Hoy me senté en una terraza. Necesitaba escaparme y despejar mi mente.
La brisa del fresco
aire que provenía del Sur acariciaba mi rostro mientras el sol se escondía lentamente con el pasar de los minutos allá en el horizonte. Cabizbajo estaba, con mis manos juntas, como a punto de orar si estuviese en una iglesia. Pensativo. No dejaba de hacerlo. Alzaba mi cabeza para apreciar la vista de la ciudad ya que, a esa altura, las cosas se ven de otra manera y se perciben ciertos detalles que tal vez desde el suelo no podemos observarlos. Pensativo. No dejaba de hacerlo. Era un buen momento para disfrutar la tarde. Había niños jugando, se correteaban, gritaban, lloraban, subían y bajaban de toboganes, se hamacaban, bueno todo eso que los pequeños aman. Y me llamó la atención la felicidad con la que ellos se desenvolvían. Cuánta alegría que un niño tiene. Regocijan gracia. Son increíbles. Es fantástico ver cómo un pequeño vive. ¿Por qué será? Por ahí pienso que es por la falta de “responsabilidades” con las que ellos cargan. Se dedican pura y exclusivamente a ser felices. ¡Qué loco! Con lo poco que éramos felices. Con tanta sencillez con la que podíamos sacar una carcajada. Qué estúpidos al desear crecer. El niño es quien sueña. La simpleza y pureza de ellos no la tenemos nosotros. Somos seres mayores con falta de originalidad, seres que viven estresados, seres que no pueden disfrutar un momento de su día, seres que NO VALORAN LOS PEQUEÑOS DETALLES Y LAS PEQUEÑAS COSAS QUE TE REGALA LA VIDA. Es lamentable cómo podemos cambiar. Deberíamos no perder la bonita costumbre de creer, de soñar, de tener esperanzas, de desear, de confiar. Deberíamos volver a ser niños. Sería un gran regalo. Por lo menos por un momento para volver a sentir qué se siente despreocuparse y escaparse de todo eso que nos hace mal.