Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
FRENTE A LA
GRAN MENTIRA
A mi hijo Pablo
JUVENAL
I
ESTO NO ES DEMOCRACIA
EL PRINCIPIO REPRESENTATIVO
EL PRINCIPIO ELECTIVO
EL PRINCIPIO DIVISORIO
VI
INTRODUCCIÓN A LA TEORÍA PURA
DE LA DEMOCRACIA
Como toda teoría, también ésta pretende tener valor universal. Aunque
el sistema de la democracia moderna, por ser de orden representativo,
presenta rasgos e instituciones que la separan de la democracia directa
de los antiguos, la concepción de la teoría pura es unitaria porque
ambos tipos de democracia, siendo distintos en la forma, responden a
la misma finalidad política y tienen, en la libertad de acción, la misma
causa eficiente.
Y, además, la combinación particular de los principios que dan forma a
esta teoría ofrece una síntesis tan universal del poder democrático que
tiene validez no sólo para comprender la causa teórica de su ausencia
en Europa, sino para explicar incluso las formas democráticas del
futuro. Que se diferenciarán sin duda por la cantidad de poderes a
controlar en sociedades cada vez más plurales, pero no por el método
de control, ni por la clase de libertad política que garanticen, en
definitiva.
La democracia es un sistema político que no se implanta en la sociedad
partiendo de cero, ni se ensaya en laboratorios sociales antes de ser
experimentado como régimen de poder en el Estado. En tanto que
producto de la voluntad colectiva, los pueblos sólo lo han generado
cuando, libres de temores interiores, perdieron la confianza y se
rebelaron contra las formas tradicionales de gobierno y de dominación.
Por ello surgió en la historia como novedad política, como una nece-
saria innovación ante el horror y el fracaso de lo déjà vu.
La democracia aparece como último recurso de la necesidad de vivir
colectivamente con ingenuidad, tras continuas desilusiones de
ingenuidades más peligrosas. Porque ilusionarse con los demás
siempre demanda no mirarse a uno mismo con lacerante agudeza. Y
poner serena confianza en el porvenir requiere, en los pueblos, haber
sufrido repetidas y variadas decepciones de sus experiencias
tradicionales.
Es inconcebible vivir la vida social, y no digamos la vida política, sin
ingenuidad. Son ingenuas las personas gentiles, las que creen y
confían en su gente, en su nación. La ingenuidad política es tan
inevitable como la que «prestan los oídos a las voces de la carne»
(Shakespeare). Todos los tipos de sociedad política han necesitado
contar, y ninguno de ellos ha sido decepcionado, con una fuerte dosis
de ingenuidad en los sujetos. Tanto mayor cuanto mayor ha sido la
personalización del poder. La democracia es la formación política que
requiere, por ello, menos ingenuidad.
Pero por ser voluntario, por ser un acto y no un hecho, ese raro
producto del espíritu humano depende por completo de expectativas
morales y materiales que hacen nacer en los hombres el querer y el
poder gobernarse ellos mismos en una comunidad nacional. Nadie
puede querer lo que no se imagina que puede hacer. Querer no es
poder. Se quiere la democracia cuando se puede realizar.
La pasión natural que espiritualiza a cualquier relación de poder entre
los hombres es la de igualdad. Al máximo poder espiritual que se pueda
concebir corresponde la máxima igualdad espiritual en el sometimiento.
Todos los hombres son iguales ante el poder de Dios y el poder de la
Naturaleza. Y la historia prueba que a mayor igualdad social, mayor
necesidad de autoridad. La desigualdad establece cascadas de
jerarquías que hacen llegar mansas las corrientes sociales de
obediencia la Autoridad.
Se nos hace creer que un sentimiento instintivo de la igualdad fundó la
primitiva idea de justicia. Pero la ideología de la igualdad, la necesidad
de sentirse iguales, triunfó precisamente cuando el sentido de la
igualdad instintiva acabó, cuando el Estado emergió de los privilegios
energéticos de unos hombres sobre otros. Los hombres necesitan ser
iguales en sus conciencias personales, cuando no lo son en sus
condiciones sociales. La religión y las ideologías de la igualdad tienen
asegurado el porvenir.
La pasión igualitaria se apacigua con el poder absoluto de uno y la
servidumbre de todos, o con el poder de nadie y la libertad universal.
Pero la pasión cultural de la que depende la relación ideal de poder
entre los pueblos y entre los hombres es la libertad. Al máximo poder
concebible corresponde la máxima libertad. Que socialmente no está,
como es fácil de entender, en la posibilidad de someter a otra voluntad,
sino en la capacidad de no estar sujeto a la de otro. El hombre más
fuerte del mundo, al decir de Ibsen, es el que está más solo. Porque la
libertad primaria consiste en el hecho continuado de no estar sometido,
en palabras de Locke, «a la voluntad inconstante, incierta, desconocida
o arbitraria de otro». Y la forma genuina de esta libertad es la
independencia.
Si los individuos pudieran llegar a ser tan autónomos como los pueblos,
para alcanzar una vida buena nunca habrían necesitado otro tipo de
libertad que el adecuado para obtener su independencia. Por ello, los
pueblos y las ciudades fueron libres antes que sus miembros
individuales.
El Estado, inventado en todos los tiempos y lugares por los mismos
motivos materiales y por las mismas razones espirituales, es el tipo de
respuesta organizativa que encontró la comunidad nacional para
garantizar su libertad de acción, su independencia. Aquella clase de
virtud homérica contra la que nada podían hacer el valor físico o la
energía moral de los héroes era la fortaleza de los dioses. El Estado
nació como fortaleza de la comunidad.
Hasta aquí todo parece sencillo. Mientras la comunidad es pobre y no
produce excedentes no siente la necesidad de organizar de modo
permanente su defensa. Y cuando la invención neolítica de la
agricultura de regadío trae la riqueza y la esclavitud, la distribución del
agua y del grano necesitó acudir al criterio de la fuerza común del poder
político, porque los hombres carecían de una idea innata de justicia
para «dar a cada uno lo suyo».
Lo «suyo» presupone un sistema anterior de reparto de papeles
sociales que sólo el nacimiento en una «buena casa», la fuerza superior
o el engaño ideológico pudieron establecer. El Estado nace así por la
doble necesidad de defender y asegurar la riqueza nacional, frente a los
descontentos con su distribución interior y a los apetitos de pillaje de
comunidades enemigas.
Y todo se complicó desde que la libertad de acción del Estado, para ser
efectiva, tuvo que suprimir la libertad de acción de los particulares
sometidos a su imperio territorial. La pasión de la dominación, en los
hombres del Estado, que es una constante de la naturaleza humana,
necesitó vencer o doblegar con la fuerza física o moral a las pasiones
rivales. Y para durar en el señorío tuvo que convencer, además, a las
pasiones de igualdad y libertad que inquietaban a los dominados.
Las fuerzas sociales que crearon el Estado, se puede imaginar sin
dificultad, no fueron las clases indigentes, sino las poseedoras del
saber y del poder, aliadas con las productoras de excedentes agrícolas.
La clase sacerdotal fundó la obligación universal de obedecer al Estado
en nociones de tipo religioso. La voluntad de los dioses y los mitos
gentilicios de las familias fundadoras de las ciudades dieron el poder a
las dinastías de los imperios fluviales y a las aristocracias de las urbes.
Pero en el siglo V a. C., una civilización mediterránea, agotada de
tantas luchas intestinas por detentar el poder tradicional, identificó la
independencia y libertad de la ciudad con la de todos los ciudadanos
libres. Y éstos retuvieron en sus manos el poder de la ciudad, mediante
un imaginativo y nuevo sistema de control popular del poder político al
que llamaron democracia.
Los celos y sospechas que nacían de la ingenuidad política tantas
veces violada, se acallaron con la presencia del pueblo en la
Administración del Estado. Pero la nueva libertad no fundó un nuevo
Estado. La Libertad del pueblo no asumió responsabilidad alguna por el
tipo de sociedad que existía, ni se propuso cambiarlo. Se limitó a
fiscalizar de cerca al gobierno y usar el nuevo poder de suprimir las
normas hirientes para la mayoría, cambiándolas por otras que merecie-
ran la aprobación de su instinto o de su mentalidad.
Una vez descubierta, la solución democrática parece sencilla. Pero si lo
pensamos bien caeremos en la cuenta de que no lo es. Para
encontrarla era necesaria la previa transformación de la libertad de
acción de los individuos en otra clase de libertad moral, diferente y
compatible con la libertad de acción del Estado. Las demás formas de
gobierno se ven obligadas a suprimir la libertad de los gobernados, en
aras de la libertad del Estado. La democracia puede evitar esta nece-
sidad de represión de la libertad civil gracias a su transformación
institucional, a su superación en otra especie de libertad: la libertad
política.
Si tuviera que sintetizar la teoría pura de la democracia en una sola
frase, en un solo pensamiento, me atrevería a decir que es la
explicación del método social que, en una situación de falta de
autoridad o crisis de la libertad de acción tradicional del Estado,
recupera la libertad de acción de la sociedad hacia el Estado para
transformarla en libertad política, con el fin de armonizarla con la acción
del Estado hacia la sociedad. La teoría de la democracia es la teoría de
la libertad política. Donde no hay democracia, aunque existan libertades
públicas, no puede haber libertad política. Donde hay libertad política,
por interventor que sea el Estado, no deja de haber democracia. La
libertad política individual, no la libertad individual, es el átomo social de
la democracia. La libertad política colectiva es causa original y fin
permanente de la democracia.
La confusión ideológica sobre la libertad es de tal envergadura que casi
todo el mundo educado en la tradición liberal, pensará que para ese
corto viaje que lleva a identificar la libertad política con la democracia
no se necesitaban las alforjas de una nueva teoría. Para sacarlos de
ese inmenso error, y fundamentar la teoría democrática en el
presupuesto liberal, hay que tratar previamente de las libertades, de las
clases de libertad que la civilización ha ido descubriendo, antes de
llegar a la libertad política, fundadora y constitutiva de la democracia.
Se comprende que la filosofía moral, enamorada de las libertades
civiles en épocas de servidumbre, únicas formas de libertad que podía
concebir, no pudiera descubrir el auténtico sentido de la democracia en
la transformación perdurable de la libertad de acción en libertad política.
Toda clase de libertad frente a un Estado absoluto parece, aunque no lo
sea, libertad política.
Basada en la libertad de conciencia, la libertad de acción de los
protestantes contra el absolutismo católico fundó el sistema
representativo. Pero ni esto era la democracia, ni la libertad religiosa
era la libertad política. Y aunque lo pareció durante mucho tiempo,
tampoco era política la libertad de la sociedad para hacerse representar
ante el Estado monárquico y estamental por un Parlamento judicial o
legislativo.
Los Estados se hacen totalitarios, como en la Unión Soviética, cuando
su libertad de acción hacia dentro, el agere ad íntra de su soberanía,
suplanta no sólo a la libertad política de los gobernados, sino incluso a
las libertades civiles tradicionales de la población. Donde subsiste un
Código Civil no hay ni puede haber Estado totalitario. Napoleón es un
ejemplo fulgurante de libertad civil y dictadura política. Esta observación
elemental se le escapó al «pensamiento sin barreras» de Hannah
Arendt, cuando identificó, dentro del totalitarismo, sistemas iguales en
crueldad y autoritarismo, pero tan distintos en alcance de la acción
estatal, como los de Hitler y Stalin.
Lo que ha sucedido en los países del Este, al término de la libertad de
acción totalitaria del Estado, ha demostrado lo que algunos veníamos
afirmando, mucho antes de la caída del muro de Berlín, respecto a la
falsedad de las tesis de Tocqueville sobre la democracia. Nunca se
había dado una igualdad de condiciones en el Estado social como la
existente en esos países. Y, sin embargo, la libertad no ha hecho nacer
en ellos a la democracia.
Lo interesante de esta nueva experiencia histórica está en la
demostración empírica de que el presupuesto o base social de la teoría
pura de la democracia no debe fijarse tanto en la pasión de la igualdad
como en la pasión de la libertad de acción, que puede transformarse en
libertad política cuando incide en una sociedad estructurada por las
libertades civiles del mercado.
Por esto es necesario aclarar las diferentes clases de libertad. Y en
especial la libertad de acción del Estado hacia dentro y la libertad
política de los ciudadanos hacia el Estado. Así se hará evidente la
simplicidad elemental de que la libertad de acción, como hecho, es el
presupuesto de la democracia, mientras que la libertad política, como
derecho, es su requisito constituyente.
LIBERTAD DE ACCIÓN
LA LEY DE LA DEMOCRACIA
LA PASIÓN DE LA DEMOCRACIA
PRESUPUESTOS
B. Gobierno representativo
C. Gobierno responsable
DEFINICIÓN
BAUDELAIRE.