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UNITAT DIDÁCTICA 1 EL PLANETA TERRA LA VOLTA AL MÓN EN 80 DÌES

1 Explica después de leer estos capítulos de la novela de Julio Verne “La vuelta al mundo en 80
días”, cómo es posible que Phileas Fogg ganara la apuesta, si él pensaba que había llegado
tarde.

En la explicación tienen que aparecer las palabras:


· Este · Husos Horarios ·Latitud ·Longitud ·Perpendicularidad de los rayos solares

Capítulo III
De cómo se entabló una conversación que podía costar cara a Phileas Fogg
Phileas Fogg había abandonado su casa de Saville-Row a las once y media, y después de haber colocado quinientas setenta y cinco
veces el pie derecho delante del izquierdo y quinientas setenta y seis el izquierdo delante del derecho, llegó al Reform-Club, vasto edificio
construido en Pall Mall, cuyo costo no bajaba de tres millones.
Phileas Fogg pasó inmediatamente al comedor, con sus nueve ventanas que daban a un jardín con árboles ya dorados por el otoño. Se
sentó a la mesa de costumbre puesta ya para él. Su almuerzo se componia de hors d'oeuvres, pescado cocido sazonado con una reading
sauce de primera elección, un roast-beef escarlata salpicado de mush-room1, torta rellena con tallos de ruibarbo y grosellas verdes, y de un
pedazo de Chester, rociado todo con algunas tazas de té, especialmente cosechado para el Reform-Club.
A las doce y cuarenta y siete de la mañana, mister Fogg abandonó la mesa y se dirigió al gran salón, suntuoso aposento, adornado con
pinturas colocadas en lujosos marcos. Allí un criado le entregó el Times con las hojas sin cortar, y Phileas Fogg se dedicó a desplegarlo con
una seguridad tal, que denotaba, desde luego la práctica más extremada en esta difícil operación. La lectura del periódico ocupó a Phileas
Fogg hasta las tres y cuarenta y cinco, la del Standard, que sucedió a aquél, duró hasta la hora de la comida, que se llevó a efecto en
iguales condiciones que el almuerzo, si bien con el aditamento de royal british sauce.
A las seis menos veinte, el caballero se presentó de nuevo en el gran salón y se abstrajo en la lectura de Morning Chronicle.
Media hora más tarde, fueron llegando varios miembros del Reform-Club, quienes se acercaron a la chimenea encendida con carbón de
piedra. Eran los compañeros habituales de juego de mister Phileas Fogg, decididamente aficionados al whist como él: el ingeniero Andrés
Stuart, los banqueros John Sullivan y Samuel Fallentin, el fabricante de cervezas Tomás Flanagan, y Gualterio Ralph, uno de los
administradores del Banco de Inglaterra, personajes ricos y considerados en aquel mismo club, que contaba entre sus miembros lo más
preeminente de la industria y de la Banca.
-Dígame, Ralph -preguntó Tomás Flanagan-, ¿a qué altura se encuentra ese robo?
-Pues bien -le respondió Andrés Stuart-, el Banco perderá su dinero.
-Al contrario -replicó Gualterio Ralph-, espero que se logrará detener al autor del robo. Se han enviado los más hábiles inspectores de
policía de los más hábiles a todos los principales puertos de América y Europa, y a ese caballero le será muy difícil escapar.
-Pero qué, ¿se conoce la filiación del ladrón? -preguntó Andrés Stuart.
-Ante todo, no es un ladrón - respondió Gualterio Ralph con la mayor formalidad.
-Cómo, ¿no es un ladrón el individuo que sustrae cincuenta y cinco mil libras en billetes de Banco?
-No -respondió Gualterio Ralph.
-¿Es, quizá, un industrial? -dijo John Sullivan.
-El Morning Chronicle, asegura que es un gentleman.
Quien daba esta respuesta, no era otro que Phileas Fogg, cuya cabeza descollaba entonces entre aquel mar de papel amontonado a su
alrededor. Al mismo tiempo, Phileas Fogg saludó a sus compañeros, quienes le devolvieron la cortesía.
El suceso de que se trataba, y acerca del cual los distintos periódicos del Reino Unido discutían acaloradamente, había ocurrido tres días
antes, el 29 de septiembre. Un paquete de billetes de Banco que formaba la enorme cantidad de cincuenta y cinco mil libras esterlinas,
había sido sustraído de la mesa del cajero principal del Banco de Inglaterra.
A cuantos se admiraban de que un robo tan considerable hubiera podido realizarse tan fácilmente, el subgobemador Gualterio Ralph, se
limitaba a responderles que en aquel mismo instante el cajero se ocupaba en el asiento de una entrada de tres chelines, seis peniques, y
que no se puede atender a todo.
Pero conviene que hagamos observar, y esto da más fácil explicación al hecho, que el Banco de Inglaterra parece se desvive por
demostrar al público la alta idea que tiene de su dignidad. No hay guardianes, ni ordenanzas, ni redes de alambre. El oro, la plata y los
billetes, están expuestos libremente, y, por decirlo así, a disposición del primero que llegue. En efecto, sería indigno sospechar en lo
mínimo acerca de la caballerosidad de cualquier transeúnte. Tanto es así, que aun se llega a referir el siguiente hecho por uno de los más
notables observadores de las costumbres inglesas: En una de las salas del Banco donde se encontraba un día, tuvo curiosidad por ver de
cerca una barra de oro de siete u ocho libras de peso que estaba expuesta en la mesa del cajero, y para satisfacer aquel deseo tomó la
barra, la examinó, se la dio a su vecino, éste a otro, y así, pasando de mano en mano, la barra llegó hasta el final de un oscuro pasillo,
tardando media hora en volver a su primitivo sitio, sin que durante este tiempo el cajero hubiera levantado siquiera la cabeza.
Justo García Añón
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No obstante, el 29 de septiembre, las cosas no sucedieron exactamente del mismo modo. El paquete de billetes de Banco no volvió, y
cuando el magnífico reloj colocado sobre el drawing-office dio las cinco, hora en que debía cerrarse el despacho, el Banco de Inglaterra no
tenía mas recurso que asentar cincuenta y cinco mil libras esterlinas en la cuenta de ganancias y pérdidas.
Ya reconocido el robo con toda formalidad, agentes y detectives, seleccionados entre los más hábiles, fueron enviados a las puertos
principales, a Liverpool, Glasgow, Suez, Brindisi, Nueva York, etc., bajo la promesa, en caso de éxito, de una prima de dos mil libras y el
cinco por ciento de la suma que se recuperase. La misión de estos inspectores se reducía a observar escrupulosamente a los viajeros que
se iban o que llegaban, hasta adquirir noticias que pudieran suministrar la pista para actuar sin demora alguna.
Y precisamente, según decía el Moming Chronicle, había motivos para suponer que el autor del robo no pertencía a ninguna de las
sociedades de ladrones de Inglaterra. Se había observado que durante aquel día, 29 de septiembre, se paseaba por la sala de pagos,
teatro del robo, un caballero bien portado, de buenos modales y aire distinguido. Las investigaciones habían permitido reunir con bastante
exactitud las señas de ese caballero, y al punto fueron transmitidas a todos los detectives del Reino Unido y del continente. Algunas buenas
almas, y entre ellas Gualterio Ralph, creían con fundamento que el ladrón no lograría escapar de la red tendida con tanta habilidad.
Como es fácil presumir, este suceso estaba a la orden del día en Londres y en toda la Gran Bretaña. Se discutía y se tomaba parte en
pro y en contra de las probabilidades de éxito en la policía metropolitana. Nadie extrañará, pues, que los miembros del Reform-Club
tratasen la misma cuestión, con tanto más motivo que entre ellos estaba uno de los subgobernadores del Banco.
El honorable Gualterio Ralph no quería dudar del resultado de las investigaciones, y afirmaba que la prima ofrecida debía avivaría
extraordinariamente el celo y la inteligencia de los agentes. Pero su colega Andrés Stuart distaba mucho de abrigar la misma confianza. La
discusión continuó,por lo tanto, entre aquellos caballeros que se habían sentado en la mesa de whist, Stuart delante de Flanagan, Fallentin
enfrente de Phileas Fogg. Durante el juego, los jugadores no hablaban, pero, entre los robos, la conversación interrumpida adquiría más
animación.
-Sostengo -saltó Andrés Stuart- que la probabilidad está a favor del ladrón, que sin duda alguna ha de ser un hombre sagaz.
-¡Quite allá! -respondió Ralph-. Sólo hay un país en donde pueda refugiarse.
-¡Tendría que ver!
-¿Y a dónde quiere que vaya?
-Lo ignoro -le respondió Andrés Stuart-, pero me parece que la Tierra es muy grande.
-Antes sí lo era... -dijo a media voz Phileas Fogg; añadiendo después y presentando las cartas a Tomás Flanagan-. A usted le
corresponde cortar.
La discusión se suspendió durante el descarte, pero no tardó en proseguirla Andrés Stuart, diciendo:
-¡Cómo que antes! ¿Acaso nuestro planeta ha disminuido?
-Sin duda que sí -respondió Gualterio Ralph-. Opino como mister Fogg. La Tierra ha disminuido, puesto que se recorre hoy diez veces
más aprisa que hace un siglo. Y esto es lo que, en el caso que nos ocupa, hará que las pesquisas sean más rápidas.
-Y que el ladrón se escape con más facilidad también.
-Le toca jugar a usted -dijo Phileas Fogg.
Pero el incrédulo Stuart no estaba convencido, y dijo al acabarse la partida:
-Hay que reconocer que ha encontrado usted un chistoso modo de decir que la Tierra se ha empequeñecido. Así, pues, ahora se le da
vuelta en tres meses...
-En ochenta días tan sólo -afirmó Phileas Fogg.
-En efecto, señores añadió John Sullivan-; ochenta días desde que la sección entre Rothal y Allahabad ha sido abierta en el Great Indian
Peninsular Railway, y he aquí el cálculo establecido por el Morning Chronicle:
Días
De Londres a Suez por el Monte Cenis y Brindisi, ferrocarril y vapores 7
De Suez a Bombay, vapores 13
De Bombay a Calcuta, ferrocarril 3
De Calcuta a Hong-Kong (China), vapores 13
De Hong-Kong a Yokohama (Japón), vapor 6
De Yokohama a San Francisco, vapor 22
De San Francisco a Nueva York, ferrocarril y carretera 7
De Nueva York a Londres, vapor y ferrocarril 9
Total 80
-¡Sí, ochenta días! -exclamó Andrés Stuart, que inadvertidamente cortó una carta mayor-; aunque sin tener en cuenta el mal tiempo, los
vientos contrarios, los naufragios, los descarrilamientos, etc.
-Contando con todo -respondió Phileas Fogg siguiendo su juego, porque la discusión ya no respetaba el whist.
-¡Pero si los indios o los indostanos quitan los raíles! -exclamó Andrés Stuart-.¡Si detienen los trenes, saquean los furgones y
descuartizan a los viajeros!
-Contando con todo -repitió Phileas Fogg, quien tendiendo su juego, añadió-: Dos triunfos mayores.
Andrés Stuart, a quien correspondía dar, recogió las cartas, diciendo:
-Teóricamente tiene usted razón, señor Fogg; pero en la práctica...
-En la práctica también, mi señor Stuart.
-Quisiera verlo.
-Sólo depende de usted. Partamos juntos.
-¡Líbreme Dios!, pero bien, apostaría cuatro mil libras a que semejante viaje, hecho en esas condiciones, es imposible.
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-Muy posible, por el contrario -insistió Fogg.


-Pues bien, hágalo.
-¿La vuelta al mundo en ochenta días?
-Sí.
-No hay inconveniente.
-¿Cuándo?
-Enseguida. Le prevengo solamente que lo haré a su costa.
-¡Es una locura! -exclamó Andrés Stuart, que empezaba a inquietarse por la insistencia de su compañero de juego-. Más vale que
sigamos jugando.
-Entonces, vuelva a dar, porque lo ha hecho usted mal.
Andrés Stuart recogió nuevamente las cartas con mano febril, y de repente, dejándolas sobre la mesa, dijo:
-Pues bien, sí, mister Fogg, apuesto cuatro mil libras...
-Amigo Stuart -dijo Fallentin-, cálmese. Esto no es formal.
-Cuando dije que apostaba -respondió Stuart- era formalmente.
-Aceptado -dijo Fogg; y, volviéndose hacia sus compañeros, añadió-: Tengo veinte mil libras depositadas en casa de Baring y Hermanos.
Gustosamente las arriesgaría en esa apuesta.
-¡Veinte mil libras! -exclamó John Suilivan-. ¡Veinte mil libras, que cualquier tardanza imprevista le puede hacer perder!
-No existe lo imprevisto -respondió Phileas Fogg, sencillamente.
-¡Pero, mister Fogg, ese plazo de ochenta días sólo está calculado como mínimo!
-Un mínimo bien empleado basta para todo.
-¡Pero a fin de aprovecharlo, es indispensable saltar matemáticamente de los ferrocarriles a los vapores y de éstos a aqellos!
-Saltaré matemáticamente.
-¡Es una broma!
-Un buen inglés no se chancea jamás cuando se trata de una cosa tan formal como una apuesta -respondió Phileas Fogg-. Apuesto
veinte mil libras contra quien quiera a que daré la vuelta al mundo en ochenta días, o menos, esto es, en mil novecientas veinte horas, o
ciento quince mil doscientos minutos. ¿Aceptan ustedes?
-Aceptamos -respondieron los señores Stuart, Fallentin, Sullivan, Flanagan y Ralph después de haberse puesto de acuerdo.
-Bien -dijo Fogg. El tren de Dover sale a las ocho y cuarenta y cinco. Lo tomaré.
-¿Esta misma noche? -preguntó Stuart.
-Esta misma noche -contestó Phileas Fogg-. Por lo tanto -añadió, consultando un calendario de bolsillo-, puesto que hoy es miércoles, 2
de octubre, deberé estar de vuelta en Londres, en este mismo salón del Reform-Club, el sábado 21 de diciembre, a las ocho y cuarenta y
cinco minutos de la noche, sin lo cual las veinte mil libras depositadas en casa de Baring y Hermanos les pertenecerán de hecho y de
derecho, señores. He aquí un talón extendido por esa suma.
Fue levantada acta de la apuesta, firmando los seis interesados. Phileas Fogg había permanecido sereno. Ciertamente no había
apostado para ganar, y no había comprometido las veinte mil libras, la mitad de su fortuna, sino porque preveía que tendría que gastar la
otra mitad para triunfar en ese difícil por no decir inejecutable proyecto. En cuanto a sus adversarios, parecían conmovidos, no por el valor
de la apuesta, sino porque tenían reparo en luchar con ventaja.
Daban entonces las siete y se ofreció a mister Fogg la suspensión del juego para que pudiera hacer sus preparativos de marcha.
-¡Yo siempre estoy preparado! -respondió el impasible gentleman; y dando las cartas, exclamó-: El triunfo es oro. A usted le toca jugar,
señor Stuart.

Capítulo XXXVI
Donde Phileas Fogg vuelve a tener valor en el mercado
Ya es tiempo de decir el cambio de opinión que se había verificado en el Reino Unido cuando se supo la prisión del verdadero ladrón del
Banco, un tal James Strand, que había sido cogido el 17 de diciembre en Edimburgo.
Tres días antes, Phileas Fogg era un criminal que la policía perseguía sin descanso, y entonces era el caballero más honrado, que
estaba cumpliendo matemáticamente su excéntrico viaje alrededor del mundo.
¡Qué efecto, qué ruido en los periódicos! Todos los que habían apostado en pro y en contra y tenían olvidado aquel asunto, resucitaron
como por magia. Todas las transacciones volvieron a ser valederas. Todos los compromisos revivían y debemos añadir que las apuestas
adquirieron nueva energía. El nombre de Phileas Fogg volvió a subir en el mercado.
Los cinco colegas de Phileas Fogg en el Reform Club pasaron aquellos tres días con cierta inquietud puesto que volvía a aparecer ese
Phileas Fogg que ya estaba olvidado. ¿Dónde se hallaría entonces? El 17 de diciembre, día en que fue preso James Strand, hacía setenta
y seis días que Phileas Fogg había partido, y no se tenían noticias suyas. ¿Habría perecido? ¿Habría, tal vez, renunciado a la lucha, o
proseguiría su marcha según el itinerario convenido? ¿Y el sábado, 21 de diciembre, aparecería a las ocho y cuarenta y cinco minutos de la
tarde, como el dios de la exactitud, en el umbral del Reform Club?
Debemos renunciar a pintar la ansiedad en que vivió durante tres días todo ese mundo de la sociedad inglesa. Se expidieron despachos
a América, a Asia, para adquirir noticias de Phileas Fogg. Se envió a observar por mañana y tarde la casa de Saville Row... Nada. La
misma policía ignoraba lo que había sido del detective Fix, que se había, con tan mala fortuna, lanzado tras de equivocada pista, lo cual no
impidió que las apuestas se empeñasen de nuevo en gran escala. Phileas Fogg llegaba, cual un caballo de carrera, a la última vuelta. Ya
no se cotizaba a uno por ciento, sino por veinte, por diez, por cinco, y el viejo paralítico lord Albemarle lo tomaba a la par.
Por eso el sábado por la noche había gran concurrencia en Pall Mall y calles inmediatas. Parecía un inmenso agrupamiento de
corredores en servicio permanente en las cercanías del Reform Club. La circulación estaba interrumpida. Se discutía, se disputaba, se
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voceaba la cotización de Phileas Fogg como la de los fondos ingleses. Los agentes de circulación podían apenas contener al pueblo, y a
medida que avanzaba la hora en que debía llegar Phileas Fogg, la emoción asumía proporciones inverosímiles.
Aquella noche, los cinco colegas del gentleman estaban reunidos desde hacía nueve horas en el gran salón del Reform Club. Los dos
banqueros John Sullivan y Samuel Fallentin, el ingeniero Andrés Stuart, Gualterio Ralph, administrador del Banco de Inglaterra, el
cervecero Tomás Flanagan, todos esperaban con ansiedad.
En el momento en que el reloj del gran salón señaló las ocho y veinticinco, Andrés Stuart, levantándose dijo:
-Señores, dentro de veinte minutos, el plazo convenido con mister Fogg habrá expirado.
-¿A qué hora llegó el último tren de Liverpool? -preguntó Tomás Flanagan.
-A las siete y veintitrés -contestó Gualterio Ralph-, y el tren siguiente no llega hasta las doce y diez.
-Pues bien, señores -repuso Andrés Stuart-, si Phileas Fogg hubiese llegado en el tren de las siete y veintitrés ya estaría aquí. Podemos,
por consiguiente, dar por ganada la apuesta.
-Aguardemos y no decidamos -dijo Samuel Fallentin-. Ya saben ustedes que nuestro colega es un excéntrico de primer orden. Su
exactitud en todo es bien conocida. Nunca llega tarde ni temprano, y no me sorprendería verle aparecer aquí en el último minuto.
-Pues yo -replicó Andrés Stuart tan nervioso como siempre-, lo vería y no lo creería.
-En efecto -repuso Tomás Flanagan-, el proyecto de Phileas Fogg era insensato. Cualquiera que fuese su exactitud, no podía evitar
retrasos inevitables, y una pérdida de dos o tres días bastaría para comprometer su viaje.
-Observarán ustedes, además -añadió John Suilivan- que no hemos recibido ninguna noticia de nuestro colega y, sin embargo, no faltan
líneas telegráficas por su camino.
-¡Ha perdido, señores -exclamó Andrés Stuart-, ha perdido sin remedio! Ya saben que el China, único vapor de Nueva York que ha
podido tomar para llegar a Liverpool a tiempo, ha llegado ayer. Ahora bien; aquí está la lista de los pasajeros, publicada por la Shipping
Gazette, y no figura entre ellos Phileas Fogg. Admitiendo las probabilidades más favorables, nuestro colega está apenas en América.
Calculo en veinte días, por lo menos, el retraso que traerá sobre el plazo convenido, y el viejo lord Albemarle perderá también sus cinco mil
libras.
-Es evidente -respondió Gualterio Ralph-, mañana no tendremos más que presentar en casa de Baring y Hermanos el talón de mister
Fogg.
En aquel momento, el reloj del salón señalaba las ocho y cuarenta.
-Aún faltan cinco minutos -dijo Andrés Stuart.
Los cinco colegas se miraban. Se podía creer que los latidos de sus corazones experimentaban cierta aceleración, porque al fin la
partida era fuerte. Pero lo quisieron disimular, puesto que, a propuesta de Samuel Fallentin tomaron asiento en su acostumbrada mesa de
juego.
-¡No daría mi parte de cuatro mil libras en la apuesta -dijo Andrés Stuart, sentándose-, aun cuando me ofrecieran tres mil novecientas
noventa y nueve!
Las manecillas del reloj señalaban entonces las ocho y cuarenta y dos minutos.
Los jugadores habían tomado las cartas, pero a cada momento su mirada se fijaba en el reloj. ¡Se puede asegurar que cualquiera que
fuese su seguridad, nunca les habían parecido tan largos los minutos!
-Las ocho y cuarenta y tres -dijo Tomás Flanagan, cortando la baraja que le presentaba Gualterio Ralph.
Hubo un momento de silencio. El vasto salón del club estaba tranquilo; pero afuera se oía la algazara de la muchedumbre, dominada
algunas veces por agudos gritos. El péndulo batía los segundos con regularidad matemática. Cada jugador podía contar las divisiones
sexagesimales que herían su oído.
-¡Las ocho y cuarenta y cuatro! -exclamó John Suilivan, con voz que descubría una inmensa emoción involuntaria.
Un minuto nada más, y la apuesta estaba ganada. Andrés Stuart y sus compañeros ya no jugaban. ¡Habían abandonado las cartas y
contaban los segundos!
A los cuarenta segundos, nada. ¡A los cincuenta, nada tampoco!
A los cincuenta y cinco se oyó fuera un estrépito atronador, aplausos, vítores y hasta imprecaciones que se prolongaron en redoble
continuo.
Los jugadores se levantaron.
A los cincuenta y siete segundos, la puerta del salón se abrió, y no había batido el péndulo los sesenta segundos cuando Phileas Fogg
aparecía, seguido de una multitud delirante que había forzado la entrada del club, y con voz tranquila, dijo:
-Aquí estoy, señores.

Capítulo XXXVII
Donde se demuestra que Phileas Fogg no ha ganado nada en dar la vuelta al mundo, sino el
honor
¡Sí! Phileas Fogg en persona.
Recuérdese que a las ocho y cinco minutos de la tarde, unas veinticuatro horas después de la llegada de los viajeros a Londres,
Picaporte fue encargado de prevenir al reverendo Samuel Wilson para cierto casamiento que debía celebrarse al día siguiente.
Picaporte partió muy alegre, yendo con paso rápido al domicilio del reverendo Samuel Wilson, que no había regresado aún a casa.
Naturalmente, Picaporte tuvo que esperar unos veinte minutos.
En suma, eran las ocho y treinta y cinco cuando salió de casa del reverendo. ¡Pero en qué estado! El pelo desordenado, sin sombrero,
corriendo como jamás ha corrido hombre alguno, derribando a los transeúntes y precipitándose como una tromba, por las aceras.
En tres minutos llegó a la casa de Saville Row, y casi sin aliento entró en el cuarto de mister Fogg.
No podía hablar.
-Señor... -tartamudeó Picaporte-, casamiento... imposible.
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-¿Imposible?
-Imposible... para mañana.
-¿Por qué?
-¡Porque mañana... es domingo!
-Lunes -respondió mister Fogg.
-No...; hoy... sábado.
-¿Sábado?... ¡Imposible!
-¡Sí, sí, sí -exclamó Picaporte-. ¡Se ha equivocado usted en un día! ¡Hemos llegado con veinticuatro horas de adelanto..., pero sólo le
quedan diez minutos!...
Picaporte tenía cogido a su amo por el cuello y lo impelía con fuerza irresistible.
Phileas Fogg, así llevado sin tener tiempo de reflexionar, salió de su casa, saltó a un cab, prometió cien libras al cochero, y después de
haber aplastado dos perros y atropellado cinco coches, llegó al Reform Club.
El reloj marcaba las ocho y cuarenta y cinco minutos cuando apareció en el gran salón.
¡Phileas Fogg había dado la vuelta al mundo en ochenta días!
¡Phileas Fogg había ganado la apuesta de veinte mil libras!
¿Y cómo siendo tan exacto y minucioso, había podido quivocarse en un día? ¿Cómo se creía en sábado, 21 de diciembre, cuando había
llegado a Londres en viernes, 20 de diciembre, setenta y nueve días después de su salida?
He aquí el motivo de este error. Es muy sencillo.
Phileas Fogg, sin sospecharlo, había ganado un día en su itinerario, porque había dado la vuelta al mundo yendo hacia Oriente; lo
hubiera perdido yendo en sentido inverso, es decir, hacia Occidente.
En efecto, marchando hacia Oriente, Phileas Fogg iba al encuentro del Sol, y por lo tanto, los días disminuían para él tantas veces cuatro
minutos como grados recorría. Hay 360 grados en la circunferencia, los cuales, multiplicados por cuatro minutos, dan precisamente
veinticuatro horas, es decir, el día inconscientemente ganado. En otros términos: mientras Phileas Fogg, marchando hacia Oriente, vio el
Sol pasar ochenta veces por el meridiano, sus colegas de Londres no lo habían visto más que setenta y nueve. Por eso aquel mismo día,
que era sábado y no domingo, como lo creía mister Fogg, le esperaban los de la apuesta en el salón del Reform Club. Y esto es lo que el
famoso reloj de Picaporte, que siempre había conservado la hora de Londres, hubiera acusado, si al mismo tiempo que las horas y los
minutos hubiese marcado los días.
Phileas Fogg había ganado, pues, las veinte mil libras; pero, como había gastado en el camino unas diecinueve mil, el resultado
pecuniario no era de importancia. Sin embargo, como se ha dicho, el excéntrico no había buscado en aquella apuesta más que la lucha y
no la fortuna. Y distribuyó las mil libras que le sobraban entre Picaporte y el desgraciado Fix, contra quien era incapaz de conservar rencor.
Sólo que para mera formalidad descontó a su criado el precio de las mil novecientas veinte horas de gas gastado por su culpa.
Aquella misma noche, mister Fogg, tan impasible y tan flemático como siempre, dijo a mistress Auda:
-¿Le conviene aún el casamiento?
-Mister Fogg -contestó mistress Auda-, a mí es a quien toca hacerle la pregunta. Estaba usted arruinado, y ahora es rico...
-Dispense, esa fortuna le pertenece. Sin la idea de ese matrimonio, mi criado no habría ido a casa del reverendo Samuel Wilson, no se
hubiera descubierto el error, y...
-¡Mi querido Fogg!... -dijo la joven.
-¡Mi querida Auda!... -respondió Phileas Fogg.
Innecesario es decir que el casamiento se celebró cuarenta y ocho horas después; y Picaporte, engreído, resplandeciente,
deslumbrador, figuró en él como testigo de la novia. ¿No la había él salvado y no le debía esa honra?
Al día siguiente, al amanecer, Picaporte llamó con estrépito a la puerta de su amo.
La puerta se abrió y apareció el impasible caballero.
-¿Qué hay, Picaporte?
-Lo que hay, señor, es que acabo de saber ahora mismo...
-¿Qué?
-Que podíamos haber dado la vuelta al mundo en setenta y nueve días tan sólo.
-Sin duda -contestó mister Fogg-, no atravesando el Indostán; pero entonces no hubiera salvado a mistress Auda, no sería mi mujer, y...
Y mister Fogg cerró la puerta tranquilamente.
Así, pues, la apuesta estaba ganada, haciendo Phileas Fogg su viaje alrededor del mundo en ochenta días. Había empleado para ello
todos los medios de transporte, vapores, ferrocarriles, coches, yates, buques mercantes, trineos, elefantes. El excéntrico caballero había
desplegado en ese negocio sus maravillosas cualidades de serenidad y exactitud. Pero, ¿qué había ganado con semejante excursión?
¿Qué había obtenido de su viaje?
Nada, se dirá. Nada, enhorabuena, a no ser su linda mujer, que por inverosímil que parezca, le hizo el más feliz de los mortales.
Y en verdad, ¿no se daría por menos esa vuelta al mundo?

Justo García Añón


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