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APOLOGIA DEL APAGON

Somos adictos al sexo, a la velocidad, a los espectáculos, al plástico, pero somos adictos,
sobre todo, a la luz eléctrica. No hay nada de extraño en nuestra dependencia energética; sin
ella ni la industria ni la sanidad ni la cultura serían ya posibles. Lo extraño es nuestra
dependencia estetica (...) que esa luz que el novelista inglés Robert Louis Stevenson
consideraba, por contraste con la del fuego, “un horror para realzar otros horrores”, nos
parezca tan hermosa, hasta el punto de que su prestigio se utiliza para reforzar todas las
otras adicciones.

El exceso de luz del capitalismo, lo sabemos, tiene un coste ecológico insostenible: el


mediodía perpetuo de las grandes ciudades -mientras 2.000 millones de personas permanecen a
oscuras- consume 1,5 Gtep de energía eléctrica, del que el 81% procede de centrales
termoeléctricas. Dubai, el país con la mayor huella ecológica del planeta, acaba de construir
la torre más alta del mundo, 860 metros, cuyo consumo diario de electricidad -mientras un
keniata disfruta de tan sólo 140 kwh al año- equivale a 500.000 bombillas de 100 w encendidos
al mismo tiempo y sin interrupción. Pero la llamada “contaminación lumínica” no tiene sólo un
coste ecológico de dimensiones catastróficas; se acompaña también de una catástrofe cultural,
estética, antropológica.

En el campo, en una noche sin luna, pueden verse a ojo desnudo hasta 2.500 estrellas. En las
ciudades, donde vive ya la mayor parte de la humanidad, si levantamos la cabeza (¿y quién va a
levantar la cabeza habiendo escaparates iluminados a un lado y otro de la calle?) apenas si
alcanzamos a distinguir entre diez y doscientas estrellas, según se viva más o menos cerca del
centro urbano.

¿Es muy grave esta pérdida? (...) Fueron necesarios millones de años de evolución para que una
criatura viva se irguiese sobre sus pies, rellenase su casco craneal y levantase sus ojos
hacia las estrellas. Desde allí se vio, desde allí se conoció, desde allí interiorizó sus
límites: mediante ese gesto de alzar la cabeza hacia el cielo para compararse con él, un
animal -y sólo ése- se hizo humano. El amor, la moral, la razón, la conciencia de la
mortalidad (...)son inseparables de esa transformación. Y la contaminación lumínica, por
tanto, tiene el efecto de un retroceso catastrófico en la evolución filogenética de la
Humanidad.

En un tiempo estuvimos encerrados en valvas, escamas, plumas, pieles, sin ninguna salida a la
luz; hoy estamos encerrados precisamente en nuestra luz, de la que no podemos salir hacia las
estrellas. Es imperativo desintoxicarse de la luz eléctrica, reacostumbrarse a la belleza de
las sombras, recuperar el misterio y profundidad de la razón. Sí, me voy a atrever a hacer una
apología del apagón: del apagón controlado, relativo, igualitario, liberador, humanizador. De
ese apagón que embridará los vatios y desnudará los astros, velados por un puritano exceso de
luz. De ese apagón que apagará Dubai y Nueva York y encenderá la Osa Mayor. De ese apagón, en
fin, del que depende, en materia y en espíritu, la posibilidad misma de formar parte de la
Humanidad.

¿Es apagón? ¿O es revolución?

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