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Hacia la madurez

Clase 3: Bienaventurados los humildes

Vivimos en una época en la cual exaltamos la importancia del “Yo”.

Como humanos tendemos a querer ser el delantero que metió el gol del gane, el héroe
que salvó la emergencia o el medallista olímpico de oro al que nadie puede vencer.

Nos gusta que la gente nos admire o nos reconozca por algo que hicimos.

Ahora, ¿está mal hacer cosas de excelencia y que la gente nos llegue a admirar por eso?

Claro que no. Dios mismo exige nuestra excelencia para que podamos ser de bendición a
otros, y más gente pueda conocer de Él. Lo malo es cuando olvidamos quién nos dio la
capacidad de lograr todo eso. Ahí es donde muchos de nosotros fallamos.

Constantemente hacemos las cosas porque vamos a recibir un beneficio personal o


porque queremos que se nos reconozca algún trabajo, y ni siquiera se nos cruza por la
cabeza el ayudar a las demás personas.

Muchas veces hacemos las cosas por orgullo, por vanagloria o por recibir el
reconocimiento. Pero esto no es algo nuevo. Esta cultura del “Yo” ha estado
permanentemente en la historia del ser humano.

En los tiempos de Jesús también existían este tipo de personas. El propio pueblo
escogido por Dios era un pueblo orgulloso; no veían a los demás como iguales, sino
siempre como inferiores. Sobre todo los escribas y fariseos, que eran la clase culta e
instruida de la sociedad, se dedicaban prácticamente a alardear de su conocimiento frente
a otros, para recibir alabanzas.

Jesús advirtió sobre buscar el reconocimiento humano a través de la falsa piedad. Mt.
23:5-12

También cuando dijo en Mt. 19:30 que “los primeros serán los últimos y los últimos serán
los primeros”.

Antes de estas advertencias y mandatos, Jesús antes ya había enseñado de la humildad,


dando una perspectiva completamente diferente a la que el mundo en ese entonces tenía
sobre ser humilde, ésto en el sermón del monte.
4 actitudes o bienaventuranzas que describen la humildad

Mateo 5:3-6

Pobreza de espíritu

El vocablo griego “ptochos” se usaba para referirse a los mendigos, a los que iban por la
calle sin nada, porque eran extremadamente pobres. Más específicamente, esta pobreza
habla de gente que estaba incapacitada para trabajar y que estaban destituidos ya,
incluso de cualquier posición social u “honor” que tuvieran.

Cualquier persona que es realmente salva es un mendigo espiritual. Estamos


convencidos de que estamos en la bancarrota y completamente incapacitados para
trabajar por nuestra salvación y lograrla o pagarla con nuestros propios méritos.
Entendemos que solamente Dios es el que puede darnos una nueva vida, eterna y mejor,
a través de Cristo.

No importa cuántas clases des, cuántas prédicas compartas, a cuántas personas


evangelices o cuántas alabanzas sepas o cuántos domingos vayas al templo. Eso no
agrega nada a tu salvación.
Si no hemos llegado a ese punto de reconocer esta gran verdad, debemos examinar
nuestras motivaciones y nuestra manera de entender la salvación.
Lc. 18:13

Los únicos que pueden tener una seguridad real de su salvación y del estado de la
relación con Dios, son los que se han entregado enteramente a Su misericordia y nada
más.

Cuando entendemos que todos los que estamos aquí, en la iglesia e incluso fuera de ella,
incluidos nosotros, estamos en la misma situación de pobreza espiritual. Que somos
mendigos a la merced de Dios, no hay lugar para el orgullo, sino únicamente para la
humildad.

Llanto espiritual

Ese llanto no se refiere a la frustración, a la pérdida o tristeza por las circunstancias. Se


refiere a un llanto piadoso que los que buscamos estar de acuerdo a Su voluntad y en Su
perfecto camino, experimentamos.
2 Co. 7:10-11

Implica un dolor o agonía interior que se expresa de manera exterior a través de las
lágrimas. Y esto es producido por fallarle a Dios. Llevándonos a buscar cada vez ser
mejores, fallarle menos, pero sobretodo, entender que dependemos cada vez más de
Dios para nuestro perdón y nuestra mejora.

Salmos 32:1-2

Rom. 7:24-25
Mansedumbre

La pobreza de espíritu nos lleva a alejarnos de nuestro orgullo pecaminoso y a llorar por
nuestras injusticias; ahora, ¿qué es la mansedumbre?

1 Pedro 2:21-24

No es “ser dejado”, o actuar de una forma pasiva mientras los demás me atacan.

La mansedumbre se debe entender como tener poder, pero en control. Pero no en control
nuestro, sino en control de la voluntad de Dios.

Ejemplo: Un caballo tiene muchísima fuerza y potencia para hacer daño, sin embargo,
somos capaces de montar uno debido a que ese caballo ha logrado contener su propia
fuerza. No obstante, este caballo no se ha vuelto dócil por si solo, es el humano quien
controla las riendas. De la misma forma, Dios es quien debe tomar el control de nuestras
fuerzas y habilidades.

Jesús limpió el templo con poder y autoridad (mateo 21:12), pero siempre sujeto a la
voluntad de Dios.

Al haber muerto a nuestro orgullo, no pelearemos batallas en nuestro propio beneficio, y


desestimaremos cualquier insulto hacia nosotros, pero no así cuando se traten de los
asuntos de Dios, donde avanzaremos con poder y firmeza. Ese es el verdadero valor de
la mansedumbre.

Hambre y sed espiritual

Cuando alguien ya murió a su ego, llora por su pecaminosidad y rinde su poder al control
de Dios, tendrá entonces un fuerte deseo por la justicia de Dios y por tener cada vez más
de lo que Dios da.

Sabemos que Él es justo y nunca se equivoca, pero muchas veces los tiempos y las
formas en las cuales vendrá Su justicia podrían no gustarnos. Pero al tener hambre y sed,
la aceptaremos con humildad, entendiendo que Él sabe mejor que nosotros, como deben
ser las cosas.

No importa cuánto tiempo llevemos en el evangelio, todavía pecamos y todavía es la


gracia de Dios la que nos sostiene.
Señales de un creyente humilde

Fil. 2:3-4

En su más práctico sentido, es tener en la mente siempre que los demás saben más que
yo, hacen más que yo, entienden más que yo, etc. Hay cosas muy claras donde es fácil
decirlo, como en el servicio, la alabanza, la asistencia, etc. Pero este precepto de la
humildad va, en su raíz, a cambiar los “prejuicios” que tenemos de las personas hacia el
lado positivo.

Cuando nos comparamos en las cosas buenas, tendemos a comparamos hacia arriba:
“¿Por qué el tiene ese carro, trabajo, casa, pareja y yo no?”

Cuando nos comparamos en las cosas malas, tendemos a compararnos hacia abajo: “Yo
no soy tan pecador como él, yo no falto tanto a la iglesia como aquel, yo si levanto las
manos en la alabanza no como ella.”

Pablo nos invita a que siempre tengamos por más espirituales a los demás que a nosotros
mismos. Dejemos ya de llegar con las personas a exhortarlas, compartirles, aconsejarlas
o demás acciones que tomemos con el prójimo teniéndolas por menos.

Pablo mismo se considera “el más pequeño de los apóstoles” en 1 Co. 15:9; “menos que
el más pequeño de todos los santos” en Ef. 3:8; y después como “el primero de los
pecadores” en 1 Ti. 1:15

Aprendamos de estas actitudes de humildad de Pablo para nuestro trato con nuestros
hermanos.

Pablo dice que el cristiano debe estar atento a sus intereses y lograrlos, pero no sin antes
ponerse a pensar en el interés del que tiene al lado y así cumplir con el mandamiento de
amar a su prójimo. Mandamiento que tiene aún más peso cuando se trata de un hermano
en la fe.

Esta cultura de cooperación, compañerismo y sujeción, a la larga termina haciendo que


todo lo que está planeado, suceda.

Nadie tiene un ejemplo más grande y claro que Jesús en negarse a sí mismo en favor de
los demás, de nosotros.

El renunció a su estado de comodidad y sin culpa en el cielo, para venir a cargar con
nuestras culpas y nuestros pecados para hacernos salvos. Sin necesidad alguna, más
bien con toda la motivación del amor que nos tiene.

Filipenses 2:5-8

Si Cristo se humilló a si mismo en forma tan profunda, ustedes deberían estar siempre
dispuestos a humillarse. Si Él obedeció hasta la muerte de cruz, ustedes deberían ser
más y más obedientes a la voluntad de Dios.

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