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Del por qué las Rosas Rojas…

Hace algunos días tuve la oportunidad de escuchar un relato desafortunado,


una historia que a pesar de mostrar sufrimiento y dolor, mostraba dejos de
sensualidad y belleza trágica. He aquí esa historia…

Desde la creación de las cosas, ya en el mismo momento en el que Cronos


daba sus primeros pasos, los gnomos ya habitaban grutas y cubiles que les servían
de aposentos. Estos seres, aunque físicamente diferenciados al hombre, contenían
la variable multígrafa de la conducta humana. Algunos eran beodos, otros
costumbristas, algunos conservadores, algunos corruptos; muy pocos sabios.

Uno de esos pocos sabios era Montruel quien, aún para su congenie de
sabios, era reservado, cansino y observador contumaz. Sabio como ninguno. Tenia
la inefable percepción de lo pequeño, lo extraordinario. Se regocijaba con la
energía maravillosa del detalle. Como todos, tenia defectos; algunas veces era su
rancio gruñir, su babilónica pausa para editar sobre cualquier cosa por fruslera que
fuera o su repulsión hacia el género femenino. Proclamaba que el sabio debería
rechazar toda veleidad a favor de la observación, verdadera fuente vital de los
arcanos del tiempo.

Fue una tarde cuando en una de las muchas expediciones en la que se


aventuraba cerca de la ciudad de los hombres para tomar apuntes sobre el modo
de vida de estos, quedó desesperadamente cautivo de la inconmensurable belleza
de una joven llamada Maria. Trémulo, reía y lloraba en un amplio manto de
silencio, cuando los rubios asomos del alba se reflejaban sobre la suave cabellera
que chisporroteaban áureos tornasoles sobre la blanca piel cincelada en el más
puro marfil. Los pequeños ojos de aquel gnomo manaban un conspicuo llanto
mientras que toda su alma se debatía sobre la vivida experiencia que vadeaba las
fatales convicciones que desde siempre guardó.

Más tarde, ya en su hogar, y después de velar toda la noche, no lograba


discernir qué rumbo tomaría su vida, ya que un anhelo de querencia nueva era
musitado por todo su interior al lacónico sol que bostezaba arriando la tenue
neblina que cubría al bosque.

Después, esa noche, con una miríada de estrellas que iluminaban el cielo,
perspicaz y resoluto, decidió volver sentir nuevamente el estar ante la presencia de
la sacra belleza de aquella mujer, tomar nuevamente un trago visual del gustoso
néctar de la sensualidad. Allí volvió. Y allí, nuevamente, ante la vivida estampa de
una epifanía de deleite, ante aquella sensual ninfa, tembló.

ӾӾӾ

Los blancos rosales que rodeaban la gruta, que eran inmarcesibles,


destemplaban, flácidos, sus pétalos aterciopelados ante aquellos lamentos. Los
sollozos de aquella joven conmovían a la misma naturaleza, aún las piedras
preciosas se diluían en sinuosas lágrimas de opalino cristal líquido.

Aquella fulgurante prisión donde esta cautiva Maria, estaba recamada de la


más altiva belleza. Las paredes habían sido labradas y recubiertas luego
ajedrezados paneles de ámbar. Los suelos fueron embebidos con secretas
mezclas alquímicas de perlas disueltas en vinagre de Jerez y ceniza volcánicas de
los montes de Java. Con las más preciadas maderas, el refinado palo de rosa, la
oscura caoba y el agreste cují fueron elaborados elegantes y sencillos muebles
que completaban aquella habitación que no era otra cosa que un portento visual.

Aquella joven sufría porque sabía que aquel gnomo que le celebraba con las
mayores riquezas de las entrañas de la tierra, los más finos tejidos de la
naturalezas y los más delicados, deliciosos y dulce alimentos, nunca le ofrecería la
magna lozanía de la libertad.

Una mañana en la que Montruel se encontraba con sus salomónicas


observaciones ella tomó finalmente la decisión de huir. La entrada a la gruta, que a
su llegada se había espaciado en un embarbascado movimiento, apenas dejaba
traslucir la suficiente luz a través de un pequeño resquicio. Intento salir por él y a
medida que se deslizaba a través de esa ensalmada abertura conjurada en no
escuchar sus lamentos, sus delicadas carnes era arañadas, rasgadas y rotas por
impía caliza de indisolubles vetas.

Las quejicas maniobras fueron tatuando de tristeza las formas y los tiempos
de aquella desalmada mañana, mientras que la sangre fue empapando la fecunda
tierra en una bacanal de dolor y desespero.

Algunos días después, aquellos blancos y tristes rosales que nutriéndose del
enrojecido suelo fueron vistiéndose del más pletórico carmesí, irradiando la más
delicada, impresionante y perfumada belleza…

Y aún hoy cuando los rubios asomos del alba se reflejan sobre la tierra,
podemos, sobre los pétalos de una rosa roja, observar maravillados la divinidad y
belleza de aquella ninfa llamada Maria.

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