Está en la página 1de 10

Evolución: La teoría de Darwin 150 años después

Introducción

El naturalista Charles Darwin [1809-1882], después de unos años de desorientación juvenil


intentando estudiar medicina en la Universidad de Edimburgo y, luego teología y lenguas clásicas
en Cambridge, vivirá entre 1831-1836, por espacio de cinco años, el acontecimiento más
importante de su vida, el viaje de investigación científica a bordo del “Beagle” por América del Sur
y las islas del Pacífico; expedición que le permitió no sólo descubrir su verdadera vocación de
investigador de la naturaleza sino el de realizar múltiples observaciones de animales y plantas. El
descubrimiento en Argentina de huesos fósiles de grandes mamíferos extinguidos y la observación
de numerosas especies de pinzones en las Islas Galápagos, se incluyen entre los sucesos que lo
llevaron a desarrollar sus teorías sobre la transmutación de las especies. En 1839, publicó una
detallada descripción de ese viaje con el sugerente título Voyages of the Adventure and Beagle.
Veinte años después, en 1859, enfrentado con la posibilidad que se le adelantara Alfred Russel
Wallace, finalmente escribió y publicó sus ideas en lo que se convertiría su principal obra, The
origin of Species, en la que explica la aparición de nuevas especies y la desaparición de las
preexistentes como consecuencia de la selección natural.

Esta teoría es ampliada en 1871 cuando publica The Descent of Man and Selection in Relation to
Sex, con la cual el origen de la vida y particularmente el del hombre, fue explicado desde una
perspectiva completamente novedosa y revolucionaria. Su mayor descubrimiento radica en la ley
que explica el origen y diseño de los seres vivos, a saber, la selección natural. Con este
descubrimiento, Darwin extiende al mundo orgánico el concepto de naturaleza derivado de la
astronomía, la física, la geología y la química; la noción de que los fenómenos naturales pueden
ser explicados como consecuencias de leyes inmanentes, sin necesidad de postular agentes
sobrenaturales. En este aspecto, Darwin se asocia y completa la revolución iniciada por Copérnico
y Galileo, que todos los fenómenos de la naturaleza estarían ahora al alcance de las explicaciones
científicas; explicaciones que él buscó manteniendo hasta su muerte ocurrida en 1882, aquello
que más lo caracterizó como hombre de ciencia, el amor y la pasión por la verdad.

Tras su desaparición el legado de la obra darwiniana se ha ido acrecentando con el desarrollo de


las ciencias del hombre que empiezan a ocuparse del “Homo sapiens” no sólo como algo más que
una parte de la naturaleza, sino como parte de ella y por ello está sujeto a estudio por los métodos
de la ciencia natural. “Ningún biólogo serio actual –advierte Francis Collins– duda de la teoría de la
evolución como explicación de la maravillosa complejidad y diversidad de la vida. De hecho, lo
relacionado de todas las especies a través del mecanismo de la evolución es un fundamento tan
profundo para el entendimiento de la biología que es difícil imaginar cómo se podría estudiar la
vida sin ella”[1].

La historia humana ya no se concebía como un drama divino; la diversidad de los orígenes de la


moral y de las costumbres humanas ya no se consideraban meramente como consecuencias del
pecado, y la ética podía estudiarse antropológicamente tanto como filosófica y teológicamente. Lo
nuevo era la libertad de hacer estas cosas y las implicancias de la teoría de la evolución en relación
a la creación divina, el sentido de la existencia humana, el fundamento de la moral y las
diferencias sociales, entre otros temas, son lo que más le dan vigencia a la obra de Darwin.
De todos estos temas, sólo me ocuparé de tres, a saber; primero, ¿La teoría de Darwin es atea y
antirreligiosa?; segundo, las implicancias éticas y políticas de la teoría evolutiva y selección
natural; y, tercero, la destrucción y muerte de la cuna del Homo sapiens, como resultado de la
minuciosa aplicación del voraz proyecto “civilizador” y afán de dominio del europeo moderno del
que no es ajeno el naturalista inglés. En el tratamiento de los mismos he procurado mantener el
amor y la pasión por la verdad que caracterizó a nuestro homenajeado, Charles Darwin.

La publicación por Darwin de “El origen del hombre” fue, sin duda –afirma Wilfrid LeGros Clark–,
un acto de gran valor moral. Como es bien sabido, “El origen de las especies” despertó
controversias muy acerbas y es claro que muchas de las críticas más graves estaban en gran parte
influidas por la implicación evidente, en el pensamiento de Darwin, de que el hombre mismo debía
su origen a un proceso de evolución más que a un acto especial de creación.[2] La insistencia de
Darwin en la variación y la evolución, y su consiguiente ataque a las categorías fijas no era nueva,
pero realmente parecía contradecir ese pasaje del Génesis donde se dice que, “hizo Dios las
alimañas terrestres según su especie, y las bestias según su especie, y los reptiles del suelo según
su especie: y vio Dios que estaba bien”.[3] Era como si cada especie hubiera sido creada desde el
mismo comienzo tal y como tenía que ser. Y, por encima de todo, “Dios creó al ser humano a
imagen suya”.[4] De tal manera que los hombres no eran animales complejos sino reflejos o
imágenes del propio Dios, y así parecía asegurada la condición privilegiada del ser humano.

Sin embargo, no se debe olvidar que Darwin mismo advirtió al inicio del resumen que preparó
como último capítulo de su obra dedicada al estudio del hombre que, “muchas de las ideas
expuestas tienen marcado sabor especulativo, y de algunas, ciertamente se probará que son
erróneas; no obstante, siempre me esforcé en presentar las razones que me impulsaban a una
opinión más que a otras”.[5] Es decir, se trata de conjeturas o teorías propias de un científico que
aspira a la verdad mas se sabe limitado para poseerla en su totalidad y ante esta limitación
reconoce la posible participación de un ser divino en la creación del cosmos y del hombre aunque
no haya sido un acto especial como se narra en el texto bíblico.

Una lectura de los escritos del célebre investigador de la naturaleza, alejada de todo oscurantismo
positivista, nos lo muestra como un auténtico filósofo y científico semejante a los de la época
auroral y trágica de la filosofía. La naturaleza, y todo lo existente, particularmente el ser humano,
tiene un inicio y principio misterioso y, por tanto divino.

“Cuando Tales enuncia: «Todo es agua» –advierte Nietzsche–, estremece al hombre y lo hace salir
del manoseo vermiforme y de ese trastear por todos los rincones, tan característicos de las
ciencias particulares…se trata, ciertamente, de medios de expresión muy pobres; en el fondo, son
también metafóricos: una traducción infiel realizada a una esfera y a un lenguaje diferentes”.[6]
Especulación, que tendrá un influjo muy profundo en los siguientes filósofos, particularmente en
Heráclito, en quien la vibración de lo oculto, invade todas sus palabras. No en vano habría
afirmado que, “la naturaleza trascendente ama esconderse”.[7]

Charles Darwin, por su parte al igual que estos investigadores y especuladores, al final de su obra
de 1859 reconoce que, “la diversidad de seres vivos existentes, ya sea plantas y animales, y que
dependen unas de otras de modos tan complejos, han sido producidos por leyes que obran en
deredor nuestro. Estas leyes, tomadas en su sentido más amplio son: la de crecimiento con la
reproducción; la de herencia…; la de variabilidad…; y una razón de incremento tan elevada, que
conduce a la lucha por la vida, y, como consecuencia, a la selección natural, que determina la
divergencia de caracteres y la extinción de las formas menos perfeccionadas. Así, pues, el objeto
más excelso que somos capaces de concebir, es decir, la producción de animales superiores,
resulta directamente de la guerra de la naturaleza, del hambre y de la muerte. Hay grandeza en
esta concepción de que la vida, con sus diferentes facultades, fue originalmente alentada por el
Creador en unas cuantas formas o en una sola, y que, mientras este planeta ha ido girando según
la constante ley de la gravitación, se han desarrollado y están desarrollando, a partir de un
comienzo tan sencillo, infinidad de formas cada vez más bellas y maravillosas”.[8]

Por lo dicho, el orden del mundo biológico se explica en términos de la selección natural, y no las
intenciones de Dios. Un proceso ciego, inconsciente y automático parece sustituir al designio
consciente del Creador. Se pone en primerísimo plano la lucha por la existencia, en la que las
variaciones aleatorias son seleccionadas si benefician al organismo y rechazadas si lo perjudican.
La intencionalidad se ha transformado, al parecer, en azar, y en consecuencia el Homo sapiens se
convierte en una especie animal más, el resultado azaroso de un proceso de evolución
enormemente largo. Para los teólogos es fácil rechazar el darwinismo como una creencia en el
sinsentido de la existencia. La teoría de la evolución se puede describir diciendo que proporciona
una visión científica y unificada del mundo a expensas de cualquier sentido de valor o dignidad del
hombre.

Empero, la teoría darwiniana no es tan opuesta a la interpretación mística-religiosa como


aparentemente podría pensarse. Es cierto que la evolución ha suplantado a la creación de las
especies, pero es demasiado precipitado suponer que la intencionalidad ha sido sustituida por el
azar, o incluso el teísmo por el ateísmo. En 1873, el padre de la teoría evolucionista escribe: “…la
imposibilidad de concebir que este grandioso y admirable mundo, con nuestras conciencias
individuales, surgió por azar me parece el principal argumento a favor de la existencia de Dios,
pero nunca he sido capaz de decidir si ese argumento es realmente de peso”.[9]

Incluso Thomas Huxley –gran amigo de Darwin y apasionado defensor de sus ideas, célebre por la
violenta polémica que sostuvo en Oxford en 1860 con Samuel Wilberforce, obispo del lugar–,
niega que las visiones teológica y mecanicista del universo tengan que ser necesariamente
excluyentes. Admite que los fenómenos del universo podrían haber evolucionado
intencionadamente a partir de lo que él llama la «organización primordial de las moléculas». La
interacción exacta de intencionalidad y azar es claramente complicada y en cualquier caso difícil
de demostrar, pero es curioso que ni Darwin ni Huxley se decanten de forma inequívoca por el
azar.[10]

Cómo explicar estas dudas en Darwin y Huxley? Alguna vez Darwin se llamó a sí mismo agnóstico –
empleando el término acuñado por su entrañable discípulo y amigo Huxley–[11], de aquellos que
no han renunciado a la fe en un ser superior, creador y providente del universo, que es
únicamente “concebido –según sus propias palabras– por los entendimientos más elevados de
todos los tiempos –y, confesionalmente agrega–; muchas supersticiones existentes aún son
reliquias de las primeras creencias falsas en punto a religión. La forma perfecta de religión, la idea
sublime de un Dios que odia la maldad y ama la justicia, fue desconocida en los antiguos
tiempos”.[12]

Hoy, con la nueva perspectiva que tenemos de la filosofía y ciencia en sus orígenes entre sus
creadores los griegos, gracias a los estudios de Jacob Burckhardt, Friedrich Nietzsche, Erwin
Rhode, Martin Nilsson, Giorgio Colli, Salvador Pániker, Fernando Bobbio, entre otros; y, habiendo
conservado un mínimo de superstición –como recomienda Nietzsche– que nos permita entender
el concepto de lo que los poetas de épocas poderosas denominaron inspiración;[13] podemos
afirmar que Charles Darwin, está en la misma situación que los primeros filósofos y científicos, que
ante la imposibilidad mortal y limitada de explicar lo existente, particularmente en su
manifestación humana, desde sus orígenes, queda únicamente la aceptación sensata y sabia de la
presencia de lo supremo o divino. “La verdad es necesaria –decía Demócrito–, no las
palabras”[14].

La teoría de la evolución es, pues, una teoría y pretenciosa especulación de querer dar cuenta del
surgimiento de la vida y la diversidad de especies y seres existentes, particularmente el de la
especie humana.Si nos atenemos a los estudios contemporáneos, las pruebas relacionadas a la
evolución humana han alcanzado vastas proporciones. Los estudios de anatomía comparada han
multiplicado, casi indefinidamente, los detalles estructurales que enlazan al hombre mucho más
íntimamente a la familia de los monos antropoides que a ningún otro grupo de primates, los
descubrimientos genéticos así lo han confirmado de manera indudable, y las pruebas fósiles
actuales remontan el origen de la familia a que el hombre pertenece no a unos cuantos miles de
años, sino a un millón aproximadamente.

Sin embargo, siempre quedará algo sin conocer plenamente, como un enigma o misterioso para el
hombre. ¿Cuál es el principio de toda esta evolución? “Me parece que la conclusión más segura –
afirmaba Darwin en abril de 1873– es que todo el tema está más allá del alcance del intelecto
humano…[aunque] cuando pienso en esto –agregaríamos citando su Autobiografía–, me veo
obligado a acudir a una primera causa, dotada de una mente inteligente, en cierto grado análoga a
la del hombre, y merezco ser considerado teísta…[Sin embargo], no puedo pretender aclarar en lo
más mínimo estos abstrusos problemas. El misterio del principio de todas las cosas es insoluble
para nosotros y, yo al menos, debo contentarme con seguir siendo un agnóstico”[15].

Ante la imposibilidad de la respuesta, sólo cabe el silencio y éste es el punto de partida de la


actitud mística-religiosa que está al inicio de la filosofía y la ciencia, de ahí que Tales no
desacralizara el mundo y afirmara que, “todo está lleno de dioses”[16]; y, en la época
contemporánea, el filósofo vienés recomienda no olvidar esta sabiduría en términos enigmáticos:
“De lo que no se puede hablar hay que callar… Lo inexpresable, ciertamente, existe. Se muestra, es
lo místico”.[17] Sabia actitud que conocían muy bien los iniciadores del auténtico quehacer
filosófico y científico y, que lo supo experimentar y vivir Charles Darwin, como verdadero filósofo y
científico.

II

Una de las principales conclusiones que Darwin encuentra en su estudio de 1871 es que, “el
hombre, como cualquier otro animal, ha llegado, sin duda alguna, a su condición elevada actual
mediante la lucha por la existencia, consiguiente a su rápida multiplicación; y si ha de avanzar aún
más, puede temerse que deberá seguir sujeto a una lucha rigurosa. De otra manera caería en la
indolencia, y los mejor dotados no alcanzarían mayores triunfos en la lucha por la existencia que
los más desprovistos. De aquí que nuestra proporción o incremento, aunque nos conduce a
muchos y positivos males, no debe disminuirse en alto grado por ninguna clase de medios. Debía
haber una amplia competencia para todos los hombres, y los más capaces no debían hallar trabas
en las leyes ni en las costumbres para alcanzar mayor éxito y criar el mayor número de
descendientes”.[18] La vida humana, es pues, lucha, competencia, combate, una constante agonía
en la que triunfan los más fuertes y mejor dotados; y, así lo habían entendido algunas culturas
como la griega en palabras de Homero, los cantos de Gilgamés en Mesopotamia y el mito
cosmológico más antiguo que conocemos, la batalla de Marduk y de Tiamet.

Por lo expuesto, podemos decir que lo único que en este aspecto Charles Darwin ha descubierto
es el mecanismo interno de tal lucha o competencia que es el vivir. La incesante lucha entre los
seres vivos es por el alimento y la reproducción en particular, que se da instintivamente
obedeciendo impulsos ciegos, irracionales, de voluntad de poder que sólo desea vivir y vencer a la
muerte, cuestión que satisfacen los seres vivos mediante la reproducción.

El ser humano no escapa a esta regla de selección natural, compite como especie con las otras
especies existentes y entre sí, la lucha es por el alimento, territorio y por el derecho a la
reproducción; disputa que de manera particular celebran los machos. Esta competencia los demás
animales la realizan con las armas que la propia naturaleza les ha dotado como son las garras,
colmillos, etc.

Sólo hay un ser que dispone de armas que no han crecido con su cuerpo y de las cuales, por tanto,
nada saben sus formas innatas de comportamiento; de ahí que no existan las consabidas y eficaces
inhibiciones. Este ser es el hombre. Incesantemente aumenta el poder mortífero de sus armas,
que se multiplica con el tiempo. Sin embargo, los instintos y las inhibiciones innatas necesitan,
para desarrollarse, espacios de tiempo comparables a los que requieren para adquirir nuevos
órganos, o sea períodos de una longitud tal que sólo están acostumbrados a ellos los geólogos y
los astrónomos, pero de ningún modo los historiadores. Nosotros no hemos recibido las armas de
la naturaleza, sino que las hemos producido con nuestra actividad libre. ¿Qué nos será más fácil?
¿Crear un arma o el sentido de responsabilidad que pide su uso, la inhibición sin la cual nuestra
propia estirpe sería victima de sus realizaciones? Es necesario que adquiramos esta inhibición con
nuestro libre albedrío, puesto que no podemos fiarnos de nuestros instintos. Instintos o impulsos
de vida que en el caso del ser humano son canalizados por un cerebro pensante que elabora
explicaciones o justificaciones más rápidamente que las propias inhibiciones.

Así tenemos que las diferencias sociales o jerarquías sociales son de acuerdo a Darwin, un asunto
completamente natural como resultado de la lucha y la competencia entre seres humanos
dispares en capacidades y actitudes donde se imponen los más fuertes, existencia que
compartimos con los demás animales, particularmente con los primates y que han quedado
plenamente demostrados por los estudios de Jane Goodall y Dian Fossey, entre otros.

La justicia y la armonía social se debe buscar partiendo de esta constatación natural: siempre
habrán diferencias sociales. “…la justicia es discordia –sentencia Heráclito– y que todas las cosas
sobrevienen por la discordia y la necesidad…La guerra es el padre y el rey de todas las cosas; a
unos los muestra como dioses y a otros como hombres, a unos los hace esclavos y a otros
libres”.[19] Las leyes dictadas por los hombres en pleno uso de la palabra que los distingue de los
animales, tendrán como objetivo controlar o regir esta saludable lucha dictada por la necesidad,
por la propia naturaleza que simplemente es y no cabe calificarla de mala o buena. He ahí el gran
descubrimiento de Darwin y el punto de partida para una nueva genealogía de la moral. Por esta
razón Nietzsche señalaba que era necesario ganar el interés de los fisiólogos y médicos para estos
problemas, “todos los «tú debes» conocidos por la historia –a juicio del autor de la Genealogía de
la Moral– o por la investigación etnológica necesitan, sobre todo, la iluminación y la interpretación
fisiológica, antes, en todo caso, que la psicológica; todos esperan igualmente una crítica por parte
de la ciencia médica...Todas las ciencias tienen que preparar el terreno para la tarea futura del
filósofo: entendida esa tarea en el sentido de que el filósofo tiene que solucionar el problema del
valor, tiene que determinar la jerarquía de los valores”[20]. Una orientación naturalista y sencilla
del ser humano, que retomando la pregunta por el hombre allí donde la dejaron planteada Darwin
y Nietzsche, se disponga a entender al ser humano que quizás sea algo más que una parte de la
naturaleza, pero ciertamente forma parte de ella y por ello está sujeto a estudio por los métodos
de la ciencia natural. Perspectiva de estudio que, dejando de lado las «muchas interpretaciones y
significados secundarios vanidosos y exaltados» que se han depositado sobre el «texto
fundamental» del ser del hombre. “¡Hombre!¡Qué es la vanidad del hombre –decía Nietzsche bajo
el sugerente título Humano, demasiado humano– más vano al lado de la vanidad del hombre más
humilde que, en el mundo y en la naturaleza se siente como ‘hombre’!”[21]. Sólo penetrando en la
base física del pensamiento moral y considerando su significado evolutivo tendrá el hombre el
poder de gobernar su propia vida y la sabiduría necesaria para su cuidar su medio ambiente. Se
encontrará entonces en mejor posición de elegir preceptos éticos y las formas de regulación social
necesarias para mantener los preceptos acordes con la virtud propiamente humana y
reconociendo como el mejor o más fuerte al que sepa cuidar y respetar los preceptos cívicos y
jurídicos que nos permitan vivir en un ambiente sano y saludable. Por el respeto a la ley o leyes
que garanticen una natural y sana competencia, “es necesario que el pueblo luche –diría
Heráclito– como si se tratara de la muralla de la ciudad”.[22]

De lo contrario tendremos explicaciones al dominio de unos pueblos sobre otros bajo el pretexto
de una supuesta superioridad racial y cultural de la que hace gala también Darwin. Los capítulos 5-
7 de la primera parte de su Origen del hombre, abundan en afirmaciones de esta índole; por citar
un ejemplo, “Las naciones occidentales de Europa –sentencia el sabio naturalista– que tantas
ventajas llevan en el presente a sus progenitores salvajes, se encuentran, por decirlo así, en la
cima de la civilización, y no deben su superioridad primitiva a haberlo heredado directamente de
los antiguos griegos, aunque sí les deben muchísimo a las obras escritas por este pueblo
admirable”.[23] Sí, no le deben a los griegos directamente el desarrollo cultural, pues, la Europa de
la que habla orgullosamente Darwin y la Inglaterra que muchas veces exalta como la superior
entre las mejores, es una civilización que ha apostado por el desarrollo tecnológico y el comercio
entre cosas incluyendo entre ellas al hombre, cumpliendo el lema baconiano de “Saber es poder”
y apropiarse de la naturaleza toda. En este aspecto nuestro afamado naturalista, no puede escapar
al paradigma de dominación que venían imponiendo por todo el mundo, los europeos de aquellos
años, particularmente los ingleses. La superioridad racial y cultural los asiste como producto de la
selección natural, según la explicación “científica” a la que ha llegado después de sesudas
cavilaciones uno de sus mejores investigadores y estudiosos de la corona británica. ¡Qué grave
error!, semejante en grandeza a otro grande del pensar humano, pero, no ajeno a los prejuicios de
su época como Aristóteles y sus comentarios sobre las culturas no griegas y la existencia por
naturaleza de la esclavitud.

Sacudidos de estos prejuicios deberíamos tomar en cuenta los consejos de Konrad Lorenz entre
otros etólogos para encontrar solución a los urgentes problemas de convivencia social que vive el
mundo en la hora actual, pero, desde una condición más natural a la luz de la teoría de la
evolución darwiniana. “Seguir una trayectoria de investigación que parte del animal y llega al
hombre no significa «menospreciar la dignidad humana» –advierte el fundador contemporáneo de
la etología–, del mismo modo que tampoco lo supone reconocer la teoría de la
evolución…afirmamos que el estudio comparado permite descubrir aquellos rasgos específicos del
ser humano que resultan nuevos en su evolución filogenética, que no se encuentran, con toda
seguridad, en la serie de sus antecesores animales y lo diferencian nítidamente de los animales
superiores actuales. Afirmamos que es posible ver con especial nitidez el componente esencial
humano al descartarlo sobre aquel fondo de propiedades antiguas e históricas que el hombre
sigue compartiendo aún hoy con los animales superiores”[24].

Todos los estudios actualmente realizados en esta perspectiva nos muestran que el animal vive en
un nivel psicológico inaccesible a la moralidad; su vida es constitutivamente amoral. El hombre, en
cambio, en uso de sus funciones específicamente humanas, como el lenguaje y el pensamiento
conceptual, no sólo ha acumulado y transmitido saber sino que se organiza en torno a preceptos
morales y como tal, está obligado a discernir a la luz de la razón cualquier impulso o instinto,
juzgando si le es lícito seguirlo sin contravenir la ley moral . Y, no es que la razón libera al hombre
de la naturaleza y del instinto, como sostiene Leopoldo Prieto López [25]; sino que es mediante
ella que podemos ejercer control sobre la naturaleza animal que poseemos. El hombre, partiendo
de orígenes simiescos y humildes; y, habiendo gustado los frutos del árbol del conocimiento, ha
debido abandonar – nos lo recuerda Konrad Lorenz– la placidez de una vida puramente instintiva y
animalmente segura, adaptado a un espacio vital bien determinado. Empero, también “esos frutos
le obligan a plantearse en todo momento la pregunta: ¿me es lícito ceder a la inclinación que me
acosa o comprometo en tal modo los más altos valores de la sociedad”. En definitiva, la conciencia
moral es patrimonio exclusivo del hombre, porque una “verdadera moral en el sentido más alto
del término presupone actividades intelectuales de las que ningún animal es capaz”[26].

Es esta conciencia moral la única que nos puede ayudar a evitar ya no la creación, pues, ya existe,
sino la radicalización de una «atmósfera de catástrofe mundial», no sólo por la amenaza de las
armas nucleares sino por las manifestaciones cada vez más recurrentes de un afán irresponsable e
infantil por satisfacer inmediatamente los deseos más primitivos y la correspondiente incapacidad
para asumir una responsabilidad respecto a todo cuanto nos depare un distante futuro, como
resultado de esta insaciable e irracional búsqueda de placeres meramente sensuales. Búsqueda
que se facilita si tenemos en cuenta que la humanidad asiste a una degradación en masa, ajena a
la naturaleza, amante exclusivamente de los valores comerciales; una humanidad de sentimientos
empobrecidos, domesticada y desprovista de tradición cultural[27]. Por tanto, “continúa siendo
verdad que hacia finales del siglo XX –sentencia Giovanni Sartori–, el Homo sapiens ha entrado en
crisis, una crisis de pérdida de conocimiento y de capacidad de saber”[28].

III
Uno de los grandes aciertos que tuvo Darwin en sus especulaciones teóricas sobre el ser humano,
fue la de establecer la cuna de la humanidad en el continente africano. “Podemos, con gran
probabilidad –decía en su obra dedicada a los orígenes del hombre–, afirmar que África fue antes
habitada por especies que ya no existen, que eran muy parecidas al gorila o al chimpancé; y como
quiera que estas dos especies son las que más se asemejan al hombre, es también probable que
nuestros antecesores habitaran África más bien que otro continente alguno…”.[29] Años después,
en la década del sesenta del siglo pasado, Louis Leakey, tras largos años de paciente búsqueda
estableció con mucha seguridad el valle de Olduvai en el África como cuna de la humanidad,
cuestión que ha sido corroborada por los sucesivos descubrimientos de osamentas de proto-
hombres que demuestran la cadena evolutiva hasta llegar al Homo sapiens que inició su aventura
existencial hace cien mil años en esa zona y de donde partió para poblar toda la tierra. Desde unos
comienzos sumamente sencillos hasta llegar a la sofisticada vida que ha alcanzado en la
actualidad, pero, que sólo unos pocos privilegiados, “superiores” diríamos en la jerga especializada
del naturalista inglés, gozan.

Sin embargo, el ser humano que de grato muy poco tiene no ha sabido conservar ni cuidar su cuna
infantil, pues la ha destruido. Sí, África está destruida; destrucción que en sus inicios denunciara a
mediados del siglo XVI, el dominico Fray Bartolomé De las Casas –defensor no sólo de los indios
sino también de los guanches y de los negros–, quien llamaba la atención a sus hermanos de fe por
las atrocidades cometidas contra los pobladores de Cabo Blanco hasta el Cabo de Santa Ana,
quienes aterrorizados se alejaban cuanto podían de las costas. “Buenas noticias llevarían –advertía
el célebre dominico– y se derramarían por todos aquellos reinos y provincias, de los cultores de
Jesucristo y de su cristiandad”[30].

Por supuesto, nadie escuchó a Bartolomé De las Casas y si lo hicieron poca atención le prestaron.
La destrucción continuó y hoy ese gigantesco continente está muerto. El África que actualmente
vemos es sólo un gigantesco cadáver insepulto.

La reciente libertad conquistada por sus pueblos, en apariencia inyecta una nueva savia y un
incontenible estallido de vida a un continente que por primera vez en su historia se veía libre del
yugo opresor del hombre blanco; pero, observada con detenimiento la nueva situación, se llega a
la conclusión que –salvo en contadísimas casos– las potencias colonialistas no habían decidido
conceder dicha libertad porque así lo exigía el devenir histórico, sino porque hacía ya algún tiempo
habían llegado a la conclusión de que aquel era un limón demasiado exprimido, y que para el poco
jugo que daba, más valía deshacerse de él de una vez por todas.

Durante siglos, África había proporcionado esclavos y materia prima, pero abolida la esclavitud un
siglo atrás, lo poco que quedaba de las materia primas no justificaba los gastos. Esquilmada,
degradada, y en los últimos tiempos peligrosamente superpoblada, África, ya no es para nada
atractiva comercialmente, salvo zonas como Sudáfrica, Zimbawue, Argelia o Angola[31].

¿Quiénes fueron los responsables de esta destrucción y asesinato? Los europeos civilizados y
refinados, particularmente ingleses, que partían de sus puertos persuadidos que eran los
superiores por cultura y raza y llegados al África se dedicaron a explotar sus grandes recursos
naturales incluyéndolos a los hombres, probablemente de aquellos que guardan los rasgos más
cercanos a nuestros más antiguos ancestros; de ellos hicieron esclavos, en una época en que el
pensar liberal –que tiene su cuna precisamente en Inglaterra– empezaba a señalar la igualdad de
todos los hombres. John Locke, uno de los principales paladines de este pensar, “mientras escribía
su Ensayo sobre el entendimiento humano –comenta Eduardo Galeano en su reciente publicación
Espejos–, el filósofo contribuyó al entendimiento humano invirtiendo sus ahorros en la compra de
un paquete de acciones de la Royal África Company. Esta empresa que pertenecía a la corona
británica y a los hombres industriosos y racionales, se ocupaba de atrapar esclavos en África para
venderlos en América. Según esta empresa, sus esfuerzos aseguraban un constante y suficiente
suministro de negros a precios moderados”.[32]

Ese pensar liberal pasará de la isla al continente europeo echando fuerte raíces en Francia, donde
los ilustrados seguirán el ejemplo del liberal inglés. Así, Voltaire, el pequeñito y ruidoso filósofo,
hará gran parte de su fortuna también con la venta de esclavos que se obtenían en el África. ¡Qué
ejemplo de estos creadores de los Derechos Humanos! Hablar para la tribuna de igualdades y
asolapadamente enriquecerse eternizando las desigualdades. Hablar del cuidado de la naturaleza
y seguir incentivando el desarrollo de las fuerzas productivas o tecnología, que algún día, no muy
lejano llevaran a “la verdadera solución del conflicto entre el hombre y la naturaleza y con el
hombre, la verdadera solución del conflicto entre existencia y esencia… entre libertad y
necesidad…es como naturalismo consumado = humanismo. Es el secreto descifrado de la historia y
que se sabe como esta solución”[33].

Sin embargo, la destrucción del planeta tierra por parte del hombre continúa y de ello no se quiere
tomar cabal conciencia. Si la humanidad insiste en seguir la vía del «desarrollo sostenible», pronto
también la selva amazónica se encontrará en la misma triste situación que el África. En la frontera
peruano-brasilera, por ejemplo, hay una zona llamada Iñapari, en la que se observa en el lado
brasilero un enorme desierto ocasionado por la destrucción de la selva en el afán de convertirla en
tierra de cultivo de soya para engordar el ganado; y, de los insumos de etanol y biodisel como son
el bambú, la caña brava, el piñón blanco y la higuerilla”[34] y, en la tan promocionada China, en la
que el proyecto europeo moderno fuera sembrado en las tierras bañadas por el río Amarillo o
Huang He, ; primero, por las manos nacionalistas y, luego, por las endurecidas y «candorosas»
manos del proletariado al mando del Gran Timonel, ha empezado a dar sus «magníficos frutos»: La
proliferación de fábricas, granjas y ciudades, está agotando los recursos del río Amarillo y
extrayéndole, literalmente, hasta la última gota. La poco agua que no se usa y queda en el río está
contaminada, mortal contaminación que procede de la falange de fábricas farmacéuticas y
químicas ubicadas en Shizuishan, considerada hoy una de las ciudades más contaminadas del
mundo. En un informe de 2007, el Ministro de Salud de China, culpaba a la contaminación
atmosférica y del agua por el alarmante aumento en los casos de cáncer en todo el país desde
2005; 19% en las áreas urbanas y 23% en el campo. Casi dos tercios de la población rural de China,
más de quinientos millones de personas, usan agua contaminada por aguas negras o residuos
industriales. No sorprende que el cáncer gastrointestinal en la actualidad sea la causa de muerte
número uno en el campo.

La difícil situación del río Amarillo, por lo expuesto, es indudablemente, una crisis ecológica de
gran magnitud, que ha provocado la escasez del único recurso sin el cual no puede vivir ninguna
nación, el agua[35].
Una nación como la andina que tradicionalmente, aunque parezca paradójico, le rendía culto al
agua, se encuentra en tan lamentable situación por la falta de sensatez y sentido común del
llamado Homo sapiens.

Ante la enorme y fatal destrucción de la naturaleza, podemos preguntarnos con un sentimiento de


extrema angustia: Quo vadimus, Homo sapiens? O decir con Edward Wilson que, “ha comenzado
ahora otra catástrofe, la sexta de la historia fanerozoica, ocasionada esta vez por la actividad
humana. Aunque no proviene de violentos sucesos cósmicos, puede ser tan mortífera como las
anteriores…somos sin lugar a dudas el gran meteorito de estos tiempos”[36]. Pues, si no se toman
pronto medidas correctivas –entre ellas la de la retirada sostenible en lugar del desarrollo
sostenible[37], evitar el anarquismo informático y mediático[38] –, las estimaciones de los
especialistas señalan que para mediados del presente siglo, los cambios climáticos podrán ser la
principal causa de la extinción del 25% de las especies vegetales y animales.

Debemos cuidar primorosamente la tierra, es nuestro hábitat y en ella vivimos interrelacionados


con los otros seres vivos, que como nos enseñó Charles Darwin mantenemos muchas afinidades
como para desconocerlas y descuidarlas; pues, si no cuidamos de ella, ella cuidará de sí misma
haciendo que ya no seamos bienvenidos. “Los que tengan fe –advierte James Lovelock– deben
volver a contemplar nuestro hogar planetario como si estuviera vivo, como un lugar sagrado
[Gaia], parte de la creación divina que nosotros hemos profanado …y [abrir el diálogo entre la fe y
la ciencia], entre la fe y Gaia, que es la vía hacia la consiliencia”[39]. Una tierra y naturaleza no sólo
viva sino inteligente, como sugiere Jeremy Narby en su última y enteógena publicación[40].

Fernando Muñoz Cabrejo

También podría gustarte