El pensamiento de Pitágoras, como todo obrar filosófico de la antigüedad, da cuenta
del Opus de un Iniciado, de un hombre en conexión con lo divino. No era él, por cierto, un simple matemático, si por esto se entiende lo que la matemática ha llegado a ser en el presente. Es cierto que él trabajó con números y con formas geométricas, al igual que lo hicieron sus discípulos; pero la numérica de entonces, lo mismo que la geometría, tienen muy poco en común con lo que hoy se entiende por ambas disciplinas. La concepción del número pitagórico, aserto inicial del Opus de Pitágoras, y la misma noción asociada al término “matemática”, nos da ya una pista suficiente para penetrar en estos misterios. Los Pitágoricos, que a sí mismos se llamaban “matemáticos”, cultivaron una forma elevada del saber, una gnosis superlativa, a la que denominaron “Mathema”. Por esta entendían principal y privilegiadamente un tipo de conocimiento “superior”, “divino” y “revelado” cuya finalidad última era la “trascendencia”. Trascender, para los matemáticos (pitagóricos), era ir más allá en el orden de los mundos; el concepto propiamente tal era la metempsicosis, la transmigración del alma, con lo que queda de manifiesto que el interés de éstos, por los números, no tenía mucho que ver con hacer cálculos, o contar o descontar para la supervivencia. En el centro de la Mathema se hallaban los números, los “aritmos”, que para los matemáticos de Pitágoras tenían no sólo una dimensión cuantitativa, sino, y priviligiadamente, una dimensión cualitativa. Los números eran, antes que nada, cualidad. Así, el uno era la unidad, el dos, la división, el tres, la restitución, el retorno a la unidad, el cuatro, la materia, la manifestación, el cinco, el número del hombre, la cuadratura del círculo; etc. Todas estas nociones del número arrancan de su naturaleza, de su esencia nunca bien comprendida. El número es, ante todo, una forma, una figura geométrica, una intuición del espacio-tiempo. De hecho, el primer uno fue simplemente un punto imaginado en el espacio, una auténtica disrrupción en el vacío. El dos una línea nacida de la unión entre dos puntos; el tres, un triángulo, el cuatro un cuadrado, el cinco un pentágono; y así sucesivamente.
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Con el uno todavía no existen las dimensiones. Con el dos, la línea, surge la primera dimensión, con el tres, el mundo bidimensional; y con el ocho, el cubo, la tercera dimensión -aunque ésta ya está presente con el tetraedro, uno de los sólidos platónicos que surge de la intersección entre cuatro puntos, y viene formado por cuatro caras, por lo que puede considerársele un figura del cuatro.
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Pitágoras
El pensamiento de Pitágoras, como todo obrar filosófico de la antigüedad, da cuenta del Opus de un Iniciado, de un hombre en conexión con lo divino. No era él, por cierto, un simple matemático, si por esto se entiende lo que la matemática ha llegado a ser en el presente. Es cierto que él trabajó con números y con formas geométricas, al igual que lo hicieron sus discípulos; pero la numérica de entonces, lo mismo que la geometría, tienen muy poco en común con lo que hoy se entiende por ambas disciplinas. La concepción del número pitagórico, aserto inicial del Opus de Pitágoras, y la misma noción asociada al término “matemática”, nos da ya una pista suficiente para penetrar en estos misterios. Los Pitágoricos, que a sí mismos se llamaban “matemáticos”, cultivaron una forma elevada del saber, una gnosis superlativa, a la que denominaron “Mathema”. Por esta entendían principal y privilegiadamente un tipo de conocimiento “superior”, “divino” y “revelado” cuya finalidad última era la “trascendencia”. Trascender, para los matemáticos (pitagóricos), era ir más allá en el orden de los mundos; el concepto propiamente tal era la metempsicosis, la transmigración del alma, con lo que queda de manifiesto que el interés de éstos, por los números, no tenía mucho que ver con hacer cálculos, o contar o descontar para la supervivencia. En el centro de la Mathema se hallaban los números, los “aritmos”, que para los matemáticos de Pitágoras tenían no sólo una dimensión cuantitativa, sino, y priviligiadamente, una dimensión cualitativa. Los números eran, antes que nada, cualidad. Así, el uno era la unidad, el dos, la división, el tres, la restitución, el retorno a la unidad, el cuatro, la materia, la manifestación, el cinco, el número del hombre, la cuadratura del círculo; etc. Todas estas nociones del número arrancan de su naturaleza, de su esencia nunca bien comprendida. El número es, ante todo, una forma, una figura geométrica, una intuición del espacio-tiempo. De hecho, el primer uno fue simplemente un punto imaginado en el espacio, una auténtica disrrupción en el vacío. El dos una línea nacida de la unión entre dos puntos; el tres, un triángulo, el cuatro un cuadrado, el cinco un pentágono; y así sucesivamente.
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Con el uno todavía no existen las dimensiones. Con el dos, la línea, surge la primera dimensión, con el tres, el mundo bidimensional; y con el ocho, el cubo, la tercera dimensión -aunque ésta ya está presente con el tetraedro, uno de los sólidos platónicos que surge de la intersección entre cuatro puntos, y viene formado por cuatro caras, por lo que puede considerársele un figura del cuatro.
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El pensamiento de Pitágoras, como todo obrar filosófico de la antigüedad, da cuenta del Opus de un Iniciado, de un hombre en conexión con lo divino. No era él, por cierto, un simple matemático, si por esto se entiende lo que la matemática ha llegado a ser en el presente. Es cierto que él trabajó con números y con formas geométricas, al igual que lo hicieron sus discípulos; pero la numérica de entonces, lo mismo que la geometría, tienen muy poco en común con lo que hoy se entiende por ambas disciplinas. La concepción del número pitagórico, aserto inicial del Opus de Pitágoras, y la misma noción asociada al término “matemática”, nos da ya una pista suficiente para penetrar en estos misterios. Los Pitágoricos, que a sí mismos se llamaban “matemáticos”, cultivaron una forma elevada del saber, una gnosis superlativa, a la que denominaron “Mathema”. Por esta entendían principal y privilegiadamente un tipo de conocimiento “superior”, “divino” y “revelado” cuya finalidad última era la “trascendencia”. Trascender, para los matemáticos (pitagóricos), era ir más allá en el orden de los mundos; el concepto propiamente tal era la metempsicosis, la transmigración del alma, con lo que queda de manifiesto que el interés de éstos, por los números, no tenía mucho que ver con hacer cálculos, o contar o descontar para la supervivencia. En el centro de la Mathema se hallaban los números, los “aritmos”, que para los matemáticos de Pitágoras tenían no sólo una dimensión cuantitativa, sino, y priviligiadamente, una dimensión cualitativa. Los números eran, antes que nada, cualidad. Así, el uno era la unidad, el dos, la división, el tres, la restitución, el retorno a la unidad, el cuatro, la materia, la manifestación, el cinco, el número del hombre, la cuadratura del círculo; etc. Todas estas nociones del número arrancan de su naturaleza, de su esencia nunca bien comprendida. El número es, ante todo, una forma, una figura geométrica, una intuición del espacio-tiempo. De hecho, el primer uno fue simplemente un punto imaginado en el espacio, una auténtica disrrupción en el vacío. El dos una línea nacida de la unión entre dos puntos; el tres, un triángulo, el cuatro un cuadrado, el cinco un pentágono; y así sucesivamente.
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Con el uno todavía no existen las dimensiones. Con el dos, la línea, surge la primera dimensión, con el tres, el mundo bidimensional; y con el ocho, el cubo, la tercera dimensión -aunque ésta ya está presente con el tetraedro, uno de los sólidos platónicos que surge de la intersección entre cuatro puntos, y viene formado por cuatro caras, por lo que puede considerársele un figura del cuatro.
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El pensamiento de Pitágoras, como todo obrar filosófico de la antigüedad, da cuenta del Opus de un Iniciado, de un hombre en conexión con lo divino. No era él, por cierto, un simple matemático, si por esto se entiende lo que la matemática ha llegado a ser en el presente. Es cierto que él trabajó con números y con formas geométricas, al igual que lo hicieron sus discípulos; pero la numérica de entonces, lo mismo que la geometría, tienen muy poco en común con lo que hoy se entiende por ambas disciplinas. La concepción del número pitagórico, aserto inicial del Opus de Pitágoras, y la misma noción asociada al término “matemática”, nos da ya una pista suficiente para penetrar en estos misterios. Los Pitágoricos, que a sí mismos se llamaban “matemáticos”, cultivaron una forma elevada del saber, una gnosis superlativa, a la que denominaron “Mathema”. Por esta entendían principal y privilegiadamente un tipo de conocimiento “superior”, “divino” y “revelado” cuya finalidad última era la “trascendencia”. Trascender, para los matemáticos (pitagóricos), era ir más allá en el orden de los mundos; el concepto propiamente tal era la metempsicosis, la transmigración del alma, con lo que queda de manifiesto que el interés de éstos, por los números, no tenía mucho que ver con hacer cálculos, o contar o descontar para la supervivencia. En el centro de la Mathema se hallaban los números, los “aritmos”, que para los matemáticos de Pitágoras tenían no sólo una dimensión cuantitativa, sino, y priviligiadamente, una dimensión cualitativa. Los números eran, antes que nada, cualidad. Así, el uno era la unidad, el dos, la división, el tres, la restitución, el retorno a la unidad, el cuatro, la materia, la manifestación, el cinco, el número del hombre, la cuadratura del círculo; etc. Todas estas nociones del número arrancan de su naturaleza, de su esencia nunca bien comprendida. El número es, ante todo, una forma, una figura geométrica, una intuición del espacio-tiempo. De hecho, el primer uno fue simplemente un punto imaginado en el espacio, una auténtica disrrupción en el vacío. El dos una línea nacida de la unión entre dos puntos; el tres, un triángulo, el cuatro un cuadrado, el cinco un pentágono; y así sucesivamente.
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Con el uno todavía no existen las dimensiones. Con el dos, la línea, surge la primera dimensión, con el tres, el mundo bidimensional; y con el ocho, el cubo, la tercera dimensión -aunque ésta ya está presente con el tetraedro, uno de los sólidos platónicos que surge de la intersección entre cuatro puntos, y viene formado por cuatro caras, por lo que puede considerársele un figura del cuatro.
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El pensamiento de Pitágoras, como todo obrar filosófico de la antigüedad, da cuenta del Opus de un Iniciado, de un hombre en conexión con lo divino. No era él, por cierto, un simple matemático, si por esto se entiende lo que la matemática ha llegado a ser en el presente. Es cierto que él trabajó con números y con formas geométricas, al igual que lo hicieron sus discípulos; pero la numérica de entonces, lo mismo que la geometría, tienen muy poco en común con lo que hoy se entiende por ambas disciplinas. La concepción del número pitagórico, aserto inicial del Opus de Pitágoras, y la misma noción asociada al término “matemática”, nos da ya una pista suficiente para penetrar en estos misterios. Los Pitágoricos, que a sí mismos se llamaban “matemáticos”, cultivaron una forma elevada del saber, una gnosis superlativa, a la que denominaron “Mathema”. Por esta entendían principal y privilegiadamente un tipo de conocimiento “superior”, “divino” y “revelado” cuya finalidad última era la “trascendencia”. Trascender, para los matemáticos (pitagóricos), era ir más allá en el orden de los mundos; el concepto propiamente tal era la metempsicosis, la transmigración del alma, con lo que queda de manifiesto que el interés de éstos, por los números, no tenía mucho que ver con hacer cálculos, o contar o descontar para la supervivencia. En el centro de la Mathema se hallaban los números, los “aritmos”, que para los matemáticos de Pitágoras tenían no sólo una dimensión cuantitativa, sino, y priviligiadamente, una dimensión cualitativa. Los números eran, antes que nada, cualidad. Así, el uno era la unidad, el dos, la división, el tres, la restitución, el retorno a la unidad, el cuatro, la materia, la manifestación, el cinco, el número del hombre, la cuadratura del círculo; etc. Todas estas nociones del número arrancan de su naturaleza, de su esencia nunca bien comprendida. El número es, ante todo, una forma, una figura geométrica, una intuición del espacio-tiempo. De hecho, el primer uno fue simplemente un punto imaginado en el espacio, una auténtica disrrupción en el vacío. El dos una línea nacida de la unión entre dos puntos; el tres, un triángulo, el cuatro un cuadrado, el cinco un pentágono; y así sucesivamente.
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Con el uno todavía no existen las dimensiones. Con el dos, la línea, surge la primera dimensión, con el tres, el mundo bidimensional; y con el ocho, el cubo, la tercera dimensión -aunque ésta ya está presente con el tetraedro, uno de los sólidos platónicos que surge de la intersección entre cuatro puntos, y viene formado por cuatro caras, por lo que puede considerársele un figura del cuatro.
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El pensamiento de Pitágoras, como todo obrar filosófico de la antigüedad, da cuenta del Opus de un Iniciado, de un hombre en conexión con lo divino. No era él, por cierto, un simple matemático, si por esto se entiende lo que la matemática ha llegado a ser en el presente. Es cierto que él trabajó con números y con formas geométricas, al igual que lo hicieron sus discípulos; pero la numérica de entonces, lo mismo que la geometría, tienen muy poco en común con lo que hoy se entiende por ambas disciplinas. La concepción del número pitagórico, aserto inicial del Opus de Pitágoras, y la misma noción asociada al término “matemática”, nos da ya una pista suficiente para penetrar en estos misterios. Los Pitágoricos, que a sí mismos se llamaban “matemáticos”, cultivaron una forma elevada del saber, una gnosis superlativa, a la que denominaron “Mathema”. Por esta entendían principal y privilegiadamente un tipo de conocimiento “superior”, “divino” y “revelado” cuya finalidad última era la “trascendencia”. Trascender, para los matemáticos (pitagóricos), era ir más allá en el orden de los mundos; el concepto propiamente tal era la metempsicosis, la transmigración del alma, con lo que queda de manifiesto que el interés de éstos, por los números, no tenía mucho que ver con hacer cálculos, o contar o descontar para la supervivencia. En el centro de la Mathema se hallaban los números, los “aritmos”, que para los matemáticos de Pitágoras tenían no sólo una dimensión cuantitativa, sino, y priviligiadamente, una dimensión cualitativa. Los números eran, antes que nada, cualidad. Así, el uno era la unidad, el dos, la división, el tres, la restitución, el retorno a la unidad, el cuatro, la materia, la manifestación, el cinco, el número del hombre, la cuadratura del círculo; etc. Todas estas nociones del número arrancan de su naturaleza, de su esencia nunca bien comprendida. El número es, ante todo, una forma, una figura geométrica, una intuición del espacio-tiempo. De hecho, el primer uno fue simplemente un punto imaginado en el espacio, una auténtica disrrupción en el vacío. El dos una línea nacida de la unión entre dos puntos; el tres, un triángulo, el cuatro un cuadrado, el cinco un pentágono; y así sucesivamente.
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Con el uno todavía no existen las dimensiones. Con el dos, la línea, surge la primera dimensión, con el tres, el mundo bidimensional; y con el ocho, el cubo, la tercera dimensión -aunque ésta ya está presente con el tetraedro, uno de los sólidos platónicos que surge de la intersección entre cuatro puntos, y viene formado por cuatro caras, por lo que puede considerársele un figura del cuatro.
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El pensamiento de Pitágoras, como todo obrar filosófico de la antigüedad, da cuenta del Opus de un Iniciado, de un hombre en conexión con lo divino. No era él, por cierto, un simple matemático, si por esto se entiende lo que la matemática ha llegado a ser en el presente. Es cierto que él trabajó con números y con formas geométricas, al igual que lo hicieron sus discípulos; pero la numérica de entonces, lo mismo que la geometría, tienen muy poco en común con lo que hoy se entiende por ambas disciplinas. La concepción del número pitagórico, aserto inicial del Opus de Pitágoras, y la misma noción asociada al término “matemática”, nos da ya una pista suficiente para penetrar en estos misterios. Los Pitágoricos, que a sí mismos se llamaban “matemáticos”, cultivaron una forma elevada del saber, una gnosis superlativa, a la que denominaron “Mathema”. Por esta entendían principal y privilegiadamente un tipo de conocimiento “superior”, “divino” y “revelado” cuya finalidad última era la “trascendencia”. Trascender, para los matemáticos (pitagóricos), era ir más allá en el orden de los mundos; el concepto propiamente tal era la metempsicosis, la transmigración del alma, con lo que queda de manifiesto que el interés de éstos, por los números, no tenía mucho que ver con hacer cálculos, o contar o descontar para la supervivencia. En el centro de la Mathema se hallaban los números, los “aritmos”, que para los matemáticos de Pitágoras tenían no sólo una dimensión cuantitativa, sino, y priviligiadamente, una dimensión cualitativa. Los números eran, antes que nada, cualidad. Así, el uno era la unidad, el dos, la división, el tres, la restitución, el retorno a la unidad, el cuatro, la materia, la manifestación, el cinco, el número del hombre, la cuadratura del círculo; etc. Todas estas nociones del número arrancan de su naturaleza, de su esencia nunca bien comprendida. El número es, ante todo, una forma, una figura geométrica, una intuición del espacio-tiempo. De hecho, el primer uno fue simplemente un punto imaginado en el espacio, una auténtica disrrupción en el vacío. El dos una línea nacida de la unión entre dos puntos; el tres, un triángulo, el cuatro un cuadrado, el cinco un pentágono; y así sucesivamente.
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Con el uno todavía no existen las dimensiones. Con el dos, la línea, surge la primera dimensión, con el tres, el mundo bidimensional; y con el ocho, el cubo, la tercera dimensión -aunque ésta ya está presente con el tetraedro, uno de los sólidos platónicos que surge de la intersección entre cuatro puntos, y viene formado por cuatro caras, por lo que puede considerársele un figura del cuatro.
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El pensamiento de Pitágoras, como todo obrar filosófico de la antigüedad, da cuenta del Opus de un Iniciado, de un hombre en conexión con lo divino. No era él, por cierto, un simple matemático, si por esto se entiende lo que la matemática ha llegado a ser en el presente. Es cierto que él trabajó con números y con formas geométricas, al igual que lo hicieron sus discípulos; pero la numérica de entonces, lo mismo que la geometría, tienen muy poco en común con lo que hoy se entiende por ambas disciplinas. La concepción del número pitagórico, aserto inicial del Opus de Pitágoras, y la misma noción asociada al término “matemática”, nos da ya una pista suficiente para penetrar en estos misterios. Los Pitágoricos, que a sí mismos se llamaban “matemáticos”, cultivaron una forma elevada del saber, una gnosis superlativa, a la que denominaron “Mathema”. Por esta entendían principal y privilegiadamente un tipo de conocimiento “superior”, “divino” y “revelado” cuya finalidad última era la “trascendencia”. Trascender, para los matemáticos (pitagóricos), era ir más allá en el orden de los mundos; el concepto propiamente tal era la metempsicosis, la transmigración del alma, con lo que queda de manifiesto que el interés de éstos, por los números, no tenía mucho que ver con hacer cálculos, o contar o descontar para la supervivencia. En el centro de la Mathema se hallaban los números, los “aritmos”, que para los matemáticos de Pitágoras tenían no sólo una dimensión cuantitativa, sino, y priviligiadamente, una dimensión cualitativa. Los números eran, antes que nada, cualidad. Así, el uno era la unidad, el dos, la división, el tres, la restitución, el retorno a la unidad, el cuatro, la materia, la manifestación, el cinco, el número del hombre, la cuadratura del círculo; etc. Todas estas nociones del número arrancan de su naturaleza, de su esencia nunca bien comprendida. El número es, ante todo, una forma, una figura geométrica, una intuición del espacio-tiempo. De hecho, el primer uno fue simplemente un punto imaginado en el espacio, una auténtica disrrupción en el vacío. El dos una línea nacida de la unión entre dos puntos; el tres, un triángulo, el cuatro un cuadrado, el cinco un pentágono; y así sucesivamente.
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Con el uno todavía no existen las dimensiones. Con el dos, la línea, surge la primera dimensión, con el tres, el mundo bidimensional; y con el ocho, el cubo, la tercera dimensión -aunque ésta ya está presente con el tetraedro, uno de los sólidos platónicos que surge de la intersección entre cuatro puntos, y viene formado por cuatro caras, por lo que puede considerársele un figura del cuatro.
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El pensamiento de Pitágoras, como todo obrar filosófico de la antigüedad, da cuenta del Opus de un Iniciado, de un hombre en conexión con lo divino. No era él, por cierto, un simple matemático, si por esto se entiende lo que la matemática ha llegado a ser en el presente. Es cierto que él trabajó con números y con formas geométricas, al igual que lo hicieron sus discípulos; pero la numérica de entonces, lo mismo que la geometría, tienen muy poco en común con lo que hoy se entiende por ambas disciplinas. La concepción del número pitagórico, aserto inicial del Opus de Pitágoras, y la misma noción asociada al término “matemática”, nos da ya una pista suficiente para penetrar en estos misterios. Los Pitágoricos, que a sí mismos se llamaban “matemáticos”, cultivaron una forma elevada del saber, una gnosis superlativa, a la que denominaron “Mathema”. Por esta entendían principal y privilegiadamente un tipo de conocimiento “superior”, “divino” y “revelado” cuya finalidad última era la “trascendencia”. Trascender, para los matemáticos (pitagóricos), era ir más allá en el orden de los mundos; el concepto propiamente tal era la metempsicosis, la transmigración del alma, con lo que queda de manifiesto que el interés de éstos, por los números, no tenía mucho que ver con hacer cálculos, o contar o descontar para la supervivencia. En el centro de la Mathema se hallaban los números, los “aritmos”, que para los matemáticos de Pitágoras tenían no sólo una dimensión cuantitativa, sino, y priviligiadamente, una dimensión cualitativa. Los números eran, antes que nada, cualidad. Así, el uno era la unidad, el dos, la división, el tres, la restitución, el retorno a la unidad, el cuatro, la materia, la manifestación, el cinco, el número del hombre, la cuadratura del círculo; etc. Todas estas nociones del número arrancan de su naturaleza, de su esencia nunca bien comprendida. El número es, ante todo, una forma, una figura geométrica, una intuición del espacio-tiempo. De hecho, el primer uno fue simplemente un punto imaginado en el espacio, una auténtica disrrupción en el vacío. El dos una línea nacida de la unión entre dos puntos; el tres, un triángulo, el cuatro un cuadrado, el cinco un pentágono; y así sucesivamente.
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Con el uno todavía no existen las dimensiones. Con el dos, la línea, surge la primera dimensión, con el tres, el mundo bidimensional; y con el ocho, el cubo, la tercera dimensión -aunque ésta ya está presente con el tetraedro, uno de los sólidos platónicos que surge de la intersección entre cuatro puntos, y viene formado por cuatro caras, por lo que puede considerársele un figura del cuatro.
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El pensamiento de Pitágoras, como todo obrar filosófico de la antigüedad, da cuenta del Opus de un Iniciado, de un hombre en conexión con lo divino. No era él, por cierto, un simple matemático, si por esto se entiende lo que la matemática ha llegado a ser en el presente. Es cierto que él trabajó con números y con formas geométricas, al igual que lo hicieron sus discípulos; pero la numérica de entonces, lo mismo que la geometría, tienen muy poco en común con lo que hoy se entiende por ambas disciplinas. La concepción del número pitagórico, aserto inicial del Opus de Pitágoras, y la misma noción asociada al término “matemática”, nos da ya una pista suficiente para penetrar en estos misterios. Los Pitágoricos, que a sí mismos se llamaban “matemáticos”, cultivaron una forma elevada del saber, una gnosis superlativa, a la que denominaron “Mathema”. Por esta entendían principal y privilegiadamente un tipo de conocimiento “superior”, “divino” y “revelado” cuya finalidad última era la “trascendencia”. Trascender, para los matemáticos (pitagóricos), era ir más allá en el orden de los mundos; el concepto propiamente tal era la metempsicosis, la transmigración del alma, con lo que queda de manifiesto que el interés de éstos, por los números, no tenía mucho que ver con hacer cálculos, o contar o descontar para la supervivencia. En el centro de la Mathema se hallaban los números, los “aritmos”, que para los matemáticos de Pitágoras tenían no sólo una dimensión cuantitativa, sino, y priviligiadamente, una dimensión cualitativa. Los números eran, antes que nada, cualidad. Así, el uno era la unidad, el dos, la división, el tres, la restitución, el retorno a la unidad, el cuatro, la materia, la manifestación, el cinco, el número del hombre, la cuadratura del círculo; etc. Todas estas nociones del número arrancan de su naturaleza, de su esencia nunca bien comprendida. El número es, ante todo, una forma, una figura geométrica, una intuición del espacio-tiempo. De hecho, el primer uno fue simplemente un punto imaginado en el espacio, una auténtica disrrupción en el vacío. El dos una línea nacida de la unión entre dos puntos; el tres, un triángulo, el cuatro un cuadrado, el cinco un pentágono; y así sucesivamente.
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Con el uno todavía no existen las dimensiones. Con el dos, la línea, surge la primera dimensión, con el tres, el mundo bidimensional; y con el ocho, el cubo, la tercera dimensión -aunque ésta ya está presente con el tetraedro, uno de los sólidos platónicos que surge de la intersección entre cuatro puntos, y viene formado por cuatro caras, por lo que puede considerársele un figura del cuatro.
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El pensamiento de Pitágoras, como todo obrar filosófico de la antigüedad, da cuenta del Opus de un Iniciado, de un hombre en conexión con lo divino. No era él, por cierto, un simple matemático, si por esto se entiende lo que la matemática ha llegado a ser en el presente. Es cierto que él trabajó con números y con formas geométricas, al igual que lo hicieron sus discípulos; pero la numérica de entonces, lo mismo que la geometría, tienen muy poco en común con lo que hoy se entiende por ambas disciplinas. La concepción del número pitagórico, aserto inicial del Opus de Pitágoras, y la misma noción asociada al término “matemática”, nos da ya una pista suficiente para penetrar en estos misterios. Los Pitágoricos, que a sí mismos se llamaban “matemáticos”, cultivaron una forma elevada del saber, una gnosis superlativa, a la que denominaron “Mathema”. Por esta entendían principal y privilegiadamente un tipo de conocimiento “superior”, “divino” y “revelado” cuya finalidad última era la “trascendencia”. Trascender, para los matemáticos (pitagóricos), era ir más allá en el orden de los mundos; el concepto propiamente tal era la metempsicosis, la transmigración del alma, con lo que queda de manifiesto que el interés de éstos, por los números, no tenía mucho que ver con hacer cálculos, o contar o descontar para la supervivencia. En el centro de la Mathema se hallaban los números, los “aritmos”, que para los matemáticos de Pitágoras tenían no sólo una dimensión cuantitativa, sino, y priviligiadamente, una dimensión cualitativa. Los números eran, antes que nada, cualidad. Así, el uno era la unidad, el dos, la división, el tres, la restitución, el retorno a la unidad, el cuatro, la materia, la manifestación, el cinco, el número del hombre, la cuadratura del círculo; etc. Todas estas nociones del número arrancan de su naturaleza, de su esencia nunca bien comprendida. El número es, ante todo, una forma, una figura geométrica, una intuición del espacio-tiempo. De hecho, el primer uno fue simplemente un punto imaginado en el espacio, una auténtica disrrupción en el vacío. El dos una línea nacida de la unión entre dos puntos; el tres, un triángulo, el cuatro un cuadrado, el cinco un pentágono; y así sucesivamente.
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Con el uno todavía no existen las dimensiones. Con el dos, la línea, surge la primera dimensión, con el tres, el mundo bidimensional; y con el ocho, el cubo, la tercera dimensión -aunque ésta ya está presente con el tetraedro, uno de los sólidos platónicos que surge de la intersección entre cuatro puntos, y viene formado por cuatro caras, por lo que puede considerársele un figura del cuatro.
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El pensamiento de Pitágoras, como todo obrar filosófico de la antigüedad, da cuenta del Opus de un Iniciado, de un hombre en conexión con lo divino. No era él, por cierto, un simple matemático, si por esto se entiende lo que la matemática ha llegado a ser en el presente. Es cierto que él trabajó con números y con formas geométricas, al igual que lo hicieron sus discípulos; pero la numérica de entonces, lo mismo que la geometría, tienen muy poco en común con lo que hoy se entiende por ambas disciplinas. La concepción del número pitagórico, aserto inicial del Opus de Pitágoras, y la misma noción asociada al término “matemática”, nos da ya una pista suficiente para penetrar en estos misterios. Los Pitágoricos, que a sí mismos se llamaban “matemáticos”, cultivaron una forma elevada del saber, una gnosis superlativa, a la que denominaron “Mathema”. Por esta entendían principal y privilegiadamente un tipo de conocimiento “superior”, “divino” y “revelado” cuya finalidad última era la “trascendencia”. Trascender, para los matemáticos (pitagóricos), era ir más allá en el orden de los mundos; el concepto propiamente tal era la metempsicosis, la transmigración del alma, con lo que queda de manifiesto que el interés de éstos, por los números, no tenía mucho que ver con hacer cálculos, o contar o descontar para la supervivencia. En el centro de la Mathema se hallaban los números, los “aritmos”, que para los matemáticos de Pitágoras tenían no sólo una dimensión cuantitativa, sino, y priviligiadamente, una dimensión cualitativa. Los números eran, antes que nada, cualidad. Así, el uno era la unidad, el dos, la división, el tres, la restitución, el retorno a la unidad, el cuatro, la materia, la manifestación, el cinco, el número del hombre, la cuadratura del círculo; etc. Todas estas nociones del número arrancan de su naturaleza, de su esencia nunca bien comprendida. El número es, ante todo, una forma, una figura geométrica, una intuición del espacio-tiempo. De hecho, el primer uno fue simplemente un punto imaginado en el espacio, una auténtica disrrupción en el vacío. El dos una línea nacida de la unión entre dos puntos; el tres, un triángulo, el cuatro un cuadrado, el cinco un pentágono; y así sucesivamente.
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Con el uno todavía no existen las dimensiones. Con el dos, la línea, surge la primera dimensión, con el tres, el mundo bidimensional; y con el ocho, el cubo, la tercera dimensión -aunque ésta ya está presente con el tetraedro, uno de los sólidos platónicos que surge de la intersección entre cuatro puntos, y viene formado por cuatro caras, por lo que puede considerársele un figura del cuatro.
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Pitágoras
El pensamiento de Pitágoras, como todo obrar filosófico de la antigüedad, da cuenta del Opus de un Iniciado, de un hombre en conexión con lo divino. No era él, por cierto, un simple matemático, si por esto se entiende lo que la matemática ha llegado a ser en el presente. Es cierto que él trabajó con números y con formas geométricas, al igual que lo hicieron sus discípulos; pero la numérica de entonces, lo mismo que la geometría, tienen muy poco en común con lo que hoy se entiende por ambas disciplinas. La concepción del número pitagórico, aserto inicial del Opus de Pitágoras, y la misma noción asociada al término “matemática”, nos da ya una pista suficiente para penetrar en estos misterios. Los Pitágoricos, que a sí mismos se llamaban “matemáticos”, cultivaron una forma elevada del saber, una gnosis superlativa, a la que denominaron “Mathema”. Por esta entendían principal y privilegiadamente un tipo de conocimiento “superior”, “divino” y “revelado” cuya finalidad última era la “trascendencia”. Trascender, para los matemáticos (pitagóricos), era ir más allá en el orden de los mundos; el concepto propiamente tal era la metempsicosis, la transmigración del alma, con lo que queda de manifiesto que el interés de éstos, por los números, no tenía mucho que ver con hacer cálculos, o contar o descontar para la supervivencia. En el centro de la Mathema se hallaban los números, los “aritmos”, que para los matemáticos de Pitágoras tenían no sólo una dimensión cuantitativa, sino, y priviligiadamente, una dimensión cualitativa. Los números eran, antes que nada, cualidad. Así, el uno era la unidad, el dos, la división, el tres, la restitución, el retorno a la unidad, el cuatro, la materia, la manifestación, el cinco, el número del hombre, la cuadratura del círculo; etc. Todas estas nociones del número arrancan de su naturaleza, de su esencia nunca bien comprendida. El número es, ante todo, una forma, una figura geométrica, una intuición del espacio-tiempo. De hecho, el primer uno fue simplemente un punto imaginado en el espacio, una auténtica disrrupción en el vacío. El dos una línea nacida de la unión entre dos puntos; el tres, un triángulo, el cuatro un cuadrado, el cinco un pentágono; y así sucesivamente.
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Con el uno todavía no existen las dimensiones. Con el dos, la línea, surge la primera dimensión, con el tres, el mundo bidimensional; y con el ocho, el cubo, la tercera dimensión -aunque ésta ya está presente con el tetraedro, uno de los sólidos platónicos que surge de la intersección entre cuatro puntos, y viene formado por cuatro caras, por lo que puede considerársele un figura del cuatro.
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El pensamiento de Pitágoras, como todo obrar filosófico de la antigüedad, da cuenta del Opus de un Iniciado, de un hombre en conexión con lo divino. No era él, por cierto, un simple matemático, si por esto se entiende lo que la matemática ha llegado a ser en el presente. Es cierto que él trabajó con números y con formas geométricas, al igual que lo hicieron sus discípulos; pero la numérica de entonces, lo mismo que la geometría, tienen muy poco en común con lo que hoy se entiende por ambas disciplinas. La concepción del número pitagórico, aserto inicial del Opus de Pitágoras, y la misma noción asociada al término “matemática”, nos da ya una pista suficiente para penetrar en estos misterios. Los Pitágoricos, que a sí mismos se llamaban “matemáticos”, cultivaron una forma elevada del saber, una gnosis superlativa, a la que denominaron “Mathema”. Por esta entendían principal y privilegiadamente un tipo de conocimiento “superior”, “divino” y “revelado” cuya finalidad última era la “trascendencia”. Trascender, para los matemáticos (pitagóricos), era ir más allá en el orden de los mundos; el concepto propiamente tal era la metempsicosis, la transmigración del alma, con lo que queda de manifiesto que el interés de éstos, por los números, no tenía mucho que ver con hacer cálculos, o contar o descontar para la supervivencia. En el centro de la Mathema se hallaban los números, los “aritmos”, que para los matemáticos de Pitágoras tenían no sólo una dimensión cuantitativa, sino, y priviligiadamente, una dimensión cualitativa. Los números eran, antes que nada, cualidad. Así, el uno era la unidad, el dos, la división, el tres, la restitución, el retorno a la unidad, el cuatro, la materia, la manifestación, el cinco, el número del hombre, la cuadratura del círculo; etc. Todas estas nociones del número arrancan de su naturaleza, de su esencia nunca bien comprendida. El número es, ante todo, una forma, una figura geométrica, una intuición del espacio-tiempo. De hecho, el primer uno fue simplemente un punto imaginado en el espacio, una auténtica disrrupción en el vacío. El dos una línea nacida de la unión entre dos puntos; el tres, un triángulo, el cuatro un cuadrado, el cinco un pentágono; y así sucesivamente.
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Con el uno todavía no existen las dimensiones. Con el dos, la línea, surge la primera dimensión, con el tres, el mundo bidimensional; y con el ocho, el cubo, la tercera dimensión -aunque ésta ya está presente con el tetraedro, uno de los sólidos platónicos que surge de la intersección entre cuatro puntos, y viene formado por cuatro caras, por lo que puede considerársele un figura del cuatro.
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El pensamiento de Pitágoras, como todo obrar filosófico de la antigüedad, da cuenta del Opus de un Iniciado, de un hombre en conexión con lo divino. No era él, por cierto, un simple matemático, si por esto se entiende lo que la matemática ha llegado a ser en el presente. Es cierto que él trabajó con números y con formas geométricas, al igual que lo hicieron sus discípulos; pero la numérica de entonces, lo mismo que la geometría, tienen muy poco en común con lo que hoy se entiende por ambas disciplinas. La concepción del número pitagórico, aserto inicial del Opus de Pitágoras, y la misma noción asociada al término “matemática”, nos da ya una pista suficiente para penetrar en estos misterios. Los Pitágoricos, que a sí mismos se llamaban “matemáticos”, cultivaron una forma elevada del saber, una gnosis superlativa, a la que denominaron “Mathema”. Por esta entendían principal y privilegiadamente un tipo de conocimiento “superior”, “divino” y “revelado” cuya finalidad última era la “trascendencia”. Trascender, para los matemáticos (pitagóricos), era ir más allá en el orden de los mundos; el concepto propiamente tal era la metempsicosis, la transmigración del alma, con lo que queda de manifiesto que el interés de éstos, por los números, no tenía mucho que ver con hacer cálculos, o contar o descontar para la supervivencia. En el centro de la Mathema se hallaban los números, los “aritmos”, que para los matemáticos de Pitágoras tenían no sólo una dimensión cuantitativa, sino, y priviligiadamente, una dimensión cualitativa. Los números eran, antes que nada, cualidad. Así, el uno era la unidad, el dos, la división, el tres, la restitución, el retorno a la unidad, el cuatro, la materia, la manifestación, el cinco, el número del hombre, la cuadratura del círculo; etc. Todas estas nociones del número arrancan de su naturaleza, de su esencia nunca bien comprendida. El número es, ante todo, una forma, una figura geométrica, una intuición del espacio-tiempo. De hecho, el primer uno fue simplemente un punto imaginado en el espacio, una auténtica disrrupción en el vacío. El dos una línea nacida de la unión entre dos puntos; el tres, un triángulo, el cuatro un cuadrado, el cinco un pentágono; y así sucesivamente.
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Con el uno todavía no existen las dimensiones. Con el dos, la línea, surge la primera dimensión, con el tres, el mundo bidimensional; y con el ocho, el cubo, la tercera dimensión -aunque ésta ya está presente con el tetraedro, uno de los sólidos platónicos que surge de la intersección entre cuatro puntos, y viene formado por cuatro caras, por lo que puede considerársele un figura del cuatro.
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El pensamiento de Pitágoras, como todo obrar filosófico de la antigüedad, da cuenta del Opus de un Iniciado, de un hombre en conexión con lo divino. No era él, por cierto, un simple matemático, si por esto se entiende lo que la matemática ha llegado a ser en el presente. Es cierto que él trabajó con números y con formas geométricas, al igual que lo hicieron sus discípulos; pero la numérica de entonces, lo mismo que la geometría, tienen muy poco en común con lo que hoy se entiende por ambas disciplinas. La concepción del número pitagórico, aserto inicial del Opus de Pitágoras, y la misma noción asociada al término “matemática”, nos da ya una pista suficiente para penetrar en estos misterios. Los Pitágoricos, que a sí mismos se llamaban “matemáticos”, cultivaron una forma elevada del saber, una gnosis superlativa, a la que denominaron “Mathema”. Por esta entendían principal y privilegiadamente un tipo de conocimiento “superior”, “divino” y “revelado” cuya finalidad última era la “trascendencia”. Trascender, para los matemáticos (pitagóricos), era ir más allá en el orden de los mundos; el concepto propiamente tal era la metempsicosis, la transmigración del alma, con lo que queda de manifiesto que el interés de éstos, por los números, no tenía mucho que ver con hacer cálculos, o contar o descontar para la supervivencia. En el centro de la Mathema se hallaban los números, los “aritmos”, que para los matemáticos de Pitágoras tenían no sólo una dimensión cuantitativa, sino, y priviligiadamente, una dimensión cualitativa. Los números eran, antes que nada, cualidad. Así, el uno era la unidad, el dos, la división, el tres, la restitución, el retorno a la unidad, el cuatro, la materia, la manifestación, el cinco, el número del hombre, la cuadratura del círculo; etc. Todas estas nociones del número arrancan de su naturaleza, de su esencia nunca bien comprendida. El número es, ante todo, una forma, una figura geométrica, una intuición del espacio-tiempo. De hecho, el primer uno fue simplemente un punto imaginado en el espacio, una auténtica disrrupción en el vacío. El dos una línea nacida de la unión entre dos puntos; el tres, un triángulo, el cuatro un cuadrado, el cinco un pentágono; y así sucesivamente.
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Con el uno todavía no existen las dimensiones. Con el dos, la línea, surge la primera dimensión, con el tres, el mundo bidimensional; y con el ocho, el cubo, la tercera dimensión -aunque ésta ya está presente con el tetraedro, uno de los sólidos platónicos que surge de la intersección entre cuatro puntos, y viene formado por cuatro caras, por lo que puede considerársele un figura del cuatro.
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El pensamiento de Pitágoras, como todo obrar filosófico de la antigüedad, da cuenta del Opus de un Iniciado, de un hombre en conexión con lo divino. No era él, por cierto, un simple matemático, si por esto se entiende lo que la matemática ha llegado a ser en el presente. Es cierto que él trabajó con números y con formas geométricas, al igual que lo hicieron sus discípulos; pero la numérica de entonces, lo mismo que la geometría, tienen muy poco en común con lo que hoy se entiende por ambas disciplinas. La concepción del número pitagórico, aserto inicial del Opus de Pitágoras, y la misma noción asociada al término “matemática”, nos da ya una pista suficiente para penetrar en estos misterios. Los Pitágoricos, que a sí mismos se llamaban “matemáticos”, cultivaron una forma elevada del saber, una gnosis superlativa, a la que denominaron “Mathema”. Por esta entendían principal y privilegiadamente un tipo de conocimiento “superior”, “divino” y “revelado” cuya finalidad última era la “trascendencia”. Trascender, para los matemáticos (pitagóricos), era ir más allá en el orden de los mundos; el concepto propiamente tal era la metempsicosis, la transmigración del alma, con lo que queda de manifiesto que el interés de éstos, por los números, no tenía mucho que ver con hacer cálculos, o contar o descontar para la supervivencia. En el centro de la Mathema se hallaban los números, los “aritmos”, que para los matemáticos de Pitágoras tenían no sólo una dimensión cuantitativa, sino, y priviligiadamente, una dimensión cualitativa. Los números eran, antes que nada, cualidad. Así, el uno era la unidad, el dos, la división, el tres, la restitución, el retorno a la unidad, el cuatro, la materia, la manifestación, el cinco, el número del hombre, la cuadratura del círculo; etc. Todas estas nociones del número arrancan de su naturaleza, de su esencia nunca bien comprendida. El número es, ante todo, una forma, una figura geométrica, una intuición del espacio-tiempo. De hecho, el primer uno fue simplemente un punto imaginado en el espacio, una auténtica disrrupción en el vacío. El dos una línea nacida de la unión entre dos puntos; el tres, un triángulo, el cuatro un cuadrado, el cinco un pentágono; y así sucesivamente.
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Con el uno todavía no existen las dimensiones. Con el dos, la línea, surge la primera dimensión, con el tres, el mundo bidimensional; y con el ocho, el cubo, la tercera dimensión -aunque ésta ya está presente con el tetraedro, uno de los sólidos platónicos que surge de la intersección entre cuatro puntos, y viene formado por cuatro caras, por lo que puede considerársele un figura del cuatro.
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El pensamiento de Pitágoras, como todo obrar filosófico de la antigüedad, da cuenta del Opus de un Iniciado, de un hombre en conexión con lo divino. No era él, por cierto, un simple matemático, si por esto se entiende lo que la matemática ha llegado a ser en el presente. Es cierto que él trabajó con números y con formas geométricas, al igual que lo hicieron sus discípulos; pero la numérica de entonces, lo mismo que la geometría, tienen muy poco en común con lo que hoy se entiende por ambas disciplinas. La concepción del número pitagórico, aserto inicial del Opus de Pitágoras, y la misma noción asociada al término “matemática”, nos da ya una pista suficiente para penetrar en estos misterios. Los Pitágoricos, que a sí mismos se llamaban “matemáticos”, cultivaron una forma elevada del saber, una gnosis superlativa, a la que denominaron “Mathema”. Por esta entendían principal y privilegiadamente un tipo de conocimiento “superior”, “divino” y “revelado” cuya finalidad última era la “trascendencia”. Trascender, para los matemáticos (pitagóricos), era ir más allá en el orden de los mundos; el concepto propiamente tal era la metempsicosis, la transmigración del alma, con lo que queda de manifiesto que el interés de éstos, por los números, no tenía mucho que ver con hacer cálculos, o contar o descontar para la supervivencia. En el centro de la Mathema se hallaban los números, los “aritmos”, que para los matemáticos de Pitágoras tenían no sólo una dimensión cuantitativa, sino, y priviligiadamente, una dimensión cualitativa. Los números eran, antes que nada, cualidad. Así, el uno era la unidad, el dos, la división, el tres, la restitución, el retorno a la unidad, el cuatro, la materia, la manifestación, el cinco, el número del hombre, la cuadratura del círculo; etc. Todas estas nociones del número arrancan de su naturaleza, de su esencia nunca bien comprendida. El número es, ante todo, una forma, una figura geométrica, una intuición del espacio-tiempo. De hecho, el primer uno fue simplemente un punto imaginado en el espacio, una auténtica disrrupción en el vacío. El dos una línea nacida de la unión entre dos puntos; el tres, un triángulo, el cuatro un cuadrado, el cinco un pentágono; y así sucesivamente.
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Con el uno todavía no existen las dimensiones. Con el dos, la línea, surge la primera dimensión, con el tres, el mundo bidimensional; y con el ocho, el cubo, la tercera dimensión -aunque ésta ya está presente con el tetraedro, uno de los sólidos platónicos que surge de la intersección entre cuatro puntos, y viene formado por cuatro caras, por lo que puede considerársele un figura del cuatro.
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El pensamiento de Pitágoras, como todo obrar filosófico de la antigüedad, da cuenta del Opus de un Iniciado, de un hombre en conexión con lo divino. No era él, por cierto, un simple matemático, si por esto se entiende lo que la matemática ha llegado a ser en el presente. Es cierto que él trabajó con números y con formas geométricas, al igual que lo hicieron sus discípulos; pero la numérica de entonces, lo mismo que la geometría, tienen muy poco en común con lo que hoy se entiende por ambas disciplinas. La concepción del número pitagórico, aserto inicial del Opus de Pitágoras, y la misma noción asociada al término “matemática”, nos da ya una pista suficiente para penetrar en estos misterios. Los Pitágoricos, que a sí mismos se llamaban “matemáticos”, cultivaron una forma elevada del saber, una gnosis superlativa, a la que denominaron “Mathema”. Por esta entendían principal y privilegiadamente un tipo de conocimiento “superior”, “divino” y “revelado” cuya finalidad última era la “trascendencia”. Trascender, para los matemáticos (pitagóricos), era ir más allá en el orden de los mundos; el concepto propiamente tal era la metempsicosis, la transmigración del alma, con lo que queda de manifiesto que el interés de éstos, por los números, no tenía mucho que ver con hacer cálculos, o contar o descontar para la supervivencia. En el centro de la Mathema se hallaban los números, los “aritmos”, que para los matemáticos de Pitágoras tenían no sólo una dimensión cuantitativa, sino, y priviligiadamente, una dimensión cualitativa. Los números eran, antes que nada, cualidad. Así, el uno era la unidad, el dos, la división, el tres, la restitución, el retorno a la unidad, el cuatro, la materia, la manifestación, el cinco, el número del hombre, la cuadratura del círculo; etc. Todas estas nociones del número arrancan de su naturaleza, de su esencia nunca bien comprendida. El número es, ante todo, una forma, una figura geométrica, una intuición del espacio-tiempo. De hecho, el primer uno fue simplemente un punto imaginado en el espacio, una auténtica disrrupción en el vacío. El dos una línea nacida de la unión entre dos puntos; el tres, un triángulo, el cuatro un cuadrado, el cinco un pentágono; y así sucesivamente.
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Con el uno todavía no existen las dimensiones. Con el dos, la línea, surge la primera dimensión, con el tres, el mundo bidimensional; y con el ocho, el cubo, la tercera dimensión -aunque ésta ya está presente con el tetraedro, uno de los sólidos platónicos que surge de la intersección entre cuatro puntos, y viene formado por cuatro caras, por lo que puede considerársele un figura del cuatro.
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El pensamiento de Pitágoras, como todo obrar filosófico de la antigüedad, da cuenta del Opus de un Iniciado, de un hombre en conexión con lo divino. No era él, por cierto, un simple matemático, si por esto se entiende lo que la matemática ha llegado a ser en el presente. Es cierto que él trabajó con números y con formas geométricas, al igual que lo hicieron sus discípulos; pero la numérica de entonces, lo mismo que la geometría, tienen muy poco en común con lo que hoy se entiende por ambas disciplinas. La concepción del número pitagórico, aserto inicial del Opus de Pitágoras, y la misma noción asociada al término “matemática”, nos da ya una pista suficiente para penetrar en estos misterios. Los Pitágoricos, que a sí mismos se llamaban “matemáticos”, cultivaron una forma elevada del saber, una gnosis superlativa, a la que denominaron “Mathema”. Por esta entendían principal y privilegiadamente un tipo de conocimiento “superior”, “divino” y “revelado” cuya finalidad última era la “trascendencia”. Trascender, para los matemáticos (pitagóricos), era ir más allá en el orden de los mundos; el concepto propiamente tal era la metempsicosis, la transmigración del alma, con lo que queda de manifiesto que el interés de éstos, por los números, no tenía mucho que ver con hacer cálculos, o contar o descontar para la supervivencia. En el centro de la Mathema se hallaban los números, los “aritmos”, que para los matemáticos de Pitágoras tenían no sólo una dimensión cuantitativa, sino, y priviligiadamente, una dimensión cualitativa. Los números eran, antes que nada, cualidad. Así, el uno era la unidad, el dos, la división, el tres, la restitución, el retorno a la unidad, el cuatro, la materia, la manifestación, el cinco, el número del hombre, la cuadratura del círculo; etc. Todas estas nociones del número arrancan de su naturaleza, de su esencia nunca bien comprendida. El número es, ante todo, una forma, una figura geométrica, una intuición del espacio-tiempo. De hecho, el primer uno fue simplemente un punto imaginado en el espacio, una auténtica disrrupción en el vacío. El dos una línea nacida de la unión entre dos puntos; el tres, un triángulo, el cuatro un cuadrado, el cinco un pentágono; y así sucesivamente.
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Con el uno todavía no existen las dimensiones. Con el dos, la línea, surge la primera dimensión, con el tres, el mundo bidimensional; y con el ocho, el cubo, la tercera dimensión -aunque ésta ya está presente con el tetraedro, uno de los sólidos platónicos que surge de la intersección entre cuatro puntos, y viene formado por cuatro caras, por lo que puede considerársele un figura del cuatro.
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El pensamiento de Pitágoras, como todo obrar filosófico de la antigüedad, da cuenta del Opus de un Iniciado, de un hombre en conexión con lo divino. No era él, por cierto, un simple matemático, si por esto se entiende lo que la matemática ha llegado a ser en el presente. Es cierto que él trabajó con números y con formas geométricas, al igual que lo hicieron sus discípulos; pero la numérica de entonces, lo mismo que la geometría, tienen muy poco en común con lo que hoy se entiende por ambas disciplinas. La concepción del número pitagórico, aserto inicial del Opus de Pitágoras, y la misma noción asociada al término “matemática”, nos da ya una pista suficiente para penetrar en estos misterios. Los Pitágoricos, que a sí mismos se llamaban “matemáticos”, cultivaron una forma elevada del saber, una gnosis superlativa, a la que denominaron “Mathema”. Por esta entendían principal y privilegiadamente un tipo de conocimiento “superior”, “divino” y “revelado” cuya finalidad última era la “trascendencia”. Trascender, para los matemáticos (pitagóricos), era ir más allá en el orden de los mundos; el concepto propiamente tal era la metempsicosis, la transmigración del alma, con lo que queda de manifiesto que el interés de éstos, por los números, no tenía mucho que ver con hacer cálculos, o contar o descontar para la supervivencia. En el centro de la Mathema se hallaban los números, los “aritmos”, que para los matemáticos de Pitágoras tenían no sólo una dimensión cuantitativa, sino, y priviligiadamente, una dimensión cualitativa. Los números eran, antes que nada, cualidad. Así, el uno era la unidad, el dos, la división, el tres, la restitución, el retorno a la unidad, el cuatro, la materia, la manifestación, el cinco, el número del hombre, la cuadratura del círculo; etc. Todas estas nociones del número arrancan de su naturaleza, de su esencia nunca bien comprendida. El número es, ante todo, una forma, una figura geométrica, una intuición del espacio-tiempo. De hecho, el primer uno fue simplemente un punto imaginado en el espacio, una auténtica disrrupción en el vacío. El dos una línea nacida de la unión entre dos puntos; el tres, un triángulo, el cuatro un cuadrado, el cinco un pentágono; y así sucesivamente.
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Con el uno todavía no existen las dimensiones. Con el dos, la línea, surge la primera dimensión, con el tres, el mundo bidimensional; y con el ocho, el cubo, la tercera dimensión -aunque ésta ya está presente con el tetraedro, uno de los sólidos platónicos que surge de la intersección entre cuatro puntos, y viene formado por cuatro caras, por lo que puede considerársele un figura del cuatro.
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El pensamiento de Pitágoras, como todo obrar filosófico de la antigüedad, da cuenta del Opus de un Iniciado, de un hombre en conexión con lo divino. No era él, por cierto, un simple matemático, si por esto se entiende lo que la matemática ha llegado a ser en el presente. Es cierto que él trabajó con números y con formas geométricas, al igual que lo hicieron sus discípulos; pero la numérica de entonces, lo mismo que la geometría, tienen muy poco en común con lo que hoy se entiende por ambas disciplinas. La concepción del número pitagórico, aserto inicial del Opus de Pitágoras, y la misma noción asociada al término “matemática”, nos da ya una pista suficiente para penetrar en estos misterios. Los Pitágoricos, que a sí mismos se llamaban “matemáticos”, cultivaron una forma elevada del saber, una gnosis superlativa, a la que denominaron “Mathema”. Por esta entendían principal y privilegiadamente un tipo de conocimiento “superior”, “divino” y “revelado” cuya finalidad última era la “trascendencia”. Trascender, para los matemáticos (pitagóricos), era ir más allá en el orden de los mundos; el concepto propiamente tal era la metempsicosis, la transmigración del alma, con lo que queda de manifiesto que el interés de éstos, por los números, no tenía mucho que ver con hacer cálculos, o contar o descontar para la supervivencia. En el centro de la Mathema se hallaban los números, los “aritmos”, que para los matemáticos de Pitágoras tenían no sólo una dimensión cuantitativa, sino, y priviligiadamente, una dimensión cualitativa. Los números eran, antes que nada, cualidad. Así, el uno era la unidad, el dos, la división, el tres, la restitución, el retorno a la unidad, el cuatro, la materia, la manifestación, el cinco, el número del hombre, la cuadratura del círculo; etc. Todas estas nociones del número arrancan de su naturaleza, de su esencia nunca bien comprendida. El número es, ante todo, una forma, una figura geométrica, una intuición del espacio-tiempo. De hecho, el primer uno fue simplemente un punto imaginado en el espacio, una auténtica disrrupción en el vacío. El dos una línea nacida de la unión entre dos puntos; el tres, un triángulo, el cuatro un cuadrado, el cinco un pentágono; y así sucesivamente.
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Con el uno todavía no existen las dimensiones. Con el dos, la línea, surge la primera dimensión, con el tres, el mundo bidimensional; y con el ocho, el cubo, la tercera dimensión -aunque ésta ya está presente con el tetraedro, uno de los sólidos platónicos que surge de la intersección entre cuatro puntos, y viene formado por cuatro caras, por lo que puede considerársele un figura del cuatro.
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El pensamiento de Pitágoras, como todo obrar filosófico de la antigüedad, da cuenta del Opus de un Iniciado, de un hombre en conexión con lo divino. No era él, por cierto, un simple matemático, si por esto se entiende lo que la matemática ha llegado a ser en el presente. Es cierto que él trabajó con números y con formas geométricas, al igual que lo hicieron sus discípulos; pero la numérica de entonces, lo mismo que la geometría, tienen muy poco en común con lo que hoy se entiende por ambas disciplinas. La concepción del número pitagórico, aserto inicial del Opus de Pitágoras, y la misma noción asociada al término “matemática”, nos da ya una pista suficiente para penetrar en estos misterios. Los Pitágoricos, que a sí mismos se llamaban “matemáticos”, cultivaron una forma elevada del saber, una gnosis superlativa, a la que denominaron “Mathema”. Por esta entendían principal y privilegiadamente un tipo de conocimiento “superior”, “divino” y “revelado” cuya finalidad última era la “trascendencia”. Trascender, para los matemáticos (pitagóricos), era ir más allá en el orden de los mundos; el concepto propiamente tal era la metempsicosis, la transmigración del alma, con lo que queda de manifiesto que el interés de éstos, por los números, no tenía mucho que ver con hacer cálculos, o contar o descontar para la supervivencia. En el centro de la Mathema se hallaban los números, los “aritmos”, que para los matemáticos de Pitágoras tenían no sólo una dimensión cuantitativa, sino, y priviligiadamente, una dimensión cualitativa. Los números eran, antes que nada, cualidad. Así, el uno era la unidad, el dos, la división, el tres, la restitución, el retorno a la unidad, el cuatro, la materia, la manifestación, el cinco, el número del hombre, la cuadratura del círculo; etc. Todas estas nociones del número arrancan de su naturaleza, de su esencia nunca bien comprendida. El número es, ante todo, una forma, una figura geométrica, una intuición del espacio-tiempo. De hecho, el primer uno fue simplemente un punto imaginado en el espacio, una auténtica disrrupción en el vacío. El dos una línea nacida de la unión entre dos puntos; el tres, un triángulo, el cuatro un cuadrado, el cinco un pentágono; y así sucesivamente.
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El pensamiento de Pitágoras, como todo obrar filosófico de la antigüedad, da cuenta del Opus de un Iniciado, de un hombre en conexión con lo divino. No era él, por cierto, un simple matemático, si por esto se entiende lo que la matemática ha llegado a ser en el presente. Es cierto que él trabajó con números y con formas geométricas, al igual que lo hicieron sus discípulos; pero la numérica de entonces, lo mismo que la geometría, tienen muy poco en común con lo que hoy se entiende por ambas disciplinas. La concepción del número pitagórico, aserto inicial del Opus de Pitágoras, y la misma noción asociada al término “matemática”, nos da ya una pista suficiente para penetrar en estos misterios. Los Pitágoricos, que a sí mismos se llamaban “matemáticos”, cultivaron una forma elevada del saber, una gnosis superlativa, a la que denominaron “Mathema”. Por esta entendían principal y privilegiadamente un tipo de conocimiento “superior”, “divino” y “revelado” cuya finalidad última era la “trascendencia”. Trascender, para los matemáticos (pitagóricos), era ir más allá en el orden de los mundos; el concepto propiamente tal era la metempsicosis, la transmigración del alma, con lo que queda de manifiesto que el interés de éstos, por los números, no tenía mucho que ver con hacer cálculos, o contar o descontar para la supervivencia. En el centro de la Mathema se hallaban los números, los “aritmos”, que para los matemáticos de Pitágoras tenían no sólo una dimensión cuantitativa, sino, y priviligiadamente, una dimensión cualitativa. Los números eran, antes que nada, cualidad. Así, el uno era la unidad, el dos, la división, el tres, la restitución, el retorno a la unidad, el cuatro, la materia, la manifestación, el cinco, el número del hombre, la cuadratura del círculo; etc. Todas estas nociones del número arrancan de su naturaleza, de su esencia nunca bien comprendida. El número es, ante todo, una forma, una figura geométrica, una intuición del espacio-tiempo. De hecho, el primer uno fue simplemente un punto imaginado en el espacio, una auténtica disrrupción en el vacío. El dos una línea nacida de la unión entre dos puntos; el tres, un triángulo, el cuatro un cuadrado, el cinco un pentágono; y así sucesivamente.
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Con el uno todavía no existen las dimensiones. Con el dos, la línea, surge la primera dimensión, con el tres, el mundo bidimensional; y con el ocho, el cubo, la tercera dimensión -aunque ésta ya está presente con el tetraedro, uno de los sólidos platónicos que surge de la intersección entre cuatro puntos, y viene formado por cuatro caras, por lo que puede considerársele un figura del cuatro.
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Pitágoras
El pensamiento de Pitágoras, como todo obrar filosófico de la antigüedad, da cuenta del Opus de un Iniciado, de un hombre en conexión con lo divino. No era él, por cierto, un simple matemático, si por esto se entiende lo que la matemática ha llegado a ser en el presente. Es cierto que él trabajó con números y con formas geométricas, al igual que lo hicieron sus discípulos; pero la numérica de entonces, lo mismo que la geometría, tienen muy poco en común con lo que hoy se entiende por ambas disciplinas. La concepción del número pitagórico, aserto inicial del Opus de Pitágoras, y la misma noción asociada al término “matemática”, nos da ya una pista suficiente para penetrar en estos misterios. Los Pitágoricos, que a sí mismos se llamaban “matemáticos”, cultivaron una forma elevada del saber, una gnosis superlativa, a la que denominaron “Mathema”. Por esta entendían principal y privilegiadamente un tipo de conocimiento “superior”, “divino” y “revelado” cuya finalidad última era la “trascendencia”. Trascender, para los matemáticos (pitagóricos), era ir más allá en el orden de los mundos; el concepto propiamente tal era la metempsicosis, la transmigración del alma, con lo que queda de manifiesto que el interés de éstos, por los números, no tenía mucho que ver con hacer cálculos, o contar o descontar para la supervivencia. En el centro de la Mathema se hallaban los números, los “aritmos”, que para los matemáticos de Pitágoras tenían no sólo una dimensión cuantitativa, sino, y priviligiadamente, una dimensión cualitativa. Los números eran, antes que nada, cualidad. Así, el uno era la unidad, el dos, la división, el tres, la restitución, el retorno a la unidad, el cuatro, la materia, la manifestación, el cinco, el número del hombre, la cuadratura del círculo; etc. Todas estas nociones del número arrancan de su naturaleza, de su esencia nunca bien comprendida. El número es, ante todo, una forma, una figura geométrica, una intuición del espacio-tiempo. De hecho, el primer uno fue simplemente un punto imaginado en el espacio, una auténtica disrrupción en el vacío. El dos una línea nacida de la unión entre dos puntos; el tres, un triángulo, el cuatro un cuadrado, el cinco un pentágono; y así sucesivamente.
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Con el uno todavía no existen las dimensiones. Con el dos, la línea, surge la primera dimensión, con el tres, el mundo bidimensional; y con el ocho, el cubo, la tercera dimensión -aunque ésta ya está presente con el tetraedro, uno de los sólidos platónicos que surge de la intersección entre cuatro puntos, y viene formado por cuatro caras, por lo que puede considerársele un figura del cuatro.
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El pensamiento de Pitágoras, como todo obrar filosófico de la antigüedad, da cuenta del Opus de un Iniciado, de un hombre en conexión con lo divino. No era él, por cierto, un simple matemático, si por esto se entiende lo que la matemática ha llegado a ser en el presente. Es cierto que él trabajó con números y con formas geométricas, al igual que lo hicieron sus discípulos; pero la numérica de entonces, lo mismo que la geometría, tienen muy poco en común con lo que hoy se entiende por ambas disciplinas. La concepción del número pitagórico, aserto inicial del Opus de Pitágoras, y la misma noción asociada al término “matemática”, nos da ya una pista suficiente para penetrar en estos misterios. Los Pitágoricos, que a sí mismos se llamaban “matemáticos”, cultivaron una forma elevada del saber, una gnosis superlativa, a la que denominaron “Mathema”. Por esta entendían principal y privilegiadamente un tipo de conocimiento “superior”, “divino” y “revelado” cuya finalidad última era la “trascendencia”. Trascender, para los matemáticos (pitagóricos), era ir más allá en el orden de los mundos; el concepto propiamente tal era la metempsicosis, la transmigración del alma, con lo que queda de manifiesto que el interés de éstos, por los números, no tenía mucho que ver con hacer cálculos, o contar o descontar para la supervivencia. En el centro de la Mathema se hallaban los números, los “aritmos”, que para los matemáticos de Pitágoras tenían no sólo una dimensión cuantitativa, sino, y priviligiadamente, una dimensión cualitativa. Los números eran, antes que nada, cualidad. Así, el uno era la unidad, el dos, la división, el tres, la restitución, el retorno a la unidad, el cuatro, la materia, la manifestación, el cinco, el número del hombre, la cuadratura del círculo; etc. Todas estas nociones del número arrancan de su naturaleza, de su esencia nunca bien comprendida. El número es, ante todo, una forma, una figura geométrica, una intuición del espacio-tiempo. De hecho, el primer uno fue simplemente un punto imaginado en el espacio, una auténtica disrrupción en el vacío. El dos una línea nacida de la unión entre dos puntos; el tres, un triángulo, el cuatro un cuadrado, el cinco un pentágono; y así sucesivamente.
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Con el uno todavía no existen las dimensiones. Con el dos, la línea, surge la primera dimensión, con el tres, el mundo bidimensional; y con el ocho, el cubo, la tercera dimensión -aunque ésta ya está presente con el tetraedro, uno de los sólidos platónicos que surge de la intersección entre cuatro puntos, y viene formado por cuatro caras, por lo que puede considerársele un figura del cuatro.
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El pensamiento de Pitágoras, como todo obrar filosófico de la antigüedad, da cuenta del Opus de un Iniciado, de un hombre en conexión con lo divino. No era él, por cierto, un simple matemático, si por esto se entiende lo que la matemática ha llegado a ser en el presente. Es cierto que él trabajó con números y con formas geométricas, al igual que lo hicieron sus discípulos; pero la numérica de entonces, lo mismo que la geometría, tienen muy poco en común con lo que hoy se entiende por ambas disciplinas. La concepción del número pitagórico, aserto inicial del Opus de Pitágoras, y la misma noción asociada al término “matemática”, nos da ya una pista suficiente para penetrar en estos misterios. Los Pitágoricos, que a sí mismos se llamaban “matemáticos”, cultivaron una forma elevada del saber, una gnosis superlativa, a la que denominaron “Mathema”. Por esta entendían principal y privilegiadamente un tipo de conocimiento “superior”, “divino” y “revelado” cuya finalidad última era la “trascendencia”. Trascender, para los matemáticos (pitagóricos), era ir más allá en el orden de los mundos; el concepto propiamente tal era la metempsicosis, la transmigración del alma, con lo que queda de manifiesto que el interés de éstos, por los números, no tenía mucho que ver con hacer cálculos, o contar o descontar para la supervivencia. En el centro de la Mathema se hallaban los números, los “aritmos”, que para los matemáticos de Pitágoras tenían no sólo una dimensión cuantitativa, sino, y priviligiadamente, una dimensión cualitativa. Los números eran, antes que nada, cualidad. Así, el uno era la unidad, el dos, la división, el tres, la restitución, el retorno a la unidad, el cuatro, la materia, la manifestación, el cinco, el número del hombre, la cuadratura del círculo; etc. Todas estas nociones del número arrancan de su naturaleza, de su esencia nunca bien comprendida. El número es, ante todo, una forma, una figura geométrica, una intuición del espacio-tiempo. De hecho, el primer uno fue simplemente un punto imaginado en el espacio, una auténtica disrrupción en el vacío. El dos una línea nacida de la unión entre dos puntos; el tres, un triángulo, el cuatro un cuadrado, el cinco un pentágono; y así sucesivamente.
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Con el uno todavía no existen las dimensiones. Con el dos, la línea, surge la primera dimensión, con el tres, el mundo bidimensional; y con el ocho, el cubo, la tercera dimensión -aunque ésta ya está presente con el tetraedro, uno de los sólidos platónicos que surge de la intersección entre cuatro puntos, y viene formado por cuatro caras, por lo que puede considerársele un figura del cuatro.
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El pensamiento de Pitágoras, como todo obrar filosófico de la antigüedad, da cuenta del Opus de un Iniciado, de un hombre en conexión con lo divino. No era él, por cierto, un simple matemático, si por esto se entiende lo que la matemática ha llegado a ser en el presente. Es cierto que él trabajó con números y con formas geométricas, al igual que lo hicieron sus discípulos; pero la numérica de entonces, lo mismo que la geometría, tienen muy poco en común con lo que hoy se entiende por ambas disciplinas. La concepción del número pitagórico, aserto inicial del Opus de Pitágoras, y la misma noción asociada al término “matemática”, nos da ya una pista suficiente para penetrar en estos misterios. Los Pitágoricos, que a sí mismos se llamaban “matemáticos”, cultivaron una forma elevada del saber, una gnosis superlativa, a la que denominaron “Mathema”. Por esta entendían principal y privilegiadamente un tipo de conocimiento “superior”, “divino” y “revelado” cuya finalidad última era la “trascendencia”. Trascender, para los matemáticos (pitagóricos), era ir más allá en el orden de los mundos; el concepto propiamente tal era la metempsicosis, la transmigración del alma, con lo que queda de manifiesto que el interés de éstos, por los números, no tenía mucho que ver con hacer cálculos, o contar o descontar para la supervivencia. En el centro de la Mathema se hallaban los números, los “aritmos”, que para los matemáticos de Pitágoras tenían no sólo una dimensión cuantitativa, sino, y priviligiadamente, una dimensión cualitativa. Los números eran, antes que nada, cualidad. Así, el uno era la unidad, el dos, la división, el tres, la restitución, el retorno a la unidad, el cuatro, la materia, la manifestación, el cinco, el número del hombre, la cuadratura del círculo; etc. Todas estas nociones del número arrancan de su naturaleza, de su esencia nunca bien comprendida. El número es, ante todo, una forma, una figura geométrica, una intuición del espacio-tiempo. De hecho, el primer uno fue simplemente un punto imaginado en el espacio, una auténtica disrrupción en el vacío. El dos una línea nacida de la unión entre dos puntos; el tres, un triángulo, el cuatro un cuadrado, el cinco un pentágono; y así sucesivamente.
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Con el uno todavía no existen las dimensiones. Con el dos, la línea, surge la primera dimensión, con el tres, el mundo bidimensional; y con el ocho, el cubo, la tercera dimensión -aunque ésta ya está presente con el tetraedro, uno de los sólidos platónicos que surge de la intersección entre cuatro puntos, y viene formado por cuatro caras, por lo que puede considerársele un figura del cuatro.
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El pensamiento de Pitágoras, como todo obrar filosófico de la antigüedad, da cuenta del Opus de un Iniciado, de un hombre en conexión con lo divino. No era él, por cierto, un simple matemático, si por esto se entiende lo que la matemática ha llegado a ser en el presente. Es cierto que él trabajó con números y con formas geométricas, al igual que lo hicieron sus discípulos; pero la numérica de entonces, lo mismo que la geometría, tienen muy poco en común con lo que hoy se entiende por ambas disciplinas. La concepción del número pitagórico, aserto inicial del Opus de Pitágoras, y la misma noción asociada al término “matemática”, nos da ya una pista suficiente para penetrar en estos misterios. Los Pitágoricos, que a sí mismos se llamaban “matemáticos”, cultivaron una forma elevada del saber, una gnosis superlativa, a la que denominaron “Mathema”. Por esta entendían principal y privilegiadamente un tipo de conocimiento “superior”, “divino” y “revelado” cuya finalidad última era la “trascendencia”. Trascender, para los matemáticos (pitagóricos), era ir más allá en el orden de los mundos; el concepto propiamente tal era la metempsicosis, la transmigración del alma, con lo que queda de manifiesto que el interés de éstos, por los números, no tenía mucho que ver con hacer cálculos, o contar o descontar para la supervivencia. En el centro de la Mathema se hallaban los números, los “aritmos”, que para los matemáticos de Pitágoras tenían no sólo una dimensión cuantitativa, sino, y priviligiadamente, una dimensión cualitativa. Los números eran, antes que nada, cualidad. Así, el uno era la unidad, el dos, la división, el tres, la restitución, el retorno a la unidad, el cuatro, la materia, la manifestación, el cinco, el número del hombre, la cuadratura del círculo; etc. Todas estas nociones del número arrancan de su naturaleza, de su esencia nunca bien comprendida. El número es, ante todo, una forma, una figura geométrica, una intuición del espacio-tiempo. De hecho, el primer uno fue simplemente un punto imaginado en el espacio, una auténtica disrrupción en el vacío. El dos una línea nacida de la unión entre dos puntos; el tres, un triángulo, el cuatro un cuadrado, el cinco un pentágono; y así sucesivamente.
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Con el uno todavía no existen las dimensiones. Con el dos, la línea, surge la primera dimensión, con el tres, el mundo bidimensional; y con el ocho, el cubo, la tercera dimensión -aunque ésta ya está presente con el tetraedro, uno de los sólidos platónicos que surge de la intersección entre cuatro puntos, y viene formado por cuatro caras, por lo que puede considerársele un figura del cuatro.
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El pensamiento de Pitágoras, como todo obrar filosófico de la antigüedad, da cuenta del Opus de un Iniciado, de un hombre en conexión con lo divino. No era él, por cierto, un simple matemático, si por esto se entiende lo que la matemática ha llegado a ser en el presente. Es cierto que él trabajó con números y con formas geométricas, al igual que lo hicieron sus discípulos; pero la numérica de entonces, lo mismo que la geometría, tienen muy poco en común con lo que hoy se entiende por ambas disciplinas. La concepción del número pitagórico, aserto inicial del Opus de Pitágoras, y la misma noción asociada al término “matemática”, nos da ya una pista suficiente para penetrar en estos misterios. Los Pitágoricos, que a sí mismos se llamaban “matemáticos”, cultivaron una forma elevada del saber, una gnosis superlativa, a la que denominaron “Mathema”. Por esta entendían principal y privilegiadamente un tipo de conocimiento “superior”, “divino” y “revelado” cuya finalidad última era la “trascendencia”. Trascender, para los matemáticos (pitagóricos), era ir más allá en el orden de los mundos; el concepto propiamente tal era la metempsicosis, la transmigración del alma, con lo que queda de manifiesto que el interés de éstos, por los números, no tenía mucho que ver con hacer cálculos, o contar o descontar para la supervivencia. En el centro de la Mathema se hallaban los números, los “aritmos”, que para los matemáticos de Pitágoras tenían no sólo una dimensión cuantitativa, sino, y priviligiadamente, una dimensión cualitativa. Los números eran, antes que nada, cualidad. Así, el uno era la unidad, el dos, la división, el tres, la restitución, el retorno a la unidad, el cuatro, la materia, la manifestación, el cinco, el número del hombre, la cuadratura del círculo; etc. Todas estas nociones del número arrancan de su naturaleza, de su esencia nunca bien comprendida. El número es, ante todo, una forma, una figura geométrica, una intuición del espacio-tiempo. De hecho, el primer uno fue simplemente un punto imaginado en el espacio, una auténtica disrrupción en el vacío. El dos una línea nacida de la unión entre dos puntos; el tres, un triángulo, el cuatro un cuadrado, el cinco un pentágono; y así sucesivamente.
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Con el uno todavía no existen las dimensiones. Con el dos, la línea, surge la primera dimensión, con el tres, el mundo bidimensional; y con el ocho, el cubo, la tercera dimensión -aunque ésta ya está presente con el tetraedro, uno de los sólidos platónicos que surge de la intersección entre cuatro puntos, y viene formado por cuatro caras, por lo que puede considerársele un figura del cuatro.
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El pensamiento de Pitágoras, como todo obrar filosófico de la antigüedad, da cuenta del Opus de un Iniciado, de un hombre en conexión con lo divino. No era él, por cierto, un simple matemático, si por esto se entiende lo que la matemática ha llegado a ser en el presente. Es cierto que él trabajó con números y con formas geométricas, al igual que lo hicieron sus discípulos; pero la numérica de entonces, lo mismo que la geometría, tienen muy poco en común con lo que hoy se entiende por ambas disciplinas. La concepción del número pitagórico, aserto inicial del Opus de Pitágoras, y la misma noción asociada al término “matemática”, nos da ya una pista suficiente para penetrar en estos misterios. Los Pitágoricos, que a sí mismos se llamaban “matemáticos”, cultivaron una forma elevada del saber, una gnosis superlativa, a la que denominaron “Mathema”. Por esta entendían principal y privilegiadamente un tipo de conocimiento “superior”, “divino” y “revelado” cuya finalidad última era la “trascendencia”. Trascender, para los matemáticos (pitagóricos), era ir más allá en el orden de los mundos; el concepto propiamente tal era la metempsicosis, la transmigración del alma, con lo que queda de manifiesto que el interés de éstos, por los números, no tenía mucho que ver con hacer cálculos, o contar o descontar para la supervivencia. En el centro de la Mathema se hallaban los números, los “aritmos”, que para los matemáticos de Pitágoras tenían no sólo una dimensión cuantitativa, sino, y priviligiadamente, una dimensión cualitativa. Los números eran, antes que nada, cualidad. Así, el uno era la unidad, el dos, la división, el tres, la restitución, el retorno a la unidad, el cuatro, la materia, la manifestación, el cinco, el número del hombre, la cuadratura del círculo; etc. Todas estas nociones del número arrancan de su naturaleza, de su esencia nunca bien comprendida. El número es, ante todo, una forma, una figura geométrica, una intuición del espacio-tiempo. De hecho, el primer uno fue simplemente un punto imaginado en el espacio, una auténtica disrrupción en el vacío. El dos una línea nacida de la unión entre dos puntos; el tres, un triángulo, el cuatro un cuadrado, el cinco un pentágono; y así sucesivamente.
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Con el uno todavía no existen las dimensiones. Con el dos, la línea, surge la primera dimensión, con el tres, el mundo bidimensional; y con el ocho, el cubo, la tercera dimensión -aunque ésta ya está presente con el tetraedro, uno de los sólidos platónicos que surge de la intersección entre cuatro puntos, y viene formado por cuatro caras, por lo que puede considerársele un figura del cuatro.
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El pensamiento de Pitágoras, como todo obrar filosófico de la antigüedad, da cuenta del Opus de un Iniciado, de un hombre en conexión con lo divino. No era él, por cierto, un simple matemático, si por esto se entiende lo que la matemática ha llegado a ser en el presente. Es cierto que él trabajó con números y con formas geométricas, al igual que lo hicieron sus discípulos; pero la numérica de entonces, lo mismo que la geometría, tienen muy poco en común con lo que hoy se entiende por ambas disciplinas. La concepción del número pitagórico, aserto inicial del Opus de Pitágoras, y la misma noción asociada al término “matemática”, nos da ya una pista suficiente para penetrar en estos misterios. Los Pitágoricos, que a sí mismos se llamaban “matemáticos”, cultivaron una forma elevada del saber, una gnosis superlativa, a la que denominaron “Mathema”. Por esta entendían principal y privilegiadamente un tipo de conocimiento “superior”, “divino” y “revelado” cuya finalidad última era la “trascendencia”. Trascender, para los matemáticos (pitagóricos), era ir más allá en el orden de los mundos; el concepto propiamente tal era la metempsicosis, la transmigración del alma, con lo que queda de manifiesto que el interés de éstos, por los números, no tenía mucho que ver con hacer cálculos, o contar o descontar para la supervivencia. En el centro de la Mathema se hallaban los números, los “aritmos”, que para los matemáticos de Pitágoras tenían no sólo una dimensión cuantitativa, sino, y priviligiadamente, una dimensión cualitativa. Los números eran, antes que nada, cualidad. Así, el uno era la unidad, el dos, la división, el tres, la restitución, el retorno a la unidad, el cuatro, la materia, la manifestación, el cinco, el número del hombre, la cuadratura del círculo; etc. Todas estas nociones del número arrancan de su naturaleza, de su esencia nunca bien comprendida. El número es, ante todo, una forma, una figura geométrica, una intuición del espacio-tiempo. De hecho, el primer uno fue simplemente un punto imaginado en el espacio, una auténtica disrrupción en el vacío. El dos una línea nacida de la unión entre dos puntos; el tres, un triángulo, el cuatro un cuadrado, el cinco un pentágono; y así sucesivamente.
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Con el uno todavía no existen las dimensiones. Con el dos, la línea, surge la primera dimensión, con el tres, el mundo bidimensional; y con el ocho, el cubo, la tercera dimensión -aunque ésta ya está presente con el tetraedro, uno de los sólidos platónicos que surge de la intersección entre cuatro puntos, y viene formado por cuatro caras, por lo que puede considerársele un figura del cuatro.
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El pensamiento de Pitágoras, como todo obrar filosófico de la antigüedad, da cuenta del Opus de un Iniciado, de un hombre en conexión con lo divino. No era él, por cierto, un simple matemático, si por esto se entiende lo que la matemática ha llegado a ser en el presente. Es cierto que él trabajó con números y con formas geométricas, al igual que lo hicieron sus discípulos; pero la numérica de entonces, lo mismo que la geometría, tienen muy poco en común con lo que hoy se entiende por ambas disciplinas. La concepción del número pitagórico, aserto inicial del Opus de Pitágoras, y la misma noción asociada al término “matemática”, nos da ya una pista suficiente para penetrar en estos misterios. Los Pitágoricos, que a sí mismos se llamaban “matemáticos”, cultivaron una forma elevada del saber, una gnosis superlativa, a la que denominaron “Mathema”. Por esta entendían principal y privilegiadamente un tipo de conocimiento “superior”, “divino” y “revelado” cuya finalidad última era la “trascendencia”. Trascender, para los matemáticos (pitagóricos), era ir más allá en el orden de los mundos; el concepto propiamente tal era la metempsicosis, la transmigración del alma, con lo que queda de manifiesto que el interés de éstos, por los números, no tenía mucho que ver con hacer cálculos, o contar o descontar para la supervivencia. En el centro de la Mathema se hallaban los números, los “aritmos”, que para los matemáticos de Pitágoras tenían no sólo una dimensión cuantitativa, sino, y priviligiadamente, una dimensión cualitativa. Los números eran, antes que nada, cualidad. Así, el uno era la unidad, el dos, la división, el tres, la restitución, el retorno a la unidad, el cuatro, la materia, la manifestación, el cinco, el número del hombre, la cuadratura del círculo; etc. Todas estas nociones del número arrancan de su naturaleza, de su esencia nunca bien comprendida. El número es, ante todo, una forma, una figura geométrica, una intuición del espacio-tiempo. De hecho, el primer uno fue simplemente un punto imaginado en el espacio, una auténtica disrrupción en el vacío. El dos una línea nacida de la unión entre dos puntos; el tres, un triángulo, el cuatro un cuadrado, el cinco un pentágono; y así sucesivamente.
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Con el uno todavía no existen las dimensiones. Con el dos, la línea, surge la primera dimensión, con el tres, el mundo bidimensional; y con el ocho, el cubo, la tercera dimensión -aunque ésta ya está presente con el tetraedro, uno de los sólidos platónicos que surge de la intersección entre cuatro puntos, y viene formado por cuatro caras, por lo que puede considerársele un figura del cuatro.
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El pensamiento de Pitágoras, como todo obrar filosófico de la antigüedad, da cuenta del Opus de un Iniciado, de un hombre en conexión con lo divino. No era él, por cierto, un simple matemático, si por esto se entiende lo que la matemática ha llegado a ser en el presente. Es cierto que él trabajó con números y con formas geométricas, al igual que lo hicieron sus discípulos; pero la numérica de entonces, lo mismo que la geometría, tienen muy poco en común con lo que hoy se entiende por ambas disciplinas. La concepción del número pitagórico, aserto inicial del Opus de Pitágoras, y la misma noción asociada al término “matemática”, nos da ya una pista suficiente para penetrar en estos misterios. Los Pitágoricos, que a sí mismos se llamaban “matemáticos”, cultivaron una forma elevada del saber, una gnosis superlativa, a la que denominaron “Mathema”. Por esta entendían principal y privilegiadamente un tipo de conocimiento “superior”, “divino” y “revelado” cuya finalidad última era la “trascendencia”. Trascender, para los matemáticos (pitagóricos), era ir más allá en el orden de los mundos; el concepto propiamente tal era la metempsicosis, la transmigración del alma, con lo que queda de manifiesto que el interés de éstos, por los números, no tenía mucho que ver con hacer cálculos, o contar o descontar para la supervivencia. En el centro de la Mathema se hallaban los números, los “aritmos”, que para los matemáticos de Pitágoras tenían no sólo una dimensión cuantitativa, sino, y priviligiadamente, una dimensión cualitativa. Los números eran, antes que nada, cualidad. Así, el uno era la unidad, el dos, la división, el tres, la restitución, el retorno a la unidad, el cuatro, la materia, la manifestación, el cinco, el número del hombre, la cuadratura del círculo; etc. Todas estas nociones del número arrancan de su naturaleza, de su esencia nunca bien comprendida. El número es, ante todo, una forma, una figura geométrica, una intuición del espacio-tiempo. De hecho, el primer uno fue simplemente un punto imaginado en el espacio, una auténtica disrrupción en el vacío. El dos una línea nacida de la unión entre dos puntos; el tres, un triángulo, el cuatro un cuadrado, el cinco un pentágono; y así sucesivamente.
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Con el uno todavía no existen las dimensiones. Con el dos, la línea, surge la primera dimensión, con el tres, el mundo bidimensional; y con el ocho, el cubo, la tercera dimensión -aunque ésta ya está presente con el tetraedro, uno de los sólidos platónicos que surge de la intersección entre cuatro puntos, y viene formado por cuatro caras, por lo que puede considerársele un figura del cuatro.
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El pensamiento de Pitágoras, como todo obrar filosófico de la antigüedad, da cuenta del Opus de un Iniciado, de un hombre en conexión con lo divino. No era él, por cierto, un simple matemático, si por esto se entiende lo que la matemática ha llegado a ser en el presente. Es cierto que él trabajó con números y con formas geométricas, al igual que lo hicieron sus discípulos; pero la numérica de entonces, lo mismo que la geometría, tienen muy poco en común con lo que hoy se entiende por ambas disciplinas. La concepción del número pitagórico, aserto inicial del Opus de Pitágoras, y la misma noción asociada al término “matemática”, nos da ya una pista suficiente para penetrar en estos misterios. Los Pitágoricos, que a sí mismos se llamaban “matemáticos”, cultivaron una forma elevada del saber, una gnosis superlativa, a la que denominaron “Mathema”. Por esta entendían principal y privilegiadamente un tipo de conocimiento “superior”, “divino” y “revelado” cuya finalidad última era la “trascendencia”. Trascender, para los matemáticos (pitagóricos), era ir más allá en el orden de los mundos; el concepto propiamente tal era la metempsicosis, la transmigración del alma, con lo que queda de manifiesto que el interés de éstos, por los números, no tenía mucho que ver con hacer cálculos, o contar o descontar para la supervivencia. En el centro de la Mathema se hallaban los números, los “aritmos”, que para los matemáticos de Pitágoras tenían no sólo una dimensión cuantitativa, sino, y priviligiadamente, una dimensión cualitativa. Los números eran, antes que nada, cualidad. Así, el uno era la unidad, el dos, la división, el tres, la restitución, el retorno a la unidad, el cuatro, la materia, la manifestación, el cinco, el número del hombre, la cuadratura del círculo; etc. Todas estas nociones del número arrancan de su naturaleza, de su esencia nunca bien comprendida. El número es, ante todo, una forma, una figura geométrica, una intuición del espacio-tiempo. De hecho, el primer uno fue simplemente un punto imaginado en el espacio, una auténtica disrrupción en el vacío. El dos una línea nacida de la unión entre dos puntos; el tres, un triángulo, el cuatro un cuadrado, el cinco un pentágono; y así sucesivamente.
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El pensamiento de Pitágoras, como todo obrar filosófico de la antigüedad, da cuenta del Opus de un Iniciado, de un hombre en conexión con lo divino. No era él, por cierto, un simple matemático, si por esto se entiende lo que la matemática ha llegado a ser en el presente. Es cierto que él trabajó con números y con formas geométricas, al igual que lo hicieron sus discípulos; pero la numérica de entonces, lo mismo que la geometría, tienen muy poco en común con lo que hoy se entiende por ambas disciplinas. La concepción del número pitagórico, aserto inicial del Opus de Pitágoras, y la misma noción asociada al término “matemática”, nos da ya una pista suficiente para penetrar en estos misterios. Los Pitágoricos, que a sí mismos se llamaban “matemáticos”, cultivaron una forma elevada del saber, una gnosis superlativa, a la que denominaron “Mathema”. Por esta entendían principal y privilegiadamente un tipo de conocimiento “superior”, “divino” y “revelado” cuya finalidad última era la “trascendencia”. Trascender, para los matemáticos (pitagóricos), era ir más allá en el orden de los mundos; el concepto propiamente tal era la metempsicosis, la transmigración del alma, con lo que queda de manifiesto que el interés de éstos, por los números, no tenía mucho que ver con hacer cálculos, o contar o descontar para la supervivencia. En el centro de la Mathema se hallaban los números, los “aritmos”, que para los matemáticos de Pitágoras tenían no sólo una dimensión cuantitativa, sino, y priviligiadamente, una dimensión cualitativa. Los números eran, antes que nada, cualidad. Así, el uno era la unidad, el dos, la división, el tres, la restitución, el retorno a la unidad, el cuatro, la materia, la manifestación, el cinco, el número del hombre, la cuadratura del círculo; etc. Todas estas nociones del número arrancan de su naturaleza, de su esencia nunca bien comprendida. El número es, ante todo, una forma, una figura geométrica, una intuición del espacio-tiempo. De hecho, el primer uno fue simplemente un punto imaginado en el espacio, una auténtica disrrupción en el vacío. El dos una línea nacida de la unión entre dos puntos; el tres, un triángulo, el cuatro un cuadrado, el cinco un pentágono; y así sucesivamente.
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Con el uno todavía no existen las dimensiones. Con el dos, la línea, surge la primera dimensión, con el tres, el mundo bidimensional; y con el ocho, el cubo, la tercera dimensión -aunque ésta ya está presente con el tetraedro, uno de los sólidos platónicos que surge de la intersección entre cuatro puntos, y viene formado por cuatro caras, por lo que puede considerársele un figura del cuatro.
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Pitágoras
El pensamiento de Pitágoras, como todo obrar filosófico de la antigüedad, da cuenta del Opus de un Iniciado, de un hombre en conexión con lo divino. No era él, por cierto, un simple matemático, si por esto se entiende lo que la matemática ha llegado a ser en el presente. Es cierto que él trabajó con números y con formas geométricas, al igual que lo hicieron sus discípulos; pero la numérica de entonces, lo mismo que la geometría, tienen muy poco en común con lo que hoy se entiende por ambas disciplinas. La concepción del número pitagórico, aserto inicial del Opus de Pitágoras, y la misma noción asociada al término “matemática”, nos da ya una pista suficiente para penetrar en estos misterios. Los Pitágoricos, que a sí mismos se llamaban “matemáticos”, cultivaron una forma elevada del saber, una gnosis superlativa, a la que denominaron “Mathema”. Por esta entendían principal y privilegiadamente un tipo de conocimiento “superior”, “divino” y “revelado” cuya finalidad última era la “trascendencia”. Trascender, para los matemáticos (pitagóricos), era ir más allá en el orden de los mundos; el concepto propiamente tal era la metempsicosis, la transmigración del alma, con lo que queda de manifiesto que el interés de éstos, por los números, no tenía mucho que ver con hacer cálculos, o contar o descontar para la supervivencia. En el centro de la Mathema se hallaban los números, los “aritmos”, que para los matemáticos de Pitágoras tenían no sólo una dimensión cuantitativa, sino, y priviligiadamente, una dimensión cualitativa. Los números eran, antes que nada, cualidad. Así, el uno era la unidad, el dos, la división, el tres, la restitución, el retorno a la unidad, el cuatro, la materia, la manifestación, el cinco, el número del hombre, la cuadratura del círculo; etc. Todas estas nociones del número arrancan de su naturaleza, de su esencia nunca bien comprendida. El número es, ante todo, una forma, una figura geométrica, una intuición del espacio-tiempo. De hecho, el primer uno fue simplemente un punto imaginado en el espacio, una auténtica disrrupción en el vacío. El dos una línea nacida de la unión entre dos puntos; el tres, un triángulo, el cuatro un cuadrado, el cinco un pentágono; y así sucesivamente.
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Con el uno todavía no existen las dimensiones. Con el dos, la línea, surge la primera dimensión, con el tres, el mundo bidimensional; y con el ocho, el cubo, la tercera dimensión -aunque ésta ya está presente con el tetraedro, uno de los sólidos platónicos que surge de la intersección entre cuatro puntos, y viene formado por cuatro caras, por lo que puede considerársele un figura del cuatro.
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El pensamiento de Pitágoras, como todo obrar filosófico de la antigüedad, da cuenta del Opus de un Iniciado, de un hombre en conexión con lo divino. No era él, por cierto, un simple matemático, si por esto se entiende lo que la matemática ha llegado a ser en el presente. Es cierto que él trabajó con números y con formas geométricas, al igual que lo hicieron sus discípulos; pero la numérica de entonces, lo mismo que la geometría, tienen muy poco en común con lo que hoy se entiende por ambas disciplinas. La concepción del número pitagórico, aserto inicial del Opus de Pitágoras, y la misma noción asociada al término “matemática”, nos da ya una pista suficiente para penetrar en estos misterios. Los Pitágoricos, que a sí mismos se llamaban “matemáticos”, cultivaron una forma elevada del saber, una gnosis superlativa, a la que denominaron “Mathema”. Por esta entendían principal y privilegiadamente un tipo de conocimiento “superior”, “divino” y “revelado” cuya finalidad última era la “trascendencia”. Trascender, para los matemáticos (pitagóricos), era ir más allá en el orden de los mundos; el concepto propiamente tal era la metempsicosis, la transmigración del alma, con lo que queda de manifiesto que el interés de éstos, por los números, no tenía mucho que ver con hacer cálculos, o contar o descontar para la supervivencia. En el centro de la Mathema se hallaban los números, los “aritmos”, que para los matemáticos de Pitágoras tenían no sólo una dimensión cuantitativa, sino, y priviligiadamente, una dimensión cualitativa. Los números eran, antes que nada, cualidad. Así, el uno era la unidad, el dos, la división, el tres, la restitución, el retorno a la unidad, el cuatro, la materia, la manifestación, el cinco, el número del hombre, la cuadratura del círculo; etc. Todas estas nociones del número arrancan de su naturaleza, de su esencia nunca bien comprendida. El número es, ante todo, una forma, una figura geométrica, una intuición del espacio-tiempo. De hecho, el primer uno fue simplemente un punto imaginado en el espacio, una auténtica disrrupción en el vacío. El dos una línea nacida de la unión entre dos puntos; el tres, un triángulo, el cuatro un cuadrado, el cinco un pentágono; y así sucesivamente.
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Con el uno todavía no existen las dimensiones. Con el dos, la línea, surge la primera dimensión, con el tres, el mundo bidimensional; y con el ocho, el cubo, la tercera dimensión -aunque ésta ya está presente con el tetraedro, uno de los sólidos platónicos que surge de la intersección entre cuatro puntos, y viene formado por cuatro caras, por lo que puede considerársele un figura del cuatro.
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El pensamiento de Pitágoras, como todo obrar filosófico de la antigüedad, da cuenta del Opus de un Iniciado, de un hombre en conexión con lo divino. No era él, por cierto, un simple matemático, si por esto se entiende lo que la matemática ha llegado a ser en el presente. Es cierto que él trabajó con números y con formas geométricas, al igual que lo hicieron sus discípulos; pero la numérica de entonces, lo mismo que la geometría, tienen muy poco en común con lo que hoy se entiende por ambas disciplinas. La concepción del número pitagórico, aserto inicial del Opus de Pitágoras, y la misma noción asociada al término “matemática”, nos da ya una pista suficiente para penetrar en estos misterios. Los Pitágoricos, que a sí mismos se llamaban “matemáticos”, cultivaron una forma elevada del saber, una gnosis superlativa, a la que denominaron “Mathema”. Por esta entendían principal y privilegiadamente un tipo de conocimiento “superior”, “divino” y “revelado” cuya finalidad última era la “trascendencia”. Trascender, para los matemáticos (pitagóricos), era ir más allá en el orden de los mundos; el concepto propiamente tal era la metempsicosis, la transmigración del alma, con lo que queda de manifiesto que el interés de éstos, por los números, no tenía mucho que ver con hacer cálculos, o contar o descontar para la supervivencia. En el centro de la Mathema se hallaban los números, los “aritmos”, que para los matemáticos de Pitágoras tenían no sólo una dimensión cuantitativa, sino, y priviligiadamente, una dimensión cualitativa. Los números eran, antes que nada, cualidad. Así, el uno era la unidad, el dos, la división, el tres, la restitución, el retorno a la unidad, el cuatro, la materia, la manifestación, el cinco, el número del hombre, la cuadratura del círculo; etc. Todas estas nociones del número arrancan de su naturaleza, de su esencia nunca bien comprendida. El número es, ante todo, una forma, una figura geométrica, una intuición del espacio-tiempo. De hecho, el primer uno fue simplemente un punto imaginado en el espacio, una auténtica disrrupción en el vacío. El dos una línea nacida de la unión entre dos puntos; el tres, un triángulo, el cuatro un cuadrado, el cinco un pentágono; y así sucesivamente.
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Con el uno todavía no existen las dimensiones. Con el dos, la línea, surge la primera dimensión, con el tres, el mundo bidimensional; y con el ocho, el cubo, la tercera dimensión -aunque ésta ya está presente con el tetraedro, uno de los sólidos platónicos que surge de la intersección entre cuatro puntos, y viene formado por cuatro caras, por lo que puede considerársele un figura del cuatro.
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El pensamiento de Pitágoras, como todo obrar filosófico de la antigüedad, da cuenta del Opus de un Iniciado, de un hombre en conexión con lo divino. No era él, por cierto, un simple matemático, si por esto se entiende lo que la matemática ha llegado a ser en el presente. Es cierto que él trabajó con números y con formas geométricas, al igual que lo hicieron sus discípulos; pero la numérica de entonces, lo mismo que la geometría, tienen muy poco en común con lo que hoy se entiende por ambas disciplinas. La concepción del número pitagórico, aserto inicial del Opus de Pitágoras, y la misma noción asociada al término “matemática”, nos da ya una pista suficiente para penetrar en estos misterios. Los Pitágoricos, que a sí mismos se llamaban “matemáticos”, cultivaron una forma elevada del saber, una gnosis superlativa, a la que denominaron “Mathema”. Por esta entendían principal y privilegiadamente un tipo de conocimiento “superior”, “divino” y “revelado” cuya finalidad última era la “trascendencia”. Trascender, para los matemáticos (pitagóricos), era ir más allá en el orden de los mundos; el concepto propiamente tal era la metempsicosis, la transmigración del alma, con lo que queda de manifiesto que el interés de éstos, por los números, no tenía mucho que ver con hacer cálculos, o contar o descontar para la supervivencia. En el centro de la Mathema se hallaban los números, los “aritmos”, que para los matemáticos de Pitágoras tenían no sólo una dimensión cuantitativa, sino, y priviligiadamente, una dimensión cualitativa. Los números eran, antes que nada, cualidad. Así, el uno era la unidad, el dos, la división, el tres, la restitución, el retorno a la unidad, el cuatro, la materia, la manifestación, el cinco, el número del hombre, la cuadratura del círculo; etc. Todas estas nociones del número arrancan de su naturaleza, de su esencia nunca bien comprendida. El número es, ante todo, una forma, una figura geométrica, una intuición del espacio-tiempo. De hecho, el primer uno fue simplemente un punto imaginado en el espacio, una auténtica disrrupción en el vacío. El dos una línea nacida de la unión entre dos puntos; el tres, un triángulo, el cuatro un cuadrado, el cinco un pentágono; y así sucesivamente.
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Con el uno todavía no existen las dimensiones. Con el dos, la línea, surge la primera dimensión, con el tres, el mundo bidimensional; y con el ocho, el cubo, la tercera dimensión -aunque ésta ya está presente con el tetraedro, uno de los sólidos platónicos que surge de la intersección entre cuatro puntos, y viene formado por cuatro caras, por lo que puede considerársele un figura del cuatro.
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El pensamiento de Pitágoras, como todo obrar filosófico de la antigüedad, da cuenta del Opus de un Iniciado, de un hombre en conexión con lo divino. No era él, por cierto, un simple matemático, si por esto se entiende lo que la matemática ha llegado a ser en el presente. Es cierto que él trabajó con números y con formas geométricas, al igual que lo hicieron sus discípulos; pero la numérica de entonces, lo mismo que la geometría, tienen muy poco en común con lo que hoy se entiende por ambas disciplinas. La concepción del número pitagórico, aserto inicial del Opus de Pitágoras, y la misma noción asociada al término “matemática”, nos da ya una pista suficiente para penetrar en estos misterios. Los Pitágoricos, que a sí mismos se llamaban “matemáticos”, cultivaron una forma elevada del saber, una gnosis superlativa, a la que denominaron “Mathema”. Por esta entendían principal y privilegiadamente un tipo de conocimiento “superior”, “divino” y “revelado” cuya finalidad última era la “trascendencia”. Trascender, para los matemáticos (pitagóricos), era ir más allá en el orden de los mundos; el concepto propiamente tal era la metempsicosis, la transmigración del alma, con lo que queda de manifiesto que el interés de éstos, por los números, no tenía mucho que ver con hacer cálculos, o contar o descontar para la supervivencia. En el centro de la Mathema se hallaban los números, los “aritmos”, que para los matemáticos de Pitágoras tenían no sólo una dimensión cuantitativa, sino, y priviligiadamente, una dimensión cualitativa. Los números eran, antes que nada, cualidad. Así, el uno era la unidad, el dos, la división, el tres, la restitución, el retorno a la unidad, el cuatro, la materia, la manifestación, el cinco, el número del hombre, la cuadratura del círculo; etc. Todas estas nociones del número arrancan de su naturaleza, de su esencia nunca bien comprendida. El número es, ante todo, una forma, una figura geométrica, una intuición del espacio-tiempo. De hecho, el primer uno fue simplemente un punto imaginado en el espacio, una auténtica disrrupción en el vacío. El dos una línea nacida de la unión entre dos puntos; el tres, un triángulo, el cuatro un cuadrado, el cinco un pentágono; y así sucesivamente.
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Con el uno todavía no existen las dimensiones. Con el dos, la línea, surge la primera dimensión, con el tres, el mundo bidimensional; y con el ocho, el cubo, la tercera dimensión -aunque ésta ya está presente con el tetraedro, uno de los sólidos platónicos que surge de la intersección entre cuatro puntos, y viene formado por cuatro caras, por lo que puede considerársele un figura del cuatro.
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El pensamiento de Pitágoras, como todo obrar filosófico de la antigüedad, da cuenta del Opus de un Iniciado, de un hombre en conexión con lo divino. No era él, por cierto, un simple matemático, si por esto se entiende lo que la matemática ha llegado a ser en el presente. Es cierto que él trabajó con números y con formas geométricas, al igual que lo hicieron sus discípulos; pero la numérica de entonces, lo mismo que la geometría, tienen muy poco en común con lo que hoy se entiende por ambas disciplinas. La concepción del número pitagórico, aserto inicial del Opus de Pitágoras, y la misma noción asociada al término “matemática”, nos da ya una pista suficiente para penetrar en estos misterios. Los Pitágoricos, que a sí mismos se llamaban “matemáticos”, cultivaron una forma elevada del saber, una gnosis superlativa, a la que denominaron “Mathema”. Por esta entendían principal y privilegiadamente un tipo de conocimiento “superior”, “divino” y “revelado” cuya finalidad última era la “trascendencia”. Trascender, para los matemáticos (pitagóricos), era ir más allá en el orden de los mundos; el concepto propiamente tal era la metempsicosis, la transmigración del alma, con lo que queda de manifiesto que el interés de éstos, por los números, no tenía mucho que ver con hacer cálculos, o contar o descontar para la supervivencia. En el centro de la Mathema se hallaban los números, los “aritmos”, que para los matemáticos de Pitágoras tenían no sólo una dimensión cuantitativa, sino, y priviligiadamente, una dimensión cualitativa. Los números eran, antes que nada, cualidad. Así, el uno era la unidad, el dos, la división, el tres, la restitución, el retorno a la unidad, el cuatro, la materia, la manifestación, el cinco, el número del hombre, la cuadratura del círculo; etc. Todas estas nociones del número arrancan de su naturaleza, de su esencia nunca bien comprendida. El número es, ante todo, una forma, una figura geométrica, una intuición del espacio-tiempo. De hecho, el primer uno fue simplemente un punto imaginado en el espacio, una auténtica disrrupción en el vacío. El dos una línea nacida de la unión entre dos puntos; el tres, un triángulo, el cuatro un cuadrado, el cinco un pentágono; y así sucesivamente.
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Con el uno todavía no existen las dimensiones. Con el dos, la línea, surge la primera dimensión, con el tres, el mundo bidimensional; y con el ocho, el cubo, la tercera dimensión -aunque ésta ya está presente con el tetraedro, uno de los sólidos platónicos que surge de la intersección entre cuatro puntos, y viene formado por cuatro caras, por lo que puede considerársele un figura del cuatro.
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El pensamiento de Pitágoras, como todo obrar filosófico de la antigüedad, da cuenta del Opus de un Iniciado, de un hombre en conexión con lo divino. No era él, por cierto, un simple matemático, si por esto se entiende lo que la matemática ha llegado a ser en el presente. Es cierto que él trabajó con números y con formas geométricas, al igual que lo hicieron sus discípulos; pero la numérica de entonces, lo mismo que la geometría, tienen muy poco en común con lo que hoy se entiende por ambas disciplinas. La concepción del número pitagórico, aserto inicial del Opus de Pitágoras, y la misma noción asociada al término “matemática”, nos da ya una pista suficiente para penetrar en estos misterios. Los Pitágoricos, que a sí mismos se llamaban “matemáticos”, cultivaron una forma elevada del saber, una gnosis superlativa, a la que denominaron “Mathema”. Por esta entendían principal y privilegiadamente un tipo de conocimiento “superior”, “divino” y “revelado” cuya finalidad última era la “trascendencia”. Trascender, para los matemáticos (pitagóricos), era ir más allá en el orden de los mundos; el concepto propiamente tal era la metempsicosis, la transmigración del alma, con lo que queda de manifiesto que el interés de éstos, por los números, no tenía mucho que ver con hacer cálculos, o contar o descontar para la supervivencia. En el centro de la Mathema se hallaban los números, los “aritmos”, que para los matemáticos de Pitágoras tenían no sólo una dimensión cuantitativa, sino, y priviligiadamente, una dimensión cualitativa. Los números eran, antes que nada, cualidad. Así, el uno era la unidad, el dos, la división, el tres, la restitución, el retorno a la unidad, el cuatro, la materia, la manifestación, el cinco, el número del hombre, la cuadratura del círculo; etc. Todas estas nociones del número arrancan de su naturaleza, de su esencia nunca bien comprendida. El número es, ante todo, una forma, una figura geométrica, una intuición del espacio-tiempo. De hecho, el primer uno fue simplemente un punto imaginado en el espacio, una auténtica disrrupción en el vacío. El dos una línea nacida de la unión entre dos puntos; el tres, un triángulo, el cuatro un cuadrado, el cinco un pentágono; y así sucesivamente.
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Con el uno todavía no existen las dimensiones. Con el dos, la línea, surge la primera dimensión, con el tres, el mundo bidimensional; y con el ocho, el cubo, la tercera dimensión -aunque ésta ya está presente con el tetraedro, uno de los sólidos platónicos que surge de la intersección entre cuatro puntos, y viene formado por cuatro caras, por lo que puede considerársele un figura del cuatro.
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El pensamiento de Pitágoras, como todo obrar filosófico de la antigüedad, da cuenta del Opus de un Iniciado, de un hombre en conexión con lo divino. No era él, por cierto, un simple matemático, si por esto se entiende lo que la matemática ha llegado a ser en el presente. Es cierto que él trabajó con números y con formas geométricas, al igual que lo hicieron sus discípulos; pero la numérica de entonces, lo mismo que la geometría, tienen muy poco en común con lo que hoy se entiende por ambas disciplinas. La concepción del número pitagórico, aserto inicial del Opus de Pitágoras, y la misma noción asociada al término “matemática”, nos da ya una pista suficiente para penetrar en estos misterios. Los Pitágoricos, que a sí mismos se llamaban “matemáticos”, cultivaron una forma elevada del saber, una gnosis superlativa, a la que denominaron “Mathema”. Por esta entendían principal y privilegiadamente un tipo de conocimiento “superior”, “divino” y “revelado” cuya finalidad última era la “trascendencia”. Trascender, para los matemáticos (pitagóricos), era ir más allá en el orden de los mundos; el concepto propiamente tal era la metempsicosis, la transmigración del alma, con lo que queda de manifiesto que el interés de éstos, por los números, no tenía mucho que ver con hacer cálculos, o contar o descontar para la supervivencia. En el centro de la Mathema se hallaban los números, los “aritmos”, que para los matemáticos de Pitágoras tenían no sólo una dimensión cuantitativa, sino, y priviligiadamente, una dimensión cualitativa. Los números eran, antes que nada, cualidad. Así, el uno era la unidad, el dos, la división, el tres, la restitución, el retorno a la unidad, el cuatro, la materia, la manifestación, el cinco, el número del hombre, la cuadratura del círculo; etc. Todas estas nociones del número arrancan de su naturaleza, de su esencia nunca bien comprendida. El número es, ante todo, una forma, una figura geométrica, una intuición del espacio-tiempo. De hecho, el primer uno fue simplemente un punto imaginado en el espacio, una auténtica disrrupción en el vacío. El dos una línea nacida de la unión entre dos puntos; el tres, un triángulo, el cuatro un cuadrado, el cinco un pentágono; y así sucesivamente.
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Con el uno todavía no existen las dimensiones. Con el dos, la línea, surge la primera dimensión, con el tres, el mundo bidimensional; y con el ocho, el cubo, la tercera dimensión -aunque ésta ya está presente con el tetraedro, uno de los sólidos platónicos que surge de la intersección entre cuatro puntos, y viene formado por cuatro caras, por lo que puede considerársele un figura del cuatro.
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El pensamiento de Pitágoras, como todo obrar filosófico de la antigüedad, da cuenta del Opus de un Iniciado, de un hombre en conexión con lo divino. No era él, por cierto, un simple matemático, si por esto se entiende lo que la matemática ha llegado a ser en el presente. Es cierto que él trabajó con números y con formas geométricas, al igual que lo hicieron sus discípulos; pero la numérica de entonces, lo mismo que la geometría, tienen muy poco en común con lo que hoy se entiende por ambas disciplinas. La concepción del número pitagórico, aserto inicial del Opus de Pitágoras, y la misma noción asociada al término “matemática”, nos da ya una pista suficiente para penetrar en estos misterios. Los Pitágoricos, que a sí mismos se llamaban “matemáticos”, cultivaron una forma elevada del saber, una gnosis superlativa, a la que denominaron “Mathema”. Por esta entendían principal y privilegiadamente un tipo de conocimiento “superior”, “divino” y “revelado” cuya finalidad última era la “trascendencia”. Trascender, para los matemáticos (pitagóricos), era ir más allá en el orden de los mundos; el concepto propiamente tal era la metempsicosis, la transmigración del alma, con lo que queda de manifiesto que el interés de éstos, por los números, no tenía mucho que ver con hacer cálculos, o contar o descontar para la supervivencia. En el centro de la Mathema se hallaban los números, los “aritmos”, que para los matemáticos de Pitágoras tenían no sólo una dimensión cuantitativa, sino, y priviligiadamente, una dimensión cualitativa. Los números eran, antes que nada, cualidad. Así, el uno era la unidad, el dos, la división, el tres, la restitución, el retorno a la unidad, el cuatro, la materia, la manifestación, el cinco, el número del hombre, la cuadratura del círculo; etc. Todas estas nociones del número arrancan de su naturaleza, de su esencia nunca bien comprendida. El número es, ante todo, una forma, una figura geométrica, una intuición del espacio-tiempo. De hecho, el primer uno fue simplemente un punto imaginado en el espacio, una auténtica disrrupción en el vacío. El dos una línea nacida de la unión entre dos puntos; el tres, un triángulo, el cuatro un cuadrado, el cinco un pentágono; y así sucesivamente.
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Con el uno todavía no existen las dimensiones. Con el dos, la línea, surge la primera dimensión, con el tres, el mundo bidimensional; y con el ocho, el cubo, la tercera dimensión -aunque ésta ya está presente con el tetraedro, uno de los sólidos platónicos que surge de la intersección entre cuatro puntos, y viene formado por cuatro caras, por lo que puede considerársele un figura del cuatro.
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El pensamiento de Pitágoras, como todo obrar filosófico de la antigüedad, da cuenta del Opus de un Iniciado, de un hombre en conexión con lo divino. No era él, por cierto, un simple matemático, si por esto se entiende lo que la matemática ha llegado a ser en el presente. Es cierto que él trabajó con números y con formas geométricas, al igual que lo hicieron sus discípulos; pero la numérica de entonces, lo mismo que la geometría, tienen muy poco en común con lo que hoy se entiende por ambas disciplinas. La concepción del número pitagórico, aserto inicial del Opus de Pitágoras, y la misma noción asociada al término “matemática”, nos da ya una pista suficiente para penetrar en estos misterios. Los Pitágoricos, que a sí mismos se llamaban “matemáticos”, cultivaron una forma elevada del saber, una gnosis superlativa, a la que denominaron “Mathema”. Por esta entendían principal y privilegiadamente un tipo de conocimiento “superior”, “divino” y “revelado” cuya finalidad última era la “trascendencia”. Trascender, para los matemáticos (pitagóricos), era ir más allá en el orden de los mundos; el concepto propiamente tal era la metempsicosis, la transmigración del alma, con lo que queda de manifiesto que el interés de éstos, por los números, no tenía mucho que ver con hacer cálculos, o contar o descontar para la supervivencia. En el centro de la Mathema se hallaban los números, los “aritmos”, que para los matemáticos de Pitágoras tenían no sólo una dimensión cuantitativa, sino, y priviligiadamente, una dimensión cualitativa. Los números eran, antes que nada, cualidad. Así, el uno era la unidad, el dos, la división, el tres, la restitución, el retorno a la unidad, el cuatro, la materia, la manifestación, el cinco, el número del hombre, la cuadratura del círculo; etc. Todas estas nociones del número arrancan de su naturaleza, de su esencia nunca bien comprendida. El número es, ante todo, una forma, una figura geométrica, una intuición del espacio-tiempo. De hecho, el primer uno fue simplemente un punto imaginado en el espacio, una auténtica disrrupción en el vacío. El dos una línea nacida de la unión entre dos puntos; el tres, un triángulo, el cuatro un cuadrado, el cinco un pentágono; y así sucesivamente.
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Con el uno todavía no existen las dimensiones. Con el dos, la línea, surge la primera dimensión, con el tres, el mundo bidimensional; y con el ocho, el cubo, la tercera dimensión -aunque ésta ya está presente con el tetraedro, uno de los sólidos platónicos que surge de la intersección entre cuatro puntos, y viene formado por cuatro caras, por lo que puede considerársele un figura del cuatro.
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El pensamiento de Pitágoras, como todo obrar filosófico de la antigüedad, da cuenta del Opus de un Iniciado, de un hombre en conexión con lo divino. No era él, por cierto, un simple matemático, si por esto se entiende lo que la matemática ha llegado a ser en el presente. Es cierto que él trabajó con números y con formas geométricas, al igual que lo hicieron sus discípulos; pero la numérica de entonces, lo mismo que la geometría, tienen muy poco en común con lo que hoy se entiende por ambas disciplinas. La concepción del número pitagórico, aserto inicial del Opus de Pitágoras, y la misma noción asociada al término “matemática”, nos da ya una pista suficiente para penetrar en estos misterios. Los Pitágoricos, que a sí mismos se llamaban “matemáticos”, cultivaron una forma elevada del saber, una gnosis superlativa, a la que denominaron “Mathema”. Por esta entendían principal y privilegiadamente un tipo de conocimiento “superior”, “divino” y “revelado” cuya finalidad última era la “trascendencia”. Trascender, para los matemáticos (pitagóricos), era ir más allá en el orden de los mundos; el concepto propiamente tal era la metempsicosis, la transmigración del alma, con lo que queda de manifiesto que el interés de éstos, por los números, no tenía mucho que ver con hacer cálculos, o contar o descontar para la supervivencia. En el centro de la Mathema se hallaban los números, los “aritmos”, que para los matemáticos de Pitágoras tenían no sólo una dimensión cuantitativa, sino, y priviligiadamente, una dimensión cualitativa. Los números eran, antes que nada, cualidad. Así, el uno era la unidad, el dos, la división, el tres, la restitución, el retorno a la unidad, el cuatro, la materia, la manifestación, el cinco, el número del hombre, la cuadratura del círculo; etc. Todas estas nociones del número arrancan de su naturaleza, de su esencia nunca bien comprendida. El número es, ante todo, una forma, una figura geométrica, una intuición del espacio-tiempo. De hecho, el primer uno fue simplemente un punto imaginado en el espacio, una auténtica disrrupción en el vacío. El dos una línea nacida de la unión entre dos puntos; el tres, un triángulo, el cuatro un cuadrado, el cinco un pentágono; y así sucesivamente.
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El pensamiento de Pitágoras, como todo obrar filosófico de la antigüedad, da cuenta del Opus de un Iniciado, de un hombre en conexión con lo divino. No era él, por cierto, un simple matemático, si por esto se entiende lo que la matemática ha llegado a ser en el presente. Es cierto que él trabajó con números y con formas geométricas, al igual que lo hicieron sus discípulos; pero la numérica de entonces, lo mismo que la geometría, tienen muy poco en común con lo que hoy se entiende por ambas disciplinas. La concepción del número pitagórico, aserto inicial del Opus de Pitágoras, y la misma noción asociada al término “matemática”, nos da ya una pista suficiente para penetrar en estos misterios. Los Pitágoricos, que a sí mismos se llamaban “matemáticos”, cultivaron una forma elevada del saber, una gnosis superlativa, a la que denominaron “Mathema”. Por esta entendían principal y privilegiadamente un tipo de conocimiento “superior”, “divino” y “revelado” cuya finalidad última era la “trascendencia”. Trascender, para los matemáticos (pitagóricos), era ir más allá en el orden de los mundos; el concepto propiamente tal era la metempsicosis, la transmigración del alma, con lo que queda de manifiesto que el interés de éstos, por los números, no tenía mucho que ver con hacer cálculos, o contar o descontar para la supervivencia. En el centro de la Mathema se hallaban los números, los “aritmos”, que para los matemáticos de Pitágoras tenían no sólo una dimensión cuantitativa, sino, y priviligiadamente, una dimensión cualitativa. Los números eran, antes que nada, cualidad. Así, el uno era la unidad, el dos, la división, el tres, la restitución, el retorno a la unidad, el cuatro, la materia, la manifestación, el cinco, el número del hombre, la cuadratura del círculo; etc. Todas estas nociones del número arrancan de su naturaleza, de su esencia nunca bien comprendida. El número es, ante todo, una forma, una figura geométrica, una intuición del espacio-tiempo. De hecho, el primer uno fue simplemente un punto imaginado en el espacio, una auténtica disrrupción en el vacío. El dos una línea nacida de la unión entre dos puntos; el tres, un triángulo, el cuatro un cuadrado, el cinco un pentágono; y así sucesivamente.
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Con el uno todavía no existen las dimensiones. Con el dos, la línea, surge la primera dimensión, con el tres, el mundo bidimensional; y con el ocho, el cubo, la tercera dimensión -aunque ésta ya está presente con el tetraedro, uno de los sólidos platónicos que surge de la intersección entre cuatro puntos, y viene formado por cuatro caras, por lo que puede considerársele un figura del cuatro.
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Pitágoras
El pensamiento de Pitágoras, como todo obrar filosófico de la antigüedad, da cuenta del Opus de un Iniciado, de un hombre en conexión con lo divino. No era él, por cierto, un simple matemático, si por esto se entiende lo que la matemática ha llegado a ser en el presente. Es cierto que él trabajó con números y con formas geométricas, al igual que lo hicieron sus discípulos; pero la numérica de entonces, lo mismo que la geometría, tienen muy poco en común con lo que hoy se entiende por ambas disciplinas. La concepción del número pitagórico, aserto inicial del Opus de Pitágoras, y la misma noción asociada al término “matemática”, nos da ya una pista suficiente para penetrar en estos misterios. Los Pitágoricos, que a sí mismos se llamaban “matemáticos”, cultivaron una forma elevada del saber, una gnosis superlativa, a la que denominaron “Mathema”. Por esta entendían principal y privilegiadamente un tipo de conocimiento “superior”, “divino” y “revelado” cuya finalidad última era la “trascendencia”. Trascender, para los matemáticos (pitagóricos), era ir más allá en el orden de los mundos; el concepto propiamente tal era la metempsicosis, la transmigración del alma, con lo que queda de manifiesto que el interés de éstos, por los números, no tenía mucho que ver con hacer cálculos, o contar o descontar para la supervivencia. En el centro de la Mathema se hallaban los números, los “aritmos”, que para los matemáticos de Pitágoras tenían no sólo una dimensión cuantitativa, sino, y priviligiadamente, una dimensión cualitativa. Los números eran, antes que nada, cualidad. Así, el uno era la unidad, el dos, la división, el tres, la restitución, el retorno a la unidad, el cuatro, la materia, la manifestación, el cinco, el número del hombre, la cuadratura del círculo; etc. Todas estas nociones del número arrancan de su naturaleza, de su esencia nunca bien comprendida. El número es, ante todo, una forma, una figura geométrica, una intuición del espacio-tiempo. De hecho, el primer uno fue simplemente un punto imaginado en el espacio, una auténtica disrrupción en el vacío. El dos una línea nacida de la unión entre dos puntos; el tres, un triángulo, el cuatro un cuadrado, el cinco un pentágono; y así sucesivamente.
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Con el uno todavía no existen las dimensiones. Con el dos, la línea, surge la primera dimensión, con el tres, el mundo bidimensional; y con el ocho, el cubo, la tercera dimensión -aunque ésta ya está presente con el tetraedro, uno de los sólidos platónicos que surge de la intersección entre cuatro puntos, y viene formado por cuatro caras, por lo que puede considerársele un figura del cuatro.
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El pensamiento de Pitágoras, como todo obrar filosófico de la antigüedad, da cuenta del Opus de un Iniciado, de un hombre en conexión con lo divino. No era él, por cierto, un simple matemático, si por esto se entiende lo que la matemática ha llegado a ser en el presente. Es cierto que él trabajó con números y con formas geométricas, al igual que lo hicieron sus discípulos; pero la numérica de entonces, lo mismo que la geometría, tienen muy poco en común con lo que hoy se entiende por ambas disciplinas. La concepción del número pitagórico, aserto inicial del Opus de Pitágoras, y la misma noción asociada al término “matemática”, nos da ya una pista suficiente para penetrar en estos misterios. Los Pitágoricos, que a sí mismos se llamaban “matemáticos”, cultivaron una forma elevada del saber, una gnosis superlativa, a la que denominaron “Mathema”. Por esta entendían principal y privilegiadamente un tipo de conocimiento “superior”, “divino” y “revelado” cuya finalidad última era la “trascendencia”. Trascender, para los matemáticos (pitagóricos), era ir más allá en el orden de los mundos; el concepto propiamente tal era la metempsicosis, la transmigración del alma, con lo que queda de manifiesto que el interés de éstos, por los números, no tenía mucho que ver con hacer cálculos, o contar o descontar para la supervivencia. En el centro de la Mathema se hallaban los números, los “aritmos”, que para los matemáticos de Pitágoras tenían no sólo una dimensión cuantitativa, sino, y priviligiadamente, una dimensión cualitativa. Los números eran, antes que nada, cualidad. Así, el uno era la unidad, el dos, la división, el tres, la restitución, el retorno a la unidad, el cuatro, la materia, la manifestación, el cinco, el número del hombre, la cuadratura del círculo; etc. Todas estas nociones del número arrancan de su naturaleza, de su esencia nunca bien comprendida. El número es, ante todo, una forma, una figura geométrica, una intuición del espacio-tiempo. De hecho, el primer uno fue simplemente un punto imaginado en el espacio, una auténtica disrrupción en el vacío. El dos una línea nacida de la unión entre dos puntos; el tres, un triángulo, el cuatro un cuadrado, el cinco un pentágono; y así sucesivamente.
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Con el uno todavía no existen las dimensiones. Con el dos, la línea, surge la primera dimensión, con el tres, el mundo bidimensional; y con el ocho, el cubo, la tercera dimensión -aunque ésta ya está presente con el tetraedro, uno de los sólidos platónicos que surge de la intersección entre cuatro puntos, y viene formado por cuatro caras, por lo que puede considerársele un figura del cuatro.
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El pensamiento de Pitágoras, como todo obrar filosófico de la antigüedad, da cuenta del Opus de un Iniciado, de un hombre en conexión con lo divino. No era él, por cierto, un simple matemático, si por esto se entiende lo que la matemática ha llegado a ser en el presente. Es cierto que él trabajó con números y con formas geométricas, al igual que lo hicieron sus discípulos; pero la numérica de entonces, lo mismo que la geometría, tienen muy poco en común con lo que hoy se entiende por ambas disciplinas. La concepción del número pitagórico, aserto inicial del Opus de Pitágoras, y la misma noción asociada al término “matemática”, nos da ya una pista suficiente para penetrar en estos misterios. Los Pitágoricos, que a sí mismos se llamaban “matemáticos”, cultivaron una forma elevada del saber, una gnosis superlativa, a la que denominaron “Mathema”. Por esta entendían principal y privilegiadamente un tipo de conocimiento “superior”, “divino” y “revelado” cuya finalidad última era la “trascendencia”. Trascender, para los matemáticos (pitagóricos), era ir más allá en el orden de los mundos; el concepto propiamente tal era la metempsicosis, la transmigración del alma, con lo que queda de manifiesto que el interés de éstos, por los números, no tenía mucho que ver con hacer cálculos, o contar o descontar para la supervivencia. En el centro de la Mathema se hallaban los números, los “aritmos”, que para los matemáticos de Pitágoras tenían no sólo una dimensión cuantitativa, sino, y priviligiadamente, una dimensión cualitativa. Los números eran, antes que nada, cualidad. Así, el uno era la unidad, el dos, la división, el tres, la restitución, el retorno a la unidad, el cuatro, la materia, la manifestación, el cinco, el número del hombre, la cuadratura del círculo; etc. Todas estas nociones del número arrancan de su naturaleza, de su esencia nunca bien comprendida. El número es, ante todo, una forma, una figura geométrica, una intuición del espacio-tiempo. De hecho, el primer uno fue simplemente un punto imaginado en el espacio, una auténtica disrrupción en el vacío. El dos una línea nacida de la unión entre dos puntos; el tres, un triángulo, el cuatro un cuadrado, el cinco un pentágono; y así sucesivamente.
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Con el uno todavía no existen las dimensiones. Con el dos, la línea, surge la primera dimensión, con el tres, el mundo bidimensional; y con el ocho, el cubo, la tercera dimensión -aunque ésta ya está presente con el tetraedro, uno de los sólidos platónicos que surge de la intersección entre cuatro puntos, y viene formado por cuatro caras, por lo que puede considerársele un figura del cuatro.
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El pensamiento de Pitágoras, como todo obrar filosófico de la antigüedad, da cuenta del Opus de un Iniciado, de un hombre en conexión con lo divino. No era él, por cierto, un simple matemático, si por esto se entiende lo que la matemática ha llegado a ser en el presente. Es cierto que él trabajó con números y con formas geométricas, al igual que lo hicieron sus discípulos; pero la numérica de entonces, lo mismo que la geometría, tienen muy poco en común con lo que hoy se entiende por ambas disciplinas. La concepción del número pitagórico, aserto inicial del Opus de Pitágoras, y la misma noción asociada al término “matemática”, nos da ya una pista suficiente para penetrar en estos misterios. Los Pitágoricos, que a sí mismos se llamaban “matemáticos”, cultivaron una forma elevada del saber, una gnosis superlativa, a la que denominaron “Mathema”. Por esta entendían principal y privilegiadamente un tipo de conocimiento “superior”, “divino” y “revelado” cuya finalidad última era la “trascendencia”. Trascender, para los matemáticos (pitagóricos), era ir más allá en el orden de los mundos; el concepto propiamente tal era la metempsicosis, la transmigración del alma, con lo que queda de manifiesto que el interés de éstos, por los números, no tenía mucho que ver con hacer cálculos, o contar o descontar para la supervivencia. En el centro de la Mathema se hallaban los números, los “aritmos”, que para los matemáticos de Pitágoras tenían no sólo una dimensión cuantitativa, sino, y priviligiadamente, una dimensión cualitativa. Los números eran, antes que nada, cualidad. Así, el uno era la unidad, el dos, la división, el tres, la restitución, el retorno a la unidad, el cuatro, la materia, la manifestación, el cinco, el número del hombre, la cuadratura del círculo; etc. Todas estas nociones del número arrancan de su naturaleza, de su esencia nunca bien comprendida. El número es, ante todo, una forma, una figura geométrica, una intuición del espacio-tiempo. De hecho, el primer uno fue simplemente un punto imaginado en el espacio, una auténtica disrrupción en el vacío. El dos una línea nacida de la unión entre dos puntos; el tres, un triángulo, el cuatro un cuadrado, el cinco un pentágono; y así sucesivamente.
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Con el uno todavía no existen las dimensiones. Con el dos, la línea, surge la primera dimensión, con el tres, el mundo bidimensional; y con el ocho, el cubo, la tercera dimensión -aunque ésta ya está presente con el tetraedro, uno de los sólidos platónicos que surge de la intersección entre cuatro puntos, y viene formado por cuatro caras, por lo que puede considerársele un figura del cuatro.
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El pensamiento de Pitágoras, como todo obrar filosófico de la antigüedad, da cuenta del Opus de un Iniciado, de un hombre en conexión con lo divino. No era él, por cierto, un simple matemático, si por esto se entiende lo que la matemática ha llegado a ser en el presente. Es cierto que él trabajó con números y con formas geométricas, al igual que lo hicieron sus discípulos; pero la numérica de entonces, lo mismo que la geometría, tienen muy poco en común con lo que hoy se entiende por ambas disciplinas. La concepción del número pitagórico, aserto inicial del Opus de Pitágoras, y la misma noción asociada al término “matemática”, nos da ya una pista suficiente para penetrar en estos misterios. Los Pitágoricos, que a sí mismos se llamaban “matemáticos”, cultivaron una forma elevada del saber, una gnosis superlativa, a la que denominaron “Mathema”. Por esta entendían principal y privilegiadamente un tipo de conocimiento “superior”, “divino” y “revelado” cuya finalidad última era la “trascendencia”. Trascender, para los matemáticos (pitagóricos), era ir más allá en el orden de los mundos; el concepto propiamente tal era la metempsicosis, la transmigración del alma, con lo que queda de manifiesto que el interés de éstos, por los números, no tenía mucho que ver con hacer cálculos, o contar o descontar para la supervivencia. En el centro de la Mathema se hallaban los números, los “aritmos”, que para los matemáticos de Pitágoras tenían no sólo una dimensión cuantitativa, sino, y priviligiadamente, una dimensión cualitativa. Los números eran, antes que nada, cualidad. Así, el uno era la unidad, el dos, la división, el tres, la restitución, el retorno a la unidad, el cuatro, la materia, la manifestación, el cinco, el número del hombre, la cuadratura del círculo; etc. Todas estas nociones del número arrancan de su naturaleza, de su esencia nunca bien comprendida. El número es, ante todo, una forma, una figura geométrica, una intuición del espacio-tiempo. De hecho, el primer uno fue simplemente un punto imaginado en el espacio, una auténtica disrrupción en el vacío. El dos una línea nacida de la unión entre dos puntos; el tres, un triángulo, el cuatro un cuadrado, el cinco un pentágono; y así sucesivamente.
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Con el uno todavía no existen las dimensiones. Con el dos, la línea, surge la primera dimensión, con el tres, el mundo bidimensional; y con el ocho, el cubo, la tercera dimensión -aunque ésta ya está presente con el tetraedro, uno de los sólidos platónicos que surge de la intersección entre cuatro puntos, y viene formado por cuatro caras, por lo que puede considerársele un figura del cuatro.
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El pensamiento de Pitágoras, como todo obrar filosófico de la antigüedad, da cuenta del Opus de un Iniciado, de un hombre en conexión con lo divino. No era él, por cierto, un simple matemático, si por esto se entiende lo que la matemática ha llegado a ser en el presente. Es cierto que él trabajó con números y con formas geométricas, al igual que lo hicieron sus discípulos; pero la numérica de entonces, lo mismo que la geometría, tienen muy poco en común con lo que hoy se entiende por ambas disciplinas. La concepción del número pitagórico, aserto inicial del Opus de Pitágoras, y la misma noción asociada al término “matemática”, nos da ya una pista suficiente para penetrar en estos misterios. Los Pitágoricos, que a sí mismos se llamaban “matemáticos”, cultivaron una forma elevada del saber, una gnosis superlativa, a la que denominaron “Mathema”. Por esta entendían principal y privilegiadamente un tipo de conocimiento “superior”, “divino” y “revelado” cuya finalidad última era la “trascendencia”. Trascender, para los matemáticos (pitagóricos), era ir más allá en el orden de los mundos; el concepto propiamente tal era la metempsicosis, la transmigración del alma, con lo que queda de manifiesto que el interés de éstos, por los números, no tenía mucho que ver con hacer cálculos, o contar o descontar para la supervivencia. En el centro de la Mathema se hallaban los números, los “aritmos”, que para los matemáticos de Pitágoras tenían no sólo una dimensión cuantitativa, sino, y priviligiadamente, una dimensión cualitativa. Los números eran, antes que nada, cualidad. Así, el uno era la unidad, el dos, la división, el tres, la restitución, el retorno a la unidad, el cuatro, la materia, la manifestación, el cinco, el número del hombre, la cuadratura del círculo; etc. Todas estas nociones del número arrancan de su naturaleza, de su esencia nunca bien comprendida. El número es, ante todo, una forma, una figura geométrica, una intuición del espacio-tiempo. De hecho, el primer uno fue simplemente un punto imaginado en el espacio, una auténtica disrrupción en el vacío. El dos una línea nacida de la unión entre dos puntos; el tres, un triángulo, el cuatro un cuadrado, el cinco un pentágono; y así sucesivamente.
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Con el uno todavía no existen las dimensiones. Con el dos, la línea, surge la primera dimensión, con el tres, el mundo bidimensional; y con el ocho, el cubo, la tercera dimensión -aunque ésta ya está presente con el tetraedro, uno de los sólidos platónicos que surge de la intersección entre cuatro puntos, y viene formado por cuatro caras, por lo que puede considerársele un figura del cuatro.
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El pensamiento de Pitágoras, como todo obrar filosófico de la antigüedad, da cuenta del Opus de un Iniciado, de un hombre en conexión con lo divino. No era él, por cierto, un simple matemático, si por esto se entiende lo que la matemática ha llegado a ser en el presente. Es cierto que él trabajó con números y con formas geométricas, al igual que lo hicieron sus discípulos; pero la numérica de entonces, lo mismo que la geometría, tienen muy poco en común con lo que hoy se entiende por ambas disciplinas. La concepción del número pitagórico, aserto inicial del Opus de Pitágoras, y la misma noción asociada al término “matemática”, nos da ya una pista suficiente para penetrar en estos misterios. Los Pitágoricos, que a sí mismos se llamaban “matemáticos”, cultivaron una forma elevada del saber, una gnosis superlativa, a la que denominaron “Mathema”. Por esta entendían principal y privilegiadamente un tipo de conocimiento “superior”, “divino” y “revelado” cuya finalidad última era la “trascendencia”. Trascender, para los matemáticos (pitagóricos), era ir más allá en el orden de los mundos; el concepto propiamente tal era la metempsicosis, la transmigración del alma, con lo que queda de manifiesto que el interés de éstos, por los números, no tenía mucho que ver con hacer cálculos, o contar o descontar para la supervivencia. En el centro de la Mathema se hallaban los números, los “aritmos”, que para los matemáticos de Pitágoras tenían no sólo una dimensión cuantitativa, sino, y priviligiadamente, una dimensión cualitativa. Los números eran, antes que nada, cualidad. Así, el uno era la unidad, el dos, la división, el tres, la restitución, el retorno a la unidad, el cuatro, la materia, la manifestación, el cinco, el número del hombre, la cuadratura del círculo; etc. Todas estas nociones del número arrancan de su naturaleza, de su esencia nunca bien comprendida. El número es, ante todo, una forma, una figura geométrica, una intuición del espacio-tiempo. De hecho, el primer uno fue simplemente un punto imaginado en el espacio, una auténtica disrrupción en el vacío. El dos una línea nacida de la unión entre dos puntos; el tres, un triángulo, el cuatro un cuadrado, el cinco un pentágono; y así sucesivamente.
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Con el uno todavía no existen las dimensiones. Con el dos, la línea, surge la primera dimensión, con el tres, el mundo bidimensional; y con el ocho, el cubo, la tercera dimensión -aunque ésta ya está presente con el tetraedro, uno de los sólidos platónicos que surge de la intersección entre cuatro puntos, y viene formado por cuatro caras, por lo que puede considerársele un figura del cuatro.
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El pensamiento de Pitágoras, como todo obrar filosófico de la antigüedad, da cuenta del Opus de un Iniciado, de un hombre en conexión con lo divino. No era él, por cierto, un simple matemático, si por esto se entiende lo que la matemática ha llegado a ser en el presente. Es cierto que él trabajó con números y con formas geométricas, al igual que lo hicieron sus discípulos; pero la numérica de entonces, lo mismo que la geometría, tienen muy poco en común con lo que hoy se entiende por ambas disciplinas. La concepción del número pitagórico, aserto inicial del Opus de Pitágoras, y la misma noción asociada al término “matemática”, nos da ya una pista suficiente para penetrar en estos misterios. Los Pitágoricos, que a sí mismos se llamaban “matemáticos”, cultivaron una forma elevada del saber, una gnosis superlativa, a la que denominaron “Mathema”. Por esta entendían principal y privilegiadamente un tipo de conocimiento “superior”, “divino” y “revelado” cuya finalidad última era la “trascendencia”. Trascender, para los matemáticos (pitagóricos), era ir más allá en el orden de los mundos; el concepto propiamente tal era la metempsicosis, la transmigración del alma, con lo que queda de manifiesto que el interés de éstos, por los números, no tenía mucho que ver con hacer cálculos, o contar o descontar para la supervivencia. En el centro de la Mathema se hallaban los números, los “aritmos”, que para los matemáticos de Pitágoras tenían no sólo una dimensión cuantitativa, sino, y priviligiadamente, una dimensión cualitativa. Los números eran, antes que nada, cualidad. Así, el uno era la unidad, el dos, la división, el tres, la restitución, el retorno a la unidad, el cuatro, la materia, la manifestación, el cinco, el número del hombre, la cuadratura del círculo; etc. Todas estas nociones del número arrancan de su naturaleza, de su esencia nunca bien comprendida. El número es, ante todo, una forma, una figura geométrica, una intuición del espacio-tiempo. De hecho, el primer uno fue simplemente un punto imaginado en el espacio, una auténtica disrrupción en el vacío. El dos una línea nacida de la unión entre dos puntos; el tres, un triángulo, el cuatro un cuadrado, el cinco un pentágono; y así sucesivamente.
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Con el uno todavía no existen las dimensiones. Con el dos, la línea, surge la primera dimensión, con el tres, el mundo bidimensional; y con el ocho, el cubo, la tercera dimensión -aunque ésta ya está presente con el tetraedro, uno de los sólidos platónicos que surge de la intersección entre cuatro puntos, y viene formado por cuatro caras, por lo que puede considerársele un figura del cuatro.
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El pensamiento de Pitágoras, como todo obrar filosófico de la antigüedad, da cuenta del Opus de un Iniciado, de un hombre en conexión con lo divino. No era él, por cierto, un simple matemático, si por esto se entiende lo que la matemática ha llegado a ser en el presente. Es cierto que él trabajó con números y con formas geométricas, al igual que lo hicieron sus discípulos; pero la numérica de entonces, lo mismo que la geometría, tienen muy poco en común con lo que hoy se entiende por ambas disciplinas. La concepción del número pitagórico, aserto inicial del Opus de Pitágoras, y la misma noción asociada al término “matemática”, nos da ya una pista suficiente para penetrar en estos misterios. Los Pitágoricos, que a sí mismos se llamaban “matemáticos”, cultivaron una forma elevada del saber, una gnosis superlativa, a la que denominaron “Mathema”. Por esta entendían principal y privilegiadamente un tipo de conocimiento “superior”, “divino” y “revelado” cuya finalidad última era la “trascendencia”. Trascender, para los matemáticos (pitagóricos), era ir más allá en el orden de los mundos; el concepto propiamente tal era la metempsicosis, la transmigración del alma, con lo que queda de manifiesto que el interés de éstos, por los números, no tenía mucho que ver con hacer cálculos, o contar o descontar para la supervivencia. En el centro de la Mathema se hallaban los números, los “aritmos”, que para los matemáticos de Pitágoras tenían no sólo una dimensión cuantitativa, sino, y priviligiadamente, una dimensión cualitativa. Los números eran, antes que nada, cualidad. Así, el uno era la unidad, el dos, la división, el tres, la restitución, el retorno a la unidad, el cuatro, la materia, la manifestación, el cinco, el número del hombre, la cuadratura del círculo; etc. Todas estas nociones del número arrancan de su naturaleza, de su esencia nunca bien comprendida. El número es, ante todo, una forma, una figura geométrica, una intuición del espacio-tiempo. De hecho, el primer uno fue simplemente un punto imaginado en el espacio, una auténtica disrrupción en el vacío. El dos una línea nacida de la unión entre dos puntos; el tres, un triángulo, el cuatro un cuadrado, el cinco un pentágono; y así sucesivamente.
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Con el uno todavía no existen las dimensiones. Con el dos, la línea, surge la primera dimensión, con el tres, el mundo bidimensional; y con el ocho, el cubo, la tercera dimensión -aunque ésta ya está presente con el tetraedro, uno de los sólidos platónicos que surge de la intersección entre cuatro puntos, y viene formado por cuatro caras, por lo que puede considerársele un figura del cuatro.
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El pensamiento de Pitágoras, como todo obrar filosófico de la antigüedad, da cuenta del Opus de un Iniciado, de un hombre en conexión con lo divino. No era él, por cierto, un simple matemático, si por esto se entiende lo que la matemática ha llegado a ser en el presente. Es cierto que él trabajó con números y con formas geométricas, al igual que lo hicieron sus discípulos; pero la numérica de entonces, lo mismo que la geometría, tienen muy poco en común con lo que hoy se entiende por ambas disciplinas. La concepción del número pitagórico, aserto inicial del Opus de Pitágoras, y la misma noción asociada al término “matemática”, nos da ya una pista suficiente para penetrar en estos misterios. Los Pitágoricos, que a sí mismos se llamaban “matemáticos”, cultivaron una forma elevada del saber, una gnosis superlativa, a la que denominaron “Mathema”. Por esta entendían principal y privilegiadamente un tipo de conocimiento “superior”, “divino” y “revelado” cuya finalidad última era la “trascendencia”. Trascender, para los matemáticos (pitagóricos), era ir más allá en el orden de los mundos; el concepto propiamente tal era la metempsicosis, la transmigración del alma, con lo que queda de manifiesto que el interés de éstos, por los números, no tenía mucho que ver con hacer cálculos, o contar o descontar para la supervivencia. En el centro de la Mathema se hallaban los números, los “aritmos”, que para los matemáticos de Pitágoras tenían no sólo una dimensión cuantitativa, sino, y priviligiadamente, una dimensión cualitativa. Los números eran, antes que nada, cualidad. Así, el uno era la unidad, el dos, la división, el tres, la restitución, el retorno a la unidad, el cuatro, la materia, la manifestación, el cinco, el número del hombre, la cuadratura del círculo; etc. Todas estas nociones del número arrancan de su naturaleza, de su esencia nunca bien comprendida. El número es, ante todo, una forma, una figura geométrica, una intuición del espacio-tiempo. De hecho, el primer uno fue simplemente un punto imaginado en el espacio, una auténtica disrrupción en el vacío. El dos una línea nacida de la unión entre dos puntos; el tres, un triángulo, el cuatro un cuadrado, el cinco un pentágono; y así sucesivamente.
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Con el uno todavía no existen las dimensiones. Con el dos, la línea, surge la primera dimensión, con el tres, el mundo bidimensional; y con el ocho, el cubo, la tercera dimensión -aunque ésta ya está presente con el tetraedro, uno de los sólidos platónicos que surge de la intersección entre cuatro puntos, y viene formado por cuatro caras, por lo que puede considerársele un figura del cuatro.
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El pensamiento de Pitágoras, como todo obrar filosófico de la antigüedad, da cuenta del Opus de un Iniciado, de un hombre en conexión con lo divino. No era él, por cierto, un simple matemático, si por esto se entiende lo que la matemática ha llegado a ser en el presente. Es cierto que él trabajó con números y con formas geométricas, al igual que lo hicieron sus discípulos; pero la numérica de entonces, lo mismo que la geometría, tienen muy poco en común con lo que hoy se entiende por ambas disciplinas. La concepción del número pitagórico, aserto inicial del Opus de Pitágoras, y la misma noción asociada al término “matemática”, nos da ya una pista suficiente para penetrar en estos misterios. Los Pitágoricos, que a sí mismos se llamaban “matemáticos”, cultivaron una forma elevada del saber, una gnosis superlativa, a la que denominaron “Mathema”. Por esta entendían principal y privilegiadamente un tipo de conocimiento “superior”, “divino” y “revelado” cuya finalidad última era la “trascendencia”. Trascender, para los matemáticos (pitagóricos), era ir más allá en el orden de los mundos; el concepto propiamente tal era la metempsicosis, la transmigración del alma, con lo que queda de manifiesto que el interés de éstos, por los números, no tenía mucho que ver con hacer cálculos, o contar o descontar para la supervivencia. En el centro de la Mathema se hallaban los números, los “aritmos”, que para los matemáticos de Pitágoras tenían no sólo una dimensión cuantitativa, sino, y priviligiadamente, una dimensión cualitativa. Los números eran, antes que nada, cualidad. Así, el uno era la unidad, el dos, la división, el tres, la restitución, el retorno a la unidad, el cuatro, la materia, la manifestación, el cinco, el número del hombre, la cuadratura del círculo; etc. Todas estas nociones del número arrancan de su naturaleza, de su esencia nunca bien comprendida. El número es, ante todo, una forma, una figura geométrica, una intuición del espacio-tiempo. De hecho, el primer uno fue simplemente un punto imaginado en el espacio, una auténtica disrrupción en el vacío. El dos una línea nacida de la unión entre dos puntos; el tres, un triángulo, el cuatro un cuadrado, el cinco un pentágono; y así sucesivamente.
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El pensamiento de Pitágoras, como todo obrar filosófico de la antigüedad, da cuenta del Opus de un Iniciado, de un hombre en conexión con lo divino. No era él, por cierto, un simple matemático, si por esto se entiende lo que la matemática ha llegado a ser en el presente. Es cierto que él trabajó con números y con formas geométricas, al igual que lo hicieron sus discípulos; pero la numérica de entonces, lo mismo que la geometría, tienen muy poco en común con lo que hoy se entiende por ambas disciplinas. La concepción del número pitagórico, aserto inicial del Opus de Pitágoras, y la misma noción asociada al término “matemática”, nos da ya una pista suficiente para penetrar en estos misterios. Los Pitágoricos, que a sí mismos se llamaban “matemáticos”, cultivaron una forma elevada del saber, una gnosis superlativa, a la que denominaron “Mathema”. Por esta entendían principal y privilegiadamente un tipo de conocimiento “superior”, “divino” y “revelado” cuya finalidad última era la “trascendencia”. Trascender, para los matemáticos (pitagóricos), era ir más allá en el orden de los mundos; el concepto propiamente tal era la metempsicosis, la transmigración del alma, con lo que queda de manifiesto que el interés de éstos, por los números, no tenía mucho que ver con hacer cálculos, o contar o descontar para la supervivencia. En el centro de la Mathema se hallaban los números, los “aritmos”, que para los matemáticos de Pitágoras tenían no sólo una dimensión cuantitativa, sino, y priviligiadamente, una dimensión cualitativa. Los números eran, antes que nada, cualidad. Así, el uno era la unidad, el dos, la división, el tres, la restitución, el retorno a la unidad, el cuatro, la materia, la manifestación, el cinco, el número del hombre, la cuadratura del círculo; etc. Todas estas nociones del número arrancan de su naturaleza, de su esencia nunca bien comprendida. El número es, ante todo, una forma, una figura geométrica, una intuición del espacio-tiempo. De hecho, el primer uno fue simplemente un punto imaginado en el espacio, una auténtica disrrupción en el vacío. El dos una línea nacida de la unión entre dos puntos; el tres, un triángulo, el cuatro un cuadrado, el cinco un pentágono; y así sucesivamente.
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Con el uno todavía no existen las dimensiones. Con el dos, la línea, surge la primera dimensión, con el tres, el mundo bidimensional; y con el ocho, el cubo, la tercera dimensión -aunque ésta ya está presente con el tetraedro, uno de los sólidos platónicos que surge de la intersección entre cuatro puntos, y viene formado por cuatro caras, por lo que puede considerársele un figura del cuatro.
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Pitágoras
El pensamiento de Pitágoras, como todo obrar filosófico de la antigüedad, da cuenta del Opus de un Iniciado, de un hombre en conexión con lo divino. No era él, por cierto, un simple matemático, si por esto se entiende lo que la matemática ha llegado a ser en el presente. Es cierto que él trabajó con números y con formas geométricas, al igual que lo hicieron sus discípulos; pero la numérica de entonces, lo mismo que la geometría, tienen muy poco en común con lo que hoy se entiende por ambas disciplinas. La concepción del número pitagórico, aserto inicial del Opus de Pitágoras, y la misma noción asociada al término “matemática”, nos da ya una pista suficiente para penetrar en estos misterios. Los Pitágoricos, que a sí mismos se llamaban “matemáticos”, cultivaron una forma elevada del saber, una gnosis superlativa, a la que denominaron “Mathema”. Por esta entendían principal y privilegiadamente un tipo de conocimiento “superior”, “divino” y “revelado” cuya finalidad última era la “trascendencia”. Trascender, para los matemáticos (pitagóricos), era ir más allá en el orden de los mundos; el concepto propiamente tal era la metempsicosis, la transmigración del alma, con lo que queda de manifiesto que el interés de éstos, por los números, no tenía mucho que ver con hacer cálculos, o contar o descontar para la supervivencia. En el centro de la Mathema se hallaban los números, los “aritmos”, que para los matemáticos de Pitágoras tenían no sólo una dimensión cuantitativa, sino, y priviligiadamente, una dimensión cualitativa. Los números eran, antes que nada, cualidad. Así, el uno era la unidad, el dos, la división, el tres, la restitución, el retorno a la unidad, el cuatro, la materia, la manifestación, el cinco, el número del hombre, la cuadratura del círculo; etc. Todas estas nociones del número arrancan de su naturaleza, de su esencia nunca bien comprendida. El número es, ante todo, una forma, una figura geométrica, una intuición del espacio-tiempo. De hecho, el primer uno fue simplemente un punto imaginado en el espacio, una auténtica disrrupción en el vacío. El dos una línea nacida de la unión entre dos puntos; el tres, un triángulo, el cuatro un cuadrado, el cinco un pentágono; y así sucesivamente.
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Con el uno todavía no existen las dimensiones. Con el dos, la línea, surge la primera dimensión, con el tres, el mundo bidimensional; y con el ocho, el cubo, la tercera dimensión -aunque ésta ya está presente con el tetraedro, uno de los sólidos platónicos que surge de la intersección entre cuatro puntos, y viene formado por cuatro caras, por lo que puede considerársele un figura del cuatro.
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Pitágoras
El pensamiento de Pitágoras, como todo obrar filosófico de la antigüedad, da cuenta del Opus de un Iniciado, de un hombre en conexión con lo divino. No era él, por cierto, un simple matemático, si por esto se entiende lo que la matemática ha llegado a ser en el presente. Es cierto que él trabajó con números y con formas geométricas, al igual que lo hicieron sus discípulos; pero la numérica de entonces, lo mismo que la geometría, tienen muy poco en común con lo que hoy se entiende por ambas disciplinas. La concepción del número pitagórico, aserto inicial del Opus de Pitágoras, y la misma noción asociada al término “matemática”, nos da ya una pista suficiente para penetrar en estos misterios. Los Pitágoricos, que a sí mismos se llamaban “matemáticos”, cultivaron una forma elevada del saber, una gnosis superlativa, a la que denominaron “Mathema”. Por esta entendían principal y privilegiadamente un tipo de conocimiento “superior”, “divino” y “revelado” cuya finalidad última era la “trascendencia”. Trascender, para los matemáticos (pitagóricos), era ir más allá en el orden de los mundos; el concepto propiamente tal era la metempsicosis, la transmigración del alma, con lo que queda de manifiesto que el interés de éstos, por los números, no tenía mucho que ver con hacer cálculos, o contar o descontar para la supervivencia. En el centro de la Mathema se hallaban los números, los “aritmos”, que para los matemáticos de Pitágoras tenían no sólo una dimensión cuantitativa, sino, y priviligiadamente, una dimensión cualitativa. Los números eran, antes que nada, cualidad. Así, el uno era la unidad, el dos, la división, el tres, la restitución, el retorno a la unidad, el cuatro, la materia, la manifestación, el cinco, el número del hombre, la cuadratura del círculo; etc. Todas estas nociones del número arrancan de su naturaleza, de su esencia nunca bien comprendida. El número es, ante todo, una forma, una figura geométrica, una intuición del espacio-tiempo. De hecho, el primer uno fue simplemente un punto imaginado en el espacio, una auténtica disrrupción en el vacío. El dos una línea nacida de la unión entre dos puntos; el tres, un triángulo, el cuatro un cuadrado, el cinco un pentágono; y así sucesivamente.
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Con el uno todavía no existen las dimensiones. Con el dos, la línea, surge la primera dimensión, con el tres, el mundo bidimensional; y con el ocho, el cubo, la tercera dimensión -aunque ésta ya está presente con el tetraedro, uno de los sólidos platónicos que surge de la intersección entre cuatro puntos, y viene formado por cuatro caras, por lo que puede considerársele un figura del cuatro.
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Pitágoras
El pensamiento de Pitágoras, como todo obrar filosófico de la antigüedad, da cuenta del Opus de un Iniciado, de un hombre en conexión con lo divino. No era él, por cierto, un simple matemático, si por esto se entiende lo que la matemática ha llegado a ser en el presente. Es cierto que él trabajó con números y con formas geométricas, al igual que lo hicieron sus discípulos; pero la numérica de entonces, lo mismo que la geometría, tienen muy poco en común con lo que hoy se entiende por ambas disciplinas. La concepción del número pitagórico, aserto inicial del Opus de Pitágoras, y la misma noción asociada al término “matemática”, nos da ya una pista suficiente para penetrar en estos misterios. Los Pitágoricos, que a sí mismos se llamaban “matemáticos”, cultivaron una forma elevada del saber, una gnosis superlativa, a la que denominaron “Mathema”. Por esta entendían principal y privilegiadamente un tipo de conocimiento “superior”, “divino” y “revelado” cuya finalidad última era la “trascendencia”. Trascender, para los matemáticos (pitagóricos), era ir más allá en el orden de los mundos; el concepto propiamente tal era la metempsicosis, la transmigración del alma, con lo que queda de manifiesto que el interés de éstos, por los números, no tenía mucho que ver con hacer cálculos, o contar o descontar para la supervivencia. En el centro de la Mathema se hallaban los números, los “aritmos”, que para los matemáticos de Pitágoras tenían no sólo una dimensión cuantitativa, sino, y priviligiadamente, una dimensión cualitativa. Los números eran, antes que nada, cualidad. Así, el uno era la unidad, el dos, la división, el tres, la restitución, el retorno a la unidad, el cuatro, la materia, la manifestación, el cinco, el número del hombre, la cuadratura del círculo; etc. Todas estas nociones del número arrancan de su naturaleza, de su esencia nunca bien comprendida. El número es, ante todo, una forma, una figura geométrica, una intuición del espacio-tiempo. De hecho, el primer uno fue simplemente un punto imaginado en el espacio, una auténtica disrrupción en el vacío. El dos una línea nacida de la unión entre dos puntos; el tres, un triángulo, el cuatro un cuadrado, el cinco un pentágono; y así sucesivamente.
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Con el uno todavía no existen las dimensiones. Con el dos, la línea, surge la primera dimensión, con el tres, el mundo bidimensional; y con el ocho, el cubo, la tercera dimensión -aunque ésta ya está presente con el tetraedro, uno de los sólidos platónicos que surge de la intersección entre cuatro puntos, y viene formado por cuatro caras, por lo que puede considerársele un figura del cuatro.
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Pitágoras
El pensamiento de Pitágoras, como todo obrar filosófico de la antigüedad, da cuenta del Opus de un Iniciado, de un hombre en conexión con lo divino. No era él, por cierto, un simple matemático, si por esto se entiende lo que la matemática ha llegado a ser en el presente. Es cierto que él trabajó con números y con formas geométricas, al igual que lo hicieron sus discípulos; pero la numérica de entonces, lo mismo que la geometría, tienen muy poco en común con lo que hoy se entiende por ambas disciplinas. La concepción del número pitagórico, aserto inicial del Opus de Pitágoras, y la misma noción asociada al término “matemática”, nos da ya una pista suficiente para penetrar en estos misterios. Los Pitágoricos, que a sí mismos se llamaban “matemáticos”, cultivaron una forma elevada del saber, una gnosis superlativa, a la que denominaron “Mathema”. Por esta entendían principal y privilegiadamente un tipo de conocimiento “superior”, “divino” y “revelado” cuya finalidad última era la “trascendencia”. Trascender, para los matemáticos (pitagóricos), era ir más allá en el orden de los mundos; el concepto propiamente tal era la metempsicosis, la transmigración del alma, con lo que queda de manifiesto que el interés de éstos, por los números, no tenía mucho que ver con hacer cálculos, o contar o descontar para la supervivencia. En el centro de la Mathema se hallaban los números, los “aritmos”, que para los matemáticos de Pitágoras tenían no sólo una dimensión cuantitativa, sino, y priviligiadamente, una dimensión cualitativa. Los números eran, antes que nada, cualidad. Así, el uno era la unidad, el dos, la división, el tres, la restitución, el retorno a la unidad, el cuatro, la materia, la manifestación, el cinco, el número del hombre, la cuadratura del círculo; etc. Todas estas nociones del número arrancan de su naturaleza, de su esencia nunca bien comprendida. El número es, ante todo, una forma, una figura geométrica, una intuición del espacio-tiempo. De hecho, el primer uno fue simplemente un punto imaginado en el espacio, una auténtica disrrupción en el vacío. El dos una línea nacida de la unión entre dos puntos; el tres, un triángulo, el cuatro un cuadrado, el cinco un pentágono; y así sucesivamente.
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Con el uno todavía no existen las dimensiones. Con el dos, la línea, surge la primera dimensión, con el tres, el mundo bidimensional; y con el ocho, el cubo, la tercera dimensión -aunque ésta ya está presente con el tetraedro, uno de los sólidos platónicos que surge de la intersección entre cuatro puntos, y viene formado por cuatro caras, por lo que puede considerársele un figura del cuatro.