Dentro del contexto de la administración de las naciones, los gobiernos se sustentan en el tesoro público, entendido esto como la cantidad de bienes pertenecientes a la nación, muchos de estos recursos puede deducirse provienen de diversas fuentes, se derivan bien sea de un fondo peculiar, de la república independiente o de los ingresos de sus individuos. De manera que el Estado como cualquier dueño de un fondo capital puede sacar renta de él, bien sea empleándolo por sí mismo o prestándolo para que otro lo emplee, obteniendo intereses de esta manera. Sin embargo las dos fuentes de ingresos que pertenecen al Estado, el capital público y las tierras públicas resultan insuficientes e inadecuadas para sufragar los gastos que tiene todo Estado grande. La mayor parte de este gasto entonces debe ser financiado mediante impuestos de alguna clase. De esta manera el pueblo ocupa un importante papel en la contribución del erario del Estado. El impuesto que los individuos aportan proviene entonces de tres formas: renta, beneficio y salario, es decir que una fracción de su ingreso es aportada a la nación. Los tributos aportados por los ciudadanos deben cumplir unas exigencias: el impuesto que paguen los individuos debe ser real y no de forma arbitraria. Los gastos del gobierno representan una obligación de parte de los ciudadanos del territorio, el impuesto debe pagarse en el tiempo y de manera que sea cómoda para sus contribuyentes, el impuesto debe corresponder con la mayor exactitud, de manera que lo que se aporte corresponda a una cifra igual de lo que se exige. La tendencia natural de este impuesto es la de reducir rentas, evidentemente cuanto más pague una persona por el impuesto, menos podrá pagar por la renta. De manera que la principal objeción a los tributos es su desigualdad, una desigualdad de la peor especie porque a menudo inciden más sobre los pobres que sobre los ricos, siendo cada vez más marcada y aislado a la población vulnerable de gozar de una vida sin presiones y consecuencias por evasión de algún tipo.