Está en la página 1de 160

TODOS SEREMOS HERMANOS

IGNACIO BERMÚDEZ
2
PARTE I

DONTON

3
4

LA SEÑORITA LUCÍA

El estanque estaba situado al sur de la casa. Para llegar a él


tenías que salir por la puerta trasera, bajar un sendero estrecho y
serpearte y pasar entre los altos y tupidos helechos que, a princi-
pios del otoño, seguían obstaculizando el camino. O, si no había
«custodios» a la vista, podías tomar un atajo por la parcela.
En cuanto salías en dirección al estanque te encontrabas con
un paisaje apacible lleno de patos y aneas y juncos. No era un
buen sitio, sin embargo, para mantener una conversación discreta,
ni por asomo tan bueno como la cola para la comida.
Para empezar, te podían ver perfectamente desde la casa. Y
nunca podías saber cómo se iba a propagar el sonido a través de
la superficie del agua. Si te querían escuchar a escondidas, no ha-
bía nada más fácil que bajar por el sendero y esconderse entre los
arbustos de la otra orilla del estanque.
Era entrado ya octubre y aquel día lucía el sol. Soberbia deci-
dió que lo mejor era hacer como que había salido a dar un paseo
sin rumbo fijo y que se había topado por casualidad con Virgilio.
«Tal vez porque puse mucho empeño en dar esa impresión —
aunque no tenía la menor idea de si había alguien observándo-
me—, no fui a sentarme con él en cuanto lo vi sentado en una gran
roca plana, no lejos de la orilla del estanque. Debía de ser viernes,
o fin de semana, porque recuerdo que no llevábamos el uniforme.
No recuerdo exactamente cómo iba vestido Virgilio —
probablemente con una de aquellas raídas camisetas de fútbol que
solía ponerse hasta en los días más fríos—, pero se sabía muy
bien que Soberbia llVirginiaba la chaqueta de chándal granate con
cremallera delante que me había comprado en un Saldo cuando
estaba en primero de secundaria».
Fue rodeando a Virgilio hasta llegar al agua, «y me quedé allí
de espaldas a ella, mirando hacia la casa para ver si se empezaba
a amontonar gente en las ventanas. Luego hablaron —de nada en

4
particular— durante un par de minutos, como si nunca hubiera te-
nido lugar la conversación de la cola de la comida». «Por cierto,
Virgilio, ¿qué me estabas diciendo antes? Sobre algo que la seño-
rita Lucía te había dicho una vez»...Virgilio miró más allá de Sober-
bia, hacia el agua del estanque, fingiendo también él que se
acababa de acordar de ello.
La señorita Lucía era la más deportista de las custodias del
pueblo, aunque por su aspecto uno jamás lo hubiera imaginado.
Baja y rechoncha y con aire de bulldog, con un extraño pelo negro
que parecía crecerle siempre hacia arriba, de forma que nunca le
llegaba a tapar las orejas o el cuello grueso. Pero poseía una gran
fortaleza y estaba en plena forma, e incluso cuando nos hicimos
mayores, casi ninguno de nosotros —ni siquiera los chicos— podía
competir con ella en las carreras a campo traviesa. Era una exce-
lente jugadora de hockey sobre patín. Incluso, a veces, se peleaba
y defendía mientras jugaba, como un varón. La señorita Lucía le di-
jo a Virgilio que no pasaba nada porque no fuera creativo. «Sí, me
dijo algo parecido», dijo a Soberbia.
Cuando la señorita Lucía le llamó a Virgilio por primera vez a
su estudio después de la clase de Iniciación al Arte, él se esperaba
otra charla acerca de cómo debía esforzarse más, el tipo de canti-
nela que le habían endosado ya varios “custodios», incluida la se-
ñorita Lucía. Pero mientras se dirigían desde la casa hacia el
Invernadero de Naranjas, donde los «custodios» tenían sus habita-
ciones, Virgilio empezó a suponer que aquello iba a ser diferente.
Luego, cuando se hubo sentado en el sillón de la señorita Lucía,
ésta —que se había quedado de pie junto a la ventana— le pidió
que le contara todo lo que le había estado sucediendo, y cuál era
su punto de vista sobre ello. Así que Virgilio empezó a hablar. Pero
de pronto, antes de que hubiera podido llegar siquiera a la mitad, la
señorita Lucía lo interrumpió y se puso a hablar ella.
Había conocido a muchos alumnos —dijo— a quienes durante
mucho tiempo les había resultado tremendamente difícil ser creati-
vos: la pintura, el dibujo, la poesía llevaban varios años resistién-
doseles. Pero andando el tiempo, llegó un día en que de buenas a

5
6

primeras pudieron expresar lo que llevaban dentro. Y muy posi-


blemente era eso lo que le estaba pasando a Virgilio. Virgilio había
oído ya ese razonamiento otras veces, pero en la actitud de la se-
ñorita Lucía había algo que le hizo atender con suma atención sus
explicaciones. Si Virgilio lo había intentado con todas sus fuerzas
—le aseguró— y sin embargo no había conseguido ser creativo, no
importaba en absoluto, y no debía preocuparse. No estaba bien
que ni los alumnos ni los «custodios» lo castigaran por ello, o lo
sometieran a presiones de cualquier tipo. Sencillamente no era
culpa suya. Y cuando Virgilio protestó y argumentó que estaba muy
bien lo que le estaba diciendo y demás, pero que todo el mundo
pensaba que sí era culpa suya, ella dejó escapar un suspiro y miró
por la ventana. «Pensá que aquí hay una persona que no piensa
como el resto. Yo siempre te apoyaré. Porque yo enseño de la me-
jor manera posible».
«¿Que no se nos enseñaba lo suficiente? ¿Quieres decir que
según ella tendríamos que estudiar más de lo que estudiamos?»,
reprocharon cuando lo oyeron a Virgilio. «¿Qué es lo que querría
decir? ¿Pensará que hay cosas de las que aún no se nos ha ha-
blado?». Virgilio se quedó pensativo unos instantes. Luego sacudió
la cabeza. «No creo que quisiera decir eso exactamente. Sino que
no se nos ha instruido sobre ello lo suficiente. Porque dijo que te-
nía pensado hablarnos de ello ella misma». «Quizá se refería a
otra cosa completamente diferente, a algo que tenía que ver con lo
de que no soy creativo».
Para Virgilio ella era siempre la mujer. Rara vez se ha oído que
la mencione por otro nombre. A sus ojos, ella eclipsa al resto del
sexo débil. No es que haya sentido por Soberbia una emoción que
pueda compararse al Amor, con mayúscula. Todas las emociones,
y ésa particularmente, son opuestas a su mente fría, precisa, pero
admirablemente equilibrada. Era, la máquina de observación y ra-
zonamiento más perfecto que el mundo ha visto; pero como aman-
te, como enamorado, él había estado en una posición
completamente falsa. Jamás hablaba de las pasiones, aun de las
más suaves, sin un dejo de burla y desprecio. Eran cosas admira-

6
bles para el observador… excelente para recorrer el velo de los
motivos y acciones de los hombres. Pero para el razonador prepa-
rado, admitir tales intromisiones en su propio temperamento, cui-
dadosamente ajustado, era introducir un factor que distraería y
descompensaría todos los delicados resultados mentales. Una ba-
sura en un instrumento sensitivo o una grieta en un lente finísimo,
no habría sido más perjudicial que una emoción intensa en una na-
turaleza como la suya…Un buen día, renunció.

7
8

LA GUARDIA SECRETA

Inventaron eso de la guardia secreta, y duró nueve meses. La


líder Roxana. Eran diez —el número cambiaba cuando Roxana
aceptaba a un nuevo miembro o expulsaba a alguien—; creían que
Geraldine era la mejor «custodia» y le hacían regalos. Pero la ra-
zón primera de la existencia de esta guardia, por supuesto, era
protegerla. Cuando Soberbia se unió al grupo, Roxana y las demás
conocían desde hacía mucho tiempo la conjura para secuestrar a
la señorita Geraldine. Nunca estuvieron muy seguras de quién se
hallaba detrás de ella. A veces sospechaban de algunos de los
chicos de secundaria, y otras de compañeros del otro curso. Había
una custodia que no les gustaba demasiado, la señorita Celeste, y
durante un tiempo pensamos que podría ser el cerebro de tal plan.
No sabían cuándo iba a tener lugar el secuestro, pero estaban
convencidas de que el bosque entraría en escena en algún mo-
mento del proceso.
El bosque estaba en lo alto de la colina que se alzaba detrás
de Donton. En realidad no se veía más que una franja oscura de
árboles, pero Soberbia no era la única de su edad que sentía su
presencia día y noche. Cuando hacía mal tiempo, era como si los
árboles proyectaran una sombra sobre todo Donton; lo único que
tenías que hacer era volver la cabeza o ir hasta una ventana, y allí
estaban, cerniéndose a cierta distancia sobre la hondonada.
Más a resguardo estaba la fachada de la casa principal, porque
no podías verlos desde ninguna de sus ventanas. Pero ni aun así
te librabas del todo de ellos. De aquel bosque se contaban todo ti-
po de historias horribles.
Una vez, no mucho antes de que ellos llegaran a Donton, un
chico había tenido una gran pelea con sus amigos y había salido
corriendo de los límites de Donton. Encontraron su cuerpo dos días
después, en el bosque, atado a un árbol y con las manos y pies

8
cortados. Otro rumor decía que entre aquellos árboles vagaba el
fantasma de una chica que había estado en Donton hasta un día
en que, movida por la curiosidad, había saltado la valla para ver
cómo era el exterior. Fue mucho tiempo antes de que llegáramos
nosotros, cuando los «custodios» eran mucho más estrictos, e in-
cluso crueles.
La chica intentó volver, pero no se lo permitieron. Se puso a
andar a lo largo de la valla suplicando que la dejaran entrar, pero
nadie le hizo caso. Al final se alejó de allí, y le sucedió algo, y mu-
rió. Pero su fantasma vagaba incesantemente por el bosque, siem-
pre mirando hacia Donton, suspirando por que la dejaran entrar.
«El bosque se adueñaba más de nuestra imaginación después
del anochecer, en los dormitorios, mientras tratábamos de conciliar
el sueño. Entonces casi éramos capaces de oír el viento entre las
ramas; y si hablábamos de ello la cosa empeoraba. Recuerdo una
noche en que estábamos furiosas con K. —aquel día había hecho
algo particularmente irritante—, y queríamos castigarla: la sacamos
de la cama a rastras y la obligamos a que pegara la cara a la ven-
tana y mirara fijamente el bosque. Al principio mantuvo los ojos
muy cerrados, pero le retorcimos los brazos hasta que abrió los
párpados y vio la silueta recortada contra el cielo iluminado por la
luna, y ello bastó para que pasase una noche de terror y llanto. No
estoy diciendo que en aquel tiempo estuviéramos todo el día preo-
cupadas por el bosque. Yo, por ejemplo, podía pasarme semanas
sin apenas pensar en él, e incluso había días en que sentía una
oleada de desafiante valentía que me hacía pensar: «¿Cómo es
posible que pueda creerme esas memeces?». Pero bastaba cual-
quier nimiedad —alguien que volvía a contar una de aquellas histo-
rias, un pasaje de miedo en un libro, un comentario al azar que me
recordara el bosque—para que la sombra descendiera de nuevo
sobre nosotras durante un tiempo. No era nada extraño, por tanto,
que diéramos por sentado que el bosque tenía un papel central en
la conjura para secuestrar a la señorita Geraldine. Pero cuando
pienso con detenimiento en ello, no recuerdo que tomáramos nin-
guna medida concreta para defender a nuestra custodia preferida.

9
10

Nuestra actividad giraba siempre en torno al acopio de pruebas


sobre la conjura misma. Quién sabe por qué, pero ello nos bastaba
para pensar que la señorita Geraldine se hallaba a salvo de todo
peligro inmediato. La mayoría de las «pruebas» venían de ver en
acción a los conspiradores. Y sin embargo, creo que en el fondo
nos dábamos cuenta de lo precario de los cimientos de nuestra
fantasía, pues evitábamos cualquier tipo de enfrentamiento», dijo
Soberbia. «Tras intenso debate, podíamos decidir que determinado
alumno estaba en la conjura, pero luego encontrábamos siempre
razones para no increparle de inmediato, para esperar hasta «tener
todas las pruebas».
«De forma similar, siempre estábamos de acuerdo en que la
señorita Geraldine no debía oír ni una palabra de lo que habíamos
descubierto, pues se alarmaría y entorpecería nuestras pesquisas.
Sería demasiado fácil afirmar que se debió sólo a Roxana el que
siguiéramos con lo de la guardia secreta hasta mucho después de
que hubiéramos madurado lo suficiente como para dejar atrás tales
cosas. Cierto que la guardia secreta era muy importante para ella;
había sabido de la conjura mucho antes que el resto de nosotras, y
ello le confería una enorme autoridad. Dando a entender que las
verdaderas pruebas venían de antes de que se incorporara al gru-
po gente como yo —y que había cosas que aún no nos había reve-
lado—, podía justificar casi cualquier decisión que tomara en
nombre del grupo. Si decidía que había que expulsar a alguien, por
ejemplo, y veía que había oposición, solía aludir misteriosamente a
cosas que sabía «de antes». No hay ninguna duda de que Roxana
deseaba vivamente que la cosa continuara. Pero lo cierto es que
aquellas de nosotras que habíamos sido sus más íntimas; contri-
buimos a preservar la fantasía y a hacer que se prolongara dema-
siado. Lo que sucedió después de la disputa del ajedrez ilustra
bien lo que estoy diciendo».
Durante los días siguientes, sin embargo, siempre que le pre-
guntaba Soberbia cuándo le iba a enseñar a jugar ajedrez, ella se
limitaba a suspirar, o a fingir que tenía algo mucho más urgente
que hacer. Cuando finalmente, una tarde lluviosa, logró ponerla

10
contra las cuerdas y la colocó en el tablero sobre una mesa de la
sala de billar, lo que empezó a enseñarle fue una vaga variante de
las damas. Entonces, Soberbia recogió el tablero y las fichas y se
fue.

11
12

EL AULA VEINTIDÓS

Muchos de ellos habían cumplido ya dieciséis años. Era una


mañana radiante y acababan de bajar al patio después de una cla-
se en la casa principal cuando de pronto Soberbia recordó que se
había olvidado algo en el aula. Así que subió hasta el tercer piso y
allí sucedió lo de Lucía.
Lucía tenía el carácter de Medea. En aquellos días ella tenía
un juego secreto. Cuando se encontraba sola dejaba lo que estu-
viera haciendo y buscaba una vista —desde la ventana, por ejem-
plo, o el interior de un aula a través de una puerta—, cualquier
vista en la que la viera cualquier persona. Lo hacía para poder for-
marse la ilusión, al menos durante unos segundos, de que aquel
lugar la deseaba alguien. Normalmente tenía que tener paciencia:
si, pongamos por caso, estaba en una ventana y fijaba la mirada
en un punto concreto del campo de deportes, puede que tuviese
que esperar siglos para que se dieran esos dos segundos en los se
daba justo en el encuadre. A veces ella se masturbaba y allí atraía
a más chicos. En cualquier caso, era eso lo que estaba haciendo
aquella mañana después de haber recogido lo que había olvidado
en la clase y haber salido al rellano de la tercera planta.
Estaba muy quieta junto a una ventana y miraba la parte del
patio en la que había estado apenas unos instantes antes. Sus
amigas se habían ido, y el patio se vaciaba por momentos, de for-
ma que estaba esperando a poder poner en práctica su juego se-
creto cuando oyó a su espalda algo parecido a un escape de gas o
de vapor en violentas ráfagas.
Era un sonido sibilante que se prolongó durante unos diez se-
gundos; luego cesó y volvió a sonar. No me alarmé exactamente,
pero dado que al parecer era la única persona en la cercanía, pen-
sé que lo mejor sería ir a averiguar qué pasaba.
Cruzó el rellano en dirección al sonido, avanzó por el pasillo y
dejó atrás el aula. La puerta estaba entreabierta, y en cuanto se
acercó a ella el ruido sibilante volvió a oírse, esta vez con mayor in-
tensidad. Estaba la señorita Lucía, fue una sorpresa mayor.

12
El Aula Veintidós se utilizaba raras veces para las clases, por-
que era demasiado pequeña y nunca había suficiente luz, ni siquie-
ra en un día como aquél. A veces los “custodios» entraban para
corregir nuestros trabajos o para ponerse al día en sus lecturas.
Aquella mañana el aula estaba más oscura que de costumbre,
porque las persianas estaban echadas casi totalmente. Habían jun-
tado dos mesas, como para que pudiera sentarse un grupo, pero la
señorita Lucía estaba sola, sentada a un lado, cerca del fondo. So-
berbia vio varias hojas de un papel oscuro y satinado diseminadas
sobre la mesa de enfrente de la señorita Lucía. Ella estaba inclina-
da sobre la mesa, absorta, con la frente muy baja, los brazos sobre
el tablero, trazando líneas furiosas sobre una hoja con un lápiz. Ba-
jo las gruesas líneas negras había una pulcra letra azul. Siguió res-
tregando la punta del lápiz sobre el papel, casi como si estuviera
sombreando en la clase de Arte, sólo que sus movimientos eran
mucho más enfadados, como si no le importara que el papel se
agujereara. Entonces, en ese momento, se dio cuenta de que ése
era el ruido extraño que había oído antes, y que lo que tomó por
papeles oscuros y satinados habían sido, instantes atrás, hojas de
cuidada letra azul.
Se hallaba tan ensimismada en lo que estaba haciendo que
tardó en reparar en mi presencia. Cuando alzó la vista, sobresalta-
da, vi que tenía la cara congestionada, aunque sin rastro alguno de
lágrimas. Se quedó mirándole a esa adolescente con la bombacha
en las rodillas, y al final dejó el lápiz.
«Hola, jovencita», dijo, y aspiró profundamente. «¿Qué puedo
hacer por vos?», «nada, señorita, mire lo que usted vio…», «no
hay problema, yo lo he hecho también, es algo común, corriente,
¿quién no quiere ser vista por varones?
Soberbia apartó la vista para no tener que mirarla a ella o al
papel que había sobre la mesa. La vergüenza, como dijo Soberbia,
tenía mucho que ver con ello, y también la furia, aunque no exac-
tamente contra la señorita Lucía. Se sentía muy confusa, y proba-
blemente por eso no les contó nada a sus amigas hasta mucho

13
14

tiempo después. Lucía a veces, se parecía a Lady Macbeth, entre


la ternura y la fuerza masculina.

14
COSAS EXTRAÑAS SUCEDEN

A partir de aquella mañana Soberbia tuvo la convicción de que


había algo —quizá algo horrible— relacionado con la señorita Lu-
cía que desconocía, y mantuvo los ojos y los oídos bien abiertos.
Pero los días pasaron y no vio ni oyó nada. Lo que no sabía enton-
ces es que algo de gran importancia había sucedido sólo unos días
después de que viera a la señorita Lucía en el Aula Veintidós; algo
entre ella y Virgilio que había dejado a éste disgustado y desorien-
tado. No mucho tiempo atrás, Virgilio y Soberbia se habrían conta-
do inmediatamente cualquier nueva de este tipo; pero aquel verano
estaban sucediendo ciertas cosas que hacían que no hablaran tan
abiertamente como antes.
Pero como he dicho, en aquel tiempo estaban sucediendo co-
sas entre Virgilio y Rocío, y otras muchas cosas más, y Soberbia
creyó que eran estos hechos los que habían dado lugar a los cam-
bios que había observado en él.
Probablemente iría demasiado lejos si dijera que Virgilio se
vino abajo por completo aquel verano; pero hubo veces en las que,
Soberbia temió que estuviera volviendo a ser la criatura torpe y
tornadiza de años antes. Por ejemplo, P. estaba dos cursos más
atrás que Soberbia, pero todo el mundo admiraba su destreza para
el dibujo, y sus trabajos eran muy cotizados en los Intercambios de
Arte. A Soberbia le gustaba especialmente aquel calendario, y se
las había arreglado para conseguirlo en el último Intercambio, por-
que Soberbia oyendo hablar de él varias semanas. No tenía nada
que ver, pongamos por caso, con los calendarios blandos de colo-
res de los condados ingleses de la señorita Lucía. El calendario de
Patricia era diminuto y abultado, y para cada mes había hecho un
increíble dibujo a lápiz de alguna escena de la vida de Donton. A
Soberbia le hubiese gustado conservarlo, sobre todo porque en al-
gunos de los dibujos, se puede reconocer las caras de ciertos

15
16

alumnos y “custodios». P. era una auténtica preciosidad. Se sentía


orgullosa de él, y por eso quería enseñárselo a Virgilio.

16
¿Qué había estado pasando en Donton?

Bien, para empezar, Rocío y Virgilio habían tenido una pelea


de campeonato. Habían sido pareja durante unos seis meses (al
menos ése era el tiempo que Soberbia estaba siéndolo «pública-
mente»: paseándose tomados del brazo y ese tipo de cosas). Los
respetaban todos como pareja porque no hacían ostentación de
ello. Otras parejas, como Silvia y Rogelio, por ejemplo, podían po-
nerse de un meloso insoportable, y había que lanzarles toda una
andanada de imitaciones de vómitos para llamarles al orden. Pero
Rocío y Virgilio nunca hicieron ningún esnobismo barato delante de
los demás, y si alguna vez se hacían arrumacos o algo parecido,
notabas que lo hacían sólo para ellos mismos y no para la galería.
Aconteció que Soberbia se dio cuenta de que todos estaban
bastante confusos en lo relativo al sexo. Algo que a nadie debería
sorprender, supongo, ya que apenas tenían dieciséis años. Pero lo
que hacía aún mayor la confusión era el hecho de que también los
“custodios» se sentían confusos al respecto.
Por otra parte, tenían las charlas de la señorita Lucía, en las
que se les decía lo importante que era no avergonzarse de sus
propios cuerpos, y «respetar nuestras necesidades físicas», y có-
mo el sexo era «un bellísimo don dado por la vida» siempre que
ambas personas lo desearan realmente. Pero llegado el momento,
los “custodios» hacían más o menos imposible que cualquiera de
ellos tuviera relaciones sexuales, por el miedo explícito a conta-
giarse de alguna enfermedad y “desperdiciar” el cuerpo. Eso termi-
naría inmediatamente con el contrato que habían firmado sus
padres.
Ellas no podían visitar los dormitorios de los chicos después de
las nueve de la noche, y ellos no podían visitar el de ellas. Las cla-
ses estaban oficialmente «fuera del territorio permitido» desde el
atardecer, al igual que las zonas de detrás de los cobertizos y del

17
18

pabellón. Dicho de otro modo, pese a las charlas y charlas sobre la


belleza del sexo y demás, tenían la inequívoca impresión de que si
los “custodios» los sorprendían poniéndolo en práctica se las ve-
rían en un aprieto.
Entre ellos hablaban de esos temas escabrosos, pero al final
no les quedaba claro si los “custodios» querían o no que tuviesen
sexo entre ellos. Algunos pensaban que sí, pero que siempre que-
ríamos hacerlo cuando no debíamos. Delfina sostenía la teoría de
que su deber era hacer que tuvieran sexo entre ellos, no por placer
sino para mantener el cuerpo atlético y saludable.
«En cualquier caso, a medida que se acercaba el verano, em-
pecé a sentirme más y más un bicho raro a este respecto. En cierto
modo, el sexo había llegado a ser como lo de «ser creativo» unos
años antes. Era como si, al no haberlo hecho nunca, tuvieras que
hacerlo, y pronto. Y en mi caso la cosa se hacía aún más compli-
cada por el hecho de que dos de las chicas de mi círculo más ínti-
mo lo habían hecho ya. Laura, con Rob D., aunque nunca habían
llegado a ser pareja. Y Rocío con Virgilio».
A pesar de ello, Soberbia seguía y seguía resistiéndose. Re-
cordaba a la señorita Lucía: «Si no encuentras a nadie con quien
desees de veras compartir esa experiencia, ¡no lo hagas!». Pero
hacia primavera del año del que estoy hablando empezó a pensar
que no le importaría tener sexo con un chico. No sólo para ver có-
mo era, sino también porque se le ocurrió que necesitaba familiari-
zarse con el sexo, y que incluso sería preferible practicarlo por
primera vez con un chico que no le importara demasiado.
Halló, claro, a un chico: Daniel. Era decente y lo había hecho
antes con María Antonia, la chica del otro curso que todas admira-
ban. Era, además, un chico que ya había insinuado unas cuantas
veces que le gustaría tener sexo con ella.
Después de mucho meditar, de poco andar, se decidió por in-
sinuársele en verano, pero recordó muy bien las palabras de la se-
ñorita Lucía que decía que le podía doler, por lo tanto; debería
mojarse o humedecerse la vagina.

18
«–¿Conque no, eh? —dijo a Soberbia–, ¿conque no? No
quiere usted dejarme ser yo, salir de la niebla, vivir, vivir, vivir, ver-
me, oírme, tocarme, sentirme, dolerme, serme: ¿conque no lo quie-
re?, ¿conque he de morir ente de ficción? Pues bien, mi señor
creador don Miguel, también usted se morirá, también usted, y se
volverá a la nada de que salió... ¡Dios dejará de soñarle! ¡Se morirá
usted, sí, se morirá, aunque no lo quiera; se morirá usted y se mo-
rirán todos los que lean mi historia, todos, todos, todos sin quedar
ni uno! ¡Entes de ficción como yo; lo mismo que yo! Se morirán to-
dos, todos, todos. «¿Víctima?», exclamó Soberbia. «¡Víctima, sí!
¡Crearme para dejarme morir! ¡Usted también se morirá! El que
crea se crea y el que se crea se muere. ¡Morirá usted, don Miguel,
morirá usted, y morirán todos los que me piensen! ¡A morir, pues!».
«Pensaba que ella tenía de verdad mejor aspecto que antes.
Quizás hubiera empezado a darse colorete. Tenía la piel pálida,
olivácea, y Andrés quería recordar sus mejillas sin color. Además,
se vestía con más gracia, y se esforzaba más por ser simpática.
Antes era según le daba. También había empezado a beber
whisky, aunque nunca sin ahogarlo en agua. Antes sólo bebía un
vaso de vino. Andrés pensó si sería un novio quien la habría hecho
cambiar así; pero un novio podía mejorar su aspecto sin necesidad
de que sintiera más interés por todo, y estaba casi seguro de que
eso es lo que había ocurrido. Lo más probable es que se debiera a
que el tiempo pasaba y a que la guerra mermaba terriblemente las
perspectivas de encontrar marido. Eso podía servirle de estímulo a
una mujer. Además, era más lista y más guapa y tenía mejor con-
versación que la mayoría de las casadas. ¿Qué ocurría con una
mujer así? A veces, simple mala suerte. O mal cálculo en el mo-
mento importante. ¿Un poco demasiado lista y segura de sí misma,
para aquella época, de manera que hacía sentirse incómodos a los
hombres?».

19
20

Un año después

Soberbia tuvo que viajar, no estaba acostumbrada; pero cuan-


do vio a lo lejos las colinas que le recordaban a las también distan-
tes colinas de Donton, se le antojó seguir con el viaje y encima era
verano. En las Nouves las cosas aún no se habían puesto como se
pondrían unos meses después, con la proliferación de charcos he-
lados y la tierra congelada y áspera y dura como la piedra. El sitio
era hermoso y acogedor, con hierba crecida por todas partes (una
auténtica novedad para nosotros). Al llegar se quedaron allí quie-
tos, los ocho hechos una piña, mirando cómo Soberbia entraba y
salía de la casa, aguardando a que de un momento a otro les diri-
giera la palabra uno de los “custodios». Pero no lo hicieron.
No mucho después, sin embargo, los veteranos, que se habían
estado divirtiendo un rato al ver el aire patético que Soberbia y
compañía representaban, salieron y se hicieron cargo de los chicos
y después las chicas.
Al principio todo parecía en calma: viéndolo desde lejos, pero
los primeros meses fueron de terror. En el desayuno siempre man-
tenían las mismas charlas sobre Albert Camus, parecían obsesio-
nados.
Después de todo no era tan chocante verlos a todos juntos
frente a la cabaña. Si Soberbia se mantenía callada, era por el sín-
drome de Estocolmo, no por otra situación externa al viaje.
Los veteranos, que como es lógico no sabían nada de los ava-
tares de la relación de Virgilio y Rocío, los trataban como a una pa-
reja estable desde hacía tiempo, lo cual pareció complacer
enormemente a Rocío. Porque durante las primeras semanas de
nuestra estancia en las Nouves, hizo alarde de Soberbia a tiempo
emparejada: rodeaba siempre con el brazo a Virgilio, y a veces lo
besuqueaba en cualquier rincón de una habitación cuando todavía
quedaba gente en ella. Esas cosas quizá habrían estado bien en
Donton, pero en las Nouves parecían más bien inmaduras. Las pa-

20
rejas de veteranos jamás hacían ostentaciones de este tipo en pú-
blico, y se comportaban del modo discreto en que lo harían el pa-
dre y la madre de una familia normal y corriente.
En estas parejas de veteranos de las Nouves, por cierto, había
algo que Soberbia captó y que a Rocío —pese a estar observándo-
las constantemente— se le había pasado por alto, y era que gran
parte de sus maneras y gestos los habían copiado de la televisión.
Cayó en la cuenta de ello cuando se fijó con detenimiento en una
de ellas —Susana y Gregorio—, probablemente los alumnos mayo-
res de las Nouves y a quienes todo el mundo tenía por responsa-
bles del lugar. Había una cosa que Susana siempre hacía cada vez
que Gregorio se embarcaba en una larga disertación sobre Proust
o alguien parecido: se dirigía una sonrisa al resto de ellos, ponía
los ojos en blanco y decía muy enfáticamente, aunque de forma
apenas audible: «Dios nos salve». En Donton, veían la televisión
con mesura, y lo mismo hacían en las Nouves (aunque no había
nada que les impidiera verla todo el día, a nadie le apetecía mucho
abusar de ella). Pero en la casa de labranza había un viejo televi-
sor, y otro en el Granero Negro, y Soberbia solía encenderlo de
cuando en cuando. Así es como supo que «Dios nos salve» venía
de una serie norteamericana, de esas en las que todo el auditorio
ríe al unísono cada vez que alguien abre la boca.
Lo que quiero decir, en suma, es que Rocío no tardaría en dar-
se cuenta de que su forma de comportarse con Virgilio no era el
apropiado en las Nouves, y en dar un giro a sus modos de pareja
cuando había gente delante. Y, muy especialmente, tomaría pres-
tado un gesto de los veteranos. En Donton, el hecho de que una
pareja se despidiera —aunque fueran a estar sólo unos minutos
separados— era pretexto suficiente para que se permitieran un
gran despliegue de besuqueos y abrazos. En las Nouves, por el
contrario, cuando una pareja se decía adiós, apenas había pala-
bras, y menos aún besos o abrazos. En lugar de ello, le dabas a tu
pareja un golpecito con los nudillos en el brazo, a la altura del co-
do, como se suele hacer cuando se quiere atraer la atención de al-
guien. Normalmente era la chica la que lo hacía, en el momento en

21
22

que se separaban. Cuando llegó el invierno este hábito cesó, pero


estaba en pleno vigor cuando llegamos. Rocío pronto se lo apropió,
y se lo hacía a Virgilio siempre que se separaban. Al principio Virgi-
lio no sabía a qué obedecía aquello, y se volvía bruscamente hacia
Rocío diciendo: «¿Qué pasa?». Ella le miraba airadamente, como
si estuvieran interpretando una obra de teatro y él hubiera olvidado
lo que tenía que decir en ese momento. Supongo que al final Rocío
tuvo que hablar con él acerca de ello, porque al cabo de aproxiSe-
ñorante una semana se las arreglaban para hacerlo impecable-
mente, como las parejas de veteranos, más o menos.
Soberbia no había visto televisión, pero estaba segura de que
la idea venía de ahí, y de que Rocío no lo sabía. Por eso, aquella
tarde en que yo estaba echada en la hierba leyendo Daniel y Rocío
estaba tan insoportable, Soberbia decidió que ya era hora de que
alguien le abriera los ojos.

22
NUEVO FOLCKLORE

Quiero hablar de la excusión a Nuevo Folcklore —y de todo lo


que sucedió aquel día—, pero antes tendré que retroceder un poco
en el tiempo para explicar cómo estaban las cosas entonces y por
qué hicieron ese viaje.
En el primer invierno en las Nouves estaba a punto de acabar,
y todos se sentían bastante más asentados. Pese a sus pequeños
contratiempos, Rocío y Soberbia habían mantenido la costumbre
de rematar el día en el cuarto de Soberbia, charlando con sus va-
sos calientes entre las manos, y fue una de esas noches, mientras
hablaban, cuando de pronto conversaron de cuando la mayoría
habían oído hablar de la idea de los «posibles otros» en Donton,
tenían la sensación de que no había que hablar de ello, y no lo ha-
cían, aunque, por supuesto, la idea les intrigaba y se llenaba de in-
quietud. Y tampoco en las Nouves era un asunto que podía
sacarse a colación como si tal cosa. Sin ningún género de dudas,
resultaba mucho más embarazosa cualquier charla sobre los «po-
sibles otros» que otra, pongamos, sobre sexo. Al mismo tiempo,
veías claramente que la gente se sentía fascinada — obsesionada,
en algunos casos— por el asunto, que seguía saliendo a relucir
muy de cuando en cuando, normalmente en las controversias muy
serias, a años luz de las cotidianas (que versaban sobre gentes
como, por ejemplo, James Joyce).
La idea básica de la teoría de los posibles era muy sencilla, y
no suscitaba grandes discusiones. Podría formularse más o menos
de este modo: dado que cada uno de ellos había sido copiado en
algún momento de una persona normal, debería existir, en el mun-
do exterior, y para cada uno de ellos, un modelo que viviera su
propia vida en alguna parte. Ello significaba, al menos en teoría,
que era posible encontrar a la persona original a cuya imagen y
semejanza habían sido modelados. Por eso, cuando estaban por

23
24

ahí, temían ser descubiertos por sus “otros” y trataban de no cru-


zárselos. Tomaban muchas precauciones: llVirginiaban disfraces o
los hombres se ponían barbas que habían comprado en la calle
San Juan en el centro. La tienda de disfraces era perfecta para
ellos, porque había de todo y para todos. Las mayores discusiones
se daban acerca de las personalidades y del tiempo y espacio de
los “otros”. ¿Sería igual una de otra? Otros no se hacían esas pre-
guntas, más bien, creían que era una vaga estupidez de parte del
resto del grupo, pensar que los “otros” podrían identificarlos y an-
gustiarse, de hecho, todo el mundo tiene otro igual en otra parte
del mundo.

24
RONALDO

Ronaldo, que tenía carnet de conducir, se las había arreglado


para que le prestaran un coche los jornaleros de Natris, granja si-
tuada a unos cuatro kilómetros de las Nouves. Había pedido pres-
tados coches otras veces, pero en esta ocasión el dueño se echó
atrás justo el día anterior al que tenían fijado para la partida. Las
cosas, acabaron arreglándose: Ronaldo fue hasta la granja y con-
siguió que le prestaran otro coche. Lo interesante del asunto, con
todo, fue el modo en que reaccionó Rocío durante las horas en que
pensó que el viaje se había cancelado.
Hasta entonces había estado haciendo como que todo aquello
era un poco en broma, como que si había aceptado aquel plan era
para complacer a Cristina. Y seguía hablando y hablando sobre
cómo casi no exploraban las posibilidades de la libertad del grupo
desde que dejaron Donton; cómo, de todas formas, ella siempre
había querido ir a Nuevo Folcklore para «encontrar todas las cosas
que habíamos perdido». Dicho de otro modo, se había apartado de
su idea original para hacerse saber que no hablaba muy en serio al
acariciar la perspectiva de encontrar a su «posible otro».
«Al final, lo del coche se resolvió, y a la mañana siguiente tem-
prano, con una negrura de boca de lobo, los cinco subieron a un
Rover lleno de abolladuras; pero en perfectas condiciones. Cristina
ocupó el asiento del acompañante, al lado de Ronaldo, y más los
tres los de atrás. Era la distribución lógica de asientos, y se habían
adaptado a ella de un modo espontáneo. Pero al cabo de unos mi-
nutos, en cuanto Ronaldo hubo sacado de las tinieblas de los si-
nuosos senderos y enfilamos las carreteras propiamente dichas,
Rocío, que iba en medio del asiento corrido, se inclinó hacia delan-

25
26

te, puso las manos sobre los respaldos delanteros y se puso a ha-
blar con los dos veteranos. Y lo hacía de forma que Virgilio y So-
berbia, a ambos lados de ella, no podían oír ni una palabra de lo
que decían, y como los separaba físicamente tampoco podían ha-
blar, o siquiera verse».
Al cabo de una hora más o menos, ya habiendo despuntado el
día, se pararon para estirar las piernas y para que Ronaldo hiciera
pichí. Ella podría seguir hablando al menos con Cristina, y Virgilio y
Soberbia podríamos tener alguna conversación durante el viaje.
Apenas había terminado de hablar cuando Rocío dijo en un susu-
rro: «¿Por qué tienes que ser tan difícil? ¡Precisamente ahora! No
lo entiendo. ¿Por qué quieres armar líos?»
Las cosas se animaron considerablemente, sin embargo, en
cuanto llegaron a la población costera. Era la hora del almuerzo, y
dejaron el Rover en el aparcamiento contiguo a un minigolf lleno de
banderas ondeantes. El día era ahora fresco y soleado, y Soberbia
recordó que durante más o menos la primera hora «nos sentíamos
tan estimulados y contentos de estar al aire libre que no prestamos
demasiada importancia al asunto que les había traído allí. En un
momento dado, de hecho, Ronaldo lanzó unos cuantos grititos, agi-
tando los brazos a su alrededor, mientras se ponía en cabeza y
subía por una carretera en pendiente flanqueada de hileras de ca-
sas, y de alguna tienda ocasional, y, sólo por el enorme cielo, uno
podía percibir que nos estábamos acercando al mar. Cuando lle-
gamos al mar, vimos que estábamos en una carretera que bordea-
ba un acantilado. A primera vista parecía que el corte era a pico
hasta la arena, pero cuando te asomabas a la barandilla veías que
había senderos zigzagueantes que descendían hasta el mar. Está-
bamos hambrientos, y entramos en un pequeño restaurante enca-
ramado en el acantilado, justo donde empezaba uno de los
senderos. En el local sólo había dos personas: dos mujeres bajas y
rechonchas con delantal que trabajaban en el negocio. Estaban
sentadas a una mesa y fumaban sendos cigarrillos, pero en cuanto
nos vieron aparecer se pusieron rápidamente en pie y desaparecie-
ron en la cocina para dejarnos el campo libre».

26
27
28

OOLS

Caminaron en silencio, con Ronaldo a la cabeza, a través de


calles humildes en las que apenas penetraba el sol, de aceras tan
estrechas que a menudo tenían que avanzar en fila india. Fue un
alivio desembocar al fin en la calle alta, donde el ruido hizo que no
resultara tan obvio el ánimo sombrío del grupo. Cuando cruzaron
por un paso de peatones a la acera más soleada de la calle, So-
berbia notó a Ronaldo y Cristina que se consultaban algo en voz
baja, y ella se preguntó en qué medida el mal ambiente entre ellos
de que «se debería a su creencia de que les estábamos ocultando
algún gran secreto de Donton, y en qué otra al hecho del ofensivo
desaire infligido por Rocío a Virgilio».
Así que entraron en Ools, e inmediatamente Soberbia se sintió
mucho más alegre. «Incluso hoy día me gustan los sitios como és-
te: grandes almacenes con miles de pasillos con expositores llenos
de brillantes juguetes de plástico, tarjetas de felicitación, montones
de cosméticos, y quizá hasta un fotomatón. Actualmente, si estoy
en una ciudad y dispongo de tiempo libre, suelo entrar en algún si-
tio parecido, donde puedes vagar y disfrutar, sin comprar nada, y
sin que a los dependientes les importe un comino que no lo ha-
gas».
Pues bien, entraron en aquellos grandes almacenes y ense-
guida se fuieron separando y tomando distintos pasillos.
Y entonces Soberbia se dio cuenta de que estaban de nuevo
hablando de aquel rumor. Cristina estaba diciendo, en voz baja, al-
go como:
Rocío la vio y dejó de hablar. Cuando Soberbia dejó el rompe-
cabezas y se volvió hacia ellas, vio que se estaban mirando aira-
damente. Al mismo tiempo, era como si las hubiera sorprendido
haciendo algo que no debían, y se separaron como con vergüenza.

28
Pero Rocío no se lo tragó. Cuando pasaron al lado de Soberbia, le
dirigió una mirada realmente maligna.
Así que, cuando salió Soberbia y Ronaldo hacia el lugar donde
el mes anterior había visto a la posible de Rocío, la sintonía entre
ellas era peor que nunca.
Luego de andar de calle a calle, Ronaldo se detuvo brusca-
mente. Y señaló con un gesto callado una oficina de la acera de
enfrente.
Y allí estaba. No era idéntica a la del anuncio de la revista que
habían encontrado en el suelo helado aquel día, pero tampoco era
tan distinta. La gran cristalera frontal se hallaba al nivel de la calle,
de forma que cualquiera que pasara por delante podía mirar el inte-
rior: una gran planta diáfana con quizá una docena de mesas dis-
puestas en irregulares eles. Había pequeñas palmeras en
macetas, máquinas relucientes y lámparas abatibles. La gente se
movía entre las mesas, o se apoyaba en una mampara, y charlaba
y se hacía bromas, o acercaban las sillas giratorias unas a otras
para disfrutar de un café y un sándwich. Rocío tenía sus ojos que
iban con ansiedad de una cara a otra de las oficinistas que se mo-
vían tras el cristal.
No era nada obvio, pero cuanto más miraban más se iba pare-
ciendo que a Ronaldo no le faltaba un punto de razón. La mujer te-
nía unos cincuenta años, y conservaba una figura muy agradable.
Su pelo era más oscuro que el de Rocío —aunque podía ser teñi-
do—, y lo llevaaba recogido atrás en una sencilla cola, tal como
Rocío solía llevarlo. Se estaba riendo de algo que su amiga de rojo
decía, y su cara, sobre todo cuando al final de la risa sacudía la
cabeza, tenía ciertamente más de un atisbo de semejanza con Ro-
cío. Todos seguieron observándola sin decir una palabra.

29
30

ROCÍO

No era fácil leer en la cara de Rocío aquel momento: no estaba


decepcionada, pero tampoco eufórica. Esbozaba una media sonri-
sa, de esas que una madre de familia normal podría esbozar cuan-
do sus hijos brincan a su alrededor mientras le piden a gritos que,
por favor, les dé permiso para hacer tal o cual cosa. «Así que allí
estábamos, todos exponiendo nuestro punto de vista, y yo estaba
contenta de poder decir, con toda sinceridad, al igual que los de-
más, que aquella mujer que acabábamos de ver en absoluto podía
descartarse como posible. Lo cierto es que nos sentíamos todos
aliviados: sin ser conscientes por completo de ello, nos habíamos
estado preparando para una gran decepción. Pero ahora podíamos
volver tranquilamente a las Nouves, y Rocío podía encontrar alien-
to en lo que había visto, y los demás podíamos apoyarla».
Y la vida de oficina que la mujer parecía estar que guardaba
una similitud asombrosa con la que Rocío había descrito tan a me-
nudo como la que deseaba para sí misma. Con independencia de
lo que había pasado entre los integrantes del grupo, en el curso de
aquel día, en el fondo ninguno quería que Rocío volviese abatida, y
en aquel momento se sentían todos a salvo de esa eventualidad.
Pero Rocío dijo: «Vamos a sentarnos allí, encima de aquel muro.
Sólo unos minutos. Y en cuanto se olviden de nosotros podemos
volver a echar otra ojeada». «Pero si no podemos verla otra vez,
estamos todos de acuerdo en que es una posible. Y en que es una
oficina preciosa. De verdad». «Esperamos unos minutos —dijo Ro-
cío—, y volvemos».
«Y aún hoy conservo vivida la imagen de aquellos diez, quince
minutos que estuvimos allí esperando. Nadie hablaba ya de ningún
posible. Hacíamos como que estábamos pasando el rato, quizá en
un paisaje pintoresco durante un despreocupado día de excursión.
Ronaldo estaba bailando un poco, para expresar lo bien que nos

30
sentíamos. Se puso de pie sobre el murete, mantuvo el equilibrio
unos instantes y luego se dejó caer adrede hacia un lado. Virgilio
hacía bromas sobre algunas de las personas que pasaban, y aun-
que no tenían ninguna gracia todos nos reíamos de buena gana.
Sólo Rocío, a horcajadas sobre el murete, permanecía en silencio.
Seguía con la sonrisa en la cara, pero apenas se movía. La brisa le
despeinaba el pelo, y el brillante sol invernal le hacía arrugar los
ojos, de forma que era difícil saber si sonreía ante nuestras paya-
sadas o hacía muecas para protegerse del sol. Son las imágenes
que conservo de aquellos momentos, mientras esperábamos a que
Rocío decidiera cuándo volver a echar una segunda ojeada a la
oficina. Al final entramos en una calle lateral estrecha flanqueada
de casas normales, aunque con alguna que otra tienda. Tuvimos
que caminar de nuevo en fila india, y en un momento dado vimos
venir hacia nosotros a una furgoneta y tuvimos que pegarnos casi
a las fachadas para permitirle el paso. Al poco, en la calle, no ha-
bía más que la mujer y el grupo de chicos que la seguía, y si aqué-
lla se hubiera dado la vuelta no habría podido evitar vernos. Pero
se limitaba a seguir su camino, a una docena de pasos de noso-
tros, y al final entró a un local con el cartel «Estudios los Enanos».
Ello, al menos, tuvo el efecto de sacarlos de aquella especie de
trance en el que estaban inmersos, y todos se agrupaban en torno
a la mujer para escuchar lo que decía, tal como habrían hecho en
Donton si un custodio se hubiera puesto a hablarles.

31
32

¿CÓMO ES EL TRABAJO?

«El trabajo de cuidadora, en líneas generales, es satisfactorio,


pero luego está la soledad. Creces rodeado de una multitud de
personas, y eso es, por tanto, lo que has conocido siempre, y de
pronto te conviertes en cuidador».
Hay un centro donde se pueden anotar, cualquiera que desee
ser parte de todo esto y es un centro situado en un lugar apartado
y de difícil acceso, y, pese a ello, cuando llegas a él no sientes una
paz ni una quietud especiales. Sigues oyendo el tráfico de las
grandes carreteras de más allá de las vallas, y tienes la sensación
de que nunca han conseguido acondicionar el lugar como es debi-
do. A muchas de las habitaciones de los donantes no se puede ac-
ceder con silla de ruedas, o hace mucho calor o hay demasiadas
corrientes en ellas. No hay suficientes cuartos de baño, y los que
hay no se pueden mantener limpios fácilmente, y en invierno son
heladores y normalmente están demasiado lejos de los cuartos de
los donantes.

32
VÍRGEN Y TOMÁS

Soberbia se convirtió en cuidadora de Virgilio al año casi exac-


to del viaje. No había pasado mucho tiempo desde la tercera dona-
ción de Virgilio, y aunque se estaba recuperando bien, seguía
necesitando mucho descanso.
La mayoría de los donantes de Rey Campestre consiguen una
habitación para ellos solos después de la tercera donación, y a Vir-
gilio se le asignó una de las habitaciones individuales más grandes
del centro. Hubo quien dio por sentado que era Soberbia la que se
la había conseguido, pero no era cierto; fue sencillamente suerte,
y, de todas formas, tampoco era una habitación tan maravillosa.
Como es lógico, no todo era como antes. Virgilio y Soberbia,
por ejemplo, había empezado a tener relaciones sexuales. Él, al fin
y al cabo, aún estaba recuperándose, y el sexo no era quizá lo
primero que tenía en mente. Ella no iba a forzarlo, pero no quería
que pasara demasiado el tiempo. Y si se lograba el emplazamien-
to, sería inadecuado el hecho de no haber tenido relaciones. «No
es que pensara que ésa iba a ser una de las preguntas que nos
harían necesariamente llegado el caso. Pero me preocupaba que
pudiera resultar muy evidente nuestra falta de intimidad física».
Así que una tarde decidió empezar, y dejar que él lo aceptara o
rechazara. Estaba echado en la cama de su habitación, como de
costumbre, y miraba fijamente al techo mientras le leía. Cuando
terminó, se acercó, y sentó en el borde de la cama y le deslizó una
mano bajo la camiseta. En un abrir y cerrar de ojos estuvo encima
de su sexo, y aunque le costó un rato conseguir una erección, se
dio cuenta de inmediato de que se sentía feliz.
Aquella primera vez no fue lo que se dice perfecta, pero lo cier-
to es que después de todos aquellos años de conocerse sin tener
ninguna relación de este tipo era previsible que iban a necesitar
una fase intermedia antes de lograr una relación plena. Así que

33
34

después de un rato se lo hizo con las manos, y al cabo se quedó


allí tendido sin hacer nada, sin intentar satisfacerla a ella, sin hacer
el menor ruido, con aire apacible y quieto.

34
LA VIDA DOMÉSTICA

Entró Soberbia, exhausta —como muchas noches sin dormir


como es debido—, y cayó casi desplomada en la estrecha cama,
empujando a Virgilio contra la pared. Se quedó así durante unos
instantes, y se habría dormido como un leño si Virgilio no le hubie-
ra estado clavando en las rodillas un dedo del pie. Rocío no se
equivocó. Era su dirección, su puerta, todo.
Luego le contó cómo el día anterior, dado que estaba en la
costa sur, había ido a La pequeña tierra al atardecer, y como había
hecho las dos veces anteriores, había recorrido aquella calle larga
—cercana al paseo marítimo—, con hileras de casas adosadas, y
al final había ido al banco público contiguo a la cabina telefónica, y
le había sentado en él, y había esperado —una vez más, igual que
las otras veces— con los ojos fijos en la casa de la acera de en-
frente.
Una vez que hubo acabado, Virgilio se quedó callado unos se-
gundos. Suspiró y pegó aún más la cabeza a su hombro. Si alguien
le hubiera estado observando, tal vez habría pensado que no esta-
ba mostrando excesivo entusiasmo, pero yo sabía lo que sentía.
Llebaban tanto tiempo pensando en los aplazamientos, en la teoría
de la Galería, en todo, y ahora, de pronto, iban a afrontarlo. Defini-
tivamente daba miedo.
«Si lo conseguimos... —dijo Virgilio, finalmente—. Supón que
lo conseguimos. Supón que nos deja tres años, por ejemplo; tres
años para nosotros. ¿Qué haríamos exactamente? ¿Entiendes lo
que te digo? ¿Adónde iríamos? No podríamos quedarnos aquí, es-
to es un centro para donantes».
Siguieron apaciblemente echados en la cama durante unos
minutos más, oyendo caer la lluvia. En un momento dado, Sober-
bia empezó a clavarle un pie en el cuerpo, como le había estado

35
36

haciendo él antes. Y luego él contraatacó, y se echó los dos pies


fuera de la cama.

36
VIRGEN… VIRGILIO

Desde días antes de ir a verla, Soberbia tenía en la cabeza la


imagen de Virgilio y de ella delante de su puerta, haciendo acopio
del ánimo suficiente para tocar el timbre, y esperando allí luego con
el corazón en vilo. Pero la realidad resultó muy otra, y tuvieron la
suerte de que se les ahorrara ese tormento.
Por fin, justo antes de las seis, llegaron a destino. Aparcaron el
coche detrás de un bingo, sacamos del maletero la bolsa de depor-
tes con los cuadernos de Virgilio, y se dirigieron hacia el centro ur-
bano. «Empezamos a seguir a Señora a una razonable distancia,
primero por la zona peatonal y luego por Calle Alta, ahora casi de-
sierta. Creo que en ese momento los dos recordamos el día en que
seguimos por las calles de otra ciudad a la posible de Rocío. Pero
esta vez las cosas resultaron mucho más sencillas, porque Señora
pronto nos condujo a la calle larga cercana al paseo marítimo».
Seguimos a Señora durante largo rato, y dejamos atrás la hile-
ra de casas idénticas. Entonces se acabaron las casas de la acera
de enfrente y aparecieron en su lugar varias zonas llanas de hier-
ba; y, más allá de ellas, se divisaban los techos de las casetas de
la playa, alineadas junto a la orilla. El agua no era visible, pero la
intuías por el gran cielo abierto y el alboroto de las gaviotas.
Fue sólo un cortés «Disculpe», pero Señora giró en redondo
como si le hubiera arrojado algo. Y cuando su mirada cayó sobre
nosotros, me recorrió un frío intenso, muy parecido al que había
sentido años atrás la vez que la acosamos en Donton, a la entrada
de la casa principal. Entonces algo cambió en su expresión. No es
que se volviera más cálida. Pero desapareció de ella la repugnan-
cia, y nos estudió con atención, encogiendo los ojos ante el sol, ya
declinante. Señora siguió allí de pie, sin apenas moverse bajo el
tenue sol, con la cabeza ladeada, como si escuchara algún sonido

37
38

de la orilla del mar. Luego volvió a sonreír, aunque la sonrisa no


parecía ir dirigida a nosotros, sino sólo a sí misma.
La Plaza es el obligado punto de reunión, y los espacios vacíos
que hay detrás de los edificios tienen un aire de tierra baldía. El re-
tazo más grande, que los donantes llaman «el campo», es un rec-
tángulo lleno de maleza y cardos cercado por una alambrada.
«Por eso vine a buscarte —dijo Soberbia—. Precisamente por
eso vine en tu ayuda. Por lo que ahora está empezando. Y también
porque Rocío lo quería así».
«Rocío quería lo otro para nosotros —dijo Virgilio—. No veo
por qué tendría que querer necesariamente que estuvieras conmi-
go hasta el final».
Soberbia estaba mirando al suelo, con una palma pegada a la
alambrada, y por espacio de unos instantes pareció escuchar aten-
tamente los ruidos del tráfico que llegaban del otro lado de la nie-
bla. Y fue entonces cuando lo dijo, sacudiendo ligeramente la
cabeza.
«Rocío lo habría entendido. Era una donante, y por tanto lo
habría entendido. No estoy queriendo decir que por fuerza habría
querido lo mismo para ella. Si hubiera podido elegir, puede que
hubiera querido que siguieras siendo su cuidadora hasta el final.
Pero habría entendido que yo quiera hacerlo a mi manera. Catalina
a veces no puedes verlo. No puedes verlo porque no eres donan-
te», dijo Soberbia.
Soberbia subió y Virgilio luego, cuando ya estaba todo calma-
do. Sobre el hecho de cambiar el cuidador Soberbia puso la cabe-
za sobre su hombro, y dijo:
«Sí... Puede que ya no tarde mucho, de todas formas. Pero de
momento tengo que seguir. Aunque tú no quieras que me quede
contigo, hay otros que sí quieren».
Luego él dijo: «No hago más que pensar en ese río de no sé
qué parte, con unas aguas muy rápidas. Y en esas dos personas
que están en medio de ellas, tratando de agarrarse mutuamente,
aferrándose con todas sus fuerzas el uno al otro, hasta que al final
ya no pueden aguantar más. La corriente es demasiado fuerte.

38
Tienen que soltarse, y se separan, y se los lleva el agua. Pienso
que eso es lo que pasa con nosotros. Qué pena, Catalina, porque
nos hemos amado siempre. Pero al final no podemos quedarnos
juntos».
«Siento haberme enfadado tanto antes. Les hablaré.
Intentaré que te asignen un cuidador realmente bueno», dijo
Soberbia.
Y no hablaron más de eso en toda la mañana.

39
40

LA ASIMILACIÓN DE LOS CAMBIOS

Soberbia, una semana después, continuaba siendo la misma


de hace tiempo, y el pasado de las Nouves seguía gravitando so-
bre ella.
Pero además hubo otros cambios menos fáciles de asimilar.
Virgilio se sentía cada vez más y más identificado con los donan-
tes. Si, por ejemplo, recordaban cosas de Donton, él, tarde o tem-
prano, acababa sacando a colación el hecho de que alguno de sus
compañeros del centro había dicho o hecho algo parecido a lo que
estaban evocando.
Y Soberbia sentía algo parecido cuando Virgilio decía no en-
tender algo. Normalmente Virgilio decía esas cosas medio en bro-
ma, casi cariñosamente. E incluso cuando lo hacía de forma más
desabrida, como cuando dijo que dejara de llevar su ropa sucia a la
lavandería porque podía hacerlo él mismo, la cosa nunca degene-
raba en pelea.
Pero una vez Soberbia se volvió loca, cuando él le dijo que no
se sentía identificado con los donantes. Sucedió aproximadamente
una semana después de que llegara el aviso para su cuarta dona-
ción. Hay donantes que quieren hablar de ello todo el tiempo, de
un modo absurdo e incesante. Y hay quienes bromean sobre ello, y
quienes ni siquiera quieren mencionarlo. Y luego está esa curiosa
tendencia de los donantes a tratar la cuarta donación como algo
merecedor de enhorabuenas.
A un donante en «su cuarta», aun cuando se trate de alguien
que hasta el momento no haya gozado de excesivas simpatías, se
le trata con especial respeto. Hasta el personal médico lo halaga:
cuando un donante en «su cuarta» va a hacerse los análisis, es
acogido con sonrisas y apretones de manos por médicos y enfer-
meras. Bien, Virgilio y Soberbia charlaban de todo esto, a veces en
tono jocoso y otras serias y concienzudamente.

40
41
42

LA MEMORIA

«Hace un par de días estuve hablando con uno de mis donan-


tes que se quejaba de que los recuerdos, incluso los más precio-
sos, se desvanecen con una rapidez asombrosa. Pero yo no estoy
de acuerdo. Mis recuerdos más caros no se desdibujan jamás en
mi memoria. Perdí a Rocío, y luego perdí a Virgilio, pero no voy a
perder mi memoria de ellos».

42
PARTE II

JORGE GOTHA

Una mañana el primo del marido de Soberbia lo telefoneó y di-


jo: «te quiero presentar a mis socios». Quedaron en verse, el sá-
bado a las cinco y media en la Plaza Independencia. Llegó, eran
tres, más el primo. Todos con una pelusilla oscura encima de los
labios (tenían dieciséis, diecisiete años), la cara llena de espinillas
que supuraban un líquido viscoso amarillento, cuatro narices
enormes (cada quien la suya), hacían la preparatoria con los jesui-
tas. Nos estrechamos la mano. Le preguntaron a Jorge Gotha que
de dónde era, dando por hecho que es extranjero, quizá porque
Jorge los saludó con un beso en la mejilla. El primo y los socios se
miraban a puntillas entre sí, Jorge notó algo poco corriente: al pri-
mo le temblaba el labio cuando hablaba de hacer negocios. ¿Cuál
es el negocio que andan haciendo?, preguntó Jorge. Un campo de
golf, dice el primo. Los terrenos son del suegro del hermano de un
amigo, dice otro. Vamos a comer con él en el club de industriales la
próxima semana para presentarle el proyecto, dice el que faltaba
por hablar. Me explican que el único problema es el agua, que ha-
ce falta muchísima agua para mantener verdes, los greens. Pero el
cuñado del vecino de un primo mío es el director de aguas públicas
del estado, dijo otro. Eso se arregla con una mordida, dice otro.
Todos asienten, granos para arriba y para abajo, muy convencidos.
Nomás nos falta un socio capitalista, completó el primo, nos falta
juntar dos millones de dólares. Les pregunto cuánto han juntado.
Dicen que 35.000 pesos. Jorge les dio la mano con aparente re-
signación.

43
44

Se fueron de la plaza para tomar un café llamado Dunken. Ya


en el café y con una charla de media hora, Jorge advirtió que era
un adolescente en materia de negocios, hasta pensó en hacer un
MBA, y no sabía ni siquiera que era un cheque, solo se adentró al
mundo de la música y la literatura desde pequeño. Tenía una ex-
traña, pero sustentable teoría que podría también abarcar a la lite-
ratura. La historia humana como una serie de ciclos en cuatro
tiempos.
En su sistema, todo comienza con una Edad Teocrática, en la
que los hombres se separan de la naturaleza venerando a dios
(cuya primera manifestación es la voz del trueno) y creando el len-
guaje y la cultura. A la edad teocrática le sigue la aristocrática,
dominada por la figura de grandes hombres o héroes. Luego so-
breviene la edad democrática, a la que sucede un desorden o caos
–la cuarta edad, la Edad Caótica– que solo puede ser reordenado
por una nuVirginia Edad Teocrática, que no será de todos modos
igual a la primera: la historia no traza un círculo, sino más bien una
espiral. Combina así las dos nociones temporales predominantes:
la oriental o circular (que aparece también en Pitágoras, platón y
Nietzsche), y la lineal u occidental.

En el café Dunken, uno de ellos, el que estaba justo enfrente


de Jorge; preguntó: ¿se han preguntado cómo es que hay que leer
a Shakespeare?, Jorge atónito, pero bien resuelto contestó: la úni-
ca manera es leyendo a Shakespeare por Shakespeare.

El primo de Jorge se metió en la conversación y dijo: “Shakes-


peare no copia lo humano, lo crea. Shakespeare pone en escena
formas de conciencia que no habitaban la realidad, y que empiezan
a habitarla después, a partir de sus obras. No es que los persona-
jes de Shakespeare sean válidos porque se parezcan a las perso-
nas de carne y hueso: son las personas de carne y hueso las que
adquieren sentido al parecerse a los personajes de Shakespeare”.
¿No hablábamos de otra cosa? Me estás confundiendo, dijo Jorge.

44
El problema surgió cuando a uno de ellos se le caía la cabeza,
se le cerraban los ojos y ya nadie podía hablar con él. Pero en el
café demostró estar cuerdo o apenas distraído por las historias que
había vivido. De todas maneras, no identificaba el tiempo, el tiem-
po como esa sucesión de un estado de conciencia a otro. Las dro-
gas te producen eso: perdés la conciencia. Diez años de drogas
son mil de cualquier individuo sano. Con el tiempo se había con-
vertido en un genio de la química. Mezclaba metadona con benzo-
diacepina, uno lo bajaba y el otro lo subía de ánimo. Por momentos
era Superman y después era un trapo de piso. Ya no necesitaba
de drogas ilegales. Con ir a la farmacia le era suficiente para pro-
ducir ese maravilloso cosquilleo en todo el cuerpo, surgiendo des-
de la espina dorsal.

Mientras el resto se miraba o hablaba, Jorge pensaba. Pensa-


ba que si quedaría solamente con el oído. Allí tendría un mundo
posible que podría prescindir del espacio. Un mundo de individuos.
De individuos que pueden comunicarse entre ellos, pueden ser mi-
llares, pueden ser millones, y se comunican por medio de palabras.

De pronto, sonó el teléfono del primo, era la hija anunciándole


que iba a ser abuelo. La hija tenía 16 años. Era una verdadera tra-
gedia. María, no iba a abortar y menos con los medios ilegales e
irresponsables de argentina. El primo cuando llegó a su casa, se
halló con una carta en la mesa que le decía que le informaba que
no había soportado el dolor y su cuerpo lo encontraría en el parque
Gral. San Martín. Así fue. La policía la halló colgada de una cuerda
en un árbol.
Primo, me tengo que ir, le dijo a Jorge. ¿Por qué?, preguntó
Jorge. Es que maría está embarazada y la quiero convencer de
que aborte. Mejor dicho: la voy a obligar. No puede tener un hijo a
esa edad, tiene que estudiar, trabajar, casarse y luego tener hijos.
Partió al instante. Arrastraba las piernas como un zombi. Jorge no
pudo despedirse correctamente, pero su primo sabía que le brinda-
ría apoyo en cualquier ocasión.

45
46

El resto también se despidió: Jorge quedó solo en la peatonal


sarmiento. Vio vidrieras, moda, leyó revistas. Posteriormente, re-
cordó que en el segundo piso del edificio más antiguo de la peato-
nal, se hallaba el departamento de correctores y traductores de
Mendoza. Él había hecho un curso de técnicas de corrección de
textos y le había ido muy bien. Pero nunca lo ejerció. Pensó que
podría ver la situación nuVirginiamente y le consultó a la muchacha
que atendía en la mesa de entrada sobre algún trabajo disponible.

Fue al bar de la calle Ortiz Posadas, pero los reales poetas, no


habían aparecido. Mientras los esperaba se dedicó a leer y a es-
cribir. Los habituales del bar, un grupo de borrachos silenciosos y
más bien patibularios, no le quitaron la vista de encima. Resultado
de cinco horas de espera: cuatro cervezas, un plato de pollo, a
medias, lo tiró y remarcó los mejores versos de Wallace Stevens,
al momento, unos borrachines intentaron robarle el celular, pero
Jorge era lo suficientemente guapo como para pararles el carro.
Cuando se calmaron pagó y se fue a la feria del libro, ahí no hizo
mucho: se encontró con su amigo el poeta y maestro Andrés Oliver
y lo vio tan ebrio que decidió seguir su camino. Y aunque la música
continuaba sonando en su cabeza, él prefería por el momento la li-
teratura.

Había comida casera, criolla, chilena, peruana, de todas las


clases y él se sentó a comer mariscos. Escribió en su cuaderno
más poesía. Miró la moza y le preguntó si le podía hacer un favor:
contestó que por supuesto. Ella le pidió que le escribiera un poema
para su marido. La mujer quería remediar su oscuro pasado. ¿Para
cuándo la querés?, preguntó Jorge. A lo que ella contestó: ahora.
¿Ahora?, sí, ahora. No puedo escribir un poema sin inspiración, di-
jo él. ¿Existe la inspiración?, preguntó ella. Yo creo que sí, afirmó
él. Aunque hay que trabajar mucho para conseguirla. La señora
mostró cara de desilusión. Él se compadeció y escribió algo pare-
cido a nada. Él sabía que sin corrección, no podría escribir más
que unas tantas palabras. Eso le había enseñado su maestro An-

46
drés Oliver y Fernández Cordón. ¿No les había dicho? También hi-
zo un taller de narrativa y poesía, aunque fue un mes, le suplió, le
llenó y lo sació. Ella se alegró con tan mínima poesía, pero él se
aburrió y se fue caminando hasta la librería del centro internacional
del libro, donde compró uno en tapa dura de Kjell Askildsen. Su-
mamente feliz llegó a su casa, lo esperaban los hijos y la mujer.
Les contó que había hecho un trato con el primo para hacerse rico.
La mujer sonrió y le indicó que sería una locura participar con lo
que ella llamó “delincuente”. Entre cruzaron palabras y él se puso a
pintar los autos.

Mientras arreglaba algún auto, otros los dejaba para después,


se le ocurrió algo que había leído: Mozart, ayudado siempre por su
fiel amigo Thamos, se zambulle gozosamente en los ritos masóni-
cos y obtiene de ellos inspiración para las óperas las bodas de fí-
garo y Don Giovanni. Feliz en el Amor y padre de un niño, su
carrera parece haber despegado. Afluyen los encargos y célebres
cantantes llaman a su puerta, hasta que nuVirginias amenazas en-
sombrezcan su porvenir. ¿Y si me afilio con los masones?, se pre-
guntó. Si no hubiera sido por ellos el imperio de los Astor nunca
hubiera existido. Ni el libre comercio. Quizás sería la puerta, se
preguntó. Para él; “el dominio de la vida o de la muerte es el ca-
mino hacia la supervivencia o la pérdida del ser humano: es forzo-
so manejarla bien. No reflexionar seriamente sobre todo lo que le
concierne es dar prueba de una culpable indiferencia en lo que
respecta a la conservación de lo más querido: la vida y sus instin-
tos. En ello, es fundamental, el yang y el yang, la noche y el día, el
frío y el calor, días despejados o lluviosos y el cambio de las esta-
ciones”.

Estaba deseando componer algo, algo trascendental, pero se


desanimaba rápidamente y volvía a la poesía. El contenido semán-
tico del texto poético es para Jorge Gotha: “la materia más impor-
tante para el buen compositor, pues sin ella será como un pintor
que sabe bien dibujar, pero ignora el arte de aplicar los colores a la

47
48

imagen, importa poco que el músico sepa todas las habilidades,


que hasta aquí se han manifestado, si no sabe él cómo vestir la le-
tra que tiene a su cargo. Consiste esta gran circunstancia, en en-
tender bien el sentido de la letra, así de latín como de romance, no
en lo material de las palabras, sino en lo formal del concepto, pues
quien esté atado a lo material de ellas, hará tantos hierros, cuantas
fueren las sílabas”. [El cambio de modo es] apto para expresar
afectos opuestos, como tristeza y alegría, temor y valor. Cuando se
cante, toda la que fuere dolorosa, triste o lúgubre, la rija muy des-
pacio si es alegre o festiva, vaya el compás aprisa, pero no tanto
que no se perciba la letra. En toda composición que fuere lúgubre y
triste será muy del caso cuando la letra lo permita que callen todas
las voces e instrumentos aguardando alguna pausa porque con es-
ta suspensión se concilia la atención del auditorio y se expresa
más el afecto.”

Pero él no sería el único que se siente atraído por ambas dis-


ciplinas y las desarrolla, un ejemplo significativo de un poeta que
evoca la música en su texto, que convierte a la música en el objeto
de lo que escribe, es el modernista Rubén Darío.

Jorge , mientras caminaba imaginó una suerte de cohete que


igualara la velocidad de la luz. El nombre sería V—21. Desde niño
lo vislumbraba. Una suerte de escape de la realidad o al fin y al
cabo, una muestra de su interés por el espacio. En su fuero íntimo
quería viajar en el tiempo, pensaba que de esa forma (como mu-
chos) resolvería sus problemas. No le interesaban los problemas
ajenos, sino los suyos, que eran para él, grandes y concretos. Pero
lo que más le preocupaba era su situación sexual. Vivía caliente,
se hacía tres o cuatro pajas por día, más el sexo con Soberbia, que
conoció en febrero de 1995. Fue una noche cálida, pero demasia-
do seco. Los días en Mendoza son secos de por sí y en verano ca-
lientes hasta la muerte. Esa noche la conoció en un bar de baile
erótico, ella era la acomoda sillas, se encargaba principalmente de
que las sillas estuvieran simétricamente perfectas: debían estar a 5

48
cm el trabajo no le gustaba, pero que iba a hacer. Solo tenía eso y
debía pagar sus estudios en la universidad de Mendoza, donde es-
tudiaba arquitectura. Su sueño era diseñar interiores. Quizá por la
influencia del profesor Horacio de Apoláis. Le corregía cada idea,
cada sueño, cada pensamiento. Eso le produjo mayor auto exigen-
cia y le dio valor al estudio cuando él le dijo: «No estudiés por otra
cosa que por Amor. Debés perfeccionarte desde el arte».

49
50

CAPÍTULO 19

Soberbia en un tiempo no muy lejano de su muerte, comenzó a


recibir asistencia médica, cuyo padecimiento y personalidad llega-
ron a inspirarle tan vivo interés a su médico, que hubo de dedicar-
le gran parte de su tiempo, poniendo un tenaz empeño en lograr su
curación. Tratábase de una histérica a la que no presentaba dificul-
tad alguna sumir en estado de sonambulismo, y habiendo adverti-
do esta circunstancia, el médico decidió emplear con ella el método
iniciado por Breuer de la investigación en la hipnosis, método que
le era conocido por los datos que su homónimo hubo de proporcio-
narme sobre el historial clínico de su primera paciente.

Era este su primer ensayo de dicho método terapéutico; estaba


aún muy lejos de dominarlo y, en realidad, no llegó a profundizarlo
suficientemente en el análisis de los síntomas patológicos, ni tam-
poco lo ajustó a un plan sobradamente regular. Para dar una idea
precisa del estado del enfermo y de la propia conducta médica. Su
rostro presentaba una expresión contraída y doliente. Tenía los
ojos entornados, la mirada baja, fruncido el entrecejo e intensa-
mente señalados los surcos nasos labiales. Habla trabajosamente
y en voz muy baja. A veces tartamudeaba, presa de una afasia
espasmódica. Sus dedos, entrelazados, mostraban una constante
agitación. Frecuentes contracciones, a manera de «tics», recorrían
los músculos de su cara y cuello, algunos de los cuales, especial-
mente el esternocleidomastoideo, resaltaban plásticamente. Con
frecuencia se interrumpía al hablar para producir un singular sonido
inarticulado. Su conversación era perfectamente coherente y tes-
timonio de una cultura y una inteligencia nada comunes.

De este modo, le resultó al médico psiquiatra tanto más extra-


ño ver que cada dos minutos se interrumpía de repente, contraía

50
su rostro en una expresión de horror y repugnancia, extendía una
mano hacia el médico con los dedos abiertos y crispados y excla-
mó con voz cambiada y llena de espanto: «¡quieto! ¡No me hable!
¡No me toque!» se halla, probablemente, bajo la impresión de una
terrorífica alucinación periódica y rechazaba con tales exclamacio-
nes la intervención de toda persona extraña. Este fenómeno cesó
luego tan repentinamente como surgió, y la enferma continuaba la
interrumpida conversación sin aludir para nada a aquel, ni tampoco
excusar o aclarar su conducta, por lo cual es de sospechar que no
se ha dado cuenta de la interrupción. Sobre sus circunstancias
personales es conocido lo siguiente: su familia, originaria del norte
de chile, residía, hace ya dos generaciones, en las provincias de
cuyo, en las cuales se hallaba ricamente afincada. De catorce
hermanos que fueron —ella hacía el número trece—, solo cuatro
quedaban con vida. Su madre, mujer enérgica y grave, la había
educado cuidadosamente, aunque con excesivo rigor. A los veinti-
trés años se murió el primogénito al nacer. Fuera de esto, todos
sus esfuerzos para recobrar la salud han sido totalmente infructuo-
sos. Ha viajado mucho y da muestras de vivo interés intelectual.

El día 2 de mayo el médico acudió por la tarde al sanatorio, y


observó que la enferma acusaba un violento sobresalto cada vez
que la puerta de su habitación se abría inesperadamente. En con-
secuencia, recomendó al personal del establecimiento que no en-
trase sino después de llamar y oír la contestación de «¡adelante!».
A pesar de esto, la paciente se estremecía cada vez que alguien
entraba.

El tratamiento de baños templados, masaje y sugestión hipnó-


tica fue continuado en los siguientes días. La enferma dormía bien,
se reponía a ojos vistas y pasaba la mayor parte del día tranquila y
reposada. Le estaba permitido ver a sus hijas, leer y despachar su
correspondencia. El día 8 de mayo, en su visita matinal, relató te-
rroríficas historias de animales, hallándose aparentemente en es-
tado normal. Así, me señaló un ejemplar de la enciclopedia

51
52

británica. Una profunda expresión de espanto acompañó sus pala-


bras. Extendiendo hacia el médico su mano crispada, exclamó re-
petidamente: «¡estese quieto! ¡No me hable! ¡No me toque! ¡Mire
que si en mi cama hubiera escondido alguno de esos bichos! (es-
panto). ¡Imagínese lo que pasará al abrir el cajón! ¡Entre las ratas
hay una muerta toda roída!». Durante la hipnosis él se esforzó en
disipar tales alucinaciones zoológicas. Ella no recordó nada.

En esa misma noche, fue sometida a otras sesiones de hipno-


sis. Cuenta entonces que su madre estuvo también algún tiempo
en un manicomio. Además, tuvieron una criada que había servido a
una señora, internada después en uno de tales establecimientos, y
que solía referirle historias terroríficas a ellos referentes, tales co-
mo la de que los enfermos eran atados a la silla y cruelmente gol-
peados, etc. Durante este relato, la enferma crispaba sus manos,
dando muestras de espanto y denotando que ve plásticamente to-
do aquello de que habla. Teniendo quince años encontró un día a
su madre tendida en el suelo, conmocionada por los efectos de un
rayo caído en las proximidades, y cuatro años después, al volver
un día a su casa, la halló muerta, con el rostro todo contraído. Por
último, contó que, teniendo diecinueve años, alzó una piedra, y al
ver un sapo bajo ella perdió el habla durante algunas horas.

Al día siguiente, durante el masaje comenzó de nuevo a repro-


charse su indiscreción del día anterior con respecto al doctor Bauer
Bach; el doctor la tranquilizó con la piadosa mentira de que sabía
todo lo sucedido antes de contárselo ella, y de este modo desapa-
rece su excitación (chasquidos, contracción del rostro). La influen-
cia de él, sobre la enfermedad se manifiesta ya siempre desde el
comienzo de la sesión de masaje. Recobra la tranquilidad y la cla-
ridad intelectual, y encuentra, sin necesidad de interrogarla en la
hipnosis, los motivos de su malestar anterior. La conversación que
mantiene con él durante el masaje no es tampoco tan falta de sig-
nificación como parece, sino que contiene la reproducción casi
completa de los recuerdos y nuVirginias impresiones que han in-

52
fluido sobre ella desde nuestra última entrevista, y recae con fre-
cuencia, inesperadamente, sobre reminiscencias patógenas, que la
misma enferma se prohíbe sin necesidad ya de invitación por mi
parte.

Su hermano, enfermo por el abuso de la morfina, sufría terri-


bles ataques, en los cuales la asía fuertemente, asustándola. Pre-
guntó luego, insegura: «¿mi hija pequeña?», siéndole ya imposible
recordar los otros dos sucesos análogos que por la mañana me
había referido. Así, pues, la prohibición médica y el sugerido des-
vanecimiento de tales recuerdos han obrado eficazmente. 3.º. Ha-
llándose junto al lecho de su hermano, una tía suya, que había
acudido con el empeño de convertirle al catolicismo, asomó de re-
pente su pálido rostro por encima de un biombo. Observando ha-
ber llegado aquí a la raíz de su constante temor a las sorpresas, le
pregunto cuáles otras ha experimentado, obteniendo la siguiente
serie: 1.ª. Un amigo, que pasaba temporadas en su casa, solía en-
trar furtivamente en las habitaciones y asustar a los que en ellas
estaban. 2.ª. Después de la muerte de su madre enfermó de algún
cuidado, y le fue prescrita una cura de aguas en determinado bal-
neario. Hallándose en este, una loca, hospedada en su mismo ho-
tel, se equivocó varias noches de habitación y entro en la suya,
llegando hasta la misma cama. 3.ª. En su viaje desde córdoba a
Mendoza, un desconocido abrió cuatro veces la portezuela de su
coche, quedándose mirándola fijamente cada una de ellas durante
un gran rato. La indivisa conducta de aquel individuo acabó por
asustarla tanto, que llamó al revisor. Como final, el médico psiquia-
tra, borró a través de la hipnosis todos sus recuerdos.

53
54

CAPÍTULO 20

Un día hace mucho, antes de que se casaran. Él, Jorge, fue a


visitar a su hermano. No lo había visto desde hacía más de tres
años, pero seguía viviendo siempre. «Sigues vivo», dijo, irónica-
mente. Le ofreció a Jorge un bocadillo y un vaso con agua. «La vi-
da es dura —dijo su hermano—, no hay quien la aguante». Jorge
no contestó. No había ido a discutir y prefirió ignorarlo unos minu-
tos. El hermano estaba distraído, mirando algún punto en el techo.
No se encontraba a gusto con Jorge. «Mi corazón, sabes, ya no es
lo que era, dijo el hermano». «Y el tuyo tampoco, supongo». «De
modo que tienes miedo a morir». Se miraron fijamente a los ojos y
se echaron a reír.

54
CAPÍTULO 21

Las altas paredes del centro comercial de una ciudad de unos


2 millones de habitantes. Paredes que, de momento, pueden bas-
tar como decorado para una simple fábula. Y en lo alto de la ancha
calle, ahora relativamente silenciosa, un pequeño grupo de seis
personas. Un hombre de unos cuarenta años, bajo, rechoncho, de
enmarañados cabellos que asomaban bajo una gorra de polo. Un
personaje de aspecto insignificante que tira de un pequeño armo-
nio portátil tal como los que suelen usar los predicadores y canto-
res callejeros. Y con él una mujer unos cinco años más joven, alta,
no tan corpulenta, pero de contextura sólida y vigorosa, muy senci-
lla de rostro y de vestido, pero sin aspecto hogareño, arrastrando
de la mano a una niña de unos siete años y asiendo con la otra
una Biblia y varios libros de himnos. Con estos tres, pero marchan-
do detrás de forma independiente, otra niña de unos siete años,
todos siguiendo obedientemente, pero no con demasiado entu-
siasmo, el rumbo de los otros.
Hacía calor, pero mezclado con una dulce languidez. Cruzando
en ángulo recto la gran calzada por la que iban caminando, cele-
braba una segunda calle, encañonada, recorrida por multitudes y
vehículos y diversas hileras de coches que tocaban sus campanas
y avanzaban todo lo que podían entre los móviles y cambiantes
arroyos del tráfico. Pero el pequeño grupo parecía no darse cuenta
de todo lo que no fuera servir al propósito de abrirse camino entre
los contendientes líneas de tráfico y los peatones que pasaban a
su vera.
Por aquel entonces ya varios individuos de diversos géneros
de vida, que regresaban a sus casas, al advertir el pequeño grupo
que se disponía de esta guisa, vacilaron por un momento entre mi-
rarlo de reojo o detenerse a comprobar la índole de su trabajo.

55
56

Entonces la joven empezó a interpretar la melodía en el ór-


gano, emitiendo un tono agudo pero refinado, al mismo tiempo que
juntaba su voz, más bien alta, de soprano, con la de su madre y
con la voz, un tanto dudosa, de barítono de su padre.
A medida que cantaban, el peculiar e indiferente auditorio ca-
llejero miraba fijamente, atraído por la originalidad de una familia
de aspecto tan insignificante que lenvanba en público su voz colec-
tiva contra el vasto escepticismo y la apatía de la vida. Algunos se
sentían interesados o conmovidos por la figura más bien dócil e
inadecuada de la joven que tocaba el armonio, otros por la hechura
tan poco práctica y materialmente ineficiente del padre, cuyos débi-
les ojos azules y más bien blanda y pobremente vestida figura ha-
blaban más de fracaso que de otra cosa. Del grupo solo la madre
se erguía solitaria como si poseyese aquella fuerza y determina-
ción que, aunque ciega o erróneamente, contribuyen a la supervi-
vencia, si no al éxito en la vida. Ella, más que cualquiera de los
otros, se alzaba con un ignorante, aunque, en cierto modo, respe-
table aire de convicción.
Un joven se movía inquieto, descansando el cuerpo en uno y
otro pie, con los ojos bajos, y durante la mayor parte del tiempo
cantando solo a medias. Una figura tan alta como esbelta coronada
por una cabeza y un rostro interesantes —piel blanca, cabello ne-
gro—. Parecía más agudamente observador y decididamente más
sensible que la mayoría de los otros; parecía resentirse de verdad
e incluso sufrir por la posición en que se encontraba. Obviamente
pagano antes que religioso, la vida le interesaba, aunque todavía
era incapaz de darse cuenta del todo. Todo lo que de él podía de-
cirse por el momento con certeza es que nada de lo que estaba
haciendo por ahora le interesaba de una manera clara. Era dema-
siado joven, su mente demasiado sensible a clases de belleza y
placer que tenían poco que ver, si es que tenían algo, con el remo-
to y nebuloso romance que obnubilaba las mentes de sus progeni-
tores.
Esta noche en esta gran calle con sus coches y multitudes y al-
tos edificios, se sentía avergonzado, expulsado de la vida normal,

56
objeto de burla. Los hermosos automóviles que cruzaban al lado,
los peatones ociosos que se dirigían únicamente hacia los intere-
ses y placeres que pudieran atraerlos; las alegres parejas de gente
joven, riendo y bromeando, y los chiquillos mirando fijamente, todo
esto le turbaba con la idea de una vida diferente, mejor, más bella
que la suya o más bien que la de toda su familia. Y, en aquel mo-
mento, individuos de aquel pasaje cambiante e inestable de la ca-
lle, que transformaba incesantemente su fisonomía en torno a
ellos, parecieron captar el error psicológico de toda la escena que
rodeaba a los niños, ya que dichas personas empezaron a cambiar
comentarios entre sí, las más sofisticadas e indiferentes limitándo-
se a alzar las cejas y a sonreír con desprecio y las más simpáticas
o experimentadas hablando de la presencia inútil de estos niños.
En cuanto al resto de la familia, tanto la más grande como la
más pequeña eran todavía demasiado jóvenes para comprender o
preocuparse mucho por lo que sucedía en torno a ellos. En cuanto
a la muchacha sentada ante el armonio, lo que más parecía impor-
tarle era llamar la atención y promover los comentarios que susci-
taba su presencia y su canto. En cuanto al padre y la madre,
querían espiritualizar al mundo entero.
Finalmente, después de un segundo himno, el armonio fue ce-
rrado.
Las niñas, así mismo que no deseaba hacer esto ni un momen-
to más, pensaban que sus padres parecían chiflados y anormales
—«indignos» habría sido la palabra que hubiese usado si tuviera
capacidad suficiente para expresar toda la medida de su resenti-
miento por verse obligado a participar en aquello— y que no lo ha-
ría más si lograba impedirlo. Las pequeñas eran demasiado
jóvenes para preocuparse. Pero...
Entraron ahora en la estrecha calle lateral de la que habían
emergido y después de pasar de largo una docena de puertas a
partir de la esquina, entraron por la abertura de un edificio amari-
llento de un solo piso, construido de madera y cuya amplia venta-
na, así como los dos cristales situados en la puerta central,
estaban pintados de un blanco grisáceo. A lo largo de la ventana y

57
58

de los pequeños paneles de la doble puerta figuraba la siguiente


leyenda: «La Casa de la Esperanza. Capilla de una Misión Inde-
pendiente. Reuniones todos los miércoles y sábados por la noche,
de ocho a diez. Los domingos a las once, a las tres y a las ocho.
Bienvenido todo el mundo». Bajo esta leyenda aparecían también
impresas las palabras «Dios es Amor», y luego, en letra más pe-
queña, «¿Cuánto tiempo hace que escribiste a tu madre?». La pe-
queña compañía penetró por la amarillenta e insignificante puerta y
desapareció.
Realmente la familia en cuestión presentaba una de esas
anomalías causadas por reflejos y motivos psíquicos y sociales de
índole tal como para tentar la habilidad no solo del psicólogo, sino
del químico y del físico que trataran de descifrarla. Tomando para
empezar al padre, este era uno de esos individuos mal integrados
y relacionados, producto de un ambiente y de una teoría religiosa,
pero sin ninguna idea o concepción mental propia, sin embargo,
sensible y, por tanto, altamente emocionable y, desde luego, sin el
menor sentido práctico.
No se habían mostrado nada prácticos en la cuestión del futuro
de sus hijos. No comprendían la importancia o la necesidad esen-
cial de alguna forma de aprendizaje práctico o profesional para to-
dos y cada uno de sus vástagos. En lugar de eso, arropados en la
noción de Virginiangelizar el mundo, habían descuidado el llVirgi-
niar a sus hijos a la escuela en cada una de las ciudades visitadas.
Se habían desplazado de aquí para allá, algunas veces en mitad
misma de una ventajosa temporada escolar, atraídos por un campo
religioso mayor y más favorable en el que trabajar activamente. Y
hubo ocasiones en que, resultando el trabajo poco provechoso, y
siendo él incapaz de reunir mucho dinero con las dos labores que
dominaba mejor, la jardinería y la confección de cañamazos para
diversos usos, se veían sin comida suficiente o ropas decorosas, y
los niños no podían ir a la escuela. Frente a tales situaciones, cua-
lesquiera que pudiesen ser los pensamientos de los chiquillos, Jor-
ge y su mujer permanecían tan optimistas como siempre, o
insistían en afirmar ese optimismo, jactándose de su fe inquebran-

58
table en el Señor, cuya intención no podía ser menos que la de
proveer lo necesario.
La combinación de hogar y misión que habitaba esta familia
era lo bastante triste en la mayor parte de sus aspectos como para
descorazonar a cualquier fortaleza de espíritu. En su totalidad con-
sistía en una larga nave de almacén en un edificio viejo y gris,
construido en madera de la manera menos artística posible, que
estaba situado
La parte trasera de este piso vulgar era intrincada, pero estaba
limpiamente dividida en tres pequeños dormitorios, una salita de
estar que daba al patio y a vallas de madera no mejore que las que
había en la fachada; también contaba con una combinación de co-
cina y comedor de exactamente tres metros cuadrados, y una habi-
tación despensa para folletos misionales, himnarios, cajas, baúles
y otras cosas de uso no inmediato, pero de presunto valor, propie-
dad de la familia. Esta habitación, particularmente pequeña, estaba
situada justo a la espalda del vestíbulo de la misión, y a ella, antes
o después de hablar, o en las ocasiones en que parecía importante
celebrar una conferencia a solas, solían retirarse el señor y la se-
ñora de Gotha, y también, a veces, para meditar o rezar.
Y toda la vecindad era tan triste y fracasada, que él odiaba el
pensamiento de vivir allí, y mucho más de tener que formar parte
de un trabajo que requería constantes peticiones de ayuda, así
como constante oración y acción de gracias para poder sostenerlo.
La señora Soberbia Sajonia, antes de su casamiento con Jor-
ge , no había sido más que una ignorante muchacha campesina,
educada sin ideas religiosas de ninguna clase. Pero, habiéndose
enAmorado de Jorge , se contagió del virus del Virginiangelismo y
del proselitismo que a él le dominaban, y le había seguido alegre y
entusiasmada en todas sus aventuras y en todas sus peregrinacio-
nes. Sintiéndose más bien adulada por la idea de que podía hablar
y cantar con cierto arte, así como de que tenía aptitudes para
atraer y persuadir y dominar a la gente con la «palabra de Dios»,
tal como ella la entendía, se había sentido más o menos satisfecha
de sí misma en este aspecto y por tanto decidida a continuar.

59
60

En ocasiones un pequeño grupo de personas seguía a los pre-


dicadores hasta su misión, o al enterarse de la existencia de esta
por el trabajo callejero de la pareja, tales personas aparecían allí
más tarde, almas desviadas como hay muchas en todas partes.
En determinado momento, se hablaba a coro: “La envidia tiene
rostro humano. La envidia tiene cara de hombre…”.

60
CAPÍTULO 22

«Tampoco te esmeras mucho con los deberes, sales corriendo


en cuanto acabas de comer. Por cierto, ¿qué haces en el parque
sola?», preguntó Jorge.
«Pasear, ya te lo he dicho».
«¿Mirando los árboles y escuchando los pájaros?»
«¿Y qué tiene eso de malo?»
«¿Estás seguro de que eso es lo único que haces?»
«¿Qué iba a hacer si no?»
«Eso lo sabrás tú mejor que nadie».
Y además, no deberías estar siempre solo. Vas a volverte loco.
«¡Entonces deja que me vuelva loco!»
«¡No emplees ese tono con tu madre!»
«¡Entonces deja que me vuelva loco!»
«¡Ten mucho cuidado!»
Ella se acercó. Él permaneció quieto. Él le dio una bofetada.
Ella se paralizó.
«Si vuelves a pegarme, te denunciaré en la comisaría de la
mujer», dijo ella.
«¡No lo harás!», dijo él y le dio otra bofetada.
«¡Mierda! —dijo ella—. Me cago en la puta que te parió».
Lo dijo del modo más tranquilo posible. Luego notó que le salía
el llanto, un llanto de rabia, se dio suelta y salió disparado. Siguió
corriendo cuando se encontró en la calle. No porque tuviera prisa,
sino porque la rabia también tenía que ver con sus piernas. Me ca-
go en la mierda, pensó mientras corría.

61
62

CAPÍTULO 23

Remaron unos instantes antes de izar las velas. Soplaba un


fuerte viento, e Jorge dijo que sería peligroso fijar la vela mayor.
Estaba sentado con la escota en la mano, mientras procuraba
mantener la barca lo más firme posible contra el viento, con el fin
de no tener que virar para atravesar el estrecho. El cabo de la es-
cota le lastimaba la mano. Llegaban ráfagas bastante fuertes, pero
no hizo falta aflojar la escota. La ató a la borda y vigiló el mar para
que las ráfagas no
«Hace justo el viento que nos conviene», gritó a Soberbia.
Ella estaba tumbada bocarriba en la proa mirando las velas.
«Habrá más viento cuando salgamos al estrecho», dijo ella.
«Seguro que sí».
Así habría que estar siempre, pensó él. Sacó el paquete de ta-
baco del bolsillo y sostuvo la caña del timón entre el brazo y el
cuerpo mientras intentaba liarse un cigarrillo. Tenía los dedos mo-
jados y el papelillo se le rompió. Sacó otro papelillo, que también
se le rompió. La chica le preguntó si quería que lo hiciera ella. Él le
pasó el paquete de tabaco.
«Esto es vida».
«Así habría que estar siempre».
«Sí. Deberíamos hacer siempre lo que nos apetece».
«Para eso hay que tener dinero. No puedes hacer lo que te
apetece sin dinero».
«Ya. Eso es lo fastidioso. Y para conseguir dinero tienes que
hacer algo que no te apetece, y entonces ya no tiene mucho senti-
do».
Habían entrado ya en el estrecho. El agua estaba en calma.
A ambos lados se erguían altos peñascos pelados. Fuera del
estrecho el mar estaba agitado. Tenían el viento en contra, y la
chica sacó un remo. Cuando el viento llenó las velas, Paul soltó la

62
escota. El viento empezaba a ser muy fuerte, pero apenas entraba
agua en la barca.
«¡Esto es emocionante!», gritó Soberbia.
«¿Te gusta?»
«Ya lo creo».
«¿No tienes miedo?»
«Sí, por eso resulta tan emocionante».
«Sí, tal vez. He oído decir que esos indios que se lanzan a una
poza de veinte metros de profundidad, una vez que empiezan a
hacerlo no pueden dejarlo. Si cada día no hacen algo que pueda
costarles la vida, les parece que no han vivido de verdad».
Jorge mantuvo la barca firme contra el viento. La cuerda le
lastimaba la mano. Pensó que siempre es así. Te lo estás pasando
muy bien, pero siempre hay algo. Pisó la escota para que no le re-
sultara tan pesado sostenerla. Volvió la cabeza y vio que el estre-
cho quedaba ya muy lejos.
«Cuando mi padre contó lo de ese accidente de autos, tú te
reíste. A mí no me pareció nada divertido. Y cuando luego te pre-
guntó si habías leído algo de Aristóteles, también te echaste a
reír».
Llegó una ráfaga de viento. La barca se escoró y empezó a en-
trar bastante agua. Paul cambió el rumbo. La barca se enderezó,
las velas flamearon. Mantuvo la dirección contra el viento y tensó la
vela mayor. Luego giró lentamente el timón hacia el lado contrario
y la barca tomó velocidad.
Era una isla muy pequeña. En algunas partes crecían pinos
contrahechos. Todo el resto era roca y brezo. Cuando se encon-
traban muy cerca, se abrió ante ellos una bahía. Paul tomó ese
rumbo y las velas aletearon porque el viento cambió de dirección.
La chica se puso de pie en la proa. Tenía el cabo de amarre en
la mano, lista para saltar. Paul ató la vela alrededor del mástil. La
chica saltó, y él tuvo que agarrarse al mástil para no perder el equi-
librio en el momento en que la barca chocó con la tierra. Saltó tras
ella. Se detuvo antes de acercarse, porque ella lo estaba mirando
con sus ojos azules, los brazos levantados por encima de la cabe-

63
64

za y la punta de la cuerda en una mano, y él dudaba de haber visto


jamás algo tan hermoso.
«Me apetece abrazarte», dijo.
«Y a mí me apetece que me abraces».
La abrazó. Pensó que valía más que ninguna. La chica soltó la
cuerda y le rodeó el cuello con los brazos, y él puso la mejilla junto
a la de ella; su piel era agradable y fresca. Pensó que valía más
que ninguna, y que ella quería aquello.
Nunca le haría daño, pensó, y retiró lentamente los brazos.
Ató la barca a una piedra puntiaguda y alargada, y corrieron
juntos hasta el punto más alto de la isla. Por encima de ellos vola-
ban gaviotas que brillaban al sol, chillaban, se sumergían y lanza-
ban gritos hacia sus cabezas. Ellos corrían sin hacerles caso. De
repente la chica se detuvo y dejó escapar un pequeño grito. Él la
miró, y vio miedo en sus ojos. Ella alargó un brazo hacia él, y él lo
agarró. La chica miraba fijamente una pequeña grieta en una roca
justo delante de ellos. Echaron a correr, y notaron cómo el miedo
aumentaba con la huida.
«En estos momentos te quiero», dijo ella.

64
CAPÍTULO 24

Por la noche Soberbia bajó corriendo al supermercado antes


de que cerrara para renovar las provisiones de espaguetis y de
salsa de jitomate. Estaba agachada delante del estante de las con-
servas cuando una mujer le pidió dos frascos de espárragos. Se
los acercó con el brazo estirado, y le indicó con la mirada que los
pusiera en su carrito de la compra. Luego le dijo a Soberbia que la
acompañara a buscar leche, que ella no podía cargar los envases
porque estaban muy pesados. Soberbia la miró desconcertada. Só-
lo entonces reparó en su vestimenta.
«Perdona, perdona —le dijo a Soberbia—, pensé que trabaja-
bas en la tienda».
Hizo un ademán con la mano derecha recorriendo su rostro,
señalando, metafóricamente, mis facciones y el color de mi piel,
para excusarse sugiriendo que si se había confundido era por cul-
pa de mi apariencia.
«Pero sos muy linda», le dijo a Soberbia.

65
66

CAPÍTULO 25

No es que se sintiera bien burlándose de su madre. Pero su re-


lación estaba siempre contaminada por el «riesgo moral», una ex-
presión muy útil que había aprendido en los textos de economía.
Soberbia era como un banco demasiado grande para quebrar en el
sistema económico de su madre, una empleada demasiado indis-
pensable para despedirla por un problema de actitud. Algunos de
sus amigos de Godoy Cruz tenían también padres problemáticos,
pero conseguían hablar con ellos a diario sin que se dieran mo-
mentos de innecesaria rareza, porque incluso los más problemáti-
cos contaban con intereses que iban más allá de un hijo único. Por
lo que concernía a su madre, Soberbia lo era todo.
El problema era que la madre de Soberbia transmitía una si-
lenciosa fe en su propia importancia, o al menos se comportaba
como si hubiera sido alguien importante en algún momento, en
aquel pasado anterior a Soberbia del que siempre se negaba cate-
góricamente a hablar. Que Linda, la vecina, pudiese comparar a su
hijo Damian —que se dedicaba a cazar ranas y respiraba por la
boca—con Soberbia, tan perfecta y original, más que ofenderla la
mortificaba. Suponía que el carnicero quedaría destrozado para
siempre si le decía que olía a carne incluso después de ducharse;
lo pasaba fatal escabulléndose de las invitaciones de Vanessa
Circus, en vez de limitarse a confesarle que los pájaros le daban
miedo, y siempre que aparecía por el camino la camioneta de
Sonny, con aquellas ruedas tan grandes, mandaba a Soberbia a la
puerta mientras ella se escapaba por detrás y se escondía entre
las secuoyas. El lujo de ser exigente hasta lo imposible se lo con-
cedía Soberbia. Lo dejaba claro una y otra vez: Soberbia era la
única persona que pasaba la criba, la única a quien ella quería.
Luego, Jorge demostró su posición. Explicó que él estudiaría Co-
rrección internacional de textos en lengua española en la Funda-

66
ción Litterae. No conforme con ello, relataba sus aventuras con
otras mujeres, como si estudiar y conquistar mujeres le haría doler
la cabeza a Soberbia o dicho de otra forma: sería un escollo a su
integridad. En cambio, Soberbia, se dispuso a entenderlo y lo hizo:
«Estudie, señor, eso le hará bien».
Se creyó que diciéndole eso, él se calmaría, pero definitiva-
mente no lo hizo.
«¿Estás diciendo que soy un estúpido que necesito volver a
estudiar?»
Ella maduró la respuesta.
«Digo que tenés la suficiente capacidad para estudiar cualquier
carrera de físico nuclear a corrector de textos en español».
Quedó conforme y se matriculó.
La primera clase fue acerca de la absoluta corrección y sus re-
querimientos para una perfecta observancia de las reglas adopta-
das por el uso y la ortografía. Pero no se trataría allí de trazar una
gramática, ni de exponer puntos litigiosos de toda la sintaxis. Las
sobre las que llamarían la atención del lectos eran las que se tro-
pezaría más a menudo y cuya repetición animada por la memoria
visual incitaría a la reincidencia. Las primeras claro, a las del verbo.

67
68

CAPÍTULO 26

El 09 de julio de 2007, Soberbia Sajonia le dijo a su marido:


«sos muy sensible, por todo te ofendés, es imposible hablarte sin
esperar luego un reproche». Bueno, ella habría podido decirle mu-
chas otras cosas, pero fue esto lo que le salió. De todos modos,
era cierto. Él, durante dos años se había dedicado a vender coches
de segunda mano y había sido tan consciente de lo que esta pro-
fesión había acabado por significar, que las horas de trabajo eran
para él una tortura.

Todas las mañanas, a las seis y media, se afeitaba el labio su-


perior tres veces hacia abajo y otras tres a contrapelo para eliminar
el menor vestigio de bigote, manchando de sangre las hojas recién
estrenadas; pero sin desistir por ello; los trajes se los compraba
todos sin hombreras y luego iba al sastre apellidado Zorrilla, para
que le estrechara aún más las solapas. Para lavarse el pelo le bas-
taba el agua y se lo peinaba como Elvis Presley para confundir aun
más.

Pero al menos había creído en los coches. Tal vez en exceso;


y cómo no, si durante los siete días que caben en una semana lle-
gaba una hueste de sujetos más pobres que él, bolivianos, perua-
nos, chilenos y gente del interior más recóndito, para ofrecer como
anticipo de pago, televisores o cualquier inmundicia que tenían:
podía ser una cafetera eléctrica o televisores antiguos, y todo para
que un desconocido como él, para que echara una ojeada a la ca-
rrocería inclinada hacia un lado, al chasis cubierto de óxido, a los
guardabarros re pintados con un color que desentonaba lo suficien-
te como para estropear su valor, para estropear incluso el ánimo
de cualquiera.

68
PARTE 2

Semana 1

Soberbia (¿QUIÉN SERÁ?)

Lunes, 2 de febrero, 7.45 de la mañana

Eres tú. Por supuesto que eres tú. Siempre eres tú. Alguien me
está dando alcance y me vuelvo y eres tú. Sabía que serías tú, pe-
ro aun así pierdo el equilibrio sobre la nieve helada. Me tambaleo.
Tengo mojadas las medias por la parte de las rodillas. Mis mitones
están empapados.

Si pudiera elegir, cualquier persona sensata estaría en casa


una mañana glacial como la de hoy, pero tú no. Has salido a dar un
pequeño paseo. Alargas el brazo para sostenerme, me preguntas
si estoy bien, pero yo me zafo y esta vez consigo no trastabillar.

Sé que has debido de observarme desde que he salido de ca-


sa. No puedo evitar preguntarte qué haces aquí, aunque sé que tu
respuesta no será la verdadera.

Soberbia todo el tiempo ha pensado que eras tú la otra, la que


recibió los favores del clonaje. De la memoria dada.

A la hora de comer, se obligó a abandonar el santuario del juz-


gado; sabía que necesitaba aire fresco. Vaciló justo delante de las
puertas giratorias, escudriñando la calle a un lado y a otro. Le

69
70

preocupaba que él pudiera estar escondido entre dos furgonetas


del servicio de escolta, aparcadas unos metros más arriba. Las so-
brepasó velozmente, conteniendo la respiración. Exhaló el aire ali-
viada cuando vio que no estaba agazapado junto a uno de los
parachoques.

Vagó por el mercado al aire libre, observando a los trabajado-


res locales que compraban en los puestos comida integral rápida o
almuerzos étnicos, y vislumbró a los abogados sentados alrededor
de una mesa ancha en un caro restaurante italiano.
Después de mirar por encima del hombro, se guareció en el
confort conocido de una tienda textil. Le atrajeron, como siempre,
las telas para niños. Unas sirenas flotaban ausentes, perseguidas
por niñas que nadaban embelesadas tras ellas; se imaginó un ves-
tido campesino para una chiquilla, con sus tres franjas que alterna-
ban mares de color ciruela y fucsia.

70
Lunes, 2 de febrero, 2.15 de la tarde

Intento reconstruirlo todo. Trato de colmar las lagunas. Trato


de recordar lo que hiciste antes de esta mañana, cuando empecé a
escribirlo todo. No quiero omitir ni la menor prueba; no puedo per-
mitírmelo. Pero recordarlo me obliga a revivirlo. Rememorarlo te
mantiene a mi lado, que es exactamente donde no quiero que es-
tés. Soy Soberbia la misma que entregó su memoria a quien sabe
quién, porque los que no tienen memoria han recurrido a nosotros.

71
72

Lunes, 10 de noviembre, 8 de la noche (Hace tres meses)

Es la noche en que cometo el grandísimo error de acostarme


contigo y estoy en la librería. El local sólo está abierto para tus invi-
tados, para celebrar la publicación de tu nuevo libro sobre cuentos
de hadas. Sólo han venido un par de colegas de tu departamento
de inglés. Alentados por mi presencia, están cuchicheando cosas
sobre Enrique con malevolencia. Finjo no darme cuenta cogiendo
libros que hojeo como si me interesasen profundamente, aunque
las palabras se me embarullan y me resultan tan incomprensibles
como el griego.

Necesitaba una amiga a la que recurrir para mostrarle estos


mensajes; necesitaba una amiga para preguntarle qué hacer. Te-
nía amigas antes de que Enrique y los tratamientos de fertilidad se
adueñaran de su vida; antes de dejar que un hombre casado
abandonara a su mujer por ella; antes de que otras mujeres deja-
ran de confiar en ella; antes de que le resultara demasiado difícil
mirar sus caras reprobadoras y ver reflejada en ellas su propia
perplejidad por lo que había hecho.
Enrique y sus amigas no se trataban, pero aun así ella debería
haber encontrado un modo de obedecer a esta regla capital, la que
dice que nunca debes permitir que una relación interfiera con la de
tus amigas. Ahora que Enrique se había ido, Soberbia estaba de-
masiado avergonzada para tratar de recuperar a sus amigas. Ni si-
quiera tenía la certeza de si se las merecía o si alguna vez la
perdonarían.

Pensó en su amiga más antigua, Agostina, a la que no había


visto en dos años. Sus respectivas madres se habían conocido en
la maternidad, acunando a las recién nacidas mientras miraban el
mar desde las ventanas del piso más alto del hospital. Habían sido
compañeras de juegos cuando eran bebés y niñas pequeñas. Ha-
bían estado juntas durante toda la enseñanza elemental. Pero
Agostina era otra de las amigas que no congeniaba con Enrique.

72
Pero ella y Agostina eran ahora muy diferentes; quizá Enrique sólo
aceleró una ruptura que de todas formas se habría producido.

Trató de no compadecerse. Tendría que esforzarse más para


hacer nuVirginias amistades. Y aunque no tuviese amigas a las
que consultar en aquel momento, al menos tenía un servicio de
ayuda; sus folletos informativos habían llegado con el correo el sá-
bado, sólo un día después de que hubiera hablado por primera vez
con ellos.

Le respondió al mensaje. No vengas. No quiero verte. Muy


contagioso.

En cuanto pulsó «enviar» se arrepintió, recordando el consejo


que uno de los folletos repetía hasta la saciedad: Siempre que sea
posible, no hables con él. No entables ninguna clase de conversa-
ción. Sabía que sus amigas perdidas también le habrían dicho lo
mismo.

Ojalá no le hubiera dado su número de móvil. Fue la única for-


ma de librarse de él la mañana siguiente al de la fiesta por la publi-
cación de su libro. No había funcionado vomitar de modo audible
en el cuarto de baño. Ni tragarse tres analgésicos para el dolor de
cabeza en presencia de Rafe. Ni siquiera su temblor visible le hizo
comprender que ella estaba tan mal que él debía irse. El número
había sido una compensación en última instancia para que él se
marchara; ojalá hubiera tenido la previsión de inventar un número
en vez de darle el auténtico para camelarlo. Pero el intenso males-
tar le había impedido pensar con claridad.

73
74

Semana 1

Martes

El humo del tráfico le estaba irritando los ojos. Caminaba hacia


el juzgado desde la estación, y las calles eran tan anchas y pareci-
das que se preguntó si se habría perdido.

Trataba de concentrarse en el itinerario, los puntos de referen-


cia que apenas conocía —estaba segura de que recordaba del día
anterior aquella pared violeta a su derecha—, pero Rafe desplaza-
ba todo lo demás, como de costumbre.

74
Viernes, 30 de enero, 10 de la mañana (Hace cuatro días)

Es mí último día de trabajo antes de entrar en el jurado; mi úl-


timo día de tener que evitarte. El lunes desapareceré en el edificio
del juzgado y no sabrás dónde estoy.

Coloco mis documentos e informes en una de las sillas fijas de


madera de la amplia aula magna y mi bolso en otra. Me siento en-
tre las dos, esperando que estas pequeñas almenas te disuadan
de sentarte a mi lado. Cualquier otra persona entendería este signo
visual de mi deseo de espacio. Pero tú no. Por supuesto que tú no.
Nada te disuade.

Estás de pie junto a mí y dices «Hola, Soberbia», mientras


trasladas mis papeles al suelo y te sientas. Yo estoy injusta, irra-
cionalmente furiosa con Gary por empeñarse en que asista a esta
reunión en su lugar. Tú estás en el asiento del pasillo, lo que difi-
culta la huida; soy una imbécil por no haberlo previsto.

Fijas la mirada en mí, te tiemblan los globos oculares. No hay


ningún sitio donde ocultarme de tus ojos. Quiero esconderme, ta-
parme la cara con las manos. Tus mejillas se ponen púrpuras, lue-
go blancas y luego otra vez púrpuras, con la rapidez de los
intermitentes de un vehículo. Aborrezco ver una prueba tan clara
del efecto que produzco en tu cuerpo.
Y tu efecto en el mío. Me estoy poniendo roja y el pecho me
duele tanto que me temo que voy a dejar de respirar. Podría des-
mayarme delante de todo el mundo, o sucumbir a un mareo. Debe
de ser un ataque de pánico.
El techo es alto. Las luces fluorescentes están consteladas de
cadáveres de moscas. Aunque las luces están muy por encima de
la cabeza, me queman la coronilla. Incluso en invierno las moscas
sobreviven en el espacio caliente del tejado. Oigo a una que sisea
y se fríe, incapaz de escapar a la trampa de la lámpara en la que

75
76

se ha metido. Temo que me caiga encima. Pero prefiero una mos-


ca que tú.

Me tocas el brazo y yo lo retiro con tan poca violencia como


puedo.

Susurras:

—Sabes que adoro tu pelo así, separado del cuello. Tienes un


cuello precioso, Soberbia. Lo has hecho por mí, ¿verdad? Y tam-
bién el vestido. Sabes que te adoro vestida de negro.

Y ya no puedo aguantar más. Me lVirginianto como la tapa de


una olla a presión que estalla, abandono mis papeles, tropiezo con
tus piernas y tus pies. Tú te aprovechas —faltaría más, siempre lo
haces— y me pones las manos en la cintura fingiendo que me
ayudas a no perder el equilibrio. Te aparto de un golpe los dedos,
sin que me importe ofender al vicerrector, que hace una pausa en
sus observaciones inaugurales mientras todas las cabezas en la
sala se vuelven para verme salir disparada. Tengo ganas de llorar,
sabiendo que yo, y no tú, soy la que parece descontrolada.
Me las arreglo para huir del campus y llego al centro de Bath y
voy andando, casi como una autómata, a las Cuarto Menor. No
hago mi descenso habitual al sótano débilmente iluminado, mi lu-
gar favorito, donde exhiben togas de hace cientos de años; hiladas
con oro y plata, sus brocados son de sedas relucientes y están
embellecidas con joyas. Cruzo derecha el vestíbulo verde salvia,
entre columnas de mármol de color miel pálida y me paro justo de-
lante del Gran Octágono.
La sala está cerrada. Un letrero explica que hoy, más tarde,
tendrá lugar allí un acto privado. Pero me cuelo entre las puertas
dobles como si tuviera derecho a hacerlo y las cierro tras de mí.
Aquí hay paz y silencio, rodeados por esos ocho muros de piedra;
una luz suave me baña a través del cristal de las ventanas. Saco
mi teléfono, inhalo profundamente y marco el 999.

76
Martes, 3 de febrero, 6 de la tarde

No dura. Por supuesto que no dura. Ya es bastante increíble


que la mentira de que estaba enferma me proporcionase un día
fuera de tu vista. Han sido sólo treinta y cuatro horas, pero aun así
es la tregua más larga que he tenido en semanas.

Tú dirías que es una carta de Amor. Yo lo llamaría un mensaje


de odio. Sea lo que sea, el sobre marrón, inofensivo, está apoyado
en la repisa, pulcramente colocado por la siempre alerta señora
Norton.

Ningún otro hombre puede darte lo que yo. Ningún otro hombre
te amará como yo.

Por una vez, quiero que tus predicciones se cumplan.

77
78

Semana 1

Miércoles, 4 de febrero, 8 de la mañana

Cuando abro la puerta de mi casa estás tan cerca que percibo


el olor de tu jabón y tu champú. Hueles a fresco y a limpio. Hueles
a manzanas y a espliego y a bergamota, fragancias que me gusta-
rían si no fueran tuyas.

—¿Estás mejor, Soberbia?

La justicia no es un concepto que entiendas. No es algo que


merezcas. Pero será justo hablarte por última y definitiva vez, an-
tes de negarte la palabra para siempre. Esta mañana será muy dis-
tinta de la del lunes.
Te hablo con calma, con un tono educado. No es en absoluto
la primera vez que te lo digo:
—No te quiero cerca. No quiero verte. No quiero tener ninguna
relación contigo. Ningún tipo de contacto. No quiero cartas. Ni re-
galos. Ni llamadas. Ni visitas. No vuelvas a venir a mi casa.

Mi dicción es impecable. Tal como la había ensayado. Me alejo


rápidamente, sin mirarte, aunque mentalmente te veo con suficien-
te claridad para hacer una exacta descripción testimonial.

78
Miércoles, 4 de febrero, 8 de la noche

Cuando abracé a Agostina apenas entré en el restaurante, sus


pechos chocaron contra mí sin ablandarse una pizca. Son tan altos
que no parecen naturales, y es como si le hubieran crecido dos ta-
llas.
Las primeras palabras que me dice son una respuesta a mi
pregunta tácita.
—Sí, me he operado las domingas. —Le brilla el pecho, rocia-
do de polvos centelleantes—. Una limpia su cuerpo todos los días.
Tienes que estar contenta con él.

Agostina dirige su propia empresa unipersonal. Es analista de


discursos. Examina cada declaración de principios, anuncio y logo-
tipo de un negocio. Después les dice qué mensaje están realmente
lanzando. Quizá haya trabajado para un cirujano plástico y se dejó
seducir por los folletos que en teoría debería criticar.

—Sólo porque tenemos treinta y ocho años no debemos apa-


rentarlos.

Se estudia la cara en el espejito de la polvera, y parece tan


preocupada que me recuerda a la reina de Blancanieves, con su
terrible espejo. La frente de Agostina es de una lisura reluciente.
No armoniza con su mandíbula y mejillas.

Como quiero que se sienta menos triste y tensa le pregunto


cómo consigue ese resplandor fresco como el rocío; con un poco
de ironía, pero también con cariño.

—Tengo una voluntad fuerte para no alzar las cejas ni un cen-


tímetro y para limitar mis expresiones. El movimiento produce arru-
gas.

No es inteligente, dijo Enrique.

79
80

Hay diferentes clases de inteligencia, dije yo.

Enrique también me persigue, pero no tanto como tú. Lo estás


superando rápidamente.

A pesar de la noche helada y de las aceras resbaladizas,


Agostina llevaba tacones altos y un vestido escotado y sin mangas
de terciopelo violeta oscuro. Me parece un poco raro, porque no es
muy propio de ella acicalarse tanto sólo para mí. Le digo que su
vestido es precioso.

—Hay tantas mujeres que se quedan anticuadas de aspecto —


dice, y estoy bastante segura de que se refiere a mí.
¿Es ésta la misma Agostina que me escondía su ropa preferida
cada vez que yo quería ponerme algo que no hubiese cosido mi
madre?

Vislumbro mi reflejo en la ventana. Tengo el pelo recogido en


la coronilla y sujeto con broches plateados geométricos, aunque se
han escapado algunos mechones alrededor de la cara y el cuello.
El corpiño y las mangas de mi vestido color carbón son muy ceñi-
dos, la falda es como una copa de vino boca abajo, y el dobladillo
me llega justo encima de las rodillas.

Agostina se mira el pecho.

—No sólo es para atraer a los hombres. —La emoción que hay
detrás de esta última frase es demasiado intensa; la boca le tiem-
bla mientras se esfuerza en no fruncir el ceño—. Es por mí. Y estas
domingas nuVirginias no se mueven nada. Son tan coquetas y
pimpantes que ni siquiera necesito sujetador.

Pienso en los acusados burlándose de la señorita Lockyer. Mi-


rad cómo le bailan las tetas.

80
«Coquetas» y «pimpantes» no son palabras de su vocabulario.
¿Desde cuándo las usa?
Agostina continúa, como si necesitara convencerse más a sí
misma que a mí.

—Las mujeres de mi gimnasio siempre me preguntan: «¿Quién


te ha operado la cara? ¿Quién te ha operado las domingas?».
Habla como si cualquiera pudiera comprar zonas de su cuerpo,
como un vestido o un bolso nuevo.
Los acusados dicen «tetas», Agostina dice «domingas». Yo di-
go «pechos». No sé lo que dices tú. No quiero saberlo. Lo que sí
sé es que estas diferencias importan.

—Es un cumplido enorme. Deberías probar el bótox, Soberbia.


Eso como mínimo. Si no haces algo pronto te despertarás por la
mañana como un balón desinflado.

Ni siquiera es maja contigo, dijo Enrique.

Se siente a gusto siendo sincera conmigo, dije.

No tenéis nada en común, dijo él.

Cuento con que no respetes mis deseos. Nunca los tienes en


cuenta. Hablo tan alto que la gente de las mesas de alrededor nos
mira. Murmuro a Agostina un adiós entrecortado pero ella no res-
ponde. Me precipito hacia la escalera metálica en espiral que baja
al sótano, donde están los lavabos.
Abajo hay otro cuadro porno de art déco falso, enfrente mismo
de los lavabos. Éste es de un hombre y una mujer juntos para indi-
car que los servicios son unisex. Los dos están desnudos, en con-
sonancia con el resto de las obras. Él está de pie y la mira. Ella
está de rodillas ante él. A ella se la ve por detrás; su cabeza tapa el
centro del cuerpo masculino.

81
82

Los servicios están tan oscuros, al estilo de moda, que otra vez
estoy cegada. Avanzo hacia un cubículo y sobre la marcha arrojo
el cóctel de melocotón en la taza de cromo. El cubículo tiene una
de esas puertas sin espacios abiertos arriba ni debajo, por lo que
no tendrás ocasión de gatear por debajo o de fisgar por encima.
Llamo a un taxi. El recepcionista me dice que llegará un taxista
dentro de diez minutos. Me propongo estar detrás de esta puerta
cerrada con llave durante los nueve primeros.
Cuando salgo estás en la habitación, como yo esperaba. Me
obstruyes la salida. El humo empalagoso del incienso que queman
aquí abajo dificulta la respiración, y me bloqueas la poca luz que
hay. La cabeza me retumba, quizá por el esfuerzo visual o quizá
porque me está asfixiando una niebla venenosa de jazmín sintéti-
co. Me recuerdo que el taxista llegará al restaurante en cualquier
momento y preguntará por mí. Antes de bajar he calculado que al-
guien entraría en los lavabos, y por eso no creo que te arriesgues a
hacer algo muy descontrolado. Aun así, no quiero verme atrapada
aquí el tiempo necesario para descubrirlo; he organizado esta coli-
sión contigo con tanta exactitud como he podido, dejando el menor
tiempo posible para decir lo que quiero sin que Agostina lo oiga.

82
Semana 1 Soberbia

Jueves, 5 de febrero, 8.02 de la mañana

Esta mañana hay otro sobre tuyo esperándome en el felpudo


de la puerta principal. Debes de haberlo deslizado por la ranura
muy temprano, porque si no lo hubiera visto la señora Norton. Co-
rro hasta el taxi, aliviada porque al menos no estás allí.

Cuando el taxi sube embalado las curvas de la cuesta, marco


el número del hotel de Agostina. Vuelve a Londres hoy. Fuera de tu
alcance, espero. Pero también del mío.

Contesta con una voz turbia: «¿Qué?».

—Soy yo.

—No está aquí, si llamas por eso. Sólo se quedó en el restau-


rante el tiempo justo para decirme que ya no puede ayudarme en
lo que escribo ni tener nada que ver conmigo. Dice que no quiere
interponerse entre dos amigas de toda la vida.

Pero ya te has interpuesto: Agostina cuelga con estruendo y la


comunicación se corta.
Al menos sé que está a salvo. Al menos te has apartado de
ella, como yo había predicho. Ya tienes lo que querías. Ya has
conseguido todo lo que ella puede darte de mí.

Rasgo el sobre. Dentro hay una entrada para el ballet. Para la


función de esta noche. Y una carta.

Debes de estar estresada, Soberbia. Sé que no es tu intención


tratarme cruelmente. No puedes haber dicho en serio las cruelda-
des que dijiste. Yo sólo quiero hacerte feliz. Anoche quería hacer
algo especial por ti, reunirte con tu amiga, pero veo que me equi-

83
84

voqué. Te prometo que nunca volveré a ver a Agostina. Por favor,


déjame hacer las paces contigo esta noche. Tú sola. Sólo nosotros
dos. Sin carabina. Sé que te encanta La Cenicienta de Prokófiev.
Compartimos tantas cosas, Soberbia… Te espero en el foyer a las
7. ¡No olvides tu entrada! Antes tomaremos una copa. Y después
iremos a cenar.

Con Amor,

Rafe

84
Semana 1 Soberbia

Viernes

Soberbia guardó en el bolso su ejemplar destrozado de Poe-


mas escogidos de Keats. El libro era una reliquia de su doctorado
inconcluso y algo a lo que siempre recurría cuando el mundo a su
alrededor se volvía especialmente oscuro y poco civilizado. Miró
por la ventanilla del tren. Roberto recorrió el andén con firmes zan-
cadas y desapareció escaleras abajo. No se había dado cuenta de
que él viajaba en el tren; no se le había ocurrido pensar que tam-
bién viviera en Bath. De algún modo, Roberto se había apeado y
había salido de la estación antes de que los demás pasajeros em-
pezaran siquiera a bajar.

Inspeccionó el andén buscando a Rafe, escudriñó a la gente


que se agolpaba rumbo a las escaleras. Le dolía el cuerpo de estar
todo el día sentada. Necesitaba aire fresco. Quería moverse. Ya
había tenido que renunciar a sus paseos matutinos. No quería per-
derse también el camino a pie hasta su casa. El hecho de que hu-
biese una cola larguísima en la parada de taxis la ayudó a
decidirse, pero se alegró de que hubiera tanta gente alrededor.

Con todo, estaba nerviosa cuando se internó en el arco ferro-


viario de detrás de la estación. Se detuvo para mirar dentro del tú-
nel: ni rastro de Rafe. Y tampoco estaba en el puente, antes de
que ella lo embocara para cruzar el río.

Pero había alguien en mitad del puente, encogido dentro de un


lío de mantas raídas y rodeadas de latas vacías de cerveza, afe-

85
86

rrando una botella de licor barato. Era una mujer y tenía en torno
varias bolsas de plástico con sus pobres pertenencias.
Normalmente Soberbia guardaba todo lo posible las distancias
con los indigentes. Esta vez se acercó a la mujer, aunque sobre-
poniéndose a una punzada de la misma mezcla de miedo y com-
pasión que le inspiraba la señorita Lockyer. Agarró el bolso con
más fuerza.

La mujer tenía el pelo tan grasiento y apelmazado que Sober-


bia no sabría decir de qué color era. Su fina guerrera del ejército
estaba desgarrada y sucia sobre la estructura de su esqueleto. Su
piel arrugada era tan áspera y roja y pelada que debía de hacer
daño al tacto, a primera vista parecía una anciana, pero probable-
mente no tendría más de cuarenta años. ¿La señorita Lockyer se-
ría así algún día? Despedía un hedor a carne acre —una mezcla
inconfundible de ano y genitales sucios y sudor de las axilas— que
a Soberbia le produjo arcadas y trató de respirar por la boca, con-
fiando en que la mujer no lo advirtiera.

Soberbia se desprendió del otro mitón y le ofreció el par, sin la


certeza de que fuera aceptada la labor de punto de su madre. La
mujer titubeó, luego los cogió y se los puso, despacio y con des-
maña. «Dios la bendiga», repitió, sin mirar a los ojos de Soberbia,
que siguió su camino apretándose los puños, ahora congelados en
el fondo de los bolsillos del cálido abrigo que ella misma se había
confeccionado cuando Enrique todavía estaba a su lado.

Enrique, que sonreía entonces débilmente, con una copa de


vino y el periódico en las manos, mientras ella, arrodillada en el
suelo de la sala, se encorvaba sobre la lana color añil que había
acolchado en forma de diamantes, absorta en sus planes de costu-
ra. Enrique, pletórico de energía incluso cuando estaba quieto. En-
rique, que se afeitaba todas las mañanas en la ducha los pocos
pelos que le quedaban y que por tanto estaba completamente cal-
vo: una elección de estilo más que un destino indeseado, y sin em-

86
bargo otra prueba de su infalible criterio estético. Enrique, ahora en
Cambridge, a un mundo de distancia de aquella mujer y de Sober-
bia.
Apresuró el paso, deseosa de llegar a su casa cuanto antes.
Llegó en cuestión de minutos al antiguo cementerio de la iglesia.
La señorita Lockyer debía de haber pasado por allí incontables ve-
ces, incluido el día en que la secuestraron. ¿Alguna vez se habría
fijado en la única tumba que no había sido devastada? Verde por el
moho, el mojón de piedra gris que señalaba la ubicación de los
cuerpos era del tamaño de un tronco grande. Muchos siglos atrás,
el cementerio había sido un bosque. Era otro de los lugares parti-
culares de Soberbia. Le gustaba pensar que era una fuente de
magia para ella y que algún día surtiría efecto, aunque todavía no
había sucedido.
A mediados del siglo XIX habían enterrado allí a una mujer con
sus dos bebés. Tres muertes en dos años. Soberbia no veía las
inscripciones en la oscuridad y las letras grabadas estaban per-
diendo su definición, pero se las sabía de memoria.

87
88

Viernes, 6 de febrero, 6.15 de la tarde

Un sobrecito acolchado me espera en la repisa de la entrada.


Dentro hay una cajita. La has envuelto en un papel dorado con re-
lieve y decorado meticulosamente con unos bucles de cintas pla-
teadas. Has adjuntado una tarjeta gruesa, de color crema, con una
rosa estampada. Me fijo en lo que amas. Llévala en mi nombre.

Me tiemblan las manos cuando subo la escalera hacia mi apar-


tamento, desgarrando el papel para abrir la caja mientras avanzo, y
tropiezo en el rellano al ver el anillo que cautivó mi atención aquella
noche de noviembre, como hechizada por un sortilegio. Nunca lo
habrías comprado si hubieras sabido que yo estaba pensando en
Enrique cuando lo miraba. No estaba pensando en ti. No en ti.
Nunca en ti. Mis visiones de ti sólo son oscuras.
Pienso insensatamente que las yemas de mis dedos sangrarán
cuando los pase por el pequeño redondel de frío platino y los dimi-
nutos diamantes incrustados. El anillo me ha alcanzado como un
bumerang maléfico.
Apenas entro en casa, vuelvo a guardarlo todo en el sobre
acolchado, incluida la tarjeta, le pego encima cinta de paquetes y
sellos nuevos, garabateo tu nombre y tu dirección de la universidad
y tacho los míos. Por encima de todo, no puedo permitir que pien-
ses que he aceptado de ti algo tan costoso. Te lo devolveré por co-
rreo a primera hora de la mañana.
Pero en cuanto me dispongo a meter el paquete en el bolso
para tenerlo ya preparado, una de las órdenes del folleto me para-
liza la mano.

Conserva todas las cartas, paquetes y prendas, aunque sean


alarmantes o angustiosos.

Tengo que quedarme con el anillo, por mucho dinero que te


haya costado. El anillo es un regalo, al fin y al cabo. Pero no en el
sentido que tú pretendías. Lo añadiré a mi colección creciente de

88
pruebas. Un muestrario funesto, pero aún no irrefutable como
prueba.

Semana 2

La danza del fuego

El abogado Belford daba la impresión de que no había aparta-


do la vista de la señorita Lockyer durante la ausencia del jurado;
era un cernícalo cerniéndose sobre un ratón de campo, aguardan-
do su momento.

—¿Es cierto que su excompañero tiene una nuVirginia novia?

Soberbia miró preocupada a Annie, cuyo marido la había


abandonado por otra.

Pensó en Agostina también. Y en la mujer de Enrique.

La señorita Lockyer se miró las manos.

Soberbia se preguntó qué sentiría cuando Enrique encontrase


a otra mujer. Sabía que se lo tomaría como una puñalada si él re-
curría con éxito a un nuevo tratamiento de fertilidad con una nuVir-
ginia novia, y que debería sobreponerse a eso. No pensaba que él
se apresuraría a someterse a otro tratamiento. Enrique quería que
la gente pensara que la testosterona manaba de cada uno de sus
poros. La había obligado a prometer que nunca diría a nadie que
su pequeña población de esperma deforme poseía cinco cabezas y
diez colas y nadaba en círculos demenciales, chocando unos con
otros.

89
90

Lunes, 9 de febrero, 5.55 de la tarde

Sentada en la sala del jurado, finjo estar tan enfrascada en mi


libro que no me doy cuenta de que todos se han ido. La funcionaria
judicial me mira mientras recoge sus cosas ruidosamente. Al final
me dice que hay que desalojar la sala por la noche y veo que ya no
puedo eludirte más tiempo.
Tal como preveía, me estás esperando justo delante del edifi-
cio del juzgado. Paso de largo hasta el final de la calle y doblo a la
izquierda haciendo como que no estás allí.

90
Semana 2

La danza del fuego

Martes

Soberbia estaba esperando a que el tren partiera desde Bath


cuando Roberto subió a bordo un segundo antes de que cerraran
las puertas, pero no pareció que se hubiese apresurado. Ella esta-
ba en el asiento del pasillo y lo vio caminar en su dirección, pen-
sando que era raro que alguien se moviese con pasos tan seguros
en un vagón que da bandazos.

El asiento al otro lado del pasillo estaba vacío. Él lo ocupó y le


dio los buenos días con una sonrisa a través del estrecho espacio.
—Qué casualidad verte aquí —dijo—. ¿Vas a algún lugar in-
teresante? Ella adoptó una apariencia misteriosa. —Quizá.

—¿Vas al trabajo, tal vez?

—Hoy he pensado no ir. Un capricho. De hecho, he decidido


no ir durante las seis semanas siguientes.
—Yo también —dijo él.

—Qué casualidad —dijo ella.

—Hablando en serio. —Estiró sus largas piernas hacia el pasi-


llo, relajado pero alerta; ella sabía que las retiraría antes de que se
lo pidiesen si alguien tenía que pasar

91
92

—. Sabes que soy bombero. ¿Me equivoco al pensar que tú


eres una académica? Te oí decirle a Annie que trabajabas en una
universidad.
Ella movió la cabeza, como escandalizada y horrorizada por la
idea.

—Estuve a punto, pero no. Soy administrativa. —Hizo una


pausa—. Mi padre… quería que fuese catedrática. Él era maestro
de escuela. Enseñaba inglés hasta que se jubiló. —Se rió de sí
misma—. Es demasiado temprano por la mañana para grandes
confidencias.
—Nunca es demasiado temprano para estas cosas. Pero tengo
curiosidad por saber cómo es que te desviaste del camino que ha-
bías elegido. —Pareció reflexionar al respecto—. Cada vez que te
veo estás leyendo. O escribiendo.

Ella asintió.

92
Semana 2

La danza del fuego

Miércoles

Soberbia estaba en los aseos de los jurados. El olor de su


champú era especialmente fuerte; se había enjabonado, enjuagado
y repetido la operación tres veces. Se examinó en el espejo, sor-
prendida de tener la cara tan pálida a pesar de habérsela restrega-
do tan fuerte la noche antes. Casi esperaba ver las huellas
dactilares de Rafe en la garganta, pero no había nada; incluso se
miró la nuca en casa con un espejo de mano. Cayó en la cuenta de
que él había ejercido un control totalmente intencionado en el gra-
do de presión que había hecho.

El aviso de un e—mail en su móvil la sobresaltó; pensó en eli-


minarlo. Era de Hannah. El año anterior habían asistido por la no-
che a la misma clase de Pilates. Hannah se preguntaba dónde se
habría metido Soberbia las últimas semanas, y si le gustaría beber
algo después de la clase del jueves.

Quiero que tus amigas sean mis amigas.

Rafe había elegido a Agostina. Quizá ya había lastimado a


Hannah. Quizá ya había accedido a ella y estaría esperando en el
pub con ella si Soberbia aparecía.

Le envió un e—mail diciendo que no podría ir más a la clase y


que estaba ocupada la noche del jueves. Después apagó el móvil,
consciente de que él la había aislado aún más. Había hecho lo que
se había propuesto. Todo aquello venía en los folletos.
Se estaba lavando las manos otra vez cuando entró Magdale-
na. Tenía veintitrés años y le había enseñado a Soberbia fotos de

93
94

su novio. Magdalena comía con él todos los días y estaba orgullo-


sa de llVirginiarle las camisas a la tintorería, disfrutaba jugando al
ama de casa. Soberbia se había estremecido en silencio por la
punzada de envidia que le traspasó el corazón.

—Mira —dijo Magdalena. Se estaba agarrando el centro de su


falda. Su pelo rubio, liso como la paja, cayó sobre su bonita cara
rosada. El poliéster azul marino estaba rajado hasta lo alto de los
muslos—. Es una de mis faldas de oficina. Tengo que volver co-
rriendo al trabajo después del juicio.

Soberbia sabía que Magdalena era secretaria en una empresa


de programas informáticos.
—Estoy pensando que esa raja no formaba parte original del
diseño —dijo Soberbia, contenta de que le recordaran que las ca-
tástrofes podían ser a veces relativamente benignas y fácilmente
remediables.

—Me he enganchado con algo al bajar del autobús. —


Magdalena trató de sonreír—.
A los acusados les encantará. No creo que les permitan mu-
chas alegrías.

Soberbia se apartó del único secador de manos que realmente


funcionaba, aunque quería exponer todo su cuerpo helado al cho-
rro de aire caliente. Rebuscó en su bolso el minikit de costura, pre-
parado por su madre en una bolsa hecha con retales estampados
de margaritas y amapolas. Magdalena examinó el contenido como
si fueran instrumentos para operar del cerebro.

—Te la puedo zurcir —dijo Soberbia. En su ofrecimiento había


interés personal y también amabilidad; las labores de aguja siem-
pre la calmaban, y Magdalena le caía bien.
Cinco minutos después estaban en la zona tranquila. Magdale-
na se había sentado en una silla. Soberbia estaba arrodillada ante

94
ella sobre la alfombra azul, dando puntadas desde la parte superior
del desgarrón hacia el dobladillo.

Procuraba no hacer caso del hecho de que tenía los dedos rí-
gidos y le dolían los brazos por la fuerza con que él se los había
agarrado. Tenía la piel de la muñeca moteada, enrojecida y sensi-
ble, como si él le hubiera retorcido el antebrazo con sus guantes de
cuero. Había elegido a propósito un top de manga larga y ceñida
para ocultar las marcas, aunque temprano por la mañana había ido
a que se las fotografiaran. Parecía un trámite fútil, pero razonó pa-
ra sí que aunque la imagen no demostrase nada por sí misma po-
dría aportar algo más tarde, como parte de un cuadro más amplio.

Entró Roberto, arqueando una ceja ligeramente socarrona.

—No es lo que parece —dijo Magdalena, riéndose.

Él se sentó y abrió un libro, con los ojos aplicadamente pega-


dos a las páginas. Soberbia intentó concentrarse en la falda y no
mirar demasiado a Roberto. Extendió la mano para alcanzar las ti-
jeras.

—¿Algún otro talento escondido, aparte de modista de alta


costura? —preguntó Roberto.
Ella no paraba de reproducir la voz de Rafe. Conozco tus talen-
tos ocultos.

—Es el único. —Cortó el hilo con la tijera—. Pero lo exhibiré en


la semana londinense de la moda. Con una marca ultrasecreta. —
Alisó la falda de Magdalena y se lVirginiantó—. Ya está. Un re-
miendo de quince minutos.

No paraba de preguntarse por qué Rafe llVirginiaría los guan-


tes. No paraba de imaginar los motivos más aterradores.

95
96

—Quiero saber la marca —dijo Magdalena—. Subastaré mi


falda como un diseño original de Soberbia.
No paraba de preguntarse, una y otra vez, a qué destino había
escapado.

—Mis secretos morirán conmigo —dijo.

Apareció el ujier, para comprobar si habían terminado, y Mag-


dalena corrió a hablar con él.
No paraba de recordarse que él sólo había tocado la superficie
de su cuerpo. No paraba de intentar convencerse de que el jabón
había eliminado todas las trazas de Rafe.

Jueves, 22 de enero, 2.30 de la tarde (Hace tres semanas)

Falta poco más de una semana para que deje el trabajo y for-
me parte de un jurado. Voy a entregar unos papeles a la nuVirginia
jefa del departamento de inglés y tengo que pasar por delante de la
puerta azul de tu despacho. Está abierta, a pesar de la placa que
anuncia que es una puerta de incendios y que debe permanecer
cerrada. El despacho está vacío. Pero descubro algo que me de-
tiene, la respiración se me acelera, estoy nerviosa porque en cual-
quier instante aparecerás en el pasillo. Aun así, tengo que mirar.

Sólo yo reconocería como un minialtar la colección de objetos


depositados encima de tu archivero. ¿Tienes pensado usarlos para
un extraño ritual vudú? Un sobre con mi letra dirigido a ti que debe
de haber contenido un aburrido impreso administrativo para pos-
graduados. Una taza de café amarilla con dibujos de margaritas
naranjas y verdes; yo la usaba todas las mañanas hasta que desa-
pareció hace un mes; no la has limpiado. Un recipiente de plástico
del yogur de fresas que a veces llevo al trabajo, veteado con los
vestigios ahora marrones de lo que no pude raspar del envase. No

96
entiendo cómo lo has conseguido. Un tubo vacío de la crema de
manos que siempre tengo en mi mesa. Folletos y revistas de foto-
grafía para aficionados. Algunos papeles desechados de una
reunión, con garabatos de los tulipanes que siempre hago.

110. Dicen que hace falta un promedio de 110 incidentes de


acoso para que una mujer vaya a la policía. Me digo que en abso-
luto estoy cerca de 110, aunque me pregunto si eso depende de
cómo los cuenten.

¿Cada objeto encima de tu archivero cuenta como un inciden-


te? En realidad, probablemente no cuentan para nada. Parecería
una idiota si aludo a ellos y tú puedes explicarlo todo para que yo
parezca una paranoica y una estúpida. Prácticamente oigo tu risa
de complicidad ante la total insensatez de una acusación semejan-
te.

¿Cada hombre que se olvida de lavar una taza de té debe


comparecer ante el comité universitario contra el acoso?
¿Soy el único que se ha llVirginiado por error la taza de té de
otra persona?

97
98

Semana 2 La danza del fuego

Sábado, 14 de febrero, 11 de la mañana Feliz día de San Va-


lentín

Cuando llego al pie de la escalera me encuentro con la señora


Norton en el vestíbulo. Salgo a hacer recados y a tomar un café
con Gary, pero la señora Norton vuelve ya de una atareada maña-
na de excursiones. Se está despidiendo del taxista que se ha em-
peñado en llVirginiarle el carrito de la compra de tela escocesa, y le
está riñendo porque podría haberlo hecho ella sola.

La señora Norton tiene noventa y dos años y le gustan sus ru-


tinas. Todos los días, en cuanto se despierta, da veinte vueltas al-
rededor del piso, lo más rápido que puede, para hacer ejercicio.
Dice que las aceras de la calle son demasiado desiguales y peli-
grosas para que las ancianas caminen deprisa por ellas.

Quiero un hada madrina. Será como la señora Norton y se


reirá como ella, con su risa cantarina. Me concederá tres deseos y
escogeré juiciosamente. Uno: deseo tener un hijo. Dos: deseo a
Roberto. Tres: deseo que te marches para siempre a un lugar muy
muy lejano. La varita se agitará una, dos y tres veces. Será senci-
llísimo.

La señora Norton me lanza una mirada cómplice.

—Han traído esto para usted, querida. Bombones. Acabo de


ponerlos en la repisa con el resto del correo. Y en una caja precio-
sa, además. La ha dejado alguien delante de nuestra puerta.

Voy a la puerta. Titubeo, pero me obligo a abrirla.

Estás en la acera al otro lado de la calle, recostado en una fa-


rola. Otra vez con vaqueros negros. Una camisa negra de manga

98
larga, sin remeter. No llVirginias abrigo ni gorro, y encoges los
hombros contra el frío. En realidad pareces vulnerable.

Por un instante, el odio que te tengo flaquea. Te veo como si


fueras un desconocido. Veo el problema en tu cara y pienso que
eres un alma solitaria. Pienso en cuando Enrique se fue y en lo que
se siente cuando sufres un desengaño Amoroso irreparable. ¿No
es eso lo que te pasa, sólo que en un grado patológico? Pero en-
tonces lVirginiantas una mano saludando despacio y echas a andar
hacia mi casa. Te acercas a mí, precisamente donde no quiero que
estés. Y la punzada de compasión que me ha asaltado por sorpre-
sa desaparece tan rápido como ha surgido.

Tu voz es demasiado fuerte en mi calle apacible.

—Hola, preciosa.

Hola, preciosa.

Fue lo que me dijo Enrique el día en que nos conocimos.

Fue hace cinco años, poco después de que yo empezase a


trabajar en la universidad.
Todavía recuerdo nítidamente la primera vez que lo vi. Su traje
de buen corte. Su corbata con citas zigzagueantes de T. S. Eliot. El
modo en que le brillaron los ojos cuando Gary nos presentó al em-
pezar la reunión del comité que nos puso en contacto aquel día. La
descarga eléctrica que sentí cuando me estrechó la mano. El he-
cho de que desde el principio me era imposible mirar a cualquier
otro sitio de una habitación si Enrique estaba en ella.

Durante la reunión él me guiñó un ojo y tuve que reprimir la ri-


sa. Cuando volví a mi despacho las dos palabras me estaban es-
perando en un e—mail. Hola, preciosa. Parecían arder en la
pantalla.

99
100

Podría no haberle hecho el menor caso o haberle rechazado o


hasta haberle denunciado por acoso sexual. No hice ninguna de
estas tres cosas.

Hola, respondí, consciente de lo fuerte que me latía el corazón.

Cena conmigo esta noche. Su mensaje apareció unos segun-


dos después de mi respuesta. No era una pregunta, pero podría
haberle dicho que no y él habría respetado esa negativa.
Otra gran diferencia entre vosotros dos.

Lo mismo que el hecho de que ni siquiera recuerdo la primera


vez que te vi. Hasta tu fiesta por la publicación del libro no había
tenido nada que ver contigo fuera del trabajo ni me había fijado
mucho en ti; no eras más que uno de tantos profesores sin nada de
particular a los que yo tenía que perseguir para que me rellenaran
el papeleo de sus alumnos de doctorado. No eras más que eso.

Después del restaurante, Enrique y yo paseamos por la orilla


del río, respirando el humo de madera que salía por las chimeneas
de las gabarras. El río estaba tan crecido que llegaba a las baran-
dillas de hierro teóricamente destinadas a impedir que la gente ca-
yera a sus aguas. Enrique recitó de memoria «La sirena» de Yeats
y me hizo prometer que no le ahogaría. A pesar de que estábamos
aturdidos por el vino que habíamos bebido, de algún modo resol-
vimos el laberinto de losas, enlazados de la mano casi a oscuras
hasta que llegamos a su centro de mosaico.

Al final de la velada estuvimos a la orilla de la presa, observan-


do la espuma justo debajo del reflejo invertido del puente Pulteney,
oro iluminado sobre el espejo cristalino del agua. «Un encuentro
perfecto», dijo Enrique. Infundió a esas palabras su habitual dejo
irónico y la conciencia que como poeta tenía de su aire retro. «Un
encuentro perfecto» no formaba parte natural de su vocabulario.

100
Pero cuando me atrajo hacia él, tuve que admitir que la velada lo
había sido.
Un mes más tarde descubrí que estaba casado, aunque me ju-
ró que la relación se había acabado a todos los efectos excepto los
legales. Después de decírmelo me negué a verlo durante tres se-
manas, no hice caso de sus llamadas telefónicas, mensajes ni e—
mails, ni respondí al timbre, indeciblemente enfurecida porque me
lo hubiera ocultado. Pero ya estaba tan locamente prendada de él
que no tardé mucho en abjurar de mi voto de renuncia. Dos meses
después, Enrique abandonó la casa que compartía con su mujer y
apareció en mi piso con una botella de vino, flores y una maleta.

El amante inquebrantable

101
102

Semana 3 El amante inquebrantable

Lunes, 16 de febrero, 8.12 de la mañana

Te veo en cuanto el taxi entra en la calle enfrente del edificio.


Estás recostado contra la pared junto a la entrada de la estación.
Me interceptas en el momento en que me apeo, como un gacetille-
ro que persigue a una celebridad. Me sigues de cerca mientras me
dirijo hacia los torniquetes.
Dios, qué molesto eres. La persona más fastidiosa del mundo.
Cuando no me encuentro en un estado de absoluto terror veo que
en tu mejor versión eres simplemente irritante. Pero hace mucho
que has dejado atrás esa versión. Cada día te acercas más a tu
peor imagen y no quiero ponerme a imaginar cuál sería la última
etapa de esa trayectoria.

—¿Te lo pasaste bien en el mercado con tu amiga jurado el


miércoles, Soberbia?
La boca se me reseca al pensar que has reparado en Annie.
Pero me digo a mí misma que no es posible que pienses en sacar
algún provecho de una mujer a la que sólo conozco desde hace
dos semanas, simplemente porque nuestros nombres salieron de
un sombrero. Trago fuerte y me aclaro la garganta. Me digo que
Annie no corre ningún peligro por tu causa; no te dará nada de mí:
Annie no es Agostina. Pero también sé que a partir de ahora tendré
que mantenerme apartada de Annie fuera del juzgado; tengo que
asegurarme de que no vuelves a mirarla.
—¿Por qué no llevarías el anillo, Soberbia?

Mis ojos miran al tablero electrónico de salidas. No detengo


mis pasos mientras busco el tren a Bristol. Para mi gran alivio, el
de las 8.22 sale puntual.

102
—Si leyeras como es debido tus cuentos de hadas sabrías que
siempre hay un castigo terrible para los que no aprecian un regalo.
Tropiezo contra la última persona de la cola ante el torniquete y
mascullo una disculpa.
—No sabía que eras tan buena amiga de Gary, Soberbia.

Pero no lo hay, por supuesto. Por supuesto, todos son tuyos; el


identificador de llamadas aparece en blanco en cada una de ellas,
lo que viene a confirmarlo. Por temblorosa que esté, por fugaz que
haya sido mi minúscula victoria sobre ti en la estación, me fuerzo a
pensar serenamente, con lógica.

Intento descubrir cómo has conseguido el número. Quizá ha-


yas encontrado algún pretexto para pedírselo a Agostina, pero creo
que eso la habría alertado. Es más probable que la culpa sea de mi
vieja costumbre de tirar las facturas de teléfono al cubo de recicla-
je, lo que significa que las has tenido en tu poder durante al menos
una semana y media. Tuve un cuidado escrupuloso el otro día,
cuando separé lo que iría al cubo y lo que metería en la trituradora.

Me intriga que esperases para utilizar este número. Sé que ne-


cesito comprender por qué. Y entonces caigo en la cuenta. Veo el
control que puedes ejercer cuando quieres. Estás midiendo minu-
ciosamente las dosis de lo que haces, planeas tus ataques en un
orden riguroso que sólo tú entiendes y te aseguras de que sean
periódicos.

Cambiaré el número del teléfono fijo y lo programaré para que


bloquee todas las llamadas de números ocultos.
He estado metiendo todas tus cosas en el antiguo aparador de
madera que restauró mi padre. También guardaré ahí el contesta-
dor con sus cuarenta mensajes en blanco.

Las pruebas son esenciales. Guárdelas todas en un lugar se-


guro.

103
104

En el momento en que voy a cogerlo, suena el teléfono. Lanzo


un pequeño grito y cierro los labios con fuerza, enfurecida porque
me has pillado otra vez. Pero has estado vigilando. Sabes que aho-
ra estoy en casa; sabes que estoy oyendo este timbre. Otra llama-
da anónima, veo en el visor del auricular. No te contestaré.

A pesar de la sensación de estar paralizada dentro de una pe-


sadilla, caigo de rodillas. Arranco de la pared el enchufe de la co-
nexión antes de que descuelgue el contestador. Te corto la
llamada, te privo de la satisfacción de llamar esta vez; no te permi-
to que entres en mi dormitorio. Nunca más entrarás en mi dormito-
rio.

104
Semana 3

El amante inquebrantable

Martes, 17 de febrero, 8.05 de la mañana

¿No tienes nada mejor que hacer? ¿No te aburres ni te conge-


las ahí parado una mañana tras otra?

No digo estas cosas cuando te encuentro una vez más delante


de mi casa.

No te miro. Sin detenerme, me encamino hacia el taxi.

—Parece que se te ha estropeado el contestador, Soberbia.


¿Lo sabías, Soberbia?
Si repites mi nombre una vez más podría estamparte un puñe-
tazo. Me abres la portezuela del taxi como si fueras un hombre
educado y de buenos modales. Baja como soy, reprimo mi impulso
de darte un empujón.
—Te advertí que te apartaras de ese bombero, Soberbia.

Extiendo la mano hacia la manija para cerrar la puerta tras de


mí y le digo al taxista que no eres alguien con quien quiera com-
partir el trayecto. Él te dice que te apartes del coche.

—Desde luego —le dices tú cortésmente, de hombre a hom-


bre, como si fueses una persona razonable, aunque sigues aga-
rrando la puerta y no me quitas los ojos de encima—. Sólo me
estaba despidiendo de mi novia. ¿Sabías que cuando te añoro
demasiado miro tus fotografías, Soberbia?

105
106

Dicho lo cual sueltas la puerta. Se cierra de un portazo, de re-


pente. Pero no es el portazo lo que resuena en mis oídos. Es tu
despedida.

Un hombre esbelto, de pelo blanco, con aspecto de caballero,


estaba sentado detrás de la mampara azul, muy erguido en su si-
lla, cuando entraron en la sala 12. El abuelo de Lottie.

—El jurado verá que el domingo 29 de julio, a las tres y media


de la tarde, hubo una llamada del móvil de Carlotta Lockyer al telé-
fono fijo del señor John Lockyer — dijo Morden—. ¿Recuerda la
conversación, señor Lockyer?

—Carlotta me pidió mil quinientas libras. Parecía asustada.


Disgustada.

106
Martes, 17 de febrero, 12.50 de la mañana

Doy por supuesto que estoy a salvo, a la hora de comer, va-


gando por las librerías de viejo en las mansiones polvorientas que
hay detrás de la calle central del distrito de juzgados. Sin duda por
hoy te bastará con haberme visto un momento esta mañana. Aun
así, te busco, volviendo la cabeza hacia todas partes. Debo de pa-
recer una maniática, como si tuviera una especie de tic nervioso.
De hecho me sorprendo preguntándome dónde estarás. Lo cual
me asusta todavía más: me hace ver que existe el peligro de que
me obsesione tanto contigo como tú conmigo. Es lo que tú quieres,
en tu constante empeño por llamar mi atención. Tengo que impedir
que me suceda.

Lo consigo durante unos minutos. Al acercarme al edificio del


juzgado estoy pensando sólo en el nuevo tesoro que llevo en la
mano, un precioso volumen de las Transformaciones de Anne Sex-
ton. El trasgo que asoma de la sobrecubierta está envuelto en la
bolsa de papel floreado del hombre del puesto de libros, pero su
cara me acompaña. Mientras camino pienso en esa cara arrugada,
tierna y turbadora. No pienso en ti en absoluto. Pero entonces te
veo delante de las puertas giratorias y eres lo único en que pienso.

Mi vista es más aguda. Todo es nítido. Aumenta el volumen de


los sonidos. Pasa una furgoneta blanca de la cárcel; el humo de su
tubo de escape me irrita el interior de la nariz.

Veo a Roberto como a cámara lenta, doblando la esquina des-


de el extremo opuesto de la calle. Está a dieciocho metros de dis-
tancia.

Pasar por delante de ti será inevitable. Yo también me acerco a


las puertas giratorias.
Roberto está a quince metros.

107
108

Rezo para que no hagas nada que llame la atención de Rober-


to sobre ti, que no hagas nada que indique que existe algún lazo
entre nosotros.

A doce metros.

Paso por delante de ti, a la mayor distancia posible entre noso-


tros. Pero digo en voz baja, sin mirarte:
—Si me sigues, se lo digo a los guardias de seguridad.
Tu voz es baja pero fácilmente audible.

—Te he visto como no te ha visto ningún hombre, Soberbia —


dices, y después ya he franqueado las puertas. Roberto queda fue-
ra de mi vista, pero calculo a ciegas la relación entre la velocidad
de su paso y tu posición. A seis metros. A tres. El pitido de un cla-
xon lejano me sobresalta y me obliga a mirar atrás. Tú echas a an-
dar en dirección opuesta a la de Roberto y no te cruzas en su
camino.

Roberto la alcanzó en el vestíbulo, sonriendo cuando deposita-


ron sus cosas en la cinta de la máquina de rayos X, y ambos char-
laron con los guardias, que eran ya como viejos amigos y que a
regañadientes les pasaban por el cuerpo el detector de metales, a
pesar de la cortés actitud de facilitarles la tarea que ellos adopta-
ban después de haber cruzado el arco. Soberbia se comportaba
como si todo fuera lo más normal del mundo, confiada en que Ro-
berto no se percatase de que tenía la cara muy colorada y respira-
ba demasiado rápido.
Soberbia apretó varias veces la punta de su portaminas, para
alargar la mina.

Morden estaba interrogando a una anciana de pelo blanco


acerca de algo que había ocurrido una hora antes de que secues-
trasen a Lottie.

108
—Cuatro hombres invadieron mi jardín. Uno de ellos estaba
dando patadas a la puerta de mi cocina. Otro gritaba hacia la ven-
tana del piso de arriba que habían visto a mi hija Dorcas por las
cortinas de su dormitorio y que él sabía que estaba allí y que ella le
oía y que más le valía salir o tirarían la puerta y la atraparían y se-
ría peor para ella. Dijo que ya debería haber escarmentado. Dijo
palabras asquerosas.
—¿Puede repetir para el jurado esas palabras?

—Yo no digo esas cosas.

Morden pareció convenientemente aleccionado pero también


ligeramente divertido.
—Uno de ellos me vio con el teléfono en la mano, llamando a
la policía, y huyeron corriendo. La puerta no se cierra bien desde
entonces —dijo.

No había rastro de Rafe.

—Ojalá pudiera arreglarle la puerta a esa señora —dijo Rober-


to.

—Quieres ayudar a la gente incluso cuando no trabajas.

—En eso tienes razón. El fin de semana pasado salvé a un ca-


racol de un tordo. El tordo lo estaba golpeando contra una piedra
para romperle la concha.

—Pobre tordo —dijo Soberbia—. Qué inteligente por su parte


utilizar una herramienta, y ahora probablemente se ha muerto de
hambre.
—Volvería a hacer lo mismo —dijo Roberto. Asintió para con-
firmarlo.

109
110

Pero los dos sonrieron, como si a cada uno le gustase el otro


porque eran distintos.

Sólo habían llegado hasta el puente cuando una voz les inte-
rrumpió.

—Bombero. Eh. Bombero.

La voz no se parecía a la de Rafe, pero aun así ella contuvo la


respiración por un instante. Se hizo a un lado cuando un joven se
plantó delante de Roberto.

—Habló en mi clase en diciembre sobre la seguridad en la ca-


rretera.

El recordatorio tenía un aire de desafío.

—Me acuerdo de ti. Después viniste a charlar conmigo. Eres


Juan Carlos, ¿verdad? Vives con tu abuela.
Roberto afincó los pies más firmemente, miró al chico a su mo-
do directo y aguardó pacientemente. A Soberbia le asombró que él
recordase aquello un par de meses más tarde, después de un solo
encuentro en lo que debió de ser un aula grande llena de escola-
res.

—Pensé en lo que dijo, en todas las diapositivas que enseñó.


Pero voy a seguir conduciendo rápido.
—Te sacaré del coche vivo o muerto —dijo Roberto.

Soberbia sintió un escalofrío imaginando las manos de Roberto


blandiendo, indiferente, instrumentos enormes para cortar metal re-
torcido y que los paramédicos pudieran llegar a la carne humana
enredada dentro.

—A mí me da igual —dijo Roberto.

110
Juan Carlos se mordió el labio.

—Pero a tu abuela podría no darle igual —añadió Roberto, y


extendió la mano. Juan Carlos se la estrechó—. Gracias por pa-
rarme para charlar otra vez y comunicarme tus planes.

Soberbia dirigió a Juan Carlos un gesto de despedida, sabien-


do que él no le devolvería el saludo, y ella y Roberto siguieron su
camino.
—¿De verdad te da lo mismo que estén vivos o muertos?

—No hay ninguna diferencia.

—¿Y si fuera alguien conocido?

—Depende de quién.

Ella sonrió pero tuvo otro escalofrío.

—¿Y si fuera yo?

—Entonces sería distinto.

Martes, 17 de febrero, 6.20 de la tarde

Hay un paquetito rectangular apoyado en la puerta principal de


mi edificio, envuelto en papel de estraza y atado con una cuerda.
Mi nombre está escrito a mano con una caligrafía meticulosamente
controlada. Pero conozco tu letra aunque la hayas disfrazado. El
corazón me late más deprisa cuando subo el paquete por la esca-
lera a mi piso. Dejo caer el bolso, no me molesto en quitarme el
abrigo y me desplomo sobre el sofá, retiro la cuerda y deshago el
paquete con manos temblorosas.

111
112

Es lo que supongo: un libro en miniatura, más o menos de la


altura y la anchura de una postal. Has recortado a mano las pági-
nas hasta ese tamaño sobre un grueso y caro papel de color cre-
ma. También lo has encuadernado a mano, con un hilo fuerte que
has cosido muy prieto a través de los agujeros que has abierto. Es
un libro precioso. Admiraría un objeto así si no lo hubieras hecho
tú.

Una colección de cuatro cuentos de hadas. Selección de Rafe


Solmes, reza la portada y, debajo del título, Edición limitada: núme-
ro 1 de 1. Hay una dedicatoria: Para Soberbia, que es hermosa y
aficionada al vino. Miro el índice: conozco demasiado bien cada
uno de los cuentos. El primero es «El castillo del asesinato». El se-
gundo, «Barba Azul».

Abro el libro por el tercero de la serie, «El pájaro del brujo», y


veo que has subrayado un pasaje.

Érase una vez un brujo que adoptaba la forma de un hombre


pobre e iba mendigando por las casas y capturaba a chicas boni-
tas. Nadie sabía dónde las llevaba porque nunca las volvieron a
ver.

Es la historia de un crimen sexual, repetido y prototípico. El


brujo también tiene su «tipo»; el perfil de su víctima. Son jóvenes y
guapas, por supuesto. De lo contrario, ¿por qué habrían de intere-
sarle? Es una historia sobre encantadoras doncellas que desapa-
recen misteriosamente, como en tantos cuentos de hadas, y sobre
el excitante enigma de lo que les sucede después de ese abrir y
cerrar de ojos en que desaparecen tan completamente de su vida
cotidiana. Es su falso aspecto vulnerable el que le permite captu-
rarlas. Lo que las hace susceptibles de secuestro es la compasión
por un hombre aparentemente pobre.

112
Todo esto resumido en dos frases. Los cuentos de hadas esta-
blecieron la plantilla y los métodos mucho antes de que en el siglo
XX cualquier asesino en serie de triste fama secuestrase a su pri-
mera víctima.

El cabestrillo o las muletas falsas. Los ensayados suspiros de


vergüenza y sufrimiento valientemente soportado mientras se es-
fuerza por cargar los comestibles o la caja de libros en su furgone-
ta sin ventanillas. Aprovechándose de la bondad y de la compasión
de la mujer que pasa. Explotando asimismo sus esperanzas ro-
mánticas cuando se acerca al guapo desconocido para ofrecerle
ayuda. Quizá incluso se pregunte si el momento siguiente se con-
vertirá en la historia que contar a unos niños futuros sobre cómo se
conocieron sus padres. Quizá hasta piense en esas otras historias;
las que prometen que las buenas acciones siempre serán recom-
pensadas. Él duplica la dosis de encanto, por supuesto, y exhibe
de nuevo esa bella sonrisa un instante antes de empujarla dentro,
cerrar de un portazo y aplastarle en la cara el trapo empapado de
cloroformo.

Paso al cuarto y último cuento, «El novio bandido», donde de


nuevo has destacado el pasaje que ante todo quieres que vea.

Se llevaron a otra joven. Estaban borrachos e hicieron oídos


sordos a sus gritos y lamentos. Le dieron a beber vino, tres vasos
enteros, uno de vino blanco, otro de vino tinto y otro de vino dora-
do, que le partieron el corazón en dos. Acto seguido desgarraron
sus delicadas vestiduras, la colocaron encima de una mesa, corta-
ron en pedazos su hermoso cuerpo y lo rociaron de sal.

Drogan a una muchacha, la desvisten, la colocan sobre una


superficie plana y la torturan. Así continúa el fragmento. Sus gritos
y súplicas sólo sirven para hacerlo todo más excitante; muestran
que no puede cerrar los ojos al terrible mundo nuevo en el que ha
caído. Dejan claro la clase de relato que es éste en realidad. Un

113
114

crimen sexual disfrazado de cuento de hadas. Sexo disfrazado de


canibalismo. Sadismo sexual disfrazado de preparación de una
carne. Violación colectiva disfrazada de una banda de ladrones. De
este modo los Grimm burlaron a los censores, que no eran lectores
atentos. Lo del corazón partido en dos no es literal. No es una his-
toria de necrofilia. La víctima no muere antes de que le hagan es-
tas cosas. Está angustiada y consciente y aterrorizada mientras se
las hacen. Eso es lo que significa el corazón reventado.

Sé cómo lees estos relatos y cómo quieres que los lea yo. Veo
en tu dedicatoria que me has vinculado con las cosas horripilantes
y la suerte atroz que padecen estas chicas.

Recuerdo que el abogado Morden dijo en su alocución inicial


que lo que le había sucedido a Lottie no era un cuento de hadas.
Pero se equivocaba. Lo que le sucedió provenía directamente de
los cuentos de hadas.

Incluso antes de pisar aquella sala yo sabía la importancia de


las pruebas. Sin embargo, mi impulso sigue siendo deshacerme de
todo lo que hayas tocado, impedir que envenene el aire a mi alre-
dedor. Quiero minimizar tu presencia: en mi pensamiento y en mi
casa. Pero es un impulso al que no puedo ceder.

Cuando hablan de la policía, los folletos son sumamente con-


tradictorios.

Llama a la policía inmediatamente – No llames a la policía has-


ta que tengas pruebas irrefutables.
La policía está para ayudar – No esperes que la policía pueda
hacer gran cosa.

Pero en cuanto a las pruebas, el consejo es unánime: cuantas


más mejor; todas las que haya son pocas.

114
Necesito más pruebas, tantas que a la policía le resulte impo-
sible dudar de mí o no hacerme caso. Tantas pruebas que no pue-
dan dar de mí una imagen como la que dan de Lotería.

Abro el precioso aparador de mi padre. Empujo tu libro y su


envoltura hacia el fondo, cerca de las demás cosas. Cuido de se-
pultar todo eso detrás de montones de tela acumulada. Cierro con
tanta fuerza las puertas que yo misma me sobresalto. Me lavo las
manos porque no quiero ni un ápice de tu ADN en mi piel, conta-
minada por tocar lo que has tocado.
Me tomo dos pastillas y me meto en la cama. Tengo en las
manos Transformaciones, pero sólo leo unas pocas páginas antes
de que los somníferos hagan su efecto.

Cuando despierto al día siguiente tengo el libro abierto encima


del pecho. Las palabras se me han filtrado por debajo de la piel y
me han llegado a la sangre. No logro dejar de pensar en la «Rosa
de brezo» de Sexton. Nada puede curarla de las cosas que le hi-
cieron cuando estaba atrapada en la oscuridad. Le acosa el terror
de cerrar los ojos incluso después de que el beso del príncipe la
rescatara de la pesadilla del hechizo de un sueño de cien años.

115
116

PARTE 3

CAPÍTULO 27

«“El domingo, 01 de octubre de 2017, hallaron muerta en un


descampado a Soberbia Sajonia, la mujer que era buscada por
2.500 efectivos policiales y gendarmes hacía una semana. El prin-
cipal sospechoso es el marido y está detenido”», tituló el periódico
Los Andes.

116
CAPÍTULO 28

DOS antiguos dueños de Soberbia esperaban fuera de la capi-


lla del crematorio, de espaldas al frío de febrero. Todo se había di-
cho ya. El marido fue liberado por falta de evidencias.

Ahora, la visión de Jorge saliendo de la capilla hizo que los


amantes de Soberbia se alejaran aún más por el sendero de grava
plagado de malas hierbas. Se adentraron en una zona de ovales
parterres de rosas, presididos por un letrero que rezaba: «El Jardín
de la Remembranza». Cada una de las plantas había sido salva-
jemente podada hasta escasos centímetros de la tierra helada, una
práctica que Soberbia solía deplorar. El retazo de césped estaba
lleno de colillas aplastadas, pues se trataba de un lugar donde la
gente solía demorarse a la espera de que deudos y amigos del di-
funto salieran del edificio principal. Mientras iban y venían por el
sendero, los dos viejos amigos reanudaron la conversación que, de
formas diversas, habían mantenido en el pasado media docena de
veces y que les procuraba harto más consuelo que entonar el
himno de la nostalgia.

Mauricio había sido el primero de los dos en conocer a Sober-


bia. Su amistad se remontaba al 1982, cuando siendo estudiantes
habían convivido con un caótico y cambiante grupo juvenil en el
Valle de la Salud.

Contempló cómo el vaho de su aliento se perdía en el aire gris.


La temperatura, en el centro de Danton, era aquel día −11º. Once
grados bajo cero. Había algo gravemente erróneo en el mundo cu-
ya culpa no podía atribuirse a Dios ni a su ausencia. Sólo el hom-
bre debía hacerse responsable del clima y sus consecuencias.

117
118

Jorge dijo:

—Morirse así, pobre Soberbia, asesinada…

Se encogió de hombros. Estaban llegando al borde del hollado


césped. Se dieron la vuelta y volvieron sobre sus pasos.

Jorge, el triste y rico editor que la adoraba y a quien, para sor-


presa de todos, Soberbia no había dejado nunca, pese a tratarlo a
baqueta. Miraron hacia la capilla: Jorge, de pie ante la entrada, re-
cibía el pésame de los asistentes a la ceremonia. La muerte de
Soberbia lo había rescatado del desprecio general. Incluso parecía
haber crecido unos centímetros; su espalda se había enderezado,
su voz se había hecho más grave y una nueva dignidad había en-
cogido un tanto sus ojos suplicantes, codiciosos.

Volvieron a dar la espalda a la capilla, y entonces sonó un telé-


fono en el bolsillo de Vernon. Este se excusó y se apartó hacia un
lado, dejando que su amigo continuara caminando. Orlando se es-
trechó el abrigo en torno al cuerpo, e hizo más lento su paso. De-
bía de haber unas doscientas personas vestidas de negro fuera del
crematorio.

Pronto empezaría a parecer descortés no acercarse a Jorge a


darle el pésame. Había «conseguido» a Soberbia al fin, cuando és-
ta ya no pudo ni reconocer su propia cara en el espejo. Nada podía
hacer respecto a sus pasadas aventuras Amorosas, pero al final
era enteramente suya. Orlando estaba perdiendo la sensibilidad en
los pies, y al golpear con ellos el suelo el ritmo le devolvió la figura
que se desploma y sus diez notas, ritardando, un corno inglés, y,
alzándose suavemente contra él, en contrapunto, como en una

118
imagen especular, unos chelos. Y en esa imagen, el rostro de So-
berbia. El final. Todo lo que ahora deseaba era la calidez, el silen-
cio de su estudio, el piano, la partitura inconclusa, llegar al final.
Oyó que Vernon decía al despedirse:

Recordaba cómo Soberbia le había mirado a los ojos mientras


simulaba morder la manzana, cómo le había sonreído procazmente
mientras hacía como si masticara, con una mano en la cadera pro-
yectada exageradamente hacia fuera, como parodiando a una puta
de music—hall. Orlando lo interpretó como una señal —el modo en
que ella mantuvo fijamente la mirada—, y, en efecto, volvieron el
uno con el otro aquel abril. Él siempre había pecado de exceso de
vehemencia. Ella le enseñó el sigilo sexual, la esporádica necesi-
dad de la calma. Quédate así, quieto, mírame, mírame de verdad.
Somos una bomba de relojería. Él tenía casi treinta años (su desa-
rrollo había sido tardío, según las pautas actuales). Mientras ella
era cuidadora y esperaba para donar sus órganos, Orlando siem-
pre la llamaba por teléfono, le preguntaba cómo hacía para ser fe-
liz, cómo podía ser feliz sabiendo que pronto moriría, pero ella
cortésmente contestaba que había nacido para eso, era un clon.

119
120

CAPÍTULO 29

UNA hora después, el coche dejaba a Orlando en Danton.

Orlando entró en casa y se quedó unos instantes en el recibi-


dor, embebiéndose del calor de los radiadores y del silencio. Una
nota del ama de llaves le comunicaba que había un termo de café
en el estudio. Sin quitarse el abrigo, subió hasta allí, tomó un lápiz
y una hoja de papel pautado, se apoyó sobre el piano de cola y es-
cribió las diez notas descendentes. Se quedó junto a la ventana,
mirando fijamente la página e imaginando los chelos de contrapun-
to. Había muchos días en que el encargo de escribir una sinfonía
para el milenio se le antojaba algo doloroso y absurdo: una intromi-
sión burocrática en su independencia creativa; la duda respecto a
dónde exactamente debería Giulio Bo, el gran director de orquesta
italiano, ensayar con la Orquesta Sinfónica de Mendoza; la irrita-
ción leve pero constante causada por la persecución sobreexcitada
u hostil de la prensa; el hecho de haber incumplido ya dos plazos
de entrega (todavía faltaban varios años para el milenio)… Había
también días como aquél, en que no pensaba sino en la música
misma y se le hacía difícil estar fuera de casa.

Dejó el piano y se sirvió un café, que tomó en el sitio de siem-


pre, al lado de la ventana. Las tres y media, y ya había oscurecido
lo bastante como para encender las luces. Soberbia era cenizas.
Trabajaría toda la noche y dormiría hasta la hora del almuerzo. En
realidad no había mucho más que hacer. Haz algo, y muere.
Cuando terminó el café volvió a cruzar el estudio y se quedó de pie
junto al piano, inclinado sobre el teclado, sin quitarse el abrigo, a la
exhausta luz de la tarde, mientras tocaba con ambas manos las
notas que acababa de escribir. Era casi perfecto, casi verdad. Su-

120
gerían un desnudo anhelo de algo fuera de alcance. Alguien. Era
en momentos como éste cuando solía telefonear a Soberbia para
pedirle que viniera, cuando se sentía demasiado inquieto para sen-
tarse al piano durante mucho tiempo, demasiado excitado por nue-
vas ideas para poder estar tranquilo. Si estaba libre, Soberbia iba a
su casa y hacía té, o preparaba combinados exóticos, y se sentaba
en aquel viejo y gastado sillón del rincón del estudio. Hablaban, o
ella le pedía que tocara algo, y se quedaba escuchando con los
ojos cerrados. Sus gustos eran sorprendentemente austeros para
alguien tan amante de las fiestas. Bach, Stravinski, muy de cuando
en cuando Mozart. Pero para entonces ya no era una jovencita, ni
su amante. Eran camaradas, demasiado irónicos el uno con el otro
como para sentir pasión; y les gustaba sentirse libres para poder
hablar con franqueza de sus asuntos Amorosos. Soberbia era co-
mo una hermana, y juzgaba a sus mujeres con mucha más gene-
rosidad de la que él mostraría jamás respecto a sus hombres.
Otras veces hablaban de música o de comida. Ahora ella era fina
ceniza en una urna de alabastro que Jorge conservaría en lo alto
del armario de su cuarto.
Orlando participaba semanalmente en el Diario El Tiempo,
donde aseguraba que:
Ya en 1995 The New Grove aporta una definición más comple-
ta definiendo el concepto de música clásica desde diferentes pun-
tos de vista e incluyendo además de la música del Clasicismo, un
concepto más amplio que abarca tanto su origen epistemológico,
como las definiciones recogidas por otros teóricos: Término que
junto a sus definiciones “clásica, Clasicismo, clasicista, etc”, ha si-
do aplicada a gran variedad de música de diferentes culturas. Del
latín classicus (ciudadano de clase alta) [...] En una de las primeras
definiciones, clásico es definido como (i) clásico, formal, ordenado
o auténtico; (ii) correcto, capital, principal. Ambas vertientes han si-
do tratadas a lo largo de la historia como (i) disciplina formal, (ii)
modelo de excelencia, (iii) nacida en Grecia o en la Antigüedad
Clásica y (iv) como lo opuesto a “romántico”. Y según Danto, este
resurgimiento tiene su razón de ser en la imposibilidad de diferen-

121
122

ciar un “artefacto del pop—art de otros productos cotidianos de


consumo, la cuestión de la factura se torna secundaria y la refle-
xión especulativa sobre qué es el arte, adquiere mayor relevancia”.
A partir de aquí, pronostica una disolución final del arte en la filoso-
fía (un punto de vista de la consumación desde la perspectiva he-
geliana). Surge la ruptura de la estructura modernista y llega lo que
algunos denominan postmodernidad. En la postmodernidad o
“desmodernidad”, al igual que en períodos anteriores.
Pertenecía a la corriente discontinua de la música clásica. Que
vierten el arte y las filosofías paralelas. Eso lo tendría siempre
atento a los nuevos garabatos de nuevos filósofos de la música
postmoderna.

122
CAPÍTULO 30

AQUELLA mañana, durante un paréntesis de calma nada habi-


tual en su jornada, volvió a asaltarle el pensamiento de que tal vez
no existía. Por espacio de treinta ininterrumpidos segundos, había
estado sentado en su mesa palpándose suavemente la cabeza con
las yemas de los dedos, había estado hablando con interesantes
personas pero no supe si de verdad estaba allí, quizás era el sue-
ño de otra persona, como solía sucederle normalmente; en lugar
de ello, le había dejado una sensación de estar como inmensa-
mente diluido, de no ser sino la suma de toda la gente que le había
estado escuchando, y de que, una vez solo, no era nada en abso-
luto. Su jefe estaba en Libia y él sabía que sentarse le quitaría la
buena suerte, así que decidió sentarse en su propia silla. Sabía
también, que los objetos cuando eran vistos no podías verlos in-
mediatamente porque no lo volvería a ver.
Este sentido de «inexistencia» se había ido acrecentando des-
de la incineración de Soberbia. Se estaba convirtiendo en algo in-
herente a él. La noche anterior se había despertado junto a su
mujer dormida y había tenido que tocarse la cara para asegurarse
de que seguía siendo un ente físico.

Si Horacio hubiera llevado aparte en la cantina a algunos de


sus redactores y les hubiera confiado lo que le pasaba, se habría
llevado un buen susto ante su falta de sorpresa. Era notorio que
era un hombre sin rasgos muy marcados, sin defectos ni virtudes,
un hombre que no existía totalmente.

Entretanto, en Danton, un director sucedía a otro en el curso


de las sangrientas batallas mantenidas contra un consejo de admi-
nistración en exceso «entrometido». La vuelta a casa de Horacio
coincidió con una súbita reestructuración de los intereses de los

123
124

propietarios. La escena quedó sembrada de los miembros y torsos


seccionados de los titanes defenestrados. Juan Macri, la última
apuesta del consejo de administración para dirigir el diario, había
fracasado en su tarea y el venerable diario no lograba incrementar
su cuota de mercado. No les quedaba nadie, pues, salvo Horacio.

Ahora, sentado en su escritorio, se friccionaba con cautela el


cuero cabelludo. Últimamente había caído en la cuenta de que es-
taba aprendiendo a convivir con su inexistencia. No podía llorar
mucho tiempo la muerte de algo —él mismo— que ya no podía re-
cordar cabalmente. Todo ello le preocupaba, pero era una preocu-
pación que apenas se remontaba a unos días atrás. Su jefe estaba
pasando por una reestructuración, al igual que él, su suave cara,
era parecido a una momia, entera por fuera, pero acallada y muer-
ta por dentro.
Él escribió un libro que empezaba diciendo:
Dudo de que muchos de los ases que ensalzaré en este traba-
jo se hayan acercado al periodismo con la más mínima intención
de crear un «nuevo» periodismo, un periodismo «mejor», o una va-
riedad ligeramente evolucionada. Sé que jamás soñaron en que
nada de lo que iban a escribir para diarios o revistas fuese a cau-
sar tales estragos en el mundo literario... a provocar un pánico, a
destronar a la novela como número uno de los géneros literarios, a
dotar a la literatura norteamericana de su primera orientación nue-
va en medio siglo... Sin embargo, esto es lo qué ocurrió. Bellow,
Barth, Updike —incluso el mejor del lote, Philip Roth— están ahora
repasando las historias de la literatura y sudan tinta, preguntándo-
se dónde han ido a parar. Malditos sean todos, Saul, han llegado
los Bárbaros... Dios sabe que nada nuevo abrigaba mi mente, y
mucho menos en cuestiones literarias, cuando conseguí mi primer
empleo en un periódico. Me impulsaba un ansia desatada y artifi-
cial hacia algo completamente distinto. Chicago, 1928, y todo lo
que eso significaba... Reporteros borrachos huidos de los pupitres
del News meando en el río al amanecer... Noches enteras en el bar
escuchando cómo cantaba «Back of the Yards» un barítono que no

124
era otra cosa que una tortillera ciega y solitaria con vasos de leche
en vez de ojos... Noches enteras en la oficina de los detectives...
Siempre era de noche en mis sueños sobre la vida periodística.
Los reporteros jamás trabajaban de día. Yo quería la película ente-
ra, sin que le faltase una escena... Yo era consciente de que aque-
llo había reducido mi ánimo a esta estúpida condición de Príncipe
Estudiante. Daba lo mismo, yo no podía evitarlo. Acababa de cur-
sar cinco años de estudios superiores, una aclaración que tal vez
nada signifique para quien nunca se haya sometido a tan bárbaro
tratamiento; lo explica todo, sin embargo. No estoy seguro de que
pueda darles a ustedes la más remota idea de lo que son los estu-
dios superiores. Millones de norteamericanos cursan ahora estu-
dios superiores, pero al pronunciar la frase —«estudios
superiores»— ¿cuál es la imagen que se forma en nuestro cere-
bro? Ninguna, ni siquiera borrosa. La mitad de los compañeros de
estudios superiores que he conocido iban a escribir una novela so-
bre el tema. Yo mismo tuve tal intención. Nadie ha escrito ese libro,
que yo sepa. Todos olían bastante bien la atmósfera. ¡Qué mórbi-
da! ¡Qué ponzoñosa! ¡Sin equivalente en el mundo! Pero el tema
acabó siempre por derrotarles. Desafía la estilización literaria. Una
novela semejante sería un estudio de la frustración, pero una clase
de frustración tan exquisita, tan inefable, que nadie sería capaz de
describirla. El Sueño del Propietario... No había paredes interiores.
La jerarquía social no aparecía delimitada por zonas de oficina. El
redactor ejecutivo trabajaba en un espacio tan miserable y astroso
como el del último reportero. La mayoría de los periódicos era así.
Tal disposición se instituyó décadas atrás por razones prácticas.
Pero se ha perpetuado a causa de un hecho curioso. En los perió-
dicos, muy pocos empleados editoriales al final de la escala —esto
es, los reporteros— abrigaban en absoluto ambiciones de ascenso,
de convertirse en redactores locales, redactores ejecutivos, redac-
tores en jefe, o cualquier otra cosa del resto. Los directores no te-
mían amenazas de abajo. No necesitaban paredes. Los reporteros
no exigían demasiado... ¡únicamente convertirse en estrellas! ¡y de
tan inmediato fulgor!

125
126

Todo el mundo conoce esa peculiar forma de competencia en-


tre los reporteros, el llamado pisotón. Los especialistas del pisotón
luchan con sus colegas de otros periódicos, o servicios informati-
vos, para ver quién consigue una noticia primero y la redacta más
deprisa; cuanto «mayor» sea la noticia —id est, más relación tenga
con temas de poder o de catástrofe—, mejor. En suma, les atañe lo
que constituye la materia principal de un periódico. Pero había
también esa otra categoría de periodistas... Tendían a ser lo que
se llama «especialistas en reportajes». Lo que les confería un ras-
go común es que todos ellos consideraban el periódico como un
motel donde se pasa la noche en su ruta hacia el triunfo final. El
objetivo era conseguir empleo en un periódico, permanecer ínte-
gro, pagar el alquiler, conocer «el mundo», acumular «experien-
cia», tal vez pulir algo del amaneramiento de tu estilo... luego, en
un momento, dejar el empleo sin vacilar, decir adiós al periodismo,
mudarse a una cabaña en cualquier parte, trabajar día y noche du-
rante seis meses, e iluminar el cielo con el triunfo final. El triunfo fi-
nal se solía llamar La Novela.
Eso sería Algún Día, ¿comprenden?... Mientras tanto, esos se-
res ideales continuaban allí batiéndose, en cualquier lugar de los
Estados Unidos donde hubiera un periódico, luchando por una di-
minuta corona que el resto de los mortales ni siquiera conocía: el
Mejor Especialista en Reportajes de la Ciudad. El «reportaje» era
el término periodístico que denominaba un artículo que cayese fue-
ra de la categoría de noticia propiamente dicha. Lo incluía todo,
desde los llamados «brillantes», breves y regocijantes sueltos, cu-
ya fuente era con frecuencia la policía —por ejemplo, ese provin-
ciano que tomó una habitación en un hotel de San Francisco la
noche pasada, resuelto a suicidarse, y se tiró por la ventana de un
quinto piso... para romperse la cadera tres metros más abajo. Lo
que no sabía es... ¡que el hotel se hallaba emplazado sobre una
colina en declive! — hasta «anécdotas de interés humano», rela-
ciones largas y con frecuencia repugnantemente sentimentales de
almas hasta entonces desconocidas acosadas por la tragedia o de
aficiones fuera de lo común dentro de la esfera de circulación del

126
periódico... En cualquier caso, los temas de reportaje proporciona-
ban un cierto margen para escribir. Al contrario de los periodistas
de pisotón, quienes trabajaban en el reportaje no reconocían abier-
tamente que existiese competencia entre ellos, ni a sus propios co-
legas. Ni existía tampoco marcador de ninguna clase. Aun así,
cada uno de los que tomaban parte en el juego sabía con exactitud
cuanto pasaba y dejaba de pasar a través de los más mortificantes
asedios de la envidia, incluso el resentimiento, o bien a través de
oleadas de euforia, según evolucionase el curso del juego. Nadie
admitiría jamás tal cosa, y sin embargo todos experimentaban las
consecuencias, casi a diario. El ruedo en que lidiaban los expertos
del reportaje difería del de los periodistas de escuela también en
otro sentido. La competencia no consistía necesariamente en que
trabajaras para otra publicación. Podría resultar igualmente proba-
ble tener que competir con gente de tu propio periódico, lo que ha-
cía aún menos probable que sintieras deseos de hablar sobre el
asunto.
A partir de su primer artículo se dio cuenta que podía escribir
un artículo novela, es decir, algo que se leyera para instaurar la
pregunta inicial de toda persona al comprar un periódico: ¿Qué es-
tá pasando con las historias? Y se dijo: “mierda, esto es una histo-
ria bien escrita.”
A partir de la segunda mitad de la década de los 60 el estilo se
define y asienta. Un estilo etéreo sin centro físico de reunión y ob-
jetivos muy claros pero que, de alguna manera, apareció. También
se cuenta como, una vez el nuevo periodismo ha triunfado, se ga-
na unos enemigos que según el autor se movían por “amargura,
envidia y resentimiento”. Se llegó a cobrar la etiqueta despectiva
de “paraperiodismo”.
Un ejemplo pionero del periodismo a lo gonzo que popularizó
el fantástico Hunter S. Thompson con el mítico Miedo y asco en
Las Vegas. Horacio Beckford dice de este escritor que fue el crea-
dor del Nuevo Periodismo. En teoría, este texto debería explicar-
nos el día a día de unas chicas que se encuentran en una
academia para majorettes, ese fue el encargo del medio. Como

127
128

hace un gonzo, Southern acaba hablándonos de sus divagaciones


personales utilizando el presunto reportaje como mero telón de
fondo.
Horacio Beckford lo llama entrevista artículo. Está escrito com-
pletamente como si fuera un relato de ficción. Es decir, en ningún
momento el periodista se incluye como autor –en este caso sería
como entrevistador— sino que es una novela como cualquier otra
de nonfiction. Aun así, insistimos en que se basa en una entrevista
que la autora hace a una actriz que apareció en películas de Andy
Warholl tratando de retratar su decadente estilo de vida.
A resaltar también otro punto del libro: Beckford desarrolla en
su tercer ensayo la teoría de los cuatro procedimientos que debe
llevar a cabo el autor. A saber:
 “El fundamental era la construcción escena por escena, con-
tando la historia saltando de una escena a otra.”
 “El dialogo realista capta al lector de forma más completa
que cualquier otro procedimiento individual.”
 “La técnica de presentar cada escena al lector a través de
un personaje particular.”
 “La relación de gestos simbólicos que pueden existir en el
interior de una escena. (…) Simbólicos del status de vida de
las personas.”

128
CAPÍTULO 31

PASARON otras tres horas antes de que Horacio pudiera vol-


ver a encontrarse completamente a solas. Estaba en los aseos, mi-
rándose en el espejo mientras se lavaba las manos. La imagen
estaba allí, pero él no estaba muy convencido de que así fuera.
Tenía las manos bajo el secador eléctrico cuando entró Franco So-
lar. Horacio supo que su subordinado, mucho más joven que él, le
había seguido para hablar de algo, pues toda una vida de expe-
riencia le había enseñado que a un periodista no le gustaba gran
cosa (si podía lo evitaba, de hecho) orinar delante del director de
su periódico.

En lugar de darse la vuelta y verse obligado a mirar cómo el


subjefe de Internacional se ocupaba de sus asuntos íntimos, Hora-
cio volvió a apretar el botón del secador para darse otra ración de
aire caliente.
Casio está ansioso, pensó Horacio. Llegará a jefe de sección, y
luego querrá mi puesto.
Soler se volvió hacia el lavabo. Horacio le puso la mano en el
hombro: el gesto de perdón.
Tal festival del tuteo marcó el final de su charla en los lavabos.
Horacio lanzó una risita tranquilizadora y salió al pasillo.
Se quedó unos segundos preguntándose por el estado de áni-
mo de Orlando. Tan apremiante, tan… lúgubre. Tan formal. Algo
terrible le había sucedido, no había duda. Empezó a sentir cierta
mala conciencia por haberle respondido de forma tan poco genero-
sa. Orlando se había portado como un amigo de verdad cuando el
segundo matrimonio de Horacio se vino abajo, y le había animado
a disputar la dirección de El Juez cuando todo el mundo pensaba
que no era sino perder el tiempo. Cuatro años atrás, cuando Hora-
cio cayó en cama con una extraña infección viral de la columna,

129
130

Orlando lo visitó casi a diario, y le llevó libros, música, vídeos y


champán. Y en 1987, cuando Horacio se quedó sin trabajo unos
cuantos meses, Orlando le prestó diez mil libras. Dos años des-
pués, Horacio descubrió por azar que Orlando había pedido pres-
tado al banco ese dinero. Y ahora, cuando su amigo le necesitaba,
Horacio se portaba como un cerdo.
Trató de llamarle por teléfono, pero no obtuvo respuesta. Esta-
ba a punto de volver a marcar cuando el gerente entró en su des-
pacho acompañado del abogado del periódico.

Tan pronto como estuvo a solas levantó el teléfono, y se dis-


ponía ya a marcar el número de Orlando cuando oyó un revuelo en
la antesala de su despacho. La puerta se abrió de pronto y entró
una mujer a la carrera, seguida de Jean, que envió un gesto a Ho-
racio con los ojos dirigidos hacia lo alto, casi en blanco. La mujer
se plantó ante su mesa, llorando. Llevaba una carta arrugada en la
mano. Era la redactora disléxica. Le resultaba casi imposible. No
podía saberlo en aquel momento, pero los minutos previos a la en-
trada de aquella mujer en su despacho habrían de ser los últimos
en que estaría a solas hasta dejar el edificio a las nueve y media
de la noche.
Soberbia Sajonia solía decir que lo que más le gustaba de la
casa de Orlando era que él llevara viviendo en ella tanto tiempo.
En 1970, cuando la mayoría de sus contemporáneos seguían habi-
tando cuartos alquilados y varios años antes de que pudieran com-
prarse los primeros apartamentos en húmedos semisótanos,
Orlando heredó de un tío rico y sin hijos una enorme casa de estu-
co con un estudio de dos alturas —construido ad hoc en la tercera
y cuarta plantas— cuyos vastos ventanales arqueados daban al
norte y a una vasta urdimbre de tejados inclinados. En consonan-
cia con su tiempo y su propia juventud —tenía veintiún años—, ha-
bía pintado los muros exteriores de un tono violáceo, y abierto las
puertas a sus amigos, la mayoría de ellos músicos. Por la casa pa-
saron algunas celebridades. John Lennon y Yoko Ono se alojaron

130
en ella una semana. Jimi Hendrix se quedó una noche, y fue pro-
bablemente quien dio origen al fuego que destruyó los pasamanos.
A medida que la década avanzaba, la casa se iba sosegando. Los
amigos seguían quedándose, pero sólo una noche o dos, y ya na-
die dormía en el suelo. El estuco recuperó su primitivo color crema,
Horacio se quedó a vivir un año en la casa, Soberbia, un verano.
Orlando hizo que le subieran un piano de cola al estudio, las pare-
des se llenaron de estanterías, la gastada moqueta del piso se cu-
brió con alfombras orientales y los espacios vacíos acogieron
varias piezas de mobiliario Victoriano. Aparte de unos cuantos col-
chones viejos, se habían sacado muy pocas cosas de la casa, y
debía de ser esto lo que a Soberbia más le gustaba, porque aque-
lla mansión era la historia de una vida adulta de gustos cambian-
tes, de pasiones agostadas y de creciente opulencia. La cubertería
de Woolworth’s de los primeros tiempos seguía en el mismo cajón
de la cocina en que se guardaba la cubertería antigua de plata. Los
óleos de pintores impresionistas ingleses y daneses convivían en
las paredes con desvaídos pósters que aireaban los primeros triun-
fos de Orlando o anunciaban célebres conciertos de rock: los
Beatles en el Shea Stadium, Bob Dylan en la Isla de Wight, los Ro-
lling Stones en Altamont… Algunos de los pósters valían ahora
más que los cuadros.
Horacio pasó apresuradamente por dos matrimonios sin des-
cendencia, de los que pareció salir relativamente indemne. Las tres
mujeres que había conocido íntimamente vivían en el extranjero.

131
132

CAPÍTULO 32

Jorge Línea abrió él mismo la puerta de su mansión en Palme-


ras Puentes.

—Llegas tarde.

Horacio, que asumía el hecho de que Jorge estuviera interpre-


tando el papel de señor de la prensa que convocaba a su director,
rehusó disculparse o incluso responder, y siguió a su anfitrión por
el luminoso vestíbulo hasta el salón.

Atravesaron el vestíbulo, dejaron atrás la cocina, recorrieron un


pasillo estrecho y llegaron a una puerta que Jorge abrió con una
llave Yale. Ciertas estipulaciones de su complicado acuerdo matri-
monial disponían que Soberbia —ella y sus invitados y sus cosas—
ocupara separada e independientemente un ala de la casa. Así ella
se ahorraba el ver cómo a sus viejos amigos se les aguaba la di-
versión ante la pomposidad de Jorge, y él escapaba al caótico
desorden que se apoderaba de las estancias de la casa donde So-
berbia recibía a los invitados. Horacio había visitado muchas veces
a Soberbia en aquella ala de la casa, pero siempre había entrado
por la puerta que daba directamente a la calle. Ahora, mientras
Jorge empujaba la puerta y la abría, se puso tenso. No estaba pre-
parado. Habría preferido ver las fotografías en la parte de la casa
que habitaba Jorge.

En la penumbra, durante los segundos en que Jorge buscó el


interruptor, Horacio experimentó por vez primera el verdadero im-
pacto de la muerte de Soberbia: el hecho liso y llano de su ausen-
cia. Y tal constatación le llegó a través de aromas que había ya

132
empezado a olvidar: su perfume, sus cigarrillos, las flores secas de
su dormitorio, los granos de café, la calidez como de tahona de la
ropa limpia y planchada… Había hablado de ella largo y tendido, y
había pensado en ella, aunque sólo en los pocos ratos que podía
arañar a sus agobiantes jornadas de trabajo o en los momentos
previos al sueño, y hasta entonces no había tenido ocasión de
echarla de menos realmente, en su corazón, y de recibir la bofeta-
da de saber que jamás volvería a verla o a oírla. Era su amiga,
acaso la mejor que había tenido en su vida, y se había ido. En
aquel momento podía perfectamente comportarse como un necio
ante Jorge, un hombre cuyos rasgos siempre le parecían desdibu-
jados, incluso ahora, a la luz de aquella estancia. Aquella extraña
desolación, aquella dolorosa opresión en el lado interno de la cara,
justo encima del paladar, no la había experimentado desde la in-
fancia, desde la escuela primaria. Nostalgia de Soberbia. Ocultó un
grito ahogado de autocompasión tras una sonora tos de adulto.

El lugar estaba exactamente como ella lo había dejado el día


en que finalmente accedió a mudarse a un dormitorio del cuerpo
principal de la casa, donde Jorge habría de encerrarla como en
una cárcel para cuidarla. Al pasar junto al cuarto de baño, Horacio
entrevió sobre la barra de las toallas una de las faldas de Soberbia
que recordaba, y en el suelo desnudo un sujetador y una toalla.
Más de un cuarto de siglo atrás ella y Horacio habían sido pareja
durante casi un año, en un diminuto ático de la Rue de Seine. En-
tonces siempre había toallas húmedas en el suelo, y cascadas de
ropa interior de Soberbia cayendo de unos cajones que nunca ce-
rraba, y una gran tabla de planchar que siempre estaba en medio y
nunca plegada, y, en el único gran armario, rebosante de ropa,
vestidos y vestidos, prensados uno contra otro en sus perchas co-
mo viajeros en el metro. Revistas, maquillaje, extractos de movi-
mientos de los bancos, collares de cuentas, flores, bragas,
ceniceros, invitaciones, tampones, discos, billetes de avión, zapa-
tos de tacón… Ni una sola superficie libre de las cosas de Sober-
bia, de forma que Horacio, cuando tenía que trabajar en casa, se

133
134

iba a escribir a un café cercano. Y sin embargo Soberbia, cada


mañana, se levantaba fresca en medio de aquel femenino y mísero
hábitat, cual una Venus de Botticelli en su concha, para poco des-
pués presentarse —no desnuda, claro está, sino pulcramente arre-
glada— en las oficinas parisienses de Vogue.

—Sígueme, por favor —dijo Jorge, entrando en el salón.

Había un gran sobre de color marrón encima de una silla.


Mientras Jorge se dirigía hacia él para tomarlo, Horacio tuvo tiem-
po para echar una ojeada a su alrededor. Tenía la sensación de
que Soberbia podía aparecer en el salón en cualquier momento.
Había un libro de jardines italianos en el suelo, con las cubiertas
hacia abajo, y, sobre una mesa de centro, tres copas de vino, con
el cristal recubierto por una pátina de moho verde grisáceo. Quizá
él mismo había bebido de una de ellas. Trató de recordar su última
visita, pero las ocasiones en que había estado allí se confundían
ahora en su memoria. Largas conversaciones habían precedido a
su mudanza al ala principal de la casa, que ella tanto temía y a la
que tanto se había resistido, pues sabía que habría de ser un viaje
sin retorno. La alternativa era ser internada en una residencia. Tan-
to Horacio como sus otros amigos le habían aconsejado quedarse
en Holland Park, en la creencia de que era preferible la familiaridad
de aquel entorno a un medio extraño. Cuán errados estaban. Inclu-
so en el más estricto régimen de una institución de ese tipo, habría
sido más libre de lo que jamás llegó a serlo bajo los férreos cuida-
dos de su esposo.

Mientras se deleitaba en el acto mismo de sacar las fotografías


del sobre, Jorge Jorge le hizo un gesto a Horacio para que tomara
asiento. Horacio seguía pensando enVirginia. ¿Tuvo momentos de
lucidez mientras se deslizaba hacia el abismo, mientras se sentía
abandonada por los amigos que no iban a visitarla, sin saber que
Jorge había prohibido estas visitas? Si maldijo a sus amigos, hubo
de maldecir también a Horacio.

134
Jorge se había colocado las fotografías —tres, de veinticinco
por veinte— sobre el regazo, boca abajo. Disfrutaba vivamente de
lo que, al ver el silencio de Horacio, tomó por muda impaciencia. Y
espoleó tal supuesta urgencia hablando con una morosa parsimo-
nia:

—Primero he de decirte una cosa. No tengo la menor idea de


por qué Soberbia sacó estas fotografías, pero de una cosa no hay
duda: tuvo que ser con el consentimiento de Armonía, pues está
mirando directamente al objetivo. Como es lógico, los derechos de
estas fotos pertenecían a Soberbia, por lo que, siendo yo el único
fideicomisario de su patrimonio, ahora soy de hecho el dueño de
ellas. No hace falta decir que espero que El Juez proteja sus fuen-
tes.

Levantó una del regazo y se la pasó a Horacio. Durante un ins-


tante, la imagen no pareció decirle nada —más allá de sus satina-
dos blancos y negros—, pero luego fue ganando en definición
hasta constituirse en un nítido plano medio. Increíble. Horacio alar-
gó la mano para coger la segunda: de cuerpo entero, muy de cer-
ca. Y la tercera: un perfil tres cuartos. Volvió a la primera, y su
mente se vació de pronto de otros pensamientos. Luego estudió la
segunda, y luego la tercera, viéndolas ahora cabalmente, sintiendo
oleadas de respuestas bien diferenciadas: al principio asombro,
seguido de una desatada hilaridad interna. Al reprimirla, experi-
mentó la sensación de levitar de su asiento. A continuación, sintió
una pesada responsabilidad (¿o era poder?). La vida de un hom-
bre, o al menos su carrera, estaba en sus manos. Y quién sabe…,
acaso estaba en situación de hacer que el futuro de su país cam-
biara a mejor. Y que cambiara asimismo el futuro de la difusión de
su periódico.

—Jorge —dijo al fin—. Necesito pensar en esto con mucho de-


tenimiento.

135
136

Se fue y tomó un taxi, antes de que el taxímetro se encendiera


se dio cuenta que A Horacio no le cabía la menor duda: la melodía
se le seguiría mostrando esquiva mientras se quedara en Danton,
en su estudio. Lo intentaba día tras día: pequeños esbozos, osa-
das fintas, pero no lograba sino fragmentos, «citas» —ligera o con-
cienzudamente disfrazadas— de su obra anterior. Nada afloraba
libre —en su propio lenguaje, con su propia autoridad—, capaz de
ofrecer el elemento de sorpresa que habría de constituir una garan-
tía de originalidad. Día tras día, después de abandonar estas tenta-
tivas, dedicaba su esfuerzo a tareas más fáciles, más anodinas,
como dar cuerpo a las orquestaciones, reescribir las confusas pá-
ginas de papel pautado y trabajar en una resolución articulada de
acordes menores que marcaran el comienzo del movimiento lento.
Tres citas escalonadas en el curso de ocho días le impidieron salir
para el Distrito de los Lagos. Unos meses antes había prometido
asistir a una cena para recaudar fondos; como un favor a un so-
brino que trabajaba en la radio, había aceptado dar una charla de
cinco minutos en su emisora; y se había dejado persuadir para
formar parte del jurado en un concurso de composición de un cole-
gio local. Por último, había tenido que posponer su viaje un día
más porque Horacio quería verle.

Durante este tiempo, cuando no estaba trabajando, Horacio es-


tudiaba los mapas, aplicaba cera líquida a sus botas de marcha y
comprobaba el buen estado de su equipo, operaciones todas ellas
importantes cuando se planeaba una excursión de invierno por las
montañas. Podría haberse tomado la licencia de no cumplir sus
compromisos poniendo como excusa el espíritu libre del artista, pe-
ro detestaba dar muestras de este tipo de arrogancia. Tenía varios
amigos que jugaban la carta de la genialidad cuando les convenía,
y dejaban de aparecer en este o aquel acto en la creencia de que
cualquier trastorno causado en el ámbito local no podía sino acre-
centar el respeto por la naturaleza absorbente e imperiosa de su
noble vocación artística. Estos individuos —los novelistas eran, con

136
mucho, los peores— se las arreglaban para convencer a amigos y
familiares de que no sólo sus horas de trabajo, sino cada cabezada
o cada paseo, cada rato de silencio, depresión o borrachera lleva-
ba en sí mismo el marchamo exculpatorio de una alta meta. Una
máscara para ocultar la mediocridad, en opinión de Horacio. No
dudaba que la vocación artística fuera alta y noble, pero el mal
comportamiento no era parte integrante de ella. Quizá en cada si-
glo se dieran una o dos excepciones. Beethoven, por ejemplo; Dy-
lan Thomas, rotundamente no.

Horacio no le contó a nadie que se había estancado en su tra-


bajo. Dijo, en lugar de ello, que se tomaba unas vacaciones para
practicar el excursionismo de montaña. De hecho, no se conside-
raba en absoluto «varado». A veces el trabajo era arduo, y uno te-
nía que hacer lo que la experiencia le hubiera enseñado que
resultaba más efectivo.

Tenía que ir al hotel, y fue, en la entrada adosado a un tosco


muro de piedra, había un banco de madera. Por la mañana, des-
pués del desayuno, Horacio se sentaba en él a atarse las botas.
Aunque seguía sin dar con la melodía del final, al menos había dos
cosas que le ayudarían en su búsqueda. La primera era de índole
general: se sentía optimista. El trabajo de base lo había llevado ya
a cabo en el estudio, y, aunque no había dormido del todo bien, le
alegraba la perspectiva de volver a aquel paisaje que tanto le gus-
taba. La segunda era muy concreta: sabía exactamente lo que
quería. En realidad estaba trabajando «marcha atrás», es decir,
presentía que el tema se hallaba ya en fragmentos e insinuaciones
ocultos en lo que ya llevaba escrito. Reconocería las notas en
cuanto le vinieran a la cabeza. En la pieza acabada, la melodía so-
naría al oído inocente como si ya hubiera sido anticipada o desa-
rrollada antes en algún otro pasaje de la partitura. El hallazgo de
aquellas precisas notas no sería sino un acto de inspirada síntesis.
Era como si ya las conociera pero aún no pudiera oírlas. Conocía
su tentadora dulzura y su melancolía. Conocía su simplicidad; su

137
138

modelo, sin duda, era la Oda a la alegría de Beethoven. La primera


línea: unas cuantas notas ascendentes, unas cuantas notas des-
cendentes… Hasta podía ser una melodía infantil. Carecía de toda
pretensión, y sin embargo entrañaba tal carga espiritual… Horacio
se puso en pie para recibir el almuerzo de manos de la camarera,
que acababa de salir expresamente para entregárselo. Tal era —
siguió diciéndose— la elevada naturaleza de su misión, y de su
ambición. Beethoven. Se arrodilló en el suelo de grava del apar-
camiento y metió con cuidado en la mochila los sándwiches de
queso rallado.

Se echó la mochila al hombro y enfiló el sendero que se aden-


traba en el valle. Durante la noche había llegado de la zona de los
lagos un frente cálido, y la escarcha había desaparecido de los ár-
boles y de la pradera contigua al arroyo. El manto de nubes estaba
alto y era de una tonalidad uniformemente gris; la luz era plana y
clara, y el sendero estaba seco. Las condiciones no solían ser mu-
cho mejores a finales del invierno. Calculó que aún le quedaban
unas ocho horas de luz diurna, y sabía que si dejaba los altos pá-
ramos y volvía al valle un poco antes del anochecer.
Cuando ascendió la montaña, un gran pájaro gris que instantes
antes se había alzado con ruido al acercarse Horacio, ganó altura y
se alejó sobrevolando el valle mientras emitía un canto aflautado
de tres notas que él enseguida reconoció como la inversión de una
línea que había escrito para piccolo. Cuán elegante, cuán sencillo.
Con sólo invertir la secuencia se daba lugar al tema de una sencilla
y bella canción en cuatro por cuatro que casi podía ya escuchar.
No totalmente, empero. Le vino a la mente la imagen de una esca-
la desplegada desde la trampilla de un altillo o desde la portezuela
de una avioneta. Una nota sugería la siguiente en una suerte de
encadenamiento. Lo oyó, lo aprehendió, y luego lo perdió. Le que-
dó el punzante poso de su persistencia en el oído, y el evanescen-
te timbre de una breve melodía triste. Y tal sinestesia se le antojó
un tormento. Aquellas notas dependían unas de otras cabalmente,
como pulidos goznes que permitieran el perfecto giro en arco de la

138
melodía. Casi pudo volver a oírla al poner pie sobre la losa inclina-
da, e hizo un alto para coger papel y lápiz. No era totalmente triste;
también había en ella alegría, un decidido optimismo opuesto a to-
do pronóstico adverso. Y valor.

Empezaba ya a escribir los fragmentos de lo que había oído,


con la esperanza de poder crear luego el resto, cuando de pronto
fue consciente de otro sonido. No lo había imaginado, y no era el
canto de un pájaro sino el murmullo de una voz. Estaba tan absorto
que casi se resistió a levantar la mirada, pero al final no pudo evi-
tarlo. Atisbó por encima de la parte más alta de la losa, que sobre-
salía suspendida sobre un declive cortado a pico de unos diez
metros, y se vio contemplando una laguna en miniatura, apenas
más grande que una gran charca. De pie sobre la hierba que ro-
deaba la orilla opuesta, estaba la mujer a quien antes había visto
caminar con prisa, la mujer vestida de azul. Frente a ella había un
hombre que hablaba en tono monocorde y bajo y cuyo atuendo,
ciertamente, no era el más idóneo para el excursionismo. Su cara
era larga y delgada, como la de un animal de hocico puntiagudo.
Llevaba una vieja chaqueta de tweed, pantalones grises de franela,
una gorra plana de tela y un sucio trapo blanco alrededor del cue-
llo. Un granjero de las colinas, probablemente, o un amigo que de-
testaba el excursionismo y el equipo que llevaba aparejado y había
subido a encontrarse con ella. La cita que Horacio había imaginado
hacía un rato.
Si ahora lograba trasladar al papel los elementos que ya cono-
cía, luego podría buscar tranquilamente un rincón idóneo más allá
del risco y trabajar en lo que le faltaba por descifrar. Cada vez que
oía la voz de la mujer, hacía caso omiso de ella. Ya resultaba bas-
tante arduo volver a «capturar» lo que tan nítido le había parecido
minutos antes. Durante un rato anduvo a tientas, y al cabo volvió a
dar con ello: aquella calidad de superposición, tan patente cuando
la tenía ante él, tan huidiza en cuanto su atención cedía. Tachaba
notas con la misma rapidez con que las escribía, pero cuando oyó

139
140

que la voz de la mujer se convertía en un repentino grito su mano


se heló en el aire.
Una vez en terreno llano, desanduvo apresuradamente el ca-
mino que le había llevado hasta la losa, y luego bajó por el lado
oeste del risco describiendo un amplio rodeo en arco. Veinte minu-
tos después encontró una roca lisa y plana donde trabajar cómo-
damente y se agachó sobre ella para seguir componiendo. Ya no
quedaba ni rastro de su anterior barrunto.
Tenía las tres notas del canto del pájaro; tenía la inversión de
esas tres notas para el piccolo; y tenía el comienzo de aquellos
peldaños que se desplegaban y superponían…

Se quedó allí, encorvado sobre el cuaderno, por espacio de


una hora. Al final se metió el cuaderno en el bolsillo y echó a andar
a paso rápido, manteniéndose todo el rato en el lado oeste de la
cresta. Luego descendió a los páramos; siguió bajando, y tres ho-
ras después llegó al hotel, y en aquel momento empezó de nuevo
a llover. Razón de más para cancelar lo que le quedaba de estan-
cia y hacer el equipaje y pedir a la camarera que llamara a un taxi.
Había conseguido lo que quería del Distrito de los Lagos. Reanu-
daría el trabajo en el tren, y cuando estuviera en casa llevaría al
piano la sublime secuencia de notas y la delicada armonía que ha-
bía escrito para ellas, y liberaría su belleza y su tristeza.

Sin duda era la exaltación creativa lo que le hacía pasearse de


un lado a otro del exiguo bar del hotel mientras esperaba al taxi.
De vez en cuando se paraba para contemplar el zorro disecado,
que seguía al acecho en medio de un eterno follaje. Fue la exalta-
ción la que le hizo salir al camino un par de veces para ver si llega-
ba el taxi. Deseaba con todas sus fuerzas salir de aquel valle.
Cuando le anunciaron que el taxi había llegado, salió apresurada-
mente y echó la bolsa de viaje sobre el asiento trasero y le dijo al
taxista que se diera prisa. Quería alejarse, estar en el tren, rumbo
al sur, lejos de los Lagos. Quería volver al anonimato de la ciudad,
al confinamiento de su estudio, y —había pensado en ello deteni-

140
damente— no le cabía la menor duda de que era la exaltación
creativa la que le hacía sentirse así, no la vergüenza.

141
142

CAPÍTULO 33

PARA las cinco de la tarde de aquel día, los directores de los


numerosos periódicos que habían pujado por las fotografías de
Soberbia con su cuerpo decapitado, opinaban ya que el problema
del diario de residía en que había perdido el tren de los cambios
que estaban teniendo lugar en el mundo. Como el editorial de uno
de los periódicos de prestigio escribió el mismo viernes por la ma-
ñana, «al director de El Juez parece habérsele escapado que la
década en que vivimos no es la década anterior. En ella, la consig-
na era la promoción personal, y la codicia y la hipocresía eran las
realidades reinantes. Ahora vivimos en un tiempo más razonable,
más compasivo y tolerante, en el que las preferencias íntimas e
inocuas de los individuos, por públicos que éstos puedan ser, no
deben trascender nunca el ámbito privado. Allí donde no exista
ningún asunto de interés público implicado, las anticuadas artes del
chantaje y la denuncia farisaica no tienen ya lugar, y si bien este
periódico no desea en modo alguno poner en entredicho la altura
moral de la pulga común, no puede sino suscribir los comentarios
realizados ayer por…».

Los titulares de primera plana dividían a partes iguales sus pre-


ferencias entre «chantajista» y «mosca», y la mayoría hizo uso de
una fotografía de Horacia tomada en un banquete de la Asociación
de la Prensa, en la que aparecía enfundado en un arrugado esmo-
quin y visiblemente achispado. El viernes por la tarde, dos mil
miembros de la Alianza Rosa de Travestidos marcharon en direc-
ción a la sede de El Juez con tacones de aguja, enarbolando
ejemplares de la desafortunada primera plana y entonando cancio-
nes en burlón falsete. Aproximadamente al mismo tiempo, el grupo
parlamentario del partido de Armonía aprovechó el sentimiento
dominante y logró que se aprobara por abrumadora mayoría un vo-

142
to de confianza en el ministro de Asuntos Exteriores. Y el primer
ministro, súbitamente envalentonado, habló en favor de su viejo
amigo. A lo largo del fin de semana se llegó a un amplio consenso
que afirmaba que El Juez había ido demasiado lejos y era un pe-
riódico repugnante, Julian Armonía era un tipo decente y Horacio
Halliday («la Pulga») un ser vil y despreciable cuya cabeza debía
servirse en una bandeja de modo inmediato. En los dominicales,
las secciones de Estilo de Vida presentaban a la «nueva esposa
puntal» que no sólo ejercía su propia profesión sino que además
luchaba a brazo partido por su marido. Los editoriales se centraban
en ciertos aspectos no suficientemente aprovechados de las decla-
raciones de la señora Armonía, incluido lo de que «el Amor es más
fuerte que el resentimiento». En la redacción misma de El Juez, los
periodistas de plantilla celebraban el que se hubiera levantado acta
de sus reservas, y la mayoría de ellos opinaba que Grant McDo-
nald había expresado el sentir general al decir en la cantina que, al
ver que sus reservas al respecto no habían hallado eco en la direc-
ción, se había limitado a apoyar la ofensiva con la mayor de las
lealtades. Para el lunes todo el mundo había aireado a los cuatro
vientos sus propios recelos y su decisión de apoyar lealmente a su
director.

La cuestión se presentaba más compleja para el consejo de


administración de El Juez, que convocó una reunión de urgencia
para el lunes por la tarde. De hecho, el asunto era extremadamen-
te delicado. ¿Cómo despedir a un director a quien el miércoles an-
terior habían apoyado unánimemente?

143
144

CAPÍTULO 33

HABÍA momentos a primera hora de la mañana, después de la


leve excitación del amanecer, con todo Danton dirigiéndose ruido-
samente al trabajo, en que Horacio, aplacada al fin su fiebre creati-
va por el total agotamiento, se levantaba del piano y se dirigía
arrastrando los pies hacia la puerta para apagar las luces del estu-
dio. Miraba hacia atrás y contemplaba el rico, bello caos que reina-
ba en su escenario de trabajo, y acogía una vez más aquel
pensamiento fugaz, aquel minúsculo fragmento de una sospecha
que jamás se avendría a compartir con persona alguna en este
mundo, aquel barrunto que ni siquiera se atrevía a consignar en su
diario y cuya palabra clave articulaba sólo mentalmente y después
de vencer una fuerte resistencia. Tal pensamiento, lisa y llanamen-
te, era el siguiente: que no constituiría una grave exageración ase-
gurar que él, Horacio Linley, era… un genio. Un genio. Aunque
seguía resonando —no sin sentimiento de culpa— en su oído ínti-
mo, no permitía en ningún momento que la palabra aflorara a sus
labios. No era un hombre vanidoso. Un genio… Se trataba de un
vocablo sometido a un uso excesivo e «inflacionario», pero sin du-
da existía cierto nivel de logro artístico, cierta calidad excelsa que
no era negociable, que se hallaba más allá de la mera opinión. No
habían existido muchos. Entre sus compatriotas, Shakespeare ha-
bía sido un genio, por supuesto, y se decía que también lo fueron
Darwin y Newton. Purcell no había estado lejos de la genialidad.
Britten no tanto, aunque le seguía de cerca. Pero en su país no
había habido jamás un Beethoven.

Cuando le asaltaba la sospecha de ser un genio —algo que ya


le había sucedido tres o cuatro veces desde que volvió del Distrito
de los Lagos—, el mundo se convertía en un lugar grande y quieto,
y a la luz azul grisácea de aquella mañana de marzo, el piano, el

144
MIDI, los platos y las tazas y el sillón de Soberbia adquirieron una
apariencia curva, esculpida, que le recordó cómo veía en una épo-
ca de su juventud las cosas cuando tomaba mescalina: preñadas
de volumen, investidas de una trascendencia benéfica. El estudio
que estaba a punto de abandonar para irse a la cama, lo veía aho-
ra como en una filmación documental sobre sí mismo destinada a
mostrar a un mundo curioso cómo nacía una obra maestra. Pero
también pudo apreciar el reverso de grueso grano, en el que su fi-
gura se demoraba en el umbral con la camisa blanca, holgada y
mugrienta, y los vaqueros ceñidos en torno a una abultada panza,
y los ojos ensombrecidos y vencidos por la fatiga: el compositor,
heroico y no exento de atractivo en su desaliño de barba de varios
días y pelo alborotado. Éstos eran en verdad los grandes momen-
tos de su fase actual —un período de jubiloso desahogo creativo
como no había conocido otro en toda su carrera—, momentos en
los que contemplaba su trabajo desde un estado de semialucina-
ción, y ahora flotaba escaleras abajo hacia el dormitorio, se sacu-
día los
zapatos y se sumergía bajo las mantas para sucumbir a un
sueño sin sueños que era un aturdimiento morboso, un vacío, una
muerte.

Se despertó avanzada ya la tarde, se puso los zapatos y bajó a


la cocina para comer un plato frío que el ama de llaves le había de-
jado en la nevera. Abrió una botella de vino y se la llevó consigo al
estudio, donde encontraría una cafetera llena y daría comienzo a
un nuevo viaje hacia la noche. En algún lugar a su espalda, hosti-
gándolo como una bestia y acercándose por momentos, el plazo
límite para la entrega. En poco más de una semana debería reunir-
se con Giulio Bo y la British Symphony Orchestra en Amsterdam
para un ensayo de dos días, y, dos días después, tendría lugar el
estreno de la sinfonía en el Birmingham Free Trade Hall. Dado que
el fin del milenio no habría de llegar sino varios años más tarde, la
presión que se ejercía sobre él era a todas luces ridícula. Había ya
entregado la versión definitiva de los tres primeros movimientos, y

145
146

las partes orquestales habían sido ya transcritas. La secretaria que


habían puesto a su disposición le había llamado varias veces para
recoger las páginas más recientes del movimiento final, y un equi-
po de copistas se hallaba ya realizando su trabajo. De momento no
podía permitirse mirar hacia atrás; no podía sino seguir adelante y
procurar acabar para la semana siguiente. Se quejaba, sí, pero en
el fondo se sentía intocado por aquella urgencia ajena, por cuanto
era así como necesitaba trabajar: abismado en el descomunal es-
fuerzo de llevar la obra a su soberbio final. La inmemorial escalina-
ta había sido remontada, las volutas de sonido se habían
desvanecido como niebla, y su nueva melodía, oscuramente escri-
ta en su primera manifestación solitaria para un trombón con sordi-
na, había concitado en torno una rica textura orquestal de sinuosa
armonía, y luego una disonancia y unas ensortijadas variaciones
que se perdían en el espacio para no reaparecer más, y al fin ha-
bía iniciado un proceso de consolidación, como una explosión vista
al revés, canalizándose como por la boquilla de un embudo hacia
un punto geométrico de quietud; y, una vez más, el trombón con
sordina, y luego, en un casi callado crescendo, cual una inspiración
titánica, la final y colosal reafirmación de la melodía (con una dife-
rencia enigmática y aún por resolver), que ganaba impulso y esta-
llaba en una ola, en un maremoto de sonido que alcanzaba una
velocidad inconcebible, que se erguía hacia lo alto, y que cuando
parecía ya allende la capacidad humana ganaba aún más altura, y
que finalmente descendía, rompía y se estrellaba vertiginosamente
y se hacía pedazos, ya a salvo, sobre la dura tierra del do menor
del comienzo. Lo que quedaba eran las notas de pedal que prome-
tían resolución y paz en el infinito espacio. Luego, un diminuendo
que se prolongaba durante cuarenta y cinco segundos y se disolvía
luego en cuatro compases de medido silencio. El final.

Y casi estaba listo. La noche del miércoles al jueves Horacio


revisó y perfeccionó el diminuendo. Lo único que debía hacer aho-
ra era retroceder varias páginas en la partitura y volver sobre la
clAmorosa reafirmación, y quizá modificar las armonías, o incluso

146
la propia melodía, o crear alguna forma de resaca rítmica, una sín-
copa inserta en el corazón de las notas. Para Horacio tal variación
se había convertido en elemento crucial de la conclusión de la
obra; debía sugerir la naturaleza incognoscible del futuro. Cuando
la ya familiar melodía volviera a oírse por última vez, alterada de un
modo leve aunque significante, tendría que suscitar inseguridad en
el oyente (una suerte de cautela contra el hábito de aferrarse de-
masiado a lo que se conoce).

El jueves por la mañana, estaba en la cama reflexionando


acerca de todo esto mientras se deslizaba hacia el sueño cuando
telefoneó Horacio. La llamada le tranquilizó. Había estado pensan-
do ponerse en contacto con él desde su vuelta, pero el trabajo le
había abstraído por completo de cuanto le rodeaba, y Armonía, las
fotografías y El Juez se le antojaban tramas secundarias de una
película vagamente recordada. Lo único que sabía era que no te-
nía ningún deseo de discutir con nadie, y menos aún con uno de
sus más viejos amigos. Cuando Horacio cortó la conversación y
sugirió pasar por su casa para tomar una copa la noche siguiente,
Horacio pensó que lo más probable era que para entonces hubiera
puesto punto final a la sinfonía. Habría dado los últimos toques a
aquel importante cambio en la reafirmación, ya que seguramente
no le llevaría más que una noche entera de trabajo. Vendrían a re-
coger las últimas páginas, y podría invitar a unos cuantos amigos a
su casa para celebrarlo. Tales eran sus felices pensamientos antes
de sumirse en el sueño. Fue una total desorientación, por tanto, la
que sintió al despertar de pronto unos minutos después —o así se
lo pareció, al menos— y verse increpado en tono imperioso por Ho-
racio:

—Quiero que vayas a la policía ahora mismo y les cuentes lo


que viste.

Era la frase que le hizo volver de pronto a la realidad. Horacio


emergía de un túnel a la claridad del día. De hecho, lo que volvía a

147
148

revivir era el viaje en tren a Penrith, y aquellas introspecciones me-


dio olvidadas, y aquel regusto amargo en la boca. Cada exabrupto
entre él y Horacio, luego, venía a suponer un nuevo clic de trinque-
te: no había retorno posible a las buenas maneras. Al invocar la
memoria de Soberbia —«te estás cagando sobre la tumba de So-
berbia»—, a Horacio lo había envuelto una oleada de fiera indigna-
ción, y cuando Horacio lo amenazó indignamente con ir a la policía
él mismo, Horacio soltó un grito ahogado y se zafó de un puntapié
de las mantas y se puso de pie en calcetines y se quedó junto a la
mesilla a escuchar el trueque final de improperios. Horacio le colgó
el teléfono justo en el instante en que él estaba a punto de colgarle
a Horacio. Sin molestarse en atarse los zapatos, Horacio corrió es-
caleras abajo hecho una furia, maldiciendo. No eran aún las cinco
de la tarde, pero instantes después estaba tomándose una copa;
se merecía un trago, y sería capaz de romperle la crisma a quien-
quiera que intentara impedir que se lo tomara. (Estaba solo, a Dios
gracias). Era un gin tónic, aunque casi todo era ginebra. Estaba en
la cocina, junto al escurreplatos, y apuró el líquido sin limón ni hielo
y siguió pensando con resentimiento en el ultraje. ¡Era un auténtico
ultraje! Pergeñaba mentalmente la carta
que le gustaría enviar a aquella escoria de tipo que había teni-
do por amigo… Horacio…, su odiosa rutina diaria, su mente mez-
quina, cínica e intrigante; Horacio, el pasivo—agresivo, el adulador,
el gorrón, el hipócrita… Lo que pretendía hacer pasar por postura
moral no eran sino pequeños remilgos burgueses, cuando en reali-
dad se hallaba hundido en la mierda hasta los codos. De hecho,
había levantado todo su andamiaje vital sobre excrementos, y en la
consecución de sus miserables objetivos no había dudado en de-
gradar la memoria de Soberbia y en arruinar a un necio vulnerable
como Armonía y en invocar los códigos del odio de la prensa ama-
rilla, y todo sin dejar de decirse a sí mismo, y a quienquiera que
quisiera oírlo — y esto era lo que le dejaba a uno sin aliento— que
lo que hacía era cumplir con su deber, que su afán no era sino el
servicio de un alto ideal. ¡Era un loco, un enfermo! ¡No merecía
existir!

148
Estas execraciones las profirió Horacio en la cocina, mientras
apuraba su segunda copa, a la que siguió luego una tercera. Sabía
por experiencia que redactar y enviar una carta cuando uno está
fuera de sí no hacía sino poner un arma en manos de su enemigo.
No era sino veneno que podía ser utilizado en contra de uno, y de
forma continuada, en el futuro. Pero Horacio quería escribirle algo
en aquel mismo momento, ya que quizá no se sintiera tan honda-
mente herido al cabo de una semana. Finalmente se decidió por
una seca misiva escrita en una tarjeta que, en previsión de un
eventual cambio de opinión, no enviaría hasta el día siguiente. Tu
amenaza me horroriza. Lo mismo que tu periodismo. Mereces que
te despidan. Horacio. Abrió una botella de Chablis y, haciendo ca-
so omiso de los canapés de salmón que tenía en el frigorífico,
subió al ático con la «beligerante» determinación de ponerse a tra-
bajar. Llegaría un tiempo en el que nada quedaría de Vermin Halli-
day, y en el que de Horacio quedaría su música. El trabajo, pues,
un trabajo callado, deliberado, triunfador, constituiría una especie
de desquite. Pero la beligerancia no resultaba de gran ayuda para
la concentración, como tampoco las tres ginebras y la botella de
vino, y tres horas después seguía sentado al piano con la mirada fi-
ja en la partitura, inclinado sobre las teclas en actitud de trabajo,
con un lápiz en la mano y el ceño fruncido, pero sin oír ni ver más
que el brillante tiovivo—organillo de sus propios y circulares pen-
samientos, una y otra vez los mismos caballitos cabeceando sobre
sus trenzadas barras. Y helos ahí, volviendo una vez más… ¡Qué
injuria! ¡La policía! ¡Pobre Soberbia! ¡Mojigato hipócrita! Invocar
una postura moral para justificar lo que estaba haciendo… ¡Estaba
hasta el cuello de mierda! ¡Qué ultraje! ¿Y Soberbia qué…?

A las nueve y media se levantó del piano y decidió sobrepo-


nerse, beber un poco de vino tinto y ponerse a trabajar. Allí estaba
su bella melodía, su canción, diseminada por la página, exigiendo
su atención, anhelando una inspirada modificación, y allí estaba él,
vivo y lleno de energía, y a punto de ponerse manos a la obra. Pe-

149
150

ro, una vez abajo, se demoró en la cocina al volver a descubrir su


cena, y se puso a escuchar una historia de tuaregs nómadas ma-
rroquíes en la radio, y luego se tomó la tercera copa de Bandol pa-
ra darse una vuelta por la casa, cual antropólogo de su propia
existencia. Llevaba una semana sin entrar en el salón, y se puso a
vagar por la enorme estancia, examinando pinturas y fotografías
como si las viera por vez primera, pasando la mano por los mue-
bles y cogiendo objetos de la pared de encima de la chimenea. To-
da su vida estaba allí, en aquel salón, y ¡cuán rica había sido su
historia! El dinero con el que había comprado hasta la más barata
de aquellas cosas lo había ganado creando sonidos, poniendo una
nota junto a otra. Todo lo que tenía ante sus ojos lo había imagina-
do tal como estaba, lo había deseado «así y allí», sin la ayuda de
nadie. Brindó por su éxito, y tras apurar la copa volvió a la cocina
para servirse otra antes de iniciar su «gira» por el comedor. A las
once y media estaba de nuevo frente a la partitura, cuyas notas no
parecían poder quedarse quietas, ni siquiera para él, y tuvo que
admitirse que estaba borracho como una cuba. Pero ¿quién no lo
estaría después de tantas traiciones? Vio una botella de whisky
escocés mediada sobre una estantería; la cogió y se sentó en el si-
llón de Soberbia. Había una pieza de Ravel en el equipo de músi-
ca… Su último recuerdo de la velada fue que levantaba el mando a
distancia y apuntaba hacia el compact-disc.

Despertó en plena madrugada con los auriculares torcidos so-


bre la cabeza y una terrible sed (había soñado que cruzaba un de-
sierto a gatas, con el único piano de cola de los tuaregs a cuestas).
Bebió del grifo del cuarto de baño y se metió en la cama, y perma-
neció tendido durante horas con los ojos abiertos en la oscuridad,
exhausto, seco y alerta, indefenso y forzado una vez más a prestar
atención al tiovivo. ¿Con la mierda hasta el cuello? ¡Postura moral!
¿Soberbia?

Al despertar de un breve sueño a media mañana, supo que su


buena racha creativa se había agotado. No era simplemente que

150
estuviera exhausto y con resaca. En cuanto se sentó al piano e hi-
zo un par de tentativas de abordar la variación, cayó en la cuenta
de que no sólo ese pasaje sino el movimiento entero había muerto
en él: de pronto no era sino cenizas en su boca. Y no se atrevía a
pensar demasiado en la sinfonía misma. Cuando la secretaria que
le habían asignado llamó para preguntar cuándo podían pasar a
recoger los pasajes que faltaban, fue sobremanera brusco con ella,
hasta el punto de tener que llamarla luego para disculparse. Dio un
paseo para aclararse la cabeza, y echó en el buzón la tarjeta dirigi-
da a Horacio, que a la luz del día le había parecido una obra maes-
tra de la contención.

151
152

CAPÍTULO 34

Al desplegar el diario sobre la mesa de la cocina, pues, recibió


una especie de shock. Armonía posando ante Soberbia, actuando
amaneradamente para ella… La cámara en las cálidas manos de
Soberbia, sus vivos ojos encuadrando un día lo que Horacio estaba
viendo ahora… Pero aquella primera plana producía un auténtico
bochorno, no porque —o no únicamente porque— un hombre hu-
biera sido sorprendido en un momento íntimo harto delicado, sino
por el hecho de que el periódico hubiera armado tal revuelo al res-
pecto, y por el hecho de dedicar tan poderosos recursos a un asun-
to de tal naturaleza. Como si se hubiera descubierto alguna
criminal conspiración política, o un cadáver bajo una mesa en el
Ministerio de Asuntos Exteriores. Algo tan poco «cosmopolita», tan
mal calculado, con tan poco estilo…

La resaca le duró todo el fin de semana y parte del lunes —a


su edad uno no salía de ellas tan incólume—, y la sensación gene-
ral de náusea le brindó un caldo de cultivo idóneo para la amarga
reflexión. El trabajo se hallaba estancado. Lo que había sido un
exquisito fruto no era ahora sino una rama seca. Los copistas es-
peraban con desesperación las últimas doce páginas de la partitu-
ra. El director de orquesta telefoneó tres veces con voz trémula de
controlado pánico. La sala de conciertos de Mendoza había sido
reservada para dos días (y por una enorme suma) a partir del vier-
nes siguiente, y los percusionistas de apoyo solicitados por Horacio
ya habían sido contratados, al igual que el acordeonista.

Por culpa de un idiota. Cada vez veía con más claridad que se
le estaba negando la posibilidad de crear su obra maestra, la cul-
minación de toda una vida de trabajo. Aquella sinfonía habría alec-

152
cionado a su público acerca de cómo escuchar, cómo oír todo
cuanto había escrito hasta entonces. Ahora, sin embargo, la prue-
ba, la rúbrica misma del genio se había malogrado, y su obra se
había visto despojada de su grandeza. Porque Horacio sabía que
jamás volvería a intentar una composición de tal envergadura: se
sentía demasiado cansado, demasiado «esquilmado», demasiado
viejo. El domingo holgazaneó por el salón y leyó con cierto aturdi-
miento el resto de las noticias y reportajes de El Juez. El mundo
seguía siendo el mismo lugar caótico de siempre: los peces cam-
biaban de sexo, el tenis de mesa británico había perdido el norte, y
en Holanda unos tipejos con titulación médica ofrecían el servicio
legal de «quitar de en medio» a un progenitor viejo y molesto.

El martes por la mañana fue despertado por el gerente de la


orquesta, quien literalmente llegó a gritarle al teléfono. Los ensayos
eran el viernes y aún no habían recibido la partitura completa.
Aquella misma mañana, más tarde, un amigo le contó por teléfono
la nueva: ¡Horacio se había visto forzado a dimitir! Horacio salió de
casa a la carrera para comprar los periódicos. No había oído ni leí-
do nada acerca del asunto desde El Juez del viernes, e ignoraba
por tanto que la opinión pública se había vuelto claramente en con-
tra de Horacio. Se sentó con una taza de café en el comedor y se
puso a leer la prensa. Resultaba sombríamente satisfactorio ver
confirmada su opinión sobre Horacio. Él había cumplido con su de-
ber para con Horacio: había tratado de advertirle, pero Horacio no
le había hecho ningún caso. Después de leer tres feroces críticas
contra el ya ex director de El Juez, Horacio fue hasta la ventana y
se quedó mirando los macizos de narcisos contiguos al manzano
del fondo del jardín. Tenía que admitirlo: se sentía mejor.

Una vez en el estudio, barrió libros y viejas partituras de la me-


sa con el brazo para hacerse un hueco donde trabajar, y tomó una
hoja de papel pautado y un lapicero de afilada punta, y había per-
geñado ya una clave de sol cuando oyó que llamaban a la puerta.
Su mano quedó en suspenso, y aguardó. El timbre de la puerta

153
154

volvió a sonar. No iba a bajar a abrir, no en aquel momento, cuan-


do se hallaba a punto de dar con la variación que tan pertinazmen-
te se le estaba hurtando.

—Le habla la policía. Departamento de Investigación Criminal.


Estamos aquí fuera, ante su puerta principal. Le agradeceríamos
que nos concediera unos minutos.

—Oh, verá… ¿Les importaría volver dentro de media hora?

—Me temo que no es posible. Tenemos que hacerle unas pre-


guntas. Puede que tengamos que pedirle que asista a un par de
ruedas de reconocimiento. Que nos ayude a identificar a un sospe-
choso. No le llevaría más de un par de días.

154
CAPÍTULO 35

EL vuelo llegó con dos horas de retraso al aeropuerto. Horacio


tomó el tren hasta la Estación Central, y de allí fue a pie hasta el
hotel dando un paseo a la tenue luz gris de la tarde. Mientras cru-
zaba el Puente volvió a pensar en lo tranquila y civilizada que era
la ciudad de Mendoza. Dio un amplio rodeo en dirección oeste para
pasar por la Terminal del Sol. Llevaba una maleta muy liviana. Re-
sultaba tan reconfortante aquella masa de agua en medio de la ca-
lle… Era un lugar tan tolerante, tan libre de prejuicios, tan adulto:
los antiguos y bellos almacenes de ladrillo y madera tallada conver-
tidos en apartamentos de exquisito gusto, el discreto mobiliario ur-
bano, los sencillos e inteligentes holandeses en bicicleta, con sus
sensatos niños a la espalda. Los tenderos parecían profesores; los
barrenderos, músicos de jazz.

Reflexionaba en estas cosas cuando por fin llegó al hotel, don-


de le informaron que la recepción era a las siete y media de la tar-
de. Desde la habitación llamó a su contacto, aquel buen médico,
para tratar de los preparativos y, por última y definitiva vez, de los
síntomas: conducta imprevisible, estrafalaria y sobremanera anti-
social; total pérdida de juicio; tendencias autodestructivas, delirios
de omnipotencia; personalidad desintegrada. Hablaron asimismo
de la premedicación. ¿Cómo debía ser administrada? Su interlocu-
tor le sugirió una copa de champán, lo que a Horacio le pareció el
«toque» festivo idóneo.

Aún debía ocuparse de las dos horas de ensayo, de forma que,


después de dejar el sobre del dinero en recepción, Horacio pidió al
portero que llamase a un taxi, y al cabo de unos minutos se apeó
frente a la entrada de artistas, a un costado del edificio. Al pasar
ante el portero y empujar las puertas giratorias que le conducirían

155
156

hasta las escaleras, oyó el sonido apagado de la orquesta. El mo-


vimiento final. Era previsible. Mientras subía las escaleras iba co-
rrigiendo el pasaje. Es mi música. Era como si unos cuernos de
caza lo estuvieran llamando, convocando para que regresara a sí
mismo. ¿Cómo podía haberse alejado tanto? Llegó al rellano y
apretó el paso. Podía oír lo que había escrito. Se dirigía hacia una
representación de sí mismo. Todas aquellas noches en soledad. La
odiosa prensa. El viaje. ¿Por qué se había pasado toda la tarde
perdiendo el tiempo, por qué había estado posponiendo aquel
momento? Le costó un gran esfuerzo no echar a correr por el pasi-
llo en curva que conducía al auditórium. Empujó una puerta, y se
detuvo a tomar aliento.

Había llegado, como pretendía, a la parte alta del fondo del es-
cenario, de espaldas a la orquesta (detrás de los percusionistas).
Los músicos no podían verle, mas sí su director. Algunos tenían los
ojos cerrados. Alzado sobre las puntas de los pies, inclinado hacia
adelante, con el brazo izquierdo tendido hacia la orquesta, sus de-
dos trémulos y abiertos despertaban suavemente a la vida al trom-
bón con sordina que ahora empezaba a ofrecer dulce, sabia,
confabuladoramente, el primer desarrollo completo de la melodía,
el «Nessun dorma» de final de siglo, la melodía que Horacio había
tarareado a los inspectores el día anterior y por la que había esta-
do dispuesto a abandonar a su suerte a una excursionista anóni-
ma. Acertadamente. Mientras las notas se encrespaban, mientras
todos los instrumentos de cuerda disponían sus arcos para ofrecer
los primeros y sostenidos suspiros de sus armonías deslizantes y
sinuosas, Horacio se acomodó en silencio en una silla y sintió que
iba sumiéndose en una especie de desvanecimiento.

Las cabezas de los miembros de la Sinfonía de la Provincia de


Mendoza se volvieron hacia él, y Horacio se puso en pie. Mientras
bajaba al escenario empezó a oírse un golpeteo cada vez más
fuerte de arcos contra los atriles.

156
—¡Grande Maestro! —se oyó.

Antes de volver a ocupar su asiento, Horacio reparó en la gra-


vedad solemne de las caras de los músicos. Habían trabajado duro
durante todo el día. La recepción en el hotel probablemente les le-
vantaría el ánimo. El ensayo continuó. Uno de los músicos perfec-
cionó el pasaje que Horacio acababa de escuchar; hizo tocar
separadamente a las diferentes partes de la orquesta e indicó a los
músicos pequeñas modificaciones —en los legatos, por ejemplo—.
Horacio, en su asiento, trató de evitar que acapararan su atención
los detalles técnicos. Ahora era la música lo que importaba, la pro-
digiosa mutación del pensamiento en sonido. Se encorvó hacia
adelante, con los ojos cerrados, concentrándose en cada fragmen-
to que había pulido.

Ahora volvía a oírse el trombón, y un enmarañado y contenido


crescendo que acabó por desarrollar la reafirmación final de la me-
lodía: un atronador y carnavalesco tutti. Pero, oh fatalidad, sin va-
riación alguna. Horacio se llevó las manos a la cara. Con razón se
había preocupado… Era una obra malograda. Antes de salir para
Manchester había enviado las páginas como estaban. No tuvo
elección. Y ahora no podía recordar el exquisito cambio que había
estado a punto de introducir en la melodía final. El ensayo llegaba
a su término.

Horacio siguió hundido en su asiento. Ahora todo le sonaba di-


ferente. El tema se deslizaba hacia el maremoto de la disonancia,
e iba ganando en volumen gradualmente, pero el resultado sonoro
era harto incongruente, como si veinte orquestas estuvieran afi-
nando en la sus instrumentos. No era en absoluto disonante. To-
dos los instrumentos tocaban prácticamente la misma nota. No era
sino un sonsonete monocorde. Una gigantesca gaita que necesita-
ba ser reparada. Horacio no alcanzaba a oír más que aquel la, que
saltaba de un instrumento a otro, de una sección a otra de la or-

157
158

questa. Su don del perfecto oído le resultó de pronto un tormento.


Aquel la le estaba taladrando el cerebro.

Habían acordado que Horacio volvería al hotel en Mendoza del


director, que aguardaba ante la entrada de artistas.

Minutos después estaba de pie en el cuarto de baño, comple-


tamente vestido, descalzo, inclinándose sobre la bañera, tratando
de manipular el reluciente mecanismo dorado de obturación del
desagüe. Había que levantarlo y simultáneamente echarlo hacia un
lado, pero en aquel momento Horacio no parecía con la suficiente
destreza para hacerlo. Entretanto, el caldeado suelo de mármol le
transmitía a través de las plantas de los pies una suerte de recor-
datorio sensual de su fatiga.

158
CAPÍTULO 36

AQUELLA semana, el primer ministro decidió llevar a cabo una


remodelación ministerial, y prácticamente todo el mundo convenía
en que, a pesar de que la opinión pública se había decantado ma-
yoritariamente en favor de Armonía, la fotografía de El Juez había
arruinado su carrera. En cuestión de un día el ya ex ministro de
Asuntos Exteriores descubrió, tanto en los pasillos de la sede del
partido como entre los diputados parlamentarios, que contaba con
muy pocos apoyos para disputar el liderazgo del partido en no-
viembre: en el país, en general, la «política de la emoción» bien
podría haberle otorgado el perdón, o al menos una suerte de tole-
rancia, pero los políticos no ven con buenos ojos tal vulnerabilidad
en un aspirante a líder. Estaba, pues, destinado al olvido político
que había deseado para él el director de El Juez.
No se habían visto desde la cremación de Soberbia, y se die-
ron la mano con cierta cautela. Armonía había oído rumores de
que había sido Jorge quien había vendido las fotografías, y Jorge
ignoraba cuánto podía saber Armonía. Éste, por su parte, no esta-
ba demasiado al tanto de la actitud de Jorge respecto a su roman-
ce con Soberbia. Y Jorge tampoco sabía muy bien si Armonía era
consciente de lo mucho que él, Jorge, le detestaba. Iban a viajar a
Mendoza juntos para repatriar los féretros a Inglaterra, Jorge en
calidad de viejo amigo de los Halliday y de mentor de Horacio en El
Juez, y Armonía, a instancias de la Fundación Jorge Cremontti,
como valedor de Horacio en el gabinete ministerial. Los miembros
del comité de la Fundación confiaban en que la presencia del ex
ministro de Asuntos Exteriores aceleraría el engorroso papeleo que
llevaba aparejado cualquier repatriación de unos restos mortales.
Jorge hizo que el coche le dejara al comienzo de la calle; pa-
searía unos minutos hasta la casa y llamaría a la puerta. Necesita-
ba planear lo que iba a decirle a la viuda de Horacio. Pero, en lugar

159
160

de hacerlo, mientras iba caminando en la frescura relajante del


crepúsculo, pasando ante casas victorianas, escuchando el sonido
de los primeros cortacéspedes en la primavera temprana, vio que
sus pensamientos tomaban placenteramente otros derroteros: Ar-
monía vencido, airosamente defendido por Rose Armonía en la
rueda de prensa (incluso negó mendazmente la aventura extracon-
yugal de su esposo), y ahora Horacio fuera de juego. Y también
Horacio… En conjunto, las cosas no habían salido tan mal en lo re-
lativo a los antiguos amantes de Soberbia. Sin duda era un buen
momento para empezar a pensar en ofrecerle un buen funeral a su
querida Soberbia.
Irían juntos al cementerio. Esta vez no habría intercambio de
miradas. Solo serían ellos. Los que siempre se conocían. Los que
nunca se traicionaron. Amantes.

160

También podría gustarte