces de ángulos agudos
con las piernas levantadas. Uno, la cabeza apoyada en las rodillas, sin fijar la
vista en nada, miraba al vacío de un modo irresistible e intolerante; su
hermano fantasma reposaba la frente, como si estuviera vencido por una gran
fatiga. Alrededor de ellos estaban desparramados los demás, en todas las
posiciones posibles de un colapso, como una imagen de una matanza o una
peste. Mientras yo permanecía paralizado por el terror, una de aquellas
criaturas se elevó sobre sus manos y rodillas, y se dirigió hacia el río a beber.
Bebió, tomando el agua con la mano, luego permaneció sentado bajo la luz
del sol, cruzando las piernas, y después de un rato dejó caer la cabeza
lanuda sobre el esternón.
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Los dispositivos intrauterinos compiten con las bombas y la metralla, en
el sudeste asiático, en el esfuerzo por detener el crecimiento de la
población de Vietnam. En América Latina resulta más higiénico y eficaz
matar a los guerrilleros en los úteros que en las sierras o en las calles.
Diversas misiones norteamericanas han esterilizado a millares de mujeres en la
Amazonía, pese a que ésta es la zona habitable más desierta del planeta. En la
mayor parte de los países latinoamericanos, la gente no sobra: falta. Brasil
tiene 38 veces menos habitantes por kilómetro cuadrado que Bélgica;
Paraguay, 49 veces menos que Inglaterra; Perú, 32 veces menos que Japón.
Haití y El Salvador, hormigueros humanos de América Latina, tienen una
densidad de población menor que la de Italia. Los pretextos invocados ofenden
la inteligencia; las intenciones reales encienden la indignación. Al fin y al cabo,
no menos de la mitad de los territorios de Bolivia, Brasil, Chile, Ecuador,
Paraguay y Venezuela está habitada por nadie. Ninguna población
latinoamericana crece menos que la del Uruguay, país de viejos, y sin embargo
ninguna otra nación ha sido tan castigada, en los años recientes, por una crisis
que parece arrastrarla al último círculo de los infiernos. Uruguay está vacío y
sus praderas fértiles podrían dar de comer a una población infinitamente mayor
que la que hoy padece, sobre su suelo, tantas penurias. Hace más de un siglo,
un canciller de Guatemala había sentenciado proféticamente: «Sería curioso
que del seno mismo de los Estados Unidos, de donde nos viene el mal, naciese
también el remedio». Muerta y enterrada la Alianza para el Progreso, el Imperio
propone ahora, con más pánico que generosidad, resolver los problemas de
América Latina eliminando de antemano a los latinoamericanos.
Una observación: la negrita y la cursiva son del autor. Así pues, a fecha de
la edición (1971) los Estados Unidos estarían esterilizando a las
poblaciones indígenas de la Amazonia, pese a que éstas jamás se habían
levantado en armas contra los americano o contra nadie. Esos indios
probablemente ni siquiera conocían la existencia de los Estados Unidos,
aunque sí los abusos de los hacenderos brasileños y los estragos de los
bacilos europeos. Es interesante observar que en todo el libro no hay
ninguna otra acusación concreta de prácticas de esterilización masiva o
forzada; ni la más insignificante prueba. Pese a ello, Galeano no duda en
hacer afirmaciones tan siniestras y literarias como que el “Imperio”
(obviamente, los USA) está matando a los guerrilleros en los úteros de sus
madres (cursiva y negrita), así como a los niños pobres de Latinoamérica.
Todo ello adornado con verdades de Perogrullo, como que América Latina
tiene una baja densidad de población con relación a Europa.
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Pues, al fin, Eduardo Galeano, es europeo en todo salvo en el lugar de
nacimiento. Miembro de una familia católica y de clase alta, nació en
Uruguay, un país en el que la población indígena o mestiza es inexistente.
Si usted viaja alguna vez a Montevideo descubrirá que puede caminar
durante horas sin reconocer nada que no encontrase también en Madrid o
Barcelona (incluido el acento de la gente, mucho más parecido al español
que se habla en la península que al bonaerense del otro lado del Río de la
Plata). Sin embargo, y tal y como afirma Galeano, Uruguay no es un
ejemplo de prosperidad. Contemplado en el largo plazo, digamos que un
siglo, ha sido la segunda nación latinoamericana con peor evolución
económica (como es bien sabido, la primera es Cuba). Pero también ha
sido el país de América Latina en el que los Estados Unidos menos han
intervenido directa o indirectamente; y en el que el propio Estado más ha
intervenido (al margen de Cuba, claro). Lo primero se puede explicar por la
falta de riquezas propias, un argumento reiteradamente empleado por el
mismo Galeano. En Uruguay no hay minerales, ni plataneras, ni caña de
azúcar. Por no haber, ni siquiera hay gente. Lo segundo por tradiciones
políticas muy arraigadas que, como en muchos otros países, trataron de
sortear la “cuestión social” mediante la construcción de un Estado
asistencial y monopolístico que ha ahogado la iniciativa privada, salvo el
turismo procedente de Argentina.
Las empresas extranjeras tienen, como nadie, sentido de las proporciones. Las
proporciones propias y las ajenas. ¿Qué sentido tendría instalar en Uruguay,
por ejemplo, o en Bolivia, Paraguay o Ecuador, con sus mercados minúsculos,
una gran planta de automóviles, altos hornos siderúrgicos o una fábrica
importante de productos químicos? Son otros los trampolines elegidos, en
función de las dimensiones de los mercados internos y de las potencialidades
de su crecimiento. FUNSA, la fábrica uruguaya de neumáticos, depende en
gran medida de la Firestone, pero son las filiales de la Firestone en Brasil y en
Argentina las que se expanden con vistas a la integración. Se frena el ascenso
de la empresa instalada en Uruguay, aplicando el mismo criterio que determina
que la Olivetti, la empresa italiana invadida por la General Electric, elabore sus
máquinas de escribir en Brasil y sus máquinas de calcular en argentina. «La
asignación eficiente de recursos requiere un desarrollo desigual de las
diferentes partes de un país o región», sostiene Rosenstein-Rodan, y la
integración latinoamericana tendrá también sus nordestes y sus polos de
desarrollo. En el balance de los ocho años de vida del Tratado de Montevideo
que dio origen a la ALALC, el delegado uruguayo denunció que «las diferencias
en los grados de desarrollo económico [entre los diversos países] tienden a
agudizarse, porque el mero incremento del comercio en un intercambio de
concesiones recíprocas sólo puede aumentar la desigualdad preexistente entre
los polos del privilegio y las áreas sumergidas.
El caso es que los países más ricos de Europa son todos muy pequeños en
tamaño, población o las dos cosas: Luxemburgo, Suiza, Noruega... Y, más
o menos, lo mismo sucede en Oriente Medio (Israel, Catar, Kuwait, Líbano)
o el Sureste asiático (Singapur, Hong Kong). ¿Por qué no en
Latinoamérica? Según Galeano, porque los intereses de las
multinacionales se ven mejor atendidos en los países grandes. Al margen
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de lo dudosa que en sí misma resulta esta afirmación (basta leer lo que él
mismo dice sobre IBM) cualquiera puede hacerse una simple pregunta: ¿es
que los uruguayos, costarricenses, ecuatorianos o los latinoamericanos en
general no son capaces de desarrollarse sin la ayuda norteamericana? ¿Es
que son tontos? ¿O es que los norteamericanos, o los occidentales en
general, somos malvados? En todo caso, ¿tan importantes somos los
occidentales?
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a una parte pequeña de la población mundial, incluso tras la conquista de
América. No se puede empezar a hablar de verdadera globalización hasta
mediados del siglo XIX, con la forzada apertura de los imperios chino y
japonés a Occidente.
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el crimen tiene graves consecuencias humanas y económicas. Esto es
obvio. Pero, por otro lado, es importante notar que la imagen de ciertos
gobernantes y sus políticas también debe ser contemplada a la luz de los
crímenes que cometieron. Sin duda, la política económica del régimen nazi
en los años 30 fue un éxito ya que en muy tiempo redujo a cero el
desempleo. No obstante, es de todo punto impropio hablar de ello sin
siquiera hacer mención al fin de las libertades civiles básicas; así como la
persecución de los judíos y la confiscación de sus bienes (por no hablar del
Holocausto).
El retrato que Deschner nos deja sobre tan egregio personaje quizás no
justifique la elevada valía del premio:
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Ejemplo de ello, para citar sólo uno, es la glorificación cotidiana de
Carlomagno (o Carlos el Grande), un héroe casi universalmente encomiado
hasta alturas celestiales: el mismo que durante sus cuarenta y seis años de
reinado y perpetuas guerras emprendió casi cincuenta campañas y que
saqueó todo lo que pudo en los cientos de miles de kilómetros cuadrados de
su imperium Christianum (Alcuino), su regnum sanctae ecclesiae (Libri
Caroliní), en virtud de cuyos méritos fue elevado a los altares en 1165 por
Pascual III, el antipapa de Alejandro III, siendo confirmada la canonización por
Gregorio IX y no anulada por ningún papa posterior, que yo sepa; durante mi
infancia, yo todavía celebraba mi onomástica en la fecha de «San Carlos el
Grande».
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historiador económico es que una Historia económica es algo más parecido
a esa Historia general. La importancia, incluso económica, del crimen es
demasiado grande como para no hablar de él. La cuestión es cómo hacerlo
de forma ponderada.
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decisivas. De ser así, no habría explicación al simple hecho de que
normalmente desde las estepas y los desiertos sólo llega el polvo, cuando
las condiciones de vida de sus habitantes y su peso demográfico parecen
haber sido las mismas siglo tras siglo. Sería más correcto afirmar que
Gengis Kan, como Timur, como Mahoma y como tantos otros descubrieron
en un determinado momento que las grandes masas de jinetes y otros
soldados pueden ser una fuerza invencible frente a ejércitos sedentarios de
civilizaciones agrarias, siempre y cuando fueran capaces de organizarlas.
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mundiales (aunque parece poco probable que los familiares del medio
millón de soldados norteamericanos fallecidos en los dos conflictos
pensasen lo mismo). Pero lo habitual es que la guerra perjudique a todos
los beligerantes, vencedores o vencidos. Esa experiencia, repetida
incesantemente a lo largo de siglos y milenios, explica porque la guerra
casi siempre se desata por razones extraeconómicas.
Toda esta lectura es, lisa y llanamente, un disparate. Pero no se crea que
es una lectura inusual o minoritaria. Muy al contrario, ésta ha sido la
interpretación corriente durante gran parte del siglo XX. No sólo eso: su
influencia aún pervive en… ¡Wikipedia! (aunque, bien mirado, esto tampoco
debería sorprender). Y tampoco es un asunto irrelevante: el –supuesto–
ejemplo de aquel remoto e ignoto Paraguay ha servido para sostener las
políticas nacionalistas e intervencionistas que tanta pobreza han generado
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en América Latina. Todo en aras de la lucha contra el imperialismo.
Afortunadamente, todavía queda gente sensata que se ha preocupado en
rescatar (o conservar) la verdad. Uno de ellos es el historiador brasileño
Francisco Doratioto, autor de una espléndida monografía sobre la guerra
del Paraguay: Maldita guerra, nueva historia de la guerra del Paraguay.
Esto es lo que dice sobre el “paraíso” paraguayo anterior a la guerra:
Explicaciones consistentes.
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“[…] tras reflexionar un poco le dije: “Déjeme ver la teoría de las partículas
elementales que explique todos los hechos que se conocen acerca de ellas.”
“¿Cuál de todas?” –contestó el bibliotecario
La pregunta me sorprendió un poco, y contesté: “No sabía que hubiese más
de una. Como es lógico, quiero la correcta, es decir, la que concuerde con
todos los hechos conocidos hasta la fecha.”
El bibliotecario sonrió y me dijo: “Existen 137 teorías distintas que satisfacen
ese requisito. Si quiere que elija una me tiene que dar algún otro dato. ¿O
quiere verlas todas?”
Sorprendidísimo de que hubiese tantas teorías correctas, pero incapaz de
encontrar ningún criterio para elegir en medio de semejante plétora, y sin
ánimo para estudiarlas todas, le contesté: “No, ahora no, solamente quería
saber qué tenían ustedes”
Al volverse para reanudar su trabajo, que sin duda era inmenso, dijo
cortésmente aunque con una pizca de sequedad: “Estoy a su disposición para
cualquier cosa que necesite.”
Al separarnos me invadió un profundo sentimiento de depresión mientras
vagaba sin rumbo por mi descomunal biblioteca en las tres dimensiones del
espacio interminable…
La quinta de las ideas sobre las que trato de construir este OCW es
puramente formal; pero no por ello es menos importante que las anteriores.
En realidad, está muy vinculada con la anterior. Para decirlo de modo
escueto, mi aspiración es escribir como un ser humano, nada más. O dicho
de otro modo: no quiero escribir como un especialista, un científico, un
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académico o cualquier otra especie del género Homo Vanitas. En fin,
escribir bien, tratando de transmitir de la forma más correcta el mensaje
más sencillo posible; con humildad pero con precisión; haciendo uso del
sentido común, pero también de la broma.
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escritos de la manera más viva y fascinante, comunicando al lector un interés
y una emoción que son los que el descubridor sintió al aventurarse
inicialmente en los extraños mundos nuevos.
Comparemos ahora con esto la introducción a un libro reciente, un best seller,
Human Sexual Response, cuyos autores son W. H. Masters y V. E. Jonson
[…]. He elegido este libro por dos razones. En primer lugar, porque es de
interés general. Destierra prejuicios que influyen no sólo en los miembros de
alguna profesión, sino en la conducta cotidiana de una gran cantidad de gente
aparentemente «normal». En segundo lugar, porque trata de un asunto que
es nuevo y sin una terminología especial. También porque trata del hombre y
no de las piedras o los prismas. De modo que podría esperarse un comienzo
aún más vivo e interesante que el de Galileo, Kepler o Newton. En lugar de
ello, ¿qué leemos? Tome nota, paciente lector. «En vista del obstinado
apremio gonadal en los seres humanos, no deja de ser curioso que la ciencia
muestre su singular timidez en el punto sobre el que pivota la fisiología del
sexo. Quizás esta evasión [...]», etc. Esto ya no es un modo humano de
hablar. Es el lenguaje del especialista. […]
Obsérvese que el sujeto ha desaparecido enteramente. Ya no hay «me
sorprendió mucho encontrar» o, puesto que los autores son dos, «nos
sorprendió mucho encontrar», sino «es sorprendente encontrar», sólo que no
expresado con términos tan sencillos como éstos. Obsérvese también hasta
qué punto se mezclan en el discurso irrelevantes términos técnicos y llenan
las frases de ladridos, gruñidos, aullidos y regüeldos antediluvianos. Se
levanta un muro entre los escritores y sus lectores, no en virtud de una falta
específica de conocimiento, ni porque los escritores no conozcan a sus
lectores, sino de la intención, por parte de los autores, de expresarse con
arreglo a algún curioso ideal profesional de objetividad. Y este feo,
inarticulado e inhumano idioma se hace presente en todas partes y ocupa el
lugar de una descripción más simple y directa.
Así, en la página 65 del libro leemos que la mujer, al ser capaz de orgasmo
múltiple, tiene a menudo que masturbarse una vez retirado su compañero
para conseguir así la culminación del proceso fisiológico que le es
característico. La mujer sólo se detendrá, quieren decir los autores, cuando se
encuentre cansada. Esto es lo que quieren decir. Lo que realmente dicen es:
«Por lo común, el agotamiento físico pone fin por sí solo a la sesión
masturbatoria activa.» Usted no se masturba, usted tiene una «sesión
masturbatoria activa». En la página siguiente se aconseja al hombre
preguntar a la mujer lo que quiere o no quiere en lugar de intentar averiguarlo
por su cuenta. «Él debería preguntarle a ella»: esto es lo que nuestros
autores quieren hacernos saber. ¿Cuál es la frase que aparece en realidad en
el libro? Lean: «El hombre será infinitamente más efectivo si anima a su
compañera a vocalizar.» «Anima a vocalizar» en vez de «le pregunta». Bien:
acaso alguien diga que los autores quieren ser precisos, que quieren dirigirse
a sus compañeros de profesión más que al público en general y,
naturalmente, tienen que emplear una jerga especial para hacerse entender.
Por lo que respecta al primer punto, esto es, a la precisión, recuérdese, sin
embargo, que los autores también dicen que el hombre será «infinitamente
más efectivo», cosa que, considerando las circunstancias, no es ciertamente
un enunciado muy preciso de los hechos. Y en cuanto al segundo punto, hay
que decir que no se trata de la estructura de los órganos, ni de particulares
procesos fisiológicos que puedan tener un nombre especial en medicina, sino
de un asunto tan ordinario como preguntar. Además, Galileo y Newton se las
arreglaron sin una jerga especial, aunque la física de su tiempo estaba
altamente especializada y contenía muchos términos técnicos. Se las
arreglaron sin una jerga especial, porque querían empezar de nuevo y porque
eran lo suficientemente libres e inventivos como para, en lugar de dejarse
dominar por las palabras, ser capaces ellos mismos de dominarlas. Masters y
Johnson están en una situación muy parecida, pero no pueden hablar ya de
manera directa, su sensibilidad y su talento lingüístico han sido deformados
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hasta tal extremo, que uno se pregunta si serán siquiera capaces de volver
alguna vez a hablar un inglés normal.
De manera semejante el uso frecuente de términos abstractos de disciplinas
abstractas («comunicación», «sublevación») en asuntos que tratan de seres
humanos obliga a que la gente crea que el ser humano puede reducirse a
unos cuantos procesos asépticos y que cosas como la emoción o el
entendimiento son elementos molestos, o, mejor aún, erróneas concepciones
pertenecientes a un estadio más primitivo del conocimiento.
Hay poco que añadir. Tal y como yo entiendo esta broma, lo que el docente
–y el investigador– debe tener claro es que dirigirse el gran público no
debiera exigir un esfuerzo intelectual menor (o mayor) que hacerlo a un
diplomático de carrera o a un catedrático de epistemología. Las reglas de la
comunicación siempre son las mismas. En mi caso, procuro emplear un
lenguaje preciso, incluso rico, pero no cultista o científico. Evitar el abuso
de adjetivos y adverbios. Nunca escribir más de, digamos, 50 palabras en
una misma frase. Emplear ejemplos oportunos. Ser ameno. Y por encima
de todo, buscar la claridad expositiva y la complicidad del lector. O como
dijera Don Quijote tres siglos largos antes que Feyerabend: “Llaneza,
Sancho, que toda afectación es mala.”
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