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Hemos pasado ya demasiado tiempo sumidos en la identidad que este mundo nos entregó, es tiempo de

desidentificarnos de esta vieja realidad, todo aquello que crees que conoces ya no es como lo conoces.
Nacimos nuevos y puros, después fuimos domesticados. Asi, amaestrados comenzamos a defender lo que
nos había esclavizado, protegiendo el sistema contra el que antes luchábamos. Seguímos reglas que nos
oprimían y acusábamos a otros si no las seguían, los señalábamos y excluíamos. Posiblemente elegimos
formar parte de este sistema porque era la única manera de pertenecer a algo, carentes de una guía que
pudiera enseñarnos a seguir nuestra propia naturaleza. Todavía defendemos lo que la civilización define
como normal y rechazamos todo aquello que rete el status quo como si esta sociedad tuviera como si esta
sociedad tuviera, como expresión primordial, la libertad el amor y la sabiduría.
Envueltos en una sociedad que cree en las verdades absolutas y que condena todo aquello que rete el
paradigma colectivo nos hemos acostumbrado a tomar como ciertas las concepciones que los demás
tienen de nosotros. Sin tu consentimiento, el mundo te fabricó una imagen y luego te enseñó a ti mismo a
verte de esa manera. Dicha imagen fue elaborada en base a una comparación, a lo que esta civilización
conoce. A esta sociedad no le interesa la unicidad de los individuos, no nos festeja como irrepetibles.
Asumimos una imagen ajena a nuestra naturaleza, con todas sus limitaciones, que son las mismas
limitaciones de una sociedad en decadencia.
Pensarse a través de las concepciones limitantes que los demás tienen de nosotros y entenderse con las
creencias negativas con las que fuimos criados es vernos a través de los ojos del pasado, porque antes de
que llegáramos este mundo ya estaba herido.
Si toda nuestra vida nos hemos visto bajo el lente del paradigma colectivo no es de extrañarse que sea tan
complicado saber lo que queremos y sobre todo quien realmente somos.

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