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LIBRO POLÉMICO

En este caso se trata de tres lecturas del libro de Joan Coderch, La relación paciente-
terapeuta. El campo del psicoanálisis y la psicoterapia psicoanalítica, Paidós, Barcelona, 2002,
272 p.

PSICOANÁLISIS TRADICIONAL Y POSMODERNO: UNA DIFÍCIL RELACIÓN

Mis estudios en Nueva York, a principios y mediados de los años noventas, se vieron
caracterizados, al menos en parte, por mi sorpresa y ambivalencia frente a un debate que
tomaba cada vez más fuerza entre colegas analistas de uno y otro campo del psicoanálisis
anglo-parlante, concerniente al rol del psicoanálisis clínico ante el concepto de la multiplicidad
del self (sí mismo). Ampliando esta discusión, se podía entender, en el trasfondo, una rencilla
entre visiones más clásicas vs. las de semblante posmoderno. Esto me llevó a considerar que
en ese mundo estaba germinando inconfundiblemente un movimiento, o varios movimientos,
que podríamos agrupar, a pesar de diferencias teóricas importantes, en algo semejante a un
“psicoanálisis posmoderno”. Debo reconocer que mi incomodidad personal ante este
movimiento intelectual y clínico, que abarca todo el patrimonio psicoanalítico vis-a-vis el
momento cultural posmoderno de nuestro mundo neoliberalmente globalizado, no ha
desaparecido por completo. Por eso es menester aclarar, como punto de partida, que este
comentario del nuevo trabajo de Coderch, libro que se encuentra estrechamente ligado a esta
“postura”, está teñido de esa disconformidad. Sin embargo es un debate que se hace
históricamente inevitable, y no tomar parte es convertirnos en cómplices silenciosos y
desinteresados del futuro de nuestra imposible profesión. En este sentido, deseo establecer
que, aparte de las críticas que estoy a punto de plantear, celebro el nuevo libro de Joan
Coderch pues tiene varios niveles de valor por los cuales merece ser leído, no siendo el menor
de estos méritos aportarnos una importante introducción, con reseñas tanto teóricas de índole
propiamente psicoanalíticas, así como epistemológicas, al movimiento mencionado; debate a
su vez que si bien puede ser altamente académico, no deja de tener importantes implicaciones
clínicas.

El nuevo libro del analista catalán Joan Coderch, La Relación Paciente Terapeuta, aborda el
complejo tema del vínculo entre analista (y/o terapeuta psicoanalítico) y paciente, pero lo hace
de una forma particular, a saber, partiendo de los aportes provenientes del campo del
pensamiento posmoderno, tanto en psicoanálisis, psicología, filosofía, lingüística, teoría
literaria, etc. De hecho el primer capítulo se dedica justamente a resumir aquellas áreas y

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fenómenos del desarrollo posmoderno que el autor considera de mayor importancia e impacto
en la cultura contemporánea, así como en el psicoanálisis propiamente. Y he aquí que
encontramos que Coderch tiene sin duda un don para el resumen: en tan solo 67 páginas nos
pasea por los mundos de la posguerra, de Heisenberg, del New Criticism norteamericano,
Derrida, constructivismo social, H.S. Sullivan y el psicoanálisis interpersonal, Roy Schaffer, Irvin
Hoffman, de Saussure, Wittgenstien, Popper, Stephen Mitchell, sólo por mencionar unos
cuantos puntos de referencia del viaje a través de la posmodernidad que nos ofrece el primer
capítulo. Es al final de este capítulo donde el lector se pregunta: “¿será que Coderch (quien
previamente se había denominado como un autor de la teoría de relaciones objetales) está a
punto de hacer alianza con el psicoanálisis posmoderno?” Pero no, sucede que lo que intenta
el autor es algo distinto, algo que espero quede claro al final de estos apuntes. Por el momento
sigamos por los tramos que apunta el autor.

Continuando con el primer capítulo, aparte de una notable capacidad para resumir sin
sobresimplificar, Coderch muestra, en ocasiones, dificultades para alejarse de planteamientos
categóricos, algo que, como él mismo autor reconoce, va contrario al modo de pensamiento
posmoderno. Por ejemplo, en la introducción plantea que ha cambiado su postura respecto a la
“técnica psicoanalítica”, casi dándonos a entender que no existe para él tal cosa pues “la
técnica persigue la consecución de un objetivo conocido de antemano y siempre idéntico... y a
sea en la construcción de algo tan simple como cucharillas de café o [un] automóvil… nada de
esto es superponible a lo que sucede en el encuentro entre dos mentes… Ningún proceso
analítico es igual a otro.” (p. 26-27). Por un lado intenta ser “pluralista” con respecto la práctica
psicoanalítica -muy posmoderno sin duda- pero a la vez proporciona una definición absolutista
y rígida del concepto de técnica, actitud que sería considerada arcaica por una mente
posmoderna. A través de todo el libro encontramos este tipo de pequeñas contradicciones, que
si bien no invalidan los argumentos de Coderch, sí evidencian la tensión interna del texto,
tensión quizás provocada justamente por lo que el autor llama la dialéctica entre la modernidad
y la posmodernidad.

Otro ejemplo de mayor peso que el que recién acabo de mencionar, y que considero
representativo del conflicto intrínseco al planteamiento del autor, está en el uso, con cierta
frecuencia, de la noción de autenticidad dentro de su propio discurso cuasi-posmoderno. Para
quienes hemos abordado el difícil trabajo de empaparnos del psicoanálisis y la psicología
posmodernistas, sabemos que el término “autenticidad” es un término claramente conflictivo y
ambivalente (Gergen, 1991; Mitchell, 1993, etc.), y cada vez más contrario al pensamiento
posmoderno.

Es importante hacer algunos comentarios sobre el segundo capítulo donde Coderch aborda el
muy debatido tema del cambio psíquico, partiendo de antecedentes filosóficos que se amarran,
de acuerdo al autor, en el pensamiento de Popper. Luego de ofrecer un sustento filosófico sin
duda sugestivo, pasa a consideraciones propiamente psicoanalíticas a partir del tema de las
estructuras y subestructuras, primarias y secundarias. Es en relación a estos aspectos
psicoanalíticos que creo necesario hacer algunos apuntes. Si no comprendo mal, en parte sus
conclusiones no son radicalmente distintas a las que ofrecen Kernberg (1991) y otros autores
“tradicionales” en cuanto a que la transferencia es el ámbito donde se pueden verificar, por
decirlo de alguna manera, los cambios en las constelaciones y estructuras de las relaciones

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objetales internas y las fantasías acompañantes (p. 285). Pero en lo que respecta a cómo
ocurre el cambio psíquico encontramos una diferencia importante, en mi opinión polémica,
aunque a su vez poco clara. Por un lado, Coderch nos recuerda constantemente la importancia
de la labor interpretativa. Por otro, en la medida que se dedica a clarificar, de manera enfática,
la importancia y las características de la relación psicoanalítica, llega a la conclusión, posible
resultado de una búsqueda de balance y de negociación, de que tanto la relación como la
interpretación son los factores que promueven el cambio psíquico a nivel estructural. En su
propias palabras: “La nueva experiencia de relación que se establece entre paciente y analista,
y el insight consecutivo a la interpretación de las fantasías inconscientes que envuelven esta
relación, son los agentes terapéuticos fundamentales” (p. 104). Pareciera pues, ubicarlos en el
mismo nivel de valor terapéutico. A pesar de esto, más adelante dice que “en la terapéutica la
interpretación y el insight son los principales agentes productores de tales modificaciones” (p.
106). Y más adelante, en una ejemplificación clínica aborda el tema del cambio psíquico que
me parece más delicado, a nivel de relaciones de poder, dice: “Ello permitió que sus temores
fueran disminuyendo y que me incorporara como un objeto vivo y favorable para ella en su
interior. Esta incorporación de un buen objeto disminuyó la fuerza y peligrosidad del mal
objeto...” (p. 120, la cursiva es mía). Resumamos: ni interpretación (mutativa como diría
Strachey), ni relación analítica, sino las dos, ninguna más importante que la otra. Pero eso sí, la
labor interpretativa es patentemente el principal agente de cambio estructural. Claro está,
mientras que el o la paciente pueda incorporar la figura del analista como objeto bueno (¿una
reformulación desde la teoría de relaciones objetales del “corrective emotional experience” de
Franz Alexander en su versión posmoderna?).

Me parece particularmente peligroso este último supuesto donde los pacientes requieren, para
lograr cambios intrapsíquicos profundos, introyectar la figura del analista como objeto bueno.
Sin duda la regla de la abstinencia cumple un factor fundamental en la práctica psicoanalítica,
pero no para promover la idea, narcisísticamente cargada, de que el analista sea por definición
el objeto bueno. Todo lo contrario, la abstinencia encuentra su valor en la medida que permita
al paciente la experiencia de no afrontar un objeto invasor, y por ende poder jugar con su
mundo de representaciones internas. Esto, a la larga le puede permitir que llegue a crear
constelaciones nuevas de representaciones, pero de forma concordante a su propio mundo
interno, no aquel de su analista. Que haya mutua interacción e influencia no elimina el hecho
de que la abstinencia del analista minimice la inevitable contaminación de éste sobre su
paciente. Y esta minimización, aunque mínima, hace toda la diferencia.

Ahora bien, la discusión sobre las teorías relacionales e interpersonalistas son de suma
importancia, y la apertura informada que claramente maneja Coderch, inspira al lector a
abordar el estudio de modelos distintos, y a veces opuestos entre sí, de manera abierta, sin los
dogmatismos teóricos que tanto daño han causado en nuestra profesión. Creo que este es el
gran logro de este libro. Y he aquí el gran reto que se propone Coderch, a saber, la integración
de los aportes más significativos de modelos posmodernos, sin abandonar la vasta herencia
psicoanalítica de los modelos tradicionales, acercándonos a un punto más moderado, al mismo
tiempo transigente y en alguna medida coherente con su visión pluralista. Sin integrar un
modelo nuevo, y esta no era su intención como bien deja claro, sí logra sentar las primeras
bases para un psicoanálisis que se ubicaría en un lugar intermedio entre la ortodoxia y las
posturas radicalmente posmodernas. Señala un posible camino a seguir, y creo que esto es lo

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que intenta, y logra, Joan Coderch en este libro. Y a pesar de no haber eliminado mis
ansiedades sobre los psicoanálisis posmodernistas, el abordaje serio y responsable de
Coderch permite mantener la incertidumbre necesaria para creer que el camino puede llevar a
posturas esperanzadoras, y que si somos honestos con respecto a nuestros “prejuicios”,
podemos aprender e incorporar aportes de una multiplicidad de modelos, sin dejar de ser
quienes somos, no multiplicando nuestros sí mismos, sino ampliando nuestros horizontes, de
manera auténtica. Por eso creo que el libro pudo haberse subtitulado ¿Puede lograrse una
unificación entre los psicoanálisis tradicionales y los psicoanálisis posmodernos? Coderch
contesta con un sincero pero cuidadoso sí.

Hay otra cualidad de Coderch que merece ser señalada, aunque no es exclusiva a este libro,
sino que es algo que abunda en otras obras que he leído de este autor (1990, 1995). Me
refiero a una cierta sensibilidad, una cierta humanización de la clínica psicoanalítica que va
allende de los dogmas y las teorías, algo que toca, creo, el tema de la autenticidad que
defiende en sus desarrollos teóricos y que claramente practica en la terapéutica. Nos exhorta a
no poner la teoría por encima de la persona que sufre y busca ayuda. Nos incita a revisar
constantemente nuestra “neutralidad”, la cual en ocasiones puede prestarse para racionalizar
actos de crueldad. Pero sobre todo nos inspira a ejercer una clínica honesta, genuina, cálida y
comprometida, lejos de la esterilidad emocional del analista estereotípico.

Una última crítica, o quizás advertencia, que deseo mencionar brevemente, tiene que ver de
manera general con las posturas psicoanalíticas relacionales, interpersonalistas, y
constructivistas. Estas, me parece, contienen en su fuero la posibilidad de incorporar a sus
desarrollos teóricos el campo del factor socio-cultural que tan frecuentemente el mundo
psicoanalítico desmiente. Sin embargo, como tantos otros modelos psicoanalíticos, logran, en
su mayoría, evitar abordar la realidad social y momento histórico que nos rodea, aunque no la
realidad académica e intelectual, y se limitan a la psicología de dos personas. En tanto y
cuanto sigan siendo modelos a-críticos del entorno social, por más avances clínicos que
aporten, y no son pocos, permanece el peligro inminente que se presten al servicio de la
continua y sempiterna alienación del individuo. Por lo tanto quisiera cerrar estos apuntes con
las palabras de un analista jungiano, en aras también de la apertura y pluralidad de posturas,
que se presta para pensar justamente esta dicotomía, a la larga artificialmente creada: “Se
sienten intensos episodios de añoranza y soledad. Pero estos sentimientos no son sólo el
producto de relaciones pobres; surgen también porque no nos encontramos en ningún tipo de
comunidad política que tenga sentido, que importe. La psicoterapia promueve los asuntos
relacionales, pero lo que intensifica esos asuntos es que no tenemos ya sea a) trabajo
satisfactorio, o b) quizás aún más importante, no tenemos una comunidad política
satisfactoria.” (Hillman y Ventura, 1992). Queda por ver como los modelos tanto tradicionales
como posmodernos enfrentarán este embrollo.

Eddy Carrillo R.

Psicoanalista, Asociación de Psicoanálisis

y Psicología Social. San José, Costa Rica.

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Bibliografía

CODERCH, J. (1990), Teoría y Técnica de la Psicoterapia Psicoanalítica, Barcelona, Herder.

----(1995), La Interpretación en el Psicoanálisis, Barcelona, Herder.

GERGEN, K. (1991), The Saturated Self, New York, Basic Books.

HILLMAN, J. y VENTURA, M. (1992), We’ve had a hundred years of psychotherapy


and the world’s getting worse, New York, Harper Collins.

KERNBERG, O. (1991), “Objetivos terapéuticos y la naturaleza del cambio psíquico”, Revista


de Psicoanálisis, Vol. 1, 48, pp. 283-296.

MITCHELL, S. (1993), Hope and Dread in Psychoanalysis, New York, Basic Books.

INVENTANDO EL AGUA TIBIA

La contratapa del libro nos informa que el autor es miembro de la Asociación Psicoanalítica
Internacional (IPA). Esta información es casi innecesaria, ya que el libro refleja los postulados y
prejuicios de esa institución con una fidelidad eclesiástica. Para empezar, su noción,
parcialmente implícita pero no por ello involuntaria, de qué es psicoanálisis y qué no lo es, para
lo cual plantea, disimuladamente, dos ejes: la profesión de fe y la pertenencia. La primera tiene
que ver con una serie de puntos filosóficos, teóricos y técnicos, que se presentan como un
dogma; la segunda, que sólo son psicoanalistas los miembros de esa Asociación. Y que sólo
es psicoanálisis el que se hace con cuatro o cinco sesiones por semana durante muchos años.
Concede, graciosamente, que otras formas de aproximación (por ejemplo su paciente de dos
sesiones por semana) son “psicoterapia psicoanalítica”, forma devaluada y más superficial de
trabajar con el inconsciente.

El autor hace una defensa apasionada y repetitiva de las posturas más conservadoras y
conocidas del psicoanálisis de la segunda mitad del Siglo XX, a las que trasviste de novedad.
Sus propuestas son un conjunto de “invenciones” de lo que ya había sido inventado hace
algunas décadas, y superado por múltiples desarrollos. Eso sí, en tanto esos desarrollos
pertenecen a autores y corrientes de fuera de la IPA, para él no existen. Pero no sólo no

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existen los desarrollos superadores, sino tampoco los antecedentes a los mismos, aunque
hubiesen sido tema central de trabajo de miembros de la IPA. Para borrar a los críticos y
disidentes, borra también los problemas que los antecedieron y les dieron su razón de ser.
Sigue así lo que la “cocina típica” psicoanalítica prescribe, que es una vieja fórmula empleada
desde hace milenios por religiones y dictaduras. Las propuestas de teoría y técnica
psicoanalítica que nos presenta, son exactamente las que estaban de moda en el psicoanálisis
de los cincuenta y los sesenta... ¡y que dieron lugar a múltiples movimientos y teorizaciones
para cuestionarlas y superarlas! Toda la concepción del trabajo psicoanalítico en relación a
transferencia y contratransferencia eran el tema central de los escritos de los psicoanalistas
sudamericanos e ingleses de esa época. Como dato a reflexionar, me permito suponer que las
influencias más hegemónicas en la formación inicial de Joan Coderch provienen de la
Asociación Psicoanalítica Inglesa, sólo parcialmente modificadas luego por algunos autores
norteamericanos. A mediados de los sesenta, cobran vida nuevamente (digo nuevamente
porque el tema existe desde los veinte, con Reich) las críticas al concepto restringido de
contratransferencia, concepto que en esa versión limitada excluye la influencia de lo social, y
se abren entonces nuevas formas de teorizar los campos técnicos y las prácticas del
psicoanálisis clínico. Todos esos aportes son flemáticamente dejados de lado por el autor de
nuestro libro polémico. El concepto de transversalidad, de Guattari, o el de implicación, del
movimiento institucionalista, han superado estas controversias hace más de un cuarto de siglo.

Su psicoanálisis relacional carece de especificidad. Desde un punto de vista teórico, plantea,


como gran descubrimiento, lo que cualquier persona, psicoanalista o no, acepta como obvio:
que las conductas de alguien tienen que ver con la relación que ese alguien tiene con otro. Sus
planteos de la página 128 son una reiteración de lo que Freud ha escrito en 1930, sólo que
despojado de profundidad teórica.

Joan Coderch, a pesar de citar el libro de Sockal y Bricmont, parece no haberlo entendido.
Recurre sistemáticamente a los errores y sin sentidos que esos autores tan lúcidamente
criticaron. Para empezar, la posición del autor que nos ocupa es de relativismo cultural, que,
por supuesto no asume, sino se puede inteligir a partir de las ambigüedades que caracterizan
su “análisis” de la filosofía, la epistemología y la sociología. En segundo término, la
extrapolación de ideas y conceptos provenientes de otras disciplinas, desde la filosofía hasta
las ciencias duras de laboratorio. Pero esa utilización es tan asistemática como superficial. El
autor que nos ocupa toma nociones y conceptos de otras disciplinas –muchas veces con una
ligereza, por no decir ignorancia, que se convierte en un despropósito si lo que buscaba era
lucirse- y supone que los incorpora a su campo teórico y su práctica clínica, aunque no se ve ni
lo uno ni lo otro. Es la típica forma de intentar “verificar” o sustentar una postura
intradisciplinaria acudiendo a los conceptos más prestigiados de otra, usando una supuesta
equivalencia que, en el mejor de los casos, no pasa de ser una metáfora. Pero metáforas no
son modelos, epistemológicamente hablando, y las metáforas no explican, sólo ejemplifican.
Así, cita desde la mecánica cuántica -¡no podía faltar en un escrito en ciencias sociales cuando
no se tienen argumentos propios!- hasta la hermeneútica, pretendiendo demostrar con estos
aportes las bondades de lo que él plantea para el psicoanálisis. En algunos casos, como en su
defensa apasionada de la postmodernidad, hace un recorte muy particular, dividiéndola en una
postmodernidad positiva -la de él, por supuesto- y una negativa. Su noción de postmodernidad
es la crítica al positivismo y a la confianza desmesurada en los hallazgos de la ciencia y la

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razón. Sin duda, son posturas con las que, hasta acá, no podemos menos que acordar, pero en
las que tampoco vemos un avance del conocimiento, ni, mucho menos, de la técnica
psicoanalítica.

Su postura frente a lo social oscila entre la ligereza y la bella indiferencia. Jamás aparece una
reflexión acerca de la penetración de lo ideológico y lo político en el campo de las teorías, ni,
mucho menos, en el de las prácticas psicoanalíticas. En este punto no le podemos conceder el
beneficio de la duda: no se le puede exculpar escudándolo en la ignorancia. La complicidad
con el sistema y su postura adaptacionista son obvias. Aún cuando aborda tangencialmente
este tema a propósito del “cambio psíquico”, su análisis se detiene en la obviedad, sin penetrar
en los aspectos más profundos de la postura ideológica y política que el psicoanalista transmite
de múltiples maneras. El capítulo IV lo dedica a la neutralidad, y circunscribe su crítica a los
aspectos sugestivos que se puedan infiltrar en la técnica (p. 178 a 180). Con habilidad de
prestidigitador, mezcla neutralidad con abstinencia y anonimato.

Podríamos seguir citando ejemplos de las posiciones del autor, y seguir con nuestras críticas,
hasta llenar varios volúmenes. Pero incurriríamos en una falta de respeto a la paciencia del
lector y en un despropósito en relación con los objetivos de esta sección. El meridiano de los
comentarios deben ser los conceptos centrales. Este libro postula y defiende la más
conservadora y adaptacionista posición del psicoanálisis. Y lo hace sin pudor ni sofistificación,
lo disfraza de novedad (¡¿?!) y posición de avanzada, lo expresa ayudándose de una falsa
erudición. La lectura de este texto me recordó un chiste. Un reportero entrevista a un Papa, y
sin cortesía alguna le pregunta si cree en Dios. El Sumo Pontífice le responde
espontáneamente: es como preguntarle a un mago de circo si cree que sus trucos son
verdadera magia. Pues bien, ¿Joan Coderch cree lo que está diciendo? ¿O simplemente trata
de cautivar y confundir a los aprendices (ya que ése es el nivel del libro) haciéndoles creer que
se está inventando la pólvora, y que además se está controlando a los que jalan el gatillo?.

Miguel Matrajt

LUEGO SE PONE EL TÍTULO

El Dr. Coderch es conocido entre nosotros por varios textos fundamentales que han
enriquecido considerablemente el panorama psicoanalítico hispanoparlante (aunque él escribe
en ocasiones en catalán). Un hombre muy prolífico, entrenado en la tradición kleiniana más

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acendrada, parece llevar en sus textos, si no una unidad, sí una continuidad, una evolución de
ideas. Este libro, de hecho es, según lo declara el propio autor, una clara secuencia del último
que tan popular se hiciera en nuestro medio, La interpretación en psicoanálisis (1995). Al igual
que en ése, en el que primero se ocupaba ampliamente de asuntos y problemas de la
epistemología y la filosofía de las ciencias, en La relación paciente-terapeuta su interés de
apertura es la cuestión de la posmodernidad, la intersubjetividad y la transformación de las
teorías. Sin embargo, el libro, dentro de su continuidad, marca un cambio claro en algunos
puntos al adherirse abiertamente a una de las corrientes teóricas más contemporáneas, el
psicoanálisis relacional. Esta declaratoria de principios, más algunos cambios (sorprendentes a
veces) en su propia técnica, mostrada a través de algunas escenas clínicas, convierten a La
relación paciente-terapeuta en un libro idóneo para ser comentado en esta sección de
Subjetividad y cultura: el libro polémico. Este lo es, sin duda.

Coderch se ha ocupado mucho de la teoría de la técnica psicoanalítica (después de un inicio en


los terrenos de la psicopatología dinámica[1]), y si en su anterior libro estudió a fondo los
fenómenos transferenciales, contratransferenciales e interpretativos, en este se concentra de
lleno en la relación paciente-terapeuta y su interacción analítica. Pero para ello tiene que hacer
primero un rodeo necesario, tiene que establecer el derecho a profundizar en los vínculos
terapéuticos -lejos de todo ideal clásico de objetividad- donde opera lo humano en igualdad de
circunstancias, y no en un laboratorio ascéptico donde uno analiza y el otro es analizado. Así,
el autor nos conduce por un largo recorrido a través de la modificación y evolución de las
teorías psicoanalíticas, para acabar centrándose en la aparente oposición entre modernismo y
posmodernismo. De ahí pasa a revisar el concepto de verdad en las ciencias y su relación con
las teorías filosóficas contemporáneas, para aterrizar en el concepto de transferencia,
neutralidad del analista y replantear el asunto de las metas terapéuticas. El camino es muy
claro: si el objetivo del análisis en tiempos de Freud era hacer renunciar al paciente a sus
deseos infantiles una vez que éstos eran comprendidos bajo el influjo de la razón,
acomodándose a los dictados de la realidad, a partir de la influencia del pensamiento
posmodernista en el psicoanálisis se han replanteado las metas de la terapia en tanto su
beneficio se fundamenta en el significado personal, no racional, que adquiere para el paciente.
Lo que éste necesita no sólo es la claridad y el insight del terapeuta, sino su capacidad para
proporcionarle experiencias reales y significativas al paciente. El viraje, planteado por Coderch,
suena bastante fuerte.

Un ejemplo, de los cuatro o cinco que presenta en todo el libro, es interesante para comentarlo
(pp. 144-146). Se trata de una pequeña viñeta en la cual un paciente le pide a última hora un
cambio de sesión, a lo cual se niega Coderch, y cómo a la sesión siguiente el paciente le
reclama su excesiva adhesión a la técnica psicoanalítica y que sabe que en realidad no se
interesa por él. Coderch, además de considerar los elementos edípicos involucrados, señala
que es necesario averiguar “hasta qué punto yo pude mostrarme en la realidad
emocionalmente distante de las necesidades del paciente (al margen de que me fuera
materialmente posible o no el cambio de hora), produciéndole, tal vez, la impresión de que lo
que más me importaba era cumplir con la metodología psicoanalítica” (p. 145). Y un poco más
adelante agrega: “Si examinamos con cuidado todas estas cuestiones, tal vez podremos
encontrar que la queja del paciente no se debía únicamente a una proyección transferencial del
conflicto edípico o sus fantasías de control y posesión sobre mí, etc., sino que … también se

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basaba en elementos reales a causa de mis propias características personales” (p. 146, mis
itálicas).

Lo que hace aquí la diferencia sutil es apenas el uso de la palabra “únicamente” en la última
oración. Creo que el lector que conoce la forma de trabajar de Coderch[2], su estilo
profundamente kleiniano, lee ese párrafo (y muchos otros) sosteniendo la respiración. Porque
la pregunta puede ser, enseguida, ¿por qué esos “elementos reales” no pueden ser -además
de muy verdaderos- una pantalla de proyección, “una representación inofensiva perteneciente
al preconsciente, sobre la que el inconsciente transfiere la intensidad de su carga, dejándose
encubrir por ella”, tal como Freud lo estableciera desde la Interpretación de los sueños?

Pero ciertamente Coderch no plantea excluir una explicación en favor de la otra, y esto es
necesario enfatizarlo. Sin embargo, propone un cambio de visión, una reconfiguración de la
práctica analítica, “para incluir en ella la subjetividad del analista de manera que éste pueda ser
reconocido por el paciente no como alguien que se halla en posesión exclusiva de la verdad y
la objetividad, sino como un coparticipante” (p. 147). Pero, cuando dice del paciente que
mencionamos antes, que le respondió que efectivamente a causa de la premura de tiempo con
la que fue formulada su petición él había respondido de manera excesivamente breve y
taxativa, “sin interesarse en averiguar las necesidades que le llevaban a tal solicitud”, ¿no
puede además formularse la hipótesis de que el paciente estaba a la vez colocando -vía la
identificación proyectiva- aspectos de su personalidad en el terapeuta, de tal forma que había
creado una situación, una escena, donde el terapeuta se siente atrapado y presionado para
responder, por lo que, ante la intempestiva solicitud, acaba por hacerlo rechazando al
paciente?, ¿qué esperaba obtener con una petición formulada en el último minuto?, ¿qué
fantasía tenía acerca de lo que suponía que haría el terapeuta? Al menos de manera manifiesta
no parece Coderch plantearse estas posibilidades (entre otras). Tal vez es la necesidad del
autor de enfatizar su punto, que por momentos produce la sensación de descuidar el aspecto
intrapsíquico del evento en cuestión, involucrándolo de una manera más analítica en su
propuesta del modelo relacional.

Coderch parece partir de un doble nivel de análisis del concepto de “hecho objetivo”: por un
lado, su posible existencia desde una óptica posmodernista, desde el otro, el uso técnico que el
terapeuta hace de esa información. En el primer sentido, su cuestionamiento va dirigido al
centro de la epistemología psicoanalítica al someter a un escrutinio riguroso la subjetividad del
analista, mientras que en el segundo, su propuesta plantea cambios en los objetivos del
análisis. Quizás es este segundo aspecto el que resultará más polémico a los lectores de La
relación paciente-terapeuta. El riesgo es probablemente el mismo que vivió Kohut al intentar
extraer propuestas técnicas muy cuestionables a partir de una magnífica teoría del
funcionamiento de la mente humana cuando ésta se aplica al funcionamiento de la relación
analítica. Es en este punto, en este pasaje, donde frecuentemente se dan los mayores
problemas en la evolución de las teorías psicoanalíticas (otro ejemplo sería Lacan). En el caso
de Coderch, como se suele decir, “sólo el tiempo dirá” los alcances que tienen sus
planteamientos para la teoría de la técnica.

Coderch justifica su cambio de visión clínica recurriendo a la metáfora de la relación analista-


paciente como similar a la relación madre-bebé. Desde una postura más clásica, se pueden

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estudiar los efectos de la función ejercida por la madre sobre el bebé, y cómo este decodifica e
internaliza los mensajes de aquella hasta crear un mundo propio. Desde una óptica relacional,
tendríamos que considerar además la forma en que el bebé ejerce un efecto en la madre, cómo
entre ambos se establece un intercambio, un diálogo, una serie de redes verbales y
preverbales que van estableciendo los lugares que cada uno va a ocupar en esa relación. Este
encuentro intrapsíquico e interpersonal entre la madre y el infante va a establecer no sólo un
registro, huella o identificación en la personalidad del bebé, sino que le proporciona una serie
de experiencias emocionales características que, a su vez, están en buena medida modeladas
por la propia respuesta del bebé. Lo mismo puede decirse del análisis. Podemos ver al analista
sólo como alguien que proporciona una información al paciente sobre su inconsciente, o
podemos ver la terapia como una relación completamente humana en la que es necesario
también estudiar las reacciones que el analista tiene frente a su paciente -conscientes e
inconscientes, verbales y preverbales-, cuál es la “propuesta” de relación que el paciente
plantea al analista (en tanto compañero de esa díada), y cómo responde éste. Al final de
cuentas, todas las modificaciones en la teoría traen aparejados cambios en las metas de la
terapia (“expectativas del analista” preferiría Coderch que se les llamara). Y aunque su
propuesta implique ser un poco menos ambiciosos acerca de los alcances de los poderes
curativos del analista y su supuesta objetividad, por otro lado esto le permitiría, de forma ideal,
estar en mejores condiciones para percatarse de la manera en que su subjetividad está
constantemente impactando los procesos mentales del analizando. Esta es quizás la idea que
con más énfasis nos intenta transmitir el autor.

Tal vez la mayor dificultad en este punto sea la de diferenciar claramente la relación analítica
del soporte o acompañamiento, y aunque -como ya lo mencioné párrafos arriba- en la
elaboración teórica queda suficientemente clara y bien establecida esa diferencia, en los pocos
ejemplos clínicos que el autor proporciona algo parece un tanto ambiguo por momentos, quizás
con cierta falta de naturalidad. Aun así, desde su argumentación teórica impecable, Coderch
enfatiza que el mayor agente de cambio psíquico en el análisis es la interpretación y el insight
de la nueva experiencia de relación dentro del setting analítico. El cambio psíquico no se define
por las modificaciones externas de comportamiento, sino por una reorganización de las
relaciones objetales internas, es decir, de las relaciones de los objetos entre sí y de las
relaciones del self con los objetos, por lo que claramente se entiende el énfasis que pone
Coderch en la relación intersubjetiva entre analista y paciente. Pero no desde su sola
ocurrencia o interacción, sino a partir de la interpretación que se hace de esta relación, y cómo
se genera el cambio psíquico con la reactivación de los procesos de internalización y la
experiencia emocionalmente correctiva que significa el análisis.

¿En qué diferencia Coderch al psicoanálisis relacional de las otras teorías psicoanalíticas en
cuanto a la manera en que se alcanza esa nueva configuración estructural? Para la psicología
del yo, el elemento básico es la resolución de la neurosis transferencial -repetición de la
neurosis infantil en la relación con el analista- a través de la interpretación. Para la psicología
del self, la reestructuración es el resultado de las internalizaciones transmutadoras, provocadas
por el analista en tanto self-objeto, las cuales ocasionan una reanudación del crecimiento
detenido. Para la orientación hermenéutica, la modificación se debe al logro de una mayor
coherencia narrativa del self y de la construcción del pasado del paciente. Para la escuela de
las relaciones de objeto, las modificaciones van paralelas al cambio del mundo

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representacional y, consiguientemente, de las relaciones con los objetos internos y externos.


Para la teoría intersubjetiva, la reorganización estructural se alcanza a través de la clarificación
de los fenómenos que emergen dentro de un campo psicológico constituido por la intersección
de dos subjetividades, la del analizando y el analista. En cambio, para la teoría relacional, la
nueva configuración de la mente se alcanza no sólo a través de la comprensión ofrecida por las
interpretaciones, sino también ayudando al analizado a vivir experiencias sentidas como reales
y propias y al crear su propio sentido personal (pp. 109-110). Creo que aquí queda bastante
bien definida la orientación, la toma de postura de Coderch y, naturalmente, el tipo de
cuestionamientos que puede esperar.

Toda la obra apunta en la misma dirección, y la postura de Coderch se sostiene en buena


medida en su gran capacidad para compendiar y sintetizar teorías, así como su evidente
erudición y gran práctica clínica. A diferencia de otros teóricos reconocidos por su capacidad
para integrar teorías (al estilo de Kernberg, por ejemplo), Coderch define claramente sus filias
(no estoy seguro sus fobias), las expone y las fundamenta. Entiende la relación analítica,
siguiendo a Jessica Benjamin, como intrapsíquica e intersubjetiva, no como monádica sino
como interactiva. Esto nos confronta con el problema de reconocer al otro como un centro
equivalente de experiencias, especialmente a causa del peso que tienen en la tradición
psicoanalítica el concepto y el término de objeto. En la psicología del self y en las teorías de las
relaciones objetales, el concepto de relación de objeto se refiere a la internalización psíquica y
a la representación de las interacciones entre el self y los objetos internos. Pero en todas ellas
el otro queda eclipsado bajo el concepto de objeto, con el cual se pierden todos aquellos
aspectos de su personalidad que no están directamente relacionados con el self de aquel que
se está relacionando con ese otro: Donde estaban los objetos han de devenir los sujetos (p.
196-197). Lo que le interesa a Coderch es el campo de interacción entre dos distintas
subjetividades, el interjuego entre dos diferentes mentes subjetivas. En la experiencia
intersubjetiva el otro no es únicamente percibido como el objeto de las necesidades, los
impulsos o la cognición del yo, sino como un separado y análogo self. En este sentido, la
identificación proyectiva la entiende como de doble vía: del paciente al analista y viceversa. En
seguida, de la teoría se trata de derivar una práctica congruente.

En el caso de este libro, la pregunta es si lo logra. Como ya dijimos, existen tres fases o etapas
típicas en cuanto al desarrollo de las teorías en psicoanálisis: Desarrollo de una teoría ?
Aplicación al entendimiento de la relación analítica ? Propuestas técnicas. Coderch cubre las
tres áreas en su libro (en realidad lo viene haciendo desde su libro anterior), o al menos recorre
el camino en esa dirección. El primer pasaje (el que va del desarrollo de una teoría a su
aplicación al entendimiento de la relación analítica) está bastante bien logrado, con un
fundamento preciso y documentado. El segundo (del entendimiento de la relación analítica a
una propuesta técnica) es el que parece más débil, sobre todo -como ya mencioné- porque los
escasos ejemplos clínicos dejan alguna duda acerca del cambio de actitud técnica propuesta
por Coderch. Pero quizás sólo sea una impresión personal. En todo caso, tal vez lo más
correcto sea decir que un desarrollo teórico impecable, como el que hace Coderch, no deja
ninguna duda acerca del tipo de práctica que está proponiendo, pero que, sin embargo, en este
libro, por ser justamente tan pocos los ejemplos clínicos, por momentos no queda claro si
efectivamente se refleja o se traduce nítidamente el planteamiento teórico cuando llega el
momento de presentar la práctica.

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Jorge Sánchez-Escárcega

[1] Psiquiatría dinámica. Barcelona: Herder, 1975.

[2] Por ejemplo en el caso presentado el las páginas 114-122.

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