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Emiliano Jiménez Hernádez

JOB
CRISOL DE LA FE
¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él?
Salmo 8,5

¿Qué es el hombre para que tanto te ocupes de él?


Job 7,17

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CONTENIDO

PROLOGO: 1,1-2,13
1. UN HOMBRE LLAMADO JOB: 1,1 7
a) Había una vez un hombre 7
b) Itinerario de la fe 8
c) “Me basta tu gracia” 10
2. DIOS, JOB Y SATANAS: 1,1-12 11
a) La apuesta de Dios y Satanás: 1,1-9 11
b) ¿Acaso Job cree en Dios de balde?: 1,10-12 12
3. DE LA FELICIDAD AL SUFRIMIENTO: 1,12-2,12 15
a) Del vientre materno al seno de la tierra: 1,12-19 15
b) ¡Bendito sea el nombre del Señor!: 1,20-22 16
c) ¡Piel por piel!: 2,1-7 17
d) La mujer, aliada de Satán: 2,7-10 19
e) Una semana de silencio: 2,11-13 20
DIALOGOS DE JOB Y LOS AMIGOS
1. JOB ROMPE EL SILENCIO: 3,1-26 25
a) El grito del dolor: 3,1 25
b) ¡Perezca el día en que nací!: 3,2-10 26
c) Nacer y morir: las dos puertas de la vida: 3,11-19 27
d) Entre el nacer y el morir está el camino de la vida: 3,20-27 29
2. ESCANDALO DE LOS AMIGOS: 4,1-5,27 31
a) Se cosecha lo que se siembra: 4,1 31
b) Los amigos, aliados de Satán: 4,2-11 32
c) Experiencia y revelación: 4,12-5-16 33
e) El sufrimiento purificador: 5,17-27 34
3. JOB HABLA DESDE LA ANGUSTIA DE SU ESPIRITU: 6,1-7,21 37
a) El lúcido desvarío de Job: 6,2-30 37
b) Los íncubos de la noche: 7,1-19 39
d) ¿Donde está la “hesed” de Dios?: 7,20-21 40
4. EL PAPIRO, LA TELARAÑA Y LA PLANTA TREPADORA: 8,1-22
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a) Dios no cambia las reglas del juego: 8,1-4 43
b) Los dos árboles: el malo y el bueno: 8,5-19 44
c) ¿Hechos o teoría?: 8,20-22 45
5. LA AUSENCIA DE DIOS: 9,1-11,20 47
a) La noche de la fe: 9,147
b) Si hablo, él calla; si él habla, me deja mudo: 9,2-20 48
c) ¿Hay un mediador que ponga su mano entre los dos?: 9,21-10,7 49
d) ¿Es razonable este vivir muriendo?: 10,8-22 50
e) Sofar echa agua en vaso lleno 52
6. ¿POR QUE ME OCULTAS TU ROSTRO?: 12,1-15,35 55
a) Dios ha quebrantado la justicia: 12,1 55
b) Abogados de Dios y fiscales del hombre: 12,2-13,5 56
c) Dios no necesita abogados: 13,6-22 58
d) La doxología de Job: 13,23-27 59
e) El hombre: leño carcomido: 13,28-14,22 61
f) ¿Corazón, ojos y boca contra Dios?: 15,1-35 63
7. DIOS: JUEZ, ACUSADO, TESTIGO Y DEFENSOR: 16,1-18,21 65
a) Brecha sobre brecha: 16,1-1765
b) ¡Tierra, no cubras mi sangre!: 16,18-17,21 66

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c) Dios defensor de Job contra Dios: 17,3 68
d) El malvado cae en sus mismas redes: 18,1-21 69
8. MI DEFENSOR ESTA VIVO: 19,1-20,29 71
a) Descuaja como un árbol mi esperanza: 19,1-22 71
b) Mis ojos le verán: 19,23-29 72
c) Diálogo de sordos: 20,1-29 74
9. ¿POR QUE NO HE DE SER IMPACIENTE?: 21,1-22,30 77
a) La vara de Dios no pesa sobre el malvado: 21,1-16 77
b) ¿Se apaga la lámpara del malvado?: 21,17-34 78
c) ¿Acepta Dios sobornos?:22,1-30 79
10. PODER Y SABIDURIA DE DIOS: 23,1-27,2383
a) Presencia y ausencia de Dios: 23,1-7 83
b) Job, descentrado: 23,8-24,25 84
c) Dios, Señor del cosmos: 25,1-6; 26,5-14 87
d) ¡Vive Dios, el que rehúsa mi justicia!: 26,1-4;27,1-12 88
e) Final del ciclo de diálogos 27,13-23; 24,18-24 90
INTERLUDIO: HIMNO A LA SABIDURIA: 28,1-28 92
EL ENFRENTAMIENTO DE JOB Y DIOS
1. LA GRAN APELACION DE JOB: 29,1-31,40 99
a) Las aguas de la historia: 29,199
b) Memorial del pasado: 29,2-20 100
c) La cruz del presente: 30,1-31 102
d) La esperanza del futuro: 31,1-40 104
2. VINO QUE REVIENTA LOS ODRES: 32,1-37,24 107
a) La cuña del discurso de Elihú: 32,1-33,7 107
b) El sueño y el ángel: 33,8-26 108
c) La fuerza, ¿principio de justicia o de misericordia?: 33,27-34,37 110
e) La pedagogía de Dios: 35,1-37,24 111
f) Adiós a Elihú 113
3. DESDE EL SENO DE LA TORMENTA: 38,1-39,30 117
a) ¿Quién es el que oscurece mis designios?: 38,2-3 117
b) Desde la tormenta: 38,1 118
c) Viaje cósmico: 38,4-39,30 121
3. AHORA TE HAN VISTO MIS OJOS: 40,1-42,6 127
a) Me taparé la boca con la mano: 40,1-5 127
b) Creación e historia: 40,6-41,26 128
c) Yo te conocía sólo de oídas: 42,1-5 131
d) Job ha visto a Dios y eso le basta: 42,6 134
EPILOGO: ITINERARIO DE LA FE: 42,7-17 139
a) El amor es la última palabra de Dios 139
b) Y la fe es la única palabra del hombre 141

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PROLOGO

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1. UN HOMBRE LLAMADO JOB

a) Había una vez un hombre

“Había una vez un hombre llamado Job” (1,1). Job es un hombre, un hombre
cualquiera. Es Adán. Es Cristo, el nuevo Adán, que se hizo en todo semejante al
hombre (Flp 2,7). Job es contemporáneo nuestro, porque vive lo que vivimos nosotros,
se hace las mismas preguntas que nos hacemos nosotros. Job pone en nuestros labios la
pregunta acuciante: ¿Por qué? ¿Por qué el inocente, por qué yo, que soy inocente, tengo
que sufrir?

Cada día, al leer el periódico o ver el telediario, brota en nosotros el grito de


Job: “La tierra está en poder de los malvados y los jueces tienen un velo en los ojos”
(9,24). Job se rebela ante el sufrimiento de los inocentes, y también ante la felicidad de
los malvados, que cometen sus crímenes impunemente: “¿Por qué los malvados viven
en paz?”

Job es Adán. Job, podemos decir, no es un nombre propio, sino un nombre


común a todo hombre. Aparece en la narración sin ninguna referencia anterior a él; no
se da nombre al padre, como es común en la Escritura: “hijo de...”. No se conoce ni el
nombre del padre, ni de la madre, ni del abuelo. Solamente se dice: “Había una vez en
el país de Us un hombre llamado Job”. Job es un hombre sin apellidos. Los rabinos, en
sus comentarios, han situado a Job en las más diversas y distantes épocas de la historia.
Y es que Job pertenece a toda época. Es de ayer y de hoy.

Ni Job ni los tres amigos son israelitas. Las preguntas y problemas del libro de
Job son preguntas y problemas de todos los pueblos, de todo hombre. El hombre de
todos los tiempos ha intentado penetrar, con la filosofía o la religión, en el misterio del
mal. A golpes de razonamientos ha abierto diversas brechas en el castillo inexpugnable.
Pero el sufrimiento sigue siendo un misterio. Lo sigue siendo también para Job al final
de su historia. El mal es un misterio, fuente de desesperación y de muerte, que puede
transformarse en fuente de redención y de vida.

Todo creyente se puede ver en Job. Job se atreve a decir en voz alta lo que todo
hombre siente en la hora de la prueba. El choque del sufrimiento hace vacilar las
evidencias, las certezas fáciles y tranquilizantes de la religión. El sufrimiento coloca al
hombre ante Dios, para negarle o para entregarse a él en la fe. Este combate de la fe,
que Job vive y nos ayuda a vivir, es el combate de todo creyente, que necesariamente
pasa por el momento de la prueba, por el momento del silencio de Dios. La ausencia de
Dios es el borrador de todas las falsas imágenes de Dios, que el hombre ha dibujado en
su mente. Job, con su testimonio, arrastra al creyente hasta los márgenes oscuros de la
fe, en donde se juegan las relaciones del hombre con Dios. El camino de la fe abierto
por Job pasa por la noche de la muerte, de la renuncia de sí mismo ante Dios, que sólo
responde al alba, como en la mañana de Pascua.

El libro de Job es un poema sinfónico, en el que varias voces se unen para


penetrar en el misterio del dolor humano, en el misterio de Dios que permite el
sufrimiento del hombre. El mal y el dolor gritan con toda su fuerza contra la mente del
hombre. Pero Job integra el dolor en un designio misterioso de Dios sobre el hombre.

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El absurdo se hace misterio. Y ante el misterio caben dos actitudes, recorridas por Job:
la desesperación y la blasfemia o la esperanza y la alabanza. La fe vence la
desesperación y se hace canto de alabanza. La noche oscura de Getsemaní desemboca
en el alba de la resurrección.

b) Itinerario de la fe

Job nos ofrece el testimonio del atormentado itinerario de la búsqueda de Dios a


través del dolor de los inocentes. Es el itinerario de la fe, que no se conforma con las
respuestas formales de la tradición. Es el itinerario desde la religiosidad natural a la fe.
El libro de Job nos muestra ese camino de la fe, camino del hombre en busca de las
huellas de Dios en el misterio de su actuación con el hombre. Las huellas que marca el
paso de Dios por la vida del hombre con frecuencia no coinciden con la imagen que el
hombre tiene de él. Los sabios tratan de ajustar las huellas a la imagen de Dios que
llevan en su mente. Job, el “siervo fiel del Señor”, invierte el proceso: busca la imagen
de Dios a partir de las huellas dejadas por él en su carne.

Job, “hombre perfecto, recto, que temía a Dios y se apartaba del mal” (1,1),
recibe el título honorífico de “siervo de Dios”(1,8). Dios le llama “mi siervo” lo mismo
que a los patriarcas Abraham, Isaac y Jacob (Dt 9,2-7), a Moisés (Nm 12,7; Dt 34,5; Jos
1,1-2), a Josué (Jos 24,29; Ju 2,8), a David (2Sam 7,5.8) y al Siervo de Yahveh. Con
este título Job es un anillo en la cadena de quienes Dios ha elegido para llevar a cabo la
historia de la salvación. Job, como palabra misteriosa de Dios, se coloca en la línea de
los testigos de Dios. En Job tenemos una etapa fundamental de la revelación de Dios a
los hombres y de la búsqueda de Dios por parte del hombre.

San Gregorio Magno, en la presentación de su comentario Moralia in Job, nos


dice que la virtud de Job, el siervo de Dios, no era conocida más que por sí mismo y
por Dios. Sin sus pruebas su virtud hubiese quedado para siempre en el anonimato.
Sólo gracias al sufrimiento se difundió su perfume. El perfume, encerrado en el frasco,
no perfuma. El incienso expande su aroma sólo cuando se quema en el fuego. El grano
de trigo sólo da fruto cuando se rompe bajo la tierra. El santo se hace buen olor de
Cristo en las tribulaciones.

“Mirad cómo proclamamos felices a los que sufrieron con paciencia. Habéis
oído la paciencia de Job en el sufrimiento y sabéis el final que el Señor le dio; porque el
Señor es compasivo y misericordioso” (St 5,8). Esta visión de la paciencia de Job,
transmitida por el apóstol Santiago, es la única idea que muchos tienen de Job. Pero, en
realidad, sólo responde al comienzo y al final de la historia. La impaciencia y protesta
de Job ante el sufrimiento ocupan la mayor parte del libro.

Job, en palabras de A. De Lamartine, narra, discute, escucha, responde, se irrita,


interpela, apostrofa, grita, insulta, canta, llora, ironiza, implora, reflexiona, juzga, se
arrepiente, se aplaca, adora... Desde el fondo de su desesperación justifica a Dios contra
sí mismo. Es la víctima convertida en juez con la impersonalidad sublime de la razón,
celebrando su suplicio y arrojando las gotas de su sangre hacia el cielo, no como un
insulto, sino como una libación al Dios justo. Job no es un hombre, es la humanidad. Es
la humanidad digna de conversar con su creador.
Job, escribe el filósofo ruso Nicolaj Berdjaev, grita de dolor y su grito llena la
historia universal y resuena aún en nuestros oídos. En el grito de Job oímos la suerte del

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hombre. Job arroja su grito a Dios y ese grito se convierte en lucha con Dios. Sólo la
Biblia conoce la lucha con Dios, la lucha cara a cara de Job, de Jacob y de todo Israel.

En el libro de Job hay lamentos, gritos, sufrimientos, pero sobre todo hay una
lucha con Dios. Job, arriesgando su vida, se enfrenta con Dios. Apela, acusa y desafía a
Dios hasta obligarlo a responder a las preguntas que la experiencia del mal suscita en el
hombre. Job no tiene miedo de las palabras atrevidas, sospechosas, inaceptables; llama
a las cosas por su nombre, poniendo en crisis todas las certezas de la sabiduría humana,
de la tradición sapiencial de la Escritura. Job se mide con Dios, sin abandonar nunca su
relación con él. Mientras le acusa de cerrar todos los caminos al hombre, le reclama:
¡Manifiéstate! Acusa a Dios de que no se puede hablar con él porque, al final, siempre
tiene razón, pero Job sigue hablando a Dios y le dice todo lo que tiene que decirle. Con
críticas y desafíos provoca a Dios a salir de su escondite y de su silencio, a manifestarse
y a hablar. La palabras parecen negar la fe, pero los hechos le muestran caminando en
la fe hasta la confesión final: “Ahora te han visto mis ojos”.

Job no es como “el Siervo de Yahveh que maltratado no abría la boca”. Job,
maltratado, abre la boca, quejándose e inquiriendo. Sólo al final se tapará la boca con la
mano y callará. Job está en camino hacia Cristo, quien “por haber pasado la prueba del
dolor, puede auxiliar a los que la están pasando ahora” (Hb 2,18). Job, al principio,
ofrece sacrificios de expiación por sus hijos y, al final, intercede eficazmente por los
amigos, o mejor, enemigos, con quienes se reconcilia. Nosotros tenemos a Cristo “que
está siempre vivo para interceder por nosotros” (Hb 7,25).

Jesús se enfrenta al mal y al sufrimiento, suprimiendo a veces sus huellas a


través de sus milagros, como signo de la liberación total del hombre. El no acepta la
mecánica aplicación de la teoría de la retribución (Jn 9,1-3; L.c. 16,19-31; 1Cor 11,30-
32). El “no ha venido para los sanos, sino a buscar a los enfermos”. Come con los
publicanos y pecadores; se acerca y acoge a las prostitutas y a los leprosos. El se
presenta como el Siervo de Dios, como el Cordero de Dios, que quita el pecado del
mundo cargando con él. Sufriendo el dolor, el mal y la muerte, se hace uno de nosotros.
Siguiendo sus huellas, al cristiano “le es concedida la gracia no sólo de creer en él, sino
también de padecer con él” (Fil 1,29; 1Cor 4,9-13). Con Cristo, “a través de muchas
tribulaciones entra en el reino de Dios” (Act 1,22), donde “Dios secará toda lágrima de
nuestros rostros” (Ap 7,17). A la luz de la resurrección de Cristo el cristiano sabe que
“el grano de trigo echado en la tierra, si no muere, no da fruto” (Jn 12,24). Mientras
para el no creyente en Cristo el dolor es una oscuridad incomprensible (Mt 8,12; 13,42-
50; 22,13; 24,51; 25,30.46; Ap 9,5; 14,10-11), los creyentes “afrontamos con
constancia la prueba que se nos presenta, fijando nuestros ojos sobre la cabeza de
nuestra fe, que aceptó morir en la cruz” (Cf. Hb 12,1-2). La experiencia personal de
Dios en medio del sufrimiento se transforma en experiencia de fe pura. El dolor aparece
como el lugar privilegiado del diálogo entre Dios y el hombre.

c) “Me basta tu gracia”

El libro de Job es un drama con muy poca acción y con mucha pasión. Es la
pasión de Job que opone a la teoría tradicional de la retribución su persona, que la
contradice. Su grito de inocente aplastado por el sufrimiento brota “desde lo hondo” de
su ser en busca del misterio de Dios. El dolor provoca el santo “desvarío de sus

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palabras” (6,3). En el desvarío de la pasión de Job se estrellan, una tras otra, las olas de
las razones aprendidas y repetidas de los tres amigos. La debilidad de Job, su
sufrimiento aplastante, su angustia lacerante desarman las razones y argumentos “de
arcilla” (13,13) de los amigos.

Los amigos defienden la justicia de Dios como juez imparcial que premia a los
buenos y castiga a los malos. A Job le revuelve la bilis esa justicia de Dios, que
desmiente su experiencia personal. Por ello, rechazando a los amigos, apela a Dios
mismo. Entabla un pleito con Dios para probar su inocencia, arriesgando en él su
misma vida. Es el largo y lento diálogo del libro. Al final Dios, como instancia
suprema, zanja la disputa entre Job y los amigos. La aparición de Dios, con sus
interrogantes, condena a los amigos, sin dar la razón a Job. A Job, al hombre, a
nosotros, nos encamina a romper las imágenes falsas, que todos hemos fabricado de él,
mostrándonos su auténtico rostro.

Un libro sobre Job, sobre el dolor del hombre, es siempre peligroso. ¿Merecerá
el reproche de Dios? ¿Serán mis palabras más acertadas que las de los amigos de Job?
Para comprender el sufrimiento, ¿de qué parte colocarse?, ¿con Dios o con Job?,
¿acusar a Dios o acusar al hombre? ¿defender a Dios contra las quejas del hombre o
defender al hombre de las flechas de Dios, que coloca al hombre como blanco de su
juego? ¿Será posible colocarse simultáneamente de la parte de Dios y de la del
hombre? ¿No es acaso esa la respuesta al mal que da Cristo, Dios y hombre?

San Jerónimo, al presentar su traducción del libro de Job, dice en la


introducción: “Explicar el libro de Job es como pretender retener en las manos una
anguila o una pequeña morena. Cuanto más se aprieta más velozmente se escurre de las
manos”. Pero no se puede aceptar la actitud del avestruz, ave a la que, según Job, “Dios
ha privado de sabiduría y de discernimiento” (39,17).

Es necesario arriesgarse, como Job, en el itinerario de la fe. El hombre bueno,


que da gracias a Dios por todo lo que le sale bien, no es aún el creyente en Dios.
Tampoco lo es el resignado con las desgracias. El creyente es el que ve a Dios, Creador
del mundo y Señor de la historia, presente en su vida y eso le basta. El salto del Dios
sabido, de oídas, al Dios imprevisible, misterioso, rico de amor y ternura, es el
itinerario de la fe. Este itinerario es un combate cuerpo a cuerpo con Dios. Como Jacob
en la noche del Yaboc, Job es invitado al combate: “cíñete los lomos si eres hombre”
(40,7). Y, lo mismo que Jacob, Job será gloriosamente vencido. Tocado por Dios en el
talón de sus fuerzas, quedará para siempre cojo, sin poder apoyarse en sí mismo. No es
su inocencia la garantía del amor de Dios. Sólo sin la confianza en su yo, se apoyará en
Dios, gozará del amor gratuito de Dios, confesando: “me basta tu gracia”.

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2. DIOS, JOB Y SATANAS

a) La apuesta de Dios y Satanás

El hombre, ¡pobre Job!, es el campo donde se desafían Dios y Satán. Dios


apuesta siempre en favor del hombre y Satán en contra. Dios y Satanás se colocan en
dos planos distintos. Dios se fija en el ser, Satanás en el tener o poseer. Dios ve el ser de
Job: “recto, justo, libre del mal”; Satanás se queda en las apariencias, en los bienes que
posee: riquezas e hijos, dinero, afectos y fama. Satanás engloba hasta los hijos en las
posesiones de Job. Esto ya es diabólico. Los hijos son prolongación del padre, pero no
en el orden del poseer, sino del ser. El hijo no es nunca un objeto, sino un sujeto. Sólo
como sujeto se puede relacionar con el padre en el amor o incluso en el rechazo.

Job aparece como un hombre justo y feliz, como Adán al salir de las manos de
Dios, bendecido por Dios con una esposa, siete hijos y tres hijas. Feliz, se siente en paz
en el paraíso de sus riquezas: “Job era un hombre justo y recto, que temía a Dios y se
apartaba del mal. Tenía siete hijos y tres hijas. Tenía también 7.000 ovejas, 3.000
camellos, 500 yuntas de bueyes, 500 asnas y una servidumbre muy numerosa. Era,
pues, el más rico de todos los hijos de Oriente. Sus hijos solían celebrar banquetes en
casa de cada uno de ellos, por turno, e invitaban también a sus tres hermanas a comer y
beber con ellos. Al terminar los días de estos convites, Job les mandaba a llamar para
purificarlos; se levantaba de madrugada y ofrecía holocaustos por cada uno de ellos.
Porque se decía: Acaso mis hijos hayan pecado y maldecido a Dios en su corazón. Así
hacía Job cada vez” (1,1-5).

Job es el tipo del hombre que ha conseguido el logro humano y espiritual. Es


rico, bien considerado, con hijos, y de una rectitud a toda prueba: “respeta a Dios y se
aleja del mal” (1,1). Mas aún, se preocupa del honor de Dios hasta ofrecerle sacrificios
en reparación de las culpas hipotéticas de sus hijos (1,5). Y no se trata de una piedad
fingida. Por dos veces Dios le reconoce el título de “mi siervo” (1,8;2,3). Esta
integridad de vida marca con toda su fuerza el problema del sufrimiento de los
inocentes.

Job, temeroso de Dios, vive bajo la bendición de Dios, manifestada en las


riquezas y en la paz familiar: “Dichoso el que teme al Señor y sigue sus caminos.
Comerás del trabajo de tus manos, ¡dichoso tú, que todo te irá bien! Tu esposa será
como parra fecunda en medio de tu casa. Tus hijos, como brotes de olivo, en torno a tu
mesa. Esta es la bendición del hombre que teme al Señor” (Sal 128). Los banquetes que
los hijos celebran indican la unión de la familia: “Ved, qué dulzura, qué delicia vivir los
hermanos unidos” (Sal 133,1). Job, con los holocaustos ofrecidos por ellos, les protege
de toda maldición.

Desde este cuadro paradisiaco en la tierra pasamos a la corte celeste. Dios,


como soberano, está sentado al centro de su consejo celestial: “Dios se levanta en la
asamblea divina, en medio de los dioses juzga”. El Señor, sentado en su trono, rodeado
de su corte celeste (1R 22,19; Sal 89,6), celebra su asamblea. Un día asistirá al consejo
celeste Isaías y recibirá su vocación profética (Is 6). Ahora, al consejo de Dios se
presenta, por su parte, Satán, el “acusador” (Za 3,1). Satán representa la oposición,
goza criticando y procura que los hechos justifiquen sus críticas. Se dedica a recorrer la

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tierra, espiando las acciones de los hombres, incitándoles al mal, para luego
denunciarlos ante Dios. Así acusa a Josué (Za 3,1s), incita a David (1Cro 21,1). Ahora
le toca el turno a Job. Dando vueltas por la tierra se ha encontrado con él. “Vuestro
adversario, el Diablo, ronda como león rugiente, buscando a quién devorar” (1P 5,8).

Satán es un personaje ambiguo, escéptico respecto a los hombres, espía sus


defectos y desata sobre ellos toda suerte de males para empujarles al mal (1Cro 21,1).
Distinto de los hijos de Dios, llega a la asamblea celeste por su cuenta. “Y Dios dijo al
Satán: ¿De dónde vienes? Satán respondió a Yahveh: De recorrer la tierra y pasearme
por ella” (1,7). Y Dios, que está satisfecho de su siervo Job, dice a Satán: “¿No te has
fijado en mi siervo Job? ¡No hay nadie como él en la tierra; es un hombre cabal, recto,
que teme a Dios y se aparta del mal!” (1,8). Esta es la ocasión que espera Satán para
entrar en escena y provocar el drama. En realidad Satán no es más que un siervo de
Dios, aunque trate de oponerse a él. Dios se sirve de Satán para probar al hombre y
llevarlo a la plenitud de la fe. Satán entra en acción con toda su astucia, pero Dios se
burla de la sagacidad de los astutos. Gracias a Satán y a sus pruebas, la fe ingenua e
interesada de Job llegará a su madurez, a la fe desinteresada, totalmente gratuita. La
descripción de Job como un hombre bueno, rico y feliz, es ingenua, sospechosa. Falta
el paso por el crisol de la prueba para que Job llegue a la fe de Abraham (Gn 22) y de
Israel a través del desierto (Dt 8,2-16). Job bendice al Dios que le bendice. ¿Le
bendecirá en la prueba del sufrimiento?

Satán pone en duda la bondad de la obra de Dios. Se muestra cínico, con una
ironía fría y malévola; es envidioso y adversario del hombre (Nm 22,22.32). Dudando
del hombre, le gustaría que Dios compartiera sus dudas. Alejado de Dios, puesto que
sospecha de su obra, no puede atacar a Dios más que buscando el mal del hombre
inocente. Por ello, a los elogios de Dios sobre Job, Satán lanza la baba de su sospecha:
“¿Acaso Job cree en Dios de balde?” (1,9). Satán suscita la duda, siembra la sospecha.
Más que acusar abiertamente, insinúa la sospecha con alusiones veladas: “Quizás tú no
conoces realmente a Job”. Dios ha proclamado a Job como hombre recto, ajeno al mal,
pero Satanás lo pone en duda con sus insinuaciones. Esa es su tarea: dar vueltas por la
tierra expiando al hombre para presentarse “entre los hijos de Dios” con sus
acusaciones e insinuaciones malignas.

b) ¿Acaso Job cree en Dios de balde?

Esta es la clave de toda la historia de Job. El misterio del sufrimiento no es el


centro del libro, sino la gratuidad de la fe. El sufrimiento es sólo la ocasión y la vía para
verificar la autenticidad de la fe. El corazón del problema esta en el interrogante: ¿Job
bendice a Dios de balde, gratuitamente, sin mirar a la recompensa? Satanás no niega la
rectitud moral de Job, pero pone en discusión sus motivaciones, sospechando que en
sus manifestaciones de piedad hay un interés implícito: do ut des. Dios bendice al
hombre que le bendice. Por ello Job le bendice.

Dios, que conoce a fondo el corazón del hombre con toda su fragilidad, no duda
del hombre. Su confianza en la obra de sus manos le permite aceptar el desafío del
Satán: “¿No has levantado tú una valla en torno a él, a su casa y a todas sus posesiones?
Has bendecido la obra de sus manos y sus rebaños hormiguean por el país. Pero
extiende tu mano y toca todos sus bienes, ¡verás si no te maldice en la cara!” (1,10-11).
No, Dios no cae en la trampa de tocar a Job con sus manos, pero permite a Satán que lo

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haga: “Ahí tienes todos sus bienes en tus manos. Cuida sólo de no poner tu mano en él”
(1,12). Dios acepta el riesgo de poner su honor en manos del hombre libre, como él le
ha creado.

Dios acepta que Satán intervenga alterando la situación de bienestar de Job para
ver si su piedad es fe en Dios o religión interesada. Comienza la prueba de Job. La
prueba tiene la misión de poner al desnudo el corazón de Job, ver lo que hay en él (Dt
8). En el Deuteronomio se habla de humillación, de colocar al hombre en la verdad de
su relación con Dios, que es una relación de total dependencia. En el desierto, como en
la privación de todos los bienes, el corazón del hombre y sus intenciones quedan al
descubierto. En el desierto el hombre experimenta la humillación de la prueba, de la
impotencia, al no poder hacer nada por sí mismo y depender totalmente de Dios. En el
desierto el hombre no puede cultivar el campo, no puede tejer sus vestidos, no puede
proporcionarse el alimento ni el vestido, no puede asegurarse la vida. En esa situación
el hombre descubre que todo depende de Dios. Es bello y cómodo recibir todo de Dios,
pero es una humillación para el hombre, obligado a aceptar esta dependencia radical.
En el desierto el hombre es obligado a vivir sólo de la fe, de cuanto sale de la boca de
Dios. La fe es la prueba radical del hombre, la prueba de Job.

Es Satán quien desencadena el desafío de la fe. Pero, en realidad, el desafío de


la fe es la vida misma del hombre. Vivir en relación con Dios es un desafío continuo
para el hombre, porque vivir en la fe supone estar sometido a prueba continuamente. La
fe es aceptar vivir en referencia continua a Dios, a su modo de pensar, de conducir la
historia, por encima y diversamente de nuestras categorías y razonamientos. Vivir la fe
supone aceptar que el actuar de Dios es mejor que lo que pretendería nuestro buen
sentido. La fe obliga a abrirse constantemente al invisible, a la esperanza de la promesa,
dejando la seguridad de lo visible, del presente. Sólo la prueba muestra la fe
desinteresada. El testimonio supremo de la fe es el martirio: perder la vida por Dios. La
vida con sus problemas, con sus dificultades y sufrimientos, con sus muertes diarias, es
la prueba continua de la fe. También las alegrías y triunfos ponen a prueba la fe, pues
en ellas el justo sabe a quien atribuirlas y dar gracias.

En toda tentación Satán pretende dos cosas: separar al hombre de Dios y obligar
a Dios a rechazar al hombre, porque el tentador ha descubierto su pecado. La tentación
de Job es el prototipo de toda tentación. Satán quita al hombre absolutamente todo,
dejándolo desnudo e inerte. Pobreza, enfermedad, desprecio, rechazo de los hombres
llevan a Job al fondo de las tinieblas. Satanás le quita todo lo que, como príncipe de
este mundo, puede quitar a un hombre. Lo empuja a la soledad, donde no le queda más
que Dios. Y ahí es donde tiene que demostrar que teme, ama, sirve a Dios por nada, de
balde, que ama a Dios no por sí mismo, sino por Dios. El misterio de la cruz, del
silencio y del abandono de Dios, es la piedra de escándalo, el lugar del rechazo de Dios
o del abandono total en sus manos.

Por otra parte, Satanás intenta probar que Job ni teme ni ama a Dios por encima
de todas las cosas ni se confía plenamente a él. De este modo, al desvelar el pecado del
hombre, Satán pretende obligar a Dios a juzgar y condenar al hombre pecador. La
serpiente antigua no descansa, se arrastra por la tierra, dando vueltas por el mundo,
acechando la ocasión de morder el talón del hombre. Siembra en el hombre la sospecha
sobre el amor de Dios y acusa al hombre ante Dios. Su nombre ya le define como el
acusador. Satanás insinúa que si Job ama a Dios, lo hace sólo por interés, no por fe en

12
él. Si Dios cambiase en relación a él, Job dejaría de amarlo. No existe el amor gratuito.
Satanás quiere sembrar la duda en Dios acerca de Job. El sabe que si Dios dudase de
Job, la duda brotaría también en el corazón de Job en relación a él. En medio de la
relación amorosa entre Dios y el hombre, Satán se interpone, intentando separarles con
el muro de la duda, de la desconfianza mutua. Pero, en realidad, Satanás está bajo el
dominio de Dios. Dios no se deja vencer por las astucias del maligno y sigue amando,
confiando en el hombre. Acepta poner a prueba la fe del hombre, pues confía en él. Y,
con la prueba, la fe se purifica de toda escoria de intereses egoístas hasta llevar al
hombre a aceptar a Dios sólo porque es Dios: “Aunque la higuera no echa yemas y las
viñas no tienen fruto, aunque el olivo olvida su aceituna y los campos no dan cosechas,
aunque se acaban las ovejas del redil y no quedan vacas en el establo, yo exultaré con
el Señor, me gloriaré en Dios mi salvador” (Ha 3,16-19). Aunque Dios lleve a Cristo a
la muerte en Cruz, Cristo entra en ella sabiendo que el Padre no le dejará en la tumba.
Y, al final, al acusador se opondrá el Paráclito, el abogado defensor: “Cuando él venga,
convencerá al mundo de pecado, poniendo de manifiesto la justicia de Cristo y
condenando al príncipe de este mundo” (Cf Jn 16,7-11).

San Gregorio dice que “el diablo no desafía a Job, sino a Dios; y la puesta de la
pelea es Job. Si decimos que Job pecó en medio de los azotes, cosa impensable,
decimos que Dios perdió la apuesta. Si Dios no supiera que Job mantendría su
inocencia, no apostaría por él”. Satán siempre desconfía del hombre, gozando por
adelantado con su caída en las trampas que él le tiende. Dios, en cambio, permite la
tentación, confiando en el hombre, esperando preocupado el desenlace. Así Satán tienta
a Dios en el hombre. Dios acepta la tentación del hombre, porque confía en él. Pero
Dios no juega a la tentación. No siempre sale victorioso en la prueba. Dios deja al
hombre en la libertad, que él mismo le ha concedido. La libertad es el riesgo que Dios
ha aceptado al crear al hombre. Para Dios la tentación del hombre es siempre una
prueba de amor. Dios se juega el hombre de su amor en la apuesta con Satanás. Es el
misterio de la libertad del hombre lo que está en juego. Dios confía en el hombre y le
deja en su libertad, pero no es indiferente al dolor del hombre. Entra en él con el
hombre. Sufre por el hombre. Sufre en lugar del hombre. Dios no es apático, sino
simpático. Ama al hombre con pasión.

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3. DE LA FELICIDAD AL SUFRIMIENTO

a) Del vientre materno al seno de la tierra

“La muerte entró en el mundo por envidia del diablo” (Sb 2,24). Adán, el
hombre, sucumbió ante la prueba. Abraham, raíz del pueblo de Dios, experimenta la
oscuridad de la prueba (Gn 22) y, al salir victorioso, se convierte en “padre de los
creyentes” “porque en la prueba fue hallado fiel” (Si 44,20). El pueblo de Israel
atraviesa la prueba del desierto (Dt 8,2) y llega a la tierra prometida. Ahora es el
momento de Job, símbolo, como Adán, de todo hombre. Satán entra en escena con sus
armas: la duda que inocula, el sufrimiento, la mujer del hombre, los amigos que le
exacerban...

¡Pobre Job, que no sabe nada de la apuesta de Dios por él en contra de Satanás!
Dice el salmo: “Dios, que está en el cielo, ríe”. El Talmud, comentando este versículo,
se pregunta casi escandalizado: “¿Cómo? ¿Es posible que quien está en el cielo se ría
de sus criaturas?”. La respuesta es: “no”. Dios no se ríe de sus criaturas. Dios ríe con
sus criaturas, les acompaña, está junto a ellas: “Yo era todos los días su delicia, jugando
en su presencia en todo tiempo; jugando con la bola del orbe, me deleitaba con los
hombres” (Pr 8,30). Y si Dios ríe con sus criaturas, también está con el que sufre,
sufriendo con él. Dios sufre la prueba al lado del hombre. Dios está con Job, pero el
drama es que Job no lo sabe. Hasta el final de la historia no lo sabrá. Esta será la
angustia de Job, su verdadera prueba. Satán se la plantea a Dios: “Extiende tu mano y
toca todos sus bienes; ¡verás si no te maldice en la cara!” (1,11). Dios acepta las
condiciones de Satán: “Ahí tienes todos sus bienes en tus manos. Cuida sólo de no
poner tu mano en él. Y Satán salió de la presencia de Yahveh” (1,12).

Inmediatamente cuatro mensajeros anuncian cuatro desgracias que “caen” sobre


Job. Al final Job mismo “cae” por tierra (1,20). El desastre golpea riquezas y personas,
sólo el mensajero queda con vida “para poder contarlo”. El ansia y el vértigo del
absurdo de la prueba, en crudo contraste con la situación precedente, hace caer por
tierra a Job. En una secuencia impresionante, casi simultáneamente, en el cielo azul de
la vida de Job explotan cuatro truenos estremecedores: pierde asnos, ovejas, toros y,
sobre todo, sus hijos. Cada instante se carga de eternidad. Los mensajeros se pisan casi
los talones; son distintos, pero todos dicen la misma cosa: “Todos han muerto, sólo yo
me he salvado, para poder traerte la noticia”. Los sabeos, el fuego divino, los caldeos y
el viento caen, uno tras otro, sobre Job, que queda sin bienes, sin familia, solo,
encerrado en su propia soledad. De repente, Job se encuentra encerrado en el silencio,
la incomunicación, como arrojado del mundo. La coincidencia de los cuatro
acontecimientos no puede ser obra de la causalidad. Por la mente de Job pasa el
interrogante, aún no formulado: y Dios ¿dónde está? ¿qué tiene que ver con esto? ¿Por
qué? (1,13-21).

Sobre la escena idílica de tiendas, banquetes, ceremonias, campos, camellos y


rebaños, cae la masa de catástrofes una detrás de otra, sin tregua, ni tiempo de respiro.
Los momentos más sanos de la existencia humana, el trabajo y la paz familiar, se
convierten en el cebo predilecto de las desgracias. Sin saberlo los hijos de Job quedan
reunidos por la muerte (1,19). Los instantes serenos de la alegría familiar reciben el
impacto rápido, casi mecánico de la prueba. Los hombres y la naturaleza, - sabeos y

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caldeos, fuego y viento-, irrumpen a un tiempo sobre Job. Los mensajeros, dada la
noticia desaparecen; queda, solitaria, la figura de Job. Postrado por tierra eleva su
lamento, en el que gestos y palabras se funden. Job se rasga los vestidos, como Jacob
cuando recibió la túnica ensangrentada de su hijo José (Gn 37,34), y se rapa la cabeza.
Es el signo visible del desgarrón interior que experimenta. Desde el fondo del corazón
brota su lamento- bendición: “Desnudo salí del seno de mi madre, desnudo allá
retornaré. Yahveh dio, Yahveh quitó: ¡Sea bendito el nombre de Yahveh!” (1,21).

Fe y dolor se unen en el corazón de Job. La vida, el bienestar, las riquezas no


son más que un vestido que el hombre se pone temporalmente al nacer y que, muy
pronto, debe despojarse de él para volver a la desnudez del nacimiento: “Como
desnudo salió del vientre de su madre, desnudo volverá, como ha venido; y nada podrá
sacar de sus fatigas que pueda llevar en la mano. También esto es grave mal: que tal
como vino, se vaya; y ¿de qué le vale el fatigarse para el viento?” (Qo 5,14-15). El seno
materno, del que el hombre nace desnudo, y el seno de la tierra, que acoge al hombre
despojado de sus bienes terrenos, son los dos polos de la vida humana. Job no olvida la
sentencia del Génesis: “Con el sudor de tu rostro comerás el pan, hasta que vuelvas al
suelo, pues de él fuiste tomado. Porque eres polvo y al polvo tornarás” (Gn 3,19). El
hombre, comenta fray Luis de León, es pobre y desnudo de nacimiento. “Es propia del
hombre la desnudez, le viene de nacimiento”. “Cuando muere nada se lleva a la tumba”
(Sal 49,18). Todo es don gratuito de Dios. Desnudo sale del vientre de la madre y
desnudo vuelve al seno de la tierra.

b) ¡Bendito sea el nombre del Señor!

A Job le anuncian cuatro acontecimientos, cuatro desgracias. Durante las tres


primeras Job ni dice ni hace nada. Ha perdido los asnos, las ovejas y la casa, ha perdido
sus bienes y parece que, al contrario de lo que piensa Satanás, no le afecta. No son los
objetos perdidos los que le hacen reaccionar, sino la vida. Cuando escucha la noticia de
la muerte de sus hijos, Job se pone en pie ante Dios, rasga su vestido en señal de luto y
se postra por tierra, aceptando el designio de Dios: “Dios me lo dio, Dios me lo quitó:
¡Bendito sea el nombre de Yahveh!” (1,21). Ponerse en pie es colocarse ante Dios como
hombre libre y, como hombre libre, se postra ante Dios, ofreciéndole humildemente la
ofrenda de sus bienes y de sus hijos. Se ofrece a sí mismo con cuanto es y tiene.
Reconoce que todo su ser, su vida y sus bienes los ha recibido de Dios y a él
pertenecen. Por eso puede bendecir a Dios: no obstante la muerte, la vida es una
bendición. Si Dios ha tomado es porque antes lo había dado gratuitamente. Job vive lo
que recomienda Pablo a los filipenses: “No os inquietéis por cosa alguna; antes bien, en
toda ocasión, presentad a Dios vuestras peticiones, mediante la oración y la súplica,
acompañadas de acción de gracias” (Flp 4,6).

La espléndida oración, en su brevedad, es la expresión del pleno acatamiento de


la voluntad de Dios. Comenta San Gregorio: “No dice: El Señor me lo dio, el diablo me
lo quitó. Tendría quizás que dolerse si lo que Dios le concedió lo hubiera llevado el
adversario; pero, pues lo quitó el que lo dio, no nos quitó lo nuestro, sino que recobró
lo suyo”. Así Job “transforma la violencia del dolor en alabanza al Creador”. La
apuesta de Satán era que Job maldeciría a Dios. Job, en cambio, eleva a Dios una
bendición: “¡Bendito sea el Nombre del Señor!”. Job, por su parte, no sabe nada de la
escena celeste, que amenaza su vida. Pero su respuesta inmediata, aceptando la
actuación de Dios, deshace de un sólo golpe todas las sospechas del adversario. Satán

15
pierde su apuesta. En la tierra existe por lo menos un hombre justo, que no vincula su fe
a una felicidad tangible.

En la primera prueba la fe de Job se mantiene firme: “En todo esto no pecó Job,
ni profirió la menor insensatez contra Dios” (1,22). Satán había pronosticado que Job,
sin los bienes con que Dios le había bendecido, le maldeciría. En vez de maldición, de
la boca de Job brota la bendición. Es la bendición, con la que Job acepta el designio
misterioso de Dios, como hará el piadoso salmista: “Ha sido un bien para mí el ser
humillado, para que aprenda a obedecerte... Yo sé, Yahveh, que son justos tus juicios,
que con lealtad me humillas tú” (Sal 119,71.75). La fe de Job no es interesada como
auspiciaba Satán.

“Desnudo salí del seno de mi madre...”. Desnudo, Job vuelve a ser lo que el día
de su nacimiento: frágil, amenazado, ante un porvenir incierto. Sin embargo, se vuelve
a encontrar independiente; vulnerable, pero más auténticamente hombre que nunca, ya
que se ha liberado de todo. Pierde el bienestar, pero le queda la fe. Sigue el creyente,
igual a sí mismo y gozando de una libertad nunca antes alcanzada. Todo lo que tenía no
era más que un vestido inútil y Job experimenta que la vida es más que el vestido (Mt
6,25). Job no discute, no duda, no acusa. Más aún, bendice a Dios en vez de maldecirlo.

Las calamidades humanas y naturales se alternan. Los hombres y la naturaleza


destruyen la felicidad de Job. Frente a ello Job permanece fiel a Dios. La bendición
continúa porque Job bendice a Dios. El, que ha experimentado la bendición de Dios en
su existencia, ahora, cuando esta bendición de Dios entra en crisis, la resuelve
bendiciendo a Dios. La pérdida de las riquezas no le han sacado de la bendición. No
obstante lo que le sucede, Job bendice al Señor. Job permanece justo, fiel, bendito. La
prueba termina felizmente para Job y para Dios. Pero todo comienza de nuevo.

c) ¡Piel por piel!

Job supera la primera prueba. Dios y Satán se encuentran de nuevo. Dios puede
burlarse de Satán: “Me has incitado contra Job por nada para perderle. El se ha
mantenido firme en su entereza” (2,3). Job, despojado de todo sigue siendo “mi siervo”.
La confianza de Dios en el hombre, en la prueba se ha revelado fundada. En medio de
la tempestad se ha mantenido íntegro y recto, sin perder el temor de Dios, ajeno al mal.
La prueba ha sido sin motivo, pero no en balde. Job ha edificado su vida sobre la roca
de la fidelidad. Satanás, vencido realmente, saca la última carta de la manga. No sólo
tienta al hombre, sino que incita a Dios contra el hombre. Está empeñado en romper la
comunión Dios-hombre. Satán aparece con todo su aspecto diabólico, enemigo
implacable del hombre. Dios quiere convencer a Satanás de que sus sospechas son
infundadas. Pero Satanás no se da por vencido. Responde duramente: “¡Piel por piel!
¡Todo lo que el hombre posee lo da por su vida! Pero extiende tu mano y toca sus
huesos y su carne; verás si no te maldice a la cara” (2,4-5).

Para Satanás no ha cambiado nada, sigue sembrando la misma sospecha del


principio, aunque Dios le reproche la injusticia e inutilidad de la prueba. Tú acusabas a
Job que no me amaba gratuitamente, sino por interés, que no me amaba “por nada”,
sino por los bienes recibidos, ¡por nada le has privado de todos ellos!, pues, privado de
todos los bienes, se ha mantenido fiel. Pero Satanás replica con toda su osadía: ¡Eso no
demuestra nada! ¡No basta esa prueba! Para Satanás, que no conoce el amor, la muerte

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de los hijos no es nada. El sufrimiento de Job, que le rasga el vestido y el corazón, para
Satanás no es nada. Con tal de salvar la propia piel, el hombre es capaz de todo, hasta
de matar al hijo de sus entrañas. ¡Mientras hay vida hay esperanza! ¡Lo importante es la
salud! ¡No es la fe sino el egoísmo lo que lleva a Job a resignarse!

Satán no acepta su derrota. La verdadera prueba no consiste en quitarle al


hombre los bienes exteriores, sino en tocarle en su ser personal, en su vida, por la que
está dispuesto a sacrificar todo lo demás: “Todo lo que el hombre posee lo da por su
vida” (2,4). Job está dispuesto a pagar con la piel de los demás (animales e hijos) para
salvar la suya. ¡Pruebe Dios a herirlo en su misma piel! Satanás, en su maldad, acucia a
Dios hasta retorciendo la verdad. Con otra intención dirá casi la misma frase Jesús:
“¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su vida? ¿Qué podrá dar
para recobrarla?” (Mt 16,26). Satán se muestra como el teólogo que da lecciones a
Dios. En la fe auténtica el hombre debe estar dispuesto al despojo total. Job ha
sacrificado lo exterior para salvar su piel, su ser interior. Su fe no ha llegado a la
desnudez total, debe renunciar a sí mismo y no sólo a lo que posee: “quien pierda la
propia vida por mí, la encontrará” (Mt 16,25). Satanás está convencido que el hombre,
reducido al límite supremo, maldecirá a Dios.

Job postrado por tierra no es más que la expresión de quien teme por su vida e
implora que le sea conservada. Ante tal mezquindad, para exaltar al hombre, Dios
permite a Satanás que le toque en los huesos y en la carne, pero respetando su vida.
Satán propone a Dios que sea él mismo quien golpee a Job, que extienda su mano un
poco y le golpee en su integridad física. Dios se niega a ello y, para los golpes, deja a
Job en manos de Satanás. Ante la provocación de Satanás a Dios: ¡Hiérele tú!, Dios le
confía a Satanás una misión imposible. Según el Talmud, rabí Jisjad decía: “La pena
infligida a Satanás es peor que la infligida a Job. Es como un siervo a quien su patrón
dijese: rompe la tinaja, pero conserva el vino”. Golpea a Job en los huesos y en la
carne, pero respeta su vida.

Dios que, en su amor al hombre, “todo lo cree, todo lo espera” (1Co 13,7),
acepta el reto: “Ahí le tienes en tus manos, pero respeta su vida” (2,6). “Mucho le
cuesta al Señor la muerte de los que le aman” (Sal 116,15). Al instante, Satán sale de la
presencia de Dios para herir a Job con una llaga maligna desde la planta de los pies
hasta la coronilla de la cabeza. Se trata de la enfermedad que excluye al enfermo de la
comunidad de Israel (Lv 13,18ss). No se trata sólo del dolor físico, sino también del
aislamiento comunitario. Es la muerte moral de la persona.

Job es el prototipo del sufriente, representa el colmo de la desintegración física


y espiritual. Su piel se agrieta y supura, cubriéndose de costras (7,5), consumiéndose
como el leño carcomido o el vestido apolillado (13,28); todo el cuerpo se cubre de
llagas, los miembros se le debilitan (17,7), las encías quedan al desnudo y los huesos se
pegan a la piel (19,20), ennegrecida por la cangrena (30,30). Náuseas (6,7), agitaciones
interiores (7,4; 17,7; 23,16; 30,15), reumas (30,17.20) son algunas de las
manifestaciones de la enfermedad de Job. Estas llagas de Job son llagas de Dios, le
hacen impuro y le obligan a aislarse como ordena el Levítico (13,44). Es la prueba del
abandono de Dios.

Hay una gradación en las desdichas. Satán ataca primero a “lo que es de
Job”(1,11), para atacar luego a “su carne y a sus huesos” (2,5). La acumulación, el

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apresuramiento y el contraste con la situación anterior dejan al hombre casi sin reflejos.
Todo hombre, en algún momento de su vida, puede reconocerse en Job, el hombre
irreconocible, “herido por una úlcera maligna desde la planta de los pies hasta la
coronilla” y sentado en medio de la ceniza, entre la basura de la ciudad. En un instante
Job baja al fondo de la miseria humana.

d) La mujer, aliada de Satán

La enfermedad, como signo de maldición, obliga a Job a salir del pueblo y


refugiarse en el basurero de las afueras, entre los cascajos y las basuras. La tejuela, con
que Job se rasca sus llagas, es el símbolo de la abyección en que ha caído. A esta
estatua de dolor y humillación se acerca su mujer; y, al sentir el fétido aliento, se tapa la
nariz de repugnancia (19,17).

Job ha perdido todas sus posesiones y todos sus hijos. Su esposa, en cambio, ha
sobrevivido. Satán, en su astucia, ha respetado su vida, esperando encontrar en ella un
cómplice, como lo había encontrado en Eva para hacer sucumbir a Adán. Y, como para
Adán, también para Job la mujer es el primer instrumento de la prueba de la fe. Como
Eva, no es la ayuda adecuada para él, pues en vez de consolarlo, ayudándole a superar
la prueba, la mujer lo incita a blasfemar de Dios y morir: “Maldice a Dios y muérete”
(2,9). Ella, ante el dolor, ya ha rechazado a Dios y se alía con Satanás para arrastrar tras
ella al esposo. La mujer de Job entra en la cadena de mujeres seductoras: Eva con
Adán, la mujer de Putifar con José, Dalila con Sansón, las mujeres de Salomón y la
mujer de Tobías, que le dice: “¿Y dónde están tus limosnas?, ¿dónde tus obras de
caridad? Ya ves lo que te pasa” (Tb 2,22) .

La mujer de Job, exasperada por el dolor, intenta arrastrar a su esposo en el


naufragio de su fe. La mujer, incitando al esposo a rebelarse contra Dios, habla en
singular, se siente separada de Job: “Todavía perseveras en tu entereza. ¡Maldice a Dios
y muere!”. Job, a diferencia de Adán, no escucha a su mujer. Se defiende de ella. Pero
la respuesta de Job no es la réplica de un marido irritado, sino la respuesta de fe a una
persona que ya no cree: “Hablas como hablaría una de las mujeres necias”. Job sabe
que sólo el sufrimiento es el que ha llevado a su esposa a la locura de su impiedad. Job
le habla en plural, la incluye en su vida y en su dolor, habla en nombre de los dos.
Intenta hacerla entrar en razón: “Si aceptamos de Dios el bien, ¿no aceptaremos el
mal?”.

Para Job la desgracia viene de Dios lo mismo que la dicha. Y viniendo de Dios,
al hombre sólo le queda aceptar la una y la otra. Job, en su confesión de fe, afirma la
libertad de Dios y la gratuidad de sus dones. El hombre no tiene ningún derecho a
exigir la felicidad o a pretender que no le alcance la desgracia. Job se entrega en las
manos de Dios. Aunque se esté pudriendo su carne, recibida de Dios, Job bendice su
nombre santo.

Job, como José y Tobías, resiste a la tentación. Desde el basurero replica:


“Hablas como una necia cualquiera” (2,10). Job la llama necia o insensata, nabal, pues
no sabe leer la historia (Dt 32,6). Los necios niegan la acción de Dios en el mundo (Sal
14,1). Movida quizás por el cariño, no comprende el sentido de lo que sucede, como no

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lo entenderán los amigos. La mujer quiere defender al esposo inocente frente a la
injusticia de Dios. Y si Dios es injusto, no tiene derecho a la bendición del hombre. Y
ya que su marido debe morir, pues nada puede frente al poder de Dios, que deje
constancia de su injusticia. Job, en un primer momento, rechaza a su mujer. Le contesta
con firmeza lo que recoge Isaías: “Yo soy el Señor y no hay otro: artífice de la luz,
creador de las tinieblas, autor de la paz, creador de la desgracia. Yo, el Señor, hago todo
esto” (Is 45,6-7). San Jerónimo comenta: “Como esta vida cambia cada día con varios
sucesos, el justo debe preparar el ánimo para lo próspero y para lo adverso. Pida a Dios
misericordia para soportar con firmeza cuanto suceda. Pues el que teme a Dios ni se
exalta en la prosperidad ni se abate en la adversidad”.

La sabiduría enseña que bienes y males proceden de Dios: “Yo modelo la luz y
creo la tiniebla, yo hago la dicha y creo la desgracia, yo soy Yahveh, el que hago todo
esto (Is 45,7). “¿Suena el cuerno en una ciudad sin que el pueblo se estremezca? ¿Cae
en una ciudad el infortunio sin que Yahveh lo haya causado?” (Am 3,6). El bien y el
mal entran en el designio de Dios. El nabal, como la mujer de Job, “dice, en cambio, en
su corazón: No hay Dios” (Sal 41,1), “profiriendo desatinos contra Dios” (Is 32,6). El
fiel, en cambio, sabe que el sufrimiento no es necesariamente signo de la hostilidad de
Dios, sino un signo de su plan libre y misterioso, que el hombre debe acoger lo mismo
que acoge los bienes: “Si aceptamos de Dios el bien, ¿no aceptaremos el mal? En todo
esto no pecó Job con sus labios” (2,10). Satanás ha perdido su apuesta. Sobre la tierra
existe un hombre capaz de amar a Dios por él mismo y no por interés. La gratuidad de
la fe de Job es luminosa.

La mujer recoge la instigación de Satán, invitando al esposo a maldecir a Dios.


Habla como cómplice de Satán. Está defendiendo la fe interesada, condicionada al
comportamiento de Dios: el hombre ha de bendecir al Dios benéfico y maldecir al Dios
maléfico; así estarán en paz. Ya que ha de morir, que guste el último consuelo de la
venganza impotente: maldecir al verdugo. La mujer tienta al esposo, poniéndose de su
parte contra Dios. Su cariño al marido se hace rebeldía contra Dios, que parece cruel.
Comenta San Agustín: “Una Eva entregada para la seducción, su mujer fue reservada
para servir al diablo, no para consolar al marido, y propone la blasfemia. El no cede.
Cedió Adán en el paraíso; rechaza Adán a Eva en el basurero”. San Gregorio describe a
Job como un alcázar y a la mujer como la escala por donde busca acceso el diablo:
“conquistó el ánimo de la esposa, escala del marido”

Job, sumido en el dolor, no interrumpe el diálogo con su mujer. De todos


modos, las palabras de su mujer le tocan el corazón más que los golpes de Satanás.
Ante la primera prueba, el texto dice: “No obstante, Job no pecó”. Ahora el texto
cambia: “No obstante, Job no pecó con sus labios”. Los rabinos notan la diferencia:
“No ha pecado con sus labios, pero sí ha pecado en su corazón”. La duda, que Satanás
intenta sembrar, regada por las palabras de la esposa, comienza a brotar en el corazón
de Job. Después de la primera prueba, Job bendice a Dios; después de esta segunda
prueba, Job calla; y, provocado por la mujer, llama mal a los sufrimientos que Dios le
envía: “Si aceptamos de Dios el bien, ¿no aceptaremos el mal? (2,10). Satanás, aunque
no ha vencido a Job, que se mantiene fiel, ha vencido en la mujer. La mujer desaparece,
pero su insinuación queda sembrada en el corazón de Job. Resonará en todo el libro,
hasta el final: “¿De verdad quieres anular mi juicio? Para afirmar tu derecho, ¿me vas a
condenar?” (40,8).

19
e) Una semana de silencio

“El amigo fiel es seguro refugio. El que le encuentra, ha encontrado un tesoro.


El amigo fiel no tiene precio, no hay peso que mida su valor. El amigo fiel es remedio
de vida, los que temen al Señor le encontrarán. El que teme al Señor endereza su
amistad, pues como él es, será su compañero”. Hay otros amigos “que acompañan a la
mesa y no aparecen a la hora de la desgracia; cuando te va bien, están contigo; cuando
te va mal, huyen de ti” (Si 6,14-17).

Job tiene amigos que se enteran de los males que han caído sobre él y se
presentan ante él para consolarlo: “Tres amigos de Job se enteraron de todos estos
males que le habían sobrevenido, y vinieron cada uno de su país: Elifaz de Temán,
Bildad de Súaj y Sofar de Naamat. Y juntos decidieron ir a condolerse y consolarle”
(2,11). Pero, ¿son amigos fieles? Al llegar cerca de Job no le reconocen: “Desde lejos
alzaron sus ojos y no le reconocieron. Entonces rompieron a llorar a gritos. Rasgaron
sus mantos y se echaron polvo sobre su cabeza” (2,12). ¿Ha cambiado Job o cambian
ellos a la vista del nuevo estado de Job? Es cierto que lloran a gritos, se rasgan sus
vestidos y se echan polvo sobre la cabeza. Todos estos gestos, ¿son expresión de su
condolencia o es el cumplimiento de un rito?

Dios ha puesto un límite a Satanás: “respeta su vida”. Y Satán llega hasta el


límite. Job es llevado hasta el borde de la vida, hasta el límite entre la vida y la muerte,
hasta el punto en que la vida se confunde con la muerte. Job no conoce el límite puesto
por Dios y siente sobre sí el peso de una vida que se desmorona hasta hacerle probar la
muerte. La vida que le toca vivir ya no tiene nada de vida. Hasta tal punto no es vida
que la mujer misma ve en él ya sólo la muerte: “Maldice a Dios y muere de una vez”.
Job se siente tan muerto que asistimos a los ritos de su funeral. Llegan los amigos a él y
hacen los gestos del luto (2,11-13). Job es llorado por lo que es, un muerto, aunque aún
esté vivo. Job no se halla solamente ante el sufrimiento, sino ante su propia muerte, está
situado dentro de una vida totalmente invadida por la muerte.

Al tumulto de gritos y llanto sigue el silencio. Los amigos, que llegan a consolar
a Job con su sabiduría, se quedan mudos, sin palabra, como si su silencio dijera que la
sabiduría no tiene nada que decir ante el sufrimiento y la muerte. No hay consolación
para quien se halla al límite de la vida. La única actitud sabia es callar: “Luego se
sentaron en el suelo junto a él, durante siete días y siete noches. Y ninguno le dijo una
palabra, porque veían que el dolor era muy grande” (2,13). Ante la caída de Jerusalén,
“en tierra están sentados, en silencio, los ancianos de la hija de Sión; se han echado
polvo en su cabeza, se han ceñido de sayal. Inclinan su cabeza hasta la tierra las
vírgenes de Jerusalén” (Lm 2,10). “Bueno es esperar en silencio la salvación de
Yahveh... Que el hombre se siente solitario y silencioso, cuando el Señor se lo impone,
que ponga su boca en el polvo: quizás haya esperanza” (Lm 3,26.28).

Los siete días y siete noches de silencio expresan simbólicamente la duración


inmensa del sufrimiento. Es el silencio atónito ante el sufrimiento, un silencio que se
prolonga e invade los siglos y el mundo entero, llegando hasta nosotros. Este silencio
expresa la incapacidad de explicar el misterio del sufrimiento. Durante siete días con
sus siete noches el silencio se hace denso, es el tiempo del luto (Gn 50,10; 1S 31,33; Si
22,12). El amor acompaña al sufriente en silencio. En la pasión de Cristo, todos hablan
menos su Madre, la Virgen María, que lo acompaña en silencio. Una semana en silencio

20
ante el misterio del dolor de Job, del hombre herido en su carne y en su espíritu. Luego
viene la palabra. Y la palabra es una espada, que hiere y duele más que alivia. Dios
reprocha a los amigos de Job sus palabras. Han querido defender a Dios atacando al
hombre. Dios no se defiende. En el silencio de Cristo, que carga con todo el dolor
humano, Dios penetra en el misterio del sufrimiento y lo redime.

Este silencio espeso sólo será roto por el grito de Job, que recoge el grito de
todos los sufrientes del mundo. Se trata de una larga semana en que la mirada silenciosa
y espantada se nubla y oprime el corazón, haciendo el silencio insoportable. La
contemplación muda llega a la profundidad del hombre y de ella brota el grito
alucinado de Job, que provoca a los amigos aún más que su desgracia. Llegará el
momento en que Job desee volver a encontrar este silencio de los amigos (13,5).

21
DIALOGOS DE JOB Y LOS AMIGOS

1. Job: 3,1-26 - Elifaz: 4,1-5,27


Job: 6,1-7,21 - Bildad: 8,1-22
Job: 9,1-10,22 - Sofar: 11,1-20
2. Job: 12,1-14,22 - Elifaz: 15,1-35
Job: 16,1-17,16 - Bildad: 18,1-21
Job: 19,1-29 - Sofar: 20,1-29
3. Job: 21,1-34 - Elifaz: 22,1-30
Job: 23,1-24,25 - Bildad: 25,1-6;26,5-14
Job: 26,1-4; 27,1-12 - Sofar: 27,13-23; 24,18-24

22
1. JOB ROMPE EL SILENCIO

a) El grito del dolor

En los siete días de silencio por la mente de Job han pasado muchos
pensamientos y se han ahondado sentimientos y sensaciones. Job rompe el silencio con
un grito que le brota desde lo hondo de su ser (Sal 130,1). En su grito desgarrador
resuena el eco de nuestro dolor, del sufrimiento de todo hombre, sobre el que pesa la
mano de Dios. Job grita a Dios el desconcierto y la angustia de la humanidad doliente.
El dolor de Job se hace palabra, súplica, plegaria: “¡Perezca el día en que nací, y la
noche que dijo: Un varón ha sido concebido! El día aquel hágase tinieblas, no lo
requiera Dios desde lo alto, ni brille sobre él la luz. Lo reclamen tinieblas y sombras, un
nublado se cierna sobre él, lo estremezca un eclipse. Sí, la oscuridad se apodere de él,
no se añada a los días del año, ni entre en la cuenta de los meses. Y aquella noche
hágase inerte, impenetrable a los clamores de alegría. Maldíganla los que maldicen el
día, los dispuestos a despertar a Leviatán. Sean tinieblas las estrellas de su aurora, la luz
espere en vano, y no vea los párpados del alba. Porque no me cerró las puertas del
vientre donde estaba, ni ocultó a mis ojos el dolor” (3,3-10). El lago tranquilo de la
bendición y del silencio se rompe con una maldición: “¡Perezca el día en que nací, y la
noche que dijo: Un varón ha sido concebido!”. Job, remontándose a su concepción,
desea abolir la raíz de toda su existencia

Job rompe el silencio meditativo de siete días maldiciendo el día de su


nacimiento y la noche de su concepción. Job imagina que la noche que lo ha concebido
“espere en vano la luz”, que el sol detenga su curso, que las leyes del mundo queden
súbitamente suspendidas. Que el cosmos deje de ser cosmos y vuelva al caos. Si es
preciso eclipsar el mundo, dado que no ofrece más que miseria y sufrimiento, que se
oscurezca. Job se enfrenta a Dios, que en la creación ha puesto en movimiento la rueda
del tiempo que ahora le aplasta. Job hubiera podido no haber nacido, no haber salido de
la nada. Pero Job no se encara con la nada, sino con Dios: ¿Por qué me has hecho tú
salir de la nada? ¿Por qué debí nacer para conocer el sufrimiento, que me anuncia la
muerte? ¿Por qué nacer para morir? ¿Por qué me haces sufrir y morir? ¿Por qué el don
del sufrimiento al hombre? ¿Para qué has dado al hombre el sufrimiento? ¿Con vistas a
qué has hecho ese don? ¿Qué esperas de mí en este estado?

Job recoge el grito de Rebeca: “Si esto es así, ¿para qué vivir?” (Gn 25,22;
27,46), el grito de Elías, postrado bajo la retama, en su huida de Jezabel: “¡Basta ya,
Yahveh! Toma mi vida, porque no soy mejor que mis padres” (1R 19,4) y el grito de
Jonás bajo el ricino: “Y ahora, Yahveh, te suplico que me quites la vida, porque mejor
me es la muerte que la vida”(Jon 4,3). Es el grito de la confesión angustiosa de
Jeremías (Jr 20,14-18), deseando no haber nacido. Es el deseo de que el seno materno,
fuente de vida, se transforme en el ataúd de un aborto.

El salmo 88 es un largo grito de desolación semejante al de Job. Es el lamento


desgarrador de un desesperado, aplastado por el peso de insoportables desgracias, que
le ponen al borde de la tumba, reducido como está a ser un fantasma, abandonado a las
tinieblas, herido por el enojo de Dios, que se ensaña con él. Solitario, marginado,
encerrado en una prisión inexpugnable, se siente rechazado de Dios, aunque él no cesa
de invocarlo. Torturado por sobresaltos y debilidades se ve anulado por los terrores, que

23
Dios siembra en torno a él, como un océano que lo circunda y anega. Este hombre,
saciado de desventuras, no sabe hacer otra cosa que pedir a gritos ayuda día y noche.
En su noche no se ve ni un hilo de luz o esperanza. Pero el grito se eleva a Dios desde
el fondo del dolor con sinceridad y constancia. Dios, en su silencio, recoge este grito
sin escandalizarse ni tapar la boca al orante. Es la historia de Job hecha plegaria, la
historia de Jeremías hecha “confesión” de fe ante Dios, es la experiencia misma de
Cristo que, en la agonía y sudando sangre, pide al Padre que aleje de él el cáliz del
sufrimiento. Es la historia del creyente que ora a Dios desde su angustia.

En el lamento ininterrumpido y angustioso del piadoso salmista sólo le queda


una certeza. Dios, “que ha alejado de él amigos y conocidos, dejándole como única
compañía las tinieblas”, es el único que puede detener sus pies que resbalan hacia la
fosa de la muerte. Es la esperanza que canta el salmo 22, recitado por Cristo desde la
cruz. El grito desgarrador de Cristo agonizante, - “¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me
has abandonado?” (Mt 27,46)-, es “la súplica con fuertes gritos y lágrimas” (Hb 5,7),
que eleva al Padre desde el abandono y el silencio de su soledad. La raíz del dolor y de
la muerte es el abandono del Padre. Pero Cristo, como Job, después de su angustioso
lamento, encuentra en Dios unas manos paternas a las que encomendar su espíritu y
entregar su vida. Y en las manos del Padre encuentra la paz. En los labios de Cristo el
salmo se convierte en una plegaria pascual, en una invitación gozosa a la alabanza.

b) ¡Perezca el día en que nací!

Satanás provoca a Job con el dolor para que maldiga a Dios en su cara y vencer
así su apuesta. Job, aplastado por el sufrimiento, no maldice a Dios. Maldice su
existencia desde su nacimiento, más aún, desde su concepción. Su maldición es como
el deseo de lo imposible: hacer que no sea lo que fue. El día de su nacimiento y la
noche de su concepción se mezclan. Del día pasa a la noche en su deseo de que las
tinieblas se traguen la luz y la noche no conozca el parpadear del alba. Es el deseo de
invertir el orden de la creación, que en él se ha hecho hostil. Dios sintió algo similar en
el momento del diluvio, pero el arco iris brillando en las nubes del cielo le recuerda su
alianza con la creación de sus manos. Una vez recreada, jamás la destruirá. La
recreación ha restablecido de nuevo las separaciones con sus ritmos: “No faltará
siembra y cosechas, frío y calor, verano e invierno, día y noche” (Gn 8,22). Job quiere
volver al momento anterior a la creación, cuando todo era caos, sin orden ni separación,
un caos envuelto en tiniebla, una noche sin día. Job implora un diluvio de tiniebla que
borre y arrastre en su vorágine su miserable existencia. Es el grito opuesto al canto de
Isaías (Is 60), de Zacarías (Za 14,7) y del Apocalipsis: “La ciudad no necesita ni de sol
ni de luna que la alumbren, porque la ilumina la gloria de Dios, y su lámpara es el
Cordero. Las naciones caminarán a su luz, y los reyes de la tierra irán a llevarle su
esplendor. Sus puertas no se cerrarán con el día, porque allí no habrá noche” (Ap 21,23-
25). “Noche ya no habrá; no tienen necesidad de luz de lámpara ni de luz del sol,
porque el Señor Dios los alumbrará y reinarán por los siglos de los siglos” (22,5)..

Cada alba es el signo de una renovada creación, el signo de la victoria de Dios


sobre la nada. La imprecación de Job expresa el deseo de que el alba de su nacimiento
se transforme en derrota. Al “sea la luz” (Gn 1,3) de la creación, Job opone el “sea la
tiniebla”. Job desea que Dios no busque el día de su nacimiento, que lo excluya de su
interés, de su mundo, que es sólo luz. Quede ese día en la noche interminable, en la
nada. ¡Que ese día sea tinieblas! Al no poder ni querer maldecir a Dios, Job desea

24
desaparecer o, mejor dicho, no haber aparecido jamás. Le gustaría borrar desde el
principio su historia y sus propias huellas en la historia del mundo.

En la maldición del día de su nacimiento y de la noche de su concepción hay


una progresión hacia atrás. Job no se conforma con maldecir su nacimiento, sino que
retrocede hasta el momento de su concepción y maldice aquella noche, que vio y
anunció su concepción. La noche es personificada, es el único testigo del acto de amor
que ha permitido la concepción, el único testigo de cuanto aconteció en el tálamo
nupcial. Job desea que esa noche quede en las tinieblas, no la siga el día, no entre en el
calendario, no entre en la cuenta de los días del año o de los meses. La noche, que ha
asistido a su concepción, sea una noche estéril, sin júbilo, que las estrellas de la aurora
se oscurezcan y la noche, que espera el alba, siga siendo noche, que la aurora no abra
sus párpados. Que la noche quede frustrada en su espera del día

Job, desde lo hondo de su dolor, reniega del día, de la luz, del dar a luz, y
reniega de la noche fecunda del amor: “Yo también soy un hombre mortal como todos,
un descendiente del primero que fue formado de la tierra. En el seno de una madre fui
hecho carne; durante diez meses fui modelado en su sangre, de una semilla de hombre
y del placer que acompaña al sueño” (Sb 7,1-2). Esa noche de amor y placer, en que
Job fue concebido, Job la reniega, deseando que quede estéril, privada de la bendición
de la fecundidad. Ese día de su nacimiento y esa noche de su concepción se merecen la
maldición, por no haber sido guardianes fieles, cerrando las puertas del vientre
materno, para no entrar en él con la concepción o para no salir de él con el nacimiento.
Debieron cerrar la puerta de su existencia.

La noche evoca el seno fértil de la concepción y contra esa noche impreca Job.
La noche nupcial de los esposos con su júbilo de amor y fecundidad hubiera debido ser
signo de tiniebla, esterilidad y nada. La noche hubiera debido ser lo que significa, vacío
y oscuridad sin vida. La aurora no hubiera debido abrir nunca sus párpados para ver el
día. ¡Maldita aquella noche negligente que no cerró las puertas del seno materno,
permitiendo que él, Job, atravesase el umbral del parto y saliera de la nada a la vida!

c) Nacer y morir: las dos puertas de la vida

Desde el origen Job salta al final, al deseo de la muerte. Nacer y morir son las
dos puertas extremas de la vida. No haber nacido y estar muerto son los extremos que
se tocan: “¿Por qué no morí cuando salí del seno, o no expiré al salir del vientre? ¿Por
qué me acogieron dos rodillas? ¿por qué hubo dos pechos que me dieron de mamar?
Ahora descansaría tranquilo, dormiría ya en paz, con los reyes y los notables de la
tierra, que se construyen mausoleos; o con los príncipes que poseen oro y llenan de
plata sus moradas. No habría existido, sería como aborto enterrado, como los fetos que
no vieron la luz. Allí acaba la agitación de los malvados, allí descansan los exhaustos.
También están tranquilos los cautivos, sin oír más la voz del capataz. Chicos y grandes
son allí lo mismo, y el esclavo se ve libre de su dueño” (3,11-19). Si no es posible
abolir el nacimiento y cegar la fuente de la vida, ¿por qué no invocar el final de la vida,
la muerte? El ¿por qué? de los salmos llenan la boca de Job.

El rechazo de la existencia, invocando el no haber sido, se atenúa en deseo de la


muerte abortiva, en el seno materno, o apenas dado a luz. Lo recogerá también Qohelet:
“Más feliz es un aborto, pues entre vanidades vino y en la oscuridad se va; mientras su

25
nombre queda oculto en las tinieblas. No ha visto el sol, no lo ha conocido, y ha tenido
más descanso que el otro (el hombre rico)” (Qo 6,3-5). En su maldición Job engloba
todos los gestos de amor de su vida. Pasada la semana de luto en silencio, Job abre la
boca y explota. Ante el dolor presente desea borrar todo el pasado. Sin esperanza, no
sólo muere el futuro, sino que se anula el pasado. Ante el sufrimiento, la vida le parece
insoportable.

La vida es inquietud y fatiga. La muerte es descanso (Si 40,1-7). Job ha


contagiado al Eclesiastés el pesimismo que le lleva a proclamar: “Felicité a los muertos
que ya perecieron, más que a los vivos que aún viven. Más feliz aún que ambos es
aquel que no ha existido, que no ha visto la iniquidad que se comete bajo el sol” (Qo
4,2-3). Este es también el grito de Jeremías: “¡Maldito el día en que nací! ¡el día que
me dio a luz mi madre no sea bendito! ¡Maldito aquel que felicitó a mi padre diciendo:
Te ha nacido un hijo varón, y le llenó de alegría! Sea el hombre aquel semejante a las
ciudades que destruyó Yahveh sin que le pesara, y escuche alaridos de mañana y gritos
de ataque al mediodía. ¡Oh, que no me haya hecho morir desde el vientre, y hubiese
sido mi madre mi sepultura, con seno preñado eternamente! ¿Para qué haber salido del
seno, a ver pena y aflicción, y a consumirse en la vergüenza mis días?” (Jr 20,14-18).
Lo mismo siente Job. Querría abolir el nacimiento, puerta de acceso a la vida, pero, ya
que es imposible desandar el tiempo y abolir el nacimiento, invoca el otro extremo:
llegar al no existir por la puerta de la muerte.

Sin embargo, en el colmo del dolor, Job no olvida nada; recuerda la noche en
que fue concebido, el día de su nacimiento, la nodriza que le acoge sobre sus rodillas,
los pechos que le amamantan (3,11-12). Un niño, al nacer, no es dejado solo. Dios
mismo le acoge como confiesa el salmo: “Fuiste Tú quien me sacó del vientre, me
tenías confiado en los pechos de mi madre; desde el seno pasé a tus manos, desde el
vientre materno tú eres mi Dios” (Sal 22,10-11). Es la evocación de la ternura de Dios
cuando, en vez de sus manos, aparecen las fauces del león abiertas para devorar al
hombre. De la solicitud de Dios se pasa a la angustia, al miedo, a la muerte. ¿Qué
sentido tiene la experiencia inicial de ternura si luego la vida comporta soledad total,
sufrimiento, angustia y muerte? Este es el lamento de Job, sentado en el muladar, solo,
rodeado de amigos mudos, que no tienen para él una palabra.

Tras la maldición de la vida, del tiempo, Job hace la apología de la muerte,


expresando el deseo de salir del tiempo con toda su caducidad, para pasar al lugar de la
paz, sin sufrimientos, sin diferencias sociales, sin violencia ni injusticias (3,13-26). La
apología de la muerte es la crítica más dura posible de la vida. El mundo futuro tras la
muerte es un mundo sin lágrimas en los ojos, sin noche ni tinieblas, es el mundo de la
paz eterna. José, hijo del Rabbí Jochanan, dice a su padre: “He tenido un sueño. He
visto el mundo futuro. He visto un mundo al revés”. “¿Un mundo al revés?”, pregunta
el padre. “Sí. Los superiores estaban abajo y los inferiores en alto”. “Ese no es un
mundo al revés, responde el padre, ese es el mundo de las bienaventuranzas”. Es
nuestro mundo el que es absurdo, al revés. En el reino de Dios, como anuncia
constantemente Jesucristo, “los últimos serán primeros y los primeros serán últimos”.

En su añoranza de la muerte Job contempla igualadas todas las categorías de


personas: reyes y esclavos, pequeños y grandes, potentes y débiles. La muerte es el
reino de la igualdad cantan Job y Jorge Manrique: “Allí los ríos caudales/ allí los otros
menores/ y los chicos;/ allegados, son iguales/ los que viven por sus manos/ y los

26
ricos”. Toda división es borrada. Sí, pero no existe tampoco la libertad ni la esperanza.
Desaparece la memoria, la participación en la liturgia, los cantos de alabanza (Is 26,8):
“Que el seol no te alaba ni la Muerte te glorifica, ni los que bajan al pozo esperan en tu
fidelidad. El que vive, el que vive, ése te alaba, como yo ahora. El padre enseña a los
hijos tu fidelidad. Yahveh, sálvame, y mis canciones cantaremos todos los días de
nuestra vida junto a la Casa de Yahveh” (Is 38,18-20).

d) Entre el nacer y el morir está el camino de la vida

El mal provoca en Job, no el amor a la muerte, sino el desarraigo de la vida


como aparece ante sus ojos, como la siente su carne lacerada. La muerte que desea no
es la vuelta a la nada, ya que espera saborear en ella el descanso (3,13). Job anhela que
el hombre pudiera ahorrarse el camino por este mundo y pasar desde el seno materno a
una muerte, de algún modo, maternal.1 Con riquezas o sin ellas, en la muerte el hombre
está acostado, tranquilo, descansando (3,14-17): es el fin del sufrimiento (3,18). A Job,
en su sueño de la paz eterna, le falta la fe pascual: a la vida eterna se llega pasando por
el nacer, vivir y morir. La cruz de la vida es la escalera que conduce a la vida que Job
desea. Los dolores del parto son necesarios para todo alumbramiento. Pablo, con esta
certeza, puede proclamar: “Estimo que los sufrimientos del tiempo presente no son
comparables con la gloria que se ha de manifestar en nosotros” (Rm 8,18).

Es la esperanza de Isaías, que ve el seno de la tierra no como tumba, sino como


fuente de resurrección: “Como mujer encinta, cuando está próxima al parto, sufre y se
queja en su trance, así éramos nosotros en tu presencia, Señor: concebimos, nos
retorcimos y dimos a luz viento; no trajimos salvación a la tierra, no le nacieron
habitantes al mundo. ¡Revivirán tus muertos, tus cadáveres resurgirán, despertarán y
darán gritos de júbilo los moradores del polvo! Porque tu rocío es rocío de luz, y la
tierra echará de su seno las sombras” (Is 26,17-19).

Entre el principio y el fin, el nacer y el morir, están Dios, como Creador, y Job
como criatura con todos sus porqués. Las palabras de maldición se transforman en
súplica a Dios para que le explique el sentido de la vida: ¿Por qué Dios nos pone en la
vida sin contar con nosotros? ¿Por qué da la vida a quien no la quiere y sólo desea la
muerte?: “¿Para qué dar la luz a un desdichado, la vida a los que tienen amargada el
alma, a los que ansían la muerte que no llega y excavan en su búsqueda más que por un
tesoro, a los que se alegran ante el túmulo y exultan cuando alcanzan la tumba, a un
hombre que ve cerrado su camino, y a quien Dios tiene cercado?” (3,20-23). ¿Por qué
dar la vida al hombre si su vivir es desear no haber nacido o morir? Mejor hubiera sido
que el seno materno se hubiera convertido en tumba para siempre (Jr 20,17).

Job no maldice a Dios, pero le señala como el responsable de todo: es Dios


quien “cierra el camino y cerca al hombre”. Es Dios quien abre o cierra el seno
materno, quien abre o cierra las puertas de la vida y de la muerte. Job se lamenta, grita
y se enfrenta con Dios, aunque al principio no le nombre. Es Dios quien hace salir el
sol, brillar la luz, alumbrando el día. Cada mañana es como una nueva creación de la
luz por orden de Dios. Si Dios se hubiera desentendido del día del nacimiento de Job,
no habría habido ni luz ni día, hubiera seguido dominando la tiniebla. Las tinieblas
deberían rescatar para ellas ese día que les pertenece. Un eclipse interminable hubiera
debido cubrir toda luz, paralizando la creación. O, al menos, haber arrancado del

1 Es la esperanza expresada en los enterramientos en posición fetal.

27
calendario ese día, como en el salto de un meridiano a otro

La escritora judía, Margarete Susman, escribe: “Lo desmedido de las desgracias


de Job atestiguan la inmediatez de la cólera divina. Y sólo para el inocente esta cólera
es pura y simplemente cólera. Para el culpable es justicia. Para el inocente es terror,
razón para dudar de la justicia divina. Sin comprender, preguntando y conjurando, el
hombre está ante Dios, cuyos rasgos no logra reconocer en esa cólera incomprensible”.
El misterio del sufrimiento, que deja al hombre a las puertas de la muerte, arranca a Job
el torrente de maldiciones e interrogantes: ¿Por qué el hombre vive para morir? ¿Por
qué experimenta, ya mientras vive, la realidad de la muerte? Job se enfrenta a Dios y le
desafía, arriesgando su vida, y no la piel de los demás como hace Satán. Job, el hombre,
necesita una respuesta de Dios al misterio de la muerte.

Las palabras de Job son queja, no maldición. Su grito es el “¿por qué?”dolorido


y confiado de tantos salmos (44,24ss; 74,11; 79,10; 80,13; 115,2). Las dos puertas de la
vida, la del ser y la del no ser, están en manos de Dios. Job eleva a él su queja: ¿por qué
da y conserva la vida al que desea la muerte? Sin embargo no le pasa por la mente la
idea del suicidio. Todo se queda en invocación impotente, que repetirá frecuentemente
en la discusión con los amigos. Ben Sirá se hará eco del deseo de Job en su canto
ambivalente de la muerte: “¡Oh muerte, qué amargo es tu recuerdo para el hombre que
vive en paz entre sus bienes, para el varón desocupado a quien todo le va bien, y
todavía con fuerzas para servirse el alimento! ¡Oh muerte, buena es tu sentencia para el
hombre necesitado y carente de fuerzas, para el viejo acabado, ahíto de cuidados, que
se rebela y ha perdido la paciencia!” (Si 41,1-2).

Job, en sus intervenciones, muestra su sufrimiento y su fe, sabe que lo que está
pasando proviene de Dios, aunque no comprenda su significado. Dios, de cuya
presencia no duda, le resulta incomprensible. Y, como creyente, se enfrenta a él y se
debate contra su actuar. ¿Cómo el Dios bueno puede complacerse en aplastar a su
siervo inocente? La obediencia de la fe se mantiene en fidelidad a Dios. Lo que está en
crisis, fruto del cambio en el actuar de Dios, es la imagen anterior de Dios. La nueva
forma de presencia de Dios en la vida de Job le resulta incomprensible. Job, que no
desea perder a Dios, le reclama que actúe como antes o le dé una explicación de su
nueva forma de actuar. Dios, en cambio, desea que Job acepte libremente la obediencia
de la fe en él en su nueva y desconcertante actuación: fe libre, amor gratuito, “por
nada”, creer en Dios porque es Dios.

2. ESCANDALO DE LOS AMIGOS

28
a) Se cosecha lo que se siembra

La maldición de Job es maldición radical de la existencia. La existencia, en el


comienzo de la Escritura, aparece expresada en el “Que sea la luz y la luz fue”. Job
dice lo contrario: “Que sea la tiniebla y no sea la luz”. Es el deseo de la des-creación, la
anulación de la obra de Dios. Es la maldición de la noche a ser siempre noche “porque
no cerró las puertas del seno materno” a la concepción y al alumbramiento de un
hombre destinado al afán y a la muerte (3,10-11). Es la negación total, el deseo
imposible. Los amigos están en torno a Job, en silencio, en luto como si Job hubiera
muerto, y él, que aún está vivo, habla para decir que desearía estar muerto, no haber
nacido o, mejor aún, no haber sido concebido. Salir del seno materno o entrar en él en
el momento de la concepción significa comenzar una historia de afán, de sufrimiento,
de angustia, porque es entrar en la contradicción que es la vida del hombre, un ser
viviente que se encamina a la muerte.

El hombre, imagen de Dios, no puede morir, pues Dios es vida. Este es el


escándalo y la locura, lo inaudito e impensable, lo imposible hecho posible por Dios
hecho hombre para entrar en la muerte, vencerla y afirmar la vida. Job lo siente en la
profundidad de su ser y lo expresa sin saberlo. La experiencia del hombre, al nacer o ya
al ser concebido, es la experiencia de entrar en esta corriente de vida divina, vida en
abundancia, eterna, bendecida. La vida es el lugar de la bendición de Dios expresada en
la fecundidad, pues la vida no se agota, se multiplica y transmite sin limitaciones. Esta
es la realidad de la imagen de Dios, vida en plenitud y comunicada al hombre. Pero
Job, que siente esto en sus células, se encuentra con la realidad de la muerte, que le
cerca, a punto de devorarlo. Esta contradicción le hace saltar y gritar, porque vida y
muerte se enfrentan en él en un prodigioso duelo, que no quedará aclarado hasta que
Cristo destruya la muerte para siempre y aparezca la victoria de la vida

Jeremías, al momento de su vocación (c. 1), dice que Dios lo ha conocido


mientras lo formaba en el seno materno e incluso antes de ser concebido. Es el
conocimiento de Dios que abarca todo el ser. La vida de Jeremías, como la ve en ese
momento, está plenamente bajo el conocimiento de Dios, bajo la bendición de Dios.
Job, como Jeremías más tarde, ve toda su existencia, desde la noche de su concepción,
bajo la maldición. Job no acepta ni una célula de su ser, ni siquiera la célula germinal
de su concepción. Es la negación total de la vida. Si la vida es inquietud, sufrimiento y
muerte, el no haber nacido es la única posibilidad de descanso.

La actitud, aparentemente blasfema de Job, que escandaliza a los amigos, no es


una maldición de Dios, sino la expresión extrema, incontrolable, de su angustia. El
deseo de la muerte, antes del nacimiento, en realidad, es expresión suprema, radical, del
deseo de la vida, de una vida sin muerte. La vida para el dolor y la muerte es
inaceptable. En su lenguaje contradictorio Job no maldice a Dios ni su creación, ni sus
designios, sino la muerte, en que se encuentra sumido. Job se rebela contra la injusticia
que supone vivir caminando hacia la muerte, con la muerte en los talones. Sufrir es
gustar ya la muerte y esto contradice la vida como creación de Dios. Dios tiene que
responder de esta contradicción. Job desafía a Dios a desvelar este misterio
incomprensible.

En lugar de Dios responden los tres amigos. En forma diversa, pero muy

29
similar, los tres amigos responden con la teoría de la retribución: a la culpa corresponde
la pena; a la justicia, el premio. Elifaz, el más anciano, habla el primero. Presenta la
teoría con más modestia que los demás, afirmando la universalidad de la
pecaminosidad humana: todos son pecadores (4,17-21), todos causan infelicidad (5,5-
7), todos deben agradecer a Dios la prueba-purificación (5,17-26). “Se cosecha lo que
se siembra” (4,8). Quien ama el mal, recibirá lo que ama. Quien siembra el bien,
cosechará bienes. Job no es una excepción.

b) Los amigos, aliados de Satán

Elifaz ha quedado sorprendido con las palabras de Job. No se esperaba esa


erupción tumultuosa de su amigo. Sin tiempo para pensar, siente que le toca a él
contestarle. Comienza con un tono conciliador, justificando su intervención con
modestia. Pero enseguida echa en cara a Job su incoherencia. El, que ha sido capaz de
ayudar a otros desde su bienestar, ahora es incapaz de ayudarse a sí mismo en la
desgracia: “Tú que dabas lección a mucha gente e infundías vigor a las manos caídas,
que con tus palabras sostenías al que vacilaba y robustecías las rodillas endebles, ahora
que te toca a ti, ¿te deprimes?; te alcanza el golpe a ti, ¿y te turbas?” (4,3-5).

Son diferentes las palabras y los hechos. Si tus palabras convencían antes a
otros, que te convenzan ahora a ti, ya que antes parecías convencido de ellas. Teoría y
vida están en contradicción. Job podría retorcerle el argumento: “Si estuvieras en mi
situación, ¿hablarías así?”. Elifaz se ha acercado al sufrimiento de Job sin participar de
él. Habla desde fuera, a cierta distancia. “Para saber decir al abatido una palabra de
aliento” (Is 50,4), el Siervo de Yahveh carga sobre sí con los dolores de los demás. Y
Cristo “habiendo sido probado en el sufrimiento, puede ayudar a los que se ven
probados” (Hb 2,18)

Elifaz se maravilla de que Job, sabio y justo, se sienta tan abatido y transtornado
por el dolor. El, que ha enseñado y confortado a otros en el sufrimiento, ahora se
deprime hasta llamar a la muerte. El, que ha sido “ojos para el ciego, pies para el cojo,
padre para los pobres” (30,25), ahora no se sostiene a sí mismo, cuando la enfermedad
no hiere a otro sino a él. En la evocación del pasado feliz de Job, Elifaz alude a la fe y
rectitud moral de Job, que constituían su confianza y esperanza en Dios: “¿Tu piedad
no era tu confianza, y la integridad de conducta, tu esperanza?” (4,6). Si tuvieras fe
realmente, “tu fe sería tu esperanza”. Si estás sin esperanza, es porque tu fe no es
auténtica. La fe se muestra en la prueba, brilla en la cruz. La fe da la garantía de la
victoria sobre la muerte. Creer en Dios es saber que no dejará a su justo corromperse en
la tumba. “La fe es la garantía de lo que esperamos” (Hb 11,1).

En las palabras de Elifaz se esconde una falacia, o mejor, se esconde Satanás.


Su concepción de la fe es pelagiana, anti-paulina: “Tu piedad es tu confianza, tu
conducta es tu esperanza”. Tus méritos son el fundamento de tu salvación; Dios no
tiene que salvarte, sino sólo contar tus méritos y premiarlos. La sabiduría, que Elifaz
invoca para consolar a Job, encubre la tentación de Satanás. En definitiva quisiera
llevar a Job por el camino, no de buscar a Dios por sí mismo, sino por las ventajas
egoístas que proporciona la piedad. De este modo, los amigos de Job se transforman en
aliados de Satanás.

Según la teoría de la retribución, Elifaz deduce que si Job sufre es porque ha

30
pecado: “¡Recuerda! ¿Qué inocente jamás ha perecido? ¿dónde han sido los justos
extirpados? Así lo he visto: los que labran maldad y siembran vejación, eso cosechan.
Bajo el aliento de Dios perecen éstos, desaparecen al soplo de su ira. Ruge el león,
brama la leona, mas los dientes de los leoncillos quedan rotos. Perece el león falto de
presa, y los cachorros de la leona se dispersan” (4,7-11). Oseas se sirve de parecidas
imágenes para llamar a conversión al pueblo: “Pues que siembran viento, segarán
tempestad: tallo que no tendrá espiga, que no dará harina; y si la da, extranjeros la
tragarán... Sembrad simiente de justicia, recoged cosecha de amor, desbarbechad lo
que es barbecho; ya es tiempo de buscar a Yahveh, hasta que venga a lloveros justicia.
Habéis arado maldad, injusticia habéis segado, habéis comido fruto de mentira” (Os
8,7; 10,12-13). Pero lo que es válido en general, no lo es en particular. No siempre el
sufrimiento nace de una culpa personal (Jn 9).

c) Experiencia y revelación

Con su buena intención de calmar y consolar a Job, Elifaz se muestra prisionero


de sus esquemas. Su ortodoxia no le deja ver cosas evidentes, por más que apele “a lo
que ha visto”. Las fuentes de su saber, según él, son la experiencia y la revelación. La
experiencia le ha enseñado que “los que labran maldad y siembran vejación, eso
cosechan. Bajo el aliento de Dios perecen, desaparecen al soplo de su ira” (4,8-9).

Elifaz, envuelto en el vestido de profeta visionario, recoge una voz furtiva: “A


mí se me ha dicho furtivamente una palabra, mi oído ha percibido su susurro. En las
pesadillas por las visiones de la noche, cuando a los hombres invade el letargo, me
entró un temblor, un escalofrío, que estremeció todos mis huesos... Se escurre un soplo
por mi rostro, eriza los pelos de mi carne. Alguien surge... no puedo reconocer su cara;
una imagen delante de mis ojos. Silencio..., después oigo una voz: ¿Es justo ante Dios
algún mortal? ¿Ante su Hacedor es puro un hombre? Si no se fía de sus mismos
servidores, y aun a sus ángeles achaca desvarío, ¡cuánto más a los que habitan estas
casas de arcilla, ellas mismas hincadas en el polvo!” (4,12-18).

Con dos imágenes, espacial una y temporal la otra, Elifaz describe la fragilidad
del hombre terreno: “Habitan en casas de arcilla, cimentadas en el polvo! Se les aplasta
como a una polilla; de la noche a la mañana se desmoronan. Sin advertirlo nadie,
perecen para siempre; les arrancan las cuerdas de su tienda y mueren privados de
sabiduría” (4,19-21). En realidad la revelación no le ha enseñado nada nuevo, sino que
le ha confirmado su experiencia: “¿Es justo ante Dios algún mortal? ¿Ante su Creador
es puro el hombre?” (4,17). Esta palabra, que Elifaz presenta con tanto misterio, la
proclaman también Bildad (25,4-6) y el mismo Job (9,2). La fragilidad del hombre
como criatura nunca le permitirá presentarse como inocente ante Dios, su Creador.
Ningún hombre puede sostener su inocencia ante Dios, pues “ningún viviente es justo
ante ti” (Sal 143,2). Job, pobre hombre, manchado de llagas, asediado por sus límites
de criatura, no puede pretender en ningún modo presentarse ante Dios sin reconocerse
pecador. “Si ni siquiera en sus santos tiene Dios confianza y ni los cielos son puros a
sus ojos, ¡cuánto menos un ser abominale y corrompido, el hombre, que bebe la
iniquidad como agua!” (15,15-16).

Si el hombre está ligado a esta tienda de fango, es absurdo rebelarse, pues la


rebelión no hace más que añadir pecado y castigo a su miseria: “¡Llama, pues! ¿Habrá
quien te responda? ¿A cuál de los santos vas a dirigirte? En verdad el enojo mata al

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insensato, la pasión hace morir al necio. Yo mismo he visto al insensato echar raíces, y
sin tardar he maldecido su morada: ¡Estén sus hijos lejos de toda salvación, sin
defensor hollados en la Puerta! Su cosecha la devora un hambriento, pues Dios se la
quita de los dientes, y los sedientos absorben su fortuna. No, no brota la iniquidad del
polvo, ni germina del suelo la aflicción. Es el hombre quien engendra la aflicción,
como levantan el vuelo los hijos del relámpago” (5,1-7).

Una vez reducido el hombre a su fragilidad pecadora, Elifaz concluye invitando


a Job a la confianza en Dios, cuyas maravillas celebra. De su doctrina, Elifaz saca los
consejos que da a su amigo. Mejor que contender con Dios es encomendarse a el. Job
debe acudir directamente a Dios, confiando en su poder y en la protección que ofrece a
los débiles y oprimidos contra los fuertes y opresores: “Yo por mi parte recurriría a
Dios, expondría a Dios mi causa. El es autor de obras grandiosas e insondables, de
maravillas sin número. El derrama la lluvia sobre la tierra, y envía las aguas a los
campos. El levanta a los postrados y da refugio seguro a los abatidos” (5,8-11). Job ha
invocado las tinieblas para el día de su nacimiento. Elifaz le recuerda que Dios
desbarata las tretas de la astucia de los perversos. Su imprecación se puede hacer
realidad. Las tinieblas devoran realmente el día para los malvados: “Desbarata las
tramas de los astutos, y sus manos no logran sus intrigas. Prende a los sabios en su
astucia, el consejo de los sagaces se hace ciego. En pleno día tropiezan con tinieblas, a
mediodía van a tientas cual si fuese de noche. El salva al arruinado de sus fauces y al
indigente de las manos del violento. Así el débil renace a la esperanza, y cierra su boca
la injusticia” (5,12-16).

e) El sufrimiento purificador

Entre las insondables maravillas de Dios está el sufrimiento purificador y


salvador: “¡Oh sí, feliz el hombre a quien corrige Dios! ¡No desprecies, pues, la lección
de Sadday! Pues él es el que hiere y el que venda la herida, el que llaga y luego cura
con su mano” (5,17-18). Dios, según Elifaz, impone a Job un castigo saludable para
invitarle a pasar del bando de los malvados al bando de los que ponen su confianza en
él. Dichoso Job si, en lugar de rebelarse contra Dios, acepta la corrección de Dios. Si se
convierte a él, le cantará como su protector. Si acepta el sufrimiento como corrección
amorosa de Dios, el dolor producirá salvación. Si lo rechaza, se convertirá en puro
castigo. Tu sufrimiento es la prueba de que eres culpable, acéptalo como merecido y
enmiéndate.

El sufrimiento como corrección es una constante de la tradición sapiencial. La


corrección es necesaria para vivir bien, para alcanzar la felicidad. En la experiencia del
sufrimiento se comprende dónde está el bien y dónde el mal. El sufrimiento muestra las
consecuencias del mal y, por ello, lleva a detestar el mal, a huir de él. Mediante la
corrección el hombre se hace sabio, aprendiendo a obrar el bien. El padre, que ama a su
hijo, le corrige. La corrección es expresión auténtica del amor, del deseo del bien para
el otro. El padre corrige al hijo porque le ama y quiere su bien. El padre sabe que si no
corrige a su hijo no aprenderá la sabiduría, no será feliz, le empujará a la muerte. La
corrección, aunque cause una herida, es un don del padre, que venda y cura la herida.
La llaga de la corrección es medicinal y saludable. Dios, que es padre, corrige
igualmente a los hombres para llevarles a la salvación. El discurso de Elifaz, en este
punto, es justo, auque no muy oportuno. Job, a quien Dios mismo ha proclamado justo,
no necesita la corrección. Elifaz no tiene en cuenta a Job, sino a su doctrina bien

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aprendida.

Acudir a Dios, aceptando el escarmiento, engendra saber y reconcilia con Dios.


El hombre, por su condición, es débil e ignorante, “muere sin aprender” (4,20-21). La
prueba del dolor sirve para curarlo y enseñarlo. El sufrimiento es una lección; Dios
hiere para curar (5, 17-18). Es un don más que un castigo. Aceptado, restablece las
relaciones con Dios y abre paso a sus dones (5,19-26). Es la lección de Elifaz a la que
Job en su interior puede responder: ¿y por qué aún no ha sucedido así? Según el
Levítico (13,21-23), las llagas exigen siete días de aislamiento, tras los cuales el
enfermo es inspeccionado de nuevo para diagnosticar si está curado. Han pasado los
siete días, en que Job ha aceptado todo en silencio, y no ha habido curación. Si a Job no
le convence la doctrina de Elifaz, tampoco le sirven de ayuda sus consejos.

Según Elifaz la experiencia enseña que ningún inocente ha perecido jamás, pues
sólo recogen afanes quienes los han sembrado. Y esto se lo dice a un inocente que está
sufriendo afanes sin haberlos sembrado antes. Su respuesta no responde en absoluto a
las preguntas de Job. Job, sólo con su presencia, niega la respuesta de Elifaz. La niega
la historia desde el comienzo. La historia, según la Escritura, está llena de inocentes
que han perecido. Los dos hijos de Adán y Eva abren esta cadena. No perece el
culpable Caín, sino el inocente Abel. Israel, condenado a muerte por el Faraón, ¿era
culpable? Israel llegó a Egipto porque José, inocente, fue vendido por sus hermanos.
Toda la historia de Israel, y de la humanidad, contradice a todas horas el principio de
Elifaz. Los débiles sufren constantemente la violencia de los fuertes.

Elifaz, a un cierto punto, asume el tono paternalístico para decirle a Job: “si yo
fuera tu...”(5,8). Pero Elifaz no es Job, ni se coloca en el lugar de Job, ni trata de
comprender la situación de Job. Desde su posición arrogante se inclina sobre Job,
aplastado en el basurero, para decirle: “¡Confíate al Señor!”. ¿Al Señor?, puede
responder Job, pero ¡si es él quien me ha puesto en esta situación! Job está ciertamente
buscando a Dios, pero no en el sentido que pretende Elifaz, sino para encararse con él,
en un cara a cara, que muestre su verdadero rostro.

El juicio final de Dios sobre los discursos de los amigos es radical: “sus
palabras han sido mentirosas”, han negado la verdad de Dios. Son tachados de ateos. Se
han permitido suplantar a Dios o, al menos, igualarse a Dios. Han pretendido juzgar a
Job en nombre de Dios, pero en realidad han juzgado a Dios, encasillándole en sus
esquemas teológicos. El Dios de los amigos es un ídolo, bien circunscrito, sin libertad
en su actuación. Su transcendencia es reducida a una ciega forma iluminista de actuar.

3. JOB HABLA DESDE LA ANGUSTIA DE SU ESPIRITU

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a) El lúcido desvarío de Job

Job responde a Elifaz elevando un conmovido lamento, acusando a los amigos


que no comprenden que actúa y habla con sinceridad, buscando la verdad al declararse
inocente. A un cierto momento se repliega sobre sí mismo y lamenta su situación. Y,
finalmente, se enfrenta con Dios, que insensatamente asusta al hombre. Job se sitúa
frente a Dios con el problema del hombre desde su situación real de hombre ante la
muerte: “¡No cerraré mi boca. Hablaré desde la angustia de mi espíritu!” (7,11)

El discurso razonable y bien intencionado de Elifaz no ha convencido a Job. Las


promesas de felicidad llegan tarde y las veladas amenazas no le asustan, porque mucho
más terrible que lo que le anuncia Elifaz es su situación actual. Por eso, frente al
discurso racional de Elifaz, Job defiende el absurdo, pues no es razonable su dolor. Job
justifica sus quejas, lamentando el enorme peso de su aflicción desmesurada: “¡Ah, si
pudiera pesarse mi aflicción, si mis males se pusieran en la balanza juntos! Pesarían
más que la arena de los mares: por eso mis razones se desmandan” (6,2-3). Abrumado
por el peso de sí mismo, Job desvaría, pero mira con lucidez el desvarío de sus palabras
y las justifica. Job se siente como el blanco de las flechas de Dios. Dios ha escogido su
víctima y Job es consciente de que la obra de muerte, que ha comenzado en él, se
realizará inexorablemente bajo el efecto del veneno de las flechas: “Pues las flechas de
Sadday están en mí, mi espíritu bebe su veneno, y contra mí se alinean los terrores de
Dios” (6,4).

La amargura insoportable de la existencia presente lleva a Job al deseo de la


muerte. Está harto de vivir y penar. No puede medir su dolor ni controlar sus palabras,
que fluyen como olas del mar de su angustia. Si el asno rebuzna o el buey muge es
porque tienen hambre, y si el hombre grita es porque le aflige un dolor que no puede
acallar (6,5-7). Sólo la muerte, amada, deseada e invocada, podría callar el dolor y la
lengua. Job, en su largo lamento, grita contra sí mismo, contra los amigos y contra
Dios. Job se siente circundado de un muro de hostilidad: Dios, los amigos y la vida
misma le atormentan y le obligan a una desesperada defensa. La hostilidad de Dios y de
los amigos y la náusea de la vida le roban el sentido de la existencia. Sólo vislumbra
como salida posible la esperanza de la muerte: “¡Ojalá se realizara lo que pido, que
Dios cumpliera mi esperanza, que él consintiera en aplastarme, que soltara su mano y
me segara!” (6,8-9).

Job se queja de sí mismo, porque ya no resiste más; se queja de los amigos,


porque se distancian de él o le acosan con sus razonamientos; y se queja de Dios
porque lo ha herido y se ensaña con él en vez de librarlo. Solo, en medio de la batalla,
Job afila las armas de su palabra, con la que ataca a todos. Es cierto que sus palabras
son un desvarío, pero tiene razón para ello: “¿Rozna el onagro junto a la hierba verde?
¿Muge el buey junto al forraje? ¿Se come acaso lo insípido sin sal? En la clara del
huevo ¿hay algún gusto?” (6,5-6). Si el buey muge y el asno rebuzna por algo será. Por
eso decide seguir hablando, no admite que nadie le tape la boca: “Yo no he de contener
mi boca, hablaré en la angustia de mi espíritu, me quejaré en la amargura de mi alma.
¿Acaso soy yo el Mar, soy el monstruo marino, para que pongas guardia contra mí?”
(7,11-12). Sin embargo, su único deseo es no renegar de Dios: “Este será mi consuelo:
aun torturado sin piedad, saltaría de gozo, por no haber renegado de las palabras del
Santo” (6,10). Job ha imprecado, pero no ha renegado de Dios. ¿Conseguirá contenerse

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si la situación se prolonga? Como el mártir, que en medio de la tortura desea la muerte
para no renegar, Job la invoca para mantenerse fiel. Al final le será concedido este
consuelo y Job realmente saltará de gozo. Como en el prólogo Dios elogia la conducta
de Job, en el epílogo Dios alaba sus palabras (42,7-8).

Job es el sufriente. No aguanta más. El no tiene la fuerza que Dios prometió a


Jeremías: “Te haré plaza fuerte, columna de hierro, muralla de bronce” (Jr 1,18). No es
capaz, como el Siervo de Yahveh, de “endurecer su cara como un pedernal” (Is 50,7).
Job experimenta en su carne toda su fragilidad: “¿Cuál es mi fuerza para que aún
espere, qué fin me espera para que aguante mi alma? ¿Es mi fuerza la fuerza de la roca?
¿es mi carne de bronce? ¿No está mi apoyo en una nada? ¿no se me ha ido lejos toda
ayuda?” (6,11-13). Job esperaba un poco de piedad de sus amigos, pero le han
defraudado. En vez de compasión por su enfermedad, se asustan del posible contagio.
Job ve su interior como un inmenso desierto de soledad, cruzado por un cauce seco de
palabras vacías, que aumentan su sed. Desde su debilidad acusa a los amigos de
frialdad e insensibilidad ante su grito de auxilio: “Me han defraudado mis hermanos lo
mismo que un torrente, igual que el lecho de torrentes que pasan: turbios van de aguas
de hielo, sobre ellos se disuelve la nieve; pero en tiempo de estiaje se evaporan, en
cuanto hace calor se extinguen en su lecho. Por ellos las caravanas se apartan de su
ruta, en el desierto se adentran y se pierden. Las caravanas de Temá los otean, en ellos
esperan los convoyes de Sabá. Pero se ve corrida su confianza; al llegar junto a ellos se
quedan confundidos” (6,15-20). Los amigos, para defender a Dios, que no necesita que
nadie le defienda, se han vuelto contra él.

El desierto con sus horizontes ilimitados y desolados, con la soledad de sus


pistas borradas es el símbolo de la soledad de la vida de Job. Sufre como una caravana
golpeada por el viento seco y aplastada por el sol implacable. Como un caminante
solitario en el ardor del verano, Job está siguiendo desesperadamente los rastros
perdidos del desierto. Los regatos que, en primavera, recogían las aguas de las lluvias,
ahora son sólo canales secos, llenos de piedras calcinadas. Su vida es un desierto, un
vagar de espejismo en espejismo. La búsqueda del agua es tan angustiosa que lleva al
caminante a salirse del camino, girando en torno, de decepción en decepción, hasta
perderse en medio del paisaje siempre igual. En su desesperación, Job abandona la
imagen del desierto y grita a sus amigos: “Así sois ahora vosotros para mí: veis algo
horrible y os asustáis” (6,21). La amistad, el agua del consuelo, que Job busca en ellos,
no suscita en ellos más que horror, como si fuese un apestado contagioso. De los
amigos Job se esperaba un consejo, afecto y comprensión, pero sólo ha recibido
acusaciones y juicios condenatorios de sus palabras de desesperado.

Job no pide que paguen su rescate, sino que acepten su inocencia. Deja de lado
el consuelo, que los amigos no saben darle, y pasa a defender su inocencia. Ya no está
en juego su vida o su bienestar; está en juego la justicia y su inocencia. Job la defenderá
aunque se quede sólo, sin amigos: “¿He dicho acaso: Dadme algo, haced regalos por mí
de vuestros bienes; arrancadme de la mano de un rival, rescatadme de la mano de
tiranos? Instruidme, que yo me callaré; hacedme ver en qué me he equivocado. ¡Qué
dulces son las razones ecuánimes!, pero, ¿qué es lo que critican vuestras críticas?
¿Intentáis criticar sólo palabras, dichos desesperados que se lleva el viento? ¡Vosotros
echáis a suerte al mismo huérfano, especuláis con vuestro propio amigo!” (6,22-27).
Los amigos, aunque estén presentes, lo han abandonado. Llegados a él para consolarlo
se han situado contra él. Con desesperación les pide comprensión de su desgracia. Los

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amigos no saben dársela porque no han pasado por su dolor (Cf. Hb 4,15). No saben
que: “el que retira la compasión al prójimo abandona el temor de Sadday” (6,14), pues
como dice San Gregorio “el amor de Dios engendra el del prójimo y el amor del
prójimo nutre el de Dios”, añadiendo en relación a los amigos: “Cuando uno está en la
prosperidad, no se sabe si los otros aman su prosperidad o su persona. La desgracia es
la prueba del amor”.

Job se siente juzgado y rechazado sin que sus amigos hayan comprendido el
sentido de su lamento. El diálogo ha perdido el calor de una discusión fraterna y ha
asumido la forma glacial de la imparcialidad de un juicio formal. Sin embargo, Job no
se resigna a esta situación e implora la ayuda de los amigos: “Ahora, por favor, volveos
a mí, que no os mentiré en la cara. ¡Tornad, pues, a mí pero sin maldad! ¡Tornad, que
está en juego mi justicia! ¿Hay maldad en mis labios? ¿no distingue mi paladar las
cosas malas?” (6,28-30). Job no está para discusiones teológicas o legales, sólo desea
que acepten su persona en el estado en que se encuentra. Desea confundir la sabiduría
de los sabios con la fuerza de su dolor.

b) Los sobresaltos de la noche

Dejando de mirar a los amigos, Job se recoge en sí mismo para enfrentarse a


Dios en un largo interrogatorio: “¿No es una milicia lo que hace el hombre en la tierra?
¿No son jornadas de mercenario sus jornadas? Como esclavo que suspira por la
sombra, o como jornalero que espera su salario, así meses de desencanto son mi
herencia, y mi suerte noches de dolor. Al acostarme, digo: ¿Cuándo llegará el día? Al
levantarme: ¿Cuándo será de noche?, y hasta el crepúsculo ahíto estoy de sobresaltos.
Mi carne está cubierta de gusanos y de costras terrosas, mi piel se agrieta y supura. Mis
días han sido más raudos que la lanzadera, han desaparecido al acabarse el hilo” (7,1-
6). Job describe, con toda su fantasía, la miseria humana y, en particular, la que ahora
pesa sobre él. Si es triste la situación de todo mortal, la suya es desesperante. Las
sombras del atardecer marcan para los otros el final de la fatiga del día, pero para él la
llegada de la noche no mitiga sus sufrimientos, sino que los exaspera con sus
sobresaltos. Para Job no hay un momento de respiro, un oasis de descanso.

“El hombre está en la tierra cumpliendo un servicio” (7,1). Comenta fray Luis
de León: “Así ha de entender el que nace alquilado para trabajo y peligro. Porque en
todas las horas de la vida hay su trabajo: en la niñez, el de ignorancia y flaqueza; en la
mocedad, el de sus pasiones y ardores; en la edad de varón, el de las pretensiones y
competencias; y en la vejez, el de ella misma. Y en todas acontece la enfermedad y
reina la muerte y es poderoso el desastre”.

El soldado espera el fin del combate y la soldada. El jornalero espera el


atardecer y el salario. Job desea el gozo del descanso, pero no lo halla. Job se identifica
con el Eclesiastés: “¿Qué le queda al hombre de toda su fatiga y esfuerzo con que se
fatiga bajo el sol? Todos sus días son dolor y penar; y ni aun de noche su corazón
descansa. También esto es vanidad. No hay mayor felicidad para el hombre que comer
y beber, y disfrutar en medio de sus fatigas. Yo veo que también esto viene de la mano
de Dios, pues quien come y quien bebe, lo tiene de Dios” (Qo 2,22-25). Job ni siquiera
tiene ese pequeño consuelo. Su existencia en el dolor es absurda y sin sentido: “Meses
de desencanto son mi herencia, y mi suerte noches de dolor” (7,4). Su enfermedad es
una presencia adelantada y prolongada de la muerte. Su carne ya está cubierta de

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gusanos y de costras terrosas, se acaba el hilo de su existencia. Los días se le acortan,
no porque pasen de prisa, sino porque se le acaba el hilo prematuramente, como
lamentaba también el rey Ezequías: “Yo dije: A la mitad de mis días me voy; en las
puertas del seol se me asigna un lugar para el resto de mis años” (Is 38,10). La vida es
un ir y venir inquieto de lanzadera, añadiendo cada vez una línea a la tela de la
existencia hasta completar el tapiz. Pero Job no tiene esperanza de completar el dibujo,
pues le cortarán la trama antes de tiempo. Job, elevando su voz a Dios, le pide que no
olvide que es él quien ha diseñado su vida: “¡Recuérdalo!”. Los lugares de nuestra vida
se acostumbran a nuestra presencia y nos echan de menos cuando morimos. Dios
mismo mirará al país de Job y preguntará: ¿has visto a mi siervo Job? (1,8). Y, por
mucho que pregunte, no le encontrará. En sus oídos resonarán las negaciones: no
existe, bajó y no subirá, no volverá.

Desde este retrato interior de sí mismo se encara con Dios, con humildad
primero y despiadado después: “Recuerda que mi vida es un soplo, que mis ojos no
volverán a ver la dicha. El ojo que me miraba ya no me verá, pondrás en mí tus ojos y
ya no existiré. Una nube se disipa y pasa, así el que baja al seol no sube más. No
regresa otra vez a su casa, no vuelve a verle su lugar” (7,7-10). Pero antes de irse para
no volver, Job habla y reclama. La vida es corta y llena de aflicciones, pero es la única
vida. La angustia de la existencia marca el tono de las palabras de Job: “Por eso yo no
he de contener mi boca, hablaré en la angustia de mi espíritu, me quejaré en la
amargura de mi alma” (7,11). En su atropello, Job mezcla el deseo de morir y el deseo
de vivir. El ansia de vivir se abre paso en su desesperación y, enfrentándose con el
deseo de morir, lacera y descoyunta la conciencia de Job: “¡Preferiría mi alma el
estrangulamiento, la muerte más que mis dolores! Ya me disuelvo, no he de vivir por
siempre; ¡déjame ya; sólo un soplo son mis días! ¿Qué es el hombre para que tanto de
él te ocupes, para que pongas en él tu corazón, para que le escrutes todas las mañanas y
a cada instante le escudriñes? ¿Cuándo retirarás tu mirada de mí? ¿no me dejarás ni el
tiempo de tragar saliva?” (7,15-19).

La atormentada vida de Job corre como un río hacia la muerte. En realidad, la


muerte ya ha invadido su organismo. El hilo de la rueca está llegando a su fin. Con
nostalgia mira a su vida acabada y le parece un soplo. “Mi morada es arrancada, se me
arrebata como tienda de pastor. Enrollo como tejedor mi vida, me cortaste del hilo del
tejido. De la noche a la mañana acabas conmigo” (Is 38,12). En un suspiro Job evoca el
amor de sus conocidos que sufrirán su ausencia: “El ojo que me miraba, ya no me
verá”. Dios mismo, que le ha mirado con amor al darle la vida, sentirá que le falta:
“Pondrás en mí tus ojos y ya no existiré”. Dios, mirando sobre la tierra, lamentará no
ver entre los vivos a su siervo. La fe de Job sigue viva en medio de sus lamentos
desesperados. Quiere tocar el corazón de Dios, que sentirá la nostalgia de él. Dios
“como el que ve” había sido también invocado por Agar en su desesperación: “Dio
Agar a Yahveh, que le había hablado, el nombre de ‘Tú eres El Roí’, pues dijo: ¿Si será
que he llegado a ver aquí las espaldas de aquel que me ve?” (Gn 16,13). Job implora a
Dios que no se olvide de que se lamentará de su ausencia: “¡Acuérdate!”. La memoria
de Dios expresa su fidelidad en relación a su aliado en los momentos de dificultad e
incertidumbre.

d) ¿Donde está la “hesed” de Dios?

Al final, encarándose con Dios, en vez de la muerte, Job se conforma con que

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Dios le de un momento de respiro, se olvide por un momento de él, dejándole en paz.
Dios, a quien el salmista contempla ocupándose del hombre para engrandecerle (Sal
8,5;144,3), Job le ve ocupándose del hombre para expiarle y aplastarle. Job retuerce el
salmo: “Dios es grande y cuida del hombre en todo momento, para vigilarlo, espiarlo
en todas sus acciones”. ¡Dios es el guardián del hombre, que no le deja pasar una! ¿Qué
es el hombre, esta nada, para que le tomes como punto de mira a todas horas?: “¿Qué
es el hombre para que tanto de él te ocupes, para que pongas en él tu corazón, para que
le escrutes todas las mañanas y a cada instante le escudriñes? ¿Cuándo retirarás tu
mirada de mí? ¿no me dejarás ni el tiempo de tragar saliva?” (7,17-19). De Dios
proceden las flechas envenenadas y los sueños que le espantan. Su mirada es obsesiva,
vigilancia opresora. Es cierto que Dios es custodio y guardián del hombre, pero para
ponerle trabas. Job está a punto de ceder y confesarse culpable con tal de que Dios le
deje en paz, le de un tiempo de respiro. Mas tarde arriesgará todo con tal de que se
reconozca su inocencia. Pero ahora, en su enfrentamiento con Dios, Job llega a algo
sumamente grave. Para decirle que no puede más, Job acusa a Dios de torturador. Está
a punto de confesar, bajo tortura, incluso lo que no ha hecho. Está a punto de renunciar
a su dignidad: ¿Por qué no cancelas mi pecado y olvidas mi iniquidad? ¡Con tal de que
me dejes en paz estoy dispuesto a admitir todo lo que quieras! : “Si he pecado, ¿qué te
he hecho a ti, oh guardián de los hombres? ¿Por qué me has hecho blanco tuyo? ¿Por
qué te sirvo de cuidado? ¿Y por qué no toleras mi delito y dejas pasar mi falta? Pues
ahora me acostaré en el polvo, me buscarás y ya no existiré” (7,20-21). Llegará el
momento en que Dios busque a Job y será tarde, pues habrá pasado del sueño cotidiano
al sueño definitivo y no existirá: “Ya me disuelvo, no he de vivir por siempre; ¡déjame
ya; sólo un soplo son mis días!”.

En el retrato del hombre, que Job nos ofrece mediante espléndidas imágenes, el
hombre aparece en toda su fragilidad y fugacidad. “Como flor, que brota y se marchita,
huye como la sombra sin detenerse” (13,28-14,2). “Habita en casas de arcilla, que
ahondan su fundamento en el polvo” (4,19; 10,9). “Si ni la luna tiene brillo, ¡cuanto
menos el hombre, ese gusano de la tierra!” (25,6). “A los gusanos llama: ¡Mi madre y
mis hermanos!” (17,14). Este ser frágil y caduco “¿puede ser justo ante Dios, inocente
ante su Creador?” (4,17). “¿Quién puede sacar lo puro de lo inmundo?” (14,4). Sin
embargo, este retrato, penetrado por la luz de la fe, se ilumina. Job es siempre un
creyente, un “siervo de Dios”, que nunca reniega de su adhesión y amor. Desde el
abismo de su desolación Job habla o grita siempre desde la fe. Es siempre consciente de
que el hombre no tiene el origen en sí mismo y, por ello, no tiene la vida entre sus
manos. Si lo pretendiera se le escaparía de ellas. Sólo Dios “tiene en su mano la vida de
todo viviente y el soplo de toda carne humana... Si él destruye no se puede edificar; si a
uno encierra, no se le puede abrir; si retiene las aguas, viene la sequía; si las suelta,
devastan la tierra” (12,10.14-15).

Como creyente quedará fascinado ante el misterio y gratuidad de la creación.


El, que no es capaz de conocer “cuando dan a luz a sus crías las gamuzas” (39,1),
¿cómo podrá descifrar el sentido del misterio de la creación con todas sus realidades
escondidas? Job sabe y proclama que su vida y cuanto posee es don de Dios: “Desnudo
salí del seno de mi madre y desnudo allá retornaré. Yahveh me lo dio, Yahveh me lo
quitó. ¡Bendito sea el nombre de Yahveh!” (1,21). Job confiesa que en la raíz de su vida
está el amor de Dios, es criatura amada de Dios: “Tus manos me formaron, me
plasmaron... Como arcilla me has plasmado. Me has colado como leche y me cuajaste
como queso. De piel y de carne me vestiste y me tejiste de huesos y de nervios. Vida y

38
benevolencia me has otorgado y tu solicitud ha cuidado mi espíritu” (10,8-12).

Dios, con la vida, concede al hombre su hesed, es decir, la posibilidad de


entablar con él una intimidad maravillosa, que es lo único que puede llevar la vida
humana a su plenitud. De esta convicción nace el contraste estridente de la situación
actual de Job. Su problema es cómo conciliar la benevolencia de Dios con el
sufrimiento de su carne y de su espíritu, que tiene el sabor del abandono, del desprecio
y del odio. ¿Puede Dios entablar primero una relación de hesed, para luego romperlo o
cambiarlo en una relación de persecución? Job, convencido de que Dios es justo, más
aún, es el fundamento de la justicia, siente la necesidad de aclararse y hasta de cambiar
su concepción de la justicia para adecuarlo a la concepción de Dios. Por ello no puede
aceptar los razonamientos de sus amigos. El, igual que los amigos, sabe que es criatura
y que ante el Creador la criatura se encuentra siempre con las manos vacías, y que ante
la santidad de Dios el hombre es siempre culpable. Dios se eleva sobre toda criatura en
una distancia insalvable. Ni los ángeles, que están a su servicio, son tan puros que
puedan merecer la confianza plena de Dios.

De aquí los amigos deducen que el hombre que sufre es absolutamente


malvado, por lo que es absurda la pretensión de Job de presentarse como justo ante
Dios. Job, en cambio, admitiendo la incapacidad natural del hombre de presentarse
como inocente ante Dios, sí puede hacerlo por gracia. Cuando Job insiste en la
inocencia de su comportamiento para con Dios, no se considera sin pecado: “¿Cómo
ante Dios puede ser justo un hombre?” (9,2; 14,4), pero presupone una relación de
misericordia y condescendencia de parte de Dios para con el hombre, que él no ha
rechazado. Por ello se encara con los amigos diciéndoles que no tienen por qué salvar a
Dios y justificarle atacando al hombre. Job, con otras palabras, al final de la prueba del
dolor, podrá confesar que “la necedad de Dios es más sabia que la sabiduría de los
hombres, y la debilidad de Dios es más fuerte que la fuerza de los hombres” (1Co
1,25).

Job está en pleito (rib) con Dios. Job es la parte lesionada, porque es quien está
sufriendo, es quien aparentemente está siendo golpeado injustamente por Dios. Por eso
se presenta a Dios para entablar el pleito. Lo convoca a juicio y lo acusa, pone ante él el
mal que padece, para que Dios lo reconozca y cese de maltratarlo. Pero no podemos
olvidar que el pleito (rib) busca siempre la reconciliación de las partes. Por tanto,
mientras lanza a Dios sus palabras durísimas, mientras parece que está rompiendo sus
relaciones con Dios, Job está buscando la reconciliación con Dios. Job desea que se
restablezcan las relaciones amables que antes tenía con Dios. Está intentando
convencer a Dios de su injusticia para con él, pero lo hace para que vuelva a ser el Dios
bueno, amigo del hombre. Mientras le acusa de “malvado”, Job busca la bondad de
Dios, que se restablezca la amistad entre los dos.

Job sabe que Dios está presente en su sufrimiento, él es su autor. Por eso se
encara con él y le pregunta “¿por qué?”. Pero Job, rechazando la teoría de la
retribución, apela a la misericordia: “¿Por qué no toleras mi delito y dejas pasar mi
falta? Pues ahora me acostaré en el polvo, me buscarás y ya no existiré” (7,21).

4. EL PAPIRO, LA TELARAÑA Y LA PLANTA TREPADORA

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a) Dios no cambia las reglas del juego

San Gregorio, con una comparación original, nos invita a no olvidar el principio
y el final de la historia, mientras asistimos al debate apasionado de Job: “Cuando la
mente del lector es agitada por las olas de los discursos de Job, debe ponderar su peso
atendiendo al comienzo y al final de la historia. Pues el Juez eterno no pudo alabar al
que iba a caer ni preferir al que había caído. Por tanto si, sorprendidos por la ambigua
tempestad, consideramos el comienzo y el fin de la historia, la nave de nuestra mente
queda sujeta a proa y a popa con las cuerdas de su consideración y no tropieza en
escollos. No naufragaremos en la tormenta de nuestra ignorancia si nos refugiamos en
el puerto tranquilo del juicio celeste. Job dice cosas que provocan preguntas graves,
pero ¿quién no se atreverá a declarar recto lo que suena recto en los oídos de Dios?”.

La ambigüedad de algunas expresiones de Job, retorciendo textos venerables de


la Escritura, y su audacia al dirigirse a Dios con un interrogatorio provocan el asombro
y suscitan las preguntas a que alude San Gregorio. Job nos describe al hombre como ser
frágil, que se cansa cumpliendo el duro servicio de su vida y reclama el descanso de sus
fatigas. Si fuera un mineral o una roca podría resistir sin descanso. Pero Job, aplastado
por el sufrimiento atroz que pesa sobre sus espaldas, no es una roca. Pide que cese el
dolor y le llegue el descanso. Su fragilidad ha llegado al límite. El día pasa como un
soplo y la noche es larga, pero angustiosa como una pesadilla. Desea acostarse en la
noche y no ver el amanecer. Con desesperación grita a Dios, que le está apretando el
cuello, que afloje un momento el peso de su mano y le deje respirar, o que le apriete
hasta ahogarlo, apresurando su muerte. Dios lanza contra él sus flechas, como si fuera
su enemigo (Sal 18,15; 64,8; 144,6): “Tus flechas se me han clavado, tu mano pesa
sobre mí” (Sal 38,3). Lo grita el salmista en su oración, confesando su culpa. Job lo
grita sin confesar su culpa, porque no se siente culpable y no puede elevar a Dios una
oración falsa.

Los tres amigos han llegado, tras un largo camino, para “compartir la pena de
Job y consolarlo” (2,11), pero “sobrecogidos de espanto”, “se asustan”. Perciben que el
abismo de la angustia de Job es demasiado vertiginoso como para que, al intentar
rescatarlo de la pendiente por la que se precipita, no corran ellos el riesgo de
precipitarse en el abismo con él. Job les implora: “¡piedad, piedad de mí, amigos
míos!” (19,21) y su grito no tiene eco. Los amigos no están dispuestos a aliviarlo, sino
que se distancian de él. El hedor del aliento de Job es tan repugnante que hasta su mujer
retrocede ante él.

Job intenta llevar las aguas a su experiencia personal de sufrimiento, pero


Bildad se alza contra las experiencias personales, que no tienen consistencia “pues
nosotros somos de ayer y no sabemos nada” (8,9): “¿Hasta cuándo estarás hablando de
ese modo, y un gran viento serán las razones de tu boca?” (8,2). Bildad, ante el huracán
de palabras de Job, responde enunciando un principio, para él incontrovertible: Dios es
siempre justo, castiga a los malos y premia a los buenos. Bildad se apoya en la
tradición, en la lección aprendida, donde encuentra el binomio fidelidad-bendición e
infidelidad-maldición, pues Dios, siendo plenamente fiel, no cambia las reglas del
juego: “¿Acaso Dios tuerce el derecho, Sadday pervierte la justicia?” (8,3).

Desde sus principios aprendidos, Bildad desciende al caso particular de Job: sus

40
hijos han muerto por su infidelidad a la alianza. Con justicia ha infligido el castigo final
a tus hijos: “Si tus hijos pecaron contra él, ya los entregó en poder de sus delitos” (8,4).
A ti, en cambio, te ha castigado dejándote un tiempo para pedir perdón y convertirte. La
fuerza del principio de Bildad revela la debilidad de su razonamiento. Con el principio
quiere explicar los hechos, pero los hechos cuestionan el principio. Para defender la
justicia de Dios, Bildad pronuncia un juicio injusto contra los hijos y contra Job.

b) Los dos árboles: el malo y el bueno

Bildad repite la teoría de la retribución hasta la monotonía, lo mismo que se


hace pesado y monótono el mal. Bildad siente el viento de pasión que agita el alma de
Job. Pero sus palabras le parecen viento por falta de contenido. El le invita a que no se
justifique porque, justificándose a sí, condena a Dios, dando a entender que Dios
condena sin culpa. Y como Dios no es injusto, es necesario que Job se reconozca
culpable, pues es evidente que Dios le está afligiendo y azotando por sus culpas. Bildad
desdobla el principio en las dos vertientes clásicas de la retribución, para buenos y
malos. Mientras los malos son árbol que se seca, como los hijos, el bueno puede
disfrutar de nuevo del favor de Dios.

Afirmada su tesis, Bildad invita a Job a la conversión, fuente de bendición y de


transformación de la situación presente. Si Job acepta su palabra, Bildad le promete que
la alegría volverá a brillar en su vida. Para Bildad, como para Elifaz, el hombre se gana
la bendición de Dios con sus obras. Dios es sólo el garante y ejecutor del premio o del
castigo. Con este razonamiento Bildad intenta meter a Job en el camino de la
religiosidad interesada. Está colaborando con Satán y con la mujer de Job. Esta decía:
“maldice a Dios y muere”; Bildad dice: “súplica a Dios y alégrate”. Por sendas
paralelas quieren llevar a Job al mismo sitio. La doctrina tradicional sobre la justicia de
Dios en forma de retribución está más cerca de Satán que del verdadero Dios. Al final,
Dios concederá gratuitamente el futuro de felicidad que Bildad promete como fruto de
las obras que propone a Job: “Mas si tú recurres a Dios e imploras a Sadday, si eres
irreprochable y recto, desde ahora él velará sobre ti y restaurará tu morada de justicia.
Tu pasado parecerá insignificante el lado de tu espléndido futuro” (8,5-7). El continuo
mensaje bíblico: “Dios te ama y se interesa por ti”, Bildad lo cambia en: “Interésate de
Dios y él te amará”.

Las palabras de Bildad nos traen el eco de la protesta de Abraham: “¡Lejos de ti


hacer tal cosa! Matar al inocente con el culpable, confundiendo al uno con el otro,
¡lejos de ti! El juez de todo el mundo, ¿no hará justicia?” (Gn 18,25). Pero Abraham
intercede por buenos y malos. Quiere que Dios salve a toda la ciudad en atención a diez
justos. Bildad, en cambio, no siente compasión, busca defender el principio, sin que le
importen las personas. Lo único incompatible con Dios es condenar a quien no merece
castigo, pero sí puede salvar al culpable: “Tú eres justo, gobiernas el universo con
justicia y consideras incompatible con tu poder condenar a quien no merece castigo. Tu
fuerza es el principio de tu justicia y tu señorío sobre todos los seres te hace indulgente
con todos ellos. Ostentas tu fuerza a los que no creen en la plenitud de tu poder, y
confundes la audacia de los que la conocen. Dueño de tu fuerza, juzgas con moderación
y nos gobiernas con mucha indulgencia porque, con sólo quererlo, lo puedes todo” (Sb
12,15-18).

Para convencer a Job, Bildad recurre a la tradición aureolada de lejanía y

41
acreditada con el pasar de los años: “Pregunta a las generaciones pasadas, medita en la
experiencia de tus padres. Nosotros somos de ayer y no sabemos nada, nuestros días
son una sombra en la tierra. Pero ellos te instruirán y te hablarán con palabras sacadas
del corazón” (8,8-10). Bildad ilustra la tesis sacada de la tradición con tres bellas
comparaciones vegetales: el papiro, la tela de araña y la planta trepadora. Tanto el
papiro, fuerte, como el junco, débil, imágenes del malvado, mueren irremediablemente:
“¿Brota acaso el papiro sin marismas? ¿Crece sin agua el junco? Aún en su verdor, sin
ser cortado, se marchita antes que toda otra hierba. Tal es el fin de los que olvidan a
Dios, así fenece la esperanza del impío. Su confianza es un hilo solamente, su
seguridad una tela de araña. Se apoya en su morada, y no le aguanta, se agarra a ella y
no resiste. Bien regado ante la faz del sol, por encima de su huerto salían sus renuevos.
Sobre un majano entrelazadas sus raíces, vivía en una casa de piedra. Mas cuando se le
arranca de su sitio, éste le niega: ¡No te he visto jamás! Y vedle ya cómo se pudre en el
camino, mientras que del suelo brotan otros” (8,11-19).

Sin el fluir continuo del agua del cenagal el papiro no puede crecer; sin agua se
vuelve amarillento y se seca. Así se seca el pecador, sin la linfa del temor de Dios que
lo alimentaba. La casa del impío se derrumba con la misma facilidad de una tela de
araña. Es la casa construida sobre arena, frondosa como la planta trepadora, pero que se
seca al querer transplantarla a otro sitio. El pecador desarraigado de Dios no haya
donde echar raíces. Su vida se desploma.

c) ¿Hechos o teoría?

Y, para concluir, Bildad, encarándole directamente, insinúa que Job se halla


entre los impíos. El sentido religioso es savia para el hombre. Si el hombre corta con
Dios, con el olvido de él, se seca sin necesidad de castigo, sin que lo arranquen muere.
La telaraña de la morada del hombre se desgarra, al no poder sostener por sí misma el
peso de la vida. A la suerte de los malvados Bildad contrapone el destino de los justos.
Con ello recuerda a Job que Dios, fiel en el castigo, lo es también en el premio,
invitándole a cambiar de bando: “No, Dios no rechaza al justo, ni da la mano a los
malvados. Puede aún llenar tu boca de risas y tus labios del clamor de júbilo. Tus
enemigos serán cubiertos de vergüenza, y desaparecerá la tienda de los malvados”
(8,20-22). Con palabras de la Escritura, también Bildad se ha aliado con Satanás:
“¿Acaso Job teme a Dios por nada?”.

Sin necesidad de cambiar de bando, al final asistiremos al canto de Job,


semejante al de los cautivos de Babilonia volviendo a Sión: “Cuando Yahveh hizo
volver a los cautivos de Sión, nos parecía soñar: la boca se nos llenó de risas, y nuestros
labios de cantos de alegría. Hasta las naciones decían: ¡Grandes cosas ha hecho Yahveh
con éstos!” (Sal 126,1-2).

Job y sus amigos no pueden entenderse. Job reconoce su finitud, como la de


todo hombre. Es el único punto en que concuerdan. Pero no puede aceptar que
deduzcan su culpabilidad de sus sufrimientos. Mientras los amigos le hablan de
transgresión, Job replica que es él quien es objeto de la agresión de Dios. Mientras Job
rechaza la teoría de la retribución en nombre de su experiencia personal, los amigos, sin
darle el mínimo crédito, están dispuestos a sacrificar la evidencia de los hechos en aras
de la coherencia de su sistema. Su negativa a mirar al hombre en la verdad de su
condición los vuelve ciegos ante los designios de Dios.

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Job, por un instante, se volverá a sus tres amigos para buscar en ellos la
simpatía que Dios parece negarle: “¡Piedad, piedad de mí, vosotros mis amigos, que es
la mano de Dios la que me ha herido!” (19,21). Pero es difícil llegar al hombre y
consolarle. Se pronuncian palabras, pero al final el dolor sigue ahí. Los amigos
empiezan sentándose en tierra con él, en silencio. Pero después se pondrán a discutir
con él y cuanto más hablan más se distancian. Su palabra llega a los oídos de Job desde
lejos. Llegan con sus evidencias y sus certezas, con los argumentos de quienes saben de
antemano la respuesta a todo y proponen su consuelo sin haber escuchado las quejas.
Para ellos, el sufrimiento de Job se reduce a un caso particular del principio general y
no debe escapar a la conocida teoría de la retribución. Si Job sufre es que ha pecado. Si
es probado es porque ha sido reprobado. ¡Que se convierta y todo volverá a estar en
orden!

Los tres amigos, en vez de ponerse ante Dios al lado de Job para entrar en el
sufrimiento como él lo vive, se sitúan de antemano al lado de Dios y se arrogan el
derecho de hablar en su nombre. “¡Máximas de ceniza son vuestras sentencias,
respuestas de barro!”, les replica Job, “no hacéis más que enjalbegar con mentiras,
¡matasanos! ¡Ojalá os callarais todos y demostrarais así que sois sabios” (13,12.4-5).
Caminar con Job hasta el borde de la rebeldía, aceptar mirar con él la angustia cara a
cara, sería para los tres amigos arriesgar su fe cómoda, que poseen con demasiado
orgullo. Job tendrá que renunciar al espejismo de la amistad: “Me han defraudado lo
mismo que el lecho de torrentes turbios de aguas de hielo, sobre los que se disuelve la
nieve, pero que en tiempo de estiaje se evaporan. En ellos esperan las caravanas del
desierto. Pero se ve defraudada su confianza; al llegar quedan confundidos. Así sois
ahora vosotros para mí: veis algo horrible y os asustáis” (6,15-21).

5. LA AUSENCIA DE DIOS

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a) La noche de la fe

La prueba de Job es la prueba de la fe en Dios. El sufrimiento, que experimenta


en su carne, toca profundamente su espíritu. El dolor arranca el grito de sus
interrogantes: ¿Dónde está Dios? ¿Está Dios en mi vida? ¿Por qué calla ante el triunfo
del mal? ¿Es el Dios bueno y potente? ¿Es el Dios justo, que protege a los buenos y
castiga a los malvados? El drama, que atormenta a Job es que se le desmoronan todas
las imágenes de Dios, que ha levantado pacíficamente en su mente. El ingenuo intento
de los amigos por reconstruirlas le enoja y exaspera. Sus palabras no se dirigen a los
amigos, si no a Dios: “¡Quien me diera saber encontrarle, poder encontrar su morada!
Expondría ante él mi causa y tendría mis labios llenos de razones” (33,3-4). La prueba
de Job es su fe en Dios y sólo quiere exponerla ante Dios. El es el único que puede dar
razón de sí mismo y de su actuar.

Dios está detrás de cada palabra a lo largo de todo el libro, como el esperado, el
interpelado, como el interlocutor deseado, aunque ausente y en silencio. Sólo la
teofanía final y los discursos de Dios restablecerán la fe de Job, aunque siga sin
entender el significado de su sufrimiento. No es el sufrimiento su problema, sino la
existencia o ausencia de Dios en su vida. Los gritos de Job son una provocación
continua a Dios para que se manifieste y rompa su silencio. Dios no alaba o condena las
explicaciones del misterio del dolor, sino el haber dicho o no “cosas rectas de él”
(42,7). Desde el comienzo del libro la pregunta es: “¿Es que Job teme a Dios de
balde?”. Se trata de verificar la existencia en Job de la fe pura, gratuita, y no la
religiosa, interesada. Satanás pone en duda esta gratuidad. Dios, en cambio, apuesta por
el hombre, convencido de hallar en él el amor y la gratuidad de la fe.

La absoluta libertad de la justicia divina hace saltar todos los esquemas de la


justicia humana en que el racionalismo teísta y farisaico de los amigos quieren encerrar
a Dios. La demolición de los esquemas o imágenes de Dios suenan como ataques a
Dios, pero en realidad son oración a Dios (10,8). Con ellos Job encuentra “el camino
justo para hablar de Dios” y, sobre todo, “para hablar a Dios”. El silencio de Dios
provoca el hambre, no de pan, y la sed, no de agua, sino de oír la palabra de Dios (Am
8,11-12). La ausencia de Dios abre al hombre a su presencia y a su palabra. La noche
de la fe abre los ojos a recibir la luz del día. La perla preciosa está escondida bajo
tierra, sólo cavando en profundidad se descubre su fulgor.

Job toma la palabra por tercera vez y, sin tener en cuenta a los amigos, se
enfrenta con Dios. Job ha caído en la apatía y en la desesperación. En su primera
intervención reniega de la vida; después, tras el discurso de Elifaz, se siente
abandonado de sus amigos e invoca con todas sus fuerzas la muerte. Ahora,
desalentado, confiesa que no sirve de nada hablar, pues Dios permanece en silencio, sin
responder a sus gritos. Toda discusión es imposible. Job quisiera procesar a Dios, pero
Dios no se presenta al juicio. Y, entre rebelión e ironía, Job reconoce que ante el
tribunal de Dios toda defensa es inútil, sólo cabe implorar misericordia. Jeremías vive
esta misma experiencia: “Tú llevas la razón, Yahveh, cuando discuto contigo; no
obstante, voy a tratar contigo un punto de justicia: ¿Por qué tienen suerte todos los
malos y son felices los malvados?” (Jr 12,1).

A la seguridad de Bildad (8,3.20), Job replica con una contestación radical:

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“¿Cómo podría un hombre tener razón contra Dios?” (9,2). ¡La fuerza lo justifica todo!
(9,14-24.32-35). El diálogo con Dios es imposible. Dios no escucha ni de cerca ni de
lejos (9,16) y no responderá jamás a una citación (9,15-19). Como no “retiene su
cólera” (9,13) y “ataca por un cabello, multiplicando sus heridas sin razón” (9,17), se
muestra indiferente ante el desconsuelo de los inocentes (9,22-23). ¡Identifica el
derecho con su fuerza! (9,24). Dios no es un ser humano y nadie posee armas para
discutir con él (9,3). No es posible citarlo a juicio, porque nadie dispone de él (9,32). Y
no existe un mediador entre Dios y el hombre: “¡Si hubiera entre nosotros un árbitro
que pusiera su mano sobre nosotros dos!” (9,33).

b) Si hablo, él calla; si él habla, me deja mudo

Disgustado con la actitud de Bildad que, en vez de defenderlo, se alía con Dios,
Job retuerce sus argumentos. Acepta la grandeza intocable de Dios, pero sólo para
aplastarlo. Dios siempre tiene razón y no es posible contestarle. Si el hombre combate,
como Jacob, con él, siempre sale con el muslo dislocado y con otro nombre, es decir,
trasformado en otro: “Bien sé yo, en verdad, que es así: ¿cómo puede un hombre ser
justo ante Dios? A quien pretenda litigar con él, no le responderá ni una vez entre mil.
Entre los más sabios, entre los más fuertes, ¿quién le hizo frente y salió bien librado?”
(9,2-4).

En este momento comienza realmente el rib, el pleito, y se irá endureciendo


más tarde. Pero ya es claro desde el principio. Job, desde el comienzo, sabe que lleva
las de perder en su pleito con Dios. Es imposible tener razón contra Dios, porque si uno
discute con él no responde. Si yo le acuso, él no me responde y, si es él quien me acusa,
¿quién se atreve a contradecirle? Si yo hablo, él se calla, y si habla él no me queda más
remedio que quedarme mudo. Imposible razonar con Dios. Es demasiado potente y
siempre tiene a punto el arma del terror, de la intimidación: “El traslada los montes sin
que se den cuenta, y los zarandea en su furor. El sacude la tierra de su sitio, y se
tambalean sus columnas. A su veto el sol no se levanta, y pone un sello a las estrellas.
El solo desplegó los Cielos, y holló la espalda de la Mar. El hizo la Osa y Orión, las
Cabrillas y las Cámaras del Sur. Es autor de obras grandiosas, insondables, de
maravillas sin número” (9,5-10). Job da la vuelta al himno de alabanza a Dios por la
creación (Am 4,13; 5,8; 9,5-6) y lo convierte en acusación. Dios, potente, hace lo que
quiere. Su superioridad la usa para tapar la boca al hombre.¿Quién puede decirle: “qué
es lo que haces?”.

Dios tiene fuerza y destreza, como ha afirmado Bildad. Job se lo acepta, pero se
lo retuerce. Es cierto que Dios siempre tiene razón, reconoce Job. Pero eso es lo que le
irrita. Es inútil discutir, argüir, enfrentarse con él. Siempre vence él. Si Dios domina el
cielo, el mar y la tierra, ¿cómo no dominará al hombre en su pequeñez? ¿Como discutir
con alguien que ni siquiera ves cuando te pasa delante? “Si cruza junto a mí, no lo veo,
pasa rozándome y no lo siento”(9,11). Extraña cercanía de Dios, palpable e
imperceptible, próximo e invisible, que deja como estela las huellas de su ausencia.
Sólo deja ver su espalda, cuando ya ha pasado; sólo se le ve desaparecer (Ex 33,23).
Dios, que en otro tiempo “era un íntimo de su tienda” (19,4), ahora sólo se le muestra
en el roce misterioso del dolor que deja su paso. A pesar de todo Job, como Jacob (Gen
24), desea encontrarlo de frente, pelear cuerpo a cuerpo con Dios, aunque de la pelea
salga cojeando.

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Bildad ha proclamado la justicia de Dios, a quien concibe como un juez que
retribuye diversamente a buenos y malos. Job le escandaliza negándolo abiertamente:
Dios no distingue entre buenos y malos cuando envía calamidades sobre la tierra, ni
cuando envía la bendición de la lluvia (Mt 5,45). Job se aproxima, aunque no llega a la
afirmación de Cristo, como tampoco llega el Eclesiastés: “He visto que los justos y los
sabios y sus obras están en manos de Dios. Y ni de amor ni de odio saben los hombres
nada: todo les resulta absurdo. Como el que haya un destino común para todos, para el
justo y para el malvado, el puro y el manchado, el que hace sacrificios y el que no los
hace, así el bueno como el pecador, el que jura como el que se recata de jurar. Eso es lo
peor de todo cuanto pasa bajo el sol: que haya un destino común para todos” (Qo 9,1-
3).

Job se queda en la primera parte de la afirmación de Cristo. En su interior se


está despertando el deseo de entablar un pleito con Dios, para defender su inocencia,
aunque le cueste la vida. De momento a Job le parece descabellada y peligrosa la idea.
¿Aceptaría Dios comparecer, discutir y dejarse convencer con los argumentos de un
simple mortal? ¿No recurriría más bien a su poder y sabiduría, fuerza y destreza para
aplastarlo?: “Dios no cede en su cólera: bajo él quedan postrados los esbirros de Ráhab.
¡Cuánto menos podré yo defenderme y buscar razones frente a él! Aunque tuviera
razón, no hallaría respuesta, ¡a mi juez tendría que suplicar! Y aunque le llame y me
responda, aún no creo que escuche mi voz. ¡El, que me aplasta por un pelo, que
multiplica sin razón mis heridas, y ni aliento me deja recobrar, sino que me harta de
amargura! Si se trata de fuerza, ¡es él el Poderoso! Si de justicia, ¿quién le emplazará?
Si me creo justo, su boca me condena, si intachable, me declara perverso” (9,13-20).
¡Imposible acusarle o defenderse de él!

c) ¿Hay un mediador, que ponga su mano entre los dos?

Sólo con imaginar la fuerza de Dios, a la que nadie puede resistir, Job se siente
intimidado. Si piensa en el saber de Dios, se ve sin respuesta posible, pues su saber es
insondable. En el juicio contra él, Job comprende que de nada le servirá su inocencia.
Está realmente confundido. Ya no sabe si es inocente o culpable. Le da igual: “Si me
creo justo, su boca me condena, si intachable, me declara perverso. ¿Soy intachable?
¡Ni yo mismo me conozco, y desprecio mi vida! Pero todo da igual, y por eso digo: él
extermina al inocente y al malvado” (9,20-22). Si me declaro inocente, mis palabras me
condenan, pues ¿quién puede declararse inocente frente a Dios a quien no se puede
preguntar qué está haciendo? Decir que soy inocente es decir que soy más que Dios.
Solo el proclamarse inocente es causa de condena por el orgullo que implica.
Confesarse culpable es igualmente autocondenarse. La conclusión es desoladora: Ser
inocente o culpable es la misma cosa. Dios condena al uno y al otro. Y no hay una
instancia superior a la que recurrir: “Que él no es un hombre como yo, para que le
responda, para comparecer juntos en juicio. No hay entre nosotros árbitro que ponga su
mano entre los dos, y que aparte de mí su vara para que no me espante su terror” (9,32-
34). No es, pues, posible el pleito ni la apelación a un juicio superior.

Job busca una salida imposible, un intermediario entre él y Dios, “que ponga su
mano entre los dos”. Job desea un intermediario cercano al hombre y que
pueda dialogar con Dios. (9,33-35). Es el grito que Dios escucha y
cumple mandando al mediador perfecto: Cristo el Señor, Dios y

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hombre. En Cristo Dios responde al deseo imposible de Job, pues
nada es imposible para él. Mésitès (mediador) es la palabra que el Nuevo
Testamento emplea para Cristo mediador entre Dios y los hombres (1Tm 2,5; Hb 8,6;
9,15; 12,24).

Sin embargo, Job no se calla, no renuncia a su deseo de entablar un proceso a


Dios, para el que prepara sus cargos de acusación. No reconociendo en sí ninguna
culpa, no renuncia a lo imposible: “Hablaré sin temerle” (9,35). Y Job compone el
discurso que desearía pronunciar ante Dios, contra Dios. El ataque es tan duro que
parece que Job se ha puesto de parte de Satanás. En realidad, ¿maldice a Dios con este
discurso? En la perspectiva de Satanás, no, porque Satanás suponía que la fe de Job era
interesada y nunca como aquí su relación con Dios aparece tan desinteresada, pues Job
está dispuesto a perder la propia vida. Sus palabras no son blasfemias, sino la expresión
de su sed de justicia, buscada en última instancia en Dios. El discurso imaginario de
Job es un discurso real, pues Dios le está escuchando con más atención que los amigos.
De momento escucha y guarda silencio. Deja que Job siga hablando, sin irritarse ni
escandalizarse de sus palabras. En realidad no puede sentirse ofendido, porque Job, sin
saberlo, está repitiendo las mismas palabras que él ha dicho a Satán: “Me has incitado
contra él, para que lo aniquilara sin motivo” (2,3; 9,17). Dios y Job coinciden en su
juicio. También Dios ha declarado a Job íntegro, intachable. Sólo que Job piensa que,
para salir él justificado, Dios tiene que ser declarado culpable. En la situación en que se
encuentra no sabe conciliar la justicia de Dios con la suya.

Job, amargado, se juega la vida, vence el miedo y suelta su queja. Y si Dios no


le escucha que le escuchen los amigos: “Asco tiene mi alma de mi vida: derramaré mis
quejas sobre mí, hablaré en la amargura de mi alma” (10,1). Los interrogantes de Job
son acusaciones a Dios, en el pleito imaginario que entabla con él: “Diré a Dios: ¡No
me condenes, hazme saber por qué me enjuicias! ¿Acaso te parece bien mostrarte duro,
menospreciar la obra de tus manos, y avalar el plan de los malvados? ¿Tienes tú ojos de
carne? ¿Como ve un mortal, ves tú?¿Son tus días como los de un mortal? ¿tus años
como los días de un hombre, para que andes rebuscando mi falta, inquiriendo mi
pecado, aunque sabes muy bien que yo no soy culpable, y que nadie me librará de tus
manos?” (10,2-7). La desemejanza entre Dios y el hombre, que los profetas recuerdan
para inculcar la confianza exclusiva en Dios (Is 31,3) o como promesa de perdón y
salvación (Os 11,9), Job la muestra para presentar a Dios como un inquisidor que anda
buscando razones para condenar o para condenar sin razones ni motivo. Sin necesidad
de investigar, Dios sabe que él es inocente; si lo oprime es sin motivo, pero Dios no
suelta la presa. Dios, para quien “mil años son un ayer” (Sal 90,4), por lo que puede
esperar con paciencia (2P 1,9) y escoger la ocasión, con Job parece que tuviera prisa,
como si pudiera escapar de sus manos. Del corazón de Job aflora la frustración que se
debate en su interior al contemplar cómo Dios se ensaña con él mientras alumbra a los
malvados.

d) ¿Es razonable este vivir muriendo?

Job pone ante Dios el sinsentido de su actuar. Nadie puede librarle de las manos
de Dios, de esas manos que con cariño y ternura le formaron. Job apela a los
sentimientos de Dios, evocando su origen: “Tus manos me formaron, me plasmaron, ¡y
luego, en un arrebato, quieres destruirme! Recuerda que me hiciste como se amasa el
barro y ¿me vas a devolver al polvo? ¿No me vertiste como leche y me cuajaste como

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queso? ¿No me vestiste de piel y carne? ¿No me tejiste de huesos y de nervios? ¿No me
agraciaste con la vida y con tu solicitud cuidaste mi aliento?” (10,8-12). Job pone a
Dios ante sí mismo, ante su actuar y, de este modo, está testimoniando que Dios es
Dios, el Creador, el Dios de bondad, aunque ahora se olvide de ser lo que es. Job,
conciencia de Dios, está recordando a Dios el amor de la creación de sus manos. Está
pidiendo a Dios que sea Dios. El polvo no ha nacido del polvo, sino de las manos
plasmadoras de Dios. A esas manos inolvidables, que imprimen a cuanto tocan la
nostalgia de su contacto, apela Job, a ellas desea volver: “Acuérdate que me modelaste
como el barro, ¿y vas a volverme al polvo?”.

Con complacencia Job canta la maravilla del hombre, plasmado por las manos
de Dios. La génesis del hombre del barro de la tierra (Gn 2) o la formación del hombre
en el seno materno es un prodigio de sabiduría y delicadeza (Sal 139,13; 2M 7,22; Sab
7,1-2). Job se extasía ante el prodigio de su formación. Pero ¿tiene sentido destruir una
obra tan maravillosa, deshacerla antes de concluirla? Su carne destrozada, su piel rota
en mil llagas, “este vivir muriendo” (fray Luis de León), ¿no es irracional e injusto?
¡Tanta grandeza para acabar en un momento de arrebato!

De la contemplación de Dios como alfarero del hombre el salmista deduce que


Dios es el único que le conoce y el único que puede darle las instrucciones para
conservar su vida: “Tus manos me hicieron y formaron: intrúyeme para que aprenda tus
mandatos” (Sal 119,73). Pero Job, en su amargura, se atreve a pleitear con su artífice,
sin tener en cuenta la advertencia de Isaías: “¡Ay de quien litiga con su artífice, vasija
entre las vasijas de barro! ¿Dice la arcilla al que la modela: qué haces tú?, y ¿tu obra no
está hecha con destreza? ¡Ay del que dice a su padre!: ¿Qué has engendrado? y a su
madre: ¿Qué has dado a luz? Así dice Yahveh, el Santo de Israel y su modelador: ¿Vais
a pedirme cuentas acerca de mis hijos y a darme órdenes acerca de la obra de mis
manos?” (Is 45,9-11). Dios no quiere destruir la obra de sus manos, sino recrearla. Job
no lo sabe, pero su corazón lo está pidiendo.

En realidad Job no pretende dar intrucciones a Dios, únicamente pide


explicaciones. Job se ha remontado al tiempo misterioso de su concepción, antes del
nacimiento, y allí ha contemplado a Dios solícito y cariñoso. Esa solicitud inicial
contrasta con la actitud presente incomprensible, que le hace sospechar un plan inicuo,
cuando Dios decidía su vida: “Y algo más todavía guardabas en tu corazón, ahora sé lo
que escondías en tu mente: el vigilarme para que si pecaba, no dejar impune mi culpa.
Si soy culpable, ¡desgraciado de mí! y si soy inocente, no levanto la cabeza, ¡yo
saturado de ignominia, borracho de aflicción! Y si la levanto, como un león me das
caza, y repites tus proezas a mi costa. Contra mí renuevas tu hostilidad, redoblas tu
saña contra mí; sin tregua me asaltan tus tropas de relevo” (10,13-17).

En efecto, la vida humana está abocada a la muerte. La muerte es la frontera


infranqueable a toda veleidad humana de existencia autónoma. El número de los meses
del hombre se detiene irremedialemente (14,5). En realidad está ya muerto, porque
tiene que morir. Job percibe ya en sí mismo los signos de la muerte que se aproxima.
Todo en él se va descomponiendo como un vestido apolillado, como una madera
carcomida (13,28). La perspectiva de la muerte que le aguarda transforma en noche
todo lo que podría ser luz o resplandor en la tierra de los vivos (10,21-22). Allí abajo,
en el seol, de donde nadie sube, donde todos los hombres están citados (30,23) cesará
toda relación con las cosas familiares, con los hombres, con los seres queridos. El

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hombre, definitivamente cerrado en sí mismo, no vibrará más que ante su propio
sufrimiento (14,20-22). Cuando uno ha muerto es demasiado tarde para todo y, si Dios
no “se acuerda” del hombre vivo (7,7), éste lo buscará inútilimente más allá de la
muerte (7,8-21).
El don de la vida, que Dios ha concedido al hombre, es un regalo ridículo. Dios
sabe y quiere los sufrimientos de Job. Este encarnecimiento de Dios revela “lo que
oculta desde siempre su corazón”. Su designio creador es pura falsedad, ya que su
intención primera y última es “llevar a la muerte” (30,23). En el plan de Dios sobre el
hombre, la muerte no es sólo el término, sino el comienzo de la vida. La fe en el Dios
santo vacila ante su abandono del hombre ante la muerte. En el umbral de la muerte
llega al cielo el grito desgarrador: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has
abandonado?”.

Si Dios “tenía en su libro escritos todos los días de Job, sin faltar uno” (Sal
139,16), entonces hubiera sido mejor no haber nacido, que Dios hubiera deshecho su
obra antes de comenzarla: “¿Para qué me sacaste del seno? Habría muerto sin que me
viera ningún ojo; sería como si no hubiera existido, se me habría llevado desde el
vientre a la tumba” (10,18-19). De todos modos, ya que eso no ocurrió, Job suplica a
Dios que le conceda una tregua, un momento de respiro, que se aparte un momento de
él y le deje en paz: “¿No son bien poco los días de mi existencia? Apártate de mí para
gozar de un poco de consuelo, antes que me vaya, para ya no volver, a la tierra de
tinieblas y de sombra, tierra de oscuridad y de desorden, donde la misma claridad es
sombra” (10,20-22). La muerte, lejos de ser el final de la angustia, aparece como lo más
angustioso. La muerte duplica, multiplica la angustia, la lleva al extremo y la eterniza.
Job, una nada, se resiste como la roca a desaparecer. El mal fuerza a Job a pegarse a su
piel, para no caer en la muerte. El mismo dolor, que acabaría con la muerte, despierta
en Job el deseo de la vida, le impulsa a mantenerse vivo incluso a pesar suyo.

Job termina su discurso sin que Satán pueda cantar victoria. Santán apostaba
que la fe de Job era interesada. Job, enfrentando a Dios, establece una relación con él
completamente desinterasada, hasta poner en juego la vida. ¿No decía Satán que el
hombre con tal de salvar la vida es capaz de todo? Las palabras de Job suenan como
blasfemias, pero no son más que el grito que brota de su sed justicia. Justicia que Job
busca, bajo apariencias de rebelión, sólo en Dios.

e) Sofar echa agua en vaso lleno

Rotas todas las imágenes de Dios, se alza, escandalizado, el tercero de los


amigos, Sofar: ”¿No habrá respuesta para el charlatán? ¿por ser locuaz se va a tener
razón? ¿Tu palabrería hará callar a los demás? ¿te mofarás sin que nadie te confunda?
(11,2-3). Elifaz es el prototipo de la profecía, que apela a un saber arcano, que se le ha
comunicado en una visión (4,12-21); Bildad representa el derecho de la alianza y apela
al saber de los antiguos (8,8-10); y Sofar encarna la sabiduría tradicional, que él
atrubuye a Dios. Como un fiel alumno se lanza a probar la validez de la teoría de la
retribución. Para él es inconcebible que Job se declare inocente cuando su enfermedad
muestra a las claras su culpa. Sofar, en defensa de Dios, ataca directamente a Job
tachándole de insensato, que no sabe controlar la lengua. Dios, en su sabiduría, conoce
los secretos del corazón de Job escondidos para él mismo: “Tú has dicho: Es pura mi
conducta, a tus ojos soy irreprochable. ¡Ojalá Dios hablara, abriera sus labios para
responderte y te revelara los arcanos de la Sabiduría que desconciertan toda sagacidad!

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Sabrías entonces que Dios olvida aún parte de tu culpa” (11,4-6).

La sabiduría de Dios, sus secretos, su conocimiento del hombre contrasta con la


ignorancia del hombre, que ni comprende a Dios ni se conoce a sí mismo. Esta
distancia infranqueable denuncia la presunción de Job e invalida su pretensión de
pleitear con Dios. Si Dios no responde a Job no es porque le falten respuestas, sino
porque le sobran. A Job no le queda otra salida que la confesión de su culpa y la
conversión si quiere que cambie su situación: “Pero si tú arreglas tu corazón y tiendes
tus palmas hacia él, si alejas la iniquidad que hay en tu mano y no dejas que more en
tus tiendas la injusticia, entonces alzarás tu frente limpia, te sentirás firme y sin temor.
Dejarás tu infortunio en el olvido, lo recordarás como agua pasada. Y más radiante que
el mediodía surgirá tu existencia, como la mañana será la oscuridad. Vivirás seguro
porque habrá esperanza; aun después de confundido te acostarás tranquilo. Cuando
descanses, nadie te turbará, y muchos adularán tu rostro” (11,13-19).

Sofar enumera diez bendiciones prometidas al hombre honrado y fiel a Dios. Lo


grave es que todas esas bendiciones están condicionadas. Dios las otorga sólo como
retribución al hombre por sus obras y no como cumplimiento fiel de su promesa. San
Gregorio comenta así este discurso de Sofar: “Tendría razón Sofar si Job no lo hubiera
predicado mejor con su vida. Pero, cuando intenta reprender la conducta de uno más
santo, cuando intenta enseñar como maestro al que sabe más, quita peso a sus palabras;
por importuno, invalida lo que dice, pues quiere echar agua de sabiduría en un vaso
lleno”. Sofar, en realidad, se coloca a las claras de parte de Satán, proponiendo una
religiosidad interesada: haz el bien para estar bien o arrepiéntete para volver a estar
bien. Es lo que Job no acepta. Por ello se rebela contra los amigos.

Los amigos hablan a Job, pero ignorándolo. En realidad hablan de Dios sin
tener en cuenta a Job. Job se dirige aparentemente a los amigos, pero en realidad habla
a Dios. Esta es la diferencia fundamental. No es lo mismo hablar de Dios que hablar a
Dios. Job no cesa de encararse con Dios por más incomprensible que le resulte. En
realidad Dios, en silencio, escondido detrás del escenario del drama, está dirigiendo la
trama, está llevando a Job a colocarse ante el misterio desnudo de Dios y de su actuar
libre. Impulsado aparentemente por los amigos, Job, bajo la batuta oculta de Dios, está
derribando todas las falsas imágenes de Dios, abriendo el camino al encuentro de los
dos cara a cara en medio de la tormenta.

6. ¿POR QUE ME OCULTAS TU ROSTRO?

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a) Dios ha quebrantado la justicia

El cuadro que Job traza de la vida del hombre pone en cuestión la bondad, la
santidad y la sabiduría de Dios. En esta constatación se basa su crítica de la justicia de
Dios. La existencia humana se muestra efímera. El hombre no goza ni de la estabilidad
de los cielos ni de la plenitud inagotable del mar. Sin raíces en el mundo, el hombre ni
siquiera tiene la esperanza vegetal de sobrevivir por medio de sus retoños, pues en
ninguna parte siente el agua que le haría revivir (14,7-12). Flor que en un día se
marchita, hoja llevada por el viento, paja seca arrastrada por el más pequeño torbellino
de la vida (14,1-6), no tiene más consistencia que la de una sombra que huye. Su vida
es sólo viento (7,7), sus días se le escapan y deslizan como planchas de papiro (9,25-
26), ya que la permanencia es patrimonio exclusivo de Dios.

La existencia humana es dolorosa. Para el hijo de mujer, la vida no es solamente


una huida indefinida, sino un trabajo de mercenario (7,1; 14,6). A lo largo de sus meses
de decepción y de sus noches de pena, el hombre no podrá hacer otra cosa más que
mascar el sufrimiento (7,3-4), sin poder olvidar por un momento su dolor. Tampoco
puede esperar nada de sus amigos, que para librarse de la desdicha están dispuestos a
escupir al rostro de los desgraciados (17,6). Efímera y dolorosa, la existencia humana
es desesperante. El sufrimiento físico (7,5-6) y la inseguridad perenne (7,4.14) crean la
angustia y la mantienen en el hombre (7,11). Cuando a ello se añade la soledad
afectiva, el mutismo de Dios y el sentimiento deprimente de que toda fidelidad conduce
al fracaso, en el corazón humano no queda sitio más que para el “sinsabor de la vida”
(10,1; 7,15).

El empeoramiento sucesivo de la existencia paraliza la iniciativa del creyente.


Se instala en él el desánimo, que Job designa como “amargura del alma y angustia del
espíritu” (7,11; 10,1). La existencia no es ya más que engaño y decepción. El justo que
sufre se convierte en el hazmerreír, la parábola viva del sinsentido de la vida (17,4-6).
Y como es corto el camino desde el no-sentido hasta el no-ser, cuando el desánimo ha
destruido todo impulso humano, el hombre desarraigado (14,7-10) y sin sentido
prefiere la extinción de la muerte (7,15) a una existencia falsa y absurda. Más valdría
“no haber sido” o “haber pasado del seno al sepulcro” (10,18-22). ¿Qué queda por
esperar de la vida? ¿Un momento de respiro, de libertad, mientras Dios aparta su
mirada? (7,19). ¿O quizás “un instante fugaz de alegría?” (9,27;10,21). Pero, ¿que sería
esa alegría sin relación con el resto de la existencia?

La crítica que hace Job de la bondad, de la santidad y de la sabiduría de Dios


quebranta los fundamentos de la justicia. A los ojos de Job, Dios ha sido el primero en
traicionarle. No se ha mostrado fiel en su amor de Creador (10,8). Más aún, incluso ese
amor primero era engañoso, ya que el empeño posterior en hacer morir las esperanzas
del hombre (14,19) se muestra más auténtico que el deseo de hacerle vivir. Dios, de
este modo, ha quebrantado la justicia.

La justicia (sedeq), en todas sus formas, tiene la raíz sdq, que evoca la
conformidad de un ser con lo que cabe esperar de él. Si se trata de seres humanos, la
justicia implica una relación entre ellos y significa la fidelidad a un vínculo de persona
a persona, vivido en las diversas circunstancias de la vida. Este carácter personal
explica que se pueda hablar de justicia a propósito de Dios. Dios es justo con el

51
hombre, no porque se pliegue a ciertas normas, sino porque permanece fiel en la
relación que ha querido establecer con su pueblo y con todo creyente. Su justicia, por
tanto, es siempre salvífica. Incluso cuando Dios castiga a su pueblo, su justicia se
ordena a la salvación. Y si Dios se muestra justo con el hombre, éste puede vivir
justamente ante él, correspondiendo a lo que el Dios de la alianza espera de él. La
justicia del hombre es siempre una justicia-respuesta: vivir como justo, para el hombre,
es ajustarse a Dios. Como dirá San Pablo, no hay justicia delante de Dios que no sea
“justicia que viene de Dios”. En forma de protesta lo confiesa también Job. El mal
padecido no guarda ninguna proporción con la culpa; tampoco la inocencia guarda
proporción con la felicidad que se aguarda: “Aunque yo fuera justo, ¿de qué me valdría
replicar? Tendría que suplicar a mi acusador”(9,15). “Sé muy bien que es así: el hombre
no puede justificarse ante Dios” (9,2). La justicia del hombre es siempre insuficiente
ante Dios: “lo sé, no me consideras inocente” (9,28).

El drama, que vive Job, consiste en que Dios ha roto su justicia. ¿Cómo
reanudar con Dios los vínculos que él mismo ha roto? Job no se resigna al sinsentido, a
la ausencia de Dios. Desde el fondo de su ser anhela, implora, sueña con reanudar el
diálogo con Dios. Espera que Dios, que se ha alejado de él, haga el camino de vuelta, se
convierta a él de nuevo (13,20-22). Si es verdad lo que le gritan los amigos que el
sufrimiento es consecuencia de una culpa, esa culpa sólo se debe imputar a Dios. Ya
que ha sido Dios quien ha roto el pacto, ¡que sea él quien busque al hombre! Job, desde
su inocencia, acusa a Dios: ¡Es él el culpable, que se convierta! En Cristo Dios
desciende a buscar al hombre, carga con el pecado, se hace pecado, sufre la maldición
del pecado, entra en la muerte y, con su resurrección, restablece la alianza de Dios con
los hombres.

Por debajo de las palabras, que se lleva el viento, de un desesperado (6,26), se


abre cauce la esperanza de Job. Aunque Dios permanece mudo a sus gritos, Job camina
en busca de Dios. Dios calla, pero Job percibe su mirada. Esa mirada de Dios, cargada
un tiempo de cariño y ahora fuente de terror, buscará a Job hasta más allá de la muerte:
“tus ojos estarán sobre mí y yo ya no seré” (7,8). Es inconcebible que Dios “se
acuerde” en vano y que su hesed pueda llegar demasiado tarde. Anegados en la masa de
lamentaciones, los relámpagos de esperanza afloran en forma imprevisible apenas hay
un momento de humildad que logra abrir una fisura en la angustia de Job. Job sabe que,
si él tiene nostalgia de la ternura de Dios, también Dios “siente nostalgia de la obra de
sus manos” (14,15; 10,9-10) y, por ello, espera que “se retirará su cólera” y,
acordándose del hombre, lo hará vivir. Fiel a su creación, se hará redentor del hombre
(14,16-17). Dios será su testigo (16,19), su fiador (17,3) y su redentor (19,25).

b) Abogados de Dios y fiscales del hombre

Terminado el primer ciclo de discusiones, sigue el diálogo. Las ideas se repiten


y las distancias entre Job y los amigos se alargan. Job ha mantenido la fe, sin maldecir a
Dios, como pronosticaba Satanás; tampoco ha aceptado las soluciones aprendidas, que
los tres amigos han repetido. Job no ha pedido perdón a Dios, pues, no sintiéndose
pecador, pedir perdón sería pura hipocresía, dando razón a Satanás. Su fe sería
interesada y no gratuita. Ahora toma de nuevo la palabra, comenzando por refutar la
argumentación de los amigos. La ruptura con ellos se hace explícita. Job, en vez de
dejarse juzgar por ellos, pasa a juzgarles. A los amigos, que se arrogan el monopolio de
la sabiduría, Job con ironía amarga les dice: “No hay duda de que vosotros sois la raza

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con la que morirá la sabiduría” (12,2). Gregorio Magno comenta: “Quien juzga que
sólo él sabe, ¿qué piensa sino que con él morirá esa sabiduría? Pues al negársela a otros
y atribuírsela sólo a sí, la encierra en el breve espacio de su vida”.

Job ha sido acusado de palabrería por sus largos discursos, pero no le importa.
Ahora responde con un nuevo discurso aún más largo, de tres capítulos. Los amigos
cada vez le interesan menos y les tiene menos en cuenta. Job sintetiza toda la actividad
sapiencial en tres palabras: experiencia, tradición y reflexión. Lo que ve el sabio lo
recibe por experiencia personal. Lo que oye lo aprende de sus maestros. Con la
reflexión asimila y elabora lo uno y lo otro. A los sabios les falta la última. Y sin la
reflexión, los otros dos canales de sabiduría resultan ineficaces. Son un mirar sin ver y
un escuchar sin oír: “Moisés convocó a todo Israel y les dijo: Vosotros visteis todo lo
que Yahveh hizo a vuestros propios ojos en Egipto con Faraón, sus siervos y todo su
país: las grandes pruebas que tus mismos ojos vieron, aquellas señales, aquellos
grandes prodigios. Pero hasta el día de hoy no os había dado Yahveh corazón para
entender, ojos para ver, ni oídos para oír” (Dt 29,1-3).

Por ello Job, con temor, desea plantear su causa ante Dios, entablar el pleito con
él. Job necesita comparecer ante Dios y no que otros le hablen de Dios: “Pero yo quiero
dirigirme al Todopoderoso, deseo discutir con Dios, mientras vosotros no sois más que
charlatanes, curanderos de quimeras” (13,3-4). Job no cree que su problema se resuelva
con un debate sapiencial, como proponen los amigos. Job lo descarta, pues seguir ese
camino sólo sirve para diferir el pleito con Dios. Está en juego su persona. No acepta
ser reducido a objeto de discusión. Job no cae en la trampa de ofrecerse como rival y
enemigo de quienes se han colocado de antemano de la parte de Dios, como sus
defensores. Abogados de Dios y fiscales del hombre, ¿qué lugar le dejan a Job en la
discusión? Sólo el de reo. No está dispuesto a ello, pues él es inocente. Pero, antes de
dirigirse a Dios, necesita desembarazarse de los amigos.

Job se sabe de memoria, tan bien como ellos, la teoría de la retribución. No hace
falta ser muy inteligente para saber que el mal hace mal y el bien hace bien: “El justo se
ríe de la desgracia y de la pena, invoca a Dios y él le escucha, se burla de la calamidad,
está tranquilo en la adversidad, se mantiene firme cuando los pasos vacilan, sus tiendas
están en paz ante los asaltantes y tienen confianza ante los terrores de Dios”. Pero los
hechos contradicen la teoría: los inocentes sufren y los malvados gozan de sus bienes
injustos. “¡Al infortunio, el desprecio! - opinan los dichosos -; ¡un golpe más a quien
vacila! Mientras viven en paz las tiendas de los salteadores, en plena seguridad los que
irritan a Dios, los que meten a Dios en su puño!” (12,5-6).

Job no es inferior a ellos. Si se trata de experiencia y de edad, también él las


posee. Si apelan a otros, más ancianos o más sabios, Job apela irónicamente a los
animales, maestros libres de toda sospecha: “Pregunta a las bestias, que te instruyan, a
las aves del cielo, que te informen. Te instruirán los reptiles de la tierra, te enseñarán
los peces del mar. Pues entre todos ellos, ¿quién ignora que la mano de Dios lo ha
hecho todo? En su mano está el alma de todo ser viviente y el soplo de toda carne de
hombre” (12,7-10). Y si los animales nos muestran la sabiduría de Dios, ¿qué decir de
los sentidos del hombre?: “¿No distingue el oído las palabras y no saborea el paladar
los manjares?” (12,11). Ellos disciernen sin necesidad de reflexionar, cuánto más
discernirá el que los hizo: “El que plantó el oído, ¿no va a oír? El que formó los ojos,
¿no va a ver? El que educa a las naciones, ¿no va a castigar? El que instruye al hombre,

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¿no va a saber?” (Sal 94,9-10).

Job no se cree menos que los amigos, aunque se burlen de él, por la desgracia
que le ha caído encima. El Eclesiástico también constatará: “El rico que vacila es
sostenido por sus amigos; al humilde que cae sus amigos le rechazan. Cuando el rico
resbala, muchos le toman en sus brazos; dice estupideces, y le justifican; resbala el
humilde, y se le hacen reproches, dice cosas sensatas, y no se le hace caso. Habla el
rico, y todos se callan y exaltan su palabra hasta las nubes. Habla el pobre y dicen:
¿Quién es éste?, y si se equivoca, se le echa por tierra” (Si 13,21-23). Es lo que hacen
los tres amigos. Se burlan de Job, le desprecian por su desgracia y hasta, caído, le
empujan para que se hunda más en la tierra. Los satisfechos no logran comprender al
que sufre. Lo dice el piadoso salmista: “Estamos saciados del sarcasmo de los
satisfechos, del desprecio de los orgullosos” (Sal 123,4).

Job supera a los amigos también como cantor de Dios. Job canta su fuerza y su
saber, su poder y su destreza. Job conoce el poder de Dios, sólo que lo ve, bajo el
prisma de su estado actual, como poder destructor. Con amarga ironía advierte además
a los amigos que ese poder se puede volver contra ellos. Es mejor el silencio que
defender a Dios con falsedad. Es injusto condenar al hombre para defender a Dios con
mentiras, aunque sean bien intencionadas. En realidad no defienden a Dios, sino su
teoría. Esta defensa de Dios no es más que egoísmo. Defendéis a Dios porque os
encontráis de la parte de los privilegiados de la fortuna. Por eso os mostráis
obsequiosos y parciales con quien os puede dar o quitar la felicidad. ¿No os dais cuenta
que Dios ve la podredumbre que hay bajo un sepulcro blanqueado por fuera? “Quien
dice mentiras no durará en su presencia” (Sal 101,7): “¿En defensa de Dios decís falsía,
y por su causa, razones mentirosas? ¿No equivale eso a tomar su Nombre en vano?
¿Así lucháis en su favor y os hacéis abogados de Dios? ¿No convendría que él os
sondease? ¿Jugaréis con él como se juega con un hombre? El os dará una severa
corrección, si en secreto hacéis favor a alguno. ¿Su majestad no os sobrecoge, no os
impone su terror? Máximas de ceniza son vuestras sentencias, vuestras réplicas son
réplicas de arcilla. ¡Dejad de hablarme, porque voy a hablar yo, venga lo que viniere!”
(13,7-13). Los amigos creen que están defendiendo a Dios, pero en realidad le están
negando. Si Dios, para ser defendido, necesita de la mentira y de la acusación falsa del
hombre, no es Dios. Más les valdría a los amigos callar que hablar de Dios como lo
hacen: “¡Ojalá os callarais del todo! Eso sí que sería sabiduría” (13,5; Si 20,5). Job no
va a hablar de Dios, sino a Dios.

c) Dios no necesita abogados

Desenmascarados los amigos, Job les pide que guarden silencio y le escuchen.
El, desde su miseria, ha decidido hablar abiertamente a Dios, arriesgando todo. Por ello
interroga, más que a los amigos, a Dios mismo. En la fe siempre cabe la protesta.
Abraham se lamenta con Dios. Lo mismo y con más fuerza hace Jeremías. Ahora Job,
dejando en silencio a los amigos, eleva a Dios su requisitoria: “Es a Sadday a quien yo
hablo, a Dios quiero hacer mis réplicas. Vosotros no sois más que charlatanes,
curanderos todos de quimeras. ¡Oh, si os callarais la boca! sería eso vuestra sabiduría.
Oíd mis descargos, os lo ruego, atended a la defensa de mis labios” (13,6). A Job no le
importan las consecuencias de su gesto. Con tal de hacer su defensa ante Dios está
dispuesto a arriesgar la vida: “Tomo mi carne entre mis dientes, pongo mi alma entre
mis manos. El me puede matar: no tengo otra esperanza que defender mi conducta ante

54
su faz. Y esto mismo será mi salvación, pues un impío no comparece en su presencia”
(13,14-16). El coraje de presentarse ante el rostro de Dios es la garantía de la inocencia
de Job, pues el rostro de Dios pulveriza con su mirada a quien se atreve a acercarse a él
con hipocresía. Job, siervo sufriente, eleva el grito del Siervo de Dios: “Cerca está el
que me justifica: ¿quién disputará conmigo? Presentémonos juntos: ¿quién es mi
demandante? ¡que se llegue a mí! He aquí que el Señor Yahveh me ayuda: ¿quién me
condenará? Pues todos ellos como un vestido se gastarán, la polilla se los comerá” (Is
50,8-9).

Que los amigos callen, que abandonen su papel de abogados de Dios, que no
necesita defensores, y escuchen la defensa de Job, que se lo va a jugar todo frente a
Dios, porque ha llegado el momento en que hablar para él vale más que la vida. Sólo
hablando se puede salvar. Hablar a Dios es peligroso, es el riesgo total, porque es
enfrentarse con Dios, “el Señor terrible, de majestad sublime” (Is 2,10-19). Nadie, ni
Dios ni Satán, podrá tachar su discurso de interesado, de adulador, para conseguir
bienes del Señor, riqueza, salud, prosperidad y vida dichosa. Sólo desea defender su
inocencia. Renunciar a los demás bienes y jugarse la vida es una garantía de su
autenticidad. Y ser admitido a la presencia de Dios, aunque sólo sea para defenderse, ya
es salvación. Decidido a exponer a Dios todos sus agravios, Job está dispuesto a jugarse
la vida en un cara a cara con él. Sabe perfectamente que ningún hombre puede tener
razón contra Dios; sin embargo, le queda una secreta esperanza de tener razón con él en
contra de las “sentencias de ceniza” de los amigos. Pero Job pone dos condiciones:
“Sólo dos cosas te pido que me ahorres, y no me esconderé de tu presencia: que retires
tu mano que pesa sobre mí, y no me espante tu terror” (13,20-21). Job quiere hablar a
Dios con absoluta libertad.

Job, torturado por Dios, ha perdido todo, los hijos, los amigos, la confianza en
el hombre y siente que está casi a punto de perder la fe. Job se rebela, se enfrenta con
Dios, que parece reírse del dolor humano. Pero, por otro lado, Job habla con Dios. Si no
creyera en él, no hablaría con él, no se le enfrentaría. Job implica a Dios en su
situación, le reconoce presente en su sufrimiento. Pidiendo a Dios explicaciones sobre
su estado cree en él. Quizás es la forma más auténtica de fe. Al final del libro Dios
confirmará que Job se ha mantenido fiel. En medio de su confusión, Job grita a Dios:
“Ven, háblame”. Pero, luego, le grita igualmente: “Vete, no te ocupes de mí”. Sin
embargo se corrige; no quiere que Dios se aleje de él, sino que se ocupe de él de otra
manera: “Aleja de mí tu mano, que pesa sobre mí, y no me espante tu terror” (13,21).
Job necesita que Dios retire un poco su mano de él para poderle ver. Si la mano de Dios
le cubre el rostro con su peso, no puede ver a Dios, demasiado cercano. Job necesita un
poco de distancia entre él y Dios para no sentir el espanto y el terror. Sólo así “no se
esconderá de su presencia”.

En el sufrimiento, Job ve demasiado cercano a Dios. Su presencia le aplasta. El


sufrimiento le ahoga, le angustia, le deja sin respiro, como si se le hiciera un nudo en la
garganta. Para ver y hablar a Dios, Job pide que afloje un poco su mano, que se aleje de
él: “Entonces podrás interrogarme y yo te responderé o bien yo hablaré y tú
responderás” (13,22). Si Dios no levanta su mano de Job es como si le ocultase su
rostro: “¿Por qué me escondes tu rostro y me tienes por tu enemigo?” (13,24). “Ocultar
el rostro” es como rechazar a uno. El rostro de Dios es su amor, su solicitud, su
presencia bondadosa. Si Dios lo oculta, el hombre se queda solo. No sólo no ve a Dios,
sino que tampoco es visto por Dios. Es la sensación de Caín, al recibir el castigo de su

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fratricidio: “Tendré que esconderme lejos de ti” (Gn 4,14). Y Dios al pueblo de Israel
quiere verle, al menos, tres veces al año: “Tres veces al año tu pueblo será visto por el
rostro de Dios” (Ex 23,17). No ser visto por Dios es salir de su protección, no ser
amado por él: “ser tratado como enemigo”. También el enemigo se siente visto, pero no
con los ojos del amor, sino que se siente observado, vigilado (13,25ss).

d) La doxología de Job
Job presenta sus cargos con vehemencia. Si Dios acusa, que pruebe sus
acusaciones, pues parece complacerse en llevar cuenta de los pecados. Vigila
atentamente, va apuntando y archivando delitos, no perdona nada ni concede el
atenuante de la juventud o la prescripción del tiempo. Y si no puede probar, ¿por qué le
es tan hostil? Da pies al hombre y le pone lazos para que caiga en ellos; lo hace frágil y
débil y se encarniza con él. ¿Por qué se ha vuelto su perseguidor? ¿Es digna de Dios
esa actitud? ¿Es justo?: “¿Cuántas son mis faltas y pecados? ¡Mi delito, mi pecado,
házmelos saber! ¿Por qué tu rostro ocultas y me tienes por enemigo tuyo? ¿Quieres
asustar a una hoja que se lleva el viento, perseguir una paja seca? Pues escribes contra
mí amargos fallos, me imputas las faltas de mi juventud; pones mis pies en cepos,
vigilas todos mis pasos y mides la huella de mis pies” (13,23-27).

En los himnos del salterio se alaba a Dios por su misericordia y por su majestad
en la creación y en la historia. Job y los amigos dirigen sus doxologías a Dios creador y
señor de la historia, aunque no evocan los acontecimientos de la historia de la
salvación, sino la intervención de Dios en la existencia cotidiana del hombre. Para Job,
como para los otros tres cantores de la gloria de Dios, el rasgo más saliente de la
majestad de Dios, cuando se revela en la historia concreta de la existencia humana, es
la sorpresa de su intervención (5,9). Dios se manifiesta como el totalmente otro, como
aquel cuyo misterio íntimo jamás logrará escudriñar el hombre, como aquel a quien es
imposible asignar un lugar dentro de los límites de la creación (22,12;26,5-14). Dios
transciende toda imaginación espacial (11,7-19), no deja ver al hombre más que la orla
de sus obras (26,14). Se sitúa siempre en otro sitio y se acerca al hombre por caminos
insospechados para él (25,3). Este carácter imprevisible de la acción de Dios tiene un
significado diferente para Job y para los amigos. Los amigos insisten en los cambios de
situación realizados por Dios (5,11.18; 11,10-12), que a sus ojos verifican
infaliblemente la tesis de la felicidad de los justos y la desgracia de los malvados. Job,
en cambio, prefiere subrayar la predilección de Dios por el cambio de los valores, con
lo que encuentra al hombre siempre desprevenido (12,16-25).

Las doxologías de los amigos se convierten en armas contra Job (22,13.29-30),


estropeando las doxologías con su preocupación moralizante y polémica. Para ellos,
más que alabar a Dios, lo esencial es reducir a Job al silencio ante la majestad de Dios.
Aunque proclamen que Dios salva al hombre arruinado y arranca al indigente de las
manos del poderoso (5,15), por lo que el pobre aún tiene esperanza (5,16), añaden que
Dios lo hace si el pobre “baja los ojos” (22,29). Ahí es donde Job se rebela ante los
himnos de los amigos en alabanza a Dios. Job puede realmente bajar los ojos porque es
un gusano (25,6), pero ¿cómo puede pedirle Dios que baje los ojos como culpable, si es
consciente de su inocencia? Reducir al silencio al hombre que sufre, aunque sea en
nombre de la grandeza de Dios, es cerrar al hombre el camino de la verdad.

Las doxologías de Job siguen una dirección contraria. Exalta el poder de Dios,
pero sigue adelante en su queja contra él (7,12.17.20;9,5-10;12,7-25). Job reviste sus

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agravios con imágenes hímnicas para hacerlos más incisivos (9,11-13), para oponer con
mayor eficacia la fuerza de Dios a su designio sobre la creación (10,8-12). De esta
manera el himno sirve de resonancia a su lamento. El Magníficat de Job, exaltando la
grandeza de Dios, cojea, pues le falta un pie. Dios humilla y exalta, derriba y edifica,
reprime y salva. Si se enfrenta con unos es para salvar a otros: “Dios de sabiduría es
Yahveh, suyo es juzgar las acciones. Se quiebra el arco de los fuertes mientras que los
que tambalean se ciñen de fuerza. Los hartos se contratan por un pan mientras que los
hambrientos se hartan. La estéril da a luz siete veces mientras la de muchos hijos se
marchita. Yahveh da muerte y vida, hace bajar al Seol y retornar. Yahveh enriquece y
despoja, abate y ensalza. Levanta del polvo al humilde, alza del muladar al indigente
para hacerle sentar junto a los nobles, y darle en heredad un trono de gloria, pues de
Yahveh son los pilares de la tierra y sobre ellos ha sentado el universo” (1Sm 2,3-7). El
Dios, cuya grandeza exalta Job, parece que sólo se complace en destruir. Incluso la
lluvia, señal de benevolencia divina, aquí pierde todo rastro de bondad: si no llueve,
acarrea sequía; y si llueve, provoca inundaciones. Hasta el sacar a la luz lo escondido
en las tinieblas cobra un tinte perverso: es la acción de un inquisidor. Estas extrañas
doxologías de Job presentan a Dios sus dudas y su desconcierto, pero se encuentran
dentro de un diálogo y por ello son plegarias auténticas. La vehemencia forma parte del
lenguaje del amor.

e) El hombre: leño carcomido

De la situación personal, Job asciende a la condición humana, como señala fray


Luis comentando estos versos: “No se queja por sí solo, sino por todos los hombres, a
quien Dios por los pecados primeros sujetó a trabajo y miseria. La memoria de su
trabajo particular le llevó la lengua a lamentar la suerte común, y la vista de su propio
mal despertó en él la memoria de la calamidad general. Y como quien veía que de
aquella fuente nacía este arroyo y que la condición miserable de todos le hacía a él
también miserable, tratando de sí, trata de ella juntamente”.

Dios aceptará presentarse e interrogar a Job (38,3). Pero ahora es Job quien hace
su requisitoria llena de interrogantes plenos de pasión y sufrimiento: “¿Cuántas son mis
faltas y pecados? ¿Por qué me ocultas tu rostro y me tienes por enemigo tuyo? ¿Quieres
asustar a una hoja que se lleva el viento, perseguir una paja seca?” (Cf 13,23-28). Que
el hombre enjuicie a Dios vale la pena. Dios es grande, potente, tiene en sus manos el
destino del mundo. Pero que Dios enjuicie al hombre, ¿vale la pena? ¿Qué puede
responderle el hombre, un ser frágil y mortal? ¿Quién es desmedido, el hombre
interrogando a Dios o Dios acosando al hombre? Los amigos piensan: ¿Quién es el
hombre para contender con Dios? Job replica: ¿Quién es el hombre para que Dios
contienda con él?

Enfrentado con Dios, Job descubre una vez más, con inmensa tristeza, los
límites de la existencia humana, su corrupción, impureza y brevedad. Dejando aparte
por un momento su caso particular, Job hace la elegía de la miseria de la condición
humana universal. Precariedad e inquietud llenan la vida del hombre: “El hombre,
nacido de mujer, corto de días y harto de tormentos, es como la flor, brota y se
marchita, y huye como la sombra sin pararse” (14,1-2). Job se ve a sí mismo, débil y
frágil, en la flor que apenas brota se marchita. Atrapado por esa imagen, por un
momento se calma su fuego interior. La mirada de árboles y flores, ríos y lagos, montes
y rocas le introduce en la contemplación de la mutación de los seres, semejante a la

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mutación de su vida, bella pero efímera. Su vida es como la sombra que se alarga para
desaparecer. El árbol, renovándose desde sus raíces, él... no. Su suerte es más infeliz
que la del árbol. Su vida es como la de los ríos y los lagos, cuyas aguas pasan o se
agotan. Montañas que caen, rocas que se desgatan igual que su esperanza. La vida no es
más que un proceso de desintegración, que se inicia desde el nacimiento. Es indigno de
Dios encarnizarse sobre una larva tan frágil y efímera: “¡Y sobre un ser tal abres tú los
ojos, le citas a juicio frente a ti!” (14,3). Bajo esta forma patética late el rescoldo de la
plegaria a Dios, el deseo de intimidad, de comunicación personal y directa con Dios, su
único confidente. Es casi un sueño fugaz que cruza por la mente de Job, como una
plegaria imperceptible: “Oh Dios, tú que oyes el temblor de alas de la mosca en el cáliz
de la flor, escucha el desplazamiento del aire que hace mi plegaria”. Al despertar y
chocar con su dolor, se asusta y pide a Dios un momento de paz.

El piadoso salmista anhela los ojos de Dios sobre él, como signo de su
protección (Sal 103,13). Job, en cambio, reclama una tregua, un poco de descanso. No
soporta los ojos de Dios fijos sobre un ser tan débil, siempre espiándole, para ver si
tropieza: “Si es que están contados ya sus días, si te es sabida la cuenta de sus meses, si
un límite le has fijado que no franqueará, aparta de él tus ojos, déjale, hasta que acabe,
como un jornalero, su jornada” (14,5-6). Noé se encierra en el arca, esperando que pase
el diluvio de la cólera de Dios (Gn 7). Los israelitas se refugian en sus casas cerradas
mientras pasa el ángel de la muerte por las casas egipcias. Moisés se refugia en una
cueva mientras pasa Yahveh. Jacob se refugia en Jarán “hasta que se le pase a su
hermano la ira contra él” (Gn 27,45). Dios se lo recomienda a su pueblo: “Vete, pueblo
mío, entra en tus cámaras y cierra tu puerta tras de ti, escóndete un instante hasta que
pase la ira” (Is 26,20). Job quiere refugiarse en el Seol mientras pasa la cólera de Dios,
con la esperanza de que, luego, Dios se acuerde de él y su recuerdo sea eficaz, creador:
“¡Ojalá en el Seol tú me guardaras, me escondieras allí mientras pasa tu cólera, y una
tregua me dieras, para acordarte de mí luego - pues, muerto el hombre, ¿puede revivir?
- esperaría todos los días de mi milicia, hasta que llegara mi relevo! Me llamarías y te
respondería; reclamarías la obra de tus manos” (14,13-15). Job presenta a Dios el sueño
imposible de todo hombre, el anhelo más profundo del corazón del hombre, que la
muerte no sea la palabra final, sino un lugar de espera, un refugio donde esconderse
mientras pasa la cólera de Dios, esperando que Dios cambie y vuelva a desear, a añorar,
a amar la obra de sus manos. La muerte es vista, no como algo final y sin esperanza,
sino como un seno materno, donde el hombre es recreado y vuelve a la amistad de
Dios. Este es el sueño absurdo de Job, el deseo imposible, que Dios hace posible en
Jesucristo, vencedor de la muerte. Morir y volver a la vida de un modo nuevo es el
deseo de Job y la esperanza que Dios ofrece al hombre.

Job ve su vida como agua que se evapora, como un río que se seca (14,11), pero
su corazón no se resigna a morir del todo, busca símbolos de sobrevivencia, como el
árbol que puede ser arrancado de raíz y ser transplantado, o cortado y de su tronco brota
de nuevo un retoño en cuanto siente el agua. Cualquier vegetal tiene más motivos de
esperanza que el hombre: “Una esperanza guarda el árbol: si es cortado, aún puede
retoñar, y no dejará de echar renuevos. Incluso con raíces en tierra envejecidas, con un
tronco que se muere en el polvo, en cuanto siente el agua, reflorece y echa ramaje como
una planta joven. Pero el hombre que muere queda inerte; cuando un humano expira,
¿dónde está?” (14,7-10). Mientras el árbol recibe nueva vida de la tierra, el hombre,
una vez enterrado, se deshace en la tierra. Teniendo más libertad, tiene menos vida. Job
contempla el milagro vegetal -vejez, muerte y vida renovada- en contraste con su

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caducidad, como el anhelo de su ser. Isaías ante la misma contemplación de la
primavera ve renovarse en él la esperanza: “Saldrá un vástago del tronco de Jesé, y un
retoño de sus raíces brotará” (Is 11,1). ¡Ah si el hombre que muere pudiese resucitar!
“Me llamarías y yo te respondería, reclamarías la obra de tus manos” (14,15). Job
expresa el deseo íntimo de su corazón de no ser olvidado por Dios. Job espera que Dios
se acuerde de él con amor, más aún, que Dios le desee, sienta nostalgia de la obra de
sus manos. Es la maravilla del amor de Dios, que siente que el hombre le hace falta, por
lo que le añora, le busca, le llama cuando se esconde: “¡Adán!, ¿dónde estás?” (Gn
3,9). El hombre en su libertad puede huir de Dios y Dios, en Cristo, desciende a
buscarle, pues ama la obra de sus manos.

Ante el árbol seco que retoña Job da voz al deseo imposible que anida en lo
hondo del ser del hombre, el deseo de que la muerte no sea muerte, sino tiempo de
gracia. Sueño imposible y real. Real porque Dios siente nostalgia de su criatura, “obra
de sus manos”, y su amor es más fuerte que la muerte. Dios puede llamar de nuevo a la
vida, puede vencer la muerte. La memoria de Dios es su misericordia y su fidelidad:
“En lugar de contar mi pasos, como ahora, no te cuidarías más de mis pecados; dentro
de un saco se sellaría mi delito, y blanquearías mi falta” (14,16-18). Job anhela el
perdón de Dios, ansía vivir con Dios. Pero la realidad presente se le impone y toda
esperanza cae por los suelos: “Ay, como el monte acabará por derrumbarse, la roca
cambiará de sitio, las aguas desgastarán las piedras, inundará una llena los terrenos, así
aniquilas tú la esperanza del hombre. Le aplastas para siempre, y se va, desfiguras su
rostro y le despides. Que sean honrados sus hijos, no lo sabe; que sean despreciados, no
se entera. Tan solo por él sufre su carne, sólo por él se lamenta su alma” (14,18-22). La
certeza de la muerte desgasta y erosiona la esperanza del hombre, aunque sea más
estable que una montaña, más dura que la roca, más firme que la tierra. “Los muertos
no viven, las sombras no se alzan” (Is 26,14), “se acabaron sus amores, odios y
pasiones, y jamás tomarán parte en lo que se hace bajo el sol” (Qo 9,10).

Con esta evocación de la miseria del hombre, Job merece más compasión que
rigor. Dios no queda insensible a los gritos de su siervo. En una religiosidad de pura
retribución, el hombre se porta bien para alcanzar bienes de Dios, y cuando los alcanza
bendice a Dios por ellos. De ahí deduce Satán, en su apuesta con Dios, lo contrario: Si
el hombre recibe males, maldice a Dios. Dios se fía de su siervo Job, no piensa que su
fe sea interesada, por eso acepta la apuesta, sabiendo que Job, aunque reciba males, le
bendecirá. Los amigos introducen una tercera posibilidad, cercana a la de Satán: si el
hombre recibe males, confesará su pecado, pedirá gracia y la obtendrá. Job, al momento
presente, no ha maldecido a Dios, más bien ha cantado un himno a la sabiduría y poder
de Dios, aunque pida explicaciones sobre su justicia. Tampoco ha pedido perdón y
gracia, sino que pide audiencia y justicia.

f) ¿Corazón, ojos y boca contra Dios?

Tocado en lo más íntimo por las palabras de Job, el moderado y delicado Elifaz
se transforma en frío acusador de Job, tachándole de inconsciente, pasional e
irreverente. A la impureza radical de ser hombre, Job ha añadido el pecado de sus
palabras. Su sabiduría y su piedad son falsas y vanas, una parodia de la verdadera
religión: “¿Responde un sabio con una ciencia de aire, hincha su vientre de solano,
replicando con palabras vacías, con discursos inútiles? ¡Tú llegas incluso a destruir la
piedad, a anular los piadosos coloquios ante Dios!” (15,2-4). La pretensión de entablar

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un proceso a Dios es la destrucción del temor de Dios y de toda posibilidad de oración.
Sus mismas palabras son expresión de pecado: “Ya que tu culpa inspira tus palabras, y
eliges el hablar de los astutos, tu propia boca te condena, que no yo, tus mismos labios
atestiguan contra ti” (15,5-6). Tu orgullo te lleva a querer corregir los planes de Dios:
“¡Cómo te arrebata el corazón, qué aviesos son tus ojos, cuando revuelves contra Dios
tu furia y echas palabras por la boca!” (15,12-13). ¡Corazón, ojos y boca en ti se han
aliado contra Dios!

A este punto a Elifaz le parece inútil exhortar al amigo con promesas y sólo le
brotan amenazas, poniendo ante la vista de Job la suerte terrible del malvado. Job ha
despreciado la sabiduría de los maestros, ha denunciado su pretensión de ser abogados
de Dios, les ha intimado al silencio para enfrentarse en pleito con Dios. Elifaz no lo
soporta y pasa al ataque. ¿Puede dárselas Job de sabio? Ni el tono ni el contenido de su
discurso son dignos de un sabio. Ni es el hombre primordial, dotado de la sabiduría
original (Ez 28,12), ni es más anciano, portador de una larga tradición ni tiene la
exclusiva de la sabiduría. Sólo habla inspirado por la pasión, con argumentos capciosos
e irreverentes. Tampoco tiene por qué gloriarse de sus relaciones con Dios, pues su afán
de pleitear con Dios le cierra el acceso humilde de la súplica. Más bien su pasión le
enemista más con Dios. Sus palabras están delatando el pecado de su corazón. El
corazón de Job no está lleno de sabiduría, sino de viento solano. Sólo el viento de la
pasión hincha sus vanas palabras. De nada le valdrá su astucia perversa, pues Dios la
sabe retorcer (Sal 18,26). En realidad su misma boca lo delata. Hablando se condena a
sí mismo y demuestra que merece el castigo que sufre. “El malvado escucha en su
interior el oráculo del pecado, pues no existe temor de Dios ante sus ojos; las palabras
de su boca son iniquidad y engaño”(Sal 36,2-3). En vez de pleitear con Dios, mejor es
que calle y escuche.

Para Elifaz es un a priori la indignidad del hombre. El hombre, hijo de mujer,


nunca tiene razón ante Dios, nunca es inocente ante su creador. La pequeñez y
fragilidad del hombre es frecuentemente considerada como excusa de sus faltas y un
medio para implorar la misericordia de Dios. Elifaz, en cambio, se sirve de la fragilidad
del hombre como arma contra Job: “¿Cómo puede ser puro un hombre? ¿cómo ser justo
el nacido de mujer? Si ni en sus santos tiene Dios confianza, y ni los cielos son puros a
sus ojos, ¡cuánto menos un ser abominable y corrompido, el hombre, que bebe la
iniquidad como agua!”(15,14-16). Elifaz confunde finitud y culpabilidad. A sus ojos
resulta intolerable la actitud de Job: no es más que la jactancia del culpable. Cuanto
más afirme su inocencia frente a Dios más culpable resulta.

Elifaz alarga su acusación a todo pecador. El pecador es condenado


inexorablemente; es falsa la tesis de Job (12,6), al afirmar que las tiendas de los
ladrones están en paz y que gozan de tranquilidad quienes provocan a Dios. Al impío le
llega siempre su hora: “El malvado vive todos sus días en tormento, están contados sus
años. Grito de espanto resuena en sus oídos, en plena paz le asalta el bandido. No
espera escapar a las tinieblas, y se ve destinado a la espada. Asignado como pasto de
los buitres, sabe que su ruina es inminente. La hora de las tinieblas le espanta, la
ansiedad y la angustia le invaden, como un rey pronto al asalto” (15, 20-24).

El pecado de orgullo contra Dios es la raíz de toda miseria humana: “¡Alzaba él


su mano contra Dios, se atrevía a retar a Sadday! Embestía contra él, el cuello tenso,
tras las macizas gibas de su escudo; porque tenía el rostro cubierto de grasa, en sus

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ijadas había echado sebo, y habitaba ciudades destruidas, casas inhabitadas que
amenazaban convertirse en ruinas” (15,25-28). Su ruina es total, es como rama de árbol
cortada, que se seca y no puede dar fruto: “Agotará sus renuevos la llama, su flor será
barrida por el viento. No se fíe de su elevada talla, pues vanidad es su follaje. Se
amustiará antes de tiempo y sus ramas no reverdecerán. Sacudirá como la viña sus
agraces, como el olivo dejará caer su flor. Sí, es estéril la ralea del impío, el fuego
devora la tienda del soborno. Quien concibe dolor, engendra desgracia, su vientre
incuba decepción” (15,30-35). El salmista también recoge el proverbio: “Mirad:
concibió el crimen, está preñado de maldad, da a luz un fraude” (Sal 7,15). Santiago da
su versión: “El deseo concibe y da a luz pecado, y el pecado, consumado, engendra la
muerte” (St 1,15).

La convicción de Elifaz no tiene vuelta de hoja. Job se ha merecido el castigo y


su rebeldía no hace más que agravar su situación. Asumiendo la postura de suficiencia
y de escepticismo de los impíos se merece el castigo de los impíos: cosecha lo que ha
sembrado.

7. DIOS: JUEZ, ACUSADO, TESTIGO Y DEFENSOR

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a) Brecha sobre brecha

Job, decepcionado de los amigos, cuyos razonamientos no tocan lo más mínimo


su corazón amargado por el sufrimiento, responde atacándoles una vez más. Job se
indigna contra el falso pietismo de los amigos. Sus sofismas no son “consolaciones de
Dios”, sino que le dan náuseas y fastidio: “¡He oído muchas cosas como ésas!
¡Consoladores funestos sois todos vosotros!¿No acabarán esas palabras de aire?
También yo podría hablar como vosotros, si estuvierais en mi lugar; contra vosotros
ordenaría discursos, meneando por vosotros mi cabeza; os confortaría con mi boca, y
no dejaría de mover los labios. Mas si hablo, no cede mi dolor, y si callo, ¿acaso me
perdona?” (16,2-6). Job está cansado de oír lo que dicen los amigos. Por su tono,
contenido y repetición se han vuelto “consoladores importunos”. Job se lamenta como
el salmista: “Espero compasión y no la hay, consoladores y no los encuentro” (Sal
69,21). Si se invirtieran los papeles, también él podría hablar como ellos. ¿Por qué no
intentan ponerse en su lugar, para comprenderlo y sentir algo de compasión por él? La
compasión se expresa mejor con el silencio que con palabras vacías.

Y de los amigos, Job salta a Dios, su verdadero adversario, que se ha lanzado


contra él y le aplasta bajo el peso del dolor. Mientras el salmista se dirige a Dios
motivando su súplica de auxilio con el cuadro de sus desventuras y de la agresión de
sus enemigos, Job se dirige a Dios para quejarse, porque es Dios su enemigo. Elifaz le
había acusado de “eliminar la oración” y es que Job sustituye la súplica con quejas
dolorosas y amargas: “Ahora me tienes ya extenuado; tú has llenado de horror a toda la
reunión que me acorrala; mi calumniador se ha hecho mi testigo, se alza contra mí, a la
cara me acusa; su furia me desgarra y me persigue, rechinando sus dientes contra mí.
Mis adversarios aguzan sobre mí sus ojos, abren su boca contra mí. Ultrajándome
hieren mis mejillas, a una se amotinan contra mí. A injustos Dios me entrega, me arroja
en manos de malvados. Estaba yo tranquilo cuando él me golpeó, me agarró por la nuca
para despedazarme. Me ha hecho blanco suyo: me cerca con sus tiros, traspasa mis
entrañas sin piedad y derrama por tierra mi hiel. Abre en mí brecha sobre brecha,
irrumpe contra mí como un guerrero. Yo he cosido un sayal sobre mi piel, he hundido
mi frente en el polvo. Mi rostro ha enrojecido por el llanto, la sombra recubre mis
párpados” (16,7-16).

La queja de Job contra Dios alcanza aquí el paroxismo. Se suceden cuatro


imágenes para presentar la rabia que mueve a Dios, a quien no nombra, a buscar su
destrucción. Dios se muestra como una fiera que desgarra, como un triturador de
cráneos, como un arquero que dispara tranquilamente contra un blanco y como un
guerrero que se lanza al asalto. Job hunde su cuerno en el polvo como un toro herido de
muerte y siente que la desesperación se agarra para siempre a su ser lo mismo que el
vestido de luto está cosido a su piel. Para explicar sus sufrimientos, pone en Dios las
pasiones que en el hombre acompañan el recurso a la fuerza. Provocar a Dios y herirle
en su honor es para Job una manera de llegar hasta él. Su reacción se sitúa, pues, en el
lado opuesto a la blasfemia, que es siempre el deseo de la ruptura con Dios. Job busca
el diálogo siempre, aunque sea bajo la forma vehemente del desafío.

Job se repliega sobre sí mismo, sobre su dolor y frustración hasta sentir que ha
perdido la esperanza. Dios reduce al silencio el testimonio de Job. El dolor es la única
realidad permanente, indiferente al silencio y al hablar. El hablar no calma el dolor ni el

62
callar lo espanta. Dios lo ha instalado en su carne hasta rendirlo. La dolencia se alza
como testigo contra Job y le acusa públicamente. Todos me “estiman herido de Dios y
leproso” (Is 53,4). “Cruelmente se burlan de mí rechinando los dientes de odio” (Sal
35,16). Lo grave es que Job dirige estos reproches a Dios, su enemigo declarado. Lo
que en los salmos es motivo de súplica, aquí es causa de acusación a Dios, que dirige el
acoso de los malvados contra él. Acosado, es el blanco inocente de todas las flechas.
Condenado a muerte, Job hace duelo por sí mismo. Ve su fin inexorable, impotente para
anular su lenta ejecución. Sus ojos se velan por la sombra que le va cubriendo. Lo
último que contempla es su inocencia y le brota el grito que pide justicia.

b) ¡Tierra, no cubras mi sangre!

Como Dios desbarata su testimonio, Job impreca a la tierra, esperando que sea
su aliada contra Dios. Viéndose a las puertas de la muerte, Job desea que la tierra se
niegue a cubrir su sangre de modo que ésta siga gritando el escándalo de su dolor. La
sangre de Job se eleva al cielo como un grito de angustia, pidiendo un intermediario,
que frene y aplaque la ira de Dios: “¡Tierra, no cubras tú mi sangre, y no quede en
secreto mi clamor! Ahora todavía está en los cielos mi testigo, allá en lo alto está mi
defensor, que interpreta ante Dios mis pensamientos; ante él fluyen mis ojos: ¡Oh, si él
juzgara entre un hombre y Dios, como entre un mortal y otro mortal!” (16,18-21). Job,
aplastado contra el polvo, ve correr su sangre inocente como la de Abel y espera que
“grite al cielo desde la tierra” (Gn 4,10). “La tierra, dice Isaías, descubrirá la sangre
derramada y no ocultará más sus muertos” (Is 26,21). Job retuerce los textos e invoca a
la tierra para que ella clame contra Dios, su adversario. ¿Pero a quién gritará la tierra si
Dios es el culpable? A Dios mismo. Job, en su inspiración profética, pide a Dios que
sea, no sólo juez, sino testigo y defensor del hombre contra él mismo. De Dios sólo nos
puede defender Dios.

Job, que ha experimentado el Dios benévolo, se dirige a él, para que le defienda
del Dios enemigo, que ahora experimenta en su vida. El memorial de los
acontecimientos salvíficos es el remedio para no sucumbir en el momento de la prueba.
Job rechaza los razonamientos consolatorios de los amigos. Si Dios es quien le hiere,
sólo Dios le puede curar. El deseo de Job es hacer coincidir las dos imágenes de Dios:
un Dios que, continuando justo, pague él mismo la deuda del hombre: “Coloca, pues,
mi fianza junto a ti, ¿quién, si no, querrá chocar mi mano?” (17,3). Job atraviesa el
sinsentido sin detenerse en él, afirmando su esperanza: hay en los cielos un testigo
dispuesto a intervenir en su favor. Este testigo es Dios mismo y él es el único que puede
arbitrar en el debate con equidad. El es el único ante quien el desventurado puede llorar
sin avergonzarse. En el momento mismo en que Job acepta mirar hacia Dios le brota la
esperanza, incluso antes de que su sufrimiento haya recibido la más pequeña
explicación.

Cuando el sumo inocente muera, su sangre “clamará mejor que la de Abel” (Hb
12,24) y el Padre lo resucitará venciendo la muerte. Cristo no suprime el grito de Job,
del hombre, le da una respuesta. Cristo es la fianza del Padre, puesta junto a él, en favor
de todos los hombres. A la voz de la sangre derramada en tierra responde en el cielo un
mediador que conoce el dolor del hombre y su inocencia. Hay “un arbitro entre
nosotros y Dios que puede poner la mano sobre ambos” (9,33): “Ahora todavía está en
los cielos mi testigo, allá en lo alto está mi defensor, que interpreta ante Dios mis
pensamientos; a él se dirigen mis ojos” (16,19-21).

63
Job no sabe lo que dice, pero un día Cristo defenderá al hombre porque no sabe
lo que hace. La situación de Job exige una respuesta urgente. Está al borde de
emprender el viaje sin retorno. Lo ha empeñado todo, hasta el aliento, y el plazo llega a
su fin. Sólo Dios puede salir fiador por él: “Pues mis años futuros son contados, y voy a
emprender el camino sin retorno. Mi aliento se agota, mis días se apagan, sólo me
queda el cementerio” (16,22-17,1). Job, deudor de la vida ante Dios, no le queda
tiempo para pagar la deuda. No le queda ya ni la respiración. ¿A dónde volverse más
que a Dios, que sigue callado? Sólo a Dios puede volver su mirada y su súplica:
“Depón entonces una fianza por mí ante ti mismo. ¿Quién si no chocaría mi mano?”
(17,3). Puesto que nadie quiere salir fiador de Job, Dios mismo realiza ese gesto (Is
38,14; Sal 119,122). Dios será el garante de su siervo, sustituyendo a Job, asumiendo
sobre sí la responsabilidad en litigio. Dios será a la vez el que da y el que recibe la
fianza. En ausencia de todo fiador humano, pide a Dios que haga de mediador entre los
dos. La tradición profética ya lo había anticipado, al repetir que la vuelta a Dios se
haría por medio de Dios (Lam 5,21; Jr 31,18). Dios mismo creará las condiciones del
retorno a él; se comprometerá por el hombre chocando su mano con él. Su súplica,
aparentemente absurda, es que Dios salga fiador ante el acreedor, que es Dios mismo.
Es el misterio de Dios, a quien Job desdobla paradójicamente. Job invoca a Dios contra
Dios, confía en Dios contra Dios. En la alianza de Dios con Abraham, entre los
animales partidos, sólo pasa Dios. Dios es garante de la alianza por parte suya y por
parte del hombre. Dios no falla, pero si falla el hombre es Dios quien paga. Cristo, Dios
hecho hombre, paga las deudas del hombre, muriendo como las víctimas del pacto.

Job, en su locura, penetra el misterio de Dios y asume el papel del justo


calumniado y perseguido: “¿Hasta cuándo, Yahveh, me olvidarás? ¿Por siempre?
¿Hasta cuándo me ocultarás tu rostro? ¿Hasta cuándo tendré congojas en mi alma, en
mi corazón angustia, día y noche? ¿Hasta cuándo triunfará sobre mí mi enemigo?
¡Mira, respóndeme, Yahveh, Dios mío! ¡Ilumina mis ojos, no me duerma en la muerte,
no diga mi enemigo: ¡Le he podido! ¡No exulten mis adversarios al verme vacilar!”
(Sal 13,2-5). “En esto conoceré que me amas: en que mi enemigo no canta victoria”
(Sal 41,12).

La súplica le sale atropellada, pues su situación es trágica. Si Dios no le hace


justicia morirá como culpable y será el hazmerreír de todos: “¿No estoy a merced de las
burlas, y en amarguras pasan mis ojos las noches? Coloca, pues, mi fianza junto a ti,
¿quién, si no, querrá chocar mi mano? Tú has cerrado su mente a la razón, por eso
ninguna mano se levanta. Como el que anuncia a sus amigos un reparto, cuando
languidecen los ojos de sus hijos, me he hecho yo proverbio de las gentes, alguien a
quien escupen en la cara. Mis ojos se apagan de pesar, mis miembros se desvanecen
como sombra. Los hombres rectos se asombran al verlo, el inocente se indigna contra el
impío; pero el justo se afianza en su camino, y el de manos puras redobla su fortaleza”
(17,2-9).

Job se calma tras su desahogo y vuelve a caer sobre sí mismo. Los días pasan
con las faenas cotidianas. Con planes y deseos, el hombre anticipa su tiempo y le
imprime una dirección. Al fracasar sus planes, la vida pierde su sentido. Entonces al
hombre le brota la angustia, el deseo de prolongar su vida, para realizar sus proyectos o
simplemente para seguir viviendo. Casi siempre la vida alargada se vuelve un ir
tirando, un seguir viviendo, un ver pasar los días. Job se rebela contra ello. Quiere

64
arrancar la luz de las tinieblas, como renovada creación. Desea romper la noche, que el
día cante victoria sobre ella. En el crepúsculo de su vida añora la aurora. Pero le falla el
pulso y exclama: ¡Nada espero! Lo acogedor, su familia, ahora es la muerte y el
sepulcro. Son los únicos que no le abandonan. Con el salmista se dice: “Tengo mi cama
entre los muertos, como las víctimas que yacen en el sepulcro” (Sal 88,6). Su
“esperanza son los gusanos” (Si 7,17): “Mis días han pasado con mis planes, se han
deshecho los deseos de mi corazón. Algunos hacen de la noche día: se acercaría la luz
que ahuyenta las tinieblas. Mas ¿qué espero? Mi casa es el Seol, en las tinieblas extendí
mi lecho. Y grito a la fosa: ¡Tú mi padre!, a los gusanos: ¡Mi madre y mis hermanos!”
(17,11-14).

¿Qué esperanza le queda a Job? La busca, preguntando: ¿quién la ha visto?


Parece que espera encontrarla. ¿Espera contra toda esperanza? De momento la
esperanza es del hombre con vida, pues al retornar al polvo la esperanza es enterrada
con él. Desde su llamada al cielo y a la tierra, Job ha descendido a lo más bajo:
“¿Dónde está, pues, mi esperanza? Y mi felicidad ¿quién la divisa? ¿Van a bajar
conmigo hasta el Seol? ¿Nos hundiremos juntos en el polvo?” (17,15-16). La kénosis
de Job sigue hundiéndolo. Pero aún quedan en pie los interrogantes. No ha terminado
todo.

c) Dios defensor de Job contra Dios

En un proceso normal hay un acusado, un juez, unos testigos y un defensor. En


este esquema se mueven los amigos: Job es el acusado; Dios, el juez; los amigos son
los testigos que secundan la investigación del juez. Falta el defensor, pero el propio
acusado, Job, asume su defensa, sin aceptar el esquema de los amigos. Trastrueca los
papeles. Dios sigue siendo el juez; es omnipotente y omnisciente y su sentencia será
ejecutada. Pero, dado que penetra el alma de Job con toda transparencia, Dios se
convierte en testigo de la inocencia de Job. Y como no hace nada por concederle su
derecho, aun conociendo perfectamente su inocencia, Dios pasa a ser el único acusado.
Y finalmente, por un cambio de su ser, se transformará en el único defensor de Job, a
quien él mismo ha causado tanto mal.

“El es mi juez” (9,5), que me “cita a juicio” con él (14,3) y “ejecutará mi


sentencia, como tantos otros decretos suyos que tiene pensados”(23,13-14). El es
también mi testigo: “¿No ve él mi conducta, no cuenta todos mis pasos?”. Dios es
también el acusado, pues “es él quien me ha trastornado envolviéndome en sus redes”
(19,5-6.21). Pero Job sabe que entre Dios y él existe una íntima filiación, una ternura
inaudita, una unión indisoluble de amor: “Desde mi infancia, Dios me ha criado como
un padre, me ha guiado desde el seno materno” (31,18). “El me creó en el seno
materno” (31,15) y, como un artista, está enamorado de la obra de sus manos (10,3):
“Tus manos me modelaron... Recuerda que me hiciste de barro... ¿No me vertiste como
leche?, ¿no me cuajaste como queso?, ¿no me cubriste de carne y piel?, ¿no me tejiste
de huesos y tendones? ¿No me otorgaste vida y favor, y tu providencia no custodió mi
espíritu?” (10,8-12). El Creador, como lo evoca Job, está fascinado por su obra. La
solicitud de Dios, vigilando los pasos de Job, ¿no es expresión de este cuidado de Dios
por la obra de sus manos? Por dos veces Job se lo “recuerda” a Dios (7,7;10,9). Si, obra
de Dios, vuelve al polvo, Dios con añoranza “lo buscará” (7,21). Esta relación de Dios
con el hombre, que Job no puede olvidar y dejar de añorar -“¡Quien me diera volver a
los viejos días, cuando Dios velaba sobre mí, cuando su lámpara brillaba sobre mi

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cabeza y a su luz cruzaba las tinieblas! Cuando Dios protegía mi tienda y estaba
conmigo” (29,2-5)- da un vuelco a todo el proceso. Job ve a Dios como su único
defensor: “Sé tú mi fiador ante ti mismo, pues ¿quién si no será mi garante?” (17,3). Es
el absurdo de la fe. El juez es llamado a ser el fiador, el defensor del hombre.

Es el vuelco de la historia, que tantas veces testimonia la Escritura. Dios, que ha


hundido a Jerusalén en la ruina, “cambiando”, le anuncia: Jerusalén, ya no te llamarán
“Abandonada” ni a tu tierra “Devastada”. A ti te llamarán “Mi favorita”, y a tu tierra,
“Desposada” (Is 62,4). Aquel día me compadeceré de “No compadecida” y diré a “No-
mi-pueblo” “eres mi pueblo”, y él responderá: “Dios mío” (Os 2,23.25). Sobre el juicio
se alza la aurora de la esperanza. “¡Qué alegría, dice San Agustín, tener por juez a tu
mismo defensor!”. Job, desde la memoria de la comunión con Dios, puede confesar:
“Yo sé que mi Defensor vive, que él, el último, se alzará sobre el polvo. Tras mi
despertar me alzará junto a él y con mi propia carne veré a Dios. Sí, yo mismo lo veré,
mis ojos lo verán, no otro” (19,25-27). Ser rescatado es ser devuelto a su condición
primera, a su parentesco, después de haber sido excluido por la opresión de una ley de
esclavitud.

Dios, en último término, se alzará como defensor de Job contra Dios acusador.
Job, victorioso, exclama: “A partir de ahora, tengo en los cielos un testigo y en la altura
mi defensor, el que interpreta mis pensamientos ante Dios, y ante quien se derraman
mis lágrimas. Que él juzgue entre hombre y Dios, como se juzga un pleito entre
hombres” (16,19-21). El defensor es lo suficientemente humano como para comprender
el significado de las lágrimas. Puede comprender al hombre porque conoce todos sus
sufrimientos. Y es talmente Dios que puede pleitear con Dios a la par, siendo igual que
él. Dios y hombre verdadero es el Mediador entre Dios y los hombres: “Teniendo, pues,
tal Sumo Sacerdote que penetró los cielos -Jesús, el Hijo de Dios- mantengamos firmes
la fe que profesamos. Pues no tenemos un Sumo Sacerdote que no pueda compadecerse
de nuestras flaquezas, habiendo sido probado en todo igual que nosotros” (Hb 4,14-15).

El Dios de los amigos, el Dios de la lógica, no podía ser acusado y defensor; se


contentaba con tomar nota de las declaraciones de los testigos y ver por sí mismo
gracias a su omnisciencia, y después aplicar la sentencia condenatoria según su
omnipotencia. No era sino juez. Job hace estallar por los aires el proceso. Dios es para
él juez, acusado, testigo y defensor a la vez. De este modo salta la justicia humana.
Dios es Dios. Y lo imposible para los hombres es posible para Dios. “Porque cuanto
distan los cielos de la tierra, así distan mis caminos de los vuestros y mis pensamientos
de los vuestros” (Is 55,9).

d) El malvado cae en sus mismas redes

En el sucederse de las réplicas a Job, de nuevo le toca el turno a Bildad, que


repite sus argumentos. Job concluye su discurso hundiéndose en la tumba sin
esperanza. Y Bildad responde presentándole el cuadro amenazador del malvado. Si Job
no ha respondido a las palabras de Sofar que le animaba a la esperanza mostrándole el
cuadro del inocente o del convertido, Bildad prueba a convencerle con las amenazas.
Lo malo es que sus palabras suenan a lección bien aprendida, pero inadecuada para el
momento. Los castigos futuros del malvado, Job, inocente, los está ya sufriendo.
Bildad, como discípulo diligente, suelta su discurso sin percatarse de que sus palabras
le describen a él y a los otros dos amigos más que a Job: “¿Hasta cuando andarás a la

66
caza de palabras? Reflexiona y después hablaremos. ¿Por qué nos consideras unas
bestias y a tus ojos somos necios?” (18,2-3). Job no es un cazador en busca de palabras
sin contenido. No es el orador que busca la frase con efecto para impresionar. Job da
voz vibrante a los sentimientos de su corazón. Desahoga la angustia interior que le
provoca el sufrimiento. No es “el necio que tiene la mente en sus labios”, sino “el sabio
que tiene los labios en la mente” (Si 21,26).

Fray Luis de León comenta el exordio de Bildad, diciendo: “A Bildad le parece


que el no rendírseles Job nacía de no haberles entendido bien, porque, a su juicio, era
manifiesto que tanto castigo no lo daba Dios sin pecado, pues no sería justo tratar así al
inocente. Por eso le dice que se le va todo en hablar y que, como no atiende lo que le
dicen, no entiende. Que lo entienda primero una vez y que después hable si tiene algo
que decir”. Encasillado en su lógica racional, Bildad sólo ve desprecio en las palabras
de Job. Desprecio y arrogancia. Job se cree tan importante como si por él fuera a
cambiar el orden del mundo. Pues para Bildad cambiar el orden de la retribución es
cambiar el orden del mundo. Sin una justicia garantizada por el cielo “tiemblan los
cimientos del orbe” (Sal 82,5): “Oh tú, que te desgarras con tu cólera, ¿la tierra acaso
quedará desierta por tu causa o se moverá la roca de su sitio?” (18,4).

Bildad encara a Job: Piensas y hablas de tu vida como si de ti dependiera la


salvación o perdición de todos. No porque tú mueras se va acabar el mundo. ¿Crees que
cuando te alejes de la tierra se derrumbará el mundo como si tú lo sostuvieras? Con tú
pasión te podrás desgarrar a ti mismo, pero el mundo sin ti seguirá igual su curso, las
rocas no se moverán de su sitio... ¿Qué hubiera dicho Bildad si hubiera contemplado la
muerte del nuevo Job, Cristo, cuando “el velo del Santuario se rasgó en dos, de arriba
abajo, tembló la tierra y las rocas se partieron” (Mt 27,51)?.

Con este preámbulo, Bildad ha preparado el marco para su cuadro sombrío


sobre la suerte del malvado. Bildad toma los colores de su dibujo de la vida del hogar.
En casa del justo “ni de noche se apaga la lámpara” (Pr 31,18). Al impío, en cambio,
“le sobrevendrá de un momento a otro la quiebra, y va a ser su quiebra como la de una
vasija de alfarero, rota sin compasión, en la que al romperse no se encuentra una sola
tejoleta bastante grande para tomar fuego del hogar” (Is 30,13-14). La lámpara del
malvado se apagará irremediablemente. Exito y felicidad no son realidades
permanentes de los impíos: “Sí, la luz del malvado ha de apagarse, ya no brillará su
ardiente llama. La luz en su tienda se oscurece, de encima de él se apaga la candela. Se
acortan sus pasos vigorosos, le pierde su propio consejo. Porque sus pies le meten en la
red, entre mallas camina. Por el talón le apresa un lazo, el cepo se cierra sobre él.
Oculto en la tierra hay un nudo para él, una trampa le espera en el sendero” (18,5-10).
El malvado, que pone trampas a los demás, termina cayendo en sus propias redes.

Bildad, complacido de sí mismo, traza los rasgos oscuros del cuadro con las
desgracias de Job: el hogar abandonado, la enfermedad, los terrores mensajeros de la
muerte, los hijos perdidos. “Por todas partes le estremecen terrores, y le persiguen paso
a paso. El hambre es su cortejo, la desgracia se adhiere a su costado. La enfermedad
devora su piel, el Primogénito de la Muerte roe sus miembros. Se le arranca de la paz
de su tienda, para llevarlo donde el Rey de los terrores. Se ocupa su tienda, ya no suya,
se esparce azufre en su morada. Por abajo se secan sus raíces, por arriba se marchita su
ramaje. Su recuerdo desaparece de la tierra, no le queda nombre en la comarca. Se le
arroja de la luz a las tinieblas, expulsado del mundo. Ni prole ni posteridad tiene en su

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pueblo, ningún superviviente en sus moradas. De su fin se estremece el Occidente, y el
Oriente queda horrorizado” (18,11-20). Bildad se detiene a respirar y concluye: “Tal es
la morada del malvado, el lugar del que no reconoce a Dios” (18,21).

8. MI DEFENSOR ESTA VIVO

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a) Descuaja como un árbol mi esperanza

Job comienza, de nuevo, polemizando con los amigos. Bastante tiene con sus
penas, sus yerros, con la hostilidad de Dios, para que encima los amigos le opriman con
sus palabras. El afán de discutir es humillante e insoportable. Su triunfo fácil es sólo
aparente, pues la victoria no es de ellos, sino de Dios. Dios no le ha herido para probar
la doctrina de la retribución, sino, al contrario, hiriendo al inocente, la ha desbaratado:
“¿Hasta cuándo afligiréis mi alma y con palabras me acribillaréis? Ya me habéis
insultado por diez veces, me habéis zarandeado sin reparo. Aunque de hecho hubiese
errado, en mí solo quedaría mi yerro” (19,2-4). Las palabras despiadadas trituran y
machacan. “La lengua falsa hiere en lo vivo” (Pr 15,4). Los amigos llegaron para
consolar a Job, pero se dedican a afligirlo. Comenta fray Luis de León: “¡Dios nos libre
de un necio tocado de religioso y con celo imprudente, pues no hay enemigo peor!”.
Los amigos lo humillan, haciéndolo pasar por culpable y negándole la razón, sin que
admitan ningún error en sí mismos. Job está dispuesto a reconocer sus yerros, pero eso
es asunto suyo y no les toca a los otros rebuscar y condenar. Los yerros son fáciles de
disculpar o perdonar y no merecen un castigo como el que él está sufriendo. Por eso si
llamáis error a mis palabras me quedo con mi error. No cambio nada de lo dicho hasta
ahora. Sólo cuando Job se enfrente con Dios reconocerá realmente su ignorancia y sus
errores.

Job suplica a los amigos que se callen, pues están agotando su paciencia. El, en
lamento sálmico, muestra que Dios es la fuente de todo su mal. Es Dios quien le está
demoliendo, arrancándole las raíces de la esperanza: “Si es que aún queréis triunfar de
mí y mi oprobio reprocharme, sabed ya que es Dios quien me ha transtornado,
envolviéndome en sus redes. Si grito: ¡Violencia!, no obtengo respuesta; por más que
apelo, no hay justicia. El ha vallado mi ruta para que yo no pase, ha cubierto mis
senderos de tinieblas. Me ha despojado de mi gloria, ha arrancado la corona de mi
frente. Por todas partes me mina y desaparezco, arranca como un árbol mi esperanza”
(19,5-10). ¡Dios golpea y los amigos se aprovechan de ello!

Job se ve atrapado por las redes de Dios y el silencio se hace denso a su


alrededor. Rodeado por todas partes de una especie de desierto, en el que se pierden sus
gritos, Job adivina, sin embargo, invisible, a Dios dirigiendo los trabajos de asedio y
“cerrando el camino” con una paciencia inquietante. Renunciando a toda ilusión de
felicidad, ya que Dios “descuaja como un árbol su esperanza”, a Job no le queda más
que contemplar su propia ruina. La enemistad de Dios le lleva a mendigar sin
convicción entre los amigos la piedad que Dios le niega.

Lo que Job desea es que los amigos pasen de la injuria al reconocimiento de su


situación. Es la invitación del salmista acosado por Dios: “Vosotros, hombres, ¿hasta
cuándo seréis torpes de corazón, amando vanidad, rebuscando mentira? ¡Sabed que
Yahveh ha distinguido a su elegido!”(Sal 4,3-4) con tormentos. Aunque la acusación
contra Dios sea grave, en realidad el lamento de Job coincide con el lamento de Dios, al
ver que ha afligido a su siervo “sin motivo” (2,3). Es la lamentación de Habacuc:
“¿Hasta cuando, Señor, pediré auxilio sin que me escuches, te gritaré: ¡violencia! sin
que me salves?” (Ha 1,2). Es la lamentación del profeta ante las ruinas de Jerusalén:
“Por más que grito: ¡socorro!, se hace sordo a mi súplica!” (Lm 3,8). Job lanza su grito
a los amigos y no se conmueven ante su dolor. Dios le ha cerrado toda salida,

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encerrándolo en la oscuridad. Ha arrancado de cuajo las raíces de su esperanza. Ha
tronchado el vigor de su vida, “arrancando sus raíces del suelo vital” (Sal 52,7). No, no
es Job quien “se desgarra con su cólera” (18,4), es “el furor de Dios el que le desgarra”
(16,9). Job ve la tienda de su persona como una ciudad amurallada que Dios asalta,
como los sitiadores asaltaron Jerusalén. “Como un enemigo tendió el arco, aplicó la
diestra y dio muerte, enemistado, a la flor de la juventud. El Señor se portó como
enemigo destruyendo a Israel” (Lm 2,4-5): “Enciende su ira contra mí, me considera su
enemigo. En masa sus huestes han llegado, su marcha de asalto han abierto contra mí,
han puesto cerco a mi tienda” (19,11-12). No me queda salida. Su cerco me oprime.

La soledad de Job es total. Se ha creado un vacío insalvable en torno a él, vacío


de amigos, de conocidos, de familiares: “A mis hermanos ha alejado de mí, mis
conocidos tratan de esquivarme. Ya no me quedan parientes ni vecinos, los huéspedes
de mi casa me olvidaron. Por un extraño me tienen mis criadas, soy a sus ojos un
desconocido. Llamo a mi criado y no responde, aunque le implore con mi propia boca.
Mi aliento repele a mi mujer, fétido soy para los hijos de mi vientre. Hasta los
chiquillos me desprecian, si me levanto, me hacen burla. Tienen horror de mí todos mis
íntimos, los que yo más amaba se han vuelto contra mí” (19,13-19). Todos sienten asco
de él: “mis amigos, mis parientes, mis conocidos, por mi dolencia, se mantienen a
distancia” (Sal 38,12). “Soy un extraño para mis hermanos, un extranjero para los hijos
de mi padre” (Sal 69,9). “Has alejado de mí a mis conocidos, me has hecho repugnante
para ellos” (Sal 88,9). “Alejaste de mí amigos y compañeros” (Sal 88,19). “Incluso mi
amigo, de quien yo me fiaba, y que compartía mi pan, es el primero en traicionarme”
(Sal 41,10). “Si mi enemigo me injuriara, lo aguantaría, si mi adversario se alzara
contra mí, me escondería de él; pero eres tú, mi amigo y confidente, a quien me unía
una dulce intimidad” (Sal 55,13-15). Sí, la soledad de Job es total: hasta su mujer siente
repugnancia de su aliento.

Con la descripción de sus sufrimientos y angustias, Job busca un poco de


compasión. Suplica piedad a los tres amigos: “Bajo mi piel mi carne cae podrida, mis
huesos se desnudan como dientes. ¡Piedad, piedad de mí, vosotros mis amigos, que es
la mano de Dios la que me ha herido!” (19,20-21). En la desgracia, el piadoso salmista
se dirige a Dios pidiendo compasión: “Vuélvete a mí y ten piedad que estoy solo y
afligido” (Sal 25,15). “Piedad, Señor, que estoy en peligro, se consumen de pena mis
ojos, mi garganta y mi vientre; mi vida se gasta en la congoja, mis años en los gemidos,
mi vigor decae con la aflicción, mis huesos se consumen. Piedad, Dios mío, piedad”
(Sal 31,10;57,2;30,11). Pero, si Dios se vuelve hostil y despiadado, toca a los amigos
socorrerle con la piedad (6,14). Ese es su caso. Job suplica a los amigos que se alíen
con él contra Dios, como hizo Moisés cuando la ira de Dios se encendió contra el
pueblo (Ex 32,7-14): “¿Por qué os cebáis en mí como hace Dios, y no os hartáis de
escarnecerme?” (19,22).

b) Mis ojos le verán

Desde lo hondo de su abandono le brota a Job una palabra que atraviesa los
cielos y el tiempo. Una palabra que llega hasta Dios y hasta nosotros. Es una palabra
incrustada con plomo en la roca, imperecedera, “escrita para la generación futura” (Sal
102,19). Será la última apelación y convicción de Job: “¡Ojalá se escribieran mis
palabras, ojalá se grabaran en cobre, y con punzón de hierro y plomo se esculpieran
para siempre en la roca!” (19,23-24). La confesión triunfal de Job merece ser grabada

70
para siempre en la memoria de Dios, como esperanza para todos los hombres: “Yo sé
que mi Defensor está vivo, y que él, el último, se levantará sobre el polvo. Tras mi
despertar me alzará junto a él, y con mi propia carne veré a Dios. Yo, sí, yo mismo le
veré, mis propios ojos le verán. ¡Dentro de mí languidecen mis entrañas!” (19,25-27).
A Job sólo le queda la esperanza de que el go’el divino se levante y le defienda
de la muerte, justificándole ante todos. En el continuo lamento de Job permanece
siempre un hilo de esperanza ligado a la memoria de su pasado de fe e intimidad con
Dios. Es la esperanza pura de Dios, sin ningún lazo con bienes terrenos. Job no quedará
defraudado. Con gozo podrá confesar: “Ahora te han visto mis ojos” (42,5). Dios no
abandona la obra de sus manos, sino que, siendo justo, mantiene su fidelidad al
hombre. Dios será “el último” en hablar en el proceso y hará justicia a su siervo, que
sufre el sarcasmo de los satisfechos. Cuando se manifieste, Job mismo descubrirá el
sentido de su sufrimiento y de toda su vida. Jesucristo es la respuesta viva al hondo
deseo de Job: “Ahora bien, sabemos que cuanto dice la ley lo dice para los que están
bajo la ley, para que toda boca enmudezca y el mundo entero se reconozca reo ante
Dios, ya que nadie será justificado ante él por las obras de la ley, pues la ley no da sino
el conocimiento del pecado. Pero ahora, independientemente de la ley, la justicia de
Dios se ha manifestado, atestiguada por la ley y los profetas, justicia de Dios por la fe
en Jesucristo, para todos los que creen - pues no hay diferencia alguna; todos pecaron y
están privados de la gloria de Dios - y son justificados por el don de su gracia, en virtud
de la redención realizada en Cristo Jesús, a quien exhibió Dios como instrumento de
propiciación por su propia sangre, mediante la fe, para mostrar su justicia, habiendo
pasado por alto los pecados cometidos anteriormente, en el tiempo de la paciencia de
Dios; en orden a mostrar su justicia en el tiempo presente, para ser él justo y
justificador del que cree en Jesús” (Rm 3,19-26). Dios ha constituido a Cristo sabiduría,
justicia, santificación y redención nuestra (1Co 1,30). Redimido, Job, el hombre, podrá
ser recibido favorablemente por Dios y ver su rostro. Lo verá, ya no como enemigo o
extraño, sino como familiar, como amigo o cercano. Sus ojos se saciarán de su
semblante. Lo contemplará con sus ojos y no con los ojos o por el testimonio de otros,
como hasta ahora, que le conoce sólo de oídas (42,5). Esta profesión de fe le conmueve
las entrañas, con ansias de ver cumplida su esperanza.

El verbo ga’al o el nombre go’el (el que rescata) supone un parentesco de


sangre. Aplicado a Dios evoca todas sus intervenciones redentoras. Yahveh, que
rescata, es el que llama a Israel por su nombre (Is 43,1), el que se acerca a él (Sal
69,19) para alentarle (Is 52,9), el que disipa como una nube sus transgresiones (Is
44,22-23), el que lleva a Israel (Is 63,9), su pueblo adquirido desde el origen (Sal 74,2),
para abrevarlo en el desierto árido (Is 48,20), el que descubre a los ojos de las naciones
su brazo de santidad (Is 52,10; Sal 77,16), librando a su pueblo de la esclavitud (Is
52,3) y de la mano del enemigo (Sal 106,10).

Al proclamarse go’el de Israel, Yahveh reivindica una especie de parentesco con


él y considera la alianza como un vínculo de sangre. Yahveh go’el se proclama el fuerte
de Jacob (Is 49,26; 60,16), la roca (Sal 78,35), el rey (Is 44,6), el santo de Israel (Is
41,14;43,14; 54,5), su creador y esposo (Is 54,5). Formó a su pueblo desde el seno
materno (Is 44,24), le enseña lo que es saludable, le hace caminar por el camino que él
recorre (Is 48,17), acude en su ayuda (Is 41,14) cuando es despreciada su vida (Is 49,7),
siempre está dispuesto a vengarlo (Is 47,3-4), disputando con el que quiera disputar con
Israel (Is 49,25). Tiene piedad de su pueblo porque le ha dedicado un amor eterno (Is
54,8); perdona a cada uno de sus fieles, rescata su vida de la fosa y le corona de amor y

71
de cariño (Sal 103,4). Por todo esto, cuando Israel habla de su go’el, su respeto va
matizado con un afecto filial: “Tú, Yahveh, eres nuestro padre, nuestro go’el; ese es tu
nombre desde siempre” (Is 63,16). Cuando Job apela a Dios como go’el está apelando a
un salvador, al Dios go’el de la tradición profética y sálmica.

La Vulgata latina ve en este texto la confesión de fe en la resurrección corporal:


“Sé que mi redentor está vivo y que el último día yo me levantaré de la tierra”. Esta
traducción de San Jerónimo ha pasado a la liturgia, en donde el texto de Job se lee a la
luz de su cumplimiento en Cristo. Job sabe que Dios está vivo y es fuerza de vida y
salvación. Ignora lo que va a hacer para eternizar su amor, pero sabe que él tiene la
última palabra y que, como go’el, su amor es eterno. En Cristo se desvelará lo que Job
anuncia y espera. Apelando al viviente como su go’el, su vida queda ligada a la vida de
Dios. Restablecida su relación con Dios, la vida triunfará sobre la muerte. Dios “no es
un Dios de muertos, sino de vivos” (Mt 22,32). El amor y fidelidad de Dios son más
fuertes que la muerte.

Job concluye advirtiendo a los amigos, aliados con Dios contra él, que estén
atentos y vigilen sus palabras contra él, “pues hay un juez que al final intervendrá”: “Y
si vosotros decís: ¿Cómo atraparle, qué pretexto hallaremos contra él?, temed la espada
por vosotros mismos, pues la ira se encenderá contra las culpas y sabréis que hay un
juicio” (19,28-29). Dios ahora me persigue y se ensaña conmigo, tratándome como
enemigo, vosotros me perseguís con vuestras acusaciones, creyendo estar de la parte de
Dios. No os hagáis ilusiones. Dios dejará de actuar como enemigo de Job y no será para
él como un extraño. Reconciliado con él, entablará un juicio contra quienes han
perseguido injustamente al inocente. Job les anticipa el final, en donde él se mostrará
como verdadero amigo, intercediendo por los que ahora le acosan con sus acusaciones.

c) Diálogo de sordos

Ahora toca a Sofar responder a Job, insistiendo en el carácter efímero de la


felicidad del impío y en lo sorpresivo de su ruina. Es una variación más sobre la
retribución del malvado. Sofar, ante la amenaza final de Job, se siente inquieto. Ha
escuchado la descripción de la hostilidad de Dios para con un inocente, algo que no
puede aceptar, pues contradice su doctrina. Ha escuchado la angustiosa llamada a la
compasión, reforzada por la amenaza de castigo grave, que le ha sorprendido. La
amonestación le suena a reproche, se siente humillado y le hierve la sangre. El no está
bajo la mira de las flechas de Dios. No necesita que Job le dé lecciones. Es él quien
debe dar lecciones. No debe apelar a la compasión quien no la merece ni esgrimir
amenazas quien está amenazado: “Mi agitación me incita a replicar, pues me urge la
inquietud. He escuchado una lección que me ultraja, el soplo de mi inteligencia me
incita a responder” (20,2-3).

Sofar retuerce la amenaza de Job a los amigos y se la aplica a él. En el


comentario de Pineda encontramos traducidas y ampliadas las palabras de Sofar:
“Cuando afirmas que la espada se vengará de los malvados y que los perversos sufrirán
la pena de un juicio, ofreces materia de respuesta, pues sin saberlo te hieres con tus
palabras. Pues si ya has experimentado el filo de esa espada, sus heridas y venganza, te
colocas, aunque no quieras, entre los perversos. Y por tu caso podemos afirmar que
Dios no deja vivir mucho tiempo impunes a los malvados: aquí está la espada y aquí el
juicio, aquí condena y aquí ejecuta”.

72
Para Sofar, olvidándose del inocente Abel, la teoría de la retribución es algo
primordial, que acompaña al hombre desde que fue puesto sobre la tierra. Es un
principio original, universal y perenne. No cabe discusión alguna sobre él: “¿No sabes
tú que desde siempre, desde que el hombre en la tierra fue puesto, es breve la alegría
del malvado, y de un instante el gozo del impío? Aunque su talla se alzara hasta los
cielos y su cabeza tocara las nubes, como un fantasma desaparece para siempre, los que
le veían dicen: ¿Dónde está? Se vuela como un sueño inaprensible, se le ahuyenta igual
que a una visión nocturna. El ojo que le observaba ya no le ve más, ni le divisa el lugar
donde estaba” (20,4-9). Sofar puede pensar en los hombres que, dejando el oriente,
pretendieron instalarse en Senear, diciéndose: “Vamos a construir una torre que alcance
el cielo” (Gn 11,4) y fueron dispersados por toda la tierra. O en la arrogancia de quien
se dice: “Escalaré los cielos, encima de los astros divinos pondré mi trono” (Is 14,13).
También Jeremías dirá al faraón, que se ha erguido como un cedro: “Por haber
empinado su talla y haber erguido su cima hasta las nubes y haberse engreído por su
altura... Yahveh lo ha rechazado” (Ez 31,10). Los casos son innumerables, pero también
lo son los casos contrarios.

Para Sofar, de todos modos, la felicidad del impío es solo aparente, lista para
desaparecer como un sueño dorado que se desvanece en un amargo despertar, presagio
de la muerte: “Si el mal era dulce a su boca, si bajo su lengua lo albergaba, si allí lo
guardaba tenazmente y en medio del paladar lo retenía, su alimento en sus entrañas se
corrompe, en su interior se le hace hiel de áspid. Vomita las riquezas que engulló, Dios
se las arranca de su vientre. Veneno de áspides chupaba: lengua de víbora le mata. Ya
no verá los arroyos de aceite, los torrentes de miel y de cuajada. Devuelve su ganancia
sin tragarla, no saborea el fruto de su negocio” (20,12-18). El salmista constata lo
mismo: “Vi a un malvado que se jactaba, que prosperaba como cedro frondoso; volví a
pasar y ya no estaba, lo busqué y no lo encontré” (Sal 73,35-36).

El malvado no sólo disfruta de los efectos de la maldad, sino que saborea en su


boca la misma maldad, gozando de antemano sus frutos. Pero el mal se vuelve contra
ellos en su interior. El vino “se desliza suavemente, pero al final muerde como culebra,
pica como víbora” (Pr 33,32). “El bocado comido lo vomitará” (Jr 51,44). Sofar con
sus sentencias está metiendo en su cuadro a Job, privado por Dios de todos sus bienes.
Entre los bienes efímeros del malvado, de los que se ve privado, Sofar presenta: gozo,
hijos y fortuna. Job los ha perdido. De este modo Sofar excluye a Job de las
bendiciones divinas y lo incluye en las maldiciones que corresponden al malvado.

Sofar habla de los vicios del malvado: ambición, que pretende escalar el cielo;
codicia, mezclada de gula, y explotación del pobre. El castigo, reduciendo la justicia de
Dios a la ley del talión, le obligará a devolver lo que robó, los hombres se vengarán de
él, cielo y tierra le acusarán y Dios descargará su ira sobre su cabeza. La ira de Dios se
encenderá como un fuego abrasador, que en vez de alumbrar sumirá al malvado en las
tinieblas, inundándolo en las aguas de la muerte. Incendio e inundación caerán
simultáneamente, como lluvia de fuego, sobre el malvado: “Hará llover sobre los
culpables ascuas y azufre, les tocará en suerte un viento huracanado” (Sal 11,6). Job se
ha quejado de la ira de Dios (16,9), que arde en sus entrañas, Sofar le restriega la
herida.

Todas las injusticias, fruto de la voracidad insaciable del impío, se tranforman

73
en desgracia para él: “Porque estrujó las chozas de los pobres, robó casas en vez de
construirlas; porque su vientre se mostró insaciable, sus tesoros no le salvarán; porque a
su voracidad nada escapaba, por eso no dura su prosperidad. En plena abundancia la
estrechez le sorprende, la desgracia, en tromba, cae sobre él. En el momento de llenar
su vientre, suelta Dios contra él el ardor de su cólera y lanza sobre su carne una lluvia
de saetas” (20,19-23) . La suerte del malvado es un sueño que se desvanece: “Como
sueña el ambriento que come y se despierta con el estómago vacío, como sueña el
sediento que bebe y se despierta con la garganta reseca” (Is 29,8). El malvado no tiene
escapatoria. Si escapa del arma de hierro, lo atraviesa la flecha de bronce, el tiro le sale
por la culata. “Huye del león y se topa con el oso” (Am 5,19): “Si logra huir del arma
de hierro, le traspasa el arco de bronce. La flecha le sale por la espalda, y brilla la punta
saliendo de su hígado. Los terrores se abaten sobre él, total tiniebla aguarda a sus
tesoros. Un fuego que nadie atiza le devora, y consume lo que en su tienda aún queda”
(20,24-26).

Job había invocado a la tierra y al cielo (16,18-19) para que el crimen cometido
contra él no quedara encubierto ni impune. Sofar apela al cielo y a la tierra como
testigos contra el malvado, en realidad contra Job. Pero Sofar deja a Job que saque sus
consecuencias, aplicándose a sí los razonamientos expuestos: “Tal es la suerte que Dios
reserva al malvado, la herencia de Dios para el maldito” (20,29). Por supuesto, en la
mente de Sofar, Job pertenece a la categoría de los malvados. La pena que está
sufriendo es ya el comienzo del castigo, en el que se está manifestando la justicia de
Dios. Para Sofar los sufrimientos de Job son una teofanía de Dios. Sobre la compasión
prevalece en él la integridad doctrinal. Está esperando el desenlace desastroso de su
amigo, que selle la teoría de la retribución. Se acerca el día de la ira.

Los tres amigos no se cansan de repetir: ¡Job es culpable! Y Job tampoco se


cansa de decir: ¡No, soy inocente! Para uno y otros se trata de buscar un culpable. El
sufrimiento de Job, para los amigos, es la prueba de su culpabilidad. Para Job, en
cambio, su sufrimiento es la prueba de la culpabilidad de Dios, pues él es inocente. Es
la trampa de la doctrina de la retribución, que simplifica el problema, sin tener en
cuenta ni el misterio del hombre ni el misterio de Dios. La diferencia entre Job y los
amigos está en que Job, aún acusando a Dios, sigue esperando en Dios, esperando que
Dios se manifieste diverso de como lo pintan los amigos y distinto de como ahora lo ve
él mismo. Por ello no cesa de apelar a Dios, de pedirle que se muestre y demuestre que
es Dios de bondad, porque de otro modo no sería Dios. Con su interpelación a Dios,
Job busca el sentido del sufrimiento y de la muerte. Los amigos, cuya fe es interesada y
de oídas, tienen miedo a perder su seguridad y no se atreven ni siquiera a plantearse la
pregunta. Sus respuestas son vacías, pues no quieren ni escuchar la pregunta. No
responden a nada. Entre Job y ellos se da, pues, un diálogo de sordos.

9. ¿POR QUE NO HE DE SER IMPACIENTE?

74
a) La vara de Dios no pesa sobre el malvado

Durante la segunda rueda del diálogo los tres amigos se han turnado para
describir la desgracia del malvado. Ha sido un cerco triangular cerrado en torno a Job, a
quien ven como un inconsciente que no cae en la cuenta de su situación. Tocado ya y
herido gravemente, no se convence de que el desastre se le viene encima. La desgracia
final pende sobre su cabeza. Job, con su paciencia proverbial, acepta seguir el diálogo
con los amigos, entrando en sus esquemas sapienciales. Con cortesía les invita a
escucharle: “Escuchad, escuchad mis razones, dadme siquiera este consuelo. Tened
paciencia mientras hablo yo, cuando haya hablado, os podréis burlar” (21,2-3) . Los
amigos no han sabido escuchar a Job, ni han querido. Si han escuchado ha sido
únicamente para cogerlo en las palabras, para refutar sus razones, para encontrar en sus
discursos la razón de sus sufrimientos. Job les pide que le escuchen una vez y se verá si
pueden burlarse de él. Llegaron para consolarle y le han ofrecido para ello la doctrina
de la retribución: ¡gran consuelo para uno que se retuerce en el dolor decirle que se lo
tiene merecido! A Job le suenan sus palabras como una burla cruel. Mejor consuelo
sería el que callaran de una vez y escucharan sus desahogos.

Job se queja de los amigos y los acusa de insensibilidad respecto a su


sufrimiento. Está perdiendo la paciencia. Su estado justifica sus palabras. Pero la queja
dirigida a los hombres no supera el nivel humano; dirigida a Dios, que está detrás de los
acontecimientos, la queja adquiere su verdadera dimensión. Job considera razonable
quejarse de Dios, porque cree en él y se ha fiado de él: “¿Acaso me quejo yo de un
hombre? ¿Por qué entonces no he de ser impaciente?” (21,4). Se queja de Dios porque
tiene una idea muy alta de él y no cree digno de Dios el trato que le está dando. Job,
que tira por tierra las imágenes de Dios que fabrican los amigos, también necesita
derruir su imagen de Dios. Su obra demoledora asombrará a los amigos y asusta al
mismo Job: “Atendedme, quedaréis espantados y pondréis la mano en vuestra boca. Yo
mismo me horrorizo al recordarlo, y mi carne es presa de un escalofrío” (21,5-6).

Job se lanza a refutar directamente a los tres amigos. Toma sus temas e
imágenes y las deshace invirtiendo la perspectiva. En vez de describir la desgracia de
los malvados, canta su bienestar escandaloso, que los amigos intentan negar: “¿Por qué
siguen viviendo los malvados, envejecen y aún crecen en poder? Su descendencia ante
ellos se afianza, sus vástagos se afirman a su vista. En paz sus casas, nada temen, la
vara de Dios no cae sobre ellos. Su toro fecunda sin marrar, sin abortar su vaca pare.
Dejan correr a sus niños como ovejas, sus hijos brincan como ciervos. Cantan con arpa
y cítara, al son de la flauta se divierten. Acaban su vida en la ventura, en paz
descienden al Seol” (21,7-13). Con ironía les devuelve la pelota: Si es posible gozar de
los dones de Dios sin buscar su amistad, ¿por qué rechazar el camino de los impíos que
lleva a una felicidad tan barata? Es la conclusión que ya los malvados han sacado desde
hace mucho tiempo: “Y con todo, decían a Dios: ¡Lejos de nosotros, no queremos
conocer tus caminos! ¿Qué es Sadday para que le sirvamos, qué podemos ganar con
aplacarle?” (21,14-15). Los amigos repiten el principio que les parece calmar todas las
dudas: la muerte del impío será necesariamente cruel. Pero Job sarcásticamente les
replica: “¿Cuántas veces se apaga la lámpara de los malos, irrumpe sobre ellos la
desgracia? ¿Cuántas veces les hace morir por su cólera?” (21,17).

Job, consciente de la gravedad de lo que dice, se estremece de espanto. Lo

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terrible e impresionante no es que Dios castigue al culpable, sino que no le castigue. Si
la teoría de la retribución respondiera a los hechos, sería cómoda y tranquilizadora. Si
no responde a los hechos, todo es un caos desconcertante y escandaloso. El proceder de
Dios es absurdo para la sabiduría humana y escandaloso para los hombres religiosos.
Es el misterio que inquieta y desconcierta a Jeremías al comienzo de su ministerio: “Tu
llevas la razón, Yahveh, cuando discuto contigo, no obstante, voy a tratar contigo un
punto de justicia. ¿Por qué prosperan los malvados, y son felices los traidores? Los
plantas, y enseguida arraigan, van a más y dan fruto. Cerca estás tú de sus bocas, pero
lejos de sus riñones” (Jr 12,1-2). Job, como Jeremías, contraponen el idilio de su vida
anterior, serena y llena de bendiciones, con la vida actual en la enfermedad, la
debilidad, el desprecio, sin hijos, sin fiestas ni alegría alguna. Y lo escandaloso es ver
que el malvado goza de las bendiciones de que ellos han sido privados.

Este es el enigma que pone a prueba la fe del religioso orante, sintiendo la


tentación de perder la confianza en Dios: “Por poco mis pies se me extravían, nada
faltó para que mis pasos resbalaran, porque envidiaba a los arrogantes, al ver la paz de
los impíos. No, no hay para ellos sinsabores, están sanos y está rollizo su cuerpo; no
comparten la pena de los hombres, ni son atribulados como los demás. Por eso el
orgullo es su collar, la violencia el vestido que los cubre; la malicia les rezuma de las
carnes, su corazón desborda malas ideas. Se sonríen, pregonan la maldad, hablan
altivamente de violencia; su boca se atreve con el cielo y su lengua se pasea por la
tierra” (Sal 73,2-9).

Job anticipa a Pablo que, asombrado pero con gozo, canta el misterio de la cruz,
de la muerte del inocente por los malvados: “Porque no me envió Cristo a bautizar, sino
a predicar el Evangelio. Y no con palabras sabias, para no desvirtuar la cruz de Cristo.
Pues la predicación de la cruz es una necedad para los que se pierden; mas para los que
se salvan - para nosotros - es fuerza de Dios. Porque dice la Escritura: Destruiré la
sabiduría de los sabios, e inutilizaré la inteligencia de los inteligentes. ¿Dónde está el
sabio? ¿Dónde el docto? ¿Dónde el sofista de este mundo? ¿Acaso no entonteció Dios
la sabiduría del mundo? De hecho, como el mundo mediante su propia sabiduría no
conoció a Dios en su divina sabiduría, quiso Dios salvar a los creyentes mediante la
necedad de la predicación. Así, mientras los judíos piden señales y los griegos buscan
sabiduría, nosotros predicamos a un Cristo crucificado: escándalo para los judíos,
necedad para los gentiles; mas para los llamados, lo mismo judíos que griegos, un
Cristo, fuerza de Dios y sabiduría de Dios. Porque la necedad divina es más sabia que
la sabiduría de los hombres, y la debilidad divina, más fuerte que la fuerza de los
hombres” (1Co 1,17-25).

b) ¿Se apaga la lámpara del malvado?

Con un esfuerzo de tolerancia, Job ha aceptado como hipótesis el principio


repetido por los amigos: el castigo cierto del pecador. Pero Job opone la objeción: la
experiencia dice lo contrario. La experiencia muestra todos los días la prosperidad de
los malvados. Como los amigos describen las desgracias del malvado, Job canta la
dicha del malvado. Ellos apelaban a la experiencia, él también; ellos aducían la
tradición, él aduce el testimonio de los que han viajado y observado: “¿No habéis
interrogado a los viandantes? ¿no os han pasmado los casos que refieren?” (21,29). Los
viajeros ensanchan su propia experiencia: “Hombre que ha corrido mundo sabe muchas
cosas, el que tiene experiencia se expresa con inteligencia. Quien no ha pasado pruebas

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poco sabe, quien ha corrido mundo posee gran destreza. Muchas cosas he visto en el
curso de mis viajes, más vasta que mis palabras es mi inteligencia” (Qo 34,9-11). Con
esta experiencia Job pregunta: “¿Por qué siguen viviendo los malvados, envejecen y
aún crecen en poder?”.

La creación y la historia son el lugar de la manifestación de Dios. Con sus


bendiciones o maldiciones Dios muestra su rostro benévolo o airado para con el
hombre. A Israel, liberado, se le promete: “Te amará, te bendecirá, te multiplicará,
bendecirá el fruto de tu seno y el fruto de tu suelo, tu trigo, tu mosto, tu aceite, las crías
de tus vacas y las camadas de tus rebaños, en el suelo que a tus padres juró que te daría.
Serás bendito más que todos los pueblos. No habrá macho ni hembra estéril en ti ni en
tus rebaños. Yahveh apartará de ti toda enfermedad; no dejará caer sobre ti ninguna de
esas malignas epidemias de Egipto que tú conoces, sino que se las enviará a todos los
que te odian” (Dt 7,13-15). Para Job se ha dado la vuelta. Dios se le muestra en la
historia, pero al revés. La palabra de Dios para el justo no se encarna en la alegría, sino
en el dolor. En cambio, los malvados, que dicen a Dios: “Apártate de nosotros, que no
nos interesan tus caminos” (21,14), tienen la felicidad en sus manos, lejos de Dios
(21,15-16): “¿Cuántas veces la lámpara de los malvados se apaga, se abate sobre ellos
la desgracia o la cólera de Dios les reparte dolores? ¿Son como paja ante el viento,
como tamo que arrebata un torbellino?” (21,17-18). La arrogancia de los malvados se
burla de los fieles, a quienes gritan en la cara: “¿qué sacamos con rezarle” (21,15).
Blasfeman, desafiando a Dios, que no responde a su desafío.

Job no acepta como válida la solución de una dilación del castigo, afirmando
que Dios le hace caer sobre sus hijos. Eso es una injusticia. Que pague el culpable
mismo: “¿Va a guardar Dios para sus hijos su castigo? ¡que le castigue a él, para que
sepa! ¡Vea su ruina con sus propios ojos, beba de la furia de Sadday! ¿Qué le importa la
suerte de su casa, después de él, cuando se haya cortado la cuenta de sus meses?”
(21,19-21).

Y tampoco es válido decir que la muerte es su castigo, pues la muerte del impío
no es una gran desgracia, dado que ya ha gozado de todas las alegrías y placeres de la
vida, mientras el desgraciado no disfruta de nada. La muerte igualadora de ricos y
pobres, dichosos y desgraciados, desmiente la doctrina de la retribución: “Hay quien
muere en su pleno vigor, en el colmo de la dicha y de la paz, repletos de grasa sus
ijares, bien empapada la médula de sus huesos. Y hay quien muere lleno de amargura,
sin haber gustado la ventura. Los dos se acuestan juntos en el polvo, cubiertos de
gusanos” (21,23-26). Lo confirma también el Eclesiastés: “El sabio tiene sus ojos
abiertos, mas el necio en las tinieblas camina. Pero también yo sé que la misma suerte
alcanza a ambos” (Qo 2,14). “Una misma suerte toca a todos, al inocente y al malvado,
al puro y al impuro, al que ofrece sacrificios y al que no los ofrece, al justo y al
pecador, al que jura como el que se recata de jurar” (Qo 9,2). Vuestros consuelos, puede
concluir Job, son pura impostura. Dejando el tono moderado, acusa a los amigos de
estar fuera de la dolorosa realidad existencial: “¡Oh, sé muy bien lo que pensáis, las
malas ideas que os formáis sobre mí! ¿Y me queréis consolar con vaciedades? ¡Pura
falacia son vuestras respuestas!” (21,27.34).

c) ¿Acepta Dios sobornos?

Los discursos de los amigos y las réplicas de Job se repiten, como se asemeja el

77
dolor de un día al del día anterior, el de una semana al de la semana pasada, pero
endureciéndose cada vez más. Elifaz, en su última intervención, insiste en sus
principios. Busca la conversión y salvación de Job. Concede que Job tiene razón al
afirmar que Dios no necesita del hombre: “¿Acaso puede serle útil a Dios un hombre?
¡Sólo a sí mismo es útil el sensato! ¿Tiene algún interés Sadday por tu justicia? ¿Gana
algo con que seas intachable?” (22,2-3). Para la Escritura no es importante el
conocimiento que el hombre tiene de Dios, sino el conocimiento y la solicitud que Dios
tiene del hombre. Este es el gran misterio: ¿por qué Dios, creador del cielo y de la
tierra, se debe ocupar del hombre? ¿Por qué los actos de este pequeño ser son tan
importantes para Dios?

Este desinterés de Dios, que no gana nada del hombre, es para Elifaz la garantía
de su imparcialidad, de su justicia: “¿Acaso por tu piedad él te corrige y entra en juicio
contigo? ¿No será más bien por tu mucha maldad, por tus culpas sin límite?” (22,4-5).
Elifaz, queriendo defender a Dios, en realidad coloca en el centro al hombre. Su fe es
interesada. El hombre encuentra en su virtud los bienes y en sus culpas los males. Dios
es desinteresado pero el hombre es interesado. El hombre es religioso por conveniencia,
porque ha sacado provecho y porque espera seguir sacándolo. El culto, en el que el
hombre intenta aprovecharse de Dios, es intento de soborno, contra lo que previene el
Eclesiástico: “No lo sobornes, porque no lo acepta, no confíes en sacrificios injustos”
(Si 35,1). Es vana la pretensión del hombre de hacer favores a Dios, para obligar a Dios
a recompensarlos. Pero, ¿no era éste el desafío de Satanás?

Elifaz, como si presidiera una liturgia penitencial, encaminada a la conversión


de Job, hace un examen de conciencia, dando por descontado los delitos de Job, que
pretende poner pleito a Dios, para probar su inocencia. Elifaz, como representante de
Dios, recoge el desafío y entabla el pleito con Job. En su homilía parece que comentara
el salmo 50, ocupando el lugar de Dios: “Escucha, pueblo mío, que hablo yo, Israel, yo
atestiguo contra ti, yo, Dios, tu Dios. No es por tus sacrificios por lo que te acuso:
¡están siempre ante mí tus holocaustos! Pero al impío Dios le dice: ¿Qué tienes tú que
recitar mis preceptos, y tomar en tu boca mi alianza, tú que detestas la doctrina, y a tus
espaldas echas mis palabras? Si a un ladrón ves, te vas con él, alternas con adúlteros;
sueltas tu boca al mal, y tu lengua trama engaño. Te sientas, hablas contra tu hermano,
deshonras al hijo de tu madre. Esto haces tú, ¿y he de callarme? ¿Es que piensas que yo
soy como tú? Yo te acuso y lo expongo ante tus ojos. ¡Entended esto bien los que
olvidáis a Dios, no sea que yo arrebate y no haya quien libre!” (Sal 50,7-8.16-22).

Desde la consideración genérica sobre la condición pecadora del hombre, Elifaz


desciende a la acusación directa de Job. Si Job es castigado por Dios es porque tiene
culpas reales y concretas: “Porque exigías sin razón prendas a tus hermanos, arrancabas
a los desnudos sus vestidos, no dabas agua al sediento, al hambriento le negabas el pan;
como hombre fuerte que hace suyo el país, y, rostro altivo, se sitúa en él, despachabas a
las viudas con las manos vacías y quebrabas los brazos de los huérfanos. Por eso los
lazos te aprisionan y te estremece un pavor súbito. La luz se hace tiniebla, y ya no ves,
y una masa de agua te sumerge” (22,6-11).

Normalmente la pena sigue a la culpa. Elifaz de la pena infligida a Job deduce


la culpa. A Dios, y a Elifaz, no se le oculta nada. Porque Dios esté en el cielo, ¿cree Job
que no lleva cuenta de sus pecados? ¿Cree que el velo de las nubes le impiden ver sus
acciones? En su carne tiene ahora las consecuencias de ellas: “¿No está Dios en lo alto

78
de los cielos? ¡Mira la cabeza de las estrellas, qué altas! Y tú has dicho: ¿Qué conoce
Dios? ¿Discierne acaso a través del nublado? Un velo opaco son las nubes para él, y
anda por el contorno de los cielos. ¿Vas a seguir tú la ruta antigua que anduvieron los
hombres perversos? Antes de tiempo fueron aventados, cuando un río arrasó sus
cimientos. Los que decían a Dios: ¡Apártate de nosotros! ¿Qué puede hacernos
Sadday?” (22,12-17).
Dios, que está en lo más alto de los cielos ve los acontecimientos más humildes
de la tierra. Rige las estrellas y atiende a lo más mínimo del mundo. Está presente y no
se deja ver; no se deja ver y sus juicios atestiguan su presencia. Sólo el impío “dice en
su corazón: Dios se olvida, tiene tapado el rostro, no ha de ver jamás” (Sal 10,11). Sólo
el malvado se pregunta: “¿Cómo va a saber Dios? ¿Se va a enterar el Altísimo?” (Sal
73,11), “el Señor no lo ve, el Dios de Jacob no se entera” (Sal 94,7). “En mí no se fijará
ni hará caso de mi conducta; si peco en secreto nadie me verá, si miento a escondidas,
¿quién se enterará? ¿Quién le informa de las obras de la justicia? ¿qué puedo esperar de
cumplir mi deber? ¡Pues la alianza está lejos! Esto piensa el ruin de corazón; el
estúpido, el perdido, que sólo piensa necedades” (Si 16,20-23; Cf 23,18). La nube vela
y manifiesta la presencia de Dios, pero nunca enturbia su mirada. Job no lo duda. Pero
Elifaz se saca esta acusación de la manga.

Para Elifaz, si Job niega la doctrina de la retribución, es porque niega el


conocimiento y providencia de Dios. En su lógica lo uno lleva a lo otro. Negar la
retribución y la providencia conducen a la conducta depravada y ésta acarrea el castigo.
Y hasta los beneficios de Dios se convierten en agravantes del pecado, al no
reconocerlos como dones de Dios ni llevar al agradecimiento: “Decían a Dios:
¡Apártate de nosotros! ¿Qué puede hacernos Sadday? Y era él quien colmaba sus casas
de bienes, aunque como malvados no contaban con él” (22,17-19). Caen en la tentación
de atribuirse a sí mismos cuanto Dios les ha dado: “Guárdate de olvidar a Yahveh tu
Dios descuidando los mandamientos, normas y preceptos que yo te prescribo hoy; no
sea que cuando comas y quedes harto, cuando construyas hermosas casas y vivas en
ellas, cuando se multipliquen tus vacadas y tus ovejas, cuando tengas plata y oro en
abundancia y se acrecienten todos tus bienes, tu corazón se engría y olvides a Yahveh tu
Dios que te sacó del país de Egipto, de la casa de servidumbre; que te ha conducido a
través de ese desierto grande y terrible entre serpientes abrasadoras y escorpiones: que
en un lugar de sed, sin agua, hizo brotar para ti agua de la roca más dura; que te
alimentó en el desierto con el maná, que no habían conocido tus padres, a fin de
humillarte y ponerte a prueba para después hacerte feliz. No digas en tu corazón: Mi
propia fuerza y el poder de mi mano me han creado esta prosperidad, sino acuérdate de
Yahveh tu Dios, que es el que te da la fuerza para crear la prosperidad, cumpliendo así
la alianza que bajo juramento prometió a tus padres, como lo hace hoy. Pero si llegas a
olvidarte de Yahveh tu Dios, si sigues a otros dioses, si les das culto y te postras ante
ellos, yo certifico hoy contra vosotros que pereceréis” (Dt 8, 11-19).

Job, según Elifaz, se ha unido a los impíos y, por ello, la ira de Dios ha caído
sobre él: “Y era él el que colmaba sus casas de bienes, aunque seguían lejos de él. Al
verlo los justos se recrean, y de ellos hace burla el inocente:¡Cómo acabó nuestro
adversario! ¡el fuego ha devorado su opulencia!” (22,18-20). Elifaz supera a Satán
respecto a Job. Satán admitía que Job daba gracias a Dios cuando de él recibía bienes.
Elifaz, en cambio, al unir a Job con los malvados, da a entender que no ha sabido
agradecer a Dios los beneficios recibidos de su mano y por eso los ha perdido. La
justicia de Dios ha triunfado y con ella su teoría. Como “justo” se alegra de la desgracia

79
de Job y se burla de su adversario.

Pero Elifaz tiene buenas intenciones. No se queda en la condena del amigo. Le


exhorta a pasar de bando. A Job le queda una salida, reconciliarse con Dios mediante
una conversión existencial. No ha terminado todo para Job, aún hay una esperanza.
Dios, que lo ha castigado con justicia, le puede perdonar con misericordia. Elifaz se lo
anuncia como mensajero suyo: “Reconcíliate con él y haz la paz: así tu dicha te será
devuelta. Recibe de su boca la enseñanza, pon sus palabras en tu corazón. Si vuelves a
Sadday con humildad, si alejas de tu tienda la injusticia, si tiras al polvo el oro, el Ofir a
los guijarros del torrente, Sadday se te hará lingotes de oro y plata a montones para ti.
Tendrás entonces en Sadday tus delicias y hacia Dios levantarás tu rostro. El escuchará
cuando le invoques, y podrás cumplir tus votos. Todo lo que emprendas saldrá bien, y
por tus caminos brillará la luz. Porque él abate el orgullo de los grandes, y salva al que
baja los ojos. El libra al inocente; si son tus manos puras, serás salvo” (22, 21-30). De
la reconciliación con Dios se seguirán todos los bienes; la conversión le conducirá a la
restauración de su situación anterior, con su cambio de conducta se ganará a Dios y
disfrutará de su amistad.

Los tres amigos proponen a Job la misma vía para recobrar la felicidad: volver a
Dios. A ello Job no se cansa de responder que nunca ha abandonado a Dios, a quien
ellos le muestran tan alejado de él. Además, ¿por qué una conversión momentánea va a
traerle la felicidad si toda una vida de honradez no ha bastado para garantizarla? Su
problema no es aceptar la conversión a Dios, sino saber qué es lo que Dios le reprocha.
Lo que aflige a Job es el silencio de Dios.

La fe de Elifaz sigue siendo utilitarista hasta el final: “Haz las paces con Dios y,
de este modo, tus rentas serán buenas” (22,21). Los bienes que promete están ligados a
unas condiciones de conducta. La conversión será la fuente de la felicidad, que Dios se
sentirá obligado a dar a Job. Job, con su atormentada fe, busca, en cambio, la felicidad
no en sí mismo, sino en el corazón de Dios. Es lo que Pablo, embajador de Dios muy
distinto de Elifaz, anuncia: “Por tanto, el que está en Cristo, es una nueva creación;
pasó lo viejo, todo es nuevo. Y todo proviene de Dios, que nos reconcilió consigo por
Cristo y nos confió el ministerio de la reconciliación. Porque en Cristo estaba Dios
reconciliando al mundo consigo, no tomando en cuenta las transgresiones de los
hombres, sino poniendo en nosotros la palabra de la reconciliación. Somos, pues,
embajadores de Cristo, como si Dios exhortara por medio de nosotros. En nombre de
Cristo os suplicamos: ¡reconciliaos con Dios! A quien no conoció pecado, le hizo
pecado por nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en él. Y como
cooperadores suyos que somos, os exhortamos a que no recibáis en vano la gracia de
Dios. Pues dice él: En el tiempo favorable te escuché y en el día de salvación te ayudé.
Mirad ahora el momento favorable; mirad ahora el día de salvación” (2Co 5,17-6,2).

La conversión tiene como término la persona de Dios, la comunión con él, y no


los bienes o dones de Dios. El deseo de Dios, invitando al hombre a volver a él, es para
ser él su lote, su heredad, como canta el salmista: “Dios es mi lote perpetuo” (Sal
73,26). La comunión con Dios es la suprema delicia (Sal 37,4). “Ahora te han visto mis
ojos”, exclamará Job satisfecho al final.

80
10. PODER Y SABIDURIA DE DIOS

a) Presencia y ausencia de Dios

Job ha expresado el deseo de entablar un juicio a Dios. Elifaz le ha ofrecido un


juicio penitencial, dando por supuesta la culpa de Job. Por la confesión y la enmienda,
Elifaz, en nombre de Dios, le ofrece un perdón generoso. Pero, con estas condiciones,
Job no acepta el juicio, porque no se reconoce culpable. El busca el juicio para probar
su inocencia frente a Dios. Sus penas no prueban su culpa, sino la culpa de Dios. La
alternativa de Elifaz, o te arrepientes y alcanzarás todos los bienes o, de lo contrario, te
alcanzará el castigo definitivo, a Job le suena a intimidación más que a oferta generosa.
La exhortación de Elifaz, en vez de convencer a Job, le excita y le empuja a oponerse a
esa idea de justicia y de Dios. Job rechaza al intermediario y busca el encuentro
personal con Dios.

Con su deseo de encontrarse con Dios, que se muestra inaccesible, Job siente
que la mano de Dios, aunque está ausente, sin aceptar el diálogo que él anhela, pesa
sobre él. Quisiera exponer a Dios sus razones o, al menos, comprender las razones de
Dios, saber qué responde a sus reclamaciones (Ha 2,1): “Todavía mi queja es una
rebelión; su mano pesa sobre mi gemido. ¡Quién me diera saber encontrarle, poder
llegar a su morada! Un proceso abriría delante de él, llenaría mi boca de argumentos.
Sabría las palabras de su réplica, comprendería lo que me dijera. ¿Precisaría gran fuerza
para disputar conmigo? No, tan sólo tendría que prestarme atención” (23,2-6). La
actitud de Job es de queja sentida, de súplica y lamentación, pero también de rebelión
interna, pues no comprende el sentido del sufrimiento, que se agrava cada día. Más que
el dolor físico le agobia el misterio incomprensible de sufrir a manos de Dios siendo
inocente. Job desea escuchar la voz de Dios, pero, ante la imposibilidad, se conforma
con que Dios escuche la defensa de su inocencia: “Reconocería en su adversario a un
hombre recto, y yo me libraría de mi juez para siempre” (23,7).

Job se siente acorralado entre la presencia y la ausencia de Dios. Sus palabras


expresan a la vez el deseo y el temor. Deseo de un encuentro con Dios cara a cara que
sirva para justificarlo; y temor de la majestad de Dios, a quien cree ofender con su
queja rebelde. Dispuesto a llenar su boca de recriminaciones, Job se prepara para el
proceso, en el que se imagina a sí mismo con los rasgos del justo, que sale limpio como
el oro tras el crisol de la prueba. En un momento tiene la certeza de que hay un lugar
donde el hombre sincero puede estar seguro de hacerse oír de Dios: “Allí abajo un
hombre honrado puede explicarse ante él y yo conseguiría mi derecho para siempre”
(23,7). Job concibe la ausencia de Dios según un esquema espacial. Piensa en una
distancia que hace a Dios inaccesible. Para él Dios no está aquí, en donde el hombre
sufre sin poder decirle su sufrimiento; está allá abajo y sólo allí sería posible el diálogo.
Allí donde Dios reside se encuentra la patria del justo. Por eso Job no deja de pensar
“en otro sitio” distinto del sufrimiento, en un encuentro personal con Dios. Su mayor
desgracia es no saber dónde buscarle (23,3); conoce a Dios, pero ignora el lugar de
Dios. Su recuerdo de Dios subyace en la búsqueda de él, pues su lejanía es la tragedia
de su vida. Pero, ¿para qué soñar que va a llegar allá abajo en donde Dios reside, si aquí
está solo, con su sufrimiento, desamparado ante la arbitrariedad del capricho de Dios
(23,13-17)? ¿De qué le sirve la inocencia si no le ha librado del decreto de Dios, ni del
temor ni de las tinieblas?

81
Job eleva al cielo su apelación como hace el piadoso salmista: “Escucha,
Yahveh, mi apelación, atiende a mi clamor, presta oído a mi plegaria, que no es de
labios engañosos. Emane de ti la sentencia, miren tus ojos la rectitud. Aunque sondees
mi corazón, visitándolo de noche, aunque me pruebes al crisol, no hallarás malicia en
mí; mi boca no miente como hacen los hombres. He guardado la palabra de tus labios,
he ajutado mis pasos a tus sendas, por tus senderos no vacilan mis pies. Yo te llamo, tú,
oh Dios, respóndeme, tiende hacia mí tu oído, escucha mis palabras, haz gala de tus
gracias, tú que salvas a los que buscan a tu diestra refugio contra los que atacan.
Guárdame como la pupila de los ojos, escóndeme a la sombra de tus alas de esos
impíos que me acosan, enemigos ensañados que me cercan. Están ellos cerrados en su
grasa, hablan, la arrogancia está en su boca. Avanzan contra mí, ya me cercan, me
clavan sus ojos para tirarme al suelo. Son como el león ávido de presa, o el leoncillo
agazapado en su guarida. ¡Levántate, Yahveh, hazle frente, derríbale; libra con tu
espada mi alma del impío, de los mortales, con tu mano, Yahveh, de los mortales de
este mundo, cuyo lote es esta vida! ¡De tus reservas llénales el vientre, que sus hijos se
sacien, y dejen las sobras para sus pequeños! Mas yo, al despertar, contemplaré tu
rostro, me saciaré de tu semblante” (Sal 17).

Job no apela a la fuerza y poder de Dios, a las que recurren los amigos, y ante la
cual Job se siente anonadado (9, 19-20;7,13-20; 13,21). Tampoco apela a su
misericordia, como hace el salmista. Job apela a la justicia y equidad de Dios, que nada
pueden contra la verdad y la justicia, contra su inocencia. Job está seguro de que, si
Dios acepta el debate, él gana la causa. El juicio de los hombres no le interesa, pues
sólo ven las apariencias. Job quiere que Dios, que todo lo ve y sabe, pues excruta el
corazón del hombre, declare públicamente su inocencia. Sólo Dios conoce el dolor y
angustia de donde brotan sus lamentos. Los hombres sólo oyen las quejas, pero no
penetran en el manantial de ellas, no pueden entenderlas, se equivocan en su juicio.
Sólo se fijan en el exterior y se equivocan como Elí, que juzgó borracha a Ana (1Sm
1,13) por sus gestos externos, mientras que ella, por la amargura de su alma, se
desahogaba ante el Señor con rostro, gestos y boca turbados.

b) Job, descentrado

Job necesita encontrar a Dios, pero Dios es desesperadamente inalcanzable. Su


pretensión es inútil, porque Dios no comparece, se esconde. Job recorre los cuatro
puntos cardinales y no lo halla: “Si voy hacia el oriente, no está allí; si al occidente, no
le advierto. Cuando le busco al norte, no aparece, y tampoco le veo si vuelvo al
mediodía. Pero él conoce todos mis pasos: ¡probado en el crisol, saldré oro puro! Mi
pie se ha adherido a su paso, he guardado su ruta sin desvío; no me he apartado del
mandato de sus labios, he albergado en mi seno las palabras de su boca” (23,8-12).
Girando los cuatro horizontes el hombre no encuentra a Dios en el cosmos. Y si Dios
no responde al hombre angustiado es vana su presencia en el mundo. Job, centro de los
cuatro puntos cardinales, se siente descentrado en su existencia.

Convencido de su inocencia, Job necesita que Dios la selle. Si no encuentra a


Dios, se pierde a sí mismo y pierde el mundo. Sólo encuentra su soledad. El salmista,
acosado por Dios lo mismo que Job, hace la experiencia opuesta: “No está aún en mi
lengua la palabra, y ya tú, Yahveh, la conoces toda; me aprietas por detrás y por
delante, y tienes puesta sobre mí tu mano. Ciencia misteriosa es para mí, demasiado
alta y no puedo alcanzarla. ¿A dónde iré yo lejos de tu espíritu, a dónde de tu rostro

82
podré huir? Si escalo los cielos, allí estás tú, si me acuesto en el seol, allí te encuentro.
Si tomo las alas de la aurora y vuelo hasta el confín del mar, allí me alcanzará tu mano,
me agarrará tu diestra. Si digo que me cubra al menos la tiniebla, y la noche sea en
torno a mí un ceñidor, ni la misma tiniebla es tenebrosa para ti, y la noche es luminosa
como el día. Porque tú mis riñones has formado, me has tejido en el vientre de mi
madre. Yo te doy gracias por tantas maravillas: soy un prodigio, prodigios son tus
obras. Mi alma conocías cabalmente, y mis huesos no se te ocultaban, cuando era
formado en lo secreto, tejido en las honduras de la tierra. Mi embrión veían tus ojos; en
tu libro están inscritos todos los días que me han sido señalados, aún antes de que
existiera uno solo de ellos” (Sal 139).

Job, también cuajado por Dios en el seno de su madre (10,8-9), ha conocido la


presencia envolvente de Dios. Huellas, camino, mandatos y palabras de Dios han
llenado el horizonte de su vida, que ahora está vacío. “Mis pasos eran firmes en tus
sendas y no vacilaron mi pies” (Sal 17,5). ¿Dónde le ha conducido su camino de
fidelidad a Dios, si ahora no lo encuentra en ninguna parte? Probado al fuego, no sólo
se ha quedado sin escorias, sino sin Dios, sin amigos y sin su persona. Sin encontrar a
Dios, a Job no le queda más que el terror y la desolación: “Mas él decide, ¿quién le
hará retractarse? Lo que su alma ha proyectado lo lleva a término. Así ejecutará mi
sentencia, como tantas otras decisiones suyas. Por eso estoy, ante él, horrorizado, y
cuanto más lo pienso, más me espanta. Dios me ha enervado el corazón, Sadday me ha
aterrorizado. Pues no he desaparecido en las tinieblas, pero él ha cubierto de oscuridad
mi rostro” (23,13-17).

El designio de Dios es inapelable. Su palabra es irrevocable: “Lo que he ideado,


sucederá. Lo que he planeado, se cumplirá. Este es el plan tocante a toda la tierra, y ésta
la mano extendida sobre las naciones. Y si Yahveh Sebaot toma una decisión, ¿quién la
frustrará? Si él extiende su mano, ¿quién se la hará retirar?” (Is 14,24-27). Si ha
decidido hacer sufrir a Job, seguirá descargando su mano sobre él. La inapelabilidad de
la sentencia de Dios desconcierta a Job. Ve su existencia amenazada por Dios y se
estremece. A Dios, ausente en el cosmos, le encuentra presente en el terror de sus
entrañas, pues es él quien lo causa. Mejor sería su ausencia total, poder esconderse de
él en las tinieblas, pero hasta la oscuridad es luminosa para él. Mejor, pues, desaparecer
y dejar de existir.

Sin embargo, si Dios no quiere que el hombre piense que la historia es un


absurdo y que él tiene un plan es necesario que se manifieste para que sus fieles puedan
ver la historia como historia de salvación. Dios no puede mantener oculto su designio,
pues está en juego su mismo nombre. Job no es un caso aislado, sino que su situación
es la de todo hombre. Job enumera con amargura las injusticias que sufren los pobres y
que quedan sin un defensor: “¿Por qué Sadday no señala tiempos para que sus amigos
puedan contemplar sus intervenciones? Los malvados remueven los mojones, roban los
rebaños y su pastor. Se llevan el asno de los huérfanos, toman en prenda el buey de la
viuda. Los mendigos tienen que retirarse del camino, a una se ocultan los pobres del
país. Como onagros del desierto salen a su tarea, buscando presa desde el alba, y a la
tarde, pan para sus crías. Cosechan en campo ajeno, vendimian la viña del rico” (24,1-
6). Job está asustado por el misterio de los designios de Dios (23,1-7). Pero sobre todo
le inquieta el que Dios parece haber renunciado a intervenir en la historia de los
hombres. Con desdén incomprensible escandaliza a los que cuentan con él. La
indiferencia de Dios ante los sufrimientos de los campesinos oprimidos es un

83
escándalo. ¿Qué Dios es ese al que nada se le escapa de cuanto acontece a lo largo de
los tiempos humanos, pero que se calla cuando “el alma de los heridos grita pidiendo
ayuda” (24,12)?

Dios señala en la historia días en que juzga restableciendo la justicia y el


derecho. Pero cuando se difieren, el hombre se impacienta. Quisiera asistir a ellos para
gozar con la victoria de la justicia. Quisiera que las intervenciones de Dios fueran
periódicas, anunciadas. De esta manera sus fieles se serenarían, mantendrían la
esperanza en él. Pero Dios no tiene prisa, pues para él “un día es como mil años y mil
años como un día”, y deja madurar la historia por encima de toda paciencia: “Así me ha
dicho Yahveh: Desde mi morada yo contemplo sereno, como el calor ardiente al brillar
la luz, como nube de rocío en el bochorno de la siega. Pues antes de la vendimia, al
acabar la floración, cuando su fruto en cierne comience a madurar, cortará los
sarmientos con la podadera y arrancará y arrojará los pámpanos viciosos” (Is 18,4-5).
Job, desde la urgencia de su situación, quisiera acelerar el día de la intervención de
Dios, pues tiene la sensación de que Dios no se ocupa de los asuntos de los hombres o
lo hace demasiado tarde y a destiempo. Por sus dilaciones, el lobo se come el cordero,
el malvado al justo, el rico al pobre (Si 13,17-19). Despojados de sus derechos, los
pobres tienen que huir al descampado, vivir como animales salvajes, lo mismo que
Ismael: “Será un potro salvaje. El contra todos y todos contra él. Vivirá separado de sus
hermanos” (Gn 16,12) o Esaú: “En tierra estéril, sin rocío del cielo, tendrás tu morada”
(Gn 27,39), o Caín (Gn 4,14-16). Por ello, de quienes pusieron su confianza en Dios,
“unos fueron torturados, rehusando la liberación por conseguir una resurrección mejor;
otros soportaron burlas y azotes, y hasta cadenas y prisiones; apedreados, torturados,
aserrados, muertos a espada; anduvieron errantes cubiertos de pieles de oveja y de
cabras; faltos de todo; oprimidos y maltratados, ¡hombres de los que no era digno el
mundo!, errantes por desiertos y montañas, por cavernas y antros de la tierra. Y todos
ellos, aunque alabados por su fe, no consiguieron el objeto de las promesas. Dios tenía
ya dispuesto algo mejor para nosotros, de modo que no llegaran ellos sin nosotros a la
perfección” (Hb 11,35-40).

El grito de los pobres se eleva hasta el cielo que permanece sordo a sus súplicas:
“Pasan la noche desnudos, sin vestido, sin cobertor contra el frío. Calados por el
turbión de las montañas, faltos de abrigo, se pegan a la roca. Al huérfano se le arranca
del pecho, se toma en prenda al niño del pobre. Desnudos andan, sin vestido;
hambrientos, llevan las gavillas. Pasan el mediodía entre dos paredes, pisan los lagares
y no quitan la sed. Desde la ciudad gimen los que mueren, el herido de muerte pide
auxilio, ¡y Dios sigue sordo a la oración! Otros hay rebeldes a la luz: no reconocen sus
caminos ni frecuentan sus senderos. Aún no es de día cuando el asesino se levanta para
matar al pobre y al menesteroso. Por la noche merodea el ladrón. El ojo del adúltero
espía el crepúsculo: Ningún ojo - dice - me divisa, y cubre su rostro con un velo. Las
casas perfora en las tinieblas. Durante el día se ocultan los que no quieren conocer la
luz. Para todos ellos la mañana es sombra, acostumbrados a los miedos de las tinieblas”
(24,7-17).

El reino de las sombras acoge y encubre asesinatos, robos y adulterios. Parece


que Dios no vigila la oscuridad. En realidad, día y noche se suceden las injusticias y
Dios, en la frontera de ambos reinos, no interviene. Los malvados huyen de la luz y ven
con claridad; aman las tinieblas del error y se sienten resplandecientes; caminan a
oscuras y no tropiezan; andan sin estrella que les guíe y no yerran el camino de la

84
dicha. Se dicen: “La oscuridad me rodea, las paredes me encubren, nadie me ve” (Si
23,18). “Traman iniquidades en su lecho y al amanecer las ejecutan, porque tienen
poder” (Os 2,1). Los malvados quizás sean castigados, pero, mientras tanto, poseen
licencia plena para perpetrar sus crímenes. Aunque sólo dispongan del territorio de las
tinieblas, ese territorio les pertenece y dominan en él con absoluta libertad. Partiendo de
su experiencia personal absurda, Job se hace voz de todos los pobres de la tierra, y
lanza su desafío a Dios y a los amigos: “¿No es así? ¿quién me puede desmentir y
reducir a nada mi palabra?” (24,25).

c) Dios, Señor del cosmos

Dios no responde. Con un himno a la grandeza intocable e infinita de Dios, en


contraste con la pequeñez del hombre, Bildad responde a Job: “Es soberano de temible
fuerza el que hace reinar la paz en sus alturas. ¿Puede contar alguien sus tropas?
¿Contra quién no se alza su luz? ¿Cómo un hombre será justo ante Dios? ¿Cómo puede
proclamarse puro el nacido de mujer? Si ni la luna misma tiene brillo, ni las estrellas
son puras a sus ojos, ¡cuánto menos un hombre, esa gusanera, un hijo de hombre, ese
gusano!” (25,2-6). Como Bildad no tiene argumentos para responder al desafío de Job,
se enfrenta a él con toda su pasión, alabando la grandeza de Dios en contraste con la
bajeza del hombre. De este modo intenta convencer a Job de lo absurdo de su doble
pretensión: entablar un juicio a Dios y creerse inocente en sus relaciones con él. Para
ello repetirá lo ya dicho hasta la saciedad: No reconocerse culpable cuando está herido
por Dios es condenar a Dios como injusto. Algo a priori inaceptable para Bildad. Pero
eso es justamente lo que Job desea probar en su apelación a Dios.

Job ha buscado a Dios en los cuatro puntos cardinales del cosmos y no lo ha


encontrado. Bildad le muestra presente en su señorío sobre los astros, sobre las aguas
del mar y sobre las columnas de la tierra. Job ha insistido en su inocencia, y Bildad le
repite su convicción de la impureza humana. Job se rebela, Bildad le recuerda la
rebelión y derrota de los monstruos marinos, para que aprenda de ellos: “Las Sombras
tiemblan bajo tierra, las aguas y sus habitantes se estremecen. Ante él, el seol está al
desnudo, la Perdición al descubierto. El extiende el Septentrión sobre el vacío, sobre la
nada suspende la tierra. El encierra las aguas en sus nubes, sin que bajo su peso
revienten las nubes. El encubre la cara de la luna llena, desplegando sobre ella su
nublado. El trazó un cerco sobre la haz de las aguas, hasta el confín de la luz con las
tinieblas. Se tambalean las columnas del cielo, presas de terror a su amenaza. Con su
poder hendió la mar, con su destreza quebró a Ráhab. Su soplo abrillantó los cielos, su
mano traspasó a la Serpiente Huidiza” (26,5-13).

Bildad comienza presentando la visión celeste de poder y calma, que infunde


temor y paz. La paz es fruto del orden que Dios impone en la confusión. La paz sigue a
la obediencia a Dios: “Alzad a lo alto los ojos y ved: El hace salir por orden al ejército
celeste, y a cada estrella la llama por su nombre. Gracias a su poder y al vigor de su
fuerza no falta ni una” (Is 40,26). Es Dios quien rige los astros. La luna está creada en
función del hombre, no para iluminar a Dios, que habita en una luz inaccesible. Si lo
que es tan grande no cuenta nada, ¿quién se cree el hombre? La mirada desciende del
cielo a la tierra. Y mirando desde el cielo se descubre la pequeñez del hombre (Is 42,22;
Sal 8), que no es más que un gusano en su gusanera: “El hombre no es como Dios, pues
no es inmortal ningún hijo de hombre. ¿Qué hay más luminoso que el sol? Con todo, se
eclipsa. Dios pasa revista al ejército de los cielos, cuánto más a los hombres de polvo y

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ceniza” (Si 17,30-32). Cielo y tierra piden puntos de apoyo, y no hay fuera de ellos más
que nada y vacío. Dios es quien los sostiene. El Océano y sus monstruos marinos se
agitan y rebelan, rehusando el orden, Dios los domina. Y si alardean de solidez las
columnas del cielo o la luna llena, Dios hace temblar a las primeras y oscurece y hace
menguar a la otra.

Maravilloso es el actuar de Dios al formar las nubes y la lluvia. Con intuición


de poeta lo describe fray Luis de León: “La tierra es seca de suyo y el sol, que la rodea
y mira, siempre la seca. Así, para refrigerio y sustento de quienes viven en ella, fue
necesario que fuese regada. Para ello ordenó Dios que el agua subiese a lo alto y se
espesase en nubes encima del aire y, luego, otra vez se derritiese en ella y cayese en
forma de lluvia, para que las nubes defendiesen del sol y la lluvia regase y humedeciese
la tierra. Y al no ser posible que el agua, más pesada que el aire, se pusiese sobre él,
Dios halló la forma de adelgazarla y aliviarla en vapores. Y al sol, que secaba y
agostaba la tierra, le hizo ministro para sacar de la tierra lo que la defendiese de él y la
amparase. Así el sol levanta el agua a las nubes, y las nubes, dejándola caer, mitigan y
templan el ardor del sol. Las aguas que subían sueltas y esparcidas, hechas vapores, las
recoge y las aprieta y espesa en las nubes, devolviéndolas a su propia forma y dándoles
su peso, con lo que comienzan a descender, no de golpe, sino deshechas en pequeñas
gotas. Quitándoles la ligereza, las hace pesadas, pero lo hace de tal manera que con su
peso no rasgan las nubes, sino que se cuelan y destilan por ellas”. Y como las aguas no
rompen las nubes, así la masa de agua del mar no se derrama sobre los continentes.
Estando suelto no traspasa sus límites. El mar recibe las aguas de todos los ríos y no se
desborda. Es el prodigio de la sabiduría y poder de Dios.

El himno de Bildad al poder y sabiduría de Dios es magnífico, pero no da la


medida de Dios. Es mucho más lo que queda oculto. Bildad concluye: “Estos son los
contornos de sus obras, de que sólo percibimos un apagado eco. Pero el trueno de su
potencia, ¿quién lo captará?” (26,14). El universo es un milagro de equilibrio. Su voz
es potente como el trueno, pero el oído del hombre sólo logra captar su eco.

d) ¡Vive Dios, que me rehúsa mi justicia!

Job rebate con dura ironía, casi sarcástica, el discurso de Bildad. Su teología no
ofrece ninguna consolación, ningún consejo válido. Es pura exhibición de sabiduría sin
ninguna relación con su estado de sufrimiento: “¡Qué bien has sostenido al débil y
socorrido al brazo inválido! ¡Qué bien has aconsejado al ignorante, qué hábil talento
has demostrado! ¿A quién has dirigido tus discursos, y de quién es el espíritu que ha
salido de ti?” (26,2-4)

Job, débil por el sufrimiento, ignorante por la tribulación, esperaba de los


amigos una instrucción válida, un consuelo que lo reanimase. Pero describir con
palabras magníficas el poder de Dios, ¿es dar fuerzas al hombre o hacerlo sentirse más
débil? Desplegar sus conocimientos sobre el cosmos, ¿es la enseñanza que instruye o
consuela al hombre sumido en el dolor? Exaltando el poder de Dios, Bildad se ha
burlado del amigo y se ha ganado la respuesta de Job cargada de amarga ironía: Ya que
me tienes por ignorante, podías haberme instruido un poco mejor. Job, decepcionado,
se pregunta si a Bildad, y a los otros dos amigos, les inspira Dios o, más bien, Satán:
¿De quién es el espíritu que inspira sus palabras?

86
Job, contra toda esperanza de los amigos, sigue proclamando su inocencia.
Todos los discursos han sido un diálogo de sordos. Con toda solemnidad Job jura:
“¡Vive Dios, que me rehúsa mi justicia, por Sadday, que me ha amargado el alma,
mientras siga en mí mi espíritu y el aliento de Dios en mis narices, mis labios no dirán
falsedad, ni mi lengua proferirá mentira! Lejos de mí daros la razón: hasta mi último
suspiro mantendré mi inocencia. Me he aferrado a mi justicia, y no la soltaré, mi
corazón no se avergüenza de mis días. Que mi enemigo resulte culpable e injusto mi
rival” (27,2-7). El juramento redobla el peso de su declaración de inocencia.

Job defiende una vez más su inocencia, aún a costa de acusar a Dios. Satán ha
pretendido, con las pruebas, confirmar que Job sirve a Dios por interés. Los amigos han
intentado, con la tortura de promesas y amenazas, hacerle confesar su culpa. Si Job
confiesa su culpa, Dios le perdonará, lo restablecerá y todo acabará bien, incluso mejor
que antes. Si se niega a confesar, su fin será terrible. Para forzar esa confesión, los
amigos han cantado himnos a Dios, han exaltado, una y otra vez, de una manera y de
otra, la doctrina de la retribución, se han mostrado amables y duros, han soportado los
insultos y las palabras escandalosas de Job. Todo para arrancarle la confesión. Pero Job
no puede aceptar tal confesión contra la verdad. ¿Es justo el Dios que exige una
confesión falsa? Paradójicamente, Job jura por el Dios “que le niega su justicia”. Job no
reniega su fe en Dios, el Dios garante de la verdad. Job no conoce el prólogo, donde
Dios declaraba, por dos veces, la inocencia de su siervo y era incitado por Satán para
“herirlo sin motivo”. Job, sin conocer este diálogo del cielo, lo vislumbra en el fondo
de su conciencia y, por ello, se dirige a Dios, jura por él, el único que cree en él, que le
conoce de verdad, que no juzga según las apariencias, sino que ve su interior.

Los hombres, por muy religiosos que sean, no aceptan la libertad de Dios.
Siempre le ponen límites. No toleran la libertad de Dios. Debe actuar según la
definición que ellos dan de Dios. Así pretenden encerrar a Dios en la jaula de su idea de
Dios. Su deseo de certezas o su necesidad de seguridades les lleva a imaginar un Dios
inmóvil, que reacciona siempre igual, un Dios sin misterio. Pero la realidad niega esta
concepción de Dios. El creyente, que no cierra los ojos a la historia, debe confesar
irremediablemente: “Verdaderamente tú eres un Dios escondido” (Is 45,15). La justicia
divina, como la dibujan los tres amigos, responde a una idea, pero la vida la niega. La
misericordia de Dios constantemente hace saltar esa idea. Dios es padre y tiene
corazón. Ante el pecado de Israel decreta un castigo, pero su corazón le hace gritar:
“¿Cómo voy a dejarte, Efraím, cómo entregarte, Israel? ¿Voy a dejarte como a Admá, y
hacerte semejante a Seboyim? Mi corazón está en mí trastornado, y a la vez se
estremecen mis entrañas. No daré curso al ardor de mi cólera, no volveré a destruir a
Efraím, porque soy Dios, no hombre; en medio de ti yo soy el Santo, y no vendré con
ira” (Os 11,8-9). El es Dios y se salta la “justicia”, tiene misericordia con quien quiere,
como le dice a Moisés: “Yo haré pasar ante tu vista toda mi bondad y pronunciaré
delante de ti el nombre de Yahveh; pues hago gracia a quien hago gracia y tengo
misericordia con quien tengo misericordia” (Ex 33,19).

Job apela a este Dios, que actúa con libertad y que no cabe en la mente de los
tres amigos. Dios, con Job, rompe la jaula de los sabios y reivindica su transcendencia,
su libertad. Por eso, las palabras de Job, que a los oídos de los sabios suenan como
blasfemias, no son más que la expresión de la fe en Dios. Es la fe que acepta a Dios
como Creador y Señor de la historia. Es la fe que ve a Dios presente en los
acontecimientos de la vida, incluso en los más desconcertantes como el sufrimiento del

87
inocente. A este Dios causa de su sufrimiento injustificado se dirige Job. Job, sintiendo
su ausencia, ve a Dios presente en su historia, autor de ella: “Estaba yo tranquilo
cuando él me golpeó, me agarró por la nuca para despedazarme. Me ha hecho blanco
suyo: me cerca con sus tiros, traspasa mis entrañas sin piedad y derrama por tierra mi
hiel. Abre en mí brecha sobre brecha, irrumpe contra mí como un guerrero” (16,12-14).
Con todo el desgarramiento de su carne, la fe le lleva a gritarle que salga de su
ocultamiento, que se muestre y le hable. La ausencia de Dios le resulta insoportable.
Hasta el final seguirá enfrentándose con Dios sin atenerse a ningún formalismo.

Y hasta el final seguirá proclamándose inocente, sin culpa, manteniendo sus tres
recriminaciones: la injusticia de Dios, -los buenos sufren y los malos disfrutan-, su
hostilidad contra él y su silencio. Es su protesta ante Dios: ¿Cómo puedes castigar a un
justo?

e) Final del ciclo de diálogos

Ante el juramento de Job se cierra el diálogo de los amigos. Sofar, en la


hipotética reconstrucción de un discurso, que hacen los exégetas, replica repitiendo sus
amenazas para el malvado. Los tres amigos llegados para consolar a Job, uno tras otro,
no han hecho más que exacerbar el dolor de Job. Job les deja de lado para confrontarse
directamente con Dios.

Al final del triple ciclo de diálogos, podemos preguntar: Los tres amigos, que se
han presentado como sabios, ¿son realmente sabios? Sabio es quien busca una clave de
lectura de la realidad. Se enfrenta a los hechos, les interroga, busca su sentido, una
razón para vivir. El sabio no se contenta con adquirir sabiduría para sí, sino que
transmite su saber a los demás, para ayudarle a entender la realidad y a vivir con
sentido la vida. Sabio no es quien repite una lección aprendida. El sabio vive,
reflexiona sobre lo que vive, observa los hechos, descubre las constantes de la historia,
que iluminan el hilo conductor del andar del cosmos y de la historia. Así encuentra las
leyes que gobiernan la existencia; de ellas extrae las consecuencias y, de este modo,
descubre la propia vía de comportamiento y acción. El sabio no se expresa en términos
de leyes determinantes, sino que busca convencer, suscitando preguntas, de modo que
el discípulo, ayudado por los interrogantes del maestro, descubra la vía de la verdad y
de la vida, la haga suya desde dentro y no como impuesta desde fuera. Para el sabio no
tienen valor las imposiciones, sino las convicciones interiores. Por ello el sabio no
enseña comportamientos prefabricados, sino que ayuda, más bien, a hacerse las
preguntas justas para hallar las respuestas justas. La sabiduría es apelación y no ley. El
sabio no determina el actuar del otro, sino que le ayuda a colocarse en la perspectiva
justa para ver el sentido profundo de las cosas y de los hechos para vivirlos en plenitud,
en armonía con Dios y con la creación. Salomón es considerado como el sabio ideal.
Salomón es el juez que pone al desnudo los corazones, interviniendo a tiempo y
justamente. Conoce la realidad con sabiduría. Ve la realidad con verdad, no se aleja de
ella, sino que en ella descubre el designio de Dios. ¿Han hecho esto Elifaz, Bildad y
Sofar? Esperemos el juicio de Dios.

También podemos hacerle a Job una recriminación: Un justo nunca se cree


justo. En el momento en que se cree justo deja de serlo. Nadie es totalmente inocente.
Job, juzgándose justo, sospecha de todos, hasta de sus hijos, por los que ofrece
holocaustos, pensando: “Acaso mis hijos hayan pecado y maldecido a Dios en su

88
corazón” (1,5). Job en toda la historia nunca ofrece sacrificios por sí mismo. El sumo
sacerdote, en el gran día del perdón, Kippur, ofrece tres sacrificios: uno en expiación
por los pecados del pueblo, otro por los de los sacerdotes y el tercero por sus propios
pecados. Y Cristo mismo dirá: “Si yo diera testimonio de mí mismo, mi testimonio no
sería válido. Otro es el que da testimonio de mí y yo sé que es válido el testimonio que
da de mí... El Padre, que me ha enviado, es el que ha dado testimonio de mí” (Jn 5,31-
32.37). Igualmente Pablo, fiel discípulo de Cristo, confiesa: “Yo no me juzgo a mí
mismo. Pues aunque mi conciencia no me remuerde de nada, no por eso me creo
justificado. ¡Mi juez es el Señor!” (1Co 4, 3-4).

INTERLUDIO

HIMNO A LA SABIDURIA

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Ha terminado el diálogo de Job con los amigos. Los amigos no vuelven a abrir
la boca. Una voz desconocida canta la sabiduría de Dios. Con audacia relativiza las
discusiones anteriores y todo el saber humano. El hombre no conoce el camino de la
sabiduría, pues la sabiduría no se encuentra en la tierra de los vivientes. El límpido
himno a la sabiduría de Dios, inaccesible para el hombre, ofrece un juicio sobre las
discusiones precedentes y es, al mismo tiempo, un preludio de los discursos de Dios. El
misterio de Dios y el misterio del hombre se unen en la fe. Dios inaccesible en su
sabiduría conduce el mundo y al hombre por vías misteriosas, no lo deja a la deriva,
sino que lo lleva a su plenitud.

En el prólogo bíblico de la historia se proclama que la creación es “buena”. La


armonía del hombre con Dios, del hombre con la mujer, y del hombre con el cosmos es
el canto a la sabiduría de Dios, creador del cielo y de la tierra. Es el hombre, con su
pecado, quien introduce el mal en el mundo. El hombre rompe con Dios, con la mujer y
con el cosmos. El mal, en primer lugar, llama en causa al hombre y no el actuar de
Dios. El hombre tiene que comenzar por confesar su culpa (Gn 39,9; Jr 7,24; 9,13-14).
Es el juicio constante del libro de los Jueces (Ju 2,11-13). Sin embargo quedan al
margen muchas manifestaciones del mal en las que no se ve la responsabilidad del
hombre. La raíz del mal queda escondida en el misterio.

La teoría de la retribución, según la cual cada sufrimiento es sanción de una


culpa personal, llena la literatura sapiencial. Esta concepción llega hasta el Nuevo
Testamento. Los discípulos le preguntan a Jesús: “¿Quien pecó, él o sus padres, para
que naciera ciego?” (Jn 9,3). La retribución puede ser individual o colectiva, inmediata
o diferida, hasta escatológica. Pero para la literatura sapiencial el sufrimiento no es sólo
expresión de culpabilidad, sino también de la fragilidad y caducidad del hombre. Más
aún, puede ser instrumento de la pedagogía de Dios, para llamar al hombre hacia él. El
sufrimiento es una llamada de Dios a la conversión (Jr 2-4,30-31). Y en el sufrimiento
del inocente se encierra una fecundidad escondida. La “expiación vicaria” es el misterio
del dolor del Siervo de Yahveh (Is 52,13-53,12). El Siervo rompe el binomio
sufrimiento-culpa personal. El dolor del Siervo se convierte en salvación de los
culpables. Sus sufrimientos nos dan la paz, generan en nosotros el arrepentimiento y
nos alcanzan el perdón. Sus cicatrices curan nuestras heridas. Su muerte hace florecer
el misterio de fecundidad que el dolor encerraba. Los hombres liberados por el
sufrimiento del Siervo son el botín (Is 53,12) de su triunfo sobre el mal. Su vida, pasión
y muerte son sacrificio expiatorio para nosotros, su silencio se ha hecho plegaria
escuchada, su dolor nos ha justificado y reconciliado con Dios. Traspasado por nuestros
delitos, aplastado por nuestras iniquidades, nos ha salvado a nosotros. Nuestras ofensas
las ha aceptado y ofrecido en favor nuestro.

No es la razón del hombre la que puede penetrar en el misterio, es la fe la que


sostiene la confianza del hombre en Dios: “El temor del Señor es la Sabiduría, huir del
mal, la Inteligencia” (28,28). Son dos cualidades que posee Job (1,8). Puede, pues,
esperar que Dios le otorgue lo que no le han dado los amigos. El hombre, minero
incansable, con la lámpara de su mente penetra en las profundidades de la tierra en
busca de metales preciosos. El ojo de su ciencia y técnica alcanza los secretos ocultos y
preciosos que ningún otro ser logra descubrir, ni siquiera las aves de presa o las bestias
feroces (28,1-11). Pero, al final de la jornada, el hombre descubre con asombro que el
misterio profundo de la realidad se le ha escapado de las manos. Con todas sus luces

90
nunca llega a descifrar el designio global que Dios ha proyectado sobre el ser y la
historia. Cansado de sus esfuerzos, al final, siempre le queda el interrogante: “Mas la
Sabiduría, ¿de dónde viene? ¿cuál es la sede de la Inteligencia?” (28,12). Según el
Eclesiástico (c. 1) Dios crea la Sabiduría, la emplea para realizar la creación, la difunde
en sus obras y se la comunica al hombre. El Sirácida afirma también que “lo oculto es
del Señor, nuestro Dios; lo revelado es nuestro y de nuestros hijos para siempre” (Si
29,28).

Plata y oro son los metales más apreciados por el hombre, mientras que el hierro
y el bronce son los más útiles. El canto a la tierra prometida menciona el hierro y el
bronce como los metales usados para herramientas y para armas: “tierra que lleva
hierro en sus rocas y de cuyos montes sacarás bronce” (Dt 8,7-10). El hombre, con su
ciencia y su técnica, logra descubrir sus yacimientos, extraer los metales y refinarlos.
Con su luz el hombre consigue penetrar en el reino subterráneo de las tinieblas. Esta
victoria sobre las tinieblas, arrancándolas sus tesoros, es un triunfo increíble del
hombre. Como es una hazaña el que el hombre pueda descender más abajo de donde
llegan sus pies, descolgándose con cuerdas, hasta el fondo de los pozos de las minas.
De este modo, la tierra que cultivaba el labrador y “se vestía de mieses” (Sal 65,14),
con los picos de los mineros, la revuelven de abajo arriba, como si el fuego de un
volcán la estremeciera, sacando a relucir zafiros y piedras de oro. Lo invisible al buitre
y al halcón, inaccesible a las fieras, el hombre lo hace visible y accesible.

Y las montañas inconmovibles, que sólo Dios puede sacudir y desplazar (Sal
65,7;104,8), el hombre, con el pedernal de su mano, las descuaja de raíz, hendiendo las
rocas. Así, explorador de las fuentes de los ríos, “saca lo oculto a la luz”. El gozo de su
descubrimiento es el premio del esfuerzo del hombre. Pero el gozo de su hallazgo sólo
sirve como contraste de su gran decepción, pues le están cerrados los veneros de la
Sabiduría, que vale incomparablemente más que el oro y la plata (Sb 8,10-11.19...). La
Sabiduría, incomparablemente más preciosa que todos los tesoros, es patrimonio
exclusivo de Dios. Ni en la tierra ni en el mar se encuentra su yacimiento. El hombre
recorre todos los caminos en su búsqueda. Todo le habla de la sabiduría de Dios, pero
“el hombre ignora su sendero, no se le encuentra en la tierra de los vivos. El Abismo
dice: no está en mí, y el Mar: no está conmigo” (28,13-14). La búsqueda del hombre
resulta siempre infructuosa. No sabe “de dónde viene la Sabiduría ni dónde está su
yacimiento” (28,20).

Todo, por escondido que esté, se puede hallar, pero el saber de Dios, si él no lo
da, ni se halla ni se compra. Su valor excede todo precio. El mero intento de comprarla
es prueba de insensatez: “Si uno quisiera comprar el amor con todas las riquezas de su
casa, se haría despreciable” (Ct 8,7). Todo lo que el hombre conquista se devalúa en
comparación de la sabiduría. “No se puede dar por ella oro fino, ni comprarla a precio
de plata, ni evaluarla con el oro de Ofir, el ágata preciosa o el zafiro. No la igualan el
oro ni el vidrio, ni se puede cambiar por vaso de oro puro. Corales y cristal ni
mencionarlos, mejor es pescar Sabiduría que perlas. No la iguala el topacio de Kus, ni
con oro puro puede evaluarse” (28,15-19).

La sabiduría se oculta a las aves que tienen una vista privilegiada y a las fieras
que se aventuran en la espesura del bosque donde el hombre no se atreve a penetrar:
“Se oculta a los ojos de todo ser viviente, se esconde a las bestias y a los pájaros del
cielo. Muerte y Abismo dicen: Sólo de oídas conocemos su fama. Sólo Dios distingue

91
su camino, sólo él conoce su sendero, sólo él conoce su yacimiento” (28,21-23).

Sólo Dios conoce el designio total del mundo y de la historia. Sólo de Dios le
puede llegar al hombre la sabiduría, como un don gratuito. Dios la conoce y posee,
como Creador del mundo. Sólo él puede hacer al hombre partícipe de ella,
revelándosela. Por ello, sólo la fe abre al hombre las puertas del misterio, superando
todas las barreras con que ha tropezado su razón: “Sólo Dios conoce su camino, sólo él
conoce su yacimiento. Porque él otea hasta los confines de la tierra, y ve cuanto hay
bajo los cielos. Cuando dio peso al viento y aforó las aguas con un módulo, cuando a la
lluvia impuso ley y un camino a los giros de los truenos, entonces la vio y le puso
precio, la estableció y la escudriñó. Y dijo al hombre: Mira, el temor del Señor es la
Sabiduría, huir del mal, la Inteligencia” (28,23-28).

La sabiduría es celeste, es posesión de Dios. Alcanzarla depende sólo de él.


Dios, desde lo alto de los cielos, tiene un observatorio privilegiado, único, desde donde
abarca todo el universo. Por ello tiene acceso a la Sabiduría. Con ella Dios indaga,
calcula, define, establece todas las cosas con proporción y orden. Al hombre sólo le
queda: “Aplicar su corazón, yendo muy de mañana donde el Señor, su Creador, rezar
ante el Altísimo, abriendo su boca en oración. Y si el Señor quiere le llenará del espíritu
de inteligencia, derramará sobre él, como lluvia, las palabras de su sabiduría” (Si 39,5-
6). Salomón nos ha dejado una oración suya pidiendo esta sabiduría (Sb 9), después de
decirnos: “Comprendiendo que no podría poseer la Sabiduría si Dios no me la daba, -y
ya era un fruto de la prudencia saber de quién procedía esta gracia- recurrí al Señor y se
la pedí. Dije con todo mi corazón: Contigo está la Sabiduría que conoce tus obras, que
estaba presente cuando hacías el mundo, que sabe lo que es agradable a tus ojos, y lo
que es conforme a tus mandamientos. Envíala de los cielos santos, mándala de tu trono
de gloria para que a mi lado participe en mis trabajos y sepa yo lo que te es agradable,
pues ella todo lo sabe y entiende. Ella me guiará prudentemente en mis empresas y me
protegerá con su gloria” (Sb 8,21; 9,9-11).

El canto, aunque afirme que la sabiduría de Dios es inaccesible al hombre, no


acalla la voz de Job. Hay un camino abierto para el hombre. Para el hombre la sabiduría
está en el temor de Dios, es decir, en su actitud reverencial ante Dios, lo que implica a
la vez obediencia y amor. La sabiduría de Dios está siempre más allá del alcance del
hombre, pero hay una sabiduría más humilde hecha a su medida: el temor de Dios.
Afirmar sin más el carácter inaccesible de la sabiduría no tendría ningún sentido si el
hombre, limitado y pecador, no supiera que Dios le ha revelado el camino para
alcanzarla. Así la sabiduría de Dios y la sabiduría del hombre, la revelación de Dios y
la respuesta de fe del hombre entablan un diálogo entre sí. De este modo, el interludio
de este capítulo concluye el diálogo de Job y sus amigos y abre el camino hacia el
diálogo entre Job y Dios.

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EL ENFRENTAMIENTO DE JOB Y DIOS

1. LA GRAN APELACION DE JOB

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a) Las aguas de la historia

El diálogo de Job y los amigos se ha concluido sin llegar a ninguna solución. El


canto lírico a la sabiduría de Dios es el epitafio de la sabiduría humana. Job hace
tiempo que busca un nuevo interlocutor, con quien entablar un diálogo nuevo, de otro
orden. Es el diálogo con Dios. Job ha experimentado una profunda soledad en presencia
de los amigos. Esa soledad se ha ido ahondando cada vez más en la medida en que los
amigos con sus discursos se alejaban de él. Las palabas de los amigos, que llegaron con
la intención de consolarle, han discurrido al margen de su experiencia. Si han servido
de algo ha sido sólo para provocar y exacerbar su reacción, para obligarlo a aclararse a
sí mismo. Ahora, a solas consigo, sin olvidar a su oculto interlocutor, deja brotar de su
corazón las aguas dulces y amargas de toda su vida, los gozos y tristezas que llenan su
existencia hasta desbordarse por sus labios.

Job, desde el fondo de su dolor, descubre su contingencia, su carácter de


criatura. Por encima de la cabeza de los amigos, Job habla a Dios, que intencionalmente
lo ha sacado de la nada, no ha cerrado las puertas del seno materno. El sufrimiento de
Job se agudiza porque no es neutro, sino que es infligido por Dios, que “se encarniza
con él” (30,21), “le persigue, le caza, multiplica sus proezas contra él, renueva sus
ataques, redoblando su cólera contra él, lanzando sus tropas contra él” (10,16-17). Job
siente la mirada de Dios sobre él, vigilando todos sus pasos (14,16) y pecados (14,16).
“¡Centinela atento del hombre” (7,20), Dios, “clava sus ojos abiertos” (14,3) sobre él,
“pone lazos a sus pies, vigila todos sus pasos y examina sus huellas” (13,27), “indaga
su culpa y examina su pecado” (10,6), “le ha hecho blanco de sus flechas” (7,20;16,12).
Job no puede más, pide una tregua (10,20): “¿Qué es el hombre para que le des tanta
importancia, para que te ocupes de él, para que le pases revista por la mañana y lo
examines a cada momento? Aparta de mí tu vista, déjame respirar” (7,17-19). El dolor
es la Palabra de Dios que interpela al hombre, le busca al límite de Yaboc, para que se
abrace a Dios en el combate cuerpo a cuerpo. Aunque el hombre pierda en el combate y
salga cojeando, esa es su victoria: se ha encontrado con Dios. Ese era su deseo: “¡Ojalá
supiera cómo encontrarlo, cómo llegar hasta su morada!” (23,3). La exigencia de
encontrar a Dios es imperiosa, febril. Con sus quejas y desafíos Job pretende forzar a
Dios a presentarse y a hablarle.

Dejando, pues, de lado a los amigos, Job queda solo en el escenario. Dios aún
no aparece. La ausencia y el silencio de Dios se hacen tan densos, que le hacen
presente, aunque invisible. Ante el Dios ausente y en silencio, Job abre sus labios en un
largo monólogo, en el que desgrana sus recuerdos, penas y protestas de inocencia. Al
final, Dios sale de su ocultamiento, irrumpe desde lo alto, en una magnífica teofanía,
aceptando discutir con Job. Job, asombrado, se queda con la boca cerrada y sólo la abre
para confesar su derrota y su triunfo. Confiesa su nada ante Dios y su alegría de haber
hecho hablar a Dios. Ha oído su voz y le ha visto. Esa es su victoria. Victoria retardada
por la irrupción inoportuna de Elihú, que alarga la espera de la respuesta de Dios. De
momento es Job quien se desahoga en su amplio lamento.

En el esquema tridimensional de los salmos de lamentación, que unen en la


súplica pasado, presente y futuro, Job evoca con nostalgia y melancolía su pasado feliz,
cuando Dios se le mostraba como amigo (c. 29), eleva la elegía sobre su trágico estado
presente (c. 30), mientras proyecta la esperanza en la intervención futura de Dios,

94
liberándole y justificándole (c. 31). Si el himno a la sabiduría nos ha conducido por
océanos y minas subterráneas, por los cielos y por las entrañas de la tierra, ahora el
gran salmo de Job nos conduce por otro continente, el de su historia y el de su mente,
con sus vacíos y áreas mudas, llenas de corrientes y meandros oscuros y también con
sus fulgores sorprendentes.

b) Memorial del pasado

Job abre su biografía evocando con nostalgia su pasado feliz. “Recordando


otros tiempos derramo mi alma dentro de mí” (Sal 41, 5): “¡Quién me hiciera volver a
los días de antaño, aquellos días en que Dios velaba sobre mí, cuando su lámpara
brillaba sobre mi cabeza, y yo caminaba a su luz por las tinieblas; aquellos días de mi
otoño, cuando Dios vallaba mi tienda, cuando Sadday estaba conmigo, y me rodeaban
mis hijos, cuando mis pies se bañaban en leche, y la roca destilaba regatos de
aceite!”(29,2-6). El bienestar de Job radicaba sobre todo en la amistad de Dios, que
velaba sobre él para protegerlo, y no como ahora que le vigila para no pasarle una.
Entonces la cercanía de Dios, íntimo de su tienda, “con quien le unía una dulce
intimidad” (Sal 55,15), le llenaba de bendiciones. Dios sostenía en alto la lámpara de su
palabra (Sal 119,105) para que no tropezaran sus pasos. Dios mismo era “mi lámpara,
que alumbraba mis tinieblas” (2Sm 22,29). Su “luz me hacía ver la luz” (Sal 36,10),
mientras ahora me cercan las tinieblas. El otoño de su vida, momento de plenitud, de
disfrutar de la cosecha, era la estación de la fecundidad anhelada y alcanzada.

La bendición de Dios se manifestaba en la vida familiar, en el prestigio y


autoridad en su vida pública y en la fama de hombre generoso. Su fama se extendía por
toda la región: “Si yo salía a la puerta que domina la ciudad y colocaba mi asiento en la
plaza, se retiraban los jóvenes al verme, y los viejos se levantaban y quedaban en pie.
Los notables cortaban sus palabras y ponían la mano en su boca. La voz de los jefes se
ahogaba, su lengua se pegaba al paladar. Oído que lo oía me llamaba feliz, ojo que lo
veía se hacía mi testigo” (29,7-11). La bendición de Dios le otorgaba un puesto de
honor en las asambleas públicas, a la puerta de la ciudad: “Aclamadlo en la asamblea
del pueblo, alabadlo en el consejo de los ancianos” (Sal 107,32). Job gozaba del
prestigio deseado por Salomón: “gracias a ella tendré gloria en la asamblea, y, aunque
joven, me honrarán los ancianos. Apareceré agudo en el juicio y seré admirado en
presencia de los poderosos. Si callo, esperarán; si hablo, prestarán atención; si me
alargo hablando, pondrán la mano en su boca” (Sab 8,10-12). Job, en medio del
desamparo actual, sueña y añora el aplauso de sus antiguos oyentes, en contraste con la
actitud de los amigos. Sin alabarse se alaba a sí mismo ante ellos.

Job gozaba de prestigio en la puerta de la ciudad. Era estimado por notables y


jefes, ancianos y jóvenes, porque a todos indicaba el camino recto de la vida: “Me
escuchaban ellos con expectación, callaban para oír mi consejo. Después de hablar yo,
no replicaban, y mi palabra caía sobre ellos gota a gota. Me esperaban como a la lluvia,
abrían su boca como a lluvia tardía. Si yo les sonreía, no querían creerlo, y la luz de mi
rostro no dejaban perderse. Les indicaba el camino y me ponía al frente, me asentaba
como un rey en medio de su tropa, y por doquier les guiaba a mi gusto” (29,21-25). El
rostro luminoso de Job, expresión de su benevolencia, serenaba (Si 8,1), comunicaba
vida (Prov 16,15), como destello de la bondad de Dios: “Yahveh te bendiga y te guarde,
ilumine su rostro sobre ti y te sea propicio; Yahveh te muestre su rostro y te conceda la
paz” (Nm 6,25; Sal 4,7). Su conducta era camino de vida abierto para los demás.

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El manantial de su indiscutible felicidad y prestigio era su justicia y
misericordia con el pobre, el huérfano y la viuda, el oprimido, el desconocido e incluso
el condenado. El ciego y el cojo encontraban en él luz y apoyo en su camino: “Pues yo
libraba al pobre que clamaba, y al huérfano que no tenía valedor. La bendición del
moribundo subía hacia mí, el corazón de la viuda yo alegraba. Me había puesto la
justicia, y ella me revestía, como manto y turbante, mi derecho. Era yo los ojos del
ciego y del cojo los pies. Era el padre de los pobres, examinaba la causa del
desconocido. Quebraba los colmillos del inicuo, arrancaba su presa de entre sus
dientes” (29,12-17). La honradez de Job, reconocida por Dios en el prólogo, se
manifestaba en sus obras de misericordia a favor de todos los indigentes.

Job encarnaba el ideal del rey: “Porque él librará al pobre suplicante, al


desdichado y al que nadie ampara; se apiadará del débil y del pobre y salvará la vida de
los pobres” (Sal 72,12-13). Como en él, las insignias de Job eran la justicia, la
misericordia y la verdad: “La justicia será el ceñidor de su cintura, la verdad el cinturón
de sus flancos” (Is 11,5). Pablo describe el uniforme distintivo de los cristianos, de un
modo parecido: “Revestíos, pues, como elegidos de Dios, santos y amados, de entrañas
de misericordia, de bondad, humildad, mansedumbre, paciencia, soportándoos unos a
otros y perdonándoos mutuamente, si alguno tiene queja contra otro. Como el Señor os
perdonó, perdonaos también vosotros. Y por encima de todo esto, revestíos del amor,
que es el vínculo de la perfección” (Col 3,12-14). El vestido es expresión de la persona.

Lo que Job recibía de Dios, luz y camino, lo ofrecía a los necesitados, por lo
que recibía un título perteneciente a Dios: “padre de huérfanos y defensor de viudas”
(Sal 68,6), que aconseja a sus fieles seguir sus huellas: “No rechaces al suplicante
atribulado, ni apartes tu rostro del pobre. No apartes del mendigo tus ojos, ni des a
nadie ocasión de maldecirte. Pues si maldice en la amargura de su alma, su Hacedor
escuchará su imprecación. Hazte querer de la asamblea, ante un grande baja tu cabeza.
Inclina al pobre tus oídos, responde a su saludo de paz con dulzura. Arranca al
oprimido de manos del opresor, y a la hora de juzgar no seas pusilánime. Sé para los
huérfanos un padre, haz con su madre lo que hizo su marido. Y serás como un hijo del
Altísimo; él te amará más que tu madre” (Si 4,4-10).

Job, hombre justo y feliz, se abandonaba a la esperanza de un futuro pleno de


paz y tranquilidad: “Y me decía: anciano moriré, tras días incontables como la arena.
Mis raíces alcanzaban hasta las aguas y el rocío se posaba de noche en mi ramaje. Mi
gloria se renovaba en mí, y mi arco reforzaba su fuerza en mi mano” (29,18-20). Job
soñaba una muerte como la de los patriarcas: “Abraham expiró y murió en buena
ancianidad, viejo y lleno de días, fue a juntarse con los suyos” (Gn 25,8). “Isaac expiró
y murió, fue a reunirse con los suyos, anciano y lleno de días. Le sepultaron sus hijos
Esaú y Jacob” (Gn 35,29). “Y habiendo acabado Jacob de hacer sus encargos a sus
hijos, recogió sus piernas en el lecho, expiró y se reunió con los suyos” (Gn 49,33).
Job, plantado junto a corrientes de agua, regado por la benevolencia de Dios, no temía
la sequedad de la vejez. El se decía: “El justo florece como la palmera, crece como un
cedro del Líbano. Plantado en la Casa de Yahveh, da flores en los atrios de Dios
nuestro. Todavía en la vejez seguirá dando fruto, se mantendrá fresco y lozano, para
anunciar lo recto que es Yahveh: mi Roca, no hay falsedad en él” (Sal 92,13-16).

96
c) La cruz del presente

La evocación que hace Job de su felicidad le traiciona. Su yo emerge como


centro del mundo. Job es el objeto privilegiado de las atenciones de Dios, es la fuente
de todo bien para los demás. Job se reviste a sí mismo de generosidad, de poder, de
influencia y de prestigio. Aunque no olvide atribuir a Dios sus méritos, todo gira en
torno a la gloria de Job. Dios mismo está a su servicio. Enumerando sus méritos ha
revelado también su secreto orgullo. El justo nunca se sitúa ante Dios como
irreprochable. Herido en su orgullo le resulta más insoportable la prueba del momento
presente. Sintiéndose justo reclama el derecho a una recompensa que se le niega:
“Esperaba la felicidad y ha venido la desgracia; aguardaba la luz y ha venido la
tiniebla” (30,26).

El sueño de Job se rompe con la miseria de su estado actual. El presente es la


negación de su esperanza. La ilusoria confianza de un futuro sereno y una muerte
tranquila en medio de los suyos queda truncada: “Yo en mi paz pensaba muy seguro:
Jamás vacilaré. Yahveh, con tu favor, me afianzabas sobre una cima inexpugnable; pero
escondiste tu rostro y quedé desconcertado” (Sal 30,7-8). Del corazón de Job brota la
amarga elegía de su lamentación. Dios, centro y fuente de su esperanza, se ha
transformado en la raíz de su ruina. Job ni le nombra. La tercera persona de los verbos
hacen de él como una fuerza anónima, hostil y escondida, que le persigue y aplasta.
Más tarde Job le identifica y le interpela en segunda persona. La humillación presente
se contrapone al prestigio pasado; la enemistad y abandono actual, a la estima y afecto
de antes; el sufrimiento corporal y la angustia interior, al bienestar y felicidad
anteriores.

Job al presente se siente humillado. El, el justo y estimado, está circundado de


los malvados, vagos y maleantes, que lo desprecian y se burlan de él: “Mas ahora se
ríen de mí los que son más jóvenes que yo, a cuyos padres no juzgaba yo dignos de
mezclar con los perros de mi grey. Aun la fuerza de sus manos, ¿para qué me servía?;
había decaído todo su vigor, agotado por el hambre y la penuria. Roían las raíces de la
estepa, lugar sombrío de ruina y soledad. Recogían armuelle por los matorrales, eran su
pan raíces de retama. De entre los hombres estaban expulsados, tras ellos se gritaba
como tras un ladrón. Moraban en las escarpas de los torrentes, en las grietas del suelo y
de las rocas. Entre los matorrales rebuznaban, se apretaban bajo los espinos. Hijos de
abyección, sí, ralea sin nombre, echados a latigazos del país. ¡Y ahora soy yo la copla
de ellos, el blanco de sus chismes! Horrorizados de mí, se quedan a distancia, y sin
reparo me escupen a la cara” (30,1-10).

Job, antes honrado por hombres nobles, que lo reconocían como jefe
indiscutible, y por los pobres, que lo bendecían como bienhechor, ahora se encuentra
despreciado por hombres viles, que merodean por las afueras de la ciudad, donde Job,
golpeado por la enfermedad ha ido a parar. Muchachos y chiquillos se burlan de él, le
desprecian e insultan. En los oídos de Job resuenan las palabras de desprecio que
Nabal, el necio, como indica su nombre, dirige a David: “¿Quién es David y quién es el
hijo de Jesé? Abundan hoy en día los siervos que huyen de sus señores. ¿Voy a tomar
acaso mi pan y mi vino y las reses que he sacrificado para los esquiladores y se las voy
a dar a unos hombres que no sé de dónde son?” (1Sm 25,10-11). Dios ha aflojado la
cuerda que sostenía la tienda de Job y nadie le respeta. Sin pudor alguno le insultan y
atacan. Todos se aprovechan de su debilidad: “Porque él ha soltado mi cuerda y me

97
maltrata, ya tiran todo freno ante mí. Una ralea se alza a mi derecha, exploran si me
encuentro tranquilo, y abren hacia mí sus caminos siniestros. Mi sendero han destruido,
para perderme se ayudan, y nada les detiene; como por ancha brecha irrumpen, se han
escurrido bajo los escombros” (30,11-14).
Con Dios a su derecha, antes, Job no vacilaba (Sal 16,8). Pero Dios ha dejado
inerme a su aliado y ha dado la señal de asalto al enemigo. Job se siente aterrorizado
ante el enemigo, que le persigue sin tregua y en forma misteriosa. En el fondo de su ser
se ve consumido, como un cadáver. Su mente se siente invadida de terrores, sin que
pueda librarse de ellos. La felicidad se ha evaporado como una nube. La noche no es
reposo, sino presagio de la muerte: “Los terrores se vuelven contra mí, como el viento
mi dignidad es arrastrada; como una nube ha pasado mi ventura. Y ahora en mí se
derrama mi alma, me atenazan días de aflicción. De noche traspasa el mal mis huesos,
y no duermen las llagas que me roen. Con violencia agarra él mi vestido, me aferra
como el cuello de mi túnica. Me ha tirado en el fango, soy como el polvo y la ceniza”
(30,15-19). El dolor le atenaza, día y noche le tortura. Sobre todo de noche, cuando el
dolor le envuelve y le penetra, como asaltado por el enjambre de animales roedores que
la noche cobija. En la soledad y el silencio de la noche la sensación del dolor se
exacerba. La noche se hace presagio de la muerte que ya ha hecho presa de su cuerpo
para no soltarlo. Fango, polvo y ceniza son ya los precursores de la muerte.

Y lo peor de todo es que Dios, antes tan cercano y familiar, se ha vuelto contra
él, está detrás de las burlas y desprecio, mueve la persecución contra él, es el causante
de sus penas y dolores. La hostilidad de Dios es la causa de todas sus desgracias. Dios
se ha aliado con todas las fuerzas del cosmos para destruirle. No escucha ni sus súplicas
ni sus protestas. Está mudo e indiferente ante su sufrimiento. Dios se ha convertido en
su adversario. Job, encarándose con Dios, le interpela directamente, como responsable
de la situación actual: “Grito hacia ti y tú no me respondes, me presento y no me haces
caso. Te has vuelto cruel para conmigo, tu mano vigorosa se ceba en mí. Me llevas a
caballo sobre el viento, me zarandeas con la tempestad. Pues bien sé que me conduces a
la muerte, al lugar de cita de todo ser viviente” (30,20-23). A caballo, en alto, Dios
expone a Job a toda la furia del huracán. Expuesto a la vehemencia de Dios, el hombre
es sacudido, derribado a tierra con la violencia de la tormenta. ¡Terrible cercanía de
Dios, que hace cabalgar al hombre sobre el viento, el carro con que Dios se desplaza!

Job, más tarde, comprenderá que en la tempestad Dios se le hace presente,


palpable, audible. La agitación tormentosa, que conmueve todo su ser, no es más que la
invitación de Dios a volar con él en un viaje divino. Un día bendecirá a Dios por ello:
“¡Alma mía, bendice a Yahveh! ¡Yahveh, Dios mío, qué grande eres! Vestido de
esplendor y majestad, arropado de luz como de un manto, tú despliegas los cielos lo
mismo que una tienda, levantas sobre las aguas tus altas moradas; haces de las nubes tu
carro y te deslizas sobre las alas del viento” (Sal 104,3). Ahora Job sólo ve que Dios
“por su cólera e indignación, le ha alzado en vilo y lo ha arrojado en el polvo” (Sal
102,11). Dios devuelve lo suyo a la tierra, el hombre de polvo al polvo: “Tú reduces al
polvo a los hombres, diciendo: ¡Tornad, hijos de Adán!” (Sal 90,3), “escondes tu rostro
y se anonadan, les retiras el soplo, y expiran y retornan a ser polvo” (Sal 104,29). La
muerte es el lugar de cita para todos los hombres: “Una generación se va y otra
generación viene”, pero “todos caminan al mismo lugar, todos vienen del polvo y todos
vuelven al polvo” (Qo 1,4; 3,20; Cf Ez 32,16-31).

Dios ha querido ser el guardián del hombre (7,20) para salvarlo y no para espiar

98
sus actos y gestos, pues ha hecho a Job objeto de su gracia (hesed) (10,12). Dios no
puede destruir lo que ha amado. ¿De qué le serviría al hombre verse amado por Dios, si
no es para siempre? ¿Sería divino el hesed si fuera sólo provisional, mientras la muerte
es definitiva? (30,23). El grito de Job es el grito de todo hombre, que interpela a Dios
desde el dolor: “¿Por qué, oh Dios, me has abandonado? ¿Hasta cuándo, Dios mío?
¿Por qué retraes tu mano izquierda? (Sal 74,1.10-11). El grito de Job llega hasta el grito
de Cristo en la cruz: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mt 27,46).

Job, ahagándose en el mar de la muerte, grita pidiendo auxilio, pero nadie le


tiende la mano, nadie escucha su grito: “Y sin embargo, ¿he vuelto yo la mano contra el
pobre, cuando en su angustia reclamaba justicia? ¿No he llorado por el que vive en
estrechez? ¿no se ha apiadado mi alma del mendigo? Yo esperaba la dicha, y llegó la
desgracia, aguardaba la luz, y llegó la oscuridad. Me hierven las entrañas sin descanso,
me han alcanzado días de aflicción. Sin haber sol, ando renegrido, me he levantado en
la asamblea, sólo para gritar. Me he hecho hermano de chacales y compañero de
avestruces. Mi piel se ha ennegrecido sobre mí, mis huesos se han quemado por la
fiebre. ¡Mi cítara sólo ha servido para el duelo, mi flauta para la voz de plañidores!”
(30,24-31). La mano tendida, en espera de auxilio, ha quedado sin respuesta. La
esperanza ha sido vana, lo mismo que la de los malvados: “Esperábamos la luz, y hubo
tinieblas, la claridad, y anduvimos en oscuridad. Palpamos la pared como los ciegos y
vacilamos como los que no tienen ojos. Tropezamos al mediodía como si fuera al
anochecer, y habitamos entre los sanos como los muertos. Todos nosotros gruñimos
como osos y zureamos sin cesar como palomas. Esperamos el derecho y no hubo, la
salvación, y se alejó de nosotros” (Is 59,9-11). Acosado por dentro y por fuera, Job no
puede refugiarse en su interior ni esperar la liberación en un futuro inmediato. Más bien
se le viene encima un futuro trágico. Ya planean sobre él chacales y avestruces.

d) La esperanza del futuro

Job apela a Dios contra Dios. Jura ante Dios “que ve los caminos y cuenta los
pasos”. Ante Dios examina su conducta y no encuentra falta alguna. Bajo juramento se
declara inocente. El juramento ante Dios, cuya “sublimidad teme y respeta”, es la
prueba de su sinceridad. El ni siquiera ha puesto sus ojos sobre una virgen: “Había
hecho yo un pacto con mis ojos, y no miraba a ninguna doncella. Y ¿cuál es el reparto
que hace Dios desde arriba, cuál la suerte que manda Sadday desde la altura? ¿No es
acaso desgracia para el inicuo, tribulación para los malhechores? ¿No ve él mis
caminos, no cuenta todos mis pasos?” (31,1-4). Job, para asegurar la paz interior, de
donde brotan todas las maldades, ha sometido los sentidos a las exigencias morales.
Dominando los ojos ha evitado dejarse arrastrar por el deseo: “No te quedes mirando a
doncella, para no quedar preso en sus redes. No te enredes con prostituta, para no
perder tu herencia. No andes fisgando por los calles de la ciudad, ni divagues por sus
sitios solitarios. Aparta tu ojo de mujer hermosa, no te quedes mirando la belleza ajena.
Por la belleza de la mujer se perdieron muchos, junto a ella el deseo se inflama como
fuego” (Si 9,5-8). Job no es como los que “se comen con los ojos a las mujeres” (2Pe
2,14). Pues “todo el que mira a una mujer con deseo ya ha adulterado en su corazón”
(Mt 5,28). Y los deseos de los ojos no se reducen al campo sexual, sino que abarcan
cuanto excita la codicia: “De cuanto me pedían mis ojos, nada les negué ni rehusé a mi
corazón ninguna alegría” (Qo 2,10). Tras los ojos se van las manos, como le sucedió a
Acán: “Vi entre el botín un hermoso manto de Senaar, doscientos siclos de plata y un
lingote de oro de cincuenta siclos de peso, se me fueron tras ellos los ojos y los tomé”

99
(Jos 7,21).

Del interior dominado de Job no ha brotado la maldad. No ha mentido (31,5-8),


no ha adulterado (31,9-11), no ha cometido injusticia alguna contra los esclavos (31,13-
15) ni contra los pobres (31,16-23). No ha entregado su corazón a las riquezas (31,24-
25) ni a la idolatría (31,26-28). No se ha dejado llevar por el odio (31,29-30) ni ha
violado las leyes de la hopitalidad (31,31-32). No ha caído en la hipocresía, sino que ha
confesado públicamente sus culpas (31,33-34) ni se ha aprovechado de nadie (31,38-
40).

Terminado su descargo de inocencia, Job apela a Dios para que lo selle o le


condene: “¡Oh! ¿quién hará que se me escuche? Esta es mi última palabra:
¡respóndame Sadday! El libelo que haya escrito mi adversario pienso llevarlo sobre mis
espaldas, ceñírmelo igual que una diadema. Del número de mis pasos voy a rendirle
cuentas, como un príncipe me llegaré hasta él” (31,35-37). Job, seguro de su inocencia,
ya exhibe las insignias de su victoria. Job se alza, como un príncipe, del basurero y
avanza victorioso, a la espera de la respuesta de Dios. Job, por una intuición fulgurante,
se siente seguro de sí mismo y de Dios. Dios no ama a los impíos; un impío no se
atrevería a comparecer ante Dios. Job se atreve a comparecer ante su presencia, a darle
cuenta de sus pasos. Luego, se siente salvado. La inocencia que reivindica Job no es la
justicia de la ley. Job, rechazando el mal en su corazón, se siente en comunión con
Dios, se siente acogido, como un príncipe, por Dios, como el padre de la parábola
evangélica acoge al hijo pródigo.

Job nos hace asistir a una distorsión de la anámnesis. En vez de engendrar


progresivamente, como en los salmos, la acción de gracias, Job se afianza en el intento
desesperado de que Dios le declare inocente. La culpabilidad, mal situada por los
amigos, no es asumida por Job, que la rechaza en bloque. Job se mantiene fijo, de
forma casi obsesiva, en la contemplación de su imagen. La autocomplacencia del
comienzo de su discurso se refuerza tras su examen de conciencia. Desde esa
autocomplacencia se permite dictar a Dios la forma en que debe proceder. Ya celebra su
victoria antes de que Dios dicte sentencia. Con orgullo blande el trofeo de la justicia
que ha logrado alcanzar por sí mismo.

Esto es lo que dicen sus palabras. Pero bajo ellas late oculta una secreta
esperanza. Job, antes de poner punto final a sus palabras, provoca una vez más a Dios
para acercarse a él, para obligarle a salir de su ocultamiento y de su silencio. En el
mismo momento en que reafirma orgullosamente su propia justicia y parece poner toda
su confianza en sí mismo, se pone en marcha hacia Dios, el único que tiene en sus
manos el juicio. No le basta su justicia, necesita la justicia que viene de Dios. Es lo que
proclama Pablo: “A mí lo que menos me importa es ser juzgado por vosotros o por un
tribunal humano. ¡Ni siquiera me juzgo a mí mismo! Cierto que mi conciencia nada me
reprocha; mas no por eso quedo justificado. Mi juez es el Señor. Así que, no juzguéis
nada antes de tiempo hasta que venga el Señor. El iluminará los secretos de las tinieblas
y pondrá de manifiesto los designios de los corazones. Entonces recibirá cada cual del
Señor la alabanza que le corresponda” (1Co 4,3-5).

Job, ahondando en su corazón gracias al sufrimiento, ha encontrado en su


interior la imagen de Dios. Se sabe obra de las manos de Dios, creado, modelado por él.
Esta sintonía con Dios le certifica que Dios no puede quedar indiferente ante su dolor.

100
Dios no es un extraño, es su creador, su padre, su defensor. Job con sus desafíos,
combatiendo con Dios, le está forzando a ser Dios, a manifestarse como Dios. Dios es
aquel por quien Job, que hubiera podido no existir, existe. Y si Dios le ha amado
sacándolo de la nada a la existencia, Dios es el defensor, el garante de su vida. No
puede permitir que se la arrebate la muerte, devolviéndola a la nada. Tras el combate de
toda la noche, como para Jacob, despunta el alba. La noche es el camino del día.
Renunciando a su vida, sin doblegarse al Dios interesado que le presentan los amigos,
la salva. La fe mueve montañas, hace caminar sobre las aguas del mar, vence la muerte.

Dios es un ser personal; nada tiene que ver con una ley fija, inflexible,
impersonal. Los celos de Dios, su ternura, su impotencia ante la inconstancia de su
amada Israel marcan las relaciones increíbles de Dios y su pueblo. Su potencia y la
debilidad de su amor son una misma realidad. Dios, como ser personal, es imprevisible,
rico en perdones. Entrar en comunión con él es abrirse a lo sorprendente, a lo nuevo, a
lo inesperado. La fe en Dios engendra la esperanza. Y fe y esperanza son fruto del amor
desbordante, que une a Dios con el hombre. El ateo dice: si Dios existiera, no permitiría
el mal. El creyente, desde su experiencia existencial, puede decir: sin el mal, Dios no
existiría. Es el sufrimiento el que nos abre el camino para el encuentro con Dios. El
camino tortuoso y atormentado ha llevado a Job a los umbrales de Dios. El mal,
escándalo para los religiosos y necedad para los sabios, es sabiduría y fuerza de Dios
para los creyentes (1Cor 1,24). La religión interesada de los amigos sigue los
razonamientos de Satán y no los de Dios (Mt 16,23). Especialistas en el poder de Dios,
los sabios no han visto al Dios del poder. Los atributos de Dios les han ocultado a Dios
mismo. La ley no salva. Sólo la gracia rompe los límites del hombre y le abre al don de
Dios, que supera todo lo que el hombre imagina o espera.

“Aquí terminan las palabras de Job” (31,40). Job calla y espera la respuesta de
Dios.

2. VINO QUE REVIENTA LOS ODRES

101
a) La cuña del discurso de Elihú

Cuando se espera la respuesta de Dios a Job, sucede algo inesperado. Entra en


escena Elihú, sin que nadie le haya invitado ni presentado, pronuncia un largo discurso
y desaparece. Ni en el prólogo ni en el epílogo se le menciona. El mismo se distancia
de los amigos, “indignado contra ellos” (32,3). Elihú responde, criticando, a los amigos
y a Job sin que nadie le conteste a él. Quizás todos, incluidos nosotros, sólo
lamentamos la interrupción, la cuña voluminosa entre el desafío de Job y la respuesta
de Dios. Elihú seguramente es un sabio joven, posterior a los tres amigos de Job.
Insatisfecho y ofendido por el papel de sus compañeros, se siente irritado, provocado
por la debilidad de su argumentación, y escandalizado con la palabras de Job, que ha
ofendido a Dios. Elihú piensa que falta algo importante y lo añade a la obra. De lector
se convierte en autor. Su largo discurso se ha convertido en palabra inspirada, como
parte del libro de Job. El primer comentario se ha hecho parte de la obra. Pero, dado el
lugar en que se inserta, no es Elihú quien tiene la última palabra. También él queda
sometido al juicio que Dios da sobre los interlocutores de Job. Elihú dice que Job ha
hablado mal, Dios dirá que Job ha hablado bien. Como los otros tres amigos se
equivoca en su condena de Job. Job debería interceder también por él. De todos modos,
sus palabras se salvan gracias a Job.

Así, pues, después de todos los esfuerzos de los amigos por convencer a Job, él
ha respondido con un solemne juramento de inocencia. Es inútil seguir discutiendo.
Ante este silencio de los amigos, que ya no responden a Job, dejándole en su
convicción de inocencia, se alza el joven Elihú, como ardiente abogado de Dios,
haciendo alarde de su nombre, que significa “El es mi Dios”. Lleva el mismo nombre
del profeta Elías, a quien también “le consumía el celo por el Señor, Dios de los
ejércitos” (1R 19,10) . Con el fuego de Elías irrumpe en la escena Elihú: “Aquellos tres
hombres dejaron de replicar a Job, porque se tenía por justo. Entonces montó en cólera
Elihú, hijo de Barakel el buzita, de la familia de Ram. Su cólera se inflamó contra Job,
porque pretendía tener razón frente a Dios; y también contra sus tres amigos, porque no
habían hallado ya nada que replicar y de esa manera habían dejado mal a Dios.
Mientras hablaban ellos con Job, Elihú se había mantenido a la expectativa, porque
eran más viejos que él. Pero cuando vio que en la boca de los tres hombres ya no
quedaba respuesta, montó en cólera. Tomó, pues, la palabra Elihú y dijo: Soy pequeño
en edad, y vosotros sois viejos; por eso tenía miedo, me asustaba el declararos mi
saber”(32,1-6) .

Elihú, aunque joven, sin la sabiduría que dan las canas, se siente investido por el
espíritu de Dios: “Soy pequeño en edad, y vosotros sois viejos; por eso tenía miedo, me
asustaba el declararos mi saber. Me decía: Hablará la edad, los muchos años enseñarán
sabiduría. Pero en verdad, es un soplo en el hombre, el espíritu de Sadday el que da
inteligencia. No son sabios los que están llenos de años, ni los viejos quienes
comprenden lo que es justo. Por eso he dicho: Escuchadme, voy a declarar también yo
mi saber” (32,6-10). Como don de Dios, la edad no cuenta: “Yo derramaré mi Espíritu
en toda carne. Vuestros hijos y vuestras hijas profetizarán, vuestros ancianos soñarán
sueños, y vuestros jóvenes verán visiones. Hasta en los siervos y las siervas derramaré
mi Espíritu en aquellos días” (Jl 3,1-2).

Elihú, con la arrogancia de su juventud (11,14), no puede permitir que se


conceda el triunfo a un adversario de Dios. En él arde el celo de defender a Dios hasta

102
hacerlo explotar: “Han quedado vencidos, no han respondido más: les han faltado las
palabras. He esperado, pero ya que no hablan, puesto que se han quedado sin respuesta,
responderé yo por mi parte, declararé también yo mi saber. Pues estoy lleno de
palabras, me urge un soplo desde dentro. Es, en mi seno, como vino sin escape, que
hace reventar los odres nuevos. Hablaré para desahogarme, abriré los labios y replicaré.
No tomaré partido por ninguno, a nadie adularé. Pues yo no sé adular: bien pronto me
aventaría mi Hacedor” (32,15-22).

Elihú promete entrar en la discusión situándose al nivel de Job. Su condición


humana, barro y aliento, son el terreno común. Como los otros tres amigos se olvida de
que Job está en un plano mucho más bajo, en el dolor y la angustia, en el desconcierto y
el desgarramiento interior. Elihú no desciende a ese nivel, para comprender a Job y
luego darle una palabra de consuelo auténtica. El habla desde arriba, como quien tiene
la respuesta definitiva: “Mi corazón dará palabras cuerdas, la pura verdad dirán mis
labios. El soplo de Dios me hizo, me animó el aliento de Sadday. Si eres capaz,
replícame, ¡alerta, ponte en guardia ante mí! Mira, soy como tú, no soy un dios,
también yo fui plasmado de arcilla. Por eso mi terror no te ha de espantar, no pesará mi
mano sobre ti” (33,3-7).

b) El sueño y el ángel

Tras este preámbulo, investido como un profeta (Jr 29,9) de la inspiración


divina, Elihú se enfrenta con Job, que ha acusado a Dios de serle hostil y tratarlo
injustamente, siendo él inocente, cuando Dios con el sufrimiento se dirige a la
conciencia del pecador, para estimularla a descubrir y rechazar el pecado (33,13-18).
Dios castiga para llevar al pecador a la conversión (33,19-24). Sólo aceptando esta
función purificadora del dolor Job encontrará de nuevo la felicidad (33,25-30). Elihú es
el único que da una respuesta al interrogante: ¿por qué sufre el inocente? El sufrimiento
es un instrumento de la pedagogía de Dios. Dios conduce a su pueblo al desierto para
educarlo, purificarlo y llevarlo a la madurez de la fe. Es la luz del Deuteronomio (Dt
8,7ss). El sufrimiento del desierto lleva al pueblo a conocer lo que tiene en el corazón, a
descubrir que el hombre no sólo vive de pan, sino de todo lo que sale de la boca de
Dios. La prueba es la purificación de la fe. A través del sufrimiento también Jeremías
recorre el oscuro itinerario de la fe. El sufrimiento le lleva a interiorizar su fe y a la
intimidad con Dios, en una relación espontánea y total. El sufrimiento conduce a
Jeremías a encontrar a Dios y a encontrar su profundo yo.

Por otra parte Elihú, subrayando la transcendencia de Dios, impide la reducción


de Dios a los esquemas de la lógica humana (33,12;34,12;36,22-25) y, contra la tesis
del silencio de Dios, ve la presencia de un mensaje divino en la historia (34,18-20), en
la creación (36,24-37,13) y sobre todo en el dolor, como misterio de la pedagogía de
Dios para con el hombre (33,19-28;36,8-21). En la protesta de inocencia y en la
acusación correlativa de Dios, Job no tiene razón, “porque Dios es más grande que el
hombre” (33,12). Pero que Dios sea más grande que el hombre ni lo ha negado Job ni
prueba que su actuar sea justo. Lo único que sí prueba es que es peligroso para la
criatura pedir cuentas a su Creador: “¡Ay del que litiga con el que lo ha modelado, la
vasija contra el alfarero! ¿Acaso la arcilla dice al que la modela: ‘¿qué haces tú?’ o ‘tu
obra no está hecha con destreza’? ¡Ay del que dice a su padre!: ¿qué has engendrado? o
a su madre: ¿qué has dado a luz? Así dice Yahveh, el Santo de Israel, su modelador:
¿Vais a pedirme cuentas acerca de mis hijos o a darme órdenes acerca de la obra de mis

103
manos?” (Is 45,9-11). “¿Quién eres tú, hombre, para contestarle a Dios?” (Rm 9,20).
Job también ha acusado a Dios de que se niega a responder, a dar explicaciones
de su actuar. Elihú le responde enumerando los diversos modos que Dios tiene de
hablar, con los que busca la salvación del hombre. Dios habla al hombre en el sueño, en
la enfermedad y en el sufrimiento. Pero el hombre no siempre comprende la voz de
Dios. Dichoso el hombre que en el dolor tiene a su lado un ángel que le interprete la
palabra de Dios, invitándole a la conversión. Entonces “su carne se volverá más fresca
que en la juventud, invocará a Dios y le otorgará su favor, mostrándole su rostro
jubiloso, le devolverá su justicia y él proclamará ante los demás su salvación, diciendo:
Había pecado y violado la justicia, pero Dios no me ha dado mi merecido. Ha librado
mi alma de la fosa y mi vida vuelve a contemplar la luz” (33,23-28). En el sueño y en
las visiones, Dios amonesta y corrige al hombre. Cuando la noche cierra los oídos
exteriores, Dios abre los interiores. Así Dios se comunica en el silencio, cuando el
hombre no opone resistencia. Job, en vez de tanto hablar y gritar, “dando vueltas en el
lecho hasta el alba” (7,4), exigiendo una respuesta de Dios, más bien debería recogerse,
rendirse al sueño y abrirse al mensaje de Dios.

El problema no es el silencio de Dios, sino la escucha del hombre. El hombre


está distraído o se hace el desentendido o cierra el oído a lo que no le gusta. El salmista
bendice a Dios, que le habla en la noche: “Bendigo a Yahveh que me aconseja; aun de
noche me instruye internamente” (Sal 16,7). Dios salvó a Abimélek, hablándole en el
sueño, cuando tomó la mujer de Abraham: “Entonces el rey de Guerar, Abimélek, envió
por Sara y la tomó. Pero vino Dios a Abimélek en un sueño nocturno y le dijo: Vas a
morir por haber tomado esa mujer que está casada. Abimélek, que no se había acercado
a ella, dijo: Señor, ¿vas a matar a un inocente? ¿No me dijo él: es mi hermana, y ella
misma no dijo: es mi hermano? Con corazón íntegro y con manos limpias he procedido.
Y le dijo Dios en el sueño: Ya sé yo también que has procedido con corazón íntegro,
por eso yo mismo te he estorbado de faltar contra mí. Por eso no te he dejado tocarla.
Pero ahora devuelve la mujer a ese hombre, porque es un profeta; él rogará por ti para
que vivas. Pero si no la devuelves, sábete que morirás sin remedio, tú y todos los tuyos”
(Gn 20,3-7).

Del mismo modo, Dios corrige al pecador con el sufrimiento: “También es


corregido por el dolor, por el temblor continuo de sus huesos, cuando le asquea el
alimento y a su alma los manjares exquisitos, cuando su carne desaparece de la vista, y
sus huesos, que no se veían, aparecen; cuando su alma se aproxima a la fosa y su vida a
la morada de los muertos. Si hay entonces junto a él un ángel, un mediador escogido
entre mil, que declare al hombre su deber, que de él se apiade y diga: ‘Líbrale de bajar a
la fosa, que he encontrado el rescate de su alma’, entonces su carne se renueva de vigor
juvenil y vuelve a los días de su adolescencia” (33,19-25). Dios no ha negado al
hombre este Mediador, que se compadece, intercede y rescata de la muerte. Jesucristo
intercede por nosotros (Rm 8,34), se compadece de nosotros (Hb 4,15) y se entrega
como rescate (1Tm 2,6), más aún, es nuestro rescate (1Co 1,30).

En vez de quejarse de que Dios le hace sufrir y no responde a sus quejas, Job
debe entender que la enfermedad es precisamente la respuesta de Dios. Es la palabra
que Dios le da para su salvación. “El hiere y venda la herida, golpea y cura con su
mano” (5,27-28). Dios es solícito con los hombres, como un padre con su hijo o un
maestro con el discípulo (Dt 8,5), siempre atento a educarles y corregir su inclinación
al mal: “Ruego a los lectores de este libro que no se desconcierten por estas desgracias;

104
piensen antes bien que estos castigos buscan no la destrucción, sino la educación de
nuestra raza; pues el no tolerar por mucho tiempo a los impíos, de modo que pronto
caigan en castigos, es señal de gran benevolencia. Pues con las demás naciones el
Soberano, para castigarlas, aguarda pacientemente a que lleguen a colmar la medida de
sus pecados; pero con nosotros ha decidido no proceder así, para que no tenga luego
que castigarnos, al llegar nuestros pecados a la medida colmada. Por eso mismo nunca
retira de nosotros su misericordia: cuando corrige con la desgracia, no está
abandonando a su propio pueblo” (2Mc 6,12-16):

c) La fuerza, ¿principio de justicia o de misericordia?

Elihú aplica a Job este itinerario general. La alegría, que renacerá en el corazón
de Job, le llevará a proclamar el amor de Dios entre los hombres: “Yo había pecado y
torcido el derecho, mas Dios no me ha dado el merecido. Ha librado mi alma de pasar
por la fosa, y mi vida contempla la luz. He aquí todo lo que hace Dios, dos y tres veces
con el hombre, para recobrar su alma de la fosa, para que sea alumbrado con la luz de
la vida” (33,27-30). Lo experimenta así el orante del salmo: “Yahveh le guarda, le
depara vida y dicha en la tierra y no le abandona a la saña de sus enemigos. Yahveh le
sostiene en su lecho de dolor, calma los dolores de su enfermedad. Yo dije: Yahveh, ten
misericordia, sana mi alma, pues he pecado contra ti” (Sal 41,3-4). Cuando el hombre
reconoce su pecado, se cumple el plan divino, que busca al hombre con la enfermedad.
Esa es la sabiduría de Dios: “Por eso corriges poco a poco a los que caen; les amonestas
recordándoles su pecado para que, apartándose del mal, crean en ti, Señor” (Sb 12,2).

Para defender la justicia de Dios, Elihú la une al poder soberano de Dios. En los
hombres pueden separarse y hasta contraponerse, abusando del poder. En Dios no. Algo
semejante dirá el libro de la Sabiduría: “Como eres justo, administras con justicia el
universo y consideras incompatible con tu poder condenar a quien no merece ser
castigado. Tu fuerza es el principio de tu justicia y tu señorío sobre todos los seres te
hace indulgente con ellos... Dueño de tu fuerza, juzgas con moderación y nos gobiernas
con mucha indulgencia porque, con sólo quererlo, lo puedes todo. Obrando así
enseñaste a tu pueblo que el justo debe ser amigo del hombre, y diste a tus hijos la
buena esperanza de que, en el pecado, das lugar al arrepentimiento” (Sb 12,15-19).

Elihú defiende a Dios como juez bien informado e imparcial, al mismo tiempo
que condena a Job, al acusarle de razonar como los malvados (34,5-9). Es lo que Job
niega y pide a Dios que lo pruebe. Dios, como parte ofendida, en la liturgia penitencial,
entabla un pleito con los hombres, a los que acusa, para convencerles de pecado y
ofrecerles el perdón (Sal 50-51; Is 1,10-20). La audacia de Job consiste en tomar la
iniciativa y, como parte ofendida, acusar a Dios. Es lo que hace el piadoso salmista
cuando considera injustificado su sufrimiento: “Todo el día está ante mí mi ignominia,
la vergüenza cubre mi semblante, bajo los gritos de insulto y de blasfemia, ante la faz
del odio y la venganza. Y todo esto nos llegó sin haberte olvidado, sin haber traicionado
tu alianza. ¡No se habían vuelto atrás nuestros corazones, ni habían dejado nuestros
pasos tu sendero, para que tú nos aplastaras en morada de chacales, y nos cubrieras con
la sombra de la muerte! Si hubiésemos olvidado el nombre de nuestro Dios o alzado
nuestras manos hacia un dios extranjero, ¿no se habría dado cuenta Dios, él, que conoce
los secretos del corazón? Pero por ti se nos mata cada día, se nos trata como ovejas
llevadas al matadero. ¡Despierta ya! ¿Por qué duermes, Señor? ¡Levántate, no nos
rechaces para siempre! ¿Por qué ocultas tu rostro, olvidas nuestra opresión y miseria?

105
Pues nuestra alma está hundida en el polvo, pegado a la tierra nuestro vientre. ¡Alzate,
ven en nuestra ayuda, rescátanos por tu amor!” (Sal 44,22).
Elihú afirma de Dios (34,10) lo mismo que Job implora, como hizo también
Abraham: “¡Lejos de ti hacer tal cosa! Matar al inocente con el culpable, confundiendo
al uno con el otro. ¡Lejos de ti! El juez de toda la tierra ¿no hará justicia?” (Gn 18,25).
Para Elihú Dios es justo porque tiene el poder originario sobre todas las cosas. El, que
ha dado la vida a los seres, no les hace ninguna injusticia cuando se la retira, pues
puede poner límites al don: “¡Lejos de Dios el mal, de Sadday la injusticia! Dios paga
al hombre sus obras, le retribuye según su conducta. En verdad, Dios no hace el mal,
Sadday no tuerce el derecho. ¿Quién le confió a él la tierra, quién le encomendó el
universo? Si él retirara su espíritu, si hacia sí recogiera su soplo, expiraría toda carne y
el hombre volvería al polvo” (34,10-15). Job, contemplando su vida, creación de las
manos de Dios, razonaba de otra manera: “Tus manos me formaron... ¿y ahora me
aniquilas?” (10,8). Al dar la vida al hombre, Dios se hace garante de esa vida.

Dios es imparcial, porque sus ojos miran las sendas del hombre y vigilan todos
sus pasos. No hay sombra que les encubran (34,17-22). Dios tiene sus plazos y sus días,
que para el hombre son siempre inminentes. Tiene plazos de penitencia, como en la
historia de Jonás, y tiempos de gracia: “Así dice Yahveh: En tiempo favorable te
escucharé, y en día nefasto te asistiré” (Is 49,8). No toca al hombre señalar el plazo
para comparecer a juicio con Dios, como pretende Job (34,23). Dios puede aniquilar un
ejército en una noche, por ello puede diferir su intervención y dar al hombre un tiempo
de espera. ¿Quién puede acusarlo porque esconda por un tiempo su rostro? El sigue
velando sobre el mundo (34,30). Dios, sin necesidad de indagar, castiga el crimen y el
abuso del poder sobre los débiles e indefensos. Y Dios escucha las reclamaciones de los
oprimidos y les hace justicia (34,26-28): “Dios no olvida los gritos de lo oprimidos”
(Sal 9,13), “cuando uno clama, el Señor le escucha” (Sal 34,18).

A Job, en vez de quejarse contra Dios, sólo le queda volverse a él, reconocer su
pecado y su ignorancia: “Dile a Dios: Me he equivocado, no volveré a hacer mal; y si
he pecado sin darme cuenta, instrúyeme tú, si he cometido injusticia, no volveré a
hacerlo” (34,31-32). Pero si, en vez de arrepentirse, quiere dictar normas de justicia y
juzgar a Dios según esas normas, entonces los hombres sensatos y sabios dirán
conmigo: “Job no habla cuerdamente, sus palabras no tienen sentido. Que sea probado
a fondo por sus respuestas, dignas de un malvado. Porque al pecado añade la rebeldía,
pone fin al derecho entre nosotros, y multiplica sus palabras contra Dios” (34,34-37).
Elihú da por descontado el juicio contra Job, oponiéndose al juicio final y decisivo de
Dios (42,7). ¿Acaso no entonteció Dios la sabiduría del mundo?: “Dice la Escritura:
Destruiré la sabiduría de los sabios, e inutilizaré la inteligencia de los inteligentes.
¿Dónde está el sabio? ¿Dónde el docto? ¿Dónde el sofista de este mundo? ¿Acaso no
entonteció Dios la sabiduría del mundo? De hecho, como el mundo mediante su propia
sabiduría no conoció a Dios en su divina sabiduría, quiso Dios salvar a los creyentes
mediante la necedad de la predicación” (1Co 1,19-21).

e) La pedagogía de Dios

Elihú, sin nadie que le interrumpa, se interrumpe a sí mismo y sigue hablando.


San Gregorio, viendo en él el tipo del predicador vanidoso y arrogante, comenta el
nuevo comienzo: “Los que hablan mucho procuran recomenzar sus discursos, para
mantener suspensos a los oyentes con el nuevo comienzo y para que escuchen con

106
atención con la esperanza de oír algo nuevo. Elihú, apenas termina con una cosa,
empieza sin cesar con otra, dando curso a su infinita locuacidad con nuevos
comienzos”. Ahora comienza con una cita nueva de Job para refutarla. Si Job ha dicho
que nada se saca de la honradez, Elihú se lo retuerce preguntando qué saca Dios de
nuestra honradez: ni le favorece nuestra bondad ni le perjudica nuestra injusticia:
“¿Crees que es razonable lo que dices, pensando ser más justo que Dios? Y añades: ¿De
qué me ha servido, que he ganado con no haber pecado? Yo te daré respuesta a ti y a tus
amigos. ¡Mira a los cielos y observa cómo las nubes son mas altas que tú! Si pecas,
¿qué le causas? Si se multiplican tus ofensas, ¿qué le haces? ¿Qué le das, si eres justo,
o qué recibe él de tu mano?” (35,2-7). La distancia del cielo con las nubes subraya la
trascendencia incolmable de Dios. El hombre con las flechas de su maldad y con su
honradez no logra alcanzarlo directamente. Las acciones del hombre sólo pesan sobre
los hombres: “A un hombre igual que tú afecta tu maldad, a un hijo de hombre tu
justicia” (35,8). Dios no castiga para vengarse de una ofensa recibida ni premia para
agradecer un favor. Como juez resuelve los litigios que turban la paz de los hombres.
Por más que insista Job, Dios no se dejará intimidar ni lisonjear. Su inocencia o
culpabilidad se refieren a otros hombres, es inútil que pleitee contra Dios, acusándolo
de maltratarle sin razón e injustamente. De nuevo Elihú contradice a Dios, que confesó
en el diálogo con Satán que había herido a Job sin razón (2,3). “Job abre la boca y echa
viento ensartando palabras sin sentido” (35,16). ¿Job o Elihú? Sin embargo Elihú,
subrayando la transcendencia de Dios, acierta al impedir la reducción de Dios a los
esquemas de la lógica humana de los amigos (Cf 33,12; 34,12; 36,22-25).

A Elihú le quedan aún muchas palabras que pronunciar y algo que decir “en
defensa de Dios” (36,2). El sufrimiento tiene un valor pedagógico (36,21). Dios corrige
al malvado con el sufrimiento. Si el pecador lo acepta, el dolor denuncia su pecado y
así le exhorta a la conversión. El pecador, en su libertad, puede también resistirse y no
hacer caso, transformando el sufrimiento, ordenado a la salvación, en castigo. El
endurecimiento y la contumacia le llevan a perder la vida. Ciertamente Dios no se
apresura siempre en castigar con la muerte, sino que da tiempo al malvado para que se
convierta: “Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva” (Ez
18,23): “Dios no desprecia el corazón sincero ni deja vivir al malvado en plena fuerza.
Hace justicia a los pobres, y no aparta sus ojos del justo, lo sienta en el trono real y lo
exalta para siempre, pero si se engríen él los amarra con cadenas, y quedan presos en
los lazos de la angustia. Entonces pone al descubierto sus acciones y sus culpas nacidas
del orgullo. Les abre el oído para que aprendan y les exhorta a convertirse de la
iniquidad. Si escuchan y son dóciles, acaban sus días en la prosperidad y sus años en
delicias. Si no escuchan, pasan el umbral de la muerte y expiran por falta de cordura.
Los obstinados, que acumulan cólera y no piden auxilio cuando él los encadena,
mueren en plena juventud, y su vida acaba en la edad juvenil” (36,5-14). El impío se
resiste y, en vez de aceptar la corrección de Dios, aumenta el rencor contra Dios que le
castiga. Así frustra la intención salvífica de Dios.

Dios permite también el sufrimiento de los inocentes, para abrirles el oído,


haciéndoles comprender. También para ellos el sufrimiento es salvador. Dios se ocupa
de ellos y les hace justicia. El malvado es injusto con el pobre inocente. Dios, actuando
contra el malvado, que oprime a los inocentes, vuelca la situación y exalta a los
oprimidos. Dios levanta al humilde del polvo y tapa la boca de los malvados: “Juzgará
con justicia a los débiles, y sentenciará con rectitud a los pobres de la tierra. Herirá al
hombre cruel con la vara de su boca, con el soplo de sus labios matará al malvado” (Is

107
11,4). “El levanta del polvo al desvalido, del estiércol hace subir al pobre, para sentarle
con los príncipes, con los príncipes de su pueblo” (Sal 113,7-8).

Elihú no aplica directamente a Job sus palabras. No le nombra. Pero Job


también sufre. ¿Sufre como oprimido?, ¿como inocente? ¿como malvado? Elihú ya le
ha situado antes entre los malvados. El sufrimiento para él es una amonestación para
que se convierta y no vuelva a la maldad. Para Job sólo hay esperanza por el camino de
la penitencia. Por ello su sufrimiento está justificado y tiene sentido. Convertirse es
volverse al Señor y no sólo apartarse del mal. Isaías habla de la conversión que Dios
busca con el escarmiento del sufrimiento y rehusada por el pueblo: “Pero el pueblo no
se volvió hacia el que le castigaba, no buscaron a Yahveh Sebaot” (Is 9,12). Dios ha
probado a Job “en el crisol de la aflicción” (36,21; Is 48,10) para que se vuelva de la
maldad a él y celebre sus acciones: “No vuelvas a inclinarte hacia la iniquidad, pues
por ella te ha probado la aflicción. Mira, Dios es sublime en su poder, ¿quién es
maestro como él? ¿Quién le señala el camino a seguir? ¿quién puede decirle: has hecho
mal? Acuérdate más bien de celebrar sus obras, que han cantado los hombres. Todos las
contemplan, los hombres las miran desde lejos. Sí, Dios es grande y no le
comprendemos, el número de sus años es incalculable. El atrae las gotas de agua,
pulveriza la lluvia en vapor, que luego derraman las nubes, la destilan sobre la turba
humana. ¿Quién además comprenderá el despliegue de la nube, la altura de su tienda?
En torno a sí despliega la niebla por encima de las cumbres de los montes. Con la lluvia
sustenta a los pueblos, les da alimento en abundancia. En sus manos levanta el rayo y le
ordena que alcance su destino. Su trueno lo anuncia y su ira se inflama contra la
iniquidad” (36,21-33).

Este himno a la grandeza de Dios, compuesto con palabras de los amigos y


anticipando palabras de Dios, concluye los largos y prolijos discursos de Elihú. Elihú
entona el himno no para alabar a Dios, sino para probar su tesis. Quiere probar el poder,
la sabiduría y la justicia de Dios. El dominio de Dios sobre las fuerzas de la naturaleza
revela su poder; el orden de los meteoros, lluvia y tormenta, revela su sabiduría y el uso
que hace de la creación para favorecer o castigar revela su justicia. Pero toda acción de
Dios manifiesta, al mismo tiempo que su cercanía, su distancia insuperable, su
sabiduría insondable y su justicia indiscutible. Es siempre revelación que, al desvelar,
vela el misterio de Dios, imponiendo respeto hasta el estremecimiento. Las nubes
sirven de “azote o de favor” (37,13), pueden descargar lluvia, gota a gota, que fecunda
la tierra, o descargarse torrencialmente o en forma de granizo arrasador. El trueno
infunde temor reverencial, revelando lo inalcanzable de Dios (37,5) y las nubes lo
ocultan: “Al verlo mi corazón tiembla y salta fuera de su sitio. ¡Escuchad, escuchad el
trueno de su voz, el bramido que sale de su boca! Hace relampaguear por todo el cielo,
su fulgor llega a los extremos de la tierra. Detrás de él una voz ruge: truena él con su
soberbia voz, y nadie puede sujetar sus rayos cuando retumba su voz. Dios nos hace
contemplar maravillas, realiza cosas grandes que no comprendemos. Manda a la nieve:
¡cae sobre la tierra!, y a los aguaceros:¡lloved fuerte! Retiene la mano de todo hombre
bajo sello, para que todos reconozcan su obra” (37,1-7). El temblor del corazón es el
símbolo del temor reverencial. Tormenta, trueno y rayo son fenómenos que oímos o
percibimos, pero que no comprendemos. La voz de Dios se alza por encima de las
voces humanas, pero no se hace inteligible hasta que es articulada en palabras. Al
hombre, lo mismo que a los animales, se le impone la inacción durante las tormentas
invernales. Es un tiempo en que sólo Dios actúa y el hombre , refugiado en casa, no se
puede atribuir nada: Dios “encierra a todo hombre en casa para que reconozca que todo

108
es obra suya” (37,7). Fray Luis de León comenta que “Dios sella al hombre las manos,
se las entorpece y vuelve ateridas y como inútiles para tomar lo que quieren”.

Dios controla los fenómenos de la creación y les asigna una función. El poder
de Dios está al servicio de la justicia. Y lo que acontece con los fenómenos
atmosféricos sucede también en las demás incidencias de la vida humana. Ben Sirá lo
dice desde otro ángulo: “Las obras de Dios son todas buenas y cumplen su función a su
tiempo. Cada cosa tiene asignada su función, cada cosa vale para su momento. Hay
vientos creados para el castigo. Todo ello fue creado para su función y está almacenado
hasta el momento oportuno” (Si 39,16-30): “Del sur llega el huracán; y el frío, de los
vientos del norte. Al soplo de Dios se forma el hielo, se cuaja la superficie de las aguas.
El carga a la nube de un rayo y el nublado esparce su fulgor, que, gira girando, circula
conforme a sus designios. Así ejecutan todas sus órdenes sobre la haz de su orbe
terráqueo. El los envía como castigo para los pueblos de la tierra o como gracia” (37,9-
13).

Con el himno a la grandeza de Dios, Elihú desea tapar la boca a Job. No tiene
derecho a reclamar, sino que debe convertirse en contemplador maravillado del actuar
de Dios: “Presta, Job, oído a esto, tente y observa los prodigios de Dios” (37,14). Para
llevar a Job a la contemplación, le interpela y acosa con preguntas: “¿Sabes acaso cómo
Dios los rige, y cómo su nube hace brillar el rayo? ¿Sabes tú cómo las nubes cuelgan en
equilibrio, maravilla de una ciencia consumada? Tú, cuyos vestidos queman cuando
está quieta la tierra bajo el viento del sur, ¿puedes extender con él la bóveda del cielo,
sólida como espejo de metal fundido?” (37,15-18). Elihú une la oscuridad de la nube
con el fulgor del relámpago, símbolo del poder de Dios, capaz de hacer brotar la luz de
la oscuridad. El equilibrio de las nubes, que, cargadas de agua pesada, se remontan y
vuelan por la altura, muestra que lo pesado, bajo la acción de Dios, puede elevarse. Job
es invitado a aprender la lección de las paradojas.

Y lo mismo que el frío del invierno encierra a hombres y animales en casa, así
también el calor enerva y paraliza al hombre. Bajo el bochorno del verano la tierra se
aletarga y se sume en la inactividad total. Invierno y verano, frío y calor, muestran al
hombre su debilidad e impotencia. ¿Podrá Job argüir adecuadamente contra Dios?
Elihú prepara la intervención de Dios, que dejará a Job sin palabra. Envuelto en nubes
de tormenta no podrá enfrentarse a Dios. Nunca será él capaz de sacar la luz de la
oscuridad. Sólo Dios puede sacar el fulgor de la nube, la luz de las tinieblas: “Ahora no
se ve la luz, oscurecida por las nubes; pero el viento pasará y las despejará. Una
claridad llega del norte: gloria terrible alrededor de Dios, ¡es Sadday!, no podemos
alcanzarle. Grande en fuerza y equidad, maestro de justicia, sin oprimir a nadie. Por eso
le temen los hombres: ¡a él la veneración de todos los sabios de corazón!” (37,21-24).
El cielo está nublado. No vemos a Dios, escondido entre nubes. Pero ya se levanta un
viento, mensajero de Dios, que barre las nubes y Dios aparece mostrando todo su
esplendor. Con la manifestación de Dios la luz triunfa sobre las tinieblas. Ante la
aparición de Dios “fracasa la sabiduría de los sabios y se eclipsa la prudencia de los
prudentes” (1Co 1,19; Is 29,14). Es la despedida de Elihú.

f) Adiós a Elihú

Elihú se presenta como un personaje excepcional. A diferencia de los tres


amigos, lleva un nombre israelita y se siente portavoz autorizado del Dios de la alianza.

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A Elihú le complace apoyarse en experiencias espirituales insólitas. De ahí su crítica a
la sabiduría adquirida por los antiguos (32,9) y su pretensión de haber recibido del
soplo de Dios (32,8) un carisma especial que emparienta sus “palabras de ciencia” con
las revelaciones de los profetas (32,18-20; 33,3). Por esto mismo concede gran
importancia a los sueños y a las “visiones nocturnas” (33,15-16), fisuras del ser
humano por donde Dios puede soplar el “espanto” y triunfar del orgullo. De ahí
igualmente la llamada que hace a la mediación de un ángel (33,23-24). Pero ese recurso
al ángel es un signo sospechoso, pues lo propio del ángel mediador sería sentir
compasión del hombre e interceder por él ante Dios, en vez de llevar la cuenta de los
fallos humanos. Este ángel de Elihú se asemeja demasiado al Satán del prólogo.

Es el primer punto flaco de Elihú, pero no el único. Elihú se da a sí mismo la


importancia de un profeta, exagerando el valor de sus revelaciones subjetivas, pero no
da ningún criterio de su veracidad. Se arroga el derecho de hablar en nombre de Dios,
como inspirado por él, “lleno de palabras” y “movido por el Espíritu” (32,18-19), pero
se olvida de hablar en nombre del hombre y de asumir su sufrimiento, por más que
afirme que también él está “modelado de barro” (33,2). Según Jeremías la intercesión
es el criterio del auténtico profeta,: “Di, Yahveh, si no te he servido bien: intercedí ante
ti por mis enemigos en el tiempo de su mal y de su apuro” (Jr 15,11).

Elihú no sólo no siente piedad de Job ni intercede por él. Ni siquiera busca el
diálogo con Job, ni con los amigos, ni con los sabios que, al menos, imaginativamente,
le rodean (34,2.10.34). Unas veces pide silencio, otras veces exige una respuesta; pero
todo ello es puramente artificial, ya que nunca se interrumpe y sólo se escucha a sí
mismo. A lo largo de su interminable monólogo, deja vislumbrar su agresividad, se
muestra irónico y duro (34,16; 35,15-16). Cita a Job, pero sólo para refutarlo y juzgarlo
(34,7-8.34-37), de modo que sus discursos, anunciados como una exposición imparcial
de un maestro de sabiduría, se convierten en una requisitoria. Por otra parte, Elihú
intenta triunfar más que persuadir. No argumenta para ayudar a Job, sino para salvar
unos principios que siente atacados. Si Elihú realiza un esfuerzo tan grande, si “saca su
saber de tan lejos” es únicamente “para dar razón a aquel que lo ha hecho”, sólo tiene
palabras “en favor de Dios” (36,2-3). Para él se trata de defender a Dios contra el
hombre, mientras que Job espera que le defiendan a él contra Dios. La preocupación
por el honor de Dios, que podría ser noble y justa, se ve adulterada por el hecho de que
Elihú se apoya en Dios para juzgar a su hermano, convirtiéndose en aliado del
todopoderoso para ocultar mejor su propia debilidad. Ni le pasa por la mente la idea de
una intercesión del hombre por su prójimo. Para él, cada uno está solo ante Dios y la
piedad es asunto de los ángeles. No puede venir más que de otro mundo. Ningún
hombre podrá servir nunca de rescate por su hermano (33,24). Job supera
maravillosamente a Elihú en este punto: Job intercede por sus hijos (1,5) y por sus
amigos-enemigos (42,8).

Enfrentado, como los tres amigos, con el misterio del sufrimiento del justo,
Elihú da por sentada la culpabilidad de Job. El misterio del dolor humano sigue
reducido a las dos ecuaciones tradicionales: acción buena igual a felicidad y desgracia
igual a culpabilidad. Ciertamente, para Elihú, esta retribución no se lleva a cabo de una
forma totalmente impersonal, ya que está subordinada a la justicia y al poder de Dios.
Elihú muestra muy bien que los fenómenos atmosféricos, por ejemplo, no actúan para
el premio o el castigo del hombre sin un mandato concreto del creador (37,12-13). Pero
esto mismo vuelve a plantear la cuestión: si el cosmos no es más que un instrumento en

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las manos de un Dios justo, ¿cómo puede encarnizarse con un inocente?
Paradójicamente, al subrayar el carácter personal del gobierno divino, Elihú hace más
injustificable la teoría de la retribución.

Sin embargo, hay algunos rasgos que salvan a Elihú de intromisión inútil al
retardar la respuesta esperada de Dios. En primer lugar, Elihú subraya con acierto la
transcendencia divina. Para Elihú en Dios las perfecciones se complementan
mutuamente: la omnipotencia garantiza la justicia, y la omnisciencia exalta el derecho.
Por ello, la santidad y la sabiduría de Dios constituyen un punto inatacable para el
hombre. Esto le permite rebatir indefectiblemente las quejas de Job contra Dios: “En
esto no tienes razón, porque Dios es más grande que el hombre” (33,12). “El es sublime
en su fuerza, ¿quién enseña como él?, ¿quién le impondrá su camino? (36,22-23). El
hombre no puede contemplar más que “de lejos” la obra de Dios (36,24-25); su obrar,
pues, escapa siempre a toda concepción que el hombre se haga de él. Estas
afirmaciones claras, que doblegan al hombre bajo la obediencia de la fe, están presentes
en la tradición profética (Is 29,16; 40,13; 45,9; Jr 18,6; 23,18; Sb 12,12; 15,7) y las
recogerá también San Pablo cuando emprenda la defensa de Dios contra las
acusaciones de injusticia o de infidelidad (Rm 9,20-21; 11,33-36).

La transcendencia, sin embargo, no aleja a Dios del mundo y del hombre, pues
su providencia está activa en la vida de los hombres (34,18-20; 36,5-16) y en el
universo entero (36,24-37,13). Elihú se rebela contra la acusación de Job de que Dios
no responde ni actúa. Para refutarle Elihú despliega ante Job un gran fresco de la
actuación de Dios en el cosmos. Elihú intenta convencer a Job de que, a través de la
armonía del mundo, Dios busca la realización del hombre, pues no deja de interpelarlo
y de revelársele por medio de “las maravillas que le hace contemplar” (37,14). Pero Job
nunca debe olvidar que Dios sigue siendo soberanamente libre de utilizar el cosmos
para sus fines pedagógicos, “bien para el castigo (shebet), bien para la misericordia
(hesed)” (37,13).

Esta apertura al misterio de la pedagogía divina es la aportación más personal


de Elihú para la comprensión del sufrimiento. Para los amigos el sufrimiento era
siempre un castigo merecido. Para Elihú, sin descartar este aspecto, el sufrimiento
tiene, ante todo, un significado pedagógico. Así Elihú eleva el sufrimiento al rango de
medio de salvación y de revelación: “Dios salva al desdichado por medio de su
desdicha y abre los oídos por medio de su desgracia” (36,15). Las lluvias torrenciales,
que espantan a los hombres y a los animales, los rugidos del trueno, que anuncian la
cólera divina, las cadenas, las “cuerdas de la desgracia”, las pesadillas, las
enfermedades agotadoras, lo mismo que el resplandor deslumbrante de la luz, presagio
de las teofanías (37,21-22), son para los hombres, si saben leer los signos de Dios,
manifestación de sus deseos de salvación. A través de las pruebas se muestra el hesed,
el amor de Dios, que no quiere que el hombre “descienda a la fosa”, sino que “se
convierta de su iniquidad” (36,10) y “quede iluminado por la luz de la vida” (33,30).
Elihú coincide con Ezequiel (18,23; 33,11). Sin embargo a Elihú le falta el aspecto
propiamente paternal de la pedagogía de Dios, esa larga paciencia de Dios como un
padre con su hijo. La dimensión paternal de Dios se muestra en el castigo de sus hijos
(Sal 118,18). Así lo dirán los Proverbios: “No desdeñes, hijo mío, la instrucción de
Yahveh, no te dé fastidio su reprensión, porque Yahveh reprende a aquel que ama,
como un padre al hijo querido” (Pr 3,11-12). Tampoco recoge el valor redentor del
sufrimiento del justo en favor de los demás hombres, como lo hallamos en el canto del

111
Siervo en Isaías 53.

Hay muchos textos en el Antiguo Testamento que consideran el sufrimiento


humano dentro del eje de la pedagogía de Dios. El sufrimiento permitido por Dios se
presenta ante todo como un medio de purificación. Así lo expresan los profetas y
muchos salmos con la imagen del crisol (Is 1,25; 48,10; Za 13,9; Dn 11,35; 12,10; Sal
17,3; 26,2; 66,10). El dolor revela y elimina las impurezas del corazón como el fuego
las escorias del metal (Si 2,2-5; Jr 6,29-30; Sal 105,19). Esta purificación mediante la
prueba es necesaria (Si 2,1.17; Tb 12,13 Vulg) y, por tanto, bienhechora (Lm 3,26-30).
Junto a este valor purificador, el AT asigna con frecuencia al sufrimiento un papel de
instrucción. Revela los designios de Dios (Dt 8,2; Sal 94,12; 119,71; Si 4,17-18). Como
una gracia de luz, la prueba es una llamada a la conversión (Sal 119,67; Sb 12,2). La
fidelidad de Dios a sus designios garantiza el valor salvífico de las pruebas que
atraviesan sus fieles (Lm 3,31-33; Sal 119,75). Es el mismo Dios quien hiere y cura la
herida (Dt 32,39; Jb 5,18; Os 6,1). El sufrimiento de los siervos de Dios tiene además
un valor de intercesión y de rescate (Ex 32,30-33). Es la misión del Siervo de Yahveh
(Is 52,13-53). El castigo que desfigura al “hombre de dolores” (52,14; 53,3-4) oculta en
realidad “el éxito del designio de Dios” (53,10), la “revelación de su brazo” (53,1). El
inocente se confunde con los pecadores e intercede por ellos (53,12), ofreciendo su vida
en expiación (53,10).

3. DESDE EL SENO DE LA TORMENTA

112
a) ¿Quién es el que oscurece mis designios?

Saliendo de su ocultamiento y de su silencio, Dios accede a la petición de Job y


así barre los dos reproches fundamentales que le ha dirigido tantas veces: tú estás lejos
y nunca respondes. Dios acepta el desafío de Job: “Responda el Todopoderoso” (31,35)
terminaba diciendo Job al final de su alegato. Ahora se dice: “Respondió Yahveh desde
el seno de la tempestad” (38,1). Dios desciende a presentar su defensa en el proceso a
que le ha citado el hombre. La acusación de lejanía, de silencio e indiferencia, lanzada
por Job, cae por tierra. La respuesta de Dios es ante todo un acontecimiento que Job
vive y que le conduce a una experiencia nueva de la presencia y del actuar de Dios. En
cierto sentido, toda la respuesta de Dios está ya dada en el encuentro que Dios le
concede, con el que reafirma la permanencia de su amor. Sólo, para que Job no se
engañe sobre el sentido de la venida de Dios, como se engañaba al interpretar su
ausencia y su silencio, Dios abre su boca y habla. Con su palabra desvela el significado
del acontecimiento.

Según la expectación de los amigos, la manifestación de Dios, en respuesta al


desafío de Job, tenía que ser un rayo que fulminara a Job y le impusiera el silencio
definitivo. Esa es la suerte que repetidamente han pronosticado para el malvado. Y,
efectivamente, Dios se presenta en la tormenta. El trueno, voz de Dios sin palabras, les
hace presentir el rayo que ejecute la sentencia merecida por Job. Job, en cambio,
esperaba un encuentro, ciertamente dramático, como preludia la tormenta, pero un
encuentro en el que pudiera aducir sus razones en defensa de su inocencia, con la
sentencia de Dios sellando su justicia. Job proponía una alternativa: o Dios me
responde o me arrolla con la tormenta (9,15-17). Dios rompe la alternativa, viene en la
tormenta para responder, no para arrollar ni para arrebatar a Job, como hizo con Elías.
Si la tormenta lo muestra inaccesible, la palabra lo acerca. Dios habla desde la
tormenta. La tormenta es el marco de la palabra. Teofanía y palabra se complementan.
La teofanía del Sinaí, con truenos y relámpagos, el sonar de la trompeta y la montaña
humeante, prepara al pueblo para escuchar las Diez Palabras de la alianza (Ex 20.18-
20). Dios hace preceder su palabra del fuego y la tempestad, para que el pueblo le
escuche (Sal 50,3.7). Job, no sólo deseaba encontrar a Dios, sino que, cansado de
escuchar los razonamientos de los amigos, deseaba hablar con Dios, dialogar con él. Y
Dios se lo concede. Dios acepta tomar la palabra y lanzar preguntas a Job. Con sus
desafíos Job ha conseguido que Dios le hable.

Dios en su respuesta no toma en cuenta la doctrina tradicional de los amigos, no


proclama el principio de la retribución, no acusa a Job de pecado, ni en sus obras
precedentes ni tampoco en las palabras que ha proferido. Si lo acusa de algo es de
ignorancia atrevida. Dios sólo le reprocha el que haya censurado, sin comprenderlo, su
plan: “¿Quién es el que oscurece mi designio con palabras insensatas?” (38,2). La
‘esad de Dios es su plan de acción, su designio, su proyecto. La Escritura presenta este
plan de Dios como estable, pues Dios lo ha madurado desde toda la eternidad (Is 25,1;
Pr 33,11). Es por ello irrevocable e infalible (Pr 19,21; Is 14,24-26; 46,11). Este plan de
Dios se refiere siempre a su acción en la historia de los pueblos, de su pueblo en
concreto o de los individuos (Jr 32,19-20). Job ha reprochado a Dios la manera como
actúa en la historia, pues utiliza el mundo creado para hacer fracasar al hombre, incluso
al hombre inocente. A esos agravios concretos es a los que Job quiere que Dios
responda. Desea que Dios pruebe la coherencia de su plan en la historia de cada
individuo, sobre todo en la suya. Dios, en vez de responder a esta pretensión de Job, le

113
sitúa desde el comienzo en su lugar. Si Job no percibe el misterio del designio de Dios
en la historia de cada hombre, se debe a su ignorancia. Por eso se debe guardar de
“enturbiar el plan de Dios con palabras sin sentido”.

Dios defiende su plan. El designio de Dios es amplio y concreto, abarca el


universo y se ciñe a los mínimos detalles. El actuar de Dios es expresión de su
providencia universal, abarca la naturaleza y la historia. Job, con toda su singularidad,
no queda fuera de ese designio. Dios lleva al hombre, con su actuar admirable y
misterioso, a la confesión: “me guías según tus planes, me llevas a un destino glorioso”
(Sal 73,24). Frente a las palabras insensatas del hombre, que juzga lo que no entiende y
le supera, Dios hace resplandecer con su palabra su plan providencial.

Dios pone a Job ante los misterios del mundo con una buena dosis de ironía:
“Así, pues, ciñe tus lomos como un hombre, te voy a preguntar para que me hagas
saber” (38,3). Pero esta ironía es desde el principio hasta el final una ironía benévola y
paternal. Dios no intenta disminuir ni degradar al hombre, le concede el honor de
hacerle su interlocutor, aunque le lleva a la humildad, a apearse de sus pretensiones
falsas. De cuestionador, Dios convierte a Job en cuestionado. El mundo, que Dios ha
dado al hombre, es suyo, pero Job apenas le conoce. El mundo está lleno de secretos
inaccesibles al hombre. Dios con sus preguntas le hace levantar los ojos, sacándole del
repliegue sobre sí mismo, de la concentración en su problema, para abrirle la mirada a
otros problemas más grandes e insolubles para él. Colocándole ante los misterios del
mundo, Dios ayuda a Job a encontrar su lugar en el mundo. El mundo es creación de
Dios y no de Job. Es un mundo bueno, bello, maravilloso, muy por encima de la mente
del hombre. La maravilla de la creación con sus misterios desdramatiza la angustia
obsesiva del hombre, que hace un mundo de sus pequeños problemas.

Después de haber enfrentado a Job con sus propios límites, Dios se pone a
desmenuzar despacio su primera respuesta para llevar a Job a arrodillarse ante él. Job
reclamaba un proceso judicial. Dios le ofrece, en cambio, un torneo sapiencial. Este
desplazamiento del eje del diálogo muestra la intención pedagógica de la intervención
de Dios. No se presenta como juez, según la imagen que Job y los amigos esperaban,
sino como maestro o padre que educa a su discípulo o hijo, abriéndole los ojos a la
realidad de la creación. Dios, con su sabiduría, ve hondo y lejos, se pasea por los
espacios desconocidos, suscitando en Job, no sólo el conocimiento, sino el asombro y
la admiración. Y Dios, que se mueve con libertad en medio de los seres infinitamente
grandes, se muestra también como el Dios de las más delicadas atenciones para cada
una de sus criaturas. En ese gran fresco de la creación Dios se mueve con dominio y
libertad, traza el camino, el sendero o el surco de cada cosa, se complace igualmente en
cuidar de lo superfluo y hasta lo aparentemente nocivo. Su providencia es gratuita y
sobreabundante.

b) Desde la tormenta

Dios no responde a Job con una teoría, sino revelándose a él. Dios deja oír su
voz en la tempestad. En lo incomprensible para el hombre Dios se muestra como Dios.
Dios no pretende explicar a Job el enigma del dolor, sino llevarle a la fe. Mientras el
hombre pretende medir el bien y el mal, ser “conocedor del bien y del mal” (Gn 3,5),
está a merced de Satanás, fuera de Dios. El hombre que pretende ser juez de Dios y le
presenta la lista de sus méritos se queda encerrado en sí mismo, en su mundo cerrado,

114
sin abrirse a la acción gratuita y bondadosa de Dios. Limitado a su visión miope, el
hombre no alcanza a vislumbrar la sabiduría y bondad de Dios. Sólo la renuncia a toda
autojustificación abre al hombre el camino hacia Dios. Abierto a la confianza total en
Dios, el hombre no sabrá explicarse el misterio del sufrimiento, pero lo puede vivir
como misterio de amor. Si el hombre se siente el centro del universo y pretende medir a
Dios, a sí mismo y al mundo con el corto metro de su yo, no sólo el dolor, sino todo
cuanto ocurre ante sus ojos le es incomprensible e inaceptable. Vuelve al caos y a la
nada.

Dios responde a Job directamente. De este modo le concede el mismo favor que
a los patriarcas (Ex 12,1; 15,1, etc), a Moisés (Ex 19,16) y a los profetas (Ez 1,4). El
encuentro se da en medio de la tormenta. La voz le llega a Job desde el viento
desencadenado, desde el torbellino que se levanta cuando el trueno “estremece la
tierra” (Si 43,17). Se trata de la se’arah que raptó a Elías a la presencia de Dios (2R
2,1.11), del carro de fuego de la aparición de Dios a Ezequiel (Ez 1,4), del torbellino
salvador que acompaña la teofanía salvadora que contempla Zacarías (Za 9,14). En
estos casos, como en el de Job, se trata de una intervención extraordinaria de Dios.

El torbellino de la tempestad es el signo de la distancia, de la trascendencia de


Dios, el totalmente Otro, pero la voz es el signo de la intimidad, de la cercanía de Dios,
que se deja oír del hombre, se comunica con él. Dios y hombre se encuentran en la
palabra, en el diálogo, en la comunicación que crea la comunión. La experiencia de Job
es la experiencia de Israel (Ex 16) y la experiencia de todo hombre. Job, desolado por
el sufrimiento, como Israel angustiado por el hambre, se lamentan contra Dios. Dios se
aparece a Job en el centro de la tormenta, como la Gloria del Señor se mostró a Israel
en la nube. Dios habla a Job y su palabra lo salva como salvó a Israel con el maná. Job
e Israel en la palabra descubren a Dios, confiesan su fe en él y Dios se une a ellos en
alianza de amor.

Desde la tormenta, Dios se pasea con Job por la creación, mostrándole sus
obras. Job queda sorprendido y maravillado por los misterios de los que él sólo
vislumbra una microscópica parte, mientras Dios les recorre con su soberanía absoluta.
Dios, ha quien Job ha interrogado insistentemente, responde interrogando a Job. Ahora
se invierten los papeles: el interrogado es Job. Job es interpelado por Dios en un plano
completamente diverso del que él había señalado: “¿Dónde estabas tú cuando la tierra
fue fundada?” es la primera pregunta que Dios hace a Job. Job, que se ha atrevido a
citar a Dios a juicio, ahora se encuentra con el interrogatorio que Dios le hace a él: ¿Tú,
quien eres? ¿Eres tú acaso el Creador? Del misterio de la creación Job es conducido al
misterio de Dios y, por él, a la fe en Dios en cuanto Dios.

Dios se muestra como el arquitecto del universo. El solo ha diseñado los planos
del mundo. El es el principio y, por tanto, él es el fin. Sólo él conoce el significado de
cada cosa, ordenada al fin que se ha propuesto “en el principio”. Sólo él tiene la visión
del conjunto. ¿Qué valor puede tener un juicio sobre un cuadro de Van Gogh antes de
estar terminado? Dios creó al hombre el sexto día para que nunca se creyera socio de
Dios en la creación del mundo. “¿Dónde estabas cuando yo ponía los fundamentos de
la tierra?”. Sólo quien conoce el principio conoce el fin y el significado de cada cosa,
incluido el sufrimiento, dado en vistas a lograr el fin del diseño. El designio de Dios
supera la capacidad del hombre, pues “en el principio creó Dios los cielos y la tierra”
(Gn 1,1).

115
Dios, arquitecto del mundo, revive emocionado la colocación de la primera
piedra de la tierra. La piedra sobre la que se sustenta el edificio anticipa la construcción
entera. Los astros de la mañana elevan el canto entusiasta de alabanza. El hombre,
Adán o Job, no pudo asistir a aquel momento solemne ni unirse al coro celeste. Sólo lo
hará más tarde al colocar la primera piedra del templo: “En cuanto los albañiles
echaron los cimientos del santuario de Yahveh, se presentaron los sacerdotes, revestidos
de lino fino, con trompetas, y los levitas, hijos de Asaf, con címbalos, para alabar a
Yahveh según las prescripciones de David, rey de Israel. Cantaron alabando y dando
gracias a Yahveh: Porque es bueno, porque es eterno su amor para Israel. Y el pueblo
entero prorrumpía en grandes clamores, alabando a Yahveh, porque la Casa de Yahveh
tenía ya sus cimientos” (Esd 3,10-11). Mientras Dios transporta a Job al momento de la
creación de la tierra, le hace escuchar la sinfonía de voces de las criaturas. El silencio
se rompe con el canto de las estrellas de la mañana, que marcan el ritmo del tiempo,
para que los hombres unan sus voces al canto coral de alegría y adoración de los
ángeles. Job es invitado a unir su voz “entre el clamor a coro de las estrellas del alba y
las aclamaciones de todos los Hijos de Dios” (38,7). La tierra es el templo de la
presencia de Dios, donde resuenan los cantos de todos los seres, como en el templo de
Jerusalén cantan los hijos de su pueblo.

Job no ha asistido a la liturgia primordial. En el amanecer del mundo no pudo


unirse al coro de las estrellas. Pero ahora, hablando del primer canto de la creación,
Dios mismo hace para Job el canto de la creación. Así le permite asistir al canto de
Dios, al nacimiento de los seres. Dios canta la creación para Job. Apenas Dios ha
puesto la piedra angular de la tierra, comienza a resonar el canto celeste. Adán no
formaba aún parte de la orquesta. La creación comienza en la noche y termina en la
mañana, pasa de las tinieblas a la luz, del caos de la nada a la armonía de la vida. Y
todos los seres cantan la alabanza divina. Las estrellas de la mañana son los últimos
vestigios de la noche. Ellas marcan el paso de la noche al día, constituyen el límite
entre la nada y el ser, entre el ayer y el hoy. No es aún pleno día. Es el alba del día que
despunta. El día llega cuando los hijos de Dios se unen al canto de las estrellas. Los
ángeles esperan a los hombres para comenzar las laudes a Dios. La creación entera es
un canto a Dios: “Cantad al Señor un canto nuevo, cantad al Señor toda la tierra” (Sal
96,1). Cada árbol, cada flor, cada ave canta su melodía. Pero desea que el hombre sea el
director de la orquesta.

Dios eleva un verdadero cántico de las criaturas, pleno de estupor y de


entusiasmo. Nada existe por casualidad. Dios tiene un plan maravilloso, ciertamente
muy superior de lo que el hombre puede sospechar. Su plan dista de los deseos del
hombre como el cielo de la tierra. Con sus interrogantes, Dios invita e incita a Job a
salir de los mezquinos conceptos de los amigos, pero también de los no menos
insensatos conceptos de su mente. Dios le invita a ceñirse los lomos para elevarse a la
contemplación de su plan realizado en la creación. Las preguntas no son más que la
mano de Dios que aferra la de Job para conducirle durante el viaje espacial por el
cosmos. Ante los ojos y oídos de Job pasan la tierra, el mar, la aurora, algunos
meteoros, algunas constelaciones, una serie de animales salvajes, ibis y gallo, leona,
gamuza y cierva, asno salvaje y búfalo, avestruz y caballo, águila y halcón.
Concluyendo con una interpelación directa sobre las pretensiones de Job (40,7-14).

Job había descrito el retrato de los malvados que se sienten a su aire en la

116
noche, diciendo: “Otros hay rebeldes a la luz: no reconocen sus caminos ni frecuentan
sus senderos. Aún no es de día cuando el asesino se levanta para matar al pobre y al
menesteroso. Por la noche merodea el ladrón. El ojo del adúltero espía el crepúsculo:
Ningún ojo - dice - me divisa, y cubre su rostro con un velo. Las casas perfora en las
tinieblas. Durante el día se ocultan los que no quieren conocer la luz. Para todos ellos la
mañana es sombra, porque sufren entonces sus terrores” (24,13-17). Ahora Dios le
presenta el esplendor de la aurora que sacude la tierra, como si fuera una alfombra, para
que caigan de ella todos los parásitos: “¿Has mandado, una vez en tu vida, a la mañana,
has asignado a la aurora su lugar, para que agarre a la tierra por los bordes y de ella
sacuda a los malvados? Ella se trueca en arcilla de sello, se tiñe lo mismo que un
vestido. Se quita entonces su luz a los malvados, y queda roto el brazo que se alzaba”
(38,12-15). Como la arena frena el ímpetu del mar, así la luz de la mañana reprime la
actividad de los malvados. Las tinieblas son el reino de la injusticia y de la violencia; la
luz es el reino de la justicia. La aurora agarra el manto de la tierra por las cuatro puntas
y lo sacude para expulsar a los malvados. “Cuando sale el sol se retiran las fieras y se
tumban en sus guaridas y el hombre sale a sus faenas” (Sal 104,22). Despejado el
campo de amenazas por la luz, el hombre puede salir a sus quehaceres. Es el actuar
diario de Dios: “Cada mañana haré callar a los hombres malvados para alejar de la
ciudad del Señor a todos los malhechores” (Sal 101,8). Los hijos de Dios son hijos de
la luz, poseen la vida; los hijos de las tinieblas están en la muerte. Esta luz está en Dios
y lo manifiesta en el rostro de su Hijo Jesucristo: “Quien le sigue no camina en
tinieblas” (Jn 8,12).

“La aurora se convierte en arcilla de sello y se colorea como un vestido”


(38,14). La tierra, penetrada por la luz de la aurora, se vuelve un sello personal, con
todos sus relieves visibles y con todos sus colores. La luz da forma y color a las cosas.
El hábito es símbolo de cada ser. Así la luz modela los seres como el sello da forma a la
arcilla. La tierra, masa amorfa en la oscuridad nocturna, con la luz del alba, recobra
formas infinitas y de diversos colores. Durante la noche todos los gatos son pardos, no
se distingue su forma o color, todo vuelve al caos de la nada. Con la luz de la mañana
todo es recreado y adornado. Es el don de Dios, luz increada, que saca la vida de la
nada.

Dios sabe muy bien que Job no estaba presente en el principio de la creación y
que es totalmente incapaz de hacer surgir la aurora. El saber de Job es sumamente
limitado, no penetra ni discierne la razón última de las cosas. Se le oculta el principio y
se le escapa la finalidad de los seres que le circundan. Nació después de ellos y le
sobreviven casi todos. No proceden del hombre los criterios de lo bello, de lo útil, de lo
bueno o verdadero, sino que brotan de Dios, de su libertad creadora. Y, en la medida en
que se despliegan ante los ojos de Job la fuerza y habilidad del Creador, en esa medida
se va estrechando el campo de su poder y pretensiones y se va ampliando su sensación
de impotencia. Su palabra de hombre no crea nada, no puede por tanto dar órdenes a la
mañana, ni al águila (38,12; 39,27). Los polluelos del cuervo, si tienen hambre, no
chillan hacia Job, sino hacia Dios (38,41). ¿Sabría Job cuidar de los seres de la creación
con la solicitud de Dios?

c) viaje cósmico

Dios hace a Job consciente de su ignorancia e impotencia, pero no para

117
aplastarlo, sino para situarlo en el sitio que le corresponde para enfrentarse con Dios. El
poder de Dios se muestra en su sabiduría y bondad con los animales salvajes. Es un
poder, que muestra su majestad y sobrecoge a Job, sin aplastarle, aunque le deje sin
palabras. Job es el hombre, viajero por un inmenso reino de maravillas, de la mano de
Dios. Lo maravilloso atrae y desborda. Dios va señalando con el dedo y la palabra cada
cosa. La palabra, siempre poética, transfigura los seres, creando casi su presencia. Así
el hombre va descubriendo el universo en que vive, los animales que desde el principio
le fueron sometidos. Con pasmo y sorpresa va descubriendo su propia ignorancia, su
limitado poder. Ser hombre y sufrir es una triste tragedia, pero ¡qué maravilla ser
hombre y poder descubrir el mundo creado por Dios para él!2 ¿Quién les da la
rapacidad?: 39,26-30.

El encuentro con Dios en la tempestad revela a Job la pequeñez y limitación del


hombre frente a la inmensidad de la creación y, más aún, frente al Creador. Pero esta
revelación no es humillante para el hombre, sino la invitación a ver a Dios como Dios y
a sí mismo como hombre, dependiente de Dios, pero abierto al amor de Dios, en
diálogo con él. La tempestad de interrogantes que Dios lanza a Job le hace ver sus
límites y sus posibilidades. Dios le hace partícipe de sus grandezas. Le abre los ojos
para que contemple las maravillas de las obras de Dios. Job puede contemplar la
gratuidad de Dios que está muy por encima de la mezquina teoría de la retribución. Que
la lluvia caiga sobre la estepa sin buscar beneficio alguno es un derroche de gracia
maravilloso. Como es maravilloso contemplar la vida del caballo salvaje o del búfalo
sin ninguna utilidad para nadie... La creación es un canto extraordinario a la bondad
infinita y gratuita de Dios. Si el hombre no logra comprender más que una mínima
parte de estas maravillas, sí puede adorar a su Creador. La creación es la clara
manifestación del amor salvífico de Dios en la historia.

De la tierra Dios conduce a Job a contemplar los orígenes del mar y le hace
asistir a su nacimiento del seno materno. Una fuerza interior empuja al agua desde el
seno de la tierra. La tierra se abre y el caudal de agua irrumpe entre sus piedras. El agua
2 Para no perderse en el largo discurso en conveniente tener ante los ojos
su esquema:
a) La creación del mundo: 38,4-21
¿Quién ha creado la tierra?: 38,4-7
¿Quién ha domado el mar?: 38,8-11
¿Quién hace surgir la aurora?: 38,12-15
¿Quién equilibra luz y tinieblas?: 38,16-21
b) La dirección del mundo: 38,22-38
¿Quién controla los depósitos de la nieve y el granizo?: 38,22-24
¿Quién dirige la lluvia, el rocío y el hielo?: 38,22-24
¿Quién guía los astros?: 38,31-34
¿Quién desencadena los huracanes?: 38,35-38
c) La dirección de los animales: 38,39-39,12
¿Quién nutre a las bestias salvajes?: 38,39-41
¿Quién preside su reproducción?: 39,1-4
¿Quién les ha dado la libertad?: 39,5-8
¿Quién controla a las bestias incontrolables?: 39,9-12
d) La determinación de los instintos animales: 39,13-30
¿Quién les da la rapidez?: 39,13-18
¿Quién les da la fuerza?: 39,19-22
¿Quién les da el gusto por el peligro?: 39,23-25

118
nace de la tierra como una criatura que fuerza su paso desde el seno materno. Nacida la
criatura, se la envuelve en pañales y mantillas. Al mar recién nacido Dios lo envuelve
en pañales de nubes y mantillas de nieblas: “¿Quién encerró el mar con doble puerta,
cuando del seno materno salía borbotando; cuando le puse una nube por vestido e hice
del nubarrón sus pañales” (38,8-9). Estas vendas, con que Dios envuelve el mar, son el
signo de la delicadeza y ternura de Dios para con sus criaturas, pero son también el
signo de su potencia. A un niño tan implacable y violento como el mar nadie sino Dios
lo puede controlar: “¿No me temeréis a mí que puse la arena por término al mar, límite
eterno, que no traspasará? Se agitará, mas no lo logrará; mugirán sus olas, pero no
pasarán” (Jr 5,22). La creación no está abandonada a los mecanismos ciegos de sus
impulsos, sino sometida a su Creador que la domina y regula con poder y bondad. Y si
Dios se ocupa del mar con la delicadeza de una madre, ¿cómo puede Job, el hombre,
poner en duda que cuide de él?

Y si nubes y nieblas cubren por encima el mar, por los extremos está encerrado
como una ciudad amurallada por las arenas de la playa (38,10). Así es domeñado el
“mar borrascoso que no sabe calmarse” (Is 57,20). San Juan Crisóstomo comenta: “El
agua marina, agitada, azotada, hinchada desde dentro, al no poder propasar sus límites,
proclama el poder de Dios”. Y cuando Dios habla de los límites y fronteras que pone al
mar, es como si le susurrase a Job: “Debes saber que en la creación hay cosas secretas;
la creación tiene sus misterios. Aunque no los descubras, conténtate con saber que
existen”.

Dios sigue conduciendo a Job en su viaje cósmico, maravilloso. En una


acrobacia de buceo Dios le sumerge hasta las fuentes de los ríos, hasta el seno de los
mares, hasta el fondo del abismo. Desde el abismo Dios le muestra el oriente y el
occidente, la residencia de la luz y de la tiniebla. El hombre, esa frágil criatura, nacida
ayer y que en un soplo se le consuman sus días, ante la infinitud del actuar de Dios
descubre una vez más sus estrechos límites: “¿Has penetrado hasta las fuentes del mar?
¿has circulado por el fondo del Abismo? ¿Se te han mostrado las puertas de la Muerte?
¿has visto las puertas del país de la Sombra? ¿Has calculado las anchuras de la tierra?
Cuenta, si es que sabes, todo esto. ¿Por dónde se va a la morada de la luz? Y las
tinieblas, ¿dónde tienen su sitio?, para que puedas llevarlas a su término, guiarlas por
los senderos de su casa. Si lo sabes, ¡es que ya habías nacido entonces, y bien larga es
la cuenta de tus días!” (38,16-21). Es el viaje de la Sabiduría, que proclama: “Rodeé el
arco del cielo y paseé por la hondura del abismo” (Si 24). Dios lo llena todo y el
hombre no puede huir y esconderse de él: “¿A dónde iré yo lejos de tu espíritu, a dónde
de tu rostro podré huir? Si hasta los cielos subo, allí estás tú, si en el Seol me acuesto,
allí te encuentras. Si tomo las alas de la aurora, si voy a parar a lo último del mar,
también allí tu mano me conduce, tu diestra me aprehende. Aunque diga: ¡Me cubra al
menos la tiniebla, y la noche sea en torno a mí un ceñidor, ni la misma tiniebla es
tenebrosa para ti, y la noche es luminosa como el día!” (Sal 139,7-12).

Job, con sus palabras, ha querido hacer de un día noche (c. 3), oscureciendo el
designio luminoso de Dios. ¿Sabe él acaso por dónde se va a la morada de la luz o a la
de las tinieblas? Como el sol pasa la noche en su tálamo (Sal 19,6), así la luz y las
tinieblas se recogen cada una en su morada cuando se retiran de la tierra, para volver a
aparecer en su giro diario. Hay unas puertas de la aurora y del ocaso (Sal 65,9). Luz y
tinieblas necesitan un guía que conozca su respectiva morada y el camino asignado
desde el principio a cada uno. Job no puede explicar lo que le sucede, porque no puede

119
abarcar el tiempo que le desborda por delante y por detrás. Le falta perspectiva para
conocer el designio original y el final de la historia. Frente a los días contados de Job se
alza el tiempo de Dios, para quien “mil años son un ayer que pasó” (Sal 90,4) y “es
Dios desde siempre y por siempre” (Sal 90,2).

Dios sigue mostrando a Job los tesoros que tiene en reserva para el hombre:
agua, nieve y rocío para sus necesidades, y granizo como arma para su liberación de los
enemigos. Sólo Dios les controla y dirige según la oportunidad del momento (38,22-
30). Dios ensancha los confines de la tierra habitable, derramando la lluvia en regiones
no habitadas, en un derroche que parece inútil y es providente. Con la lluvia generosa y
continua Dios defiende la tierra cultivada de la amenaza de la sequía y el bochorno,
fuerzas que intentan devolverla al caos amorfo y estéril. ¿Puede Job mandar la lluvia en
el momento oportuno? La pregunta delata de nuevo la ignorancia de Job y muestra la
sabiduría escondida de Dios. La lluvia, en forma de agua, nieve, escarcha o granizo, el
rayo y el trueno esconden un sentido, benéfico siempre, incluso como instrumentos de
castigo, que Job no comprende; tienen un poder, que Job no controla. El Creador tiene
un designio preciso incluso cuando derrocha la lluvia donde no se espera ni hace falta.
Su designio es más amplio de cuanto el hombre puede imaginar. Sólo Dios guía los
astros (38, 31-34), que “ocupan su puesto a una orden de Dios” (Si 43,10). Job no tiene
ningún poder sobre ellos, ha de contentarse con contemplarlos admirado, como el
cantor del salmo 8. Sólo Dios “ha establecido las leyes del cielo y de la tierra” (Jr
33,25). Desde el principio Dios ha encomendado al sol “regir el día y la noche, separar
la luz de las tinieblas” (Gn 1,18) y a la luna “determinar las fiestas y las fechas” (Si
43,7). La tierra está subordinada al cielo y el cielo obedece a Dios. En el Padrenuestro
el creyente desea e implora que “se haga la voluntad de Dios en la tierra como en el
cielo” (Mt 6,10). Job no tiene una voz tan potente que alcance las nubes ni tan
perentoria que las haga obedecer. Igualmente, los rayos cumplen velocísimos las
órdenes de Dios y se presentan a él a dar cuenta de su cumplimiento y a recibir nuevos
encargos (38,35). Sólo Dios tiene dominio sobre el rayo: “envía el rayo y él va, lo llama
y le obedece temblando” (Ba 3,33). Sólo Dios desencadena los aguaceros y huracanes
(38,37-38).

Del mundo mineral Dios pasa al mundo animal: leona y cuervo, gamuza y
cierva, onagro y búfalo, avestruz y caballo, halcón y buitre. Los diez animales
pertenecen al mundo del desierto, mundo caótico, ajeno u hostil al hombre. Son
animales nocivos o, al menos, sin utilidad para el hombre, no se dejan domesticar. Son
presas de caza que, al máximo, como el caballo, sirven sólo para la guerra. Pues bien,
Dios los ha creado y no los destruye, sino que los alimenta y cuida, aunque les
mantiene a raya. Dios no elimina los poderes hostiles, pero los controla. Así responde a
las quejas de Job sobre la impunidad de los malvados y el desorden del mundo. Los
dones de Dios a cada animal muestran su atenta solicitud por los seres de su creación: a
todos da su sustento, asistencia en el parto, libertad al asno salvaje, robustez al búfalo,
velocidad a falta de inteligencia al avestruz, enseña a saltar al caballo, a volar al halcón,
da casa inaccesible y vista de largo alcance al buitre. Dios se complace en la
contemplación de la obra de sus manos. El león es valeroso, amable la cierva, libre el
onagro y fuerte al búfalo; el caballo es bello e intrépido, velocísimo el avestruz, seguro
en el vuelo el halcón, de ojos penetrantes el buitre.3

El reino de los seres vivos, con sus instintos que les impulsan a la conservación

3 Otras listas de animales encontramos en Isaías: 11,6-8; 13;34;

120
de la vida, es un prodigio: “¿Cazas tú acaso la presa a la leona? ¿calmas el hambre de
los leoncillos, cuando en sus guaridas están acurrucados, o en los matorrales al acecho?
¿Quién prepara su provisión al cuervo, cuando sus crías gritan hacia Dios, cuando se
estiran faltos de comida?” (38,39-41), La descripción empieza por el león, “el más
valiente de los animales, que no retrocede ante nadie” (Pr 30,30). Dios le procura el
sustento para sus crías: “Los cachorros rugen por la presa reclamando a Dios su
comida. Todos ellos esperan que les des a su tiempo su alimento; tú se lo das y ellos lo
toman, abres tu mano y se sacian de bienes” (Sal 104,21.27-28). Al león sigue el
cuervo, que se alimenta de carroña, de los despojos que dejan para ellos la leona y sus
cachorros.

El instinto, que impulsa a los animales a la conservación de la vida, les impulsa


también a la conservación de la especie: “¿Sabes cuándo hacen las gamuzas sus crías?
¿has observado el parto de las ciervas? ¿has contado los meses de su gestación? ¿sabes
la época de su alumbramiento? Entonces se acurrucan y paren a sus crías, echan fuera
su camada. Y cuando ya sus crías se hacen fuertes y grandes, salen al desierto y no
vuelven más a ellas” (39,1-4).

Dios se recrea paseando a Job por el zoológico natural de la estepa, donde los
más variados animales se mueven en libertad: “¿Quién dejó al onagro en libertad y
soltó las amarras del asno salvaje? Yo le he dado la estepa por morada, por mansión la
tierra salitrosa. Se ríe del tumulto de las ciudades, no oye los gritos del arriero; explora
las montañas, pasto suyo, en busca de toda hierba verde” (39,5-8). Dios ha fijado la
habitación propia para cada animal. La maleza o montaña para la leona, el campo
abierto para gamuzas o ciervas, la llanura salada para el asno salvaje, lejos del establo
el búfalo, la arena para el avestruz, el viento para el halcón, un picacho para el buitre.
Son regiones no habitadas por el hombre. La creación es la alegría de un artista que ve
en su obra la bondad y la belleza de movimientos y colores: “¿Querrá acaso servirte el
búfalo, pasar la noche junto a tu pesebre? ¿Atarás a su cuello la coyunda? ¿rastrillará
los surcos tras de ti? ¿Puedes fiarte de él por su gran fuerza? ¿le confiarás tu menester?
¿Estás seguro de que vuelva, de que en tu era allegue el grano?” (39,9-12).

El búfalo no presta su vigor al hombre; es fuerte, pero no de fiar. Si no es útil al


hombre, ¿tiene sentido su existencia? Los animales, incluso los aparentemente nocivos
o inútiles, son buenos como todos los seres de la creación (Gn 1). Dios cuida de ellos y
los controla. ¿No sucede lo mismo en el reino de los hombres? Aunque en algunos
hombres se haga presente la fuerza del mal no por ello son pura maldad. Dios puede
alimentarlos y cuidar de ellos, “hacer salir el sol y llover sobre ellos” (Mt 5,45). Dios
cuida y controla la creación. Y los animales “inútiles” para el hombre, ¿no tienen
sentido? La valoración de Dios no es utilitarista. Contemplar, admirar y alabar es más
importante que usar para poseer y dominar.

Dios le da tiempo a Job para la maravilla y el estupor ante los instintos


diversificados de cada especie. Estúpido como él solo, el avestruz se distingue por la
rapidez: “El ala del avestruz, ¿se puede comparar al plumaje de la cigüeña y del
halcón? Ella en tierra abandona sus huevos, en el suelo los deja calentarse; se olvida de
que puede aplastarlos algún pie, o cascarlos una fiera salvaje. Dura para sus hijos cual
si no fueran suyos, por un afán inútil no se inquieta. Es que Dios la privó de sabiduría,
y no le dotó de inteligencia. Pero en cuanto se alza y se remonta, se ríe del caballo y su
jinete” (39,13-18). El avestruz se ríe del caballo, pero al caballo no le importa. Es

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noble, fuerte, elegante, leve y poderoso al mismo tiempo: “¿Das tú al caballo su brío?
¿revistes su cuello de tremolante crin? ¿Le haces brincar como langosta? ¡Terror
infunde su relincho altanero! Piafa de júbilo en el valle, con brío se lanza al encuentro
de las armas. Se ríe del miedo y de nada se asusta, no retrocede ante la espada. Va
resonando sobre él la aljaba, la llama de la lanza y el dardo. Hirviendo de impaciencia
devora la tierra, no se contiene cuando suena la trompeta. A cada toque de trompeta
responde con un relincho, olfatea de lejos el combate, las voces de mando y los
clamores” (39,19-25).

Y del caballo veloz, Job es invitado a levantar la vista a las aves rapaces, para
contemplar la agudeza de su vista y la rapidez de su vuelo: “¿Acaso por orden tuya el
halcón emprende el vuelo, despliega sus alas hacia el sur? ¿Por orden tuya se remonta
el águila y coloca su nido en las alturas? Pone en la roca su mansión nocturna, su
fortaleza en un picacho. Desde allí acecha a su presa, desde lejos la divisan sus ojos.
Sus crías lamen sangre; donde hay muertos, allí está” (39,26-30). Desde su altura
vertiginosa, gracias a su vista agudísima, puede observar y descubrir la presa y sobre
ella se lanza con velocidad incontenible.

Job pedía una tregua en su sufrimiento, antes de morir, y pedía que cesasen las
hostilidades de Dios para con él “para tener un instante de alegría” (10,20). El paseo
cósmico de la mano de Dios es una tregua en el dolor más bien que un instante de
alegría. El tono entre irónico y condescendiente de Dios muestra que no hay hostilidad.
Job se siente reconciliado con Dios, aunque no tenga respuesta para sus preguntas. Y la
tregua será inicio de una etapa nueva de felicidad duplicada.

En este fascinante itinerario por la creación se muestra el verdadero rostro de


Dios, deformado por los amigos y por Job mismo. Dios, en su ocultamiento a los ojos
miopes del hombre, no está ausente de su creación, sino que la conoce en sus mínimos
detalles y la guía con sabiduría. Dios es el creador de cada ser y actúa con libertad
absoluta en la creación, pero no abandona la obra de sus manos al azar, sino que la guía
con solicitud y mantiene la armonía del cosmos con su poder. La creación es el
despliegue maravilloso de la gratuidad. Dios, como los niños, no se rige por el
mezquino sentido de la utilidad. Derrocha tesoros inmensos en la estepa, esconde
maravillas en los abismos de los océanos, multiplica las galaxias inalcanzables a la
vista humana. Y Dios invita a Job, al hombre, a buscar, gozar, admirar y cantar las
maravillas inagotables que ha creado para él. Desde sus límites, sin la arrogancia de
querer suplantar a Dios, el hombre es invitado a recibir de Dios el ser y la gracia, la
vida y la comunión con él. Dios habla al hombre y le muestra sus obras como un
enamorado que desea suscitar la admiración de la amada, para que se una a él.

3. AHORA TE HAN VISTO MIS OJOS

a) Me taparé la boca con la mano

Al desvelarle a Job sus límites, Dios, más que condenarle, le abre los ojos para
que se sitúe en la realidad. Dios hojea ante la mirada de Job el álbum del universo,

122
señalando su presencia en cada fotografía, para que Job también la descubra. En
realidad, Dios da la palabra a sus obras para que ellas conduzcan al hombre desde su
pequeño misterio al misterio de Dios. La creación recobra todo su esplendor y misión:
lejos de ser la aliada de Dios en sus designios contra el hombre, como le acusaba Job,
se convierte en la aliada del hombre para llegar al misterio del amor de Dios. La
creación se convierte en el lenguaje de Dios que interpela al hombre y le lleva a pasar
de ella al Creador. Los seres le marcan las pistas para volver a acercarse a Dios. Así, sin
violencia, la palabra de la creación entra en el ánimo de Job, se hace suya y despierta en
él la alabanza del corazón y de los labios. La indigencia congénita del saber humano se
convierte paradójicamente en pedagogía que abre al hombre el acceso a la sabiduría de
Dios.

Dios, tras mostrar las obras de su creación, con la ironía del amor, invita a Job a
responder: “¿El adversario de Sadday quiere seguir el proceso? ¿El censor de Dios va a
replicar aún?” (40,2). Job, con sus interpelaciones, ha conseguido una victoria de la que
puede estar satisfecho: Dios le ha respondido. Entre el silencio de Dios y la fulminación
de Job, Dios ha hablado y Job resta con vida. Ahora Dios interpela a Job, que se siente
desbordado por la respuesta de Dios. La cascada de preguntas, seguidas de las
descripciones fascinadoras de los seres de la creación, han dejado a Job estupefacto:
“tus torrentes y tus olas me han arrollado” (Sal 42,8), podría decir Job.

Ante el peso y consistencia de los argumentos de Dios, los interrogantes de Job


han perdido todo valor. Tapándose la boca con la mano, Job reconoce admirado la
supremacía de Dios. Job había pedido a los amigos por dos veces que se taparan la boca
con la mano ante la inconsistencia de sus razonamientos. Eso es lo que piensa ahora de
sus razones. Job no ha recibido una respuesta a sus interrogantes, pero Dios ha anulado
sus preguntas, haciéndole comprender que en el mundo existe un orden y una armonía
incomprensibles para él. La palabra de Dios ha creado en Job el silencio acogedor. La
conversión de Job al silencio es la celebración de la grandeza y libertad de Dios. El
silencio es su profesión de fe: “¡He hablado a la ligera: ¿qué voy a responder? Me
taparé la boca con mi mano. Hablé una vez..., no he de repetir; dos veces..., ya no
insistiré” (40,4-5). Job ha sostenido hasta el último momento su inocencia. Los amigos
han intentado convencerle de que el origen de sus desgracias está en su pecado,
escondido quizás para él mismo, pero él no ha dejado de rebatirles, proclamando su
justicia. Sin embargo, tras la manifestación de Dios, Job confiesa que ha hablado sin
discernimiento. Ante la aparición de Dios, constata el fallo de la ley que pretende
reclamar automáticamente, mediante la perfección del hombre, el don divino de la
felicidad.

Dios no está airado contra Job, sino contra los amigos. Sin embargo, Job se
siente culpable ante Dios. El sufrimiento de Job no es debido a su culpa, sino a su
justicia. Esta es la paradoja del actuar gratuito de Dios, que hace saltar todos los
esquemas humanos. Job ha sido probado con el dolor precisamente por su fe y justicia.
Job tenía razón en rebelarse contra el sufrimiento como fruto de su culpa, como le
repetían los amigos. Pero esta razón acaba cuando no se halla ante los hombres, sino
ante Dios. Ante Dios se reconoce culpable. El gran sufriente se convierte en el gran
creyente: Job ha encontrado el verdadero rostro de Dios.

La fe en la justicia de Dios, creador y go’el, lleva a Job al silencio. Ya antes


(9,3.14) Job había imaginado una entrevista en la que las preguntas de Dios lo

123
reducirían al silencio. Pero ahora el silencio de Job ha cambiado de sentido. Antes su
silencio era la confesión de la impotencia humana frente a la absoluta superioridad de
Dios. El silencio era la última palabra del hombre como confesión de su fracaso tras el
largo camino de reflexión sapiencial. Aquí el silencio de Job se presenta como fruto de
la palabra de Dios. Al reclamar un duelo con Dios, Job se había puesto a sí mismo en
una situación límite y desde entonces la percepción de su indigencia le fue llevando a
una soledad y desesperación cada vez mayor. En la presente teofanía, en cambio, es
Dios quien conduce a Job hasta los límites de su poder de hombre, para que cese de
chocar con ellos y se reconcilie con su misma limitación. Job comprende que toda la
obra de Dios es potencia y cariño y que su amor a la vida garantiza su designio de
salvación.

Ante Job, que ha citado tantas veces a juicio a Dios, ahora se abren dos
posibilidades: replicar a Dios o callar para escuchar a Dios en la fe. Job, balbuciendo,
acepta la segunda. Dios no considera blasfema la primera alternativa. Dios ha aceptado
la réplica de Moisés en Rafidim por la falta de agua (Ex 17,1-7) y luego la áspera
réplica por la falta de carne (Dt 1,37;3,26). Ha aceptado las amargas confesiones de
Jeremías (Jr 12,1-6;15,10-12;20,7-13), la de Habacuc (Hb 1,12-2,5). Pero, ahora, Job
ha encontrado a Dios y seguir la discusión no tiene sentido. Job retira todos los cargos.
Job, que había amenazado a los amigos: “¿no os sobrecoge su majestad?”, hace él
mismo esa experiencia. Y como había aconsejado a los amigos que “callarse es lo
mejor” (13,5), retira sus cargos y decide retirarse. Pero Dios no acepta la retirada. Job
había propuesto: “pregunta tú y yo te responderé” (13,22). Dios ha preguntado y
preguntado, pero Job no tiene nada que responder. Se excusa: “¿qué replicaré?”. Dios
apela a su hombría: “si eres hombre, cíñete los lomos”. A Dios le queda aún algo
importante que decir.

b) Creación e historia

En las largas reflexiones sobre la providencia de Dios en la creación ya aflora el


tema de la acción de Dios en la historia, que explicita ahora en el segundo discurso. Los
dos polos se unen y complementan mutuamente, vibran armónicamente. La creación es
ya una palabra sobre el sentido del actuar de Dios en la historia. El señorío cósmico de
Dios es expresión de su designio de salvación. En medio del cuadro, que muestra su
providencia en la creación, Dios interpela a Job: “¿Me vas a condenar para tener tú
razón?”. La providencia de Dios en la creación y su justicia salvífica en la historia se
abrazan. Dios, con su interpelación, invita a Job a franquear la distancia que ha puesto
entre ellas. Si ya se ve reducido a sus verdaderos límites por los interrogantes
indescifrables del universo, a fortiori tendrá que respetar el misterio de la acción de
Dios en su vida.

Si Dios, en su primer discurso, se ha mostrado sereno, divertido y cariñoso,


describiendo las obras de la creación, ahora pasa a abordar su acción en la historia.
Responde así a Job que ha criticado sin cesar su actuación. Job creía que no podía tener
razón más que a costa de la condenación de Dios. Dios, que le sigue hablando desde el
torbellino de la tempestad, le interpela e interroga: “Ciñe tus lomos como un bravo: voy
a preguntarte y tú me instruirás. ¿De verdad quieres anular mi juicio? Para afirmar tu
derecho, ¿me vas a condenar? ¿Tienes un brazo tú como el de Dios? ¿Truena tu voz
como la suya?” (40,7-9). ¿Tiene Job la capacidad y la fuerza de suplantar a Dios en el
juicio del mundo? Si se cree capaz, que lo demuestre: “¡Ea, cíñete de majestad y de

124
grandeza, revístete de gloria y de esplendor! ¡Derrama la explosión de tu cólera, con
una mirada humilla al arrogante! ¡Con una mirada abate al orgulloso, aplasta en el sitio
a los malvados! ¡Húndelos juntos en el suelo, cierra sus rostros en el calabozo! ¡Y yo
mismo te rendiré homenaje, por la victoria que te da tu diestra!” (40,10-14). Dios, con
benévola ironía, le invita a demostrar su poder. Que Dios ceda su honor y alabe al
hombre es la distorsión de toda la piedad de Israel, que en todos sus cantos alaba la
diestra de Dios como la única que puede salvar. Dios, dando la vuelta al lenguaje
bíblico, muestra el desatino de la audacia de Job. Si Job no es capaz de salvarse por su
propia mano, ¿no será lo más razonable y sabio la aceptación de su finitud y la acogida
filial de la sabiduría de Dios? La negación de su justicia ante Dios le abrirá el acceso a
la justicia de Dios.

Job no tiene un brazo potente como el de Dios. “Es incapaz de aplastar a los
malvados”, es decir, de realizar por sí mismo la justicia que reclama. La vanidad sí que
está al alcance de Job, pero ¿está en su mano“revestirse del honor y de la majestad de
Dios”? Si fuera capaz de ello, Dios no tendría más remedio que inclinarse ante el nuevo
señor de la historia. Job había repetido una y otra vez que Dios regía el mundo con
violencia e injustamente. ¿Se cree él capaz de hacerlo mejor? ¿Se siente con fuerza para
vencer el mal destructor que surca la tierra y el mar? Job es invitado a reconocer lo
infundado de sus acusaciones y a confesar la justicia de Dios, como hace el salmista:
“Tú eres justo cuando hablas y recto en tu juicio” (Sal 51,6). Dios no condena la
conducta de Job, pero quiere llevar a Job a renunciar a su razón, para purificar su fe.
Reconocer la justicia del actuar de Dios es dejarse justificar por él.

Job ha interpelado a Dios sobre su justicia en el gobierno del mundo. El sufre


sabiéndose inocente, de donde deduce que Dios lo trata injustamente. Y Job no es una
excepción, ya que Dios o no distingue entre buenos y malos o favorece de hecho a los
malos o se desentiende del mundo, de modo que la injusticia domina en el mundo. En
tal caso mejor sería que el mundo volviese al caos. Para Job van unidos su sufrimiento
inmerecido, el desorden moral del mundo y las fuerzas del caos. Partiendo de su
experiencia engloba el universo y termina acusando a Dios. Dios acepta el
planteamiento de Job y le responde desde el principio que tiene un designio (38,2) y
que, dentro de ese plan, tiene cabida el mal y la injusticia (40,11-12). Pero él controla y
domina constantemente las fuerzas del mal y del caos. La sabiduría de Dios, que se
muestra en la creación, es ya expresión de su justicia. Con los símbolos del mal y del
caos vencidos cotidianamente Dios muestra su justicia salvadora. La luz vence
diariamente las tinieblas de la noche. Y Dios domina a los dos animales símbolo del
poder caótico. Estos dos animales llenan este segundo discurso de Dios: Behemot y
Leviatán. El Leviatán es uno de los monstruos marinos que resisten al poder ordenador
de Dios (Is 27,1; Sal 74,14; 104,26). Los dos animales, con rasgos del hipopótamo y
del cocodrilo, se cargan de valor simbólico: representan poderes sobrehumanos,
hostiles al hombre y al orden del cosmos. Simbolizan las fuerzas del caos, a las que Job
no puede enfrentarse y mucho menos vencer. Eso se lo reserva Dios, en el tiempo y
modo que él define. Así responde a las objeciones de Job, no sólo tapándole la boca,
sino mostrándole el puesto de los poderes hostiles en la creación: “Yo los he creado lo
mismo que a ti” (40,15).

Ezequiel presenta al cocodrilo como animal emblemático de Egipto, agresor de


pueblos, vencido por el Señor: “Aquí estoy contra ti, faraón, rey de Egipto, colosal
cocodrilo acostado en el cauce del Nilo... Te clavaré arpones en las fauces, prenderé en

125
tus escamas los peces de tu Nilo... Te echaré de comida a las fieras de la tierra y a las
aves del cielo” (Ez 19,2-5). Aunque el hombre no logre dominar las fuerzas del mal,
Dios las controla. A Job no lo puede salvar su diestra, Dios sí puede y quiere salvarlo.

Con la evocación de Behemot y Leviatán, los dos monstruos deformes, tipos


perfectos de la pesadez el uno y de la crueldad el otro, Dios muestra a Job los vestigios
del caos vencido. De este modo le hace comprender que sus reivindicaciones estaban
por encima de su capacidad, abocadas por tanto al fracaso. Job no había tomado en
cuenta más que su pequeño mundo familiar, sin tener en cuenta la realidad del universo.
Es imposible para él cazar, domesticar y hasta simplemente impresionar a Behemot y,
mucho menos, a Leviatán, “que considera el hierro como si fuera paja” (41,19). Y, sin
embargo, lo que para Job es inconcebible, es sólo un juego para Dios. Dios no
solamente ha creado a esos monstruos, “como a Job”, sino que les ha concedido un
poder indiscutible (41,19.26). Dios crea lo que quiere y sólo él sabe por qué lo hace.
¿Cómo se atreve el hombre a enfrentarse y a provocar a Dios, si tiembla ante un
cocodrilo? En la creación de Dios todo es orden, medida y belleza, pero orden
impenetrable, medida inconmensurable y belleza fascinante. Es el camino de la fe. Dios
no explica a Job el misterio del sufrimiento mediante razonamientos, sino que le
impulsa a abandonar sus pretensiones de encerrar a Dios en sus razonamientos.

Job, pequeño y asustado, asiste al espectáculo de Behemot y del Leviatán, cuya


fuerza destructora sólo Dios puede dominar y vencer. Reconocer el dominio de Dios
sobre el mal es aceptar la salvación sólo de él. En Dios puede descansar, recobrando la
paz. Dios, enfrentado directamente el planteamiento de Job, lo desafía a gobernar el
mundo mejor que él. La inocencia proclamada de Job no implica la culpa de Dios. ¿Es
necesario condenar a uno para absolver al otro? Dios rechaza el planteamiento de los
amigos, que acusan a Job para justificar a Dios, y el de Job, que acusa a Dios para
salvar su inocencia. Dios declara justo a Job, sin que esto implique su propia culpa.
Dios no suprime a los animales nocivos, no suprimirá a Behemot y Leviatán, no ha
suprimido a Satán. ¿Pretende hacerlo Job? ¿Es capaz de hacerlo? ¿Es conveniente
hacerlo? Con ironía Dios invita a Job a hacer de Dios y él le cantará un himno de
alabanza: ¡Cíñete de majestad y de grandeza, revístete de gloria y de esplendor!
¡Derrama la explosión de tu cólera, con una mirada humilla al arrogante! ¡Con una
mirada aplasta a los malvados! “Entonces ¡yo mismo cantaré tu alabanza: ¡Tu diestra te
ha dado la victoria!”.

Jeremías, en una de sus confesiones, pide cuentas a Dios por no destruir a los
malvados: “no me dejes perecer por tu paciencia”. Jeremías ha sido fiel a la misión que
Dios le ha confiado, pero le parece que Dios no lo es con él, pues tratando con
indulgencia a sus perseguidores le hace sufrir injustamente, siendo él inocente. Acabar
con los malvados cuanto antes es la súplica también del salmista “para liberar a la
Ciudad del Señor de todos los pecadores” (Sal 101,8). El hombre, en su pequeñez,
incapaz de librarse de las pequeñas serpientes del desierto (Nm 21,4-9), se cree siempre
más inteligente que Dios y desea darle lecciones. En el fondo no soporta la libertad;
queriendo eliminar el mal, lo único que suprime es la libertad. San Agustín,
comentando el salmo 122, dice: “El hombre se siente justo frente a Dios. Es rico, tiene
el pecho lleno de justicia. Le parece que Dios obra mal y piensa ser justo. Y si le
encargaras de timonear la nave, naufragaría con ella. Quiere desbancar a Dios del
gobierno del mundo y tomar él el timón de la creación, repartiendo a todos dolores y
gozos, castigos y premios. ¡Pobre alma!”. La justicia de Dios siempre es sorprendente.

126
Siempre sorprende su bondad gratuita: “¿Es que va a ser tu ojo malo porque yo soy
bueno?” (Mt 20,15). El hombre se parece siempre al profeta Jonás. Cuando, al final de
proclamar sus amenazas contra Nínive, espera con regusto la aniquilación de la ciudad
enemiga, no soporta que Dios no cumpla su palabra, protesta contra la misericordia de
Dios. Con ironía Dios debe darle la lección del ricino (Jon 4).

Job, oponiéndose a sus amigos, inconscientemente había caído en las redes de


su lógica: “Yo soy inocente y, por tanto, Dios sólo se me puede mostrar por la vía de la
felicidad”. Esta lógica retribucionista y mecánica cae por tierra ante la aparición de
Dios. A Job se le caen, como a Pablo, las escamas de los ojos fariseos y puede ver a
Dios. Dios, en su libertad, puede acercarse al hombre en el camino de Damasco,
cuando está respirando violencia y maldad, y puede llegar hasta el hombre en el camino
del sufrimiento. El sufrimiento entra en el designio de Dios como camino de salvación.
Job es la invitación a romper todas las imágenes falsas de Dios, hechas siempre a
nuestra medida.

Job, al intuir el cambio de la manifestación de Dios, intentó bloquearla. Sus


protestas de inocencia han sido una llamada a Dios para que volviera a manifestar su
benevolencia inicial. Pero Dios ha seguido con Job el itinerario de la fe. Dios deseaba
que Job aceptase que su inocencia o justicia no son bienes por los que pueda reivindicar
algo de Dios. El amor y benevolencia de Dios son siempre dones gratuitos. También la
forma nueva de presencia de Dios en su vida es un don. Dios no obliga a Job a
confesarse pecador, pero lo invita a reconocer que su fe y su justicia no le dan derecho
a forzar el amor de Dios. Dios, incluso después de la confesión de Job: “ahora te han
visto mis ojos”, permanece oculto en su transcendencia. Dios es Dios. Más que una
teofanía de Dios, Job recibe una palabra de Dios. Es una palabra que no desvela el
misterio de Dios. Es una palabra que celebra la libertad de Dios creador y su amor
salvador. Dios libera a Job de la idolatría de una imagen, revelándose a través de la
libertad inaferrable de la palabra y del amor.

c) Yo te conocía sólo de oídas

Job y los amigos hablan, pero no se hablan. Ninguno escucha al otro. Dios y Job
se hablan. Dios habla a Job, Job le escucha y le responde. Dios, ante los reproches de
Job, se presenta ante él: “¿Quien es éste que empaña el consejo con razones sin
sentido?” (38,2). Job, ante la revelación de Dios, queda sin palabra, se tapa la boca con
la mano (40,3-4). Pero Dios, con su palabra, suscita en Job una palabra de respuesta
auténtica. Job comienza por confesar: “Era yo quien empañaba el consejo con razones
sin sentido” (42,3). Dios acepta y suscita el diálogo con el hombre contrito y humillado.
Job puede presentarse ante Dios reconociendo su nada y su pecado: “Sí, he hablado de
grandezas que no entiendo, de maravillas que me transcienden. Ahora sé que eres
todopoderoso y ningún plan te es irrealizable” (42,1-3). Job se abre a la fe de Abraham:
“¿Hay algo imposible para el Señor? (Gn 18,14), a la fe de María, que experimenta que
“ninguna cosa es imposible para Dios” (L.c. 1,37). Y Job ríe como Abraham, ve la
gloria de Dios, recibe el hijo de la fe: “Yo te conocía de oídas, pero ahora te han visto
mis ojos” (42,5).

Job confiesa su ignorancia. Y su ignorancia le abre los ojos para ver a Dios
como creador amoroso y como salvador: “Yo te conocía sólo de oídas, mas ahora te han
visto mis ojos. Por eso me retracto y me arrepiento en el polvo y la ceniza” (42,5-6).

127
Ahora, sin las escamas de lo que había oído de Dios, Job ve a Dios “con los ojos
iluminados del corazón” (Ef 1,18), entrando en comunión de amor con él. La
experiencia personal de Dios borra todos sus interrogantes.

Lo que Job no ha encontrado en los amigos lo ha encontrado en Dios. En medio


de los reproches ha encontrado comprensión, compasión y razones persuasivas. Con su
intervención Dios no justifica legalmente a Job, pero lo admite en la intimidad del
diálogo con él. Este es el triunfo del despojamiento de sí mismo y de toda
autojustificación. Dios habla al hombre a través de la evocación de la creación, que
muestra el amor, la sabiduría y la transcendencia de Dios. El acto creador de Dios es su
primer acto salvífico. Dios crea los seres con un designio y lleva a cumplimiento su
plan misterioso con libertad y fidelidad. El Dios creador es el Dios salvador. El
sufrimiento no queda fuera de su designio. En el designio creador de Dios Job descubre
su rostro.

Los discursos de Dios responden al deseo más profundo de Job. A Job le basta
con haber visto y escuchado la voz de Dios. Lo demás no cuenta. Su dolor queda
sumergido y apagado en la cercanía de Dios. Oír a Dios le reconcilia con su historia. En
el esplendor de la creación, mostrada por Dios, Job contempla la verdadera imagen de
Dios. Su sabiduría, poder y justicia resplandece en la naturaleza y su resplandor ilumina
la vida del hombre. Job se convierte a Dios, se recoge en un silencio de reverencia, se
distancia de sí mismo y se ve como Dios lo ve. Job llega a la fe a través del ateísmo.
Ateísmo es la negación del teísmo, el rechazo de la imagen racional de Dios. La imagen
humana de Dios es siempre un ídolo, no es el “Dios verdadero” (Jn 17,3). A los
primeros cristianos les condenaron a muerte como “ateos”. Y proclama san Justino:
“Nos llaman ateos y ciertamente lo confesamos: nosotros somos ateos de esos falsos
dioses”.

Sólo esta palabra de Dios logra disolver la angustia de Job. El justo doliente se
ve invitado a inclinarse ante la mano potente y protectora de Dios y a dejarse llevar por
ella en el diálogo de la fe. Dios condesciende con la debilidad de Job. Se equivocó al
exigir la manifestación de Dios, pero acertó al seguir esperando y aguardando que Dios
hablara. Dios ha hablado y le ha revelado no sólo quién es Dios, sino también quien es
Job. Ahora Dios puede callarse de nuevo. Job lo ha visto y esto le basta. Ahora puede
callarse también Job; su silencio es el mejor lenguaje de su fe.

El salterio es el libro de oración del creyente en Dios. El creyente vive toda su


vida de cara a Dios. El llanto y el canto de alegría sale de su boca, buscando el oído de
Dios. Los lamentos llenan el salterio. El enemigo circunda al creyente a lo largo de su
vida. El enemigo puede ser una enfermedad que amenaza la vida (Sal 6; 22; 38; 88;
102), una tragedia nacional o la pesadilla de un proceso que puede terminar con una
condena capital. El enemigo, símbolo del mal, hace que el orante se sienta como una
ciudad sitiada por un ejército hostil (Sal 3,7; 27,3; 55,19); otras veces, sirviéndose de la
imagen de la caza, se siente como la pieza seguida, alcanzada, aplastada contra el suelo
(Sal 7,6; 31,5; 35,7-8; 57,7); a veces se siente abandonado ante al fauces del león que lo
quiere despedazar (Sal 7,3; 22,14; 35,21; 27,2). El enemigo puede ser también un
pecado, que separa al creyente de Dios, haciéndole experimentar la tragedia del silencio
de Dios (Sal 6; 38; 51). Ante el peligro, del fondo del corazón del orante surge la
pregunta de Job: “¿Por qué? o ¿hasta cuando?” (Sal 6,4; 13,2-3; 35,17; 42,10; 90,13).
En el grito, que suena como una acusación a Dios, se da el encuentro con Dios. El grito

128
se hace diálogo personal con Dios. El orante, desde su experiencia del dolor, puede
decir con Job: “Ahora te han visto mis ojos”.

Job había pedido encontrar a Dios “para defenderse en su presencia; eso sería ya
mi salvación, pues el impío no comparece ante él” (13,15-16). Desde lo hondo de su
angustia había suspirado: “¡Ojala supiera cómo encontrarlo, cómo llegar a él” (23,3).
Dios se lo ha concedido, manifestándose en la tormenta, y Job lo reconoce: “te han
visto mis ojos”. Y no se trata sólo de visión, sino de encuentro y compañía. Job hace la
experiencia del orante del salmo 73, en el que se enfrentan la prosperidad de los
malvados y el sufrimiento del orante, que conoce y confiesa su inocencia. La realidad
le ha puesto en peligro de flaquear en su fe, ha querido comprender y resolver el
enigma a fuerza de reflexión, hasta que confiesa su fracaso. En ese momento Dios lo
invita a subir a su punto de vista elevado, para divisar el destino de los malvados. Y lo
invita sobre todo a experimentar la incomparable e inefable compañía de Dios. Como
Job, puede proclamar: “para mí lo bueno es estar junto a Dios”. Job, lo mismo que
Jacob, sale cojeando de la lucha con Dios, pero contento “porque he visto a Dios y he
quedado con vida” (Gn 32,31). En la aparición de Dios, Job acepta el puesto de
hombre, acogiendo a Dios como Dios, entregándose a su designio, aunque diste de sus
pensamientos como el cielo de la tierra. Job puede confesar con el salmista: “en esto
reconozco que me amas” (Sal 41,2), “reconozco que con razón me hiciste sufrir” (Sal
119,75), “yo sé que el Señor es grande” (Sal 135,5).

En la intervención de Dios, Job ha descubierto su ignorancia y el límite de su


capacidad. Podría orar: “No pretendo grandezas que superan mi capacidad” (Sal 139,6),
“tanto saber me sobrepasa, es sublime y no lo abarco” (Sal 139,6). En la teofanía y en
la palabra, Job se ha encontrado con Dios y esa profunda experiencia acalla todos sus
deseos: “yo mismo lo veré, mis propios ojos lo verán” (19,27). “Porque el Señor es
justo y ama la justicia, los justos verán su rostro” (Sal 11,7), “yo, por mi justicia, veré
tu rostro; al despertar me saciaré de tu semblante” (Sal 17,15). Job, encontrándose con
Dios, supera la imagen limitada de Dios. Dios era un tema de discusión en la boca de
los amigos, ahora es uno con quien se encuentra personalmente. El gesto de luto
(2,8.12) se ha transformado en gesto de penitencia: “Yo te conocía sólo de oídas, mas
ahora te han visto mis ojos. Por eso me retracto y me arrepiento, echándome polvo y
ceniza” (42,5-6). Como a los grandes creyentes (Gn 32,11; Ex 3,11; Is 6,5; Jr 1,6), el
encuentro con su Dios le ha enseñado la humildad. Renuncia a proseguir su debate: “Yo
que soy tan poca cosa, ¿cómo podría replicar?”. Sin retórica y sin imágenes, con pudor,
motiva su resolución con dos descubrimientos que acaba de hacer: su ignorancia sobre
la creación y su desconocimiento de Dios.

Dios ha repetido a Job una pregunta: ¿Qué es lo que sabes, qué es lo que
conoces? Job, con la humildad de la verdad, responde: “Sé que lo puedes todo: ningún
proyecto te es irrealizable. Sí, he hablado de maravillas que no entiendo, que me
superan y que no conocía” (42,2-3). Job confiesa que no hay nada imposible para Dios.
Es la afirmación de Dios a Abraham después de la risa de Sara ante el anuncio de la
concepción de un hijo en su ancianidad. Es lo que proclama Zacarías ante las dudas
que el Resto de Israel abriga sobre su salvación: “Así dice Yahveh Sebaot: Si ello
parece imposible a los ojos del Resto de este pueblo, en aquellos días, ¿también a mis
ojos va a ser imposible? He aquí que yo salvo a mi pueblo del país del oriente y del país
donde se pone el sol; voy a traerlos para que moren en medio de Jerusalén. Y serán mi
pueblo y yo seré su Dios con fidelidad y con justicia” (Za 8,6-8). Es lo que el ángel

129
proclamará ante María, al anunciarla que Isabel, la estéril, ha concebido un hijo en su
vejez: “Porque nada es imposible para Dios” (L.c. 1,37). Es la experiencia de todo
creyente que deja a Dios actuar en su vida. La acción de Dios oculta maravillas, que
desbordan no sólo las fuerzas del hombre, sino incluso lo que el hombre puede
imaginar. Dios puede llevar a cabo un plan rico de sentido, sin que el hombre, en su
limitación, descubra en él más que enigmas: “Cuanto más grande seas, más debes
humillarte, y ante el Señor hallarás gracia. Pues grande es el poderío del Señor, y por
los humildes es glorificado. No busques lo que te sobrepasa, ni trates de escrutar lo que
excede tus fuerzas. Lo que se te encomienda, eso medita, que no te es menester lo que
está oculto. En lo que excede a tus obras no te fatigues, pues más de lo que alcanza la
inteligencia humana se te ha mostrado ya. Que a muchos descaminaron sus prejuicios,
una falsa ilusión extravió sus pensamientos” (Si 3,18-24). Job ahora puede proclamar
con el salmista: “Yahveh, no es ambicioso mi corazón, ni mis ojos altaneros. No
pretendo grandezas ni prodigios que me vienen anchos, sino que acallo y modero mis
deseos, como niño amamantado en el regazo de su madre. ¡Como niño amamantado
está mi alma en mí!” (Sal 131). El sufrimiento, por muy incompresible que resulte para
el hombre, siempre tiene un sentido oculto en Dios: “Ciencia misteriosa es para mí,
demasiado alta, no puedo alcanzarla” (Sal 139,6).

El grito de Job, que invoca un defensor, un redentor, es escuchado por Dios, que
se encarna en Cristo y carga con el dolor el hombre: “Venid a mí los que estáis
cansados y agobiados y yo os aliviaré” (Mt 11,28). Job no se resigna ante el mal y el
sufrimiento de su vida, sino que se abandona existencialmente en Dios: “Yo sé que mi
Redentor vive” (19,29). Job, como Cristo, llega a la perfección por el sufrimiento (Cf
Hb 2,10;5,9).Ahora te han visto mis ojos. Dios se muestra en Cristo. El dolor y la vida
se comprenden viendo a Dios en el dolor: contemplando a Cristo traspasado.

d) Job ha visto a Dios y eso le basta

Job comprende la diferencia entre su fe inicial y la fe adulta, fruto de la


experiencia personal del encuentro con Dios: “De oídas había tenido referencias de ti,
pero ahora te han visto mis ojos”. Por mucho que se opusiera a la teología de los
amigos, también Job era prisionero de los mismos esquemas. También su imagen de
Dios falseaba su realidad. También él esperaba que Dios recompensaría su fidelidad
con una felicidad estable. También él juzgaba el sufrimiento como un rechazo por parte
de Dios. También él juzgaba las intenciones de Dios según criterios de justicia humana.
Pero ahora ha visto a Dios, en un cara a cara tan íntimo y personal, que sobrepasa
cuanto esperaba de él.

Exteriormente no ha cambiado nada. Job no ha dejado aún el estercolero; pero


la palabra viva de Dios ha lavado sus ojos y ahora lo ve todo distinto. Lo mismo que
Isaías descubre, ante la gloria de Dios, que es un hombre “de labios impuros” (Is 6,4),
también Job se sitúa ahora en su verdadero lugar en el universo y en el plan de Dios.
Puede reconocer su ignorancia y su culpa. Acabado el torbellino de sus preguntas, Job
ha sabido escuchar las de Dios. Su última respuesta, tan grande como las dos del
prólogo, está cargada ahora con toda la densidad y el peso de su madurez en la fe. El
silencio de ahora no es el silencio del principio. El silencio actual es el silencio de
aceptación total del misterio de la libertad de Dios. Job ahora sabe que no sabe,
reconoce que Dios lo puede todo y que no alberga en su corazón sino designios de amor
para el hombre. Ha visto a Dios y se ha hecho la luz en su ser.

130
Al final de su largo monólogo, Job aguardaba a Dios en pie, “como un príncipe”
(31,37). Ahora, con la humildad de la verdad, le acoge postrado sobre el polvo y la
ceniza: “Ahora te han visto mis ojos, por eso me retracto y me arrepiento sobre el polvo
y la ceniza” (42,6). La visión de Dios, la experiencia de su presencia y de su fidelidad,
es lo que lleva a Job al arrepentimiento. ¿De qué se arrepiente? No de pecados que
hubiera cometido antes de la prueba, de los que Dios nunca le ha acusado. Pero acaba
de tomar conciencia, frente al Dios vivo y operante, del orgullo que se le ha subido al
corazón al mismo tiempo que el sufrimiento. Es un pecado nuevo que acaba de nacer
ante sus ojos a la luz de Dios. Un pecado más radical que todos los pecados de que le
han acusado los amigos, ya que consiste en haber querido ocupar el lugar de Dios como
norma del mundo y de la historia. Job se ha acercado al árbol prohibido (Gn 3,6),
arrogándose el derecho de criticar la sabiduría de Dios y deseando ser él quien
decidiera el bien y el mal. Dios le ha abierto los ojos y Job se ha visto desnudo. Pero
Dios le ha mostrado su pecado con el humor suficiente para borrar la angustia del
corazón.

El pecado se descubre desde el perdón y por ello el Credo cristiano confiesa:


"creo en el perdón de los pecados". El perdón es el don que permite reconocer y
confesar el pecado. Donde no hay perdón, no puede haber confesión del pecado y, por
ello, el pecado -germen de muerte- "permanece" (Jn 9,41). La palabra del perdón, en
cambio, lleva a la experiencia gozosa de la conversión. El pecado confesado se
transforma en celebración de las maravillas de Dios. Sin Dios, el hombre no encuentra
salida a su culpa. De aquí su intento vano en negarla y autojustificarse con excusas y
acusaciones a los demás. Pero su salvación no está en la conquista del amor de sí
mismo por la propia absolución, en la que no puede creer. No es la conquista del amor,
sino la acogida del amor la que libera y salva al hombre de su culpa. Sólo cuando
escucha de la boca de Dios la palabra del perdón, se siente vivo, reconciliado, capaz de
comenzar de nuevo la historia.

Aquí radica el drama de nuestro mundo. Hoy se ha perdido el sentido del


pecado, con lo que se ha agudizado el sentido de culpabilidad. El reconocimiento del
pecado lleva a la experiencia de la alegría en el perdón, como vivencia del amor
gratuito, el único amor liberador del hombre. La experiencia oculta de culpabilidad, en
cambio, se abre cauces oscuros en la existencia humana en forma de tristeza, miedos,
desesperación, sensación de absurdo de la vida, náusea de todo, aburrimiento,
depresión, con todas las expresiones de violencia contra uno mismo y contra los demás.
Frente a esta situación, la buena nueva del "perdón de los pecados", que supone el
reconocimiento y confesión del propio pecado, libera al hombre en su interior y le abre
a la relación auténtica con el mundo y con los demás. La actitud farisea de auto-
justificación, y la consiguiente condenación de los demás, no produce mas que una
tapadera del mal, que desde dentro destruye al hombre; pues el "sepulcro blanqueado"
no impide la corrupción interior.

El pecado sitúa al hombre fuera del diálogo esponsal de Dios, llevándole a


experimentar la soledad existencial y la ruptura con Dios, con el mundo y con los otros.
Todo se vuelve oscuro y hostil. Y esta situación es irreversible para el hombre. Sólo
puede encontrar la comunión con la creación y con la historia restableciendo el diálogo
con Dios, Creador y Señor de la historia. Firme en esta fe, el creyente sabe que con su
pecado no ha terminado su vida, aunque sufra las consecuencias de la muerte, paga de

131
su pecado. El pecado vivido ante Dios posibilita el comienzo de una nueva vida. Dios
Creador puede volverla a crear, "volviendo su rostro al pecador" que se pone ante El
como muerto, incapaz de darse la vida. Dios, en su fidelidad misericordiosa, inicia de
nuevo con él la historia de salvación.

Al restablecerse en Cristo la relación confiada con Dios, el hombre experimenta


la liberación del miedo, pudiendo salir de sí mismo y abrirse al otro, restablecer la
comunión con los demás. El hombre, que conoce el perdón, no necesita excusar su
pecado y acusar al otro, culpar a los demás de sus males. Como dice Soren Kierke-
gaard, el reconocimiento de Dios y la conciencia del pecado van inseparablemente
unidas. Una y otro nos hacen bajar del mundo de nuestra fantasía al suelo de la
realidad. Quien se acusa y confiesa encuentra la verdad. Quien encubre y niega, se
condena a la apariencia, que vacía y envilece. Y como tal encubrimiento y
envilecimiento superan la capacidad del hombre, terminan engendrando desesperación.
El acto de fe, la confesión del propio pecado, la conciencia de la gloria de Dios y de
qué glorioso es ser hombre han ido siempre juntos. La fe supera el estadio ético,
colocando al hombre ante Dios. La experiencia de su finitud e impotencia le abre a la
esperanza en Dios, para quien todo es posible. El creyente se aventura a saltar a Dios
desde la no fiabilidad de sí mismo, poniendo en él toda su confianza.

Job perdiéndose se reencuentra, porque Dios, acogido en la fe, le desvela el


misterio de sí mismo. Dios, en el momento en que manifiesta su proximidad y ternura,
no abdica de su transcendencia, pero engrandece a Job permitiendo que le vea con los
ojos de la fe. El dolor, o el silencio de Dios, no vela ya su amor. Job, antes de que
cambie nada en su vida, calla: ha visto a Dios y eso le basta.

132
EPILOGO

ITINERARIO DE LA FE

a) El amor es la última palabra de Dios

El epílogo del libro, tras el largo discurrir de discursos, enlaza con el prólogo.
El bien es más fuerte que el mal. El sufrimiento no es el destino último del hombre, la

133
esperanza siempre puede florecer, el amor de Dios es siempre la última, la verdadera
palabra de Dios. La carta de Santiago canta este triunfo de la paciencia: “Mirad cómo
proclamamos felices a los que sufrieron con paciencia. Habéis oído la paciencia de Job
en el sufrimiento y sabéis el final que el Señor le dio; porque el Señor es compasivo y
misericordioso” (St 5,11) .

El libro de Job se cierra con un final feliz. Después de que Job hace su
confesión de fe pura, se vuelve al plano de la felicidad tangible. El cambio interior de
Job se muestra en su vida exterior. Este final muestra que Dios no quiere los
sufrimientos por sí mismos. Una vez alcanzado su objetivo y ganada la apuesta
mediante la fe de Job, Dios pone fin a la prueba. Reafirmada su libertad, Dios puede
desplegar su bondad sin riesgo de ser tergiversada por la religión utilitarista de los
amigos. Cumplido el deseo de ver a Dios, renunciando a todo, Job puede recibir
gratuitamente lo que no ha pedido, lo mismo que Salomón: “Porque, en vez de pedir
para ti larga vida, riquezas, has pedido discernimiento para saber juzgar, cumplo tu
ruego y te doy un corazón sabio e inteligente como no lo hubo antes de ti ni lo habrá
después. También te concedo lo que no has pedido, riquezas y gloria, como no tuvo
nadie entre los reyes” (1R 3,11-13).

Los amigos no podrán cantar victoria pensando que Job ha recobrado sus
riquezas porque se ha convertido y que Dios les da la razón a ellos. Dios critica el
teísmo fundamentalmente ateo de los amigos, rechaza la visión utilitarista de la
salvación, en la que no hay cabida para la gracia y en la que el amor de Dios es
sustituido por la necesidad de garantía y seguridad personal. Es la negación de Satanás
que sospecha que toda fe en Dios es interesada. Dios condena formalmente los
discursos de los amigos. Dirigíendose a Elifaz, el más anciano, les dice: “Mi ira se ha
encendido contra ti y contra tus dos amigos, porque no habéis hablado con verdad de
mí, como mi siervo Job” (42,7). En su búsqueda angustiada del rostro de Dios, Job se
había enfrentado duramente a los amigos: “Vosotros no sois más que charlatanes... ¿En
defensa de Dios decís razones mentirosas? ¿Así lucháis en su favor y os hacéis
abogados de Dios? ¿No convendría que él os sondease? ¿Jugaréis con él como se juega
con un hombre? El os dará una severa corrección” (13,4.7-10). Ahora Dios le da la
razón. El profeta Zacarías nos ha descrito la replica final de la asamblea celeste del
prólogo, aunque Job ahora se llame Josué: “Yahveh me hizo ver después al sumo
sacerdote Josué, que estaba ante el ángel de Yahveh; a su derecha estaba Satán para
acusarle. Dijo el ángel de Yahveh a Satán: ¡Yahveh te reprima, Satán, te reprima
Yahveh, el que ha elegido a Jerusalén! ¿No es éste un tizón sacado del fuego? Estaba
Josué vestido de ropas sucias, en pie delante del ángel. Tomó éste la palabra y habló así
a los que estaban delante de él: ¡Quitadle esas ropas sucias y ponedle vestiduras de
fiesta. Y colocad en su cabeza una tiara limpia! Se le vistió de vestiduras de fiesta y se
le colocó en la cabeza la tiara limpia” (Za 3,1-5).

Satán y los amigos se han equivocado en su juicio sobre Job. Dios es siempre
sorprendente. Los amigos se han quedado sin palabra desde el capítulo 27. Suponiendo
que han asistido al debate final, podemos imaginar que, al escuchar las palabras de
Dios y las respuestas de Job, piensan satisfechos: hemos vencido, Dios nos ha dado
razón. Pero, una vez más, se equivocan. Dios zanja el debate condenando a los amigos,
que “no han hablado rectamente de mí, como lo ha hecho mi siervo Job”. Comenta San
Gregorio: “Oídos los discursos de Job y conocidas las respuestas de los amigos, es hora
de dirigir nuestra atención a la sentencia del juez interior y decirle: Señor, hemos oído a

134
las dos partes discutir en tu presencia; sabemos que en el debate Job ha repasado sus
acciones virtuosas y los amigos han defendido el honor de tu justicia. Sabes lo que
pensamos de ello, que no podemos reprender las razones de los que se han dedicado a
defenderte. Están presentes las partes, esperando tu sentencia. Siguiendo una regla
invisible, Señor, pronuncia el examen penetrante de tu discernimiento, muestra quien
ha hablado mejor en este debate... Oh Señor, tu sentencia revela qué lejos está nuestra
ceguera de la luz de tu rectitud. Vemos que declaras vencedor a Job, el que pensábamos
que te había ofendido con sus palabras”.

El juicio de Dios es sorprendente. Los amigos han acusado a Job de dureza de


corazón (22,6-9) y, sin embargo, él es quien va a interceder por ellos. Los amigos le
aconsejaban que orara por sí mismo (5,8;8,5;11,13;22,27) y ahora Dios le encomienda
que rece por ellos. Consideraban como viento las palabras de Job (8,5;15,2) y resulta
que son ellas las que les van a alcanzar el perdón. Dios incorpora a Job a la lista de los
grandes intercesores de la historia de la salvación: Abraham (Gn 20,7), Moisés (Nm
21,7; Dt 9,20), Samuel (1Sm 2,25; 7,5; 12, 19.23), Jeremías (Jr 7,16;11,14; 14,11; 29,7;
37,3; 42,4.20). Como gran intercesor le recuerda Ezequiel (Ez 14,14.20), “pues Dios
perdonó su pecado” por consideración de Job. Como siervo de Dios intercede por los
amigos que le han hecho sufrir. Su intercesión sella la reconciliación con Dios y con los
amigos. Job es el modelo del verdadero creyente que recorre con pasión y paciencia el
itinerario oscuro de la fe. Al final, como lo había hecho al comienzo, Dios le proclama
de nuevo “mi siervo”, como Abraham, Moisés, Josué y los profetas. La cacareada fe de
los amigos no era, en cambio, más que ateísmo e idolatría, que hace que “se encienda
contra ellos la ira del Señor”. Herir al hombre es herir a Dios, matar a Dios es matar al
hombre. Quien no acepta a Dios, rechaza también al hombre, imagen de Dios.

Esta intercesión de Job por los amigos, expresión de su fe, es bendecida por
Dios con las bendiciones de los patriarcas: bienes, fecundidad y vejez. Para Job retorna
el esplendor del pasado duplicado por la nueva abundancia, que Dios derrama sobre él.
Termina la soledad: “Vinieron, pues, donde él todos sus hermanos y todas sus
hermanas, así como todos sus conocidos de antaño; y mientras celebraban con él un
banquete en su casa, le compadecieron y le consolaron por todo el infortunio que
Yahveh había traído sobre él. Y cada uno de ellos le hizo el obsequio de una cantidad de
plata y de un anillo de oro” (42,11). La comunión es restablecida y la alegría se hace
banquete donde todos se complacen en llenar de dones a Job, el bendecido del Señor.
Es válida la esperanza de que el bien puede más que el mal, que el sufrimiento no es el
destino final del hombre, que el amor bondadoso de Dios es la última realidad. Dios
cumple con Job lo que implora el salmista: “Sácianos de tu amor a la mañana, que
exultemos y cantemos toda nuestra vida. Devuélvenos en gozo los días que nos
afligiste, los años en que sufrimos desdichas. ¡Que se vea tu obra con tus siervos, y tu
esplendor sobre sus hijos! ¡La dulzura del Señor sea con nosotros! ¡Confirma tú la
acción de nuestras manos!” (Sal 90,14-17).

Dios manifiesta su gloria en Job duplicando sus alegrías y sus bienes. Yahveh
bendijo la nueva situación de Job más aún que la antigua: “llegó a poseer 14.000
ovejas, 6.000 camellos, 1000 yuntas de bueyes y 1000 asnas. Tuvo además 7 hijos y 3
hijas. A la primera le puso el nombre de Paloma, a la segunda el de Canela y a la tercera
el de Azabache. No había en todo el país mujeres tan bellas como las hijas de Job. Y su
padre les dio parte en la herencia entre sus hermanos. Después de esto, vivió Job
todavía 140 años, y vio a sus hijos y a los hijos de sus hijos, cuatro generaciones.

135
Después Job murió anciano y colmado de días” (42,10-17).

b) Y la fe es la única palabra del hombre

El largo itinerario, por la noche oscura de la fe, ha supuesto un cambio profundo


en Job. Su curación no ha sido sólo curación de las llagas del cuerpo, sino sanación
interior. Job ni menciona el deseo de sanación de su enfermedad. Sus sufrimientos eran
los signos que aparecen en su carne de la muerte interior con que se enfrentaba. Por lo
mismo, la curación física sólo será a sus ojos la consecuencia de una salvación más
profunda de su ser. Con su carne entre los dientes, Job reclamaba un encuentro con
Dios que le devolviera el sentido de la vida. Job vive su prueba ante todo como una
cuestión sobre Dios y se la plantea a Dios. El hombre que sufre, ¿puede seguir
creyendo en su designio de amor? En caso afirmativo, Job puede morir reconciliado. En
caso negativo, todo es absurdo; es lo mismo la vida que la muerte, haber nacido o no
haber nacido. La respuesta sólo la puede dar Dios. El drama está en cómo lograr ese
encuentro con Dios. Los amigos y su misma agitación interior se conjugan para hacer
imposible este encuentro. A pesar de ello, Job sigue adelante, sin perder la esperanza.
Las sinrazones de los amigos y el exacerbamiento de su angustia le van purificando la
fe, sin que él sea siempre consciente. Paso a paso van cayendo ante él sus ilusiones y
sus falsas imágenes de Dios.

En medio de su noche, Job no olvida la bondad de Dios, experimentada en su


vida anterior. El memorial es la roca firme donde encuentra un apoyo su fe
tambaleante. Job necesita gritar a Dios el escándalo de su dolor, pero también evocar
los años felices en que el amor de Dios sostenía su fe. Aunque aparentemente
desmentido por Dios, ese pasado de amor fue real y sigue impregnando la realidad del
sufrimiento. Por un efecto de contraste, ensombrece más el panorama del presente; pero
sigue siendo un punto de anclaje de su fe. El rostro de Dios no se muestra sólo en el
espejo del desconsuelo. Si Job se obstina en reclamar que se reanude el diálogo es
porque, en el fondo de su fe, no puede aceptar que Dios haya cambiado. Necesita que
Dios le diga que no ha cambiado, que sigue siendo el Dios de amor, aunque ese amor
no quepa en su mente.

El largo silencio de Dios es también un don. Lo mismo que el amor invisible de


Dios le concede un tiempo, su silencio le abre un espacio de libertad para el rechazo o
el asentimiento, para la huida o la búsqueda. La locura de Dios es sabiduría, más
grande que toda sabiduría humana. Dios finge retirarse, pero es para que Job pueda ir
hacia él. Dios se muestra lejano, pero es para que Job dé los primeros pasos hacia él.
Dios calla, para que Job pueda hablar. Y la pedagogía de Dios no falla. Job, sin saberlo,
se acerca a Dios y provoca su manifestación. A Job le faltaban las fuerzas para
atravesar definitivamente el escándalo de la cruz. Es el último trecho, que recorre Dios.
Dios sale al encuentro de su siervo y se sitúa ante él. Se le muestra como compañero,
acogiéndole en su libertad. Entonces Job acepta entrar por la fe en la lógica del amor
creador de Dios. Si Dios se muestra tan solícito con los ciervos, si escucha el piar de los
pajarillos, con mucha más razón “ocultará en su corazón” pensamientos y sentimientos
de bondad para con el hombre. Es lo que dirá Jesús cuando desea que sus discípulos
vislumbren algo de la paternidad de Dios: “Mirad los lirios del campo, mirad las aves
del cielo” (Mt 7,25ss).

Para vislumbrar este misterio de Dios en su vida, Job necesitaba desprenderse

136
de su propia sabiduría y dejar de ver en el hombre la norma última del mundo y de la
historia. Renunciando a ese orgullo secreto, el gran pecado del hombre, del que toma
conciencia ante la deslumbrante manifestación de Dios, Job encuentra su verdad.
Perdiéndose, se encuentra en Dios. San Pablo no se cansará de repetir que, en el
planteamiento judicial, el hombre saldrá siempre perdiendo, pues el hombre nunca lleva
razón contra Dios, y porque sus razones y méritos se basan en el cumplimiento de
leyes. San Pablo, con toda su fuerza de fariseo alcanzado gratuitamente por Cristo,
inculca que la gracia y la fe son el único camino de la justificación y salvación. Job
reanuda la vida colmada, feliz, pues ese es el designio de Dios. Pero, si Dios decide
callarse de nuevo, su silencio en adelante estará cargado de significado. Habrá que
aguardar ciertamente la nueva alianza, Getsemaní, la cruz y la gloria de la resurrección
para que los creyentes descubran la apuesta maravillosa que Dios ha hecho desde
siempre por el hombre, pero ya Job supo vislumbrar una de las mayores paradojas de la
salvación. Comprendió que la herida abierta en nosotros por el silencio de Dios no es
más que la esperanza de la comunión con él.

En Ejá Rabá se presenta a Job como figura consoladora de Israel: “Cuando cayó
Jerusalén en manos de Nabucodonosor, Jeremías decidió quedarse en Jerusalén.
Cuando regresaba a la ciudad, Jeremías alzó los ojos y en la cumbre de la montaña vio
una mujer sentada, vestida de negro y con el cabello desgreñado, que gritaba:

-¿Quién me consolará?

Jeremías se acerca a ella y le dice:

-Si eres mujer, habla conmigo; pero, si eres espíritu, quítate de mi presencia.

-¿No me conoces? -le respondió- Yo soy aquella madre que tenía siete hijos. Se
fue su padre allende el mar y, mientras estaba llorando por él, vinieron a decirme: “Se
ha derrumbado tu casa sobre tus siete hijos y han muerto”. Y ahora no sé por quién
llorar ni por quién arrancar mis cabellos.

-No eres tú mejor que la madre de Sión, que se ha convertido en pasto para las
bestias del campo.

-¡Yo soy la madre de Sión! De mí está escrito: ¡Desgraciada la que diera a luz
siete hijos! (Jr 15,9).

-Se parece tu herida a la de Job -le replicó Jeremías, expresando por su boca las
palabras de Dios-: A Job le quitaron los hijos y las hijas, como a ti te han quitado hijos
e hijas. A Job le quité su plata y su oro, como a ti te he quitado plata y oro. A Job le
arrojé en la inmundicia, como tú te has convertido en un estercolero. Pero de la misma
forma en que volví y me compadecí de Job, así también volveré a compadecerme de ti.
A Job le multipliqué sus hijos y sus hijas, lo mismo haré contigo: te multiplicaré tus
hijos y tus hijas. A Job le doblé su plata y su oro, y lo mismo haré contigo. A Job le
sacudí de la inmundicia, y sobre ti está escrito: Sacúdete el polvo y levántate, cautiva
Jerusalén (Is 52,2). Los hombres te construyeron, los hombres te han derruido, pero en
el futuro Yo te reconstruiré, pues está escrito: El Señor reconstruye Jerusalén,
congrega a los dispersos de Israel (Sal 147,2).

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Job es figura de Israel, pero, sobre todo, es figura de Cristo. Dios ha
pronunciado su última palabra en Jesucristo. Cristo, en su misma persona, es la palabra
de Dios, que Job esperaba. Jesús ha descendido a la tierra del hombre para entablar un
duelo a muerte con Satanás. Desde el comienzo de su ministerio inicia su combate
contra él y no cesa en su lucha hasta vencerlo en la cruz. Jesús, tomando la carne de
Job, del hombre, bebe hasta las heces el cáliz amargo del sufrimiento. No sólo sufre la
indecible tortura corporal, sino que padece el fracaso de su misión, el
entenebrecimiento de su identidad personal, el eclipse de Dios, la negación y el
abandono de sus amigos, el descrédito de su persona, el escarnio público... Hace suya la
historia de Job. En Getsemaní grita a Dios y busca el consuelo de los discípulos. Dios
calla y los amigos duermen. En la soledad de su agonía se abandona a la voluntad de
Dios, entregando su vida por los hombres; se entrega por los que no pueden dar nada a
cambio del amor que se les ofrece gratuitamente. Jesús cree en Dios, no a pesar del
mal, sino desde la experiencia del mal. Confía en Dios, a quien en medio del
sufrimiento, invoca como Padre. Cristo vence el mal asumiéndolo y transformándolo en
semilla de resurrección. Creer desde la cruz es creer desde la esperanza de la
resurrección. Jesús, en lugar de buscar el porqué del sufrimiento busca el para qué. Su
sufrimiento se hace redentor, salvífico. El amor es la respuesta al misterio del
sufrimiento. Y el amor es más fuerte que la muerte. Por ello Jesús puede entregarse a la
muerte, sabiendo que el Padre, que le ama, no le dejará en la muerte. Su amor es eterno
y vivificador.

El Padre, en el bautismo, proclama la inocencia de Jesús, su total complacencia


en él. Hasta el final Satán pone a prueba la fidelidad de Jesús al Padre. Llegada la hora,
impulsa a Judas a traicionarlo y Jesús entra en la prueba suprema. Acusado y
condenado en el tribunal humano, el Padre lo reivindica enviando su abogado, el
Paráclito, que convence al mundo de pecado, proclamando la inocencia de Jesús,
sentado a la derecha del Padre, y condenando al único culpable, el príncipe de este
mundo, Satanás (Jn 16,7-11). Jesús, como Job por los amigos, intercede por los que le
hacen sufrir y condenan. Así Jesús carga y quita el mal del mudo, lo elimina cargando
con él: “He aquí el Cordero de Dios que carga y quita el pecado del mundo” (Jn 1,29).
(El airein griego del original como el tollere latino significa las dos cosas).

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