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El plano o imagen en que consiste el ser de la ciudad (el espacio que es la ciudad o lo que la
ciudad es, a saber, la publicidad) consta como todo esquema, de signos; entre ellos, no hay
signos más naturales que otros: el olor de los dulces que exhalan los productos de una
confitería medieval es en sí mismo imagen (olfativa) y, en tanto se considera como formando
parte del plan de la ciudad (y no desde el punto de vista, digamos, «físico-químico»), es un
anuncio tan publicitario (esquema de la publicidad, signo de la ciudad) como los grandes
carteles del cinturón de Las Vegas. En otras palabras: la comunicación, en la ciudad, nunca
fue comunicación «física». La naturaleza está dentro de la ciudad, no fuera de ella, y la
naturaleza sólo se hace manifiesta en espacios, en los espacios o exterioridades que
configuran esas «imágenes», y que son los auténticos pobladores de la ciudad. En este
sentido, la unidad de la ciudad como «plano» o «imagen», la unidad del plan de la ciudad es
anterior y exterior a la distinción entre la ciudad en cuanto textura urbana de un espacio
público como medio de comunicación física y social y la ciudad en cuanto racionalización
política de las instituciones socioeconómicas como instrumento de progreso material y moral.
Entonces, si la ciudad es una «imagen difícil de imaginar», nadie puede sostener que ha
desaparecido la ciudad imaginada, pues la ciudad siempre fue un conjunto de imágenes, un
«espacio abstracto, definido por señales, símbolos y esquemas. No hay un «espacio
abstracto» que se superponga a la «ciudad verdadera», o antigua, o concreta, y la falsifique,
pues ese espacio abstracto es la ciudad. Ahora bien, todo el sentido de estas frases depende
del significado que otorguemos a «abstracto» en la expresión «espacio abstracto».
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muchas cosas, por ser con-tracto o contrato (reunión) de muchas cosas juntas. Así, esas
imágenes que pueblan el plan de la ciudad, y a priori la imagen misma o el ser de la ciudad,
son abstracciones (en el sentido en que hemos visto que una señal indicadora o una valla
publicitaria contienen, contraídos, muchos mensajes distintos, muchas significaciones
amalgamadas que contractan en una sola imagen «abstracta»); en este particular sentido, la
abstracción se produce por absorción: lo abstracto absorbe una multiplicidad de imágenes,
mensajes, signos, y por eso es por naturaleza, como también hemos advertido, ambiguo. Si
este espacio absorbente contrae o reúne, en un mismo «lugar», muchas cosas, ello significa
también que, al absorberlas, las resume (en el sentido en que veíamos que una sola imagen
puede resumir un siglo), es decir, las contiene, pero resumidas, literalmente contraídas o
plegadas, reduce su extensión eliminando de ellas una parte que queda oscura o
ensombrecida: la abstracción es también sus-tracción. La ambigüedad de las abstracciones
procede de la multiplicidad contenida en ellas, de la pluralidad de cosas que asumen o
resumen, que contractan; toda contracción es un contra(c)to, y por ello el espacio abstracto
es también simbólico: pues «contrato» es lo que significa «símbolo». Un símbolo es
necesariamente ambiguo porque es un contrato, y todo contrato contrae al menos dos partes,
cada una de las cuales intenta a-traer a la otra hacia sí y al mismo tiempo sus-traerse a ella.
Todo cuanto hemos dicho anteriormente sobre el modo en que los espacios son abstracciones,
sobre que las cosas-útiles son absorbencias que encierran en sí espacios o espacios que
encierran naturaleza debe entenderse en esta acepción de «abstracción». Y la ciudad es
abstracta también únicamente en este sentido (abstracción urbano-política de la naturaleza).
La abstracción es la naturaleza de la publicidad, que es por definición un espacio simbólico,
absorbente, ambiguo, alusivo, atractivo, resumido y sustractivo, esquemático e imaginario.
¿La ciudad ha sido aplastada, sustituida o falsificada por las imágenes? Eso que llamamos
«la textura urbana» (pero también: el tejido de la «sociedad civil») ha sido siempre un texto
(abstracto, resumido, iconográfico) compuesto por imágenes: un edificio es una abstracción
(una absorbencia de las imágenes-hábitos que pueblan la ciudad) pero también el mercado o
la asamblea parlamentaria son abstracciones e imágenes. No hay muerte de lo social u ocaso
de la ciudad: la ciudad sobrevive en el espacio electrónico (que no es más ni menos abstracto
que el espacio «urbano»). La política siempre fue un espectáculo, una cuestión de logística
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de la percepción y un tráfico de imágenes públicas. El espacio público estuvo siempre
definido por las formas de su publicidad. La fabricación de los tiempos está en dependencia
de la disposición de los espacios: la «fabricación del siglo XV» procede por imágenes
abstractas, creación de espacios, disposición de cosas «esquemáticas», y es exactamente así
como se procede a la fabricación del presente. El presente es fabricado mediante la
disposición de imágenes, mediante la colocación de esos esquemas, símbolos y signos que
constituyen la exterioridad, por más que sea una exterioridad empaquetada en concentrados
teletransmitidos. La ciudad es la falsificación (abstracción, resumen, imaginación o
maquinación) del presente, y el presente es la falsificación (abstracción, resumen,
imaginación o maquinación) del pasado y del futuro. Y en este proceso de «maquinación»,
los límites entre esos procedimientos de las «bellas artes» (que respetarían, según Rodin, el
movimiento o, más bien, el tiempo en su fluir constante y sin paradas) y los regímenes
técnicos o mecánicos (como la cámara fotográfica que capta «instantáneas», paradas bruscas
del movimiento), tienden a difuminarse: en ese difuminarse resplandece el brillo de la tejné,
capaz aún de aunar las bellas artes y las artes útiles. La fabricación (la técnica de producción,
de poíesis) de la publicidad, de la cotidianidad, de la habitualidad (y, en suma, de la Ciudad)
es la «desconocida raíz común» de las obras de arte y de los «útiles» abstractos. Entre estos
útiles abstractos, desde hace siglos, cuentan, cada vez con mayor importancia en la gestión
de la vida ordinaria y en la producción de vulgaridad o normalidad, esa clase peculiar de
artefactos o «invenciones ingeniosas» que llamamos máquinas. Una máquina no deja de ser
un útil, una herramienta, un instrumento, es decir, una imagen o una abstracción. Toda
máquina es un resumen o un esquema de nuestros hábitos. Si los hábitos son nuestra
exterioridad, configuran ese espacio que nosotros no somos y en el cual nosotros no somos
(el espacio abstracto). Si la naturaleza (como pasa con la ciudad) no se compone de
individuos, sino de paquetes de hábitos, moléculas de habitualidad o de «naturalidad», es en
ese rasgo en donde reside la diferencia esencial entre el espíritu y la naturaleza, entre la
interioridad y la exterioridad. Todo hábito es un resumen o un esquema de nuestras
máquinas, de nuestro «autómata natural». Nuestro cuerpo —nuestra exterioridad— es un
resumen de hábitos absorbidos en un espacio (por ejemplo, una mano es un esquema de los
hábitos de manejabilidad); esa capa de exterioridad o naturaleza es automática e inconsciente,
es la capa de imágenes que nos envuelve y que nosotros no podemos ver, el espacio abstracto.
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Y, por su parte, las máquinas son la encarnación de nuestros hábitos, la materialización de
nuestra exterioridad, la concreción de lo que no somos y no compren-demos (de lo que
hacemos y manejamos). Y, por eso, las máquinas son lo que esencialmente —y no por
accidente, ignorancia o mala fe— no podemos comprender aunque, en nuestra exterioridad,
en la superficie externa del tonel agujereado que se extiende en el espacio, lo
comprehendemos. Las máquinas están comprendidas en nosotros, pero no son comprendidas
por nosotros: son la parte de nosotros que no comprendemos (pero sin la cual no habría
ningún «nosotros»).
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sugerido que esta construcción del espacio público coincide con la reconstrucción del espacio
mundial a nivel estratégico.
Así que, al discurso nostálgico, no parece quedarle más argumento que el de la falsedad, la
trivialidad y la falta de originalidad de esa fabricación constante de imágenes que es la
habitualidad como producción del presente, reproducción del pasado y preproducción del
futuro mediante espacios decorados y esquemas superficiales y abstractos, que supondría un
cambio cualitativo, la entrada en una especie de posteridad absoluta (fin de la historia, muerte
del sujeto, etc.). Como ya hemos sugerido, es un hecho que existe una dificultad objetiva
para establecer una continuidad, un vínculo de conexión entre nuestro pasado, incluso nuestro
pasado inmediato, y nuestro presente actual y contemporáneo. Ese sentimiento perentorio de
ruptura es el que cada época tiene de su originalidad histórica y, por tanto, nada tiene de
históricamente original: adopta a menudo la forma de una inconmensurabilidad con el pasado
o con tal o cual época anterior, de la cual resulta ya imposible «deducir» el presente. Parece
como si todo el complejo contexto histórico-cultural que hacía comprensibles los fenómenos
«del pasado» se hubiera derrumbado, no dejando tras de sí más que una colección de edificios
en ruinas de una civilización desaparecida. Lo que páginas más atrás hemos llamado
«geografía del pensamiento» (en la medida en que se opone a la «historia diplomática de las
ideas» y que adopta perspectivas similares a la «arqueología del saber» de Foucault, la
«genealogía de la moral» de Nietzsche o la «historia fiel de los fenómenos» de Spinoza), se
opone a la hermenéutica allí donde ésta se entiende como un esfuerzo de reconstrucción ideal
de ese contexto. Si nos ha parecido esencial conservar esa extrañeza ante lo caduco (y
contemplar así incluso nuestro propio presente cuando hacemos geografía del pensamiento
contemporáneo) es porque ello contribuye a poner de manifiesto esa capa de imágenes
triviales que constituyen nuestra habitualidad, nuestra normalidad, y que en otro lugar hemos
llamado la banalidad. En otras palabras: la originalidad histórica de una época (su propia
auto-producción como presente) consiste en la falsificación de todo su pasado. Investigar el
mecanismo de producción de la banalidad es la única manera de destruir fragmentos
importantes de esa misma banalidad, la única manera de ser originales y, por tanto, falsificar
el pasado es la única manera de constituir el presente. Nunca hubo tradiciones: las tradiciones
fueron desde el principio falsificación de antigüedades. G. Kubler (1962) ha escrito que
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«nuestra prueba operacional de la existencia de todos los pueblos antiguos se da en el orden
visual, y existe en la materia y en el espacio más que en e] tiempo y en el sonido». Esos
objetos que aparecen ante nuestros ojos como monumentos, y en los que no podríamos medir
con exactitud cuál es la dosis de obra de arte y cuál la de útil o herramienta, no son ahora
solamente los objetos (artísticos o utilitarios) de los «tiempos pasados», sino los objetos
mismos de ese mundo de habitualidades que constituye la anterioridad y la exterioridad
radical de la subjetividad, tan anterior que ni siquiera se da en el tiempo, sino «en la materia
y en el espacio», y que se abre ante nosotros como aquello que principalmente, tanto el arte
como el pensamiento, han de hacer pensable, decible, legible, han de hacer sonar, brillar,
erguirse y resplandecer con un brillo para el que nuestros ojos no tienen aún color ni nuestra
lengua palabras.
Las cosas, esas «acciones fósiles» (Kubler: ibíd., p. 115), son formas de interpretación en el
sentido musical o dramático de la palabra, capas de rutina sobre las cuales tienen sus
sedimentos el individuo y las formas de su experiencia, la configuración de esas «moléculas»
de todos los órdenes sensoriales, puntos sensibles pero también átomos de inteligibilidad. Si
el estudio de las cosas es el objeto de una arqueología, una etnología o incluso una historia
de la cultura material, también debe serlo, en su territorio propio, del pensamiento del arte de
configuración de los espacios de pensamiento como pensamiento de los espacios, de los
espacios del arte como arte de los espacios y de las maquinarias de preorganización
micropolítica de la subjetividad y la individualidad que trabajan con esos elementos, presos
desde el principio en la tecnología de la afección.
Berkeley objetaba a Newton que su «espacio absoluto» (no) es nada. Y el espacio político no
es nada porque no es ninguna cosa, sino la posibilidad de que surjan cosas, de que se
produzcan individuos y se instituyan como sujetos. Por su parte, Kant sostuvo que, de este
espacio absoluto, no podemos tener representaciones, sino tan sólo intuiciones, y que sólo
podemos intuirlo en una «intuición pura», esto es, en aquella intuición que es intuición de
nada, intuición de ese no-objeto que es el horizonte de la objetividad (el ser de los entes o la
naturaleza de las cosas). Pero es preciso añadir que, en este terreno, la intuición pura es una
intuición vaga y, hasta cierto punto, ciega. De ese espacio de imágenes que constituye nuestra
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exterioridad no podemos tener una percepción clara y distinta. Es lo que, de forma vaga,
oscura y confusa, nos rodea sin que podamos casi nunca tematizarlo ni convertirlo en
intuición o pensamiento. Somos receptores en una sociedad de información, recipientes en
una sociedad de imágenes. Pero somos recipientes «danaídicos»: nos derramamos
constantemente en la exterioridad de esas mismas imágenes que, como nuestros límites,
vemos en la vaguedad de nuestro paseo distraído por la ciudad. Al contemplar las imágenes,
perdemos el tiempo, nos sumimos en la cotidianidad. Pero la cotidianidad que hace posible
las imágenes sigue siendo la forma de nuestra exterioridad que fragmenta y construye mil
veces nuestra piel de individuos, y que dibuja y desdibuja el rostro de nuestra subjetividad.
La ciudad gusta de ocultarse en las imágenes que ofrece de sí misma. Pero, aunque oculta, y
aunque se nos oculta, reside en ellas, allí, en el lugar de la no-residencia. Parece como si ya
no hubiera ciudad más allá de nuestros ojos. Pero la ciudad, que es una imagen, reside,
también ella, en nuestros ojos. Esto es, allí donde nosotros no residimos ni podemos residir.
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