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Bastoncitos de anís, bolas de cacao dulce, tiras de melcocha, cubos de jalea, adornaban en

abundancia la mesa dócil junto a otros manjares perfumados, regados con fragante agua de
barbasco.

El mantel blanquísimo bajo la luz de la tarde soportaba los brillos de las dulces joyas relucientes.

Los primeros en llegar fueron los niños, que tomaron las golosinas a manos llenas. Papá Nicola
comió sólo un poquito, porque andaba algo mal del estómago… La tía Solange, todavía mohína,
comió un palito de anís, y luego otro, y otro. Le haló las orejas en un remedo de reprimenda, como
si con ese gesto lo diera todo por perdonado. Le llevó unas bolas de cacao al Pedro, que faenaba
en el patio. Era como si hubiera llegado diciembre en pleno agosto. Como si de pronto ese rancho
raquítico aislado del resto del pueblo en la costa distante habitara alguna posibilidad de esperanza.

Solo la abuela Rosa no comió nada. Era vieja, viejísima. Tan vieja que el resto, por gula o por
genuino descuido, decidió olvidarse de que ella se pudría en su catre, en un cuarto del fondo. Pero
Horacio no la olvidó. Era su modo de cobrarle toda la mierda que se había visto obligado a
limpiarle. Toda la mierda que de su boca había salido para recordarle que su madre era una puta
que lo había abandonado y que él no había sabido sino salir mariquita.

Para la madrugada habían caído Cintia y Enrique, los más pequeños. Cuando la tía Solange corrió
hasta el cuarto de Pedro, bañada en meados y gritando, lo encontró amoratado en el catre. Se
había arañado su propia cara hasta sacarse tajos. Vomitó.

Hasta su último aliento maldijo a Horacio.

Pero él no estaba en la casa. Se había refugiado en el monte para pasar la noche. Volvió con las
primeras luces del día.

Encontró a la vieja Rosa llamando a Solange con voz rota. Le rogó “mijo ve qué pasa… busca a los
chiquitos”. Rogaba.

La vieja no era sino puros huesitos livianos. Se había ido secando cada año, mientras él se espigaba
y se hacía nervudo. La arrastró hasta donde Solange yacía con los ojos velados. La lengua hinchada
le daba aspecto de pez.

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El mar era anchura para siempre. Sabía que al norte estaban las islas, pero giró la proa hacia el
este, en dirección al callo, siguiendo la ruta del sol.

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