De la subjetividad del ensayo (problema de género) al sujeto del ensayo (problema de estilo)
KURI
¿Qué hay en la conjunción Ensayo y Subjetividad que a la vez
que parece cruzar dos conceptos conocidos, casi inevitablemente atraídos, alberga, sin embargo, tantos sobreentendidos oscuros y crónicos? De hecho cada pieza supone una congestión de cuestiones difíciles, pero sobre todo necesarias. Resulta difícil la coexistencia de la afirmación epistémica con la es- tructura poco metodológica del ensayo. Porque, aunque discrepan- te de la tradición epistemológica, el problema del saber interviene en todo ensayo, y lo vincula, más allá de lo literario, con proposi- ciones de saber. Esta característica viene con la presión del algo necesario, que ha producido conflictos insoslayables (de no ser así no tendría la me- nor importancia) sobre el poder de los géneros, sobre la supersti- ción científica y la protección metodológica. Se sabe, en la Argentina los discursos de mayor consecuencia y originalidad no han surgido ni del academicismo universitario (con gestos de cientificidad) ni de sistemas filosóficos. Borges, Lugones, Masotta, Martínez Estrada, Macedonio Fernández, Sarmiento, Ingenieros han conseguido una potencia que, diría, más que consa- grar al ensayo como género argentino, han establecido lo ensayísti- co como foco de iluminación e insurrección que atraviesa y fastidia en el “interior” de cualquier género. El campo de fuerza que produce el ensayo, su estatuto de “interpe- lación polémica”, interviene en la masa de indagaciones contem- poráneas dominadas por lo que el afán científico llamó ciencias humanas (clasificación desplazada después hacia ciencias del dis- curso), y de las que se podría hacer un catálogo tan inestable como informe. Desde los relevos postmodernos del marxismo, pasando por el es- tado solipsista de la actual crítica literaria, y la ambición filosófica o arqueológica que ha hipnotizado a buena parte de la literatura, 33 desde la fatigosas reiteraciones psicoanalíticas hasta las seudo-in- vestigaciones universitarias, en todos los casos podemos reconocer una lucha con lo que define el estatuto del ensayo y la presencia del problema del sujeto, en algunas ocasiones como vindicación y en otras como denuncia de debilidad epistemológica. Es posible aceptar que existe una serie de rasgos que, aunque cam- biantes y diversamente argumentados, caracterizan lo que se lla- ma ensayo. Es sobre el aparente acuerdo donde resulta decisivo señalar lo que produce la aparición del sujeto como preocupación teórica y de estilo. A partir del momento en que hablar del sujeto deja de ser un sobreentendido o un término circunstancial (don- de parecía indistinto hablar de personalidad, subjetividad o yo del autor), esto es, cuando comenzamos a sentir el peso del concepto, probablemente a partir de Subversión del sujeto de Lacan o Qué es un autor de Foucault (creo que es mejor cifrar en artículos lo que habitualmente se desdibuja invocando una época o una Escuela), se produce una fractura y una revisión sobre lo que era aceptado como género del ensayo desde aproximadamente el siglo XVI. El parentesco del ensayo con el género epistolar, el “sorprendente grado de flexibilidad con que trata cualquier tema”, la constante insinuación de un interlocutor operando en el texto, cierta disper- sión inevitable o calculada, su carácter fragmentario. Todas estas cosas, y por supuesto otras, podrían reconocerse como propias del ensayo. Independientemente de las épocas, se admiten parentes- cos más o menos visibles con lo que se ha dicho de los ensayos de Coleridge o De Quincey. Pero esta continuidad en el enfoque se interrumpe al constituirse el sujeto como problema conceptual. Sin duda que hacer pasar el estatuto del ensayo por la función do- minante de la primera persona es insuficiente. Casi un modo de confundir el ensayo con el sentimentalismo. El dato de la primera persona no contiene una determinación absoluta, de ser así nos lle- varía a no distinguir el ensayo de la confesión autobiográfica. Pero, además, el problema no pasa por ampliar o complicar lo que deci- mos con subjetividad, yo o sujeto, sino en desplazar la distribución 34 De la subjetividad del ensayo (problema de género) al sujeto del ensayo (problema de estilo) misma del problema a partir del sujeto (y del cuerpo en el caso de la estética). Hablar de la subjetividad y del sujeto (del estilo), no supone en- tonces una oposición simétrica. Se trata de discutir el criterio que define lo que es ensayo a partir de la teoría de los géneros en base a su fuerte subjetividad. Lo que nos lleva a considerar que lo ensayís- tico empieza en un estado de la lengua (como también lo científico o la prosa literaria), y no en el sujeto. I. El alma y el estilo El estudio preliminar que hace Ezequiel Martínez Estrada de los Ensayos de Montaigne ofrece una doble ventaja.1 Por un lado nos permite observar justamente lo que determinaría la naturaleza del ensayo como género —según el autor— en su “acabado punto de perfección”. Pero también se muestra, también en un estado de perfección, la confusión entre autor, personalidad y escritura que domina el criterio de Martínez Estrada al caracterizar lo más pro- pio del ensayo. Susceptible de tomar cualquier estructura y de alcanzar cualquier dimensión, desde el aforismo hasta la crónica exhaustiva, según lo que contengan los propósitos del autor, caben en (el texto del ensa- yo) con idéntica licitud el escolio, el relato, el panfleto, el panegírico. Su mérito está en la inexpresable flexibilidad con que recibe sin per- der su naturaleza cualquier material según cualquier disposición. El carácter polimorfo que ve Martínez Estrada en los Ensayos de Montaigne indica un tratamiento del tema y de los géneros basado en la sujeción del objetivo (del propósito) temático a los propósitos 1 Martínez Estrada, E.: “Estudio preliminar” de los Ensayos de Montaigne, Clásicos Jackson, Buenos Aires, 1948. 35 del autor. Y si bien esto pareciera hablar del énfasis que se pone habitualmente en la función de la primera persona en el ensayo, el caso de Martínez Estrada es una demostración del modo en que la explicación por la personalidad opera como una fuerza centrípeta que se traga el escrito, su estilo, con la voracidad de términos que no dicen nada pareciendo decir todo (la subjetividad es una de esas figuras). En su idea de ensayo “todo dependerá del talento y del temperamento del autor, de su estado de ánimo...”. Por supuesto que en mi comentario está presente aquella vieja crí- tica de Masotta a Martínez Estrada, que apunta a la asimilación entre biografía e historia, pero que alcanza a la confusión entre biografía y texto. También habría que dejar en claro que no se está desconociendo la importancia en la misma elección que hace Masotta: Se podría tal vez rastrear quién fue el inventor de este juego que sos- tiene a una tan alta presión del espíritu y que supone la más gruesa metafísica sustancialista —la suerte de Hernández confundida con la de Martín Fierro [...] Quien con mayor confusión y talento ver- bal lo ha llevado al colmo de la tensión es seguramente Martínez Estrada.2 “Montaigne —sigue Martínez Estrada— hizo del ensayo su ima- gen literaria fiel; no con su fisonomía y estatura verdadera, sino con su personalidad. Como él, es un ser proteico, amorfo, suscep- tible de transformarse hasta adquirir un cuerpo vivo, una cara, una voz. Su estilo es igual a su pensamiento y nos parece imposible que hubiera podido expresarse en ninguna de las formas tradicio- nales para la prosa y el verso, que imponían pautas y leyes de jue- go previas. Para encontrarse a sí mismo le fue necesario encontrar antes el ensayo”. 2 Masotta, O.: “Leopoldo Lugones y Juan Carlos Ghiano: antimercantilistas” (1956); en Conciencia y Estructura, Buenos Aires, Editorial Jorge Álvarez, Buenos Aires 1968. 36 De la subjetividad del ensayo (problema de género) al sujeto del ensayo (problema de estilo) Esta idea hace del pensamiento y el estilo una unidad sin fisuras, el estilo como expresión sin deformación del pensamiento. El ensayo es el médium literario: el género adecuado para reflejar la subjeti- vidad, adecuado a la plasticidad de la vida. El conjunto de sus ensayos parciales tiene únicamente la unidad que les da la personalidad del autor. Es el documento más completo de la vida intelectual de un hombre [...]. Es la biografía de un alma nun- ca satisfecha, sin esperanzas y sin rencores [...]. El Ulises, de James Joyce, está compuesta con la misma noción de que una vida no com- pagina como un tratado sino como un rompecabezas, donde la figu- ra está completa aunque desordenada. Los Ensayos de Montaigne ya tenían esa misma estructura rigurosamente fiel del Ulises, quiero decir que el pensamiento y la vida fluyen en ellos como las siente el protagonista y no como las ordena el historiador. El impacto de estilo del Ulises se reduce de este modo al desorden de la vida. Pero, no dejemos pasar por alto la distinción del autor. Es cierto, el orden del historiador discrepa con la diseminación en- sayística. Ahora bien, el hecho de que esta distribución obedezca a la figura de los géneros y no al problema del estilo, nos impi- de observar, por ejemplo, los focos del ensayo en la construcción histórica. Creo que en la proposición de Walter Benjamin sobre Proust (que me tiene obsesionado desde hace años) se consigue, de un modo tan fuerte como minucioso, tocar el punto en que la vida y la obra se exponen como duelo e instauración del estilo. El punto en que la vida no puede pasar al escrito. La operación de Benjamin se hace justamente sobre Proust, sobre un autor “autobiográfico”, sobre una escritura que ha aparentado una procuración desesperada de los recuerdos a través de las sen- saciones, hecho de fragmentos de aromas, de colores, con ráfagas sensibles de la percepción. 37 Benjamin habla de una memoria olfativa en Proust, pero justamen- te señala que es en ese punto donde deberíamos percibir lo que la escritura no termina de sintetizar de la vida. Allí ofrece esta figura: “La imagen de Proust es la suprema expresión fisiognómica que ha podido adquirir la discrepancia irreteniblemente creciente entre vida y poesía”.3 Acentúa de este modo el punto máximo de tensión que domina un escrito, un fastidio irreteniblemente creciente. Es por lo que se pierde —y no termina nunca de perderse— de la vida, que hay poesía. Es el punto de partida del problema del estilo. Frente al grupo de términos inevitables que parecen justificar la determinación del ensayo por la subjetividad, debiéramos introdu- cir una suerte de contragolpe, esto es una desubjetivación, hasta una desbiografía. Cuando Grüner cita a Barthes y caracteriza al ensayo como el escrito formado a partir de “todas las veces que he levantado la cabeza” estimulado por una lectura, constata que el ensayo se transforma así en una especie de autobiografía de lectu- ras. Pero se ve obligado a añadir: “no tanto en el sentido de «los li- bros en mi vida», sino más bien en el de los libros que han apartado al ensayista de «su» vida”. “Y los hijos se le mueren inmediatamente de nacer. Seis mujeres. Sólo una, Leonor, sobrevive. Nada de esto sube a su corazón ni a su cabeza. Sus Ensayos contienen ligeras alusiones en tono estoico, y ninguna efusión de dolor íntimo, que no está en su estilo porque no está en su alma” (el subrayado es mío). Pienso que Martínez Estrada desaprovechó su oportunidad (el ins- tante en que el movimiento de su argumentación lo lleva al borde del conflicto con la convicción de sus proposiciones). En el punto en donde podría ver la estructura del estilo y el combate del estilo con la vida, necesita suprimir del alma lo que encuentra en el esti- lo, para que el estilo se siga haciendo con el alma. 3 Benjamin, W.: Iluminaciones I, Buenos Aires, Taurus, 1988. 38 De la subjetividad del ensayo (problema de género) al sujeto del ensayo (problema de estilo) II. La subjetividad, complemento del género El afán de los géneros por constituir un orden resulta tan inevitable como infructuoso. La función de identificar y procurar estabilizar las diferencias estéticas o discursivas con nombres (tragedia, poli- cial, elegía, ensayo, etc.) no consigue más que un alivio de Manual o de ligera historicidad. Esto en parte vale también para la distribu- ción basada en características estructurales, para la tipología del discurso literario. Porque si bien es posible revisar las propiedades (personajes, ac- ción, temas) que tipifican algo de las obras o al revés, hacer una requisa de obras que contengan por ejemplo las propiedades domi- nantes indispensables como para identificar la tragedia en deter- minada época, cuando estas proposiciones, de índole lingüística, se tropiezan con el problema del autor o del lector, muestran su insuficiencia. Y más aún, podríamos decir que muy poco, casi nada del cuerpo o del sujeto constitutivo de un escrito es rozado por este tipo de análisis. Martínez Estrada, decíamos, procura detallar los rasgos que hacen al género del ensayo, alcanza así un nivel de generalización que pareciera poder incluir todos los ensayos desde Montaigne (punto de concentración de los rasgos del ensayo) hasta nuestros días (in- cluido él mismo). Sin embargo, cuando explora las características del propio ensayo de Montaigne se ve necesariamente forzado a buscar aquello que lo identifica. Es ahí, exactamente, donde per- cibimos la gloria y la insuficiencia de los géneros. En ese punto Martínez Estrada no puede hacer otra cosa que buscar detrás del texto el alma de Montaigne, la vida de Montaigne, la personalidad de Montaigne. Esta impotencia no debemos atribuírsela a él, sino a la naturaleza del análisis que permite la noción de género. Se nos puede decir, con cierta razón, que le estamos pidiendo al orden de los géneros algo que no está en su objetivo, que a un 39 procedimiento por lo general le estamos pidiendo un rigor sobre lo singular. Pero esta objeción pierde de vista algo: el problema de la subjetividad es el reverso del orden de los géneros. La idea de generalidad tiene adherida la caída en la subjetividad. Es por la insuficiencia de la clasificación por los géneros (y los períodos) que se apela a la subjetividad. La subjetividad es así el síntoma de la clasificación, aquello que hace el ademán de cubrir con el sub- jectum lo que el género suprimió —o sencillamente no vio— de la singularidad de la escritura. Todo el problema pasa por confundir la estructura de la lengua, como objeto científico de la lingüística, con el estado de la lengua que produce un sujeto o un cuerpo (o lo que podría ser lo mismo con el ensayo o la estética). Quiero decir (nuevamente)4 que el modelo de las lenguas no alcanza para los problemas específicos del sujeto o de la instauración de un cuerpo. La lingüística trata los rasgos que tipifican, no habría otro modo, con esquemas de codificación (más o menos estructurales). A estos rasgos neutros y anónimos se resiste la acción del nombre propio —límite de la lengua— que imponen el arte y la discursividad. Si se tratase de una inspección de partículas (personajes, accio- nes, argumentos, temas, sonidos, grupo de tesis) equivalentes a fonemas, es decir, piezas obedientes a la lógica de Jakobson o de Saussure, podríamos imaginar que un conjunto de leyes lingüísti- cas y epistémicas gobierna la genealogía y la trasmisión del cuerpo del arte o del sujeto del ensayo. La cuestión reside en que en estos ensayos de la razón (lo lacaniano, lo sartreano) o en estas litera- turas (lo policial de Poe, la trama borgeana), allí donde aparente- mente hay formas o transgresiones literarias, conceptos y propo- siciones del saber, no podemos desembarazarnos del problema del nombre propio. Pensemos lo siguiente, un fraseo, una inflexión, funda el tango a partir del veinte, ese fraseo tiene un nombre, y hasta un momento 4 Cf. Kuri, C.: La argumentación incesante, Rosario, Editorial Homo Sapiens, 1995. 40 De la subjetividad del ensayo (problema de género) al sujeto del ensayo (problema de estilo) material: Gardel, en Mi noche triste. Con esto no digo que la música o el discurso sea una sumatoria intrincada de subjetividades, lejos de eso, el nombre propio nos conduce al problema del estilo. Y si el estilo tiene consecuencias técnicas (la amplitud del sistema de lo novelesco con Joyce, o un nuevo estado del tango a partir de Gardel), estas consecuencias técnicas nunca superan ni suprimen la acción nominal que las produce. El asunto de estilo no debiéramos entenderlo únicamente como la elección que debe hacer todo texto entre cierto número de dis- ponibilidades contenidas en la lengua5, cosa que, por otro camino, vuelve a comprimir las cosas en la cuestión del género. Sino, más allá de eso, como la incisión que algunos textos dejan en la lengua; operación que involucra la acción del nombre propio demostrada en la construcción de un lector inédito. III. Ensayo y saber E l carácter afirmativo en el ensayo, a pesar de la conocida renega- ción que de él hace Blanchot (“estas anotaciones no pretenden re- solver ningún problema”), no debiera suprimirse tan rápidamente. Así como Blanchot procura tomar distancia de proposiciones de este tipo, también se podría considerar la distancia que lo litera- rio precisa del ensayo. Saer, por ejemplo, encuentra en este punto aquello que separa el ensayo de la literatura: “traduciendo su obra ficcional —dice— a un ensayo, entraría en un terreno afirmativo que, justamente, mis textos tratan de eludir”.6 Este carácter afirmativo habría que tomarlo entonces como un “co- eficiente de fricción”. No es lo suficientemente decisivo para hacer 5 Ducrot, O. y Todorov, T.: Diccionario enciclopédico de las ciencias del lenguaje, Buenos Aires, Siglo XXI, 1974. 6 Saer, J. J.: “El arte de narrar la incertidumbre”, entrevista incluida en: Saavedra, G.: La curiosidad impertinente, entrevistas con narradores argentinos, Rosario, Beatriz Viterbo, 1993. 41 del ensayo un subgénero de la ciencia o los sistemas filosóficos, pero es lo necesariamente fijo (algo de la identidad de pensamien- to) como para no ser literatura. Si el saber como problema parece ineludible cuando se trata del ensayo, lo es porque el ensayo se ha planteado como ironía (más que como género) de consecuencias conflictivas precisamente en el terreno del saber. De allí extrae su condición lógica y su posición irritante. Ahora bien, lo que nos guía, más que los textos definidos como ensayos, son los intervalos que lo ensayístico produce en el ré- gimen probatorio o hipotético deductivo. Su carácter lagunoso (¿“a-tético”?). Este intervalo ensayístico se lo ha identificado como el punto de irrupción de aquello que llamamos de distintas mane- ras: del yo, del sujeto, de la subjetividad. ¿Es en ese sentido que en el libro de Giordano se afirma: el ensayo, intrusión de la subjetividad en el discurso del saber?7 De hecho esta consideración decide en el saber una condición in- soslayable del ensayo. Esto es, que el tono de despreocupación explicativa, de desdén por el sistema teórico que a veces necesita para avanzar, tiene, en la aceptación de que se trata de un discurso del saber, un límite. Entiendo que la intrusión de la subjetividad sirve para indicar la naturaleza diferente de esa relación entre lengua y saber que lla- mamos ensayo. Pero en cuanto a esto, que sería una condición ge- neral, prefiero reservar la idea de intervalo en el discurso del saber. Entender al sujeto (y aun al cuerpo) como rastro específico de una alteración (discursiva o estética) de la lengua; como huella de una operación en la lengua en lugar de ver en ciertos acontecimientos de la lengua un efecto de la intrusión de lo subjetivo. El sujeto es así huella de la alteración del saber como propiedad epistemológica. A partir de esta alteración, la episteme que produce lo ensayístico 7 Este, como algunas citas que siguen, pertenecen al libro de Alberto Giordano, Modos del ensayo, uno de los más rigurosos acerca del tema. Rosario, Beatriz Viterbo, 1991. 42 De la subjetividad del ensayo (problema de género) al sujeto del ensayo (problema de estilo) no coincide con las figuras de la epistemología,8 y además tensa su relación con proposiciones indemostrables o conclusiones apa- rentemente caprichosas para la metodología. Debiéramos advertir que esto no equivale a la postulación de «otro» saber. Se trata de la eficacia del saber al constituirse de un modo «ladeado», en fricción con la razón como Orden. D igamos por las dudas, que esta puesta en discusión del estatuto del saber en el ensayo no implica una indiferencia argumentativa (criterio que comprobamos en muchos artículos psicoanalíticos, que rezan fórmulas y desdeñan argumentos). El ensayo nunca re- nuncia a la argumentación, hay no obstante en él un suspenso ar- gumental que no se resuelve ni en la demostración formalizada ni en la integración a un sistema de pensamiento. IV. El sujeto, rasgo no-subjetivo del discurso
Una fuerza, una economía de la demostración que ofrece razones
en el ejercicio mismo del discurso, aparentemente sin exteriori- dad, sin referencia, parece comandar al ensayo. Ahora bien ¿esto hace pie en la subjetividad? Notemos que en el mismo instante en que el argumento se enca- mina por la primera persona para ubicar la naturaleza del ensa- yo, de inmediato debemos hacer una rectificación: “El recurso a la primer persona del singular —dice Giordano— o, si se quiere una referencia más específica, a un «método dramático» (que pone en escena una enunciación y no una reflexión, que simula un discurso en lugar de describirlo)”, testimonian (la lejanía del ensayista con la objetividad). 8 Y hasta podríamos decir: la doxa que produce lo ensayístico altera la episteme. Sobre este tipo de escisión habría que reconsiderar la distinción entre episteme y figuras epistemológicas y de la ciencia, que Foucault intenta hacer en La arqueología del saber (México, Siglo XXI, 1979). 43 L a primera persona del singular se desplaza ganando especifici- dad, pero diría más aún, llevando lo que sería una referencia gra- matical y subjetiva hacia el plano de una retórica del sujeto. ¿El ensayo es un teatro de la escritura? ¿Un theatrum philosophi- cum? ¿Aquello que expone los pliegues extenuantes de la enun- ciación más que una conclusiva acumulación de enunciados? El ejercicio de volver sobre sus propios pasos, incansablemente, re- emplaza el tono ascético y anónimo de la metodología (simulacro en las “ciencias humanas” del lenguaje matemático). En la actitud metodológica hay una supresión de las preguntas sobre la causa de la escritura, en el ensayo, por el contrario, un exhibicionismo. Y en todo caso habría que estudiar las relaciones del ensayo con la asociación libre freudiana. La exhibición de la perspectiva: ¿de la propia emoción, del propio impacto? “Para explicar el funcionamiento literario del exordio de una milonga, Borges deslinda los efectos que la estrofa produce en él [...] para investigar lo que la fotografía es “en sí misma”, Barthes toma como único punto de partida aquellas fotos que existen para él, es decir, aquellas fotos que lo atraen”.9 Dos cuestiones. Si se piensa que de este modo se alcanza al objeto en sí mismo (la fotografía en sí misma, la poesía en sí misma), pa- rece tratarse de una puesta entre paréntesis de la objetividad, para obtener así la verdad del objeto; una versión de la epojé husserlia- na: el objeto no es sin la percepción; y junto a esto (si tomamos el caso de Barthes en La cámara lúcida), un despliegue (indefinido) de “mi mirada”, una mirada que muestre cómo miro. Por otro lado, si consideramos la determinación del ensayo en la escena de la enunciación, en una exposición de la fuente de mi enunciado, en el punto (mítico) en donde comienza a crecer en mí el enunciado, en las fotos que me atraen o en los efectos de algu- na estrofa (sé que no es riguroso, pero sí eficaz, recurrir aquí a esa otra idea de Barthes: “el placer del texto es el momento en 9Giordano, A.: op. cit. 44 De la subjetividad del ensayo (problema de género) al sujeto del ensayo (problema de estilo) que me dejo llevar por mi cuerpo y mi cuerpo no tiene las mismas ideas que yo”), desde este punto de vista podríamos decir que todo ensayo forma parte de la estética de la recepción. (Cosa que no estaría mal, sobre todo para ajustar los problemas de la estética de la recepción). Es probable que cuando la apelación a la subjetividad se hace vin- dicativamente frente a la superstición de objetividad que anima los escritos científico-sociales (predilectos en los informes universita- rios, que nadie lee), perdemos rigor en el problema del sujeto. Es cierto, hay un imaginario en la objetividad (algo parecido a aquello que hace creer que la música se constituye en base a perfección técnica), pero esto no debiera debilitarnos en la pregunta acerca de cuál es esa “cierta subjetividad” que el saber del ensayo exige. Cuando Barthes recurre a la noción de “subjetividad del no-sujeto, subjetividad incierta, equívoca, que ningún nombre de autor alcan- za a identificar”, estamos en presencia (nuevamente) del tipo de relación que el mismo Barthes mantiene con el saber. El desdén por la fidelidad a un sistema teórico y el uso de los términos sos- tenidos fuertemente por la coyuntura de la enunciación. Esto es, no-sujeto, subjetividad, nombre de autor, se definen únicamente por las coordenadas del texto, y más aún, por las del párrafo. No esperemos aquí una articulación con nociones sistemáticas (o algo así) de nombre, sujeto o subjetividad, ya sea del mismo Barthes en otros textos y menos de Lacan o de Foucault, de ellos parece tomar un resplandor de los términos. Con Barthes debemos atender más a una lógica de la sugerencia in situ, del aprovechamiento del ejercicio de los términos, que a una hermenéutica del concepto. Cuando dice sujeto o autor, saca provecho del contraste y la tensión que irradia la enunciación, dice así otra cosa y no rinde fidelidad a lo que, por ejemplo, el concepto dice en psicoanálisis. Lo que interesa es el afán de formular un en- cuentro oblicuo, inaudito de la noción de sujeto. ¿Consigue hacer- lo? Despreocupándonos del volumen conceptual de los términos, 45 sí. Lo que quiero decir es que Barthes mide más el efecto de un uso subversivo que la pertinencia teórica del concepto. De todos modos, frente a la disposición que establece del proble- ma, me apuro a invertir algunos términos. Es en esa inversión don- de creo ajustar, por fin, el lugar del sujeto y la red de conceptos que involucra: si tal como se lo dice ningún nombre de autor alcanza a identificar la subjetividad, esto es así porque no hay una relación expresiva entre la subjetividad y el nombre de autor. En este punto hay que cambiar hasta invertir los términos directrices: el nombre de autor lejos de ser una marca de identidad de la subjetividad, es rasgo no-subjetivo del discurso, allí se encuentra, ya no el asunto subjetivo, sino la instancia del sujeto. Por eso, no basta con aclarar que no existe ningún nexo entre una subjetividad sin nombre —oscuro punto de la intimidad del ensa- yista— y el nombre como exterioridad (entre ellos hay una grieta). Cortado este nexo, la subjetividad, su importancia para el texto, su peso psicobiográfico, cae sin remedio. En cambio hablamos de la instauración de lo nominal. De un régimen del nombre ¿dónde está la subjetividad de Debussy o Schönberg, donde la de Macedonio o Nietzche, sino en un nombre del estilo, un nombre sin subjeti- vidad? Se ha repetido frecuentemente esta afirmación de Lacan, quizás sin medir su alcance: el estilo es el objeto. ¿Cómo no ver allí la materialidad que constituye al sujeto pero como extrañamiento de lo subjetivo? (Queda por discutir si en ese nombre constatamos las adherencias de un cuerpo erógeno —para la estética— y los rastros de la enun- ciación —en caso del ensayo—). V. El ojo y el nombre
Una situación teórica particular se da precisamente cuando el en-
sayo toma como objeto lo estético. Lo estético parece ser un tema 46 De la subjetividad del ensayo (problema de género) al sujeto del ensayo (problema de estilo) fundamental del ensayo. Y si bien los escritos que mejor represen- tan esta elección se los puede hallar en Walter Benjamin, debemos reconocer que en las últimas décadas esta unión (ensayo o en todo caso estudios sobre estética), viene padeciendo de una actitud es- colarmente explicativa y del recrudecimiento de aplicaciones del psicoanálisis sobre el arte, ahora en clave lacaniana. Es probable que la idea que Masotta fue definiendo acerca de una disolución del campo de relación del psicoanalista con la obra de arte, nos advierta de este tipo de situaciones. Pero antes aún de su aproximación al psicoanálisis hay antecedentes de esa actitud, muestra una soltura (ensayística) fuera de toda tentación “acadé- Nomica” por convertir el objeto estético en objeto de Manual. Su Es el caso de la breve nota sobre la presencia de Le Parc en la la pBienal de Venecia. En Le Parc —dice Masotta— “ninguno de los insmateriales tradicionales se conservan. Pexiglass, aluminio, cajas de Julmadera: los materiales escogidos por Le Parc definen el contexto perceptual neutro, en el sentido de que las huellas del pintor, del Pexpropio artista, han sido borradas. Si entrar en una exposición de est(Luis Felipe) Noé es visitar un sitio en donde la presencia del pintor escimpregna hasta el último rincón, visitar una exposición de Le Parc Maes encontrarse con el propio yo y con los «objetos», con esas máqui- talnas simples, que crean una atmósfera borrosa en la que el invitado debsin importancia es el anónimo fantasma del artista [...] cualquiera ponpodría ser el autor de una de las obras de Le Parc. Una inverosímil Si e—e incómoda— conclusión, se dirá. Y si es cierto, entonces ¿por de qué Le Parc?” 10 Hay una doble ventaja para nuestro propósito en coreste párrafo. Por un lado muestra el estatuto de efecto que el autor por (¿el yo? ¿el sujeto?) alcanza en una construcción plástica. No es el Plemismo percepto al que nos obliga uno y otro, no es el mismo ojo el que plantea Noé que Le Parc. Por lo demás resulta claro que el objeto estético nos obliga a poner el acento en el percepto más que 10 Massota, O.: “Un argentino en Venecia” (trad. V. Veliz), en Anuario 98-99, Departamento social, Facultad de Psicología, UNR, Rosario, Laborde Editor, 1999. 47 en el sujeto. Es en este “contexto perceptual” de uno y otro, sólo a partir de allí que Masotta distingue la neutralidad casi anónima de uno, frente al yo omnipresente del otro. Pero también nos conduce hacia el papel del nombre (tanto en el ensayo como en lo estético), con una curiosa fórmula, Le Parc cons- truye un sitio de anonimato para la percepción (semejante al lugar del yo que Foucault encuentra en la demostración matemática, en que todo “individuo” puede ocupar, con tal que haya aceptado el mismo sistema de símbolos, el mismo juego de axiomas: “yo su- pongo”, “yo concluyo”). Aunque con la paradoja (no podría ser de otro modo en el arte —el arte no es la matemática—) de consti- tuir en ese gesto la marca del nombre (así lo señala la pregunta de Masotta: “entonces ¿por qué Le Parc?”). Recordemos el grado de impropiedad que Deleuze considera cuan- do trata el problema del nombre, entre el estilo y la impropiedad. “El nombre propio no designa a un individuo, al contrario, un indi- viduo sólo adquiere su verdadero nombre propio cuando se abre a las multiplicidades que lo atraviesan totalmente, tras el más severo ejercicio de despersonalización. El nombre propio es la aprehen- sión instantánea de una multiplicidad, el nombre propio es un puro infinitivo entendido como tal en un campo de intensidad”.11 No ignoro el campo de remisión que estamos componiendo. Sobre el sujeto y el nombre se añaden la despersonalización y la multipli- cidad en el estilo 11 Deleuze, G.: Citado por Astutti, A. (en “Estilo e impropiedad”, Boletín/4, UNR, Rosario, 1995) de Critique et Clinique, Paris, Les Éditions de Minuit, 1993. 48 De la subjetividad del ensayo (problema de género) al sujeto del ensayo (problema de estilo) VI. La subjetividad, imaginario de un género (La ocasión que nos ofrece Koyré)
En el ensayo “Actitud estética y pensamiento científico”, resulta
notable el modo en que Koyré pone a la vista las operaciones extra- epistemológicas que participan en la genealogía de la ciencia. Allí se analizan las creencias y las preferencias estéticas que operan sobre el dominio del lenguaje científico. Es la aversión que Galileo sentía por el uso de lo estético del pro- cedimiento de la anamorfosis y por la poesía alegórica, lo que le impidió la aceptación de la formalización matemática de la elipse. Ante la elipse Galileo no ve más que un círculo deformado. Para Galileo la astronomía de Kepler, que postulaba las trayecto- rias elípticas, era una “astronomía manierista”. Según Koyré, no supo distinguir entre el contenido matemático de la órbita elips- oidal, decididamente progresista, y el anacronismo que se hallaba en la subestructura física, claramente animista, de la doctrina de Kepler. “Esta es una de las paradojas más asombrosas de la histo- ria: allí donde el empirismo progresista de Galileo —en el que se encarnaba también su versión barroca— le impidió distinguir entre la forma ideal (del círculo) y la acción mecánica, y por eso mismo contribuyó a mantener su teoría del movimiento bajo la égida de la circularidad, el idealismo “conservador” de Kepler le permitió ha- cer esta distinción y por eso mismo contribuyó a liberar su teoría del movimiento de la obsesión por la circularidad”.12 La exigencia de claridad galileana reposaba en las influencias de sus concepciones estéticas sobre las científicas, este dominio del lenguaje, que no responde al funcionamiento del saber científico, opera de manera azarosa, preparando, permitiendo o entorpecien- 12 Koyré, A.: “Actitud estética y pensamiento científico”, en Estudios de historia del pensamiento científico, Buenos Aires, Siglo XXI, 1978. 49 do el paso a la aserción cuantitativa. Pero este momento previo, este «asunto de alcoba», es justamente lo que luego la formaliza- ción elimina. Cuáles son las preguntas que nos posibilita el caso Kepler/Galileo, según este estudio que Koyré retoma de Panofsky. En primer lugar: ¿se trata del mismo sujeto al que suponemos en la actitud estética y aquél que estaría en el orden del pensamiento científico? ¿Cuándo es justo hablar de sujeto y cuándo de subjeti- vidad? La línea demarcatoria hay que buscarla precisamente entre el lenguaje matemático y las creencias (hasta se podría invocar la línea —aunque dogmáticamente abusiva— entre lo simbólico y lo imaginario). Digamos que no estamos aquí ante una lengua estética ni siquie- ra ante cuestiones de la lengua que permiten lo estético. A pesar del acento colocado en el interés de Galileo por el arte, se trata en realidad del punto en que lo artístico se degrada (o se idealiza, para el caso es lo mismo) en creencia. No en las reflexiones ceñidas al arte mismo, sino en las repercusiones y obstáculos que produce el arte para que, en el caso comentado, la lengua matemática se trabe y no vea ni acepte el orden matemático involucrado en la órbita elipsoidal. Aquello que presiona los pasos de Kepler, aunque tenga el aspec- to de acumulación de datos empíricos, adquiere su estatuto en el interior de un lenguaje: de una matemática del movimiento: “No olvidemos que si Kepler llega a sustituir los círculos por elipses no lo hace de buen grado ni porque tenía una predilección cual- quiera por esta curva curiosa; es porque no puede hacer otra cosa. En efecto, como astrónomo de profesión, que escribe para técnicos —y no como Galileo, para hombres cultos— no puede descuidar, como éste último, los datos empíricos, es decir, las observaciones muy precisas que le dio Tycho Brahe. Su deber es dar una teoría, no general, sino concreta de los movimientos”. Para nuestras distinciones esto es fundamental: el obstáculo (lo estético como prejuicio) de la subjetividad no es el dominio de lo 50 De la subjetividad del ensayo (problema de género) al sujeto del ensayo (problema de estilo) que llamamos sujeto. Y si en esta división hablamos de sujeto en relación al lenguaje matemático, debe quedar claro que de lo que se trata es de la posibilidad de pensar por qué la lengua matemáti- ca lo produce como lugar vacante. Avancemos sobre el modo en que Koyré hace funcionar la división actitud estética/pensamiento científico. Por una parte la actitud estética parece obedecer en Galileo a una actitud general, a una especie de visión del mundo (“se podría casi decir [...] —y quizá no hay siquiera necesidad de emplear el «casi»— que Galileo sen- tía por la elipse la misma invencible aversión que experimentaba por la anamorfosis; y que la astronomía de Kepler era para él una astronomía manierista”). Esto no supone que lo estético sea un epifenómeno de la visión personal del mundo, sino que la actitud estética lo es. Una cosa es la actitud estética y otra los problemas del arte y la sensibilidad. El lenguaje que lo determina a Galileo como científico, no como subjetividad, sino como autor (y no esta- mos lejos —insisto— de decir como sujeto, sin ignorar la particular “neutralidad” del sujeto en este caso), es el lenguaje matemático. Es allí precisamente donde Koyré ubica la incompresible ceguera, el repudio injustificado de Galileo como desconociendo su propio sistema matemático. A Koyré no parece preocuparle la exactitud de la posición estética de Galileo con respecto a la alegoría de Tasso o al equilibrio armó- nico de Ariosto, lo tiene sin cuidado si las razones de Galileo que lo conducen a tomar partido a favor de uno y en contra de otro están argumentadas estética, filosófica o artísticamente. A Koyré lo que le interesa es el grado y el tipo de influencia que estos criterios han tenido sobre la lengua y la visión matemática de Galileo. (Notemos que sólo se limita a establecer un reconocimiento del saber de Galileo sobre arte, no para evaluar el rigor de ese saber sino para indicar el grado de compenetración que tenía Galileo con el arte.) Tenemos entonces a la actitud estética como visión subjetiva y no como territorio de la lengua matemática. (Visión capturada en el imaginario de armonía del género —representado por la poesía de 51 Ariosto— y que, como todo imaginario, es también fuente de re- pudio, de “aversión alegórica” en este caso). Dependiendo de esto se desarrolla el carácter de obstrucción, con que lo subjetivo inter- cepta la lengua matemática. Obstrucción singular; no como regla epistemológica; lo que indica que el tipo de influencia bien podría invertirse, y lo que en este acontecimiento de la historia de la astro- nomía fue un obstáculo en otros podría ser una ventaja. Es precisamente aquí donde podemos notar que no es lo mismo la obstrucción de lo subjetivo en la lengua (matemática, ensayísti- ca, estética), que el intervalo del sujeto en el saber. Pero dejemos en claro que las maneras de lo subjetivo han de ser diferentes en lo matemático, en el ensayo y en la estética, como así también la instauración de lo que nombramos como sujeto. A tal punto que en sentido estricto al sujeto, marca nominal de la enunciación, única- mente deberíamos vincularlo al discurso del ensayo; lo matemá- tico hace de él, de la enunciación, un lugar vacante, supresión del shifter. Y en arte, insisto, debiéramos hablar más de cuerpo que de sujeto. VII. Del lector
El ensayo entonces nos obliga a considerar las cosas de distinto
modo, esto es, considerar ya otra diferenciación: un punto en que ya no es lo subjetivo (como actitud estética, constitución psicológi- ca, interioridad) ni tampoco la mecánica anónima que determina la lengua matemática. Esta diferencia no se decide en una conside- ración, por otra parte difícil de precisar, acerca del volumen subje- tivo, personal o biográfico que pueda hallarse en un texto, sino en el tipo de trabajo que en el discurso hace la enunciación. Porque cuando Foucault establece el carácter anónimo de la demostración matemática, no hace otra cosa que advertir la imposibilidad de ha- cer avanzar allí la pregunta por la enunciación. 52 De la subjetividad del ensayo (problema de género) al sujeto del ensayo (problema de estilo) H ay en esto una nueva puntualización del nombre. Es en el domi- nio del ensayo y de lo estético en donde la acción nominal señala precisamente la constitución ensayística y estética. Es exactamen- te en aquello que hace posible hablar de lo lacaniano o lo freudiano; de lo beethoveniano o lo gardeliano en donde el estilo nos deja ver que el individuo no es el autor, que lo nominal se constituye por fuera de lo personal. Hay en la estructura del nombre un clivaje en el interior mismo de lo nominal, lo que supone que el nombre no debiera considerar- se simplemente en su carácter identificatorio, sino como un ras- go que se distribuye y afecta irregularmente un texto o una obra (opus). En este sentido lo nominal determina el estado del discurso que llamamos ensayo, pero también ha operado sobre “el pensamiento científico”, en la posibilidad de interrogar el problema del autor y el origen en esa lengua. Debemos notar por ejemplo no sólo la di- ferencia en cuanto al carácter anónimo del yo en la demostración matemática, sino al carácter subjetivo cuando la historia se encar- ga de ubicar las vicisitudes biográficas de los científicos. Lo galilea- no, lo newtoniano pasan en ese caso, al contrario del nombre en el ensayo, del lado de la épica anecdótica de la ciencia: no pertenece ni a la lengua matemática ni a la condición del estilo que hallamos en un ensayo. Ahora bien, no podríamos obtener exhaustividad en estos proble- mas si dejamos de lado el estatuto del lector, no como situación individual o empírica, sino como parte constitutiva del nombre de autor y del estilo. A pesar de que aquello que Lacan señala respecto del lector en el seminario El reverso del psicoanálisis, está en función de la cita como contexto (el contexto se conforma según el nombre invoca- do por la cita), hay algo de su proposición que posee un alcance mayor. Esto es, cuando señala que citar a Marx o a Freud impli- ca la participación de un lector supuesto en un discurso, debemos considerarlo bajo la idea de que el lector es parte estructural de la 53 cita (algo así como la instauración de un lector-supuesto-discurso). La acción nominal no se reduciría al efecto de poner en contexto, ligado a la cita por autoridad o devoción. De este modo, la potencia de un discurso estaría medida por la in- vención de un lector que no existía hasta el momento. (Cómo en- tender sino la idea de Foucault con respecto a Marx y Freud como instauradores de discursividad). Ahora bien, el papel de esta idea debe colocarse en el esfuerzo por no confundir la subjetividad con el autor, pero tampoco con el lector. Podríamos suponer operaciones comunes: tanto el lector de Freud, construcción que comienza en la mezcla entre el folletín histérico de los primeros historiales con la pregunta científica por la causa, como el cuerpo altanero del flamenco o la sensibilidad flotante de Debussy, comienzan en algo que no es subjetividad ni sentimiento. Comienza con un discurso y con un plano (extraño) de la lengua que instaura lo estético (la aísthēsis artificial del arte). No obstante, la fuerza con que un discurso produce un lector, esto es un sujeto parido en el interior de un estilo (la idea borgeana: el lector de la novela policial nace cuando Poe nos fuerza a la pre- gunta por quién es el asesino, es una guía), por alguna razón se muestra directamente en lo estético. Es allí donde sin deformación podemos hablar de una fuerza/cuerpo (casi omitiendo al sujeto). Sin embargo, no hay una equivalencia entre discurso/sujeto y fuer- za/cuerpo. Conviene recordar que no hay una lógica, una simbólica propia de lo estético (aunque sí hay una fuerza de lo sensible dife- rente de una “lógica” del significante). VIII. Adición metapsicológica
La adjetivación del ensayo siempre es complicada, el ensayo, como
tratamos de decir, se constituye en el estilo y no en el género, fuente de adjetivaciones. Sin embargo hay singularidades. Hablar 54 De la subjetividad del ensayo (problema de género) al sujeto del ensayo (problema de estilo) del ensayo psicoanalítico no supone la ubicación de un subgénero (dentro de un género mayor ensayístico), aunque sí debiera intro- ducir interrogantes sobre el sujeto y la subjetividad. ¿En qué reside esta singularidad? De hecho, como hicimos refe- rencia al rehusamiento de Blanchot a la ambición de resolver problemas a través del ensayo, ya estaba en nuestro horizonte la preocupación psicoanalítica. El tono mismo de la especula- ción metapsicológica está cargado de apremio. Podríamos decir que no hay metapsicología contemplativa ni distendida. La me- tapsicología sufre el apremio de las dificultades de la práctica. Independientemente de que su carácter explicativo o resolutivo tenga la figura de lo provisional o de la prórroga, no deja de sobre- llevar una presión afirmativa. Estas diferencias, insisto, no son me- ramente opositivas, en el sentido de dividir sectores e imponer una clasificación (ensayo literario, ensayo psicoanalítico), hay más que eso. El complejo del ensayo psicoanalítico parece extremar algo de lo que se da en el problema del ensayo. El carácter de la metapsi- cología parece llevar la distancia entre la subjetividad y el sujeto, a la fórmula explícita de la división del sujeto. De todos modos, en muchas ocasiones el papel de la explicitación teórica del problema nos ha conducido a una aporía. ¿Cómo hacer para que al nombrar esto no se cierre de inmediato nuestra argumentación en la asfixia del rezo lacaniano? En este sentido, la discrepancia irreteniblemente creciente entre vida y poesía, señalada por Benjamin, es una de las figuras de la división del sujeto, que probablemente consiga decir más que la invocación mecánica de los términos. Freud nombra a sus Historiales como ensayo; el relato de Freud de sus propios sueños, incluso los sueños que presentan como suyos, el grupo de fragmentos biográficos que están esparcidos en sus escritos: ¿en qué medida esto puede adscribirse a cierta subjeti- vidad? El discurso de Freud, compartiendo los mismos problemas que hemos presentado, no cae bajo el dominio de la objetividad, no es un discurso que se mantenga dentro del ideal (el de Freud) de 55 ciencia de la naturaleza. No obstante hay algo que impide que el texto freudiano sea subjetivo. Lo mismo podríamos considerar en cuanto a las anotaciones que se hacen de un paciente y que sirven para la redacción del histo- rial ¿son anotaciones subjetivas? Hay algo que parece desplazar esta condición de un discurso orientado subjetivamente hacia otro punto. Un análisis encuentra su determinación más en la historia del sín- toma, en la historia de la libido, que en la historia de vida. En esta instancia, el término de biografía ha adquirido repercusión a raíz de la publicación de los relatos transferenciales de pacientes y bió- grafos de Lacan. La transferencia no está excluida del problema biográfico, lo que se desarrolla en términos de neurosis de transferencia (neurosis de biografía) es indispensable para un análisis. No obstante lo que se tiene que desarrollar en términos de desbiografización, es tam- bién indispensable para un análisis. Quiero decir que el análisis funciona en este intersticio por donde ciertos significantes inciden sobre una vida, pero la vida nunca termina por resumirse en esos significantes. Digamos que un análisis, o inclusive una interpretación, siempre deja la insatisfacción en los términos de: ese no soy yo. El sujeto de la interpretación no coincide —y más bien entra en fricción— con el ser (“ese no soy yo”). Resulta insoslayable esta especie de insa- tisfacción, de pequeña ranura, de fastidio, que nunca termina por extinguirse, de un análisis. Nunca terminan por unirse las inciden- cias significantes que un análisis opera en una vida y la vida que fue incidida por esos significantes, hay allí un hiato irremediable, que hace a la estructura misma del análisis. 56