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Frases como puños

El lenguaje y las ideas progresistas


Frases como puños
El lenguaje y las ideas progresistas

Luis Arroyo
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Primera edición: marzo de 2013

© Luis Arroyo, 2013


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A tantos cuantos, a costa de su propia vida,
se aplicaron con inteligencia en el uso
de la palabra y la imagen,
en la defensa de los débiles frente a los poderosos
Los dos partidos que dividen el Estado, el partido del conserva-
durismo y el de la innovación, son muy antiguos y se han pelea-
do por la posesión del mundo desde que se creó. Esta disputa es
el tema principal de la historia cívica. El partido conservador
estableció las jerarquías veneradas y las monarquías del mundo
más antiguo. La batalla, entre el patricio y el plebeyo, el Estado
paternal y la colonia, los viejos usos y la aceptación de los hechos
nuevos, entre los ricos y los pobres, reaparece en todos los países
y tiempos. Esta guerra no sólo se libra en los campos de batalla,
en los consejos nacionales y en los sínodos eclesiásticos, sino que
también agita el interior de cada hombre con sentimientos opues-
tos en cada momento. Mientras tanto, el viejo mundo sigue gi-
rando; en ocasiones uno de los impulsos gana, en ocasiones el otro
y, sin embargo, la lucha se renueva cada vez como si fuera la
primera, bajo nuevos nombres y con apasionados personajes. Un
antagonismo tan irreconciliable debe, por supuesto, ser igualmen-
te profundo dentro de la misma constitución humana. Es la
oposición entre el pasado y el futuro, la memoria y la esperanza,
el entendimiento y la razón. Es el antagonismo primario, la
aparición en pequeño de los dos polos de la naturaleza.

Ralph Waldo Emerson, 1841


Índice

Nota del autor . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 13

Introducción. Una narrativa milenaria . . . 21


Herederos de una historia épica . . . . . . . . . 27
Aceptémoslo: el lenguaje importa . . . . . . . . 36

Pensar progresista . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 43
El marco define lo que se ve del cuadro . . . . 47
La solución depende de lo que vemos . . . . . 53

¿Patriotas, duros y devotos? . . . . . . . . . . . . 59


El ecualizador político . . . . . . . . . . . . . . . 63
El frontispicio de los conservadores . . . . . . . 67

Cambiar el marco para cambiar


la visión del mundo . . . . . . . . . . . . . . . 73
Retórica de la libertad . . . . . . . . . . . . . . . . . 87
Mercado libre o coto a la especulación . . . . 91
Mérito personal e igualdad de oportunidades 96
La igualdad nos hará libres . . . . . . . . . . . . . 104
Índice 12

Un Estado cercano, que protege y sirve . . 107


Funcionario es probablemente tu médico . . . 108
El sindicalista que garantiza tu salario . . . . . . 110

¿Qué patriotismo? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 115


El encaje autonómico . . . . . . . . . . . . . . . . 120
Respetar las costumbre o, simplemente, la ley 122
La trampa del velo . . . . . . . . . . . . . . . . . . 125

Cómo defender la religión más


que un conservador . . . . . . . . . . . . . . . 133
En defensa de (todas) las religiones . . . . . . . 134
Cómo afrontar los dilemas morales
sin necesitad de una religión . . . . . . . . 138

Cómo cambiamos cuando hay crisis . . . . . . 149

Hablar progresista . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 159

Referencias bibliográficas . . . . . . . . . . . . . . . 169


Nota del autor

Aquellos piececitos amputados y sangrantes, más pe-


queños que una uña, quedarían grabados en mi me-
moria por el resto de mis días. Debió de ser en 1983,
cuando yo era un alumno de 14 años del Colegio San
Agustín de Madrid, uno de esos grandes centros con
algunos miles de estudiantes de un único género re-
gentados por sacerdotes. Con el alborozo que se pro-
duce cuando se rompe la rutina de las clases, nos
sentaron en el salón de actos de la planta primera del
colegio. Y cuando se apagaron las luces y se hizo el
silencio, comenzó el sangriento espectáculo: brazos
de feto desmembrados, una suerte de aspiradora in-
trauterina, unas tenazas terribles, unos cubos de ba-
sura quirúrgicos rebosando miembros humanos…
Una sucesión de diapositivas a cual más lúgubre para
que viéramos cómo eran asesinados cada día esos po-
bres bebés. Simple y brutal mensaje: abortar es matar
a un bebé.
Nosotros no lo sabíamos, o poco nos importaba,
pero los socialistas recién llegados al Gobierno de
España preparaban una reforma de la normativa sobre
interrupción de embarazo, y la Iglesia Católica y los
Nota del autor 14

colectivos más conservadores habían sacado su mejor


artillería para evitarla: imágenes impactantes que se
proyectaban sin ningún pudor ni vergüenza en los
colegios católicos de toda España a niños en plena
adolescencia, aún vulnerables a la fuerza de las imá-
genes, haciendo uso de instalaciones y salarios pagados
por todos los ciudadanos con sus impuestos.
Tardé aún muchos años en toparme con otras
historias que aquellas que presentaban la interrupción
del embarazo como un homicidio bestial sin matiz
alguno, y las que me llegaban eran historias clandes-
tinas: como la de mi compañera del trabajo que se vio
obligada a abortar en no sé qué sitio en el más estric-
to secreto; o cuando, más adelante, descubrí que en
mi propia familia alguien había decidido también
interrumpir un embarazo.Treinta años después de que
yo viera aquellas imágenes lamentables, supimos que
dulces monjitas, hoy ancianas, pensando quizá que
evitaban así esos asesinatos de bebés, habían conven-
cido a las parturientas para que dieran en adopción a
sus hijos no buscados. Supimos también que en cien-
tos de casos se tomaron la licencia de pensar que
garantizarían la vida de las criaturas en familias como
Dios manda, y que para ello habían simulado ante las
madres el fallecimiento del feto, para robarles el bebé
y entregárselo a unos padres de orden.
Con 14 años yo era, y estoy hoy en mis 40 y
tantos, un receptor de mensajes políticos alternativos.
15 Nota del autor

Como lo somos todos. En mi caso con la particula-


ridad de que, además, me dedico profesionalmente a
estudiarlos, diseñarlos y difundirlos. Pero como ciu-
dadanos nos encontramos todos ante corrientes de
opinión cuya materia prima son palabras e imágenes.
A veces esas corrientes son unívocas, como cuando
se establecen los grandes consensos nacionales. Otras
veces las corrientes chocan y crean remolinos y tur-
bulencias, como sucede con el muy controvertido
asunto del aborto.
No es nada fácil generar dichas corrientes o lograr
que venzan las resistencias de la orografía o el emba-
te de otras fuerzas alternativas. La resistencia ante
aquella reforma de la Ley del Aborto, que el Gobier-
no de Felipe González logró aprobar en 1985 con su
mayoría absoluta en el Congreso, fue posible gracias
a que la Iglesia Católica y los conservadores contaban
con una historia muy poderosa (abortar es matar a un
bebé, concebido por decisión divina), con una causa
que defender con nombre bellísimo (ni más ni menos
que la vida) y otra que combatir de nombre horripi-
lante (aborto), con un ejército de evangelizadores
dispuestos a contarla (religiosos y profesores) y con
una población dispuesta a creerla. Quienes, en el otro
lado, y en línea con el Gobierno, defendían el derecho
de las mujeres a abortar, tuvieron que contar una
historia diferente (las mujeres tienen derecho a deci-
dir cuándo quieren ser madres), con palabras nuevas
Nota del autor 16

(libre elección, interrupción voluntaria del embarazo)


y buscarse su propia legión de evangelizadores, aunque
fueran laicos.
Como sociólogo que trabaja con el lenguaje, me
fascina el discurrir de esas corrientes de opinión en
un sentido u otro. Como progresista convencido, sien-
to que me conciernen por el éxito o el fracaso de los
fundamentos morales que defendemos desde la iz-
quierda. Por eso es un gusto y un privilegio poder
dedicar mi tiempo a estudiar cómo las palabras, y las
ideas que tales palabras transportan, son percibidas por
la gente, qué emociones suscitan, de qué manera se
agregan en eso que llamamos opinión pública, y cómo
del eventual choque de corrientes alternativas, al final,
las sociedades tienen unas u otras normas y defienden
unos u otros principios.
Gracias al apoyo de la Fundación IDEAS del Par-
tido Socialista español, en 2011 pudimos hacer un
interesante estudio sobre uno de los fenómenos pri-
migenios en la difusión de las ideas: el enmarcado o
framing. Con la eficacia de aquellas imágenes impac-
tantes y la ayuda de sus huestes de sacerdotes, monjas
y profesores, la Iglesia española definía el aborto en
los años ochenta –como sigue haciendo hoy, por cier-
to–, como el asesinato sangriento de un bebé inde-
fenso, ejecutado en una fría sala de intervenciones por
unos desalmados cirujanos. Pero eso no es más que
un ejemplo de la fuerza del lenguaje en la difusión de
17 Nota del autor

las ideas. Cada día hay millones de mensajes que re-


sultan más o menos persuasivos en función de cómo
se enmarcan.
Nos propusimos, pues, estudiar el efecto de esos
marcos en la opinión de la gente. ¿Qué pasaría –nos
preguntamos– si presentamos a los denostados libe-
rados sindicales como lo que realmente son: repre-
sentantes de los trabajadores dedicados a resolver con-
flictos en las empresas? ¿Y si, por ejemplo, al visualizar
la bolsa de valores de cualquier país un ciudadano
viera a un centenar de especuladores y no un merca-
do aséptico? ¿Qué efecto mágico tiene el término
libertad de elección de los padres para que los con-
servadores logren el aprecio del público cuando, en
realidad, con esos términos enmarcan la imposición
de la religión en la escuela o la financiación de la
educación segregada? ¿Qué ocurriría si, en vez de
hablar de funcionarios, hablamos de quienes son la
inmensa mayoría de los empleados públicos de nues-
tro país: maestros, policías, médicos o militares? ¿Se
sería más comprensivo con ellos si se les imaginara en
un consultorio médico o patrullando por la calle?
Este trabajo obedece a esa preocupación básica
general, que se refiere a nuestra manera de decir y
hablar y a los principios morales que evocamos al
hacerlo: el lenguaje define el mundo, y lo hace más
aún en el ámbito de la política. Lograr apoyo para las
políticas progresistas exige explicarlas bien. Tal cosa
Nota del autor 18

requiere una utilización adecuada del lenguaje. Un


lenguaje coherente con nuestros principios morales:
los principios en los que creemos y que defendemos.
Desde hace algunos años la Fundación IDEAS
trabaja con el profesor George Lakoff, miembro de
su Comité Científico sobre comunicación política y
su relación con la mejora de la democracia. George
colaboró en los inicios y el desarrollo de la investiga-
ción que aquí presentamos. No sólo con la supervisión
del proyecto, sino también con abundante trabajo
académico previo. Su apoyo personal ha sido tan va-
lioso como el aporte intelectual de su obra.
Más reciente ha sido nuestra relación con el pro-
fesor Jon Haidt, pero igualmente productiva. Jon vio
el proyecto inicial y los cuestionarios que se aplicaron
e hizo importantes aportaciones. Nos anticipó tam-
bién el contenido de su libro The Righteous Mind:Why
Good People are Divided by Politics and Religion, cuya
escritura interrumpió generosamente y de manera
repetida para ayudarnos.
La redacción de este documento ha sido el pro-
ducto de muchas reflexiones y discusiones. Óscar
Santamaría, y también Corina Contaris y Josué Gon-
zález, contribuyeron en el análisis y la discusión de
los resultados; antes participaron en la definición del
estudio los científicos sociales de Metroscopia José
Juan Toharia y José Pablo Ferrándiz, que adoptaron
con generosidad el papel de ciudadanos prejuiciosos
19 Nota del autor

para redactar dos cuestionarios raramente tendencio-


sos para la investigación social al uso. David Redoli
corrigió el primer manuscrito e hizo sobre él apor-
taciones muy valiosas.
Pero, por supuesto, esta investigación no habría
sido posible sin el apoyo financiero, intelectual y per-
sonal, de la Fundación IDEAS. Muy especialmente
de su director, Carlos Mulas-Granados, y de Francis-
co Rojas e Irene Ramos. El proyecto fue aprobado y
promovido por Jesús Caldera, vicepresidente ejecuti-
vo de la Fundación.Tanto él como su equipo trabajan
cada día en la defensa de las ideas y las políticas pro-
gresistas. Eso incluye necesariamente la comunicación.
Les estoy muy agradecido por haberme permitido
ayudar modestamente en esa tarea.

Luis Arroyo
Madrid, noviembre de 2012
Introducción
Una narrativa milenaria

Estamos intuitivamente familiarizados con los


problemas de la injusticia, la falta de equidad,
la desigualdad y la inmoralidad –sólo hemos
olvidado cómo hablar sobre ellos–. La socialde-
mocracia articuló esas cuestiones en el pasado,
hasta que también perdió el rumbo.

Tony Judt1

¡¿Pero qué nos pasa?! Esta constante recurrencia a la


crisis de la socialdemocracia empieza a resultar mo-
lesta, aburrida y muy poco productiva. Se ha llegado
a decir, por boca de reputados analistas progresistas
–lo cual añade masoquismo al tedio– que nuestro
tiempo ha pasado. Según parece, la desaparición de la
clase obrera industrial del siglo pasado nos ha dejado
sin causa, como si un joven científico de hoy, en paro

1 Judt, 2011, p. 217.


Una narrativa milenaria 22

o con un salario de 800 euros al mes, no tuviera las


mismas demandas que las que tenía ayer su madre,
trabajadora en una fábrica textil.
Se nos dice también que morimos por nuestro
propio éxito: que, como la gran obra de la izquierda
contemporánea, el llamado Estado de bienestar, es im-
plícitamente reconocido por la derecha, no tenemos
ya nada que defender. Como si los logros sociales de
las últimas décadas no estuvieran en peligro; o como
si, después de la extensión de la educación y la sanidad
universales, no hubiera minorías que defender, nuevos
derechos que reivindicar y ataduras que romper2.
De forma más o menos apocalíptica y con análi-
sis más o menos solventes, los progresistas de Europa
y América diagnostican los síntomas de la grave en-
fermedad que les afecta. Son variados y probablemen-
te todos ellos estén actuando al mismo tiempo.
Una razón posible del declive progresista es que sus
causas clásicas ya no encuentran atractivo porque han
terminado por ser aceptadas, al menos en sus plantea-
mientos básicos. Los conservadores han aceptado las
exigencias progresistas, de manera que ya nadie les pres-
ta atención. En Europa nadie cuestiona, se dice, el sis-
tema de seguridad social, la educación pública o la sa-
nidad universal. Los ciudadanos no perciben que esos

2Sobre la crisis de la socialdemocracia, véanse, por ejemplo, Todd, 2010;


Crouch, 2004; Simone, 2012.
23 Una narrativa milenaria

logros, progresistas, estén en peligro porque se plantee


el cobro de los medicamentos, un euro por visita al
médico, por la limitación del acceso a la sanidad gratui-
ta a los inmigrantes sin papeles, o por subir las tasas
universitarias o regular las becas en función del rendi-
miento académico del becado. De hecho, los progresis-
tas con frecuencia también apoyan esas mismas medidas.
Aunque estamos viendo cómo en Europa se deterioran
los servicios públicos, y cómo en Estados Unidos los
republicanos cercenan su extensión, la alarma no pare-
ce suficiente para llamar a la puerta de los partidos
progresistas para que acudan al rescate. Sólo cuando los
retrocesos son graves y evidentes, como cuando el Go-
bierno español propone limitar el derecho de las mu-
jeres a decidir sobre su maternidad en caso de enfer-
medad del feto, los progresistas tocan a rebato.
Hay también, se dice, causas sociológicas.Ya no hay
una gran masa trabajadora en las fábricas reclamando
jornada de ocho horas, salarios justos o derecho de
huelga. La fractura tradicional de clase de las sociedades
industriales de los dos siglos pasados se ha diluido, al
menos en apariencia. Ahora hay amplias clases medias,
millones de autónomos que no son ni puramente em-
presarios ni puramente trabajadores; trabajos más có-
modos, más formación, una oferta comercial que per-
mite a muchos cumplir con los sueños reservados
antes a la élite: viajar al Caribe, tener en su casa muebles
de diseño, comer en restaurantes, vestir ropa estilosa.
Una narrativa milenaria 24

En las sociedades opulentas y acomodadas de hoy las


luchas de la clase trabajadora de antaño suenan anacró-
nicas y pasadas de moda, dicen algunos sociólogos3.
Es probable que influya también un efecto coyun-
tural, pero que es muy relevante. Aunque no sea cierto,
la gente considera que los conservadores son mejores
en la gestión de la economía, una cualidad determi-
nante en tiempos de recesión. Pese a que los progre-
sistas sienten que el desastre económico que comenzó
en 2008 fue culpa de las políticas conservadoras de
Reagan y Thatcher en los años ochenta, pesa sobre ellos
la losa de que sólo saben subir los impuestos y gastar.
En el imaginario universal, los conservadores son ri-
gurosos, austeros y disciplinados, y están mejor forma-
dos para la gestión de la economía.Y los progresistas,
derrochadores y excesivamente generosos con los po-
bres y los perezosos. Además, en situaciones de crisis la
ciudadanía se vuelve más conservadora: se repliega en
los valores de la autoridad, el rigor y el patriotismo,
principios típicamente conservadores. Es frustrante para
los progresistas, pero cuando hay más paro y las dife-
rencias entre ricos y pobres se acentúan, como sucede
hoy en tantos países, los ciudadanos no confían en
quienes se supone que piensan más en la mayoría de
la gente corriente, sino en quienes creen que aplican
las recetas más duras. Las políticas sociales acertadas se

3 Simone (2012) es especialmente locuaz a este respecto.


25 Una narrativa milenaria

atribuyen a los progresistas, pero las políticas económi-


cas adecuadas, a los conservadores.Y si terminan por
aceptar ese falso maleficio, y aceptan terceras vías o
políticas ambidiestras (economía de derechas, derechos
sociales de izquierdas), los progresistas pierden entonces
su identidad, rompen con su tradición más nítida y
renuncian a convertir su política económica en una
alternativa creíble4.
El Estado, que es en realidad el gran agente dina-
mizador de la economía, el promotor de la redistri-
bución y el garante del cumplimiento de las reglas del
juego, paradójicamente se convierte en un incordio.
La sentencia conservadora de los ochenta, en boca de
Reagan o Thatcher, encuentra eco a principios del
milenio siguiente: «El Gobierno es el problema». Los
progresistas parecen aceptar la maldición al afirmar
que es necesario reducir los recursos del Estado: re-
cortar, limitar, cercenar su influencia. La desafección
histórica que se percibe en la ciudadanía con respecto
a la política, el Gobierno y la Administración no per-
judica a quienes menos los defienden, que son los con-
servadores, sino a sus defensores tradicionales, los pro-
gresistas. ¿Por qué iban los ciudadanos a confiar sus
asuntos y sus dineros a quienes defienden una maqui-
naria que no funciona?

4Sobre el incremento del conservadurismo cuando hay crisis, Nail y otros,


2009.
Una narrativa milenaria 26

Al final, los líderes políticos progresistas se en-


cuentran en una situación problemática: la mayor
parte de la población europea, estadounidense y lati-
noamericana quisiera gobiernos que defendieran los
intereses y los valores de la mayoría: la solidaridad, la
igualdad, los nuevos derechos individuales y sociales,
el progreso científico, el crecimiento equilibrado, el
respeto del medio ambiente, la cooperación, la laici-
dad… Pero no confía en políticos de izquierda que
parecen anclados en viejas luchas de clase, que perci-
ben ser derrochadores en el gasto público y que con-
sideran culturalmente elitistas, malos gestores econó-
micos y débiles y permisivos en la defensa de la
legalidad y la identidad nacional.
Ya que somos nosotros mismos, los progresistas,
quienes nos empeñamos en diagnosticar la gravedad
de nuestros males, los conservadores aprovechan nues-
tra penuria para certificar, directamente, la muerte de
las ideologías y, por tanto, el mismísimo «fin de la his-
toria». Se acabó: nada que discutir. Queda sólo un pen-
samiento único y más nos valdría resignarnos, se nos
dice: libertad de mercado, rigor en la gestión pública,
Estado mínimo sólo para lo imprescindible, austeridad,
principios morales sólidos, defensa de la identidad co-
lectiva, autoridad frente a los desviados, libertad indi-
vidual sin ingerencias, fomento de la iniciativa privada,
gobierno de tecnócratas… Cada vez que alguien cer-
tifique la muerte de la ideología, el fin de la historia o
27 Una narrativa milenaria

el predominio inevitable de un pensamiento único, los


progresistas deberíamos ponernos en alerta. El forense
es muy probablemente un conservador al que le gus-
taría que el poder lo detentaran los de siempre: los
fuertes, los triunfadores, los ricos, los tecnócratas bien
preparados. De hecho, la muerte de las ideologías ha
sido varias veces anunciada y, tantas veces como se
anunció, la ideología resucitó. Tras la segunda guerra
mundial y el enfrentamieto titánico de las ideologías
totalitarias, muy respetables analistas preferían pensar
que ya estaba todo dicho; que los ciudadanos corrien-
tes no están preparados ni motivados para entender y
pensar en términos ideológicos; y que, a fin de cuentas,
aceptando la superioridad de la democracia electoral
como modelo general, no hay diferencia sustancial en-
tre la derecha y la izquierda. Que da igual que gobier-
nen los conservadores o los progresistas, porque son
básicamente los mismos, con ideas parecidas5.

Herederos de una historia épica

Ni el más radical de los conservadores se atrevería a


cuestionar algunos de los avances históricos de la hu-
manidad que hoy nos parecen irrenunciables, que

5Sobre el fin de las ideologías es bastante completo el resumen de Jost,


2006.
Una narrativa milenaria 28

algunos progresistas promovieron, pagando a veces


con su propia vida, y contra los que los conservadores
se revolvieron. Los grandes avances científicos, inte-
lectuales, sociales y políticos fueron posibles porque
un progresista se atrevió a cuestionar el estado de las
cosas, los privilegios vigentes y los dogmas impuestos:
desde los filósofos antiguos, los reformadores sociales
de Occidente, los ilustrados europeos o los movimien-
tos humanistas dentro de las grandes religiones histó-
ricas, hasta los líderes de los movimientos sociales
contemporáneos en la defensa de la igualdad, los de-
rechos laborales, los derechos sexuales o la defensa del
medio ambiente.
Por poner algunos ejemplos, la abolición de la
esclavitud, lograda tras años de lucha por cuáqueros,
cristianos e ilustrados progresistas, frente a las resis-
tencias de los conservadores a lo largo de los siglos
xviii y xix. Los derechos laborales al salario, al des-
canso, la prohibición del trabajo infantil, o los derechos
de asociación y de huelga fueron resultado del em-
peño de los sindicatos progresistas. La Ilustración y la
Revolución francesa, movimientos conducidos por
los intelectuales en alianza con el tercer estado, en
lucha contra los poderes reaccionarios del absolutismo.
La proclamación universal de los derechos humanos,
promovida por Eleanor Roosevelt –una destacada
progresista del Partido Demócrata–, que presidió la
comisión pluricultural que Naciones Unidas creó para
29 Una narrativa milenaria

elaborar la lista en los años que siguieron a la segun-


da guerra mundial. Los sistemas contemporáneos de
protección social, resultado de la lucha de los laboris-
tas y liberales británicos, de los demócratas Franklin
Roosevelt y Harry Truman en Estados Unidos, de los
socialistas franceses Léon Blum y Vicent Auriol. Y
aunque es cierto que la Seguridad Social española se
desarrolló legalmente en los años sesenta, no es hasta
los ochenta, con los gobiernos socialistas, cuando el
modelo se desarrolla plenamente en el país.
En el mundo entero los avances en derechos ci-
viles, en derechos políticos y en derechos sociales
llevan casi siempre la firma progresista. Es casi una
tautología. El progreso de la humanidad se ha produ-
cido gracias a los progresistas que lucharon por cam-
biarla. Nunca gracias a los conservadores que habi-
tualmente tratan de perpetuar el estado de las cosas.
Esa simple constatación debería invitarnos a huir del
derrotismo tan habitual en los últimos tiempos, y a
afirmar, como hace nuestro amigo Ignacio Urquizu,
que la socialdemocracia no sólo no está en crisis, sino
que tiene por delante motivos más que suficientes
para rearmarse6.
En todos esos cambios encontramos una línea
argumental central, una narrativa principal: la defen-
sa del pueblo común, de la gente corriente, en parti-

6 Urquizu, 2012.
Una narrativa milenaria 30

cular de los más menestorosos y de las minorías, con-


tra las imposiciones del poder político y económico.
Ésa es nuestra historia: lo ha sido durante siglos y, por
siglos, muy probablemente lo seguirá siendo.
Es incluso verosímil que el ser humano esté ge-
néticamente preparado para crear esos dos grandes
imaginarios universales, esas dos grandes fuerzas
opuestas, esas dos grandes ideologías enfrentadas que
animan a la humanidad en dos direcciones a menudo
contrarias. Por un lado, el progreso, el avance, la au-
dacia y la apertura en la persecución de los cambios
sociales. Por otro lado, la conservación del statu quo,
de la tradición, del poder establecido, el temor a la
revuelta y el desorden.Vista así, la ideología sería una
excelente ventaja evolutiva que permite al ser huma-
no acelerar y frenar los cambios sociales de la especie7.
La narrativa central de los progresistas es muy
persuasiva, porque llama a la acción colectiva, a la
emancipación, al cambio y a la lucha. Pero tiene tam-
bién dificultades. Necesita enemigos concretos que
batir, que suelen ser, por definición, adversarios po-
derosos, y puede generar en la gente la angustia ante
lo desconocido: miedo a la anomia, a la ausencia de
normas, a la dispersión de la comunidad, a la pérdida
de la tradición y de la identidad colectivas.

7Sobre esta cuestión la literatura es muy nueva, dispersa y abundante.


Puede verse un resumen en Arroyo, 2012, pp. 35-113.
31 Una narrativa milenaria

Los conservadores también ofrecen una historia


muy seductora, porque apelan al orden, al rigor, a la
unidad de los nuestros frente a los distintos, a la fuer-
za y a la tradición. Con frecuencia, además, ese relato
se asienta en el origen divino de las normas y la tras-
cendencia de su cumplimiento más allá de la vida. El
relato conservador, por decirlo de manera clara, pro-
mete la vida eterna, una ventaja indiscutible sobre el
relato más prosaico de los progresistas. Para los con-
servadores también hay un coste en su narrativa: sue-
len pagar su énfasis en el orden, la autoridad y el
dogma con la moneda del autoritarismo y la intole-
rancia.
A pesar de tan egregia historia, hoy, por supuesto,
los progresistas tenemos motivos para preocuparnos.
Sin duda «algo va mal», como dejó escrito Judt justo
antes de morir8. Hay una razón práctica y muy con-
creta: los progresistas andan los últimos años perdien-
do elecciones en todo el mundo. En la Unión Euro-
pea sólo gobiernan en una ínfima minoría de países.
En Estados Unidos decayó pronto la esperanza que
tanta gente depositó en la promesa de un gobierno
netamente progresista que encarnaba el candidato
Obama. En América Latina, los gobiernos de izquier-
da más conspicuos se decantan por un controvertido
populismo autoritario, y otros menos llamativos bre-

8 Judt, 2011.

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