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Trabajo práctico

En el presente trabajo nos proponemos realizar un análisis sobre las formas en


que se reproduce la dominación simbólica en el seno de las instituciones educativas
(escuelas, universidades, etc.). Para hacerlo nos serviremos de los instrumentos
conceptuales proporcionados por el sociólogo Pierre Bourdieu (Violencia simbólica,
habitus, Estructura, Capital Cultural, Social y Económico).

Antes de adentrarnos en cuestiones más concretas es preciso aclarar algunos


marcos preliminares. Para empezar, debemos mencionar que la función de la sociología
propuesta por el pensador se encarga de dar cuenta de las acciones que realizan las
personas en una sociedad determinada: por qué actúan como actúan, donde se originan
sus decisiones, sus juicios, las formas de relacionarse con los otros. Para hacerlo debemos
invertir una lógica que puede estar muy arraigada en el sentido común: no son los sujetos
individuales, autónomos, los que producto de su interacción construyen una sociedad con
características específicas, sino que las formas en que se construyen las subjetividades,
las ideologías, las relaciones, se inscriben en una estructura previa. Sin embargo, la
relación de la estructura con el individuo es recíproca, es decir, se alimentan mutuamente.

Pensar en la sociedad como una estructura brinda la posibilidad de establecer


puntos de análisis objetivos, de forma contraria, sería imposible extraer conclusiones
científicas a partir del análisis de las voluntades de los sujetos.

¿Cuál es el principio que rige la lógica de las prácticas sociales? ¿Qué es lo que
explica la regularidad y la homogeneidad de los grupos sociales? ¿Cómo se reproducen
las formas de la existencia colectiva en las diferentes construcciones sociales?
En la sociedad actual, la institución educativa y la familia, son los lugares
fundamentales donde se reproducen las estructuras de la sociedad. Es decir, en ambos,
se generan formas de actuar y de pensar, se construyen, perpetúan y “oficializan” las
diferencias sociales. El ingreso a la escuela implica de por sí el primer contacto del sujeto
con la sociedad por fuera de la familia, el ingreso a un ámbito con sus jerarquías, con sus
formas de hacer y con un lenguaje propio. El egreso proporciona una transformación del
estatus social (el sujeto pasa a estar capacitado para insertarse en el aspecto económico
de la sociedad, recibe un título que lo habilita para ocupar determinada posición, etc.). y
a su vez, en las sociedades occidentales, también constituye (aunque cada vez menos) el
paso de la adolescencia a la adultez y la posibilidad de formar una nueva familia, de tener
hijos, casarse, votar, tener una propiedad, etc.

Así como la familia instituye una forma de perpetuar la posición social, mediante
el matrimonio (el cual permite la alianza del capital económico entre dos sujetos) y de
perpetuarse mediante la herencia con la reproducción biológica; la escuela funciona como
un dispositivo similar que, como veremos a continuación, entra en conflicto directo con
el anterior.

Hemos hablado de varias formas de diferenciación social. Pierre Bourdieu


estructura estas formas mediante tres conceptos concretos: el capital económico, el
capital cultural y el social. El primero suele ser el más difundido a la hora de pensar en las
diferencias entre clases sociales. Se refiere a la capacidad de obtención de bienes
materiales y del poder que se puede ejercer mediante estos. Las relaciones que genera la
obtención y utilización de dicho capital son, en principio, fáciles de percibir: existe un bien
simbólico de intercambio (el dinero) cuyas reglas están previamente establecidas.

El capital social, en cambio, se desenvuelve en un espacio que no es fácilmente


objetivable. Implica una sumatoria de relaciones interpersonales, de contactos,
facilidades o posibilidades que se dan a través de una convención o bien implícita, o bien
fuertemente institucionalizada. La capacidad y el uso que se pueda registrar a partir de
este capital está ligado a los otros tipos mencionados. Para dar un ejemplo concreto,
podemos hablar de la facilidad que tenga un sujeto para acceder a tal puesto de trabajo
o no, no por sus habilidades específicas sino por la cercanía a otros grupos que detentan
un poder sobre la actividad en cuestión. No obstante, como dijimos, esta posibilidad
puede ser vaga o incierta, o bien puede estar ligada a una tradición bien asentada (un
ejemplo muy claro se da en la facilidad o no de acceder a ocupar un puesto en un partido
o cargo político, en una empresa, etc.).

Por último, llegamos al capital cultural, concepto sobre el cual haremos un mayor
énfasis puesto que es fundamental para pensar en la dominación y en la violencia
simbólica. El capital cultural constituye las formas mediante las cuales los sujetos acceden
a los bienes culturales, es decir, bienes simbólicos cuyo valor procede de una convención
social a la vez ligada a los otros dos tipos de capitales. La posibilidad de acceso a
determinado bien cultural no se haya solamente en las capacidades económicas y sociales
(aunque tienen gran incidencia) sino en una disposición o capacidad del sujeto en relación
con sus condiciones concretas objetivas de vida y las capacidades subjetivas, es decir, las
estructuras mentales a través de las cuales el sujeto se relaciona con el mundo físico y el
mundo social (la identidad, el lenguaje, los discursos que circulan en relación, etc.). Estos
bienes culturales, dentro de los cuales el lenguaje ocupa un rol preponderante, no
siempre saltan a la luz de una forma explícita, sino que se encuentran plasmados en la
estructura mental, cognitiva de los sujetos: aparecen naturalizados como prácticas,
formas de interpretar, juicios de gusto, formas de trabajar, de expresión, etc.

Ahora bien, las escuelas, en este sentido, son los dispositivos ideales de
producción de capital cultural. En estas se reproducen tipos específicos de bienes
culturales que se les exigen a los alumnos, a menudo, sin proporcionárselos. Se construye
un sentido común, una ideología (en el sentido de representación ideal del mundo), un
esquema de verdades.

Es aquí donde podemos encontrar las diferentes manifestaciones de dominación


y de violencia simbólica: en las escuelas se exige a los alumnos que tengan y/o manejen
un discurso específico, que conozcan y utilicen ciertas normas modales, éstas, cercanas a
una forma de cultura en particular que no puede coincidir con la heterogenia proveniencia
de todos los alumnos. Partimos entonces desde un marco desigual, que usualmente
expulsa y discrimina a unos y premia a otros. Muchos de los que ingresan a la escuela ya
heredaron de la familia muchos de estos bienes simbólicos por lo que no encuentran
mayores dificultades ni diferencias entre el lenguaje exigido con el que ya poseen. Existe
una correlación muy fuerte entre el capital cultural familiar y el posterior éxito académico.

Habíamos mencionado que la reproducción de estos dispositivos no implicaba una


voluntad consciente, sino que, al estar incorporados en la estructura mental de los
sujetos, al verse naturalizados, se trasladaba de forma inconsciente. La familia
inconscientemente, sin la necesidad de proferir una orden, un mandato concreto,
imprime en los hijos miles de formas culturales. Debemos detenernos a pensar que los
agentes pertenecientes a las instituciones educativas no están por fuera de este esquema.
Evidentemente, como sujetos también inmersos en las estructuras de la sociedad, no
están exentos de ser moldeados por esta. Al contrario, a menudo los maestros y
profesores, los cuales han estado más tiempo bajo la influencia de las instituciones
educativas, son más propensos de caer en las mismas prácticas. En la mayoría de los casos,
no existe la conciencia ni la voluntad de estar discriminando, de estar ejerciendo una
violencia sobre los alumnos. No obstante, el mismo proceso de calificación implica un
juicio que está lejos de ser meramente académico. Los adjetivos que se utilizan para
evaluar en la escuela primaria (brillante, sobresaliente, insuficiente) son un claro ejemplo
de esto. Aún más, la elección de lo que se debe enseñar y de cómo hacerlo también está
ligada a elecciones previas enfrascadas en luchas de poder: materias menores o
superiores, relevancia de contenidos, progresión de estos a través de los años, todos
factores que aparecen naturalizados, tomados como universales. Así damos con
preconceptos y frases que se reproducen sin mayor detenimiento; así se considera que el
plan de estudios de Historia (por mencionar uno) incluya el estudio de la Grecia clásica, o
del Imperio Romano y no de cualquier otro. O bien se genera una autocensura frente
determinados temas, como la política, la sexualidad, etc.
Cuando decimos que el proceso de evaluación dista de remitirse solo a aspectos
de desempeño académico, hablamos de un juicio cuyo fundamento es social, aunque no
se perciba de esa manera. El profesor termina estableciendo los parámetros evaluativos
de acuerdo a su estatus social en relación al del alumno.

Si trasladamos esta situación al presente, vemos que el conflicto se agudiza. A


mitad del siglo XX, aquellos que podían acceder a la educación formal eran muchos menos
de los que hoy son. Hoy la posibilidad se ha extendido hacia todos los estratos de la
sociedad. La diversidad cultural de los sujetos es incompatible con la pretensión de
homogeneidad de la escuela. Nos encontramos entonces, en un mismo espacio, con
sujetos que ingresan ya estando alfabetizados, al tiempo que, para otros, el primer año
escolar significa un primer contacto con una cultura diferente, desconocida. A partir de
que ignoramos la relación o ignoramos las capacidades, las aptitudes, las cualidades, las
propiedades que se piden; cuando ignoramos que son un producto social, que no se
encuentran en la naturaleza, sino que son generadas por un trabajo social e histórico, e
igualmente las solicitamos, estamos ejerciendo una forma de violencia simbólica.

¿Cómo podemos revertir esta situación? En tanto estos dispositivos no dependen


de agentes sociales concretos (profesores, alumnos, directivos, gobierno), sino que son
parte de una maquinaria que los constituye y los sobrepasa, sería un error pensar que la
modificación aislada en torno a uno de estos, generaría un cambio significativo. Para
Bourdieu, la reflexión sobre la inconsciencia de estos mecanismos, la conciencia de ser
inconsciente, es un punto de partida. Frenar su eficacia, hacer hincapié justamente en las
cuestiones que están más normalizadas, atravesar el sentido común, rastrear y reconocer
las capas sobre las que se construye.

Este es el camino más complicado de recorrer. La dominación simbólica se aloja


de tal forma que oculta su propia cara, su propia forma de ser, de ahí su efectividad.
Foucault con respecto a esta forma de dominación escribía: “Un déspota imbécil puede
obligar a unos esclavos con unas cadenas de hierro; pero un verdadero político ata mucho
más fuertemente por la cadena de sus propias ideas. Sujeta el primer cabo al plano fijo de
la razón; lazo tanto más fuerte cuanto que ignoramos su textura y lo creemos obra
nuestra; la desesperación y el tiempo destruyen los vínculos de hierro y de acero, pero no
pueden nada contra la unión habitual de las ideas, no hacen sino estrecharla más; y sobre
las flojas fibras del cerebro se asienta la base inquebrantable de los Imperios más sólidos".1

La diferencia con lo expresado por Bourdieu reside en la mención de un sujeto


consciente de ejercer dominación sobre los otros, mientras que nosotros hablamos de un
mecanismo de reproducción inconsciente. No obstante, encontramos una coincidencia en
tanto los dos privilegian el aspecto simbólico como forma de dominación por excelencia.

Por lo tanto, frenar la eficacia de estos mecanismos, conllevaría desligar los lazos
que constituyen el habitus, nuestra moldeada disposición para percibir el mundo y a
nosotros mismos.
BIBLIOGRAFÍA

CALDERONE, M. (2004). “Sobre violencia simbólica en Pierre Bourdieu”. “La trampa de la


comunicación” 9, 1-9.

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