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LA PASION CORPORAL DE JESUS Fray Petit de Murat PDF
LA PASION CORPORAL DE JESUS Fray Petit de Murat PDF
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La pasión
corporal de
Jesús
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LA PASION CORPORAL
DE JESUS
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Y es, sin embargo, de este Vía Crucis que me piden que escriba: y no me atrevo a
rehusar, porque estoy seguro que al hacerlo hago el bien “¡Oh dulcísimo Jesús, ven en
mi ayuda!” “Vos, que lo habéis sufrido, haced que sepa explicar bien vuestros
sufrimientos” Puede suceder que al esforzarme en ser objetivo, oponiendo a la emoción
mi “insensibilidad quirúrgica”, pueda quizás llegar a término. Lector amigo: excúsame
si sollozo antes del fin; haz, mi pobre amigo, como lo hago yo, sin rubor; es
sencillamente que tú también habrás comprendido. Sígueme, pues tenemos por guías los
Libros Sagrados y el Santo Lienzo, cuyo estudio científico me ha demostrado su
autenticidad.
Esta copa que es preciso que Él beba, contiene dos amarguras, los pecados de los
hombres con los que debe cargar El, el Justo, para rescatar a sus hermanos, es, sin duda
la más dura: una prueba que nosotros no podemos imaginar, porque los más santos son
los que más profundamente sienten su indignación y su infamia. Puede ser que
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Bien se ve que es su humanidad la que habla, la que se somete, pues su divinidad sabe
lo que quiere desde la eternidad; el Hombre se encuentra sin salida. Sus tres fieles se
han dormido “de tristeza” dice San Lucas.
Es el sudor de sangre que ciertos exégetas racionalistas, olfateando algún milagro. Han
tratado de simbólico. Es curioso comprobar cuantas necedades estos materialistas
modernos pueden decir en materia científica. Observemos que el único Evangelista que
relata el hecho es un médico. Y nuestro venerado colega san Lucas, lo hace con la
precisión, la concisión de un clínico. La hematidrosis es un fenómeno muy raro, pero
bien descripto. Se produce, como lo ha descripto el Dr. Lebec, “en condiciones
especiales: una gran debilidad física, acompañada de un quebrante moral, consecuencia
de una emoción profunda, de un gran pavor”. El temor, el espanto son aquí el máximo
del quebranto moral. Es lo que san Lucas expresa por “agonía”, que, en griego,
significa lucha, angustia.
“coepit contristari et maestus esse” San Mateo XXVI, 37.
“coepit pavere et traedere“ San Marcos XIV, 33.
¿Para qué explicar este fenómeno? Una vaso dilatación intensa de los capilares
subcutáneos, que se rompen al contacto de las bolsitas de millones de glándulas
sudoríparas. La sangre se mezcla con el sudor; y es esta mezcla que gotea y se reúne y
corre por todo el cuerpo, en cantidad suficiente para caer hasta el suelo. Notad que esta
hemorragia microscópica se produce en toda la piel que está ya lesionada en su
conjunto, dolorida, delicada para todos los golpes futuros. Pero sigamos.
He aquí a Judas y los sirvientes del templo, armados de espadas y bastones; tienen
linternas y sogas. Como el proceso criminal debe ser juzgado por el procurador, ellos
han obtenido un pelotón de la cohorte romana; el tribuno de la Autinía los acompaña, a
fin de asegurar el orden. El turno de los romanos no ha llegado todavía; ellos están allí
detrás de esos fanáticos, distantes y despreciativos. Jesús se adelanta; una palabra suya
basta para derribar a sus agresores, última manifestación de su poder, antes que El se
abandone a la Voluntad Divina. El buen Pedro se ha aprovechado de esta circunstancia
para amputar la oreja a Malco; y último milagro, Jesús se la ha vuelto a colocar.
Helos ahora delante de Caifás y el Sanedrín. Estamos en plena noche; no se puede tratar
de una instrucción previa. Jesús rehúsa a contestar. So doctrina la ha predicado
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abiertamente. Caifás esta desorientado, furioso, y uno de sus guardias, adivinado este
despecho, da una gran bofetada en el rostro de Cristo: “¿Sic respondes pontifici?”
Esto aún no es nada; es preciso aguardar la madrugada para una audición de testigos.
Jesús es arrastrado fuera de la sala, en el patio ve a Pedro que le ha negado tres veces y
con una mirada El lo perdona. Le empujan a alguna habitación y la canallada de
sirvientes va a divertirse con ese seudoprofeta, debidamente garroteado, que hace poco
los derribó por tierra, no se sabe por qué suerte de hechicería. Le agobian a bofetadas y
a puñetazos, le escupen en la cara, puesto que no podrán dormir, se van divertir en
grande. Una toalla sobre su cabeza venda sus ojos, y cada uno le da un puñetazo; las
bofetadas retumban y estos brutos tienen la mano pesada: “Profetiza, dinos, Cristo,
¿quién te ha golpeado?”. Su cuerpo ya está todo dolorido. Su cabeza suena como una
campana, los vértigos se apoderan de El. Y calla. Con una palabra podría aniquilarlos
“et non aperuitos suum”. Estas bestias acaban por cansarse y Jesús espera.
Al alba, segunda audiencia, desfile lamentable de falsos testigos que no prueban nada.
Es preciso que El se condene a Sí mismo, afirmando su filiación divina. Y este vil
histrión de Caifás proclama, la blasfemia, desgarrando sus vestidos. Estos buenos judíos
prudentes y poco inclinados al gasto, tienen una rotura preparada y livianamente
recosida, que puede servir muchas veces. No se precisa más que obtener de Roma la
condenación a muerte que ella se ha reservado sobre este país de su protectorado.
Jesús ya abrumado de fatiga y dolorido por los golpes, va a ser arrastrado al otro
extremo de Jerusalem, a la ciudad alta, a la torre de Autonia, especie de ciudadela,
desde donde la majestad romana asegura el orden en la ciudad demasiado efervescente
para su gusto. La gloría de Roma está representada por un infeliz funcionario, de la
clase de la pequeña nobleza, arrivista, demasiado afortunado para ejercer este mando
difícil sobre un pueblo fanático, hostil e hipócrita. Poncio Pilatos está muy preocupado
de conservarse en su puesto, acuñado por las órdenes imperativas de la metrópoli, y de
las actividades socarronas de estos judíos, a menudo bien acogidos en la corte de los
emperadores. En resumen, es un pobre hombre que no tiene más que una religión: La
del “Divino Cesar”. Es el producto mediocre de la civilización bárbara, de la cultura
materialista. Pero, ¿qué se puede esperar de este hombre? Es lo que han hecho de él; la
vida de un hombre para él, tiene poco valor, sobretodo si no se trata de un ciudadano
romano. La compasión no le ha sido inculcada y no conoce más que un deber: mantener
el orden. Allá en Roma creen que es cosa fácil. Todos estos judíos peleadores,
mentirosos y supersticiosos, con su “tabú”exteriorizado a cada instante, su manía de
lavarse las manos en toda ocasión, su servilismo, su insolencia y sus cobardes denuncias
al ministerio contra un administrador colonial que obra con rectitud; todo esto le da
asco. Pilatos los desprecia y les teme.
Jesús, al contrario, (y en qué estado, sin embargo, comparece ante él, cubierto de
equimosis y de esputos); Jesús le impone respeto, le es simpático. Va a hacer todo lo
que pueda para librarlo de las garras de esos energúmenos. Jesús es galileo y lo pasa a
esa vieja canalla de herodes que se cree algo. Pero Jesús desprecia a ese zorro y no le
contesta una palabra. Helo de vuelta con la turba que aúlla, con estos insoportables
fariseos que chillan en un tono agudo, agitando sus barbas. ¡Gente odiosa! Que queden
fuera, puesto que se creerán manchados nada más que por entrar en el pretorio romano.
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Poncio interroga a este pobre hombre que le interesa. Jesús no le desprecia; tiene
lástima de su ignorancia invencible; le contesta con dulzura y trata aún de instruirlo.
¡Ah! Si no hubiera más que esa canalla que aúlla afuera; una buena salida de la milicia
pretoriana haría pronto “cum gladio”, callar a los más vocingleros. No hace mucho ha
hecho masacrar, en el templo, a algunos galileos por demás excitados. Si; pero estos
sanhedritas hipócritas comienzan a insinuar que él no es amigo del Cesar y con eso no
hay que bromear.
Y ¿qué significan todas esas historias de Rey de los judíos, de Hijo de Dios y de
Mesías?
Si Pilatos hubiese leído las Escrituras, puede ser que fuera otro Nicodemo pues
Nicodemo fue un cobarde y es la cobardía la que va a romper los diques.
Este hombre es para su criterio, un Justo; sin embargo lo hace flagelar (Oh, lógica
romana); pueda ser que esos brutos tengan alguna compasión.
Los soldados de la guardia llevan a Jesús al atrio del pretorio y llaman en su ayuda a
toda la cohorte; las distracciones son pocas en este país de ocupación. Sin embargo, el
Señor ha manifestado a menudo una especial simpatía para con los militares. ¡Cómo ha
admirado la confianza y la humildad de un centurión y su afectuosa solicitud, por su
servidor que El ha sanado! Y dentro de poco será el centurión de guardia en el calvario
el primero que proclamará su divinidad. La cohorte parece presa de un delirio colectivo
que Pilatos no ha previsto. Satanas esta allí y les sopla al oído.
Lo desvisten y lo atan desnudo a una columna del atrio. Los brazos estirados hacia
arriba y las muñecas atadas. La flagelación se hace con tiras de cuero, múltiples, sobre
las cuales están fijas, a cierta distancia de la extremidad libre, dos bolillas de plomo o de
hueso. Es por lo menos a este género de flagelación que responden los estigmas del
Santo Sudario. El número de golpes esta fijado en 39 por la ley hebraica. Pero los
verdugos son legionarios desencadenados; irán hasta el límite del desmayo. De hecho
las huellas en el Santo Lienzo son innumerables y casi todas sobre la parte posterior del
cuerpo. La parte delantera esta contra la columna. Las huellas se las ve sobre los
hombros, sobre la espalda y allí las bolillas de plomo rodean los miembros, dejando su
surco hasta la faz delantera.
Los verdugos son dos: uno de cada lado, de talla desigual, lo que se deduce de la
orientación de las huellas del Santo Lienzo. Ellos golpean a golpes redoblados, hasta el
cansancio. A los primeros golpes las lonjas dejan largas huellas lívidas, largas
equimosis azules subcutáneas. Reacuérdese que la piel ha sido alterada, dolorida por
millones de pequeñas hemorragias intradérmicas del sudor de sangre. Las bolillas de
plomo se introducen más. La piel, infiltrada de sangre, ablanda, se hiende bajo los
nuevos golpes. La sangre brota; jirones se desprenden y cuelgan. Toda la superficie
posterior no es más que una llaga roja, sobre la cual se destacan grandes surcos
jaspeados; y por aquí y por allí, por todos lados, llagas profundas, debidas a las bolillas
de plomo, en forma de salterio. Son las que se imprimirán en el santo Sudario.
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hombros hasta el suelo, cuyas anchas losas de piedra están empapadas, y se derrama en
lluvia, a causa de los látigos levantados, salpicando así las rojas clámides de los
espectadores.
Pero pronto las fuerzas del ajusticiado desfallece ¡un sudor frío inunda su frente; la
cabeza se marea con un vértigo nauseo; escalofríos le corren a lo largo del espinazo; sus
piernas se doblan y si no estuviera atado a cierta altura por las muñecas, se desplomaría
en el charco de sangre!
¡Ah, este gran tonto pretende ser rey, como si hubiera reyes bajo las águilas romanas; y
rey de los judíos todavía, el colmo del ridículo! Tiene desagrados con los suyos
¡nosotros seremos sus súbditos: Pronto, un manto y un cetro! Lo sientan sobre una basa
de columna. Una vieja clámide de legionario sobre los hombros le confiere la púrpura
real: una gruesa caña en la mano derecha y una corona. En diez y nueve siglos será
reconocido por esa corona pues ningún otro crucificado la ha llevado. En un rincón esta
un haz de leña espinosa, de esos arbustos que sirven para encender fuego. Es flexible y
lleva largas espinas, más agudas y más duras que las de las acacias. Las trenzan con
precaución; en una especie de fondo de canasto que le aplican sobre el cráneo. Bajan los
bordes y con un cordón de juncos torcidos le encierran la cabeza entre la nuca y la
frente.
Las espinas penetran en el cuero cabelludo. Nosotros los cirujanos sabemos cuánto
puede sangrar un cuero cabelludo. El cráneo pronto estará pegajoso por los cuajos:
largos chorros de sangre han corrido de su frente, bajo el cordón de los juncos y han
inundado los largos cabellos ya enmarañaos, llenado su barba.
He aquí que vuelve Pilatos, un poco inquieto por el prisionero “¿Qué habrán hecho de
El esos brutos?” ¡Lo han arreglado bien! ¡Si ahora los judíos no están contentos! Va a
molestarse desde el balcón del pretorio, en su vestimenta real, asombrado él mismo de
sentir compasión de ese despojo humano. Pero no ha contado con el odio. “¡Tolle,
crucifige!” Ah, los demonios y el argumento terrible para él: “Se ha hecho rey. Si tú lo
absuelves no eres amigo del Cesar” Entonces el Cobarde Pilatos lo abandona y se lava
las manos. Pero como lo escribirá San Agustín, no eres tú Pilatos, quien lo ha matado
sino los judíos, con las espadas de sus bocas y en comparación con ellos tú eres menos
culpable. Le arrancan la clámide que se ha pegado en todas sus heridas. La sangre corre
de nuevo. Un prolongado escalofrío se apodera de El. Vuelven a ponerle sus vestidos
que se tiñen de rojo. La cruz está lista; se la cargan sobre los hombros. ¿Por qué milagro
de energía puede Jesús quedarse en pié bajo esta carga? Es, en verdad, no toda la cruz,
solamente la gruesa viga horizontal, el patíbulo, que El debe llevar hasta el Gólgota,
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aunque pese cerca de 50 Kilos. El tirante vertical, el estípite o tronco, ya esta plantado
en el Calvario.
Y la marcha comienza, los pies descalzos en las calles escabrosas. Los soldados tiran de
las cuerdas que atan a la Víctima, preocupados en saber si El resistirá hasta la cumbre.
El camino, felizmente, no es largo; mas o menos 600 metros hasta el Calvario, que esta
casi afuera del portón de Efraín. Mas el trayecto es muy accidentado aún en el interior
de los baluartes. Jesús pone penosamente un pie delante del otro y a menudo se
desploma. Cae sobre las rodillas que no son más que una llaga. Los soldados de la
escolta lo vuelven a levantar sin brutalidad; temen, pues podría morirse en el camino.
Y siempre esta viga en equilibrio sobre el hombro, que lo hiere con sus asperezas y que
parece penetrar en él por la fuerza. Yo se lo que es. Cuando hice mi servicio militar en
el V Cuerpo, he cargado durmientes de vía férrea, bien cepillados, y conozco esa
sensación de penetración en un hombro firme y sano. Pero el hombro de Cristo está
cubierto de llagas, que se reabren y ensanchan y se ahondan con cada paso. Jesús está
agotado. Sobre su túnica sin costura una mancha enorme de sangre va esparciéndose
cada vez más y se extiende hasta la espalda. Cae de nuevo y su caída es más fuerte; la
viga se le escapa; ¿podrá levantarse otra vez?
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Felizmente un hombre de vuelta de su chacra, Simón de Cirene, acaba de pasar. Los
soldados lo obligan a llevar la cruz; el buen hombre no se opone, sólo queda la
pendiente del Gólgota que subir y penosamente llegan a la cumbre. Jesús se desploma y
la crucifixión comienza.
La sangre chorrea de nuevo. Lo extienden sobre las espaldas. ¿Le habrán dejado la
estrecha faja que el pudo de los judíos conserva a los ajusticiados? Confieso que no lo
sé; ello tiene poca importancia; de todos modos en su lienzo el esta desnudo. En sus
llagas de su espalda, de los muslos y de las piernas se incrustan la tierra y pedacitos de
piedra. Lo han puesto al pie del estilete, apoyado los hombros sobre el patíbulo. Los
verdugos toman las medidas. Un golpe de taladro para abrir los agujeros de los clavos y
la horrible escena comienza.
Un ayudante alarga uno de los brazos, con la palma de la mano hacia arriba. El verdugo
toma su clavo, un largo clavo puntiagudo y cuadrado (que cerca de la cabeza tiene 8
milímetros de ancho), lo coloca sobre la muñeca en el pliegue anterior, que conoce por
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experiencia. Un solo martillazo y el clavo está fijo en la madera, donde algunos golpes
enérgicos lo afirman solidamente.
El otro brazo ha sido estirado por el ayudante. Se repiten los mismos gestos y los
mismos dolores.
Además, Jesús sabe lo que le espera. Ya cubre el patíbulo con sus dos hombros y sus
dos brazos. Ya han formado la cruz.
El cuerpo, tirando de los brazos que se alargan oblicuos, se ha desplomado algo. Los
hombros lastimados por los látigos y por la carga de la cruz se han rozado
dolorosamente en la tosca madera. La nuca, que dominaba el patíbulo, lo ha tocado de
paso para detenerse arriba del poste. Las puntas aceradas de la corona de espinas le han
desgarrado el cráneo todavía más hondamente. Su pobre cabeza se inclina hacia delante,
pues el espesor de su corona le impide descansarla sobre el madero; y cada vez que
Jesús la endereza, los pinchazos punzan.
El cuerpo colgante no es sostenido más que por los clavos hundidos en los dos carpos.
El podría sostenerse sin otra cosa. El cuerpo no se desplaza hacia adelante. Pero es
costumbre fijar los pies. Para eso no hay necesidad de soporte; doblan las rodillas y
aplana los pies sobre el tronco del madero; el pie izquierdo primero, con un solo
martillazo, recibe el clavo que se hunde en el medio, entre el segundo y el tercero
metatarsos. El ayudante dobla enseguida la otra rodilla, y el verdugo acercando el pie
derecho delante del izquierdo, que ha sido mantenido aplanado, con un segundo
martillazo perfora también este pie. Todo eso es fácil y después, a grandes golpes. El
clavo es hundido en la madera. Aquí, gracias a Dios, nada más que un dolor general.
Pero el suplicio ha comenzado, apenas.
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El trabajo para los dos verdugos, no ha durado más que algunos minutos y las llagas han
sangrado muy poco. Sus afanes se vuelcan ahora en los dos ladrones; para estos bastan
sogas; los tres cadalsos están listos, frente a la ciudad deicida.
No ha bebido ni comido de la noche anterior. Son las doce. . Sudor de Gethsemaní, sus
fatigas, la gran hemorragia en el pretorio, todo esto le ha hecho perder una buena parte
de su masa sanguínea. Tiene sed. Sus facciones están estiradas; su cara lívida, surcada
con sangre que coagula por todas partes. Su boca esta entreabierta y su labio inferior
comienza a colgar. Un poco de saliva, mezclada con sangre, corre por su barba. Su
garganta esta seca y abrasada, ya no puede deglutir. En esta faz hinchada, sangrante y
deformada ¿Cómo podría reconocer al hermoso de los hijos de los hombre? “Vermis
sum et non homo” Su rostro sería horrendo si no se vieran en él, a pesar de todo,
resplandecer la majestad serena de Dios que quiere salvar a sus hermanos. Tiene sed; y
pronto lo dirá para cumplir las Escrituras. Un joven soldado, ocultando su compasión
bajo una burla, moja una esponja en agua y vinagre, “acetum” dicen los evangelistas y
se la extenderá en la punta de una caña. ¿Beberá Jesús solamente una gota?
Se ha dicho que el hecho de beber los pobres ajusticiados, determina en ellos un síncope
mortal. ¿Cómo, después de haber tomado esa gota de la esponja, podrá el Cristo hablar
todavía varias veces? No, El morirá a su hora y tiene sed.
He aquí en los muslos y en las piernas los mismos salientes monstruosos, rígidos, y los
dedos del pie se curvan. Se diría un enfermo atacado de tétanos, preso de esas horribles
crisis que no se pueden olvidar. Es lo que llamamos la tetania cuando los calambres se
generalizan; y ahí sucede lo mismo. Los músculos del vientre se ponen rígidos como
olas heladas; los intercostales siguen el mismo camino. Poco a poco el soplo de Jesús se
ha vuelto superficial. Sus costillas levantadas ya por la tracción de los brazos, se elevan
todavía mas; el epigastrio se hunde y también los hoyos encima de las clavículas. El aire
entra silbante y casi no sale más. Jesús respira mejor arriba, inspira un poco, pero no
puede espira más. Tiene ansias de aire. Es como un enfisematoso en plena crisis de
asma. Su cara pálida se ha enrojecido poco a poco; ha pasado al morado purpúreo y
después al azul. Se asfixia. Sus pulmones repletos de aire no pueden ya vaciarse. Su
frente está cubierta de sudor. Sus ojos exorbitados se extravían. ¡Qué atroz dolor debe
artillar su cráneo! Va a morir. Tanto mejor. ¿No ha sufrido, acaso, lo suficiente?
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¿Por qué este esfuerzo? Es que El quiere hablarnos: “Pater, dimitte illis”. Sí, que El nos
perdone, a nosotros que somos sus verdugos.
Y cada movimiento repercute en sus manos con dolores indecibles: En sus nervios
medianos.
Es la asfixia periódica del desgraciado que se estrangula, a quién se deja retomar la vida
para sofocarla varias veces.
Jesús no puede escapar a esa asfixia por un momento más que al precio de sufrimientos
atroces y por un acto voluntario. ¡Esto dura tres horas!
Estoy allí, al pie de la Cruz, con su Madre y Juan, y las mujeres que servían al maestro.
El centurión, un poco aparte, observa con atención respetuosa. Entro dos asfixias Jesús
se endereza y habla: “Hijo, he ahí a vuestra madre”. Un poco mas tarde un pobre ladrón
obtiene el paraíso. ¿Pero cuándo moriréis Señor? Lo sé bien, la Pascua os espera y
vuestro cuerpo no se morirá como el nuestro.
Está escrito: “Non dabis sanctum tuum videre corruptiomen”. ¡Jesús!, disculpad al
cirujano, todas tus llagas están infectadas; veo distintamente sobre ellas resudarse una
linfa clara y transparente, que se reúne, al punto de caída, en una costra cerosa. Sobre
las más viejas se forman falsas membranas que segregan una serosidad. Está escrito
también: “Putruerunt et corruptae sunt cicatrices meae”
Van a ser las tres. Jesús lucha todavía. De vez en cuando se endereza. Sus dolores, su
sed, sus calambres, la asfixia, las vibraciones de sus dos nervios medianos no le han
arrancado una queja.
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Sus amigos están allí. Su Padre parece haberlo abandonado. ¿“Eli, Eli, lamma
sabachtani”?
El sabe que ahora se va y grita: “¡Consummatun est!” El cáliz ha sido agotado; el
sacrificio, cumplido.
Se endereza una vez más; para hacernos entender que El muere cuando así está
dispuesto por su Voluntad, “iterum clamans voce magna”: “Padre, en tus manos
encomiendo mi espíritu”.
El Señor sea alabado por haber querido morir. En su último suspiro, su cabeza se ha
inclinado lentamente a la derecha, su mentón sobre el esternón. Veo ahora bien de frente
su Rostro menos tirante, serenado, y que, a pesar de los horribles estigmas, ilumina la
majestad muy dulce de Dios que está siempre allí.
He caído de rodillas delante de Vos, besando vuestros Pies donde la sangre sigue
corriendo, coagulándose hacia los extremos. La rigidez cadavérica os posee. Vuestras
piernas están duras como el acero y, encendidas. ¿Qué temperatura inaudita os ha dado
esta tetania?
Pero, con Cristo ¿no hay nada que hacer? “Os non comminuistis ex eo” Una idea pasa
por la mente de uno de ellos. Con un gesto trágico y preciso ha levantado el asta de su
lanza y de un fuerte golpe oblicuo, en el lado derecho, lo hunde en su Corazón, y
enseguida, de la Llaga ha salido sangre y agua. Juan lo ha visto; yo también, y no
sabemos mentir: Una ancha ola de sangre líquida y negra ha brotado sobre el colgado, y
poco a poco corre sobre el Pecho coagulándose en capas sucesivas. Al mismo tiempo,
visible sobre todo en los bordes, ha corrido un líquido claro, límpido como el agua.
Veamos: la llaga está debajo y fuera del pezón (5° espacio). Es pues, la sangre de la
aurícula y el agua sale del pericardio. ¡Entonces, mi pobre Jesús, vuestro Corazón estaba
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comprimido por un líquido y Vos temíais, además, este dolor angustioso y cruel del
Corazón apretado como en un torno!
¿No bastaba lo que veíamos? ¿Es para que nosotros lo sepamos que este hombre ha
cometido su agresión? Puede ser también que los judíos habrían pretendido que Vos no
habías muerto, sino solamente desvanecido. Vuestra Resurrección exigía este
testimonio. Gracias, Longinos; tú morirás, un día, cristiano y mártir.
Y ahora, lector, agradezcamos a Dios, que me ha dado fuerzas para escribir hasta el fin;
no sin lágrimas. Todos estos dolores espantosos que hemos vivido en Jesucristo, fueron
previstos por El, premeditados, queridos por su Amor para rescatarnos del pecado, la
muerte y el infierno: “Oblatus est quia ipse voluit”
El ha dirigido toda su pasión, sin excluir una sola tortura, aceptando las consecuencias
fisiológicas, sin ser dominado por ellas. El ha muerto cuando y como y porque lo ha
querido.
Jesús permanece en agonía hasta el fin de los tiempos (1). Es justo y bueno sufrir con El
y debemos agradecerle cuando nos envía el dolor para asociarnos al Suyo. Debemos
completar como dice San Pablo, lo que falta a la Pasión de Cristo. Con maría, su Madre
y la nuestra, aceptar jubilosa y fraternalmente nuestra cruz.
¡Ah, Jesús, que no habéis tenido compasión de Vos mismo, que sois Dios, tened piedad
de m’i, que soy un pecador!
LAUS CHRISTO
Nota:
Esa proposición se discute. Jesús ha resucitado; ahora goza del Estado glorioso: Luego,
su pasión ha terminado.
1°.- La materia de la pasión existe actualmente: Cristo padeció los pecados de todos los
siglos. En el pecado máximo de los judíos estaban contenidos virtualiter, los pecados de
todos los hombres de Adam al Anticristo. Esta dicho: “Caerá sobre vosotros toda la
sangre de los justos,… (San Mateo XXIII, 35)
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Luego, el pecado de este siglo y del venidero; los pecados de cada hombre tiene
su expiación in actu en aquella Pasión de 16 horas consumada en el año 33 de
nuestra Era.
La materia de esa Pasión, esto es, el pecado, existe hoy. Aquella alma donde
moré por unión de caridad, el Espíritu de Cristo, se siente sumergida en el
mundo de los hombres de manera distinta a como estaba cuando se hallaba
poseída por la ilusión y confusión del pecado. Lo que antes le era complacencia
ahora le es tortura. La sabiduría le hace gustar el progreso de la descompostura y
ruina que produce el pecado en todo lo que se ama con amor, en malicia de
pecado. Así gusta las heridas de las almas, con toda verdad, sin velo de
ilusiones; así también gusta la profanación de las cosa de la tierra, violentadas
por las exigencias del pecado que pide a ellas el bien infinito que sólo Dios
puede dar.
Pero se da en gotas, en esta y en aquélla alma, unida a El. Pues, aunque mas intenso y
fino y penetrante es el dolor espiritual que se une al gozo, según el grado de intensidad
con que la caridad haya arraigado en esa alma, en cambio nunca será comparable, su
magnitud con la del Dolor de cristo.
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Por esta razón, su dolor está delimitado por su modo de operar, el cual no le permite
percibir el pecado en su extensión universal; tampoco, en el pasado ni en el futuro.
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