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Uno de esos pocos sabios era Montruel quien, aún para su congenie de
sabios, era reservado, cansino y observador contumaz. Sabio como ninguno. Tenia
la inefable percepción de lo pequeño, lo extraordinario. Se regocijaba con la
energía maravillosa del detalle. Como todos, tenia defectos; algunas veces era su
rancio gruñir, su babilónica pausa para editar sobre cualquier cosa por fruslera que
fuera o su repulsión hacia el género femenino. Proclamaba que el sabio debería
rechazar toda veleidad a favor de la observación, verdadera fuente vital de los
arcanos del tiempo.
Después, esa noche, con una miríada de estrellas que iluminaban el cielo,
perspicaz y resoluto, decidió volver sentir nuevamente el estar ante la presencia de
la sacra belleza de aquella mujer, tomar nuevamente un trago visual del gustoso
néctar de la sensualidad. Allí volvió. Y allí, nuevamente, ante la vivida estampa de
una epifanía de deleite, ante aquella sensual ninfa, tembló.
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Aquella joven sufría porque sabía que aquel gnomo que le celebraba con las
mayores riquezas de las entrañas de la tierra, los más finos tejidos de la
naturalezas y los más delicados, deliciosos y dulce alimentos, nunca le ofrecería la
magna lozanía de la libertad.
Las quejicas maniobras fueron tatuando de tristeza las formas y los tiempos
de aquella desalmada mañana, mientras que la sangre fue empapando la fecunda
tierra en una bacanal de dolor y desespero.
Algunos días después, aquellos blancos y tristes rosales que nutriéndose del
enrojecido suelo fueron vistiéndose del más pletórico carmesí, irradiando la más
delicada, impresionante y perfumada belleza…
Y aún hoy cuando los rubios asomos del alba se reflejan sobre la tierra,
podemos, sobre los pétalos de una rosa roja, observar maravillados la divinidad y
belleza de aquella ninfa llamada Maria.