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Todos Seremos Hermanos
Todos Seremos Hermanos
IGNACIO BERMÚDEZ
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PARTE I
DONTON
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LA SEÑORITA LUCÍA
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particular— durante un par de minutos, como si nunca hubiera te-
nido lugar la conversación de la cola de la comida». «Por cierto,
Virgilio, ¿qué me estabas diciendo antes? Sobre algo que la seño-
rita Lucía te había dicho una vez»...Virgilio miró más allá de Sober-
bia, hacia el agua del estanque, fingiendo también él que se
acababa de acordar de ello.
La señorita Lucía era la más deportista de las custodias del
pueblo, aunque por su aspecto uno jamás lo hubiera imaginado.
Baja y rechoncha y con aire de bulldog, con un extraño pelo negro
que parecía crecerle siempre hacia arriba, de forma que nunca le
llegaba a tapar las orejas o el cuello grueso. Pero poseía una gran
fortaleza y estaba en plena forma, e incluso cuando nos hicimos
mayores, casi ninguno de nosotros —ni siquiera los chicos— podía
competir con ella en las carreras a campo traviesa. Era una exce-
lente jugadora de hockey sobre patín. Incluso, a veces, se peleaba
y defendía mientras jugaba, como un varón. La señorita Lucía le di-
jo a Virgilio que no pasaba nada porque no fuera creativo. «Sí, me
dijo algo parecido», dijo a Soberbia.
Cuando la señorita Lucía le llamó a Virgilio por primera vez a
su estudio después de la clase de Iniciación al Arte, él se esperaba
otra charla acerca de cómo debía esforzarse más, el tipo de canti-
nela que le habían endosado ya varios “custodios», incluida la se-
ñorita Lucía. Pero mientras se dirigían desde la casa hacia el
Invernadero de Naranjas, donde los «custodios» tenían sus habita-
ciones, Virgilio empezó a suponer que aquello iba a ser diferente.
Luego, cuando se hubo sentado en el sillón de la señorita Lucía,
ésta —que se había quedado de pie junto a la ventana— le pidió
que le contara todo lo que le había estado sucediendo, y cuál era
su punto de vista sobre ello. Así que Virgilio empezó a hablar. Pero
de pronto, antes de que hubiera podido llegar siquiera a la mitad, la
señorita Lucía lo interrumpió y se puso a hablar ella.
Había conocido a muchos alumnos —dijo— a quienes durante
mucho tiempo les había resultado tremendamente difícil ser creati-
vos: la pintura, el dibujo, la poesía llevaban varios años resistién-
doseles. Pero andando el tiempo, llegó un día en que de buenas a
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bles para el observador… excelente para recorrer el velo de los
motivos y acciones de los hombres. Pero para el razonador prepa-
rado, admitir tales intromisiones en su propio temperamento, cui-
dadosamente ajustado, era introducir un factor que distraería y
descompensaría todos los delicados resultados mentales. Una ba-
sura en un instrumento sensitivo o una grieta en un lente finísimo,
no habría sido más perjudicial que una emoción intensa en una na-
turaleza como la suya…Un buen día, renunció.
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LA GUARDIA SECRETA
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cortados. Otro rumor decía que entre aquellos árboles vagaba el
fantasma de una chica que había estado en Donton hasta un día
en que, movida por la curiosidad, había saltado la valla para ver
cómo era el exterior. Fue mucho tiempo antes de que llegáramos
nosotros, cuando los «custodios» eran mucho más estrictos, e in-
cluso crueles.
La chica intentó volver, pero no se lo permitieron. Se puso a
andar a lo largo de la valla suplicando que la dejaran entrar, pero
nadie le hizo caso. Al final se alejó de allí, y le sucedió algo, y mu-
rió. Pero su fantasma vagaba incesantemente por el bosque, siem-
pre mirando hacia Donton, suspirando por que la dejaran entrar.
«El bosque se adueñaba más de nuestra imaginación después
del anochecer, en los dormitorios, mientras tratábamos de conciliar
el sueño. Entonces casi éramos capaces de oír el viento entre las
ramas; y si hablábamos de ello la cosa empeoraba. Recuerdo una
noche en que estábamos furiosas con K. —aquel día había hecho
algo particularmente irritante—, y queríamos castigarla: la sacamos
de la cama a rastras y la obligamos a que pegara la cara a la ven-
tana y mirara fijamente el bosque. Al principio mantuvo los ojos
muy cerrados, pero le retorcimos los brazos hasta que abrió los
párpados y vio la silueta recortada contra el cielo iluminado por la
luna, y ello bastó para que pasase una noche de terror y llanto. No
estoy diciendo que en aquel tiempo estuviéramos todo el día preo-
cupadas por el bosque. Yo, por ejemplo, podía pasarme semanas
sin apenas pensar en él, e incluso había días en que sentía una
oleada de desafiante valentía que me hacía pensar: «¿Cómo es
posible que pueda creerme esas memeces?». Pero bastaba cual-
quier nimiedad —alguien que volvía a contar una de aquellas histo-
rias, un pasaje de miedo en un libro, un comentario al azar que me
recordara el bosque—para que la sombra descendiera de nuevo
sobre nosotras durante un tiempo. No era nada extraño, por tanto,
que diéramos por sentado que el bosque tenía un papel central en
la conjura para secuestrar a la señorita Geraldine. Pero cuando
pienso con detenimiento en ello, no recuerdo que tomáramos nin-
guna medida concreta para defender a nuestra custodia preferida.
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contra las cuerdas y la colocó en el tablero sobre una mesa de la
sala de billar, lo que empezó a enseñarle fue una vaga variante de
las damas. Entonces, Soberbia recogió el tablero y las fichas y se
fue.
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EL AULA VEINTIDÓS
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El Aula Veintidós se utilizaba raras veces para las clases, por-
que era demasiado pequeña y nunca había suficiente luz, ni siquie-
ra en un día como aquél. A veces los “custodios» entraban para
corregir nuestros trabajos o para ponerse al día en sus lecturas.
Aquella mañana el aula estaba más oscura que de costumbre,
porque las persianas estaban echadas casi totalmente. Habían jun-
tado dos mesas, como para que pudiera sentarse un grupo, pero la
señorita Lucía estaba sola, sentada a un lado, cerca del fondo. So-
berbia vio varias hojas de un papel oscuro y satinado diseminadas
sobre la mesa de enfrente de la señorita Lucía. Ella estaba inclina-
da sobre la mesa, absorta, con la frente muy baja, los brazos sobre
el tablero, trazando líneas furiosas sobre una hoja con un lápiz. Ba-
jo las gruesas líneas negras había una pulcra letra azul. Siguió res-
tregando la punta del lápiz sobre el papel, casi como si estuviera
sombreando en la clase de Arte, sólo que sus movimientos eran
mucho más enfadados, como si no le importara que el papel se
agujereara. Entonces, en ese momento, se dio cuenta de que ése
era el ruido extraño que había oído antes, y que lo que tomó por
papeles oscuros y satinados habían sido, instantes atrás, hojas de
cuidada letra azul.
Se hallaba tan ensimismada en lo que estaba haciendo que
tardó en reparar en mi presencia. Cuando alzó la vista, sobresalta-
da, vi que tenía la cara congestionada, aunque sin rastro alguno de
lágrimas. Se quedó mirándole a esa adolescente con la bombacha
en las rodillas, y al final dejó el lápiz.
«Hola, jovencita», dijo, y aspiró profundamente. «¿Qué puedo
hacer por vos?», «nada, señorita, mire lo que usted vio…», «no
hay problema, yo lo he hecho también, es algo común, corriente,
¿quién no quiere ser vista por varones?
Soberbia apartó la vista para no tener que mirarla a ella o al
papel que había sobre la mesa. La vergüenza, como dijo Soberbia,
tenía mucho que ver con ello, y también la furia, aunque no exac-
tamente contra la señorita Lucía. Se sentía muy confusa, y proba-
blemente por eso no les contó nada a sus amigas hasta mucho
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COSAS EXTRAÑAS SUCEDEN
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¿Qué había estado pasando en Donton?
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«–¿Conque no, eh? —dijo a Soberbia–, ¿conque no? No
quiere usted dejarme ser yo, salir de la niebla, vivir, vivir, vivir, ver-
me, oírme, tocarme, sentirme, dolerme, serme: ¿conque no lo quie-
re?, ¿conque he de morir ente de ficción? Pues bien, mi señor
creador don Miguel, también usted se morirá, también usted, y se
volverá a la nada de que salió... ¡Dios dejará de soñarle! ¡Se morirá
usted, sí, se morirá, aunque no lo quiera; se morirá usted y se mo-
rirán todos los que lean mi historia, todos, todos, todos sin quedar
ni uno! ¡Entes de ficción como yo; lo mismo que yo! Se morirán to-
dos, todos, todos. «¿Víctima?», exclamó Soberbia. «¡Víctima, sí!
¡Crearme para dejarme morir! ¡Usted también se morirá! El que
crea se crea y el que se crea se muere. ¡Morirá usted, don Miguel,
morirá usted, y morirán todos los que me piensen! ¡A morir, pues!».
«Pensaba que ella tenía de verdad mejor aspecto que antes.
Quizás hubiera empezado a darse colorete. Tenía la piel pálida,
olivácea, y Andrés quería recordar sus mejillas sin color. Además,
se vestía con más gracia, y se esforzaba más por ser simpática.
Antes era según le daba. También había empezado a beber
whisky, aunque nunca sin ahogarlo en agua. Antes sólo bebía un
vaso de vino. Andrés pensó si sería un novio quien la habría hecho
cambiar así; pero un novio podía mejorar su aspecto sin necesidad
de que sintiera más interés por todo, y estaba casi seguro de que
eso es lo que había ocurrido. Lo más probable es que se debiera a
que el tiempo pasaba y a que la guerra mermaba terriblemente las
perspectivas de encontrar marido. Eso podía servirle de estímulo a
una mujer. Además, era más lista y más guapa y tenía mejor con-
versación que la mayoría de las casadas. ¿Qué ocurría con una
mujer así? A veces, simple mala suerte. O mal cálculo en el mo-
mento importante. ¿Un poco demasiado lista y segura de sí misma,
para aquella época, de manera que hacía sentirse incómodos a los
hombres?».
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Un año después
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rejas de veteranos jamás hacían ostentaciones de este tipo en pú-
blico, y se comportaban del modo discreto en que lo harían el pa-
dre y la madre de una familia normal y corriente.
En estas parejas de veteranos de las Nouves, por cierto, había
algo que Soberbia captó y que a Rocío —pese a estar observándo-
las constantemente— se le había pasado por alto, y era que gran
parte de sus maneras y gestos los habían copiado de la televisión.
Cayó en la cuenta de ello cuando se fijó con detenimiento en una
de ellas —Susana y Gregorio—, probablemente los alumnos mayo-
res de las Nouves y a quienes todo el mundo tenía por responsa-
bles del lugar. Había una cosa que Susana siempre hacía cada vez
que Gregorio se embarcaba en una larga disertación sobre Proust
o alguien parecido: se dirigía una sonrisa al resto de ellos, ponía
los ojos en blanco y decía muy enfáticamente, aunque de forma
apenas audible: «Dios nos salve». En Donton, veían la televisión
con mesura, y lo mismo hacían en las Nouves (aunque no había
nada que les impidiera verla todo el día, a nadie le apetecía mucho
abusar de ella). Pero en la casa de labranza había un viejo televi-
sor, y otro en el Granero Negro, y Soberbia solía encenderlo de
cuando en cuando. Así es como supo que «Dios nos salve» venía
de una serie norteamericana, de esas en las que todo el auditorio
ríe al unísono cada vez que alguien abre la boca.
Lo que quiero decir, en suma, es que Rocío no tardaría en dar-
se cuenta de que su forma de comportarse con Virgilio no era el
apropiado en las Nouves, y en dar un giro a sus modos de pareja
cuando había gente delante. Y, muy especialmente, tomaría pres-
tado un gesto de los veteranos. En Donton, el hecho de que una
pareja se despidiera —aunque fueran a estar sólo unos minutos
separados— era pretexto suficiente para que se permitieran un
gran despliegue de besuqueos y abrazos. En las Nouves, por el
contrario, cuando una pareja se decía adiós, apenas había pala-
bras, y menos aún besos o abrazos. En lugar de ello, le dabas a tu
pareja un golpecito con los nudillos en el brazo, a la altura del co-
do, como se suele hacer cuando se quiere atraer la atención de al-
guien. Normalmente era la chica la que lo hacía, en el momento en
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NUEVO FOLCKLORE
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RONALDO
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te, puso las manos sobre los respaldos delanteros y se puso a ha-
blar con los dos veteranos. Y lo hacía de forma que Virgilio y So-
berbia, a ambos lados de ella, no podían oír ni una palabra de lo
que decían, y como los separaba físicamente tampoco podían ha-
blar, o siquiera verse».
Al cabo de una hora más o menos, ya habiendo despuntado el
día, se pararon para estirar las piernas y para que Ronaldo hiciera
pichí. Ella podría seguir hablando al menos con Cristina, y Virgilio y
Soberbia podríamos tener alguna conversación durante el viaje.
Apenas había terminado de hablar cuando Rocío dijo en un susu-
rro: «¿Por qué tienes que ser tan difícil? ¡Precisamente ahora! No
lo entiendo. ¿Por qué quieres armar líos?»
Las cosas se animaron considerablemente, sin embargo, en
cuanto llegaron a la población costera. Era la hora del almuerzo, y
dejaron el Rover en el aparcamiento contiguo a un minigolf lleno de
banderas ondeantes. El día era ahora fresco y soleado, y Soberbia
recordó que durante más o menos la primera hora «nos sentíamos
tan estimulados y contentos de estar al aire libre que no prestamos
demasiada importancia al asunto que les había traído allí. En un
momento dado, de hecho, Ronaldo lanzó unos cuantos grititos, agi-
tando los brazos a su alrededor, mientras se ponía en cabeza y
subía por una carretera en pendiente flanqueada de hileras de ca-
sas, y de alguna tienda ocasional, y, sólo por el enorme cielo, uno
podía percibir que nos estábamos acercando al mar. Cuando lle-
gamos al mar, vimos que estábamos en una carretera que bordea-
ba un acantilado. A primera vista parecía que el corte era a pico
hasta la arena, pero cuando te asomabas a la barandilla veías que
había senderos zigzagueantes que descendían hasta el mar. Está-
bamos hambrientos, y entramos en un pequeño restaurante enca-
ramado en el acantilado, justo donde empezaba uno de los
senderos. En el local sólo había dos personas: dos mujeres bajas y
rechonchas con delantal que trabajaban en el negocio. Estaban
sentadas a una mesa y fumaban sendos cigarrillos, pero en cuanto
nos vieron aparecer se pusieron rápidamente en pie y desaparecie-
ron en la cocina para dejarnos el campo libre».
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OOLS
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Pero Rocío no se lo tragó. Cuando pasaron al lado de Soberbia, le
dirigió una mirada realmente maligna.
Así que, cuando salió Soberbia y Ronaldo hacia el lugar donde
el mes anterior había visto a la posible de Rocío, la sintonía entre
ellas era peor que nunca.
Luego de andar de calle a calle, Ronaldo se detuvo brusca-
mente. Y señaló con un gesto callado una oficina de la acera de
enfrente.
Y allí estaba. No era idéntica a la del anuncio de la revista que
habían encontrado en el suelo helado aquel día, pero tampoco era
tan distinta. La gran cristalera frontal se hallaba al nivel de la calle,
de forma que cualquiera que pasara por delante podía mirar el inte-
rior: una gran planta diáfana con quizá una docena de mesas dis-
puestas en irregulares eles. Había pequeñas palmeras en
macetas, máquinas relucientes y lámparas abatibles. La gente se
movía entre las mesas, o se apoyaba en una mampara, y charlaba
y se hacía bromas, o acercaban las sillas giratorias unas a otras
para disfrutar de un café y un sándwich. Rocío tenía sus ojos que
iban con ansiedad de una cara a otra de las oficinistas que se mo-
vían tras el cristal.
No era nada obvio, pero cuanto más miraban más se iba pare-
ciendo que a Ronaldo no le faltaba un punto de razón. La mujer te-
nía unos cincuenta años, y conservaba una figura muy agradable.
Su pelo era más oscuro que el de Rocío —aunque podía ser teñi-
do—, y lo llevaaba recogido atrás en una sencilla cola, tal como
Rocío solía llevarlo. Se estaba riendo de algo que su amiga de rojo
decía, y su cara, sobre todo cuando al final de la risa sacudía la
cabeza, tenía ciertamente más de un atisbo de semejanza con Ro-
cío. Todos seguieron observándola sin decir una palabra.
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ROCÍO
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sentíamos. Se puso de pie sobre el murete, mantuvo el equilibrio
unos instantes y luego se dejó caer adrede hacia un lado. Virgilio
hacía bromas sobre algunas de las personas que pasaban, y aun-
que no tenían ninguna gracia todos nos reíamos de buena gana.
Sólo Rocío, a horcajadas sobre el murete, permanecía en silencio.
Seguía con la sonrisa en la cara, pero apenas se movía. La brisa le
despeinaba el pelo, y el brillante sol invernal le hacía arrugar los
ojos, de forma que era difícil saber si sonreía ante nuestras paya-
sadas o hacía muecas para protegerse del sol. Son las imágenes
que conservo de aquellos momentos, mientras esperábamos a que
Rocío decidiera cuándo volver a echar una segunda ojeada a la
oficina. Al final entramos en una calle lateral estrecha flanqueada
de casas normales, aunque con alguna que otra tienda. Tuvimos
que caminar de nuevo en fila india, y en un momento dado vimos
venir hacia nosotros a una furgoneta y tuvimos que pegarnos casi
a las fachadas para permitirle el paso. Al poco, en la calle, no ha-
bía más que la mujer y el grupo de chicos que la seguía, y si aqué-
lla se hubiera dado la vuelta no habría podido evitar vernos. Pero
se limitaba a seguir su camino, a una docena de pasos de noso-
tros, y al final entró a un local con el cartel «Estudios los Enanos».
Ello, al menos, tuvo el efecto de sacarlos de aquella especie de
trance en el que estaban inmersos, y todos se agrupaban en torno
a la mujer para escuchar lo que decía, tal como habrían hecho en
Donton si un custodio se hubiera puesto a hablarles.
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¿CÓMO ES EL TRABAJO?
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VÍRGEN Y TOMÁS
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LA VIDA DOMÉSTICA
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VIRGEN… VIRGILIO
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Tienen que soltarse, y se separan, y se los lleva el agua. Pienso
que eso es lo que pasa con nosotros. Qué pena, Catalina, porque
nos hemos amado siempre. Pero al final no podemos quedarnos
juntos».
«Siento haberme enfadado tanto antes. Les hablaré.
Intentaré que te asignen un cuidador realmente bueno», dijo
Soberbia.
Y no hablaron más de eso en toda la mañana.
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LA MEMORIA
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PARTE II
JORGE GOTHA
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El problema surgió cuando a uno de ellos se le caía la cabeza,
se le cerraban los ojos y ya nadie podía hablar con él. Pero en el
café demostró estar cuerdo o apenas distraído por las historias que
había vivido. De todas maneras, no identificaba el tiempo, el tiem-
po como esa sucesión de un estado de conciencia a otro. Las dro-
gas te producen eso: perdés la conciencia. Diez años de drogas
son mil de cualquier individuo sano. Con el tiempo se había con-
vertido en un genio de la química. Mezclaba metadona con benzo-
diacepina, uno lo bajaba y el otro lo subía de ánimo. Por momentos
era Superman y después era un trapo de piso. Ya no necesitaba
de drogas ilegales. Con ir a la farmacia le era suficiente para pro-
ducir ese maravilloso cosquilleo en todo el cuerpo, surgiendo des-
de la espina dorsal.
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drés Oliver y Fernández Cordón. ¿No les había dicho? También hi-
zo un taller de narrativa y poesía, aunque fue un mes, le suplió, le
llenó y lo sació. Ella se alegró con tan mínima poesía, pero él se
aburrió y se fue caminando hasta la librería del centro internacional
del libro, donde compró uno en tapa dura de Kjell Askildsen. Su-
mamente feliz llegó a su casa, lo esperaban los hijos y la mujer.
Les contó que había hecho un trato con el primo para hacerse rico.
La mujer sonrió y le indicó que sería una locura participar con lo
que ella llamó “delincuente”. Entre cruzaron palabras y él se puso a
pintar los autos.
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cm el trabajo no le gustaba, pero que iba a hacer. Solo tenía eso y
debía pagar sus estudios en la universidad de Mendoza, donde es-
tudiaba arquitectura. Su sueño era diseñar interiores. Quizá por la
influencia del profesor Horacio de Apoláis. Le corregía cada idea,
cada sueño, cada pensamiento. Eso le produjo mayor auto exigen-
cia y le dio valor al estudio cuando él le dijo: «No estudiés por otra
cosa que por Amor. Debés perfeccionarte desde el arte».
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CAPÍTULO 19
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su rostro en una expresión de horror y repugnancia, extendía una
mano hacia el médico con los dedos abiertos y crispados y excla-
mó con voz cambiada y llena de espanto: «¡quieto! ¡No me hable!
¡No me toque!» se halla, probablemente, bajo la impresión de una
terrorífica alucinación periódica y rechazaba con tales exclamacio-
nes la intervención de toda persona extraña. Este fenómeno cesó
luego tan repentinamente como surgió, y la enferma continuaba la
interrumpida conversación sin aludir para nada a aquel, ni tampoco
excusar o aclarar su conducta, por lo cual es de sospechar que no
se ha dado cuenta de la interrupción. Sobre sus circunstancias
personales es conocido lo siguiente: su familia, originaria del norte
de chile, residía, hace ya dos generaciones, en las provincias de
cuyo, en las cuales se hallaba ricamente afincada. De catorce
hermanos que fueron —ella hacía el número trece—, solo cuatro
quedaban con vida. Su madre, mujer enérgica y grave, la había
educado cuidadosamente, aunque con excesivo rigor. A los veinti-
trés años se murió el primogénito al nacer. Fuera de esto, todos
sus esfuerzos para recobrar la salud han sido totalmente infructuo-
sos. Ha viajado mucho y da muestras de vivo interés intelectual.
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fluido sobre ella desde nuestra última entrevista, y recae con fre-
cuencia, inesperadamente, sobre reminiscencias patógenas, que la
misma enferma se prohíbe sin necesidad ya de invitación por mi
parte.
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CAPÍTULO 21
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objeto de burla. Los hermosos automóviles que cruzaban al lado,
los peatones ociosos que se dirigían únicamente hacia los intere-
ses y placeres que pudieran atraerlos; las alegres parejas de gente
joven, riendo y bromeando, y los chiquillos mirando fijamente, todo
esto le turbaba con la idea de una vida diferente, mejor, más bella
que la suya o más bien que la de toda su familia. Y, en aquel mo-
mento, individuos de aquel pasaje cambiante e inestable de la ca-
lle, que transformaba incesantemente su fisonomía en torno a
ellos, parecieron captar el error psicológico de toda la escena que
rodeaba a los niños, ya que dichas personas empezaron a cambiar
comentarios entre sí, las más sofisticadas e indiferentes limitándo-
se a alzar las cejas y a sonreír con desprecio y las más simpáticas
o experimentadas hablando de la presencia inútil de estos niños.
En cuanto al resto de la familia, tanto la más grande como la
más pequeña eran todavía demasiado jóvenes para comprender o
preocuparse mucho por lo que sucedía en torno a ellos. En cuanto
a la muchacha sentada ante el armonio, lo que más parecía impor-
tarle era llamar la atención y promover los comentarios que susci-
taba su presencia y su canto. En cuanto al padre y la madre,
querían espiritualizar al mundo entero.
Finalmente, después de un segundo himno, el armonio fue ce-
rrado.
Las niñas, así mismo que no deseaba hacer esto ni un momen-
to más, pensaban que sus padres parecían chiflados y anormales
—«indignos» habría sido la palabra que hubiese usado si tuviera
capacidad suficiente para expresar toda la medida de su resenti-
miento por verse obligado a participar en aquello— y que no lo ha-
ría más si lograba impedirlo. Las pequeñas eran demasiado
jóvenes para preocuparse. Pero...
Entraron ahora en la estrecha calle lateral de la que habían
emergido y después de pasar de largo una docena de puertas a
partir de la esquina, entraron por la abertura de un edificio amari-
llento de un solo piso, construido de madera y cuya amplia venta-
na, así como los dos cristales situados en la puerta central,
estaban pintados de un blanco grisáceo. A lo largo de la ventana y
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table en el Señor, cuya intención no podía ser menos que la de
proveer lo necesario.
La combinación de hogar y misión que habitaba esta familia
era lo bastante triste en la mayor parte de sus aspectos como para
descorazonar a cualquier fortaleza de espíritu. En su totalidad con-
sistía en una larga nave de almacén en un edificio viejo y gris,
construido en madera de la manera menos artística posible, que
estaba situado
La parte trasera de este piso vulgar era intrincada, pero estaba
limpiamente dividida en tres pequeños dormitorios, una salita de
estar que daba al patio y a vallas de madera no mejore que las que
había en la fachada; también contaba con una combinación de co-
cina y comedor de exactamente tres metros cuadrados, y una habi-
tación despensa para folletos misionales, himnarios, cajas, baúles
y otras cosas de uso no inmediato, pero de presunto valor, propie-
dad de la familia. Esta habitación, particularmente pequeña, estaba
situada justo a la espalda del vestíbulo de la misión, y a ella, antes
o después de hablar, o en las ocasiones en que parecía importante
celebrar una conferencia a solas, solían retirarse el señor y la se-
ñora de Gotha, y también, a veces, para meditar o rezar.
Y toda la vecindad era tan triste y fracasada, que él odiaba el
pensamiento de vivir allí, y mucho más de tener que formar parte
de un trabajo que requería constantes peticiones de ayuda, así
como constante oración y acción de gracias para poder sostenerlo.
La señora Soberbia Sajonia, antes de su casamiento con Jor-
ge , no había sido más que una ignorante muchacha campesina,
educada sin ideas religiosas de ninguna clase. Pero, habiéndose
enAmorado de Jorge , se contagió del virus del Virginiangelismo y
del proselitismo que a él le dominaban, y le había seguido alegre y
entusiasmada en todas sus aventuras y en todas sus peregrinacio-
nes. Sintiéndose más bien adulada por la idea de que podía hablar
y cantar con cierto arte, así como de que tenía aptitudes para
atraer y persuadir y dominar a la gente con la «palabra de Dios»,
tal como ella la entendía, se había sentido más o menos satisfecha
de sí misma en este aspecto y por tanto decidida a continuar.
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escota. El viento empezaba a ser muy fuerte, pero apenas entraba
agua en la barca.
«¡Esto es emocionante!», gritó Soberbia.
«¿Te gusta?»
«Ya lo creo».
«¿No tienes miedo?»
«Sí, por eso resulta tan emocionante».
«Sí, tal vez. He oído decir que esos indios que se lanzan a una
poza de veinte metros de profundidad, una vez que empiezan a
hacerlo no pueden dejarlo. Si cada día no hacen algo que pueda
costarles la vida, les parece que no han vivido de verdad».
Jorge mantuvo la barca firme contra el viento. La cuerda le
lastimaba la mano. Pensó que siempre es así. Te lo estás pasando
muy bien, pero siempre hay algo. Pisó la escota para que no le re-
sultara tan pesado sostenerla. Volvió la cabeza y vio que el estre-
cho quedaba ya muy lejos.
«Cuando mi padre contó lo de ese accidente de autos, tú te
reíste. A mí no me pareció nada divertido. Y cuando luego te pre-
guntó si habías leído algo de Aristóteles, también te echaste a
reír».
Llegó una ráfaga de viento. La barca se escoró y empezó a en-
trar bastante agua. Paul cambió el rumbo. La barca se enderezó,
las velas flamearon. Mantuvo la dirección contra el viento y tensó la
vela mayor. Luego giró lentamente el timón hacia el lado contrario
y la barca tomó velocidad.
Era una isla muy pequeña. En algunas partes crecían pinos
contrahechos. Todo el resto era roca y brezo. Cuando se encon-
traban muy cerca, se abrió ante ellos una bahía. Paul tomó ese
rumbo y las velas aletearon porque el viento cambió de dirección.
La chica se puso de pie en la proa. Tenía el cabo de amarre en
la mano, lista para saltar. Paul ató la vela alrededor del mástil. La
chica saltó, y él tuvo que agarrarse al mástil para no perder el equi-
librio en el momento en que la barca chocó con la tierra. Saltó tras
ella. Se detuvo antes de acercarse, porque ella lo estaba mirando
con sus ojos azules, los brazos levantados por encima de la cabe-
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ción Litterae. No conforme con ello, relataba sus aventuras con
otras mujeres, como si estudiar y conquistar mujeres le haría doler
la cabeza a Soberbia o dicho de otra forma: sería un escollo a su
integridad. En cambio, Soberbia, se dispuso a entenderlo y lo hizo:
«Estudie, señor, eso le hará bien».
Se creyó que diciéndole eso, él se calmaría, pero definitiva-
mente no lo hizo.
«¿Estás diciendo que soy un estúpido que necesito volver a
estudiar?»
Ella maduró la respuesta.
«Digo que tenés la suficiente capacidad para estudiar cualquier
carrera de físico nuclear a corrector de textos en español».
Quedó conforme y se matriculó.
La primera clase fue acerca de la absoluta corrección y sus re-
querimientos para una perfecta observancia de las reglas adopta-
das por el uso y la ortografía. Pero no se trataría allí de trazar una
gramática, ni de exponer puntos litigiosos de toda la sintaxis. Las
sobre las que llamarían la atención del lectos eran las que se tro-
pezaría más a menudo y cuya repetición animada por la memoria
visual incitaría a la reincidencia. Las primeras claro, a las del verbo.
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CAPÍTULO 26
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PARTE 2
Semana 1
Eres tú. Por supuesto que eres tú. Siempre eres tú. Alguien me
está dando alcance y me vuelvo y eres tú. Sabía que serías tú, pe-
ro aun así pierdo el equilibrio sobre la nieve helada. Me tambaleo.
Tengo mojadas las medias por la parte de las rodillas. Mis mitones
están empapados.
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Lunes, 2 de febrero, 2.15 de la tarde
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Pero ella y Agostina eran ahora muy diferentes; quizá Enrique sólo
aceleró una ruptura que de todas formas se habría producido.
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Semana 1
Martes
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Viernes, 30 de enero, 10 de la mañana (Hace cuatro días)
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Susurras:
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Martes, 3 de febrero, 6 de la tarde
Ningún otro hombre puede darte lo que yo. Ningún otro hombre
te amará como yo.
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Semana 1
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Miércoles, 4 de febrero, 8 de la noche
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—No sólo es para atraer a los hombres. —La emoción que hay
detrás de esta última frase es demasiado intensa; la boca le tiem-
bla mientras se esfuerza en no fruncir el ceño—. Es por mí. Y estas
domingas nuVirginias no se mueven nada. Son tan coquetas y
pimpantes que ni siquiera necesito sujetador.
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«Coquetas» y «pimpantes» no son palabras de su vocabulario.
¿Desde cuándo las usa?
Agostina continúa, como si necesitara convencerse más a sí
misma que a mí.
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Los servicios están tan oscuros, al estilo de moda, que otra vez
estoy cegada. Avanzo hacia un cubículo y sobre la marcha arrojo
el cóctel de melocotón en la taza de cromo. El cubículo tiene una
de esas puertas sin espacios abiertos arriba ni debajo, por lo que
no tendrás ocasión de gatear por debajo o de fisgar por encima.
Llamo a un taxi. El recepcionista me dice que llegará un taxista
dentro de diez minutos. Me propongo estar detrás de esta puerta
cerrada con llave durante los nueve primeros.
Cuando salgo estás en la habitación, como yo esperaba. Me
obstruyes la salida. El humo empalagoso del incienso que queman
aquí abajo dificulta la respiración, y me bloqueas la poca luz que
hay. La cabeza me retumba, quizá por el esfuerzo visual o quizá
porque me está asfixiando una niebla venenosa de jazmín sintéti-
co. Me recuerdo que el taxista llegará al restaurante en cualquier
momento y preguntará por mí. Antes de bajar he calculado que al-
guien entraría en los lavabos, y por eso no creo que te arriesgues a
hacer algo muy descontrolado. Aun así, no quiero verme atrapada
aquí el tiempo necesario para descubrirlo; he organizado esta coli-
sión contigo con tanta exactitud como he podido, dejando el menor
tiempo posible para decir lo que quiero sin que Agostina lo oiga.
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Semana 1 Soberbia
—Soy yo.
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Con Amor,
Rafe
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Semana 1 Soberbia
Viernes
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rrando una botella de licor barato. Era una mujer y tenía en torno
varias bolsas de plástico con sus pobres pertenencias.
Normalmente Soberbia guardaba todo lo posible las distancias
con los indigentes. Esta vez se acercó a la mujer, aunque sobre-
poniéndose a una punzada de la misma mezcla de miedo y com-
pasión que le inspiraba la señorita Lockyer. Agarró el bolso con
más fuerza.
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bargo otra prueba de su infalible criterio estético. Enrique, ahora en
Cambridge, a un mundo de distancia de aquella mujer y de Sober-
bia.
Apresuró el paso, deseosa de llegar a su casa cuanto antes.
Llegó en cuestión de minutos al antiguo cementerio de la iglesia.
La señorita Lockyer debía de haber pasado por allí incontables ve-
ces, incluido el día en que la secuestraron. ¿Alguna vez se habría
fijado en la única tumba que no había sido devastada? Verde por el
moho, el mojón de piedra gris que señalaba la ubicación de los
cuerpos era del tamaño de un tronco grande. Muchos siglos atrás,
el cementerio había sido un bosque. Era otro de los lugares parti-
culares de Soberbia. Le gustaba pensar que era una fuente de
magia para ella y que algún día surtiría efecto, aunque todavía no
había sucedido.
A mediados del siglo XIX habían enterrado allí a una mujer con
sus dos bebés. Tres muertes en dos años. Soberbia no veía las
inscripciones en la oscuridad y las letras grabadas estaban per-
diendo su definición, pero se las sabía de memoria.
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pruebas. Un muestrario funesto, pero aún no irrefutable como
prueba.
Semana 2
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Semana 2
Martes
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Ella asintió.
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Semana 2
Miércoles
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ella sobre la alfombra azul, dando puntadas desde la parte superior
del desgarrón hacia el dobladillo.
Procuraba no hacer caso del hecho de que tenía los dedos rí-
gidos y le dolían los brazos por la fuerza con que él se los había
agarrado. Tenía la piel de la muñeca moteada, enrojecida y sensi-
ble, como si él le hubiera retorcido el antebrazo con sus guantes de
cuero. Había elegido a propósito un top de manga larga y ceñida
para ocultar las marcas, aunque temprano por la mañana había ido
a que se las fotografiaran. Parecía un trámite fútil, pero razonó pa-
ra sí que aunque la imagen no demostrase nada por sí misma po-
dría aportar algo más tarde, como parte de un cuadro más amplio.
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Falta poco más de una semana para que deje el trabajo y for-
me parte de un jurado. Voy a entregar unos papeles a la nuVirginia
jefa del departamento de inglés y tengo que pasar por delante de la
puerta azul de tu despacho. Está abierta, a pesar de la placa que
anuncia que es una puerta de incendios y que debe permanecer
cerrada. El despacho está vacío. Pero descubro algo que me de-
tiene, la respiración se me acelera, estoy nerviosa porque en cual-
quier instante aparecerás en el pasillo. Aun así, tengo que mirar.
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entiendo cómo lo has conseguido. Un tubo vacío de la crema de
manos que siempre tengo en mi mesa. Folletos y revistas de foto-
grafía para aficionados. Algunos papeles desechados de una
reunión, con garabatos de los tulipanes que siempre hago.
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larga, sin remeter. No llVirginias abrigo ni gorro, y encoges los
hombros contra el frío. En realidad pareces vulnerable.
—Hola, preciosa.
Hola, preciosa.
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Pero cuando me atrajo hacia él, tuve que admitir que la velada lo
había sido.
Un mes más tarde descubrí que estaba casado, aunque me ju-
ró que la relación se había acabado a todos los efectos excepto los
legales. Después de decírmelo me negué a verlo durante tres se-
manas, no hice caso de sus llamadas telefónicas, mensajes ni e—
mails, ni respondí al timbre, indeciblemente enfurecida porque me
lo hubiera ocultado. Pero ya estaba tan locamente prendada de él
que no tardé mucho en abjurar de mi voto de renuncia. Dos meses
después, Enrique abandonó la casa que compartía con su mujer y
apareció en mi piso con una botella de vino, flores y una maleta.
El amante inquebrantable
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—Si leyeras como es debido tus cuentos de hadas sabrías que
siempre hay un castigo terrible para los que no aprecian un regalo.
Tropiezo contra la última persona de la cola ante el torniquete y
mascullo una disculpa.
—No sabía que eras tan buena amiga de Gary, Soberbia.
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Semana 3
El amante inquebrantable
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Martes, 17 de febrero, 12.50 de la mañana
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A doce metros.
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—Cuatro hombres invadieron mi jardín. Uno de ellos estaba
dando patadas a la puerta de mi cocina. Otro gritaba hacia la ven-
tana del piso de arriba que habían visto a mi hija Dorcas por las
cortinas de su dormitorio y que él sabía que estaba allí y que ella le
oía y que más le valía salir o tirarían la puerta y la atraparían y se-
ría peor para ella. Dijo que ya debería haber escarmentado. Dijo
palabras asquerosas.
—¿Puede repetir para el jurado esas palabras?
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Sólo habían llegado hasta el puente cuando una voz les inte-
rrumpió.
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Juan Carlos se mordió el labio.
—Depende de quién.
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Todo esto resumido en dos frases. Los cuentos de hadas esta-
blecieron la plantilla y los métodos mucho antes de que en el siglo
XX cualquier asesino en serie de triste fama secuestrase a su pri-
mera víctima.
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Sé cómo lees estos relatos y cómo quieres que los lea yo. Veo
en tu dedicatoria que me has vinculado con las cosas horripilantes
y la suerte atroz que padecen estas chicas.
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Necesito más pruebas, tantas que a la policía le resulte impo-
sible dudar de mí o no hacerme caso. Tantas pruebas que no pue-
dan dar de mí una imagen como la que dan de Lotería.
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PARTE 3
CAPÍTULO 27
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CAPÍTULO 28
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Jorge dijo:
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imagen especular, unos chelos. Y en esa imagen, el rostro de So-
berbia. El final. Todo lo que ahora deseaba era la calidez, el silen-
cio de su estudio, el piano, la partitura inconclusa, llegar al final.
Oyó que Vernon decía al despedirse:
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CAPÍTULO 29
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gerían un desnudo anhelo de algo fuera de alcance. Alguien. Era
en momentos como éste cuando solía telefonear a Soberbia para
pedirle que viniera, cuando se sentía demasiado inquieto para sen-
tarse al piano durante mucho tiempo, demasiado excitado por nue-
vas ideas para poder estar tranquilo. Si estaba libre, Soberbia iba a
su casa y hacía té, o preparaba combinados exóticos, y se sentaba
en aquel viejo y gastado sillón del rincón del estudio. Hablaban, o
ella le pedía que tocara algo, y se quedaba escuchando con los
ojos cerrados. Sus gustos eran sorprendentemente austeros para
alguien tan amante de las fiestas. Bach, Stravinski, muy de cuando
en cuando Mozart. Pero para entonces ya no era una jovencita, ni
su amante. Eran camaradas, demasiado irónicos el uno con el otro
como para sentir pasión; y les gustaba sentirse libres para poder
hablar con franqueza de sus asuntos Amorosos. Soberbia era co-
mo una hermana, y juzgaba a sus mujeres con mucha más gene-
rosidad de la que él mostraría jamás respecto a sus hombres.
Otras veces hablaban de música o de comida. Ahora ella era fina
ceniza en una urna de alabastro que Jorge conservaría en lo alto
del armario de su cuarto.
Orlando participaba semanalmente en el Diario El Tiempo,
donde aseguraba que:
Ya en 1995 The New Grove aporta una definición más comple-
ta definiendo el concepto de música clásica desde diferentes pun-
tos de vista e incluyendo además de la música del Clasicismo, un
concepto más amplio que abarca tanto su origen epistemológico,
como las definiciones recogidas por otros teóricos: Término que
junto a sus definiciones “clásica, Clasicismo, clasicista, etc”, ha si-
do aplicada a gran variedad de música de diferentes culturas. Del
latín classicus (ciudadano de clase alta) [...] En una de las primeras
definiciones, clásico es definido como (i) clásico, formal, ordenado
o auténtico; (ii) correcto, capital, principal. Ambas vertientes han si-
do tratadas a lo largo de la historia como (i) disciplina formal, (ii)
modelo de excelencia, (iii) nacida en Grecia o en la Antigüedad
Clásica y (iv) como lo opuesto a “romántico”. Y según Danto, este
resurgimiento tiene su razón de ser en la imposibilidad de diferen-
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CAPÍTULO 30
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era otra cosa que una tortillera ciega y solitaria con vasos de leche
en vez de ojos... Noches enteras en la oficina de los detectives...
Siempre era de noche en mis sueños sobre la vida periodística.
Los reporteros jamás trabajaban de día. Yo quería la película ente-
ra, sin que le faltase una escena... Yo era consciente de que aque-
llo había reducido mi ánimo a esta estúpida condición de Príncipe
Estudiante. Daba lo mismo, yo no podía evitarlo. Acababa de cur-
sar cinco años de estudios superiores, una aclaración que tal vez
nada signifique para quien nunca se haya sometido a tan bárbaro
tratamiento; lo explica todo, sin embargo. No estoy seguro de que
pueda darles a ustedes la más remota idea de lo que son los estu-
dios superiores. Millones de norteamericanos cursan ahora estu-
dios superiores, pero al pronunciar la frase —«estudios
superiores»— ¿cuál es la imagen que se forma en nuestro cere-
bro? Ninguna, ni siquiera borrosa. La mitad de los compañeros de
estudios superiores que he conocido iban a escribir una novela so-
bre el tema. Yo mismo tuve tal intención. Nadie ha escrito ese libro,
que yo sepa. Todos olían bastante bien la atmósfera. ¡Qué mórbi-
da! ¡Qué ponzoñosa! ¡Sin equivalente en el mundo! Pero el tema
acabó siempre por derrotarles. Desafía la estilización literaria. Una
novela semejante sería un estudio de la frustración, pero una clase
de frustración tan exquisita, tan inefable, que nadie sería capaz de
describirla. El Sueño del Propietario... No había paredes interiores.
La jerarquía social no aparecía delimitada por zonas de oficina. El
redactor ejecutivo trabajaba en un espacio tan miserable y astroso
como el del último reportero. La mayoría de los periódicos era así.
Tal disposición se instituyó décadas atrás por razones prácticas.
Pero se ha perpetuado a causa de un hecho curioso. En los perió-
dicos, muy pocos empleados editoriales al final de la escala —esto
es, los reporteros— abrigaban en absoluto ambiciones de ascenso,
de convertirse en redactores locales, redactores ejecutivos, redac-
tores en jefe, o cualquier otra cosa del resto. Los directores no te-
mían amenazas de abajo. No necesitaban paredes. Los reporteros
no exigían demasiado... ¡únicamente convertirse en estrellas! ¡y de
tan inmediato fulgor!
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periódico... En cualquier caso, los temas de reportaje proporciona-
ban un cierto margen para escribir. Al contrario de los periodistas
de pisotón, quienes trabajaban en el reportaje no reconocían abier-
tamente que existiese competencia entre ellos, ni a sus propios co-
legas. Ni existía tampoco marcador de ninguna clase. Aun así,
cada uno de los que tomaban parte en el juego sabía con exactitud
cuanto pasaba y dejaba de pasar a través de los más mortificantes
asedios de la envidia, incluso el resentimiento, o bien a través de
oleadas de euforia, según evolucionase el curso del juego. Nadie
admitiría jamás tal cosa, y sin embargo todos experimentaban las
consecuencias, casi a diario. El ruedo en que lidiaban los expertos
del reportaje difería del de los periodistas de escuela también en
otro sentido. La competencia no consistía necesariamente en que
trabajaras para otra publicación. Podría resultar igualmente proba-
ble tener que competir con gente de tu propio periódico, lo que ha-
cía aún menos probable que sintieras deseos de hablar sobre el
asunto.
A partir de su primer artículo se dio cuenta que podía escribir
un artículo novela, es decir, algo que se leyera para instaurar la
pregunta inicial de toda persona al comprar un periódico: ¿Qué es-
tá pasando con las historias? Y se dijo: “mierda, esto es una histo-
ria bien escrita.”
A partir de la segunda mitad de la década de los 60 el estilo se
define y asienta. Un estilo etéreo sin centro físico de reunión y ob-
jetivos muy claros pero que, de alguna manera, apareció. También
se cuenta como, una vez el nuevo periodismo ha triunfado, se ga-
na unos enemigos que según el autor se movían por “amargura,
envidia y resentimiento”. Se llegó a cobrar la etiqueta despectiva
de “paraperiodismo”.
Un ejemplo pionero del periodismo a lo gonzo que popularizó
el fantástico Hunter S. Thompson con el mítico Miedo y asco en
Las Vegas. Horacio Beckford dice de este escritor que fue el crea-
dor del Nuevo Periodismo. En teoría, este texto debería explicar-
nos el día a día de unas chicas que se encuentran en una
academia para majorettes, ese fue el encargo del medio. Como
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CAPÍTULO 31
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en ella una semana. Jimi Hendrix se quedó una noche, y fue pro-
bablemente quien dio origen al fuego que destruyó los pasamanos.
A medida que la década avanzaba, la casa se iba sosegando. Los
amigos seguían quedándose, pero sólo una noche o dos, y ya na-
die dormía en el suelo. El estuco recuperó su primitivo color crema,
Horacio se quedó a vivir un año en la casa, Soberbia, un verano.
Orlando hizo que le subieran un piano de cola al estudio, las pare-
des se llenaron de estanterías, la gastada moqueta del piso se cu-
brió con alfombras orientales y los espacios vacíos acogieron
varias piezas de mobiliario Victoriano. Aparte de unos cuantos col-
chones viejos, se habían sacado muy pocas cosas de la casa, y
debía de ser esto lo que a Soberbia más le gustaba, porque aque-
lla mansión era la historia de una vida adulta de gustos cambian-
tes, de pasiones agostadas y de creciente opulencia. La cubertería
de Woolworth’s de los primeros tiempos seguía en el mismo cajón
de la cocina en que se guardaba la cubertería antigua de plata. Los
óleos de pintores impresionistas ingleses y daneses convivían en
las paredes con desvaídos pósters que aireaban los primeros triun-
fos de Orlando o anunciaban célebres conciertos de rock: los
Beatles en el Shea Stadium, Bob Dylan en la Isla de Wight, los Ro-
lling Stones en Altamont… Algunos de los pósters valían ahora
más que los cuadros.
Horacio pasó apresuradamente por dos matrimonios sin des-
cendencia, de los que pareció salir relativamente indemne. Las tres
mujeres que había conocido íntimamente vivían en el extranjero.
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CAPÍTULO 32
—Llegas tarde.
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empezado a olvidar: su perfume, sus cigarrillos, las flores secas de
su dormitorio, los granos de café, la calidez como de tahona de la
ropa limpia y planchada… Había hablado de ella largo y tendido, y
había pensado en ella, aunque sólo en los pocos ratos que podía
arañar a sus agobiantes jornadas de trabajo o en los momentos
previos al sueño, y hasta entonces no había tenido ocasión de
echarla de menos realmente, en su corazón, y de recibir la bofeta-
da de saber que jamás volvería a verla o a oírla. Era su amiga,
acaso la mejor que había tenido en su vida, y se había ido. En
aquel momento podía perfectamente comportarse como un necio
ante Jorge, un hombre cuyos rasgos siempre le parecían desdibu-
jados, incluso ahora, a la luz de aquella estancia. Aquella extraña
desolación, aquella dolorosa opresión en el lado interno de la cara,
justo encima del paladar, no la había experimentado desde la in-
fancia, desde la escuela primaria. Nostalgia de Soberbia. Ocultó un
grito ahogado de autocompasión tras una sonora tos de adulto.
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Jorge se había colocado las fotografías —tres, de veinticinco
por veinte— sobre el regazo, boca abajo. Disfrutaba vivamente de
lo que, al ver el silencio de Horacio, tomó por muda impaciencia. Y
espoleó tal supuesta urgencia hablando con una morosa parsimo-
nia:
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mucho, los peores— se las arreglaban para convencer a amigos y
familiares de que no sólo sus horas de trabajo, sino cada cabezada
o cada paseo, cada rato de silencio, depresión o borrachera lleva-
ba en sí mismo el marchamo exculpatorio de una alta meta. Una
máscara para ocultar la mediocridad, en opinión de Horacio. No
dudaba que la vocación artística fuera alta y noble, pero el mal
comportamiento no era parte integrante de ella. Quizá en cada si-
glo se dieran una o dos excepciones. Beethoven, por ejemplo; Dy-
lan Thomas, rotundamente no.
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melodía. Casi pudo volver a oírla al poner pie sobre la losa inclina-
da, e hizo un alto para coger papel y lápiz. No era totalmente triste;
también había en ella alegría, un decidido optimismo opuesto a to-
do pronóstico adverso. Y valor.
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damente— no le cabía la menor duda de que era la exaltación
creativa la que le hacía sentirse así, no la vergüenza.
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CAPÍTULO 33
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to de confianza en el ministro de Asuntos Exteriores. Y el primer
ministro, súbitamente envalentonado, habló en favor de su viejo
amigo. A lo largo del fin de semana se llegó a un amplio consenso
que afirmaba que El Juez había ido demasiado lejos y era un pe-
riódico repugnante, Julian Armonía era un tipo decente y Horacio
Halliday («la Pulga») un ser vil y despreciable cuya cabeza debía
servirse en una bandeja de modo inmediato. En los dominicales,
las secciones de Estilo de Vida presentaban a la «nueva esposa
puntal» que no sólo ejercía su propia profesión sino que además
luchaba a brazo partido por su marido. Los editoriales se centraban
en ciertos aspectos no suficientemente aprovechados de las decla-
raciones de la señora Armonía, incluido lo de que «el Amor es más
fuerte que el resentimiento». En la redacción misma de El Juez, los
periodistas de plantilla celebraban el que se hubiera levantado acta
de sus reservas, y la mayoría de ellos opinaba que Grant McDo-
nald había expresado el sentir general al decir en la cantina que, al
ver que sus reservas al respecto no habían hallado eco en la direc-
ción, se había limitado a apoyar la ofensiva con la mayor de las
lealtades. Para el lunes todo el mundo había aireado a los cuatro
vientos sus propios recelos y su decisión de apoyar lealmente a su
director.
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CAPÍTULO 33
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MIDI, los platos y las tazas y el sillón de Soberbia adquirieron una
apariencia curva, esculpida, que le recordó cómo veía en una épo-
ca de su juventud las cosas cuando tomaba mescalina: preñadas
de volumen, investidas de una trascendencia benéfica. El estudio
que estaba a punto de abandonar para irse a la cama, lo veía aho-
ra como en una filmación documental sobre sí mismo destinada a
mostrar a un mundo curioso cómo nacía una obra maestra. Pero
también pudo apreciar el reverso de grueso grano, en el que su fi-
gura se demoraba en el umbral con la camisa blanca, holgada y
mugrienta, y los vaqueros ceñidos en torno a una abultada panza,
y los ojos ensombrecidos y vencidos por la fatiga: el compositor,
heroico y no exento de atractivo en su desaliño de barba de varios
días y pelo alborotado. Éstos eran en verdad los grandes momen-
tos de su fase actual —un período de jubiloso desahogo creativo
como no había conocido otro en toda su carrera—, momentos en
los que contemplaba su trabajo desde un estado de semialucina-
ción, y ahora flotaba escaleras abajo hacia el dormitorio, se sacu-
día los
zapatos y se sumergía bajo las mantas para sucumbir a un
sueño sin sueños que era un aturdimiento morboso, un vacío, una
muerte.
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la propia melodía, o crear alguna forma de resaca rítmica, una sín-
copa inserta en el corazón de las notas. Para Horacio tal variación
se había convertido en elemento crucial de la conclusión de la
obra; debía sugerir la naturaleza incognoscible del futuro. Cuando
la ya familiar melodía volviera a oírse por última vez, alterada de un
modo leve aunque significante, tendría que suscitar inseguridad en
el oyente (una suerte de cautela contra el hábito de aferrarse de-
masiado a lo que se conoce).
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Estas execraciones las profirió Horacio en la cocina, mientras
apuraba su segunda copa, a la que siguió luego una tercera. Sabía
por experiencia que redactar y enviar una carta cuando uno está
fuera de sí no hacía sino poner un arma en manos de su enemigo.
No era sino veneno que podía ser utilizado en contra de uno, y de
forma continuada, en el futuro. Pero Horacio quería escribirle algo
en aquel mismo momento, ya que quizá no se sintiera tan honda-
mente herido al cabo de una semana. Finalmente se decidió por
una seca misiva escrita en una tarjeta que, en previsión de un
eventual cambio de opinión, no enviaría hasta el día siguiente. Tu
amenaza me horroriza. Lo mismo que tu periodismo. Mereces que
te despidan. Horacio. Abrió una botella de Chablis y, haciendo ca-
so omiso de los canapés de salmón que tenía en el frigorífico,
subió al ático con la «beligerante» determinación de ponerse a tra-
bajar. Llegaría un tiempo en el que nada quedaría de Vermin Halli-
day, y en el que de Horacio quedaría su música. El trabajo, pues,
un trabajo callado, deliberado, triunfador, constituiría una especie
de desquite. Pero la beligerancia no resultaba de gran ayuda para
la concentración, como tampoco las tres ginebras y la botella de
vino, y tres horas después seguía sentado al piano con la mirada fi-
ja en la partitura, inclinado sobre las teclas en actitud de trabajo,
con un lápiz en la mano y el ceño fruncido, pero sin oír ni ver más
que el brillante tiovivo—organillo de sus propios y circulares pen-
samientos, una y otra vez los mismos caballitos cabeceando sobre
sus trenzadas barras. Y helos ahí, volviendo una vez más… ¡Qué
injuria! ¡La policía! ¡Pobre Soberbia! ¡Mojigato hipócrita! Invocar
una postura moral para justificar lo que estaba haciendo… ¡Estaba
hasta el cuello de mierda! ¡Qué ultraje! ¿Y Soberbia qué…?
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estuviera exhausto y con resaca. En cuanto se sentó al piano e hi-
zo un par de tentativas de abordar la variación, cayó en la cuenta
de que no sólo ese pasaje sino el movimiento entero había muerto
en él: de pronto no era sino cenizas en su boca. Y no se atrevía a
pensar demasiado en la sinfonía misma. Cuando la secretaria que
le habían asignado llamó para preguntar cuándo podían pasar a
recoger los pasajes que faltaban, fue sobremanera brusco con ella,
hasta el punto de tener que llamarla luego para disculparse. Dio un
paseo para aclararse la cabeza, y echó en el buzón la tarjeta dirigi-
da a Horacio, que a la luz del día le había parecido una obra maes-
tra de la contención.
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CAPÍTULO 34
Por culpa de un idiota. Cada vez veía con más claridad que se
le estaba negando la posibilidad de crear su obra maestra, la cul-
minación de toda una vida de trabajo. Aquella sinfonía habría alec-
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cionado a su público acerca de cómo escuchar, cómo oír todo
cuanto había escrito hasta entonces. Ahora, sin embargo, la prue-
ba, la rúbrica misma del genio se había malogrado, y su obra se
había visto despojada de su grandeza. Porque Horacio sabía que
jamás volvería a intentar una composición de tal envergadura: se
sentía demasiado cansado, demasiado «esquilmado», demasiado
viejo. El domingo holgazaneó por el salón y leyó con cierto aturdi-
miento el resto de las noticias y reportajes de El Juez. El mundo
seguía siendo el mismo lugar caótico de siempre: los peces cam-
biaban de sexo, el tenis de mesa británico había perdido el norte, y
en Holanda unos tipejos con titulación médica ofrecían el servicio
legal de «quitar de en medio» a un progenitor viejo y molesto.
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CAPÍTULO 35
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Había llegado, como pretendía, a la parte alta del fondo del es-
cenario, de espaldas a la orquesta (detrás de los percusionistas).
Los músicos no podían verle, mas sí su director. Algunos tenían los
ojos cerrados. Alzado sobre las puntas de los pies, inclinado hacia
adelante, con el brazo izquierdo tendido hacia la orquesta, sus de-
dos trémulos y abiertos despertaban suavemente a la vida al trom-
bón con sordina que ahora empezaba a ofrecer dulce, sabia,
confabuladoramente, el primer desarrollo completo de la melodía,
el «Nessun dorma» de final de siglo, la melodía que Horacio había
tarareado a los inspectores el día anterior y por la que había esta-
do dispuesto a abandonar a su suerte a una excursionista anóni-
ma. Acertadamente. Mientras las notas se encrespaban, mientras
todos los instrumentos de cuerda disponían sus arcos para ofrecer
los primeros y sostenidos suspiros de sus armonías deslizantes y
sinuosas, Horacio se acomodó en silencio en una silla y sintió que
iba sumiéndose en una especie de desvanecimiento.
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—¡Grande Maestro! —se oyó.
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CAPÍTULO 36
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