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EDGARDO CASTRO

"Luego del fracaso epocal de todos los comunismos y


de la miseria de todos los individualismos", afirma el
filósofo Roberto Esposito en su libro Communitas, no
hay nada más necesario que un pensamiento de la
comunidad. ¿Qué tienen en común —se pregunta en
otros de sus libros, Immunitas,— "la batalla contra la
aparición de una nueva epidemia, la oposición al
pedido de extradición de un jefe de estado extranjero
acusado de violación de los derechos humanos, el
fortalecimiento de las barreras frente a la inmigración
clandestina y las estrategias de neutralización del
último virus informático"? Nada —responde—, a menos
que se vincule cada uno de estos fenómenos con la
categoría de inmunidad, que atraviesa todos estos
lenguajes particulares.

Su reciente trabajo Bíos comienza con la enumeración de


algunos hechos políticamente relevantes de los últimos
años: una corte francesa que le reconoce a un niño nacido
con graves deficiencias el derecho de denunciar al médico
que, por su incorrecto diagnóstico, impidió que su madre
abortara; la "guerra humanitaria" en Afganistán; los
episodios en el teatro Dubrovska de Moscú, en los cuales,
para resolver la situación, un grupo de agentes del gobierno
llevó a cabo la masacre con la que amenazaban los
terroristas; la epidemia de HIV en la región de Donghu, en
China, originada en la venta masiva de sangre que estimula
y gerencia directamente el gobierno. En todos estos hechos
lo que está en juego es la vida biológica y su relación con el
poder.
Comunidad, inmunidad y vida aparecen así como los tres
grandes temas que nuestra actualidad política plantea a la
filosofía. Para afrontarlo, Esposito se nutre, con una lectura
innovadora y un análisis perspicaz, de los autores
fundamentales de la filosofía política occidental, desde los
antiguos hasta los modernos, de Platón a Foucault,
pasando, entre otros, por Maquiavelo, Hobbes y Nietzsche.
Pero no se limita sólo a los textos filosóficos, su trabajo se
nutre también de una vasta cultura clásica, lingüística e
histórica.

En Communitas, Esposito se sustrae a la dialéctica que


domina el debate actual acerca de la comunidad, entre lo
común y lo propio, pues en ella —a pesar de la oposición—
lo común es identificado con su contrario: es común lo que
une en una única identidad propia (étnica, territorial,
espiritual); tener en común es ser propietarios de algo
común. Esposito parte de otra posibilidad etimológica del
término communitas, que focaliza el término munus de cum-
munus. Es necesario tener presente que munus se dice
tanto de lo público como de lo privado; por eso la oposición
común/propio y público/privado queda afuera de su esfera
semántica. Además, munus puede significar onus
(obligación), officium (oficio, función) y donum (don). Las
dos primeras acepciones son formas del deber, pero
Esposito subraya que también lo es el don. El munus es
una forma particular del don: el don obligatorio, aunque
suene contradictorio. Un don que se da porque se debe dar
y no puede no darse.
La comunidad deja de ser, entonces, aquello que sus
miembros tienen en común, algo positivo, de lo que son
propietarios; comunidad es el conjunto de personas que
están unidas por un deber, por una deuda, por una
obligación de dar. La comunidad se vincula, así, con la
sustracción y con el sacrificio. "Por ello, la comunidad no
puede ser pensada como un cuerpo, una corporación,
donde los individuos se fundan en un individuo más grande.
Pero tampoco puede ser entendida como un recíproco
'reconocimiento' intersubjetivo en el que ellos se reflejan
confirmando su identidad inicial."

A partir de aquí, Esposito seguirá la relación comunidad/


sacrificio en el discurso político-filosófico moderno a través
de cuatro conceptos-clave: culpa (J.-J. Rousseau), ley (I.
Kant), apertura estática (M. Heidegger) y experiencia
soberana (G. Bataille).
En Immunitas, nos encontramos con un análisis
etimológico-conceptual, paralelo y complementario al de
communitas. Inmune es, en un primer sentido, el que está
privado o dispensado de una obligación, de un deber, de un
munus. Inmune resulta, entonces, un concepto negativo.
Pero, en la medida en que el munus del que se está
dispensado es aquel que los otros tienen en común, inmune
expresa también una comparación. Se trata "de la
diversidad respecto de la condición de los otros".

Ahora bien, desplazándose del ámbito jurídico al biomédico,


la inmunidad adquiere otro sentido. En este caso, expresa
"la refractariedad del organismo respecto del peligro de
contraer una enfermedad". Aunque este sentido es antiguo,
el concepto sufre una transformación en el siglo XIX, en
relación con la práctica de la vacunación y con la
introducción de la noción de inmunidad adquirida. Una
forma atenuada e inducida de infección puede prevenir, en
efecto, una enfermedad. Se trata de proteger la vida
haciéndole probar la muerte. Esta aporía atraviesa todos los
lenguajes de la modernidad. Así, por ejemplo, la violencia
es uno de los componentes del aparato jurídico-institucional
destinado a reprimirla. El objeto del libro es, precisamente,
estudiar esta aporía, la relación entre protección y negación
de la vida, como la forma constitutiva de la modernidad
política.

El tema de Bíos es la relación entre la filosofía y la


biopolítica (es decir, una política de la vida). A la luz de esta
problemática, los tres primeros capítulos se ocupan de
Foucault, Hobbes y de Nietzsche. El cuarto está dedicado a
la tanatopolítica y el último a una filosofía del bíos después
del nazismo. La tarea de su filosofía, nos advierte el autor,
no es proponer acciones políticas o convertir a la biopolítica
en la nueva bandera de un manifiesto revolucionario o
reformista. Sin negar, con ello, que la filosofía pueda
efectivamente actuar sobre la política. La propuesta de
Esposito no es "pensar la vida en función de la política, sino
pensar la política en la forma misma de la vida". En última
instancia, se trata de invertir el signo negativo que, con el
paradigma inmunitario, acompañó hasta ahora a la
biopolítica.

Communitas. Origen y destino de la comunidad se publicó


en Italia en 1998 y Amorrortu la tradujo al español en 2003.
La misma editorial publicará en breve Immunitas.
Protección y negación de la vida, cuya edición original es de
2002. Bíos. Biopolítica y filosofía, aparecido en Italia el año
pasado, cierra por ahora esta trilogía imprescindible.

—Desde hace algunos años asistimos —en sus


trabajos y en los de Giorgio Agamben— a un
renacimiento de la filosofía política italiana. ¿A qué lo
atribuiría?
—Se puede dar una primera respuesta partiendo del
carácter específico de la filosofía italiana. Sin querer volver
al mito de las filosofías nacionales, del siglo XIX, si la
vocación general de la filosofía anglosajona es analítica, la
de la filosofía alemana es metafísico-hermenéutica y la de
la francesa, crítico-desconstructiva, es indudable que la
característica peculiar de la tradición filosófica italiana es la
política. No es casual que los dos mayores autores italianos
sean Maquiavelo y Vico. También Croce y Gramsci, aunque
de manera diferente, pertenecen al horizonte ético-político.
Naturalmente, hay filósofos italianos que trabajan en
dirección analítica o hermenéutica, o que se ocupan de la
relación entre la filosofía y la teología. Pero, por ello mismo,
corren el riesgo de quedar sumergidos por tradiciones más
fuertes en estos campos, como la anglosajona y la
alemana. A esta respuesta, que recurre a una raíz lejana,
hay que agregar otra respecto de la dimensión
contemporánea de la filosofía. Pienso en lo que Foucault
llamó ontología de la actualidad, retomando de manera
original la fórmula hegeliana del propio tiempo aprehendido
con el pensamiento. Ciertamente, son muchos los estilos
del trabajo filosófico, pero una filosofía que no parta de una
interrogación radical sobre el propio presente, sobre lo que
lo connota y lo transforma de modo esencial, pierde gran
parte de su sentido. Y no hay duda de que la política, de
cualquier modo que se la entienda (como relación o como
conflicto, como comunidad o como guerra) está cada vez
más en el centro de nuestra vida. Incluso en el sentido
radical de la reflexión biopolítica. El punto de vista del que
parte mi reflexión, como la de Agamben, es que hoy no
tiene más sentido una práctica filosófica centrada sobre sí
misma, dedicada a recorrer su propia historia o absorta en
problemas de lógica abstracta. En este sentido, Georges
Canguilhem, autor cercano a Foucault, pudo escribir que "la
filosofía es una reflexión para la cual toda materia extraña
es buena. Más aún, podríamos decir: para la cual toda
materia buena tiene que ser extraña". Y Gilles Deleuze
consideraba que "El filósofo tiene que llegar a ser no-
filósofo, para que la no-filosofía se convierta en la tierra y el
pueblo de la filosofía". Este es el sentido específico que hay
que dar a la idea, de otro modo incomprensible, de "fin de la
filosofía". Lo que ha acabado es, indudablemente, una
concepción endogámica, autorreferencial de la filosofía (es
decir, toda práctica filosófica que se asuma a sí misma
como objeto propio). En cambio, asistimos desde hace
tiempo a un proceso, cada vez más fuerte, de
exteriorización de la filosofía, de rebasamiento del pensar
en el espacio en movimiento del propio afuera. En el
momento en que todos los acontecimientos (de la relación
entre la paz y la guerra a la relación entre la técnica y la
vida biológica) asumen por sí mismos una dimensión
sumamente problemática, la filosofía contemporánea no
puede no hacerse política. No en el sentido de la disciplina
académica de la filosofía política, como parte de la filosofía,
sino en aquel, más radical, que la filosofía es en sí,
constitutivamente, política.

-Encuentro en sus trabajos una decisiva influencia de


Heidegger y de Foucault.

—Es verdad que ambos están muy presentes en mi trabajo.


Pero en momentos diferentes y con diferente intensidad. En
cuanto a Heidegger, es difícil imaginar una investigación
filosófica que pueda ignorarlo o no estar influenciada por él;
aunque sea de manera polémica como a menudo ocurre.
Pero no me siento un heideggeriano, suponiendo que esta
expresión tenga sentido. En mi ensayo sobre la comunidad,
conecté el catastrófico error político de Heidegger con
algunos aspectos de su pensamiento. Pero ello no excluye
su extraordinario peso en toda la filosofía de nuestros días.
En particular, mi libro Categorías de lo impolítico se ve
influido por la reflexión heideggeriana. Lo que quise hacer
—no sé con qué resultados— fue someter los conceptos
políticos de la modernidad a una desconstrucción tan
intensa como aquella a la que Heidegger sometió las
categorías de la tradición filosófica y Nietzsche las ideas
morales. Partí de la tesis de que las categorías políticas
modernas (soberanía, poder, libertad, etc.) habían entrado
en una zona de insignificancia o, mejor aún, de
contradicción consigo mismas. Y por ello, que era necesario
tener una mirada diferente (precisamente impolítica, aunque
no apolítica ni antipolítica), capaz no de reactivarlas, sino de
llevarlas a su agotamiento definitivo; y ello, con la
conciencia, también de derivación heideggeriana, de que
por el momento no existe otro lenguaje afirmativo,
constructivo o normativo para pensar la política. En este
horizonte argumentativo, en el que me moví hasta la mitad
de los años 90, Communitas sirve de bisagra entre las dos
fases de mi reflexión. En un momento me encontré con la
temática biopolítica de Foucault. Ya había utilizado el
dispositivo foucaultiano —en particular respecto del nexo
entre saber y poder—, pero lo que me dio una nueva clave
de pensamiento para abordar la política fue el Foucault de
mitad de los años 70, en particular los cursos sobre la
biopolítica ahora publicados completos. Este nuevo
encuentro con Foucault no debe ser entendido como la
negación del recorrido anterior, más permeable a
Heidegger, sino como su necesario complemento. La idea
de la crisis irreversible del léxico político moderno es común
a las dos etapas de mi trabajo. Los conceptos de soberanía,
de derechos individuales, de democracia todavía están en
pie, pero su efecto de sentido se encuentra debilitado y
modificado respecto de su sentido originario. Siguiendo a
Foucault, entendí que la retirada o el debilitamiento de este
lenguaje clásico no agota el horizonte argumentativo, sino
que abre otra escena, muestra otra lógica, antes escondida
en las viejas categorías: la de la biopolítica, precisamente.
Tampoco Foucault debe ser tomado en bloque. No sólo
porque su discurso queda interrumpido y suspendido, sino
porque presenta algunas contradicciones y
desplazamientos internos, los que traté de sacar a la luz,
críticamente, en Bíos.

—¿Cómo se relacionan sus trabajos y los de Agamben?


¿Cuál sería el vínculo entre "inmunidad" y "estado de
excepción"?

—Más allá de algunas analogías externas, como el origen


literario de nuestros recorridos, que explican algunas
afinidades estilísticas y también la común atención filológica
a textos poco conocidos o desconocidos; respecto de la
biopolítica hay otra afinidad que distingue nuestra posición
de otras lecturas. Me refiero al distanciamiento en relación
con una interpretación completamente afirmativa, casi
eufórica, de la biopolítica; distanciamiento respecto de la
idea de que el biopoder esté necesariamente destinado a
convertirse en política de la vida, bajo el impulso
irrefrenable de la multitud, como piensa el amigo Toni Negri,
por ejemplo. Agamben y yo dirigimos nuestra mirada hacia
lo negativo, hacia las características terribles que ha
asumido la biopolítica, no sólo en el siglo pasado. Pero esta
cercanía de método y de tono no tiene que hacer perder de
vista las marcadas diferencias entre ambos. Antes que a los
paradigmas de inmunidad y de estado de excepción, estas
diferencias conciernen a una cuestión preliminar:
precisamente a la relación entre Heidegger y Foucault.
Digamos que Agamben está más cerca de Heidegger, que
lee la biopolítica en clave ontológica, mientras que yo la
interpreto en sentido genealógico. Para Agamben, a
diferencia de Foucault, la biopolítica no es un fenómeno
esencialmente moderno sino que nace con la política
occidental. Coherentemente, Agamben no establece
ninguna diferencia —como sí lo hace Foucault— entre
soberanía y biopolítica. Para él, la biopolítica es la
expresión más intensa de la superposición entre derecho y
violencia que constituye la forma excluyente del bando
soberano. Una vez asumida hasta el final la tesis de Carl
Schmitt: que es soberano quien decide sobre el estado de
excepción, se sigue no sólo el carácter mortífero de toda la
política occidental, sino también que el campo de
concentración constituye su paradigma más propio.
Respecto de esta radical deshistorización, mi perspectiva
resulta más articulada y menos alejada de Foucault. Si bien
no sacrifica la teoría en aras de la historia, tampoco diluye
el método genealógico en el plano ontológico. El
instrumento que me permite mantener juntos estos dos ejes
del discurso (no perder ni la unidad del tema ni sus
declinaciones históricas) es, precisamente, el paradigma de
la inmunidad. En relación con la posición de Agamben, a la
que reconozco toda su fuerza y sutileza, la categoría de
inmunidad ofrece otra ventaja: reúne en un mismo horizonte
de sentido la dimensión jurídico-política y la biológica; los
dos sentidos predominantes del concepto de inmunidad.
Así, los dos polos de la bio-política (vida y política)
aparecen unidos en un modo que no requiere
necesariamente de una apropiación violenta del uno por
parte del otro. Si esto es verdad, la apropiación de la vida
por parte del poder no es un destino ontológico, sino una
condición histórica y reversible. De ahí que la vida no es
nunca vida desnuda, como dice Agamben. La vida está
siempre formada, es una forma de vida. También la vida
desnuda, cuando aparece, aunque negativamente, es una
forma de vida.

—La "inmunidad" es para usted paradigma


interpretativo de la modernidad. ¿Por qué?

—La categoría de inmunidad, cómo protección de la vida


mediante un instrumento negativo es antigua. En forma
implícita e inconsciente, nace con la modernidad. Antes de
ser traducida dialécticamente por Hegel, Hobbes es, quizá,
su primer teórico.

Desde el momento en que él condiciona la supervivencia de


los hombres a la cesión de todos sus poderes al Estado-
Leviatán, la idea de inmunización negativa ya está
virtualmente actuando. Para poder definirla mejor hubo que
esperar a la sociología, la antropología y el funcionalismo
del siglo XX. Además de dar visibilidad y luminosidad a una
categoría oscura, la conecté negativamente con la idea de
comunidad: su reverso lógico y semántico. Ambos términos,
communitas e immunitas, derivan de munus, que en latín
significa don, oficio, obligación. Pero, mientras la
communitas se relaciona con el munus en sentido
afirmativo, la immunitas, negativamente. Por ello, si los
miembros de la comunidad están caracterizados por esta
obligación del don, la inmunidad implica la exención de tal
condición. Es inmune aquel que está dispensado de las
obligaciones y de los peligros que, en cambio, conciernen a
todos los otros. Desde esta perspectiva, el individualismo
moderno, que nace de la ruptura con las anteriores formas
comunitarias, expresa por sí mismo una fuerte tendencia
inmunitaria. La misma concepción moderna, en fin, puede
ser entendida como el conjunto de los relatos que tratan de
traducir esta exigencia individual de protección de la vida.
Ahora bien, esta exigencia de autoconservación, típica de la
época moderna, se ha hecho cada vez más apremiante,
hasta convertirse en el eje alrededor del cual se construye
la práctica efectiva o imaginaria de la sociedad
contemporánea. Basta observar el papel que asumió la
inmunología, no sólo en su aspecto médico, sino también
socio-cultural. Si se pasa del ámbito biomédico al social (la
resistencia contra la inmigración) y al jurídico (donde la
inmunidad de ciertos hombres políticos es centro de
conflictos nacionales e internacionales), tenemos una
comprobación ulterior. De donde se lo mire, desde el cuerpo
individual al cuerpo social, desde el cuerpo tecnológico al
cuerpo político, la inmunidad aparece en la encrucijada de
todos los caminos. Lo que cuenta es impedir, prevenir y
combatir la difusión del contagio real y simbólico, por
cualquier medio y donde sea. Esta preocupación
autoprotectiva la encontramos en todas las civilizaciones,
pero, hoy, el umbral de alarma respecto a un contagio
destructivo y, por consiguiente, la magnitud de la respuesta
están llegando al ápice. El problema es que la exigencia
inmunitaria, necesaria para defender nuestra vida, llevada
más allá de un límite, acaba volviéndose en contra. Como
en las enfermedades autoinmunitarias, donde el sistema
inmunitario se desencadena contra el mismo cuerpo que
debería proteger y lo destruye. El conflicto actual puede ser
leído como el trágico punto final de una terrible crisis
inmunitaria. En su lógica profunda, este conflicto parece
surgir de la implicación perversa de dos obsesiones
inmunitarias contrapuestas y especulares: la de un
integrismo islámico decidido a proteger hasta la muerte la
pretensión de pureza religiosa de la secularización
occidental y la de Occidente, empeñado en excluir al resto
del planeta de sus bienes en exceso.
—Me parece que la gran apuesta de su último trabajo,
"Bíos", es la distinción entre una biopolítica entendida
como política "sobre" la vida y otra como política "de"
la vida. ¿Cómo sería?

—Es la pregunta más difícil. Mi libro más que buscar una


respuesta trata de abrir el camino, definir una posible línea
de investigación. La diferencia entre una biopolítica
negativa —biopoder o biocracia— y una biopolítica
afirmativa está implícita en Foucault. Pero él nunca llegó a
una definición precisa. Biopolítica negativa es la que se
relaciona con la vida desde el exterior, de manera
trascendente, tomando posesión de ella, ejerciendo la
violencia. Como ocurrió de la manera más catastrófica con
el nazismo y sigue ocurriendo hoy en muchas partes del
mundo. Su característica fundamental es la de relacionarse
con la vida a través de la muerte, restableciendo así la
práctica de la decisión soberana de vida y de muerte.
Funciona despojando a la vida de su carácter formal, de su
calificación, y reduciéndola a simple zoé: materia viviente.
Aunque este despojamiento de la vida no llega nunca hasta
el extremo, siempre deja el espacio para alguna forma de
bíos (vida calificada). Pero, precisamente, el bíos es
fragmentado en varias zonas a las que se atribuye un valor
diferente, según una lógica que subordina las consideradas
de más bajo valor, o aun carentes de valor, a aquellas a las
que se otorga mayor relieve biológico. El resultado de este
procedimiento es una normalización violenta que excluye lo
que se define preventivamente como anormal y, al fin, la
singularidad misma del ser viviente. Una biopolítica
afirmativa, de la que por ahora no se entreven más que
signos o huellas, es o debería ser lo contrario de la
negativa. No es casual que haya tratado de trazar su
contorno a partir de la desconstrucción y de la inversión de
los dispositivos nazis. En general, una biopolítica afirmativa
es la que establece una relación productiva entre el poder y
los sujetos. La que, en lugar de someter y objetivar al
sujeto, busca su expansión y su potenciación. Entre los
filósofos modernos, quizá sólo Espinosa se movió en esta
dirección. Naturalmente, para que el poder pueda producir,
en vez de destruir la subjetividad tiene que serle inmanente,
no tiene que trascenderla. Así, la norma no tiene que
gobernar o discriminar a los sujetos desde lo alto de su
generalidad, sino que tiene que ser absolutamente singular
como cada vida individual a la que se refiere. Se podría, en
fin, hablar de política de la vida y no sobre la vida. No sólo
si la vida, cada vida individual, es sujeto y no objeto de la
política, sino también si la misma política es repensada
mediante un concepto de vida de acuerdo con toda su
extraordinaria complejidad interna, sin reducirla a la simple
materia biológica. Me doy cuenta de que, por ahora, nos
quedamos en el plano de los enunciados; que ejemplos
importantes de mi libro, como los del nacimiento y de la
carne, no bastan para definir el cuadro de una nueva
biopolítica afirmativa. Pero el trabajo apenas ha comenzado
y espera ser continuado.

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